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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
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  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
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  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
    ---------------------------------------------------
    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    Guardar todas las imágenes
    Fijar "Guardar Imágenes"
    Desactivar "Guardar Imágenes"
    Dar Zoom a la Imagen
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    No fijar Imagen de Fondo
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    Colocar imagen en Header
    No colocar imagen en Header
    Mover imagen del Header
    Ocultar Mover imagen del Header
    Ver Imágenes del Header


    Imágenes Guardadas y Personales
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    P
    S1
    S2
    S3
    B1
    B2
    B3
    B4
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    B7
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    B14
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    B16
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    B18
    B19
    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
    Widget 1 Widget 2 Widget 3
    Widget 4 Widget 5 Widget 6
    Widget 7














































































































    EMPHYRIO (Jack Vance)

    Publicado en marzo 13, 2010

    1


    En la sala, en la parte más alta de la torre, se hallaban seis personajes: tres de ellos se hacían llamar «señores» o «reparadores», un hombre del pueblo (en lamentable estado) que era su prisionero, y dos garriones. La sala tenía un aspecto teatral y extraño, de dimensiones irregulares, revestida con pesadas cortinas de terciopelo marrón. En un extremo de la estancia, un ventanuco dejaba penetrar un rayo de luz de un color ambarino ahumado, como si el cristal estuviera manchado de polvo... lo que no era el caso; de hecho, la propia naturaleza del vidrio era muy especial y producía notables efectos. Al otro lado de la habitación había una puerta baja, de acero, con forma trapezoidal.

    El cautivo, inconsciente, estaba aprisionado en una complicada estructura articulada. La parte superior de su cráneo había sido retirada y, sobre el desnudo cerebro, descansaba una gelatina amarilla cubierta de estrías. Por encima colgaba una cápsula negra, un objeto curiosamente feo, sencilla combinación de vidrio y metal. Su superficie estaba recubierta por una docena de protuberancias parecidas a verrugas; cada una de ellas proyectaba en la gelatina un rayo de temblorosas radiaciones.

    El prisionero era un hombre joven de piel clara y rasgos sin mucha distinción. Los cabellos, por lo que podía verse, eran rojizos. La frente y los pómulos eran amplios, la nariz redondeada, la boca tranquila y amplia y las mandíbulas un poco por encima del firme mentón; la cara mostraba un aspecto de infantil idealismo. Los señores, o «reparadores» (término este último un tanto caído en desuso y empleado sólo raramente) eran de otra especie. Dos de ellos eran tipos altos y delgados, de piel absentada, de nariz delgada y larga, bocas saturnianas, cabellos negros y pegados al cráneo. El tercero era más viejo, más pesado, y sus facciones denotaban astucia, bajo una mirada brillante e inflamada y piel rubicunda con una tonalidad subyacente de un enfermizo color magenta. El Señor Fray y el Señor Fanton mostraban un desdén altanero, mientras que el Gran Señor Dugald el Boimarc parecía oprimido por algún tipo de inquietud y una cólera crónica. Los tres, miembros de una raza especialmente conocida por sus refinadas orgías, parecían desprovistos del más mínimo resto de humor; severos, incapaces de gozar de los más ínfimos placeres y diversiones.

    Los dos garrriones, en el fondo de la sala, eran antropomorfos, de un color negrizo y marrón purpúreo, sólidos y macizos. En sus ojos, unos bulbos negro mate, podían verse reflejos internos parecidos a estrellas; a cada lado de sus caras había matas de pelo negro.

    Los señores vestían trajes negros de corte refinado y bonetes de hilos metálicos adornados con joyas. Los garriones llevaban arneses de cuero negro y mandiles de buriel de color ocre.

    Fray se hallaba cerca de un panel de control, y explicaba las funciones del aparato.

    —En primer lugar, hay un período de unión, mientras cada rayo busca una sinapsis. Cuando los rayos se detienen, lo que acaba de pasar, y las agujas coinciden —Fray señaló dos flechas negras de rumbos diferentes—, deja de existir, no siendo otra cosa que un organismo no desarrollado, un pólipo con algunos reflejos musculares. Los circuitos neurales están clasificados en el ordenador por campos y complejidad de interconexión, en siete niveles. —El Señor Fray examinó la gelatina amarilla, en la que los rayos exploratorios no levantaban otra cosa que montículos luminosos—. El cerebro ha sido estructurado en siete zonas... Para llevarlas a las condiciones deseadas, liberamos el control de zonas específicas y, si es necesario, limitamos o, incluso, suprimimos otras. Ya que el Señor Dugald no tiene intención de rehabilitarle...

    Fanton habló con voz ronca.

    —Es un pirata. Debe ser desterrado.
    —...liberaremos los niveles uno por uno, hasta que se halle dispuesto a proporcionar los datos precisos que desea el Señor Dugald. Aunque, lo reconozco, sus motivos sobrepasen mi entendimiento.
    —El Señor Fray lanzó una incierta mirada al Gran Señor Dugald.
    —Para mí, mis motivos son más que suficientes —respondió Dugald—, y os conciernen más de lo que suponéis. ¡Adelante!

    Latiendo con el mismo ritmo que el pulso del prisionero. La respiración del joven se hizo silbante, gimió, se revolvió débilmente contra sus ataduras. Trabajando con seguridad, Fray superpuso círculos concéntricos sobre la marca y efectuó un ajuste final.

    Los ojos del joven perdieron el brillo. Vio al Señor Fanton y al Señor Dugald; el disco negro, en la pantalla, se estremeció bruscamente. Vio a los garriones; el disco negro se retorció. Giró la cabeza, mirando a través del ventanuco. El sol, al oeste, estaba bajo. Por una curiosa propiedad óptica del cristal, parecía ser un disco gris pálido rodeado por un halo rosado y verde. El punto, en la pantalla, dudó y se contrajo lentamente.

    —Fase uno —anunció Fray—. Sus respuestas genéticas han sido restauradas. ¿Habéis notado hasta qué punto le ha turbado ver a los garriones?
    —No es de extrañar —gruñó el anciano Señor Dugald—. No pertenecen a su patrimonio genético.
    —¿Y por qué ha reaccionado de un modo similar al vernos a nosotros? —preguntó Fanton fríamente.
    —¡Bah! —refunfuñó el Señor Dugald—. Tampoco nosotros pertenecemos a su pueblo.
    —Exacto —aprobó Fray—, incluso después de tantas generaciones. El sol, por el contrario, desempeña el papel de un punto de referencia en el origen de las coordenadas mentales. Es un símbolo importante.

    Apretó el segundo botón. El disco negro explotó en pedazos. El joven gimoteó, se retorció y, finalmente, se tensó. Fray hizo algunos ajustes y redujo una vez más la forma al tamaño de un disco diminuto. Pulsó el botón del estimulador. El joven descansó tranquilamente. Su mirada recorrió la sala, yendo del Señor Fray al señor Dugald, de los garriones a su propio cuerpo. El disco negro mantenía la misma forma y posición.

    —Fase dos —anunció Fray—. Reconoce las cosas, pero es incapaz de establecer relaciones entre ellas. Sabe, pero aún no es consciente, ni puede establecer diferencias entre sí mismo y lo que le rodea. Todo es parecido; las cosas y su contenido emocional son idénticas, sin ningún valor para lo que deseamos obtener. Pasemos a la fase tres.

    Oprimió el tercer botón y el círculo negro, concentrado, se dilató. Fray efectuó nuevos ajustes, comprimiendo la mancha hasta convertirla en un disco pequeño y denso. El joven se incorporó, miró fijamente los cierres metálicos que le apretaban muñecas y tobillos y observó a Fanton y a Dugald. Fray se dirigió a él con una voz clara y fría.

    —¿Quién eres?

    El hombre frunció el ceño; se humedeció los labios. Habló, y su voz parecía venir de muy lejos.

    —Emphyrio.

    Fray agachó la cabeza rápidamente. Dugald le miró sorprendido.

    —¿Qué significa eso?
    —Una unión errante, una oscura identificación, nada más. Debemos esperar algunas sorpresas.
    —Pero, ¿no tendría que dar respuestas exactas?
    —Exactas con respecto a su experiencia, y según su punto de vista. —La voz de Fray se hizo algo más seca—. No podemos esperar respuestas acordes con la lógica cósmica universal... si es que eso existe. —Se volvió hacia el joven—. ¿Y cuál es tu nombre de nacimiento?
    —Ghyl Tarvoke.

    Fray inclinó bruscamente la cabeza.

    —¿Quién soy yo?
    —Un Señor.
    —¿Sabes dónde te encuentras?
    —En algún sitio por encima de Ambroy.

    Fray se dirigió a Dugald.

    —Actualmente, puede comparar sus percepciones con sus recuerdos; puede hacer identificaciones cualitativas. Sin embargo, aún no es consciente. Si tuviera que ser rehabilitado, éste sería el punto inicial del proceso, pues todas sus asociaciones son fácilmente accesibles. Pasemos a la Fase cuatro.

    Fray apretó el cuarto botón e hizo los correspondientes ajustes. Ghyl Tarvoke hizo una mueca de dolor y agitó puños y tobillos.

    —Ahora puede hacer apreciaciones cuantitativas. Puede percibir las relaciones y establecer comparaciones. Está, en cierto sentido, lúcido. Pero todavía no está consciente. Si hubiera que rehabilitarlo, habría que hacer algunos ajustes en este punto. Fase cinco.

    Acabó la Fase cinco. Aterrado, Ghyl Tarvoke miró a Fray, Dugald, Fanton y los garriones.

    —Su escala de tiempo ha sido restaurada —hizo notar Fray—. Ha recuperado la memoria. Con un inmenso esfuerzo, podríamos obtener datos objetivos desprovistos de alteraciones emocionales; la verdad desnuda, por decirlo de algún modo. En algunas situaciones, eso es deseable, pero ahora no descubriríamos nada. No puede tomar decisiones, lo que constituye una barrera para el lenguaje consciente, que es un proceso continuo de toma de decisiones, la elección entre dos sinónimos, los diferentes grados de acentuación, los diversos sistemas de sintaxis. Fase seis.

    Pulsó el sexto botón. El disco negro se expandió violentamente hacia un lado, en una nube de gotas. Fray retrocedió, sorprendido. Ghyl Tarvoke lanzó unos gritos de bestia salvaje, rechinó los dientes, tiró de las ataduras. A toda prisa, Fray hizo unos cuantos ajustes, reteniendo los retorcidos elementos, comprimiéndolos en un disco agitado por las sacudidas. Ghyl Tarvoke se quedó sentado, jadeando, mirando a los señores con odio, fijamente.

    —Bien, Ghyl Tarvoke, ¿qué piensas de ti mismo? —preguntó Fray.

    El joven miró uno por uno a los señores, sin responder.

    Dugald dio un paso hacia un lado.

    —¿Hablará?
    —Hablará —afirmó Fray—. Mirad: está consciente, se controla totalmente.
    —Me pregunto qué es lo que sabe —murmuró Dugald soñadóramente. Miró agudamente a Fanton y a Fray—. ¡Recordad que soy yo quien hace las preguntas!

    Fanton le miró con severidad.

    —Casi parece que compartes un secreto con él.
    —Pensad lo que queráis —respondió Dugald, cortante—. ¡Pero acordaos de que soy yo quien tiene la autoridad!
    —¿Cómo íbamos a olvidarlo? —replicó Fanton antes de darse la vuelta.

    A sus espaldas, Dugald contestó:

    —¡Si quieres mi puesto, tómalo! ¡Pero quédate también con las responsabilidades!

    Fanton le hizo cara nuevamente.

    —No quiero nada tuyo. Acuérdate quién ha sido la víctima de este desgraciado individuo.
    —Tú, yo, Fray, cada uno de nosotros; es lo mismo. ¿Le habéis oído emplear el nombre de Emphyrio?

    Fanton se encogió de hombros; Fray intervino con desenvoltura:

    —Bien, volvamos con Ghyl Tarvoke. Todavía no es un individuo por completo. Todavía le falta la utilización de sus conexiones libres, la red flexible. Es incapaz de ser espontáneo. No puede disimular, pues no puede creer. No puede esperar, ni siquiera hacer proyectos; en consecuencia, no tiene voluntad alguna. De este modo, podremos oír la verdad. —Se sentó en un banco mullido y puso en marcha un grabador.

    Dugald avanzó, cuadrándose ante el prisionero.

    —Ghyl Tarvoke, queremos saber cuál es el móvil de tus crímenes.

    Fray intervino con una ligera ironía.

    —Sugiero que hagas las preguntas un poco más concisas.
    —¡No, no! —replicó Dugald—. Vosotros no podéis entender el sentido de mis preguntas.
    —Todavía no las has hecho —hizo notar Fray, siempre cortés pero un poco agrio.

    Ghyl Tarvoke tiró con dificultad de las ataduras que le sujetaban. Con irritación, dijo:

    —Si soltáis esto estaré más cómodo.
    —¡Poco importa que lo estés! —ladró Dugald—. Vas a ser desterrado a Bauredel. ¡Vamos, habla!
    —Exacto —murmuró Fray—. Tiene razón.
    —Recuerdo hechos de toda una vida. Os los contaré.
    —Prefiero que hables de lo que nos interesa —le interrumpió Dugald.

    La frente de Ghyl se arrugó.

    —Completad el proceso para que pueda pensar.

    Dugald miró a Fray con indignación; Fanton se echó a reír.

    —¿No es eso una manifestación de voluntad?

    Fray se rascó el largo mentón.

    —Creo que esa observación es fruto del razonamiento y no de la emoción. —Se dirigió a Ghyl—. ¿No es verdad?
    —Sí.

    Fray se encaminó a la consola de control y pulsó el séptimo botón. El disco negro se desintegró en una bruma de gotas. Ghyl Tarvoke emitió un gemido de agonía. Fray se lanzó sobre los controles; las gotas se fundieron en una sola y adquirieron finalmente su forma inicial.

    Ghyl estaba sentado, más tranquilo.

    —Así que vais a matarme —dijo al fin.
    —Ciertamente. ¿Crees merecer algo mejor?
    —Sí.
    —¿Y por qué le hiciste tanto mal a gente que no te había hecho nada? —gritó Fanton—. ¿Por qué? ¿Por qué?
    —¿Por qué? —gritó Ghyl—. ¡Para triunfar! ¡Para darle un significado a mi vida, para marcar el cosmos con mi huella! ¿Es justo que deba nacer, vivir y morir sin tener más importancia que una brizna de hierba de la que cubre las Colinas de Dunkum?

    Fanton rió amargamente.

    —¿Eres mejor que yo? Yo vivo y moriré según la misma sinrazón. ¿Quién se acordará de nosotros?
    —Vosotros sois vosotros y yo soy yo —respondió Ghyl Tarvoke—. Yo no estoy satisfecho con mi suerte.
    —Y haces bien —respondió el señor Dugald con una helada sonrisa—. Dentro de tres horas serás expulsado. ¡Vamos, habla ahora o nunca podrás hacerte oír!


    2


    Ghyl Tarvoke tuvo una primera visión de la naturaleza del destino en su séptimo cumpleaños, cuando fue a ver un espectáculo itinerante. Su padre, generalmente olvidadizo y despistado, recordó la ocasión; fueron juntos, a pie, por la ciudad. Ghyl habría preferido tomar el Elevado, pero Amianto, por razones que todavía eran oscuras para Ghyl, se opuso, y caminaron tranquilamente hacia el norte, a través de los viejos Solares de Vashmont, pasando ante los esqueletos de una docena de torres en ruinas, cada una de las cuales tenía en la cúspide el emblema de un Señor. Al fin llegaron a la zona Comunal Norte de la Ciudad del Este, donde se alzaban los alegres tenderetes de los Divertidores Peripatéticos de Framtree. En una rotonda podía leerse: Las Maravillas del Universo. Un viaje fantástico y económico, sin peligros ni inconvenientes, por seis mundos cautivadores, presentados mediante secuencias edificantes y de buen gusto. Había un espectáculo de marionetas interpretado por un grupo de títeres vivientes de Damar; un diorama ilustraba las principales escenas de la historia de Halma; exhibiciones de criaturas de otros mundos, vivas, muertas o simuladas; un ballet titulado Niaiserie, un telépata interpretando a Pagoul, el misterioso terrícola; casetas de juegos, de bebidas, de buhoneros que vendían baratijas y otros objetos sin valor. Ghyl estaba impaciente por ver aquello, o lo otro, mientras que Amianto se limitaba a abrirse paso entre la multitud con indiferente paciencia. Había muchos beneficiarios de Ambroy, pero también eran muchos los que habían llegado de tierra adentro desde Fortinone; y también podía verse un buen número de forasteros procedentes de Bauredel, Sauge, Closte, a los que se distinguía por las escarapelas que les daban derecho a créditos complementarios del Servicio de Protección Social. Los garriones eran más raros; se trataba de extraños animales ataviados con ropas humanas y cuya presencia siempre indicaba que algún señor se encontraba entre la gente del pueblo.

    Amianto y Ghyl visitaron la rotonda en primer lugar, para hacerse a la idea de que viajaban por los mundos de las estrellas. Vieron la Batalla de los Pájaros de Sloe en Madura; las tormentas de amoníaco de Fajane; las breves y tentadoras visiones de los Cinco Mundos. Ghyl observaba las extrañas escenas sin comprenderlas; eran tan diferentes, tan grandiosas, tan salvajes a veces, que no podía asimilarlas. Amianto las miraba con una ligera sonrisa agridulce apenas esbozada. Amianto nunca viajaría, pues nunca podría reunir los créditos necesarios para poder hacer una excursión de tres días a Damar y, sabiéndolo, parecía haber dejado aparte cualquier ambición en aquel sentido.

    Saliendo de la rotonda, visitaron una sala en la que se podía ver el diorama de los más célebres amantes de la mitología: el Señor Guthmore y la Bestia Salvaje de las montañas; Medié y Estasis; Jeruun y Jeran; Hurs Gongonja y Ladati el Matáforo; y hasta otra docena de parejas, ataviadas con ropajes pintorescos de la antigüedad. Ghyl hizo muchas preguntas que Amianto eludió, o a las que contestaba de forma esquiva.

    —La historia de Halma es muy larga, muy confusa; basta con decir que todos estos hermosos personajes son míticos.

    Tras salir de allí, pasaron ante el teatro de marionetas y observaron a las pequeñas criaturas enmascaradas saltar, retozar, bromear y cantar con dificultad La Fidelidad Virtuosa como Ideal es el Medio Más Seguro de Llegar a la Independencia Financiera. Fascinado, Ghyl contempló la historia de Marelvie, la hija de un sencillo trefilador que, con ocasión de un baile en la calle en el Solar de Foelgher, atrajo la atención del Señor Bodbozzle el Chaluz, un viejo lúbrico, magnate de la energía en veintiséis feudos. El Señor Bodbozzle le hizo la corte, efectuando ágiles cabriolas; un desahogo cómico de brillantes efectos y declamaciones, pero Marelvie se negaba a unirse a él salvo en calidad de esposa legítima, con pleno reconocimiento, y la dote de cuatro feudos escogidos. El Señor Bodbozzle aceptó, pero con la condición de que Marelvie fuera antes a su morada para aprender primero distinción e independencia financiera. Marelvie, confiada, fue conducida en deslizador aéreo a su casa, en lo alto de una torre, por encima de Ambroy, donde el Señor Bodbozzle intentó, inmediatamente, seducirla. Hubo otras muchas peripecias pero, en el instante crítico, Rudel, el enamorado de Marelvie, saltó al interior, atravesando la ventana tras haber trepado por las lisas paredes de la vieja torre. Derrotó a una docena de garriones y aplastó contra el muro a un lloriqueante Señor Bodbozzle mientras Marelvie practicaba una danza Saltarina provocada por la alegría. Para conservar la vida, el Señor Bodbozzle entregó seis feudos en el corazón de Ambroy, así como un yate espacial. La feliz pareja, financieramente independiente y fuera de las listas, se alejó feliz y saltando, mientras el Señor Bodbozzle se vendaba las heridas.

    La iluminación de la sala se hizo desigual, indicando el entreacto; Ghyl se volvió hacia su padre, esperando sin confianza algún comentario. Amianto tenía tendencia a mantener en secreto sus opiniones. Incluso a la edad de siete años, Ghyl notaba algo nada ortodoxo, casi ilícito, en los juicios de su padre. Amianto era un hombre fuerte, de movimientos lentos que sugerían más economía y control que simple pesadez. Su cabeza era voluminosa y sombría, su rostro, de marcados pómulos, era pálido, con el mentón pequeño, la boca sensible torcida de un modo característico, con una media sonrisa soñadora. Amianto hablaba muy poco, y siempre con voz suave, aunque Ghyl había tenido ocasión de verle, cuando algún incidente insignificante le estimulaba, escupir las palabras, vomitándolas como si se encontrase bajo una presión física, para detenerse súbitamente, incluso en medio de una frase. En aquel momento, Amianto no tenía nada que decir; Ghyl sólo podía intentar adivinar cuáles eran sus sentimientos sobre el infortunio del señor Bodbozzle.

    Observando al público, Ghyl vio a dos garriones con espléndidas libreas de cuero color lavanda, escarlata y negro. Estaban en el fondo de la sala, parecidos a dos hombres, pero sin ser humanos (híbridos de insectos, ranas y monos), inmóviles, pero en guardia, con sus ojos protuberantes sin mirar nada pero viéndolo todo.

    Ghyi cogió a su padre del codo.

    —¡Hay garriones! ¡Los señores asisten al espectáculo de marionetas!

    Amianto echó un breve vistazo por encima del hombro.

    —Señores o sus hijos.

    Ghyl buscó entre la concurrencia. Nadie se parecía al Señor Bodbozzle; nadie denotaba aire de autoridad e independencia financiera, algo casi visible que, por lo que se imaginaba, debía rodear a todos los señores. Iba a preguntarle a su padre quién era según él el señor, pero se detuvo, sabiendo que la única respuesta de Amianto sería un encogimiento de hombros carente de interés. Rostro por rostro, Ghyl siguió las filas con la mirada. ¿Cómo un señor, o su hijo, no iba a sentirse ofendido por la grosera caricatura del Señor Bodbozzle? Pero nadie parecía turbado... El interés de Ghyl no tardó en desaparecer; quizá los garriones asistían al espectáculo por iniciativa propia.

    El entreacto debió durar diez minutos; Ghyl se deslizó fuera de su asiento y se adelantó para ver más de cerca el espectáculo. A un lado, colgaba un telón de tela; Ghyl lo apartó y sumió la mirada en una habitación lateral donde había sentado un hombrecillo vestido de terciopelo marrón, sorbiendo lentamente una taza de té. El muchacho echó un vistazo a sus espaldas; Amianto, preocupado por sus propias visiones interiores, no le prestaba la menor atención. Ghyl pasó por debajo del telón, se inmovilizó, titubeante, dispuesto a saltar hacia atrás si el hombre vestido de terciopelo marrón intentaba cogerle. Por una razón u otra, Ghyl había terminado por creer que los títeres no eran más que niños raptados, azotados y golpeados hasta que se aprendían la comedia y eran capaces de bailar con completa precisión y exactitud; aquella idea le daba al espectáculo un aliciente morboso. Pero el hombre, con la excepción de una cortés inclinación de cabeza, no parecía interesado en su captura. Envalentonado, Ghyl dio unos pasos hacia adelante.

    —¿Es usted quien maneja las marionetas?
    —Eso es lo que soy, muchacho: Holkerwoyd, el marionetista, disfrutando de una ligera pausa en mi trabajo.

    El hombre era bastante nervudo y anciano. No parecía alguien capaz de torturar y azotar a los niños.

    Con crecida confianza, Ghyl —que no sabía exactamente lo que quería decir— preguntó:

    —¿Es usted... real?

    Holkerwoyd no pareció ver en la pregunta falta de sentido.

    —Soy tan real como es necesario, muchacho, al menos según mi propio punto de vista. Algunos me encuentran, digamos, inconsistente, incluso etéreo.

    Ghyl entendió la esencia general de la respuesta.

    —Debe haber viajado mucho.
    —Muy cierto. He recorrido el Gran Continente Norte de arriba abajo, he atravesado la Bahía de Salula descendiendo por la península hacia Wantanua. Y eso únicamente en Halma.
    —Yo nunca he salido de Ambroy.
    —Todavía eres joven.
    —Sí. Algún día seré financieramente independiente, y viajaré por el espacio. ¿Ha estado en otros mundos?
    —En docenas. Nací cerca de una estrella tan lejana que nunca verás siquiera su luz... No en los cielos de Halma.
    —Entonces, ¿por qué está aquí?
    —A menudo me hago la misma pregunta. La respuesta es siempre la misma: porque no estoy en ninguna otra parte. Es una afirmación más sensata de lo que parece a primera vista. ¿No es fantástico? Estoy aquí, y tú también estás aquí, ¡piensa en ello! ¡Cuándo se consideran las dimensiones de la galaxia, hay que reconocer que se trata de una coincidencia única!
    —No entiendo.
    —¡Pues es bien sencillo! Supongamos que tú te encuentras aquí y que yo estoy en otra parte, o que yo estoy aquí y tú no, o que los dos estemos en un sitio distinto; tres casos mucho más probables que el cuarto, que es nuestra presencia mutua a menos de tres metros de distancia uno del otro. ¡Te lo repito, es un encadenamiento de circunstancias milagrosas! ¡Y pensar que hay quien dice que la Era de las Maravillas ha terminado!

    Ghyl inclinó la cabeza, con aspecto de duda. —Esa historia que habla del Señor Bodbozzle... no me ha gustado mucho.

    —¿Eh? —Holkerwoyd infló las mejillas—. ¿Y por qué?
    —No es verdad.
    —Aja... ¿qué detalle te ha chocado?

    Ghyl rebuscó entre su vocabulario para expresar lo que no era apenas más que una intuición. Dijo, con bastante incertidumbre:

    —Un hombre no puede pelear con diez garriones. Todo el mundo lo sabe.
    —Bien, bien, bien —dijo Holkerwoyd para sí mismo—. Este muchacho tiene un espíritu prosaico. —Dirigiéndose a Ghyl, añadió—: ¿Acaso no era eso lo que deseabas? ¿No debo escribir historias felices? Cuando crezcas y sepas todo lo que le debes a la ciudad, descubrirás una cierta falta de acción.

    Ghyl inclinó la cabeza con sabiduría.

    —Pensaba que las marionetas eran más pequeñas, y más bonitas.
    —Vaya, buscándole los tres pies al gato. Un eterno insatisfecho. ¡Estupendo! Cuando crezcas, te parecerán más pequeñas.
    —¿No son niños raptados?

    Las cejas de Holkerwoyd se erizaron como la cola de un gato asustado.

    —¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Cómo iba a enseñar a los niños esas cabriolas, esas comedias tan tontas cuando son tan escépticos, críticos tan exigentes, tan absolutos?

    Ghyl creyó oportuno cambiar de tema.

    —Hay un señor entre los espectadores.
    —No, amigo mío. La hija de un señor. Está sentada a la izquierda, en la segunda fila. Ghyl parpadeó.
    —¿Cómo lo sabe?

    Holkerwoyd hizo un gesto teatral.

    —¿Quieres robarme todos mis secretos? Mira, muchacho, las máscaras y enmascarar, lo mismo que desenmascarar, es todo el arte de mi oficio. Ahora, déjame, vuelve con tu padre. Él lleva la máscara de plomo de la paciencia cubriendo su alma. Interiormente, está deshecho, turbado por el dolor. Tú también conocerás la pena; estás predestinado. —Holkerwoyd avanzó haciendo gestos feroces—. ¡Vete, deprisa! ¡Buh! ¡Ah!

    Ghyl volvió corriendo a la sala y se acomodó en su asiento. Amianto le lanzó una mirada interrogativa que Ghyl evitó. Muchos aspectos del mundo estaban más allá de su comprensión. Recordando las palabras de Holkerwoyd, miró por la sala. En efecto, en la segunda fila se encontraba una joven acompañada por una mujer de aspecto sereno y de edad incierta. ¡Así que era una joven sonora! Ghyl la examinó con sumo cuidado. Hermosa y elegante, no cabía duda de lo que era, y Ghyl, con la claridad de su visión, percibió la Diferencia. Su aliento debía ser fuerte y perfumado, como la verbena, o el limón. Su mente se encaminaba hacia insondables pensamientos, maravillosos secretos... Ghyl notó la altivez, la seguridad de los modales... todo era, de un modo u otro, fascinante...

    Un desafío.

    Las luces se fueron apagando progresivamente, el telón se fue abriendo, y así empezó un cuento corto y triste. Ghyl pensó que era un mensaje que le dirigía Holkerwoyd, aunque tal eventualidad le pareciera poco probable.

    La historia se desarrollaba en el propio teatro de marionetas. Uno de los títeres, imaginando que el mundo exterior era un lugar de continuo gozo, escapaba del teatro y se mezclaba con un grupo de niños. Durante un tiempo, todo eran juegos y cantos, pero, luego, los niños, cansados de jugar, volvieron a tomar sus diferentes caminos. El títere, solo, vagó por las calles, observando la ciudad: un lugar muy triste comparado con el teatro, ¡por irreal y ficticio que fuera! Pero estaba poco dispuesto a volver, pues sabía lo que le esperaba. Dudando, haciendo tiempo, volvió arrastrando la pierna hasta el teatro, cantando una cancioncilla muy triste. Sus camaradas, las marionetas, le recibieron con reserva y temor, sabiendo también ellas lo que le esperaba. Y, en efecto, en la secuencia final se presentaba el drama tradicional Emphyrio, con el títere fugitivo interpretando el papel de Emphyrio. Mientras la historia de Emphyrio seguía su propio camino, se contaba otra historia. Finalmente, el héroe, capturado por los tiranos, fue arrastrado hasta el Gólgota. Antes de su ejecución, intentó dejar un mensaje que justificase su vida, pero los tiranos incluso le negaron el derecho a hablar, y le infligieron la última humillación con una muerte inútil.

    Un trapo grotescamente grueso le fue metido a Emphyrio en la boca, un hacha resplandeciente hendió su cabeza... y el mismo fue el final del títere vagabundo.

    Ghyl observó que la hija del señor, su compañera, y los garriones, no se quedaron hasta el final. Cuando las luces volvieron a iluminar la sala y mostraron los rostros blancos de fijas miradas de la asistencia, se habían marchado.

    Ghyl y Amianto caminaban hacia su casa, en el crepúsculo, cada uno de ellos absorto en sus propios pensamientos. Ghyl preguntó:

    —¿Padre?
    —Sí.
    —En la obra, el títere que huye y que hace de Emphyrio es ejecutado.
    —Sí.
    —¡Pero fue ejecutado realmente!
    —También yo lo noté.
    —¿Crees que había escapado? Amianto suspiró y sacudió la cabeza.
    —Lo ignoro. Los títeres son baratos... De hecho, aquélla no era la verdadera historia de Emphyrio.
    —¿Y cuál es?
    —Nadie la conoce.
    —¿Ha existido Emphyrio?

    Amianto reflexionó unos momentos antes de contestar.

    —La historia humana ha sido muy larga. Si nunca ha existido alguien llamado Emphyrio, alguien con otro nombre habrá hecho las mismas hazañas.

    Ghyl descubrió que la observación sobrepasaba sus capacidades intelectuales.

    —Según tú, ¿dónde vivía Emphyrio? ¿Aquí, en Ambroy?
    —Eso es un problema —dijo Amianto, frunciendo las cejas pensativamente— que algunos han intentado elucidar... sin éxito. Hay indicios, naturalmente. Si yo fuera otro hombre, si de nuevo fuera joven, si no hubiera... —La voz decayó y murió.

    Caminaron en silencio. Luego, Ghyl preguntó:

    —¿Qué quiere decir predestinado?

    Amianto le miró con curiosidad.

    —¿Dónde has oído esa palabra?
    —Holkerwoyd, el marionetista, me dijo que estaba predestinado.
    —Ah, ya veo. Bien, eso quiere decir que de ti emana una impresión de... digamos, importancia. Eso quiere decir que serás un gran hombre y que tus actos serán notables.

    Ghyl estaba fascinado.

    —¿Quiere decir que seré financieramente independiente y que podré viajar? Contigo, claro.

    Amianto puso la mano en el hombro de su hijo. —Ésa es otra historia.


    3


    Frente a la Plaza Undle, al norte del Solar de Brueben, había un edificio alto y estrecho de tres pisos, construido con viejos troncos de árboles negros y tejas marrones, que servía tanto de taller como de residencia a Amianto. En la planta baja se encontraba el taller, donde esculpía bloques de madera; en la primera planta estaba la cocina, el lugar donde Amianto y Ghyl preparaban la comida y la comían, así como una habitación adyacente en la que Amianto guardaba una disparatada colección de antiguos manuscritos. En la segunda planta era donde dormían y, por encima de ella, sólo quedaba un pequeño granero lleno de objetos inútiles, demasiado viejos o demasiado importantes como para tirarlos.

    Amianto era el más reservado de los hombres: pensativo, casi sombrío, trabajando por accesos de energía, ocupándose, acto seguido, durante horas o días de detalles sin importancia, o sin hacer absolutamente nada. Era un hábil artesano: sus pantallas siempre eran de las Primeras y, generalmente, de las Perfectas, pero su rendimiento no era excesivamente elevado. Los créditos no eran cosa abundante en el hogar Tarvoke. Los trajes, como el resto de las mercancías de Fortinone, eran fabricados a manos y bastante caros; Ghyl llevaba camisas y pantalones cosidos por Amianto, aunque las Hermandades no estuvieran conformes con la actividad de aquellas «fuentes marginales de competencia». Los Tarvoke raramente tenían dinero de sobra para despilfarrar, y ninguno para la diversión organizada. Todos los días, la barcaza Jaoundi subía majestuosamente por el Insse en dirección a la ciudad vacacional de Bazen, volviendo tras la caída de la noche. Para los chicos de Ambroy, era la más agradable y deseada de las excursiones. Una vez o dos, Amianto mencionó la ruta del Jaoundi, pero nada concreto vio nunca la luz.

    Ghyl, sin embargo, consideraba que tenía bastante suerte. Amianto no le imponía muchas condiciones. Otros niños, de mayor o menor edad que él, aprendían ya un oficio en los talleres de las Hermandades, o en los talleres de los padres, o en los de los más lejanos parientes. A los niños se les enseñaba a ser escribas, sacerdotes, sabios y, a cualquiera que pudiera necesitar la lectura avanzada o las artes de la escritura, la segunda o, incluso, la tercera Nomenclatura . Los padres devotos enviaban a sus hijos a los Saltos Infantiles y Avances Juveniles del templo de Finuka, o les enseñaban las figuras más simples en el domicilio familiar.

    Amianto, por cálculo o por distracción, nunca le había impuesto a su hijo tarea semejante, que iba y venía a su antojo. Ghyl exploró todo el Solar de Brueben y, luego, al volverse más atrevido, se aventuró mucho más lejos. Visitó los muelles y los talleres de construcciones navales del Solar de Nobile; escaló las carcasas de los viejos remolcadores en las boscosas regiones de Dodrechten, comiendo mariscos crudos para desayunar; atravesó el estuario que conducía a la isla de Despar, donde se hallaban las fábricas de vidrio y las empresas metalúrgicas, y siguió por el puente hasta la Punta del Hombre Roto.

    Al sur de Breuben, yendo hacia el corazón de la vieja Ambroy, se encontraban los solares que casi fueron destruidos completamente durante las Guerras del Imperio: Hoge, Cato, el Parque Hyalis, Vashmont, donde había hileras, e incluso dobles hileras, de mansiones construidas con ladrillos de recuperación serpenteando a lo largo del desolado paisaje. En Hoge estaba el mercado; en Cato, el Templo; más allá, había grandes extensiones de vastas zonas de ladrillos negros destrozados y asfalto convertido en polvo, estanques de nauseabundo olor rodeados de espumas de raros colores y, a veces, la cabaña de algún vagabundo o de un nocop . En Cato y en Vashmont se alzaban los lúgubres esqueletos de las viejas torres centrales, adquiridas gracias a su derecho de compra por los señores para establecer en ellos sus moradas. Un día, Ghyl, acordándose de la marioneta de Rudel, decidió poner en práctica su idea. Eligió una torre, propiedad del Señor Waldo el Flowan , y empezó a escalar la estructura; se fue deslizando por el sobretecho de puntales diagonales, hacia la primera vigueta horizontal, hasta alcanzar la segunda hilera diagonal, trepando por otra vigueta horizontal, una tercera y una cuarta: subiendo hasta llegar a los treinta metros, sesenta, cien, y deteniéndose al fin, agarrado al mantelón, aterrorizado por la distancia que le separaba del suelo.

    Durante algunos instantes, Ghyl se quedó sentado, mirando la antigua ciudad. La vista era espléndida, tranquila y melancólica; las ruinas, oblicuamente iluminadas por la luz gris dorada del sol, mostraban una multitud de detalles fascinantes. Ghyl echó un vistazo más allá de Hoge, intentando localizar el Solar de Indle... Bajo él se pudo escuchar una voz seca, y Ghyl vio, a sus pies, a un hombre vestido con pantalones marrones y una casaca negra y amplia: uno de los agentes del Servicio Social de Protección de Vashmont.

    Ghyl descendió al suelo y, una vez allí, fue severamente reprendido antes de tener que dar su nombre y dirección.

    Muy temprano, al día siguiente, un agente de la Protección Social del solar de Breuben, Helfred Cobol, se acercó hasta su casa para hablar con Amianto, y Ghyl fue arrestado. ¿Iba a ser rehabilitado? Pero Helfred Cobol no habló del incidente de la torre de Vashmont y, simplemente, recomendó a Amianto, con un tono acusador, que impusiera a Ghyl una disciplina más estricta, cosa que su padre escuchó con cortés desinterés.

    Helfred Cobol era un hombre rechoncho y barrigudo, con la cabeza redonda, mofletudo, con una berenjena por nariz y pequeños ojos grises. Era vivo y capaz, y conocido por su imparcialidad. Era, incluso, un hombre de amplia experiencia, y tenía tendencia a no interpretar el Código demasiado estrictamente. Con numerosos beneficiarios, Helfred Cobol empleaba maneras desenvueltas pero, en presencia de Amianto, fue prudente y circunspecto, como si no pudiera prever sus reacciones.

    Helfred Cobol acababa de salir cuando Eng Seche, el antiguo delegado del solar de la Hermandad de Escultores en Madera, un hombre de acre humor, llegó para inspeccionar el local y asegurarse de que Amianto actuaba de acuerdo con los reglamentos y que empleaba sólo los útiles y métodos de trabajo autorizados, y que no trabajaba con sierra mecánica, ni plantillas, ni proceso automático o aparatos de reproducción. Se quedó más de una hora examinando las herramientas de Amianto una por una hasta que, finalmente, este último le preguntó con voz un tanto burlona lo que buscaba exactamente.

    —Nada concreto, Ben Tarvoke: quizá la marca de una sierra, o algo parecido. Puedo decir que el remate de sus últimas pantallas ha sido particularmente regular.
    —Si quiere, puedo trabajar menos minuciosamente —sugirió Amianto.

    La ironía de la frase, aunque hubiera sido voluntaria, no fue percibida por el delegado.

    —Eso sería contrario a los reglamentos. Ya sabe usted cuáles son las restricciones.

    Amianto volvió a su trabajo, y el delegado se marchó. Por la inclinación de sus hombros, la energía con la que manejaba el mazo y el buril, Ghyl comprendió que su padre estaba exasperado. Amianto, por último, tiró las herramientas contra la puerta y miró el Solar de Undle. Se volvió al taller.

    —¿Has entendido lo que quería decir el delegado?

    Cree que les engañas.

    —Sí, algo parecido. ¿Sabes por qué se toma su trabajo tan a pecho?
    —No. —Y Ghyl añadió con toda franqueza—: Reconozco que me ha parecido un idiota.
    —Bueno, no del todo. En Fortinone, vivimos o morimos del comercio, y garantizamos que todos nuestros artículos han sido hechos a mano. La duplicación, el empleo de moldes, cualquier tipo de reproducción, están prohibidos. No hacemos dos objetos parecidos, y los delegados de la Hermandad están encargados de hacer cumplir las reglas.
    —¿Y los señores? —preguntó Ghyl—. ¿A qué Hermandad pertenecen? ¿Qué producen?

    Amianto hizo una mueca, mezcla tanto de sonrisa como de crispación.

    —Son gente aparte, no pertenecen a ninguna Hermandad.
    —¿Y cómo se ganan los créditos?
    —Muy sencillo. Hace mucho tiempo hubo una gran guerra, y Ambroy quedó en ruinas. Los señores vinieron y se gastaron muchos créditos en la reconstrucción: un procedimiento llamado «inversión». Pusieron en funcionamiento el sistema de abastecimiento de agua, cavaron los túneles de la Línea Elevada, y muchas otras cosas más... Y, ahora, pagamos por la utilización de todas esas cosas.
    —Hmmf —refunfuñó Ghyl—. Creía que recibíamos el agua, la energía y todas esas cosas como las otras ventajas a las que nos da derecho la Protección Social.
    —Nada es gratuito —observó Amianto—. A menos que una persona lo robe, antes o después, de un modo u otro, todos pagamos por ello. Por eso los señores se llevan una parte de nuestros ingresos; el 1,18 por ciento para ser exactos.

    Ghyl se quedó pensando unos instantes.

    —¿Es mucho?
    —Parece adecuado —respondió Amianto secamente—. Veamos, hay tres millones de beneficiarios en Fortinone, y unos doscientos señores... seiscientos si contamos a sus damas e hijos. —Amianto se tiró del labio inferior—. El producto es interesante... Tres millones de beneficiarios y seiscientos nobles. Un noble por cada cinco mil beneficiarios. Tomando una base del 1,18 por ciento —redondeando, un uno por ciento—, lo que cobra cada señor es lo que cobran cincuenta beneficiarios. —Amianto parecía embarazado por los resultados de su deducción—. Incluso los señores tienen que verse en problemas para gastar todo ese dinero... Bueno, de todos modos, no es asunto nuestro. Les doy su porcentaje, y, en serio, hasta de buena gana. Pero es preocupante... ¿Tiran el dinero por la ventana? ¿Lo dan para obras de caridad? Cuando fui corresponsal, lo tendría que haber preguntado.
    —¿Qué es un corresponsal?
    —Nada importante. Un puesto que tuve hace mucho tiempo, cuando era muy joven. Me temo que fue hace demasiado tiempo.
    —¿Eso no quiere decir que eras un señor?
    —Claro que no —le respondió Amianto—. ¿Acaso parezco un señor?

    Ghyl le examinó con ojos críticos.

    —Supongo que no. ¿Cómo se convierte uno en un señor?
    —Por nacimiento.
    —Pero... ¿y Rudel? ¿Y Marelvie, la de la obra de marionetas? ¿No recibieron feudos de los servicios públicos y se convirtieron en señores?
    —No realmente. Algunos nocops desesperados, e incluso a veces beneficiarios, han raptado a los señores y les han obligado a entregarles sus feudos y grandes sumas de dinero. Los raptores fueron financieramente independientes, e incluso pudieron alcanzar el grado de señores, pero nunca se han atrevido a mezclarse con los nobles verdaderos. Finalmente, los señores compraron los garriones a los marionetistas de Damar y, actualmente, casi no hay ningún rapto. Además, los señores han llegado a un acuerdo para no pagar rescate en caso de rapto, por lo que un beneficiario o un nocop nunca podría convertirse en un señor, ni aunque estuviera dispuesto a todo para conseguirlo.
    —¿Marelvie se habría convertido en una dama si el Señor Bodbozzle se hubiese casado con ella? ¿Habrían sido señores sus hijos?

    Amianto dejó las herramientas y estudió la respuesta cuidadosamente.

    —Los señores eligen amantes —amigas— muy a menudo entre los beneficiarios —dijo—, pero se cuidan mucho en no engendrar hijos. Son una raza aparte y, aparentemente, desean que las cosas sigan como están.

    Una sombra se perfiló en los cristales ambarinos de la puerta, que se abrió bruscamente. Helfred Cobol entró en el taller. Frunciendo las cejas con aire siniestro, se cuadró ante Ghyl, cuyo corazón a punto estuvo de pararse. Helfred Cobol se volvió hacia Amianto.

    —Acabo de leer el informe de mediodía. Hay una anotación en rojo sobre su hijo Ghyl. Un delito de violación de propiedad e imprudencia. La denuncia ha sido efectuada por el Guardia 12B, del solar de Vashmont, agente del Servicio de Protección Social. Informa que Ghyl escaló las vigas de la torre del Señor Waldo el Flowan hasta una altura peligrosa e ilegal, ultrajando al Señor Waldo y cometiendo un delito contra los Solares de Vashmont y Breuben, con el consiguiente riesgo de hospitalización.

    Amianto, mientras limpiaba las virutas del banco, hinchó las mejillas.

    —Sí, sí, el chico es muy inquieto.
    —¡Demasiado inquieto! ¡De hecho, es un irresponsable! Va de un lado a otro libremente por el día y por la noche. Le he visto volver furtivamente a casa tras la caída de la noche, calado hasta los huesos por la lluvia. Acecha en la ciudad como si fuera un ladrón; ¡no aprende a ser nada, salvo a ser vago! No me puedo creer que ésta sea una situación sin importancia. ¿No está usted interesado por el porvenir de su hijo?
    —No hay prisa —respondió Amianto con tono desenvuelto—. Hay mucho tiempo.
    —La vida de un hombre es muy corta. Ya es tiempo de que se familiarice con su vocación. Supongo que querrá hacer de él un ebanista.

    Amianto se encogió de hombros.

    —Un oficio es igual que otro.
    —Tendría que seguir algún tipo de instrucción. ¿Por qué no le manda a la escuela de la Hermandad?

    Amianto probó el filo del buril con la uña del pulgar.

    —Que disfrute de su inocencia. Tiene toda una vida para pasarlas negras.

    Helfred Cobol abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Emitió un gruñido que podía tener cualquier significado.

    —Otra cosa: ¿por qué no asiste a los Ejercicios Voluntarios del Templo?

    Amianto dejó el buril, frunció el ceño estúpidamente, como si estuviera desconcertado.

    —Eso sí que no lo sé. Nunca se lo he pedido.
    —¿Le enseña los saltos en casa?
    —Claro que no. Yo mismo salto muy poco.
    —Vaya. Sin tener en cuenta sus propios hábitos, tendría que enseñarle esas cosas.

    Amianto miró hacia el techo, luego recogió el buril y atacó un tablero de arzack aromático que acababa de fijar en el mandril. El dibujo ya había sido trazado: un bosquecillo y unas mujeres de largo cabello que huían ante un sátiro. Las luces y las diferencias aproximadas del relieve estaban marcadas con indicaciones hechas con tiza. Utilizando una regla de metal como guía para el pulgar, Amianto empezó a labrar la madera.

    Helfred Cobol cruzó la habitación para observarle.

    —Muy bonito... ¿Qué madera es ésa? ¿Kodilla? ¿Boligam? ¿Una de esas maderas duras del Continente Sur?
    —Arzack, procedente de los bosques que hay más allá de Perdue.
    —¡Arzack! No creía que se pudieran sacar de ellos tableros tan grandes. Esos árboles nunca tienen más de un metro de lado a lado.
    —Elijo bien mis árboles —explicó Amianto pacientemente—. Los leñadores cortan los troncos en trozos de dos metros. Yo alquilo una cuba de tinte y, cuando los troncos han estado sumergidos en los productos químicos dos años, les quito la corteza y corto la pieza en trozos de cinco centímetros de ancho, lo que da unas treinta láminas. Elimino los cinco centímetros de toda la albura exterior y consigo una plancha de dos metros de ancho y una longitud que va de un metro ochenta a dos metros sesenta. Luego, la madera se prensa y, cuando está seca, la cepillo para dejarla lisa.
    —Humm... La descorteza usted mismo.
    —Sí.
    —¿Sin ganarse las quejas de la Hermandad de Carpinteros? Amianto se encogió de hombros.
    —Ellos no pueden, o no quieren, hacer ese trabajo. No tengo otra elección. Aun en el caso de que quisiera... —El final de la frase fue un murmullo inaudible fruto de algún pensamiento oculto.

    Helfred Cobol se expresó con toda concisión.

    —Si todo el mundo actuara según sus propios gustos, viviríamos como los wirwams.
    —Quizá. —Amianto siguió desquijerando la plancha de arzack. Helfred Cobol tomó uno de los pedazos de madera y lo olió.
    —El olor, ¿procede de la madera o de los productos químicos?
    —Un poco de las dos cosas. El arzack es algo más picante.

    Helfred Cobol suspiró.

    —Me gustaría tener un biombo así, pero mi salario me permite vivir a duras penas. Supongo que no tendrá ningún Rechazado del que pueda desprenderse.

    Amianto miró a un lado sin expresión.

    —Pregúnteles a los Señores Boimarc. Ellos se llevan todos los biombos. Queman los Rechazados, guardan los Segundos en un depósito y exportan los Primeros y los Perfectos. Al menos eso creo, porque nunca me han consultado. Ganaría más créditos ocupándome de la reventa.
    —Debemos mantener la reputación —declaró Helfred Cobol con voz pesada—. En los mundos lejanos, una «pieza de Ambroy» es sinónimo de «obra de arte».
    —La admiración es halagadora —indicó Amianto—, pero da muy pocos créditos.
    —¿Y qué quiere? ¿Que los mercados queden saturados de basura?
    —¿Por qué no? —preguntó Amianto, mientras seguía con su trabajo—. En comparación, los Primeros y los Perfectos resplandecerían.

    Helfred Cobol sacudió la cabeza como muestra de su desacuerdo.

    —El comercio no es tan sencillo. —Se quedó inmóvil tras decirlo, observando a Amianto unos instantes antes de poner el dedo sobre la regla que utilizaba el padre de Ghyl—. Más valdría que el delegado de la Hermandad no le viera trabajar con un aparato que le vale de guía. Le llevaría ante el Consejo acusado de fraude.

    Amianto levantó la vista, ligeramente sorprendido.

    —No es duplicación.
    —La acción de la regla contra el pulgar le permite conservar o reproducir una profundidad dada de corte.
    —¡Bah! —murmuró Amianto—. Estupideces... Es completamente absurdo.
    —Sólo era un consejo amistoso, nada más —aseguró Helfred Cobol antes de mirar a Ghyl de soslayo—. Tu padre es muy buen artesano, chico, pero quizá un poco indeciso y algo desentendido del mundo. Tengo un consejo, ahora para ti: deja de vagar y acechar por ahí, tanto de día como de noche. Dedícate a aprender un oficio. La escultura de madera, o cualquier otra cosa diferente que prefieras; el Consejo de las Hermandades te puede dar una lista de los oficios en los que más cortos estemos de artesanos. Por mi parte, creo que triunfarías en la escultura. Amianto tiene muchas cosas que enseñarte. —Helfred Cobol echó una rápida mirada a la regla—. Pensando en otra cosa, ya tienes edad para ir al Templo. Te pondrían a dar saltos fáciles y aprenderías la doctrina auténtica. Si sigues así, acabarás de mendigo o de nocop.

    Helfred Cobol le hizo a Amianto un ligero gesto con la cabeza y salió del taller.

    Ghyl fue hasta la puerta y observó cómo el agente de la Protección Social atravesaba la plaza. Luego cerró lentamente el batiente —otra plancha de arzack oscura en la que Amianto había incrustado bulbos de cristal ámbar en bruto— y cruzó lentamente la habitación.

    —¿Tengo que ir de verdad al Templo?

    Amianto gruñó.

    —No hay que tomar a Helfred Cobol muy en serio. Dice esas cosas porque es su trabajo. Creo que envía a sus propios hijos al Salto, pero mucho me temo que no salte él mismo con mucho más interés que yo.
    —¿Por qué se llaman Cobol todos los agentes del Servicio de Protección Social?

    Amianto sacó un taburete, se llenó una taza de té negro y amargo y lo saboreó pensativamente.

    —Hace mucho tiempo, cuando la capital de Fortinone era Thadeus, más al norte, subiendo por la costa, el director del Servicio de Protección Social era un hombre llamado Cobol. Colocó a sus hermanos y primos en los mejores puestos y, en poco tiempo, no hubo más que personas llamadas Cobol en los Servicios de Protección Social. Lo mismo pasa ahora, y los agentes que no se llaman Cobol por nacimiento —aunque en muchos casos sea así— se cambian el nombre. Es una simple cuestión de tradiciones. Ambroy es una ciudad de muchas tradiciones. Algunas son útiles, otras no. Por ejemplo, se elige al Alcalde de Ambroy cada cinco años, pero no tiene ninguna función: no hace nada, pero cobra su salario. Es una tradición, pero completamente inútil.

    Ghyl miró a su padre respetuosamente.

    —Lo sabes casi todo, ¿verdad? No hay nadie más que esté al corriente de todas estas cosas.

    Amianto inclinó la cabeza con aire disgustado.

    —Estos conocimientos no dan créditos... Bueno, cambiemos de tema. —Se terminó la taza de té—. Parece que he de enseñarte a tallar la madera, a leer y a escribir. Vamos, ven aquí. Mira las gubias y los buriles. Primero tienes que aprender cómo se llaman. Esto es un acanalador, y esto otro un escoplo elíptico del número dos. Esto es una pinza de zigzags...


    4


    Amianto no era un profesor exigente, y la vida de Ghyl siguió como antes, aunque no escaló más torres. Llegó el verano Ambroy. Hubo lluvias y tormentas, y luego un período de buen tiempo, durante el cual la ciudad medio en ruinas pareció casi hermosa. Amianto se entregó a sus ensueños y, en un sobresalto de energía, llevó a Ghyl a dar un paseo, a pie, a lo largo de Insse, por las laderas de los Montes de Meagher. Ghyl nunca había estado tan lejos de casa. Por contraste con el destrozo de Ambroy, el campo parecía especialmente fresco e ilimitado. Recorriendo la ribera del río, bajo los sauces púrpuras, se detuvieron a menudo para contemplar los sitios más agradables —una isla sombreada por los sauces y la sarga, con una casita, un embarcadero, una chalupa—, o un simple esquife amarrado a la orilla, con los niños nadando en el río mientras los padres retozaban perezosamente tendidos en el puente, con unas jarras de cerveza en la mano. Al caer la noche, durmieron en lechos de hojas y paja, ante un fuego vacilante y brasas inflamadas. Por encima de ellos flameaban las estrellas de la Galaxia, y Amianto fue señalando las que conocía: El Cúmulo de Mirabilia, Glysson, Hiartes, Cormus, Alode. Para Ghyl, todos aquellos nombres eran algo casi mágico.

    —Algún día —le dijo a Amianto—, cuando sea mayor, esculpiremos un montón de biombos, y ahorraremos todos los créditos que ganemos; y luego, viajaremos a esas estrellas. ¡Y hasta los Cinco Mundos de Jeng!
    —Sería estupendo —reconoció Amianto con una sonrisa—. Haré bien en poner un poco más de arzack en los baños químicos para que tengamos suficientes planchas de madera.
    —¿Crees que podremos comprar un yate espacial y viajar a nuestro antojo?

    Amianto sacudió la cabeza.

    —Son muy caros. Unos cien mil créditos, si no recuerdo mal.
    —Trabajando muy duro, ¿podríamos llegar a esa cifra?
    —He trabajado y ahorrado toda mi vida, y nunca he tenido créditos bastantes como para vivir decentemente. Los yates espaciales son para los señores.

    Atravesaron Bazen, Grigglesby y Blonnet y, luego, torcieron hacia las colinas. Finalmente, cansados y con los pies doloridos, tomaron el camino de vuelta y Amianto se gastó unos créditos preciosos en tomar la Línea Elevada para recorrer los últimos treinta kilómetros atravesando al Parque de la Orilla, Vashmont y Hoge.

    Durante un tiempo, Amianto, como si estuviera realmente convencido del valor de la propuesta de su hijo, trabajó con diligencia. Ghyl le ayudó lo mejor que pudo y se entrenó en el empleo de gubias y cinceles, pero los créditos entraban con una lentitud descorazonadora. La dedicación de Amianto desapareció; volvió a sus viejas costumbres, trabajando y soñando, mirando la nada durante minutos y, muy pronto, también desapareció el interés de Ghyl. Tenía que haber modos más rápidos que permitieran ganar créditos: el juego, por ejemplo. Raptar a los señores era antirreglamentario, y Ghyl sabía que Amianto no querría siquiera oír hablar de ello.

    El verano prosiguió su curso: un período tranquilo, quizá el más feliz de toda la vida de Ghyl. De toda la ciudad, su lugar favorito de diversión eran las Colinas de Dunkum, en el Solar de Veige, al norte de Breuben, una elevación del terreno con la cima llena de hierba y de laderas pedregosas. Durante docenas de frescos amaneceres y brumosos mediodías Ghyl trepó por las colinas de Dunkum, a veces solo, a veces acompañado por su amigo Floriel, un chico abandonado a su suerte, de piel pálida y grandes ojos, de facciones débiles, y espesa pelambrera negra.

    Floriel era un compañero que encajaba perfectamente con los gustos de Ghyl: un chico amable y que siempre estaba de acuerdo, que nunca carecía ni de energía ni de imaginación, y dispuesto a meterse en cualquier aventura. Los dos muchachos pasaron muchas horas en las Colinas de Dunkum, arrastrándose bajo la leonada luz del sol, mascando la hierba tierna, acechando el vuelo de los pájaros multicolores por encima de los enlodados pantanos.

    Las Colinas de Dunkum eran un lugar ideal para perder el tiempo, donde soñar; por contraste, el puerto espacial, en el Solar de Godero, al este, era el verdadero centro de la aventura y la fantasía. El puerto espacial estaba dividido en tres secciones, con el depósito en el centro. Al norte se hallaba el terreno comercial, donde habitualmente dos o tres navíos cargaban o descargaban los fletes. Al sur, alineados a lo largo de una avenida de acceso, se hallaban los yates espaciales pertenecientes a los señores, objetos del entusiasmo y fascinación más apasionados. Al oeste se encontraba la terminal de pasajeros. Allí eran amarrados los navíos negros de las excursiones, a disposición de los beneficiarios que, a costa de ahorro y privaciones, podían pagarse un viaje a otros mundos. Había varias excursiones. La más barata y popular era una estancia de cinco días en la Luna Damar, un extraño y pequeño mundo dos veces más pequeño de diámetro que Halma, donde vivían los marionetistas damarianos. Garwan, en el ecuador de Damar, era un lugar de cita obligada para turistas, con hoteles, hermosas vistas, restaurantes. Allí había espectáculos de marionetas de todas clases: cuentos de hadas, fábulas de horror gótico, reconstrucciones históricas, comedias, exhibiciones eróticas y macabras. Las actrices eran pequeños simulacros humanos, creados con mucho más cuidado, y mucho más caras, que las gesticulantes criaturas exportadas para empresas semejantes a los Divertidores Peripatéticos de Framtree. Los propios damarianos vivían bajo tierra, rodeados de un lujo inimaginable. Su tez era negra; la cabeza pequeña y ósea y adornada con todo tipo de pelajes groseros, hirsutos y negros; sus ojos brillaban con reflejos curiosos, como los ardientes rayos de una estrella de zafiro; en resumidas cuentas, no eran muy diferentes de los títeres que exportaban.

    Otro de los destinos turísticos, un poco más prestigioso, se encontraba en el siguiente planeta en órbita: Morgan, un mundo de océanos barridos por los vientos, de lisas estepas, lleno de picos de roca desnuda. Sobre Morgan había cierto número de lugares de recreo bastante pobres, que ofrecían pocas distracciones distintas a las galopadas por las estepas en carros de ingentes ruedas. Sin embargo, millares de personas sacrificaban sus créditos tan costosamente adquiridos para pasar dos semanas en El Albergue de la Tundra, o en La Casa de las Montañas, o en El Refugio del Pico Tormentoso.

    Los Mundos Maravillosos del Cúmulo de Mirabilis eran mucho más atractivos. Cuando alguien volvía de los Mundos Maravillosos, había cumplido sus sueños. Hablaba de las maravillas que había visto hasta el fin de sus días. La excursión, sin embargo, estaba fuera del alcance de casi todo el mundo, a excepción de los beneficiarios altamente remunerados, como los Maestros de la Hermandad, los delegados, los directores del Servicio de Protección social, los comisarios de cuentas y los tesoreros Boimarc, así como de los nocop que habían hecho fortuna gracias al comercio, al juego o al crimen.

    La existencia de mundos más lejanos que los Mundos Maravillosos era conocida por todos: Rodion, Acántara, Tierra, Masstric, Montsierra con sus ciudades flotantes, Himat, y muchos más. Pero nadie iba tan lejos, a excepción de los señores en sus yates espaciales.

    Para Ghyl y Floriel, nada era imposible. Con las narices apretadas contra las cristaleras que rodeaban el puerto espacial, declaraban que la independencia financiera y los viajes espaciales eran la base de la vida que más les convenía. Pero antes de ello, había que encontrar los créditos necesarios, y allí es dónde se hallaba la piedra millar del asunto. Los créditos eran difíciles de ganar, Ghyl lo sabía muy bien. Los otros mundos tenían fama de ser muy ricos, y los créditos se distribuían en ellos pródigamente. ¿Cómo podrían ir —él, su padre y, claro, Floriel— a un entorno más generoso? ¡Si por alguna casualidad prodigiosa, algún milagro, pudiera hacerse dueño de un yate espacial! ¡Qué libertad, qué novela, qué aventura!

    Ghyl recordaba las exigencias impuestas al diabólico Señor Bodbozzle. Rudel y Marelvie obtuvieron la independencia financiera... pero aquello sólo había sido un espectáculo de marionetas. ¿No habría otros medios?

    Un día maravilloso, cuando el verano llegaba a su fin, Ghyl y Floriel se hallaban tendidos en las Colinas de Dunkum, chupando tallos de hierba y hablando todo el tiempo del futuro.

    —Francamente, ¿qué piensas hacer? —preguntó Ghyl.
    —En primer lugar —le respondió Floriel, acunando entre sus manos el rostro delicado y femenino—, me haré con un montón de créditos; docenas. Luego, aprenderé a jugar, como los nocops. Estudiaré los mejores métodos para ganar, y un día jugaré y ganaré cientos y cientos de créditos. Hasta millares. Luego, me compraré con ellos un yate espacial y me iré muy lejos... ¡más allá de Mirabilis!

    Ghyl, pensativo, inclinó la cabeza.

    —¡Es un método!
    —O, quizá —continuó Floriel—, podría salvar del peligro a la hija de un señor. Me casaría con ella y me convertiría en señor.

    Ghyl sacudió la cabeza negativamente.

    —Eso no pasará nunca. Son demasiado orgullosos. Sólo tienen amigas entre el pueblo. Se las llama amantes.

    Floriel se volvió para mirar hacia el sur, por encima de las ruinas marrones y grises de Brueben y las torres de Vashmont.

    —¿Por qué son tan orgullosos? Sólo son personas ordinarias que han tenido la suerte de convertirse en señores.
    —Son de una especie diferente. Aunque he oído decir que, cuando van por la calle sin los garriones, nadie nota que son señores.
    —Son tan orgullosos porque son ricos. Yo también haré fortuna y seré orgulloso, y las damas querrán casarse conmigo sólo para contarme los créditos. ¡Piensa en ello! ¡Créditos azules, créditos naranjas, créditos verdes! ¡Fichas de todos los colores!
    —Te harán falta —observó Ghyl—. Los yates son muy caros: supongo que medio millón de créditos. Un millón por un aparato realmente bueno, un Lixon o un Hexaedro con un puente de paseo. Imagínate... Estamos en el espacio. Mirabilis se encuentra a nuestras espaldas, nos dirigimos hacia un planeta extraño y maravilloso. Cenamos en el salón principal, rodaballo y pollo asado regados con el mejor vino de Gade. Y, luego, vamos hacia la cúpula de popa para comernos los helados en la oscuridad, con las estrellas de Mirabilis detrás nuestro, y la Cimitarra de los Gigantes por encima, y la Galaxia a un lado.

    Floriel suspiró profundamente.

    —Si no puedo comprar un yate espacial, robaré uno. No creo que eso esté mal —se apresuró a añadir, al ver la poco convencida expresión de Ghyl—. Se lo robaré sólo a un señor, que puede permitirse el lujo de perderlo. ¡Piensa en todos los créditos que reciben y no se gastan!

    Ghyl no estaba seguro de que aquél fuese el caso, pero no se molestó en discutirlo.

    Floriel se apoyó en las rodillas.

    —¡Vamos al puerto espacial! ¡Veremos los yates y elegiremos uno!
    —¿Ahora?
    —Claro, ¿por qué no?
    —Porque está muy lejos.
    —Iremos en la Línea Elevada.
    —A mi padre no le gusta dar créditos a los señores.
    —El viaje en la Línea Elevada no es muy caro. Hasta Godero son sólo quince billetes.

    Ghyl se encogió de hombros.

    —Muy bien.

    Bajaron de la peña por el camino habitual, pero, en lugar de volverse hacia el sur, rodearon las tenerías municipales rumbo a la estación de Veige Oeste Número 2 de la Línea Elevada. Bajaron por la escalera mecánica hasta la rampa de embarque y subieron en una cápsula. Uno tras otro, apretaron en el símbolo del "puerto espacial" y colocaron los carnets de menores en una placa sensorial. La cápsula aceleró, enfiló hacia el este, desaceleró, se abrió; los muchachos treparon corriendo por la escalera mecánica de subida, que les llevó al depósito del puerto espacial. Era un lugar cavernoso, que resonaba con cada paso. Los chicos se deslizaron hacia un lado y estudiaron la situación, conversando en voz baja. Por las numerosas idas y venidas, y también por la atmósfera de contenida excitación, el depósito era un lugar triste, con muros cuadrados de color marrón polvoriento y una gran bóveda oscura por techo.

    Ghyl y Floriel decidieron ir a mirar a los pasajeros que embarcaban en los navíos de excursión. Se acercaron a los portillos de embarque, intentaron atravesarlos, pero un guarda les hizo un gesto para que dieran media vuelta.

    —La terraza de observación está al otro lado de la bóveda; ¡sólo los pasajeros pueden pasar a la zona de partida! —Pero se volvió para responder una pregunta y Floriel, temerario súbitamente, agarró a Ghyl por el brazo y se deslizaron con rapidez al interior del recinto.

    Sorprendidos y encantados por su propia audacia, se dirigieron a toda prisa hacia la sombra de un contrafuerte, donde se camuflaron para pensar unos momentos. Un sonido atronaba en el cielo: el gruñido estridente de un navío de excursión de las Líneas Lama, descendiendo como un inmenso pato sobre los enormes amortiguadores. El gruñido se convirtió en gemido cuando los campos de fuerza entraron en reacción con el suelo, y luego se hizo inaudible. El navío tocó el suelo, y los ultrasonidos llegaron a una frecuencia audible, emitiendo un último suspiro antes de sumirse en el silencio, y el navío reposó, inmóvil, sobre el suelo de Halma. Las puertas se abrieron, y los pasajeros salieron lentamente, con los créditos gastados, las cabezas gachas y las ambiciones insatisfechas.

    Floriel tuvo súbitamente un instante de duda. Señaló al navío con el dedo.

    —¡Las puertas están abiertas! Ya sabes, si nos mezclamos con la multitud, podemos llegar a bordo y ocultarnos. Luego, cuando estemos en el espacio, salimos. ¡No podrán devolvernos al punto de partida. ¡En el peor de los casos, veríamos Damar, y quizá incluso Morgan!

    Ghyl sacudió la cabeza.

    —No podríamos ver nada de nada. Nos meterían en un camarote y nos darían pan y agua para comer. Luego, les harían pagar a nuestros padres el precio de los billetes... millares de créditos. Mi padre no podría pagarlos. No sé qué iba a hacer.
    —Mi madre se negaría a pagar. También me pegaría una buena paliza. Pero, peor para ella, ¡yo ya habría viajado por el espacial!
    —También nos ficharían por individualismo —añadió Ghyl.

    Floriel hizo un gesto de despectivo desafío.

    —¿Y luego? Tendríamos que ponernos en la cola hasta que se volviera a presentar una ocasión parecida.
    —Esto no es realmente una ocasión. No realmente. En primer lugar, nos cogerían y nos echarían fuera... escoltados. Se mire como se mire, no es algo muy alentador. En todo caso, ¿quién quiere viajar en un antiguo navío de excursión? Yo lo que quiero es un yate espacial. Vamos a la pista sur.

    Los yates se encontraban alineados al otro extremo de la pista. La avenida de acceso se extendía ante ellos y, para alcanzarla, había que atravesar un terreno descubierto bajo los ojos de cualquiera que mirase desde la terraza de observación o la torre de control. Ghyl y Floriel, aplastados contra el muro, discutían la situación, sopesando los pros y los contras.

    —¡Vamos! —dijo Floriel—. ¡Corramos!
    —Mejor sería ir andando, para no parecer ladrones. Lo que, por otra parte, no somos. Si nos cogen, no mentiremos y diremos que no queríamos hacer nada malo. Si nos ven correr, estarán seguros de que queremos hacer alguna trastada.
    —Vale —musitó Floriel—. Vamos.

    Sintiéndose desnudos y a la intemperie, atravesaron el terreno descubierto y llegaron al relativo abrigo de la avenida de acceso sin más problemas. En aquel momento, a su alcance, se encontraron los fascinantes yates espaciales; la proa del primero —un Dameron CoCol4 de treinta metros— sobresalía justo por encima de sus cabezas.

    Escrutaron con prudencia la avenida, que era, de hecho, el camino que tomaban los señores cuando querían embarcar en sus yates. Todo parecía tranquilo, los maravillosos aparatos estaban agazapados en las rampas móviles, con el morro atado; como si estuvieran durmiendo.

    No había ningún garrión a la vista, ni señores, ni mecánicos, estos últimos eran, generalmente, hombres de Luschein, del Continente Sur. La audacia de Floriel, que contaba más con un espíritu activo y un temperamento exaltado que con un auténtico coraje, empezó a flaquear. Se empezó a comportar tímida e inquietamente, mientras que Ghyl, que nunca había estado menos seguro de sí mismo, empezó a tomar las riendas de toda la historia.

    —¿Crees que debemos seguir? —le preguntó Floriel con un murmullo alterado por la emoción.
    —Ya hemos llegado hasta aquí. Si no hacemos nada malo, no creo que nadie se moleste. Ni siquiera un señor.
    —¿Qué haremos si nos cogen? ¿Nos enviarán a rehabilitación?

    Ghyl se rió nervioso.

    —Claro que no. Si alguien nos pregunta, diremos que sólo queríamos ver los yates, lo que es la estricta verdad.
    —Sí, tienes toda la razón.
    —Venga, sigamos.

    Se dirigieron hacia el sur a lo largo de la avenida. Después del Dameron había un Wodge Azul, y el siguiente, a su lado, era un Wodge Escarlata, ligeramente más pequeño, pero también más suntuoso; luego había un voluminoso Gallypol Irwanforth, un Merodearon Hatz, un Caza Estelar Eperlan de fuselaje oro y plata. Cada aparato era más maravilloso que el precedente. Una o dos veces, los jóvenes se deslizaron bajo los fuselajes para tocar las relucientes cubiertas que tanta distancia habían recorrido, para examinar los blasones de cada portón de entrada.

    A medio camino, llegaron junto a un yate cuyas amarras frontales habían sido bajadas, evidentemente para facilitar las reparaciones, y los chicos se acercaron con paso furtivo.

    —¡Mira! —murmuró Ghyl—. Puede verse una parte de la cabina principal. Magnífica, ¿no?

    Floriel asintió con el mismo entusiasmo.

    —Un Lixon Triplángulo. Son los que tienen las capotas muy gruesas alrededor de la esclusa delantera. —Avanzó bajo el fuselaje para examinar los blasones del portón de entrada—. Ha sido de mucha gente. Triptolemus... Jeng... Sanreale. Algún día, cuando sepa leer, los sabré todos.
    —Sí, yo también quiero saber leer. Mi padre está muy ducho en lectura. Él puede enseñarme a leer. —Miró fijamente a Floriel, que hacía gestos apresurados—. ¿Qué te pasa?
    —¡Un garrión! ¡Ocúltate detrás de la quilla!

    Ghyl se unió rápidamente a Floriel tras el soporte de la proa. Se inmovilizaron, conteniendo el aliento.

    Floriel, con voz desesperada, murmuró:

    —Aunque nos atrapen, no pueden hacernos nada. Son sólo servidores. No tienen derecho a darnos órdenes, o a echarnos, o a hacernos nada, salvo que dañemos algo.
    —Supongo que tienes razón —contestó Ghyl—. Pero nos quedaremos ocultos.
    —Seguro.

    El garrión pasó, desplazándose con el paso rígido y acompasado de su raza. Llevaba una librea verde claro y gris, con rosetones de oro, y un casco de cuero gris verdoso.

    Floriel, que se enorgullecía de sus conocimientos, aventuró una opinión respecto al amo del garrión.

    —Verde y gris... Debe ser Verth el Chaluz, o Hermán el Chaluz. Los rosetones de oro son emblema de los Chaluz. Ya sabes que representan la energía.

    Ghyl lo ignoraba, pero inclinó la cabeza en claro signo de afirmación. Esperaron a que el garrión entrase en la terminal y estuviera fuera de su vista. Prudentemente, salieron de detrás de la quilla. Miraron a derecha e izquierda, y luego siguieron avanzando entre las hileras de yates.

    —¡Mira! —dijo Floriel casi sin aliento—. ¡El Déme... el que es negro y oro! ¡Está abierto!

    Los dos muchachos se detuvieron, mirando la fascinante abertura.

    —El garrión debía venir de aquí —estimó Ghyl—. Volverá.
    —No inmediatamente. Tenemos tiempo para trepar por la rampa de acceso y echar un vistazo al interior. ¡Nadie lo sabrá!

    Ghyl hizo una mueca.

    —Ya me reprendieron una vez por violación de propiedad.
    —¡Esto no es una violación de propiedad! De todos modos, ¿dónde está el mal? Si nos preguntan qué es lo que hacemos, diremos que sólo estábamos mirando.
    —Seguramente habrá alguien a bordo —observó Ghyl.

    Floriel no era de la misma opinión.

    —El garrión, probablemente, esté arreglando algo, o limpiándolo. Habrá ido a buscar material y estará fuera un buen rato. ¡Vamos!

    Ghyl evaluó la distancia que les separaba del terminal: cinco buenos minutos andando. Floriel le tiró del brazo.

    —¡Hagamos ver que somos jóvenes señores! ¡Echemos un vistazo al interior para ver cómo viven!

    Ghyl pensó en Helfred Cobol, en su padre. Se le secó la garganta. Floriel y él ya habían sobrepasado los límites permitidos... Sin embargo, el garrión estaba lejos, y ¿qué mal había en mirar? Asintió.

    —De acuerdo, pero no pasamos de la esclusa...

    Floriel dudó entonces; evidentemente, había dado por hecho que Ghyl se negaría en redondo a la loca idea de penetrar en la nave.

    —¿Crees que podemos?

    Ghyl hizo un gesto que indicaba prudencia, y se acercó al aparato rápidamente. Floriel le siguió.

    Al pie de la rampa de acceso, se detuvieron para escuchar. Ningún sonido provenía de la cabina. No podían ver más que el interior de la esclusa y, más allá, la visión tentadora y limitada de las piezas de madera labrada, colgaduras escarlatas, estanterías de cristal, instrumentos metálicos; un lujo casi demasiado espléndido para ser real. Fascinados, atraídos por la curiosidad, casi contra su voluntad y ciertamente contra su buen sentido, subieron por la rampa, furtivos como gatos que penetrasen en una casa desconocida. Echaron un vistazo por la puerta, oyeron un murmullo de motores y nada más.

    Se volvieron para mirar hacia la terminal. El garrión no volvía. Sintiendo latir el pulso en la garganta, los chicos entraron en la esclusa y miraron profundamente en la cabina principal.

    Respiraron, lentamente, encantados y maravillados. La cabina tenía casi diez metros de largo por cinco de ancho. Los muros estaban revestidos de madera de sako de color gris verdoso, y cubiertos de tapices; el suelo se ocultaba bajo una gruesa alfombra de color púrpura. En un extremo del salón, cuatro peldaños llevaban a la plataforma de control. En la popa, una cúpula daba a un puente de observación cubierto por un domo transparente.

    —¡Maravilloso, ¿verdad? —suspiró Floriel—. ¿Crees que alguna vez tendremos un yate espacial? ¿Y será tan hermoso como éste?
    —No lo sé —respondió Ghyl sombríamente—. Eso espero... sí. Un día tendré uno. Bueno, ahora lo mejor es que nos vayamos.
    —¡Piensa! —murmuró Floriel—. Si supiéramos astrogración, podríamos llevarnos este yate ahora mismo. ¡Elevarnos y alejarnos de Ambroy! ¡Sería nuestro, sólo nuestro!

    La idea era tentadora pero irracional. Ghyl tenía muchísimas ganas de irse pero vio, consternado, como Floriel atravesaba alegremente la cabina y subía los peldaños que conducían a la plataforma de control. Ghyl le llamó con voz ansiosa.

    —¡No toques nada! ¡Ni siquiera un botón!
    —¿Te crees que soy tonto?

    Ghyl miró inquieto la entrada del puerto espacial.

    —Lo mejor es que nos vayamos.
    —Deberías subir hasta aquí; ¡no te imaginas lo impresionante que es todo esto!
    —¡No toques nada! ¡Nos vas a meter en un lío! —Dio dos pasos hacia adelante—. ¡Vámonos!
    —Cuando tenga... —La voz de Floriel se transmutó en un balbuceo aterrorizado.

    Siguiendo la dirección de su mirada, Ghyl vio a una joven que se hallaba junto a la escalera de la cabina de popa. Iba vestida con un rico traje de terciopelo color rosa, con un ligero bonete cuadrado, del mismo material, y un par de cintas escarlatas colgando de sus hombros. Tenía el cabello oscuro, el rostro afilado, móvil, brillante de vitalidad, pero, en aquel instante, su ultrajada mirada fue de uno a otro. Ghyl la miró a su vez, fascinado. ¿Era la misma chica a la que el marionetista señalase en la función? Es muy hermosa, pensó, con el mismo toque fascinante de la Diferencia, esa cosa particular que distinguía a los señores de los hombres del pueblo.

    Floriel, saliendo de su petrificación, empezó a descender furtivamente del puente de control. La chica dio unos pasos hacia adelante. Un garrión la siguió al penetrar en la cabina, y Floriel se pegó a una mampara. Se excusó:

    —No queríamos hacer ningún mal, sólo queríamos mirar...

    La chica lo estudió con gravedad, luego, se volvió para observar a Ghyl. Su boca se contrajo por el disgusto. Dirigió la mirada hacia el garrión.

    —¡Dales una lección! ¡Échalos!

    El garrión aprisionó a Floriel, que hablaba y aullaba a la vez. Ghyl habría podido retroceder y escaparse, pero eligió quedarse, por alguna razón que no era capaz de comprender. Su presencia, evidentemente, no era de ninguna ayuda para Floriel.

    El garrión le dio con indiferencia unos cuantos golpes a Floriel, que sollozó y se contorsionó dramáticamente. La joven hizo un gesto con la cabeza.

    —¡Basta! ¡Al otro!

    Lloriqueando y jadeante, Floriel pasó corriendo delante de Ghyl y bajó por la rampa. Ghyl se quedó inmóvil, enfrentándose al garrión, intentando no temblar al ver a la criatura que se alzaba por encima suyo. Las manos del garrión eran frías y rugosas; a su contacto, un extraño estremecimiento recorrió los nervios de Ghyl. Apenas sentía los medidos golpes que le propinaban. Su atención estaba clavada en la chica, que observaba la paliza severamente. Ghyl se preguntaba cómo una persona tan delicada, tan bella, podía ser insensible hasta aquel punto. ¿Eran tan crueles todos los señores?

    La chica percibió la mirada de Ghyl y quizá notó lo que significaba. Frunció el ceño.

    —¡Pégale más fuerte; es un insolente!

    Ghyl recibió unos cuantos golpes más y luego fue expulsado de la nave.

    Floriel permanecía temeroso a unos cincuenta metros, en la nida Ghyl se levantó del suelo, y miró hacia lo alto de la rampa. No había nada que ver. Se volvió y se unió a Floriel. Sin decir palabra se arrastraron penosamente a lo largo de la avenida. Llegaron al interior del depósito sin llamar la atención. Haciendo honor a la antipatía de su padre por la Línea Elevada, Ghyl insistió en volver a casa andando: un paseo de seis kilómetros. En el trayecto, la cólera de Floriel explotó.

    —¡Esos señores son abominables! ¿Has notado la alegría de la chica? ¡Nos ha tratado como si fuéramos basura! ¡Como si oliésemos mal! ¡Y mi madre es prima del Alcalde! ¡Algún día tendré mi revancha! ¡Créeme!

    Ghyl suspiró melancólicamente.

    —Nos podría haber tratado más gentilmente. Sin embargo... podría habernos tratado mucho peor. ¡Muchísimo peor!

    Floriel le miró fijamente, estupefacto, con los cabellos revueltos, la cara convulsa.

    —¿Qué? ¡Le dio al garrión la orden de que nos golpease! ¡Mientras ella miraba sonriendo!
    —Podría habernos pedido los nombres. ¿Y si nos hubiera denunciado al Servicio de Protección Social?

    Floriel agachó la cabeza. Los dos jóvenes caminaron a duras penas hacia Brueben. En la luz del sol poniente, atravesaron una bruma de color cerveza que proyectó una luz ambarina en sus rostros.


    5


    El otoñó llegó a Ambroy, y luego el invierno: una estación de lluvias glaciales y brumas, que hizo crecer líquenes negros y lavanda entre las ruinas, dando a la antigua ciudad una grandeza lúgubre que le era negada en la estación seca. Amianto terminó un hermoso biombo que fue juzgado Perfecto, y que recibió, igualmente, una Cita de Excelencia por parte de la Hermandad. Simplemente, fue feliz. También recibió la vista de un Guía Saltador del Templo, un hombre joven de rasgos angulosos, con una túnica escarlata, alto sombrero negro, calzones marrones apretados alrededor de los poderosos muslos, de músculos nudosos fruto de una vida dedicada a los saltos. Quería recriminar a Amianto por la disoluta vida de Ghyl.

    —¿Por qué no participa en la Dotación del Alma? ¿Qué pasa con los Saltos de Base? ¡No conoce ni Ritos, ni Rutinas, ni Doxologías, ni Saltos, ni Brincos! ¡Finuka necesita más atención!

    Amianto le escuchó cortésmente, pero siguió trabajando. Respondió en voz baja:

    —El muchacho apenas tiene edad para pensar. Si es de espíritu devoto, lo sabrá antes o después; podrá resarcirse del retraso.

    El Saltador se excitó.

    —¡Sofismas! Más vale entrenar a los niños cuando son jóvenes. ¡Yo soy el ejemplo viviente! Cuando era pequeño, gateaba en una alfombra en la que estaba tejido el Sagrado Diseño. Las primeras palabras que pronuncié fueron Apoteosis y Simulación. ¡No hay nada comparable! ¡El entrenamiento hay que empezarlo cuando se es joven! ¡En su situación actual, está espiritualmente vacío, la presa soñada para cualquier culto extranjero! ¡Más vale llenar su alma con los designios de Finuka!
    —Ya se lo explicaré —respondió Amianto—. Quizá tenga interés en participar en el culto; ¿qué puedo decirle?
    —Los padres son responsables —salmodió el Guía Saltador—. ¿Cuándo dio usted el último salto? ¡Apostaría a que fue hace varios meses!

    Amianto calculó pensativamente, luego, inclinó la cabeza.

    —Por lo menos, varios meses.
    —¡Lo ve! —exclamó triunfante el Saltador—. ¿No es eso explicación suficiente?
    —Probablemente. Bueno, hablaré con mi hijo ahora mismo.

    El Guía Saltador empezó a hacer otras demostraciones, comprobando hasta qué punto estaba absorto Amianto en su trabajo, lo que le forzó a sacudir la cabeza con un gesto de hastío, a hacer una Santa Señal, y a marcharse.

    Amianto levantó los ojos, sin expresión, al tiempo que el Saltador atravesaba la puerta.

    El tiempo y los reglamentos del Servicio de Protección Social ejercían toda la presión que podían sobre Ghyl. Cuando el muchacho cumplió diez años, entró en la Hermandad de Escultores de madera; su primera elección, la Hermandad de Marinos, estaba cerrada a todos, excepto a los hijos de los miembros en activo.

    Amianto, para conmemorar la ocasión, se vistió con el hábito a ceremonias de la Hermandad: una túnica marrón que se abría bastante a la altura de las caderas, puntiaguda en los hombros, con ribetes negros y botones labrados; pantalones negros y estrechos, dos filas de botones blancos que corrían por las perneras; un sombrero de ala de fieltro marrón, complicado, adornado con borlas negras y las medallas de la Hermandad. Ghyl llevaba sus primeros pantalones (hasta aquel momento no había vestido otra cosa que la bata gris de los niños), con una túnica marrón y un elegante casquete de cuero repujado. Caminaron juntos en dirección norte, hacia la Casa de la Hermandad.

    La iniciación no era un asunto que llevase mucho tiempo y consistía en una docena de ritos, preguntas y respuestas, recomendaciones y promesas. Ghyl pagó los derechos del primer año y recibió la primera medalla que el Maestre de la Hermandad clavó ceremoniosamente en el casco.

    Desde la Casa de la Hermandad, Ghyl y Amianto se dirigieron hacia el este, a través del antiguo Mercantilikum, hasta llegar al Servicio de Protección Social. Allí, cubrieron nuevas formalidades. Ghyl fue somatipado y le tatuaron el número de beneficiario en el hombro derecho. Desde aquel momento, el Servicio de Protección Social le consideraba como adulto, y sería aconsejado por Helfred Cobol acerca de sus propios derechos y deberes. A Ghyl le preguntaron cuál era su estatuto en el Templo, y debió admitir que no tenía ninguno. El Calificador y el Escriba del Servicio miraron a Ghyl y a Amianto, con las cejas enarcadas, y luego se encogieron de hombros. El Escriba marcó en el formulario: Ninguna capacidad actual; estatuto del padre dudoso.

    El Calificador habló con voz mesurada:

    —Para convertirse en miembro por completo derecho de nuestra sociedad, tendrá que participar en los ritos del Templo. Le inscribo en las Actividades Completas de Ceremonia. Tendrá que contribuir voluntariamente con cuatro horas semanales de participación libre en el Templo, y pagar algunas cotizaciones y hacer los Dones Salutarios correspondientes. Ya que está un poco, de hecho, considerablemente, retrasado, formará parte de la Cláusula Especial de Adoctrinamiento... ¿Decía algo?
    —Me preguntaba si el Templo era realmente necesario —se defendió Ghyl—. Sólo quería saber...
    —La instrucción del Templo no es obligatoria —respondió el funcionario—, pero es una de las cosas muy recomendadas, pues cualquier otro comportamiento permitiría suponer una conducta de no cooperación. Consecuentemente, preséntese a las Autoridades Juveniles del Templo mañana por la mañana a las diez.

    Así, de buena o de mala gana, y mientras que Amianto guardó su opinión al respecto en el más estricto secreto, Ghyl se presentó en el Templo Central, en el solar de Cato. Un eclesiástico le entregó una esclavina con un capuchón rojo mate, un libro que enseñaba y explicaba el Gran Designio, modelos de carreras con saltos fáciles y, luego, le envió con un grupo de estudio.

    En el Templo, los progresos de Ghyl eran, al menos, mediocres, y era ampliamente batido por muchachos mucho más jóvenes que él, que saltaban fácilmente en las carreras más complicadas, brincando, bailando, girando, marcando un signo aquí con un ligero toque de los dedos de los pies, un emblema allí, balanceándose, yendo y viniendo con aspecto despectivo sobre las «Faltas» negras y verdes, siguiendo las curvas a toda prisa, los contornos, evitando hábilmente los puntos rojos y los demonios.

    En casa, Amianto, con un súbito arranque de energía, le enseñó a Ghyl a leer y a escribir el salibario básico del tercer grado, y le envió a las salas de instrucción de la Hermandad para que aprendiera matemáticas.

    Para Ghyl fue un año muy activo. Los antiguos días de pereza y vagabundeo parecían realmente quedar muy atrás. Cuando cumplió once años, Amianto le dio a elegir entre los tableros de arzack para que esculpiera algún biombo de su propio diseño.

    Amianto aprobó la elección del motivo.

    —Muy adecuado: es barroco y alegre. Es preferible hacer diseños alegres. La felicidad es fugitiva; el descontento y el aburrimiento son reales. Las personas que echen un vistazo a tus biombos tienen derecho a todas las alegrías que tú mismo puedas darles, aunque la felicidad no sea más que una abstracción.

    Ghyl se vio forzado a protestar por el cinismo de su padre.

    —¡No creo que la felicidad sea una ilusión! ¿Por qué habría la gente de conformarse con ilusiones cuando la realidad es tan atractiva? ¿No son mejores los hechos que los sueños?

    Amianto se encogió de hombros, según era su costumbre. —Hay muchos más sueños perfectos que hechos con significado. Por los menos es un buen argumento.

    —¡Pero los actos son tangibles! ¡Cada acción vale por un millar de sueños!

    Amianto sonrió tristemente.

    —¿Sueño? ¿Acto? ¿Dónde está la ilusión? Fortinone es muy antigua. Miles de millones de personas han nacido y muerto ya en ella peces pálidos en el océano del tiempo. Se alzan desde el fondo, iluminados por la luz del sol, centellean durante unos instantes, y luego vuelven a vagar por las tinieblas.

    Ghyl miró con aire amenazante a través de los cristales de color ámbar que no permitían más que una visión distorsionada de las idas y venidas por la Plaza de Indle.

    —No tengo la impresión de ser ningún pez. Ni tú tampoco lo eres. No vivimos en un océano. Tú eres tú, yo soy yo, y ésta es nuestra casa.

    Dejó caer las herramientas y salió a tomar el aire. Avanzó hacia el norte, atravesando el solar de Veige y, por costumbre, trepó a los Colinas de Dunkum. Cuando llegó a la cima, se vio contrariado por la presencia de dos chicos y una chica, quizá de siete u ocho años. Estaban sentados en la hierba, divirtiéndose tirando piedras por la pendiente. Su charloteo parecía muy ruidoso para el lugar en el que Ghyl había pasado tanto tiempo soñando. Les miró ultrajado, y ellos le respondieron con miradas atolondradas y perplejas. Ghyl se fue dando largas zancadas hacia el norte, por las crestas descendentes que morían en los lodosos pantanos de Dodrechten. Mientras caminaba, se preguntó lo que habría sido de Floriel, a quien hacía mucho que no veía. Floriel había entrado en la Hermandad de los Herreros y, cuando se encontraron por última vez, llevaba un pequeño casco redondo, de cuero negro, bajo el que se veían los rizos de su pelo, de modo quizá demasiado atractivo para un chico. Floriel se mostró un poco distante, y Ghyl concluyó que, finalmente, se había dejado seducir por una carrera razonable, pese a todos los propósitos hechos en contra durante la infancia.

    Ghyl volvió a su casa después de mediodía, y encontró a Amianto efectuando la clasificación de su tesoro personal que se encontraba en una carpeta de dibujo, que generalmente guardaba en una cómoda que había en el segundo piso.

    Ghyl nunca había visto de cerca el contenido de la carpeta de dibujo. Se acercó y miró por encima de los codos de Amianto mientras éste siguió absorto en la contemplación de los antiguos escritos: manuscritos, modelos de escritura, ornamentos e ilustraciones. Ghyl observó varios fragmentos de pergamino extraordinariamente viejos en los que había dispuestos algunos caracteres con una regularidad y uniformidad sorprendentes. Ghyl estaba turbado. Echó una oblicua a los arcaicos documentos.

    —¿Quién pudo trazar unos caracteres tan cuidados y pequeños? ¿Empleaban a niños? ¡En estos tiempos, ningún escriba podría hacerlos ni siquiera parecidos!
    —Lo que ves es un proceso llamado impresión —le informó Amianto—. Es un duplicado de un centenar, de un millar de copias. En nuestros días, naturalmente, la impresión no está autorizada.
    —¿Y cómo lo hacían?
    —Había muchos sistemas, al menos eso tengo entendido. Trozos de metal grabados, entintados y apretados contra el papel; un rayo de luz negra bañaba instantáneamente una página de escritura; caracteres quemados sobre el papel mediante el empleo de un molde. Sé muy pocas cosas del proceso aunque, por lo que creo, todavía se emplea en otros mundos.

    Ghyl estudió los símbolos arcaicos un momento, y luego admiró los ricos colores de los adornos. Amianto, leyendo un pequeño texto, rió ahogadamente. Ghyl le preguntó lleno de interés.

    —¿Qué es eso?
    —Nada importante. Un antiguo boletín informativo describiendo un barco eléctrico puesto en venta por la Fábrica Bidderbasse de Luschein. El precio era de doce mil sequins.
    —¿Qué es un sequin?
    —Dinero. Algo así como los créditos del Servicio de Protección Social. No creo que la fábrica esté todavía en activo. Quizá los barcos eran de calidad mediocre, o los Señores de la Línea Elevada los embargaron. Es difícil saberlo, no hay crónicas dignas de crédito, al menos en Ambroy. —Amianto dejó escapar un triste suspiro—. Nunca puede saberse nada cuando uno quiere... Sin embargo, supongo que deberíamos darle gracias al Cielo. Las otras eras fueron bastante peores. No hay miseria en Fortinone, como en Bauredel. Ni riquezas, claro, a excepción de las de los señores, pero tampoco hay indigencia.

    Ghyl examinó los caracteres impresos.

    —¿Son difíciles de leer?
    —No especialmente. ¿Te gustaría aprender?

    Ghyl dudó, pues tenía el tiempo muy ocupado. Si alguna vez había de viajar a Damar, Morgan, los Mundos Maravillosos (el sueño de poseer algún día un yate espacial estaba ya muy lejano), debía trabajar con mucha aplicación, y ganar muchos créditos. Pero inclinó la cabeza.

    —Sí, me gustaría mucho aprender.

    Amianto pareció satisfecho.

    —Mis conocimientos no son muy profundos, y hay muchos idiogramas que no puedo reconocer, pero puede que juntos lleguemos a descifrarlos.

    Amianto apartó las herramientas y cubrió con una manta la lancha en que estaba trabajando, colocó los fragmentos, tomó estilete y papel y copió los antiguos e ilegibles caracteres.

    Durante el día que siguió, Ghyl luchó para dominar el arcaico sistema de escritura —algo menos sencillo de lo que había pensado en primer término. Amianto no podía traducir los símbolos en pictogramas primarios, en escritura cursiva secundaria, o incluso en signos silabares de tercer grado. Incluso cuando Ghyl consiguió identificar y combinar los caracteres, debió aprender los arcaicos idiomas, la construcción de frases y, a veces, los dobles sentidos sobre los que Amianto no podía echar ninguna luz.

    Un día, Helfred Cobol entró en el taller y encontró a Ghyl copiando un antiguo pergamino mientras Amianto soñaba y meditaba sobre el contenido de la carpeta. Helfred Cobol se inmovilizó en el umbral de la puerta, con los puños en las caderas y aspecto severo en el rostro.

    —¿Qué pasa en el taller de ebanistería de Ben Tarvoke y del joven Ben Tarvoke? ¿Habéis cambiado de actividad? ¿Os vais a volver escribas? No me digáis que buscáis nuevas formas de diseño para los biombos... tengo ya mucha experiencia. —Se adelantó y examinó los ejercicios de Ghyl—. Texto Arcaico, ¿verdad? ¿Para qué necesita saber Arcaico un tallista de madera? ¡Yo no puedo leerlo y, sin embargo, soy agente del Servicio de Protección Social!

    Amianto habló con un poco más de ardor del que tenía por costumbre.

    —Tendría que acordarse de que uno no se puede pasar todas las horas del día y de la noche tallando madera.
    —Entendido —respondió Helfred Cobol—. De hecho, a juzgar por los trabajos que han efectuado desde mi anterior visita, no han esculpido más que durante unas pocas horas... del día o de la noche. Sigan así y se tendrán que conformar con el Salario Base.

    Amianto miró el biombo casi terminado, como para evaluar el trabajo que quedaba por hacer.

    —Cada cosa a su tiempo, cada cosa a su tiempo.

    Helfred Cobol, rodeando la vieja y enorme mesa, miró la carpeta. Amianto hizo un ligero movimiento, como para cerrarla, pero se contuvo. Actuar de aquel modo no habría hecho más que estimular al hombre atraído por la curiosidad y la sospecha.

    Helfred Cobol no tocó la carpeta, pero se inclinó sobre ella, con las manos a la espalda.

    —Viejas cosas interesantes. —Las señaló—. Documentos impresos, creo. Según usted, ¿de qué época son?
    —No puedo estar seguro —respondió Amianto—. Este documentó hace referencia a Clarence Tovanesko, así que no puede tener más de mil trescientos años.

    Helfred Cobol inclinó la cabeza.

    —Incluso puede que sea de fabricación local. ¿Cuándo empezaron a surtir efecto las leyes antifraude?
    —Hace unos ciento cincuenta años. —Amianto señaló la hoja de papel con la cabeza—. Simple suposición, naturalmente.
    —Ya no se ven muchas cosas impresas —musitó Helfred Cobol—. Ni siquiera hay contrabando, mediante los navíos espaciales, como era costumbre en la época de mi abuelo. La gente me parece que es ahora más respetuosa con las leyes, lo que hace que, naturalmente, la vida sea más fácil para los agentes del Servicio de Protección Social. Por el contrario, los nocops se muestran más activos este año. Tanto peor; vándalos, ladrones, anarquistas, eso es lo que son.
    —Inútiles, en su mayoría.
    —¿En su mayoría? —gruñó Helfred Cobol—. Yo diría más: ¡todos! Son improductivos, un tumor en el seno de nuestra sociedad. ¡Esos criminales chupan nuestra sangre, y los pequeños trancantes desorganizan el trabajo del Servicio de Protección Social!

    Amianto no tenía nada que añadir. Helfred Cobol se volvió hacia Ghyl.

    —Aparta de ti la erudición inútil, muchacho. Es mi mejor consejo. Nunca ganarás un solo crédito como escriba. Además, me han dicho que vas al Templo sólo esporádicamente. Que no saltas más que un Medio Honor a Finuka. ¡Entrénate más, joven Ben Tarvoke! ¡Y pasa más tiempo con los escoplos y las gubias!
    —Sí, señor —dijo Ghyl humildemente—. Lo haré lo mejor que pueda.

    Helfred Cobol le dio una amistosa palmada en el hombro y se fue del taller. Amianto se puso junto a la carpeta, pero su buen humor había desaparecido, y recogió los papeles con movimientos rápidos e irritados.

    Ghyl le oyó murmurar un juramento y, alzando los ojos, vio que su padre, contrariado, había rasgado uno de los preciosos documentos: una larga hoja muy frágil de un papel de calidad inferior, en la habían sido impresas maravillosas caricaturas de tres hombres Célebres que ya habían sido olvidados.

    Amianto, tras el acceso de cólera, se sentó como una masa informe, reorganizando unas ideas que no pensaba, evidentemente, comunicar a Ghyl. Al poco rato, sin decir palabra, Amianto se levantó se echó la capa azul y marrón alrededor de los hombros y salió a dar un paseo. Ghyl fue hasta la puerta y observó a su padre atravesando la plaza con largas zancas; luego le vio desaparecer por una calleja que llevaba hasta el Solar de Nobile, y la violenta zona de los muelles.

    Ghyl, agitado, no pudo concentrarse mucho más tiempo en la antigua escritura. Hizo una titubeante tentativa para dominar un ejercicio del Templo bastante difícil y, acto seguido, volvió al trabajo del biombo, y así se pasó el resto del día.

    El sol se ocultó detrás de los edificios que bordeaban la plaza, enfrente de su casa, antes de que Amianto hubiera vuelto. Llevaba varios paquetes, que sin más comentarios colocó en una cómoda, y le dijo a Ghyl que fuera a comprar sobras de algas y una ensalada de puerros para la cena. Ghyl fue al recado lentamente, con desgana; quedaba un poco de estofado de avena que Amianto, bastante ahorrativo en el terreno alimenticio, pensaba utilizar. ¿Por qué aquel gasto innecesario? Ghyl sabía que sería inútil preguntárselo. Amianto le respondería vaga e insignificantemente; en el peor de los casos, fingiría no haber oído la pregunta.

    El viento tenía algo singular, pensó Ghyl. De mal humor, se acercó a la verdulería, y luego al detallista de pasta marina. Durante la cena, Amianto le habría parecido normal a cualquiera excepto a Ghyl. Su padre, de costumbre poco hablador, miraba el plato con desgana, aunque intentó iniciar una anodina conversación. Le preguntó a Ghyl cuáles eran sus progresos en el Templo, un tema por el que nunca había dado muestras de interés. Ghyl le dijo que se le daban bastante bien los ejercicios, pero que se veía en dificultades en cuanto al catecismo. Amianto asintió con un gesto de la cabeza, pero su hijo pudo ver que sus pensamientos estaban en otra parte. Amianto le preguntó luego se había visto a Floriel recientemente y si je había encontrado en el Templo, donde recibía una instrucción igual a la suya.

    —Un muchacho extraño —observó Amianto—. Yo diría que se deja convencer fácilmente, aunque hay en él algo de perversidad que le hace poco seguro.
    —A mí también me da esa impresión. Aunque ahora parece dedicarse por completo al trabajo de su Hermandad.
    —Después de todo, ¿por qué no? —se preguntó Amianto, como si lo inverso, la indolencia y la no cooperación, fueran más normales.

    Hubo otro silencio, y Amianto frunció las cejas mirando el plato, como si acabara de darse cuenta de lo que estaba comiendo. Hizo una inesperada referencia de Helfred Cobol.

    —Sus intenciones son buenas, pero intenta conciliar demasiadas cosas. Eso le hace desgraciado. Nunca lo conseguirá.

    Ghyl estaba interesado por la opinión de su padre.

    —Siempre le he considerado impaciente y rudo.

    Amianto sonrió, y volvió a sumirse en sus pensamientos. Pero hizo otro comentario.

    —Con Helfred Cobol hemos tenido suerte. Es difícil entenderse con los agentes complacientes. Son suaves en la superficie, pero igual de impenetrables... ¿Hasta qué punto te gustaría ser agente de la Protección Social?

    Ghyl nunca había considerado aquella posibilidad.

    —No soy un Cobol. Supongo que es muy cooperativo, y que se tienen bonos de créditos, al menos eso he oído decir. Preferiría ser un Señor.
    —Naturalmente, ¿quién no querría serlo?
    —¿Es verdaderamente imposible? ¿No hay ningún modo de convertirse en Señor?
    —Aquí en Fortinone, no. Se lo reparten entre ellos.
    —En su mundo natal, ¿eran señores o simples beneficiarios, como nosotros?

    Amianto sacudió la cabeza.

    —Hace mucho tiempo, cuando trabajaba para una agencia de información de otro mundo, podría haberlo preguntado, pero por aquel entonces mis pensamientos iban por otro lado. Ignoro cuál es el planeta de origen de los señores. Quizá Alode, quizá la Tierra... He oído decir que es el mundo del que vienen todos los humanos.
    —Me pregunto por qué los señores viven aquí, en Fortinone. ¿Por qué no han elegido Salula, o Luschein, o las Islas de Mang? Amianto se encogió de hombros.
    —Por la misma razón, sin duda, que nosotros. Porque hemos nacido aquí, y aquí vivimos, y aquí moriremos.
    —Supongamos que voy a Luschein y estudio para convertirme en un hombre del espacio: ¿me contratarían los señores a bordo de sus yates?

    Amianto hizo una mueca que indicaba duda.

    —La primera dificultad consistiría en aprender el oficio. Es una profesión muy codiciada.
    —¿Tú nunca te has querido convertir en hombre del espacio?
    —Oh, claro que sí. Yo también he soñado. Sin embargo, quizá sea mejor esculpir madera. ¿Quién sabe? Al menos estamos seguros de no morirnos de hambre.
    —Pero nunca seremos financieramente independientes —protestó Ghyl, resoplando.
    —Eso es cierto —dijo Amianto, levantándose; luego, llevó el plato al fregadero, lo rascó cuidadosamente y lo lavó con un mínimo de agua y arena.

    Ghyl observó la meticulosa operación con un notable interés. Amianto, lo sabía, daba con disgusto cada boleto con que pagaba a los señores. Era algo que le turbaba. Le preguntó:

    —Los señores se llevan el 1,18 por ciento de todo lo que producimos, ¿verdad?
    —Sí, el 1,18 por ciento, tanto sobre las importaciones como sobre las exportaciones.
    —Entonces, ¿por qué utilizamos tan poca agua y energía, y por qué vamos a los sitios a pie? Deberíamos aprovecharnos al máximo.

    La cara de Amianto adquirió un aspecto de terquedad, lo que siempre pasaba cuando se abordaba el tema de los créditos que se les pagaban a los señores.

    —Hay contadores para todo. Lo miden todo, salvo el aire que respiramos. Incluso las alcantarillas tienen contadores. El Servicio de Protección Social retiene de cada beneficiario, sobre una base proporcional al uso, lo suficiente como para pagar a los señores, a sus propios empleados, y a los otros funcionarios, dejando a los beneficiarios un mínimo estricto.

    Ghyl, turbado, agachó la cabeza.

    —Pero, ¿cómo se hicieron los señores con la posesión de los servicios públicos?
    —Ocurrió hace mil quinientos años. Había guerras... con Bauderel, con las Islas de Mang, con Lankenburg. Antes, tuvieron lugar las Guerras Estelares, y antes de ellas la Guerra de las Atrocidades, y antes muchas otras guerras. El último conflicto, con el Emperador Riskanie y los hombres de ojos blancos, concluyó con la destrucción de la ciudad. Ambroy quedó devastada, las torres fueron destruidas, la gente vivía en el salvajismo. Los señores llegaron a bordo de sus navíos espaciales y lo pusieron todo en orden. Produjeron energía, distribuyeron el agua, construyeron los túneles de circulación, reabrieron el alcantarillado, reorganizaron las importaciones y las exportaciones. Por todo ello, pidieron, y les fue concedido, un uno por ciento. Cuando construyeron el puerto espacial se les concedió un cero coma dieciocho por ciento suplementario, y, desde entonces, nada ha cambiado.
    —¿Y cuándo descubrimos que defraudar era un error y que era antirreglamentario?

    Amianto puso de nuevo mala cara.

    —Las restricciones fueron aplicadas por primera vez hace unos mil años, cuando nuestros artesanos empezaron a adquirir cierto renombre.
    —Y antes, durante toda la historia antigua, ¿los hombres defraudaban? —preguntó Ghyl con voz ligeramente temerosa.
    —Todo lo que podían.

    Amianto se levantó y bajó al taller para seguir labrando el biombo. Ghyl llevó el plato a la pila y, mientras lo lavaba, pensó en los extraños tiempos antiguos, cuando los hombres trabajaban sin someterse a los Reglamentos del Servicio de Protección Social. Cuando todo estuvo limpio, bajó a su vez para sentarse en el banco y trabajar en su propio biombo. Fue a mirar cómo Amianto pulía unas superficies que ya estaban brillantes, limpiando las virutas de las ranuras alisadas; era más que puntilloso. Ghyl intentó reanudar la conversación, pero Amianto no tenía nada más que decir. Ghyl le deseó buenas noches y subió a la segunda planta. Se fue a la ventana de su habitación, miró más allá de la Plaza de Undle, pensando en los hombres que habían recorrido las viejas calles, con triunfos o fracasos que ya habían sido olvidados. Por encima de él colgaba Damar, moteada de azul, rosa y amarillo, proyectando su nacarado reflejo en los antiguos edificios.

    En la calle, justo debajo de él, la luz brillaba en el taller. Amianto trabajaba hasta tarde, un suceso poco frecuente, pues prefería utilizar la luz del día, para frustrar a los señores. Las otras casas que rodeaban la plaza estaban, en aplicación de una filosofía similar, sumidas en la oscuridad.

    Mientras Ghyl se daba la vuelta para irse, la luz procedente del taller vaciló y quedó como enmascarada. Ghyl miró hacia abajo, turbado. No consideraba a su padre amigo de los tapujos; sólo una persona indecisa e inclinada a la depresión. ¿Por qué, entonces, Amianto había bajado las persianas? ¿Había alguna relación entre aquella necesidad tan poco habitual de secreto y los paquetes que había traído aquella misma noche?

    Ghyl fue a sentarse en el diván. Las leyes de la Protección Social no condenaban explícitamente las actividades privadas o secretas en tanto no constituyeran violación de la política social. Lo que significaba, en la práctica, que había que hacer una declaración previa a un funcionario del Servicio.

    Ghyl estaba sentado rígidamente, con las manos agarradas a ambos lados de la cama. No quería ser inoportuno, o descubrir algo que embarazase tanto a su padre como a él mismo. Pero, sin embargo... Ghyl, con desgana, se levantó. Bajó lentamente la escalera, intentando evitar la furtividad y el ruido, sin hacerse notar, pero con la poco confortable sensación de ser un espía.

    Las habitaciones que servían de cocina tenían un cálido olor a estofado de avena, con un cierto aroma salado de las algas marinas. Ghyl cruzó la mancha cuadrada de luz amarilla, cortada por las sombras de los barrotes de la rampa, lo que indicaba el emplazamiento de la escalera. La luz se apagó. Ghyl se detuvo. ¿Subiría Amianto? Pero no escuchó ruido de pasos, y Amianto siguió en el taller a oscuras.

    Pero la habitación no estaba a oscuras. Un súbito rayo de luz blanco azulada, que persistió durante un segundo o dos, provino de ella. Fue seguido, un momento más tarde, por un brillo rojizo y tembloroso. Asustado, Ghyl avanzó con pasos lentos hacia la escalera, miró hacia abajo a través de la rampa, hacia el taller.

    Durante un momento miró fijamente la habitación, desconcertado, con el pulso latiendo tan fuerte que se preguntó si Amianto no lo estaría escuchando. Pero su padre estaba absorto en su trabajo. Ajustaba un aparato que había sido concebido aparentemente para aquella ocasión: una caja de aspecto basto de sesenta centímetros de largo, treinta de alto y treinta de ancho, con un tubo que sobresalía de uno de sus extremos. Amianto se dirigió hacia una cubeta, miró atentamente algo que había en el líquido, un objeto que brillaba pálidamente. Sacudió la cabeza e hizo chascar la lengua, evidentemente descontento. Apagó todas las luces, dejando sólo una candela encendida, y descubrió una segunda cubeta. Metió en ella una hoja de papel en blanco, rígido, en lo que parecía un jarabe viscoso. Agitó el papel en todos los sentidos, lo agitó cuidadosamente y luego lo dejó en un soporte que había frente a la caja. Apretó un interruptor; del tubo, salió un intenso rayo de luz blanco azulada. En la hoja de papel húmedo, apareció una brillante imagen.

    La luz desapareció; Amianto tomó rápidamente la hoja, la alisó sobre el banco, la espolvoreó con un fino producto negro, que extendió cuidadosamente con ayuda de un rodillo. Luego, tomando la hoja, hizo caer el exceso de polvo, sacudiéndola, antes de meterla en la cubeta. Dio la luz y se inclinó ansioso para examinarla. Tras un momento, inclinó la cabeza con satisfacción. Cogió la primera hoja, la hizo una bola y la tiró al otro lado de la habitación, volvió a la mesa y repitió por completo la operación.

    Ghyl, fascinado, le observaba. Estaba claro, muy claro. Su padre violaba el reglamento más importante de Fortinone.

    ¡Hacía reproducciones!

    Ghyl examinó a Amianto con ojos aterrorizados, como si se tratase de un extranjero de desconocidos poderes. Su padre, el concienzudo tallador de madera, el experto, ¡era un defraudador! ¡Era increíble, aunque innegable! Ghyl se preguntó si estaba despierto o soñando; la escena tenía algo grotesco, como las pesadillas.

    Amianto, mientras tanto, había insertado un nuevo elemento en la caja de proyección y ajustaba con cuidado la claridad de la imagen en una hoja de papel en blanco. Ghyl reconoció el fragmento del documento antiguo de la colección de su padre.

    Amianto trabajaba con más seguridad. Hizo dos copias, luego siguió, reproduciendo los viejos papeles de la carpeta.

    Ghyl subió enseguida a los pisos superiores, llegó a su habitación, evitando prudentemente cualquier especulación. Era demasiado tarde, no quería pensar. Pero persistía una horrible aprensión: la luz se filtraba a través de las persianas. Supongamos que alguien haya visto el parpadeo, las singulares fluctuaciones, y se haya preguntado cuál era la causa. Ghyl miró por la ventana del cuarto: la luz que nacía y desaparecía, seguida por el resplandor azulado, parecía exageradamente sospechosa. ¿Cómo era Amianto tan imprudente, tan sublimemente distraído, hasta el punto de no hacerse preguntas o de preocuparse por aquellas cosas?

    Para alivio de Ghyl, Amianto se cansó de su ilícita ocupación. Ghyl pudo oírle ir de acá para allá, dando vueltas por el taller, colocando el material.

    Amianto subía lentamente por la escalera. Ghyl fingió dormir, y su padre se fue a acostar. Ghyl se quedó tumbado, sin dormir, y le pareció que Amianto estaba despierto, también él, pensando en cosas extrañas... Ghyl, finalmente, se durmió.

    Por la mañana, Amianto era otra vez él mismo. Mientras Ghyl se comía el desayuno de papilla de avena y migas de pescado, reflexionó; Amianto había reproducido ocho o diez artículos de su colección la noche precedente. No parecía improbable que reprodujera el resto. Debía saber que las luces eran visibles. Con una voz tan natural como pudo, Ghyl preguntó:

    —¿Estuviste anoche arreglando el circuito eléctrico?

    Amianto le miró, enarcando las cejas en gesto de embarazo, bajándolas luego casi cómicamente. Amianto era quizá el último experto en hipocresía.

    —Eh... ¿por qué me lo preguntas?
    —Miré por casualidad por la ventana y vi las luces apagarse y encenderse. Habías bajado las persianas, pero las luces eran visibles desde la calle. Creí que estarías arreglando alguna lámpara.

    Amianto se frotó el rostro.

    —Algo parecido... sí, algo parecido. ¿Tienes que ir hoy al Templo?

    Ghyl lo había olvidado.

    —Sí. Pero no me sé los ejercicios.
    —Bueno, hazlos lo mejor que puedas. Hay quien está dotado para ellos, y quien no.

    Ghyl pasó una mañana deplorable en el Templo, saltando desgarbadamente en las más simples carreras, mientras que chicos varios años menores que él, pero mucho más devotos, saltaban alrededor de las Figuras Elementales con delicadeza y agilidad, obteniendo los elogios del Guía Saltador. Para empeorar las cosas, el Tercer Asistente Saltador efectuó una gira de inspección por la sala. Vio los saltos de Ghyl, y le vio caer al suelo con tanta estupefacción que levantó los brazos al cielo y salió de la sala a toda prisa, totalmente desencantado.

    Cuando Ghyl volvió a su casa, descubrió que Amianto había empezado un nuevo biombo. En lugar del arzack habitual, había preparado un costoso panel de ing que le llegaba hasta los ojos, y que era más ancho que lo que daban sus brazos extendidos. Hasta mediodía estuvo trabajando, pasando el dibujo al panel. Era un croquis excelente, pero Ghyl no podía dejar de sentir cierta diversión triste al contemplar las contradicciones de su padre; el que aconsejaba la alegría a Ghyl, se dedicaba a una obra melancólica. El dibujo indicaba los festoneados enlaces de un trozo de follaje a través del cual aparecían cien caritas graves, todas distintas, pero de un modo u otro semejantes por la intensidad inquietante de sus miradas. En el centro, en la parte superior, había una palabra —Recuérdame— escrita con caracteres grandes y elegantes.

    Amianto dejó de trabajar en el nuevo panel cuando ya era muy tarde. Bostezó, se estiró, se levantó, fue hasta la puerta, y observó la plaza llena de personas que volvían a sus casas tras haber acabado el trabajo en la ciudad: estibadores, carpinteros de los astilleros, mecánicos, trabajadores de la madera, del metal y la piedra, vendedores y funcionarios, escribas y sacerdotes, fabricantes de comida, matarifes, pescadores, estadísticos y empleados del Servicio de Protección Social, chicas de servir, enfermeras, doctores y dentistas, los últimos, todos del sexo femenino.

    Como golpeado por un súbito pensamiento, Amianto examinó las persianas. Se inmovilizó, frotándose el mentón y luego miró a Ghyl brevemente, que fingió no notarlo.

    Amianto se acercó a un armario, sacó un frasco y llenó dos copas de vino dulce de flores de junco, acercando uno de ellos al codo de Ghyl, y bebiendo un trago del otro. Ghyl, alzando la mirada, encontró difícil admitir que aquel hombre un tanto corpulento, de rostro tranquilo, un poco pálido y contraído, aunque profundamente dulce, fuera la misma persona resuelta que había trabajado ilegalmente la noche precedente. ¡Si hubiera sido un sueño, una pesadilla! Los agentes del Servicio de Protección Social, compasivos e indulgentes, podían ser implacables cuando los reglamentos se infringían. Un día, Ghyl vio a un hombre que había matado a su esposa que era llevado a rehabilitación, y la idea de que Amianto pudiera ser tratado del mismo modo, le provocaba tal terror que el estómago se le contraía con violencia a causa de los nervios.

    Amianto habló del biombo de Ghyl.

    —... un poco más de relieve, en el detalle de la corteza. La idea general es la vitalidad de los jóvenes que retozan en el campo; ¿por qué debilitar el tema por exceso de delicadeza?
    —Sí —murmuró Ghyl—. Lo esculpiré más profundamente.
    —A mí me gustaría que la hierba fuera un poco menos espesa; parece eclipsar las flores... Pero es tu interpretación, y debes hacer lo que te parezca mejor.

    Ghyl agachó la cabeza desangeladamente, y dejó el cincel y se bebió el vino; aquel día no esculpiría nada más. Generalmente, era él quien iniciaba las conversaciones, hablando mientras Amianto le escuchaba; pero en aquella ocasión los papeles estaban invertidos. Amianto permaneció reflexivo durante la cena.

    —Ayer comimos algas marinas; creo que no estaban muy frescas. ¿Qué te parecería una ensalada de plinchets con algunas nueces y un trozo de queso? ¿O prefieres pan y carne fría? No debe ser tan caro.

    Ghyl respondió que le gustaría pan y carne, y Amianto le envió taurante. Mirando por encima del hombro, Ghyl vio con consternación que Amianto examinaba las persianas, haciéndolas subir y bajar, abriéndolas y cerrándolas.

    Aquella noche, Amianto hizo funcionar nuevamente la máquina duplicadora, pero calafateó las persianas cuidadosamente. La luz no se filtraba al exterior para excitar la curiosidad de ningún agente que pudiera pasar por allí.

    Ghyl se fue a acostar muy triste, feliz simplemente porque Amianto, determinado como estaba a saltarse los reglamentos, hubiera tomado las necesarias precauciones para evitar ser pillado en flagrante delito.


    6


    A pesar de las precauciones de Amianto, su ilícito comportamiento no tardó en ser descubierto, no por Helfred Cobol, que conocía más o menos el carácter de Amianto y habría podido contentarse con una reprimenda a título personal, estrechando la consiguiente vigilancia, sino, desgraciadamente, por Ells Wolleg, el delegado de la Hermandad, un hombrecillo puntilloso de rostro amarillento y enfermizo, Mientras efectuaba un control rutinario de las herramientas y condiciones de trabajo de Amianto, levantó un trozo de madera y, allí donde Amianto imprudentemente las había dejado, se encontraban tres copias defectuosas de un viejo mapa geográfico. Wolleg se inclinó hacia adelante, con el ceño fruncido; en primer lugar, simplemente irritado por el hecho de que Amianto hubiera podido, por simple desorden, mezclar los mapas con el trabajo encargado por la Hermandad; luego, cuando el acto de reproducción se hizo evidente, emitió un agudo aullido cómico. Amianto, rectificando una escuadra y limpiando las virutas de una punta de la mesa, miró de soslayo, con las cejas enarcadas por la consternación. Ghyl se tensó en el asiento que ocupaba. Wolleg se volvió hacia Amianto, con los ojos brillantes bajo las gafas.

    —Hágame el favor de Spayfonear inmediatamente al Servicio de Protección Social.

    Amianto sacudió la cabeza.

    —No estoy abonado al Spay.

    Wolleg chascó los dedos dirigiéndose a Ghyl.

    —Vete corriendo, chico, lo más deprisa que puedas, y trae a unos agentes de la Protección Social.

    Ghyl se levantó a medias, pero se volvió a sentar.

    —No.

    Ells Wolleg no perdió más tiempo en discusiones. Fue a la puerta, miró por la plaza, y se dirigió a una cabina pública de Spay.

    Cuando Wolleg salió del taller, Ghyl se levantó de un salto.

    —¡Deprisa, escondamos los demás!

    Amianto se quedó inmóvil, sorprendido, incapaz de reaccionar.

    —¡Deprisa! —silbó Ghyl—. ¡Va a volver enseguida!
    —¿Dónde podemos ponerlos? —balbuceó Amianto—. Van a mirar por todas partes.

    Ghyl corrió hasta la cómoda y sacó los aparatos de Amianto. Metió reglas y trozos de madera en la caja. Metió el objetivo entre punzones y clavos y lo dejó entre las cajas que contenían objetos de parecida naturaleza. Las válvulas que producían el brillo azulado y los bloques de alimentación eran un problema más serio, que Ghyl resolvió llevándoselas corriendo, por la puerta trasera, y tirándolas por encima de la cerca a un terreno lleno de basura.

    Amianto le observó un momento, con la mirada amorfa y deprimida, hasta que, como golpeado por un pensamiento, subió corriendo a los pisos superiores. Volvió unos segundos antes de que Wolleg regresase al taller.

    Wolleg habló con tono seco y contenido.

    —Hablando adecuadamente, sólo estoy encargado de hacer respetar los reglamentos de la Hermandad y la calidad del trabajo. Sin embargo, soy un oficial público y, como tal, cumplo con mi deber. Igualmente, puedo añadir que me avergüenza haber encontrado reproducciones, sin duda alguna de origen ilegal, en casa de un miembro de nuestra Hermandad.
    —Sí —musitó Amianto—. Le debe haber impresionado.

    Wolleg devolvió la atención a las hojas reproducidas y emitió un gruñido de disgusto.

    —¿Dónde se ha hecho con estas cosas?

    Amianto sonrió tristemente.

    —Lo ha adivinado: de fuentes ilegales.

    Ghyl suspiró aliviado. Al menos, Amianto no pensaba reconocerlo todo en un sobresalto de sinceridad desdeñosa. Llegaron tres hombres del Servicio de Protección Social: Helfred Cobol, acompañado por dos vigilantes de ojos penetrantes y fríos. Wolleg explicó los detalles y exhibió los documentos reproducidos. Helfred Cobol miró Amianto con una burlona inclinación de cabeza, y una mueca de desprecio. Los otros dos agentes empezaron a registrar someramente el taller, pero no encontraron nada más. Era evidente que no sospechaban que era el propio Amianto quien había hecho las copias.

    Los dos vigilantes no tardaron en marcharse, junto con Amianto, pese a las protestas de Ghyl.

    Helfred Cobol le llevó a un aparte.

    —Ten cuidado con esos modales, chico. Tu padre tiene que ir a las oficinas para responder a un interrogatorio. Si la carga no es muy fuerte, y creo que así es el caso, escapará de la rehabilitación.

    Ghyl ya había oído hablar de cargas fuertes o ligeras, pero suponía que eran expresiones familiares o figuras retóricas. En aquel momento, no estaba ya tan seguro. Había una especie de amenazante sobreentendido en aquellas palabras. Se sentía demasiado agobiado como para hacerle preguntas a Helfred Cobol, y fue a sentarse ante el martillo.

    Helfred Cobol iba de un lado para otro, recorriendo la habitación, recogiendo una herramienta, tocando con el dedo un trozo de madera, mirando de vez en cuando a Ghyl, como si desease hablar con él pero fuera incapaz de expresarse. Finalmente, murmuró algo incomprensible y fue hasta el quicio de la puerta, donde se puso a mirar la plaza.

    Ghyl se preguntó lo que estaría esperando. ¿La vuelta de Amianto? Aquella esperanza fue barrida por la llegada de una mujer agente, enorme, de cabellos grises, cuya función era, aparentemente, imponer su autoridad. Helfred Cobol le hizo un breve signo con la cabeza y se alejó sin decir palabra.

    La mujer se dirigió a Ghyl con voz clara y dura.

    —Soy la Matrona Hentillebeck. Ya que eres menor, he sido designada para ocuparme de esta casa hasta la vuelta del adulto. Resumiendo, estás bajo mi responsabilidad. No tienes que cambiar tus costumbres; puedes trabajar, rezar, y hacer todo lo que habitualmente hagas a esta hora.

    Ghyl se inclinó en silencio sobre el biombo. La Matrona Hantillebeck cerró la puerta con llave, inspeccionó la casa, mirando por todas partes, denostando al ver el negligente modo en que Amianto se ocupaba de ella. Volvió al taller, dejando las luces encendidas en toda la casa, aunque el sol del mediodía entrase por las ventanas. Ghyl intentó protestar tímidamente.

    —Si no importa, voy a apagar las luces. Mi padre cree que es inútil pagar a los señores lo que no es necesario.

    La observación irritó a la Matrona Hantillebeck. —¡Poco me importa eso! La casa es sombría, y está sucia hasta el punto de que es repugnante. Quiero ver dónde piso. ¡No puedo ir andando en medio de la basura!

    Ghyl reflexionó un momento e hizo una nueva tentativa. —No hay suciedad, eso sí es cierto. Sé que mi padre se pondría furioso... si puedo apagar, iré andando delante suyo y encenderé las luces por donde quiera ir.

    La Matrona Hantillebeck se sobresaltó y miró a Ghyl fijamente con unos ojos tan feroces que el muchacho retrocedió un par de pasos.

    —¡Deja las luces! ¿Por qué me iba a preocupar por la indigencia de tu padre? ¡Creo que esto es lo más cercano al caos! ¿Queréis estrangular a Fortinone? ¿Tenemos que comer barro para poder ahorrar?
    —No entiendo —concedió Ghyl con voz dudosa—. Mi padre es valiente. No le haría daño a nadie.
    —¡Bah! —La matrona se apartó bruscamente, se sentó en un sillón y empezó a tejer. Ghyl se fue lentamente a sentar ante el biombo. La matrona sacó un tarrito de confitura de algas marinas del bolso, una lata de cerveza agria y un trozo de pastel de leche malteada. Ghyl subió a la vivienda y no pensó más en la Matrona Hantillebeck. Se comió un plato de habas y, luego, para desafiar a la matrona, apagó las luces de los pisos superiores y fue a acostarse. No supo cómo pasó la noche la matrona, pero al despertarse, cuando bajó a la planta baja, la mujer se había ido.

    Poco después, Amianto entró con paso tambaleante en el taller. Sus cabellos de color gris dorados, escasos, estaban alborotados, los ojos parecían dos lagos de mercurio. Miró a Ghyl; Ghyl le miró a él. Su hijo le preguntó:

    —¿Te han... te han hecho daño?

    Amianto movió la cabeza negativamente, luego dio unos cuantos pasos por la habitación y miró un poco por doquier. Fue a un banco y se sentó, se pasó la mano por la cabeza, despeinándose aún más.

    Ghyl le observó, preocupado, intentando juzgar si su padre estaba sufriendo o no. Amianto levantó la mano para tranquilizarle.

    —No te preocupes. He dormido poco... ¿Han registrado?
    —Un poco.

    Amianto agachó vagamente la cabeza. Se levantó, fue hasta la puerta, se inmovilizó mirando hacia la plaza, como si la escena —los árboles mustios, los anillados zarzales polvorientos, los edificios de enfrente— le fuera desconocida. Se volvió, fue al banco y estudió los rostros apenas esbozados del nuevo biombo.

    —¿Te traigo algo de comer? ¿Té? —preguntó Ghyl.
    —Ahora no. —Amianto subió las escaleras. Volvió un minuto más tarde con la vieja carpeta; la puso en el banco.
    —¿Las reproducciones están dentro? —preguntó Ghyl, aterrorizado.
    —No. Se encuentran bajo las tejas del tejado. —Amianto no pareció sorprendido de que Ghyl conociera sus actividades.
    —Pero... ¿por qué? ¿Por qué reproduces esas cosas?

    Amianto levantó la cabeza lentamente y miró a Ghyl directamente a los ojos.

    —Si no lo hago yo, ¿quién lo haría?
    —Pero las reglas... —Ghyl no siguió con la frase, y Amianto no hizo ningún comentario. El silencio era más explícito que todo lo que pudiera decir.

    Amianto abrió la carpeta.

    —Esperaba que lo descubrieras por ti mismo cuando hubieras aprendido a leer.
    —¿Qué es eso?
    —Varios documentos del pasado... de la época en que las reglas eran menos severas, y quizá menos necesarias. —Tomó uno de los antiguos papeles y lo echó un vistazo; lo puso a un lado—. Algunos son muy valiosos. —Clasificó los documentos—. Mira: éste es la Antigua Carta de Ambroy. Apenas se entiende, y ahora es casi desconocida. Pero, pese a todo, aún está en vigor. —Lo dejó aparte y cogió otra hoja—. Esta es la leyenda de Emphyrio.

    Ghyl miró los caracteres y los reconoció como Arcaico antiguo, aunque no lo podía entender. Amianto leyó el texto en voz alta. Cuando llegó al final de la hoja, se detuvo y la soltó.

    —¿Eso es todo? —preguntó Ghyl.
    —No lo sé.
    —¿Y cómo acaba?
    —Tampoco lo sé.

    Ghyl hizo una mueca de insatisfacción.

    —¿Es una historia auténtica?

    Amianto se encogió de hombros.

    —¿Quién sabe? ¿Quizá el Historiador?
    —¿Quién es?
    —Alguien que vive muy lejos de aquí. —Amianto se dirigió a la cómoda, sacó pergamino, tinta y una pluma. Empezó a copiar el documento—. Tengo que copiarlo; tengo que repartir las copias en sitios donde no se pierdan. —Se inclinó sobre el papel.

    Ghyl le estuvo mirando unos minutos y se volvió cuando vio que el umbral de la entrada se ensombrecía. Un hombre penetró en el taller lentamente. Amianto levantó los ojos. Ghyl retrocedió. El visitante era un hombre alto, de cabeza voluminosa y atractiva, de cabellos grises, finos, cortados a cepillo. Llevaba un traje de paño negro de primera calidad, con una docena de frunces verticales en escalera en cada brazo, un chaleco blanco, pantalones de rayas negras y marrones. Era un traje lujoso, el de un hombre importante a quien Ghyl, que ya le había visto antes en las reuniones de la Hermandad, reconoció como Ben Blaise Fodo, el Señor de la Hermandad en persona.

    Amianto se levantó lentamente.

    Fodo habló con voz alta y reposada.

    —He oído hablar de sus problemas, Ben Tarvoke, y vengo a traerle los mejores deseos de la Hermandad, así como sus consejos, si es que los necesita.
    —Gracias, Ben Fodo —respondió Amianto—. Sólo lamento que no haya estado aquí antes para recomendar a Ells Wolleg que no me denunciase. Ese hubiera sido un «consejo» que sí me habría venido bien.

    El Señor de la Hermandad se enfurruñó.

    —Desgraciadamente, no puedo prever todas las indiscreciones de todos nuestros miembros. Y el delegado Wolleg, evidentemente, ha cumplido con su deber. Pero me sorprende encontrarle escribiendo. ¿Qué hace?

    Amianto habló con voz tan clara como le fue posible.

    —Copio un antiguo manuscrito para que se preserve en los tiempos venideros.
    —¿Qué documento?
    —La leyenda de Emphyrio.
    —Caramba. Es admirable... ¡pero eso es cosa de los escribas! Ellos no labran la madera, lo mismo que nosotros no redactamos y escribimos. ¿Qué ganaríamos con ello? —Agitó la mano señalando la escritura aproximada de Amianto, con una sonrisilla de indulgente disgusto, como ante las bufonadas de un chiquillo—. La copia está lejos de ser impecable.

    Amianto se rascó la barbilla.

    —Es legible.
    —Eso espero.
    —¿Lee Arcaico?
    —Naturalmente. ¿A qué antiguo asunto os habéis dedicado? —Tomó el viejo fragmento de documento e, inclinando la cabeza, descifró el texto.

    En el mundo de Aume, al que algunos llaman Hogar conquistado por los hombres con el sudor de su frente y el sufrimiento, y donde edificaron sus morados a orillas de los ríos y del mar, descendió una horda monstruosa venida de la sombría luna Sigil.

    Los hombres habían depuesto las armas mucho tiempo antes y se dirigieron a las bestias con bondad:

    —¡Monstruos! La privación os envuelve como si se pudiera oler. Si tenéis hambre, tomad nuestra comida; compartid nuestra abundancia hasta que os saciéis.

    Los monstruos no podían hablar, pero sus grandes trompetas aullaron:

    —¡No hemos venido en busca de comida!.
    —Emana de vosotros la locura de la luna Sigil. ¿Venís a buscar la paz interior? Entonces, descansad, oíd nuestra música, bañad vuestros pies en las olas del mar; pronto os veréis reconfortados.
    —¡No hemos venido a buscar la paz! —aullaron las trompetas.
    —Flota a vuestro alrededor la solitaria desesperación de los proscritos, algo irremediable, pues no os podemos dar amor; habéis de volver a la sombra luna Sigil, y llegar a un acuerdo con los que os han rechazado.
    —¡No hemos venido a buscar el amor! —transmitieron las trompetas.
    —En ese caso, ¿cuáles son vuestras intenciones?
    —Hemos venido para reducir a los hombres de Aume (o, como dicen algunos, Hogar) a la esclavitud y así vivir ociosos de su trabajo. ¡Reconocednos por vuestros amos, y aquél que nos mire con arrogancia será pisoteado bajo nuestros terribles pies!

    Los hombres fueron reducidos a la esclavitud, y destinados a penosas tareas, mientras que los monstruos se relajaban y veían satisfechas sus necesidades. Llegó el momento en que Emphyrio, el hijo de un pescador, fue impulsado a la rebelión y condujo a los suyos a las montañas. Empleó una tablilla mágica, y todos los que oían sus palabras sabían que eran palabras de verdad, y así, muchos fueron los hombres que se reagruparon para luchar contra los monstruos.

    Por fuego y llamas, tortura y carbonizaciones, los monstruos de Sigil tejieron su venganza. Sin embargo, la voz de Emphyrio resonaba desde las montañas, y todos los que la oían se rebelaban.

    Los monstruos fueron a las montañas, batiendo peña tras peña, y Emphyrio se retiró a sitios muy remotos: las islas de zarzales, bosques y tinieblas.

    Detrás, llegaban los monstruos, sin conceder descanso alguno. En el Puerto de Deal, más allá de los Montes de Maul, Emphyrio se enfrentó a la horda. Habló, con su voz de la verdad transmitida por la tablilla mágica, y profirió llameantes palabras:

    —¡Mirad! ¡Tengo la tablilla de la verdad! Sois monstruos: yo soy un Hombre. Y, no obstante, cada uno de nosotros está solo; cada uno de nosotros siente el dolor y el peso de los sufrimientos; cada uno de nosotros ve el alba y el crepúsculo. ¿Por qué debería haber un vencedor y una víctima? El hombre no cederá jamás; ¡nunca conoceréis el fruto de su sudor! ¡Someteos a lo que debe ser! Si no escucháis mis palabras de verdad, disponeos a saborear un amargo brebaje, ¡y sabed que nunca más hollaréis las arenas de la sombría Sigil!

    Los monstruos no pudieron dejar de creer en la voz de Emphyrio, y se detuvieron, maravillados. Uno de ellos profirió ardientes palabras:

    —¡Emphyrio! Ven con nosotros a Sigil y habla en el Catademnon; allí se encuentra la fuerza que nos controla, y ésa es la fuerza que nos obliga a realizar malas acciones, (fin del fragmento)

    Blaise Fodo dejó lentamente el papel en el banco. Su mirada estuvo ausente durante unos momentos; luego, su boca se convirtió en un óvalo rosado, pensativo.

    —Sí... sí. —Un movimiento convulso le agitó los hombros; se colocó el traje negro—. Algunas antiguas leyendas son sorprendentes. Sin embargo, hemos de conservar cierto sentido de la proporción. Es usted un experto en escultura, sus biombos son excelentes. Su hijo también tiene un futuro bastante productivo. De modo que, ¿por qué malgastar un tiempo precioso copiando antiguos documentos? ¡Puede convertirse en una obsesión! Sobre todo —añadió—, cuando conduce a actos antirreglamentarios. ¡Hay que ser realista, Ben Tarvoke!

    Amianto se encogió de hombros y puso a un lado el pergamino y la tinta.

    —Sin duda, tiene usted razón. —Tomó un cincel y empezó a tallar el biombo.

    Pero Blaise Fodo no era un hombre del que uno se pudiera librar fácilmente. Durante media hora, fue de un lado a otro por el taller, mirando primero por encima del hombro de Ghyl, luego del de Amianto. Habló nuevamente de la transgresión de Amianto, y le sermoneó por haber dejado que el ansia del coleccionista le dominara hasta el punto de llevarle a comprar reproducciones ilegales. También se dirigió a Ghyl, instándole a dedicarse a su trabajo, y a dar pruebas de piedad y humildad.

    —El camino de la vida es muy concurrido, los más sabios y los mejores han erigido en él postes de señales, puentes y señales de advertencia. Demuestra tanto terquedad como arrogancia buscar a un lado y otro nuevos o mejores caminos. Ved, por ejemplo, a vuestro Agente de la Protección Social, a vuestro delegado en la Hermandad, a vuestro Guía Saltador; seguid sus instrucciones. Así disfrutaréis de una vida de sereno contentamiento.

    Finalmente, el Señor de Hermandad, Blaise Fodo, se marchó. En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, Amianto dejó el cincel y volvió a la copia. Ghyl no habría sabido decir nada, aunque sintiera el corazón alterado y la garganta dolorosamente cargada de presentimientos. Salió al poco tiempo en busca de comida y, con la suerte que tenía, se encontró en el camino con Helfred Cobol.

    El agente del Servicio de Protección Social bajó hacia él su crítica mirada.

    —¿Qué ha pasado con Amianto, por qué se comporta como un Caótico?
    —No lo sé, pero no es un Caótico. Es un buen hombre.
    —Soy consciente de ello, y eso es lo que me preocupa. Evidentemente, no saca beneficio alguno de sus acciones ilegales, cosa que tú mismo debes saber muy bien.

    Ghyl pensaba en su fuero interno que la conducta de Amianto era un poco extraña, pero de ninguna manera punible o errónea. Sin embargo, no quería discutir el tema con Helfred Cobol.

    —Es demasiado temerario para su propio bien —prosiguió el agente del Servicio de Protección Social—. Tú, que eres un jovencito responsable, tienes que ayudarle. Protege a tu padre. Dedicarse a leyendas antiguas y tratos provocativos, sólo puede acarrearle algún mal.
    —¿Y eso qué es? ¿Lo mismo que una carga mayor? —preguntó Ghyl, enfadado.
    —Sí. ¿Y sabes lo que significa exactamente?

    Ghyl movió la cabeza negativamente.

    —Bueno... En el Servicio de Protección Social, hay tomos llenos de pequeñas barras, cada una de las cuales pertenece a un beneficiario. Está la mía, la de Amianto, la tuya. La mayor parte de las barras está inerte, otras han sido magnetizadas. Con cada falta o delito, una carga magnética, calculada cuidadosamente, se aplica en la barra. Si no hay nuevas faltas, la carga decrece por sí sola y desaparece. Pero si se cometen nuevas faltas, el magnetismo aumenta y finalmente lanza una señal. El criminal ha de ser rehabilitado.

    Ghyl, atemorizado y desmoralizado, miró al otro lado de la plaza. Luego, preguntó:

    —Cuando alguien es rehabilitado, ¿qué pasa?
    —¡Ja, ja! —exclamó Helfred Cobol acremente—. ¡Quieres descubrir los secretos de la Hermandad! No debemos hablar de esas cosas. Basta con saber que el criminal es curado definitivamente de sus tendencias asociales.
    —Los nocops, ¿tienen también barras en el Servicio?
    —No, no son beneficiarios, viven fuera del sistema. Cuando cometen un crimen, lo que ocurre muy a menudo, no encuentran ninguna comprensión, y no tienen derecho a la rehabilitación. Son expulsados de Ambroy.

    Ghyl apretó los paquetes contra el pecho y se estremeció, quizá por una ráfaga de aire frío llegado del cielo.

    —Mejor me vuelvo a casa —dijo con una vocecita.
    —Allí te veré. Tengo que ir a ver a tu padre en diez o quince minutos.

    Ghyl inclinó la cabeza y volvió a casa. Amianto se había dormido sobre la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados. Ghyl, horrorizado, retrocedió. A su derecha y a su izquierda, esparcidos sobre el banco de trabajo, se encontraban los documentos reproducidos; todo lo que Amianto había hecho. Todo dejaba suponer que intentaba clasificarlos cuando le venció el sueño.

    Ghyl dejó caer los paquetes de comida, empujó y echó el cerrojo la puerta y corrió hacia el banco. Era inútil intentar despertar a Amianto para que le ayudara. Frenéticamente, reunió todas las horas las apiló en una caja y las tapó con serrín y virutas y, luego, empujó el recipiente debajo del banco. Sólo entonces intentó despertar a su padre.

    —¡Despierta! ¡Helfred Cobol viene para aquí!

    Amianto gimió, osciló hacia atrás y miró a Ghyl con ojos conscientes sólo a medias.

    Ghyl vio otras dos hojas de papel que había olvidado. Las cogió y al tiempo que lo hacía, llamaron a la puerta. Ghyl metió los documentos entre los desechos de madera, y recorrió una vez más la habitación con la vista. Parecía desnuda, virgen de documentos ilegales.

    Ghyl abrió la puerta y Helfred Cobol le miró críticamente.

    —¿Desde cuándo echáis el cerrojo a los agentes del Servicio de Protección Social?
    —Un error —rezongó Ghyl—. No quería causar problemas.

    Amianto, entre tanto, había recuperado el sentido, y miraba a todas partes, por encima del banco, con expresión preocupada. Helfred Cobol se adelantó.

    —Tengo que decirle unas últimas palabras, Ben Tarvoke.
    —¿Unas últimas palabras?
    —Sí, he trabajado en este barrio muchos años y nos conocemos desde que empezaron mis actividades. No obstante, me he vuelto ya muy viejo para el servicio activo y me han transferido a una oficina administrativa, en Elsen. He venido a decirle adiós, lo mismo que a Ghyl.

    Amianto se levantó lentamente.

    —Lamento que se vaya.

    Helfred Cobol esbozó la mueca sardónica que tenía por sonrisa.

    —Bueno, mis últimas palabras: ponga cuidado con el trabajo e intente que su hijo siga el mismo consejo. ¿Por qué no le acompaña a saltar al Templo? Le beneficiaría seguir su ejemplo.

    Amianto inclinó la cabeza cortésmente.

    —Bueno, pues, adiós a los dos —añadió Helfred Cobol—; os recomendaré las mejores atenciones de Schute Cobol, el que me va a remplazar.


    7


    El estilo de Schute Cobol era sensiblemente diferente del de Helfred Cobol. Era un hombre más joven, de maneras más puntillosas, con una forma de vestir impecable, más ceremonioso en sus relaciones con los beneficiarios. Era activo y conciso, su rostro estaba demacrado, la boca caída y los cabellos se encrespaban detrás de la cabeza. En sus visitas preliminares, explicó a todos que él entendía el trabajo como respeto literal de los Reglamentos del Servicio de Protección Social. Hizo entender claramente tanto a Ghyl como a Amianto su desaprobación sobre lo que él consideraba un modo de vida relajado.

    —Cada uno de vosotros, con capacidad por encima de la media, según el coeficiente psíquico, tiene una producción sensiblemente inferior a la norma del coeficiente. Tú, joven Ben Tarvoke, estás muy lejos frecuentar habitualmente tanto la escuela de la Hermandad como el Templo.
    —Yo mismo me ocupo de su instrucción —explicó Amianto con voz controlada.
    —¿Eh? ¿Y qué le enseña? ¿Cosas suplementarias sobre la talla de madera?
    —Le he enseñado a leer, y a escribir, así como lo que sé de cálculo y, de modo satisfactorio, le he explicado algunas cosas más.
    —Sugiero encarecidamente que se prepare con más seriedad para pasar el Segundo Estatuto del Templo. Según mis archivos, su presencia es irregular, y no hace ninguna carrera satisfactoriamente.

    Amianto se encogió de hombros.

    —Quizá más adelante...
    —¿Y usted? —preguntó Schute Cobol—. Parece que durante los últimos catorce años no ha ido al Templo más que dos veces, y que ha saltado sólo una vez.
    —Han sido más. ¿Son exactos esos archivos?
    —¡Claro que lo son! ¡Qué pregunta! ¿Tiene usted sus propios archivos, si me permite preguntarlo?
    —No.
    —En ese caso, ¿por qué no ha saltado más que una sola vez durante los pasados quince años?

    Amianto se pasó preocupado la mano por el cabello. —Ya no estoy ágil. No me sé las carreras... y me falta tiempo. Schute Cobol abandonó finalmente el taller. Ghyl miró a Amianto, esperando algún comentario, pero su padre no hizo más e un movimiento fatigado con la cabeza y volvió a inclinarse sobre el biombo.

    La plancha de cien caras de Amianto recibió una nota de 9.503 en el Juicio , es decir, que fue clasificada como Perfecta, y la media de sus obras sometidas al jurado alcanzó los 8.626, lejos de la «Primera Categoría», o categoría destinada a la exportación.

    La única plancha de Ghyl recibió 6.855. Estaba bastante por encima del límite de 6.240 de la «Segunda Categoría», o biombos de «Uso Doméstico», y, consecuentemente, fue colocada en los almacenes de la Ciudad Este. Ghyl fue felicitado por la habilidad del diseño, pero también fue exhortado a dar prueba de más finura y delicadeza en la ejecución.

    Ghyl, que esperaba una nota de «Primera Categoría», quedó decepcionado. Amianto se negó a emitir el menor comentario sobre el juicio. Simplemente dijo:

    —Empieza otro trabajo. Si nuestras obras les gustan, las clasificarán entre las «Primeras», si no las pondrán con las «Segundas» o las «Rechazadas». Hay que hacer cualquier cosa para satisfacer a los jueces. No es tan difícil.
    —Muy bien —declaró Ghyl—. Mi próxima plancha tendrá por título: Jóvenes muchachas abrazando a los chicos.
    —Hmmm. Tienes sólo doce años... Más valdría que esperases un año o dos. ¿Por qué no pruebas con un motivo que valga para todo, por ejemplo Sauces y pájaros?

    Y pasaron los meses. A pesar de la evidente desaprobación de Schute Cobol, Ghyl fue muy poco tiempo al Templo, y evitó el colegio de la Hermandad. Por Amianto, aprendió el Primer Arcaico, y lo que su padre sabía de la historia humana.

    —Los hombres son originarios de un solo mundo, un planeta llamado Tierra, al menos eso es lo que se admite generalmente. Los terrestres aprendieron a lanzar cohetes al espacio, y ahí empezó la historia de la humanidad, aunque supongo que la Tierra tendrá una historia anterior. Los primeros hombres que pusieran pie en Halma encontraron en ella colonias de insectos, tan grandes como niños, que vivían en madrigueras y túneles. Hubo grandes batallas que terminaron con la destrucción de los insectos. Encontrarás frescos que representan a esos seres en la Sala de las Curio... ¿Ya los has visto?

    Ghyl inclinó la cabeza.

    —Esos bichos siempre me han dado pena.
    —Sí, quizá... Los hombres no han sido nunca muy misericordiosos. Hubo muchos conflictos; todos han sido olvidados. No somos un pueblo histórico; parece que vivimos día a día... o, más exactamente, de un Juicio a otro.
    —Me gustaría visitar otros mundos —dijo Ghyl soñadoramente—. Sería maravilloso que pudiéramos conseguir créditos suficientes para irnos a vivir a otra parte y ganarnos allí la vida labrando biombos, ¿verdad?

    Amianto sonrió con un cierto pesar.

    —En otros mundos, no crecen maderas como el ing o el arzack, o el daban, el sark o el hacknut... Y además, las obras de Ambroy son famosas. Si trabajásemos en otra parte...
    —¡Podríamos decir que somos de Ambroy! Amianto, poco convencido, sacudió la cabeza.
    —Nunca he oído decir que alguien lo haya hecho. El Servicio de Protección Social no lo aprobaría, estoy seguro.

    Cuando cumplió catorce años, Ghyl fue admitido en el Templo como miembro con todos los derechos, y fue puesto en una clase de adoctrinamiento religioso y sociológico. El Guía Saltador explicó las Carreras Elementales con más cuidado que los precedentes instructores de Ghyl.

    —Las carreras son, evidentemente, simbólicas, pero, a la vez, facilitan una variedad infinita de relaciones con la realidad. Ahora ya conocéis los diversos casos, virtudes y vicios, blasfemias y devociones que representan. El que es sincero afirma su ortodoxia saltando la carrera tradicional, yendo de un símbolo a otro, evitando los vicios y apoyándose en las virtudes. Incluso las personas de más edad y los enfermos se esfuerzan en saltar varias veces cada día.

    Ghyl saltó y brincó con los otros, y finalmente alcanzó un grado de precisión pasable, y así no fue dejado en cuarentena.

    Durante el verano de sus quince años, su clase hizo una peregrinación de tres días a Rabia Scrap, en los Montes de Meagher, para estudiar y examinar el Glifo. Tomaron la Línea Elevada hasta la lejana ciudad de Libón y, luego, acompañados por un carro que transportaba sacos de dormir y provisiones, partieron a pie hacia las colinas.

    La primera noche, el grupo acabó a los pies de una cima rocosa, junto a un estanque bordeado de rosales y sauces. Encendieron hogueras, hubo canciones y discusiones. Ghyl nunca había conocido momentos más agradables; la aventura estaba sazonada por la lejana presencia de los wirwams, una raza de seres medio inteligentes, de unos dos metros y medio de alto, de pesadas cabezas ornadas con largos hocicos, de ojos opalescentes y negros, pieles duras y correosas con manchas purpúreas, negras y marrones. Los wirwans, según el Guía Saltador, eran indígenas de Halma, y vivían ya en los Montes de Meagher cuando llegaron los seres humanos.

    —Si veis alguno, no os acerquéis —les advirtió el guía, un hombre de una seriedad exagerada, que nunca sonreía—. Son inofensivos y temerosos, pero sabemos que atacan a los hombres si son molestados. Podremos ver alguno, entre las peñas, aunque viven en túneles y madrigueras de los que apenas se alejan.

    Uno de los muchachos, un chico descarado llamado Nion Bohart, observó:

    —Proyectan la mente; leen los pensamientos, ¿verdad?
    —¡Eso es absurdo! —respondió el Guía—. Eso sería un milagro, y no conocen a Finuka, única fuente de milagros.
    —He oído decir que no hablan —insistió Nion Bohart, con cierta obstinación irreverente—. Proyectan sus pensamientos muy lejos siguiendo un método que nadie comprende. Su jefe cambió de tema bruscamente.
    —Ahora, todos a la cama. Mañana es un día importante; escalaremos Rabia Scrap y veremos el Glifo.

    A la mañana siguiente, tras un desayuno compuesto por té, galletas y ciruelas de mar secas, los chicos se pusieron en marcha. El campo era estéril: rocas y pendientes cubiertas de arbustos espinosos y agrestes.

    Al mediodía, alcanzaron Rabia Scrap. Durante alguna antigua tempestad, la escarpa fue alcanzada por rayos que dejaron complicadas marcas en una protuberancia de roca negra. Algunas de ellas, a las que los sacerdotes rodearon con una estructura de oro, parecían caracteres arcaicos que dijeran:

    ¡FINUKA ORDENA!


    Ante el Glifo sagrado había sido construida una inmensa plataforma, con una Carrera Elemental incrustada en bloques de cuarzo, jaspe, sílex rojo y ónice. Durante una hora, el guía y los estudiantes efectuaron ejercicios rituales y, después, cogiendo sus pertrechos, treparon hacia la cima de la escarpa y establecieron en ella un campamento. La vista era soberbia. Ghyl nunca había podido ver tan lejos. Al este, se encontraba un valle profundo, luego las masas decrecientes de los Montes de Meagher, la región de los wirwans. Al norte y al sur, las crestas se elevaban a lo lejos para convertirse en algo informe cerca de Bauredel, al norte, y en las Grandes Llanuras de Alkali, al sur, Al oeste se extendía la zona deshabitada de Fortinone, una extensión de colores marrones, grises, verdes y negros descoloridos, todo ello bañado por la tonalidad amarillo ocre de la luz del sol, como si estuviera bajo una capa transparente de viejo barniz. A lo lejos, brillaba un reflejo plateado, como una vibración de color: el océano. Una región moribunda, con más ruinas que casas habitadas, y Ghyl se preguntó a lo que se habría parecido dos mil años antes, cuando las ciudades todavía estaban intactas. Sentado en una piedra, con las rodillas recogidas entre los brazos, Ghyl pensó en Emphyrio y reemplazó los lugares descritos en la leyenda por los del paisaje. Allí, en los Montes de Meagher, Emphyrio se había enfrentado a la loca llegada de la luna loca, Sigil —que bien podría haber sido Damar.

    Allí, aquella gran ranura, al noreste: ¡seguramente el Puerto de Deal! Y, allí, el campo de batalla donde Emphyrio había hablado por mediación de la tablilla mágica. ¿Los monstruos? ¿Quiénes, sino los wirwans...? Una autoritaria llamada interrumpió los ensueños de Ghyl; era el jefe del grupo anunciando que faltaba leña para el fuego. La magia del momento quedó rota y pronto fue reemplazada por otra: el espectáculo de la puesta del sol al oeste, con el paisaje y el cielo bañados por un triste resplandor... el color del ámbar envejecido.

    De las marmitas, apoyadas en trípodes, salía un apetitoso olor a jamón y lentejas; las hogueras de zarzas crepitaban; el humo se elevaba de entre el polvo. La escena pinzó un profundo nudo en la mente de Ghyl, enviando a su piel singulares temblores. Del mismo modo, alrededor de hogueras parecidas, se habían acurrucado sus primitivos ancestros: en la Tierra o en el cualquier otro planeta lejano donde los hombres habían, por primera, confirmado su identidad. Nunca le supo tan bien una comida. Tras la cena, con las hogueras de llamas moribundas y los imponentes cielos, tan cercanos, se sintió como en la cumbre de alguna nueva y maravillosa comprensión. ¿De sí mismo? ¿Del mundo? ¿De la naturaleza del hombre? No podía estar seguro. El conocimiento se aferraba en el borde de su mente, tembloroso... El Guía Saltador también estaba siendo inspirado por el maravilloso aspecto del cielo nocturno. Lo señaló y afirmó:

    —¡Ante nosotros, y me gustaría que todo el mundo lo viera, se extiende una magnificencia que se sitúa más allá del concepto humano! ¡Observad el brillo de las estrellas de Mirabilis, y allí, más arriba, el borde de la Galaxia! ¿No es magnífico? Tú, Nion Bohart, ¿en qué piensas? ¿No te cautiva el cielo hasta lo más profundo de tu ser?
    —Sí, en efecto —reconoció Nion Bohart.
    —Es la grandeza, la grandeza más noble y majestuosa. ¡Si no tuviéramos otras indicaciones tangibles, siempre podríamos encontrar aquí la justificación de todos los saltos para mayor gloria de Finuka!

    Poco antes, entre los fragmentos y trozos de documentos que había en la carpeta de Amianto, Ghyl dio con algunas líneas de un diálogo filosófico que le había obsesionado y que, en aquel momento, inocentemente, repitió en voz alta:

    —En una situación de infinidad, cada posibilidad, poco importa hasta qué punto lejana, debe encontrar su expresión física.
    —¿Cuál es el significado: sí o no?
    —A la vez los dos, y ninguno de ellos.

    El responsable del grupo, molesto por la interrupción que había hecho desaparecer la atmósfera que intentaba crear, preguntó con voz glacial:

    —¿Qué es esa ambigüedad oscurantista? No he entendido nada.
    —Pues es bastante sencillo —dijo Nion Bohart con voz cansina. Era un muchacho que tendría un año más que Ghyl, con inclinaciones a mostrarse impertinente.
    —Quiere decir que todo es posible.
    —No todo —observó Ghyl—. El significado es más profundo; ¡creo que es una idea muy importante!
    —¡Bah, tonterías! —gruñó el responsable—. ¿Quizá te dignarías a explicarlo?

    Ghyl se convirtió súbitamente en el punto de interés de toda la asamblea y se sintió molesto e incapaz de hablar, hasta tal punto que no fue capaz de entender plenamente el texto que le habían pedido que explicara. Miró alrededor del círculo formado por las hogueras, descubriendo que todos los ojos estaban fijos en él. Habló con voz balbuceante y dubitativa:

    —Mi interpretación del texto es la siguiente: El cosmos es probablemente infinito, lo que quiere decir... bueno, infinito. Así que hay situaciones locales... en número desmesurado. La verdad es que, en una situación de infinitud, hay un potencial ilimitado de condiciones locales; también, en alguna parte, hay algo que obligatoriamente existe aunque no importe lo que sea. Quizá es así. No sé realmente cuáles son las posibilidades...
    —¡Vamos, vamos! —le interrumpió el Guía Saltador con voz de aburrimiento—. Hablas y no dices nada. ¡Explícanos ese truco de teatro con palabras sencillas!
    —Bien, puede que en algunas regiones del espacio, según las leyes del azar, un dios como Finuka pueda existir, y ejercer un control local. Puede ser aquí mismo, en el Continente Norte, o en todo el planeta. En otros lugares, podría no haber dioses. Todo depende de las posibilidades de existencia de la clase particular del dios. —Ghyl titubeó; luego, humildemente, añadió—. Ignoro, claro está, cuáles son las posibilidades.

    El Guía Saltador respiró profundamente.

    —¿Se te ha ocurrido pensar que los individuos que intentan evaluar las posibilidades o probabilidades de existencia de su dios se enorgullecen de ser espiritual e intelectualmente superiores al dios?
    —No veo ninguna razón por la que podamos tener un dios que no sea un estúpido —murmuró Nion Bohar a media voz, lo que permitió que el guía no pudiera entender sus palabras.

    Dirigiéndole apenas una mirada, prosiguió:

    —Es una posición, me atrevería a decir, arrogante sin más preámbulos. Y, además, no hay que olvidar que la situación local no puede ser puesta en duda. El Glifo dice: «¡Finuka ordena!». ¡Eso significa claramente que Finuka lo controla todo! No solamente unos cuantos acres aquí y allá. Si ése fuera el caso, el Glifo diría: Finuka ordena en la comunidad de Elbaum, en el Solar de Brueben, y en las regiones pantanosas de Dodrechten, o mencionaría algún tipo de restricciones bastante parecido. ¿No es evidente? Pero lo que el Glifo dice es que «¡Finuka ordena!», lo que quiere decir que Finuka gobierna y juzga en todas partes. Basta, no escuchemos más tiempo estas estupideces. Ghyl prefirió callarse. El responsable del grupo llevó de nuevo su atención a los cielos y señaló con el dedo varios cuerpos celestes.

    Uno a uno, los muchachos fueron cayendo en un sueño profundo. Muy temprano, a la mañana siguiente, levantaron el campamento, saltaron un ejercicio final ante el Glifo y descendieron de la colina hacia la estación de la Línea Elevada de la cercana ciudad minera.

    Durante todo el viaje de vuelta, el responsable no le dirigió la palabra ni a Nion ni a Ghyl pero, cuando estuvieron de vuelta en el Templo, los dos fueron transferidos a una sección especial para chicos difíciles, turbulentos o recalcitrantes. El responsable de la sección era un adoctrinador especial y resuelto.

    La clase, para sorpresa de Ghyl, contaba con su antiguo amigo Floriel Huzsuis, convertido en un muchacho dulce y no convencional, casi femeninamente hermoso. Floriel había sido juzgado no porque causara problemas debidos a su obstinación o insolencia, sino por sus ensueños despierto, que iban acompañados por una media sonrisa involuntaria, como si encontrara la instrucción divertida, bajo todos sus aspectos, lo que estaba muy lejos de ser la verdad. Pero el pobre Floriel, en razón de su expresión, era continuamente reprendido por bufón y falta de seriedad.

    El adoctrinador, el Saltador Honson Ospude, era un hombre alto, siniestro, de rostro hermético y apasionado. Se consagraba intensamente a su sacerdocio, ignorando lo que era la alegría, el humor, deseando imponer las idea de su cargo por la fuerza de su propia y ferviente ortodoxia. Pese a ello, era un hombre erudito, de amplia audiencia, que introducía docenas de temas interesantes en la rutina del trabajo de clase.

    —Cada sociedad es construida sobre una base de postulados —declaró cierto día—. Hay muchos postulados entre los que elegir una sociedad: podemos sacarlos de la multitud de civilizaciones galácticas diferentes. La de Fortinone, naturalmente, es una de las más esclarecidas; está basada en las aspiraciones más elevadas del espíritu humano. Somos un pueblo feliz. Los axiomas que modelan nuestras vidas son indecibles, pero indiscutibles; y, cosa igual de importante, son eficaces. Nos garantizan la seguridad frente a la indigencia, y ofrecen a cada uno de nosotros, mientras demos prueba de seriedad y asiduidad, la oportunidad de convertirnos en financieramente independientes.

    Al oír aquello, Nion Bohart no pudo reprimir una risotada.

    —¿La independencia financiera? Si se raptase a un señor, quizás.

    Honson Ospude, ni ultrajado ni embarazado por la interrupción, aceptó el desafío.

    —Aunque se consiguiera raptar a un señor, nadie se beneficiaría de ello. Los demás señores no pagarían el rescate. No vivimos en una época de barbarie. Los nobles no están obligados a pagar ningún tipo de rescate y, en consecuencia, no puede haber motivación financiera que justifique el rapto.
    —Me parece que si un señor tuviera que elegir entre pagar o morir, ignoraría el pacto y obedecería a los raptores —observó Ghyl, quizá en sordina.

    Honson Ospude cambió la mirada de Nihon Bohart a Ghyl, y luego recorrió con la vista toda la clase; todos los alumnos le miraban con interés.

    —Parece que tenemos por aquí una buena colección de bandidos en potencia. Bueno, muchacho, puedo advertiros de una cosa: sólo encontraréis penas y aflicciones si trabajáis para el caos. Los reglamentos son la única, y débil, barrera que separa el salvajismo de la paz social: romped la barrera y no sólo os destruiréis a vosotros mismos, sino que destruiréis a los demás. Por hoy, basta... Pensad en lo que os he dicho. ¡Todos a Correr!

    Con el tiempo, algunos de los miembros de la clase, entre los que estaban Floriel Huzsuis, Nion Bohart, Mael Villy, Uger Harspitz, Shulk Odlebush, y uno o dos más, se unieron para formar una banda tomando a Nion Bohart, un joven agitado, temerario y peleón, por jefe oficioso. Nion Bohart tenía un año o dos más que los demás: era alto y de hombros anchos, elegante como un señor, de hermosos ojos verdes, de boca fina que se torcía ligeramente hacia abajo en el lado derecho y hacia arriba en el izquierdo. Desde varios puntos de vista, Nion Bohart era un compañero divertido, siempre dispuesto a hacer alguna perrería, aunque parecía que nunca le atraparían por sus ladronadas. Siempre eran el obstinado Uger Harspitz o el soñador Floriel los descubiertos y castigados por las maldades urdidas por Nion Bohart.

    Ghyl se mantenía fuera del grupo, aunque sentía afecto por Floriel. Las hazañas de Nion Bohart parecían rozar la irresponsabilidad, y Ghyl pensaba que su control sobre la imaginación de Floriel era lamentable y contraproducente.

    Honson Ospude detestaba a Nion Bohart, pero intentaba tratar lo más justamente posible al insolente joven. Nion Bohart, sin embargo, así como otros miembros de su grupo, se dedicaban a poner su serenidad a prueba, poniendo en duda sus hipótesis, sopesando el valor de la ortodoxia universal, saltando como por error en los símbolos incorrectos (incluso en los blasfemos) durante las ceremonias que inauguraban y cerraban cada curso. Ghyl, simplemente deseoso de llamar la atención lo menos posible, se comportaba discretamente, para disgusto de Floriel y de Nion Bohart, que habrían deseado que participase más activamente en sus actividades. Ghyl apenas se reía de sus acciones, y su asociación con el grupo era casi inexistente.

    Pasaron los años. Finalmente, según los reglamentos del Templo, los cursos acabaron. Ghyl, con dieciocho años, dejó la dase como beneficiario responsable presuntamente de Fontinone.

    Para celebrar su salida de la escuela, Amianto consultó a los vendedores de comida y encargó un gran festín: pájaros de biloa asados en salsa de bayas de sauce, pez bufón, confitura de pasta de mariscos, corpentina, rollos con algas marinas negro púrpura que eran conocidos como libretas, pastelillos, galletas, taitas y helados diversos, así como abundante vino de Edel.

    Para la fiesta, Ghyl invitó a Floriel, que no tenía padre, y cuya morosa madre se negó a festejar el suceso. Los dos jóvenes se atiborraron de dulces mientras que Amianto se dedicó a probar un poco de esto o a catar algo de aquello.

    Ghyl se sintió decepcionado al constatar que Floriel, inmediatamente después de la comida, empezaba a mostrar signos de impaciencia, intentando hacer comprender que tenía que irse.

    —¿Qué? —exclamó Ghyl—. ¡El sol todavía no se ha puesto! Quédate a cenar.
    —Cenar, ¡bah!; estoy tan lleno que apenas puedo moverme... Bueno, para ser sincero, Nion me ha hablado de una reunión en un lugar que conocemos, y quiere que yo asista. ¿Por qué no te vienes?
    —No tengo costumbre de ir a casa de nadie sin que me inviten.

    Floriel sonrió enigmáticamente.

    —No te preocupes por eso. Nion me ha dicho que te llevase.

    Aquella última frase era una mentira manifiesta, pero Ghyl, tras media docena de vasos de vino, se sentía en condiciones para seguir la celebración de su éxito. Recorrió la habitación con la mirada, en dirección al lugar donde Amianto ayudaba al vendedor de comidas a embalar los potes, cacerolas y sartenes.

    —Le voy a preguntar a mi padre lo que le parece.

    Amianto no hizo objeción alguna a la salida y Ghyl se puso un pantaloncillo corto nuevo de color ciruela, una casaca negra con arabescos escarlatas y un sombrero negro ribeteado. Con las nuevas ropas, Ghyl se sentía con buen aspecto, y Floriel le dio su opinión francamente:

    —Un conjunto encantador; comparado contigo, es como si fuera vestido de harapos... Bueno, después de todo, no todos podemos ser ricos y elegantes. Vamos, el sol se pone y no quiero perderme nada.

    Para celebrar la ocasión, tomaron la Línea Elevada del Sur para atravesar Hoge, y adentrarse en Cato. Salieron a la superficie y caminaron hacia el este, por un barrio de antiguas y singulares edificaciones, hechas de piedra y ladrillos negros y que, por un capricho de la fortuna, habían resistido la última devastación.

    Ghyl estaba turbado.

    —Creía que Nion vivía en el otro lado de Hoge, en Foelgher.
    —¿Quién dijo que íbamos a su casa?
    —¿Dónde vamos?

    Floriel hizo un gesto enigmático.

    —¡Lo verás en un momento—. Le llevó a un paseo húmedo, lleno del olor de los años, le hizo atravesar un portal por encima del cual había colgada una linterna con bombillas verdes y encarnadas y le hizo entrar en una taberna que ocupaba toda la planta baja de una de aquellas casas.

    En una mesa, al otro lado de la sala, Mael Villy les llamó.

    —¡Son Floriel y Ghyl! ¡Venid aquí!

    Atravesaron la sala, en dirección a la mesa en la que sus amigos se servían cerveza y vino generosamente. Se sentaron y les pusieron unas jarras en las manos. Nion Bohart brindó:

    —Para que un botón crezca en la boca de Honson Ospude y para que todos los Guías saltadores hagan carreras a pie; ¡que prueben la Doble Sinceridad Va y Viene Ochenta y Nueve, se caigan de tripa y den con la nariz en la Corrupción Animal!

    Entre bravos y aleluyas, los camaradas se bebieron las copas. Ghyl lo aprovechó para observar lo que le rodeaba. La habitación era grandes, con columnas esculpidas que soportaban un antiguo techo elegante de escayola verde con cuadrados amarillos. Las paredes estaban salpicadas de suave color escarlata, el suelo era de piedra. La luz procedía de cuatro candelabros que soportaban una docena de lamparillas. Sentados en una alcoba, una orquesta de tres músicos interpretaba jigas y tonadas a la cítara, la flauta y los timbales. Por debajo de la orquesta, en un largo diván, había sentadas veinte jovencitas con diversos ropajes, unos relucientes, otros severos, pero todos ellos caracterizados por un toque fantasioso, que las dejaba aparte del resto de las mujeres de Ambroy. Finalmente, Ghyl comprendió dónde se encontraba: en una de aquellas tabernas más o menos legales que ofrecían vino y comida, música y diversiones, y también los servicios de un equipo de anfitrionas. Ghyl observó con curiosidad a las chicas alineadas. Ninguna era particularmente atractiva o apetecible, pensó, y algunas hasta eran verdaderamente grotescas, con trajes increíblemente complicados y un maquillaje casi ultrajante que no conseguía disimularlas el rostro.

    —¿Ves alguna que te guste? —le preguntó Nion Bohart a Ghyl—. Esta noche están todas aquí. Los negocios van mal. ¡Elige la que prefieras, y ella te rascará los dedos de los pies!

    Ghyl sacudió la cabeza para indicar su repugnancia, y miró hacia las otras mesas.

    —¿Qué lugar crees que es éste? —le preguntó Floriel.
    —Innegablemente espléndido, pero debe ser muy caro.
    —Menos de lo que piensas, si uno se queda lejos de las chicas, y si sólo se bebe cerveza.
    —Una lástima que no haya venido el viejo Honson Ospude, ¿verdad? —gritó Shulk Odlebush—. Se iba a coger una tajada de las que no sabes dónde está arriba y dónde abajo.
    —¡Me gustaría verle arreglárselas con aquella gorda! —observó Uger Harspitz, con una sonrisa taimada—. La de la boa de plumas verdes. ¡Menudo cuerpo a cuerpo!

    En la sala entraron tres hombres y dos mujeres. Los hombres avanzaban mirando un tanto precavidamente, mientras que las mujeres, por contraste, parecían más tranquilas, incluso insolentes. Nion le dio un codazo a Floriel, le murmuró algo al oído, y Floriel, a su vez, se volvió hacia Ghyl.

    —Son nocops; aquéllos cinco que se acaban de sentar.

    Ghyl miró furtivamente, fascinado, a los cinco personajes que, tras echar rápidas miradas a todos los rincones, se relajaron en los asientos.

    —¿Son criminales... o simples no beneficiarios? —le preguntó Ghyl a Floriel.

    El último le pasó la pregunta a Nion, que respondió con pocas palabras y con una pequeña y cínica sonrisa. Floriel le repitió las palabras a Ghyl.

    —No está seguro. Cree que trafican con la «recuperación»: los viejos metales, viejos muebles, viejas obras de arte... Probablemente, con todo a lo que puedan echar mano.
    —¿Cómo sabe Nion todo eso?

    Floriel se encogió de hombros.

    —Sabe un montón de cosas. Creo que su hermano es un nocop... o lo era. No estoy muy seguro. Los tipos que son dueños de esta taberna también son nocops.
    —¿Y ellas? —Ghyl hizo un signo con la cabeza dirigido a las chicas del diván.

    Floriel le preguntó a Nion, y también recibió una rápida respuesta.

    —Todas beneficiarlas. Pertenecen a la Hermandad de las Matronas, Enfermeras y Mujeres de su Casa.
    —Oh.
    —A veces, vienen por aquí algunos señores. La última vez que estuve, con Nion, había dos señores y sus damas, bebiendo cerveza y comiendo bocadillos como estibadores del puerto.
    —¿Es verdad?
    —Pura verdad —afirmó Nion que se acercó para unirse a la conversación—. Puede que luego vengan algunos señores, ¿quién sabe? Toma, amigo mío, llena la jarra... ¡Es cerveza bien buena y fuerte!

    Ghyl dejó caer la cerveza.

    —¿Por qué iban a querer bajar los señores y sus damas a un sitio como este?
    —¡Porque aquí hay vida! ¡Excitación! ¡Gente real! ¡No ovejas ahorra créditos!

    Ghyl, estupefacto, movió la cabeza.

    —Creí que cuando bajaban al suelo iban a divertirse a Luschein, a las Islas de Mango, o a cualquier otro sitio lejos de Fortinone.
    —Es cierto, pero a veces también les resulta fácil bajar al viejo Albergue de Keecher. Todo es bueno para escapar del aburrimiento de sus torres.
    —¿El aburrimiento?
    —Claro. ¿Crees que la vida de los señores está sólo hecha con vino de Gade y viajes por el espacio? Muchos de ellos encuentran que el tiempo pasa muy lentamente.

    Ghyl reflexionó sobre aquella nueva imagen de la vida de los señores. ¿Y los navíos aéreos que les llevaban de aquí para allá, no sólo a Luschein y las Islas de Mang, sino también a Monyajudos, las desiertas Islas de Para, o los Glaciares de Wewar? La idea no era muy convincente. Pero... ¿quién podía decirlo?

    —¿Vienen sin los garriones?
    —Eso no lo sé. Aquí en la taberna nunca se han visto garriones. Quizá monten guardia fuera, arriba.
    —Mientras no traigan un Agente Especial —sugirió Mael Villy, echando un vistazo por encima del hombro.
    —No te preocupes, ya saben que estás aquí —observó Nion Bo—. Lo saben todo.
    —Quizá el garrión y el agente de la Protección Social se sienten uno al lado del otro detrás de la cortina —añadió Ghyl con una sonrisa.

    Nion Bohart dio un fuerte pisotón.

    —No, los agentes vienen a divertirse con las chicas, como todos los demás.
    —¿También los señores? —preguntó Ghyl.
    —¿Los señores? ¡Ja! Tendrías que verles. ¡Y las damas! ¡Son más lascivas todavía!
    —¿Habéis oído hablar del Señor Mornune el Spay? —preguntó Uger Harspitz—. ¿Sabéis cómo sedujo a la novia de mi primo? En un lugar a orillas del Insse... un lugar de recreo. ¿Bazen? ¿Grigglesby? Me he olvidado del nombre... De todos modos, mi primo fue llamado fuera por un mensaje urgente y, cuando volvió, el Señor Mornune estaba con la chica. Al día siguiente, no apareció para el desayuno, y le escribió a mi primo que se encontraba de maravilla, y que Mornune se la llevaba de viaje, a los Cinco Mundos, y más allá. ¿No es eso vida?
    —Todo cuanto se necesita para eso es recibir el 1,18 por ciento de todas las importaciones y exportaciones —dijo Nion Bohart siniestramente—. ¡Si lo tuviera, seduciría a tantas chicas como ellos!
    —Puedes probar con tu único crédito y los dieciocho billetes— le sugirió Shulk Odlebush—. Pregúntale a la gorda de la boa verde.
    —Bah. Ni siquiera daría un billete... Pero, ¡bueno! Si es mi amigo Aunger Wennach. ¡Eh! ¡Aunger! ¡Por aquí! ¡Ven con mis amigos!

    Aunger Wermach era un joven vestido de un modo exagerado, con calzas blancas y puntiagudas y un sombrero amarillo con botones negros. Nion Bohart se lo presentó al grupo.

    —Aunger es un nocop, ¡y está orgulloso por ello!
    —¡Exactamente! —declaró Aunger Wermach—. Pueden llamarme Caótico, ladrón, paria... como quieran... ¡mientras no me metan en su maldito registro de la Protección Social!
    —¡Siéntate, Aunger... y bébete una jarra de cerveza! Ya veis, es un buen tipo.

    Aunger se puso un taburete entre las piernas y aceptó la jarra de cerveza.

    —¡Feliz vida a todos! ¡Y polvo en los ojos de los Controladores del Agua! —propuso Nion.

    Ghyl bebió con los demás. Cuando Aunger Wermach se alejó, le pidió explicaciones a Floriel, que le hizo un guiño cargado de intención y Ghyl entendió inmediatamente la referencia a los «Controladores del Agua», los agentes de la Protección Social que patrullaban por la orilla para detener a los contrabandistas que traficaban con artículos baratos, de todas partes, fabricados a mano, y por debajo de los precios de Fortinone. Así que aquel hombre era un contrabandista: una sanguijuela antisocial y un especulador... aquello era lo que Ghyl había aprendido en las reuniones de la Hermandad.

    Ghyl se encogió de hombros sin decir palabra. Quizá el contrabando violaba los Reglamentos de la Protección Social, lo mismo que los duplicados de Amianto. Pero, en cualquier caso, su padre no había sido motivado por el lucro. Su padre casi no era una sanguijuela antisocial, y ciertamente no un especulador. Ghyl suspiró y se encogió de nuevo de hombros. Aquella noche estaba dispuesto a no emitir juicio alguno.

    Dándose cuenta de que tenía la jarra vacía, Ghyl se encargó de llenarla, y lo mismo hizo con las otras jarras de la mesa. Luego se retrepó en el asiento para observar los acontecimientos de la velada.

    Dos jóvenes se aproximaron para hablar con Aunger Wermach; se acercaron unas sillas. Ghyl no les fue presentado. Sentado al otro lado de la mesa, casi estuvo al margen de la conversación, lo que le venía muy bien. Con la cabeza bastante ligera, decidió no seguir bebiendo cerveza. Tendría que pensar en volver a casa. Habló con Floriel, que le miró con el rostro ausente y la boca entreabierta en una vaga sonrisa. Floriel estaba borracho, con naturalidad, de un modo distendido que dejaba suponer una larga práctica. Floriel dijo algo sobre los alojamientos de las chicas, pero Ghyl no estaba muy entusiasmado con aquel proyecto. Sobre todo por el conjunto de mujeres ajadas y lastimeras que tenía a la vista. Se lo dijo a Floriel, que le aconsejó que se tomara un par de jarras de cerveza.

    Estaba a punto de partir cuando, al otro lado de la mesa, notó cierta tensión. Aunger Wermach hablaba casi mudamente con sus dos amigos. De soslayo, le observaban un grupo de cuatro hombres que acababa de entrar: Agentes Especiales de la Protección Social. Era evidente, incluso para Ghyl. Nion Bohart estaba sentado, observando con interés su jarra de cerveza, pero Ghyl vio que sus manos se ocultaban bajo la mesa.

    Todo pasó muy rápidamente. Los Agentes Especiales del Servicio de Protección Social se acercaron a la mesa. Aunger Wermach y sus dos amigos se apartaron de un salto, derribaron a los agentes, corrieron hacia la puerta y desaparecieron casi antes de que la mente pudiera entender lo que pasaba. Nion Bohart y Shul Odlebush se levantaron, encolerizados.

    —¿Qué quiere decir esto?
    —¿Que qué quiere decir? —dijo secamente uno de los Agentes Especiales—. Sencillamente, que tres hombres han salido sin nuestro permiso.
    —¿Y para qué les hacía falta? —preguntó Nion irritadamente.
    —Agentes de la Protección Social, Servicios Especiales... ¿qué os creíais?
    —Bueno —respondió Nion virtuosamente—, ¿por qué no lo dijeron? Entraron tan furtivamente que mis compañeros les deben haber tomado por criminales y han preferido irse.
    —Venid —dijo el agente—. Todos. Hay algunas preguntas que necesitan respuesta. Y, por favor —añadió, dirigiéndose a Nion Bohart—, ten la amabilidad de recoger el paquete que has tirado al suelo cuando nos has visto y devuélvemelo.

    Los jóvenes fueron conducidos a un furgón y llevados al Centro de Detención de Hoge.

    Ghyl fue soltado dos horas más tarde. No fue interrogado más que ligeramente. Respondió con la triste verdad y le dieron instrucciones de que volviera a su casa. Floriel, Mael Villy y Uger Harspitz fueron soltados tras recibir algunas advertencias. Nion Bohart y Shulk Odlebush tenían en su poder unos paquetes con artículos de contrabando y tuvieron que pagar por su conducta antisocial. Su Salario Base fue reducido diez créditos por mes y tuvieron que trabajar durante dos meses en el Escuadrón Móvil de la Limpieza Moral y Material, recogiendo inmundicias por las calles, y también tuvieron que efectuar un día por semana ejercicios purificadores intensivos en el Templo.


    8


    La plaza de Undle estaba fría y muy tranquila cuando Ghyl llegó a su casa. Damar, una estrecha franja muy baja en el cielo, iluminaba las negras formas sin detallarlas. No había ninguna luz visible, y el aire era frío y cortante; los únicos sonidos audibles eran los de los arrastrados pasos de Ghyl.

    Entró en el taller. El olor a madera y aceite de acabado llegó a su nariz, tan familiar, tan reconfortante, recordándole con tanta intensidad todo lo que amaba que sus ojos se llenaron de lágrimas.

    Se detuvo para escuchar el silencio y, acto seguido, subió la escalera.

    Amianto no estaba dormido. Ghyl se desvistió y fue a la cama de su padre para contarle lo que había pasado aquella noche. Amianto no hizo ningún comentario. Ghyl, escrutándole vanamente en la oscuridad, fue incapaz de adivinar cuál era su opinión sobre aquel sucio asunto.

    —Bueno, ahora ve a acostarte —dijo Amianto finalmente—. No has hecho mal a nadie ni nadie te lo ha hecho a ti; has aprendido muchas cosas. Podemos considerar esta noche como aprovechada. Un poco reconfortado, Ghyl se tendió en la cama y se durmió verdaderamente agotado. Se despertó con la mano de Amianto en el hombro.
    —El Agente de la Protección Social está aquí. Quiere hablarte de lo que pasó anoche.

    Ghyl se vistió, se lavó la cara con agua fría y se peinó para atrás. Bajando a la primera planta, reconoció a Schute Cobol, sentado a la misma mesa que Amianto, bebiendo té, aparentemente en cordial relación. Sin embargo, la boca de Schute Cobol estaba un poco más crispada y pálida que de costumbre, con un lejano reflejo en los ojos. Saludó a Ghyl con una brusca inclinación de cabeza dirigiéndole al tiempo una mirada de prudente evaluación, como si fuera un desconocido.

    La discusión empezó en un tono de cortés reserva. Schute Cobol no le preguntó a Ghyl más que su versión de los hechos de la noche precedente. Luego, sus preguntas fueron haciéndose más agudas y sus comentarios más cortantes; Ghyl estaba más irritado que humillado.

    —¡Le he dicho la verdad! Por lo que sé, no hubo nada irregular; ¿por qué da a entender que soy un Caótico?
    —No dejo entender nada de nada. Usted solo se ha metido en el lío. Ha sido muy irresponsable eligiendo a sus amigos. De hecho, añadida ésta a su anterior falta de ortodoxia, me veo obligado más a reservarme un juicio sobre usted que a darle mi confianza, como es el caso automático para los beneficiarios normales.
    —En ese caso, si no tengo su confianza, es inútil que diga nada más. ¿Para qué gastar saliva?

    La boca de Schute Cobol se convirtió en una estrecha raya y se volvió hacia Amianto.

    —Y usted, Ben Tarvoke, debe entender que ha sido muy débil como padre. ¿Por qué no le inculcó a su hijo más respeto por nuestras instituciones? Creo que se habrá llevado algún reproche al respecto hace ya tiempo.
    —Sí, creo recordar algo parecido —dijo Amianto con la sombra de una sonrisa.

    Schute Cobol se hizo aún más cortante.

    —¿Contestará a mis preguntas? Recuerde que es en usted en quien reside la responsabilidad fundamental de estos tristes sucesos. Un padre debe decirle la verdad a su hijo, sin falsedades ni ambigüedades.
    —¡Ah, la verdad! —se preguntó soñadoramente Amianto—. ¡Si pudiéramos reconocerla sólo con verla! ¡Sería tranquilizador! Schute Cobol sorbió a causa del disgusto.
    —Esa es la base de todos sus problemas. La verdad es la ortodoxia, ¿qué otra cosa podría ser? No necesitamos tener más seguridad que la de los reglamentos.

    Amianto se levantó, se detuvo, con la manos en la espalda, mirando por la ventana.

    —Antes vivía Emphyrio, el héroe —dijo—. La verdad que él expresaba era tal que los monstruos se detuvieron para escucharla. Me pregunto si enumeraría los Reglamentos de la Protección Social por mediación de su tablilla mágica.

    Schute Cobol también se levantó. Habló con una voz desprovista de pasión, y con un tono estrictamente oficial.

    —Le he explicado cuidadosamente lo que la Protección Social espera a cambio de las ventajas que le da. Si quiere seguir beneficiándose de ellas, debe obedecer los reglamentos. ¿Tiene alguna pregunta que hacer?
    —No.

    Schute Cobol se inclinó rápidamente. Se dirigió a la puerta y, volviéndose, añadió:

    —Incluso Emphyrio, si viviera en nuestros días, tendría que obedecer los Reglamentos. No puede haber excepciones. —Se marchó, Amianto y Ghyl le siguieron mientras bajaban al taller. Ghyl se dejó caer sobre su banco, tomando el mentón entre las manos.
    —Me pregunto si eso es verdad. ¿Habría obedecido Emphyrio los Reglamentos de la Protección Social?

    Amianto se sentó en su sitio.

    —¿Quién sabe? No habría enemigo ni tiranía que combatir... excepto la incompetencia y, quizá, la malversación. De lo que no cabe duda es que trabajamos mucho y sacamos muy poco por ello.
    —Lo seguro es que no se convertiría en un nocop —dijo Ghyl soñadoramente—. ¿Quién sabe? Quizá fuese alguien que trabajase dura y honestamente, pero fuera de los registros de la Protección Social.
    —Es posible. Puede que intentara ser elegido Alcalde de la ciudad para que subieran las retribuciones.
    —¿Cómo podría? —preguntó Ghyl, interesado.

    Amianto se encogió de hombros.

    —El Alcalde no tiene poder real... aunque la Carta le nombre jefe ejecutivo de la ciudad. Podría exhortarnos a construir fábricas para que produjéramos nosotros mismos las cosas que necesitamos pero que, actualmente, estamos importando.
    —Lo que permitiría que se hablase de duplicación.
    —La duplicación no es mala en sí misma, pues no disminuiría la reputación de nuestros artesanos.

    Ghyl sacudió la cabeza.

    —El Servicio de Protección Social no lo permitiría.
    —Sin duda. A menos que Emphyrio fuera verdaderamente elegido Alcalde.
    —Algún día, conoceré el resto del relato. Sabremos lo que pasó.

    Amianto, escéptico, hizo un movimiento de cabeza, como si sus pensamientos hubieran ido muchas veces por el mismo camino.

    —Después de todo, es probable que Emphyrio haya sido tan sólo un personaje de leyenda.

    Ghyl siguió sentado reordenando negras ideas. Luego, preguntó:

    —¿No hay manera de conocer toda la verdad?
    —Probablemente no en Fortinone. El Historiador debe saberlo.
    —¿Quién es el Historiador?

    Amianto, perdiendo todo interés por la conversación, empezó a afilar las gubias.

    —En un lejano planeta, por lo que me han dicho, el Historiador registra todos los acontecimientos de la historia de la humanidad.
    —¿También de Halma y de Fortinone?
    —Probablemente.
    —Y, ¿cómo llegan esas informaciones al Historiador?

    Amianto, inclinándose sobre el biombo, hizo correr el cincel.

    —No hay problema. Emplea corresponsales.
    —Qué idea más rara —observó Ghyl.
    —Muy rara, en efecto.

    Al otro lado de la plaza de Undle, a unos cuantos pasos del Pasadizo de Gosgar, había una puerta con un reloj de arena azul pintado en un trozo de madera y cuatro tramos de escalera conducían al desván. Allí vivían Sonjaly Rathe y su madre. Sonjaly era una joven menuda y esbelta, excepcionalmente hermosa, con cabellos rubios e inocentes ojos grises. Ghyl la encontraba encantadora. Desgraciadamente, Sonjaly era un poco coqueta, y era plenamente consciente de sus encantos. Siempre estaba dispuesta a hacer una mueca provocativa, o un hábil movimiento de cabeza.

    Un mediodía, Ghyl estaba sentado con Sonjaly en el Café Campan, intentando mantener una conversación seria a la que la joven no contestaba más que con suaves palabras inconsecuentes. Fue entonces cuando Floriel apareció y Ghyl frunció el ceño y se envaró en el asiento.

    —Tu padre me ha dicho que estarías por aquí —explicó Floriel, dejándose caer en una silla—. ¿Qué estáis bebiendo? ¿Pomardo? No, para mí no. Camarera, una copa de vino de Edel, por favor; Blanco Amanour.

    Ghyl se encargó de las presentaciones, y Floriel preguntó:

    —Supongo que ya sabréis las noticias.
    —¿Noticias? La elección del nuevo Alcalde será el mes que viene. He terminado un biombo nuevo. Sonjaly acaba de salir de la Hermandad de Marmolistas para entrar en la de Preparadoras de pastas, pasteles y tartas.
    —No, no —gimió Floriel—. ¡Quiero decir verdaderas noticias! Nion Bohart ha terminado con el Escuadrón de Limpieza. Quiere celebrarlo y ha organizado una reunión para esta tarde.
    —Oh, ¿de verdad? —Ghyl se irritó, mirando el interior de su copa.
    —De verdad. Será en el Sauce Torcido. Lo conoces, ¿verdad?
    —Claro —respondió Ghyl, sin querer quedar como un ignorante ante los ojos de Sonjaly.
    —En el Solar de Foelgher, en el estuario... Pero lo mejor será que te acompañe, porque si no jamás lo encontrarás.
    —No estoy seguro de ir. Sonjaly y yo...
    —También puede venir ella, ¿por qué no? —Floriel se volvió hacia Sonjaly, que se mostró escandalosamente provocativa—. Te gustará el Sauce Torcido, es un lugar encantador, con una vista maravillosa. Las gentes más interesantes y hábiles se reúnen en él, y algunos nocops. Incluso señores y damas... disfrazados, naturalmente.
    —¡Parece encantador! ¡Me gustaría tanto poder ir!
    —Tu madre no estaría de acuerdo —afirmó Ghyl, más bruscamente de lo que habría querido—. Nunca te permitirá ir a una taberna.
    —Pues que no lo sepa —declaró Sonjaly con una impertinencia que Ghyl encontró sorprendente—. Además, esta noche trabaja; tiene que ocuparse de la comida de un banquete de la hermandad.
    —¡Magnífico! ¡Excelente! Entonces, no hay problema —declaró calurosamente Floriel—. ¡Iremos todos juntos!
    —Bueno, vale —respondió Ghyl morosamente—. Supongo que no tengo elección.

    Sonjaly se encogió de hombros.

    —Oye, si encuentras mi compañía tan molesta, si quieres no voy.
    —¡No, claro que no! —protestó Ghyl—. No has debido entenderme...
    —No te he interpretado mal —declaró Sonjaly, ultrajada—, Y estoy segura de que Ben Huzsuis me dirá dónde se encuentra el Sauce Torcido y podré encontrar el camino yo sola aun en la oscuridad.
    —¡No seas ridícula! —dijo Ghyl secamente—. Iremos todos juntos.
    —Eso está mejor.

    Ghyl se puso los pantalones color ciruela, humedeció y repasó la casaca, puso refuerzos nuevos en los botines y pulió hasta que brillaron las perneras de doradillo. Con una mirada de soslayo hacia Amianto —que conservaba un aire de estudiado desinterés— se puso en las rodillas dos cintas negras de puntas flotantes, y se peinó con fijador los cabellos marrón dorados, casi negros. Con otro vistazo rápido hacia Amianto, se arregló la punta de las mechas, que pasaban por encima de sus orejas elegantemente, vueltas hacia arriba.

    Floriel quedó sinceramente sorprendido por la elegancia de Ghyl. Su amigo llevaba un gracioso conjunto verde oscuro, con un bonete de terciopelo negro. Juntos fueron a la casa del reloj de arena azul, en el Pasadizo de Gosgar. Sonjaly salió antes de que llamaran y les recomendó silencio.

    —Mi madre todavía está en casa. He dicho que iba a visitar a Gedée Anstrut. Me espera en la esquina.

    Cinco minutos más tarde, estaban junto a ella, un poco acalorada, con la cara aún más encantadora debido a su travesura.

    —Quizá podríamos llevar a Gedée con nosotros, es simpática y le gusta salir. No creo que haya estado nunca en una taberna. Ni yo, claro.

    Ghyl concedió permiso a la presencia de Gedée con disgusto, aunque aquello anulaba toda esperanza de pasar una hora o dos a solas con Sonjaly. Igualmente, le impondría un sacrificio financiero, a menos que Floriel fuera persuadido a comportarse como un caballero servicial; pero aquélla era una dudosa esperanza, dado que Gedée era alta y delgada, con la nariz aquilina y la cabeza desgraciadamente sembrada con pelos negros e hirsutos, que peinaba con raya al medio por delante y como un muchacho por detrás.

    Sin embargo, Sonjaly había propuesto llevar a su amiga y, si Ghyl se hubiese negado, habría estado enfadada toda la velada. Gedée Anstrut aceptó con premura el acompañarles y Floriel, como Ghyl había adivinado, hizo entender rápidamente que no tenía interés en participar en las distracciones de Gedée.

    Los cuatro tomaron la Línea Elevada rumbo a Foelgher Sur, y bajaron a pocos metros del parque de Hyalis. Treparon por una pequeña colina, un afloramiento de la misma cresta que, lejos, al norte de Veige, se convertía en las Colinas de Dunkum. Pero en aquel lugar el río estaba cercano, a sus pies, reflejando el polvo leonado, violeta, oro y naranja de la puesta del sol. El Sauce Torcido estaba a dos pasos: un edificio destartalado, al aire libre cuando el tiempo lo permitía y con las persianas bajadas y los postigos cerrados cuando soplaba el viento. Las especialidades de la casa eran las anguilas, los espárragos en salsa de especias y un vino claro y ligero de la región costera de Ambroy.

    Nion Bohart todavía no había llegado, y los cuatro se sentaron a una mesa. Se acercó un camarero y se enteró que Gedée estaba terriblemente hambrienta, pues todavía no había cenado. Ghyl la miró de mala manera mientras la chica devoraba una impresionante cantidad de anguilas y espárragos. Floriel dijo que esperaba comprar o construir un barco de vela, y Sonjaly se mostró muy interesada por aquel tipo de embarcación, y por los viajes en general, y los dos se dedicaron a charlar animadamente mientras Ghyl, sentado a su lado, observaba a Gedée desesperadamente mientras ella atacaba el plato de anguilas pedido para Sonjaly que acababa de decidir que no tenía más hambre.

    Llegó Nion Bohart acompañado de una joven, de uno o dos años mayor que él, vestida con cierto rebuscamiento. Ghyl creyó conocer en ella a una de las chicas sentadas en el diván del Albergue de Keecher. Nion se la presentó con el nombre de Marta, sin hacer referencia a su Hermandad. Un instante más tarde, llegaron Shulk Uger, y al poco Mael Villy, escoltando a una joven de aspecto bastante vulgar, lejos de la discreción, sobre todo por sus cabellos de color rojo ardiente. Como para poner de relieve su desdén hacía la ortodoxia, llevaba un traje ceñido de piel de pez negro, que ocultaba muy poco —si es que ocultaba algo— los contornos de su cuerpo Sonjaly levantó las cejas en señal de desprecio; Gedée, limpiándose la boca con el dorso de la mano, la miró fijamente, sin expresión, como si no tuviera ningún interés.

    Les llevaron unas jarras de vino y las copas fueron llenadas y vaciadas. Al fin, el atardecer se convirtió en noche. Encendieron linternas de colores y un concertista de laúd, que decía provenir de las Islas de Mang, interpretó canciones de amor de aquel país.

    Nion Bohart estaba extrañamente taciturno. Ghyl supuso que su experiencia le había hecho más sabio, o que quizá le había convertido en menos extravagante. Pero, tras una o dos copas de vino, una mirada en dirección a la puerta y un rápido vistazo a Sonjaly, Nion adelantó la silla y se convirtió en lo que siempre fuera: un ser amenazante y cínico, y, sin embargo, extrovertido y alegre, todo ello a la vez. Para alivio de Ghyl, Shulk Odlebush se puso a hablar con Gedée, y la llenó la copa de vino hasta el borde. Ghyl acercó su silla a la de Sonjaly, que se reía de lo que decía Floriel. Se volvió hacia Ghyl, sin verle, como si él no estuviera allí. Ghyl inspiró profundamente, abrió la boca para hablar, la cerró, y se retiró de un salto.

    Nion estaba hablando, contando lo que le había pasado en el Servicio de Protección Social. Todos se callaron para escucharle. Explicó cómo había sido conducido a la oficina, cómo se había desarrollado el interrogatorio, las severas amenazas contra cualquier contacto futuro con los contrabandistas. Le advirtieron que la carga de su barra sería elevada, y que se arriesgaba a la rehabilitación. Gedée, masticando el último espárrago, preguntó:

    —Hay algo que nunca he comprendido: los nocops no son beneficiarios, ni figuran en los registros, ni tienen barras de conducta. Bueno... un nocop, ¿puede ser rehabilitado?
    —No —respondió Nion—. Si un nocop es juzgado culpable, es expulsado más allá de una de las cuatro fronteras. Un simple vagabundo es enviado al este, a Bayron. Un contrabandista lo paga más caro, es mandado a las Llanuras de Alkali. Los grandes criminales son enviados a los primeros centímetros de Bauredel. El Inquisidor social me explicó todo esto. Le dije que no era un criminal, que no había cometido una falta tan grande, pero me respondió que había infringió los reglamentos. Le repliqué que quizá había que cambiar los reglamentos, pero no se rió.
    —¿No hay ningún modo de modificar los reglamentos? —preguntó Sonjaly.
    —No tengo ni idea —reconoció Nion Bohart—. Supongo que el Controlador Jefe hace lo que cree que es mejor.
    —En cierto sentido, es muy extraño —dijo Floriel—. Me pregunto cómo empezaría todo esto. Ghyl se inclinó hacia adelante.
    —En los tiempos antiguos, Thadeus era la capital de Fortinone. El Servicio de la Protección Social no era más que una rama del Gobierno del Estado. Cuando Thadeus fue destruida, no hubo más Gobierno, y nadie que pudiera cambiar los Reglamentos del Servicio de Protección Social. Por eso no ha habido cambios. Todos se volvieron para mirarle.
    —Vaya —se admiró Nion Bohart—, ¿cómo te has enterado de todo eso?
    —Por mi padre.
    —Si eres tan sabio, dinos, ¿cómo se podrían cambiar actualmente los Reglamentos?
    —Al no haber Gobierno del Estado, el Alcalde quedó como cabeza del Gobierno hasta que el Servicio de Protección Social hizo de él una figura inútil.
    —El Alcalde no puede hacer nada —musitó Nion Bohart—. Simplemente es el guardián de los archivos de la ciudad; un personaje insignificante.
    —¡Venga! ¡Sigue! —gritó Floriel, temiendo que le insultaran—. ¡Os diré que el Alcalde es primo de mi madre! ¡Es obligatorio que sea un buen tipo!
    —Al menos no puede ser un bandido o un rehabilitado —dijo khyl—. Si un hombre como Emphyrio fuese elegido —incidentalmente, las elecciones tienen lugar el mes que viene—, podría modificar las cláusulas de la Carta de la Ciudad de Ambroy, y el Servicio de Protección Social tendría que obedecer.
    —¡Ja, ja! —se rió Mael Villy—. ¡Piensa un poco! ¡Todas las retribuciones aumentadas! ¡Los agentes limpiando las calles y soltando a los castigados!
    —¿Quién puede ser elegido como Alcalde?—preguntó Floriel—. ¿Cualquiera?

    Ghyl siguió hablando:

    —En general, el Consejo de Señores de las Hermandades, nombra a uno de sus miembros. Siempre es elegido, luego reelegido, y habitualmente se queda con el cargo hasta que muere.
    —¿Quién era Emphyrio? —preguntó Gedée—. Ya he oído antes ese nombre.
    —Un héroe mítico —respondió Nion Bohart—. Es parte del folklore interestelar.
    —Quizá sea una estúpida —anunció Gedée con determinada sonrisa—, pero, ¿para qué serviría elegir a un héroe mítico como alcalde? ¿Qué ganaríamos nosotros?
    —No he dicho que tuviéramos que elegir a Emphyrio —explicó Ghyl—. He dicho que un hombre como Emphyrio querría cambiar por completo las cosas.

    Floriel empezaba a emborracharse. Se rió, bastante tontamente.

    —¡Elegid a Emphyrio, héroe mítico o no!
    —¡Eso es! —gritó Mael—. ¡Elijamos a Emphyrio! ¡Estoy dispuesto!

    Gedée arrugó la nariz en signo de desaprobación.

    —Sigo sin ver lo que ganaríamos con ello.
    —No obtendríamos nada real —explicó Nion Bohart—, sería simplemente una extravagancia; una farsa, si lo prefieres. Una patada en la nariz de la Protección Social.
    —Me parece idiota —rezongó Gedée—. Una chiquillada.

    No hacía falta la desaprobación de Gedée para estimular la aprobación de Ghyl.

    —A falta de algo mejor, los beneficiarios podrían ser conscientes del hecho de que la existencia consiste en algo distinto a conseguir los créditos de la Protección Social.
    —¡Exactamente! —exclamó Nion Bohart—. ¡Bien dicho, Ghyl! ¡Nunca me hubiera imaginado que fueses tan revolucionario!
    —No lo soy, créeme... Pero, sin embargo, el beneficiario medio necesitaría ser un poco estimulado.
    —Sigo creyendo que es una idiotez —volvió a refunfuñar Gedée y, tomando la copa, bebió un largo trago.
    —Podría, al menos, intentarse. ¿Qué hay que hacer para ser Alcalde? —preguntó Floriel.
    —Personalmente —dijo Nion Bohart—, puedo responder que —aunque mi madre no sea prima del Alcalde— la cosa es muy sencilla. El propio Alcalde se ocupa de la elección, puesto que en teoría esta función está por encima de las competencias del Servicio de Protección Social. Un candidato debe pagar una caución de cien créditos al Alcalde titular, que debe poner el nombre del candidato en la lista electoral de la Esplanada Municipal. El día de las elecciones, todos los que quieren votar van a la Esplanada, miran los nombres de las listas y anuncian su elección a un escriba que lleva un libro de cuentas.
    —Entonces, basta con tener cien créditos —concluyó Floriel—. Yo doy diez ahora mismo.
    —¿Qué? —cloqueó Sonjaly—. ¿Dejarías sin su puesto al primo de tu propia madre?
    —Es un viejo polichinela muy débil. No hace ni un mes, mi madre y yo nos cruzamos con él por la calle y fingió no vernos. ¡Toma, te doy quince créditos!
    —¡Yo no daré ni un billete usado! —gruñó Gedée—. Es ridículo, y pueril. Hasta puede que sea antirreglamentario.
    —Cuenta conmigo para diez créditos —declaró Ghyl inmediatamente—. O, mejor, con quince.
    —Daré cinco —dijo Sonjaly mirando pícaramente a Nion Bohari.

    Shukl, Mael y Uger se ofrecieron voluntarios para dar diez créditos, y las dos chicas que había ido con Nion y Shulk prometieron riendo dar cinco créditos cada una.

    Nion estaba sentado, mirando una cara, luego otra, con los párpados casi cerrados y una media sonrisa en los labios.

    —Según mis cálculos, tenemos setenta y cinco créditos. Bueno, yo pongo veinticinco para llegar a los cien y, lo que es más importante, le llevaré el dinero al Alcalde.

    Gedée se levantó de la silla, y murmuró algo al oído de Sonjaly, que frunció las cejas y la hizo un gesto de impaciencia.

    Floriel llenó las copas a su alrededor y brindó.

    —¡Por la elección de Emphyrio como Alcalde! Todos bebieron y, al acabar, Ghyl tomó la palabra.
    —Otra cosa, supongamos que por un azar fantástico, Emphyrio fuera elegido. Entonces, ¿qué?
    —Bah, algo así no pasará —replicó Nion—. ¿Y si pasase? Haría Pensar al pueblo.
    —El pueblo haría mejor en reflexionar sobre su propia conducta —declaró Gedée secamente—. Encuentro todo esto realmente abominable.
    —Oh, Gedée. No te las des de nada. Después de todo, esto no pasa de ser una farsa —declaró Floriel.

    Gedée se dirigió a Sonjaly.

    —¿No te parece que ya es hora de volver a casa?
    —¿Por qué tanta prisa? —se extrañó Floriel—. ¡La noche es joven!
    —Claro —le hizo eco Sonjaly—. Vamos, Gedée, no tengas tanta prisa. ¡No podemos volver a casa tan pronto! Nuestros amigos pensarían que somos dos idiotas.
    —¡Vale, pues yo me vuelvo a casa!
    —¡Pues yo no! —respondió secamente Sonjaly—. ¿De acuerdo?
    —No puedo volver sola. Es una parte muy peligrosa de la ciudad. —Gedée se levantó y esperó.
    —Oh, conforme —murmuró Ghyl—. Haríamos mejor en irnos, Sonjaly.
    —¡No quiero irme! Estoy pasándomelo bien. ¿Por qué no llevas a Gedée a su casa y luego vuelves?
    —¿Qué? Mientras voy a Brueben y vuelvo estaréis a punto de marcharos.
    —Seguramente no, muchacho —afirmó Nion Bohart—. Celebramos mi liberación, y hemos salido para estar en vela toda la noche. De hecho, vamos a ir a un sitio que conozco en el que nos encontraremos con otros amigos.

    Ghyl se volvió hacia Sonjaly.

    —¿No quieres acompañarnos? Podríamos discutir en el camino...
    —¡Caramba, Ghyl! ¿Es eso todo lo que me puedes ofrecer cuando me estoy divirtiendo?
    —Oh, está bien. —Ghyl se volvió hacia Gedée—. Vámonos.
    —¡Qué gente tan vulgar! —declaró Gedée en cuanto hubieron salido de la taberna—. Creí que sería más agradable, de otro modo no habría venido. ¡Creo que tus amigos son nocops! ¡Habría que denunciarles!
    —No son nada parecido, son como yo.

    Gedée emitió un pensativo gruñido y no añadió nada.

    Cuando llegaron al Solar de Brueben, después de haber tomado la Línea Elevada, se dirigieron a pie hacia la Plaza de Undle; la atravesaron y entraron en el Pasadizo de Gosgar camino de la casa de Gedée. La chica abrió la puerta y se volvió para mirar a Ghyl con una sonrisa tímida que dejó al descubierto todos sus dientes.

    —Bueno, ya estamos aquí, y bastante lejos de gente poco recomendable. No hablo de Sonjaly, claro; ella es un poco picara y perversa... ¿Quieres entrar? Te preparo un té. Después de todo, no es tan tarde.
    —No, gracias. Mejor me vuelvo a la reunión.

    Gedée le cerró la puerta en las narices. Ghyl se fue y regresó a la Plaza de Undle. En el taller brillaba una débil luz; Amianto debía estar esculpiendo algún biombo, o absorto en la lectura de algún antiguo documento. Ghyl contuvo el paso y se preguntó si a su padre le gustaría ir con él. Era probable que no... Pero, mientras atravesaba la plaza, miró varias veces por encima del hombro hacia la luz solitaria, detrás de las ventanas de cristales de color ámbar.

    Tomó de nuevo la Línea Elevada, llegó a Foelgher Sur, subió la cresta del Sauce Torcido. Para desconsuelo de Ghyl, todo había terminado; salvo el portero y un camarero, la taberna estaba vacía.

    Ghyl se dirigió al último.

    —Los que se sentaban a esta mesa... ¿Han dicho a dónde iban?
    —No, señor; no a mí, ni al portero, en todo caso. Todos estaban muy contentos y riendo; habían bebido mucho vino. No lo sé.

    Ghyl descendió la colina lentamente. ¿Habrían ido al Albergue de Keecher, en Cato? Era poco probable. Ghyl se rió huecamente y partió a pie entre las sombrías calles de Foelgher que devolvían el eco de sus pasos, pasando ante depósitos de piedra y casuchas de antiguos ladrillos negros. La bruma procedía del estuario y formaba halos húmedos alrededor de las pocas farolas. Finalmente, melancólico y con los hombros caídos, llegó con paso pesado a la Plaza de Undle. Se detuvo, la cruzó lentamente yendo hacia el Pasadizo de Gosgar y siguió hasta la puerta con el reloj de arena azul. Sonjaly vivía en la tercera planta. Por las ventanas no se veía ninguna luz. Ghyl se sentó en la escalinata y esperó. Pasó media hora. Ghyl suspiró y se levantó. Probablemente, habría vuelto a casa hacía mucho tiempo. Se fue a su casa y se acostó.


    9


    Al día siguiente, Ghyl se levantó y descubrió que Amianto ya estaba en pie y bastante atareado. Se lavó, se puso la bata y bajó a desayunar.

    —¿Qué? ¿Qué tal te lo pasaste anoche? —preguntó Amianto.
    —Bien. ¿Has oído hablar del Sauce Torcido?

    Amianto inclinó la cabeza.

    —Es un sitio agradable. ¿Siguen sirviendo anguilas y espárragos?
    —Sí. —Ghyl se bebió el té con tragos pequeños—. Nion Bohart estaba allí, y Floriel y otros muchos alumnos de la clase especial del Templo.
    —¿Ah, sí?
    —¿Sabes que el mes que viene serán las elecciones para Alcalde?
    —No había pensado en ello. Supongo que será época.
    —Hemos decidido reunir cien créditos y presentar el nombre de Emphyrio como candidato.

    Las cejas de Amianto se alzaron. Bebió un pequeño trago de té.

    —Los agentes de la Protección Social no lo van a encontrar divertido.
    —¿Es asunto suyo?
    —Todo lo que afecta a los beneficiarios es asunto de la Protección Social.
    —¿Qué pueden hacer? ¡No es antirreglamentario proponer un nombre para alcalde!
    —¡El nombre de un muerto, de una leyenda!
    —¿Es antirreglamentario?
    —En forma y fondo, creo que no, puesto que no parece haber ninguna intención de equívoco. Si la gente quisiera tener a una leyenda por Alcalde... Pero, claro, puede haber un problema de edad, de residencia, u otras condiciones. En ese caso, el nombre nunca sería inscrito en la lista.

    Ghyl inclinó la cabeza. Después de todo, de una forma u otra, aquello tenía poca importancia... Bajó al taller, afiló las gubias y empezó a tallar en el biombo... sin dejar de mirar hacia la puerta ni un momento. Seguramente llamaría Sonjaly, miraría al interior, lloriqueando, sumisa, y le pediría perdón por la noche anterior.

    No hubo llamada, ni cara dolida.

    Al mediodía, con la puerta abierta ante la luz ambarina del sol, apareció Shulk Odlebush.

    —¡Hola, Ghyl Tarvoke! ¿Se trabaja mucho?
    —Ya lo ves. —Ghyl dejó el escoplo y dio media vuelta al banco—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Pasa algo?
    —Nada de nada. Anoche hablaste de quince créditos para cierto proyecto. Nion me ha pedido que me acercase a recoger los fondos.
    —Oh, naturalmente. —Pero Ghyl estaba dudoso. De día, la broma parecía un tanto sosa, aunque maliciosa o, más justamente, paradójica e irreverente. Sin embargo, como Amianto había dicho, si el pueblo deseaba votar por una leyenda, ¿por qué no aprovechar aquella oportunidad?
    —¿Dónde fuisteis después de salir del Sauce Torcido? —temporizó Ghyl.
    —Al río, a una casa privada. Tendrías que haber venido. Nos lo pasamos muy bien.
    —Ya veo.
    —Floriel tiene muy buen gusto para las chicas. —Shulk Odlebush volvió la cabeza para mirar a Ghyl de soslayo—. No puedo decir lo mismo de ti. ¿Quién era aquella momia con la que te embarcaste?
    —Yo no la «embarqué». Sólo la llevé hasta su casa.

    Shulk manifestó su desinterés con un encogimiento de hombros.

    —Dame los quince créditos, tengo algo de prisa.

    Ghyl frunció el ceño y se crispó, pero no pudo ver ninguna solución. Miró hacia su padre, esperando que le advirtiera contra aquella locura, pero Amianto parecía no preocuparse por ello.

    Ghyl fue a la cómoda, contó quince créditos y se los dio a Shulk.

    —Toma.

    Shulk inclinó la cabeza.

    —Perfecto. Mañana iremos a la Esplanada Municipal y propondremos a nuestro candidato para Alcalde.
    —¿Quién va a ir?
    —Los que quieran. Divertido, ¿eh? Piensa en el follón que se va a armar.
    —Lo dudo.

    Shulk hizo un gesto de impaciencia y se marchó.

    Ghyl se dirigió al banco y se sentó frente a Amianto.

    —¿Crees que actúo correctamente?

    Amianto dejó el cincel cuidadosamente.

    —Lo que es seguro es que no haces nada malo.
    —Lo sé... ¿Pero es algo insensato? ¿Imprudente? No consigo decidirme. Después de todo, el puesto de Alcalde no es tan importante.
    —¡Por el contrario! —declaró Amianto con una vehemencia que Ghyl encontró sorprendente—. El puesto fue especificado en la Carta Cívica, y es de verdad muy antiguo. —Amianto hizo una pausa y luego gruñó con desprecio... a qué o a quién, Ghyl no fue capaz de adivinarlo.
    —¿Qué puede hacer un Alcalde? —preguntó el chico.
    —Puede, o al menos puede intentar, poner de nuevo en vigor las cláusulas de la Carta. —Amianto frunció el ceño mirando hacia el techo—. Podría decirse que los Reglamentos de la Protección Social han reemplazado la Carta, aunque esta última nunca fuera abolida. La propia función del Alcalde lo testimonia.
    —¿Es más antigua la Carta que los Reglamentos de la Protección Social?
    —Sí, mucho más, y su alcance más general.

    La voz de Amianto era de nuevo reposada y desapasionada.

    —La función del Alcalde es la última manifestación funcional de la Carta, lo que es una lástima.
    —Dudó e hizo una mueca—. En mi opinión, el Alcalde debería ocuparse de reafirmar los principios de la Carta... Sería difícil, supongo. Sí, realmente difícil.
    —¿Por qué? —preguntó Ghyl—. ¿Es todavía válida la Carta?

    Amianto se rascó la barbilla pensativamente y miró hacia la Plaza de Undle por la puerta abierta. Ghyl empezó a preguntarse si su padre habría escuchado la pregunta. Amianto respondió finalmente con un giro en hipérbole —o, por lo menos, así se lo pareció a Ghyl.

    —La libertad, los privilegios, las elecciones, deben ejercerse constantemente, aunque se corra el riesgo de incomodar a algunos. De otro modo, esos principios caen en el desuso y se vuelven obsoletos, no ortodoxos... y, finalmente, antirreglamentarios. Las personas que insisten en sus prerrogativas pueden a veces parecer irritantes, incluso recalcitrantes, pero, en realidad, nos hacen un servicio a todos. La libertad no debería nunca ser una licencia, ni los reglamentos convertirse en restricciones. —La voz de Amianto se apagó, recogió el cincel y lo examinó como si no lo hubiese visto nunca antes.
    —¿Crees que debería intentar hacerme Alcalde y hacer prevalecer la Carta?

    Amianto sonrió y se encogió de hombros.

    —En cuanto a eso, no puedo darte ningún consejo. Debes decidirlo solo... Hace mucho tiempo, tuve ocasión de hacer algo parecido. Me disuadieron de ello y, luego, no volví a encontrarme nunca conforme conmigo mismo. Quizá no sea un hombre valiente.
    —¡Claro que eres valiente! —gritó Ghyl—. ¡Eres el hombre más valiente que conozco!

    Amianto se limitó a sonreír y agachó la cabeza, sin añadir nada más.

    A mediodía, al día siguiente, Nion, Floriel y Shulk llegaron a visitar a Ghyl. Estaban excitados, muy animados y llenos de vida. Nion, con un traje marrón y negro, parecía mayor que su edad. Floriel estaba amistoso, con desenvoltura.

    —¿Qué te pasó la otra noche? —le preguntó con candor—. Esperamos y esperamos y esperamos. Luego, pensamos que te habías vuelto a casa o, quizá —le hizo un guiño— que te habías quedado a retozar un rato con Gedée.

    Ghyl se volvió con cierto disgusto. Floriel se encogió de hombros.

    —Sí te lo tomas así...
    —Hay un problema menor —cortó Nion—. No podemos registrar el nombre de Emphyrio para las elecciones a menos que se tome como seudónimo de un beneficiario residente y de buena fama moral. Naturalmente, como acabo de salir de la Escuadra de Limpieza Moral y Material, yo no cuento. Floriel y Shulk tienen problemas con sus Hermandades. Mael ha sido expulsado del Templo. Uger..., bueno, ya conoces a Uger. Se ha echado atrás. Así que hemos dado tu nombre tras el seudónimo de Emphyrio. —Nion se adelantó y dio una amistosa palmada en el hombro de Ghyl—. ¡Muchacho, quizá seas el próximo Alcalde!
    —¡Pero yo no quiero ser Alcalde!
    —Para ser realistas, las oportunidades son muy pocas.
    —¿No hay problemas de edad? Después de todo...

    Nion sacudió la cabeza.

    —Eres beneficiario con todos los derechos, tus relaciones con la Hermandad son buenas y no estás en la lista negra del Templo. Resumiendo, tienes todas las cualidades necesarias para ser candidato.

    Desde el banco, Amianto rió ahogadamente, y todos se volvieron para mirarle. Pero no dijo palabra. Ghyl se irritó. No quería estar tan ligado al proyecto. Más que por la presencia de Nion, porque no tenía control alguno de los acontecimientos. A menos que se dedicara a ejercer el mando, lo que significaría un conflicto con Nion o, en el mejor de los casos, una prueba de fuerza.

    Por otra parte, como Amianto había dicho, la candidatura no era antirreglamentaria, ni deshonrosa. No había razón para que, si lo deseaba, presentase su candidatura empleando el nombre de Emphyrio como seudónimo, después de identificarse claramente como Ghyl Tarvoke.

    —No tengo ninguna objeción que hacer... si aceptáis una sola condición —dijo Ghyl.
    —¿Cuál?
    —Qué esté en el centro de todo el asunto. Debéis recibir y acatar mis órdenes.
    —¿Ordenes? —La boca de Nion se crispó—. ¡Bueno, bueno!
    —Si quieres que las cosas sean de otro modo, emplea tu nombre.
    —Sabes muy bien que no puedo.
    —Entonces, tienes que aceptar mis condiciones.

    Nion miró distraídamente hacia el techo.

    —Oh, de acuerdo. Si quieres abusar de la situación.
    —Llámalo como quieras. —Con el rabillo del ojo, Ghyl pudo ver que Amianto escuchaba atentamente. Su boca se torcía en una ligera sonrisa, mientras se inclinaba sobre el biombo.
    —¿Aceptas mis condiciones?

    Nion gesticuló, después sonrió y volvió a ser instantáneamente el mismo de antes.

    —Oh, naturalmente. Lo importante, de todos modos, no es la autoridad, ni el prestigio, sino la gran broma absurda entera.
    —Muy bien. Entonces no quiero ni nocops ni criminales mezclados con nosotros, directa o indirectamente. Este asunto debe ser totalmente reglamentario.
    —Los nocops no son necesariamente inmorales —adelantó Nion Bohart.
    —Exacto —salmodió Amianto desde su asiento.
    —Pero los nocops a los que conoces Joson —observó Ghyl, dirigiéndose a Nion tras echar a su padre un rápido vistazo—. No quiero estar a merced de tus amistades.

    Nion entreabrió los labios, mostrando por unos instantes sus dientes blancos y puntiagudos.

    —Quieres hacer las cosas a tu modo.

    Ghyl alzó las manos en un gesto de sincero alivio.

    —¡Arréglatelas sin mí! De hecho...
    —No, no —le interrumpió Nion Bohart—. ¿Pasar de ti... que eres la base de toda esta maravillosa maquinación? ¡Sería absurdo! ¡Una parodia!
    —Entonces, ningún nocop. Ni declaraciones, exposiciones o actividades de ninguna clase sin mi aprobación previa.
    —Pero tú no puedes estar en todas partes a la vez.

    Ghyl se quedó sentado durante diez segundos, mirando a Nion Bohart.

    Cuando iba a abrir la boca para desentenderse por completo del proyecto, Nion se encogió de hombros.

    —Como tú quieras.

    Schute Cobol protestó vehementemente ante Amianto.

    —¡La idea es absolutamente ridícula! ¡Un adolescente, un chico, entre los candidatos a la Alcaldía! ¡Y además, haciéndose llamar Emphyrio! ¿Le parece que es social esa conducta?
    —¿Es antirreglamentaria? —preguntó Amianto suavemente.
    —¡Es ciertamente presuntuosa e inconveniente! ¡Pone en ridículo una augusta función! ¡Le sentará mal a mucha gente!
    —Si una actividad no es antirreglamentaria, es justa y conveniente. Si una actividad es justa y conveniente, cada beneficiario puede dedicarse a ella cuando quiera.

    La cara de Schute Cobol se transformó en una masa de color rojo ladrillo a causa de la cólera.

    —¿No comprende que me crea dificultades, que puede incluso costarme una reprimenda? ¡Mi superior me va a preguntar por qué no he impedido esta bufonada! Muy bien. La cabezonería puede funcionar a los dos lados. Ocurre que, precisamente, las órdenes para el aumento anual de su tratamiento están en mi oficina, esperando mi opinión discrecional. Puedo dar un «Rechazo de Aprobación» por irresponsabilidad social. ¡No gana nada desafiándome!

    Amianto no se quebrantó.

    —Haga lo que piense que es lo mejor.

    Schute Cobol se volvió hacia Ghyl bruscamente.

    —Y tú, ¿cuál es tu última palabra?

    Ghyl, que antes era el más humilde de los candidatos, a duras penas pudo controlar la cólera.

    —Si no es antirreglamentario, ¿por qué no puedo convertirme en candidato?

    Schute Cobol, furioso, salió del taller.

    —Bah —rezongó Ghyl—. ¡Después de todo, quizá Nion y los nocops tengan razón!

    Amianto no contestó directamente. Se sentó rascándose la menuda barbilla, sin expresión especial en su marcado rostro.

    —Ya es la hora —dijo con voz pesada.

    Ghyl le miró inquisitivo, pero Amianto hablaba consigo mismo.

    —Ya es la hora —salmodió una vez más.

    Ghyl fue a su banco y se sentó. Trabajando, echó hacia Amianto embarazadas miradas; su padre seguía sentado, mirando atentamente un punto situado más allá de la puerta abierta, moviendo los labios de vez en cuando, como si se dirigiera a sí mismo mudos pero autoritarios propósitos. No tardó en ir a la cómoda, y sacó de ella la carpeta. Mientras Ghyl le observaba con ansiedad, Amianto empezó a consultar los documentos.

    Aquella noche, Amianto trabajó hasta tarde en el taller. Ghyl se agitó y dio vueltas en la cama, pero no bajó para averiguar lo que hacía su padre.

    Al día siguiente por la mañana, un curioso olor agrio llenaba el taller. Ghyl no hizo preguntas y Amianto no le dio explicaciones.

    Durante el día, Ghyl participó en una salida de la Hermandad, a la Isla de Pyrita, veinte millas dentro del mar; una pequeña protuberancia de roca con algunos árboles movidos por el viento, un pabellón, algunas casitas y un restaurante. Ghyl había esperado que su participación en la campaña electoral —un asunto relativamente oscuro y sin publicidad— le dejaría al margen de la atención, pero no fue aquél el caso. Todo el día, fue objeto de burlas, animado, examinado, evitado. Algunos chicos y chicas le hicieron preguntas sobre el excéntrico seudónimo, sus motivos, sus proyectos si salía elegido. Ghyl fue incapaz de dar respuestas inteligentes. Le importaba muy poco que su candidatura fuera considerada como un engaño, un complot caótico o una bravata de borracho de la que no pudiera librarse. Cuando acabó el día, se sentía humillado e irritado. Al llegar a su casa, Amianto no estaba. En el taller, todavía quedaba un rastro del olor agrio que notase por la mañana.

    Amianto volvió muy tarde; un hecho poco corriente.

    Al día siguiente, de un lado a otro de los Solares de Brueben, Nobile, Foelgher, Dodrechten, Cato, Veige y, más lejos aún, en Godero y la Ciudad Este, aparecieron unos carteles. En caracteres marrón oscuro sobre fondo gris podía leerse:

    Para un porvenir mejor
    ¡EMPHYRIO DEBE SER NUESTRO PRÓXIMO ALCALDE!


    Ghyl vio los carteles con estupor. Era evidente que habían sido impresos, reproducidos por un procedimiento de duplicaciones; de otro modo, ¿cómo explicarse que hubiera tantos?

    Uno de los carteles estaba pegado a uno de las paredes de la Plaza de Undle. Ghyl se acercó a la hoja impresa, olió la tinta y reconoció el acre olor que percibiera en el taller.

    Ghyl fue a sentarse a un banco. Miraba, desconcertado al otro lado de la plaza. ¡La situación era lamentable!

    ¿Cómo podía ser su padre tan irresponsable? ¿Qué perversos motivos le habían obsesionado hasta aquel punto?

    Ghyl empezó a levantarse, pero se volvió a sentar. No quería volver a casa, ni hablar con su padre... Y, sin embargo, no podría quedarse allí sentado todo el día. Se levantó y atravesó la plaza lentamente.

    Amianto estaba ante el banco, ocultando el dibujo de un nuevo biombo: un Ser Alado arrancando un fruto del Árbol de la Vida. El panel era una placa oscura y brillante de perdura, que Amianto había reservado para aquel motivo.

    Al ver a su padre tan tranquilo, Ghyl se detuvo en el quicio de la puerta y le escrutó interrogativamente. Amianto levantó los ojos y agachó la cabeza.

    —Así que... el joven candidato vuelve a casa. ¿Cómo has pasado la prueba?
    —No ha habido prueba —refunfuñó Ghyl—. Lamento mucho haber aceptado participar en esta locura.
    —¿Qué? Piensa en el prestigio... Admitiendo que seas elegido.
    —Hay pocas oportunidades. ¿Y el prestigio? Tendré más prestigio esculpiendo biombos.
    —Si eres elegido como Emphyrio, la situación será diferente. El prestigio sería extraordinario.
    —¿El prestigio o el ridículo? Es más probable que sea esto último. No conozco nada de las funciones de Alcalde. ¡Es completamente absurdo!

    Amianto se encogió de hombros y volvió al dibujo. Una sombra cayó sobre el banco de Ghyl. Se volvió. Como había temido, era Schute Cobol, acompañado por dos hombres de uniforme azul marino y marrón... Agentes Especiales.

    Schute Cobol miró a Ghyl y a Amianto.

    —Lamento que esta visita haya sido necesaria. Sin embargo, puedo demostrar que en este taller se ha realizado un acto de reproducción antirreglamentaria, cuyo resultado ha sido la producción por duplicación de varios cientos de carteles.

    Ghyl se echó hacia atrás en el banco. Schute Cobol y los dos agentes se adelantaron.

    —Uno de vosotros, o los dos, sois culpables —declaró Schute Cobol—. Preparad...

    Amianto se quedó quieto, mirando a un hombre, luego al otro.

    —¿Culpable? ¿De haber impreso carteles? ¡No hay ninguna falta!
    —¿Los ha impreso usted?
    —Naturalmente que sí. ¡Es mi derecho! No es ningún crimen.
    —No soy de la misma opinión, sobre todo después de que hubiera recibido una advertencia. ¡Es un delito grave!

    Amianto extendió las manos.

    —¿Cómo es posible que sea un delito cuando lo único que hago es ejercer un derecho reconocido en la carta de Ambroy?
    —¿Eh? ¿Qué dice?
    —La Gran carta. La conoce, ¿verdad? Es la base de todos los reglamentos.
    —No conozco ninguna carta. Conozco solamente el Código de Reglamentos de la Protección Social, lo que es más que suficiente.

    Amianto era cada vez más cortés.

    —Deje que le enseñe el pasaje al que me refiero. —Se acercó a la cómoda y sacó una de sus viejas reseñas—. Mire, ésta es la Gran carta de Ambroy. Seguramente la conocerá.
    —He oído hablar de algo parecido —reconoció con desgana Schute Cobol.
    —Bueno, pues el pasaje que le digo es este: Cada ciudadano virtuoso y de buen nombre puede aspirar a una función pública; además, el candidato y los que le apoyen, pueden presentar a la atención del público las notificaciones de la candidatura por medio de anuncios, carteles públicos o boletines de noticias impresos, mensajes verbales y discursos, dentro y fuera de las propiedades públicas... El texto es más largo, pero creo que con eso es suficiente.

    Schute Cobol miró atentamente el antiguo documento.

    —¿Qué es ese galimatías?
    —Es Arcaico Solemne.
    —Sea lo que sea, no puedo leerlo. Y si no puedo leerlo, no puedo hacer referencia al mismo. Esas antiguallas podrían ser cualquier cosa. ¡Está intentando liarme!
    —En lo más mínimo. Es la ley fundamental de Ambroy, a la que el Código de la Protección Social y los Reglamentos de las Hermandades deben someterse.
    —¿En serio? —Schute Cobol rió apagada y siniestramente—. ¿Y quién la hace respetar?
    —El Alcalde y el pueblo de Ambroy.

    Schute Cobol hizo un gesto brusco hacia los agentes.

    —Llevadle a la oficina. Ha hecho duplicaciones antirreglamentarias.
    —¡No, no! ¡No he hecho nada parecido! ¿No habéis visto el pasaje? ¡Confirma mis derechos!
    —¿No le he dicho que no puedo leerlo? Hay cientos, millares de documentos parecidos que están en desuso. ¡Vamos, deprisa! ¡No siento ninguna simpatía por los Caóticos!

    Ghyl saltó hacia adelante para golpear a Schute Cobol.

    —¡Soltad a mi padre! ¡No ha hecho nada malo!

    Uno de los agentes echó a Ghyl a un lado, el segundo le puso la zancadilla y le tiró al suelo. Schute Cobol se abalanzó sobre él, con la nariz agitada por la forzada respiración.

    —Afortunadamente, el golpe no me ha alcanzado; de otro modo... —Dejó la frase a medias y se volvió a los agentes—. Ahora, vamos; llevad a este hombre al Servicio. —Amianto fue sacado fuera.

    Ghyl se levantó, corrió a la puerta y siguió a los agentes de la Protección Social hasta el vehículo de cinco ruedas.

    Amianto le miró por la ventana del furgón, tenso y furioso, pero, de algún modo, extrañamente calmado.

    —¡Vete a protestar ante el Alcalde! ¡Pídele que haga respetar la carta!
    —¡Sí, sí! Pero, ¿crees que hará algo?
    —Lo ignoro. Haz lo que puedas.

    Los agentes empujaron a Ghyl para apartarle; el vehículo partió; Ghyl se quedó inmóvil viendo cómo se alejaba. Luego, ignorando las aterrorizadas miradas de amigos y vecinos, volvió al taller.

    Metió la Carta en una carpeta, tomó dinero de la cómoda y echó a correr a la estación de la Línea Elevada de Undle.

    Ghyl acabó por encontrar al Alcalde, el primo de la madre de Roriel, en La Estrella Marrón. Como Ghyl había esperado, nunca había oído hablar de la antigua Carta, y la echó una mirada furtiva, desprovista del menor gesto de interés. Ghyl explicó la situación y le suplicó al Alcalde que interviniera, pero este último sacudió la cabeza con aire decidido.

    —El asunto está muy claro, o al menos así me parece. Defraudar está prohibido, y por buenas razones. Tu padre parece un hombre bastante caprichoso si viola un reglamento tan importante.

    Ghyl miró, indignado, el rostro meloso y se apartó luego furiosamente, con largos pasos, en el crepúsculo, volviendo a la Plaza de Undle.

    Una vez en el taller, Ghyl se quedó sentado durante horas en la oscuridad, mientras la sombra sepia del crepúsculo se transformaba en noche.

    Finalmente, subió hasta la cama y se tumbó, mirando la nada, con el estómago revuelto por lo que le estarían haciendo pasar a su padre.

    ¡Pobre Amianto, tan iluso! —pensó Ghyl—. Había confiado en la magia de las palabras, en una frase escrita en un viejo trozo de papel.

    Pero pronto, mientras la noche pasaba lentamente, Ghyl fue dominado por la duda. Recordando lo que había hecho Amianto en los últimos días, empezó a preguntarse si, después de todo, su padre no habría hecho lo que consideraba su deber, plenamente consciente de ello.

    ¡Pobre, insensato y valiente Amianto! —pensó Ghyl.

    Amianto volvió a casa semana y media más tarde. Había perdido peso. Parecía atontado y apático. Entró en el taller y fue inmediatamente a una banqueta, como si esperase que las piernas no le sostuviesen.

    —¡Padre! —dijo Ghyl con la voz alterada por la emoción—. ¿Estás bien?

    Amianto asintió lenta y pesadamente con la cabeza.

    —Sí. Tan bien como podría esperarse.
    —¿Qué te han hecho?

    Amianto inspiró profundamente.

    —No lo sé.

    Se volvió para ver su biombo, intentó agarrar el cincel entre los dedos, que parecieron haberse vuelto bruscos y torpes.

    —Ignoro incluso por qué me llevaron.
    —¡Por haber impreso carteles!
    —Ah, sí, ya me acuerdo. Leí algo al respecto; ¿qué es lo que era?
    —¡Esto! —gritó Ghyl, intentando ocultar la pena que había en su voz—. ¡La Gran Carta! ¿No la recuerdas?

    Amianto la cogió sin manifestar mucho interés, la puso en una postura, luego en otra, antes de devolvérsela a Ghyl.

    —Debo estar muy fatigado. No consigo leerla.

    Ghyl le tomó del brazo.

    —Subamos a tu habitación y acuéstate. Te prepararé la cena y luego hablamos un poco.
    —No tengo mucha hambre.

    Unos pasos desenvueltos sonaron en el corredor. Llamaron a la puerta y Nion Bohart, con un gran bonete verde de visera puntiaguda, un traje verde, botines negros y amarillos, entró en el taller. Al ver a Amianto, se detuvo en seco y, después, avanzó lentamente, sacudiendo tristemente la cabeza.

    —La rehabilitación, ¿verdad? —Miró a Amianto como si éste fuera un objeto de cera—. Debo decirte que parece que se han controlado.

    Ghyl se levantó lentamente y se enfrentó a Nion.

    —¡Todo esto es por tu culpa!

    Nion Bohar se irguió por la indignación.

    —¡Vamos, no me insultes! ¡Yo no he escrito ni los Reglamentos ni la Gran Carta! ¡No he hecho nada malo!
    —Nada malo... —le hizo eco Amianto con una vocecilla clara.

    Ghyl dejó escapar un gruñido escéptico.

    —Bueno, ¿qué quieres?
    —He venido a hablar de las elecciones.
    —¡Inútil discutir de eso, es algo que ya no me interesa!

    La boca de Amianto se movió, como para repetir lo que acababa de escuchar.

    Nion Bohart lanzó el bonete a un banco.

    —Ahora, escúchame, Ghyl. Estás apenado, y es justo, pero acusa a los verdaderos responsables.
    —¿Quiénes son?
    —Es difícil decirlo. —Nion Bohart se encogió de hombros, echó un vistazo por la ventana e hizo un rápido movimiento como para salir de la habitación—. Otros visitantes —murmuró.

    En el taller entraron cuatro hombres. Ghyl no conocía más que a Schute Cobol.

    Éste hizo un gesto con la cabeza a Ghyl, luego miró brevemente a Nion Bohart y examinó amenazante a Amianto.

    —Como rehabilitado, tiene usted derecho a un consejero especial. Éste es Zurik Cobol. Le ayudará a formar una nueva base de partida en una existencia socialmente sana.

    Zurik Cobol, un hombrecillo rechoncho, calvo y con la cabeza como una bola, hizo un ligero gesto con la cabeza y miró a Amianto atentamente.

    Mientras hablaba Schute Cobol, Nion Bohart se deslizó discretamente hacia la puerta. Pero, con un simple ademán, un hombre que había a espaldas de Schute Cobol (un tipo alto, vestido de negro, con la cara aguda y altanera, portando un inmenso sombrero negro del que colgaban muchas cintas) le ordenó a Nion Bohart que se quedase.

    Schute Cobol dejó de mirar a Amianto y observó a Ghyl.

    —Bueno, debo informarte que tu carga es elevada. Según la opinión de los expertos, tu conducta ha rozado el crimen.
    —¿En serio? —preguntó Ghyl, con un líquido acre y ácido subiéndole por la garganta—. ¿Por qué?
    —En primer lugar: la candidatura es evidentemente una farsa malintencionada, una tentativa para dañar a la ciudad. Tal actitud es irreverente e intolerable. En segundo lugar: has intentado alterar los registros de la Protección Social haciéndote llamar por el nombre de un hombre legendario e inexistente. En tercer lugar: asociándote con esta leyenda revolucionaria contra el orden establecido, implícitamente sostienes el caotismo. En cuarto lugar: estás asociado con no-cooperadores...

    Nion Bohart avanzó con aspecto importante.

    —¿Puedo preguntar lo que hay de antirreglamentario en asociarse con nocops?

    Schute Cobol ni siquiera le miró.

    —Los no-cooperadores viven fuera de los Reglamentos de la Protección Social, consecuentemente, son antirreglamentarios, sin estar efectivamente prohibidos. La candidatura de Emphyrio es, sin lugar a dudas, de concepto no-cooperador.

    Luego, siguió:

    —En quinto lugar: Eres hijo y socio de un hombre que ha sido advertido dos veces de duplicación. No podemos probar que haya sido con tu ayuda, pero ciertamente estabas al corriente de lo que tramaba y no denunciaste el crimen. No denunciar un delito, con pleno conocimiento de causa, también es un crimen. En ninguno de estos cinco ejemplos, tu culpabilidad ha quedado lo suficientemente definida como para emplearla en tu contra; en estas cosas, pareces un joven muy sutil. —Al escuchar estas palabras, Nion Bohar miró a Ghyl con nuevos ojos—. Sin embargo, puedes estar seguro de que no equivocas a nadie, y de que te vigilaremos estrechamente. Este caballero —señaló al hombre de negro— es el Inquisidor Ejecutivo en Jefe del Solar de Brueben, un personaje muy importante. Has llamado su atención y, para ti, será bastante molesto.

    Los Agentes de la Protección Social se marcharon, todos menos Zurik Cobol, que se llevó a Amianto al exterior, a la plaza bañada por el sol. Le hizo sentar en un banco y le habló celosamente.

    Nion Bohar miró a Ghyl.

    —¡Vaya! ¡Qué avispero!

    Ghyl se sentó a su banco. ¿Habré hecho algo mal? No consigo juzgar...

    Nion, al no encontrar nada que le interesase, fue hacia la puerta.

    —¡Las elecciones son mañana! —le gritó por encima del hombro—. ¡No te olvides de ir a votar!


    10


    Eran cinco los candidatos al puesto de Alcalde. El titular de la función se benefició de la mayoría de los votos y volvió a su cargo. Emphyrio fue un sorprendente tercero con un diez por ciento del total de los sufragios: lo bastante para molestar de nuevo al Servicio de Protección Social.

    Schute Cobol llegó al taller y pidió todos los documentos que pertenecieran a Amianto. Éste, sentado en el banco y trabajando fijamente en el biombo, levantó la mirada con un singular brillo en los ojos. Schute Cobol se acercó a él con grandes pasos y Amianto, para sorpresa de Ghyl, se levantó de un salto y golpeó al agente con un mazo. Schute Cobol cayó al suelo, y Amianto le habría golpeado de nuevo de no ser por Ghyl, que le arrancó el mazo de la mano. Schute Cobol, lamentándose y sujetándose la cabeza, salió del taller tambaleante y partió envuelto por la dorada luz del atardecer.

    Amianto le habló a Ghyl con una voz que su hijo nunca antes había escuchado.

    —Toma los papeles. Son tuyos. Guárdalos en sitio seguro. —Salió al patio y se sentó en un banco.

    Ghyl escondió la carpeta en el tejado, bajo las tejas. Una hora más tarde, los Agentes de la Protección Social vinieron a llevarse a Amianto.

    Cuando volvió, al cabo de cuatro días, era bonachón, tranquilo, indiferente. Un mes más tarde, cayó en un estado de atontamiento y se derrumbó pesadamente en una silla mientras Ghyl le observaba ansiosamente.

    Amianto se durmió. Cuando Ghyl le llevó un tazón de sémola para el desayuno, estaba muerto.

    Ghyl estaba solo en el viejo taller, aún lleno de la presencia de Amianto: sus herramientas, sus modelos, su suave voz. Ghyl apenas podía ver, pues tenía los ojos llenos de lágrimas. ¿Y ahora? ¿Seguiría trabajando como tallista de madera? ¿Se convertiría en un nocop y viviría como vagabundo? ¿Tenía que emigrar a Luschein o Salula?

    Recogió del tejado la carpeta de Amianto, y se sumió en la lectura de los documentos que su padre manipulase con tanto amor. Descifró la vieja Carta, sacudió tristemente la cabeza al ver la idealista visión de los fundadores de la ciudad. Releyó el fragmento que hablaba de Emphyrio y aquello le dio valor.

    Emphyrio luchó y sufrió por la verdad. ¡Haré lo mismo! ¡Si pudiera encontrar fuerza en mí mismo! ¡Eso es lo que Amianto habría querido!

    Sacó el fragmento de manuscrito y la Carta de la carpeta y las ocultó por separado antes de devolver los otros documentos a su sitio habitual.

    Volvió al taller. La casa estaba silenciosa, con excepción de algunos ruiditos que nunca antes había notado: el crujido de las viejas bisagras, el temblor del viento en las tejas. Llegó la tarde; un chorro de luz suave entró a través de las ambarinas ventanas. ¡Cuántas veces se había quedado Ghyl en medio de aquella luz, con su padre ante el banco, al otro lado de la habitación!

    Ghyl luchó consigo mismo para no echarse a llorar. Debía emplear su fuerza, debía desarrollar, aumentar sus conocimientos. No había nada que pudiera cristalizar el descontento que sentía. El Servicio de Protección Social trabajaba, muy bien considerado, por el bien de los beneficiarios.

    Las Hermandades hacían respetar las normas de conducta gracias a las cuales Ambroy sobrevivía en una calma y tranquilidad relativas. Los señores se llevaban su 1,18 por ciento del trabajo, pero el montante difícilmente podía ser excesivo.

    Entonces, ¿qué es lo que no funcionaba? ¿Dónde estaba la verdad? ¿Qué vía hubiera elegido Emphyrio? Desmoralizado y para satisfacer cierta necesidad de actividad, Ghyl tomó los cinceles y, dirigiéndose al puesto de Amianto, se colocó ante el gran biombo y siguió con él: el Ser Alado arrancando un fruto del Árbol de la Vida. Trabajaba con febril energía, la viruta y el serrín cubrían el suelo. Schute Cobol pasó ante el taller, llamó, abrió la puerta y echó un vistazo al interior. No dijo nada; Ghyl no dijo nada. Se miraron mutuamente a los ojos. Schute Cobol agachó lentamente la cabeza y se marchó.

    Pasó el tiempo; un año, dos años. Ghyl no veía a ninguno de sus antiguos amigos. Para distraerse, daba largos paseos por el campo, pasando a menudo la noche durmiendo bajo un haya. Viviendo solo, se convirtió en otra persona: un hombre joven de peso medio, de hombros fuertes, de músculos tensos. Sus facciones eran duras pero firmes y bien dibujadas. Tenía los músculos muy marcados. Llevaba el cabello muy corto y vestía trajes lisos y sin adornos.

    Un día, al empezar el verano, terminó un biombo y, para relajarse, se fue a pie hacia el sur, a través de Brueben y Hoge, por Cato, y, por azar, pasó ante el Albergue de Keecher. Obedeciendo a un súbito impulso, entró, y pidió una jarra de cerveza y un plato de buccinos. Todo era exactamente igual a sus recuerdos, aunque la escala le parecía más pequeña y el decorado menos espléndido. Las chicas del diván le miraron, se acercaron, pero Ghyl las rechazó y se quedó sentado, observando a la gente que entraba y salía... Un rostro que conocía.

    —¡Floriel! —llamó Ghyl; Floriel se volvió y, al ver a Ghyl, manifestó su extrañeza:
    —¿Qué diablos haces aquí?
    —Nada extraordinario. —Ghyl señaló la cerveza y el plato—. Como, bebo.

    Floriel se acercó una silla con gesto lento y no muy a gusto. —Debo reconocer que estoy sorprendido... Oí decir que después de la muerte de tu padre, tú... habías... bueno, te habías vuelto un poco distante, más tranquilo. Casi un recluso... Un verdadero acumulacréditos.

    Ghyl se rió... ¿por primera vez en cuánto tiempo? Parecían años.

    Era bueno reírse de nuevo. Quizá la cerveza fuera la responsable. Quizá una súbita necesidad de compañía.

    —He estado bastante solo. ¿Y tú? Has cambiado desde la última vez que te vi.

    Floriel se había convertido no en otra persona, sino en una versión ampliada de su antigua personalidad. Estaba más elegante que nunca, igual de bonachón, pero con más control de su persona, más astuto, más vivaz.

    Con un rastro de complacencia, dijo:

    —Supongo que he cambiado un poco, pero en el fondo sigo siendo el mismo, eso seguro.
    —¿Sigues formando parte de la Hermandad de los Herreros?

    Floriel miró a Ghyl con mirada ultrajada.

    —¡Claro que no! ¿No lo has oído? Me he vuelto un nocop. Estás sentado junto a uno que vive fuera de la sociedad organizada. ¿No te da vergüenza?
    —No, no había oído hablar de ello. —Ghyl miró a Floriel de arriba abajo, notando los signos de la prosperidad—. ¿Cómo te va? No pareces tener muchas privaciones. ¿De dónde sacas los créditos?
    —Oh, me las arreglo de un modo u otro. Tengo una pequeña villa a las orillas del río, un lugar encantador. La alquilo los fines de semana y hago buenos negocios. Para serte franco, a veces les llevo chicas a ciertos hombres y les cobro una pequeña comisión. Nada verdaderamente punible, ya me entiendes. De un modo u otro, me las apaño. ¿Y tú?
    —Sigo tallando biombos.
    —¿Vas a seguir con eso?
    —No lo sé... ¿Te acuerdas de todas aquellas discusiones a costa de los viajes?
    —Claro que me acuerdo. Nunca las he olvidado.
    —Ni yo. —Ghyl se inclinó hacia adelante, hundiendo la vista en la cerveza—. La vida está hecha de impotencia. Vivimos y morimos sin comprender la verdad. Aquí en Ambroy hay algo terriblemente podrido. ¿Te has dado cuenta?

    Floriel le miró con el rabillo del ojo.

    —¡Siempre el mismo Ghyl! ¡No has cambiado ni un pelo!
    —¿Qué quieres decir?
    —Siempre fuiste un idealista. ¿Crees que me preocupo por la verdad o el conocimiento? No. Pero algún día viajaré, y en la clase más cara. De hecho... —Floriel miró a derecha e izquierda—... te acuerdas de Nion Bohart, claro.
    —Evidentemente.
    —Le veo a menudo; él y yo tenemos algunos grandes proyectos. El único modo de obtener una cosa es quitársela... a los que la tienen: los señores.
    —¿Hablas de un rapto?
    —¿Por qué no? No creo que esté mal. Nos quitan nuestros créditos; debemos equilibrar la balanza y quitárselos nosotros.
    —Hay un problema: si te pillan, serás expulsado a Bauredel... ¿De qué le sirve la fortuna a un hombre de tres centímetros de alto?
    —¡Ja, ja, ja! ¡No nos cogerán!

    Ghyl se encogió de hombros.

    —Vete con mi bendición. No me importa. Los señores pueden permitirse perder algunos créditos. Nos quitan muchos.
    —¡Eso es hablar!
    —¿También Nion es un nocop?
    —Lo es desde hace años, y nunca ha tenido problemas.
    —Siempre me he preguntado lo que andaría haciendo.

    Floriel pidió otra cerveza.

    —¡Por Emphyrio! ¡Aquellas elecciones fueron excelentes! ¡Aquel follón, los Agentes de la Protección Social corriendo de un lado para otro, simplemente fue maravilloso!

    Ghyl dejó la jarra con una mueca. Floriel siguió charlando sin ser escuchado.

    —Me lo he pasado bien como nocop, ¡de verdad! ¡Y te aconsejo que hagas lo mismo! Se vive de la propia astucia, cierto, pero no hay que hacer inclinaciones y reverencias a los agentes de la Protección Social, ni a los delegados de la Hermandad.
    —Mientras no te pillen.

    Floriel inclinó la cabeza con aire de sabiduría.

    —Hay que ser discreto, claro. Pero no es muy difícil. ¡Te sorprenderían las posibilidades! ¡Da el paso! ¡Hazte nocop!

    Ghyl sonrió.

    —Lo he pensado a menudo. Pero me preguntó cómo me ganaría la vida.

    Para un hombre audaz hay muchas oportunidades. Por ejemplo, Nion ha alquilado una gabarra en el río; lo ha hecho saber, ¡y se saca tres mil créditos en un fin de semana! ¡Así es como hay que funcionar!

    —Me lo imagino. Pero yo no estoy muy dotado para encontrar créditos.
    —Me gustaría enseñarte las mañas del oficio. ¿Por qué no te vienes a pasar unos días a mi casa de campo? En el río, no lejos del Pabellón del Condado. No haremos nada... salvo escupir, comer, beber y charlar. ¿Tienes una amiguita?
    —No.
    —No importa; puedo encontrarte una. Por mi parte, vivo con una chica; además, creo que la conoces: Sonjaly Rathe.

    Ghyí agachó la cabeza sonriendo siniestramente.

    —Sí, me acuerdo de ella.
    —Bueno, ¿qué dices?
    —Parece agradable. Me gustaría visitar tu villa.
    —¡Muy bien! Digamos... el próximo fin de semana. ¡Es un momento ideal, justo para el Baile del Condado!
    —¡Vale! ¿Necesito ropa nueva?
    —¡Claro que no! ¡No somos puntillosos! El Baile del Condado es de disfraces. Cómprate algo que parezca un disfraz y un antifaz. Un simple traje de baño bastará.
    —¿Cómo encuentro la casa?
    —Vete en la Línea Elevada hasta Grigglesby. Baja cien escalones y sigue el pontón hasta la villa azul.
    —Allí estaré.
    —Esto... ¿le digo a alguna chica que vaya?

    Ghyl reflexionó unos momentos.

    —No —respondió finalmente—. Creo que no.
    —Déjalo —le reprendió Floriel—. ¡No eres un puritano!
    —No, pero no quiero verme en galeras. Ya me conozco: no sé detenerme a medio camino.
    —¡Pues ve hasta el final! ¿Por qué portarse como un cobarde?
    —Oh, bueno, haz lo que quieras.


    11


    El trayecto a lo largo del Insse era agradable. La cápsula de la Línea Elevada se deslizaba sobre cojines magnéticos, sin sacudidas ni ruidos; por las ventanas, el Insse reflejaba la luz del sol. De vez en cuando, se cruzaban bosquecillos de sauces, o túmulos cubiertos de acacias o hierba negra. En la otra orilla se encontraban pastizales donde revoloteaban pájaros biloa.

    Ghyl se retrepó en su asiento, perdido en sus pensamientos. Era tiempo, pensó, de ampliar el horizonte de su vida, de anexionar nuevos territorios. Schute Cobol ciertamente habría desaprobado aquella escapada, y quizá fuese ésa la razón por que había aceptado tan deprisa la invitación de Floriel. Una patada en las narices de Schute Cobol. Si fuera más fácil viajar, llegar de un modo u otro a la independencia financiera.

    La cápsula se detuvo en la estación de Grigglesby; Ghyl descendió y recibió la maleta del eyector. ¡Qué lugar más encantador!, pensó. Enormes manzanos tristes colgaban por encima de los edificios marrones del pequeño almacén, su follaje amarillo verdoso flotaba en la luminosidad ahumada del sol, llenando el aire de un agradable aroma.

    Ghyl recorrió la rivera, caminando por una alfombra de hojas muertas. Cerca de la otra orilla, una chica de cabellos oscuros, vestida con un traje blanco, retozaba perezosamente a bordo de una canoa. Vio que la observaba y le sonrió agitando la mano; luego, la corriente la hizo desaparecer en una curva del río que llevaba a una pequeña rada entre sombras. Era como si nunca, nunca, una chica en traje blanco se hubiese dejado llevar por un río bañado por el sol... Ghyl sacudió la cabeza y sonrió ante sus propios pensamientos.

    Continuó a lo largo de la orilla, y llegó muy pronto a un pontón que llevaba, a través de las zarzas, a una casa de color azul claro, bajo un cerezo.

    Ghyl caminó por las planchas abiertas, hasta una baranda que daba sobre el río. Floriel, con cortos pantalones blancos, estaba sentado en ella, así como una hermosa chica rubia en la que reconoció a Sonjaly Rathe. La joven inclinó la cabeza, sonrió con un fingido entusiasmo y Floriel se levantó de un salto.

    —¡Al fin llegas! ¡Me alegra verte! Trae la maleta, te voy a enseñar tu cuarto.

    A Ghyl le dieron una pequeña habitación de miraba al río, con ondulaciones de luz amarillo ocre corriendo por el techo. Se cambió, eligiendo ropa más ligera y amplia, y salió a la baranda. Floriel le puso un vaso de ponche en la mano, señalando una tumbona.

    —Ahora, ¡relájate! ¡Vaguea! Eso es algo que los beneficiarios nunca habéis sabido hacer. ¡Os aterrorizáis y os empequeñecéis cuando el delegado de la Hermandad señala con su sucia uña el más pequeño error! ¡Muy poco para mí!
    —También para mí —suspiró Sonjaly, apretándose contra Floriel y mirando a Ghyl de un modo enigmático.
    —Tampoco a mí me gusta —confesó Ghyl—. Si supiera vivir de otro modo.
    —¡Hazte nocop!
    —¿Y luego? Todo lo que sé hacer es tallar biombos. ¿A quién se los vendería? Ciertamente, a la Hermandad no. Ella se ocupa de sus propios negocios.
    —¡Hay medios, muchos medios!
    —No lo dudo, pero no quiero robar.
    —Todo depende —afirmó Sonjaly, que parecía recitar una lección— de a quién se robe.
    —Creo que robar a los señores es lícito —añadió Floriel—. Y quizá a algunos otros organismos importantes.
    —A los señores, de acuerdo —aprobó Ghyl—. O casi de acuerdo, de todos modos. Consideraría cada caso por separado.

    Floriel se rió y agitó el vaso.

    —¡Ghyl, eres demasiado serio, demasiado concienzudo! Siempre quieres alcanzar algún principio imposible, como un loco que se tira al barro a por una anguila.

    Ghyl también se rió.

    —Si yo soy demasiado serio, tú eres demasiado irreflexivo.
    —Bah. ¿Lo es el mundo? ¡Claro que no! El mundo es audaz, aventurado, errático, despreocupado. Ser responsable es estar desfasado, ¡es estar loco!

    Ghyl pensó en ello unos momentos.

    —Quizá sea ése el caso en un mundo entregado a sí mismo. Pero la sociedad impone un orden. Al vivir en una sociedad, la seriedad no es locura.
    —¡Es completamente idiota! —Y Floriel siguió diseccionando la irracionalidad de ciertas prácticas de las Hermandades, de los rituales del Templo, de los Reglamentos del Servicio de Protección Social; nada que Ghyl pudiera refutar.
    —Estoy de acuerdo en que nuestra sociedad es absurda —reconoció—, pero, ¿debemos cortar la cabeza de alguien porque a esa persona le duele la cabeza? Las Hermandades, la Protección Social, poco importa hasta qué punto sean a veces insensatas, son organismos necesarios. Incluso los señores sirven a una causa.
    —¡Necesitamos cambiar! —declaró Floriel—. Los señores tenían, en un principio, un capital y conocimientos técnicos muy valiosos. Eso es innegable. Pero han recuperado varias veces el capital inicial. ¿Sabes lo que representa el 1,18 por ciento de nuestra renta total? ¿No? ¡Bien, una cifra enorme! ¡Con los años, es algo astronómico! De hecho, es increíble que tan pocos señores puedan tener tantos créditos. Los yates espaciales no cuestan tanto. Y he oído decir que sus casas están muy lejos de estar pavimentadas con oro. Nion Bohart conoce a un fontanero que se ocupa de las canalizaciones de sus casas y, según dice, muchas son bastante austeras.

    Ghyl se encogió de hombros.

    —No me importa. Pueden gastarse el dinero dónde o cómo quieran, aunque preferiría que comprasen mis biombos antes que, digamos, sedas pintadas de Lu-Hang. Pero no creo que suprimir a los señores sea algo que me preocupe. Nos dan un espectáculo teatral, de elegancia.
    —Mi fin más querido es el de vivir como un señor —declaró Floriel—. ¿Suprimirlos? ¡Por nada del mundo! Aunque sean parásitos.

    Sonjaly se levantó. No llevaba más que una falda corta y una blusa muy ancha. Al pasar delante de Ghyl contoneó provocativamente su cuerpo delicado. Floriel le hizo un guiño a Ghyl.

    —Échanos más ponche y pavonéate un poco menos. ¡Ya sabemos lo guapa que eres!

    Sonjaly fue muy generosa con el ponche.

    —Bella, sí, ¿pero qué consigo con ello? Quiero viajar, y Floriel no me llevaría ni a los Montes de Meagher. —Con aire animado, tomó con la mano el mentón de Ghyl—. ¿Y tú?
    —Soy tan pobre como él —respondió Ghyl—, y no soy un ladrón. Yo tengo que ir a pie, y si quieres viajar conmigo, eres bienvenida.

    Sonjaly hizo un gesto teatral y se fue al interior de la casa. Floriel se inclinó hacia Ghyl y le murmuró apresuradamente:

    —Sobre el tema de la chica a la que quería invitar, te diré que en la que pensaba estaba ocupada. Sonjaly ha probado con Gedée...
    —¿Qué? —exclamó Ghyl, aterrado.
    —Estudia para aprobar el examen de embaladora de pescado.
    —¿Embaladora de pescado?
    —Ya sabes... el embalaje es meter los peces en cartones y cajas. Es un arte... en fin, eso es lo que me ha dicho Gedée. Se les coge de las aletas, se sujeta al espécimen con cuidado, así, y con un movimiento circular se les meten los tentáculos por la boca.
    —Ahórrame los detalles —suplicó Ghyl—. Y también a Gedée.
    —Mejor será —le confirmó Floriel—. Podrás ir al Baile del Condado con las manos libres, y podrás mirar todo lo que quieras. Es muy probable que haya algunos señores y sus damas.
    —¡No me digas! ¿Cómo lo sabes?

    Floriel señaló con el dedo.

    —Mira allí abajo, donde la curva del río. ¿Ves aquel punto blanco? Es el Pabellón del Condado. Más allá hay un parque muy grande, propiedad del Señor Aldo el Línea Subterránea. Durante el verano, muchos señores y damas —sobre todo jóvenes— bajan de sus moradas, ¡y se reúnen en el Baile del Condado! Apuesto a que habrá cincuenta o más a nuestro lado.
    —Y cien garriones —añadió Ghyl—. ¿Los garriones irán disfrazados, con antifaces y todo lo demás?

    Floriel se echó a reír.

    —¡Qué espectáculo! Ya veremos. Te has traído disfraz, ¿verdad?
    —Sí. No gran cosa. Seré un guerrero zamboliano.
    —No está mal. Yo seré un pierrot. Nion va a vestirse de hombre-serpiente de Jeng.
    —¡Oh! ¿También estará Nion?
    —Sí. Estamos asociados, por decirlo de alguna manera. Como puedes imaginarte, nos llevamos bastante bien.

    Frunciendo ligeramente las cejas, Ghyl bebió un poco de ponche. Floriel estaba tranquilo y amable, y Ghyl podía relajarse y disfrutar de las divagaciones de su amigo. Nion, por el contrario, siempre había suscitado en Ghyl una impresión de desafío vago e informal. Ghyl vació el vaso. Ignoraría a Nion completamente; permanecería tranquilo frente a toda provocación.

    Floriel tomó la jarra, para servir un poco más de ponche, pero vio que estaba vacía.

    —¡Eh, la de dentro! —le gritó a Sonjaly—. Prepáranos un poco más de ponche y serás una buena chica.
    —¡Prepáratelo tú mismo! —respondió una voz irritada—. Estoy echada.

    Floriel fue al interior con la jarra. Ghyl escuchó las sordas palabras de un altercado; luego, Floriel volvió con una jarra llena hasta los bordes.

    —Ahora, háblame de ti. ¿Cómo te las arreglas sin tu padre? ¿No te sientes muy solo en la casa?

    Ghyl respondió que vivía modestamente, pero de un modo adecuado, y que, en efecto, a veces, se sentía bastante solo en el taller.

    Las horas fueron pasando. Comieron queso y encurtidos y más tarde, todos se metieron en el río para nadar. Nion Bohart llegó en el mismo instante en que salían del agua.

    —¡Ola! ¡Ola! ¡Criaturas de las olas! ¡Veo que también ha venido Ghyl! ¡Cuánto tiempo hace! ¡Y Sonjaly! ¡Qué adorable criatura... sobre todo con eso tan pequeño y mojado! Floriel, no te la mereces, ya te lo he dicho.

    Sonjaly le dirigió a Floriel una mirada de desprecio.

    —Me paso el tiempo diciéndoselo, pero no me cree.
    —Habrá que hacer algo al respecto. Bueno, Floriel, ¿dónde puedo abrir las maletas? ¿En la habitación de siempre? Está bien para el viejo Nion, ¿verdad? Da igual, con cualquiera me vale.
    —¡Basta! Siempre pides y siempre tienes la mejor cama de la casa.
    —En ese caso... ¡las mejores camas!
    —Sí, sí, evidentemente... ¿Te has traído el traje?
    —Naturalmente. Este va a ser el Baile del Condado más lujoso de todos los tiempos. Nos encargaremos de ello. ¿Qué estáis bebiendo?
    —Ponche de Montarada.
    —Si me lo permites, tomaré un poco.
    —Déjame a mí —dijo Sonjaly. Inclinándose con ligereza, le pasó un vaso a Nion. Floriel se apartó disgustado, visiblemente contrariado.

    La desaprobación de Floriel no influyó en lo más mínimo en Sonjaly, o en Nion, y, durante el resto de la tarde, flirtearon con más audacia que nunca, cambiando miradas, contactos inopinados que eran más que caricias apenas disimuladas. Floriel se empezó a poner nervioso. Finalmente, dejó escapar un comentario sarcástico al que Sonjaly dio una réplica mordaz, y Floriel perdió el control.

    —¡Haced lo que queráis! No os lo puedo impedir y, aunque pudiera, no lo haría. ¡Ya hay demasiadas manifestaciones de autoridad!

    Nion se rió de muy buen humor.

    —Floriel, eres un idealista tan grande como Ghyl. La autoridad es necesaria, incluso es buena... ¡sobre todo, si soy yo quien la ejerce!
    —Es extraño —murmuró Floriel—. Ghyl me ha dicho lo mismo.
    —¿Qué? —preguntó Ghyl, sorprendido—. Nunca he dicho eso. Según yo, la organización es necesaria para la vida social... ¡eso ha sido todo!
    —¡Exacto! —afirmó Nion—. Incluso los Caóticos están de acuerdo en ese punto, por paradójico que pueda parecer. Y tú, Ghyl, ¿sigues siendo un buen beneficiario?
    —No realmente... No soy más que lo que soy. Noto que debería instruirme.
    —Una pérdida de tiempo. Otra vez tu idealismo. La vida es demasiado corta para reflexionar. ¡No hay que ser indeciso! ¡Cuándo se quieren las dulzuras de la existencia, debe uno esforzarse por conseguirlas!
    —Y también prepararse a correr para cuando el propietario venga a vengarse.
    —Eso también. No soy vanidoso: reconozco que echaría a correr. No tengo intención de dar buen ejemplo a nadie.

    Ghyl soltó una risotada.

    —En cierto sentido, al menos eres honesto.
    —Yo también lo supongo. Los Agentes de la Propiedad Social sospechan que he cometido algunas faltas de delicadeza. Sin embargo, no pueden demostrar nada.

    Ghyl miró el majestuoso río. Aquella vida, a pesar del caprichoso carácter de Sonjaly, y el peleón espíritu de Floriel, parecía más alegre y normal que su rutina habitual: esculpir, pulir, salir del taller para ir a buscar la comida, comer, dormir... siempre las mismas cosas. ¡Y todo para lograr a fin de mes la subvención fija!

    Si Floriel podía ganar lo bastante para vivir a gusto y ocioso en aquella villa a orillas del río, ¿por qué no iba a poder él hacer otro tanto?

    ¿Ghyl Tarvoke un nocop? ¿Por qué no? No había necesidad de robar, delatar o ser un proxeneta. Sin duda había métodos para ganar créditos legítimamente, o casi legítimamente. Ghyl se volvió hacia Nion.

    —Cuando uno se convierte en nocop, ¿qué hace para vivir?

    Nion le miró, un poco burlón, pero evidentemente era consciente de lo que pasaba por la mente de Ghyl.

    —No hay problema. Hay docenas de modos de mantenerse a flote. Si alguna vez te decides, ven a verme. Con tu aire tan respetable, te las arreglarás muy bien. Nadie sospechará que cometas prácticas dudosas.
    —Lo recordaré.

    El sol se estaba poniendo, el cielo ardía en un crepúsculo como Ghyl no veía desde la infancia, cuando muy a menudo observaba el astro brillante hundiéndose en el océano, en las Colinas de Dunkum.

    —Es hora de vestirse para el baile —indicó Floriel—. La música va a empezar en cosa de media hora, y no queremos perdernos nada. Voy a traer la canoa para que podamos cruzar el río.

    Atravesó el pontón para ir a la orilla. Ghyl se fue a su habitación y, cuando salió, sorprendió a Nion y Sojanly abrazados apasionadamente, lo que ya no dejaba ningún lugar a la duda.

    —Perdonadme —dijo.

    No le prestaron la menor atención y se volvió a su habitación.


    12


    Floriel Huzsuis, Sonjaly Rathe, Nion Bohart, Ghyl Tarvoke: con trajes fantásticos, con las identidades enmascaradas por antifaces, subieron a la canoa.

    Floriel empezó a remar, dirigiendo la canoa hacia la otra orilla, en dirección al pabellón, que ya estaba iluminado por fuegos de bengalas verde tiza, rosas, amarillas y millares de pequeñas luces multicolores.

    Floriel sujetó la embarcación mientras los pasajeros descendían, luego ató una amarra a una argolla y subió al embarcadero. El pabellón estaba ante ellos: una tarima de madera pulida, con compartimentos privados y áreas con vistas panorámicas a cada lado. Al nivel del suelo, una doble hilera de tenderetes, decorados de un modo exquisito, ofrecían vino y otros refrescos a los presentes.

    Un funcionario recibió a los cuatro recién llegados y marcó los billetes de entrada. Se aventuraron hacia la pista, en compañía, quizá, de otras cien personas. ¿Señores? ¿Damas? ¿Beneficiarios de la campiña circundante? ¿De la ciudad? ¿Nocops como Floriel, Sonjaly, Nion?

    Ghyl no podía establecer diferencias entre unos y otros, y se preguntó si Nion, habitualmente tan bien informado, sería capaz de nacerlo.

    Se hicieron con una provisión de vasos de cristal tallado, verdoso, con vino de Edel, en uno de los tenderetes de bebidas, y se quedaron mirando el espectáculo. Los músicos subieron a un estrado todos ellos llevaban trajes de saltimbanquis de cuadros blancos y negros. Afinaron los instrumentos: un sonido penetrante y anunciador de alegría, tan dulce como la propia música. Rascaron los violines hicieron zumbar las concertinas y empezaron a tocar una alegre canción.

    Los bailes de la época eran extremadamente tranquilos, muy diferentes de las caracolas del Último Imperio, o de las vueltas y saltos orgiásticos que se podían ver en los puertos marinos del Continente Sur. Había varios tipos de pavanas, así como numerosos minuetos y, para los más jóvenes, una especie de balanceo, una danza agitada y muy atractiva. En cada caso, las parejas estaban uno al lado del otro, tomados de la mano o abrazados.

    La primera canción era un adagio y la danza correspondiente consistía en un paso lento, un cupé, una reverencia hacia adelante, otra hacia atrás, levantando la rodilla tanto como era posible y manteniéndose inmóvil mientras la orquesta interpretaba un motivo para flauta, tras lo cual, la serie se repetía.

    Ghyl, que no tenía ganas de bailar, ni habilidad, miraba a Mion avanzar intencionadamente hacia Sonjaly, simplemente para ver a Floriel dar un paso rápido para colocarse ante él y arrastrar a Sonjanly, entre irritada y divertida, por la pista de baile.

    Nion retrocedió para llegar al lado de Ghyl, con una sonrisa dulce e indulgente.

    —Pobre Floriel, ¿cuándo lo entenderá?

    Los bailarines avanzaban y retrocedían, efectuando sus pasos por la pista, a veces graciosos y luego grotescos, o primero grotescos y luego graciosos. Había disfraces de todos los tipos: payasos, demonios, héroes, seres de las estrellas y de los tiempos remotos, criaturas imaginarias, de pesadilla, hadas. El pabellón estaba soberbio, con el centelleo del metal, los suaves reflejos de la seda, los velos de todos los colores, cuero, madera, terciopelo negro. Nion le tocó a Ghyl en el brazo.

    —Cerca de la cúpula es donde se reúnen todos los señores. Mira cómo miran discretamente de un lado a otro. Es vergonzoso que tengan que mostrarse tan prudentes. ¿Por qué no han de mezclarse más libremente con la gente ordinaria?

    Ghyl se abstuvo de observar que notaba miedo, lo mismo que orgullo y arrogancia. Con curiosidad, preguntó:

    —¿Cómo sabes que son señores?
    —Por sus modales. Son diferentes en varios sentidos. Mira como se agrupan cerca de los muros. Algunos dicen que le han cogido miedo a los espacios abiertos después de vivir tanto tiempo en sus moradas elevadas. Su equilibrio también se ha visto afectado; si bailas con una dama, lo notarás enseguida. Son ligeras, pero irregulares, no tienen sentido alguno de ritmo.
    —¡Oh! ¿Has bailado con una dama alguna vez?
    —Lo he hecho, y más de una vez... Mira, obsérvales: se pavonean, charloteando, discutiendo tópicos... ¡son sabios y muy aburridos! Los señores y las damas llegaron en pequeños grupos que se fueron fragmentando. Uno a uno, se deslizaban fuera del pabellón, como criaturas mágicas que se atrevieran a emprender viaje por un mar peligroso.

    Ghyl escrutó los balcones más altos.

    —¿Dónde están los garriones? ¿Están arriba, entre las sombras?
    —Quizá. —Nion se encogió de hombros como señal de su ignorancia al respecto—. ¡Mira a los señores! ¡Mira cómo devoran a las chicas con la mirada! ¡Salidos como wisnets machos! ¡Si les dieras diez minutos, dejarían embarazadas a todas las mujeres del pabellón!

    Ghyl siguió su gesto, pero ya todos eran muy parecidos, pues las damas y los señores se habían mezclado entre la multitud.

    La música se detuvo; Sonjaly cruzó la pista con Floriel.

    —Los señores están allí —les dijo Nion—. Un grupo, en todo caso, pero puede haber más.

    Sonjaly quería que le enseñaran a los señores, pero, en aquel momento, el propio Nion se veía en dificultades para distinguirles de los simples beneficiarios.

    La música volvió a sonar; una pavana lenta. Floriel quiso acaparar inmediatamente a Sonjaly, pero la chica sacudió la cabeza.

    —No, gracias, querría descansar un poco.

    Ghyl, observando a los bailarines, estimó que el paso de danza entraba dentro de sus posibilidades. Determinado a mostrarse tan desenvuelto y galante como los demás, Ghyl se presentó a una chica de formas generosas, vestida con un traje de escamas verdes con un antifaz del mismo color, y la condujo a la pista de baile.

    Su tarea le salió bastante bien, o al menos se felicitó por ella.

    La chica tenía muy pocas cosas que decir: vivía en los suburbios de Godlep, donde su padre ejercía la función de Jefe de la pesa pública.

    —¿Un Jefe de las pesas? —preguntó Ghyl—. ¿Pertenece a la Hermandad de los Escribas o a la de Guardianes de Instrumentos? ¿O a la de los Funcionarios?
    —A la de los Funcionarios. —Señaló a un joven vestido con anillos entrelazados con rayas negras y rojas—. Mi novio. Él también es funcionario, con un buen porvenir, aunque es posible que nos tengamos que marchar al sur, a Ditzim.

    Sonjaly se había recuperado de la fatiga; bailaba con Nion, que la guiaba con una seguridad, precisión y brío del que Ghyl no habría sido capaz. Sonjaly le abrazaba, y se apretaba contra él sin ningún miramiento por la sensibilidad de Floriel.

    La música concluyó; Ghyl devolvió la chica de escamas verdes a su novio, y bebió una copa de vino para tranquilizarse.

    Nion y Sonjaly fueron a pasearse al otro extremo del pabellón. Floriel se enfado y gruñó.

    Al otro lado de la pista apareció un grupo de señores y damas. Los hombres llevaban diversos disfraces: guerreros radamesianos, druidas, kalks, príncipes bárbaros, tritones. Una dama iba cubierta de cristales grises, otra con relámpagos azules, otra con plumas blancas.

    Los músicos prepararon los instrumentos y, en un momento, sonó de nuevo la música. Una persona vestida con una coraza cobriza esmaltada de negro, con pantalones cortos de rayas ocre y negras, y un gorro bronce y negro, se inclinó ante Sonjaly. Con una descarada mirada hacia Nion, se alejó tomada del brazo del desconocido. Ghyl se preguntó si sería un señor. Tenía todo el aspecto. Un cierto orgullo en su conducta, su altivez, le identificaban como tal. Ghyl pensó que Nion parecía ofendido.

    La velada prosiguió. Ghyl intentó trabar conocimiento con varias chicas, obteniendo éxitos relativos. Sonjaly, cuando estaba a la vista, siempre estaba en compañía del joven señor revestido de cobre, negro y marrón. En cuanto a Floriel, bebía más vino del necesario, y miraba a todas partes con aire amenazador. Nion Bohart parecía más irritado con él que con la frivolidad de Sonjaly.

    La atmósfera se fue relajando en el pabellón. Los bailarines se desplazaban más libremente, ejecutando los pasos con suavidad, con la punta de los zapatos señalando el exterior, las rodillas dobladas, a veces grotescamente altas, las cabezas inclinadas oscilando de un lado a otro. Ghyl, quizá por perversidad, no quería dejarse ganar por el ambiente. Se sentía cada más molesto e irritado consigo mismo. ¿Era tan obstinado, estaba tan crispado, que no podía entregarse al placer? Le rechinaron los dientes cuando decidió sobrepasar en galantería a los más galantes, por un esfuerzo de pura voluntad, ya que no le quedaba otro remedio. Dio una vuelta por el pabellón y se detuvo bruscamente ante una chica de formas deliciosas, vestida con un traje blanco y con un antifaz del mismo tono. Era muy elegante, esbelta, y sus cabellos eran negros. Ghyl la había visto ya antes. La joven había bailado una o dos veces y bebido algo de vino; le pareció tan alegre y apasionada como podía desear. Cada uno de sus movimientos le pegaba el traje al cuerpo, que, evidentemente, iba desnudo. Viendo la atención de Ghyl, inclinó la cabeza hacia un lado, de modo provocativo. El corazón de Ghyl pareció ir a explotar, que se le hizo un nudo en la garganta. Ghyl avanzó paso a paso, súbitamente tímido, aunque hubiera vivido cien veces escenas parecidas en su imaginación. La chica le parecía familiar, y el momento le transmitía una sensación de déjá vu. La impresión se hizo tan intensa que, cuando hubo dado uno o dos pasos, Ghyl se detuvo.

    Sacudiendo la cabeza, perplejo, estudió a la joven desde las sandalias blancas hasta el antifaz. Ella emitió un sonido de divertida consternación.

    —¡Eres muy crítico! ¿Soy tan grotesca o temible?
    —No, no —balbuceó Ghyl—. ¡Claro que no! ¡Eres absolutamente encantadora!

    Las comisuras de la boca de la chica se crisparon, y tomó la decisión de seguir con su juego.

    —Hay otras más guapas que yo, pero no haces nada más que mirarme a mí. ¡Estoy segura de que me encuentras extraña, o especial!
    —¡Seguro que no! Pero tengo la impresión de que nos hemos visto antes, de que nos hemos conocido... en alguna parte... aunque no recuerdo en qué circunstancias. ¡Seguro que me acordaría!
    —Eres muy amable. Y debo decir que también yo me acordaría. Que no es el caso —le dedicó la más encantadora de las miradas—, ¿o quizá sí? Me parece reconocer, como has dicho, algo familiar en ti, como si ya nos conociéramos.

    Ghyl se adelantó, con el corazón latiéndole fuertemente, la garganta llena de un maravilloso y dulce dolor. Tomó sus manos y ella se abandonó.

    —¿Crees en los sueños premonitorios?
    —Pues... sí. Quizá.
    —¿Y en la predestinación y en los misterios del amor?

    La joven se rió, emitiendo un sonido deliciosamente velado, y apartó las manos.

    —Creo en cien cosas maravillosas. Pero, ¿no va a encontrar la gente extraño que nos quedemos aquí quietos declarando nuestra filosofía?

    Ghyl miró hacia la multitud y, embarazado, respondió:

    —Entonces... ¿quieres bailar? O, si lo prefieres, nos sentamos allí y nos bebemos una copa de vino.
    —Prefiero beber un poco de vino... No me gusta bailar especialmente.

    Un nuevo pensamiento dominó la mente de Ghyl, o más bien una especie de certidumbre subió desde su subconsciente. Aquella chica no era una beneficiaría: ¡era una dama! ¡La Diferencia era evidente! En su voz, en su aspecto, en la marcada fragancia que la rodeaba.

    Exaltado, Ghyl se procuró unas copas de vino de Gade y llevó a la chica a un banco cubierto de cojines, en la sombra.

    —¿Cómo te llamas?
    —Shanne.
    —Yo, Ghyl. —La miró inquisitivamente—. ¿Dónde vives?

    Hizo un gesto amplio; era una chica alegre, con un centenar de actitudes animadas y una expresión irónica.

    —Aquí, allí, en todas partes. Vivo donde me encuentro.
    —Evidentemente. Yo también. Pero, ¿vives en la ciudad o... arriba, en una torre?

    Shanne alzó las manos, fingiendo desesperación.

    —¿Quieres robarme mis secretos? Y si no mis secretos, ¿mis sueños? Soy Shanne, una vagabunda sin reputación, dinero o esperanzas.

    Ghyl no se dejó engañar. La Diferencia era evidente; aquella indefinible particularidad que distinguía a los señores y a las damas del pueblo. ¿Un aura parapsíquica? ¿Un olor casi imperceptible, limpio y fresco como el ozono, quizá debido al contacto largo e íntimo con las capas superiores de la atmósfera? Sea como fuese, el efecto era delicioso. Ghyl se tensó ante un pensamiento desagradable. ¿Sería verdad lo recíproco? ¿Quizá la gente común les parecieran sucios, molestos y pesados, y con relentes nauseabundos? Los señores, que estaban tan ávidos por seducir a las chicas beneficiarías, no debían pensar lo mismo. Sentían la necesidad de conocer las pasiones honestas y sin afectaciones. Quizá la misma situación se daba entre las damas y los hombres del pueblo... La idea era desagradable y, de hecho, vagamente repugnante. Ghyl nunca había estado enamorado en serio. Su atracción por Sonjaly le parecía estúpida. Sonjaly, que en aquel momento bailaba de nuevo pegada a Nion. ¡Qué vulgar, comparada con Shanne!

    Shanne parecía por lo menos favorablemente dispuesta —maravilla de las maravillas—, pues le pasó la mano por el brazo y se dejó caer hacia atrás lanzando un suspiro, con su hombro tocando el suyo.

    —Adoro el Baile del Condado —dijo Shanne en voz baja—. Siempre hay tanta animación, tantas maravillas.
    —¿Habías venido alguna vez? —preguntó Ghyl, sufriendo por todas las experiencias que no había compartido con ella.
    —Sí, el año pasado. Pero tuve muy poca suerte. La persona que encontré era... grosera.
    —¿Grosera? ¿Cómo? ¿Qué hizo?

    Pero Shanne sonrió enigmáticamente apretando amistosamente el brazo de Ghyl.

    —Si te lo preguntó —le explicó— es porque no quiero cometer los mismos errores.

    Shanne se echó a reír, y Ghyl se quedó en la ignorancia, preguntándose qué groserías habría hecho aquel hombre.

    Shanne se levantó de un salto.

    —Ven; esta música me gusta; es una serenata de Mang. Quiero bailar.

    Ghyl miró dudoso hacia la pista.

    —Me parece terriblemente complicado. No conozco nada de baile.
    —¿Cómo? ¿No saltas y bailas en el Templo?

    La chica se burlaba de él, o eso pensó Ghyl. Bueno, era igual. Y su instinto había tenido razón. Era, ciertamente, una joven dama.

    —He dado muy pocos saltos —dijo—, los menos posibles. Como pago, Finuka me ha dado unas piernas poco hábiles, y no querría que pensases de mí que soy un patán. En el embarcadero hay una canoa; ¿quieres que te lleve a dar un paseo por el río?

    Shanne le lanzó una rápida y calculadora mirada y se pasó la lengua por los labios.

    —No —dijo con una voz pensativa—. No sería algo que me... beneficiase.

    Ghyl se encogió de hombros.

    —Intentaré bailar.
    —¡Magnífico! —Le sujetó para ayudarle a levantarse y, durante un segundo en que se quedó sin aliento, se pegó contra él, para que sintiera todos los contornos de su cuerpo. La piel de Ghyl se estremeció, las rodillas se le volvieron cálidas y débiles. Escrutando la cara de Shanne, la vio sonreír, una lenta sonrisa secreta, y Ghyl no supo qué pensar.

    Ghyl no bailaba mejor de lo prometido, pero Shanne parecía no notarlo y, la verdad, es que ella no lo hacía mejor que él, limitándose a seguir, aparentemente, el ritmo de la música. Una vez más, Ghyl tuvo la certeza de que era una joven dama.

    ¡Claro! No había querido ir con él al río por temor a que la raptase; resultaba evidente que no habría podido meter al garrión en la canoa. Ghyl se rió ahogadamente. Shanne levantó la cabeza.

    —¿Por qué te ríes?
    —Me siento feliz de estar vivo —dijo Ghyl con gravedad—. Shanne la vagabunda es la criatura más seductora que haya conocido.
    —Soy Shanne la vagabunda por esta noche —dijo, y sonó como si lo lamentase ligeramente.
    —¿Y mañana?
    —Chitón. —Puso la mano en los labios de Ghyl—. ¡Nunca pronuncies esa palabra! —Echando un rápido vistazo a derecha e izquierda, le condujo entre la multitud, hasta el banco.

    Empezaba a haber un cierto relajo entre los presentes. Los bailarines se tambaleaban, giraban y se pavoneaban con los ojos brillantes detrás de las máscaras. Algunos ejecutaban extravagantes piruetas, otros se detenían para besarse febrilmente, como si el mundo no existiera a su alrededor.

    Borracho de colores, sonidos y belleza tanto como de vino, Ghyl pasó el brazo alrededor de la cintura de Shanne que, dejando que la cabeza le reposara en su hombro, levantó la vista hacia su cara.

    —¿Sabes que puedo leer los pensamientos? Me gustan los tuyos. Eres fuerte, bueno e inteligente... Pero demasiado severo. ¿De qué tienes miedo? —Mientras hablaba, su rostro se acercó al suyo. Ghyl, sintiéndose como en un sueño, se aproximó un poco más; sus caras se encontraron, y la besó. Ghyl explotó interiormente. ¡Nunca, nunca más sería el mismo! ¡Qué cobarde e insignificante había sido el antiguo Ghyl Tarvoke! No había ya nada que estuviera por encima de su capacidad; qué abyectos le parecían sus objetivos anteriores... Besó de nuevo a Shanne.

    La chica suspiró.

    —Soy una desvergonzada. Te conozco apenas hace una hora.

    Ghyl tendió la mano hacia su antifaz, lo levantó y miró su rostro.

    —Desde hace mucho más tiempo. —Levantó el suyo—. Me reconoces.
    —Sí. No. No sé.
    —Piensa en el pasado... ¿Hace ocho años? Quizá nueve. Tú estabas en tu yate espacial. Un Déme negro y oro. Dos golfillos subieron a escondidas a bordo. ¿Te acuerdas ahora?
    —Naturalmente. Tú eras el que me desafió. Bandido, te merecías el castigo.
    —Sin duda. Te juzgué sin corazón, cruel... Tan lejana. Shanne se rió brevemente.
    —¿No te parezco ahora igual de lejana?
    —Pareces... No puedo encontrar la palabra. Pero aquel no fue nuestro primer encuentro.
    —¿No? ¿Cuándo, entonces?
    —Cuando yo era pequeño, mi padre me llevó a ver los títeres de Holkerwoyd. Tú te sentabas en la segunda fila.
    —Sí, me acuerdo. Es extraño que te hayas acordado.
    —¿Qué podía hacer? Debí presentir... este instante.
    —Ghyl... —Ella suspiró, bebió un trago de vino—. Amo tanto el suelo. ¡Aquí se encuentran las cosas sólidas, las pasiones! ¡Has tenido suerte!

    Ghyl se echó a reír.

    —No creo que lo digas en serio. No cambiarías tu vida por, digamos, la suya. —Señaló a Sonjaly. La música acababa de sonar, y Nion y Sonjaly se alejaron de la pista. Nion espiaba a Ghyl y contuvo el paso, volvió la cabeza, le miró fijamente y siguió.
    —No —concedió Shanne—. No lo haría. ¿La conoces?
    —Sí. Y también al hombre que la acompaña.
    —El fanfarrón. Le he observado. No era ése el que... —No terminó la frase, y Ghyl se preguntó lo que habría querido decir.

    Durante un momento se quedaron sentados tranquilamente. La música volvió a sonar, y Sonjaly pasó delante de ellos con el señor de negro y marrón. Con una especie de curiosidad soñadora, Ghyl buscó con la mirada a Nion y a Floriel, pero no los encontró.

    —Ahí está tu amiga —murmuró Shanne— con alguien a quien conozco. Y pronto no les volveremos a ver. —Le apretó el brazo—. No me queda vino.
    —Oh, cuánto lo siento. Un instante.
    —Te acompaño.

    Se acercaron a un tenderete.

    —Compra una jarra —le murmuró Shanne—. La verde.
    —Sí, vale. ¿Y luego?

    Ella no respondió. Un silencio cargado de significados. Ghyl tomó la jarra, y la agarró del brazo. Salieron, a lo largo de la orilla. Cien metros más allá, Ghyl se detuvo y besó a Shanne. Ella respondió con ardor. Se pasearon al azar, y encontraron al poco un amplio talud herboso. Damar, entrando en un nuevo cuarto, depositó un tembloroso sendero de cobre en las aguas.

    Shanne se quitó el antifaz y Ghyl hizo lo mismo; bebieron vino y Ghyl observó el río y, luego, la luna.

    —¿Estás tranquilo, estás triste? —preguntó Shanne.
    —En cierta manera. ¿Sabes por qué?

    Puso la mano en la boca de Ghyl.

    —No hables nunca de eso. Lo que deba ser, será. Lo que no ha de ser... no pasará nunca.

    Ghyl se volvió para mirarla, intentando adivinar hasta la última brizna del significado de la frase.

    —Pero —añadió la joven en voz baja—, lo que podría ser... será.

    Ghyl bebió un trago, dejó la jarra, se volvió hacia ella y la tomó entre sus brazos. Ella le abrazó y ambos fueron uno solo. Lo que siguió sobrepasó las más fantásticas ideas y sueños de Ghyl en los que se tenía por la reaparición mágica del propio Emphyrio.

    Hubo una pausa, durante la cual se quedaron sentados, apretados el uno contra el otro, bebiendo. La cabeza de Ghyl era un torbellino. Empezó a hablar, pero una vez más, Shanne le hizo callar y, arrodillándose, apretó la cabeza en su seno. Los cielos giraron de nuevo para Ghyl, y Damar pasó de la claridad a la evanescencia. Finalmente, llegó la calma. Ghyl alzó la jarra contra el claro de luna.

    —Bastante para los dos.
    —La cabeza me da vueltas —dijo Shanne.
    —A mí también. —La tomó de la mano—. ¿Y después de esta noche?
    —Mañana volveré a mi torre.
    —¿Cuándo te volveré a ver?
    —Lo ignoro.
    —Tengo que verte. ¡Te amo!

    Shanne, sentándose, se agarró las rodillas entre los brazos y sonrió mirando hacia Damar.

    —Dentro de una semana, exactamente, partiré de viaje hacia mundos lejanos, ¡más allá de las estrellas!
    —¡Si te vas, no te volveré a ver! —gritó Ghyl.

    Shanne sacudió la cabeza, con una sonrisa de tristeza.

    —Es muy probable.

    Un río frío corrió por las venas de Ghyl antes de transformarse en hielo. Se sentía tenso, vagamente aterrorizado, temeroso ante la perspectiva del futuro. Recobró el control de la voz.

    —Me has provocado con tu escandalosa conducta.
    —No, no —le reprochó Shanne con un dulce murmullo—. ¡Nunca digas eso! Podrías ser rehabilitado, o sufrir esas horribles cosas que hacen.

    Ghyl agachó lentamente la cabeza, con resignación.

    —Puede. —Se volvió una vez más para mirar a Shanne, la tomó en sus brazos y la besó en la cara, los ojos, la boca. Ella suspiró, su fundió con él. El estado anímico de Ghyl era menos doloroso; se sentía tan viejo como Damar, sabio con la sabiduría de todos los mundos.

    Finalmente, se levantaron.

    —¿Dónde vas a ir ahora? —preguntó.
    —Al pabellón. Debo encontrar a mi padre. Se estará preguntando dónde estoy.
    —¿No estará enfadado?
    —No creo.

    Ghyl puso las manos en los hombros de la chica.

    —¡Shanne! ¿No podemos irnos los dos juntos lejos de Ambroy? ¡Al Continente Sur! ¡A las Islas de Mang! Viviríamos juntos el resto de nuestras vidas.

    Shanne cerró una vez más la boca de Ghyl con los dedos.

    —Es imposible.
    —¿Y no te volveré a ver nunca más?
    —Nunca más.

    Hubo un ruido a sus espaldas, un paso tranquilo. Ghyl se volvió para ver una masa negra que se mantenía pacientemente al lado del río bañado por el claro de luna.

    —Sólo es mi garrión —dijo Shanne—. Vamos, volvamos al pabellón.

    Volvieron caminando junto a la orilla. A sus espaldas, a una distancia discreta, el garrión les seguía.


    13


    De vuelta al pabellón, Shanne besó a Ghyl en la mejilla y, tras ponerse otra vez el antifaz, se alejó deslizándose entre las sombras de colores hacia un grupo de señores y damas.

    Ghyl la miró un momento y luego se alejó de su lado. ¡Qué diferente parecía el universo! ¡Qué extraña le parecía su vida de una semana antes! Floriel estaba por allí, y Ghyl se acercó a él.

    —Hola. Aquí estoy. ¿Dónde está Sonjaly? ¿Y Nion?

    Floriel se rió de un modo forzado.

    —Te lo has perdido todo.
    —¿Qué?
    —Sí. Un señor con armadura —puede que le hayas visto— se interesó por Sonjaly. A Nion le molestaron sus intimidades y, cuando los dos salieron para pasearse por la orilla del río, Nion echó a correr detrás de ellos, aunque no fuera algo que le importase realmente. Si alguien tenía que haber estado descontento, era yo. Bueno, les seguí para ver lo que iba a pasar y Nion desafió al señor; el garrión lo cogió, le zarandeó y le tiró al agua. Luego, el señor tomó del brazo a Sonjaly y se fue con ella, mientras que Nion iba a la deriva, llevado por la corriente, barboteando y maldiciendo. ¡Era espléndido! No le he vuelto a ver.

    Ghyl se echó a reír: un graznido de alegría tan seca que Floriel le miró extrañado.

    —¿Y tú qué has hecho? Te vi hace un rato con una chica vestida de blanco.
    —¿Estás dispuesto a marcharte?
    —¿Por qué no? Ha sido una velada lamentable. Nunca volveré al Baile del Condado. Son futilidades y vanidades sin una onza de verdadera diversión. Vale, vámonos. —Caminaron en la noche hasta el embarcadero, y Floriel cruzó el río con la canoa. Damar se había puesto; una luz cenicienta brillaba en el cielo, al este. Una lámpara parpadeó en la sala de la villa, y reveló a Nion sentado envuelto en una manta, bebiendo té. Levantó los ojos cuando entraron Floriel y Ghyl y emitió un gruñido, mezcla de bienvenida y desaprobación.
    —Al fin llegáis. ¿Qué os ha retenido tanto tiempo? ¿Sabéis que un garrión me pegó y me tiró al río?
    —¡Aprovéchalo! —le dijo Floriel. Sirvió té y le pasó una taza a Ghyl. Los tres se sentaron en tenso silencio. Ghyl emitió al fin un sonido, a medio camino entre un suspiro y un gruñido.
    —La vida en Ambroy es bastante inútil. Tiempo perdido.
    —¿Y ahora te das cuenta? —preguntó Nion amargamente.
    —Probablemente lo sea en todas partes —observó Floriel sorbiendo.
    —Por eso me quedo en Ambroy —declaró Nion—. Por eso y porque aquí puedo vivir decentemente.

    Ghyl apretó la taza entre los dedos.

    —Si tuviera valor... si uno de nosotros tuviera valor... iríamos en busca de otra cosa.
    —¿Qué quieres decir con... otra cosa? —preguntó Nion con voz arisca.
    —No lo sé realmente. Algo grandioso. ¡La ocasión de hacer algo notable, reparar un mal terrible, cumplir grandes hazañas, inspirar a los hombres para toda la eternidad! ¡Cómo Emphyrio!

    Nion se rió.

    —¿Otra vez con Emphyrio? Una vez ya las pasamos bastante mal por su culpa. Para lo que nos valió...

    Ghyl no le prestó atención.

    —La verdad de Emphyrio existe en alguna parte. Quiero conocer esa verdad. ¿Vosotros no?

    Floriel, más perceptivo que Nion, examinó a Ghyl con extrañeza.

    —¿Por qué es tan importante para ti?
    —Emphyrio me ha obsesionado toda mi vida. Mi padre murió por lo mismo: se tenía por Emphyrio. Quería llevar la verdad a Ambroy. Si no hubiera sido así, ¿por qué corrió tantos riesgos?

    Nion se encogió de hombros.

    —La verdad nunca te dará créditos. —Miró a Ghyl, juzgándole—. La chica con la que estabas sentado... ¿no era una dama?
    —Sí, Shanne —Ghyl pronunció el nombre dulcemente.
    —A juzgar por su cara, parecía atractiva. ¿La volverás a ver?
    —Debe irse de viaje. Y yo me quedo.

    Nion le miró con las cejas enarcadas. Emitió un pequeño aullido con una risa amarga.

    —¡Creo —le dijo a Floriel— que es el gran amor de Ghyl!

    Floriel, todavía impresionado por la infidelidad de Sonjaly, no estaba particularmente interesado.

    —Podría ser.

    Nion se dirigió a Ghyl con una voz seria, no condescendiente.

    —Mi querido amigo, no hay que tomarse en serio a esa gente. ¿Por qué te crees que vienen al Baile del Condado? Por una única razón: tener una aventurilla. Liberan sus tensiones y emociones; después de todo, sus existencias no son normales allí arriba, en sus torres. Detestan la vanidad, la arrogancia y la frialdad de los suyos. Consecuentemente, bajan al Baile del Condado y se calientan con el fuego de las verdaderas pasiones.
    —Eso es absurdo —murmuró Ghyl—. No ha sido así.
    —¡Ah! ¿Te ha dicho que te amaba?
    —No.
    —¿Aceptó volver a verte?
    —No. Pero es porque tiene que irse muy pronto de viaje. Me lo explicó.
    —¡Oh! —Nion se rascó el mentón, pensativo—. ¿Te dijo cuándo se iba?
    —Sí.
    —¿Cuándo?

    Ghyl miró con ojos penetrantes a Nion Bohart, cuya voz se había vuelto de forma súbita muy cortante.

    —¿Por qué me lo preguntas?
    —Tengo mis razones... Es extraño que se haya mostrado tan confiada. Son gente habitualmente muy reservada. Has debido tocar su corazón.

    Ghyl lanzó una risotada hueca.

    —Dudo que tenga uno.

    Nion reflexionó un momento y miró a Floriel.

    —¿Estarías dispuesto?

    Floriel se enardeció.

    —Nunca lo he estado tanto. Pero no sabemos cuándo embarcarán, ni dónde.
    —Probablemente en el puerto espacial de Godero.
    —Probablemente. Pero no sabemos qué yate es. —Floriel miró a Ghyl—. ¿Te ha dicho en que navío pensaba partir?
    —Lo conozco.

    Nion se levantó de un salto.

    —¿De verdad? ¡Magnífico! Nuestros problemas están resueltos. ¿Qué dices? ¿Quieres venir con nosotros en esta aventura?
    —¿Robar el yate espacial?
    —Sí. Es una ocasión excepcional. Sabemos —bueno, tú sabes— la fecha de partida, cuando el yate esté lleno de carburante, aprovisionado, con tripulación y listo para el espacio. Lo único que nos falta por hacer es subir a bordo y ocupar los puestos de los señores.

    Ghyl agachó la cabeza.

    —¿Y después?

    Nion dudó un instante que apenas fue perceptible.

    —Bueno, intentaremos sacar un rescate por los cautivos. Es lo natural.
    —No pagarán. Han hecho un pacto.
    —Eso me han dicho. Bueno, si no quieren pagar, no pagarán. Les dejaremos en Morgan, o en algún sitio parecido, y luego nos iremos en busca de riquezas y aventuras.

    Ghyl bebió un poco de té y miró a la corriente de agua del exterior. ¿Qué podía ofrecerle Ambroy? ¿Una vida dedicada a tallar madera y las recriminaciones de Schute Cobol? ¿Shanne? Después de todo, ¿había pasado por él sólo como una bestia enloquecida por el alcohol? Si ella pensase en él alguna vez...

    Ghyl se estremeció. Respondió lentamente:

    —Sólo me gustaría ir al espacio para encontrarme con el Historiador que conoce toda la historia de la raza humana.

    Floriel rió con indulgencia.

    —¿Quieres hacer una encuesta en profundidad sobre la vida de Emphyrio?
    —¿Por qué no? —dijo tranquilamente Nion—. Está en su derecho. Una vez tengamos el navío y hayamos ganado unos cuantos créditos, nada habrá que se oponga.

    Floriel se encogió de hombros.

    —Supongo que no habría problemas.

    Ghyl miró primero a uno, luego al otro.

    —Antes de seguir hablando, hay una cosa fundamental en la que debemos estar de acuerdo: nada de asesinatos, ni de pillajes, ni raptos, ni actos de piratería.

    Nion, exasperado, se rió.

    —¡Seremos piratas en el mismo momento en que robemos el yate espacial! ¿Por qué no llamamos a las cosas por su nombre?
    —Es verdad.
    —Los señores van a llevar una importante suma de dinero para sus gastos —hizo ver Floriel—. No veo ninguna razón para dejársela.
    —También con eso estoy de acuerdo. Quitarles sus bienes a los señores es lícito. Si les robamos el yate, sería de idiotas andarse con prejuicios con la calderilla. Pero luego ya no robaremos a nadie, ni haremos más actos punibles, ¿de acuerdo?
    —Sí, sí —respondió Nion con impaciencia—. Y, ahora, ¿cuándo debe despegar el yate espacial?
    —¿Y tú, Floriel?
    —Claro que estoy de acuerdo. Todo lo que queremos es el yate.
    —Muy bien; hagamos un pacto solemne. Nada de asesinatos...
    —Salvo en casos de legítima defensa —insertó Nion.
    —Ni raptos, ni pillajes, u otras acciones que puedan dañar a alguien.
    —Entendido —dijo Floriel.
    —Entendido —repitió Nion.
    —El navío partirá en menos de una semana... una semana a partir de ayer. Floriel conoce muy bien el aparato. Es el Déme negro y oro del que fuimos expulsados hace ya mucho tiempo.
    —¡No me digas! —se sorprendió Floriel.
    —Otra cosa —añadió Ghyl—. Admitiendo que podamos apoderarnos del yate, ¿quién puede pilotarlo? ¿Quién puede hacer funcionar los motores?
    —No hay problema —dijo Nion—. Los señores no pilotan; contratan técnicos de Luschein, que nos servirán obedientemente mientras cobren sus salarios.
    —Entonces —concluyó Floriel— decidido. ¡Es como si el yate espacial fuera ya nuestro!
    —¿Cómo podríamos fracasar —preguntó Nion—. Necesitaremos dos o tres personas más, claro está: Mael y Shulk y Waldo Hidle; Waldo nos encontrará las armas. ¡Maravilloso! ¡Una nueva vida se abre ante nosotros! —Levantó la taza y los conspiradores bebieron a la salud de su peligrosa aventura... con té.


    14


    Ghyl volvió a la Plaza de Undle con la impresión de volver a ver un lugar que había conocido mucho tiempo antes. Un alto cortinaje de nubes cubría el cielo, que dejaba filtrarse una luz suave hacia la plaza. En la atmósfera flotaba un silencio sobrenatural; la calma que precedía a la tormenta. A su alrededor había pocos beneficiarios y éstos se apresuraban para ir a sus destinos, con las capuchas apretadas alrededor de las cabezas, como si fueran insectos que huyeran de la luz. El familiar olor del serrín y los barnices llegó hasta su nariz; las moscas zumbaban en los cristales. Como siempre, Ghyl dirigió la mirada hacia el banco de Amianto, como si esperase ver algún día su silueta familiar. Fue a su banco y se quedó varios minutos contemplando el biombo que nunca terminaría.

    No lo lamentaba. Su vida pasada era como algo muy lejano. ¡Qué limitada había sido! ¿Y el porvenir? Era informe, sin horizonte: un sitio inmenso barrido por los vientos. No podía imaginarse el sentido que tomaría su existencia... admitiendo, evidentemente, que el acto de piratería que iba a llevar a cabo tuviera éxito. Miró a su alrededor por el taller. Sus herramientas y las cosas que poseía, los disparatados aparatos de Amianto... todo se quedaría allí. Salvo la vieja carpeta, que Ghyl no abandonaría nunca. La cogió de la cómoda y se quedó inmóvil, sujetándola con incertidumbre. Era demasiado voluminosa como para llevársela. Hizo un paquete en el que colocó las cosas de más valor. En cuanto al resto... simplemente, se iría y nunca regresaría. Aquella habitación cuyas ventanas tenían cristales color ámbar y el suelo cubierto de viruta estaba llena de recuerdos.

    A la mañana siguiente, Nion, Florial, Mael y Waldo Hidle llegaron al taller, y el grupo elaboró sus planes. Nion propuso un proyecto tan simple como temerario, con todas las cualidades de una acción directa. Había notado que los garriones nunca se detenían en los portillos que controlaban el acceso a la pista sur del puerto espacial, y que salían y entraban sin ser molestados. Los miembros del grupo de disfrazarían de garriones, y podrían así llegar a la avenida en la que estaban aparcados los yates espaciales, y se ocultarían junto al Déme negro y oro. Cuando la tripulación de luschianos subiera a bordo, probablemente acompañada por uno o dos garriones, el grupo, con discreción y un mínimo de violencia —según criterio de Ghyl—, dominaría a los garriones, sometería a los tripulantes y se haría con el control del yate. Nion y Floriel querían esperar a los señores y dejarles subir a bordo, para tomarles como rehenes y retenerles hasta el pago de su rescate. Ghyl se inclinó en contra.

    —En primer lugar, si esperásemos, las oportunidades de fracasar serían mayores. En segundo, los señores no pagarán ningún rescate; su pacto les protege contra los raptos.
    —¡Bah! —dijo Nion—. Pagarán, no te preocupes. ¿Crees que están dispuestos a sacrificarse? ¡Yo te digo que no!

    Waldo Hilde, un joven alto, de rasgos agudos, pelirrojo y ojos de un color amarillo pálido, tomó partido por Ghyl.

    —Estoy de acuerdo con lo de tomar el navío y marcharnos a toda prisa. Cuando hayamos empezado, seremos muy vulnerables. Supongamos que llega un mensaje y no damos la respuesta correcta, o que nos olvidamos de alguna pequeña formalidad. La patrulla estaría encima nuestro enseguida.
    —Muy bien —dijo Nion—. Pero admitamos que escapamos con el navío. ¿Cómo haríamos para conseguir dinero? Tendríamos que quedarnos en tierra. El rapto es una buena forma de conseguir dinero.
    —Si se niegan a pagar el rescate —añadió Floriel—, como sugiere Ghyl, nuestra situación no será tan crítica. Los dejaríamos en cualquier lado.
    —Y, además —indicó Nion—, sin duda, llevarán créditos con ellos, ¡y nos serán muy útiles!

    Ghyl no pudo encontrar ningún argumento en contra lo bastante convincente y, tras algunas discusiones, el plan de Nion fue aceptado.

    Todos los días, los conspiradores se reunieron en el taller para entrenarse en la imitación de las actitudes y la forma de andar de los garriones. Waldo Hilde y Nion consiguieron máscaras y trajes de garriones; luego, las repeticiones se hicieron con disfraz, criticando entre todos las impresiones o inexactitudes del comportamiento de los demás.

    Por tres ocasiones, hicieron discretas visitas al puerto espacial y establecieron con precisión el plan a seguir.

    La noche precedente al día señalado, se reunieron en el taller del ebanista e intentaron dormir, sin mucho éxito a causa de la tensión.

    Antes del alba, se levantaron para teñirse la piel del color púrpura de los garriones y meterse los arneses, que ya les eran familiares. Luego, tras envolverse en las capas, se marcharon.

    Ghyl fue el último en salir. Durante un instante se quedó en el umbral, recorriendo con la mirada los familiares bancos y las hileras de herramientas, con las lágrimas aflorando a sus ojos. Cerró la puerta, se dio la vuelta y siguió a sus compañeros.

    Ya estaban comprometidos. Se encontraban en la calle, disfrazados de garriones, lo que era antirreglamentario. Si eran detenidos, tendrían que enfrentarse a una investigación minuciosa... cuando menos.

    La Línea Elevada les condujo al puerto espacial, y cada uno de ellos tocó, con la hombrera de garrión, la placa de registro. En algún tiempo, sus maletas serían facturadas, pero no estarían allí para pagar; o, al menos, eso esperaban. Cuando llegaron al depósito, atravesaron la sala llena de ecos, con las grandes zancadas de los gorriones en las que tanto se habían entrenado. Nadie se fijó en ellos.

    La primera prueba se realizó en el postillón de control. El guarda echó una mirada desprovista de emoción por encima del mostrador y pulsó el botón de apertura. La puerta se deslizó hacia un lado y los conspiradores salieron al sector sur de la pista.

    Bajaron por la avenida de acceso, pasando ante un yate, luego otro, y deteniéndose ante la proa y las estructuras de popa del navío que precedía al Déme negro y oro del que Ghyl y Floriel fueran expulsados tantos años antes.

    Pasó el tiempo. El sol se fue elevando en el cielo. Un cargo rojo y negro desapareció por el sector norte, al encuentro de las autoridades.

    Nion habló con voz seca.

    —Llegan. —Señaló un grupo que se aproximaba a lo largo de la avenida: seis tripulantes de Luschein y dos garriones.

    El plan dependía de quiénes entrasen los primeros en el navío, los garriones o los tripulantes. Estos últimos no estarían armados, pero si eran testigos del ataque, ciertamente, darían la alarma. En el mejor de los casos, la tripulación embarcaría en el navío mientras los garriones se detenían unos segundos en el exterior para soltar las anclas de proa, o para efectuar alguna otra tarea igual de anodina.

    No fue el mejor de los casos. Los garriones subieron por la rampa, abrieron la puerta, se giraron y se quedaron inmóviles, mirando a la avenida, como advertidos del asalto que los conspiradores habían planeado. La tripulación trepó por la rampa y entró en el navío. Los garriones les siguieron y la puerta se cerró.

    Los conjurados observaron todo en silencio, tensos y contrariados. No habían tenido ocasión de actuar. En el mismo instante en que hubiesen aparecido, los garriones les habrían apuntado con sus armas.

    —Bueno, habrá que esperar a los señores —silbó Nion—. Luego, ¡pasaremos a la acción!

    Pasó una hora, dos horas; los conspiradores no aguantaban más. Al fin, a lo largo de la avenida se acercó un pequeño transporte lleno de maletas grises y paquetes. Equipajes personales. El transporte se detuvo bajo el Déme; una esclusa se abrió en la proa, y descendió por ella una plataforma de carga; las maletas y los paquetes fueron transferidos e izados al vientre del Déme. El transporte deshizo el camino que había seguido para llegar.

    La atmósfera se volvió pesada a causa de la inminencia de la acción. El estómago de Ghyl empezó a revolverse; le parecía que había pasado toda su vida bajo la cala de proa del yate espacial.

    —¡Ahí están los señores! —murmuró Floriel al fin—. ¡Todo el mundo atrás!

    Tres señores y tres damas venían a lo largo de la avenida. Ghyl reconoció a Shanne. Tras ellos avanzaban dos garriones. Nion susurró algo a Floriel por un lado y a Mael por otro.

    El grupo dejó la avenida y subió por la rampa del Déme. La puerta de entrada se abrió.

    —¡Ahora! —gritó Nion. Avanzó, subió por la rampa a toda prisa; los otros le siguieron. Los garriones tomaron las armas inmediatamente, pero Nion y Mael ya estaban dispuestos. Un rayo de energía salió de sus pistolas; los garriones se derrumbaron por el suelo.
    —¡Deprisa! —ordenó secamente Nion a los señores—. ¡Al navío! ¡Cooperad si en algo valoráis la vida!

    Los señores y las damas se replegaron al yate espacial; detrás entraron Nion, Mael y Floriel, luego lo hicieron Ghyl y Waldo.

    Irrumpieron en la cabina principal. Los dos garriones que habían subido a bordo con la tripulación se quedaron un momento tan amenazantes como indecisos; luego se lanzaron hacia adelante, chascando las mandíbulas. Nion, Mael y Floriel dispararon contra los garriones, que se convirtieron en masas de carne negruzca, hirviente. Las damas empezaron a gemir, horrorizadas, y los señores emitirieron roncos sonidos.

    Del depósito se elevó el sonido de una sierra, primero calmada y luego furiosa. Era evidente que alguien había visto la agresión desde la torre.

    Nion Bohart corrió a la sala de máquinas y agitó el arma frente a los tripulantes luschianos.

    —¡Despegad! ¡Hemos tomado el control y, si nos vemos amenazados, seréis los primeros en morir!
    —¡Insensatos! —gritó uno de los señores—. ¡Haréis que nos maten a todos! ¡La torre de control tiene orden de disparar y abatir todos los aparatos capturados! Poco importa quién se encuentre a bordo, ¿lo sabíais?
    —¡Deprisa! —aulló Nion—. ¡Despegad! ¡Despegad o estamos todos muertos!
    —¡Los motores apenas están calientes; el sistema pre-trans no ha sido verificado! —gimió el ingeniero de Luschein.
    —¡Despega... o te corto las piernas!

    El navío se elevó, oscilando y tambaleándose por los desequilibrados propulsores, y aquello les salvó de la destrucción cuando los cañones de energía, guiados desde la torre, hicieron puntería, pues, antes de que pudieran disparar, el navío tomó velocidad y se desvanecieron en el espacio.


    15


    Nion Bohart tomó el mando del navío, un hecho que aceptaron tácitamente sus compañeros... y que les fue impuesto a los señores. Llevaba la autoridad con modos chabacanos y arrogantes, pero sus amigos no ponían en duda su fervor, su devoción y el placer que le proporcionaba el éxito de su proeza.

    Apuntó a los señores mientras Floriel les cacheaba. No encontró armas, ni la importante cantidad de dinero que esperaban hallar los conjurados.

    —Veamos —dijo Nion duramente—, ¿dónde está el dinero? ¿Tenéis créditos, valores, o cualquier otra cosa?

    El señor que poseía el navío, un individuo de rostro delgado y taciturno, vestido con un traje de lame plateado y terciopelo rosa con un elegante sombrero de mallas de plata, le respondió con voz socarrona.

    —El dinero se encuentra en las maletas, ¿dónde si no?

    Nion, sin embarazarse excesivamente por el desprecio del señor, se pasó las armas a la cintura.

    —Tu nombre, por favor.
    —Soy Fanton el Spay. Ésta es mi esposa, Dama Radance, y esta mi hija, Dama Shanne.
    —Muy bien. ¿Y usted, señor?
    —Yo soy Ilseth el Spay, y ésta mi esposa, Dama Jacinta.
    —Bien. ¿Vos?
    —Soy Xane el Spay.
    —Vale. Si queréis, podéis sentaros.

    Los señores y las damas se quedaron en pie unos instantes, luego Fanton murmuró algo y el grupo se dirigió a un diván que recorría el casco.

    Nion echó un vistazo por la cabina. Señaló a los cadáveres de los garriones.

    —¡Ghyl, Waldo, quitad de en medio esta basura!

    Ghyl se inmovilizó, tenso, ardiendo de resentimiento. En cada grupo parecido al suyo, hacía falta un jefe. Pese a todo, según Ghyl, Nion se había apoderado del cargo un tanto arbitrariamente. Si obedecía aquella orden sin decir nada, admitiría la autoridad de Nion. Si se negaba a obedecerla, daría pie a un conflicto, y se ganaría el odio inmediato y tenaz de Nion. Así que había que someterse o luchar.

    Prefirió el enfrentamiento.

    —El estado de urgencia ha terminado, Nion. Hemos empezado esta aventura en pie de igualdad, sigamos así.
    —¿Qué quieres decir? —aulló Nion—. ¿Te niegas a hacer el trabajo ingrato?

    Durante un momento de tensión, se miraron cara a cara, Nion sonriente, pero visiblemente contrariado.

    —No podemos permitirnos el lujo de empezar a discutir con cada detalle —gruñó—. Alguien tiene que dar las órdenes.
    —En ese caso, habrá que organizar un turno de responsabilidades. Floriel puede comenzar, y yo seré el siguiente, o Mael, o tú, o Waldo... no tiene importancia. Pero nuestro grupo tiene que ser una asociación de igualdad más que un capitán y sus secuaces... —Ghyl, que creía que era el momento de conseguir alguna ayuda, miró a los demás—. ¿Estáis de acuerdo, muchachos?

    Waldo, dudoso, habló en primer término.

    —Sí, estoy de acuerdo. No hemos tenido que enfrentarnos a un peligro hasta ahora.
    —No me gusta recibir órdenes —aprobó Mael—. Como ha dicho Ghyl, formamos un grupo. Antes de actuar, tomemos juntos las decisiones.

    Nion miró a Floriel.

    —¿Y tú?

    Floriel se pasó la lengua por los labios.

    —Aceptaré la decisión de la mayoría.

    Nion se rindió graciosamente.

    —Está bien. Formamos un grupo, y actuaremos como tal. Sin embargo, debemos tener reglas y directivas, pues de otro modo nos disgregaremos.
    —No hay objeción a ese respecto —respondió Ghyl—. Sugiero que encerremos a nuestros invitados, pasajeros, prisioneros —o como queráis llamarles— en sus camarotes y mantengamos una reunión.
    —Muy bien —asintió Nion, que añadió con la voz cargada de sarcasmo—: Quizá Mael y Floriel podrían encerrar a nuestros huéspedes mientras que yo, Waldo y Ghyl, si así se decide, nos libramos de los cadáveres.
    —Les ruego que me perdonen un momento antes de empezar la conferencia —intervino el Señor Fanton—. ¿Qué intenciones tienen con respecto a nosotros?
    —Obtener rescate —respondió Nion—. Tan simple como eso.
    —En ese caso, tendrán que revisar sus planes. No pediremos nada y, además, aunque lo hiciéramos, no les pagarían tampoco nada. Es nuestra ley. Vuestro acto de piratería no sirve de nada.
    —No del todo —replicó Nion—. Aunque lo que dice sea verdad, estamos en posesión del navío, lo que ya representa una fortuna. Si no pagáis el rescate, os llevaremos al mercado de esclavos de Wale. Las mujeres irán a los burdeles y los hombres a trabajar en las minas, o a recoger flores de silicio en el desierto. ¡Si preferís eso a un rescate, por nosotros no hay inconveniente!
    —No es una cuestión de preferencia —dijo Ilseth el Spay, que parecía menos decidido que Fanton—. Tenemos una ley y hemos de cumplirla.

    Ghyl, a su vez, también habló, sobre todo para cortar a Nion.

    —Discutiremos su situación en la conferencia. No tenemos intención de hacerles ningún daño, siempre que no creen problemas.
    —Por favor, a los camarotes —ordenó Nion.

    El navío flotaba tranquilamente en el espacio, con los propulsores detenidos, mientras los cinco jóvenes piratas conferenciaban.

    Se habló en primer lugar de la cuestión del mando. Nion Bohart era todo miel.

    —En una situación como la nuestra, alguien debe actuar de coordinador. Es una cuestión de responsabilidad, de competencia, de confianza mutua. Si alguien quiere el trabajo de jefe, ése no soy yo. Pero si quiero atribuírmelo es porque me siento responsable del grupo.
    —Yo no quiero ser el jefe —dijo Floriel virtuosamente, lanzando una mirada bastante maliciosa hacia Ghyl—. Me alegraría que alguien más competente se ocupase de todo.

    Mael sonrió, un poco disgustado.

    —Tampoco yo quiero ese trabajo, pero, por otro lado, tampoco quiero hacer el trabajo sucio e ir de un lado a otro mientras los demás juegan a ser los jefes.
    —Ni yo —le hizo eco Waldo—. Quizá no tengamos realmente necesidad de un jefe. Es fácil discutir y llegar a un compromiso unánime.
    —Eso significaría discusiones continuas —rezongó Floriel—. Sería más práctico confiar el trabajo a un hombre que sepamos que es competente.
    —No habrá discusiones si establecemos unas reglas y nos atenemos a ellas —afirmó Ghyl—. Después de todo, no somos piratas; no pensamos dedicarnos al pillaje, ni a actos violentos.
    —¿Y cómo piensas vivir si no obtenemos el dinero del rescate? —le interrogó Nion—. Tenemos un yate espacial, pero no medios para mantenerlo.
    —Nuestro pacto original estaba claro —observó Ghyl—. Convinimos en no matar. Han muerto cuatro garriones, y supongo que era algo inevitable. Estábamos de acuerdo en intentar conseguir un rescate, y, después de todo, ¿por qué no? Los señores son parásitos y sin las presas ideales. Pero, lo que es más importante, estuvimos de acuerdo en no utilizar el yate espacial ni para el pillaje ni para la piratería, sino para viajar. ¡Viajar a los mundos lejanos que todos hemos soñado visitar!
    —Todo eso es muy bonito —dijo Floriel mirando a Nion—. Pero, cuando las provisiones se acaben, ¿qué comeremos? ¿Cómo pagaremos las tasas de los puertos espaciales?
    —Podemos alquilar el navío, llevar gente aquí o allá, organizar exploraciones o aventuras. Estoy seguro de que se pueden sacar honestos beneficios de un yate espacial, ¿no?

    Nion sacudió la cabeza con tranquila sonrisa.

    —Ghyl, amigo mío, nuestro universo es cruel. La honestidad es una palabra muy noble, pero sin sentido. No podemos permitirnos mostrarnos sentimentales. Nos hemos comprometido, y ya no podemos volvernos atrás.
    —¡Eso no es lo que convinimos al empezar! —insistió Ghyl—. ¡Nos comprometimos a no cometer ni asesinatos ni pillaje! Nion se encogió de hombros.
    —¿Qué piensan los demás?
    —Debemos vivir bien —dijo Floriel muy tranquilo—. No tengo escrúpulos al respecto.

    Mael, molesto, sacudió la cabeza.

    —No tengo nada que objetar al robo, siempre que las víctimas sean ricas. Pero no quiero matar, esclavizar ni raptar gente.
    —Pienso igual —dijo Waldo—. Robar es, de un modo u otro, ley de la naturaleza y todos los seres vivientes roban a sus prójimos, lo que forma parte del proceso de supervivencia.

    Una sonrisa, lenta, tranquila, se formó en el rostro de Nion.

    —¡Ése no era nuestro pacto! —gritó Ghyl apasionadamente—. Decidimos vivir honestamente cuando tuviéramos el yate. ¡Sería inadmisible que rompierais el acuerdo! ¿Cómo íbamos a confiar los unos en los otros? ¿No nos hemos lanzando a esta aventura en busca de la verdad?
    —¿La verdad? —ladró Nion—. ¡Sólo un idiota pronunciaría esa palabra! ¿Qué significa? No lo sé.
    —Uno de los aspectos de la verdad es respetar las promesas. Lo que más interesa, por el momento —le respondió Ghyl.
    —Sugieres... —empezó Nion.

    Mael se levantó y abrió los brazos.

    —¡Basta de disputas! ¡Esto es una locura! Debemos trabajar juntos.
    —Exacto —aprobó Floriel mirando a Ghyl con desprecio—. ¡Tenemos que pensar en el bien común y en el beneficio de todos!
    —Pero seamos honestos entre nosotros —intervino Waldo—. No podemos negar que cerramos un pacto con los términos que dice Ghyl.
    —Quizá —reconoció Floriel—, pero si cuatro de nosotros quieren hacer modificaciones al mismo, ¿los proyectos de la mayoría deben doblegarse a los caprichos de Ghyl? Recordad que la búsqueda de la verdad...
    —¡Sea cual sea el significado de esa palabra! —exclamó Nion.—... no nos va a llenar el estómago.
    —Olvidaros de mi idealismo durante cinco minutos —sugirió Ghyl—. Sólo quiero que nos atengamos a los términos de nuestro pacto. ¿Quién sabe? Quizá nos fuera mejor como hombres honestos que como bandidos. A lo mejor lo encontráis preferible a vivir continuamente con el temor de ser arrestados y castigados.
    —Ghyl lleva un punto —admitió Waldo—. Siempre podemos probar.
    —Nunca había oído decir que alguien viviera a gusto con sólo un yate espacial —rezongó Nion—. Seamos razonables: ¿quién nos molestará si nos dedicamos a unas pocas y tranquilas confiscaciones?
    —Nuestro pacto era claro y preciso —recordó Ghyl—. No robos, no piratería. Hemos llevado a buen término nuestro proyecto principal: tenemos un yate espacial. Si cinco hombres como nosotros no pueden vivir honestamente por sí mismos, ¡merecemos morirnos de hambre!

    Hubo un silencio. Nion hizo una mueca de desagrado. Floriel se agitó nerviosamente y miró al suelo, al techo, a todos lados menos a Ghyl.

    —Muy bien, entonces. Probemos —dijo Mael pesadamente—. Si fracasamos, deberemos probar otra cosa... o quizá separarnos.
    —En ese caso —preguntó Nion—, ¿qué pasaría con el yate espacial?
    —Podríamos venderlo y repartir el dinero. O echarlo a suertes.
    —Bah. ¡Qué historia más mala!
    —¿Cómo dices eso? —gritó Ghyl—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Tenemos nuestro yate espacial! ¿Qué más podemos pedir?

    Nion le dio la espalda y se fue a mirar por la compuerta delantera.

    —Siempre podemos intentar conseguir el rescate de los señores. Escuchad, les impondremos nuestras condiciones por separado y así les sacaremos la verdad. No puedo admitir que no paguen para ahorrarse lo de Wale.
    —Intentaremos convencerles por todos los medios —aprobó Waldo, deseoso de restaurar los lazos de cooperación y buena camaradería.

    El señor Fanton fue el primero en ser conducido a la cabina principal. Hizo correr la mirada airada de un rostro a otro.

    —¡Sé lo que queréis: el rescate! ¡No contéis con él! Nion habló con voz suave.
    —¿No querrá que usted y su familia sean enviados a los mercados de esclavos?
    —Evidentemente. Pero no puedo pagar rescate, ni mis amigos tampoco. Así que haced lo que queráis, que no sacaréis nada de nosotros.
    —Sólo el valor de vuestras personas —respondió Nion—. Muy bien, vuelva al camarote.

    Xane el Spay fue llevado a la cabina principal. Nion avanzó hacia él, dándose importancia, con las manos en las caderas; pero Ghyl se le adelantó.

    —Señor Xane, no deseamos que nadie padezca innecesariamente; sin embargo, esperamos obtener un rescate a cambio de vuestro regreso sano y salvo a Ambroy.

    El Señor Xane abrió los brazos en signo de impotencia.

    —Las esperanzas son gratuitas. Yo también tengo las mías, pero, ¿se cumplirán? Lo dudo.
    —¿Es cierto que no podéis pagar rescate?

    Xane el Spay se rió embarazado.

    —Lo primero que debéis saber es que tenemos muy poco dinero disponible.
    —¿Qué? —exclamó Mael—. ¿Con el 1,18 por ciento de todas las rentas de Ambroy?
    —Pues es cierto. El Gran Señor Dugald el Boimarc es un contable muy estricto. Una vez deducidas las tasas, los gastos generales y otras cosas, nos queda muy poca cosa, podéis creerme.
    —¡Yo, en todo caso, no me lo creo! —explotó Floriel—. Gastos, tasas... ¿nos toma por imbéciles?

    Con voz de falsete, Nion preguntó:

    —¿Dónde va todo ese dinero? Es una suma importante.
    —Tendríais que preguntarle al Gran Señor Dugald. Y, además, no debéis olvidar que nuestras leyes prohiben el pago de un rescate, aunque fuera el de un viejo sequín usado.

    El Señor Ilseth el Espay hizo una afirmación parecida. Lo mismo que Fanton y Xane, declaró que no podía pagarse ni un billete de rescate...

    —Entonces —dijo Nion con tono siniestro—, os venderemos en Wale. —Ilseth hizo un gesto de desesperación.
    —¿No es ir un poco lejos con el espíritu revanchista? Después de todo, tenéis nuestro dinero y el yate espacial del Señor Fanton.
    —Queremos doscientos mil créditos más.
    —Es imposible. Haced lo que os plazca.

    Ilseth salió de la cabina y Nion le gritó:

    —¡No se preocupe, cuente con ello!
    —Son testarudos —dijo Floriel, sombrío.
    —Es extraño que invoquen la pobreza —se preguntó Ghyl soñadoramente—. ¿Qué harán con todo ese dinero?
    —Creo que esa afirmación es una mentira desvergonzada —gruñó Floriel—. Creo que no deberíamos mostrarnos misericordiosos.
    —Parece muy raro —convino Waldo.
    —Nos darán mil créditos por cabeza en Wale —dijo Nion vivamente—. Cinco mil o más por la chica.
    —Puf, nueve mil créditos está bastante lejos de los cien, pero es mejor que nada —observó Floriel.
    —Entonces, rumbo a Wale —declaró Nion—. Voy a darles las órdenes a la tripulación.
    —¡No, no, no! —gritó Ghyl—. ¡Dijimos que dejaríamos a los señores en Morgan! ¡Son los términos del acuerdo!

    Floriel gritó de forma ultrajada. Nion volvió la cara, siniestra pero sonriente, hacia Ghyl.

    —Es la tercera vez que te opones a la voluntad de todos.
    —Di más bien que es la tercera vez que os recuerdo las promesas hechas.

    Nion se quedó inmóvil, indolente, con los brazos cruzados.

    —Has traído la disensión a nuestro grupo, lo que es completamente intolerable. —Abrió los brazos y todos pudieron ver que tenía una pistola en la mano—. Una desagradable necesidad, pero... —Apuntó a Ghyl con el arma.
    —¿Te has vuelto loco? —le gritó Waldo. Avanzó para tomar a Nion del brazo. El arma se descargó en su boca abierta y cayó hacia adelante. Mael, empuñando su propia pistola, se levantó de un salto y apuntó con el cañón a Nion, pero no pudo encontrar el valor necesario para apretar el gatillo. Floriel se echó a espaldas de Nion, disparó y Mael cayó en el puente. Ghyl saltó hacia atrás, a la sala de máquinas, desenfundó, apuntó a Nion... pero se detuvo por miedo a fallar y atravesar la pared exterior con un rayo de energía. Floriel, de nuevo al descubierto, ofrecía un buen blanco; pero Ghyl no consiguió decidirse a disparar. ¡Era Floriel, su amigo de la infancia!

    Nion y Floriel se retiraron a la parte delantera de la cabina principal. Ghyl podía oírles murmurar. A sus espaldas, la tripulación de luschianos les observaba con ojos aterrorizados.

    —¡No podéis ganar! —gritó Ghyl—. Puedo dejar que os muráis de hambre. Controlo los motores, la comida y el agua. ¡Haríais bien en obedecerme!

    Nion y Floriel murmuraron un buen rato, hasta que Nion gritó:

    —¿Cuáles son tus condiciones?
    —Salid, de espaldas a mí y con las manos arriba.
    —¿Y luego?
    —Os encerraré en un camarote y os abandonaré en un planeta civilizado.

    Nion emitió una dura risotada.

    —¡Pobre idiota!
    —¡Pues os moriréis de inanición y de sed!
    —¿Y los señores? ¿Y las damas? ¿Morirán de hambre como nosotros?

    Ghyl lo pensó.

    —Podrán venir aquí, por turnos, cuando tengan hambre.

    Nion volvió a reírse burlonamente.

    —Ahora, voy a decirte nuestras condiciones. Ríndete y te dejaré en un planeta civilizado.
    —¿Rendirme? ¿Por qué? No tienes nada que ofrecerme a cambio.
    —Pues sí. —Se oyó un ruido de movimiento, un arrastrar de pies, susurros. El Señor Xane el Spay entró en la cabina con paso tenso.
    —¡Alto! —ordenó Nion—. No te muevas. —Amplificó el sonido de su voz para dirigirse a Ghyl—. No tenemos mucho que ofrecer, pero me parece que será suficiente. Te horrorizan los asesinatos así que intentarás impedir la muerte de nuestros invitados.
    —¿Qué quieres decir?
    —Vamos a matarlos uno por uno a menos que aceptes nuestras condiciones.
    —¡No harías una cosa parecida!

    El arma escupió un rayo y el Señor Xane el Spay cayó al suelo con la cabeza calcinada.

    —Y, ahora, ¿nos crees? El siguiente: le toca el turno a la Dama Radance.

    ¿Podría precipitarse en la cabina y matar a los dos asesinos antes de que le matasen ellos? No, pensó Ghyl, no tengo ninguna oportunidad.

    —Aceptas, ¿sí o no? —gritó Nion.
    —¿El qué?
    —Rendirte.
    —¡No!
    —Muy bien, mataremos a los señores y a las damas y derribaremos la pared trasera, así moriremos todos. No puedes ganar.
    —Seguiremos hasta un planeta civilizado —dijo Ghyl—. Allí podréis bajar. Esas son mis condiciones.

    Hubo más ruidos, pasos, un atemorizado lloriqueo. Dama Radance avanzó tambaleándose por la cabina principal.

    —¡Espera!
    —¿Te rindes?
    —Te propongo una cosa. Nos posamos en un planeta civilizado Los señores, las damas y yo nos bajamos. El navío os lo quedáis vosotros.

    Nion y Floriel susurraron unos momentos.

    —De acuerdo.

    El yate espacial descendió en el mundo de Maastricht, el quinto planeta de Capella: un destino elegido tras prudentes discusiones cargadas de emoción entre el Señor Fanton, Ghyl y Nion Bohart.

    Las composición del aire, la presión atmosférica, fueron verificados; los que desembarcarían recibieron tónicos mejoradores y antígenos específicos contra los complejos bioquímicos de Maastricht.

    La puerta de la cabina se abrió, dejando entrar un chorro de luz. Pantos, Ilseth, Radance, Jacinta y Shanne se dirigieron a la esclusa de entrada, bajaron y se detuvieron al llegar al suelo, deslumbrados.

    Ghyl no se atrevía a atravesar la cabina. Nion Bohart era vengativo y maligno; Floriel, enteramente dominado por su compañero, no valía mucho más. Ghyl se retiró a la sala de máquinas, abrió la esclusa de las mercancías pesadas. Dejó caer al exterior unos paquetes de comida y agua, luego los equipajes de los señores, de los que ya habían quitado todo el dinero... una suma importante. Metiendo sus cosas en la chaqueta, se dejó caer al suelo y se echó tras el tronco de un árbol, dispuesto a todo.

    Pero Nion y Floriel parecían felices por encontrarse solos. Las puertas se cerraron, los propulsores ronronearon. El yate espacial se elevó en la atmósfera, ganó velocidad y desapareció.


    16


    El Déme negro y oro había partido. La soledad era total. El grupo se hallaba en una inmensa sabana, limitada parcialmente al este y al oeste por las pequeñas jorobas de unos pilones de basalto o caliza. El cielo era de un azul claro y luminoso, completamente distinto del malva y polvoriento de Halma. Un lecho de hierba les llegaba hasta los tobillos, hierba amarilla entre la que crecían flores escarlatas, que se extendía hasta perderse de vista, cambiando el color a un ocre mostaza en la lejanía. Aquí y allá se veían las formas de negros arbustos y algunos árboles igual de negros, macizos, frondosos y desgarrados. Resultaba evidente que era por la mañana. El sol, Capella, estaba a medio camino de su ascenso por los cielos y aparecía rodeado por un halo blanco: algo parecido a la luz que flota por encima del océano; y el paisaje, al este, estaba bañado por una bruma luminosa.

    Bueno, pensó Ghyl, aquél era el mundo lejano que había soñado con visitar durante toda su vida. Rió con ironía. Nunca, ni en sus sueños más locos, había imaginado verse un día como un náufrago en un mundo lejano, en compañía de dos señores y de tres damas. Les observó, a la sombra de un árbol-esponja, todavía con sus lujosos ropajes y los sombreros de ala ancha. De nuevo, a Ghyl le resultó imposible contener una divertida carcajada. Si él estaba desconcertado, no era nada en comparación con el espectáculo incongruente, casi grotesco, que daban los señores. Hablaban entre ellos, rápidamente, haciendo gestos nerviosos, mirando a un lado, luego al otro, pero parecían dirigir la atención especialmente hacia las colinas. De pronto, fueron conscientes de la presencia de Ghyl, y empezaron a mirarle con odio.

    Ghyl se acercó a ellos y éstos retrocedieron con disgusto.

    —¿Sabe alguien dónde estamos? —les preguntó.
    —Es la Estepa de Rakanga, en el planeta Maastricht —respondió brevemente Fanton, antes de darse la vuelta, como para excluir a Ghyl de la conversación.
    —¿Hay ciudades o pueblos cerca de aquí? —preguntó Ghyl cortésmente.
    —En alguna parte. Ignoramos dónde —respondió Fanton por encima del hombro.

    Ilseth, un poco menos arisca que Fanton, observó:

    —Tus amigos han hecho lo posible por dejarnos en un mal trance. Es la zona más salvaje de Maastricht.
    —Sugiero —dijo Ghyl— que no volvamos al pasado. Es verdad, era parte del grupo que se apropió del navío, pero no quería hacerles ningún mal. Recuerden que les he salvado la vida.
    —Nos impresionas —dijo Fanton fríamente.

    Ghyl señaló un punto con el dedo, muy lejos, a través de la sabana.

    —Veo una corriente de agua a lo lejos, o al menos una hilera de árboles. Si llegamos allí, y si hay agua, podría conducirnos a algún sitio habitado.

    Fanton pareció no comprenderle y se dedicó a discutir seriamente con Ilseth, mirando ambos fijamente las colinas con expresión de deseo. Las mujeres de más edad murmuraban entre ellas. Shanne miraba a Ghyl con expresión impenetrable. Ilseth se volvió hacia las Damas.

    —Lo mejor sería ir a las colinas para escapar de estas infernales llanuras. Con suerte, encontraremos una gruta o algún abrigo.
    —Muy bien —asintió Fanton—. No queremos pasar la noche a la intemperie en un planeta desconocido.
    —¡Oh, no! —murmuró la Dama Jacinta con tono de horror.
    —Vamos, partamos. —Fanton se inclinó antes las damas e hizo un movimiento airoso con el brazo. Las damas, mirando aprensivamente a los cielos, empezaron a desfilar por la sabana, seguidas por los Señores Fanton e Ilseth.

    Ghyl, embarazado, les siguió con la mirada. Les gritó:

    —¡Esperad! ¡Os olvidáis la comida y el agua!
    —¡Llévalas tú! —respondió Fanton por encima del hombro.

    Ghyl le miró tan furioso como divertido.

    —¡Qué! ¿Queréis que lleve todo esto?

    Fanton se detuvo y examinó los bultos.

    —Sí, todo. Dudo que sea suficiente.

    Incrédulo, Ghyl se rió.

    —¡Llevad vosotros las provisiones!

    Fanton e Ilseth miraron a su alrededor, frunciendo el ceño de irritación.

    —Otra cosa. —Ghyl señaló la colina, donde una gibosa cabeza, inmóvil, les vigilaba. Mientras la miraban, se levantó sobre los cuartos traseros para observarles más atentamente—. Es un animal salvaje —dijo—, y es muy probable que sea feroz. Y no tenéis armas. Además, si apreciáis la vida, no os vayáis sin comida ni agua.
    —Es muy cierto eso que dice —refunfuñó Ilseth—. No tenemos elección.

    Fanton volvió a disgusto.

    —Vamos, dame el arma y lleva las provisiones.
    —No —respondió Ghyl—. Llevaréis vuestros víveres. Yo me voy al norte, en dirección al río que me llevará sin duda a alguna colonia humana. Si vais a las colinas, pasaréis hambre y sed, y probablemente os maten las bestias salvajes.

    Los señores levantaron la vista al cielo, miraron al norte, al otro extremo de la sabana, sin entusiasmo.

    —He bajado las maletas. Si tenéis ropa más resistente, os sugiero que os cambiéis.

    Los señores y las damas no le prestaron la menor atención. Ghyl dividió las provisiones en tres partes, y los señores se echaron los bultos que les tocaban a hombros y, con repugnancia, partieron.

    Ya van dos veces que les salvo la vida a estos señores, pensó Ghyl mientras avanzaban penosamente por la sabana. Sin duda alguna, me denunciarán como pirata en el mismo instante en que lleguemos a la civilización. Me colgarán, o me harán sufrir la pena que esté en vigor en este mundo. Así que... ¿qué hago?

    Si Ghyl hubiera estado menos preocupado por su futuro, habría podido disfrutar de aquel viaje por la sabana. Los señores eran una fuente constante de maravillas. Por turnos, animaban e insultaban a Ghyl, y luego se negaban a reconocer su existencia. Le sorprendía continuamente su superficialidad, su incapacidad casi total para adaptarse al entorno. Les asustaba el espacio libre y corrían para buscar el cobijo de los árboles. Su herencia, pensó Ghyl, es responsable de su conducta. Durante siglos, han vivido como niños mimados, sin tener que decidir nada importante. Se sentían poco inclinados a considerar nada que no fuera el momento presente. Sus emociones, aunque teatrales, nunca eran profundas. Tras las primeras horas, Ghyl aceptó sus debilidades con mucha calma. Pero, ¿cómo llevarles a la seguridad de la civilización y salir, al mismo tiempo, sano y salvo? La perspectiva de convertirse en un fugitivo en un planeta extraño atormentaba a Ghyl.

    Los señores dieron a entender muy pronto que preferían viajar de noche antes que de día. Con una candidez desarmante, le dijeron a Ghyl que los espacios parecían menos grandes, y que la claridad de Capella sería, consecuentemente, evitada. Pero muchos animales siniestros acechaban en la sabana. Ghyl temía especialmente a uno: una criatura sinuosa de siete metros de largo, con un cuerpo delgado y liso, y ocho largas partes, un ser en el que pensaba con el nombre de «furtivo», debido a su forma de moverse. En la oscuridad, podría deslizarse hacia ellos sin ser visto, y tomar a uno cualquiera entre sus mandíbulas. Pero había otras criaturas casi igual de horribles: bestias cortas, saltarinas, parecidas a barriles metálicos llenos de pinchos; serpientes gigantes que se deslizaban sobre un centenar de diminutas patas; hordas de lobos rojos desprovistos de pelo que ya habían obligado al grupo, en dos ocasiones, a trepar a los árboles. Así que, a pesar de las preferencias de los señores, Ghyl se negó a viajar después de la caída de la noche. Fanton le amenazó con seguir sin él, pero tras escuchar una serie de llamadas y aullidos siniestros, decidió quedarse bajo la protección del arma de Ghyl. Este último hizo un fuego bajo un gran árbol-esponja, y el grupo comió algo.

    Ghyl abordó el tema que constituía su mayor preocupación.

    —Estoy en una posición singular —les dijo a Fanton y a Ilseth—. Como sabéis, era uno de los que os han causado todos vuestros problemas.
    —Es algo que se me va raramente de la cabeza —respondió Fanton cortante.
    —También es mi problema. No quería haceros ningún mal, ni tampoco a las damas. Simplemente, quería el yate. Por eso considero que es mi deber ayudaros a llegar a la civilización.

    Fanton, mirando el fuego, respondió con una inclinación de cabeza amenazante y ominosa.

    —Si os quedaseis solos, me extrañaría que sobrevivierais mucho tiempo. Pero también tengo que pensar en mis propios intereses. Quiero vuestra palabra de que, si os llevo a algún lugar seguro, no me denunciaréis a las autoridades.

    La Dama Jacinta farfulló de furia.

    —¿Te atreves a imponer condiciones? Míranos y mira los ultrajes a que nos hemos visto sometidos, a la incomodidad que padecemos, y ahora...
    —¡Dama Jacinta, no me entiende! —exclamó Ghyl.

    Ilseth hizo un gesto de indiferencia.

    —Muy bien, acepto. Después de todo, este hombre ha hecho todo lo que ha podido por nosotros.
    —¿Qué? —se opuso Fanton con voz apasionada—. ¡Te olvidas que ha sido su afán de venganza lo que le llevó a robarme el yate! ¡Sólo le prometo que tendrá el castigo que se merece!
    —En ese caso, nos separaremos y seguiré un camino distinto al vuestro —declaró Ghyl.
    —¡De acuerdo, dame el arma!
    —¡Ja! No haré ni intención.
    —Vamos, Fanton, muéstrate razonable —intercedió Ilseth—. Estamos en una situación poco corriente. Debemos mostrarnos magnánimos. —Se volvió hacia Ghyl—. En lo que a mí concierne, el acto de piratería está olvidado.
    —¿Y usted, Señor Fanton?

    Fanton gruñó amargamente.

    —Oh, está bien.
    —¿Y las damas?
    —Serán discretas; al menos, eso supongo.

    Una cálida brisa llegó de la penumbra, una bofetada de olor abyecto que hizo nacer en Ghyl un picor de desagrado. Los señores y las damas parecieron no notarlo.

    Ghyl se levantó y escrutó la oscuridad. Se volvió para descubrir que los señores y las damas se disponían a descansar.

    —¡No, no! —gritó presuroso—. Por nuestra propia seguridad, tenemos que trepar a los árboles, lo más alto posible.

    Los señores se quedaron inmóviles, mirándole con ojos glaciales.

    —Como queráis —dijo Ghyl—, vuestras vidas son vuestras. —Alimentó el fuego con las ramas de un árbol muerto, levantando una irritada queja de Fanton.
    —¿Tienes que hacer un fuego que parece el infierno? ¡Las llamas son detestables!
    —Por aquí hay bestias —respondió Ghyl—. El fuego nos permitirá verlas. Y os ruego que subáis a los árboles.
    —Es ridículo —declaró la Dama Radance—. ¿Cómo íbamos a descansar colgados de las ramas? ¿No tienes consideración con nuestra fatiga?
    —En el suelo, seréis vulnerables —respondió Ghyl cortésmente—. En el árbol, dormiréis menos cómodos, pero estaréis más seguros. —Trepó a las ramas y se colocó en un cruce de los más altos.

    Los señores y las damas murmuraban, a disgusto. Finalmente, Shanne se levantó de un salto y trepó al árbol. Fanton ayudó a la Dama Radance, y juntos escalaron el tronco y se pusieron en una rama cerca de la de Ghyl. La Dama Jacinta, quejándose amargamente, se negó a trepar más allá de una rama ingente que había a unos tres metros del suelo. Ilseth sacudió la cabeza, exasperado, y se puso en otra rama un poco más arriba.

    Las llamas fueron bajando de intensidad y, de la penumbra, llegó un conjunto de ruidos sordos, un gemido lejano. Todos se quedaron tranquilamente tumbados.

    Pasó el tiempo. Ghyl dormía intermitentemente y, en medio de la noche, fue consciente de un olor nauseabundo. El fuego casi estaba muerto.

    Un ruido de pasos lentos se elevó desde el suelo. Una enorme criatura oscura se acercaba, trotando con pasos sordos, atravesando el herboso terreno. Hizo una pausa cerca del árbol, con una pata en las brasas. Luego se estiró, arrancó a Dama Jacinta de la rama baja y se la llevó mientras la mujer gritaba horriblemente. Ghyl no veía lo bastante como para disparar. Treparon aún más arriba, y ya no durmieron.

    La noche era verdaderamente muy larga. Fanton e Ilseth estaban acurrucados en silencio, en la copa del árbol. La Dama Radance emitían intermitentemente un sonido aflautado, como el gorjeo de un ave irritada. Shanne dejaba escuchar de forma ocasional algún suspiro de desesperación. El aire se hizo más frío y húmedo por el rocío. La Dama Radance y Shanne se estiraron y se calmaron.

    Finalmente, una banda de luz verdosa se formó en el cielo, al este, extendiéndose hacia arriba hasta convertirse en los bordes de un halo rosa; luego, hubo un centelleo de luz blanca, intenso, y un resplandor seguido de la aparición de un disco al tiempo que Capella iluminaba el horizonte.

    Despavoridos, bajaron del árbol. Ghyl encendió una hoguera que sólo él encontró reconfortante.

    Tras un desayuno infame, se pusieron en camino hacia el norte. Ghyl, perplejo, notó que el señor Ilseth no parecía ni traumatizado ni entristecido por la pérdida de la Dama Jacinta, ni tampoco los demás parecían muy preocupados por ello. ¡Gente extraña!, se sorprendió Ghyl. ¿Tienen sentimientos o la vida es sólo un juego para ellos? Escuchó cuando los señores y las damas recobraron un poco de aplomo y empezaron a hablar entre ellos, ignorando a Ghyl por completo. Fanton e Ilseth señalaron una vez las colinas, y empezaron a torcer hacia el oeste, antes de que Ghyl les devolviera a la ruta precedente.

    A mitad de la mañana, unas nubes negras se alzaron al sur, como un pozo hirviente. Hubo ráfagas de viento, silbantes, y luego una granizada como Ghyl no había visto, que caló a los viajeros con trozos de hielo. Ghyl se inmovilizó, con los brazos cruzados por encima de la cabeza. Los señores y las damas corrieron en todas direcciones, dispersándose en la tormenta, como insectos, mientras Ghyl les miraba estupefacto.

    La tempestad terminó tan bruscamente como había empezado. En una hora, el cielo estuvo de nuevo despejado, y Capella resplandeció sobre la sabana brillante. Pero los señores estaban sombríos, desesperados, agresivos. Sus maravillosos sombreros de ala ancha colgaban lacios, tenían desgarradas las pantuflas, sucios los trajes de filigrana. Sólo Shanne, quizá por su juventud, no estaba de mal humor, y empezó a avanzar detrás del grupo, junto a Ghyl. Por primera vez desde que los piratas se apoderaran del yate, hablaron. Para su sorpresa, Ghyl descubrió que ella no había reconocido al joven del Baile del Condado. Cuando Ghyl se lo recordó, ella le miró, sorprendida.

    —¡Qué coincidencia! ¡Estuviste en el Baile del Condado... y ahora estás aquí!
    —Una coincidencia muy extraña —aprobó Ghyl tristemente.
    —¿Por qué eres tan malvado? ¡Un pirata, un raptor! Inspirabas tanta confianza, parecías tan inocente, me acuerdo bien.
    —Sí, tus recuerdos no te confunden. Podría explicarte el cambio, pero no lo entenderías.
    —De todos modos, eso no cambiaría nada. Mi padre te denunciará en cuanto hayamos llegado a la civilización, ¿te das cuenta de eso?
    —¡La noche pasada, él e Ilseth se comprometieron a no hacerlo! —gritó Ghyl.

    Shanne le miró vivamente, y no dijo nada.

    A mediodía, alcanzaron la línea de árboles que, efectivamente, bordeaba una corriente de agua. Después, por la tarde, llegaron a un lugar en que el pequeño arroyo se vertía en un río poco profundo a lo largo del cual corría un sendero apenas marcado. Poco después, los viajeros penetraron en una ciudad abandonada, consistente en una docena de cabañas construidas con troncos de un color gris deslavado. Ghyl propuso pasar la noche en el interior de una de ellas y, por una vez, los señores aceptaron sin discutir. Los muros interiores de la cabaña habían sido impermeabilizados con una pasta de viejos periódicos, impresos con unos caracteres que Ghyl no podía leer. No pudo evitar que se le hiciera un nudo en la garganta por el temor ilógico de ver tantas duplicaciones. Había imágenes marchitas: hombres y mujeres con extraños ropajes, navíos espaciales, construcciones de una naturaleza insólita para Ghyl, y un mapa de Maastricht que estudió durante media hora sin sacar de él el menor dato útil.

    Capella fue tragado por un magnífico halo dorado, amarillo, escarlata y bermejo, totalmente distinto de las puestas de sol malva deslucido y amarillo ocre de Halma. Ghyl hizo un fuego en el antiguo hogar de piedra, lo que irritó a los señores.

    —¿Es necesario que haga tanto calor, tanta claridad, con todas esas horribles llamas? —se quejó Dama Radance.
    —Supongo que quiere ver claro para poder comer —dijo Ilseth.
    —¿Pero por qué este imbécil se asa como una salamandra? —preguntó Fanton de mal humor.
    —Si hubiera apretado el fuego la noche pasada —replicó Ghyl—, y si la Dama Jacinta hubiera seguido mi consejo de trepar más arriba en el árbol, estaría viva todavía.

    Al escuchar aquello, los señores y las damas se callaron, y parpadearon nerviosos. Luego, retirándose a los rincones más oscuros de la cabaña, se apretaron contra los muros. Una conducta que Ghyl consideró, cuando menos, sorprendente.

    Durante la noche, algo intentó abrir la bamboleante puerta de la cabaña, que había sido atrancada por Ghyl. El joven se levantó, buscando a tientas el arma. Las brasas, en la chimenea, despedían un brillo rojizo. La puerta se sacudió nuevamente y, luego, en el exterior, Ghyl escuchó unos pasos, parecidos a los de un hombre. Ghyl siguió el sonido, detrás del muro, hasta una ventana. Recortándose contra el cielo iluminado por las estrellas, pensó ver la forma de una cabeza humana, o casi humana. Ghyl tiró hacia ella un trozo de madera. Hubo un ruido sordo y una exclamación. Después, el silencio. Un poco más tarde, Ghyl escuchó nuevos sonidos al otro lado de la puerta: una respiración pesada, un arañazo, un pequeño chirrido. Luego, otra vez, el silencio.

    Al amanecer, Ghyl fue prudentemente hacia la puerta y la abrió con toda precaución. El suelo, en el exterior, no parecía pisoteado. No había lazos, ni cuerdas tensas que hicieran tropezar, ni dardos, ni ganchos. Entonces, ¿cuál había sido el significado de la actividad de la noche? Ghyl estaba en el umbral, buscando a su alrededor el rastro de una trampa.

    El señor Ilseth se levantó y se puso a su espalda.

    —Apártate, por favor.
    —Un instante. Más vale asegurarse de que no hay peligro.
    —¿Que no hay peligro? ¿Por qué iba a haberlo? —Ilseth apartó a Ghyl y salió. El suelo cedió bajo su pie. Retiró la pierna y, sujeta al tobillo, se hallaba una criatura rolliza, de mejillas encarnadas, parecida a un pez gordo, o a un sapo enorme y largo. Ilseth atravesó la aldea corriendo, gimiendo, dando patadas sin soltar la cosa que se le había clavado en el tobillo. Luego, lanzando un súbito gruñido de agonía, se alejó dando grandes saltos desordenados. Desapareció detrás de una fila de arbustos negros y frondosos y no reapareció.

    Ghyl inspiró profundamente. Tanteó por el suelo con un bastón y descubrió otras cinco trampas. Fanton, mirando por encima de su hombro, no decía palabra.

    Dama Radance y Shanne, gimiendo tanto de perplejidad como de terror, pudieron finalmente salir de la cabaña. El grupo dejó precavidamente la terrible aldea y se alejó siguiendo la orilla del riachuelo. Durante horas, caminaron bajo la sombra de ingentes árboles, de troncos gruesos y rojizos, de follaje abundante y verdoso. Cientos de pequeñas criaturas, parecidas a esqueletos de monos, se agarraban a las ramas, gritando y charloteando, dejando caer ramitas ocasionalmente. Serpientes voladoras se reflejaban en el sol y en la sombra. Detrás, de vez en cuando, Ghyl creía notar que algo les seguía. Otras veces, era una raíz, una turbulencia en la superficie del agua que parecía casi acompañarles. A mediodía, aquellos indicios reveladores desaparecieron y, una hora más tarde, llegaron a una región cultivada. Los campos habían sido plantados con viñas y arbustos cubiertos con cosas verdes, bulbos de pulpa negra y calabazas. No tardaron en penetrar en una pequeña aldea, compuesta por barracas y cabañas de madera diseminadas de modo desordenado a lo largo de la orilla del río. Los habitantes de la aldea eran bajos y morenos, con cabezas redondas, ojos negros y facciones duras y pesadas. Llevaban bastas capas, marrones y grises, con capuchones cónicos, y largas babuchas de cuero, puntiagudas. Cada uno de ellos tema signos cabalísticos tatuados en las mejillas. No era un pueblo afable, y todos miraban a los viajeros con una indiferencia hostil. Fanton les habló secamente, y ellos le respondieron en una lengua que a Ghyl le sorprendió entender, aunque tenían un acento muy marcado.

    —¿Qué pueblo es éste?
    —Attegase.
    —¿A qué distancia se encuentra la ciudad más próxima?
    —Es Daillie... Un viaje de trescientos kilómetros.
    —¿Cómo podemos llegar a Daillie lo antes posible?
    —No hay un modo rápido. No tenemos ninguna razón para darnos prisa. Dentro de cinco días podréis tomar la barcaza que pasa por aquí. Podéis tomarla y llegar hasta Reso, y de allí, tomar un flotador aéreo hasta Daillie.
    —Bueno. Debo comunicarme con las autoridades. ¿Dónde está el Spay más próximo?
    —¿El Spay? ¿Qué es eso?
    —Un aparato de comunicación. El teléfono, una radio a larga distancia.
    —No tenemos. Esto es Attegase, no Hyagansis. Si queréis encontrar cosas de ésas, tendréis que ir allí.
    —Bien, ¿y dónde está ese Hyagansis? —preguntó Fanton.

    El hombre y los otros nativos se echaron a reír.

    —¡No hay Hyagansis, no existe! —Fanton hizo una mueca y se volvió.
    —¿Dónde podemos alojarnos cinco días? —preguntó Ghyl.
    —Hay una especie de taberna, a lo largo del canal. Es frecuentada por los borrachos y los escluseros. Quizá la vieja Voma pueda ocuparse de vosotros. Quizá no, si ha estado comiendo reybirs. Se atraca tanto que es incapaz luego de hacer nada.

    Los viajeros fueron denostando hasta la taberna, junto al canal: un lugar extraño, hecho de madera labrada, con un enorme techo puntiagudo, grotescamente alto, en el que deformes tragaluces sobresalían en ángulos inesperados. Uno de los rincones del edificio había sido preparado para soportar una baranda y, en diagonal, en una esquina de ésta, bajo una viga desmesurada, se encontraba la entrada.

    La taberna era más pintoresca desde el exterior que desde el interior. La tabernera, una mujer descuidada con un mandil negro, aceptó albergar al grupo. Estiró una mano frotándose el pulgar y el índice.

    —Dadme algo de dinero. No puedo dar buena comida a gente que no puede pagar, y nunca he visto un grupo de patanes tan payasos como vosotros, si me perdonan. ¿Qué os ha pasado? ¿Os habéis caído del embarcadero aéreo?
    —Algo parecido —respondió Ghyl. Mirando a Fanton de soslayo, sacó algo de dinero del que había cogido de las maletas de los señores—. ¿Cuánto quiere?

    Voma examinó las piezas.

    —¿Qué es esto?
    —¡Valores interplanetarios! —ladró Fanton—. ¿Nunca ha tenido visitantes de otros planetas?
    —Algunos se detienen a veces aquí, bajando el canal, y me piden que les dé una nota de los gastos. No me tome por tonta, señor, tengo inclinaciones a divertirme y soy bastante famosa por burlarme de la gente.
    —Enséñenos las habitaciones. La pagaremos, no se preocupe.

    Las habitaciones estaban razonablemente limpias, pero la comida —tubérculos negros hervidos, de olor rancio— era bastante distinta a la que estaban acostumbrados los señores.

    —¿Son reybirs? —preguntó Ghyl.
    —Exactamente. Sazonados, con caldo y chinches.
    —Tráiganos fruta fresca —sugirió Fanton—, o un caldo solo.
    —Lo siento, señor, pero le puedo traer una jarra de vino de swabow.
    —Muy bien, traiga el vino y también un trozo de pan.

    Pasó el día y, durante la tarde, Ghyl, sentado en el bar, explicó que habían llegado a pie desde el sur tras haber abandonado un aparato aéreo que se había estrellado. La conversación cesó.

    —¿Venís del sur? ¿Atravesando la Estepa de Rakanga?
    —Supongo que ése es el nombre del desierto. Algo nos atacó en una aldea abandonada. Me pregunto lo que sería.
    —Un boun, claro. Algunos dicen que son hombres. Por eso está desierta la ciudad. Los bouns los cogieron a todos. Son seres crueles y astutos.

    Al día siguiente, Ghyl encontró a Shanne que paseaba sola, cerca del canal. No protestó cuando se unió a ella, y se sentaron en la orilla, a la sombra de un árbol-disco de color plata y oro.

    Durante un tiempo, miraron cómo pasaban los barcos por el canal. Las embarcaciones eran movidas por velas cuadradas y ondulantes, y a veces por motores de campo eléctrico. Ghyl se inclinó para pasarla el brazo, pero ella le esquivó.

    —Vamos —dijo Ghyl—. La última vez que estuvimos sentados junto al agua no fuiste tan remilgada.
    —Era el Baile del Condado, y las cosas eran diferentes. Y no eras, de momento, ni vagabundo, ni pirata.
    —Creí que habíamos echado el telón al pasado.
    —No del todo. Mi padre cuenta con denunciarte en cuanto lleguemos a Daillie.

    Ghyl se incorporó apoyándose en el codo.

    —¡Pero prometió y me dio su palabra...!

    Shanne le miró con divertida sorpresa.

    —¿No creerás que va a mantener un trato celebrado con un hombre del pueblo? Un pacto sólo sirve entre iguales. Siempre ha contado con que serías castigado, y severamente.

    Ghyl inclinó la cabeza lentamente.

    —Ya veo... ¿por qué me has advertido?

    Shanne se encogió de hombros e hizo una ligera mueca.

    —Supongo que porque soy perversa, o vulgar, o porque me aburro. Salvo contigo, no hay con quien hablar. Y sé que no eres tan vicioso como los otros.
    —Gracias. —Ghyl se levantó—. Creo que voy a volver a la posada.
    —Te acompaño... Me pongo muy nerviosa con tanta luz y el espacio abierto.
    —Sois extraños.
    —No. Es que vosotros no sois... perceptivos. No tenéis conciencia de las texturas y las sombras.

    Ghyl tomó sus manos, y se quedaron un instante cara a cara, en la orilla.

    —¿Por qué no olvidas que eres una dama y te vienes conmigo? Comparte la vida de un vagabundo y deja todo a lo que estás acostumbrada.
    —No —le respondió sonriendo fríamente, con la cabeza vuelta a la otra orilla del canal—. No tienes que contar conmigo, cosa que, haces, evidentemente.

    Ghyl se inclinó lo más ceremoniosamente que pudo.

    —Lamento haberte causado tantos problemas.

    Volvió al albergue y buscó a Voma.

    —Me voy. Toma. —Le dio unas monedas—. Esto cubrirá lo que debo.

    La mujer miró las monedas con la boca abierta.

    —¿Y los otros? Ese cara de ajo del Señor Fanton me ha dicho que pagarías lo de todo el mundo.

    Ghyl se rió despectivamente.

    —¿Me tomas por tonto? Que se lo paguen ellos.
    —Como quiera, señor. —Voma dejó caer las monedas en el bolso.

    Ghyl se fue a su habitación, tomó su bulto, bajó corriendo hasta el canal, llegando justo a tiempo de saltar a borde de una gabarra que pasaba. Iba completamente cargada de pieles de reybirs en salmuera, y exhalaba un olor agresivo; pero era, pese a todo, un medio de transporte. Ghyl llegó a un arreglo con el timonel y se dirigió al puente delantero, frente al viento. Se instaló de modo que pudiera ver desfilar el campo circundante y reflexionó sobre su situación. Viajes, aventura, independencia financiera: era la vida que siempre había deseado, y a lo que había llegado... con la excepción, no obstante, de la independencia financiera. Contó el dinero: doscientas doce unidades de cambio interplanetarias, lo que se llamaban valores. Aquello bastaría para cubrir sus gastos de tres o cuatro meses, quizá más si se mostraba ahorrativo. Algo parecido a la independencia financiera. Ghyl se apoyó en una bala de pieles y, mirando las copas de los árboles que desfilaban lentamente, pensó en el pasado, en el maloliente presente y se preguntó lo que podría depararle el porvenir.


    17


    Una semana más tarde, la gabarra llegó a un muelle de cemento, en las afueras de Daillie. Ghyl saltó a tierra firme, esperando vagamente la recepción de los Agentes de la Protección Social, o la de la policía local. Pero los muelles estaban desiertos, a excepción de dos estibadores que tiraban de las amarras de la gabarra y que no le prestaron la menor atención.

    Ghyl se dirigió hasta las calles. A los dos lados se hallaban depósitos y complejos industriales hechos de cemento blanco, paneles de vidrio ondulado azul verdoso, techos lisos, convexos, de espuma blanca solidificada. Todo brillaba y se reflejaba bajo la luz de Capella. Ghyl partió hacia el noreste, en dirección al centro de la ciudad. Un viento fresco, vigoroso, soplaba por las calles, agitando la ropa de Ghyl hecha jirones y, al menos eso esperaba, llevándose el mal olor de las pieles y los reybirs.

    Todo dejaba entender que aquél era un día de fiesta: las calles estaban desiertas, los limpios y ordenados edificios estaban silenciosos, y no había más sonido que el del soplo del viento.

    Durante una hora, Ghyl caminó sin encontrar un alma viviente. La calle trepaba hacia la cresta de una colina rasa y, más allá, se extendía la inmensa ciudad, de la que se elevaban un centenar de prismas de cristal de diferentes dimensiones, algunos tan altos como las esqueléticas construcciones del Solar de Vashmont, todos centelleando y parpadeando bajo la luz de Capella.

    Ghyl bajó por una calle bañada por el sol, entrando en un barrio de viviendas cúbicas y blancas. En aquel momento, pudo ver a las primeras personas: nativos de piel morena, de pequeña talla, de rasgos pesados, de ojos negros y cabellos oscuros, apenas diferentes de los habitantes de Attegase. Dejaron sus actividades para ver pasar a Ghyl, que fue todavía más consciente del mal olor de las pieles, de su ropa de otro mundo sucia y rota, de la barba que llevaba muy erizada y de los revueltos cabellos. A un lado de la calle, vio un mercado: una enorme construcción de nueve lados con nueve paneles translúcidos por encima, todos de distintos colores, formando un techo. Un hombre de edad avanzada, apoyado en un bastón, le aconsejó que se dirigiera a la barraca de algún cambista. Ghyl dio cinco monedas y recibió a cambio un puñado de discos metálicos. Compró ropa local y botas y se dirigió a un albergue donde se limpió lo mejor que pudo y se cambió de ropa. Un barbero le afeitó y le peinó a la moda del lugar, y así, más limpio y menos llamativo, Ghyl siguió hacia el centro de Daillie, haciendo la mayor parte del trayecto en una acera móvil pública.

    Alquiló una habitación en una hostería barata que daba al río, y también se bañó en una habitación octogonal, estucada con bandas de maderas aromáticas. Tres niños, con el cráneo rapado y sexo indefinido, se ocuparon de él. Le rociaron con una pasta oleosa, le golpearon ligeramente con abanicos de plumas suaves, y le echaron encima chorros de agua efervescente, primero caliente y luego fría.

    Una vez refrescado, Ghyl tomó sus nuevas ropas y se fue a pasear en el mediodía que acababa. Comió al borde del río, en un restaurante de ventanas camufladas tras pantallas semejantes a las esculpidas en Ambroy. El interés de Ghyl, momentáneamente despertado, desapareció cuando vio que el material con el que estaban hechas era una pasta sintética homogénea. Se le ocurrió que había visto muy pocos materiales naturales en Daillie. Había gruesas formas de cemento, de cristal, de materiales sintéticos de un tipo u otro, pero poca madera, piedra o arcilla cocida, y aquella carencia daba una curiosa esterilidad a Daillie, un vacío limpio barrido por el viento y el sol.

    Capella se hundió detrás de las torres de cristal. La oscuridad cayó sobre la ciudad y el interior del restaurante quedó en la penumbra. Unos bulbos de cristal con una docena de insectos luminosos, tachonados de diversos colores pálidos, fueron llevados a cada una de las mesas. Ghyl se recostó en el asiento y, bebiendo té agrio a pequeños sorbos, repartió su atención entre los pequeños insectos y los parroquianos que se encontraban en las mesas vecinas. La Estepa de Rakanga, los bouns de la aldea del desierto, Attegase y el albergue de Voma quedaban muy lejos. Lo que había pasado a bordo del yate espacial no era más que una pesadilla medio olvidada. ¿El taller de la Plaza de Undle? La boca de Ghyl marcó una sonrisilla desencantada. Pensó en Shanne. Qué agradable sería tenerla al otro lado de la mesa, con el mentón sobre los dedos cruzados de las manos juntas, con sus ojos reflejando la luz de los insectos. ¡Cuánto se habrían divertido explorando la ciudad! ¡Y luego visitando otros planetas extraños!

    Ghyl sacudió la cabeza. Un sueño imposible. Podía considerarse bastante afortunado si el Señor Fanton, en razón de su impaciencia, o de la presión de las circunstancias, no le planteaba una demanda. Si se hubiera quedado con el grupo, siempre a la vista, recordándoles continuamente los ultrajes y las ofensas, nada habría podido desanimar al Señor Fanton para no acusarle de piratería. Pero, lejos de su vista, lejos del corazón, el Señor Fanton podría estimar indigno de su rango pleitear con un hombre del pueblo. Ghyl volvió al albergue, y fue a acostarse, seguro de no volver a ver ni al Señor Fanton, ni a Dama Radance ni a Shanne.

    Daillie era una ciudad importante, tanto en extensión como en población, con un carácter particular, aunque singularmente fugitivo y difícil de calificar. Los componentes eran fácilmente identificables: las grandes extensiones de calles bañadas por el sol, constantemente barridas por el viento; los limpios edificios, esencialmente homogéneos en arquitectura, hábilmente construidos con sustancias sintéticas; una población de gentes vivas y despiertas que daban, sin embargo, una sensación de contención, de convencional absorción en sus propios asuntos. El puerto espacial se hallaba cerca del centro de la ciudad, y navíos procedentes de todo el universo humano recalaban en Daillie, pero parecían no levantar mucho interés. No había enclaves de gentes de otros mundos, y pocos restaurantes especializados en comida de otros planetas. Los diarios y revistas se consagraban especialmente a los asuntos locales: deportes, negocios y transacciones, actividades de las Catorce Familias y de sus parientes. El crimen era inexistente o voluntariamente ignorado. De hecho, Ghyl no vio ningún dispositivo para hacer respetar la ley, ni policía, ni milicia, ni funcionarios de uniforme.

    El tercer día, Ghyl se cambió a una hostería todavía más barata, cercana al puerto espacial. El cuarto día, descubrió la existencia de la Oficina Pública de Información, y se fue a ella de inmediato.

    El funcionario anotó sus peticiones, trabajó algunos instantes en una mesa de codificación y pulsó unas cuantas teclas en un pupitre inclinado. Unos testigos luminosos parpadearon y brillaron, y una cinta de papel apareció en una bandeja.

    —No hay muchos datos —comentó el empleado—. Enverios, un patólogo de Gangalaya, muerto el pasado siglo. I.H... ¿No? Aquí hay un Emphyrio, uno de los primeros déspotas de Alma, I.H. ¿Es su hombre? También hay un Enfero, músico de la Tercera Era.
    —¿Qué hay sobre Emphyrio, el déspota de Alma? ¿Hay más información?
    —Sólo lo que le he dicho. Y las referencias del I.H., evidentemente.
    —¿Qué quiere decir I.H.?
    —Instituto Histórico de la Tierra, que es quien facilita los datos.
    —¿Podría darme el Instituto informes complementarios?
    —Supongo que sí. Hay informes detallados de cada suceso importante de la historia de la humanidad.
    —¿Cómo podría conseguir esas informaciones?
    —No hay problema. Pediremos que nos las busquen. El precio es treinta y cinco bices. Hay que esperar, naturalmente, tres meses, que es el tiempo de espera de mensajería con la Tierra.
    —Mucho tiempo.

    El empleado asintió.

    —Pues no puedo proponerle nada más rápido... a menos que vaya usted mismo a la Tierra.

    Ghyl salió de la Oficina de Información se dirigió al puerto espacial tomando un vehículo de superficie. La terminal era un medio globo de cristal, gigantesco, rodeado de césped, vías exprés de cemento blanco, áreas de estacionamiento. ¡Suntuoso!, pensó Ghyl, recordando el miserable puerto espacial de Ambroy. Pese a todo, sentía que algo le faltaba. ¿Qué podía ser? ¿El misterio? ¿La aventura? Y se preguntó si los jóvenes de Daillie, al visitar el puerto espacial, sentirían el mismo temor y maravilla que él, cuando furtivamente, con Floriel, penetraba en el puerto espacial de Ambroy... El pérfido Floriel. El curso de sus pensamientos llevó a Ghyl a plantearse cuestiones sobre el Señor Fanton. Apenas puso los pies en la terminal, sus especulaciones perdieron todo valor. A menos de veinte metros de él estaba Shanne. Llevaba un traje fresco y blanco, sandalias de plata. Sus cabellos estaban lustrosos y limpios, pero parecía extraviada y agotada, y su tez tenía un tono rosáceo, enfermizo.

    Haciendo lo posible por pasar inadvertido, Ghyl miró a su alrededor. En un mostrador estaban el Señor Fanton y la Dama Radance, los dos tiesos y orgullosos, como si, incluso en aquel momento, las pruebas que habían padecido pesasen sobre ellos. Shanne se unió a ellos, y los tres cruzaron la terminal, atrayendo las miradas incluso allí, donde se mezclaban con los viajeros de cincuenta mundos, en razón de su porte, de su reserva: ¡a causa de la Diferencia!

    Ghyl tenía la plena certeza de que el Señor Fanton no le había denunciado a las autoridades: de hecho, probablemente debía pensar que había abandonado el planeta.

    Quedándose prudentemente aparte, Ghyl se ocupó de sus propios asuntos. Supo que cualquiera de las cinco compañías de transporte le llevaría a la Tierra con el lujo y el estilo que eligiera. El precio mínimo era de mil doscientos bices: mucho más de la suma que tenía.

    Ghyl salió del puerto espacial y volvió al centro de Daillie. Si quería ir a la Tierra, debía ganar una suma importante, aunque no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Quizá se limitase a llamar a la Oficina de Información para obtener los datos que deseaba... Divagando, Ghyl paseó por la Gran vía, una calle bordeada de tiendas de lujo que vendían toda clase de artículos, y donde encontró por casualidad un objeto que le sacó por completó de sus preocupaciones anteriores.

    El objeto, una pantalla esculpida de hermosas dimensiones, ocupaba una posición escogida en la vitrina de Jodel Heurisx, Agente comercial. Ghyl se detuvo en seco y se acercó al escaparate. El biombo había sido esculpido para representar un frondoso enrejado, un viñedo. Un centenar de pequeños rostros le miraban gravemente. En la placa podía leerse: RECUÉRDAME.

    Cerca del ángulo inferior derecho, Ghyl encontró su propia cara de niño. Justo al lado, se encontraba la de su padre, mirándole.

    La vista de Ghyl se hizo brumosa, y apartó los ojos. Cuando pudo ver nuevamente, volvió a examinar la tabla. El precio era de cuatrocientos cincuenta bices. Ghyl intentó convertir la cifra en valores interplanetarios y luego en créditos de la Protección Social. Rehizo los cálculos. Un error, ciertamente: ¿sólo cuatrocientos cincuenta bices? Amianto había cobrado quinientos por su trabajo: no mucho, cierto, teniendo en cuenta el orgullo, el amor y la aplicación con la que Amianto había tallado sus obras. Era curioso. Realmente curioso. De hecho... sorprendente.

    Entró en la tienda y un empleado, vestido con la bata blanca y negra de los dependientes, se acercó a él.

    —¿Qué desea, señor?
    —El biombo de la vitrina... ¿está bien el precio de cuatrocientos cincuenta bices?
    —En efecto, señor. Un poco caro, pero es de una factura excepcional.

    Ghyl gesticuló, perplejo. Fue hacia la vitrina, examinó cuidadosamente la pantalla para ver si había sido dañada o maltratada. Parecía en perfecto estado. Ghyl la observó más de cerca y la sangre estuvo a punto de helársele en las venas. Se volvió lentamente hacia el empleado.

    —Esto es una reproducción.
    —Naturalmente, señor. ¿Qué esperaba? El original es inestimable. Se encuentra en el Museo de Gloria.

    Jodel Heurisx era un hombre enérgico, de rostro agradable, de edad indeterminada, rechoncho, fuerte y de modales decididos. Su oficina era una habitación enorme inundada por la luz del sol. Tenía muy pocos muebles: una mesa, una banqueta, dos sillas y un taburete. Heurisx se encontraba sentado en su taburete; Ghyl estaba en el borde de una silla.

    —Y, bien, joven, ¿quién es usted? —preguntó Heurisx.

    Ghyl se vio en dificultades para dar una respuesta coherente. Dijo sin preámbulos:

    —La pantalla que tiene en la vitrina es una reproducción.
    —Sí, una hermosa reproducción: en madera prensada y no en plástico, como es costumbre. No tan lujosa como el original, evidentemente. ¿Qué le ocurre?
    —¿Sabe quién la esculpió.

    Heurisx, mirando a Ghyl frunciendo el ceño interrogativamente, inclinó la cabeza.

    —La pantalla está firmada «Amianto». Un miembro de la Cooperativa de Thurible, sin duda una persona rica y célebre. Todos los artículos de Thurible son caros, pero son de una calidad superior.
    —¿Puedo preguntarle quién le consiguió el biombo?
    —Puede, y le contestaré: la Cooperativa de Thurible.
    —¿Es un monopolio?
    —Para tales artículos, sí.

    Ghyl se quedó sentado medio minuto con el mentón clavado en el pecho.

    —Supongamos que alguien pudiera romper ese monopolio de alguna manera.

    Heurisx se echó a reír y se encogió de hombros.

    —La cuestión no es romper un monopolio, sino destruir lo que parece ser una cooperativa poderosa. ¿Por qué, por ejemplo, ese Amianto, iba a tratar con un recién llegado cuando tiene a su disposición un organismo excelente que funciona de maravilla?
    —Amianto era mi padre.
    —¿De verdad? ¿Dice que era?
    —Sí, ha muerto.
    —Lo siento. —Jodel Heurisx examinó a Ghyl con prudente curiosidad.
    —Por haber esculpido ese biombo cobró quinientos bices. Jodel Heurisx se echó hacia atrás por la impresión.
    —¿Qué? ¿Quinientos bices? ¿Nada más?

    Ghyl habló con triste disgusto.

    —Yo esculpí algunos por los que cobré setenta y cinco créditos. Unos doscientos bices.
    —Sorprendente —murmuró Jodel Heurisx—. ¿Dónde vive?
    —En la ciudad de Ambroy, en Halma, lejos de aquí; más allá de Mirabilis.
    —Vaya. —Heurisx no conocía evidentemente nada de Halma, ni quizá del Gran Cúmulo de Mirabilis—. ¿Así que los artesanos de Ambroy venden a Thurible?
    —No. Nuestra organización comercial es el Boimarc. Ellos son quienes deben tratar con Thurible.
    —Quizá sean lo mismo —sugirió Heurisx—, quizá les estén expoliando sus propios compatriotas.
    —Eso es imposible. Las ventas del Boimarc son verificadas por los Señores de las Hermandades, y los Señores se llevan sus porcentajes. Si hubiera especulaciones, los señores no serían menos robados que la gente del pueblo.
    —Alguien saca enormes beneficios —observó Heurisx soñadoramente—. Está claro. Es alguien en la cima del monopolio.
    —Supongamos, como le he dicho, que se pudiera romper ese monopolio.

    Heurisx se golpeó el mentón con el dedo.

    —¿Cómo podría hacerse?
    —Iríamos a Ambroy, en una nave, y compraríamos directamente al Boimarc.

    Heurisx alzó las manos en señal de protesta.

    —¿Me toma por rico? Soy una menudencia comparado con los Catorce. No poseo navíos espaciales.
    —¿Podría alquilar un cargo interestelar?
    —Por un precio exorbitante. Naturalmente, supongo que los beneficios serían importantes... siempre que el grupo Boimarc aceptase vendernos sus artículos.
    —¿Por qué no iba a hacerlo? Si le ofrecemos el doble o el triple del precio anterior. Todo el mundo ganaría con ello: los artesanos las Hermandades, los agentes del Servicio de Protección Social, y hasta los señores. Nadie perdería, a excepción de Thurible, que se ha beneficiado mucho tiempo del monopolio.
    —Parece razonable. —Heurisx se echó hacia atrás, contra la mesa—. ¿Y cómo evalúa su posición? Actualmente, no tiene nada que aportar para contribuir a la empresa.

    Ghyl le miró con incredulidad.

    —No tengo más que mi vida. Si me cogen, seré rehabilitado.
    —¿Es usted un criminal?
    —En cierto sentido.
    —Haría bien en renunciar ahora mismo.

    Ghyl podía sentir el calor de la cólera en la piel de la cara, pero controló la voz cuidadosamente.

    —Naturalmente, me gustaría obtener la independencia financiera, pero eso no importa. Mi padre fue explotado, le robaron la vida. Quiero destruir Thurible, y si lo consigo, no querré nada más.

    Heurisx dejó escapar una corta risotada.

    —Bien; no quiero engañarle, ni a usted ni a nadie. Supongamos, tras maduras reflexiones, que acepto poner el navío y correr con todos los riesgos financieros... pienso que me podrían corresponder dos tercios del beneficio neto y a usted un tercio.
    —Es más que aceptable.
    —Vuelva mañana, le comunicaré mi decisión.

    Cuatro días más tarde, Jodel Heurisx y Ghyl se encontraron en un café al borde del río donde los Agentes de Daillie trataban la mayor parte de sus negocios. Un hombre joven acompañaba a Heurisx; tendría unos diez años más que Ghyl y casi no dijo nada.

    —He conseguido un navío: el Grada —anunció Heurisx—. Es más grande de lo esperado, pero no me cuesta derechos de flete, pues pertenece a mi hermano: Bonar Heurisx. —Señaló a su acompañante—. Participaremos juntos en esta aventura; va a llevar a Luschein un cargamento de instrumentos especiales, a Halma, donde, según el Directorio de Rolver, hay un mercado de tales artículos. Los beneficios no serán importantes, pero bastarán para cubrir los gastos. Luego, usted y yo, podemos llevar el Grada a Ambroy y comprar los productos artesanales, tal y como me explicó. El riesgo financiero queda reducido al mínimo.
    —Desgraciadamente, el riesgo personal subsiste.

    Heurisx dejó en la mesa una placa barnizada.

    —Esto, una vez haya sido impresionado con su fotografía, le identificará como Tal Gans, residente de Daillie. Le teñiremos la piel, le depilaremos el cráneo y le vestiremos según la moda local. Nadie podrá reconocerle, a excepción de sus amigos íntimos, a los que, sin duda alguna, evitará.
    —No tengo amigos íntimos.
    —Le confío a mi hermano para que vele por él. Es un poco más terco que yo y un poco menos prudente: en resumidas cuentas, exactamente el hombre soñado para esta aventura. —Jodel Heurisx se levantó—. Les dejo juntos y les deseo a los dos buena suerte.


    18


    ¡Era muy raro volver a Ambroy! ¡Qué familiar y querida, y a la vez lejana, indistinta y hostil, era la ciudad!

    No encontraron ningún problema en Luschein, aunque los aparatos fueron vendidos por una cifra sensiblemente inferior a la que Bonar Heurisx hubiese esperado, lo que le desanimó profundamente. Luego, se elevaron y rodearon el planeta, sobrevolando el Océano Profundo, yendo hacia el norte a las Penínsulas de Salula y Baro, atravesando la Bahía, con la costa baja de Fortinone ante ellos. Por última vez, Ghyl revisó los diversos aspectos de su nueva identidad. Ambroy se extendía bajo ellos. El Grada adoptó un programa de aterrizaje facilitado por la torre de control y descendió hacia el conocido puerto espacial.

    Las formalidades de desembarco en Ambroy eran célebres por su lentitud, y pasaron dos horas antes de que Ghyl y Bonar Herusich pudieran andar bajo la mortecina luz del sol matinal, en dirección al depósito. Spay, telefoneando a las oficinas del Boimarc, Ghyl supo que el Gran Señor Dugald estaba extremadamente ocupado y no podía recibirles sin cita previa.

    —Dígale al Señor Dugald que venimos del planeta Maastricht para hablar de la organización de ventas de la Cooperativa de Thurible. Le interesará recibirnos lo antes posible.

    Hubo una espera de tres minutos, tras la cual el empleado anunció, como lamentándolo, que el Señor Dugald podría concederles unos minutos si iban inmediatamente a las oficinas del Boimarc.

    —Vamos ahora mismo —respondió Ghyl.

    Por la Línea Elevada, llegaron al extremo de la Ciudad Este un barrio de calles desiertas, una zona llana plagada de cascotes y cristales rotos, con unos pocos inmuebles habitados. Era una zona desolada en la que no faltaba una cierta belleza lúgubre.

    En un terreno de quince hectáreas había dos edificios: el centro administrativo del Boimarc y los almacenes de la Asociación de Hermandades. Ghyl y Bonar Heurisx, pasando por un portal abierto en la alambrada de púas, se dirigieron hacia las oficinas del Boimarc.

    De una triste sala de espera, fueron llevados a una habitación grande donde veinte funcionarios trabajaban en sus mesas, y donde los cifradores cargaban los aparatos con datos. El Señor Dugald estaba sentado en una cabina de muros de cristal, ligeramente por encima del nivel de la sala y, como los demás funcionarios del Boimarc, parecía bastante atareado.

    Ghyl y Bonar Heurisx fueron conducidos a un pequeño descansillo justo delante de la cabina del Señor Dugald, un poco molestos bajo su mirada. En unos bancos tapizados, esperaron un rato. El Señor Dugald, tras una breve mirada a través del cristal, no les prestó más atención. Ghyl le examinó con curiosidad. Era bajo y rechoncho, y estaba sentado como un saco a medio llenar. Sus ojos negros estaban muy juntos, y mechones de cabello gris oscuro se elevaban por encima de sus orejas; su tez tenía un brillo púrpura anormal. Era, casi cómicamente, la encarnación de una caricatura que Ghyl había visto en alguna parte... ¡Naturalmente! ¡El Señor Bodbozzle, en los títeres de Holkerwoyd! Y Ghyl tuvo que hacer grandes esfuerzos para no sonreír.

    Ghyl observó al Señor Dugald mientras éste examinaba, una tras otra, hojas de pergamino amarillento —aparentemente facturas o pedidos— y las sellaba con un elegante instrumentos rematado con un grueso globo de cornalina roja pulida. Los pedidos, observó Ghyl, eran preparados por un empleado sentado ante una mesa iluminada, parecida a las que había visto en Daillie, antes de ser presentado al señor Dugald para ser validados con su sello personal.

    El señor aprobó el último pedido y tomó el tampón por el globo de cornalina de encima del escritorio. Sólo entonces hizo un ligero gesto hacia Bonar Heurisx y Ghyl para que entrasen.

    Los dos penetraron en la cabina de cristal, y el Señor Dugald les señaló unas sillas.

    —¿Qué es toda esa historia de la Cooperativa de Thurible? ¿Quiénes son ustedes? ¿Comerciantes, dicen?
    —Sí, eso es —dijo prudentemente Bonar Heurisx—. Acabamos de llegar de Daillie, en Maastricht, a bordo del Grada.
    —Sí, sí. Vaya al grano.
    —Nuestras investigaciones —prosiguió Bonar Herurix con ardor— nos han hecho pensar que la Cooperativa de Thurible es ineficaz. Para no extendernos, podemos hacer un mejor trabajo con beneficios más importantes para el Boimarc. O, si lo prefiere, compraremos directamente con ustedes, según una tarifa que les deje mayores beneficios.

    El Señor Dugald se quedó inmóvil, a excepción de los ojos, que movía nerviosamente.

    —No es factible —respondió concisamente—. Tenemos excelentes relaciones con varias organizaciones comerciales. Además, estamos ligados por contratos a largo plazo.
    —¡Pero el sistema no les es todo lo ventajoso que podría ser! —protestó Bonar—. Le ofrezco nuevos contratos y una tarifa del doble.

    El Señor Dugald se levantó.

    —Lo siento, pero el tema no admite discusión.

    Bonar Heurisx y Ghyl, descontentos, le miraron.

    —¿Por qué no prueba? —tentó Ghyl.
    —Está fuera de cuestión. Ahora, si quieren disculparme...

    Una vez en el exterior, se marcharon hacia el oeste, a lo largo del Bulevar de Huss.

    —Está bien —dijo Bonar, descorazonado—. Thurible tiene un contrato a largo plazo. —Tras reflexionar un instante, añadió—: Es evidente. Hemos perdido.
    —No. Todavía no. Boimarc ha firmado un contrato con Thurible, pero no con las Hermandades. Vamos a llegar hasta la fuente de las mercancías y pasaremos por encima del Boimarc.

    Bonar Heurisx gruñó.

    —¿Para qué? El Señor Dugald ha hablado claramente.
    —Sí, pero no tiene ninguna autoridad sobre los beneficiarios. Las Hermandades no tienen por qué vender al Boimarc, ni los artesanos tienen que producir sólo para las Hermandades. Cualquiera puede convertirse en nocop si quiere, y si acepta perder los beneficios de la Protección Social.

    Bonar Heurisx se encogió de hombros.

    —Supongo que no nos cuesta nada probar.
    —Eso creo. Bueno, vamos en primer lugar a la Hermandad de los Escribas. Allí obtendremos datos de los libros manuscritos.

    Se dirigieron al norte a través del viejo barrio de los mercaderes, llegando a la Plaza del Bardo, a cuyo alrededor se alzaban casi todas las sedes de las Hermandades. Bonar Heurisx, que acababa de echar un vistazo por encima del hombro, murmuró:

    —Nos siguen. Dos hombres con capas negras vigilan todos nuestros movimientos.
    —Agentes Especiales —respondió Ghyl con una sonrisa maligna—. No es sorprendente... Bueno, tampoco hacemos nada antirreglamentario, que yo sepa. Pero será mejor que no demuestre que conozco bien la ciudad.

    Mientras lo decía, se detuvo, miró alrededor por la Plaza del Bardo con expresión de perplejidad, y le preguntó a un caminante dónde estaba la Casa de los Escribas, el cual se la señaló con el dedo: una estructura alta de ladrillos negros y marrones, con cuatro salientes de viejas poleas. Manifestando incertidumbre y duda ante los Agentes Especiales, Ghyl y Bonar Heurisx estudiaron el inmueble, luego eligieron una de las tres entradas y penetraron en él.

    Ghyl nunca había visitado la Casa de los Escribas, y se quedó sorprendido al oír el volumen casi molesto de las conversaciones y las bromas procedentes de las clases de aprendizaje que se encontraban a cada lado del vestíbulo principal. Subiendo por una escalera decorada con motivos de escritura, los dos llegaron a la oficina del Señor de la Hermandad. En la antecámara había sentada una docena de escribas que se agitaban nerviosos, impacientes, apretando cada uno de ellos una tablilla con el trabajo que estaban realizando en el momento.

    Consternado, Bonar Heurisx miró a la multitud.

    —¿Tendremos que esperar?
    —Quizá no —respondió Ghyl. Atravesó la habitación, llamó a una puerta, que se abrió bruscamente y dejó ver la irritada expresión de una mujer de cierta edad.
    —¿Por qué han llamado?

    Ghyl habló con su mejor acento de Daillie.

    —Queremos que nos anuncie a su excelencia el Señor de la Hermandad. Somos comerciantes de un mundo lejano y queremos cerrar algunos tratos con los escribas de Ambroy.

    La mujer se volvió, habló por encima del hombro y miró a Ghyl.

    —Entren, por favor.

    El Señor de la Hermandad de los Escribas, un hombre agrio de blancos cabellos despeinados, estaba sentado detrás de una inmensa mesa cubierta de libros, carteles y manuales de caligrafía. Bonar Heurisx le presentó su oferta al Señor de la Hermandad.

    —¿Quieren vender nuestros manuscritos? ¡Qué idea! ¿Cómo podríamos estar seguros de que nos pagarían?
    —Al contado y en especie —declaró Bonar.
    —Pero... ¡eso es absurdo! Utilizamos un método que es correcto. Vivimos así desde tiempos inmemoriales.
    —Razón de más para cambiar.

    El Señor de la Hermandad sacudió la cabeza.

    —El sistema actual funciona de maravilla, y todo el mundo está satisfecho. ¿Por qué habíamos de cambiar?
    —Porque pagaremos el doble de la tarifa del Boimarc, y hasta el triple. Todo el mundo quedaría contento.
    —¡No! ¿Cómo calcularíamos la deducción destinada al Servicio de Protección Social, los impuestos especiales? ¡Actualmente, todo eso se hace sin que tengamos que ocuparnos de ello!
    —Una vez pagadas todas las cargas, recibirían dos veces lo que cobran ahora.
    —¿Y luego? Los artesanos se harían descuidados. Trabajarían dos veces menos cuidadosamente que ahora y dos veces más deprisa con la esperanza de conseguir la esperanza financiera, o alguna estupidez de ese estilo. Saben que por ahora tienen que dar pruebas de un meticuloso cuidado si quieren asegurarse un Perfecto o un Primero. Si les excitase la prosperidad, ¿qué sería de las normas?

    ¿De nuestra calidad? ¿Nuestras marcas? ¿Hemos de renunciar a la seguridad a cambio de algunos miserables créditos?

    —En ese caso, véndanos los Segundos. Los exportaremos al otro lado de la Galaxia y allí los venderemos. Los artesanos doblarán sus ingresos y sus mercados quedarán a salvo.
    —Y luego sólo produciremos segundos, puesto que se venderán tan bien como los Primeros. ¡El problema sigue siendo el mismo! Nuestra característica de base es una calidad muy alta; si abandonamos ese principio fundamental, despreciaremos nuestros productos y nos convertiremos en simples mercaderes.
    —Entonces, ¡deje que nos convirtamos en agentes comerciales! —exclamó Ghyl, desesperado—. Pagaremos el precio en vigor actual mente, y doblaremos esa suma cubriendo la diferencia y abonándola en algún fondo benéfico de la ciudad. Arreglaremos los barrios en ruinas, financiáramos Institutos y crearemos parques de recreo.

    El Señor de la Hermandad les miró ultrajado.

    —¿Intentan embaucarme? ¿Cómo iban a pagar tantas cosas con la producción de los escribas?
    —¡No sólo con la de los escribas! ¡Contamos con la producción de todas las Hermandades!
    —Es una propuesta sacada por los pelos. El antiguo método es bueno y es seguro. Nadie se vuelve financieramente independiente, nadie se hace importante y autónomo. Los beneficiarios trabajan meticulosamente y no hay discusiones, ni reclamaciones. Si se introduce la novedad, se destruirá el equilibro. ¡Es imposible!

    El Señor de la Hermandad les despidió con un gesto de la mano, y ambos salieron de la Casa de la Hermandad, descorazonados. Los Agentes Especiales, cerca de allí, más discretos que furtivos, les observaban con abierta curiosidad.

    —¿Y ahora? —preguntó Bonar Heurisx.
    —Podemos intentarlo con las otras Hermandades, con las más importantes. Si fracasamos, lo habremos intentado todo.

    Bonar Heurisx estuvo de acuerdo en aquel punto, y se dirigieron a la Hermandad de Joyeros, pero cuando, al fin, lograron que el Señor de la Hermandad les escuchase y acabaron con su oferta, la respuesta fue la misma que la de los escribas.

    El Señor de la Hermandad de Sopladores de Vidrio se negó a hablar con ellos, y lo mismo en la de los Fabricantes de Instrumentos de Cuerda, donde les dijeron que volvieran para el Cónclave de los Señores de las Hermandades, ocho meses más tarde.

    El Señor de la Hermandad de Esmalte, Loza y Porcelana, sacó la cabeza del despacho para oír su propuesta, responder «No» y retirarse.

    —Queda la Hermandad de Tallistas —dijo Ghyl. Es probablemente, la más influyente, y si nos dan una respuesta negativa, podemos volvernos a Maastricht.

    Atravesaron la Plaza del Bardo en dirección al gran inmueble de familiar fachada. Ghyl no se atrevió a entrar. El Señor de la Hermandad, aunque no era un conocimiento íntimo, era un hombre de mirada penetrante y memoria fiel. Mientras Ghyl esperaba en la calle, Bonar entró solo en las oficinas. Los Agentes Especiales del Servicio de Protección Social, que les habían seguido, se acercaron a Ghyl.

    —¿Puedo preguntarle por qué están visitando a los Señores de las Hermandades? Es una ocupación bastante curiosa para gente que acaba de desembarcar en nuestro planeta.
    —Nos estamos informando de las posibilidades de comercio —respondió Ghyl brevemente—. El Señor Boimarc no nos ha escuchado, y hemos decidido intentarlo directamente con las Hermandades.
    —Vaya. El Servicio de Protección Social desaprobaría un acuerdo de esas características.
    —Siempre puede intentarse.
    —Sí, seguro que sí. ¿Cuál es su planeta natal? Su acento es casi como el de Ambroy.
    —Maastricht.
    —Maastricht, claro.

    Era el fin de la jornada de trabajo y la multitud empezó a dirigirse hacia la Línea Elevada. Una mujer alta y delgada, de la que Ghyl se acordaba perfectamente, pasó a su lado a la carrera, pero se detuvo en seco y se volvió para mirarle fijamente. Ghyl apartó los ojos. La joven estiró el cuello, mirándole a la cara.

    —¡Pero si es Ghyl Tarvoke! —graznó Gedée Anstrut—. ¿Qué diablos haces con ese disfraz?

    Los Agentes Especiales del Servicio de Protección Social se echaron hacia adelante.

    —¿Ghyl Tarvoke? Me suena... —dijo uno de ellos.
    —Se equivoca —dijo Ghyl, dirigiéndose a Gedée.

    La chica retrocedió, con la boca abierta.

    —¡Me había olvidado! Ghyl Tarvoke se fue con Nion y Floriel... ¡Oh!

    Se puso la mano en la boca y retrocedió aún más.

    —Un instante, por favor. ¿Quién es ese Ghyl Tarvoke? ¿Es usted, señor? —preguntó el Agente Especial.
    —No, no. Claro que no.
    —¡Sí, es él! —aulló Gedée—. ¡Es un sucio pirata, un asesino! ¡Es el terrible Ghyl Tarvoke!

    En el Servicio de Protección Social, Ghyl fue conducido ante el Consejo de Problemas Sociales. Los miembros, sentados detrás de mesas metálicas, le examinaron con rostros inexpresivos.

    —Es usted Ghyl Tarvoke.
    —Ya han visto mi placa de identidad.
    —Ha sido reconocido por una tal Gedée Anstrut, por el agente Schute Cobol de la Protección Social, y por otras personas.
    —Si lo quiere, sí que soy Ghyl Tarvoke.

    La puerta se abrió y el Señor Fanton el Spay entró en la habitación. Se acercó, miró el rostro de Ghyl y dijo: —Sí, es uno de ellos.

    —¿Admite que es un pirata y un asesino? —preguntó el Presidente del Consejo Social.
    —Admito haber confiscado el navío del Señor Fanton.
    —¿Confiscado? ¡Qué palabra más altisonante!
    —Mis ambiciones no se basaban en lo que están suponiendo. Tenía la intención de saber la verdad sobre la leyenda de Emphyrio. Fue un gran héroe, y la verdad habría servido de inspiración a la gente de Ambroy, cosa de la que está muy necesitada.
    —Eso no se cuestiona aquí. Está usted acusado de piratería y asesinato.
    —No maté a nadie. Pregúntele al Señor Fanton.

    Fanton habló con voz implacable.

    —Fueron abatidos cuatro garriones, ignoro por cuál de los piratas. Este Tarvoke me robó dinero. Tuvimos que hacer una larga marcha durante la cual la Dama Jacinta fue devorada por una bestia feroz, y el Señor Ilseth fue envenenado. Tarvoke no puede eludir su responsabilidad por esas muertes. Finalmente, nos abandonó al límite de nuestras fuerzas, en una aldea sucia, sin un solo billete, y tuvimos que cerrar desagradables compromisos antes de llegar a la civilización.
    —¿Es eso verdad? —le preguntó a Ghyl el presidente del Consejo.
    —En varias ocasiones, les evité a los Señores y a las Damas la esclavitud y la muerte.
    —Pero, en origen, ¿contribuyó a ponerles en tan difícil situación?
    —Sí.
    —Es inútil añadir nada más. La rehabilitación es inútil. Queda condenado al perpetuo exilio de Ambroy, en Bauredel. La sentencia será ejecutada inmediatamente.

    Ghyl fue conducido a una celda. Pasó una hora. La puerta se abrió al fin y un agente le hizo un gesto.

    —Ven. Los señores quieren interrogarte.

    Dos garriones se ocuparon de él, y fue metido en un deslizador aéreo, y llevado por el cielo hasta Vashmont. Más tarde, el deslizador descendió hacia una de las torres, posándose en una terraza pavimentada con baldosas azules. Ghyl fue conducido al interior.

    Le quitaron las ropas, y le metieron, completamente desnudo, en una habitación en la parte más alta de la torre. Entraron tres Señores: Fanton el Spay, Fray el Línea Subterránea y el Gran Señor Dugald el Boimarc.

    —Se ha portado muy activamente, joven —dijo Dugald—. ¿Cuáles eran exactamente sus intenciones?
    —Romper el monopolio que agobia al pueblo de Ambroy.
    —Ya veo. ¿Y qué es todo ese charloteo histérico sobre Emphyrio?
    —Esa leyenda me fascina. Tiene un sentido especial para mí.
    —¡Vamos, vamos! —exclamó Dugald con sorprendente brusquedad—. ¡Es imposible que ésa sea la verdad! ¡Le pedimos que sea sincero!
    —¿Cómo no decir la verdad cuando se habla de eso? —preguntó Ghyl.
    —¡Es pesado como el mercurio! —le replicó Dugald—. ¡Pero no escapará, se lo advierto! Díganoslo todo, o nos veremos forzados a obligarle a que nos lo diga.
    —No he mentido. ¿Por qué no me creen?
    —¡Lo sabe muy bien! —Dugald hizo una seña a los garriones. Agarraron a Ghyl, le llevaron, doloroso y temblando, a través de una estrecha puerta trapezoidal, a una habitación larga y estrecha. Le sentaron en un imponente asiento y le ataron para que no pudiera moverse.
    —Ahora le vamos a someter al tratamiento —declaró Dugald.

    El interrogatorio había terminado. Dugald estaba sentado, con las piernas separadas, mirando al suelo. Fray y Fanton estaban al otro lado de la habitación, evitando mirarse a los ojos. Dugald se volvió súbitamente para observarles.

    —Lo que hayáis oído, intuido, o supuesto, tenéis que olvidarlo. Emphyrio es un mito y este joven inconsciente que se hace pasar por él será muy pronto menos que un mito. —Hizo una seña a los garriones—. Llevadle a la Protección. Y recomendad que le expulsen inmediatamente.

    Un negro furgón aéreo esperaba detrás del Servicio de Protección Social. Llevando tan sólo una blusa blanca, Ghyl fue empujado dentro del vehículo. Las puertas se cerraron con estrépito, el ingenio se alzó y enfiló hacia el norte. Era el fin de la mañana y el sol se ocultaba en un banco de nubes color levadura; una luz mortecina y macilenta bañaba el paisaje.

    El vehículo aéreo traqueteó y aterrizó junto a una muralla de cemento que marcaba la frontera de Bauredel. Un camino de ladrillos, entre dos muros perpendiculares en la muralla frontal, subía hacia una abertura practicada en esta última. Una banda de pintura blanca de cinco centímetros de largo marcaba el límite exacto entre Fortinone y Bauredel. Inmediatamente después de la banda, en Bauredel, la abertura estaba cerrada por un muro de cemento, manchado con salpicaduras de un horrible color marrón.

    Ghyl fue arrojado al camino de ladrillos, entre las murallas que conducían a la frontera. Un Agente Especial de la Protección Social se caló bruscamente el negro sombrero tradicional de ala ancha en la cabeza, y leyó con voz siniestra el decreto de destierro.

    —¡Deja nuestra querida tierra, hombre maléfico que ha sido reconocido culpable de tan grandes crímenes! ¡El glorioso Finuka a proscrito el asesinato en todo el reino cósmico, y agradece a Finuka la clemencia que te demuestra, la que tú no mostraste con tus víctimas! Vas a ser expulsado para siempre del territorio de Fortinone, al país de Bauredel. ¿Saltarás un último rito?
    —No —respondió Ghyl con la voz alterada por la emoción.
    —Entonces, que te vaya bien en el país de Bauredel. ¡Vete con la ayuda de Finuka!

    Un inmenso pistón de cemento, que llenaba por completo el camino, empujó a Ghyl hacia los tres centímetros de territorio de Bauredel disponibles para su ocupación.

    Ghyl se aplastó contra el pistón, apoyándose con los pies en los ladrillos que se desmigajaban. El pistón le empujó hacia adelante. A veinte metros de la frontera. Un velo de luz solar, pálido como la linfa, iluminaba oblicuamente la avenida, remarcando los bordes irregulares de los ladrillos, encuadrando con una sombra negra el tapón de cemento que obstruía el pórtico.

    Ghyl miró los ladrillos. Corrió hacia adelante, tiró de un ladrillo, de otro, y finalmente sus uñas se rompieron y sus dedos se ensangrentaron. El pistón sólo le dejaba trece metros libres. Pero cuando el primer ladrillo saltó, los otros salieron sin dificultad. Se apresuró a llevarlos junto al muro, hizo un montón y volvió a buscar más.

    Ladrillos, ladrillos, ladrillos: la cabeza de Ghyl latía pesadamente, jadeaba y respiraba haciendo mucho ruido. Diez metros, siete metros, tres metros. Ghyl escaló la pila de ladrillos y ésta se derrumbó bajo él. Frenéticamente los apiló de nuevo mientras el pistón surgía por encima de sus hombros. Subió una vez más y, mientras la pila cedía, trepó a cuatro patas hasta la cima del muro. El pistón empujó las ladrillos. Un crujido, un estallido y los ladrillos fueron comprimidos hasta que no fueron más que un pastel rojizo.

    Ghyl se quedó tumbado como un molusco. El sol se ponía detrás de las nubes, y la puesta de sol era una techumbre sombría de amarillos oscuros y marrones desvaídos. Una brisa helada soplaba por la árida tierra.

    Ghyl no podía escuchar ningún sonido. La maquinaria del pistón era silenciosa. Los Agentes Especiales del Servicio de Protección Social se habían ido. Ghyl se levantó con prudencia, apoyándose en las rodillas, y miró atentamente en todas direcciones. Bauredel, al norte, estaba sumido en las sombras: una extensión desierta barrida por un viento gimoteante. Al sur, podían percibirse algunas débiles luces lejanas.

    Ghyl se levantó, indeciso. El vehículo se había marchado, y la caseta que protegía la maquinaria del pistón estaba a oscuras, pero Ghyl no estaba convencido del todo de estar solo. El lugar estaba impregnado de terror. El débil gemido de los infortunados que habían sido expulsado en el pasado parecía seguir flotando en la atmósfera.

    Ghyl miró al sur, hacia Ambroy, a sesenta kilómetros, donde el Grada representaba la seguridad.

    ¿La seguridad? Ghyl rió secamente. Quería seguridad. Deseaba vengarse: el justo castigo por años y años de engaños, de trampas malintencionadas, de la tristeza de las vidas destrozadas. Saltó al suelo y partió rumbo al sur, a través de las tierras estériles, en dirección a la ciudad. Sus piernas, primero flojas, fueron recuperando las fuerzas poco a poco.

    No tardó en llegar a un prado vallado, donde los pájaros biloa se desplazaban majestuosamente en todas direcciones. En la oscuridad, cuando eran molestados, los biloas tenían fama de atacar a los hombres. Ghyl rodeó el cercado y alcanzó un camino de tierra batida, el cual siguió hasta el pueblo.

    Se detuvo en la entrada del pueblo. La blusa blanca le hacía demasiado visible. Si le veían, le reconocerían por lo que era, y el agente local de la Protección Social sería advertido... Ghyl se movió furtivamente a través de las sombras, en dirección a un caminito transversal que pasaba detrás del bar al aire libre del villorrio. Cuando llegó allí, hizo un prudente reconocimiento de los alrededores. Dejándose caer a cuatro patas, rodeó el bar, en dirección a un punto de la verja donde un hombre alto acababa de dejar un abrigo marrón y negro. Mientras se dedicaba a hablar con la camarera, Ghyl tomó el abrigo y, retirándose bajo los árboles, se lo echó a los hombros y se puso el capuchón en la cabeza para disimular los cabellos cortados a la moda de Daillie. Al otro lado del césped vio una estación de la Línea Elevada cuyo rafl de cemento enfilaba hacia el sur.

    Esperando que el hombre no notase inmediatamente la desaparición del abrigo, Ghyl se dirigió con pasos rápidos hacia la estación.

    Tres minutos más tarde llegaba una cápsula y, con una última mirada por encima del hombro hacia el café al aire libre, Ghyl subió a bordo y fue llevado rápidamente hacia el sur. Un kilómetro tras otro, atravesó Walz y Batra, luego Elsen y Godero. El vehículo se detuvo y Ghyl salió al camino automático, llegando a la escalera mecánica, donde fue subido y depositado en la terminal. Echó hacia atrás el capuchón del abrigo robado y avanzó con paso decidido hacia el portillo norte. El controlador dio un paso adelante.

    —La placa de identidad, señor.
    —La he perdido —respondió Ghyl, luchando por adoptar el acento de Daillie—. Pertenezco al Grada, aquel navío de allí. —Se inclinó sobre el registro—. Aquí está mi firma: Tal Gans. Este hombre —señaló a un funcionario que había cerca de ellos— me dejó salir.

    El guardia se volvió hacia el hombre.

    —¿Es cierto?
    —Cierto.
    —En el futuro, cuide de sus papeles. Podrían ser utilizados con mala intención por gente sin escrúpulos.

    Ghyl inclinó la cabeza condescendientemente y se dirigió a toda prisa hacia la pista. Cinco minutos más tarde estaba ya a bordo del Grada.

    Bonar Heurisx le miró estupefacto.

    —Estaba desquiciado. ¡Pensé que no te volvía a ver!
    —He pasado un día horrible. Estoy vivo de casualidad. —Le contó sus aventuras a Heurisx, mientras este último le miraba sorprendido por las metamorfosis que se habían operado en él durante la última jornada. Las mejillas de Ghyl estaban descarnadas, sus ojos ardían: había perdido la confianza y la esperanza de su juventud para siempre.
    —Bueno —concluyó Bonar Heurisx—. Nuestros aventurados planes se han ido al garete.
    —No tan deprisa —respondió Ghyl—. Hemos venido a hacer negocios y los haremos.
    —¿Hablas en serio?
    —Todavía podemos intentar algo. —Ghyl fue a su armario, se quitó la blusa blanca, se puso unos pantalones oscuros de Daillie y una camisa negra y ceñida.

    Bonar Heurisx le miró, desconcertado.

    —¿Vamos a salir esta noche?
    —Salgo yo solo. Espero llegar a una especie de acuerdo.
    —¿Por qué no esperar a mañana? —se lamentó Bonar Heurisx.
    —Mañana sería demasiado tarde. Mañana estaré tranquilo y seré de nuevo razonable, y nunca más podré aprovechar la cólera.

    Bonar Heurisx no hizo ningún comentario. Ghyl terminó sus preparativos. Debido a la presencia de funcionarios en los portillos de control, no se atrevió a llevar todos los objetos que le hubiera gustado, y se contentó con un rollo de cinta adhesiva y un oscuro sombrero que se caló en el cráneo desnudo.

    —Probablemente estaré fuera dos horas. Si no he vuelto mañana por la mañana, marchaos sin mí.
    —De acuerdo. ¿Qué intentas?
    —Hacer negocios. De un modo u otro.

    Ghyl salió de la nave. Volvió al puesto de control, se sometió a un apático cacheo, en busca de objetos de contrabando, y recibió un nuevo pase.

    —Tenga más cuidado con éste que con el último. Y atento a las tabernas con chicas. Le harán proposiciones, y mañana se levantará con la boca pastosa y sin ningún billete en el bolsillo.
    —Estaré atento.

    Ghyl tomó de nuevo la Línea Elevada hacia la Ciudad Este: el más desolado y triste de todos los barrios durante la noche. Una vez más, se acercó a las quince hectáreas de terreno que rodeaban el depósito de las Hermandades Asociadas y las oficinas del Boimarc. Furtivo como un animal, se acercó a la verja. El depósito estaba a oscuras, excepto una luz que relucía en el cuarto de guardia. En las oficinas del Boimarc había un grupo de ventanas encendidas.

    Dos proyectores a cada lado iluminaban el terreno donde, durante el día, las carretillas elevadoras cargaban y descargaban furgones aéreos y fardos.

    Manteniéndose en la sombra de un poste roto, Ghyl examinó todo lo que le rodeaba. La noche era negra y húmeda. Al este se alzaban las reventadas ruinas de antiguas filas de inmuebles. Lejos, al sur, las torres de Vashmont dejaban ver algunas luces amarillas a mucha altura. Más cerca de él, vio la débil luz roja y verde de una taberna. En el suelo, la bruma que procedía del océano giraba alrededor de los proyectores.

    Ghyl se acercó a la verja de entrada, cerrada y barrada, que sin duda estaría provista de sistemas de alarma sensoriales. No ofrecía ninguna esperanza de poder ser franqueada. Empezó a rodear el terreno y no tardó en llegar a un punto donde la tierra húmeda se había hundido en un pozo, dejando un estrecho paso. Ghyl se arrodilló, amplió la abertura, y pronto pudo arrastrarse bajo la verja.

    Acurrucándose, deslizándose en la oscuridad, se acercó a las oficinas del Boimarc por el norte. Miró a través de las ventanas a las salas vacías. Había algo de luz, pero no se oía nada, ni había signos de que hubiera alguien.

    Ghyl miró a derecha e izquierda, retrocedió, dio vuelta al inmueble, intentando abrir prudentemente todas las puertas y ventanas pero, como había esperado, todas estaban cerradas. En el extremo este, un pequeño anexo estaba en construcción, y Ghyl escaló la nueva obra de mampostería, hacia un talud que llevaba al edificio principal y, desde allí, al tejado. Escuchó. Ningún ruido.

    Ghyl atravesó el techo con pasos de lobo y no tardó en encontrar un ventilador que arrancó y por cuyo hueco pudo saltar a una habitación en el último piso que se empleaba como almacenillo.

    Se dirigió tranquilamente a la planta baja, con los sentidos tensos y alerta, y finalmente pudo escrutar las oficinas principales. La luz se filtraba regularmente por los paneles incandescentes. Escuchó los chasquidos de un aparato automático. La habitación, como todo lo anterior, estaba desierta.

    Ghyl hizo un rápido examen de la zona, reparando en las diversas puertas, por si acaso tenía que efectuar una salida precipitada. Luego, con más confianza, volvió a la oficina del Señor Dugald. Miró detrás de la mesa y allí, en su soporte, se hallaba el tampón. En la bandeja había nuevos pedidos todavía sin validar. Ghyl tomó tres, y acercándose al mecanismo del inventario, se instaló para descifrar los formularios, su código y los métodos por los que se imprimían.

    Posteriormente, estudió las informaciones inscritas en la pantalla de la calculadora automática del almacén.

    Pasó el tiempo. Ghyl hizo unos cuantos pedidos de prueba, relacionándolos constantemente con los formularios que le servían de modelo y en las notas explicativas destinadas a los operadores, y, al fin, hizo uno, que verificó con sumo cuidado. Por lo que podía juzgar... era perfecto.

    Hizo desaparecer las pruebas de su trabajo y volvió a colocar los pedidos que le habían servido de muestra. Luego, tomando el sello del Señor Dugald, validó el documento.

    Y, a partir de aquel momento, ¿qué hacer? Ghyl estudió un aviso pegado con cinta adhesiva a la consola del ordenador: un cuadro de modalidades y tiempos de entra, donde verificó sus sospechas. El pedido tenía que ser llevado al servicio de expedición del almacén.

    Ghyl dejó las oficinas siguiendo el mismo camino que había empleado para llegar a ellas, sin atreverse a emplear las puertas por temor a ser descubierto.

    Manteniéndose en la sombra, observó el almacén sumido en la oscuridad, excepto por las luces de la pequeña garita de los celadores.

    Ghyl se acercó al almacén por detrás, subió una rampa hasta el muelle de carga, se dirigió a un ángulo del edificio, con paso rápido y furtivo. Miró a su alrededor y vio la cercana garita en la que había sentados dos guardianes. Uno tricotaba un traje, el otro se balanceaba adelante y atrás, con los pies apoyados en una estantería.

    Ghyl se alejó, atravesó el muelle, intentando abrir las puertas. Todas estaban cerradas. Ghyl suspiró tristemente. Encontró un trozo de madera que podía usar como ariete, tomó posiciones y esperó. Pasaron quince minutos. El guarda que tricotaba echó un vistazo a un reloj de péndulo, se levantó, encendió una linterna y le dijo algo a su camarada. Luego se fue a hacer la ronda. Pasó delante de Ghyl silbando entre dientes una canción que no lo era. Ghyl se hundió en las sombras: el velador de noche se detuvo ante una puerta, batalló con las llaves y metió una en la cerradura.

    Ghyl se deslizó tras él y abatió el trozo de madera. El guardia se derrumbó. Ghyl le quitó las armas, la linterna, le ató y amordazó con la cinta adhesiva.

    Con un último vistazo a su alrededor, Ghyl abrió la puerta y entró en el oscuro depósito. Paseó la luz de un lado a otro: balas de mercancías, cajas, carpetas, se apilaban en estantes marcados Perfectos, Primeros, Segundos. El despacho de expedición se hallaba inmediatamente a su izquierda. Ghyl entró en él y acercó la linterna a los mostradores. Pudo ver en alguna parte una pila de hojas arrugadas y amarillas... allí, en un soporte lateral. Ghyl avanzó, examinó los pedidos. La hoja de encima era la más antigua, con el número más bajo. Ghyl quitó aquella hoja, escribió el número de orden en su propio pedido y lo dejó en la pila.

    Volvió corriendo a la puerta. El velador gemía, todavía inconsciente. Ghyl le metió al interior del depósito y le dejó junto a una pila de cajas. Puso dos en el suelo, cerca de la cabeza del guardia y desordenó las demás. Devolvió la linterna, el arma y las llaves al hombre, le quitó la cinta adhesiva y se marchó a toda prisa.

    Tres cuartos de hora más tarde, Ghyl estaba de vuelta a bordo del Grada donde encontró a Bonar tenso y ansioso.

    —¡Has estado fuera mucho tiempo! ¿Qué has hecho?
    —¡Un negocio excelente! ¡Casi todo! O eso espero. Estaremos listos por la mañana. —Exultante, Ghyl explicó lo que había pasado—... y todos Perfectos, ¡y Perfectos Reservados! ¡He encargado las mejores piezas del almacén! ¡El no va más! ¡Oh, qué buena broma para el Señor Dugald!

    Heurisx le escuchaba anonadado.

    —¿Y el riesgo? ¿Supongamos que lo descubren?

    Ghyl hizo un gesto tranquilizador con la mano.

    —¡Es impensable! Pero, en cualquier caso... Debemos estar listos para partir sin perder un segundo. En eso estoy de acuerdo.
    —¡Nunca he robado ni un céntimo! —gritó Bonar Heurisx angustiado—. ¡No voy a empezar ahora!
    —¡No robamos! Nos lo llevamos... ¡y pagamos!
    —¿Pagar? ¿Cuándo? ¿A quién?
    —A su debido tiempo, a los que acepten nuestro dinero. Bonar se derrumbó en un asiento frotándose la frente con cansancio.
    —Algo irá mal, ya verás. Es imposible robar...
    —Perdona, negociar.
    —... robar, negociar, expoliar, poco importa la palabra que elijas, tan fácilmente.
    —¡Ya lo veremos! Si todo va bien, la carga llegará poco después de amanecer.
    —¿Y si va mal?
    —Ya te lo he dicho... estaremos listos para despegar.

    La noche pasó lentamente, y finalmente llegó el alba. Ghyl y Bonar esperaban, como si estuvieran sentados sobre brasas, el pesado cargamento, o los vehículos negros de cinco ruedas de los Agentes Especiales.

    Una hora después de amanecer, un oficial del puerto subió la rampa de carga.

    —¡Hola, Gradal!
    —¿Sí? —respondió Bonar Heurisx—. ¿Qué pasa?
    —¿Esperan un flete?
    —En efecto.
    —En ese caso, abran las escotillas y prepárense para recoger las mercancías. ¡Aquí en Ambroy nos gusta la eficacia!
    —A sus órdenes.

    Diez minutos más tarde, la primera carretilla se detenía al lado del Grada.

    —Deben haberse gastado una fortuna —dijo el conductor—. Sólo hay Perfectos y Perfectos Reservados.

    Bonar Heurisx emitió un sonido que no le comprometía a nada. En total, seis furgones desfilaron hasta el Grada.

    —Habéis limpiado todos los Perfectos —dijo el conductor del sexto—. Nunca había visto un cargamento parecido. En el almacén todo el mundo se hacía preguntas.
    —Descargue y no traiga nada más. La cala está llena hasta el borde —le respondió Ghyl.
    —De todos modos, no queda casi nada de valor —murmuró el hombre—. Bueno, fírmeme el recibo.

    Ghyl tomó el bono de entrega y, movido por un súbito impulso, firmó «Emphyrio».

    —¡Cerrad las escotillas y despegad! —le gritó Bonar a la tripulación.
    —Justo a tiempo —observó Ghyl—. ¡Ya llegan los Agentes Especiales! —añadió, señalándoles con el dedo.

    El Grada se elevó en los aires mientras que en la pista, bajo ellos, una docena de Agentes Especiales saltaban de los vehículos negros para detenerse acto seguido y seguirles con la vista.

    Ambroy se empequeñeció y Halma acabó por convertirse en una esfera. Damar, marrón purpúreo, cayó hacia un lado. Los propulsores gimieron más secamente, y el Grada pasó a conducción espacial.

    Jodel Heurisx quedó estupefacto al ver la calidad y cantidad de las mercancías.

    —¡Esto no es un cargamento, es un tesoro!
    —Representa la acumulación de varios siglos —asintió Ghyl—. Sólo hay artículos que han alcanzado la calificación de Perfectos. Mire este biombo: el Ser Alado... es el primero que hizo mi padre, lo pulí y enceré después de su muerte.
    —Apártelo —ofreció espontáneamente Jodel Heurisx—. Quédeselo.

    Ghyl sacudió la cabeza tristemente.

    —Véndalo con el resto. Sólo me trae pensamientos melancólicos.

    Pero Jodel Heurisx no quería que el sentimentalismo le dominase.

    —Algún día tendrá un hijo. ¿No sería un hermoso regalo que hacerle?
    —Si no ocurre algún desgraciado accidente.
    —El biombo es suyo. Lo guardaré hasta que lo necesite.
    —Oh, de acuerdo. ¿Quién sabe lo que nos reserva el porvenir?
    —El resto del flete será enviado a la Tierra. ¿Para qué vamos a perder tiempo con ventas en provincias? Es en la Tierra donde se encuentran las grandes fortunas, los antiguos palacios: conseguiremos el dinero de los entendidos. Una suma deberá reservarse para las Hermandades de Ambroy. Deduciremos los gastos del viaje. El resto se dividirá en tres partes. Habrá una fortuna para cada uno de nosotros. ¡Ghyl Tarvoke, al final será financieramente independiente!


    19


    Durante toda su vida, Ghyl había oído especular sobre el origen de los hombres. Algunos decían que la Tierra era la fuente de la migración humana, mientras que otros se inclinaban por Triptolemus, y otros incluso señalaban Amenaro, el solitario planeta de Deneb Kaitos; había hasta quienes hablaban de la generación espontánea de una masa flotante y universal de esporas.

    Jodel Heurisx disipó las dudas de Ghyl.

    —Puede estar seguro, la Tierra es la cuna de toda la Humanidad. ¡Somos terrestres, sin que importe dónde hayamos nacido!

    Bajo números aspectos, la realidad de la Tierra estaba en desacuerdo con las ideas preconcebidas por Ghyl. Siempre había pensado encontrar un mundo triste, en un horizonte erizado por miles de ruinas petrificadas, bajo un sol semejante a un ojo rojo y ardiente, y de mares oleosos y emponzoñados por el paso de los años.

    Pero el sol era cálido y amarillo, muy parecido al de Maastricht, y los mares parecían más frescos que el Océano Profundo al oeste de Fortinone.

    La gente de la Tierra provocó en él otra sorpresa. Ghyl había esperado un cinismo cansino, un aburrimiento otoñal, inversiones, excentricidades, sutiles sofisticaciones, y en aquello no se había equivocado. Algunas de las personas que encontró tenían aquellas cualidades, pero otras se comportaban naturalmente y eran tan sencillas como niños. Otras más hicieron que Ghyl se quedara perplejo ante su fervor, por la intensidad de sus conductas, como si sus días fueran tan cortos que no pudieran hacer todo lo que querían. Sentado con Jodel Heurisx en un antiguo bar de la vieja Colonia, Ghyl hizo unas observaciones sobre las diferencias que había entre las personas que pasaban delante de ellos.

    —Es cierto —respondió Jodel Heurisx—. Otras ciudades y planetas son igual de cosmopolitas, ¡pero la Tierra es un universo en sí misma!
    —Esperaba que los terrestres fueran más sabios, más tranquilos, más maduros. Algunos lo son, evidentemente, pero otros... Bueno, mire aquél que va vestido con ante verde, por ejemplo. Le brillan los ojos, mira a todos lados como si viera las cosas por primera vez. Naturalmente, puede tratarse de un extraterrestre, lo mismo que nosotros.
    —No, es un terrestre —respondió Jodel Heurisx—. No me pregunte cómo lo sé, no podría decírselo. Es una cuestión de estilo, de pequeños signos que traicionan el origen de un hombre. Tomemos por ejemplo la nerviosa impresión que desprende: los sociólogos declaran que el bienestar material y la estabilidad psíquica son inversamente proporcionales. Los bárbaros no tienen tiempo para el idealismo, ni para su opuesta, la psicosis. La gente de la Tierra, además, está preocupada por su «justificación» y «realización», y algunos terrestres, como quizá el hombre de verde, caen en la exageración. Pero las diferencias son enormes. Algunos malgastan sus energías en proyectos utópicos. Otros se encierran en sí mismos y se convierten en sibaritas, epicúreos, estudiantes esclarecidos, coleccionistas, estetas; o se concentran en el estudio de algún tema esotérico... Ciertamente, hay mucha gente normal y corriente, pero no se fija uno en ellos, y sirven para aumentar los contrastes. Si se queda en la Tierra cierto tiempo, los irá descubriendo sin ayuda.

    El flete del Grada fue vendido y con beneficio. En Trípoli, Ghyl se despidió de Jodel y de Bonar Heurisx. Prometió volver a Daillie algún día.

    —Ese día, mi casa será suya —le respondió Jodel Heurisx—. ¡Y no se olvide que le guardo el biombo: el Ser Alado!
    —No lo olvidaré. Adiós.
    —Adiós, Ghyl Tarvoke.

    Sintiéndose un poco melancólico, Ghyl miró cómo se alzaba el Grada en el cielo azul y ventoso de África. Pero, cuando el navío se hizo muy pequeño y, al fin, desapareció, el coraje volvió a él: ¡había destinos peores que encontrarse en la Tierra por primera vez, con el equivalente a un millón de créditos en el bolsillo! Ghyl pensó en su infancia: una época irreal detrás de un velo dorado. Cuántas veces, él y Floriel, se habían quedado tumbados en la hierba amarillenta de las Colinas de Dunkum, hablando de viajes e independencia financiera. Los dos, aunque por diferentes razones, habían logrado sus objetivos. Y Ghyl se preguntó por qué parte del espacio erraría Floriel, si estaría vivo o muerto... ¡Pobre Floriel!, pensó, dejarse arrastrar hasta donde le arrastraron.

    Durante un mes, Ghyl se paseó por la Tierra, explorando los rascacielos de América, las ciudades submarinas de la Gran Barrera de Arrecifes, las inmensas reservas naturales que los aparatos aéreos no podían sobrevolar. Visitó las ciudades restauradas cuyo origen se remontaba al alba de los tiempos: Atenas, Babilonia, Mentís; las medievales de Brujas, Venecia y Regensburg. Por todas partes, a veces ligero y a veces demoledor, el peso de la historia estaba presente. Cada parcela de suelo exhalaba un fluido: el recuerdo de un millón de tragedias, de un millón de triunfos; de nacimientos y muertes, de besos robados; de sangre vertida, de carbonización y energía; de melodías y canciones alegres, encantamientos, canciones de guerra, frenesíes. El suelo exudaba acontecimientos, la historia se acumulaba en las masas de estratos amontonados durante eras, en continuidades y discontinuidades. Por la noche, los espectros eran cosa corriente, le dijeron a Ghyl: en los emplazamientos de los antiguos palacios, en las montañas del Cáucaso, en las landas y marismas del nortes.

    Ghyl empezó a creer que los habitantes de la Tierra se obsesionaban por el pasado, una teoría reforzada por las numerosas reconstrucciones históricas, la supervivencia de anacrónicas tradiciones, cuya existencia el Instituto Histórico registraba, digería, clasificaba y analizaba, lo mismo que los menores hechos que tuvieran relación con el origen y desarrollo de la humanidad... ¡El Instituto Histórico! Muy pronto se dirigiría al cuartel general del Instituto, en Londres, aunque —por una razón que no podía analizar— no se veía presionado a hacerlo.

    En San Petersburgo, encontró a una noruega rubia y esbelta, llamada Flora Eilander, que le recordó a Shanne. Durante un tiempo, viajaron juntos, y ella le hizo reparar en aspectos de la Tierra en los que antes no se había fijado. Se borló de su teoría según la cual los terrestres estaban especialmente preocupados por el pasado.

    —¡No, no, no! —exclamó la mujer con un énfasis deliciosamente escandalizado—. ¡Olvidas lo esencial! Nos interesamos por el alma de los acontecimientos, por su esencia intrínseca.

    Ghyl no podía estar seguro de haber entendido su afirmación, pero aquello no era una novedad. Encontraba turbadora a la gente de la Tierra. En cada conversación, notaba un millar de sutilezas y sobreentendidos, una forma de expresión que daba mayor importancia a lo que no se decía que a las propias palabras. Era, juzgó Ghyl finalmente, un refinamiento en el terreno de la comunicación que nunca alcanzaría: alusiones por diversos manierismo, distinciones de una centésima de segundo entre dos significados contradictorios, actitudes sin número que se convertían instantáneamente en contrasentidos o cuyo significado se alteraba.

    Ghyl se irritó consigo mismo y discutió con Flora, que intentó arreglar las cosas condescendientemente.

    —No debes olvidar que hemos conocido todas las cosas, que hemos sentido todos los dolores y alegrías. En consecuencia, es natural que...

    Ghyl se rió agriamente.

    —¡Es absurdo! ¿Has conocido las torturas o el miedo? ¿Has robado un yate espacial y matado garriones? ¿Has asistido al Baile del Condado, en Grigglesby, con los señores y las damas entrando como magos con sus trajes maravillosos; o saltado maquinalmente en el Templo de Finuka? ¿Has mirado en sueños Fortinone desde los Montes de Meagher?
    —No, claro que no. —Flora le examinó lentamente y no dijo más.

    Durante otro mes, vagaron de un sitio a otro. Abisinia, donde la luminosidad del sol evocaba el asfalto, el viejo polvo; Cerdeña, con sus asfódelos y olivos; la bruma y las tinieblas del norte gótico. Un día, en Dublín, Ghyl se quedó petrificado al ver un anuncio:

    LOS VERDADEROS DIVERTIDOS PERIPATÉTICOS DE FRAMTREE
    El Maravilloso y Loco Espectáculo Transgaláctico

    ¡Escuchad los gritos que hielan la sangre de los bacchanidas de Maupte! ¡Alucinad ante las bufonadas de los títeres de Holkerwoyd!

    ¡Oled los aromas auténticos de dos docenas de lejanos planetas!

    Y decenas de otras atracciones. En Casteyn Park, siete días solamente.


    Flora no estaba interesada en el espectáculo, pero Ghyl insistió para que fueran finalmente a Casteyn Park, y por una vez, Flora se quedó perpleja. Ghyl le dijo que ya había visto el espectáculo de niño... y no añadió nada más.

    Junto a un grupo de robles gigantes, Ghyl encontró los mismos paneles, los mismos carteles, los mismos sonidos y clamores que conociera en su infancia. Buscó y encontró el Teatro de Marionetas de Holkerwoyd. Entró y esperó pacientemente a que acabase una revista moderadamente divertida. Los títeres lanzaban gritos agudos, haciendo cabriolas y falseando canciones de moda, imitando a personalidades locales; luego, un grupo vestido de polichinelas interpretó una serie de farsas.

    Tras el espectáculo, y dejando a Flora, que se aburría pero daba pruebas de indulgencia, Ghyl se acercó al telón que había detrás del escenario. Era quizá el mismo que levantase otra vez, y combatió el impulso de mirar por encima del hombro hacia el sitio en que debería hallarse su padre. Lentamente, tiró de la tela y, allí, como si no se hubiera movido en todos aquellos años, estaba sentado Holkerwoyd, ajustando un accesorio del teatro.

    Holkerwoyd había envejecido, tenía la piel cerúlea, le colgaban los labios, sus dientes eran amarillos y prominentes, pero sus ojos eran tan penetrantes como siempre. Al ver a Ghyl, hizo una pausa en el trabajo, y alzó la cabeza.

    —¿Sí?
    —Ya nos hemos visto otra vez.
    —Lo sé. —Holkerwoyd apartó los ojos, frotándose la nariz con dedos nudosos—. He visto tanta gente, visitado tantos sitios, que es un trabajo de locos poner todo eso en orden. Veamos. Nos encontramos hace mucho tiempo, en un planeta lejano, en la fosa del límite del universo. Halma, el mundo que flota sobre Damar, donde compro las marionetas.
    —¿Cómo puede acordarse? Yo no era más que un niño.

    Holkerwoyd sonrió y agachó la cabeza.

    —Eras un chico muy serio, turbado por el modo en que funciona el mundo. Estabas con tu padre. ¿Qué ha sido de él?
    —Ha muerto.

    Holkerwoyd, sin sorprenderse, agachó la cabeza.

    —¿Y cómo te va? Estás muy lejos de Halma.
    —No puedo quejarme. Pero hay algo que me turba desde aquel día. Representasteis la leyenda de Emphyrio, y el títere fue ejecutado.

    Holkerwoyd se encogió de hombros y se arrellanó.

    —Los títeres no pueden utilizarse indefinidamente. Poco a poco toman conciencia del mundo que les rodea, empiezan a sentirse reales. Cuando se corrompen deben ser destruidos antes de que contaminen al resto del grupo.

    Ghyl hizo una mueca.

    —Los títeres son muy baratos.

    Bastante baratos. Pero el precio es justo. Los damarianos son vendedores muy taimados, fríos como el acero. ¡Ah, les gusta el tintineo de las monedas! ¡Y con buenos resultados! Viven en palacios, mientras que yo duermo en paja, sobresaltándome con el más ligero ruido. —Holkerwoyd empezó a agitarse y alzó su trabajo por los aires—. Que bajen los precios y que se den menos lujos. Son sordos a mis protestas. ¿Te gustaría volver a ver Emphyrio? Tengo un títere que se ha vuelto perverso. Le he advertido y reprendido varias veces, pero siempre lo encuentro mirando a los espectadores a través de los focos del escenario.

    —No, gracias —respondió Ghyl, que retrocedió hacia el telón—. Bueno, adiós por segunda vez.

    Holkerwoyd hizo un gesto distraído.

    —Quizá nos encontremos de nuevo, aunque supongo lo contrario. Los años pasan deprisa. Una mañana me encontrarán tieso y muerto, con las marionetas trepándome por todas partes, hurgándome en la boca, tirándome de las orejas...

    De vuelta al hotel El Cisne Negro, Ghyl y Flora se sentaron en el bar. Ghyl, de un humor extraño, tenía los ojos clavados en el vaso de vino. Flora hizo varias tentativas para iniciar una conversación, pero la mente de Ghyl se encontraba más allá de Mirabilis, y respondía sólo con monosílabos. Mirando el vino, veía la casa de la Plaza de Undle, de estrecha fachada. Oía la tranquila voz de Amianto, el ligero roce de los buriles en la madera. Notaba la puesta de sol, pálida, de Ambroy, la bruma que derivaba sobre los pantanos, en la desembocadura del Insse. Recordaba los olores de los muelles de Nobile y Foelgher, las descarnadas torres de Vashmont, las ruinas que había más allá.

    Ghyl sentía nostalgia de Ambroy, aunque no pudiera considerar a Fortinone como su verdadera patria. Meditando sobre la humillación e inútil muerte de Amianto, Ghyl se amargó y se bebió el vino de un trago. La botella estaba vacía, y un camarero de blanco delantal, adivinando el estado anímico de Ghyl, se apresuró a llevar otra.

    Flora se levantó, miró a Ghyl uno o dos segundos y salió del bar.

    Ghyl pensaba en su destierro, en el pistón que avanzaba tras él, en los ladrillos comprimidos, en las horas que había pasado encaramado en el muro mientras el triste crepúsculo le iba envolviendo. Quizá se merecía el castigo: era innegable que hubiera robado un yate espacial. Sin embargo, su crimen, ¿no era justificable? ¿No utilizaban los señores al Boimarc y a la Cooperativa de Thurible para expoliar, engañar y abusar de los beneficiarios? Ghyl tenía negras ideas, y seguía bebiendo vino, preguntándose cómo extender su conocimiento de un modo útil, ¿cómo informar a los beneficiarios?

    Era inútil intentar pasar por mediación de las Hermandades, o el Servicio de Protección Social, pues los dos organismos eran conservadores hasta la médula.

    El problema requería reflexión. Ghyl bebió lo que quedaba de vino y se subió al cuarto. Flora no estaba por ninguna parte. Ghyl se encogió de hombros. No la volvería a ver, lo sabía, y quizá fuera lo mejor.

    Al día siguiente atravesó el mar de Irlanda, hacia Londres. Se dirigía, finalmente, al Instituto Histórico.

    Pero no se podía entrar fácilmente en el Instituto. Las preguntas de Ghyl, por la Telepantalla de Información, no obtuvieron más que respuestas evasivas, y luego le aconsejaron una visita organizada de las universidades de Oxford y Cambridge. Como insistió, fue enviado al Departamento de Pesos y Medidas, que pasó la comunicación a la Dundee House. Estaba claro que era el cuartel general de alguna especie de Banco de Datos, un organismo cuyas funciones nunca había entendido Ghyl completamente. Un funcionario le preguntó cortésmente las razones de su interés por el Instituto Histórico, y Ghyl, controlando la impaciencia, habló de la leyenda de Emphyrio.

    El empleado, un hombre joven de cabello dorado, de crespo bigote, se alejó y habló suavemente, aparentemente consigo mismo, y luego escuchó la nada. Se volvió hacia Ghyl.

    —Si quiere esperar en el hotel, un empleado del Instituto contactará con usted.

    Irritado y divertido, Ghyl se dispuso a esperar. Una hora más tarde, recibió la visita de un hombre muy feo, con un traje negro y un abrigo gris: Arwin Rolus, subdirector de Estudios Mitológicos del Instituto.

    —Me han dicho que estaba interesado en la leyenda de Emphyrio.
    —Sí. Pero, en primer lugar, querría que me explicase la razón de todas estas precauciones y secretos.

    Rolus carraspeó, y Ghyl pudo ver que, después de todo, no era tan feo.

    —La situación puede parecer extravagante, pero el Instituto Histórico, por su propia naturaleza, acumula datos muy numerosos y secretos. No es ésa la función del Instituto; somos humanistas. Sin embargo, a veces tenemos que resolver problemas de personas más activas que nosotros. —Miró a Ghyl de hito en hito, como si pretendiera juzgarle—. Cuando un extraterrestre viene a informarse al Instituto, las autoridades deben asegurarse de que no tiene intenciones de aprovecharse de la información.
    —No hay peligro; no quiero más que datos, eso es todo.
    —Concretamente, ¿qué datos?

    Ghyl le pasó el fragmento de texto que había cogido de la carpeta de Amianto. Sin dificultad aparente, Rolus leyó el viejo manuscrito casi ilegible.

    —Bien, bien... interesante. ¿Y quiere saber lo que pasó después? Por decirlo de algún modo, el final de la historia.
    —Sí.
    —¿Puedo saber por qué?

    ¡Que recelosos son los terrestres!, pensó Ghyl. Con voz controlada, declaró:

    —Conozco la mitad de la leyenda desde la más tierna infancia. Me prometí a mí mismo que si algún día podía conocer el resto, lo haría.
    —¿Es ésa la única razón?
    —No del todo.

    Rolus cambió de tema.

    —Su planeta natal es... —levantó unas cejas grises y enmarañadas.
    —Halma. Es un mundo que hay más allá del Cúmulo de Mirabilis.
    —Halma. Un planeta lejano... Bien, quizá pueda satisfacer su curiosidad. —Se volvió hacia la pantalla mural. Hizo correr los dedos sobre el teclado y proyectó una señal codificada. La pantalla respondió con una serie de referencia, de las que Rolus escogió una—. Ésta es la crónica completa redactada por un escritor desconocido del mundo de Halma, u Hogar, hace unos dos mil años.

    En la pantalla apareció un mensaje escrito en Arcaico. Primero aparecieron los párrafos que había en el fragmento de Ghyl, y luego:

    En el Catademnon, los que no tenían oídos se sentaron para escuchar a los que no tenían alma, y no conocían ni la amistad ni la tranquilidad. Emphyrio adelantó la tabula y exigió la paz. Dieron la alarma y agitaron las oriflamas verdes. Emphyrio les exhortó a la amistad; sin oídos para oír, con los ojos en blanco, no podían entender, y agitaron las oriflamas azules. Emphyrio rogó por la bondad, por lo que diferencia a los hombres de los monstruos, y de lo que les faltaba, la piedad. Ellos rompieron la tablilla de la verdad a patadas y agitaron las oriflamas rojas. Luego alzaron a Emphyrio y le sujetaron en lo alto, en un muro, y le plantaron un clavo en el cráneo para que se quedara sujeto en los muros del Catademnon. Cuando todos hubieron contemplado la suerte del hombre que había hablado con la voz de la verdad, le descendieron y, bajo la viga en la que le habían clavado, en la cripta, le emparedaron para siempre.

    ¿Cuál fue su beneficio? ¿Quién era la víctima?

    En el mundo de Aume, u Hogar, las brutales criaturas de Sigil no devastaron la región. Se miraron unos a otros y se preguntaron: «¿Es verdad, como afirma Emphyrio, que somos criaturas para las que existe un alba y un crepúsculo, dolor y gozo? ¿Por qué, entonces, devastamos este país? Vivamos nuestras vidas, porque no tenemos otras». Y tiraron las armas, y se retiraron a los lugares que hallaron más agradables para sus ojos, y se convirtieron en seres apacibles, hasta tal punto que los hombres se sorprendían de su anterior fiereza.

    Emphyrio murió implorando a los seres negros que adoptaran los usos de los hombres, y que contuvieran a los monstruos que habían engendrado. Ellos se negaron; le clavaron al muro. Pero los monstruos, primero tan insensatos, fueron impregnados por la verdad y, de todos los seres, se convirtieron en los más tranquilos. Si existe una lección en todo esto, una moral, ésta se encuentra por encima de la comprensión de quien esto cuenta.


    20


    Una hoja, en la que estaba impreso el relato, salió del muro, y Rolus se la pasó a Ghyl, que la releyó una segunda vez y la colocó con el fragmento de Amianto.

    —El mundo de Aume... ¿es Halma? ¿Sigil es la luna de Damar?

    Rolus sacó nuevos datos a pantalla, en una escritura que no era familiar para Ghyl.

    —Aume es Halma —confirmó—. Es un mundo de historia complicada. ¿La conoce?
    —Imagino que no; aprendemos pocas cosas en Ambroy. —Ghyl no pudo contener la amargura de su voz—. Realmente muy pocas.

    Sin hacer comentario, Rolus leyó lo que veía en la pantalla, extendiéndose o añadiendo explicaciones cuando lo consideraba necesario. Dos o tres mil años antes de Emphyrio, y mucho antes de la aparición de los hombres, los damarianos habían establecido colonias en Halma, utilizando navíos espaciales que les facilitó una raza de nómadas del espacio. Pero la guerra estalló entre los dos pueblos: los damarianos fueron expulsados y obligados a volver a Damar, donde trazaron un plan para destruir a los nómadas del espacio. Basándome en las posibilidades ofrecidas por su sistema de procreación, los damarianos eran capaces de reproducir cualquier material genético que se encontrase en sus glándulas. Decidieron engendrar una raza de guerreros tan invencibles e implacables como feroces, que haría pedazos a los nómadas del espacio. Primero, prepararon un prototipo, luego elaboraron glándulas artificiales para engendrar a aquellas criaturas en gran número. Cuando el ejército fue reunido, salió de Sigil, o Damar, pero, como estuvieron aislados en sus grutas durante medio milenio ignoraban lo que había pasado. Los nómadas se fueron y nadie sabía a dónde; los hombres colonizaron el planeta Halma. La llegada del ejército de Damar parecía constituir una agresión sin motivo. Los wirwams —para nombrar a esos monstruos— parecían demonios salidos del infierno. Bajo cierto punto de vista, eran semejantes a sus genitores. Les faltaba un buen sentido del oído, aunque se comunicaban por ondas de radio. Emphyrio inventó aparentemente un aparato que transformaba la palabra humana en ondas que los wirwans podían comprender. Fue el primer hombre en comunicarse con los invasores. Descubrió que éstos eran especialmente inocentes y que habían sido creados y entrenados para cumplir un único propósito. Él les hizo conscientes de su propia existencia, corrompiendo, podríamos decir, su inocencia. Casi mágicamente, se hicieron dubitativos y reservados, y se retiraron a las montañas. Animado por su éxito, Emphyrio atravesó el espacio, hacia Sigil, esperando pacificar a los que habían enviado aquel ejército.

    —Ignoramos cuál fue la suerte exacta de Emphyrio —añadió Rolus—. El relato que acabamos de leer nos dice que los damarianos le clavaron un clavo en el cráneo y que así lo mataron. Según otras fuentes, Emphyrio negoció una tregua y volvió a Aume para convertirse en el primero de los Señores. Existen otras versiones según las cuales el pueblo de Sigil se habría quedado con Emphyrio, prisionero para la eternidad, en un estado de animación suspendida.

    Los hechos son inciertos, y ahora todo ha cambiado. Los damarianos engendran marionetas y homúnculos con sus glándulas artificiales. Los wirwams, una raza sacrificada, sobreviven en las laderas de los Montes de Meagher. Los hombres de Halma son como los conoce.

    Ghyl suspiró. Todo quedaba dicho. Fortinone, escenario de antiguas batallas, era una región tranquila. Sobre Damar, los marionetistas proveían de placer a los turistas y engendraban títeres. ¿Y Emphyrio? Su suerte era incierta. Ghyl recordó la excursión que había hecho, cuando no era más que un niño, a los Montes de Meagher, cuando descubrió imaginarias batallas en la topografía de aquellos lugares. Había estado más cerca de la verdad de lo que había supuesto.

    Arwin Rolus se dispuso a marcharse.

    —¿Le gustaría saber algo más?
    —¿El Instituto consigue toda la información en Halma? ¿En Fortinone?
    —Sí, claro.
    —¿Tienen algún corresponsal en Ambroy?
    —Varios.
    —¿Es secreta su identidad?
    —Naturalmente. Si fueran conocidos, estarían en un compromiso. Debemos quedar al margen de los hechos. No todos son capaces. Su padre, por ejemplo.

    Ghyl se volvió para mirar a Rolus.

    —¿Mi padre? ¿Amianto Tarvoke? ¿Era un corresponsal?
    —Sí. Durante muchos años.

    Ghyl fue a ver a un cirujano estético. Le recortaron la nariz, afilándola; la curvatura de sus cejas fue modificada; le borraron el tatuaje del hombro; alteraron las huellas de su lengua, dedos, palmas y plantas de los pies. Le dieron a su piel un ligero tono verde oliva, le tiñeron los cabellos de negro y, finalmente, sólo el contenido de su cerebro permitió reconocerle como Ghyl Tarvoke.

    En casa de Ball & Sons, Sastres, Ghyl compró trajes al estilo terrestre, y se quedó estupefacto al ver su holograma. ¿Quién habría podido establecer cualquier relación entre el joven elegante y adinerado y el pobre y atormentado Ghyl Tarvoke del pasado?

    Le resultó difícil encontrar documentos falsos, y Ghyl telefoneo finalmente a Dundee House, donde le pusieron en contacto con Arwin Rolus.

    Rolus reconoció inmediatamente a Ghyl, lo que provocó en él exasperación e inquietud. Ghyl formuló su demanda, pero Rolus no parecía muy dispuesto a prestarle su ayuda.

    —Intente comprender la posición del Instituto. Profesamos una imparcialidad didáctica así como una política de no injerencia, sean cuales sean las circunstancias. Registramos, analizamos, interpretamos... pero nunca interferimos en los asuntos internos de un Estado, ni hacemos ningún tipo de declaración. Si yo, como funcionario del Instituto, le ayudara en sus intrigas, introduciría a nuestro organismo en el curso de la historia.

    Ghyl pensó que Rolus había gastado inútilmente una de sus frases.

    —No quería hacer una demanda oficial. Pensaba solamente dirigirme a usted, como única persona a la que conozco en la Tierra, para que me diera su opinión.
    —Ya veo. Bien, en ese caso... —Rolus pensó unos momentos—. No sé nada de estas cosas, pero... —Una hoja de papel salió de la ranura mural—. Si llama a este número, alguien podrá escucharle sin pestañear.
    —Tengo una pregunta que hacerle, esta vez es oficial.
    —¿Cuál es la pregunta?
    —¿Dónde se encuentra el Catademnon? ¿En qué punto de Damar?

    Rolus inclinó rápidamente la cabeza, como si hubiera estado esperando aquella pregunta.

    —Voy a procesar la pregunta y enseguida tendremos respuesta. Los gastos se añadirán a su nota de hotel.

    Diez minutos más tarde, una hoja de papel salió de la pared. El mensaje era el siguiente:

    El Catademnon, casa de los señores de la guerra de la antigua Sigil, actualmente conocida como Damar, es en nuestros días una ruina situada en las montañas, quince kilómetros al sudoeste de la Antigua Ciudad.

    Durante la tarde, Ghyl contactó con el hombre de quien Arwin Rolus le diera el número de teléfono. Al día siguiente fue a buscar sus documentos de identidad, y tomó el nombre de Sir Hartwing Thorn, Grande de la Tierra. Sacó inmediatamente un pasaje para Damar, y la misma noche salió de la Tierra.


    21


    Damar era un pequeño mundo siniestro. Su gravedad correspondía a dos tercios la de Halma, su diámetro era menos de la mitad y su masa seis veces menor. Había grandes extensiones pantanosas en las regiones polares, montañas y peñas de sorprendentes dimensiones en las latitudes templadas y, en el ecuador, en una zona árida, la única jungla de Damar: un amasijo de espinas y zarzas de quince kilómetros de ancho y a veces ochocientos metros de alto. Entre los pantanos, las peñas abruptas, las gargantas y la jungla impenetrable, se encontraban algunas zonas habitables. Garwan, el centro turístico, y la Antigua Ciudad de Damar, se encontraban en los extremos opuestos de la Gran Llanura central, siendo esta última aparentemente la cicatriz dejada por el centelleante impacto de un meteorito.

    Era en Garwan donde se encontraban los hoteles, los restaurantes, los baños públicos, los terrenos deportivos: lujo en un entorno extraño. Los teatros de marionetas daban espectáculos y distracciones: farsas, reconstrucciones históricas, dramas macabros y representaciones eróticas. Los títeres actores eran de una raza especial, hermosas criaturas de un metro veinte o un metro cincuenta, muy diferentes de los casi simiescos que se vendían a gente como Holkerwoyd.

    Los propios damarianos muy raramente se aventuraban fuera de sus casas de debajo de las colinas, en las que se gastaban prodigiosas fortunas. La residencia típica era un conjunto complejo de habitaciones revestidas de un material ligero y de iluminación estudiada con todo cuidado. Luces plateadas brillaban sobre cortinas grises y nacaradas; el rojo, el carmín y el magenta eran utilizados para contrastar con velos azules y rosa pálido. Unos globos que difundían una luz púrpura oscura o verde marino eran suspendidos detrás de veladuras y cortinas de tul. Las residencias nunca se acababan y siempre estaban modificándose o ampliándose. En raras ocasiones, un hombre a quien los damarianos deseaban complacer, o que pagaba un derecho de admisión lo bastante importante, era invitado a aquellas casas: una visita precedida de un ritual extraordinario. Ale gres títeres bañaban al visitante, vaporizándole, envolviéndole de la cabeza a los pies en una bata blanca antes de ponerle unas sandalias de fieltro del mismo color. Así desinfectado, desodorizado y vestido, el invitado era conducido a lo largo de interminables perspectivas de tapices, a través de grutas en las que colgaban velos y gasas movedizas, pasando de las luces azules a las grises verdosas, y saliendo, finalmente, impresionado y confundido después de admirar tan vasta acumulación de riqueza. El excursionista medio, sin embargo, no veía a los damarianos más que como formas silenciosas detrás de una mesa o en las tiendas.

    Al llegar a Garwan, Ghyl se instaló en uno de los hoteles del «Viejo Damar», un edificio piramidal de cúpulas blancas y semiesféricas, con algunas ventanitas situadas, aparentemente, al azar. Ghyl fue alojado en dos piezas a diferentes niveles, sobrevoladas por domos, enteladas en verde pálido y con el suelo cubierto por una gruesa alfombra negra.

    Al salir del hotel, Ghyl entró en una agencia de viajes y excursiones. En una especie de balcón en la sombra había un damariano cuyos ojos bulbosos, cada uno de ellos, reflejaba una estrella luminosa: una criatura más pequeña, más suave, más complaciente que un garrión, pero, por otra parte, muy parecida. En el mostrador, una pantalla sensible a la proyección de determinada longitud de onda mostraba en caracteres luminosos las siguientes palabras:

    —¿Qué desea?
    —Quisiera alquilar un vehículo aéreo. —Sus palabras se convirtieron en formas temblorosas en la pantalla que el damariano leyó con un vistazo.

    La respuesta llegó.

    —Parece posible, pero caro. La excursión en metro panorámico es menos cara y es preferible, pues cuenta con más lujo y seguridad.
    —No lo dudo —respondió Ghyl—. Pero soy un investigador de la universidad de la Tierra. Quiero encontrar fósiles, visitar las fábricas de marionetas y echar un vistazo a las antiguas ruinas.
    —Es posible. Pero hay una tasa de rareza por la exportación de fósiles. Además, no es aconsejable visitar las fábricas de títeres por la delicadeza del proceso, y un visitante no se divertiría. No hay ruinas interesantes. El metro panorámico le llevaría a los lugares más atractivos y le saldría menos caro.
    —Prefiero alquilar un vehículo aéreo.
    —Hay que depositar una fianza correspondiente al valor del vehículo. ¿Para cuándo lo quiere?
    —Mañana por la mañana.
    —¿Su nombre?
    —Sir Hartwig Thorn.
    —Mañana al amanecer el coche estará en la parte trasera de su hotel. Ahora tiene que pagar tres mil cien valores. Tres mil son la fianza, que le será devuelta.

    Ghyl paseó por la ciudad durante una hora o dos. Al caer la noche, se sentó en la terraza de un café para beber cerveza importada de Fortinone. Halma subía en el cielo: medio disco ambarino, enorme, vagamente marcado por familiares contornos.

    Un hombre entró en el café, seguido de una mujer. Sus siluetas se recortaron, una tras otra, sobre Halma. Ghyl miró a la pareja que se sentaba en una mesa cercana. El hombre era Schute Cobol y la mujer, sin duda, era su esposa. Habrían ido a Damar a gastar los créditos pacientemente amasados, como cualesquiera otros beneficiarios. Schute Cobol echó un vistazo a Ghyl, examinó su ropa terrestre, murmuró algo a su esposa, que también miró a Ghyl. Estudiaron el menú. Ghyl con una sonrisa burlona, miró al cielo, en dirección a Halma.


    22


    Los días y las noches de Damar eran muy cortos. Tras haber cenado y dejado vagar la imaginación por encima de un mapa del planeta, Ghyl se retiró bastante tarde a su cuarto, pero antes de que el cielo empezara a clarear.

    Se levantó con una impresión de fatalidad. Mucho tiempo antes, Holkerwoyd le había dicho que estaba predestinado: atormentado por el peso del destino. Se vistió lentamente, consciente de aquel peso. Le parecía que toda su vida no había sido más que un preludio para aquel día.

    El aparato esperaba en una plataforma, detrás del hotel. Ghyl examinó los mandos y consideró que eran normales. Se metió en el interior, cerró la cúpula, colocó el volante en una posición que le resultase cómoda y lo bloqueó. Verificó el nivel de energía: los depósitos estaban cargados; pulsó el contacto, tiró del volante y el aparato se elevó por el aire. Ghyl empujó el volante hacia adelante, le echó un poco hacia atrás y el aparato subió girando oblicuamente.

    Hasta allí todo iba bien. Hizo subir un poco más el aparato, por encima de las montañas. Lejos, al sur, se perfilaba la selva tropical: una mancha informe de color gris ocre. Ghyl se dirigió al norte.

    El suelo se deslizaba rápidamente bajo él, y la alta atmósfera tenue silbaba al chocar con la cúpula. Justo frente a él se alzaba un pico solitario, lleno de escarcha: un punto de referencia. Ghyl giró hacia el norte y vio ante él la Antigua Ciudad de Damar, un amasijo desastroso de largos hangares y depósitos. Prefiriendo instintivamente que su presencia no se notase, Ghyl hizo descender el aparato hasta una treintena de metros de la superficie y torció hacia el sudeste de la Antigua Ciudad.

    Buscó durante una hora antes de encontrar las ruinas: una masa confusa de piedras, perdida entre los peñascos caídos de la ladera de la montaña.

    Posó el aparato en una pequeña llanura de grava amontonada, a cincuenta metros de una baja muralla, y Ghyl se preguntó entonces por qué había buscado tanto tiempo, pues la estructura era de dimensiones colosales y sus muros aún estaban en pie. Salió de la cabina y se quedó al lado del aparato, escuchando, oyendo solamente el suspiro del viento. La Antigua Ciudad, a quince kilómetros de allí, era un informe amasijo de tablillas grises y negras. No podía ver ningún movimiento, ningún signo de vida.

    Tomó la linterna y una pistola y se acercó al muro roto, medio enterrado en la arena. Más allá había una depresión, luego un muro más grande de cemento, tachonado de liquen, inclinado, pero todavía en pie. Ghyl se acercó, intentando dominar el miedo. Era una sala destinada a gigantes, y Ghyl se sintió minúsculo e insignificante.

    Sin embargo... Emphyrio era un hombre, como él, con el valor y el miedo de un ser humano. Había ido a Catademnon... ¿Y luego?

    Ghyl atravesó la fosa que separaba las dos murallas, y llegó ante una puerta gigantesca obstruida por morrillos. Los escaló y hundió la mirada en el interior, pero los rayos del sol atravesaban el cielo oblicuamente, evitando la brecha, y no vio más que negras sombras.

    Ghyl encendió la linterna, se deslizó sobre los cascotes, llegando a un corredor húmedo atestado por el depósito de los siglos. Sobre el muro colgaban los restos de un tapiz, quizá tejido con fibras de obsidiana fundida, y tachonado de óxidos metálicos. Las colgaduras estaban incrustadas de polvo, pero, a pesar de ello, eran majestuosas. Le recordaban a Ghyl algo que había visto en otra parte, en circunstancias que era incapaz de recordar... El corredor desembocaba en una sala oval a cielo abierto, pues el techo se había desplomado.

    Ghyl se detuvo. Estaba en el Catademnon. Allí era donde Emphyrio se había enfrentado a los tiranos de Sigil. No escuchaba sonido alguno, ni siquiera el soplar del viento, pero el peso del pasado era casi tangible.

    Al otro extremo de la sala oval se abría una brecha, a cuyos lados colgaban jirones de suntuosas cortinas. Allí era donde Emphyrio fue sometido y clavado a una viga... si tal había sido su destino.

    Ghyl atravesó la estancia. Se detuvo, levantó la vista hacia la viga de piedra que se encontraba por encima de la brecha. No cabía duda alguna, era una marca clara, un agujero, una cavidad. Si Emphyrio había sido colgado en aquel lugar, sus pies tendrían que haberse balanceado a la altura de los hombros de Ghyl, su sangre, junto a Ghyl, habría manchado la piedra. El suelo de losas tenía incrustaciones de una florescencia gris.

    Ghyl se situó bajo la viga e hizo correr el rayo luminoso de la linterna por la abertura. Polvo, cascotes y restos de vegetación seca se apilaban a los pies de una larga escalera.

    Ghyl se abrió camino entre los residuos, iluminando a todos lados. Bajo la viga en la que le habían clavado, en la cripta, le emparedaron para siempre. Los escalones llevaban hasta otra habitación oval, de la que salían tres pasadizos que se sumergían en la oscuridad. El suelo estaba enlosado con piedras mates, sobre las que reposaba una capa inalterada de polvo. ¿La cripta? Ghyl pasó el rayo luminoso por la habitación, y avanzó en la dirección en que debía encontrarse la cripta. Miró en una sala larga, fría y silenciosa. Sobre el suelo, por doquier, había media docena de cofres de cristal tallado, cubiertos por una gruesa capa de polvo. Cada uno de ellos contenía restos orgánicos: placas quitinosas, tiras de seco cuero negro... En uno de los cofres había un esqueleto humano, con las articulaciones rotas, los huesos separados. Las órbitas vacías miraban a Ghyl. En el centro de la frente... un agujero redondo.

    Ghyl volvió con el vehículo aéreo a Garwan, lo aparcó en la plataforma de detrás del hotel y recuperó su fianza. Luego se dirigió a su habitación, donde tomó un baño y se cambió de ropa. Fue a sentarse en la terraza que dominaba la plaza. Se sentía estúpido y disminuido. No había esperado descubrir lo que encontró. El esqueleto resultó anticlimático.

    Había esperado mucho más. ¿Y aquella sensación de mal presagio que experimentó al empezar el día? Su instinto se había confundido. Todo se desarrolló con sorprendente facilidad, con tan pocas dificultades e incidentes que todo el asunto parecía casi inmoral. Ghyl se sentía ligeramente disgustado, insatisfecho. Encontró los restos de Emphyrio, era indudable. Pero, ¿y el lado dramático? No lo hubo. Ghyl no sabía más que antes. Emphyrio murió inútilmente, su vida gloriosa terminaba con el fracaso y la inutilidad. Pero aquello no era tan sorprendente: se dijeron tantas cosas en la leyenda.

    El sol desapareció tras las colinas del oeste. La silueta de Garwan —cúpulas que se sobrepasaban unas a otras, amontonándose— se recortaba en negro contra el cielo marrón ceniza. De una calle que bordeaba el hotel salió una forma oscura: un damaríano. Fue a lo largo el seto que bordeaba la terraza; se detuvo para mirar a la plaza. Luego, se volvió para examinar la terraza, como si quisiera evaluar la cifra de la caja nocturna. Bestias avaras, dominadas por el lujo, pensó Ghyl, que se gastan cada sequin, cada crédito, cada bice en sus extravagantes residencias. Se preguntó si, durante los tiempos heroicos, en la época de Emphyrio, los damarianos habrían sido igual de sibaritas. El Catademnon no sugería mucho refinamiento. Quizá les faltasen en aquella época los medios financieros para satisfacer sus gustos... Percibiendo la atención que Ghyl le dispensaba, el damariano volvió su rara cabeza, moñuda, y le miró fijamente unos segundos, con las estrellas amarillo verdosas de sus ojos mates dilatándose y contrayéndose. Ghyl le devolvió la mirada, buscando un súbito pensamiento que le impresionase.

    El damariano se dio la vuelta bruscamente, y desapareció detrás del seto. Ghyl se dejó caer en una butaca. Se quedó sentado un largo momento, en un estado de relajación casi hipnótica, mientras los turistas entraban, cenaban y volvían a irse. La luz del crepúsculo se fue difuminando en tonos terrosos de siena quemado y desapareció.

    La situación tenía una extraña ambivalencia. Ghyl iba de la diversión nerviosa ante sus propios caprichos a una terrible tristeza.

    Como un ejercicio de lógica abstracta, el problema se resolvía con una solución extremadamente simple.

    Cuando los argumentos eran transformados en términos terrestres, la fuerza de la lógica subsistía, pero la solución implicaba un drama tan profundo, que se situaba más allá de lo creíble.

    Sin embargo, los hechos eran los hechos. Pequeños y nada curiosos, como había comprobado con sorpresa, se convertían en las partes de un todo muy complicado. Ghyl se rió con una risa absurda e insensata que le atrajo las desaprobadoras miradas de un cercano grupo de turistas procedentes de Ambroy. Ghyl reprimió su hilaridad. Ciertamente, le tomaron por un loco furioso. Si iba a su mesa y les contaba lo que estaba pensando, ¡se quedarían más impresionados que nunca! Su viaje, para el que había ahorrado toda la vida, sería un fracaso. ¿Sería bien recibido su saber?

    Había que resolver un nuevo problema: ¿qué debía hacer? ¿Qué camino debía tomar?

    No había nadie que pudiera aconsejarle; estaba solo.

    ¿Cómo habría actuado Emphyrio en parecidas circunstancias?

    La verdad.

    Muy bien, pensó Ghyl, será la verdad, y veremos qué consecuencias sacamos de todo esto.

    Otro pensamiento fortuito le asaltó, provocando casi una nueva explosión de risa. ¿Y sus presentimientos sobre el destino? Habían sido cumplidos cien veces.

    Ghyl pidió un menú y encargó la cena. Por la mañana, iría a Ambroy.


    23


    Ghyl llegó al viejo puerto espacial de Godero que le era tan familiar, casi por la tarde, según la hora de Ambroy. Esperó a que los turistas se precipitaran fuera del navío y, luego, bajó la rampa con aire de condescendería, esperando enmascarar su agitación interior.

    El oficial de control era un hombre de carácter agrio. Se irritó al ver la ropa terrestre de Ghyl, y estudió sus papeles con un escepticismo desconsolador.

    —La Tierra, ¿verdad? ¿Qué viene a hacer a Ambroy?
    —Viajo.
    —Vaya. Sir Hartwig Thorn. Un Grande de la Tierra. También aquí tenemos los nuestros. Es lo mismo. Los Grandes viajan, el pueblo trabaja. ¿Duración de la estancia?
    —Quizá una semana.
    —Aquí no hay nada que ver. Con un día basta. Ghyl se encogió de hombros.
    —Da igual.
    —Aquí todo es monotonía, trabajo duro. No encontrará nada espléndido, salvo en las torres. ¿Sabe que acaban de aumentar el porcentaje? Ahora es un 1,46 por ciento, mientras que antes siempre había sido del 1,18. ¿También en la Tierra reciben un porcentaje?
    —Allí el sistema es diferente.
    —Supongo que no introducirá ningún artículo de serie, ni máquinas, ni objetos reproducidos para distribuirlos gratuitamente o comerciar con ellos.
    —Ninguno.
    —Muy bien, Sir Hartwig. Pase, si le apetece.

    Ghyl salió al vestíbulo del que se acordaba perfectamente. Desde una cabina de Spay, llamó al Gran Señor Dugald el Boimarc a su torre en el Solar de Vashmont.

    Un disco blanco sobre fondo azul apareció en la pantalla. Una voz cortés, anunció:

    —El Gran Señor Dugald está ausente de su morada. Le agradecería que explicase el motivo de su llamada.
    —Soy un Grande la Tierra, y acabo de llegar. ¿Dónde puedo encontrar al Señor Dugald?
    —Asiste a una fiesta en la torre del Señor Parnaso el Línea Subterránea.
    —Le llamaré allí.

    Un joven Señor, de rostro estrecho, de negros caballos lacios, con una elegante diadema en la frente, respondió a la segunda llamada. Escuchó con altivez y, luego, sin decir palabra, se apartó. Un instante más tarde, el Señor Parnaso apareció.

    Ghyl simuló un estilo de divertida condescendencia.

    —Soy Sir Hartwig Thorn, de la Tierra, en viaje de placer. He llamado para presentar mis respetos al Gran Señor Dugald, y me han dicho que se encontraba en su casa.

    Parnaso, delgado y ardiente como el joven señor, examinó a Ghyl de arriba abajo.

    —Me siento muy honrado al conocerle. El Señor Dugald está efectivamente en mi morada; se está divirtiendo.

    Dudó un instante imperceptible.

    —Me gustaría que se reuniera con nosotros, sobre todo si los asuntos que tiene que tratar con el Señor Dugald son urgentes.

    Ghyl rió.

    —He esperado muchos años, y podré esperar un día o dos más; pero me gustaría arreglar el asunto lo antes posible.
    —Muy bien; ¿dónde se encuentra?
    —En el puerto espacial de Godero.
    —Si se dirige al mostrador C y cita mi nombre, pondrán a su disposición un medio de transporte.
    —Voy ahora mismo.

    Se suponía generalmente entre los beneficiarios corrientes que los señores vivían en la opulencia, rodeados de objetos exquisitos, respirando deliciosas fragancias, servidos por bellas jovencitas y vírgenes. Sus camas, se decía, eran cojines de aire en un lecho de flores salvajes; cada una de sus comidas era un banquete de deliciosas especialidades y los mejores vinos de Gade. Incluso bajo el peso de sus preocupaciones, Ghyl sintió el viejo temblor de la maravilla mientras el aparato se elevaba hacia la torre. Fue dejado en una terraza cerrada por una balaustrada blanca, con todo Ambroy a sus pies. Dos largas escaleras llevaban a una terraza más elevada, más allá de la cual se encontraba el palacio del Señor Parnaso.

    Ghyl le dio al vehículo aéreo la orden de esperar. Subió los peldaños, se acercó a la entrada, a cuyos lados se encontraban dos garriónos ataviados con una librea roja mate. A través de los altos ventanales se veía el balanceo de unas cortinas de satén dorado, y se podía ver igualmente una espléndida asamblea de señores y damas.

    Ghyl entró en el palacio sin ser molestado por los garriones, y se detuvo para observar a la concurrencia. Había muy poco ruido. Todos hablaban con un murmullo malicioso, agudo, y reían, cuando lo hacían, casi silenciosamente, como si todos ellos rivalizaran para producir la mayor animación, el más encantador de los espectáculos visuales, con el mínimo ruido.

    Ghyl recorrió la sala con la mirada: elegancia, cierto, y una sutil difusión de luz que disfrazaba y disimulaba más que iluminaba. El suelo era un tablero de ajedrez de casillas de color vino y amarillo mostea, con una alfombra negra de las Islas de Mang. El mobiliario estaba formado por divanes cubiertos de peluche verde botella: a los ojos le Ghyl una línea excéntrica y muy refinada, ciertamente no fruto de los ebanistas de Ambroy. Los muros estaban cargados de tapicé, aparentemente importados de Damar. Esplendor y lujo, no cabe luda, pensó Ghyl, pero también una curiosa impresión de pobreza: las instalaciones de fortuna, sin sustancia, de un decorado teatral. La atmósfera, a pesar de las luces tamizadas y las suntuosas colgaduras, estaba falta de simplicidad y riqueza; totalmente carente de espontaneidad. Es, pensó Ghyl, como mirar a las marionetas interpretar la escena de una recepción más que asistir a la propia fiesta. No es sorprendente, pensó, que los señores y las damas asistan a veladas como las del Baile del Condado donde pueden compartir las pasiones del pueblo... Al tiempo que pensaba en el Baile del Condado vio a Shanne, con un maravilloso traje color amarillo limón, discreto, con cintas y volantes de color marfil. Ghyl la miró, fascinado, al tiempo que la joven hablaba en apagados murmullos con un joven señor. Con qué encantador ardor interpretaba la comedia de la seducción: sonrisas, muecas, desordenados movimientos de la cabeza, provocaciones, gestos de placer, de miedo, de confusión, de pena.

    Un señor alto y delgado se acercó a él: el Señor Parnaso. Se detuvo ante él e hizo una reverencia.

    —¿Sir Hartwig Thorn?

    Ghyl se inclinó igualmente.

    —El mismo.
    —Supongo que encontrará mi morada de su gusto. —La voz del Señor Parnaso era ligera, seca, con un ínfimo rasgo de condescendencia.
    —Es encantadora.
    —Si sus asuntos con el Señor Dugald son urgentes, le llevaré con él. Cuando haya terminado, puede divertirse cuanto quiera.
    —No querría abusar de su hospitalidad. Como puede ver, he dado orden al vehículo aéreo de que me esperase. Mis asuntos no me llevarán mucho tiempo.
    —Como quiera. Tenga la amabilidad de seguirme.

    Shanne había reparado en Ghyl, y le miraba fijamente, fascinada. Le dirigió una sonrisa y un breve gesto con la cabeza; ¿le habría reconocido? Poco importaba. Turbada y pensativa, se volvió para mirar a Ghyl mientras seguía al Señor Parnaso a una pequeña alcoba entelada con satén azul. Sentado detrás de una pequeña mesa de marquetería se encontraba el Gran Señor Dugald el Boimarc.

    —Éste es Sir Hartwig Thorn, de la Tierra, que desea discutir cierto problema con usted —anunció Parnaso, que se inclinó con rigidez y les dejó solos.

    El Gran Señor Dugald, majestuoso, de incierta edad, con la tez color ciruela, miró fijamente a Ghyl.

    —¿Nos conocemos? Me parece familiar. ¿Cuál es su nombre?
    —Mi nombre no tiene mayor importancia. Puede pensar en mí como en el Príncipe Emphyrio, de Ambroy.

    Dugald le miró fríamente.

    —Es una broma de muy mal gusto.
    —Dugald, Gran Señor, como se hace llamar, su vida es lo que es una broma de pésimo gusto.
    —¿Eh? ¿Qué significa esto? —Dugald se levantó a duras penas—. ¿Dónde quiere ir a parar? ¡No es un terrestre! ¡Tiene el acento de Ambroy! ¿Qué broma es ésta? —Dugald se volvió para llamar al garrión que había al otro lado de la sala.
    —Espere —dijo Ghyl—. Escúcheme y luego decida lo que quiere hacer. Si llama al garrión ahora no tendrá elección.

    Dugald le miró con fijeza, la cara de un rojo total, abriendo y cerrando la boca.

    —Te conozco, te he visto antes. Recuerdo tu forma de hablar... ¿Es posible? ¡Eres Ghyl Tarvoke, el que fue desterrado! ¡Ghyl Tarvoke, el pirata! ¡El gran ladrón!
    —Soy Ghyl Tarvoke.
    —Debí suponérmelo cuando dijiste lo de «Emphyrio». ¡Qué ultraje encontrarte aquí! ¿Qué quieres de mí? ¿Vengarte? ¡Te merecías el castigo! —El Señor Dugald miró a Ghyl con renovado odio—. ¿Cómo has podido sobrevivir? ¡Fuiste expulsado!
    —Cierto —dijo Ghyl—. Y he vuelto. Destruisteis a mi padre, y estuvisteis a punto de destruirme a mí. No siento piedad por vosotros.

    El Señor Dugald se volvió de nuevo hacia el garrión; Ghyl alzó la mano.

    —Tengo un arma; puedo matar al garrión y a usted. Mejor acabe de escucharme; me llevará poco tiempo; luego, podrá decidir lo que quiere hacer.
    —¡Pues, habla! —clamó el Señor Dugald—. ¡Di lo que tengas que decir y vete!
    —Hablo en nombre de Emphyrio. Vivió hace dos mil años, y desbarató los proyectos de los marionetistas de Damar. Despertó a los wirwans a su propia conciencia; les persuadió para que se consagraran a la paz. Luego, fue a Damar, y habló en el Catademnon. ¿Conoce el Catademnon?
    —No —respondió con desprecio el Señor Dugald—. Sigue.

    Los marionetistas clavaron un clavo en el cráneo de Emphyrio; después, concibieron una nueva campaña. Lo que no habían obtenido por la fuerza, lo obtendrían por la astucia. Tras las Guerras del Imperio, volvieron a dejar la ciudad en estado de funcionamiento; instalaron las Líneas Elevada y Subterránea; establecieron el Boimarc. Organizaron la Cooperativa de Thurible, y luego Boimarc vendía a Thurible. ¡Amos de títeres, qué gran verdad! ¿Para qué necesitaban títeres los damarianos? En su lugar, podían emplear al pueblo de Fortinone, y robarnos de paso todas nuestras riquezas. Dugald se frotó la nariz con los dos dedos índices.

    —¿Cómo sabes todo eso?
    —¿Podría ser de otro modo? Me ha llamado usted ladrón, pirata. ¡Pero eso es lo que sois vosotros, ladrones y piratas! Más concretamente, sois marionetas cuyos hilos mueven los verdaderos ladrones.

    El Señor Dugald pareció inflarse en el asiento que ocupaba.

    —¿Ahora me insultas?
    —No son insultos; es la pura verdad. Es usted un títere de un modelo que fue creado hace ya mucho tiempo en las glándulas damarianas.

    El señor Dugald miró duramente a Ghyl.

    —¿Estás seguro?
    —Naturalmente. ¿Señores? ¿Damas? —Ghyl soltó una brutal carcajada—. ¡Menuda broma! Sois excelentes réplicas del hombre, pero no sois más que marionetas.
    —¿Quién te ha contaminado con ideas tan fantásticas? —preguntó el Señor Dugald secamente.
    —Nadie. En Garwan observé la forma de andar de los damarianos; avanzan con pasos cortos, como si les dolieran los pies. Recuerdo que los señores y las damas andaban del mismo modo en Maastricht. Recuerdo hasta qué punto temían la luz, el cielo abierto; tanto que querían correr hasta las colinas, a las montañas, para ocultarse en ellas: como los wirwans, como los damarianos. Me acuerdo del color de vuestra piel: esa tonalidad rosa que a veces llega al púrpura en los damarianos. En Maastricht me pregunté como gente de aspecto humano podía actuar tan extrañamente. ¿Cómo fui tan tonto?. Y lo mismo que yo generaciones de hombres y mujeres. ¿Cómo fuimos tan estúpidos, tan poco perceptivos? Es bastante simple. Un fraude tan enorme no puede ser comprendido; la idea es rechazada por la mente.

    Mientras Ghyl hablaba, la cara de Dugald empezó a temblar y a contorsionarse de un modo singular; su boca parecía retorcerse en todos los sentidos, sus sienes se estremecían y palpitaban. Los ojos parecían ir a salírsele de las órbitas... Ghyl se preguntó si no estaría a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Finalmente, Dugald pudo articular:

    —Locura... estupideces... absurdas abominaciones...

    Ghyl sacudió la cabeza.

    —No. Una vez que se entiende la idea, todo está claro. ¡Mire! —Señaló las cortinas—. Os rodeáis de tapices semejantes a los de los damarianos; no tenéis música; no podéis engendrar hijos con los humanos; incluso tenéis un olor raro.

    Dugald se hundió lentamente en su asiento y se quedó silencioso un instante. Miró a Ghyl de soslayo, correosamente.

    —¿Hasta qué punto has difundido tus suposiciones?
    —Bastante ampliamente. Si no fuera el caso, no me habría atrevido a venir.
    —¡Ah! ¿Y a quién has puesto al corriente?
    —En primer lugar, envié un memorial al Instituto Histórico.

    Dugald dejó escapar un lamento. Luego, en una triste tentativa de bravata, declaró:

    —No darán el menor crédito a tamaña tontería. ¿A quién más?
    —No le serviría de nada matarme —respondió Ghyl cortésmente—. Me doy cuenta de que le gustaría hacerlo. Pero le aseguro que sería inútil. Más que inútil. Mis amigos difundirán la noticia, no sólo en Fortinone, sino en todo el universo humano; anunciarán que los señores no son más que marionetas, que su orgullo no es más que una comedia, que han confundido a la gente que confiaba en ellos.

    Dugald se derrumbó.

    —El orgullo no es ficticio, es verdadero. ¿Quieres que te diga algo? Sólo yo, el Gran Señor Dugald el Boimarc, Señor de todos los Señores, carezco de orgullo. Soy humilde, me roe la inquietud... pues soy el único que sabe la verdad. Todos los demás son inocentes. Son conscientes de su diferencia; suponen que es la medida de su superioridad. Sólo yo no estoy orgulloso; sólo yo sé lo que soy. —Emitió un doliente gemido—. Bien; debo acceder a tus demandas. ¿Qué quieres? ¿Riquezas? ¿Un yate espacial? ¿Una morada? ¿Todo ello?
    —No quiero más que la verdad. La verdad debe ser conocida.
    —Dugald lanzó un gruñido en señal de protesta.
    —¿Qué puedo hacer? ¿Quieres que destruya a mi pueblo? El honor es lo único que poseemos; soy el único que no lo tiene; ¡y mírame! ¡Mira mi suerte! ¡Soy diferente a los demás, sé que soy una marioneta!
    —¿Sólo usted lo sabe?
    —El único. Antes de morir, transmitiré el secreto a otro, y le condenaré a ser lo que yo he sido desde hace tanto tiempo.

    El Señor Parnaso entró en la alcoba. Miró con ojo inquisidor a Ghyl y al Señor Dugald.

    —¿Todavía hablan de negocios? Casi estamos listos para la cena. —Se dirigió a Ghyl—. ¿Se quedará con nosotros?

    Ghyl rió de un modo forzado.

    —Naturalmente —contestó—. Estaré encantado.

    El Señor Dugald se esforzó por mantener una postura de fingida alegría.

    —Bien, estudiemos el problema. No eres un Caótico, estoy seguro de que no quieres destruir una sociedad que ha pasado tantas pruebas, después de todo...

    Ghyl alzó una mano.

    —Señor Dugald, sea como sea, la mentira debe acabar, y tenéis que devolverle al pueblo todo lo que le habéis quitado. Si usted y su "sociedad" pueden sobrevivir a esta medida, mejor. Sólo odio a los damarianos, no a los Señores de Ambroy.
    —Lo que pides es imposible —declaró Dugald—. Has venido presumiendo y amenazando; ¡mi paciencia ha terminado! ¡Te lo advierto: no difundas mentiras! ¡Ni incitaciones a la rebelión!

    Ghyl se volvió hacia la puerta.

    —Los primeros en saberlo serán el Señor Parnaso y sus invitados.
    —¡No! —gritó Dugald angustiado—. ¿Quieres destruirnos?
    —La mentira debe terminar; tenéis que devolverlo todo. Dugald extendió los brazos, desesperado y patético.
    —¿Estás decidido?
    —¿Decidido? ¡Seré inexorable! Matasteis a mi padre. Habéis robado y expoliado durante dos mil años. ¿Esperaba algo distinto?
    —Arreglaré las cosas. La tasa volverá al 1,18 por ciento. El pueblo tendrá mejores retribuciones si lo pido. No te puedes imaginar lo testarudos que son los damarianos.
    —Debe conocerse la verdad.
    —Pero, ¿y nuestro honor?
    —Marchaos de Halma. Llevaos vuestro pueblo a un planeta lejano donde nadie conozca el secreto.

    Dugald lanzó un grito de angustia.

    —¿Cómo iba a explicar un acto tan drástico?
    —Mediante la verdad.

    Dugald miró a Ghyl a los ojos, y la mirada de este último, durante un breve y raro instante, se sumergió en un impenetrable abismo damariano.

    Dugald también debió encontrar algo capaz de intimidarle en los ojos de Ghyl. Se volvió, salió de la alcoba y entró en el salón, donde se subió en una silla. Su voz seca cubrió los murmullos y susurros apenas audibles.

    —¡Escuchadme! ¡Escuchad todos! ¡Debo decir la verdad!
    —La asamblea, sorprendida, se volvió.
    —¡La verdad! —gritó Dugald—. Hay que decir la verdad. ¡Todos debéis saberla finalmente!

    Hubo un silencio en la sala. Dugald miró con ojos desconcertados a derecha e izquierda, luchando para que le salieran las palabras.

    —Hace mil años de esto —declaró—. Emphyrio liberó a Fortinone de los monstruos de Damar: los wirwans. Ahora otro Emphyrio ha venido para expulsar a otra raza de monstruos damarianos. Nosotros somos marionetas. Hemos servido a nuestros amos damarianos, y les hemos dado el dinero obtenido con el trabajo del pueblo. Ésa es la verdad; ahora que ha sido revelada, los damarianos no pueden presionarnos. No somos señores, ni de espíritu, ni de identidad. Somos sintéticos. No somos hombres, ni siquiera damarianos. Lo más importante, no somos señores. Somos superficiales, caprichosos, artificiales. ¿El honor? Nuestro honor es tan real como una humareda. ¿Dignidad? ¿Orgullo? Es ridículo emplear esas palabras.

    Dugald señaló a Ghyl.

    —Él ha venido esta noche, haciéndose llamar Emphyrio, y me ha obligado a revelar la verdad. Lo que acabáis de oír es la verdad. Cuando la verdad ha sido dicha, no hay nada que añadir.

    Dugald bajó de la silla. La sala estaba silenciosa. Un carrillón tintineó. El Señor Parnaso se agitó, miró a sus invitados.

    —El festín nos espera.

    Lentamente, los invitados salieron uno por uno de la sala. Ghyl se mantenía apartado. Shanne pasó cerca de él. Se detuvo.

    —Eres Ghyl. Ghyl Tarvoke.
    —Sí.
    —Hace mucho tiempo, mucho tiempo, me amaste.
    —Pero tú nunca me amaste a mí.
    —Quizá lo hice. Quizá te amé tanto como era capaz.
    —Fue hace tanto tiempo.
    —Sí. Ahora las cosas son diferentes. —Shanne sonrió cortésmente y, levantándose ligeramente la falda, prosiguió su camino. Ghyl le habló al Señor Dugald.
    —Mañana, habrá que decírselo al pueblo. Dígales la verdad, como ha hecho con los suyos. Por si se irritan hasta más allá de lo tolerable, mejor será que estéis preparados para partir.
    —¿Adónde? ¿A los Montes de Meagher para unirnos a los wirwans?

    Ghyl se encogió de hombros. El Señor Dugald se apartó; el Señor Parnaso esperaba. Pasaron al comedor, dejando solo a Ghyl.

    Se dio media vuelta y salió a la terraza, donde se quedó un momento observando la ciudad que se extendía a sus pies, con débiles luces brillando, hasta el Insse y más allá. Nunca había visto nada tan hermoso.

    Fue hasta el vehículo aéreo.

    —Vamos al Albergue de la Estrella Marrón.


    24


    El pueblo de Ambroy, tan prudente, tan diligente, tan frugal, se quedó anonadado durante varias horas una vez la noticia fue difundida por el sistema de comunicación pública del Spay. El trabajo se interrumpió y los beneficiarios se repartieron por las calles para dirigir miradas inexpresivas hacia Damar, a las torres de Vashmon y, en la ciudad, al Servicio de Protección Social.

    La gente hablaba. A veces alguien dejaba escapar una amarga risotada y luego volvía a quedar silencioso. La gente empezó a dirigirse al Servicio de Protección Social y, a eso del mediodía, una importante multitud se hallaba en la plaza que rodeaba el antiguo y siniestro edificio. Todos lo miraban fijamente.

    En el interior, el clan de los Cobol se hallaba reunido en consejo extraordinario.

    La multitud empezó a agitarse. Hubo susurros que, amplificándose, se convirtieron en un inmenso murmullo. Alguien, quizá un Caótico, tiró una piedra que rompió un cristal. Un rostro apareció por la abertura y un brazo hizo amenazantes gestos que encresparon a la multitud. Antes de aquello, hubo dudas en cuanto al papel desempeñado por el servicio, pero los gestos de cólera desde la ventana, parecían colocar a la Protección Social en el campo de los que habían explotado a los beneficiarios; y, después de todo, ¿no eran sus agentes, los que hacían respetar los reglamentos, los que habían hecho posible todo aquello?

    La multitud se agitó, y el murmullo se volvió un horrible gruñido. Se tiraron nuevas piedras y nuevas ventanas fueron destrozadas.

    Un altavoz, en el techo, emitió súbitamente un estridente sonido.

    —¡Beneficiarios! ¡Volved al trabajo! El Servicio de Protección Social estudia la situación y hará su propia declaración en muy poco tiempo. ¡Dispersaos! ¡Volved inmediatamente a casa o al trabajo! ¡Son órdenes oficiales!

    La multitud no prestó ninguna atención; lanzaron más piedras y ladrillos, y el Servicio fue puesto en estado de sitio.

    Un grupo de jóvenes acudió hacia la cerrada puerta de entrada, intentado forzarla. Sonaron unos disparos, y varios beneficiarios fueron abatidos. La multitud avanzó y entró en el Servicio por las ventanas rotas. Hubo más disparos, pero la multitud estaba ya dentro y pasaron muchas cosas horribles. Los Cobol fueron destrozados, y el inmueble incendiado.

    La histeria duró toda la noche. Las torres no fueron dañadas, principalmente porque la multitud no sabía como llegar hasta arriba. Al día siguiente, el Consejo de las Hermandades intentó restablecer el orden, con algún éxito, y el Alcalde se dedicó a organizar una milicia.

    Seis semanas más tarde, un centenar de naves espaciales de todas las categorías —transportes de pasajeros, cargos, yates— salieron de Ambroy en dirección a Damar. Murieron algunos damarianos, otros fueron capturados y los demás se refugiaron en sus residencias.

    A la delegación damariana le fue enviado el siguiente ultimátum:

    Durante dos mil años nos habéis explotado sin piedad ni remordimientos. Pedimos una compensación total. Dadnos todos vuestros bienes: cada trozo de tela, cada objeto precioso, todos vuestros tesoros, dinero, valores extranjeros y depósitos, y cualquier otro bien de valor. Esos artículos y las riquezas serán nuestros; destruiremos vuestras viviendas con explosivos. Sin embargo, viviréis en la superficie en condiciones tan tristes como las que nos impusisteis a nosotros. Además, tendréis que pagar al Estado de Fortinone una indemnización de diez millones de créditos cada año durante doscientos años de Halma.

    Si no aceptáis inmediatamente este acuerdo, seréis destruidos, y ningún damariano sobrevivirá.

    Cuatro horas más tarde, los primeros objetos de valor empezaron a salir de sus residencias.

    En la Plaza de Undle, se erigió un mausoleo para abrigar una caja de cristal con el esqueleto de Emphyrio. En la puerta de una casa cercana, de estrecha fachada, con ventanas de cristales color de ámbar, se colgó una placa de obsidiana negra y pulida en la que se podía leer con letras de plata:

    En esta casa vivió y trabajo el hijo de Amianto Tarvoke, Ghyl, que, tomando el nombre de Emphyrio, honró mucho ese nombre, el de su padre y el suyo propio.


    FIN



    Título Original: Emphyrio

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    Sets predefinidos de Colores

    Set 1 - Tonos Grises, Oscuro
    Set 2 - Tonos Grises, Claro
    Set 3 - Colores Varios, Pasteles
    Set 4 - Colores Varios

    Sets personal de Colores

    Set personal 1:
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    Set personal 2:
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    Set personal 3:
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    Set personal 4:
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