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febrero 21, 2010

Leer a Alfredo Bryce siempre es un placer. Desde que llegó al Perú hace diez meses, sin embargo, no ha tenido ni el tiempo ni la tranquilidad de espíritu para escribir. Le ha pasado de todo, sobre todo a su casa, en este difícil proceso de volver a descubrir el rostro de su amada ciudad que ha cambiado tanto. Entre sus papeles encontró esta crónica que forma parte de sus próximas Antimemorias, pidiendo permiso, como siempre, para vivir. Una primicia para sus lectores y un eterno agradecimiento de sus amigos. Decía el gran Julio Cortázar que, en América Latina, no bien una persona empieza a escribir, se vuelve seria. Y con bastante razón se preguntaba hasta cuándo iba a ser el humor patrimonio exclusivo de los anglosajones, de Borges y de Bioy Casares. Claro que Cortázar dijo esto en los años del apogeo del boom de nuestra literatura, cuyos miembros eran, por cierto, serísimos, y hasta arreglaban, uno por uno, íntegros todititos los problemas de la humanidad, durante una cena en Barcelona o un almuerzo en París. Yo viví esto, de lejos y de cerca, porque fui amigo de casi todos los miembros del boom (yme jacto de seguir siéndolo, ahora, cuando los que aún viven ni siquiera se hablan, salvo rara excepción), aunque mi relación con los miembros de aquel entonces compacto grupo fue siempre a título personal.Y fue, digamos, lo más individual y a-boom que darse pueda, no sé si por mi menor edad, mi a-politismo, o mi total incapacidad para tomarme las cosas exclusivamente en serio. Y creo que, aunque por edad, un Augusto Monterroso, un Guillermo Cabrera Infante o un Jorge Ibarguengoitea sí estaban en edad de merecer boom, ninguno de los tres habría podido jamás ser miembro de aquelclub por la falta de seriedad que ha caracterizado siempre sus escritos.Además, no había almuerzo o comida del boom sin manifiesto o carta abierta a la humanidad, y sin que Fidel Castro fuera a la montaña, o sin que la montaña terminara yendo donde el Comandante en Jefe, para bien de este universo mundo y de unos intelectuales unidos que, esto sí que sí, jamás serían vencidos en... las listas de bestsellers. En fin, digamos que, aparte de lo de la edad, yo no comulgaba tanto con tan altos ideales puestos tan en la boca y tan en la pluma de tan grandes escritores, y por ello nunca pasé de una relación a título individual, en la que se mezclaba un no sé qué de benjamín y un no sé qué de «a este muchacho lo que le falta es madurar, y también un tornillo».Un buen ejemplo de esto fue una llamada que me hizo Gabriel García Márquez, desde su residencia mexicana, para que lo ayudara en la redacción de un manifiesto pro-castrista que deseaba llenar de importantísimas firmas simpatizantes y publicar como aviso pagado en algún muy importante diario estadounidense, como el New York Times, nada menos. Esto fue muy a principiosde los años ochenta, durante uno de esos maravillosos congresos de escritores que organizaba Arturo Azuela, en México, con estupendos invitados de ambas orillas de la lengua española.Y yo que, una vez cumplidas con todo rigor mis obligaciones públicas y privadas, tendía a divertirme demasiado en estos congresos, había pasado la noche anterior en un antro bolerístico en el que cantaban – í, aún cantaban-las ancestrales Hermanitas Navarro. Conservo la foto, y en ella estamos, entre otros, la extraordinaria artista y amiga que es Tania Libertad, los poetas Ángel González y Luis Rius, mi hermano Pepe Esteban, poeta de la vida, escritor, editor y bohemio como Dios manda. La noche fue larga y tan intensa que, nunca he sabido cómo ni por qué, terminé acostado en casa de Mari Carmen y Paco Ignacio Taibo I, en vez del hotel en que estábamos alojados los escritores. Y todos recordaban mi compromiso con García Márquez, menos yo, que continuaba durmiendo a pierna suelta. Pepe Esteban y Juancho Armas Marcelo hicieron lo imposible por despertarme, pero fracasaron, y tuvo que ser la maravillosa Mari Carmen Taibo la que logró incluso afeitarme en la cama, para ir ganando tiempo, porque de otra manera jamás iba a llegar puntual a mi cita con la historia. Por fin pasé por la ducha y por fin llegué a casa de Gabo, que, entre muy serio y muy en broma, no cesaba de ofrecerme otro café y una nueva relectura del borrador del manifiesto, a sabiendas de que yo lo que estaba necesitando a gritos era un buen par de tragos para cortar la tremenda perseguidora que arrastraba.García Márquez se dio finalmente por enterado y me sirvió un whisky triple con hielo y sin agua. Y reaccioné tan rápido que, una tras otra, empecé a tachar palabras del borrador del manifiesto: una, porque era un adjetivo que nadie se iba a creer, otra, porque era un adjetivo que ni nosotros mismos nos podíamos creer, y así sucesivamente hasta que Gabo hizo pedazos el célebre borrador del manuscrito y me tiró a la basura a mí, revolucionariamente hablando, claro.Pero bueno, vamos por partes, como dijo Jack el Destripador. Y es que eso de que uno no haya reunido ninguna de las características y virtudes boom, ni siquiera alguno de los defectos boom, no significa que el mundo entero ande oliéndole a uno un cierto tufillo de falta de seriedad, y hasta de falsedad, si se quiere. No, tampoco significa que a uno lo anden tomando por un loquito al que le da por escribir, y mucho menos significa que a uno lo tomen hasta por un falsificador de libros y lo miren con acusadores ojos de F de fraude –como en la genial película de Orson Welles-, y todo esto hasta un punto talque, haga uno lo que haga por probar lo contrario, siempre siente que jamás logrará ser miembro del club de los escritores vivos, de una generación de autores u otra, y ya ni qué decir del Pen Club, por ejemplo. Y así hasta que, de tanto sentirse colado en todas partes, uno termina con un gesto y un complejo de puerta falsa, sí, tal cual: complejo de puerta falsa, que les juro yo que este complejo realmente existe. Como también existe el de cargador de maletines de los ídolos del boom, del Nobel, del Cervantes y de qué sé yo. Y duele mucho este eterno complejo de no pertenencia a nada que la gente de pro considere serio e importante.Razones me sobran para sentirme así, y ya en el volumen anterior de estas antimemorias conté cómo una vez me gané la beca Guggenheim, como escritor, cómo huí del mundo para escribir, como escritor, cómo alquilé un departamento en Port Fornells, Menorca, para encerrarme a escribir, como escritor, cómo me impuse horarios drásticos de trabajo, como escritor, cómo escribía horas yhoras ante una ventana que daba a la calle, como escritor, de espaldas a la calle, como escritor, y cómo todo aquello, con lo serio y lo real que era, motivó primero que una señora me trajera a su hija para que le diera clases de mecanografía, y luego, que la gente de aquel pequeño puerto en que me había refugiado empezara a traerme documentos públicos y privados, aún en borrador, para que yo se los pasara en limpio, en vista de que la mía era una manera más, y tan honorable como cualquier otra, de ganarse la vida a máquina. Jamás un Neruda, un García Márquez, o un Vargas Llosa, les habrá contado a ustedes una historia así. Pues yo, en cambio, si no son así, prácticamente no tengo historias que contar.Nunca ha faltado gente noble para tratar de consolarme por lo de Menorca, diciéndome, por ejemplo, que en aquel puerto de Fornells la gente era tan sencilla, tan pescadora y tan rústica, que qué se les iba a ocurrir que un escritor escribe cuando no está borracho, por ejemplo, o cuando, además, no está drogado, con los tiempos que corren, o cuando a las dos de la alta noche no se les han metido una o varias musas en su dormitorio y le han obsequiado, ya hasta con sus correcciones de imprenta, el inmenso manuscrito de sus obras completas.Está bien: en esto de Port Fornells, Menorca, en lo de los pescadores primitivos y su inefable visión arquetípica de los escritores, hay un intento de explicación, de racionalización de las cosas tan rocambolescas que ahí me ocurrieron. Pero este intento se viene solito abajo, no bien pienso en otros casos que me han sucedido con lectores habituales y con médicos poseedores degrandes bibliotecas en las que la literatura –incluso latinoamericana- ocupaba un muy importante espacio. Hablaré primero de un día del libro, en Barcelona, de ese famoso 23 de abril en que es hermosa tradición catalana que todo el mundo compre un libro y una rosa, mientras libreros y editores hacen su agosto en primavera y pasean a los escritores de quiosco en quiosco y de librería en librería, firmando uno tras otro ejemplares de sus obras y hasta las propias rosas, si algún fan se empeña. Pues sucede que a mí me habían depositado, mi editor de aquel entonces, nada menos que en la muy importante librería Áncora y Delfín, y en plena y principalísima avenida Diagonal, por decirlo todo. Y ahí andaba yo, con mi mesita y mi silla aparte, con mi letrerito en que constaba quién era y rodeado por mis obras casi completas, digamos, cuando apareció la primera lectora de la mañana y me preguntó por Un mundo paraJulius. Muy atento, súper sonriente, y absolutamente pre-firmante, preguntéle a mi joven lectora por su nombre y apellidos, mientras con gesto sublime extraía del bolsillo de mi saco una pluma fuente tan ad hoc como innecesaria, en vista de que el librero había puesto bolígrafos de todos los colores sobre mi mesa. Pero bueno, ni siquiera había abierto aún mi pluma, cuando ya la joven lectora me había interrumpido para siempre con un tono tan cortante como seco:- Por favor, dígame cuánto vale y empaquételo mientras yo me acerco a la caja y voy pagando.Era más que evidente: la muchacha esa me había tomado por un dependiente más de la librería Áncora y Delfín. Razón por la cual, instantes después, mi cariacontecida pluma fuente y yo hacíamos abandono del local, por la puerta falsa y con un muy similar aire de falsario. Y esto, estoy requeteseguro, jamás le ha pasado a un Cela, a una Rosa Montero, a una Almudena Grandes, ni a un escritor tan entrañable como don Gonzalo Torrente Ballester.Sólo me pasan a mí estas cosas, de la misma manera en que aparte de papel y algunos sobres, jamás adquiero útiles de escritorio, como suelen hacerlo todos los escritores. Todo me lo voy encontrando en el correo, por ejemplo, mientras hago mi cola para depositar una carta. En el suelo, en los mostradores, por todas partes voy encontrando lápices, borradores, engrapadoras y carpetasabandonadas, bolígrafos olvidados, trozos de papel secante, elásticos, chinches, alfileres, y los clips esos tan útiles para que se estén juntas y quietecitas las páginas de un artículo, por ejemplo... En fin, que por donde paso voy encontrándome y surtiéndome gratuitamente de esos útiles de escritorio que la gente acostumbra comprar en las papelerías y que, a menudo, entre los escritores crean incluso grandes manías.Y seguro que a la clínica Quirón, de Barcelona, llegué con los bolsillos del pantalón repletos de útiles de escritorio que había venido recogiendo por la calle, la mañana de 1986 en que dos grandes y cultísimos cirujanos, padre e hijo, debían extirparme un pequeño tumor que tenía en el pecho, «por un por si acaso», como dice alguna gente en Lima. Unas fundas verdes para cubrir los zapatos, un gorro del mismo color para cubrir también la cabeza, el pantalón en su sitio, sólo el torso desnudo, anestesia local y háganos el favor de tumbarse aquí y de estarse bien quietecito, Alfredo.La operación había arrancado y yo ahí sin pestañar mientras cirujano padre y cirujano hijo, bisturí en mano, el uno, y aguja e hilo en mano, el otro, me extirpaban el tumorcito pectoral, primero, y procedían a coser, después. Y yo ahí abajo, literalmente aterrado, porque el único tema que abordaron ambos galenos, de principio a fin de la operación, fue lo fatídico que estaba siendo el año 1986 para la literatura latinoamericana.-Este año ha muerto Borges- afirmaba, bisturí y serenidad en mano, el cirujano padre.-Y también Juan Rulfo- confirmaba, momentos después, el hijo, aguja, bisturí e información en mano.Y yo ahí abajo, siempre, sin que les importara siquiera la posibilidad de que mi tumor fuera maligno y pudiera agrandarse así el número de escritores muertos en 1986, un año realmente pésimo para la literatura latinoamericana, porque hasta el peruano ese llamado Bryce había fallecido en Barcelona. En fin, algo así, cuando menos. Pero no, nada.La verdad, aquélla ha sido una de las situaciones más humillantes de toda mi vida. Sin embargo, un rato después estaba a punto de reconquistar la dignidad perdida en aquel quirófano del diablo, en vista de que toda Barcelona me miraba admirada, mientras regresaba a casa de la clínica, como quien reconoce a un escritor latinoamericano que sí ha sobrevivido al fatídico 1986. Pero bueno, no fue así. No lo fue desde el momento en que me di cuenta de algo en que ni los médicos ni nadie había reparado, al salir yo de la clínica Quirón.Sin duda distraidísimos, ellos y yo, por lo atroz que había sido el 86 con la literatura latinoamericana, ni cuenta nos dimos de que había abandonado aquella clínica con mi gorro verde bien puesto, y también con las fundas del mismo color que cubrían mis zapatos. Y así tan campante caminaba yo y toda Barcelona miraba admirada al escritor que sí sobrevivió... Hasta que...Comprenderán ustedes lo que es ser y estar así en este mundo. ¿Por qué no Neruda, Borges, Cela, etcétera, etcétera...? ¿Por qué, jamás, nunca jamás, ninguno de los demás...?
FIN