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febrero 01, 2010
Cascada. Mármol, 1992
Por Lenin Oña
En medio de la eclosión de esculturas públicas a que asistimos desde que la municipalidad de Quito resolvió poblar la ciudad con cualesquier volúmenes de índole "artística", se observa una ausencia notoria: la de obras de Jesús Cobo. Muy notoria omisión si se considera que hay consenso sobre el importante puesto que él ocupa entre los escultores de nuestro país. Pero no se acuse de ello a los organizadores de la azarosa empresa: el único culpable es el propio artista, que se niega a participar porque discrepa con determinados criterios que la condicionan: errónea planificación, falta de recursos adecuados, arbitrariedad en la selección de autores y piezas.
Hace una década Hernán Rodríguez Castelo tenía a Cobo como "la figura más prometedora de la nueva escultura ecuatoriana", y hace un año no pudo ser más conceptuoso el estudio que él mismo escribió -Piedra/Agua- para la exposición presentada por el escultor de la Casa de la Cultura de Quito. Yo lo veía, en 1989, como un "escultor en marcha". Dos años atrás Rodrigo Villacís lo si-tuaba en "el lugar más destacado entre los nuevos..." Por su lado, German Rubiano Caballero, en su libro La Escultura de América Latina (Siglo XX), considera que "...hasta ahora (1986), su trabajo es inicipiente y sólo muestra inclinaciones decorativas". Pero a este juicio hay que añadir lo que el propio crítico advierte en el prefacio de su investigación: que las apreciaciones que vierte sólo se basan algunas veces "en el conocimiento fotográfico de las obras". Tan aleatoria metodología puede haberse aplicado en el caso que nos interesa, y es probable que el tratadista colombiano no haya conocido un número suficiente de obras de nuestro compatriota. Este, cuando apareció aquella obra, ya había producido varias piezas que nada tienen de decorativas y que, por el contrario, revelan un certero entendimiento de la compleja dimensión volumétrico-espacial de la escultura. El Himeneo del Museo de la Casa de la Cultura (Quito), Anatomía del frío de la colección del Banco Central, Erotema de la colección Diners, Formas integradas y otras maderas, trabajadas en 1980 y en años subsiguientes, bastan para probar la propiedad con que ya entonces dominaba el lenguaje de la interpenetración de las formas, en los derroteros de Moore, tan alejados del decorativismo.
Viento. Mármol, 1987
CONSTANTES TEMATICAS Y RUPTURAS
En la exposición del Museo de la Fundación Guayasamín (1984) comenzaron a aflorar, dentro de los senderos de la estilización organicista -con mucho de Arp y algo de Brancusi- ciertas preferencias temáticas que el escultor habría de seguir en etapas posteriores. En el mármol y la madera labró torsos, parejas y motivos zoo-mórficos, en especial omitofórmicos de apreciables calidades plásticas. El interés por la compenetración de los volúmenes empezó a manifestarse, a veces con claros visos eróticos.
Las muestras de los museos Camilo Egas, de Arte Moderno de Cuenca y del Banco Central de Guayaquil, dos años después, permitieron constatar la voluntad de desarrollar las series mencionadas, a las que incorporó el tema de la familia, a la vez que insistía en el ensamble de formas. Desde entonces, la opción serial y el cultivo de los géneros se mantendrían como una constante. Los vastos cauces escogidos, surcados con perseverancia, fueron rindiendo frutos cada vez más maduros. La inclinación por las formas redondeadas, sensuales, de lisa textura, muchas veces imbricadas, continuó en dirección ascendente, hasta que se produjo la ruptura.
El cambio quedó en evidencia en la muestra del Museo del Banco Central de Quito, en 1989, con la serie Reflexiones. Nuevos conceptos, formas y materiales irrumpieron como para testimoniar que el escultor no daba reposo a su afán de recorrer más y más caminos, que no por estar ya trazados dejan de configurar retos para quienes asumen con rigor su proceso creador.
En el catálogo de esa exposición escribí que tales "reflexiones" tienen un doble carácter, "las físicas de los espejos, combinadas con figuras realistas" y "las concienciales del contemplador, que, como el entorno, se refleja en las superficies pulidas". En Agita, la pieza clave, el rostro, el torso y las piernas semidobladas de un cuerpo femenino emergen de un bruñido plano especular conformando la alegoría del elemento líquido. Otra suerte de demanda a la reflexión es la que provoca el Espejo, en el cual lo que importa es "el nexo de la figura segmentada y reflejada no como imagen, sino como cuerpo". En Vuelo hay una apuesta a los contrastes: el de la trunca figura desnuda con el plano cuadrangular que la sostiene, el de las pátinas broncíneas -ocre y ver-dosa- y el de la estabilidad con el movimiento.
La serie Los Andes fue la otra novedad de esa muestra. Pueblo andino es una sobria imagen de una aldea encaramada en la montaña: el caserío de Chunchi, lugar natal de Cobo. Los Cóndores son, sin duda, estilizaciones del planeo del ave, antes que de su anatomía. En Viento, las aladas masas -¿nubes?- se apoyan en dos puntos sobre una grácil base de formas organicistas.
Agua. Bronce y acero inoxidable, 1986
DE REGRESO DEL ECLECTICISMO
Entre 1990 y 1991 el artista trabajó en Estados Unidos. En la Universidad de Lexington (Kentucky) realizó el aprendizaje de la fundición del bronce, de la técnica de la cera perdida, de la fundición directa en aluminio y de la escultura en hierro. Tomó también en curso de escultura pública y expuso en esa ciudad, en la Library Gallery, y en Washington, en el Banco Interamericano de Desarrollo. La producción -18 piezas- fue de carácter ecléctico y no descartó la obra realista. Tal vez lo más importante que ejecutó en este período sean los bodegones en bronce, nuevo género que incorporó a su repertorio.
No dejó de tener consecuencias esa incursión en distintos estilos y materiales. A ratos caviló Cobo sobre la validez de sus divertimentos norteamericanos; tuvo nostalgia de las "series" y volvió a ocuparse de ellas. Los desnudos y paisajes que expuso en la galería Artelite de Guayaquil le permitieron reencontrarse consigo mismo. Sin embargo, la más grave decisión que tomó en la nueva etapa fue la renuncia a seguir experimentando con el aluminio espumoso, poco afín con sus inquietudes de siempre. Inconforme con los resultados obtenidos los destruyó.
En 1994, otra vez en la senda de los trabajos seriales, presentó el conjunto más coherente y personal de esculturas suyas dedicadas a un mismo tema, el del agua. El agua en reposo o deslizándose, cayendo en cascadas o revolviéndose en olas, plasmada en mármol y otras piedras finas -unas negras, otras de brillantes colores- la trató en sentido metafórico: constituye un válido esfuerzo por sintetizar la contradicción que se da entre lo sólido y lo líquido. Estas obras -delicadas unas, recias otras- a más del poder de insinuación que logran extraer de la roca, reflejan el amor a la naturaleza que proclama el artista, sumido en una permanente "pasión por crear formas".
Pueblo Andino. Mármol, 1987
TENACIDAD SIN APREMIO
Disciplinada y fecunda luce la trayectoria de Jesús Cobo dentro de rumbos ya clásicos de la escultura del siglo XX. Sus obras han sido apreciadas también en Canada, Argentina y Paraguay, donde ha participado en diversos certámenes escultóricos.
El es de los que labora con tenacidad, pero sin apremio; no por el reconocimiento, sino por el conocimiento; por el autoconocimiento de sus posibilidades creativas.
Al desafiarse a sí mismo no olvida la deuda contraída con los grandes maestros que han guiado sus pasos, consciente como es de que "hay que devolver lo que se ha tomado prestado mientras se ha sido joven".
Maduro, más por la experiencia que por los años -nació en 1953- siente la responsabilidad que ha adquirido al adentrarse en el laberinto del arte, aunque, eso sí, no teme al minotauro que habita por ahí.
Ahora se dedica al tema urbano, que aborda en piezas en las cuales indaga "la conveniencia de la piedra y el metal". Espera exhibirlas después de un año y medio, quizá dos años. No es un plazo muy largo para un escultor que sabe lo que quiere y a donde llegar.