Publicado en
febrero 07, 2010
CONDENSADO DE A PLACE BEYOND: FINDING HOME IN ARTIC ALASKA. © 1996 POR NICK JANS. PUBLICADO POR ALASKA NORTHWEST BOOKS, MARCA DE GRAPHIC ARTS CENTER PUBLISHING CO., DE PORTLAND, OREGON.En el invierno de Alaska, la vida se queda en suspenso.
Por Nick JansHACE MUCHO FRÍO como para caminar despacio. El humo de las chimeneas, apenas comienza a subir, se congela y vuelve a caer a tierra. Sobre el hielo flota el denso y cristalino sudario de la niebla, y envuelve la aldea de Ambler en su gélido aliento. Al andar por la calle oscura, la capucha del chaquetón calada, yo también voy dejando mi estela blanca.
Ha pasado el solsticio de invierno. Alrededor del mediodía la aurora se tornó en crepúsculo: el principio de una noche que dura 20 horas. Día tras día el cielo permanece pálido y monótono. Hace demasiado frío como para que nieve, para que sople el viento y, al parecer, para que salga el sol.Si pudiera quedarme dormido de aquí hasta marzo, lo haría. He oído decir a los recién llegados que el invierno no les molesta, pero quien se queda tres años —pocos aguantan tanto— prefiere guardarse su opinión.HACE 19 AÑOS subí en el Plymouth Belvedere 66 de mi abuelo Paul y puse rumbo a Alaska. Mientras traqueteaba por el camino de 7500 kilómetros desde Machias, Maine, con los pistones jadeantes, pensé que el abuelo habría aprobado mi decisión. Hijo de un inmigrante, habría entendido por qué cogí los únicos 400 dólares que tenía y renuncié a un porvenir que parecía tan seguro.
En Fairbanks hice subastar el coche —al que para mis adentros llamaba el Fantasma del Abuelo— y me embarqué en canoa a una nueva vida. Finalmente me establecí en Ambler, en el rincón noroeste del estado.Un año después empezaron las preguntas de mis padres, reverberantes por efecto de la comunicación telefónica vía satélite. ¿Qué hacía yo ahí, donde había que llevar el agua en cubetas y salir a la intemperie para ir al baño? ¿Cuándo iba a reanudar mi vida? ¿Cuándo volvería a casa?—No sé... el año que entra —les contesté, creyendo en mis palabras.Pero pasó un año, luego cinco y luego diez. La verdadera pregunta no era qué o cuándo, sino por qué. Yo sabía que no iban a entender lo que me retiene aquí.EN LA PARTE ALTA del río Kobuk empieza a nevar a mediados de septiembre. A fines del mes ya parece invierno: la corriente arrastra témpanos de hielo; los días se vuelven grises y tormentosos; en las mañanas hace un frío que cala hasta los huesos. La luz embriagadora y eterna del verano va mermando al asombroso ritmo de cinco, siete, once minutos por día.
A principios de noviembre el río está duro como roca, el sol apenas ilumina los montes Waring y la luz del día sigue disminuyendo. Es entonces cuando comienza el frío de verdad. Una mañana me levanto tiritando y a la luz de una linterna el termómetro exterior indica 34° C. bajo cero. La cubeta de agua que hay en un rincón de mi cabaña de troncos tiene una costra de hielo.Hasta abril, mantenerse caliente implicará un esfuerzo incesante. La estufa de leña ruge a máxima potencia y me tuesta la espalda mientras los pies se me congelan. Mis vecinos esquimales lo resumen todo en una exclamación: ¡Alappaa! ("¡Hace frío!").En este clima las leyes de la física parecen trastocadas: la leña se hace añicos bajo el hacha; el acero se rompe como el plástico. Si se quiere arrancar el motoesquí, hay que echar agua hirviendo en el múltiple para que la gasolina se evapore.Vestirse y desvestirse lleva más tiempo de lo normal. Vive uno envuelto en capas y más capas de vellón de acrílico, piel y plumón de ganso. El traje de invierno, de nueve kilos, consta de ropa interior larga, pantalones de material aislante, mono, chaquetón, careta, gorra, mitones y botas. Es como llevar un traje de fútbol americano acolchonado con mantas.Lo peor suele venir en enero. La temperatura baja a 50 y aun 60° C. bajo cero, y así dura semanas. Aunque mi cabaña es abrigada, la escarcha cubre los goznes de la puerta, se acumula en las ventanas hasta alcanzar un centímetro de grueso y sube por las paredes desde el suelo. La vida se queda en suspenso y no hay más que guardar sus rescoldos.PERO POR MUCHO frío que haga, la escuela de Ambler, donde doy clases, nunca cierra. Tampoco se suspenden los servicios religiosos ni las reuniones del ayuntamiento. Los esquimales cazan, cortan leña y viajan de un pueblo a otro aun en las peores rachas. Ya sea por su dieta rica en grasas y proteínas animales o por simple resistencia, el esquimal se encoge de hombros ante un clima que podría matar a cualquier forastero. Hay muchachos que van a la escuela con la cabeza descubierta, una chaqueta delgada y zapatos tenis. Los cazadores ostentan las cicatrices moradas que deja la congelación como si fueran medallas.
Aun así, es fácil ponerse otro suéter, meter otro leño en la estufa. Lo que no soporto es la oscuridad. Corroe desde el interior, días tras día, mes tras mes. En un mal día, hasta el más exquisito guiso de caribú sabe a cartón. Algunos lo llaman fiebre de cabaña; los médicos, trastorno afectivo-estacional; aquí, se le llama sencillamente por su nombre: oscuridad.En la luz mortecina y el frío entumecedor me pregunto qué caramba me atrae de vivir en el Ártico. Se me olvida la ocasión, hace apenas tres meses, en que me senté en la tundra del río Hunt para ver pasar, extasiado, miles de caribúes, o el sencillo gozo de contemplar a mis alumnos de primer grado de enseñanza media enfrascados en un ejercicio artístico.Duermo diez horas al día y bebo litros de café para seguir funcionando. Mi único consuelo es la experiencia: me digo sin cesar que no estoy enloqueciendo, y que los demás también están luchando contra la oscuridad.Un colono que vivió 20 años en el campo me dijo una vez:—Es un efecto de acumulación: los inviernos se van sumando uno a otro y, al final, la pregunta es cuántos aguantas.No es casualidad que el colono y su mujer ahora vivan en Hawai. Otros escogen Arizona o California. Nadie que haya pasado 20 años en el Ártico se muda a los estados del norte.En marzo se desata una ventisca. La nieve azota la piel como si fuera arena y forma altas dunas. No me queda más remedio que permanecer en casa a esperar. A los dos días cesa el viento y deja en su lugar una calma y una claridad como de sueño. Los montes fulguran, y en el aire flota la promesa de la primavera. Vuelvo la cara al sol y siento la luz por dentro. Aunque todavía quedan dos meses de nieve y frío, la oscuridad ya pasó.Frente a la escuela, los chicos, en camiseta, se tiran bolas de nieve. Regina Randall, la secretaria de la escuela, me sonríe al pasar.—Agradable calorcillo, ¿eh?—Delicioso —contesto.La temperatura: 23° C. bajo cero.Si el abuelo viera a dónde me trajo su fantasma, tal vez haría una sonrisa de aprobación.