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febrero 21, 2010
De regreso a la Tierra, mi viejo profesor de Filosofía, posiblemente porque habría extraviado sus notas de clase, entró un día en el aula y miró inquisidoramente a sus dieciséis víctimas por espacio de medio minuto. Satisfecho con haber creado un adecuado ambiente, preguntó:
- ¿Qué es un hombre?
Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Dispondría de hora y media para matar y once de los dieciséis eran alumnas de coeducación (nueve de ellas estudiantes de arte y las otras dos de materias específicas).
Una de estas dos últimas, que estudiaba ya un avanzado período de Medicina, procedió a dar una clasificación enteramente biológica.
El profesor (ahora que lo recuerdo, se llamaba McNitt) asintió con un movimiento de cabeza y preguntó:
- ¿Eso es todo?
Y a continuación inició su hora y media de asesinatos, hasta terminarla.
Aprendí que el hombre es el animal razonador, que el hombre es el único que ríe, que el hombre es mucho más grande que las bestias, pero menor que los ángeles, que el hombre es el único que se contempla a si mismo haciendo cosas que sabe que son absurdas (esto aprendido con una compañera de cama comparativa), que el hombre es el animal transmisor de cultura, que es el espíritu que aspira, afirma, ama, el que emplea herramientas, entierra a sus muertos, inventa religiones, y el que trata de definirse a sí mismo (esto último lo aprendí de Paul Schwartz, mi compañero de cuarto a quien, al primer golpe de vista, le consideré inteligente. Y ahora me pregunto qué habrá sido de Paul.)
De todas maneras a la mayor parte de estas cosas respondo «quizá» o «en parte, pero...», o simplemente «nada de eso». Todavía creo que mi definición es la mejor porque tuve ocasión de probarla en la Tierra del Cisne...
Yo hubiera dicho: «El hombre es la suma total de todo cuanto ha hecho, de lo que desea, o no, hacer, de lo que deseó haber hecho o no».
Es preciso detenerse y pensar en esto durante un minuto. La definición es tan general como las otras, pero deja espacio para la biología, la risa, las aspiraciones, así como para la transmisión de la cultura, el amor y la habitación llena de espejos. Pero también es limitada. ¿Han hallado ustedes alguna vez una ostra a la que se puedan aplicar las frases finales?
Tierra del Cisne..., delicioso nombre.
Delicioso lugar también, para un rato.
Fue allí donde vi cómo las definiciones del hombre eran, una por una, borradas del enorme y negro encerado hasta que solamente quedó la mía.
Mi radio funcionaba con más ruidos parásitos que de costumbre. Eso era todo.
Durante varias horas no hubo otra indicación de lo que iba a suceder.
Mis ciento treinta ojos habían contemplado a Betty toda la mañana en aquel día claro y fresco de primavera con el Sol vertiendo su luz color miel sobre los campos ámbar, inundando las calles, invadiendo todas las fachadas de los almacenes, resquebrajando los bordillos de las aceras y alimentando los retoños que matizaban la corteza de los árboles en la carretera; y la luz que iluminaba el azul de la bandera del Ayuntamiento formaba espejos anaranjados sobre las ventanas, y retazos violeta y púrpura sobre Saint Stephen's Range a unos cincuenta kilómetros de distancia, cayendo luego a los pies del bosque como un loco con un millón de cubos de pintura... cada uno de ellos con una diferente tonalidad verde, amarilla, naranja, azul y rojo...
Por las mañanas el cielo es cobalto y a mediodía turquesa y a la puesta de sol es esmeralda y rubí, duro y esplendente. A las once era entre cobalto y verde mar cuando contemplé a Betty con mis ciento treinta ojos y no vi nada que estuviese a punto de suceder. Solamente existía en mi radio un extraño ruido que acompañaba al piano y a los instrumentos de cuerda.
Es curioso cómo la mente personifica, engendra. Las barcas siempre son femeninas. Se dice: «Una vieja y buena bañera», o quizá: «Esta es más rápida», a la vez que se da una palmada sobre el maderamen de la embarcación; o se exclama: «¡A este pequeño y maldito Sam no hay quien lo arranque!», a la vez que se le da un puntapié al motor auxiliar en un vehículo de transporte interior; y los huracanes también reciben nombres femeninos, y las lunas y los mares. Sin embargo, las ciudades son cosa diferente. Generalmente son de género neutro. Nadie llama a San Francisco o a Nueva York «él» o «ella».
Algunas veces, sin embargo, llegan a adquirir los atributos del sexo. Esto ocurre con las ciudades pequeñas del Mediterráneo, allá en la Tierra. Quizá esto se debe a los nombres sensuales de los idiomas que prevalecen en aquella zona, en cuyo caso nos dicen más sobre los habitantes que sobre tales lugares. Pero tengo la impresión de que en todo ello hay algo más profundo.
Betty fue la Estación Beta durante diez años. Después de dos décadas era Betty oficialmente, por orden del Concejo de la Ciudad. ¿Por qué? Bien; supuse entonces (hace unos noventa años), y aún lo sigo suponiendo, que se debió a lo que ella era..., un lugar de descanso y de recuperación, de comidas hechas superficialmente y de nuevas voces, de paisajes, de clima y de luz natural de nuevo, después de aquel largo transporte a través de la gran noche. No es el hogar; rara vez es punto de destino; pero es como ambas cosas. Cuando se tropieza con la luz y el calor y la música, después de la oscuridad, el frío y el silencio, siempre es mujer. Aquel antiguo marinero del Mediterráneo debió sentir lo mismo cuando avizoraba el puerto al final del viaje. Yo lo sentí cuando por vez primera vi la Estación Beta... Betty... y también cuando la vi por segunda vez.
Yo soy el polizonte de su Infierno.
Cuando seis o siete de mis ciento treinta ojos parpadearon, vi de nuevo, y la música súbitamente se desvaneció bajo una ola de ruidos parásitos; fue cuando comencé a sentirme incómodo.
Llamé a la Central del Tiempo solicitando un informe y la grabada voz femenina me dijo que se esperaban lluvias estacionales por la tarde o a principios de la noche. Colgué y abrí un ojo desde la visión ventral a la dorsal.
Ni una sola nube. Solamente una pequeña formación de sapos celestes con alas verdes que se dirigía hacia el norte cruzó por el campo de las lentes.
Abrí de nuevo la ventral y contemplé el fluir del tráfico lento, sin congestión, a lo largo de las impecables y bien tendidas calles de Betty. Tres hombres dejaban el Banco y dos más entraban en él. Reconocí a los tres que lo abandonaban y en mi mente les saludé al pasar de largo. Todo estaba tranquilo en la Oficina de Correos, y había una normal actividad en las siderúrgicas, muelles, plantas de plástico sintético, aeropuerto, y superficies de todos los complejos comerciales; los vehículos iban y venían desde los garajes de la Inland Transport Vehicle, arrastrándose desde el bosque arco iris y desde más allá de las montañas como oscuros animalitos, dejando sus huellas atrás marcando sus idas y venidas a través del yermo; y los campos aún estaban amarillentos, y de color marrón oscuro con ocasionales retazos de verde y rosa; las casas de campo, simples construcciones en forma de A, ocupaban varias posiciones, con espiras y torres, cada una de ellas provista de enorme pararrayos y pintadas con muchos colores. Todo lo veía de un solo golpe, en ciento treinta cuadros diferentes, hasta que todos mis ojos se centraron en la gran muralla del Centro de Perturbaciones, en la parte superior de la torre de vigilancia del Ayuntamiento.
Las perturbaciones eléctricas atmosféricas iban y venían hasta que me vi obligado a apagar la radio. Los fragmentos de música son mucho peores que no escuchar música en absoluto.
Mis ojos, recorriendo líneas magnéticas, comenzaron a parpadear.
Entonces supe que debíamos esperar un poco.
Envié un ojo hacia Saint Stephen's a toda velocidad, lo que significaba una espera de veinte minutos, hasta que llegó a la parte superior. Envié otro hacia el cielo, lo que significaba quizá diez minutos para tomar la misma escena. Luego puse el autorregistrador a cargo de todas las operaciones y bajé a tomar una taza de café.
Entré en la oficina exterior del alcalde, le guiñé un ojo a Lottie, la recepcionista, y miré hacia la puerta interior.
- ¿Está el alcalde? - pregunté.
Logré una ocasional sonrisa de Lottie, una muchacha ligeramente gruesa, pero bien construida, de indeterminada edad y acné intermitente, pero aquélla no era una buena ocasión.
- Si - respondió volviendo a mirar los papeles que había sobre su mesa de despacho.
- ¿Solo?
La muchacha asintió con un movimiento de cabeza y sonaron sus pendientes. Ojos negros y piel morena; podría estar más presentable si se peinase mejor y se maquillara un poco más. Bien...
Crucé la estancia hasta la puerta y llamé.
- ¿Quién es? - preguntó el alcalde.
- Yo - respondí al mismo tiempo que abría -, Godfrey Justin Holmes. Basta con God. Necesito a alguien con quien tomar café y te he elegido a ti.
Ella dio media vuelta en su sillón giratorio, apartándose de la ventana por la que estaba mirando. Sus cabellos cortos, rubios, color ceniza, peinados con raya al medio se agitaron deliciosamente cuando se volvió. Sonrió y dijo:
- Estoy ocupada...
Ojos verdes, barbilla pequeña, orejas pequeñas..., todo me gustaba.
-...pero no demasiado ocupada como para no poder tomar café con God - añadió -. Toma asiento y prepararé un poco dé café.
Así lo hice y ella también cumplió su promesa.
Mientras ella hacía el café, me recosté en el sillón, encendí un cigarrillo que tomé de una caja y observé:
- Parece que va a llover.
- Eso parece - murmuró ella.
- No se trata de simple conversación - le dije -. Está preparándose una mala tormenta en alguna parte..., creo que sobre Saint Stephen's. Pronto lo sabré.
- Sí, abuelo - dijo ella sirviéndome el café -; vosotros, los veteranos, con todos vuestros dolores y alifafes sois, a menudo, mucho más seguros que la Central del Tiempo; eso es verdad. No discutiré.
Sonrió, frunció el ceño, y volvió a sonreír otra vez.
Dejé mi taza en el borde de su mesa de trabajo.
- Espera y verás - dije -, si estalla sobre las montañas será una cosa antipática de alto voltaje. Ya está perjudicando la recepción.
Blusa blanca con lazo grande y falda negra alrededor de una figura bien conservada. Cumpliría los cuarenta a últimos de temporada, pero jamás habla logrado dominar su gesticulación, lo cual me parecía un detalle atractivo. Poseía una espontaneidad de expresión que a veces se desvanecía muy pronto. Yo podía adivinar la clase de niña que había sido mirándola y escuchándola ahora. La idea de cumplir cuarenta años también le preocupaba, eso sí que podía yo asegurarlo. Siempre me toma el pelo con la edad cuando la edad le preocupa a ella.
Yo voy a cumplir los treinta y cinco años, cosa que me hace ser un poco más joven que ella, pero oyó hablar de mí a su abuelo cuando era una niña, antes de que yo hubiese regresado esta última vez. Yo me había encargado de hacer un informe sobre sus servicios cuando el primer alcalde de Betty-Beta, Wyeth, había muerto después de dos meses de mando. Yo nací hace quinientos noventa y siete años, en la Tierra, pero pasé quinientos sesenta y dos de esos años durmiendo, durante mis largas correrías entre las estrellas. Hice algunos viajes más que otros. Consecuentemente soy un anacronismo. Por supuesto soy realmente un viejo como aparento..., pero aun así la gente siempre parece creer que les engaño algo en este terreno, especialmente a las mujeres de mediana edad. Algunas veces la cosa resulta hasta desconcertante...
- Eleanor - dije -, terminarás tu mandato en el mes de noviembre. ¿Todavía piensas presentarte para otro mandato?
Se quitó sus estrechos y elegantes lentes y luego, con un dedo pulgar y un índice, curvó sus pestañas. A continuación sorbió un poco de café para decir:
- Aún no me he decidido.
- No pregunto con el propósito de comunicar algo a la prensa - dije -, sino para mí.
- Realmente no lo he decidido - repitió -. No lo sé...
- Está bien, sólo deseaba saberlo. Pero si te decides, comunícamelo.
Bebí un poco más de café.
Al cabo de cierto tiempo preguntó:
- La cena del sábado, ¿cómo siempre?
- Sí, está bien.
- Te lo diré entonces.
- Magnífico.
Cuando miró hacia el café que contenía su taza vi a una muchachita que observaba fijamente el agua de un estanque, esperando a que ésta se aclarase para verse reflejada en ella, para ver su fondo, o quizá ambas cosas.
Sonrió, por alguna razón que sólo ella conocía, ante lo que finalmente debió ver.
- ¿Una mala tormenta? - preguntó.
- Sí. La siento hasta en los huesos.
- ¿Has tratado de alejarla?
- Lo he intentado, aunque no creo que lo consiga.
- Será mejor entonces cerrar algunas escotillas.
- No perjudicaría, y quizá hasta ayudaría.
- El satélite del tiempo estará sobre nosotros dentro de otra media hora. ¿Lograrás algo antes?
- Creo que sí -. Probablemente dentro de unos minutos.
Terminé el café, y lavé la taza.
- Comunícame directamente si hay algo - dijo ella.
- Lo haré. Gracias por el café.
Arriba, una vez más, mi ojo más alto se hallaba entonces a suficiente altura. Seguí su campo de acción y obtuve una vista de la distancia: un gran conjunto de nubes hervía al otro lado de Saint Stephen's. La cadena montañosa parecía un muro de contención, un pantano, un enorme arrecife. Más allá, las aguas aparecían revueltas.
Mi otro ojo estaba casi en posición. Esperé el espacio de tiempo de medio cigarrillo, y a continuación vi algo más.
Gris, húmeda e impenetrable, se cernía una cortina sobre la campiña, esto fue lo que vi... Y la cortina avanzaba. Llamé a Eleanor.
- Va a llover mucho, niña - dije.
- ¿Vale la pena colocar sacos terreros?
- Posiblemente.
- Entonces será mejor prepararse. Está bien, gracias.
Reanudé mi vigilancia.
Tierra del Cisne..., maravilloso nombre. Se refiere al planeta y a su sólo continente.
¿Cómo describir el mundo en forma rápida y escueta? Bien; aproximadamente tiene el tamaño de la Tierra, en realidad un poco más pequeño y con más agua. En cuanto se refiere al continente sería igual, por ejemplo, que hacer girar a América del Sur para que ocupara una posición contraria a la actual, luego se le haría girar noventa grados hacia la derecha y se le empujaría hacia el hemisferio norte, ¿entendido? Bien. Ahora sería preciso cogerla por la cola y tirar de ella. Extenderla otras seiscientas o setecientas millas más y dejar que estas millas cruzasen el ecuador. Ahí tendríamos entonces a Cisne con su gran golfo parcialmente situado en los trópicos. Y ya, para más exactitud, habría que tomar a Australia para quebraría en ocho pedazos y dejarlos caer al azar en el hemisferio sur denominándolos con las primeras ocho letras del alfabeto griego. Pongan ustedes un gran helado de vainilla en cada polo y no olviden inclinar el globo unos dieciocho grados antes de partir. Gracias.
Llamé a mis ojos que vagaban y dirigí unos cuantos más hacia Saint Stephen's hasta que el enorme banco de nubes llegó a tocar la cadena montañosa una hora más tarde. Por entonces, el satélite del tiempo ya había pasado y tomado datos del fenómeno. Informé sobre la presencia de una extensa nube sobre el otro lado. La tormenta se había formado rápidamente como ocurría normalmente allí en Cisne. Muy a menudo, también, se dispersaba con la misma rapidez con que se formaba, tras una hora o así, de intensa artillería. Pero también era preciso contar con las malas tormentas... Algunas veces duraban horas y horas, tormentas muy superiores en intensidad a las de la Tierra.
Por otra parte, la posición de Betty es muchas veces precaria, aunque sus ventajas, en general, compensan sus riesgos. Estamos situados en el golfo, a unos treinta kilómetros al interior, y hay aproximadamente cinco kilómetros desde un río principal, el Noble; parte de Betty se extiende a lo largo de sus orillas, pero ésta es una parte más pequeña. Casi somos una ciudad con la configuración de estrecha faja que forma una zona de once kilómetros de longitud por tres kilómetros de anchura, extendiéndose hacia el interior y hacia el este, desde el río, en líneas paralela con la distante costa marítima. Alrededor del ochenta por ciento de sus 100.000 habitantes se concentra en el distrito comercial, a ocho kilómetros del río.
No somos la tierra más baja que hay por los alrededores, pero tampoco ocupamos la más alta. Ciertamente somos la que está más nivelada en toda la zona. Esta última característica, así como nuestra proximidad al Ecuador, fue factor decisivo para el establecimiento de Estación Beta. Estábamos también cerca de otras cosas, como el océano y un gran río. Hay otras nueve ciudades en el continente, todas ellas más pequeñas y más modernas, tres de ellas situadas no lejos de nosotros, río arriba. Somos la capital potencial de un país fuerte.
Formamos un lugar de aterrizaje fácil y suave para las naves que se lanzan desde vehículos interestelares que están en órbita, y disponemos de elementos importantes para un futuro desarrollo y coordinación para cuando llegue el momento de expansión a través del continente. Nuestra razón de ser original, sin embargo, era servir de Stopover, es decir, de base, punto de reparación, depósito de suministro, lugar físico y psicológico de recuperación, y punto de partida para otros mundos más antiguos. Cisne fue descubierto mucho más tarde que otros puntos, y los demás comenzaron a desarrollarse mucho antes. De aquí que los demás atraigan a muchos más colonos. Todavía nos hallamos en estado muy primitivo. La autosuficiencia, con objeto de formar nuestra población a escala de la Tierra, exigía una sociedad parecida a la de mediados del siglo XIX en el sudoeste americano..., al menos para el propósito de comenzar un desarrollo. Incluso ahora, Cisne descansa todavía sobre un sistema natural de economía, aunque la Central de la Tierra determina técnicamente la moneda del reino.
¿Por qué «base», si casi siempre, o la mayor parte del tiempo, uno duerme entre las estrellas?
Reflexionen durante un rato y más adelante les diré si tienen razón.
Sonaron los truenos en el este, enviando sus ecos aquí y allá, hasta que pareció, por las formaciones de nubes, que Saint Stephen's era un palco lleno de monstruos, que se inclinaban y alargaban sus cuellos sobre la barandilla con dirección al escenario, donde estábamos nosotros. Las nubes color pizarra se amontonaban, unas sobre otras, y a continuación la muralla, lentamente, comenzó a derribarse.
Oí los primeros crujidos de la tronada casi media hora después del almuerzo, y así supe que no se trataba de mi estómago.
A pesar de todos mis ojos, me acerqué hasta una ventana para mirar. Era como un enorme glaciar gris y aéreo que barriese el cielo.
En aquel momento hacia viento, pues vi cómo repentinamente se movían e inclinaban los árboles. Sería nuestra primera tormenta de la temporada. El color turquesa se desvaneció hasta que finalmente se ocultó el propio sol. Luego cayeron gotas en las ventanas, y muy pronto se formaron finos regueros de agua sobre los cristales.
En la distancia se destacaron los más altos picos de Saint Stephen's entre brillantes relámpagos. Al cabo de un momento hubo un terrible estallido y los finos regueros sobre los cristales de cuarzo de las ventanas se convirtieron en torrenteras de agua.
Regresé a mi galería para sonreír ante el espectáculo que ofrecían docenas de personas que corrían en busca de refugio. Unas cuantas llevaban paraguas e impermeables. El resto corría desesperadamente. La gente nunca presta atención a los informes meteorológicos. Esto, creo yo, es un constante factor en la psicología humana, debido quizá al desagrado atávico hacia el hechicero. Siempre se anhela que los informes sean erróneos. Si son correctos, este detalle resulta aún más incómodo que mojarse.
Recordé entonces que había olvidado mi impermeable, mi paraguas y mis chanclos. Pero «había» sido una mañana muy bella y la Central del Tiempo «podía» haberse equivocado...
Bien; encendí otro cigarrillo y me recosté en mi gran sillón. Ninguna tormenta del mundo podría apartar mis ojos del cielo.
Encendí los filtros, y allí sentado, me dispuse a contemplar cómo llovía.
Cinco horas más tarde, aún estaba lloviendo, seguían retumbando los truenos y todo estaba muy oscuro.
Tenía la esperanza de que la tormenta cesara al finalizar mi servicio, pero cuando llegó Chuck Fuller, el cuadro no había cambiado en absoluto. Chuck era mi relevo de aquella noche, el Polizonte Nocturno del Infierno.
Tomó asiento junto a mi mesa.
- Llegas pronto - dije -. No te pagarán por una hora más de trabajo.
- Demasiada humedad para hacer otra cosa que no sea sentarse. Prefiero hacerlo aquí que en casa.
- ¿Tejado con goteras?
Chuck movió la cabeza afirmativamente.
- La suegra. Otra visita.
Asentí con la cabeza y dije luego:
- Otra de las desventajas de un mundo pequeño.
Chuck enlazó ambas manos detrás de la nuca y se recostó en su sillón mirando hacia la ventana. Yo presentía uno de sus estallidos.
- ¿Sabes qué edad tengo? - preguntó al cabo de un rato.
- No - dije, aun cuando no era cierto.
Tenía veintinueve años.
- Veintisiete - me dijo - y pronto tendré los veintiocho. ¿Sabes dónde estuve?
- No.
- ¡En ninguna parte! ¡Ahí es donde estuve! Nací y me crié en este piojoso mundo. Y me casé y me establecí aquí..., ¡y jamás he salido de aquí para nada! Nunca pude permitírmelo cuando era joven. Ahora tengo una familia...
Se inclinó de nuevo hacia delante y apoyó ambos codos en las rodillas, como un niño. Chuck tendría aspecto de niño cuando alcanzara los cincuenta años..., cabellos rubios muy cortos, nariz pequeña, y tez que se tostaba muy pronto por el sol. Era probable que a los cincuenta años actuase también como un niño. Nunca lo sabré.
No dije nada porque nada tenía que decir.
Chuck permaneció en calma durante un largo rato. Luego dijo:
- Tú has viajado mucho.
Tras otro minuto de silencio continuó:
- Naciste en la Tierra. ¡La Tierra! Y visitaste otros mundos incluso antes de haber nacido yo. La Tierra sólo es para mi un nombre. Y fotografías. Y todos los demás... ¡son lo mismo! Fotografías. Nombres...
Aguardé, y luego cansado de esperar dije:
- Miniver Cheevy, hijo de desprecio...
- ¿Qué significa eso?
- Es el comienzo de un antiguo poema. Ahora es antiguo, pero no cuando yo era un muchacho. Soy viejo. Tuve amigos, parientes, parientes políticos, si; también los tuve yo en otro tiempo. Ya ni siquiera son huesos. Son polvo. Verdadero polvo y no metafórico. Los últimos quince años me parecen quince años a mi, igual que a ti, pero no es igual. Son ya muchos capítulos de historia en los libros. Siempre que viajas entre las estrellas automáticamente entierras el tiempo. Si alguna vez regresas al mundo que dejas, lo encuentras lleno de seres desconocidos... o de caricaturas de tus amigos, de tus parientes, incluso de ti mismo. No es una gran hazaña ser abuelo a los sesenta años y bisabuelo a los setenta y cinco u ochenta..., pero auséntate por trescientos años y te encontrarás al regreso con un miembro de doce o trece generaciones posteriores, supernieto tuyo que resulta tiene ya cincuenta años, y te asombras cuando le ves. Eso te demuestra entonces lo solo que estás. No eres simplemente un hombre sin país o sin mundo. Eres un hombre sin tiempo, sin época. Tú y los siglos no os pertenecéis mutuamente. Eres como una de esas partículas que derivan entre las estrellas.
- Valdría la pena - dijo Chuck.
Me eché a reír. Había tenido que escuchar sus quejas cada uno o dos meses durante año y medio. Antes nunca me había molestado mucho; así, pues, creo que fue cierto efecto acumulativo de aquel día..., la lluvia, la próxima noche del sábado y mis recientes visitas a la biblioteca, y «sus quejas» las que me pusieron de mal
Su último comentario había sido demasiado: «Valdría la pena» ¿Qué podía yo responder a aquello?
Me eché a reír nuevamente. Chuck enrojeció hasta las orejas.
- ¡Te estás riendo de mí! - exclamó. Se puso en pie y me miró con ojos brillantes.
- No, nada de eso - dije -. Me río de mí mismo. No debía haberme molestado lo que has dicho, pero me molesté. Eso me recuerda algo gracioso sobre mí.
- ¿De qué se trata?
- Que me estoy volviendo sentimental a mi edad, y eso me hace gracia.
- ¡Oh!
Me volvió la espalda y luego se acercó a la ventana para mirar hacia el exterior. Metió ambas manos en los bolsillos y se volvió para mirarme y preguntarme:
- ¿No eres feliz? Te lo pregunto en serio. Tienes dinero y ningún problema, ni lazos que te aten. Si quisieras podrías partir en el próximo I-V que pasará por aquí.
- Seguro que soy feliz - dije. Mi café estaba frío -. Olvídalo.
- ¡Oh! - exclamó nuevamente.
Se volvió hacia la ventana justamente a tiempo de recibir en pleno rostro el vivísimo resplandor de un rayo y para tener que competir con el trueno para que se escucharan sus palabras.
- Lo siento - le oí decir a distancia -, me parece que deberías ser uno de los seres más felices que andan por ahí...
- Lo soy. Pero hoy hace mal tiempo y esto influye en mí; hace hablar mucho a la gente, incluso a ti.
- Si, tienes razón - dijo -. Mira esa lluvia, ¿qué te parece? Como si no hubiese llovido durante meses...
- La han estado ahorrando para hoy.
Chuck carraspeó y luego dijo:
- Bajaré a tomar una taza de café y un bocadillo antes de firmar. ¿Quieres que te traiga algo?
- No, gracias.
- Está bien. Te veré dentro de un rato.
Salió silbando. Nunca permanecía deprimido por mucho tiempo. Poseía el humor y temperamento de un niño, con eternos altibajos... Y es Polizonte Nocturno del Infierno. Probablemente el peor trabajo para él, teniendo que centrar su atención en un lugar durante tanto tiempo. Dicen que la denominación del trabajo procede del nombre de un antiguo aparato volador..., una especie de máquina volante cuyo nombre era parecido. Nosotros enviamos nuestros ojos sobre los puntos señalados y pueden escrutarlo todo como lo hacían aquellas viejas máquinas. Patrullamos la ciudad y la cercana campiña. En Cisne el hacer cumplir las leyes no es ningún problema. Nunca atisbamos por una ventana o enviamos un ojo a un edificio sin invitación para hacerlo. Nuestro testimonio es lícito y admisible ante un tribunal... o si somos lo suficientemente rápidos para oprimir un par de botones, la cinta que grabamos realiza un trabajo mucho mejor todavía... y podemos despachar policías robot o vivos a toda prisa, dependiendo esto de cuál de los dos haga un trabajo mejor.
Sin embargo, no se cometen muchos delitos en Cisne, a pesar del hecho de que todo el mundo lleva un arma al costado, un arma de alguna clase, incluso los chicos. Todo el mundo conoce bien a sus vecinos, y no hay muchos lugares a donde poder huir. Principalmente somos polizontes aéreos dedicados a vigilar con un ojo la vida animal de la localidad (razón de todas las armas al costado).
La Sociedad para la Prevención de la Crueldad, contra nosotros, o lo que es igual, la SPCU, también es la razón de que cada uno de mis ciento treinta ojos tenga pestañas del calibre cuarenta y cinco.
Hay cosas como el pequeño y listo panda... ¡Oh!, solamente mide un metro de altura, cuando se sienta sobre sus cuartos traseros como si fuese un osezno. Tiene orejas grandes, cuadradas y sedosas, piel pintada y ojos grandes, castaños y límpidos, lengua rosada, hocico chato y dientes blancos y agudos más venenosos que los una víbora.
Luego está un Snapper que tiene aspecto atemorizador; se trata de un reptil con plumas y tres cuernos en su blindada cabeza... uno bajo cada ojo, como un diente, y otro que se curva hacia arriba partiendo de la parte superior de su nariz. Patas de unos sesenta centímetros de longitud, y cola de más de un metro de largo que se alza en el aire cuando corre velozmente, y una boca llena de dientes muy agudos.
También hay río arriba, en algunas ocasiones, cosas anfibias que provienen del océano. Prefiero no hablar de ellas. Son algo feo y maligno.
De todas maneras, éstas son algunas de las razones por las que hay Polizontes del Infierno..., no solamente en Cisne, sino en muchos mundos fronterizos. Como tal estuve empleado en varios de ellos, y he averiguado que un experimentado polizonte de tal clase siempre puede encontrar empleo aquí.
Chuck tardó en regresar más de lo que yo creía. Mi servicio había terminado hacia un rato ya, pero como me sentía feliz no dije nada. En el cuello de su camisa había un par de manchas de carmín, y en su rostro una celestial sonrisa, y así me despedí deseándole un buen servicio, tomé mi bastón, y partí con dirección a la gran máquina lavadora.
Se me estaba haciendo cada vez más difícil ir a pie hasta donde se hallaba mi coche, aparcado a dos bloques de distancia.
Llamé a un taxi y esperé otros quince minutos. Eleanor había decidido respetar las horas de un auténtico alcalde y se había ido poco después de almorzar; y casi todo el personal se había retirado también una hora antes a causa del tiempo. Consecuentemente, el Ayuntamiento estaba lleno de ecos y de oscuros despachos. Esperé en el vestíbulo, tras la puerta principal, escuchando el batir de la lluvia y su gorgoteo al deslizarse en busca de los desagües. El agua barría toda la calle, sacudía los vidrios de las ventanas y hacia que éstas se sintieran frías al tacto.
Yo tenía proyectado pasar la tarde en la biblioteca, pero cambié mis planes cuando comprobé el tiempo que hacía..., iría a la biblioteca al día siguiente o al otro. La tarde era mucho mejor para hacer una buena cena, tomar un baño caliente, disfrutar con mis propios libros, tomar a pequeños sorbos una copa de brandy y luego, temprano, a la cama. Al menos el tiempo era maravilloso para dormir. Se detuvo un taxi frente al Ayuntamiento e hizo sonar el claxon.
Eché a correr hacia él.
Al día siguiente la lluvia se detuvo durante, quizá una hora, por la mañana. Luego comenzó nuevamente a lloviznar. Y ya no se detuvo.
Continuó lloviendo fuertemente durante toda la tarde.
El día siguiente era viernes, mi día libre, y me alegré de que así fuese.
Firmé con mis iniciales el informe sobre el tiempo del jueves. Pero ya era viernes.
Sin embargo, decidí hacer algo.
Yo vivía en el centro, en aquella sección de la ciudad, cerca del río. El Noble estaba hinchado y las lluvias aumentaban su nivel. Los desagües comenzaron a atascarse y a rechazar el agua que ya corría por las calles. Continuó lloviendo y creciendo el agua de los charcos y pequeños lagos de las calzadas, y la lluvia estaba acompañada por los solos de tambor del cielo y la caída de esplendentes tridentes y sierras. Los sapos de verdosas alas eran arrastrados por el agua hacia las alcantarillas como si fuesen fuegos artificiales quemados. Una bola de fuego cruzó por encima de la plaza de la ciudad; el Fuego de San Telmo se ciñó al asta de la bandera de la torre de vigilancia, y la enorme estatua de Wyeth aún trataba de mantener su aspecto heroico.
Me dirigí hacia la biblioteca avanzando lentamente con el coche a través de espesas cortinas de agua. Aquellos mozos de mudanzas del cielo evidentemente no estaban sindicados porque no hacían ningún alto para tomar café. Finalmente encontré un aparcamiento, abrí mi paraguas y me encaminé hacia la biblioteca, donde entré. Desde hace pocos años me he convertido en una especie de bibliófilo. No es que yo sea un hambriento o sediento del saber, pero si me muero de hambre por las noticias.
Todo esto se remonta a mi empleo en la gran mezcladora maestra. Admitido; hay algunas cosas más rápidas que la luz, como las velocidades de fase de las ondas de radio en el plasma iónico o los rayos de luz de Duckbill modulados por iones, pero estos casos son muy pocos y sin ninguna aplicación al paso de naves de viajeros y objetos entre las estrellas. No se puede pasar de la velocidad de la luz cuando se trata del movimiento de la materia. Puede uno llegar hasta el mismo borde, pero nada más.
Pero la vida puede suspenderse, esto es fácil..., puede reanudarse y volver a detenerse sin la menor dificultad. Esta es la razón de que yo haya durado tanto. Si no podemos aumentar la velocidad de las naves, podemos reducir el ritmo de la gente, reducir su ritmo de vida hasta detenerse... y dejar que la nave, avanzando a una velocidad, casi como la de la luz, tarde medio siglo o más si necesita tal tiempo para llevar a los pasajeros a su punto de destino. Por eso estoy tan solo. Cada pequeña muerte significa la resurrección en otra tierra y en otra época. Yo he tenido varias y ésta es la razón por la que me he convertido en bibliófilo: las noticias viajan lentamente, tan lentamente como los buques y la gente. Si se compra un periódico antes de subir a bordo de una nave seguirá siendo periódico cuando uno alcance su destino..., pero allí donde se compró será considerado como un documento histórico. Si se envía una carta a la Tierra el nieto puede responder al biznieto si ambas personas viven lo suficiente.
Todas las bibliotecas de aquí están llenas de libros raros... primeras ediciones de best sellers que la gente recoge antes de partir para otro lugar cualquiera y que generalmente regalan cuando los han leído. Suponemos que estos libros ya son de propiedad pública cuando llegan aquí y nosotros los reproducimos en nuestras propias ediciones. Jamás ningún autor ha presentado reclamación alguna, ni tampoco ningún editor ha sido denunciado por representantes, agente literarios, o herederos de derechos.
Somos completamente autónomos y siempre nos encontramos atrasados porque hay una enorme laguna de tiempo de tránsito que no se puede superar. Por lo tanto, la Central de la Tierra ejerce el mismo control sobre nosotros que un muchacho sobre su cometa tras haberse roto el hilo que la sujetaba.
Quizá Yeats pensaba en algo parecido a esto cuando escribió aquellas líneas finales: «Las cosas se deshacen; el centro no se sostiene». Yo lo dudo, pero aún tengo que ir a la biblioteca para enterarme de muchas noticias más.
El día se fundía a mi alrededor.
Las palabras fluían a través de la pantalla en mi cabina al leer periódicos y revistas no tocadas por manos humanas, y las aguas fluían también a través de los ocres de Betty, descendiendo en aquellos momentos desde las montañas, lavando los suelos del bosque, destrozando nuestros campos, inundando sótanos, arrastrándolo todo, y llenando las calles de barro.
Entré en la cafetería de la biblioteca para almorzar, allí supe, por una muchacha ataviada con delantal verde y falda amarilla, que ceceaba agradablemente, que las cuadrillas de los sacos terreros estaban trabajando duramente y que no había tráfico hacia el este, más allá la plaza de la Ciudad.
Después de almorzar me puse el impermeable y las botas y me dirigí hacia allí.
Efectivamente, el muro de sacos terreros cruzaba ya la calle principal alcanzando una altura que llegaba a la cintura de un hombre; pero el agua también llegaba a cubrir los tobillos y a cada minuto que transcurría parecía aumentar más y más.
Miré hacia arriba para contemplar la estatua de Wyeth. Su halo había desaparecido ya, lo cual era de esperarse. Había sido una honesta equivocación de la di cuenta al cabo de un breve momento de reflexión.
Sostenía un par de gafas en su mano izquierda y parecía mirarme extrañamente desde allí arriba, un poco inquisitivamente, preguntándose quizá, en el interior de bronce, si yo tendría acaso algo que decirle que a su duro, verdoso, y húmedo esplendor. ¿Decirle algo...? Sospecho que yo era el único que quedaba que realmente recordase al hombre. Había deseado ser el padre de este gran país nuevo, y lo había intentado con todas sus fuerzas. Tres meses de mandato y había tenido yo que completar el resto del mismo que era de dos años. El certificado de defunción había mencionado «detención del corazón», pero no hablaba del trozo de plomo que había ayudado a que las cosas cambiasen de rumbo. Todas las personas implicadas aquel asunto habían desaparecido: el iracundo esposo, la atemorizada esposa, el médico forense... Todos menos yo. Y no se lo diré a nadie si no lo desea la estatua de Wyeth, porque ahora él es un héroe, y aquí ahora necesitamos las estatuas de héroes mucho más que hacerlos. Wyeth había inventado un sistema de trabajo durante las inundaciones Butler Township y bien podía ser recordado por aquello.
Guiñé un ojo a mi antiguo patrón, y la lluvia resbalando por su nariz formó un pequeño charco a mis pies.
Regresé a la biblioteca a través de mucho ruido y brillantes relámpagos, escuchando las maldiciones y las fuertes pisadas de las cuadrillas de trabajo que iniciaban el bloqueo de otra calle. Negro, pasó un ojo por encima de nuestras cabezas. Saludé alzando una mano y el filtro se obturó y cerró, respondiendo a mi saludo. Creo que H. C. John Keams estaba atendiendo el taller aquella, tarde, pero no estoy seguro.
Súbitamente se abrieron los cielos y aquello fue como hallarse bajo una catarata de agua.
Traté de alcanzar una pared, pero no había ninguna, resbalé y me las arreglé para mantener el equilibrio con ayuda del bastón. Encontré el umbral de una puerta y allí me refugié.
Siguieron diez minutos de relámpagos y truenos. Luego, después de que pasó lo que podía calificarse de ceguera y sordera, y la lluvia cedió un poco, vi que la calle, Segunda Avenida, se había convertido en un río. El agua arrastraba toda clase de desperdicios, papeles, sombreros, maderos, barro, gorgoteando con desagradable ruido. Me pareció que el agua alcanzaría una altura superior a mis botas, y en consecuencia esperé a que bajara su nivel.
No lo hizo.
El agua llegó hasta donde yo me encontraba y comenzó a meterse en mis botas.
Entonces el tiempo llegó a parecerme tan bueno como otro día cualquiera. Las cosas ciertamente no estaban mejorando.
Intenté echar a correr, pero con las botas llenas de agua lo mejor que se puede hacer es tratar de vadear el arroyo rápidamente, pero cuando di tres pasos ya tenía las botas completamente llenas de agua.
Aquello inició la tarde. ¿Cómo es posible que uno se concentre sobre algo con los pies mojados? Regresé al aparcamiento y a continuación emprendí el camino a casa con la sensación de un capitán de buque fluvial que en realidad deseara ser un camellero.
Parecía más noche que tarde cuando penetré en mi húmedo garaje, todavía sin inundar por las aguas. Y parecía más noche que tarde, también, en el callejón. No había visto el sol desde hacía días y resulta curioso darse cuenta de lo mucho que se le echa de menos en ocasiones. El cielo era una cúpula de arena y los altos muros de ladrillo del callejón estaban mucho más limpios que nunca, o al menos así los veía yo a pesar de la oscuridad.
Me arrimé bastante al muro de la izquierda para evadir la lluvia. Al conducir a lo largo del río me había dado cuenta de que el nivel del agua ya había pasado de las marcas fijadas a ambos lados de los muelles.
En aquellos instantes el Noble era una enorme salchicha podrida cuya piel iba a reventar en cualquier momento. La viva luz de un relámpago me mostró todo el callejón y yo reduje la marcha para evitar los charcos de agua.
Avancé pensando en calcetines secos y en martinis, también secos, volví a la derecha de una esquina y recibí una sorpresa: un org.
La mitad de su segmentado cuerpo se hallaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre el pavimento, lo que situaba su ancha cabeza a más de un metro de altura sobre el suelo y a la altura de los ojos de tráfico que señalaban un stop. Rodó lentamente hacia mí sobre sus pequeñas patas pálidas orientando su mortecina boca hacia la mitad de mi cuerpo.
Me detengo en mi narrativa para una larga digresión relacionada con mi niñez a cuyo recuerdo debo siempre reaccionar normalmente en tales circunstancias.
Nacido, criado y educado en la Tierra, había trabajado yo durante dos veranos en un corral de ganado mientras, a la vez, acudía al colegio. Todavía recuerdo los olores y ruidos de las reses; solía sacar a los animales de sus recintos y acompañarlos hasta el matadero, acompañarlos durante el último paseo como solíamos comentar. Y recuerdo también los olores y ruidos de la Universidad: el formaldehído en los laboratorios de biología, los sonidos de los novatos destrozando los verbos franceses, el abrumador aroma del café mezclado con el de los cigarrillos en la Unión de Estudiantes, el chapuzón del nuevo miembro de la hermandad cuando sus hermanos le arrojaban al lago que había frente al museo de arte, los sonidos de ignoradas campanillas de capilla y campanillas de clase, el olor del césped tras su primera siega del año (con aquel enorme negro llamado Andy sujeto a su pequeña segadora, con la gorra de baseball calada hasta los ojos y el cigarrillo eternamente colgado de los labios sin que milagrosamente quemase nunca su mejilla izquierda) y el eterno pisar con fuerza sobre la plataforma de madera para cruzar las armas.
Yo no había deseado cursar Educación General Física, pero se precisaban cuatro semestres y la única manera de eludirla era estudiar un curso de algún deporte especial. Elegí la esgrima porque el tenis, el basketball, judo, la lucha y el boxeo me parecían demasiado agotadores, y no me decidí por el golf porque no podía permitirme el lujo de comprarme un juego de bastones.
Poco sospechaba yo lo que ocurriría a continuación. La esgrima era tan agotadora como los demás deportes y probablemente algo más que algunos. Pero me gustaba.
Así formé parte del equipo en mi segundo año y llegué a representar tres veces a la Universidad en el equipo de espada hasta mi último año. Lo que demuestra una cosa: que el ganado que persevera en buscar una fácil salida, todavía se agita en el matadero, pero puede disfrutar del viaje un poco más.
Cuando llegué aquí, a la salvaje frontera donde toda la gente lleva armas, me hice construir un bastón. Combina las mejores características de la espada y de la aguijada del ganado. Su única característica, como tal aguijada, es que si se fuese a emplear con el ganado éste no volvería a moverse jamás.
Se liberan más de ochocientos voltios cuando su punta toca algo, si se oprime adecuadamente un pequeño botón que hay en el mango...
Mi brazo salió disparado hacia delante y hacia arriba y mis dedos oprimieron adecuadamente el botón del mango.
Fue suficiente para el org.
Surgió un extraño ruido de entre las hileras de afiladas cuchillas que formaban su dentadura cuando la punta de mi bastón penetró en su bajo vientre y a vez moví el brazo hacia un lado..., el ruido se podía calificar de fuerte respiración y de quejido, pero fue suficiente para el org (abreviatura de «organismo con largo nombre que no recuerdo»).
Apagué mi bastón y di un rodeo para no tropezar el inmóvil cuerpo. Era una de aquellas cosas que, de vez en cuando, salían del río. Recuerdo que miré hacia atrás tres veces, luego «encendí» de nuevo el bastón hasta su potencia máxima y continué con él así hasta que estuve en el interior de mi apartamento con la puerta cerrada y todas las luces encendidas.
Luego me permití temblar y al cabo de un rato me cambié de calcetines y preparé una bebida.
¡Ojalá que todos los callejones sean bien seguros para ustedes!
Sábado.
Más lluvia.
Humedad por todas partes.
Toda la parte este había sido bloqueada con sacos terreros. En algunos lugares solamente servían para crear cataratas arenosas donde el agua hubiese podido fluir más niveladamente y quizá un poco más clara. En otros lugares contenían el agua durante un rato.
Por entonces ya se habían registrado seis muertos como resultado directo de la lluvia.
Y también habían estallado ya incendios producidos por chispas eléctricas, accidentes causados por el enfermedades súbitamente agravadas por la humedad y por el frío.
Por entonces, comenzaron a acrecentarse los daños causados a la propiedad privada.
Todo el mundo estaba cansado, encolerizado, deprimido y empapado, por entonces. Y entre éstos me incluía yo.
Aunque era sábado me fui a trabajar. Lo hice en despacho de Eleanor, en su compañía. Extendimos el gran mapa en relieve sobre la mesa y seis pantallas móviles se alineaban en una de las paredes. Seis ojos se hallaban sobre los puntos de emergencia y nos tenían al corriente de las acciones que allí se llevaban a cabo. Sobre la mesa de despacho había seis nuevos teléfonos y un gran aparato de radio. Cinco ceniceros parecían desear que alguien los vaciara y la cafetera goteaba con cínica risa ante la actividad humana.
El Noble casi había alcanzado ya su nivel máximo. Por supuesto no éramos el único centro de tormenta aislada. Más arriba del río, Butler Township estaba sufriendo lo suyo, Swan's Nest se estaba inundando, Laurie lloraba sobre el río, y el yermo que había en medio quedaba sacudido por las aguas.
Aunque estábamos en contacto directo, salimos aquella mañana por tres veces para observar sobre el terreno lo que estaba sucediendo. La primera salida fue cuando se derrumbó el puente norte-sur sobre el río Lance y las aguas lo arrastraron hacia el Noble, hasta la curva donde se hallaba la siderurgia Mack; la segunda salida fue cuando el cementerio Wildwood, situado sobre una colina, hacia el este, quedó profundamente «arado» por las aguas, se abrieron las tumbas y varios ataúdes fueron arrastrados por el agua; y finalmente también realizamos otra salida cuando asimismo en el este tres casas llenas de gente se derrumbaron. El pequeño avión de Eleanor era juguete del viento cuando nos dirigimos a todos estos lugares para realizar una supervisión sobre el terreno; yo navegué confiando casi totalmente en los instrumentos. En ciertos puntos del centro se estaba dando alojamiento a los evacuados. Aquella mañana me duché tres veces y me cambié de ropa dos.
Por la tarde las cosas mejoraron un poco, incluso llovió menos. La espesa cubierta de nubes no se rompió, pero hubo una suave llovizna que nos permitió ganar un poco de terreno sobre las aguas. Se reforzaron los muros de contención, se alimentó a los evacuados, y se limpiaron muchos lugares llenos de escombros. Cuatro de los seis ojos se devolvieron a sus patrullas, porque cuatro de los puntos de emergencia ya habían dejado serlo... y necesitábamos todos los ojos para la patrulla contra los org.
Los habitantes del inundado bosque también se habían puesto en movimiento. Siete snappers y una horda de pandas fueron muertos a tiros en aquel día, así como unas cuantas cosas que salían arrastrándose del Noble..., sin mencionar varias clases de serpientes, enormes murciélagos provistos de largo aguijón, anguilas de tierra y otros diversos animales.
A las siete parecía haberse logrado un alto. Eleanor y yo subimos a su aparato y nos lanzamos hacia el cielo.
Continuamos ascendiendo. Finalmente hubo un siseo y la cabina comenzó a ser presurizada. Nos rodeaba la niebla por todas partes. El rostro de Eleanor, bajo la luz del panel de instrumentos, parecía una máscara de cansancio. Alzó ambas manos hasta sus sienes como si quisiera desembarazarse de él, y luego cuando miré de nuevo hacia atrás me pareció que lo acababa de conseguir. Sus labios esbozaron una débil sonrisa y brillaron sus ojos. Un mechón de cabellos caía sobre de sus cejas.
- ¿Adónde me llevas? - preguntó.
- Arriba - respondí -, sobre la tormenta.
- ¿Por qué?
- Han pasado muchos días... - dije, indicando que hacía tiempo que no veía un cielo despejado.
- Cierto - respondió Eleanor.
Cuando se inclinó para encender un cigarrillo noté que parte de sus cabellos estaban despeinados. Sentí ganas de extender una mano y alisárselos, pero no lo hice.
A continuación penetramos en un mar de nubes. El cielo estaba oscuro, sin Luna. Las estrellas titilaban con brillo de diamantes rotos. Las nubes eran un pavimento de lava.
Derivamos. Miramos hacia los cielos. «Anclé» el aparato con su ojo de observación, y también encendí un cigarrillo.
- Eres más viejo que yo - dijo Eleanor finalmente - ¿sabes?
- No.
- Hay cierta sabiduría, cierta fuerza, algo parecido a la esencia del tiempo que pasa..., que penetra en un hombre cuando duerme entre las estrellas. Lo sé porque lo siento cuando estoy a tu lado.
- No - repliqué.
- Entonces, quizá la gente espera que tú tengas la fuerza de siglos que te proporciona algo parecido. Quizá...
- No.
Eleanor carraspeó.
- Tampoco es exactamente una especie de cosa positiva.
Me eché a reír.
- Me preguntaste si pensaba presentarme de nuevo para el cargo a final de temporada. La respuesta es no. Pienso retirarme. Quiero establecerme.
- ¿Con alguien en especial?
- Si, muy especial, Juss - dijo ella sonriéndome.
La besé, pero sólo durante breves segundos porque la ceniza de su cigarrillo estaba a punto de caer sobre mi cuello.
Así, apagamos ambos cigarrillos y continuamos derivando sobre la invisible ciudad, bajo un cielo sin Luna.
Mencioné anteriormente que les contaría algo sobre los Stopovers. Si recorren ustedes una distancia de ciento cuarenta años luz y utilizan para ello unos ciento cincuenta años reales, ¿por que pararse para estirar las piernas?
Bien; ante todo y principalmente: casi nadie duerme durante todo el viaje. Hay muchos pequeños dispositivos que necesitan gobierno humano en todo momento. No es posible que nadie esté allí sentado todo el tiempo atendiendo por sí mismo tales aparatos. Así, todo el mundo hace uno o dos turnos, incluyendo a los pasajeros. Se les instruye sobre lo que tienen que hacer hasta que llegue el doctor, a quien tienen que despertar y lo que han de hacer también si surge alguna dificultad. Entonces todo el mundo hace un turno de vigilancia durante un mes o así en compañía de otras personas. Siempre hay a bordo cientos de personas que colaboran en el trabajo.
Toda clase de agentes mecánicos les protegen, y la mayor parte del público ignora su presencia (en el supuesto de que a bordo puedan suceder cosas, como, por ejemplo, abrir una ventana, secuestrar la nave para hacerla cambiar de rumbo, asesinato de pasajeros y problemas por el estilo) y la gente está bien acoplada para que funcione tan bien como la maquinaria. Todo esto es la razón de que tanto la gente como la maquinaria precisen de vigilancia.
Tras varios turnos de guardia en la nave, entre intervalos de sueño frío, uno tiende a sentir claustrofobia, cierta depresión de ánimo. De aquí que cuando se encuentra un Stopover se utilice para restaurar el equilibrio vital. También sirve para el propósito de enriquecer vida y la economía del propio mundo Stopover, mediante toda la información o actividad que uno le pueda proporcionar.
El Stopover, por lo tanto, se ha convertido en una vacación tradicional en muchos mundos, caracterizada por festivales y celebraciones en algunos de los más pequeños y a menudo mediante desfiles o entrevistas radiadas al mundo entero, así como conferencias de Prensa que se celebran allí donde las poblaciones son más numerosas. Entiendo que ahora sucede lo mismo en la Tierra siempre que allí se detienen visitantes coloniales. De hecho, hubo una joven starlet de poco éxito llamada Marilyn Austin que hizo un largo viaje, estuvo fuera unos pocos meses, y regresó en la siguiente nave que hacía escala. Tras aparecer un par de veces en las pantallas tridimensionales, hablando sobre cultura interestelar y tras haber mostrado unas cuantas veces sus blanquísimos dientes, logró un buen contrato, un tercer marido, y su primer gran papel en cintas. Todo lo cual demuestra palpablemente el valor de los Stopovers.
Aterricé sobre la parte superior de Helix, el complejo de apartamentos más grande de Betty, donde Eleanor tenía su suite de doble balcón, haciendo esquina, desde el que se divisaba el distante Noble y las luces de Posh Valley, sección residencial de Betty.
Eleanor preparó unos filetes con patatas cocidas, maíz cocido, cerveza..., todo lo que a mí me gustaba. Me sentía muy feliz y estuve allí sentado hasta aproximadamente la medianoche, haciendo planes para nuestro futuro. Más tarde tomé un taxi hasta la plaza de la Ciudad, donde aparqué.
Cuando llegué, pensé que debía acercarme hasta el Centro de Perturbaciones para ver cómo iban las cosas. Así, entré en el vestíbulo, golpeé con ambos pies sobre el pavimento para sacudir el agua, colgué el abrigo, y atravesé el desierto vestíbulo de camino al ascensor.
El ascensor estaba excesivamente tranquilo. Siempre se supone que han de chirriar algo, ¿verdad? Pero no deben sonar en absoluto y las puertas han de abrirse y sin el menor ruido. A continuación doblé una esquina para dirigirme al Centro de Perturbaciones.
Fue un cuadro con el que seguramente hubiese trabajado Rodin. Y todo cuanto puedo decir es que fue una buena cosa que se me ocurriera detenerme allí cuando lo hice, en lugar de hacerlo cinco o diez minutos más tarde.
Chuck Fuller y Lottie, la secretaria de Eleanor, estaban practicando la reanimación boca a boca y practicando asimismo todas las técnicas de calentamiento de la víctima en el diván situado en la pequeña estancia que había junto a la gran puerta del CP.
Chuck me daba la espalda en aquellos momentos, pero Lottie me vislumbró por encima de su hombro. Se abrieron mucho sus ojos y la muchacha apartó al hombre. Chuck volvió la cabeza rápidamente.
- Juss... - murmuró.
Asentí con un movimiento de cabeza.
- Pasaba por aquí - añadí - y pensé detenerme para saludarte y echar una mirada a esos ojos.
- ¡Ufff..! Todo va bien - dijo Chuck retrocediendo hasta el vestíbulo -. Están ahora mismo en automático y bien, acabo de hacer un alto en el servicio para ir por café. Lottie está de servicio esta noche y vino a verme para comprobar si había que pasar a máquina algún informe. Sufrió un ligero mareo y así vinimos a el diván...
- Sí, la muchacha parece estar un poco... mareada - dije -. Hay sales y aspirinas en el botiquín.
Continué caminando hasta entrar en el Centro, sintiéndome un poco violento.
Chuck me siguió al cabo de un par de minutos. Yo estaba observando las pantallas cuando se colocó a mi lado. Parecía que se estaban normalizando las cosas, aunque la lluvia aun humedecía las ciento treinta vistas de Betty.
- ¡Uf...! Juss - dijo Chuck -. No sabía que vendrías...
- Evidentemente.
- Lo que quiero decir es... que no me levantarás expediente, ¿verdad?
- No; no lo haré.
- Y no se lo dirás a Cynthia, ¿verdad?
- Tus actividades extralaborales son asunto exclusivamente tuyo - dije -; como amigo te sugiero que las realices en su propio momento y en un lugar más adecuado. Pero creo que el asunto está esfumándose en mi mente, hasta el punto de que dentro de otro minuto más, estoy seguro que lo habré olvidado.
- Gracias, Juss - dijo.
Asentí con otro movimiento de cabeza.
- ¿Qué es lo que nos dice estos días la Central del Tiempo? - pregunté alzando el auricular.
Chuck se encogió de hombros y así yo marqué en el dial y escuché.
- Malo - dije, colgando -. Vendrá más agua.
- ¡Maldita sea! - exclamó Chuck encendiendo un cigarrillo -, este tiempo está destrozándome los nervios.
- Y a mí también - dije yo -. Y ahora me voy corriendo porque quiero estar en casa antes de que las cosas se pongan mal nuevamente. Probablemente vendré por aquí mañana. Hasta la vista.
- Buenas noches.
Bajé en el ascensor, cogí mi abrigo, y partí. No vi por ninguna parte a Lottie, pero probablemente la muchacha estaría esperando a que yo me fuese.
Cogí mi coche; y me hallaba a mitad de camino de casa, cuando se abrieron nuevamente las fauces del cielo. El firmamento se abría mediante sucesivos relámpagos y una nube enorme y muy negra vagaba sobre la ciudad como un arácnido de patas muy largas que al avanzar lentamente fuese dejando fuego a su paso. Logré llegar a casa al cabo de otros quince minutos; y el fenómeno atmosférico aún progresaba, cuando entré en el garaje. Al caminar por el callejón blandiendo mi bastón oí los lejanos gruñidos; y los constantes relámpagos continuaban iluminando los espacios abiertos entre los edificios.
Dentro de casa oí nuevamente los truenos y el sonar de la fuerte lluvia. Luego contemplé desde una ventana el apocalipsis que tenía lugar en la distancia.
Delirio de la ciudad bajo la tormenta...
Los edificios aparecían constantemente iluminados bajo el pulso del fenómeno. Apagué todas las lámparas mi apartamento para poder contemplar mejor el espectáculo. Todas las sombras aparecían increíblemente negras situadas junto a escaleras, balaustradas, alféizares y balcones; y todo cuanto quedaba iluminado parecía arder con luz interna.
Más arriba, en el aire cargado de electricidad se divisaba un ojo con halo azulado que se movía sobre los edificios cercanos. Los incendios continuaban y las nubes ardían como las colinas del infierno. Los truenos retumbaban con ruido ensordecedor y la lluvia blanca parecía taladrar la calzada, que de repente se había convertido en un hirviente arroyo de espuma. Entonces un snapper de tres cuernos, con sus plumas empapadas de agua, con sus facciones demoníacas, verdoso, y con su cola enhiesta, dobló una esquina, y un momento después oí un sonido que creí formaba parte de un trueno. La criatura corría a increíble velocidad sobre el resbaladizo pavimento. El ojo lo siguió de cerca añadiendo un halo de plomo a las gotas de lluvia que caían. Ambos desaparecieron en otra calle. El espectáculo sólo había durado instante, pero en aquel instante yo había decidido totalmente quién debía pintar aquel cuadro. Ni el Greco, ni Blake, no; sino el Bosco. Sin la menor duda, el Bosco... con sus visiones de pesadilla de las calles del infierno. Sería el único que podría retratar con justeza este momento de la tormenta.
Contemplé el cielo hasta que la negra nube recogió sus patas y quedó colgando como una ardiente oruga. Después murió como una brasa entre cenizas. Súbitamente, se hizo muy oscuro y solamente quedó la lluvia.
El domingo fue día de caos.
Ardían las velas, ardían las iglesias, mucha gente ahogada, las bestias corrían desesperadamente por las calles (o nadaban), las casas habían sido arrancadas de cuajo y flotaban como embarcaciones de papel sobre las enfurecidas aguas, el fuerte viento sopló sobre nosotros y tras él estalló la locura.
No pude conducir el coche hasta el Ayuntamiento, por eso Eleanor me envió su avión.
El sótano de la casa estaba lleno de agua y la planta baja parecía la sala de espera de Neptuno. Las aguas habían sobrepasado ya todos los niveles anteriores.
Nos encontrábamos en medio de la peor tormenta sufrida por Betty en toda su historia.
Las operaciones se habían trasladado a la tercera planta del edificio. En aquellos momentos no había forma de detener las cosas. Era cuestión de aguantar y prestar toda la ayuda que pudiésemos. Tomé asiento ante mi galería para contemplar el espectáculo.
Llovía a cántaros, llovían remolinos de agua, llovían ríos y mares de agua. Por un momento tuve la impresión de que sobre nosotros estaban volcándose océanos. Esto era parcialmente a causa del viento que procedía del golfo y hacía que la lluvia azotara de lado con toda la fuerza por las terribles rachas de viento. Comenzó hacia el mediodía y al cabo de pocas horas desapareció. Pero cuando se fue dejó nuestra ciudad rota y sangrante. Wyeth yacía sobre uno de sus costados de bronce, el asta de la bandera se había esfumado, no había ni un solo edificio sin ventanas destrozadas y agua en su interior, estábamos padeciendo interrupciones en el servicio de corriente eléctrica, y uno de mis ojos me mostró a tres cachorros panda devorando a un niño. Lanzando una maldición los maté a través de la distancia y de la lluvia. Eleanor lloraba a mi lado. Más tarde se recibió un informe sobre una mujer embarazada que solamente podía dar a luz mediante una operación cesárea por hallarse atrapada con su familia en la cumbre de una colina y en pleno parto. Todavía estábamos tratando de llegar hasta ella con un avión especial, pero los vientos... Vi arder edificios y vi los cadáveres de personas y animales. Veía coches medio enterrados y casas derrumbadas. Veía cataratas donde antes nunca habían existido. Hice muchos disparos en aquel día y no solamente contra las bestias de los bosques. Dieciséis de mis ojos habían disparado contra gente que se dedicaba al pillaje. Espero no ver jamás algunas de las películas que filmé en aquella jornada.
Cuando se inició la peor noche de domingo de toda mi vida, y vi que las lluvias no cesaban, supe lo que significaba la desesperación por tercera vez en mí existencia.
Eleanor y yo estábamos en el Centro de Perturbaciones. Las luces se habían apagado por octava vez. El resto del personal se hallaba en la tercera planta. Nos sentamos allí en la oscuridad sin movernos, sin ser capaces de hacer nada para detener el curso de aquel caos. Ni siquiera podíamos contemplarlo hasta que volviese la corriente.
Y así, charlamos.
En realidad no sé si lo hicimos durante cinco minutos o una hora. Aunque recuerdo haberle contado algo sobre la muchacha enterrada en otro mundo y cuya muerte me había hecho huir de aquellos lugares. Dos viajes a dos mundos y había roto mis lazos con los tiempos. Pero cien años de viaje no producen un siglo de olvido; no, cuando se engaña al tiempo con la pequeña muerte del sueño frío. La venganza del tiempo es la memoria, y, aunque durante toda una larga época uno silencie ojos y oídos, cuando se despierta, el pasado le acompaña a uno. La peor cosa que entonces se puede hacer es ir a visitar la tumba sin nombre de la esposa en una tierra ya cambiada, para regresar luego como extranjero al país que uno ha convertido en hogar. Entonces se vuelve a huir, y al cabo del tiempo se olvida algo porque también es preciso que pase para uno cierta cantidad de tiempo real. Pero por entonces uno ya está solo, completamente solo. Aquella fue la primera vez en mi vida que conocí el auténtico significado de la desesperación. Leí, trabajé, bebí, frecuenté el trato con las prostitutas, pero llegaba la mañana siguiente y siempre era yo, siempre estaba allí yo mismo. Salté de un mundo a otro esperando que las cosas fuesen diferentes, pero con cada cambio me alejaba cada más de todas las cosas que había conocido. Nada mas.
Entonces, otro sentimiento fue apoderándose de mi gradualmente. Era un sentimiento realmente terrible: tenía que haber un lugar y un tiempo perfectamente adecuado para cada persona que viviese. Tras haber pasado lo peor de mi pena y haber hecho las paces con mí esfumado pasado, me pregunté dónde estaría aquel tiempo y lugar para un hombre. ¿Dónde y cuándo, en el cosmos, podría vivir el resto de mis días...? Vivir con todas mis fuerzas. El pasado estaba muerto, pero quizá esperaba un mejor tiempo en algún mundo aún no descubierto, en un momento de su historia aún no registrado. ¿Cómo podría yo saberlo? ¿Cómo podría estar seguro de que mi Edad de Oro no se hallaba en otro mundo distante y que yo quizá estaba luchando en una Era de Oscuridad mientras el Renacimiento de mis días podía traducirse en un billete de viaje, en un visado, y en una página vuelta de mi diario? Aquella fue mi segunda desesperación. No conocí la respuesta hasta que llegué a la Tierra del Cisne. No sé por qué te amé, Eleanor, pero lo hice, y ésa fue mi respuesta. Entonces llegaron las lluvias.
Cuando se encendieron las luces seguimos allí sentados y fumamos. Ella me había contado algo sobre su esposo, que había tenido la muerte de un héroe justamente a tiempo de salvarse del delirium tremens que hubiese acabado con sus días. Había muerto de la forma más valiente..., sin saber por qué..., a causa de un reflejo, que, después de todo, había formado parte de él, un reflejo que le había impulsado a lanzarse en medio de un grupo de criaturas, parecidas a los lobos, que atacaban en aquellos momentos al grupo de exploración al que él acompañaba, cerca del bosque, al pie de Saint Stephen's..., para luchar contra aquellos seres, armado solamente con un machete, para ser destrozado, mientras sus compañeros huían al campo donde se hicieron fuertes y se salvaron. Tal es la esencia del valor: un impensado momento, una chispa que se enciende a lo largo de los nervios espinales, predeterminada por la suma total de todo cuanto uno haya hecho, deseado o no hacer, o no haber hecho, y luego llega el dolor.
Contemplamos la galería de la pared. El hombre es el animal que razona. ¿Más grande que las bestias, pero menor que los ángeles? No el asesino sobre el que disparé aquella noche. Ni siquiera era el que usa herramientas o entierra a sus muertos. ¿Ríe, tiene aspiraciones, afirma? Yo no vi suceder ninguna de estas cosas. Se ve a sí mismo, ¿se contempla a sí mismo como ser hace lo que sabe que es absurdo? Demasiado sofisticado. Hacía lo absurdo sin darse cuenta, sin contemplarse a sí mismo. Como regresar corriendo al interior de una casa incendiada en busca de su pipa y bote de tabaco... ¿Inventa religiones? Vi a la gente rezar, pero no inventar. Estaban haciendo los últimos esfuerzos por salvarse, tras haberse agotado haciendo todo lo que sabían hacer. Reflejos.
¿La criatura que ama?
Quizá sea esto lo único que no me atrevería a contradecir.
Vi a una madre sosteniendo a su hija sobre los hombros cuando el agua le llegaba ya a las axilas, y a la niña que sostenía por encima de su cabeza a una muñeca. Pero ¿no es eso... el amor... parte del total? ¿De las cosas que se han hecho o deseado? ¿Positivas o negativas? Yo sé que eso fue lo que me impulsó a abandonar mi puesto, corriendo, y lo que me impulsó también a subir al aparato de Eleanor, y lo que me hizo abrirme paso entre la tormenta para llegar a contemplar aquella escena particular.
No llegué a tiempo.
Nunca olvidaré lo contento que me puse al comprobar que alguien lo había hecho en mi lugar. Johnny Keams parpadeó con sus luces sobre mí al ascender, y radió:
- Todo va bien. Están bien. Incluso la muñeca.
- Muy bien - respondí, al regresar.
Cuando deposité la pequeña nave sobre su plataforma de aterrizaje se acercó a mí una figura. Cuando bajé los escalones apareció una pistola en manos de Chuck.
- No sería capaz de matarte, Juss - comenzó a decir -, pero si que sería capaz de herirte. Ponte de cara a esa pared. Me llevo el aparato.
- ¿Te has vuelto loco? - pregunté.
- Sé lo que hago. Lo necesito, Juss.
- Bien; si lo necesitas, ahí está. No tienes que apuntarme con un arma. Yo le necesité también y acabo de terminar. Puedes tomarlo.
- Lo necesitamos Lottie y yo - dijo -. ¡Date la vuelta! Me volví de cara a la pared.
- ¿Qué quieres decir con eso? - interrogué.
- Nos vamos de aquí... juntos... ¡ahora mismo!
- Estás loco - dije -. Este no es el momento...
- ¡Vamos, Lottie! - llamó.
A mis espaldas escuché un ruido de pies y oí cómo se abría la puerta del aparato.
- ¡Chuck! - dije -. ¡Te necesitamos ahora! Puedes arreglar esto pacíficamente en una semana, en un mes, cuando las cosas se hayan ordenado un poco. Ya sabes que hay algo que se llama divorcio.
- Eso no me sacará de este mundo, Juss.
- ¿Y cómo piensas...?
Me volví y vi que Chuck cargaba sobre su hombro una bolsa de lona, como Santa Claus.
- ¡Date la vuelta! No quiero disparar sobre ti - advirtió.
Inmediatamente sospeché algo feo.
- Chuck, ¿has estado saqueando? - le pregunté.
- ¡Date la vuelta!
- Está bien. Lo haré. ¿Crees que llegarás muy lejos?
- Lo suficiente - respondió -, lo suficiente para que nadie nos encuentre... y cuando llegue el momento abandonaremos este mundo.
- No - dije -. No creo que lo hagas, porque te conozco.
- Lo veremos.
Esta última afirmación sonó a más distancia.
Oí tres rápidos pasos y un fuerte portazo.
Entonces me volví a tiempo para ver cómo el aparato se alzaba desde el balcón.
Le vi partir. Jamás he vuelto a verles de nuevo. En el interior había dos hombres inconscientes sobre el suelo. No estaban seriamente heridos. Tras dar órdenes para que les atendiesen me reuní con Eleanor en la torre.
Deprimidos esperamos toda aquella noche a que llegase la mañana.
Por fin llegó.
Permanecimos sentados contemplando cómo la luz atravesaba la lluvia. Todo había sucedido rápidamente. Demasiadas cosas habían ocurrido; tantas, durante la última semana, que no estábamos preparados para aquella mañana.
Una mañana que puso fin a las lluvias.
Sopló un maravilloso viento del norte y luchó con las nubes como En-ki con la serpiente Tiamat. Súbitamente se presentó un desfiladero de cobalto.
Hubo una sacudida en las nubes y la luz se abrió paso a través de su oscuro panorama.
Las nubes se separaban rápidamente.
Sonaron vítores y yo me uní a ellos al mismo tiempo que hacía su aparición el sol.
El sol, caliente, bueno, acariciador, iluminó el pico de Saint Stephen's y besó sus dos mejillas.
Había un grupo de personas ante cada ventana y me uní a uno de ellos quizá durante diez minutos.
Cuando uno despierta de una pesadilla no encuentra, normalmente, sus ruinas y restos sembrados por el dormitorio. Esta es una forma de distinguir si algo fue o un mal sueño o si uno está o no realmente despierto.
Caminamos por las calles con botas altas. Había barro todas partes. Estaba en los sótanos, en la maquinaria, en las cloacas, y hasta en los armarios de las salas de estar. Se hallaba en los edificios, en los coches y en las personas así como en las ramas de los árboles. Enjambres de sapos voladores se alzaron en el aire cuando nos aproximamos, volando como dragones, regresando más tarde para continuar asolando los almacenes de alimentos. Los insectos también estaban teniendo su día de fiesta. Sería preciso limpiar bien a Betty. Había infinidad de cosas boca abajo, caídas, y medio enterradas en el barro de las calles. Aún no se había contado los muertos. El agua todavía corría, pero lenta e inofensivamente. En toda la ciudad comenzaba a sentirse un olor nauseabundo. Había vidrios rotos por todas partes, puentes caídos, y socavones en las calles..., pero, ¿para qué seguir? Si en estos momentos uno no es capaz de imaginar el cuadro, no lo hará nunca. Era la mañana que había seguido a la borrachera de los dioses. Es la tarea del hombre mortal: limpiar su porquería o ser enterrado bajo ella.
Y así iniciamos la limpieza; pero al mediodía, Eleanor ya no podía sostenerse en pie. La llevé a casa conmigo porque estábamos trabajando cerca de la sección portuaria y mi alojamiento se hallaba cerca.
Esta es casi toda la historia... luz, oscuridad, y luz... excepto el final que realmente no conozco. Aunque les contaré su principio...
La dejé en la entrada del callejón y caminó hacia mi apartamento mientras yo aparcaba el coche. ¿Por qué no la retuve conmigo? No lo sé. A menos que fuese porque el sol de la mañana parecía iluminar un mundo en paz, a pesar de su suciedad. A menos que fuese porque yo estaba enamorado y se había acabado la oscuridad y partido definitivamente el espíritu de la noche.
Aparqué el coche y penetré en el callejón. Me encontraba a medio camino de la esquina donde me había tropezado con el org, cuando oí gritar a Eleanor.
Corrí. El temor aceleró mis piernas. Llegué a la esquina y la doblé.
El hombre llevaba una bolsa de lona no muy diferente a la que había cargado Chuck sobre sus hombros. La bolsa se hallaba junto al charco de agua que pisaba el hombre. Estaba examinando el bolso de Eleanor y ella se hallaba tendida en el suelo... ¡tan inmóvil!... y había sangre en una de sus sienes.
Maldije al individuo y corrí hacia él al mismo tiempo que «encendía» mi bastón. El hombre se volvió, dejó caer el bolso al suelo y extrajo una pistola de su cintura.
Nos hallábamos a unos treinta pies de distancia y así le arrojé mi bastón.
El hombre alzó en aquel momento el arma apuntándome y en este preciso instante mi bastón cayó sobre el charco de agua que él pisaba.
En una décima de segundo, quizá, hubo un coro de ángeles que cantaron implorando su eterno descanso.
Eleanor todavía respiraba y a continuación la llevé al interior de la casa y avisé a un doctor. No sé cómo lo hice, al menos no lo recuerdo con claridad... y esperé y esperé.
Vivió durante doce horas más y luego murió. Recuperó el conocimiento por dos veces antes de que la operasen, pero no después. No dijo nada. Me sonrió una vez y quedó dormida nuevamente.
No lo sé.
Cualquier cosa.
De nuevo me convertí en el alcalde de Betty y trabajé en la reconstrucción de la ciudad, trabajé desesperadamente hasta dejarla limpia y brillante, como la había encontrado. Creo que hubiese ganado las elecciones de haberme presentado para el cargo de alcalde en aquel año, pero yo no lo deseaba.
El concejo de la ciudad ignoró todas mis objeciones para erigir una estatua a Godfrey Justin Holmes al lado de la estatua de Eleanor Schirrer, y las dos se alzarían en la plaza de la Ciudad frente a la ya limpia de Weyth. Sospecho que todavía estarán allí.
Dije que jamás regresaría, pero ¿quién sabe? Puede que dentro de un par de años, cuando se haya hecho mas historia, vuelva a visitar Betty y la vea llena de personas extrañas, aunque nada más sea que para dejar una corona al pie de una sola de aquellas estatuas.
¿Quién sabe si para entonces todo el continente no estará invadido por la automoción y lleno de gente de un extremo a otro?
Hubo un Stopover el final del año, me despedí, subí a bordo y me fui.
A cualquier parte.
Subí a bordo y partí, a dormir de nuevo el frío sueño.
Delirio de nave entre estrellas...
Los años han pasado, supongo yo. Ya no los he vuelto a contar más. Pero pienso muy a menudo en esto: quizá haya una Edad de Oro en alguna parte, un Renacimiento para mí en algún momento, una hora especial en algún sitio, algún lugar que no sea un billete de viaje, ni un visado, ni el volver la página de diario.
No sé dónde ni cuándo. ¿Quién lo sabe? ¿Dónde están todas las lluvias de ayer?
¿En la invisible ciudad? ¿En mí interior?
Hace frío y hay paz en el exterior. El horizonte es finito. No hay sensación de movimiento.
No hay luna y brillan las estrellas. Brillan todas como diamantes quebrados.
FIN