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febrero 21, 2010
The star plunderer, © 1952 (Planet Stories, Septiembre de 1952). Traducción de José M. Pomares en Imperios galácticos 1, recopilación de Brian Aldiss, Libro Ameno 22, Editorial Bruguera S. A., 1977.
El «imperio» de Poul Anderson se presenta en una narración aventurera, con un fondo estrellado y una galaxia superpoblada de salvajes semihumanos. En tres simples párrafos, vemos morir a un gran bárbaro gris, «girar sobre sus talones, tambaleándose y gritando, agarrándose el cuerpo con sus cuatro manos, hasta ir cayendo lentamente de rodillas».
Esta afición por seres extraños locos o deformados tiene, desde luego, una deplorable falta de solemnidad. En algunos círculos de la ciencia ficción fue costumbre el desaprobar esta clase de fanfarronadas imaginativas. Se tenía la sensación de que actuaban corno una barrera en contra de una aceptación general del género. Relatos como El saqueador de estrellas compendian lo que una vez fuera la ciencia ficción, antes de llegar a ser aburrida como la mayor parte de la scifi «literaria».
Cuando los escritores de ciencia ficción comenzaron a tomarse en serio a sí mismos, mostraron tendencia a abandonar sus imaginaciones y a basarse más bien en las predicciones o en las extrapolaciones de las publicaciones científicas y de las estadísticas de población; el resultado de ello fue una literatura gris, plana, que experimentó una pérdida en su fuerza de atracción original, llegando a formar parte de la mainstream literaria y convirtiéndose finalmente en algo totalmente hueco y vacío.
Poul Anderson nos ofrece un imperio salvaje y un terrestre capaz de todo «una mezcla de toda la humanidad». Se trata de la clase de narración en la que sobresalió el joven Anderson, contada con una considerable actitud emocional. Dejemos para otra ocasión la discusión sobre los abigarrados imperios galácticos y lo que pueden o no pueden representar, y, mientras tanto, introduzcámonos en esa hedionda nave de esclavos gorzuni...
Los imperios comienzan de una manera extraña..., uno de ellos surgió de un motín que se produjo en una nave de esclavos gorzunis.
Lo que sigue es una parte modernizada, pero por lo demás auténtica, de ese curioso libro encontrado por los excavadores de las ruinas de Ciudad Sol, Tierra, las memorias del contraalmirante John Henry Reeves, de la Armada Solar Imperial. Sigue siendo una cuestión sin resolver si el manuscrito, que evidentemente nunca fue publicado y que tampoco fue concebido para su publicación, es un verdadero registro hecho por un hombre que poseía un gusto por los informes dramatizados, o bien se trata de una pura ficción; lo que no cabe la menor duda es que fue escrito en el primer período del Primer Imperio y, como tal, nos ofrece una imagen notable de los tiempos y especialmente del Fundador. Los verdaderos hechos pueden o no haberse desarrollado tal y corno los describe Reeves, pero no podemos dudar de que, en cualquier caso, fueron muy similares. Leed este quinto capítulo de las memorias como una ficción histórica, si queréis, pero recordad que el autor tuvo que haber vivido en aquella época grande, trágica y triunfante y que, a través del manuscrito, debió de intentar ofrecer una imagen real del hombre que se había convertido en una leyenda, incluso en su propio tiempo.
Donvar Ayeghen
Presidente de la Sociedad Arqueolóigca Galáctica
1
Se estaban acercando. Su jefe era una enorme figura gris que llenaba mi punto de mira, y cada vez que echaba un vistazo por encima del muro, una rociada de balas me obligaba a bajar inmediatamente la cabeza. Disponía de un cierto abrigo desde el que poder disparar de vez en cuando, situado en un fragmento de muro que se elevaba un poco más que el resto, como si se tratara de un solo diente dejado en la mandíbula de un hombre muerto; pero tenía que apretar el gatillo y volver a ocultarme con rapidez. De tanto en cuando, uno de sus disparos explotaba sobre mi casco y el gas penetraba por mis narices, con un olor dulce y nauseabundo. Me sentía con náuseas y mareado a causa de él.
Kathryn estaba recargando su propio rifle, y la escuché lanzar un juramento cuando el peine se le atascó en la vieja y oxidada arma. Le hubiera dado la mía, pero no era mucho mejor. No resultaba divertido tener que luchar con armas que parece que están a punto de explotar a cada momento ante nuestras propias narices, pero eso era todo lo que teníamos, todo lo que tenía la pobre y devastada Tierra después de que los báldicos la hubieran saqueado dos veces en el transcurso de quince años.
Disparé y vi al gran bárbaro gris girar sobre sus talones, tambaleándose y gritando, agarrándose el cuerpo con sus cuatro manos, hasta ir cayendo lentamente de rodillas. Las criaturas situadas detrás de él comenzaron a gritar desaforadamente, pero él sólo emitió un rugido procedente de lo más profundo de su garganta. Tardaría mucho tiempo en morir. Yo había conseguido atravesarle el cuerpo, produciéndole un agujero, pero aquellos gorzunis eran muy duros.
Las andanadas explotaban a nuestro alrededor mientras me puse de pie, bajando, al otro lado del muro, sobre la larga hierba que había crecido alrededor de los fragmentos ensombrecidos de la casa. Soplaba un viento fresco que agitaba la hierba y los grandes árboles que mostraban las cicatrices de la guerra; las nubes se movían rápidamente, cruzando un cielo soleado de verano, de modo que la concentración de gases nunca era lo bastante fuerte como para dejarnos fuera de combate. Pero Jonsson y Hokusai estaban tumbados como cadáveres contra el destrozado muro. Habían recibido disparos directos y estarían durmiendo durante horas.
Kathryn se arrodilló junto a mí, con su sucio y rasgado vestido como si fueran los adornos de una reina cubriendo sus formas jóvenes y esbeltas, con unos cuantos rizos obscuros que le caían por debajo del casco y con los que jugaba el viento.
—Si les enfurecemos lo suficiente —dijo—, llamarán a la artillería o enviarán una nave sobre nosotros para hacernos saltar al Planeta Negro.
—Quizá —gruñí—, aunque normalmente siempre están ansiosos de coger esclavos.
—John...
Se quedó allí, encogida por un momento, con las cejas ligeramente fruncidas, aquel gesto que yo sabía muy bien que obscurecía sus ojos azules. Observé la forma en que las sombras jugaban sobre su delgado rostro moreno. Había una mancha de grasa sobre su nariz achatada, ocultando las pecas. Pero aún seguía teniendo un buen aspecto, un aspecto realmente bueno, ella y la Tierra verde y la vida y la libertad y todo aquello que ya nunca volvería a tener.
—John —me dijo al fin—, quizá deberíamos ahorrarles el problema. Quizá deberíamos terminar nosotros mismos.
—Es una idea —murmuré, arriesgándome a echar un vistazo sobre el muro.
Los gorzunis mostraban mayores precauciones, arrastrándose por los jardines hacia las destrozadas edificaciones exteriores que nosotros defendíamos. Detrás de ellos, el puesto principal, último nudo de la resistencia de nuestra unidad, aparecía destrozado e incendiado. Los gorzunis deambulaban por allí, sacando a los humanos que habían sobrevivido y acaparando cualquier tesoro que pudiera quedar. Estuve tentado de disparar contra aquellos enormes cuerpos peludos, pero tenía que ahorrar munición para el destacamento que se estaba acercando a nosotros.
—No me imagino la vida como esclavo de un bárbaro extranjero —dije—, sin embargo, los humanos con entrenamiento técnico son muy buscados y suelen ser bien tratados. Pero, para una mujer...
Las palabras se desvanecieron en mis labios. No las podía pronunciar.
—Yo también puedo vender mis propios conocimientos mecánicos —dijo ella—. Como también puedo no hacerlo. ¿Crees que vale la pena arriesgarse, querido John?
Los dos estábamos condicionados en contra del suicidio, desde luego. Todos los miembros de la destrozada marina de la Commonwealth lo estábamos, excepto quienes eran portadores de secretos. La idea consistía en vender nuestras vidas o nuestra libertad a un precio lo más exorbitante posible, luchando hasta el último momento. Era una política estúpida, típica del equivocado liderazgo que nos había ayudado a perder todas nuestras guerras. Un esclavo humano con conocimientos de ciencia y maquinaria valía mucho más para los bárbaros que los pocos soldados extra que pudiera matar entre sus hordas permaneciendo vivo hasta que fuera capturado.
Pero la inhibición implantada podía ser rota por una persona que poseyera una fuerte voluntad. Miré a Kathryn por un momento, allí, entre las abatidas ruinas de la casa, y sus ojos se encontraron con los míos y se sintieron aliviados, profundamente azules, con una mirada grave y con un temblor de lágrimas detrás de las largas pestañas.
—Bueno... —dije, desesperanzado, y entonces la besé.
Fue nuestro gran error. Los gorzunis se habían acercado mucho más de lo que me imaginaba y en la gravedad de la Tierra —que era aproximadamente la mitad de la de su propio planeta—, se podían mover como un cometa atraído por el sol. Uno de ellos apareció sobre el muro que estaba detrás de mí, saltando y aterrizando sobre sus pies biselados dotados de garras, produciendo un crujido que hizo retemblar el suelo. Su salvaje «¡Juu-uu-uu-uu!» apenas si había salido de su boca cuando le descerrajé un disparo sobre el rostro aplanado y dotado de cuernos, arrancándoselo de los hombros. Pero, detrás de él, aparecía ya una masa de figuras grises. Kathryn gritó y disparó contra el grueso de otro destacamento que nos atacaba por la espalda.
Sentí un fuerte aguijonazo, un intenso y agudo dolor y una bomba explotó en mi cabeza, haciéndome caer en una larga y nauseabunda espiral, hacia la obscuridad. Lo último que vi fue a Kathryn, atrapada entre los cuatro brazos de un soldado. El era el doble de alto que ella, y al arrancarle el arma de los brazos dobló el cañón, pero ella se resistió bien. Sí, luchaba endemoniadamente bien. Después, ya no volví a ver nada más durante algún tiempo.
Después del anochecer, nos encerraron a todos, apiñados en una gabarra. Era como una escena procedente de algún infierno antiguo... La noche sobre nosotros, rodeándonos por todas partes, iluminada por los restos de unas casas ardiendo, como hornos incómodos, allá, en la obscuridad, y la larga fila de humanos, dando traspiés hacia el bote, con puntapiés y golpes recibidos por parte de los guardias, que les daban prisa.
No lejos de allí ardía una casa, elevando sus llamas rojas y amarillas, que se reflejaban sobre el metal de la nave, iluminando un rostro ojeroso situado entre las sombras, reflejándose en las lágrimas humanas y en los acerados ojos inhumanos. Las sombras se movían de un lado a otro, ocultándonos los unos a los otros, excepto cuando una ráfaga de aire avivaba el incendio. Después, sentimos una vaharada de calor y apartamos la vista de la miseria de cada cual.
No pude ver a Kathryn por ninguna parte. Me fui abriendo paso con los puños atados a la espalda, contenido de vez en cuando por el cañón de un arma, cuando alguna de las siniestras figuras se ponía impaciente. Pude escuchar los sollozos de las mujeres y los rugidos de los hombres en la obscuridad, ante mí, detrás de mí, a mi alrededor, mientras nos obligaban a penetrar en el bote.
—Jimmy. ¿Dónde estás, Jimmy?
—Lo mataron. Está allí, muerto, entre las ruinas.
—¡Oh, Dios! ¿Qué hemos hecho?
—Mi hijo. ¿Ha visto alguien a mi hijo? Tenía un hijo, y ellos se lo han llevado.
—Ayuda, ayuda..., socorro, socorro, socorro...
Un juramento amargo, apenas murmurado, un grito, un sollozo, el estertor de una boqueada, en busca de aire, y siempre el lento arrastrar de los pies y los sollozos de las mujeres y de los niños.
Nosotros éramos los conquistados. Ellos habían destrozado nuestros ejércitos. Habían saqueado nuestras ciudades. Nos cazaron por las calles y las colinas y las grandes profundidades del espacio, y nosotros sólo podíamos gruñir y maldecir y confiar en que. los restos de nuestra armada pudieran conseguir un milagro. Pero es muy difícil que se produzcan los milagros.
Hasta el momento, la Liga Báldica sólo había ocupado los planetas exteriores. Los mundos internos se encontraban nominalmente bajo el gobierno de la Commonwealth, pero el gobierno estaba escondido, o no existía ya. Sólo fragmentos de la armada seguían luchando, sin autoridad, ni plan, ni esperanza, y la Tierra se había convertido en el feliz coto de caza de unos saqueadores y cazadores de esclavos. Supuse amargamente que los mundos externos no tardarían en emplear toda su fuerza, rompiendo las últimas resistencias e incorporando todo el sistema solar a su salvaje imperio. A partir de entonces, los únicos seres humanos libres serían los colonos extrasolares, y muchos de ellos también eran bárbaros y se habían aliado con la Liga Báldica en contra de su mundo madre.
Los cautivos fueron hacinados en los camarotes existentes en la gabarra, apretados los unos contra los otros, hasta que apenas si quedó espacio para permanecer de pie. Kathryn tampoco estaba en el camarote en el que me encontraba. Me dejé hundir en una total apatía.
Cuando todo el mundo estuvo a bordo, los puentes retemblaron bajo nuestros pies y la aceleración nos arrojó cruelmente los unos contra los otros. Bajo aquella enorme presión murieron varios humanos. Yo hice todo lo que pude para evitar que la masa me aplastara el pecho, pero, desde luego, todo aquello no preocupaba lo más mínimo a los gorzunis. Quedaban muchos más de nosotros en el lugar de donde veníamos.
La nave era una gabarra de transporte, anticuada y comida por el óxido, con la mitad de sus arcaicos artilugios rotos e inútiles. Aquellos báldicos no eran técnicos. Eran bárbaros que habían aprendido demasiado pronto a construir y manejar naves espaciales y armas de fuego, y un puñado de sus planetas, unidos por un genio militar, había emprendido la tarea de arrollar a la Commonwealth civilizada.
Sus conocimientos los solían aprender de una forma maquinal. He conocido a más de un «ingeniero» báldico que ofrecía sacrificios a su convertidor, y a muchos generales cuyas grandes decisiones dependían de los astrólogos y de los arúspices. Así, los humanos entrenados eran muy solicitados como esclavos. Siendo especialista en energía nuclear, podía considerar la perspectiva de un puesto medianamente decente, aunque, desde luego, siempre cabía la posibilidad de ser vendido a alguien capaz de desollarme, o de dejarme ciego o de destrozarme personalmente el corazón.
Los humanos que no estaban entrenados no tenían muchas posibilidades. Sólo eran máquinas de carne y sangre que hacían el trabajo para el que los bárbaros no tenían instrumentos automáticos, por lo que raramente sobrevivían a más de diez años de esclavitud. Las mujeres eran el comercio de lujo, y solían ser vendidas a elevados precios a los renegados y rebeldes humanos. Lancé un gemido ante este pensamiento y traté desesperadamente de convencerme a mí mismo de que los conocimientos técnicos de Kathryn la mantendrían en posesión de un ser no humano.
Fuimos llevados a una nave que se encontraba en órbita, justo por encima de la atmósfera. Las escotillas de la gabarra estaban cerradas, de modo que no pude echarle un vistazo desde el exterior, pero en cuanto entramos en ella me di cuenta de que se trataba de un gran transporte interestelar de la clase Thurnogan, utilizado primordialmente para transportar tropas al sistema solar y para regresar cargado de esclavos, aunque estaba armada para la guerra. Cuando se la manejaba adecuadamente, era una formidable nave de combate.
Había guardias apoyados en sus rifles, todos ellos de raza gorzuni, con sus arreos llevados de cualquier manera y sin que existiera ningún tipo de formalidades entre los oficiales y los hombres. La relajada disciplina de los ejércitos bárbaros había cegado a nuestros amables comandantes de punta en blanco, engañándoles en cuanto a su despiadado coraje y su puntería. Ahora, la delicada armada de la Commonwealth no era más que un puñado de hombres destrozados, perseguidos y desesperados, que los despiadados seres de los mundos exteriores estaban acosando a través de toda la galaxia.
Sin embargo, esta nave resultó ser peor de lo normal. Vi óxido y moho en las planchas de las que ya había desaparecido la pintura. Los fluorescentes eran débiles y en algunos lugares se habían quemado. Se notaba un latido repugnante en los generadores de gravedad. Las cabinas ya hacía tiempo que habían sido privadas de todo su equipo, volviendo a ser cubiertas con pieles, instrumentos robados de las casas, cacharros de cocinar y armas. Todos los gorzunis eran tan sucios y descuidados como su nave. Ganduleaban de un lado a otro, masticando trozos de carne, bebiendo, jugando a los dados y echando de vez en cuando algún vistazo hacia nosotros.
Un bárbaro que hablaba algo de ánglico nos gritó, ordenándonos que nos desnudáramos. Aquellos que dudaban fueron golpeados hasta que los dientes les bailaron en las cabezas. Echamos las ropas en un montón y fuimos avanzando lentamente, pasando junto a una mesa, donde un gorzuni borracho y un humano muy sobrio llevaban a cabo la inspección médica.
El «médico» bárbaro nos dirigía la más superficial de las miradas. La mayor parte de nosotros pudimos pasar, con un gesto. Pero, de vez en cuando, miraba con mayor atención a alguien.
—Enfermo —gruñía—. Nunca sobrevivirá al viaje. Matadlo.
El hombre, o la mujer o niño, gritaban cuando uno de los soldados cogía una espada y le arrancaba la cabeza con un tajo experto.
El humano permanecía sentado ante la mesa, con una pierna bailándole sobre la otra y silbando suavemente. Una y otra vez, el gorzuni le miraba cuando tenía dudas sobre el estado físico de algún esclavo. Entonces, el humano le examinaba más de cerca. Normalmente, los dejaba pasar. Sólo destinó a la muerte a uno o dos.
A mí me dirigió una atenta mirada cuando pasé ante él. Tenía una estatura inferior a la media, era de fuerte constitución, moreno, de rostro pesado y nariz partida, pero sus ojos eran grandes, de un color azul-grisáceo; eran los ojos más fríos que he visto jamás en un ser humano. Llevaba puesta una camisa suelta de colores y unos pantalones: ropa cara, robada, probablemente de alguna villa terrestre.
—¡Inmundo bastardo! —murmuré. El hombre se encogió de hombros, indicándome el collar de hierro que llevaba alrededor de la garganta.
—Sólo trabajo aquí, teniente —dijo con suavidad. Debió de haberse dado cuenta de mi uniforme antes de que me lo quitara.
Más allá de la mesa, un gorzuni nos rociaba con una manguera, lavándonos para quitarnos la sangre y la suciedad. Después, fuimos llevados por los largos pasillos de la nave y conducidos a las celdas, a las que bajamos por escaleras de madera (al parecer, no funcionaban los ascensores). Allí, separaban a los hombres de las mujeres. Fuimos introducidos en compartimentos contiguos, enormes cavernas de metal llenas de ecos, con literas adosadas a lo largo de las paredes, abrevaderos para comer y servicios sanitarios. Eso era todo lo que había.
El polvo formaba una gruesa capa sobre el suelo oxidado, y el aire era frío y tenía un hedor metálico. Después de que la puerta reforzada se cerró tras nosotros, debimos quedar allí unos quinientos hombres, agitándonos desamparadamente de un lado a otro.
Había ventanas entre las dos grandes celdas. Acudimos hacia ellas apresuradamente, gritando, empujándonos y enredándonos los unos con los otros, buscando la primera oportunidad para comprobar si aún vivían nuestras mujeres.
Yo era alto y fuerte. Me abrí paso a codazos a través de la gente, hasta alcanzar la ventana que se encontraba más cerca. Ya había allí un hombre, aplastado contra la pared por los cuerpos sudorosos que se apretujaban tras él, extendiendo las manos a través de los barrotes hacia las trescientas mujeres que, al otro lado, se agolpaban igualmente junto a las ventanas.
—¡Agnes! —gritó—. ¡Agnes! ¿Estás ahí? ¿Estás viva?
Le agarré por el hombro y le aparté de un empujón. Se volvió hacia mí, lanzando un juramento, y le di un puñetazo en la boca, obligándole a retirarse hacia los demás hombres que seguían empujando.
—¡Kathryn! —rugí.
Los ecos de las voces resonaban en las huecas cabinas de metal. Los gritos, las oraciones, las maldiciones y los sollozos de desesperación volvían a nosotros como ecos sardónicos hasta que nuestras cabezas temblaron con ellos.
—¡Kathryn! ¡Kathryn!
De algún modo, ella se las arregló para encontrarme. Se acercó a mí y el beso que me dio a través de aquellos barrotes hizo desaparecer por aquel breve instante la nave y la esclavitud y todo el mundo que me rodeaba.
—¡Oh, John! ¡John, John! ¡Estás vivo! ¡Estás aquí! ¡Oh, querido!
Y después, miró alrededor de la semiobscuridad de metal y me dijo con rapidez, con urgencia:
—Tendremos un tumulto, John, si toda esta gente no se calma. Mira a ver qué puedes hacer tú con los hombres. Yo me encargaré de hablar con las mujeres.
Aquello era muy propio de Kathryn. Era el alma más valerosa que jamás caminó bajo los cielos de la Tierra, y tenía una mente que comprendía en un instante qué era lo que se tenía que hacer. Me pregunté entonces de qué serviría detener un pánico asesino. Quienes murieran asesinados, estarían mejor, ¿no? Pero Kathryn nunca se rendía, así es que yo tampoco pude hacerlo.
Nos volvimos, dirigiéndonos hacia las dos multitudes, y gritamos y aporreamos e intimidamos, y lentamente acudieron otros en nuestra ayuda, hasta que se logró una sollozante tranquilidad en el vientre de la nave de esclavos. Después, organizamos turnos ante las ventanas. Kathryn y yo nos apartamos de aquellas reuniones y de las personas que no encontraban a nadie. No es decente observar a un alma desnuda.
Las máquinas empezaron a zumbar. Emprendíamos el viaje hacia las heladas montañas de Gorzun. Ya no volveríamos a ver los cielos azules y la hierba verde, ni a sentir el limpio olor salino del océano, ni el rugido del viento sobre los altos árboles. Ahora, éramos esclavos y no podíamos hacer otra cosa que esperar.
2
El tiempo no existía a bordo de la nave. Los pocos y débiles fluorescentes mantenían nuestra bodega en una incómoda luz penumbrosa. Los gorzunis nos daban de comer bazofia cuando se les ocurría a intervalos irregulares, y sólo escuchábamos la vibración de los motores y el suspiro asmático de lo; ventiladores. La gravedad, que era dos veces la normal, nos mantenía a todos demasiado agotados como para hablar mucho. Pero creo que fue aproximadamente cuarenta y ocho horas después de abandonar la Tierra, cuando la nave ya había empezado a viajar en impulso secundario y estaba abandonando el sistema solar, cuando bajó a vernos el hombre con el collar de hierro.
Penetró en la bodega acompañado por una escolta de gorzunis armados y cautelosos, que mantuvieron a punto sus rifles. Todos levantamos la cabeza mirando con ojos sombríos la figura pequeña y poderosa. Su voz casi se perdió en la enorme vastedad de la bodega.
—Estoy aquí para clasificarles. Acérquense un a uno y díganme su nombre y entrenamiento, si es que tienen alguno. Les advierto que el castigo por haber afirmado poseer un entrenamiento que no se posee, es la tortura, y que serán probados si hacen tales afirmaciones.
Caminamos, arrastrando los pies. Un gorzuni, el médico borracho, tenía un juego de agujas de tatuar y grababa un número en la palma de la mano de cada hombre. Este número era anotado por el humano, junto con el nombre, la edad y la profesión. Quienes no poseían conocimientos técnicos, que eran la gran mayoría, eran apartados brutalmente. Los cincuenta hombres, aproximadamente, que aseguraron poseer una valiosa educación fueron reunidos en un rincón.
La aguja quemó la palma de mi mano y contuve la respiración, apretando los dientes. La voz impersonal sonó apagada junto a mis oídos:
—¿Nombre?
—John Henry Reeves, veinticinco años, teniente en la marina de la Commonwealth e ingeniero nuclear antes de las guerras.
Espeté las respuestas de golpe, con un duro tono de voz y un sabor amargo en mi boca. El sabor de la derrota.
—Hum...
Me di cuenta entonces de que los fríos ojos pálidos descansaban sobre mí, mirándome con una extraña expresión. De repente, los gruesos labios de] hombre se contorsionaron en una sonrisa. Fue una sonrisa extrañamente encantadora, que dio a todo su rostro un fugaz brillo de alegría.
—¡Oh, sí! Ya le recuerdo, teniente Reeves. Creo que fue usted quien me llamó inmundo bastardo.
—Lo hice —gruñí.
Mi mano me palpitaba y de ella se despedía un olor nauseabundo. Estaba sin lavar y desnudo y sentía náuseas ante mi propio desamparo.
—Puede que tenga razón —dijo, asintiendo—. Pero necesito urgentemente un par de ayudantes Esta nave es un viejo cascarón. Puede que nunca consiga llegar a Gorzun si no hay alguien capaz de cuidar los motores. ¿Quiere ayudarme?
—No —contesté.
—Sea razonable. Si se niega, lo único que conseguirá es que le encierren en la bodega especial, donde mantenemos a los esclavos con conocimientos especiales. Será un viaje muy largo y la monotonía hará mucho más por quebrar su espíritu que cualquier número de azotes. Como ayudante mío, dispondrá de alojamientos adecuados y de una oportunidad para ir de un lado a otro y mover sus manos.
Permanecí de pie, pensando en silencio.
—¿Dijo usted que necesitaba dos ayudantes? —pregunté al fin.
—Sí. Dos que puedan hacer algo con esta ruina de nave.
—Seré uno de ellos —le dije—, si puedo nombrar al otro.
—Nostalgia de lo que no tiene, ¿verdad? —preguntó, frunciendo el ceño.
—O lo toma, o lo deja —le dije, encogiéndome de hombros—. Pero esa persona es un técnico endemoniadamente bueno.
—Bien, dígame su nombre y ya veremos.
—Se trata de mi prometida, Kathryn O'Donnell.
—No —dijo, sacudiendo su cabeza de rizos negros—. Nada de mujeres.
—Entonces, tampoco habrá ningún hombre —y sonreí sin alegría.
La cólera inflamó el frío de sus ojos.
—No puedo tener a mi lado a ninguna mujer que represente un estorbo.
—Ella llevará su propio peso, y más si es necesario. Estaba de servicio en mi propia nave y luchó allí mismo, junto a mí, hasta el final.
El enojo de su rostro desapareció sin dejar la menor huella. Ya no había ninguna expresión rígida en el rostro fuerte, feo, de un color oliváceo, que levantó la mirada hacia mí. Su voz sonó monótona.
—¿Y por qué no me ha dicho eso antes? Está bien entonces, teniente. ¡Pero que los dioses les ayuden si no son ambos como ha dicho!
Resultaba difícil de creer, por lo de las ropas..., la diferencia que representaban, después de haber sido un animal más, acorralado y desnudo. Y una comida de carne y café, aunque mal preparada, tomada gratuitamente en la cocina, después de la comida de los soldados, agitó las venas y los cuerpos que ya se habían ido acostumbrando a la bazofia propia de un cerdo.
Me di cuenta crudamente de que el hombre con el collar de hierro tenía razón. No muchos humanos habrían podido permanecer libres de alma durante aquel largo viaje hacia Gorzun. Si a ello se añadía el eterno agotamiento producido por el peso doble, la fría y severa obscuridad del planeta al que nos dirigíamos, el más extremo alejamiento del hogar, el más desesperado de los desamparos y quizá una caricia del látigo y del hierro candente, los hombres no tardaban en convertirse en animales domesticados, que trotaban dócilmente tras sus dueños.
—¿Desde cuándo es usted un esclavo? —le pregunté a nuestro nuevo jefe.
Caminaba a nuestro lado tan arrogantemente como si la nave fuera suya. No era, desde luego, un hombre alto, pues hasta Kathryn le sobrepasaba quizá en cinco centímetros, y su cabeza de cráneo redondeado apenas si llegaba a mis hombros. Pero tenía unos gruesos y poderosos brazos musculosos, un pecho de gorila y la gravedad no parecía molestarle lo más mínimo.
—Llevo así desde hace cuatro años —contestó—. Y a propósito, mi nombre es Manuel Argos, y creo que será mejor que nos tuteemos a partir de ahora mismo.
Un par de gorzunis se acercaron, caminando majestuosamente por el pasillo, haciendo sonar e] metal. Nos hicimos a un lado para permitir el paso de los gigantes, pero no aprecié nada de servil en la actitud de Manuel. Sus extraños ojos les siguieron especulativamente.
Teníamos una cabina cerca de la popa, un diminuto cubículo con cuatro literas, pelado y vacío, pero su escrupulosa limpieza fue como una brisa del hogar después de haber pasado por la inmundicia de la bodega. Sin decir una sola palabra, Manuel cogió una de las estropeadas mantas y la colgó a través de una cama, a modo de cortina.
—Es la mejor sensación de intimidad que puedo ofrecerte, Kathryn —dijo.
—Gracias —musitó ella.
Se sentó sobre su propia litera y levantó la mira da hacia nosotros. Mi estatura le sobrepasaba el mucho, y era como un gigante rubio contra su figura casi cuadrada. Mi familia había sido antigua, poseedora de una gran cultura y riqueza antes de las guerras, y él me parecía el típico producto anónimo de cientos de barrios bajos y puertos espaciales Pero desde el principio, no cupo la menor duda entre nosotros de quién era el jefe.
—Esta es la historia —dijo, con sus actitudes bruscas—. A pesar de no haber tenido una educación formal, conocía lo suficiente sobre ingeniería práctica como para conseguirme un amo bastante decente, en cuyas factorías aprendí más. Hace dos año: me vendió al capitán de esta nave. Conseguí desembarazarme del denominado ingeniero jefe que tenían entonces. No me fue difícil provocar una pelea a muerte entre él y un subordinado celoso. Pero su sucesor es un holgazán borracho que ha salido de lo: bosques hace apenas una generación.
»De hecho, soy el ingeniero de esta nave. También me las he arreglado para aficionar a mi amo, el capitán Venjain, a la marihuana. Afecta a los gorzuni; mucho más que a los humanos, y ahora ya se ha convertido en un adicto sin esperanza alguna. A eso se debe, en parte, la condición en que se encuentre esta nave y la relajación existente entre la tripulación. Un liderazgo y una organización pobres. Eso es una perogrullada.
Me quedé mirándole fijamente, sintiendo un repentino escalofrío a lo largo de la espalda. Pero fui Kathryn quien susurró la pregunta:
—¿Por qué?
—Estoy esperando mi oportunidad —espetó— Soy el que ha convertido en verdadera basura los motores y el equipo. Les digo que todo está viejo y que está mal construido. Ellos piensan que sólo mi trabajo constante mantiene la nave en funcionamiento, pero si me interesara podría hacerla zumbar de veras en el término de una semana. No puedo esperar mucho más. Tarde o temprano, alguien le va a echar un vistazo a toda esa maquinaria y les va a decir que ha sido deliberadamente desordenada. Así es que he estado esperando la llegada de un par de ayudantes con conocimientos técnicos y con voluntad de lucha. Espero que vosotros dos encajéis bien. Si no es así... —se encogió de hombros—, adelante, decídmelo ahora mismo. Eso no conseguirá vuestra libertad. Pero si queréis arriesgar unas vidas que no llevarán una existencia muy agradable ni muy larga en Gorzun, ¡me podéis ayudar a apoderarme de la nave!
Permanecí un buen rato mirándole fijamente. Resultaba extraña la forma en que nos había tomado la medida con una simple mirada y unas palabras. Sin duda alguna, las perspectivas eran espantosas. Pude sentir el sudor en mi rostro. Mis manos, en cambio, estaban frías. Pero le seguiría. ¡Por Dios que le seguiría!
Sin embargo...
—¿Sólo tres de nosotros? —pregunté—. ¿Tres de nosotros contra un par de cientos de soldados?
—Habrá muchos más de nuestra parte —dijo, impasiblemente, para seguir diciendo, al cabo de un momento de silencio—: Naturalmente, tendremos que tener mucho cuidado. Sólo hay dos o tres de ellos que conocen el ánglico. Os los señalaré. Y, desde luego, nuestro trabajo está siempre vigilado. Pero los vigilantes son unos ignorantes. Creo que tenéis cerebro suficiente para engañarles.
—Yo... —Kathryn se detuvo, buscando las palabras—. No lo puedo creer —dijo al fin—. Una nave en estas condiciones...
—Las cosas eran mucho mejor bajo los antiguos conquistadores báldicos —admitió Manuel—. Los reyes que fraguaron la Liga a partir de cien planetas que aún se encontraban en la noche salvaje, bárbaros que aprendieron a construir naves espaciales y a lanzar bombas atómicas contra los hombres y poco más. Pero sólo alcanzaron el éxito porque no hubo una verdadera oposición. La sociedad de la Commonwealth ya estaba deshecha, corrompida, destrozada por las guerras civiles; sus líderes se habían convertido en una burocracia petrificada, y sus fuerzas militares se encontraban diseminadas sobre mil planetas inquietos; sus gentes estaban más dispuestas a comprar la paz que a luchar. No es nada extraño que la Liga lo arrollara todo.
»Pero después del primer saqueo de la Tierra, hace ahora quince años, los bárbaros se dividieron. Sus poderosos primeros dirigentes estaban muertos y sus hijos lucharon entre sí por apoderarse de una herencia que no sabían cómo gobernar. La Liga se dividió en dos regiones hostiles y en no sé cuántos grupos partidistas. Su antigua organización se ha ido al infierno.
»El sistema solar no se recuperó a tiempo. Todavía se encontraba bajo el decadente gobierno de la Commonwealth. Así es que ahora una rama de los báldicos se las ha arreglado para conquistar nuestros grandes planetas. Pero el hecho de que se hayan contentado con llevar a cabo raids y saquear los mundos interiores, en lugar de ocuparlos y administrarlos decentemente, demuestra la decadencia de su propia sociedad. Si disponemos de un líder adecuado, todavía conseguiremos arrojarles del sistema solar y pasar después a destrozar sus propios territorios. Sólo que el liderazgo no ha aparecido aún por ninguna parte.
Fue una exposición dura, algo colérica, y yo parpadeé y sentí resentimiento en mi interior.
—¡Maldita sea! ¡Hemos luchado! —exclamé.
—Sí, y también hemos sido rechazados y dispersados —su pesada boca se elevó en una mueca irónica—. Y eso ha sucedido porque no ha habido un jefe que fuera capaz de comprender la estrategia y la organización, y que pudiera hacer vibrar el corazón de sus hombres.
—Supongo que serás tú ese hombre —dije, bastante sarcásticamente.
Su contestación fue sencilla, serena y extraordinariamente segura:
—Sí.
Durante los días que siguieron fui conociendo más cosas sobre Manuel Argos. Nunca parecía estar dispuesto a hablar de sí mismo.
Supongo que su raza era originalmente mediterráneo-anatolia, con más de un cruce con negros y orientales, pero creo también que tuvo que haber algún antepasado nórdico olvidado, aunque sólo fuera para explicar aquellos helados ojos azules. Era una mezcla de toda la humanidad, como, por otra parte., no era nada raro ver en estos tiempos.
Su madre había estado trabajando en Venus. Su padre, aunque ni él mismo estaba seguro, había sido un explorador del espacio que murió joven y nunca conoció a su hijo. Cuando tenía trece años, se marchó a Sirio y no había regresado al sistema solar desde entonces. Ahora, a los cuarenta años, había sido hombre espacial, minero, capataz de muelle, soldado tanto en las guerras civiles como en las guerras contra los báldicos, político en pequeños momentos en los planetas colonizados, cazador, maquinista y toda una serie de otras cosas algo obscuras.
Durante algún tiempo de aquella sorprendente carrera, había encontrado el espacio suficiente para hacer una enorme cantidad de lecturas, pero siempre confiaba mucho más en sus propios sentidos y razón e intuición que en los libros. Había sido capturado hacía cuatro años en una incursión gorzuni sobre Alfa Centauro, y desde entonces se había puesto a estudiar a sus aprehensores con la misma sangre fría con que había estudiado a los de su propia raza.
Sí, aprendí muchas cosas sobre él, pero nada de él. Creo que nunca hubo una sola criatura viviente que supiera cosas de él. No era una de esas personas predispuestas a abrir su corazón. Se pasaba los días envuelto en la soledad y en los sueños. Nadie estará seguro nunca de si la frialdad de su actitud penetraba en su alma y la rara actitud cálida que mostraba no era más que una máscara, o si su carácter era realmente tierno y se encubría bajo la armadura de la indiferencia. Y él convertía esa incertidumbre en un arma. Nadie sabía jamás lo que se podía esperar de él, por lo que siempre se sentía tenso en su presencia, abierto siempre a su voluntad.
—Es una persona muy extraña —dijo Kathryn en una ocasión, cuando nos encontrábamos solos—. Todavía no he podido decidir si se trata de un loco o de un genio.
—Probablemente sea ambas cosas, querida —sugerí, un poco irritado.
No me gustaba ser dominado.
—Quizá. Pero entonces, ¿qué es la cordura? —se estremeció y se acercó más a mí.
—No quiero hablar de eso.
La nave continuó su camino a través de las estrellas, aislada en años-luz de vacío, con su carga de odio y temor y miseria y sueños. Nosotros trabajamos y esperamos, y los días pasaron lentos.
Se tenía que fijar el funcionamiento de los viejos motores. Se tenía que representar algún espectáculo para los gigantes de pelo gris, que nos observaban en la parpadeante obscuridad de las salas de energía. Arreglamos la instalación eléctrica, soldamos y sujetamos con tornillos, comprobamos y deshicimos para volver a rehacer, sofocándonos en el calor de las explosiones de átomos que surgían de los escudos antirradiación, ensordecidos por el zumbido de los generadores y por el ruido sordo de las turbinas mal ajustadas y por la desigual monotonía de los grandes convertidores. Ajustamos el sabotaje de Manuel, hasta que la nave se deslizó casi con suavidad. Más tarde, y con algún pretexto, volveríamos a manejarla a nuestro gusto.
—Es como la tela de Penélope —dijo Manuel.
Y yo me asombré de que una trampa espacial pudiera hacerse siguiendo aquella alusión clásica.
—¿A qué estamos esperando? —le pregunté una vez, cuando el zumbido del generador que estábamos revisando sofocó nuestras palabras—. ¿Cuándo empezamos nuestro motín?
El me miró. La luz de su lámpara de averías hacía brillar el sudor de su rostro feo, marcado por la viruela.
—En el momento adecuado —contestó fríamente—. Será cuando el capitán tome su próxima dosis.
Mientras tanto, dos de los esclavos habían intentado llevar adelante una revuelta propia. Cuando uno de los imprudentes guardias se acercó demasiado a la puerta de la bodega de los hombres, uno de ellos extendió la mano a través de los barrotes, consiguió sacarle el arma de la funda y disparó contra él. Después, intentó hacer saltar por los aires la cerradura. Cuando los gorzunis bajaron para gasearle, su compañero les resistió con uñas y dientes, hasta que ambos rebeldes fueron dejados fuera de combate. Los dos fueron despellejados vivos en presencia de los demás cautivos.
Kathryn no pudo evitar ponerse a llorar cuando regresamos a nuestra cabina. Ocultó su rostro contra mi pecho y lloró hasta que llegó un momento en que me pareció que no dejaría de llorar nunca. Mientras tanto, yo la apretaba contra mí y le decía las tonterías que se me ocurrían.
—Se lo han merecido —dijo Manuel; había desprecio en su voz—. ¡Por tontos! ¡Por ciegos y estúpidos tontos! Por lo menos podrían haber retenido al guardia como rehén y tratar de negociar después. Pero no, tenían que comportarse como héroes. Tenían que matarle. Ahora, el ejemplo ha asustado a todos los demás. Esos hombres se merecían que los despellejaran, como han hecho.
Al cabo de un momento, añadió pensativamente:
—Sin embargo, si la emoción de temor despertada en los esclavos puede ser convertida en odio, hasta resultaría útil. Esta conmoción, al menos, les ha obligado a salir de su apatía.
—Eres un bastardo sin corazón —le dije, sin emoción.
—Tengo que serlo después de ver que todo el mundo prefiere comportarse como un ser sin cerebro. No son éstos buenos tiempos para las personas tiernas. Estamos en una época de disolución y de caos, como ha ocurrido tan a menudo en la historia, y sólo una persona que primero acepte las realidades de la situación puede confiar en hacer algo por ellos. No vivimos en un cosmos donde la perfección sea posible o incluso deseable. Tenemos que establecer nuestros compromisos, y dirigirnos hacia los objetivos que tenemos alguna posibilidad de alcanzar —después, dirigiéndose a Kathryn, añadió incisivamente—: Y ahora, deja de lloriquear. Tengo que pensar.
Ella le lanzó una mirada nublada por las lágrimas, con los ojos muy abiertos.
—Eso te da un aspecto endiablado —dijo él, sonriendo con una mueca—. La nariz enrojecida, la cara hinchada, un mal caso de hipo. No hay nada bonito en llorar.
Kathryn respiró con un temblor y la cólera apareció en sus mejillas. Tragándose los. sollozos, se apartó de mí y le volvió la espalda.
—Pero he conseguido que dejara de llorar —me murmuró Manuel, con una traviesa expresión.
3
Los días, interminables y sin significado alguno, terminaron por introducirnos en un espacio sin tiempo en el que a veces me preguntaba si aquella nave no sería el Buque Fantasma, condenada a viajar para siempre con una tripulación de demonios y con los condenados. No tenía el menor sentido tratar de darle prisas a Manuel. Abandoné esa pretensión y me dejé llevar hacia la rutina del trabajo y la espera. Ahora creo que una parte de ese retraso fue concebido a propósito; que lo que él pretendía era acabar con las últimas esperanzas de los esclavos y dejar en ellos una única ansia de venganza. De ese modo lucharían mejor.
No había muchas oportunidades de quedarme solo con Kathryn. Un beso fugaz, una palabra murmurada en la semiobscuridad de la sala de máquinas, los ojos y las manos encontrándose ligeramente a través de una máquina oxidada y grasienta. Eso era todo. Cuando regresábamos a nuestra cabina, solíamos sentirnos demasiado cansados para hacer otra cosa que no fuera dormir.
En cierta ocasión, me di cuenta de que Manuel había intercambiado unas pocas palabras en la bodega de los esclavos con el alférez Hokusai, que había sido capturado junto con nosotros. Alguien tenía que dirigir a los humanos, y Hokusai era el mejor hombre para hacer ese trabajo. Pero ¿cómo lo había sabido Manuel? Formaba parte de su genio para comprender.
El final llegó de una forma repentina. Manuel me sacudió hasta despertarme. Parpadeé cansadamente ante las odiadas paredes que me rodeaban, sintiendo la palpitación irregular del campo de gravedad, que volvía a funcionar mal. Más trabajo para nosotros.
—Está bien, está bien —gruñí—. Ya voy. Cuando Manuel apartó la cortina de la litera de Kathryn y la despertó, yo protesté.
—Déjala descansar. Nosotros solos lo podemos hacer.
—¡Ahora, no! —contestó, mientras los dientes blancos brillaban en la obscuridad de su rostro—. El capitán se ha marchado al reino de la nada. Oí a dos gorzunis hablar sobre ello.
Aquello me despertó del todo, y me hizo sentir un escalofrío a lo largo de la espalda.
—¿Ahora...?
—Tómatelo con calma —advirtió Manuel—. Disponemos de mucho tiempo.
Nos vestimos y bajamos por los largos pasillos. La nave estaba en silencio. Bajo el pesado retumbar de los motores, sólo se escuchaba el susurro de nuestro calzado y el duro rasgueo de la respiración en mis pulmones. Kathryn estaba pálida y sus ojos se abrían enormemente en la semiobscuridad. Pero no buscó refugio a mi lado. Anduvo entre los dos y percibí en ella una actitud distanciada que no pude comprender del todo. De vez en cuando, pasábamos junto a un soldado gorzuni errante, que seguía su camino, y nosotros nos hacíamos a un lado, como hacían los esclavos. Pero pude observar la amarga expresión de triunfo en los ojos de Manuel cuando observaba a los titanes por la espalda.
Entramos en las salas de energía, donde las máquinas zumbaban bajo una apagada y parpadeante luz roja. Y allí, como dioses paganos, había tres gorzunis, armados, que nos miraron. Uno de ellos trató de cortar el paso a Manuel. Pero éste no le hizo el menor caso y se inclinó sobre el generador de gravedad, haciéndome señales para que le ayudara a levantar la tapa.
Pude ver que había un cortocircuito en una de las bobinas de campo; eso inducía un campo de corriente armónica que imponía una cierta agitación en la corriente de distorsión espacial. Podríamos haberlo ajustado en un momento. Pero Manuel se rascó la cabeza y se volvió a mirar a los ignorantes gigantes que se inclinaban por encima de nuestros hombros. Empezó a seguir las conexiones con los dedos, con una elaborada complicación.
—Nos abriremos paso hasta el convertidor atómico auxiliar —me dijo—. Lo he preparado para que haga lo que quiero.
Sabía que los gorzunis no podían comprendernos y que las expresiones humanas no tenían ningún significado para ellos, pero un temblor incontrolado recorrió todos mis nervios.
Fuimos aparentando que hacíamos cosas, hasta que llegamos al motor que era la fuente de energía de la maquinaria interna de la nave. Manuel introdujo un osciloscopio y estudió las señales como si éstas significaran algo.
—¡Aja! —exclamó.
Desenroscamos los tornillos del escudo de antirradiación, dejando al descubierto la válvula de salida. Sabía que la luz roja procedente de ella era inofensiva, que los deflectores cortaban la mayor parte de la radiactividad, pero no pude evitar encogerme ante ella. Cuando un convertidor se limpia a través de una válvula, se suele llevar traje protector.
Manuel se dirigió hacia un banco de trabajo y cogió un artilugio que él mismo se había hecho. Yo sabía que no tenía la menor utilidad para las reparaciones, pero él aparentaba utilizarlo como una herramienta, habiéndolo hecho ya en otras ocasiones. Se trataba de una tubería flexible, forrada de plomo, de una bomba magnetrónica, a la que había añadido una gran cantidad de medidores y conmutadores para producir mayor efecto.
—Échame una mano, John —me dijo con tranquilidad.
Fijamos la bomba sobre la válvula de salida y sujetamos los dos o tres controles que realmente significaban algo. Escuché a Kathryn boquear detrás de mí, y al darme cuenta repentinamente de lo que pretendía se me quedaron las manos como paralizadas. Ni siquiera había una junta.
Uno de los ingenieros gorzunis se dirigió hacia nosotros, haciéndonos una pregunta en su duro lenguaje, con sus compañeros detrás de él. Manuel contestó rápidamente, sin apartar la mirada de los colgantes metros de tubería.
Se volvió hacia mí y observé la risa obscura en sus ojos.
—Les he dicho que el convertidor se ha estropeado debido a una salida de productos de desecho —dijo en ánglico—. De hecho, así está toda la nave.
Cogió la tubería con una mano mientras descansaba la otra sobre un conmutador que había en el motor.
—No mires, Kathryn —dijo monótonamente.
Después, apretó el conmutador.
Escuché el sonido metálico de los deflectores. Manuel había puesto fuera de circuito los controles automáticos de seguridad que mantenían los deflectores hacia arriba cuando estaban explotando los átomos. Me coloqué una mano delante de los ojos y me agaché.
La llamarada que surgió hacia adelante fue como un trozo de sol, que se canalizó por el tubo y atravesó la sala. Sentí cómo se me arrugaba la piel de la incandescencia y escuché el rugido del aire partido. En menos de un segundo, Manuel había vuelto a colocar los deflectores en su lugar, pero su improvisada explosión había destrozado las cabezas ^de los tres gorzunis y fundido la pared del fondo. Cuando volví a mirar, el metal brillaba, con un color blanco y los fuertes estruendos resonaban en mis huesos, haciéndolos temblar, hasta que todo mi cráneo pareció quedar lleno de ellos.
Apartando el tubo, Manuel se dirigió hacia los gigantes muertos y sacó las armas de sus fundas.
—Una para cada uno de nosotros —dijo.
Después, volviéndose a Kathryn, añadió:
—Ponte un traje de protección y espera aquí. La radiactividad es mala, pero no creo que sea nociva durante el tiempo que necesitamos. Dispara contra todo aquel que pretenda entrar.
—Yo... —su voz sonó débil bajo los estruendos y los ecos—. Yo no quiero ocultarme...
—¡Maldita sea! Serás nuestro guardia de seguridad. No podemos permitir que esos monstruos vuelvan a capturar la sala de máquinas. Y ahora, ¡gravedad cero!
Y Manuel apagó el generador.
La caída libre me llenó de una terrible náusea. Luché contra mi estómago rebelado y me agarré a un lugar para bajar hacia el puente. Bajar, no. Ahora no existía ni arriba ni abajo. Estábamos flotando libremente. Manuel había anulado la ventaja de gravedad de los gorzunis.
—Muy bien, John, ¡vámonos! —me espetó.
Sólo tuve tiempo de apretar la mano de Kathryn. Después, nos abrimos paso a empujones hacia la puerta y más allá del pasillo. Menos mal que la marina de la Commonwealth había dado al menos entrenamiento a su personal para actuar en situaciones de gravedad cero. Pero me pregunté cuántos de los esclavos se las sabrían arreglar por sí mismos.
Toda la nave rugía a nuestro alrededor. Dos gorzunis salieron de una cabina lateral, con las armas en la mano. Manuel los quemó en cuanto aparecieron, recogió sus armas y saltó hacia las bodegas de esclavos.
Las luces se apagaron. Me quedé flotando en una densa obscuridad. ¿Tendríamos que enfrentarnos así con la rabia del enemigo?
—¿Qué diablos...? —murmuré.
—Kathryn sabe muy bien lo que debe hacer —me llegó la respuesta de Manuel desde la obscuridad—. Se lo dije hace unos pocos días.
En aquel momento, no tuve tiempo para darme cuenta del vacío que se produjo dentro de mí al saber que ellos dos habían estado hablando a espaldas mías. Pero había demasiadas cosas que hacer. Los gorzunis estaban disparando a ciegas. Los rayos explosivos estallaban lívidamente por las salas. El motín se estaba desatando. En dos ocasiones, un fogonazo de luz crepitó a pocos centímetros de mí. Manuel devolvía el fuego, disparando contra los gigantes aislados, matándolos y recogiendo sus armas. Protegidos por la obscuridad, buscamos a tientas el camino hacia las bodegas de esclavos.
Allí no había guardias. Cuando Manuel empezó a fundir las cerraduras con chorro de bajo poder energético, pude ver débilmente la confusión de los cuerpos desnudos que flotaban libremente, agitándose y gritando en la amplia penumbra. Era como una escena del infierno. La caída de los ángeles rebeldes. El hombre, hijo de Dios, se había abalanzado sobre las estrellas, siendo condenado por ello al infierno.
¡Y ahora estaba a punto de explotar!
El ansioso rostro aplanado de Hokusai estaba apretado contra los barrotes.
—Sacadnos de aquí —rugió fieramente.
—¿En cuántos puedes confiar? —preguntó Manuel.
—Aproximadamente en cien. Se mantienen serenos. ¿Los ves allí, esperando? Y quizá unas cincuenta mujeres.
—Muy bien. Trae a tus seguidores. Deja que los demás se amotinen durante un rato. No podemos hacer nada por ayudarles.
Los hombres salieron, hoscos y silenciosos, permaneciendo allí mientras yo abría la bodega de las mujeres. Manuel fue repartiendo las pocas armas de que disponíamos. Su voz se elevó en la obscuridad.
—Muy bien. Nos hemos apoderado ya de la sala de máquinas. Quiero que seis de vosotros, con armas, acudáis allí ahora mismo para ayudar a Kathryn O'Donnell a defenderla. En caso contrario, los gorzunis volverán a capturarla. El resto de nosotros iremos hacia el arsenal.
—¿Qué hay del puente? —pregunté.
—Se mantendrá. Ahora mismo, los gorzunis son presas del pánico. Es parte de su naturaleza. Son peores que los humanos cuando se producen estampidas masivas. Pero eso no durará mucho y nosotros tenemos que aprovechar la ventaja. ¡Vamos!
Hokusai condujo el pequeño grupo hacia la sala de máquinas —su entrenamiento naval le indicaría dónde se encontraba ésta—, y yo seguí a Manuel, dirigiendo a los demás. Sólo nos quedaban tres o cuatro armas, pero ahora, al menos, sabíamos adonde íbamos. Y, además, unos pocos humanos esperaban vivir y no les preocupaba otra cosa, excepto matar gorzunis. Manuel lo había programado todo correctamente.
Avanzamos a tientas a través de una lívida obscuridad, intercambiando disparos con soldados que deambulaban por la nave, disparando contra todo lo que se movía. Perdimos algunos hombres, pero conseguimos más armas. De vez en cuando, encontrábamos gorzunis muertos, asesinados durante el motín, e incluso destrozados. Nos detuvimos un momento para liberar a los técnicos de su celda especial y después nos dirigimos violentamente hacia el arsenal.
Todos los gorzunis tenían armas privadas, pero el arsenal de la nave no era pequeño. Un grupo de centinelas permanecían ante la puerta, defendiéndola contra todo el que se acercara. Disponían de un escudo portátil individual contra los chorros de energía. Vi cómo nuestros disparos se estrellaban contra los escudos y cómo los hombres morían cuando los gorzunis respondieron al fuego.
—Necesitamos lanzar una carga directa para atraer su atención, mientras unos cuantos de nosotros, aprovechando la gravedad cero, se lanzan hacia «arriba», y después les atacan desde allí —dijo la fría voz de Manuel, que era clara incluso en aquella penumbra—. John, dirige el ataque principal.
—¡Ni hablar! —espeté.
Sería un asesinato. Seríamos barridos como un leñador corta los árboles pequeños. Y Kathryn me estaba esperando... Pero después, me tragué la rabia y el temor y lancé un grito hacia los hombres. No soy ni más ni menos valiente que cualquier otro, pero en una batalla se produce una cierta exaltación, y Manuel la estaba utilizando calculadamente, como hacía con todo.
Nos lanzamos contra ellos, en una verdadera barrera de carne; un muro que ellos destrozaron, obligándonos a retroceder en fragmentos sueltos. Sólo fue un instante de llamaradas y estruendos e inmediatamente después el ataque volador de Manuel se *lanzó sobre los defensores, barriéndolos por completo. Ya había pasado todo. Me di cuenta vagamente de que tenía un trozo de pierna quemado. No me dolía en aquel momento y quedé asombrado por el pequeño milagro que me había mantenido vivo.
Manuel fundió la puerta y el resto de nosotros se abalanzó hacia el interior, lanzándonos sobre las estanterías donde estaban las armas con una terrible fiereza. Antes de que las tuviéramos todas cargadas apareció un destacamento de gorzunis que cargó contra nosotros, pero los rechazamos.
También se producían fogonazos de luz. Teníamos iluminación en la hirviente obscuridad. El rostro de Manuel surgió de aquella noche dando sus órdenes, rápidas y crispadas. Un rostro petrificado, pesado, poderoso y feo, pero los hombres saltaban ante sus órdenes. Se formó un destacamento con la misión de regresar a las bodegas de esclavos y entregar armas a los otros humanos y traerlos hacia donde nos encontrábamos.
También se enviaron refuerzos a la sala de máquinas. Se montaron y se cargaron morteros y pequeños cañones antigravitatorios. Los gorzunis también se estaban serenando. Alguien se había hecho cargo de la situación y los estaba dirigiendo. Se preparaba una verdadera batalla.
¡Y la tuvimos!
No recuerdo mucho de todas aquellas horas de encarnizada lucha. Perdimos muchos hombres, a pesar de disponer de un armamento superior. Pero unos trescientos humanos sobrevivieron a la batalla, aunque muchos de ellos quedaron malheridos. Pero nos apoderamos de la nave. Fuimos cazando a los gorzunis hasta el último y quemamos a quienes trataron de rendirse. No había ninguna piedad en nosotros. Los gorzunis nos habían mordido, y ahora tenían que enfrentarse al monstruo que ellos mismos crearon. Cuando se volvieron a encender las luces, trescientos agotados humanos seguían viviendo y se habían apoderado de la nave.
4
Se convocó una conferencia en la sala más grande que pudimos encontrar. Todo el mundo estaba allí, recogido en sudoroso silencio y mirando fijamente al hombre que les había liberado. Teóricamente, fue una asamblea democrática, convocada para decidir nuestro próximo movimiento. Pero, en realidad, fue Manuel Argos quien dio las órdenes.
—Lo primero, desde luego —dijo con una voz suave que, de algún modo, llegaba hasta los últimos rincones de la cámara—, es llevar a cabo las reparaciones necesarias, tanto de los desperfectos ocasionados por la batalla como de la maquinaria deliberadamente estropeada. Supongo que eso nos costará una semana, pero entonces podremos disponer de una nave excelente. Para entonces, todos vosotros os habréis convertido en una verdadera tripulación. El teniente Reeves y el alférez Hokusai os darán instrucciones de combate. Todavía no hemos terminado toda la lucha.
—¿Queréis decir...? —dijo un hombre, levantándose entre la multitud—. ¿Queréis decir que nos encontraremos con oposición en nuestro regreso al Sol? Supongo que podríamos deslizamos furtivamente hacia el sistema solar. Un planeta es algo demasiado grande para ser bloqueado, aun cuando los báldicos se preocuparan de intentarlo.
—Lo que quiero decir —dijo Manuel, con serenidad— es que nos dirigimos hacia Gorzun.
Aquello habría significado un nuevo motín si la gente no hubiera estado tan agotada. Pero tal y como estaba todo el mundo, el murmullo que recorrió la asamblea fue de muy mal agüero.
—Mirad —dijo Manuel, pacientemente—, cuando lleguemos allí tendremos en nuestro poder una nave de combate de primera clase. El enemigo no tiene nada parecido. Además, seremos una nave a la que se espera, una de las suyas, y en ningún caso esperan ellos un raid sobre su propio planeta hogar. Es una excelente oportunidad para lanzarles un buen golpe. Los gorzunis no dan un nombre a sus naves, así es que propongo bautizar la nuestra con el nombre de Venganza.
Era una oratoria clara. Su voz sonaba como un órgano. Sus palabras fueron las de un ángel colérico. Argumentó y rogó, intimidó y amenazó, y, finalmente, hizo sonar las trompetas para todos nosotros. Al final, todos se levantaron y le aclamaron. Hasta mi propio corazón se sintió elevado, mientras que los ojos de Kathryn aparecían muy abiertos y brillantes. Era un hombre frío, duro e imperioso, pero nos hizo sentirnos orgullosos de ser humanos.
Finalmente, se tomó el acuerdo, y la nave solar Venganza —capitán Manuel Argos, primer oficial John Henry Reeves—, reanudó su viaje hacia Gorzun.
Durante los días y semanas que siguieron, Manuel habló mucho de sus planes. Un raid devastador contra Gorzun conmocionaría la confianza de los bárbaros y haría que la mayor parte de las naves que se encontraban en los mundos exteriores regresaran apresuradamente para defender al mundo madre. Probablemente, la otra parte rival de la Liga Báldica vería en ello su oportunidad y no tardaría en lanzarse contra un enemigo repentinamente debilitado. El Venganza regresaría al sistema solar, pero para entonces poseería la mejor tripulación del universo conocido y conseguiría reunir a su alrededor a las dispersas fuerzas de la humanidad. La guerra continuaría hasta que se hubiera limpiado todo el sistema...
—...Y entonces, claro está, continuará hasta que los bárbaros hayan sido conquistados —terminó diciendo Manuel.
—¿Por qué? —pregunté—. El imperialismo interestelar no puede dar buenos resultados. Los tiene para los bárbaros porque no disponen de los servicios técnicos suficientes para producir en sus hogares lo que pueden robar en cualquier otra parte. Pero con ello, el sistema solar echaría sobre sus espaldas una pesada carga.
—Por motivos de defensa —contestó Manuel—. No creerás que voy a permitir a un enemigo derrotado que se retire a lamer sus heridas y prepare, mientras tanto, un nuevo ataque, ¿verdad? No, todo el mundo, excepto el sistema solar, debe ser desarmado, y la única forma de forzar el establecimiento de esa clase de paz es que el sistema solar se convierta en gobernante incuestionable —y después, añadió pensativamente—: ¡Oh! El imperio no se tendrá que extender eternamente. Sólo hasta que sea lo suficientemente grande como para defenderse por sí mismo contra todos los recién llegados. Y un cierto reajuste económico también puede convertirlo en una proposición provechosa. Podemos recoger tributos, ya sabes.
—¿Un imperio...? —preguntó Kathryn—. ¡Pero si la Commonwealth es democrática!
—¡Fue democrática! —replicó él—. Ahora todo está podrido. Ya sé que es terrible, pero no se puede hacer revivir a los muertos. Nos encontramos en una época de la historia similar a la existente en otras muchas ocasiones, en las que el cesarismo es la única solución. Quizá no sea una buena solución, pero, sin lugar a dudas, es mejor que la devastación que estamos sufriendo en la actualidad. Cuando haya habido un período lo bastante largo de paz y unidad, quizá sea el momento de pensar en la restauración del viejo republicanismo. Pero ese momento se encuentra a muchos siglos de distancia, en el futuro, si es que llega alguna vez. Por ahora, las condiciones socio-económicas no son las adecuadas para implantarlo.
Paseó incansablemente por el puente. Por la portilla se veía brillar un millón de estrellas, como una escalofriante corona sobre su cabeza.
—Será un imperio de hecho —dijo—, y, en consecuencia, también tendrá que serlo de nombre. La gente luchará, se sacrificará y morirá por un símbolo llamativo aun cuando las exigencias de la realidad no les afecten. Necesitamos una aristocracia hereditaria que pueda representar un buen espectáculo. Eso es algo especialmente efectivo y el arcaísmo es muy valioso para el sistema solar en estos momentos. Recordará los buenos y gloriosos tiempos, antes de que se iniciaran los viajes espaciales. Ahora será un símbolo con una fuerza incluso mayor que la que tuvo en su propia época. Sí, un imperio, Kathryn, el imperio de la paz y el Sol hermanados.
—Las aristocracias son decadentes —argumenté—. El despotismo funciona bien mientras se dispone de un déspota, pero tarde o temprano nace un luchador...
—No, si la dinastía nace con hombres y mujeres fuertes, sigue eligiendo a personas aptas y educa a sus hijos en la misma escuela dura en que fueron educados sus padres. En tal caso, puede durar siglos. Especialmente en esta época de gerontología y vidas activas que duran cien años.
—Una sola nave... ¡y ya estás planeando un imperio en la galaxia! —exclamé, riendo—. Y supongo que tú mismo serás el primer emperador, ¿verdad?
Sus ojos no mostraban expresión alguna.
—Sí —contestó—, a menos que encuentre a un hombre mejor, lo que dudo mucho.
—No me gusta —dijo Kathryn, mordiéndose un labio—. Es... cruel.
—Estamos en una época cruel, querida —dijo él, con suavidad.
Gorzun se balanceaba negro y enorme contra un salvaje escenario de estrellas. El hemisferio iluminado de rojo era como una hoz de sangre cuando nos deslizamos a impulso secundario e iniciamos el descenso hacia el hemisferio obscuro.
Sólo en una ocasión intentaron detenernos como medida de comprobación. A través del comunicador transónico llegó hasta nosotros un duro galimatías de palabras. Manuel contestó tranquilamente en la lengua nativa, explicando que nuestro visor se había estropeado, y dando las señales de reconocimiento explicadas en el libro de códigos. La nave de guerra nos dejó pasar.
Fuimos bajando y bajando, con la superficie obscura aumentando continuamente de tamaño, bajo nosotros, con las montañas elevando sus hambrientos picos dispuestos a desgarrar el vientre de la nave, con la nieve y los glaciares y un mar agitado iluminados por tres violentas lunas. Obscuridad, frío y desolación.
—¡Mirad hacia abajo, hombres del Sol! —dijo Manuel a través de los intercomunicadores—. Mirad los puertos de desembarque. Ahí es donde nos esperaban.
Un rugido de puro odio le contestó. Aquella tripulación hubiera muerto hasta el último hombre si con ello pudieran llevarse consigo el planeta entero. Y que Dios me ayude, yo mismo lo sentí así, Había sido un viaje largo y duro, incluso después de nuestra liberación, y la debilidad que sentía sólo se veía superada por la perspectiva de la batalla. Había estado trabajando a marchas forzadas, entrenando a los hombres, organizando las cientos de unidades que necesita una moderna nave de guerra. Manuel, con Kathryn como secretaria y ayudante general, se había estado conduciendo incluso con mayor fiereza, pero yo no les había podido ver muy frecuentemente. Todos estuvimos muy ocupados.
Ahora, los tres estábamos en el puente, observando como Gorzun aumentaba de tamaño ante nosotros, para recibirnos. Kathryn estaba pálida y silenciosa y la mano que descansaba sobre la mía era fría. Yo sentía en mi interior una tensión que se acercaba al punto de ruptura. Las órdenes que había dado a mis tripulaciones de combate eran rígidas. Sólo Manuel parecía seguir siendo tan frío y sereno como siempre. Era un hombre de verdadero acero. A veces me preguntaba si era realmente humano.
La atmósfera gritó y retembló detrás de nosotros. Volamos sobre el mar, dirigiéndonos hacia la línea del amanecer, y bajo sus frías bandas de luz incolora vimos la capital de Gorzun, elevándose desde el borde del mundo.
Tuve una visión extraña de torres cuadradas de piedra, de calles estrechas como cañones y del surgir gigantesco de las naves espaciales, en las afueras de la ciudad. Manuel hizo un gesto de asentimiento y yo di las órdenes de fuego.
Las llamaradas y las ruinas explotaron bajo nosotros. Las naves espaciales saltaron por los aires y después descendieron sus enormes masas sobre los edificios. La piedra y el metal se fusionaron, formando ríos de lava entre los muros destrozados. La tierra se abrió, tragándose a media ciudad. Un hongo blanco-azulado de fuego atómico brilló a través de la repentina nube de humo. Y la ciudad murió.
Pusimos rumbo al cielo a toda velocidad, con todas las vigas protestando por el esfuerzo, y nos dirigimos rápidamente hacia el puerto espacial más próximo. Sobre él se elevaba ya una nave. Quizá ya habían sido advertidos. Nunca lo supimos. Abrimos el fuego y la nave nos contestó, y mientras maniobrábamos en el cielo, el Venganza lanzó sus bombas. Sufrimos el choque de las ondas, pero mientras nuestras pantallas de fuerza resistieron, las de la nave enemiga no pudieron. La nave incendiada destrozó la mitad de la ciudad cuando cayó.
Y de nuevo en marcha hacia el puerto más próximo señalado en los mapas capturados. En esta ocasión, nos encontramos con una verdadera nube de interceptores espaciales. Desde tierra ya nos disparaban cohetes. El Venganza se estremeció ante las explosiones. Casi pude ver humear nuestro generador de gravedad mientras trataba de compensar nuestros alocados saltos, contorsiones y sacudidas. Luchamos contra ellos como un oso lucha contra una jauría de perros, los dispersamos y destrozamos la base.
—Muy bien —dijo Manuel—. Salgamos de aquí.
El espacio se convirtió en una noche llena de relámpagos a nuestro alrededor, mientras subíamos por encima de la atmósfera. Ahora, las naves de guerra estarían dirigiéndose hacia nosotros a toda potencia, dispuestas a aplastarnos. Pero ¿cómo se puede localizar una sola nave en la inmensidad existente entre los mundos? Pasamos a navegar en impulso secundario, una maniobra que suele hacerse cuando se está cerca de un sol, pero habíamos reforzado los motores y entrenado bien a la tripulación. Al cabo de pocos minutos estábamos ya junto al planeta más próximo, también habitado. Allí sólo había tres colonias. Las destruimos por completo.
Los hombres gritaban de entusiasmo. Aquello se parecía más al aullido de una manada de lobos. El griterío murió ante mi propio rostro y sentí náuseas ante tanta ruina. Eran nuestros enemigos, sí. Pero hubo muchos muertos. Kathryn lloró con unas lágrimas silenciosas que rodaron lentamente por su rostro, mientras le temblaban los hombros.
Manuel se dirigió hacia ella y la cogió de la mano.
—Ya está hecho, Kathryn —dijo tranquilamente—. Ahora, podemos regresar a casa.
Al cabo de un momento, como si hablara consigo mismo, dijo:
—El odio es un medio útil para alcanzar un fin terriblemente peligroso. Tendremos que acabar con el complejo racista que hay en la humanidad. No podemos conquistar a nadie, ni siquiera a los gorzunis, mantenerlos como inferiores y confiar en sostener un imperio estable. Todas las razas tienen que ser iguales —se frotó la fuerte y cuadrada mejilla—. Creo que seguiré el ejemplo de los antiguos romanos. Todos los individuos valiosos, de cualquier raza, podrán convertirse en ciudadanos terrestres. Eso será un factor de estabilización.
—Eres un megalomaníaco —le dije, con un duro tono de voz.
Pero ya ni siquiera estaba seguro de eso.
Era invierno en el hemisferio norte de la Tierra cuando el Venganza llegó a casa. Salté a la nieve, que crujió bajo mis pies, .y vi cómo mi aliento se convertía en humo blanco que contrastaba con el claro azul pálido del cielo. Unos cuantos más habían salido conmigo. Cayeron de rodillas, en la nieve, y la besaron. Era un puñado de hombres de aspecto salvaje, vestidos con las telas más inverosímiles que pudieron encontrar; todos los hombres llevaban barbas y el pelo largo, pero formaban la tripulación más estupenda y combativa de toda la galaxia. Permanecieron allí, mirando las suaves ondulaciones de las colinas, el cielo azul, los árboles brillantes por el hielo y un solo cuervo volando sobre sus cabezas, algo alejado. Y las lágrimas se helaron en sus barbas.
El hogar.
Habíamos enviado señales a otras unidades de la marina. No tardarían en acudir algunas a recogernos y guiarnos hacia la base secreta situada en Mercurio. Allí continuaría la lucha. Pero ahora, precisamente ahora, en ese instante eterno, nos encontrábamos en casa.
Sentí la debilidad en mis huesos, como un dolor. Hubiera querido refugiarme como un oso en alguna cueva, junto al murmullo de algún río, bajo los queridos y altos árboles de la Tierra, para dormir hasta que la primavera volviera a despertar al mundo. Pero mientras permanecí allí, con el fino viento invernal como un baño purificador a mí alrededor, desapareció el cansancio. Mi cuerpo respondió al mundo creado tras dos mil millones de años de evolución, y yo me eché a reír ante la alegría de pensarlo.
No podíamos fallar. Éramos los hombres libres de la Tierra, luchando por ganar el fuego de nuestras chimeneas, y en nosotros estaba la antigua y profunda fortaleza del planeta. Obtendríamos la victoria y tendríamos las estrellas en nuestras manos, incluso ahora.
Me volví y observé a Kathryn bajando por la abertura de la esclusa de aire. Mi corazón dio un salto y después comenzó a latir rápidamente. Había sido todo muy largo, terriblemente largo. Habíamos tenido muy poco tiempo, pero ahora estábamos en casa y ella estaba aquí y yo también y todo el mundo estaba cantando.
Su rostro tenía una expresión sería cuando se me acercó. Había algo remoto en ella, y una extraña mezcla de dolor, junto con la alegría que también ella debía de sentir. La escarcha crujió en su pelo obscuro suelto y cuando tomó mis manos, las suyas estaban frías.
—Kathryn, estamos en casa —murmuré—. Estamos en casa y vivos y somos libres. ¡Oh, Kathryn, te amo!
Ella no dijo nada, pero se me quedó mirando fijamente, sin apartar la vista, hasta que Manuel Argos acudió a unirse a nosotros. El hombre, fortachón y de baja estatura, parecía sentirse desconcertado, la primera y única vez que le vi de ese modo, aunque sólo fuera débilmente.
—John —me dijo—, tengo que decirte algo.
—Eso puede esperar —le contesté—. Tú eres el capitán de la nave. Tienes autoridad para celebrar matrimonios. Quiero que nos cases a Kathryn y a mí, aquí, ahora, en la Tierra.
Ella me miró firmemente, pero sus ojos estaban cegados por las lágrimas.
—Eso es precisamente, John —me dijo ella, con un tono de voz tan baja que apenas si pude escucharla—. No podrá ser. Voy a casarme con Manuel.
Me quedé allí, sin decir nada, sin ser capaz de sentirlo aún.
—Ocurrió durante el viaje —siguió diciendo ella, sin emoción—. Traté de defenderme, pero no pude. Le amo, John. Le amo incluso más de lo que te quiero a ti, y no creía que eso fuera posible.
—Ella será la madre de los reyes —dijo Manuel, pero sus palabras arrogantes fueron casi defensivas—. No podía haber hecho una mejor elección.
—¿La amas también o sólo la consideras como una buena hembra de cría? —pregunté lentamente—. No importa. Tu contestación sólo será la que más te convenga. Nunca sabremos la verdad.
Era el instinto, pensé con una nueva y gran sensación de debilidad. Una mujer fuerte y vital sólo podía elegir al más adecuado de los hombres. Ella no podía evitarlo. Era la raza que llevaba consigo, y yo no podía hacer nada al respecto.
—Os bendigo entonces —dije.
Se marcharon al cabo de un momento, cogidos de la mano, bajo los altos árboles que brillaban con el hielo y el sol. Yo me los quedé mirando hasta que se perdieron de vista. Incluso entonces, cuando aún teníamos ante nosotros la perspectiva de una lucha larga y desesperada, creo que sabía que ellos eran los padres del imperio y de la gloriosa dinastía argólida, que llevaban el futuro dentro de sí mismos.
Y no me importó en absoluto.
FIN