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febrero 07, 2010
CONDENSADO DE THE TIMES (28-VII-1995). © 1995 POR TIMES NEWSPAPERS LTD., DE LONDRES.Por Magnus LinklaterEra medianoche y en casa reinaba la calma. Mi mujer estaba terminando de hacer las maletas para irnos de vacaciones, y al atravesar el pasillo los anteojos se le cayeron y se fueron por un hoyo que había en el piso.
La casa era antigua, y el piso, de piedra maciza, pero al quitar una pequeña baldosa suelta alcanzamos a ver las gafas reluciendo en el fondo. Me acosté boca abajo junto al agujero y metí el brazo izquierdo todo lo que pude.En vano busqué y escarbé en el polvo con los dedos: los lentes habían quedado exasperantemente fuera de mi alcance. Me dispuse, pues, a sacar el brazo, pero no pude: estaba atorado. Tenía el codo aprisionado entre la dura piedra y una vigueta de hierro. Al principio tiré del brazo con delicadeza, y luego bufando como poseído, mas de nada sirvió.Probé a torcer un poco el brazo, pero esto tampoco dio resultado: seguía atorado boca abajo, una postura muy poco digna. Mi señora, que al parecer no se había percatado cabalmente de la gravedad de la situación, propuso lubricarme el brazo con aceite de oliva. Vertió la cantidad convenida en el agujero, pero esto tampoco resolvió el problema. Por unos momentos creí escuchar una risita ahogada, pero, como no podía ver a mi mujer a la cara, no supe si fue ella o lo imaginé.—Habrá que llamar a los bomberos —dijo.Decidí seguir luchando, pues una cosa es padecer la humillación en la intimidad del hogar y otra muy distinta hacerlo delante de unos perfectos desconocidos. Volví, pues, a empeñarme en tenaz forcejeo, pero al cabo de diez minutos me di por vencido.Mi esposa telefoneó a la policía para pedir consejo y le dijeron que debía llamar a los bomberos.Al parecer no hay otra forma de conseguir un bombero que marcando el número de emergencias, y una vez que se decide uno a hacerlo, no mandan a uno solo, sino a la cuadrilla completa. A los pocos minutos, el silencio de la calle fue interrumpido por el rugido de un camión de parpadeantes luces azules, del cual bajaron tres hombres con casco amarillo y hacha sujeta al cinto. Pude ver con todo detalle sus botas ¡eran enormes! Se acuclillaron a mi alrededor y empezaron a analizar la situación con frialdad profesional. Estoy casi seguro de que ninguno se rió.Luego llegó otro vehículo: una camioneta de la policía. Dos agentes que portaban radios portátiles entraron apresuradamente y empezaron a tomar nota de lo que ocurría. Ellos también llevaban botas, y respecto a si se rieron o no, no sabría decirlo.Detrás de ellos entró un inspector del Departamento de Investigación Criminal (DIC), el cual había recibido aviso de que un hombre estaba "metido en concreto hasta los hombros". Comentó que en su vida había oído de una cosa así y quiso saber de qué se trataba.Segundos después, con otro rechinido de neumáticos, llegó una ambulancia y entraron en la casa dos nerviosos socorristas con grandes estuches de instrumental médico, tanques de oxígeno y todo el equipo necesario para realizar las complicadas maniobras de reanimación. Se agacharon junto a mí y con toda solicitud empezaron a interrogarme sobre mi estado de salud. Les dije que, en lo que cabía, me sentía bien.A esas alturas ya había ocho hombres en la casa y tres vehículos con luces parpadeantes en la calle. Mi campo visual, a ras del suelo, abarcaba la puerta de entrada, así que miré hacia fuera y alcancé a ver a un transeúnte que observaba boquiabierto lo que ocurría dentro. Lo único que ese curioso podía ver era un cuerpo tendido boca abajo y rodeado por todos los efectivos de los servicios de salvamento de la ciudad. Me da escalofríos pensar en lo que debió de suponer.Uno de los socorristas sugirió probar otra vez el remedio discurrido por mi esposa, así que volvió a aparecer la botella medio vacía del costosísimo aceite de oliva extravirgen y vertieron el líquido por el agujero mientras aquél me retorcía el cuerpo hasta hacerme sentir que me dejaría manco.—Ahora, tire —me indicó.Tiré con fuerza y por fin salió el brazo: estaba amoratado, magullado y cubierto de aceite mugriento, pero completo.—Mueva los dedos —dijo el socorrista, y los moví. Entonces añadió en el único tono de regaño que escuché esa noche—: La próxima vez pruebe con un colgador de alambre.Los policías cerraron sus libretas y el inspector del DIC meneó la cabeza con incredulidad. Los socorristas recogieron los tanques de oxígeno y los bomberos volvieron a ponerse las hachas al cinto, creo que de mala gana. Los motores de los vehículos rugieron y un instante después todo retornó a la normalidad.Reanimado con una leche malteada de buen tamaño, me armé con un colgador de alambre y recuperé las gafas en menos de tres minutos.