Publicado en
enero 21, 2010
Título Original: Rising Sun
Estamos entrando en un mundo en el que ya no rigen las viejas normas.
Traducción: (1992) Ana María de la Fuente
Los negocios son la guerra.
Lema japonés
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LOS ÁNGELES
TRANSCRIPCIÓN CONFIDENCIAL
DE ARCHIVOS INTERNOS
Contiene: Trascripción de interrogatorio en vídeo al
Detective Peter J. Smith 13-15 de marzo
ref.: «Asesinato Nakamoto» (A8895-404)
Esta trascripción es propiedad del Departamento de Policía de Los Ángeles para utilización interna exclusivamente. La autorización para copiar, citar, reproducir o revelar con cualquier otro medio el contenido de este documento está limitada por la ley. La utilización no autorizada conlleva severas sanciones.
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Oficial al mando,
Departamento de Policía de Los Ángeles
Apartado 2029
Los Ángeles, CA 92038
Teléfono (213) 555-7600
Fax: (213) 555-7812
Vídeo interrogatorio detective P. J. Smith 13-15.3
Caso: «Asesinato en la Nakamoto»
Descripción del interrogatorio: El sujeto (teniente Smith) fue interrogado durante 22 horas a lo largo de tres días, desde el lunes, 13, hasta el miércoles, 15 de marzo. La conversación fue grabada en cinta de vídeo S-VJS/SD.
Descripción de la imagen: Sujeto (Smith) sentado a un escritorio en la Sala de Vídeo 4, Central de la Policía de Los Ángeles. Reloj en la pared, detrás del sujeto. La imagen abarca superficie de la mesa, taza de café y sujeto de cintura para arriba. El sujeto viste americana y corbata (primer día); camisa y corbata (segundo día) y mangas de camisa (tercer día). En el ángulo inferior derecho, código horario del vídeo.
Objeto del interrogatorio: Aclarar el papel del sujeto en el «Asesinato en la Nakamoto» (A8895-404). Los oficiales encargados del interrogatorio fueron el detective T. Conway y el detective P. Hammond. El sujeto renunció a su derecho a un abogado.
Situación del caso: Archivado como «caso sin resolver».
Trascripción del 13 de marzo (1)
INT.: Bien, la cámara está en marcha. Diga su nombre para el informe, por favor.
SUJ.: Peter James Smith. INT.: Edad y categoría.
SUJ.: Treinta y cuatro años. Teniente de la división de Servicios Especiales. Departamento de Policía de Los Ángeles.
INT.: Teniente Smith, como usted ya sabe, por el momento no se le acusa de ningún crimen.
SUJ.: Lo sé.
INT.: De todos modos, tiene derecho a hacerse representar por un abogado.
SUJ.: Renuncio.
INT.: Bien. ¿Ha sido coaccionado de algún modo para venir aquí?
SUJ.: (Pausa larga): No; no he sido coaccionado en modo alguno.
INT.: Bien. Deseamos hablar con usted acerca del Asesinato en la Nakamoto. ¿Cuándo tuvo la primera noticia del caso?
SUJ.: El jueves, 9 de febrero, alrededor de las nueve de la noche.
INT.: ¿Qué pasó entonces?
SUJ.: Yo estaba en casa. Me llamaron por teléfono.
INT.: ¿Qué hacía usted cuando le llamaron por teléfono?
PRIMERA NOCHE
Para ser exactos, yo estaba en mi apartamento de Culver City, sentado en la cama, mirando un partido de los Lakers, sin el sonido, mientras trataba de aprender vocabulario de mi curso de japonés para principiantes.
Era una noche tranquila; había acostado a mi hija a eso de las ocho. Tenía el casete encima de la cama y una alegre voz femenina decía cosas tales como: «Buenos días, soy policía. ¿Puedo ayudarle en algo?» y «Por favor, tráigame el menú.» Después de cada frase, la mujer hacía una pausa, para que yo repitiera, en japonés, lo que había dicho ella. Y yo repetía, a trompicones, lo mejor que sabía. Luego ella decía: «La verdulería está cerrada. ¿Dónde está la oficina de Correos?» Cosas por el estilo. A veces, era difícil concentrarse, pero lo intentaba. «Mr. Hayashi tiene dos hijos.»
Yo traté de contestar. «Hayashi-san wa kodomo ga fur... futur...» Juré por lo bajo, pero ella ya estaba hablando otra vez.
—Esta bebida no es muy buena.
Yo tenía el libro abierto encima de la cama, al lado de un muñeco Cabeza de Patata de mi hija que acababa de reparar. Al otro lado, un álbum y las fotos del segundo cumpleaños de la niña. Ya hacía cuatro meses de la fiesta de Michelle, y yo aún no había pegado las fotos en el álbum. Uno no debe retrasarse en estas cosas.
—Se celebrará una reunión a las dos.
Las fotos de encima de la cama ya no reflejaban la realidad. Al cabo de cuatro meses, Michelle estaba muy cambiada, había dado un estirón y se le había quedado corto el caro vestido de fiesta que le había comprado mi ex esposa: terciopelo negro con cuello de encaje blanco.
En las fotos, mi ex esposa hace un gran papel: sostiene el pastel mientras Michelle sopla las velas o ayuda a la niña a abrir los regalos. Parece una madraza. En realidad, mi hija vive conmigo y mi ex esposa no la ve mucho. La mitad de los fines de semana no aparece y se salta los pagos de la pensión de la niña.
Pero, por las fotos, nadie lo diría.
—¿Dónde está el aseo?
—He traído el coche. Podemos ir juntos.
Seguí estudiando. Oficialmente, aquella noche estaba de guardia: yo era el oficial de Servicios Especiales encargado de la zona centro. Pero el nueve de febrero era un jueves tranquilo y yo no esperaba mucha acción. Hasta las nueve, sólo había recibido tres llamadas.
Servicios Especiales comprende la sección diplomática del Departamento de Policía; nos encargamos de los problemas relacionados con diplomáticos y celebridades, y proporcionamos intérpretes y enlaces a los extranjeros que, por una u otra causa, entran en contacto con la Policía. Es un trabajo variado pero no fatigoso: durante un turno de servicio, puedo recibir media docena de peticiones de ayuda, y ninguna urgente. Casi nunca tengo que salir. Es un trabajo mucho menos exigente que el de encargado de Prensa, lo que hacía antes de pasar a Servicios Especiales.
La primera llamada que recibí la noche del nueve de febrero se refería a Fernando Conseca, el vicecónsul de Chile. Un coche patrulla lo había parado; Ferny había bebido demasiado para conducir, pero invocaba inmunidad parlamentaria. Dije a los agentes que lo llevaran a su casa y tomé nota para volver a quejarme al Consulado por la mañana.
Una hora después me llamaron unos detectives de Cárdena. Durante un tiroteo en un restaurante, habían arrestado a un sospechoso que sólo hablaba samoano, y pedía un intérprete. Yo les dije que no había inconveniente en facilitarles el intérprete, pero que todos los samoanos hablaban inglés porque hacía años que el país era posesión norteamericana. Los detectives dijeron que ellos se encargarían del asunto. Luego recibí un aviso de que unidades móviles de televisión bloqueaban las salidas de incendios en un concierto de Aerosmith; dije a los agentes que avisaran a los bomberos. Durante la hora siguiente, hubo calma. Volví al libro y a la mujercita de la voz cantarina que decía cosas tales como: «Ayer hizo un día lluvioso.»
Entonces llamó Tom Graham.
—Estos jodidos japoneses —dijo Graham—. Tienen un morro increíble. Vale más que vengas, Petey-san. Mil cien de Figueroa, esquina a Séptima. Es el nuevo edificio «Nakamoto».
—¿Cuál es el problema? —Tenía que preguntarlo: Graham es un buen detective, pero tiene mal genio y a veces exagera.
—El problema es que los jodidos japoneses exigen ver al jodido oficial de enlace de Servicios Especiales. Y ése eres tú, colega. Dicen que la Policía no puede proceder hasta que llegue el oficial de enlace.
—¿Proceder? ¿A qué? ¿Qué tenéis ahí?
—Homicidio —dijo Graham—. Mujer blanca, de unos veinticinco años y un metro ochenta. Tendida de espaldas, en su jodida sala de juntas. Todo un panorama. Anda, ven cuanto antes.
—¿No se oye música de fondo? —pregunté.
—Sí, mierda —dijo Graham—. Hay una fiesta por todo lo alto. Esta noche inauguran la torre «Nakamoto» y dan una recepción. Ven.
Le dije que iría. Llamé a la señora Ascanio, que vive al lado, y le pedí que vigilara a la niña porque yo tenía que salir; nunca está de más un poco de dinero extra. Mientras la esperaba, me cambié la camisa y me puse el traje bueno. Luego llamó Fred Hoffmann. Era el encargado de guardia, un tipo fornido de pelo gris.
—Oye, Pete, me parece que no te vendría mal un poco de ayuda en esto.
—¿Por qué? —pregunté.
—Al parecer, tenemos un homicidio con ciudadanos japoneses involucrados. Puede ser un asunto delicado. ¿Cuánto hace que eres oficial de enlace?
—Unos seis meses.
—Yo, en tu lugar, pediría ayuda a alguien con experiencia. Llévate a Connor.
—¿A quién?
—A John Connor. ¿Le conoces?
—Desde luego —dije. En la división, todo el mundo había oído hablar de Connor. Era una leyenda, el más experto de todos los oficiales de Servicios Especiales—. Pero, ¿no estaba retirado?
—Está en situación de excedencia, pero todavía interviene en casos relacionados con japoneses. Creo que podría ayudarte. Verás lo que haremos: yo le llamo de tu parte y tú pasas a recogerlo. —Hoffmann me dio la dirección.
—De acuerdo. Gracias.
—Y, otra cosa: en este asunto, líneas terrestres, ¿de acuerdo, Pete?
—De acuerdo. ¿Quién lo ha dispuesto?
—Es preferible.
—Lo que tú digas, Fred.
«Líneas terrestres» significaba no utilizar las radios, para que nuestras transmisiones no fueran captadas por los medios de comunicación que permanecían a la escucha de las frecuencias de la Policía. Era la práctica habitual en determinadas circunstancias: cuando Elizabeth Taylor era hospitalizada, o cuando moría en accidente de circulación un adolescente hijo de un personaje famoso, para estar seguros de que los padres se enteraban de la noticia antes de que los equipos de televisión empezaran a aporrear la puerta. En tales casos se utilizaban líneas terrestres. Pero yo no recordaba que se hubieran recomendado en un homicidio.
De modo que, mientras me dirigía al centro no utilicé el radioteléfono del coche. Escuchaba la radio. Daban la noticia de que un niño de tres años había recibido una herida de bala que lo había dejado paralítico de cintura para abajo. Durante un atraco a una tienda de la cadena «Siete a Once», una bala perdida alcanzó al niño que se encontraba casualmente en las inmediaciones, hiriéndole en la espina dorsal y ahora estaba...
Cambié de emisora: una tertulia radiofónica. Delante de mí, veía las luces de los rascacielos del centro envueltos en la bruma. Salí de la autopista por San Pedro, la salida de Connor.
Lo que yo sabía de John Connor era que había vivido en el Japón durante una temporada y que conocía bien el idioma y la cultura japoneses. Hubo una época, en los años sesenta, en la que él era el único policía que hablaba japonés correctamente, a pesar de que entonces Los Ángeles era el mayor núcleo de población japonesa del mundo, fuera del archipiélago. Ahora, desde luego, el Departamento tiene más de ochenta policías que hablan japonés, además de los que tratamos de aprenderlo. Connor se había retirado hacía años, pero los oficiales de enlace que habían trabajado con él decían que era el mejor. Tenía fama de detective sagaz y hábil interrogador, capaz como nadie de sacar información a los testigos. Pero lo que más alababan los otros enlaces era su ecuanimidad. Uno me dijo: «Trabajar con japoneses es como hacer equilibrios en la cuerda floja. Antes o después, todo el mundo se decanta hacia uno u otro lado. Unos aseguran que los japoneses son fabulosos e incapaces de hacer daño a nadie. Otros dicen que son unos gilipollas indecentes. Pero Connor conserva el equilibrio. Se mantiene en el punto intermedio. Él, en todo momento, sabe muy bien lo que se hace.»
John Connor vivía en la zona industrial adyacente a la calle Séptima, en un gran almacén de ladrillo contiguo a un depósito de camiones-cisterna. El montacargas estaba averiado. Subí andando hasta el tercer piso y llamé a la puerta.
—Está abierto —dijo una voz.
Entré en un apartamento pequeño. La sala, desierta, estaba decorada al estilo japonés: esteras de tatami, biombos de shoji y paredes recubiertas de paneles de madera; una lámina de caligrafía, una mesita de laca negra y un florero con una única orquídea blanca.
Al lado de la puerta, dos pares de zapatos: unos mocasines de hombre y unos zapatos con tacón de aguja.
—¿Capitán Connor? —dije.
—Un minuto.
Un biombo de shoji se deslizó y apareció Connor. Era muy alto, tal vez metro noventa. Vestía un yukata, una túnica japonesa de algodón azul. Le calculé unos cincuenta y cinco años. Hombros cuadrados, frente ancha, bigote recortado, facciones acusadas y ojos penetrantes. Voz grave. Serena.
—Buenas noches, teniente.
Nos estrechamos las manos. Connor me miró de arriba abajo y asintió con gesto de aprobación.
—Bien. Muy presentable.
—Antes trabajaba en la oficina de Prensa —dije—. Nunca se sabe cuándo va uno a verse delante de las cámaras.
Él asintió.
—¿Y ahora es el oficial de Servicios Especiales de guardia? —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.
—Exactamente.
—¿Cuánto tiempo hace que es oficial de enlace?
—Seis meses.
—¿Habla japonés?
—Un poco. Estoy estudiándolo.
—Déme unos minutos para cambiarme. —Dio media vuelta y desapareció tras el biombo de shoji—. ¿Es un homicidio?
—Sí.
—¿Quién le ha avisado?
—Tom Graham. Es el encargado del caso en la escena del crimen. Dice que los japoneses se han empeñado en que esté presente un oficial de enlace.
—Ya. —Hubo una pausa. Oí correr agua—. ¿Es una petición habitual?
—No. En realidad, que yo sepa, es la primera vez. Normalmente, los oficiales piden un enlace cuando tienen un problema de lenguaje. No sé de ningún caso en que los japoneses hayan pedido un enlace.
—Ni yo tampoco —dijo Connor—. ¿Le pidió Graham que viniera a buscarme? Porque Tom Graham y yo no siempre nos hemos admirado mutuamente.
—No —respondí—; Fred Hoffmann me sugirió que lo llevara conmigo. Le parece que no tengo suficiente experiencia. Dijo que le llamaría en mi nombre.
—Entonces, ¿usted tuvo dos llamadas? —dijo Connor.
—Sí.
—Ya. —Reapareció con un traje azul oscuro, anudándose la corbata—. Creo que el tiempo es un factor crítico. —Miró su reloj—. ¿A qué hora le llamó Graham?
—A eso de las nueve.
—Entonces ya han transcurrido cuarenta minutos. Vámonos, teniente. ¿Dónde tiene el coche?
Bajamos rápidamente.
Circulamos por San Pedro arriba y, al llegar a la Segunda, torcimos hacia la izquierda, en dirección al edificio «Nakamoto». Connor me preguntó:
—¿Tiene buena memoria?
—Bastante buena, creo.
—Me gustaría que me repitiera las conversaciones telefónicas que ha mantenido esta noche, con todos los detalles posibles. Palabra por palabra, a poder ser.
—Lo intentaré.
Le describí las dos llamadas. Connor me escuchó sin interrumpirme ni hacer comentarios. Yo no sabía por qué estaba tan interesado y él no me lo dijo. Cuando hube terminado, me preguntó:
—¿No le dijo Hoffmann quién había ordenado líneas terrestres?
—No.
—Bien, de todos modos, es buena idea. Yo nunca uso el teléfono del coche si puedo evitarlo. Hay demasiada gente a la escucha.
Torcí por Figueroa. Vi brillar focos delante de la nueva torre «Nakamoto». El rascacielos de granito gris se recortaba en el cielo de la noche. Yo metí el coche por el carril de la derecha y abrí la guantera para coger unas cuantas tarjetas.
En las tarjetas, impresas por una cara en inglés y, por la otra, en japonés, se leía: Teniente Detective Peter J. Smith, Oficial de Enlace de Servicios Especiales, Departamento de Policía de Los Ángeles.
Connor miró las tarjetas.
—¿Cómo piensa manejar la situación, teniente? ¿Ya ha tratado antes con japoneses?
—Pues, en realidad, no —dije—. Un par de arrestos por conducir en estado de embriaguez.
—Entonces voy a permitirme sugerirle una estrategia para ambos —dijo Connor cortésmente.
—Encantado —respondí—. Gracias por su ayuda.
—Bien. Puesto que el enlace es usted, probablemente será preferible que, cuando lleguemos, sea usted quien hable.
—Bien.
—No se moleste en presentarme ni se refiera a mí en modo alguno. Ni siquiera me mire.
—De acuerdo.
—Yo no cuento para nada. Usted manda.
—Muy bien.
—Ello ayudará a mantener un tono formal. Permanezca erguido y con la chaqueta bien abrochada. Si le hacen una reverencia, usted limítese a inclinar ligeramente la cabeza. Un extranjero nunca dominará el ritual de la reverencia. Ni lo intente.
—De acuerdo.
—Cuando empiece a tratar con los japoneses, recuerde que a ellos no les gusta negociar. Les parece un enfrentamiento excesivamente fuerte. En su propia sociedad, lo evitan todo lo posible.
—Bien.
—Controle sus ademanes. Mantenga los brazos caídos a los lados del cuerpo. A los japoneses los movimientos bruscos les resultan amenazadores. Hable despacio. Mantenga un tono de voz sereno y uniforme.
—Conforme.
—Si le es posible.
—Desde luego.
—Puede ser difícil. A veces, los japoneses llegan a hacerse irritantes. Probablemente, los encuentre usted irritantes esta noche. Llévelo lo mejor que pueda. Pero, pase lo que pase, no pierda los estribos.
—Entendido.
—Es de muy mala educación.
—Ya.
—Estoy seguro de que lo hará usted muy bien —sonrió Connor—. Probablemente, no necesite mi ayuda para nada. Pero, si se atasca, me oirá decir: «Quizá yo pueda ayudar.» Será la señal de que yo tomo las riendas. A partir de ese momento, déjeme hablar a mí. Será preferible que no vuelva a abrir la boca, ni aunque se dirijan a usted. ¿Entendido?
—Entendido.
—Si quiere hablar, hable, pero no se extienda.
—Está bien.
—Otra cosa: haga lo que haga yo, no demuestre sorpresa. Haga lo que haga.
—Bien.
—Una vez empiece yo a hablar, usted procure situarse ligeramente detrás de mí, a mi derecha. No se siente. No mire en derredor. No se distraiga. Recuerde que usted procede de una cultura de cine, televisión y vídeo, y ellos, no. Ellos son japoneses. Para ellos, todo lo que usted haga tiene significado. En todos los detalles de su aspecto y su conducta se reflejará usted, el Departamento de Policía y yo mismo, su superior y sempai.
—Conforme, capitán.
—¿Alguna pregunta?
—¿Qué quiere decir sempai?
Connor sonrió.
Pasamos por delante de los focos y bajamos por la rampa al sótano del garaje.
—En el Japón, se llama sempai al hombre maduro que guía al joven, o kohai. La relación sempai-kohai es muy frecuente. Suele darse por descontada en todos los casos en que un hombre mayor y otro joven trabajan juntos. Probablemente, a nosotros nos la atribuirán.
—¿Una especie de maestro y aprendiz? —pregunté.
—No exactamente. En el Japón, sempai-kohai tiene una calidad diferente. El sempai es como un padre indulgente con todos los excesos y errores juveniles de su kohai. Aunque estoy seguro de que usted no abusará de mi indulgencia.
Llegamos al pie de la rampa desde donde se dominaba el aparcamiento en toda su extensión. Connor miró por la ventanilla con el ceño fruncido.
—¿Dónde está la gente?
El garaje de la torre «Nakamoto» estaba lleno de limusinas. Los chóferes, apoyados en los coches, charlaban y fumaban. Pero no se veían coches de la Policía. Generalmente, donde ha habido un homicidio, parece una postal navideña, con los destellos de media docena de coches-patrulla, el forense, los auxiliares sanitarios y demás.
Pero allí no había nada de esto. Era el clásico garaje de un local en el que se daba una fiesta, con grupitos de gente elegante esperando el coche.
—Interesante —dije.
Paramos. Los empleados del aparcamiento abrieron las portezuelas y yo pisé una alfombra mullida y oí música suave. Caminé con Connor hacia el ascensor. Nos cruzamos con gente bien vestida: hombres de esmoquin y mujeres con modelos caros. Y, al lado del ascensor, con una americana de pana llena de manchas y un cigarrillo en la mano al que daba furiosas chupadas, estaba Tom Graham.
Cuando Graham jugaba de medio en la Universidad, no llegó al primer equipo. Ésta era una constante en su vida: para él nunca llegaba el ascenso crucial, la oportunidad de subir el escalón siguiente en su carrera de detective. Había pasado de una división a otra, sin encontrar el distrito adecuado ni al compañero con el que trabajar a gusto. Graham era un bocazas que se había creado enemigos en la oficina del jefe y, a sus treinta y nueve años, era poco probable que consiguiera nuevos ascensos. Estaba amargado y pesaba más de la cuenta: un hombre corpulento, rudo y antipático. Su idea de la integridad era el fracaso, y todo el que no estuviera de acuerdo con él era blanco de su sarcasmo.
—Bonito traje —me dijo cuando me acercaba—. Estás hecho un figurín, Peter. —Me hizo saltar una imaginaria mota de polvo de la solapa.
Yo no me di por enterado.
—¿Cómo va el asunto, Tom?
—Chicos, vosotros parecéis invitados a la fiesta, no gente que ha venido a trabajar. —Se volvió hacia Connor y le estrechó la mano—. Hola, John, ¿de quién ha sido la idea de sacarte de la cama?
—Vengo de observador —dijo Connor plácidamente.
—Fred Hoffmann me pidió que lo trajera —dije yo.
—Jo —exclamó Graham—. Yo, encantado de que estés aquí. No me vendrá mal la ayuda. Arriba la situación está un poco tirante.
Nos precedió hacia los ascensores. Yo seguía sin ver a más policías.
—¿Dónde está la gente? —pregunté.
—Buena pregunta —dijo Graham—. Han conseguido mantener a toda nuestra gente en la entrada de servicio. Dicen que allí el ascensor es más rápido. Y no hacen más que hablar de la importancia de la inauguración y de que nada debe perturbar el acto.
En la batería de ascensores, un guardia de seguridad japonés nos inspeccionó de arriba abajo.
—Estos dos vienen conmigo —dijo Graham. El guardia asintió, pero siguió mirándonos con suspicacia.
Entramos en el ascensor.
—Japoneses de mierda —dijo Graham mientras se cerraban las puertas—. Éste todavía es nuestro país. Y nosotros todavía somos la jodida Policía de nuestro propio país.
El ascensor era de vidrio y, mientras subíamos entre la suave bruma, íbamos dominando el centro de Los Ángeles. Enfrente estaba el edificio Arco, iluminado de arriba abajo.
—Como sabéis, estos ascensores son ilegales —dijo Graham—. Según las ordenanzas, no puede haber ascensores de vidrio en edificios de más de noventa plantas, y éste tiene noventa y siete, es el más alto de Los Ángeles. Pero todo el edificio es un caso aparte. Lo levantaron en seis meses. ¿Sabéis cómo? Trajeron elementos prefabricados de Nagasaki y los montaron aquí. No utilizaron mano de obra norteamericana. Consiguieron un permiso especial para pasar por encima de nuestros sindicatos porque, dijeron, existía un problema técnico que sólo podían resolver los obreros japoneses. ¿Vosotros os lo tragáis?
—Consiguieron convencer a los sindicatos americanos —dije encogiéndome de hombros.
—Sí, y convencieron hasta al Ayuntamiento —dijo Graham—. Con dinero, claro. Y si algo sabemos de los japoneses es que tienen dinero. Y con dinero consiguen exenciones de permisos de construcción, ordenanzas antiterremotos y todo lo que quieran.
—Política —dije encogiéndome de hombros.
—Y un huevo. ¿Sabes que ni siquiera pagan impuestos? Lo que oyes: la ciudad les ha concedido una exención de impuestos sobre la propiedad de ocho años. Mierda, es que estamos regalando el país.
Subimos en silencio. Graham miraba el panorama. Los ascensores eran «Hitachi» de alta velocidad y tecnología punta. Los más rápidos y suaves del mundo. Nos envolvía la bruma.
—¿Hablamos del homicidio o quieres que sea una sorpresa?
—Joder —dijo Graham. Abrió el bloc—. Vamos allá. La llamada fue hecha a las ocho treinta y dos. Un individuo que hablaba de un «problema para la retirada de un cuerpo», con fuerte acento asiático y expresión defectuosa. La centralita no consiguió sacarle más que la dirección. Torre «Nakamoto». Viene un coche patrulla, que llega a las ocho treinta y nueve y comprueba que se trata de homicidio. Piso cuarenta y seis, planta de oficinas. Víctima, mujer blanca, de unos veinticinco años. Una muchacha condenadamente guapa. Ya la verás.
»Los azules llaman a la división de Homicidios. Vengo yo con Merino. Llegamos a las ocho cincuenta y tres. El fotógrafo y el equipo de huellas llegan a la misma hora. ¿Hasta aquí, de acuerdo?
—Sí —dijo Connor moviendo la cabeza.
—Estábamos empezando a trabajar cuando viene un japonés de la «Nakamoto» con traje azul marino de mil dólares y nos hace saber que no piensa renunciar a su derecho a hablar con el oficial de enlace del Departamento de Policía de Los Ángeles antes de autorizarnos hacer algo en su jodido edificio. Y nos suelta que, probablemente, no habrá caso.
»Yo me digo qué cuernos pasa aquí. Esto es un homicidio. Este tío tiene que largarse. Pero el japonés habla un inglés perfecto y parece saber mucho de leyes. Y entonces todos los del Departamento ponen cara de circunstancias. Bueno, no tiene objeto forzar las cosas e iniciar una investigación contra todo procedimiento, digo yo, ¿no? Y el muy cabrito, duro con que no podemos hacer nada antes de que llegue el oficial de enlace. Yo no le veo la necesidad, con lo bien que él se explica. Yo creía que el oficial de enlace sólo intervenía cuando la gente no sabía el idioma, y aquel tío parecía haber estudiado leyes en Stanford. En fin... —suspiró en conclusión.
—... que me llamaste —dije.
—Sí.
—¿Quién es el hombre de «Nakamoto»?
—Mierda. —Graham miró sus notas con el ceño fruncido—. Isihara. Ishiguri. Algo por el estilo.
—¿Tienes su tarjeta? Te habrá dado una tarjeta.
—Sí. Se la pasé a Merino.
—¿Algún otro japonés?
—¿Bromeas? —rió Graham—. Los hay a montones. Ahí arriba han montado una jodida Disneylandia.
—Me refiero a la escena del crimen.
—Y yo también —dijo Graham—. No podemos echarlos. Dicen que el edificio es suyo y que tienen derecho a estar allí. Y no hay quien los mueva.
—¿Dónde es la fiesta?
—Un piso más abajo, en el cuarenta y cinco. Es todo un espectáculo. Hay por lo menos ochocientas personas. Estrellas de cine, senadores, diputados, lo que quieras. Está Madonna, creo, y Tom Cruise. El senador Hammond. El senador Kennedy. Elton John. El senador Morton. El alcalde Thomas. Wyland, el fiscal del distrito. Oye, a lo mejor está tu ex esposa, Pete. Todavía trabaja para Wyland, ¿no?
—Según mis últimas noticias.
—Debe de ser fabuloso joder a una abogada en lugar de ser jodido. Un cambio muy agradable.
Yo no deseaba hablar de mi ex mujer.
—Últimamente no nos vemos mucho —dije.
Sonó una campanilla y el ascensor dijo:
—Yonjusan.
Graham miró los números luminosos de encima de la puerta.
—¿Tú te lo puedes creer?
—Yonjushi —dijo el ascensor—. Mosugu de gozaimasu.
—¿Qué ha dicho?
—Casi hemos llegado.
—Joder —dijo Graham—. Si un ascensor tiene que hablar, por lo menos debería hablar en inglés. Todavía estamos en América.
—Apenas —dijo Connor contemplando el panorama.
—Yonjugo —dijo el ascensor.
La puerta se abrió.
Tenía razón Graham: era una fiesta por todo lo alto. Toda la planta se había convertido en una réplica de una sala de baile de los años cuarenta. Hombres con traje oscuro. Mujeres con vestido de cóctel. La orquesta tocaba música de Glenn Miller. Cerca del ascensor había un hombre de pelo gris y cara bronceada que me resultó vagamente familiar. Tenía hombros atléticos. Entró en el ascensor y me miró.
—Planta baja, por favor. —Olía a whisky.
Al momento, a su lado apareció un joven de traje oscuro.
—Este ascensor sube, senador.
—¿Cómo? —El hombre del pelo gris miró a su asistente.
—Este ascensor va para arriba.
—Bueno, pues yo quiero ir para abajo. —El hombre hablaba con la estudiada precisión del borracho.
—Sí, señor. Ya lo sé, señor —respondió el ayudante con jovialidad—. Tomaremos el ascensor de al lado, senador. —Con mano firme, agarró del codo al hombre del pelo gris y lo sacó del ascensor.
Las puertas se cerraron. El ascensor siguió subiendo.
—Ya ves para lo que sirven los dólares de tus impuestos —dijo Graham—. ¿Lo reconociste? El senador Stephen Rowe. Es una alegría encontrarlo divirtiéndose en la fiesta, si tomamos en consideración que forma parte del Comité de Finanzas del Senado que dicta las disposiciones que rigen para las importaciones del Japón. Además, este Rowe, al igual que su colega, el senador Kennedy, es un tenorio.
—Oh, ¿sí?
—Y también dicen que bebe cantidad.
—Ya me he dado cuenta.
—Por eso le acompaña el chico. Para que no se meta en líos.
El ascensor se paró en el piso cuarenta y seis. Se oyó un leve «ping» electrónico.
—Yonjuroku. Domo arigato gozaimasu.
—Por fin —dijo Graham—. A ver si ahora podemos empezar a trabajar.
Se abrieron las puertas. Nos encontramos delante de una muralla de trajes azul marino, vueltos de espaldas a nosotros. Delante del ascensor debía de haber por lo menos veinte hombres. El aire estaba cargado de humo de tabaco.
—Abran paso, abran paso —dijo Graham, repartiendo empujones a derecha e izquierda. Yo le seguí. Detrás de mí iba Connor, en silencio y procurando no llamar la atención.
El piso cuarenta y seis estaba diseñado para albergar las oficinas de dirección de «Industrias Nakamoto» y era impresionante. Desde la alfombrada zona de recepción, delante de los ascensores, se veía toda la planta: era un gigantesco espacio diáfano. Medía unos sesenta metros por cuarenta; aproximadamente, la mitad de un campo de fútbol. Todo contribuía a transmitir una sensación de grandiosidad y elegancia: el alto techo, cubierto de madera, el regio mobiliario, las tapicerías en negro y gris y la mullida alfombra. Los sonidos quedaban amortiguados y las suaves luces acentuaban el efecto de sobria suntuosidad. Parecía más un Banco que una oficina comercial.
El Banco más lujoso que hayan visto.
Te daban ganas de pararte a mirar. Yo me quedé junto a la cinta amarilla que cerraba el acceso a la planta, contemplando lo que me rodeaba. Delante había un atrio, una especie de pequeña plaza de toros para secretarias y empleados de menor categoría. Los grupos de escritorios, se alternaban con las plantas de interior que dividían el espacio. En el centro del atrio, se exhibía una gran maqueta de la torre Nakamoto con el complejo de edificios adyacentes todavía en construcción. Un foco iluminaba la maqueta, pero el resto del atrio estaba en penumbra, sólo con el alumbrado nocturno.
Alrededor del atrio estaban los despachos de los jefes. Los tabiques que daban al atrio eran de vidrio, lo mismo que los muros exteriores, de manera que desde donde me encontraba veía los rascacielos de alrededor. Tenías la impresión de estar flotando en el espacio.
Había dos salas de juntas, una a la derecha y otra a la izquierda, separadas del atrio por tabiques de vidrio. La sala de la derecha era más pequeña y en ella estaba el cadáver de la muchacha, tendido sobre una larga mesa negra. Llevaba vestido negro. Una pierna le colgaba por el borde de la mesa. No vi sangre. Aunque me encontraba bastante lejos, quizás a unos sesenta metros. Era difícil distinguir detalles a aquella distancia.
Oí el chisporroteo de las radios de la Policía y la voz de Graham que decía:
—Aquí tienen a su enlace, caballeros. A ver si ahora podemos empezar la investigación. ¿Peter?
Me volví hacia los japoneses que estaban al lado del ascensor. No sabía a cuál tenía que dirigirme; hubo un momento de desconcierto, hasta que uno de ellos se adelantó. Tenía unos treinta y cinco años y llevaba traje caro. El hombre hizo una pequeña inclinación, sólo una insinuación, doblando el cuello. Yo correspondí moviendo la cabeza a mi vez. Luego, él habló.
—Konbanwa Hajimenashite Sunisu-san. Ishigura desuo. Dozo yoroshiku. —Un saludo formal pero parco. Sin perder tiempo. Se llamaba Ishigura. Ya conocía mi nombre. Yo contesté:
—Hajimemashite. Watashi wa Sumisu desu. Dozo yoroshiku. —¿Cómo está usted? Encantado de conocerle. Lo normal.
—Watashi no meishi desu. Dozo. —Me dio su tarjeta profesional. Tenía movimientos rápidos, bruscos.
—Domo arigato gozaimasu. —Tomé su tarjeta con las dos manos, aunque no era necesario, pero, siguiendo el consejo de Connor, quería obrar con toda la ceremonia. Luego, yo le di mi tarjeta. El ritual exigía que cada uno de nosotros mirase la tarjeta del otro e hiciera un pequeño comentario o una pregunta, por ejemplo: «¿Es este el número de teléfono de su despacho?»
Ishigura tomó mi tarjeta con una sola mano y dijo:
—¿Es éste el número de teléfono de su casa, detective? —Quedé sorprendido. Hablaba ese inglés sin acento que sólo se aprende viviendo aquí mucho tiempo y de joven. Debía de haber estudiado aquí. Uno de los miles de japoneses que estudiaban en América en los setenta, en la época en que ellos enviaban a América a ciento cincuenta mil estudiantes al año y nosotros, al Japón, a doscientos.
—Sí, ese de abajo es mi número —dije.
Ishigura se guardó mi tarjeta en el bolsillo de la camisa. Yo empecé a hacer un comentario cortés acerca de su tarjeta, pero él me interrumpió.
—Detective, creo que podemos prescindir de formalidades. Si esta noche tenemos aquí un problema es sólo porque su colega se muestra poco razonable.
—¿Mi colega?
Ishigura movió secamente la cabeza.
—El gordo. Graham. Sus exigencias son disparatadas, y nos oponemos a que esta noche se haga una investigación.
—¿Por qué, Mr. Ishigura? —pregunté.
—No existe causa justificada.
—¿Por qué lo dice?
Ishigura resopló.
—Imaginaba que eso sería evidente incluso para usted.
Yo conservé la calma. Cinco años de detective y uno en el Departamento de Prensa me habían entrenado en no dejarme provocar.
—No, señor; lamento decirle que no es evidente.
Él me miró con desdén.
—Es un hecho, teniente, que no tienen ustedes razón para relacionar la muerte de esta muchacha con la fiesta que celebramos en el piso de abajo.
—Ella parece llevar traje de fiesta...
Él me interrumpió con rudeza:
—Supongo que, probablemente, descubrirán que ha muerto de una sobredosis accidental. Y, por lo tanto, su muerte nada tiene que ver con nuestra fiesta. ¿No está de acuerdo?
Yo aspiré profundamente.
—No, señor; no estoy de acuerdo. No sin hacer una investigación. —Volví a suspirar—. Mr. Ishigura, yo comprendo su preocupación, pero...
—No creo que la comprenda —dijo Ishigura volviendo a interrumpirme—. Insisto en que tome en consideración la situación de la «Nakamoto» esta noche. Es una noche muy importante para nosotros, una noche muy pública. Naturalmente, nos causa consternación la idea de que el acto pueda quedar deslucido por alegaciones infundadas sobre la muerte de una mujer, especialmente, de una mujer sin importancia.
—¿Una mujer sin importancia?
Ishigura agitó la mano con displicencia. Parecía harto de hablar conmigo.
—Está bien claro. No hay más que mirarla. Es una vulgar prostituta. No sé ni cómo ha podido entrar en el edificio. Y en consecuencia protesto enérgicamente por la intención del detective Graham de interrogar a los invitados a la recepción. Está fuera de toda razón. Tenemos entre nuestros invitados a muchos senadores, congresistas y altos funcionarios de Los Ángeles. Comprenderá que personas tan preeminentes han de encontrar extraño...
—Un momento —dije—. ¿El detective Graham le dijo que iba a interrogar a todos los asistentes a la recepción?
—Eso dijo, sí.
Ahora, por fin, empezaba a comprender por qué me habían llamado. A Graham no le gustaban los japoneses y les había amenazado con estropearles la fiesta. Desde luego, no podía hacerlo. Graham no podía interrogar a senadores de Estados Unidos, y no digamos al fiscal general o al alcalde. No, si quería ir a trabajar al día siguiente. Pero los japoneses le reventaban y decidió incordiarlos.
—Podríamos colocar un registro de salida abajo para que sus invitados firmaran a medida que van saliendo.
—Lo siento, pero eso sería muy difícil —empezó Ishigura—. Sin duda usted reconocerá...
—Mr. Ishigura, eso es lo que vamos a hacer.
—Pero lo que usted pide es muy difícil...
—Mr. Ishigura.
—Esto va a causarnos...
—Mr. Ishigura, lo siento. Acabo de decirle el procedimiento que va a seguir la Policía.
Él se puso rígido. Hubo una pausa. Se enjugó el sudor del labio superior y dijo:
—Me defrauda, teniente, no encontrar en usted más colaboración.
—¿Colaboración? —Aquí empecé a mosquearme—. Mr. Ishigura, ahí dentro tiene a una mujer muerta, y nuestro trabajo consiste en investigar qué ocurrió a...
—Pero debe reconocer las especiales circunstancias en que nosotros...
Entonces oí decir a Graham:
—¡Ay, mierda, pero qué es eso!
Miré por encima del hombre y vi a un japonés bajo, con aspecto de intelectual, unos veinte metros más allá de la cinta amarilla. Estaba haciendo fotografías del escenario del crimen. La cámara era tan pequeña que casi quedaba disimulada dentro de la mano. Pero lo que no quedaba disimulado era que aquel hombre había cruzado la barrera para hacer fotografías. Vi que retrocedía lentamente hacia nosotros, que levantaba las manos un momento para hacer una fotografía y que parpadeaba detrás de sus gafas de montura metálica, buscando otro motivo. Se movía pausadamente.
Graham se acercó a la cinta y dijo:
—¡Por los clavos de Cristo, salga de ahí, hombre! Esto es el escenario de un crimen. No puede usted hacer fotografías. —El hombre no respondió y siguió andando de espaldas. Graham se volvió—: ¿Quién es ese hombre?
—Es Mr. Tanaka, empleado nuestro. Trabaja para el departamento de Seguridad de «Nakamoto».
Yo no daba crédito a mis ojos. Los japoneses tenían a un empleado paseándose por dentro del espacio acotado con las cintas amarillas, contaminando el escenario del crimen. Era indignante.
—Sáquelo de ahí —dije.
—Está haciendo fotografías.
—No puede hacer fotografías.
—Son para uso de la empresa —dijo Ishigura.
—Eso no me importa, Mr. Ishigura —contesté—. No se puede pasar de la cinta amarilla, ni se pueden hacer fotografías. Sáquelo de ahí. Y déme la película, por favor.
—Muy bien. —Ishigura dijo unas rápidas palabras en japonés. Yo me volví a tiempo de ver a Tanaka deslizarse por debajo de la cinta amarilla y desaparecer tras la barrera de hombres de traje azul marino. Por encima de sus cabezas, vi abrirse y cerrarse las puertas del ascensor.
El hijo de puta. Estaba furioso.
—Mr. Ishigura, está obstruyendo una investigación oficial de la Policía.
Ishigura dijo tranquilamente:
—Comprenda usted nuestra situación, detective Smith. Desde luego, tenemos confianza absoluta en el Departamento de Policía de Los Ángeles, pero hemos de hacer nuestra propia investigación, y para ello necesitamos...
¿Su propia investigación? El muy cabrito... Me quedé sin habla. Apreté los dientes, indignado. Quería arrestar a Ishigura. Quería hacerle dar la vuelta, empujarlo contra la pared, ponerle las esposas y...
—Quizá yo pueda ayudarle, teniente —dijo una voz detrás de mí.
Me volví. Era John Connor, sonriendo alegremente.
Me hice a un lado.
Connor se encaró con Ishigura, se inclinó ligeramente y presentó su tarjeta. Habló rápidamente.
—Totsuzen shitsurei desuga, jikoshokai shitemo yoroshii desuka. Watashi wa John Connor to moshimasu. Meishi o dozo. Dozo yoroshiku.
—¿John Connor? —dijo Ishigura—. ¿El célebre John Connor? Omeni kakarete koei desu. Watashi wa Ishigura desu. Dozu yoroshiku. —Decía que era un honor conocerle.
—Watashi no meishi desu. Dozo. —Connor le dio gentilmente las gracias.
Pero, una vez terminadas las formalidades, la conversación tomó un ritmo tan rápido que yo no podía captar más que alguna que otra palabra. Tenía que demostrar interés, observar y asentir sin tener idea de lo que decían. Oí que Connor, al referirse a mí, me llamaba kohun, su protegido o pupilo. Varias veces, me miró severamente moviendo la cabeza como un padre defraudado. Parecía estar pidiendo disculpas por mi comportamiento. También oí que llamaba a Graham hesomegari, hombre desagradable.
Las disculpas surtieron efecto. Ishigura se calmó y bajó los hombros. Empezó a relajarse. Hasta sonrió. Finalmente, dijo:
—Entonces, ¿no pedirán a nuestros invitados que se identifiquen?
—En modo alguno —dijo Connor—. Sus honorables invitados pueden entrar y salir con toda libertad.
Yo abrí la boca para protestar. Connor me lanzó una mirada.
—No hace falta identificación —prosiguió Connor, con acento formal—, porque estoy seguro de que un invitado de la «Nakamoto Corporation» nunca podría estar involucrado en un incidente tan desagradable.
—¿No te jode...? —susurró Graham para sí.
Ishigura estaba radiante. Pero yo me sentía furioso. Connor me había desautorizado. Me había puesto en ridículo. Y, además, no seguía el procedimiento reglamentario: aquello podía costamos un disgusto a todos. Indignado, hundí las manos en los bolsillos y volví la cara hacia otro lado.
—Le agradezco su delicadeza en el planteamiento de la situación, capitán Connor —dijo Ishigura.
—No tiene importancia —respondió Connor con otra ceremoniosa inclinación—. Pero ahora espero que estén ustedes de acuerdo en que procede que despejen el campo, para que la Policía pueda empezar su investigación.
Ishigura parpadeó.
—¿Despejar el campo?
—Sí —dijo Connor, sacando un bloc—. Y, por favor, déme los nombres de todos los caballeros que están detrás de usted a medida que vayan saliendo.
—¿Cómo?
—Los nombres de esos señores, por favor.
—¿Puedo preguntar por qué?
Entonces Connor, con gesto adusto, lanzó una frase corta en japonés que sonó como un ladrido. Yo no entendí lo que decía, pero vi que Ishigura se ponía colorado.
—Perdón, capitán, pero me parece que no hay razón para que hable usted de esta...
Y entonces Connor se encolerizó. De un modo espectacular y explosivo. Se acercó a Ishigura agitando el índice y le gritó:
—likagu ni shiro! Soko o doke! Küterunoka!
Ishigura encogió el cuello y desvió la mirada aturdido por aquel asalto verbal.
Connor se inclinó sobre él con voz áspera y sarcástica:
—Doke! Doke! Wakaranainoka? —Se volvió y señaló, furioso, a los japoneses que estaban delante del ascensor. Ante la cólera de Connor, los japoneses volvieron la cara, fumando nerviosamente, pero no se marcharon.
—Eh, Richie —dijo Connor dirigiéndose a Richie Walters, el fotógrafo de la unidad—, ¿me sacas unas fotos de esos tipos?
—Desde luego, capitán —dijo Richie. Levantó la cámara y empezó a recorrer la fila de hombres, con rápidos destellos de flash.
Ishigura, muy alterado, se puso delante de la cámara con las manos levantadas.
—Un momento, un momento, ¿qué es esto?
Pero los japoneses ya se iban, girando sobre sí mismos ante el flash como un banco de peces. Desaparecieron en pocos segundos. Teníamos todo el piso para nosotros. Ahora que estaba solo, Ishigura parecía incómodo.
Dijo algo en japonés. Al parecer, más le hubiera valido callar.
—¿Oh? —preguntó Connor—. La culpa de todo la tiene usted —dijo a Ishigura—. Usted ha causado todos estos inconvenientes. Y usted se encargará de que mis detectives reciban toda la ayuda que necesiten. Quiero hablar con la persona que descubrió el cadáver y con la persona que dio el aviso. Quiero el nombre de todos los que han estado en este piso desde que se descubrió el cadáver. Y quiero la película de la cámara de Tanaka. Ore wa honkida. Si sigue entorpeciendo la investigación, lo arresto.
—Pero tengo que consultar a mis superiores...
—Namerrunaya. —Connor se acercó—. No trate de joderme, Ishigura-san. Ahora váyase y déjenos trabajar.
—Desde luego, capitán —dijo. Con una inclinación leve y envarada, se marchó. Tenía el gesto fatigado y triste.
—Le has dado un buen repaso —dijo Graham riendo entre dientes.
Connor se volvió hacia él vivamente.
—¿Qué pretendías con eso de que ibas a interrogar a todos los de la fiesta?
—Bah, mierda, sólo quería chincharle un poco —dijo Graham—. No creerás que iba a interrogar al alcalde. ¿Es culpa mía que esos gilipollas no tengan sentido del humor?
—Lo tienen —dijo Connor—. Y se han reído de ti. Porque Ishigura tenía un problema y tú le has ayudado a resolverlo.
—¿Que yo le he ayudado? —Graham tenía las cejas juntas—. ¿De qué estás hablando?
—Está claro que los japoneses querían demorar la investigación —dijo Connor—. Tus tácticas agresivas les han dado la excusa perfecta para pedir que viniera el enlace de Servicios Especiales.
—Vamos, vamos —dijo Graham—, ellos no podían saber que el oficial de enlace no iba a estar aquí en cinco minutos.
Connor sacudió la cabeza.
—No te engañes: ellos sabían perfectamente quién estaba de servicio esta noche. Y sabían dónde estaba Smith y cuánto tardaría en llegar. Han conseguido demorar la investigación una hora y media. Buen trabajo, detective.
Graham miró a Connor largamente. Luego, dio media vuelta.
—Joder —dijo—. Eso son sandeces, y tú lo sabes. Chicos, a trabajar. Richie, carga la máquina. Tienes treinta segundos para sacar tus fotos antes de que mis chicos te pisen la cola. Vamos, manos a la obra. Quiero acabar antes de que empiece a oler.
Y, andando pesadamente, se encaminó hacia el escenario del crimen.
El equipo del laboratorio, con sus maletines y sus carritos para recogida de pruebas, se fue tras de Graham. Richie Walters iba delante, disparando a derecha e izquierda por todo el atrio hasta la puerta de la sala de juntas. Las paredes eran de vidrio tintado que amortiguaba los destellos del flash. Podía verlo dando la vuelta al cuerpo. Estaba tomando muchas fotografías: sabía que era un caso importante.
Yo me quedé atrás con Connor.
—Creí que era de mal gusto perder los estribos con los japoneses.
—Lo es —dijo Connor.
—Entonces, ¿por qué los perdió usted?
—Desgraciadamente, era la única forma de ayudar a Ishigura.
—¿Ayudar a Ishigura?
—Sí. Lo hice todo por Ishigura, porque él tenía que salvar la faz delante de su jefe. Ishigura no era el hombre más importante. Uno de los que estaban delante del ascensor era el juyaku, el gran jefe.
—No me di cuenta.
—Lo normal es poner delante a un hombre menos importante, mientras el jefe observa desde detrás. Lo mismo que yo hice con usted, kohai.
—¿El jefe de Ishigura estaba ahí mirando?
—Sí. Evidentemente, Ishigura tenía órdenes de no permitir que empezara la investigación y yo tenía que procurar que empezara. Pero había que hacerlo de manera que él no quedara como un incompetente. Por eso hice el papel de gaijin brutal. Ahora me debe un favor. Y eso está bien, porque quizá después necesite su ayuda.
—¿Le debe un favor? —dije, sin acabar de captar la idea. A mi modo de ver, Connor acababa de gritar a Ishigura, humillándolo por completo.
Connor suspiró.
—Aunque usted no lo entienda, puede estar seguro de que Ishigura lo entiende perfectamente. Él tenía un problema y yo le ayudé a resolverlo.
Yo seguía sin entender, y fui a decir algo más, pero Connor levantó la mano.
—Más vale que echemos un vistazo a la escena antes de que Graham y los suyos enreden las cosas todavía más.
Hacía casi dos años que había dejado la brigada y daba gusto volver a trabajar en un homicidio. Traía recuerdos: la tensión de las noches en vela, la descarga de adrenalina producida por un café malo tomado en vaso de papel, mientras todo el equipo trabaja a tu alrededor: es una especie de energía desatada en torno a un centro en el que yace una persona muerta. Todos los escenarios de un crimen tienen esa misma energía y esa nota definitiva en el centro. Cuando miras al muerto y percibes a la vez una especie de obviedad y un misterio insondable. Hasta después de la más vulgar riña doméstica, en la que, al fin, la mujer decide matar al hombre, mientras la miras con todas sus cicatrices y quemaduras de cigarrillo, tienes que preguntarte: ¿por qué esta noche? ¿Qué ha pasado esta noche? Lo que ves está muy claro, pero siempre hay algo incongruente. Las dos cosas a la vez.
Y ante un homicidio tienes la sensación de encontrarte frente a las verdades elementales de la existencia, el olor, la defecación, la tumefacción. Suele haber alguien que llora, y eso es lo que oyes. Y la inanidad cotidiana se interrumpe: alguien ha muerto, y eso es un hecho rotundo, como el pedrusco en mitad de la calzada que obliga a todo el tráfico a desviarse. Y, en ese escenario macabro y real, surge la camaradería, porque es muy tarde y estás trabajando con gente a la que conoces, y conoces bien porque la ves constantemente. En Los Ángeles hay cuatro homicidios al día, uno cada seis horas. Y cada detective que llega al escenario del crimen arrastra diez homicidios sin resolver, lo que hace de éste una carga intolerable, de modo que él y todos esperan resolverlo en el acto, para quitárselo de encima. En el escenario del crimen está, pues, esa nota de finalidad mezclada a la tensión y a la energía.
Y, con los años, llegas a encontrarle el gusto. Y, cuando entré en la sala de juntas, me di cuenta, sorprendido, de que lo echaba de menos.
La sala de juntas era elegante: mesa negra y sillones de alto respaldo de piel negra. Al otro lado de las paredes de vidrio, las luces de los rascacielos. Dentro de la sala, los técnicos hablaban a media voz mientras se movían alrededor del cuerpo inerte de la muchacha.
Tenía el pelo rubio, corto, ojos azules y labios gruesos. Aparentaba unos veinticinco años. Alta, de extremidades largas y atléticas. El vestido era negro y transparente.
Graham ya estaba en acción, al pie de la mesa, escudriñando los altos tacones de charol con una linternita en una mano y el bloc en la otra.
Kelly, el ayudante del forense, introducía las manos de la muchacha en bolsas de papel que cerraba con cinta adhesiva, para protegerlas. Connor le interrumpió.
—Un momento. —Connor miró una mano, examinó la muñeca y debajo de las uñas. Olió una uña. Luego, flexionó los dedos rápidamente uno tras otro.
—No te molestes —dijo Graham lacónicamente—. Todavía no hay rigor monis, ni detritus en las uñas: ni piel, ni fibras de tejido. En realidad, yo diría que no hay señales de lucha.
Kelly introdujo la mano de la muchacha en la bolsa de papel. Connor le preguntó:
—¿Han establecido la hora de la muerte?
—En eso estoy. —Kelly levantó las nalgas de la muchacha para colocar una sonda rectal—. Ya están colocados los termómetros axilares. Lo sabremos dentro de un minuto.
Connor palpó la tela del vestido negro y miró la etiqueta. Helen, del equipo del laboratorio, dijo:
—Es un Yamamoto.
—Ya lo veo —dijo Connor.
—¿Qué es un Yamamoto? —pregunté.
Helen explicó:
—Un diseñador japonés muy caro. Esta fruslería cuesta por lo menos cinco mil dólares. Eso, de segunda mano. Nuevo puede costar quince mil.
—¿Se puede investigar la procedencia? —preguntó Connor.
—Quizá. Depende de si lo compró aquí, en Europa o en Tokio. Tardaremos un par de días en saberlo.
Connor perdió interés inmediatamente.
—No importa. Ya será tarde.
Sacó una pequeña linterna de fibra óptica e inspeccionó el cabello y el cuero cabelludo de la muchacha. Luego le miró las orejas y ahogó una exclamación de sorpresa al ver la derecha. Yo me asomé sobre su hombro y vi una gota de sangre en el orificio del pendiente. Debía de estar molestando a Connor, porque se volvió.
—Con su permiso, kohai.
Yo retrocedí.
—Perdón.
A continuación, Connor olió los labios de la muchacha, le movió la mandíbula arriba y abajo con rapidez y le hurgó en la boca con la linterna. Luego le volvió la cabeza hacia uno y otro lado y estuvo un rato palpándole el cuello con suavidad, casi como si la acariciara.
Bruscamente, se apartó del cadáver diciendo:
—Listo.
Y salió de la sala de juntas.
Graham levantó la cabeza.
—Nunca fue muy bueno en el escenario del crimen.
—¿Por qué lo dices? —pregunté—. Tengo entendido que es un gran detective.
—Joder —dijo Graham—, puedes verlo por ti mismo. Ni siquiera sabe lo que hay que hacer. No tiene idea del procedimiento. Connor no es detective. Connor tiene contactos. Gracias a ellos resolvió todos esos casos que le hicieron famoso. ¿Te acuerdas del caso Arakawa, los recién casados que murieron ametrallados en su luna de miel? ¿No? Sería antes de tu época, imagino, Petey-san. ¿Cuándo fue el caso Arakawa, Kelly?
—En el setenta y seis —dijo Kelly.
—Justo, en el setenta y seis. El caso más sonado del año. El señor y la señora Arakawa, un joven matrimonio en viaje de luna de miel, están junto al bordillo de una calle de Los Ángeles-Este cuando son tiroteados desde un coche en marcha, al más puro estilo gángster. Lo que es peor, la autopsia revela que la señora Arakawa estaba encinta. Los periódicos lanzan sus andanadas: el Departamento de Policía de Los Ángeles es incapaz de controlar la violencia criminal, dicen. Toda la ciudad está conmocionada por lo sucedido a la joven pareja. Y, desde luego, los detectives asignados al caso no descubren ni puñetera mierda. Un caso de asesinato de súbditos japoneses y no van a ninguna parte.
»De manera que, al cabo de una semana, llaman a Connor. Y él lo resuelve en un día. Un jodido milagro de detección. Quiero decir que ha pasado una semana. La evidencia física se ha esfumado, los cadáveres de los recién casados ya están en Osaka, la esquina de la tragedia está sepultada bajo una montaña de flores marchitas. Pero Connor puede demostrar que, en realidad, el joven señor Arakawa es un tío de cuidado allá en Osaka. Demuestra que el crimen callejero al estilo gángster es, en realidad, un asesinato de la yakuza, contratado en el Japón, para que sea ejecutado en América. Y demuestra que el poco recomendable marido es la víctima inocente: los tiros eran para la esposa, a sabiendas de que estaba embarazada, porque se trataba de dar una lección al padre. O sea que Connor le dio la vuelta al caso. Asombroso, ¿no?
—¿Y crees que todo lo resolvió gracias a sus amistades japonesas?
—Ya me dirás. Lo único que yo sé es que poco después de aquello pasó un año en el Japón.
—¿Y qué hacía en el Japón?
—Tengo entendido que se encargaba de la seguridad en una empresa japonesa que le estaba agradecida. O sea, que se lo recompensaron. Él les hizo un trabajo y ellos le pagaron. Por lo menos, es lo que yo me figuro. En realidad, nadie lo sabe. Pero ese hombre no es detective. Joder, mírale ahora.
Fuera, en el atrio, Connor contemplaba el techo con aire pensativo. Miraba en una y otra dirección. Parecía tratar de decidir algo. De pronto, echó a andar rápidamente hacia los ascensores, como si se marchara. Luego, inopinadamente, giró sobre sus talones, volvió al centro de la pieza y se detuvo. A continuación, empezó a examinar las hojas de las palmeras diseminadas por toda la planta en jardineras.
Graham movió la cabeza.
—A ver si ahora le da por la jardinería. ¿No te digo que es un tipo raro? Ya sabrás que se ha ido al Japón más de una vez. Pero siempre regresa. No acaba de encajar. Para él, el Japón debe de ser como una de esas mujeres sin las que uno no puede vivir, pero con ellas, tampoco. ¿Sabes a lo que me refiero? Yo estas cosas no las entiendo. A mí me gusta América. Por lo menos, lo que queda de ella.
Se volvió hacia el equipo del laboratorio que trabajaba en círculos cada vez más apartados del cuerpo.
—Chicos, ¿me habéis encontrado ya esas bragas?
—Todavía no, Tom.
—Estamos buscando, Tom.
—¿Bragas? —pregunté.
Graham levantó la falda de la muchacha.
—Tu amigo John no ha querido molestarse en terminar el examen, pero yo diría que aquí tenemos algo importante. Me parece que eso que le sale de la vagina es líquido seminal. La muchacha no lleva bragas y tiene una marca roja en la ingle que le hicieron al arrancárselas. Los genitales externos están irritados. Está bastante claro que antes de que la mataran la forzaron. Por eso he pedido a los chicos que busquen las bragas.
Uno del equipo dijo:
—Quizá no las llevaba.
—Ya lo creo que las llevaba —dijo Graham.
Yo miré a Kelly.
—¿Rastro de drogas?
—El laboratorio analizará todos los fluidos —dijo él encogiéndose de hombros—. Pero a simple vista parece estar limpia. Muy limpia. —Observé que ahora Kelly estaba violento.
Graham también se había dado cuenta.
—Por los clavos de Cristo, Kelly, ¿a qué viene esa cara de velatorio? ¿Tienes alguna cita?
—No —dijo Kelly—, pero, la verdad, no es sólo que no hay señales de lucha ni de droga, es que no veo indicios de que haya sido asesinada.
—¿Que no hay indicios? —dijo Graham—. ¿Bromeas?
—La muchacha tiene señales en el cuello que apuntan a un síndrome de desviación sexual. Debajo del maquillaje se aprecian marcas que indican que ha sido atada repetidamente.
—¿Y bien?
—Técnicamente, quizá no haya sido asesinada. Quizá sea un caso de muerte súbita por causas naturales.
—¡Vamos, hombre!
—Es posible que éste sea un caso de lo que llamamos muerte por inhibición. Muerte fisiológica instantánea.
—¿Y eso qué significa?
—Que la persona, simplemente, se muere —contestó Kelly encogiéndose de hombros.
—¿Así, sin causa?
—Verás, no es eso exactamente. Suele haber un pequeño traumatismo que afecta al corazón o a los nervios. Pero el traumatismo en sí no basta para producir la muerte. Tuve un caso de un niño de diez años que recibió en el pecho el impacto de una pelota de béisbol, no muy fuerte, y cayó muerto en el patio del colegio. No había nadie a menos de veinte metros. Otro caso: una mujer tuvo un pequeño encontronazo mientras conducía y se golpeó el pecho con el volante, aunque sin violencia y cuando abría la puerta del coche para apearse, cayó muerta. Eso parece ocurrir cuando hay una lesión en el cuello o en el pecho que irrita los nervios que van al corazón. De manera, Tom, que, técnicamente, la muerte súbita es una clara posibilidad. Y, puesto que no es delito copular, no sería asesinato.
Graham entornó los ojos.
—¿Quieres decirme que tal vez no la haya matado nadie?
Kelly se encogió de hombros y cogió su tablilla.
—No lo pongo en el informe. Indico que la causa de la muerte es la asfixia, secundaria a la estrangulación manual. Porque hay probabilidades de que fuera estrangulada, pero toma nota de lo que te he dicho, que es posible que, simplemente, quedara fulminada.
—Excelente —dijo Graham—. Lo archivaremos en fantasías de forense. Mientras tanto, ¿alguno de vosotros, chicos, ha encontrado una identificación?
El equipo, que seguía registrando la sala, murmuró una negativa.
—Creo que tengo la hora de la muerte —dijo Kelly. Comprobó sus termómetros y consultó una tabla—. Registro una temperatura interior de treinta y seis grados. Con esta temperatura ambiente, el post mórtem es de hasta tres horas.
—¿Hasta tres horas? Fantástico. Mira, Kelly, que esa muchacha ha muerto esta noche ya lo sabíamos.
—Es lo más que puedo hacer. —Kelly movió la cabeza—. Desgraciadamente, las curvas de enfriamiento no son muy precisas por debajo de las tres horas. Todo lo que puedo decir es que la muerte se ha producido hace menos de tres horas. Pero tengo la impresión de que ya lleva muerta bastante rato. Francamente, yo diría que cerca de las tres horas.
Graham se volvió al equipo del laboratorio.
—¿Alguien ha encontrado las bragas?
—Todavía no, teniente.
Graham paseó la mirada por la sala y dijo:
—No hay bragas, no hay bolso...
—¿Te parece que alguien ha hecho limpieza?
—No sé —respondió—. Pero una chica que va a una fiesta con un vestido de treinta mil dólares, ¿no va a llevar bolso? —En aquel momento, Graham miró por encima de mi hombro—. ¿Qué te parece, Petey-san? Una de tus admiradoras viene a verte.
Hacia mí venía, andando con paso elástico, Ellen Farley, la secretaria de Prensa del alcalde. Farley tenía treinta y cinco años, el pelo rubio oscuro, cortísimo y perfectamente cuidado, como siempre. Había empezado de locutora, pero hacía muchos años que trabajaba para el alcalde. Ellen Farley era sagaz, despierta y tenía un cuerpo soberbio que, al parecer, guardaba para su uso exclusivo.
Yo la apreciaba lo suficiente como para haberle hecho un par de favores cuando estaba en la oficina de Prensa de la Policía de Los Ángeles. Como el alcalde y el jefe de Policía se aborrecían, con frecuencia, las peticiones de la oficina del alcalde eran canalizadas a través de Ellen y yo me encargaba de atenderlas. Casi siempre se trataba de cosas sin importancia, como retrasar la publicación de un informe hasta el fin de semana, para que se difundiera el sábado. O anunciar que en un caso no se habían presentado cargos, aunque se hubieran presentado. Yo lo hacía porque Farley era una persona leal que siempre decía lo que pensaba. Y daba la impresión de que eso iba a hacer ahora.
—Mira, Pete, no sé qué pasa aquí, pero el alcalde ha tenido que escuchar unas quejas bastante fuertes de un tal Ishigura...
—Lo imagino.
—Y el alcalde me ha pedido que te recuerde que los funcionarios de esta ciudad no tienen por qué mostrarse desconsiderados con los ciudadanos extranjeros.
—Especialmente, si hacen sustanciosos donativos para la campaña —dijo Graham con voz potente.
—Los ciudadanos extranjeros no pueden hacer donativos para campañas políticas americanas —dijo Farley—. Y usted lo sabe. —Bajó el tono de voz—. Es un asunto delicado, Pete. Debéis tener cuidado. Ya sabes que los japoneses son muy susceptibles en lo que se refiere al trato que reciben en América.
—Está bien. Entendido.
Miró hacia el atrio a través de los tabiques de vidrio de la sala de reuniones.
—¿Es John Connor?
—Sí.
—Creí que estaba irritado. ¿Qué hace aquí?
—Me ayuda en el caso.
Farley frunció el entrecejo.
—Ya sabes que los japoneses le miran con prevención. Tienen una palabra para el enamorado del Japón que luego se pasa al otro extremo y se convierte en un detractor.
—Connor no es un detractor.
—Ishigura estaba diciéndonos lo que teníamos que hacer —respondí—. Y aquí hay una muchacha asesinada, algo que todo el mundo parece olvidar.
—Vamos, vamos, Pete —dijo ella—, nadie trata de decirte cómo tienes que hacer tu trabajo. Yo lo único que digo es que debes tornar en consideración las especiales...
Se interrumpió.
Estaba mirando a la muerta.
—¿Ellen? —dije—. ¿La conocías?
—No. —Ella dio media vuelta.
—¿Estás segura? —Era evidente que estaba impresionada.
—¿La habías visto abajo en la fiesta?
—No... quizá. Creo que sí. Bueno, chicos, tengo que volver.
—Ellen, vamos, cuenta.
—No sé quién es, Pete. Te lo diría. Y mantén un trato cordial con los japoneses. Es lo que el alcalde quería que te dijera. Tengo que marcharme.
Se alejó rápidamente hacia los ascensores. Yo la seguí con la mirada, inquieto.
Graham se puso a mi lado.
—Un culo imponente —dijo—. Pero no colabora, ni siquiera contigo, chico.
—¿Qué quiere decir eso de ni siquiera conmigo?
—Todo el mundo sabe que tú y la Farley erais uña y carne.
—¿Qué dices?
Graham me clavó el índice en el hombro.
—Al fin y al cabo, tú estás divorciado. A nadie le importa una mierda.
—No es verdad, Tom.
—Puedes hacer lo que quieras. Un chico con tan buena facha.
—Te digo que no es verdad.
—Está bien, está bien. —Levantó las manos—. Me he equivocado.
Vi a Farley pasar por debajo de la cinta al otro extremo del atrio. Oprimió el botón del ascensor. Mientras esperaba, golpeaba nerviosamente el suelo con el pie.
—¿Crees que ella sabe quién es la víctima? —pregunté.
—Desde luego —dijo Graham—. Ya sabes por qué la aprecia tanto el alcalde. Está siempre a su lado, soplándole los nombres de todo el mundo. Gente a la que no ha visto en muchos años. Maridos, mujeres, hijos, de todos se acuerda. Farley sabe quién es la chica.
—¿Por qué no nos lo habrá dicho?
—Mierda. Debe de ser importante para alguien. Salió como una bala. Mira, más valdrá que nos enteremos de quién es la víctima. Porque me revienta ser el último en saberlo.
Connor nos hizo señas con la mano desde el otro extremo de la planta.
—¿Qué quiere ahora con esos aspavientos? —dijo Graham—. ¿Qué tiene en la mano?
—Parece un bolso de noche.
—Cheryl Lynn Austin —leyó Connor—. Natural de Midland, Texas, graduada por la Universidad del Estado de Texas. Veintitrés años. Residente en Westwood, pero no lleva aquí el tiempo suficiente para haberse renovado el permiso de conducir expedido en Texas.
El contenido del bolso estaba esparcido encima de una mesa. Empujábamos los objetos con la punta de lápices.
—¿Dónde encontró el bolso? —pregunté. Era pequeño, oscuro, fruncido, con abalorios y cierre de perlas. Un modelo años cuarenta de coleccionista. Caro.
—Estaba en la jardinera de al lado de la sala de juntas. —Connor abrió la cremallera de un pequeño departamento. Un rollo prieto de crujientes billetes de cien dólares cayó en la mesa—. Muy bien. Miss Austin estaba bien provista.
—¿No hay llaves de coche? —pregunté.
—No.
—Entonces vino a la fiesta con alguien.
—Y, evidentemente, también pensaba marcharse con alguien. Los taxistas no cambian billetes de cien.
También hay una tarjeta de la American Express Oro. Barra de labios y compacto. Un paquete de cigarrillos mentolados «Mild Seven», marca japonesa. Un carnet del «Club Daimashi» de Tokio. Cuatro pastillas azules pequeñas. Eso era todo.
Utilizando el lápiz, Connor volcó el bolsito de abalorios. Unas motas verdes cayeron sobre la mesa.
—¿Sabéis lo que es esto?
—No —dije yo. Graham miraba con lupa.
—Son partículas de cacahuetes recubiertos de wasabi.
Wasabi es un rábano picante verde que se sirve en los restaurantes japoneses. Yo no sabía que existieran cacahuetes cubiertos de wasabi.
—No sé si los venden fuera del Japón.
—Ya he visto bastante —gruñó Graham—. ¿Qué dices, John? ¿Va a traernos Ishigura a los testigos que le pediste?
—Yo no los esperaría muy pronto —dijo Connor.
—Y que lo digas —repuso Graham—. No los veremos hasta pasado mañana, una vez los abogados les hayan explicado lo que tienen que decir exactamente. —Se apartó de la mesa—. Supongo que ya sabéis por qué tratan de retrasar la investigación. A esta chica la ha matado un japonés. Eso es lo que tenemos.
—Es posible —dijo Connor.
—Eh, colega, más que posible. Fíjate dónde estamos. Es su edificio. Y esa muchacha es del tipo que les gusta a ellos. La beldad americana de piernas largas. Ya sabéis, a esos tipos bajitos les gusta follar con jugadoras de balonvolea.
—Es posible —dijo Connor encogiéndose de hombros.
—Venga, ya sabéis lo aperreada que está esa gente en su tierra. Viajando como sardinas, trabajando en grandes empresas. Sin poder decir lo que piensan. Y aquí se encuentran libres de todas las represiones, ricos, sin nadie que les impida hacer lo que les da la gana. A veces, a alguno se le sube a la cabeza. Decid si me equivoco.
Connor miró largamente a Graham y finalmente dijo:
—Así que, según tú, Tom, un asesino japonés decidió despachar a esta muchacha encima de la mesa de juntas de la «Nakamoto».
—Exactamente.
—¿Como un acto simbólico?
Graham se encogió de hombros.
—Joder, ¿quién sabe? No hablamos de conductas normales. Pero una cosa quiero deciros. Voy a coger al gilipollas que ha hecho esto, aunque sea lo último que haga en mi condenada vida.
El ascensor bajaba de prisa. Connor se apoyó en el cristal.
—Hay muchas razones para que a uno no le gusten los japoneses, pero Graham no conoce ninguna. —Suspiró—. ¿Sabe qué dicen de nosotros?
—¿Qué dicen?
—Dicen que los norteamericanos somos excesivamente amigos de formular teorías. Dicen que no dedicamos suficiente tiempo a observar el mundo y por eso no sabemos cómo son en realidad las cosas.
—¿Es una idea zen?
—No.—Rió—. Pregunte a un vendedor de ordenadores qué piensa de sus oponentes norteamericanos, y le contestará eso. En el Japón, todo el que trata con norteamericanos piensa lo mismo. Y, mirando a Graham, uno se da cuenta de que tienen razón. Graham no posee verdaderos conocimientos ni experiencias de primera mano. Él sólo cuenta con una serie de prejuicios y fantasías extraídas de los medios audiovisuales. No sabe nada de los japoneses... y nunca se le ocurrirá averiguarlo.
—Entonces, ¿usted opina que está equivocado? —pregunté—. ¿Que a esa muchacha no la mató un japonés?
—Yo no he dicho tal cosa, kohai —respondió Connor—. Es posible que Graham tenga razón. Pero, por el momento...
Se abrieron las puertas y vimos la fiesta. La orquesta tocaba Moonlight Serenade. En el ascensor entraron dos parejas. Parecían del ramo inmobiliario: ellos, con pelo gris y aspecto distinguido y ellas, bonitas y un poco vulgares. Una de las mujeres dijo:
—Es más bajita de lo que creía.
—Sí; un taponcito. Y ése... ¿era el de turno?
—Supongo. ¿No es el que sale en el vídeo?
—Creo que sí.
—¿Os parece que se ha operado las tetas?
—¿No se las operan todas?
—Todas menos yo —dijo la otra mujer con una risita.
—Bien dicho, Christine.
—Aunque me lo estoy pensando. ¿Habéis visto a Emily?
—Oh, pero es que ella se las ha puesto muy grandes.
—La culpa es de Jane, por empezar. Ahora todo el mundo las quiere grandes.
Los hombres se volvieron hacia el panorama.
—Un edificio soberbio —dijo uno—. Unos detalles fantásticos. Habrá costado una fortuna. ¿Trabajas mucho con japoneses, Ron?
—Aproximadamente, un veinte por ciento —dijo el otro hombre—. Bastante menos que el año pasado. He tenido que pulir mi golf, porque ellos siempre quieren jugar al golf.
—¿El veinte por ciento de la facturación total?
—Sí. Ahora están comprando Orange County.
—Claro. Ya son los dueños de Los Ángeles —dijo una de las mujeres riendo.
—Casi. El edificio Arco de ahí delante es suyo —dijo el hombre señalando—. Yo diría que deben de tener entre el setenta y el setenta y cinco por ciento del centro de Los Ángeles.
—Y en Hawai, mucho más.
—Todo Hawai es suyo: el noventa por ciento de Honolulu, el ciento por ciento de la costa de Kona. Están construyendo campos de golf como locos.
—¿Saldrá esta fiesta en los telediarios de mañana? Había muchas cámaras.
—A ver si nos acordamos de mirar.
El ascensor dijo:
—Mosuga de gozaimasu.
Llegamos al garaje y los invitados salieron. Connor los siguió con la mirada moviendo la cabeza.
—En ningún otro país del mundo oiríais a la gente comentar tranquilamente la venta de sus ciudades y fincas a los extranjeros.
—¿Comentar? —dije yo—. Si son ellos los que hacen la venta.
—Sí. Los norteamericanos se mueren por vender. Es algo que asombra a los japoneses. Piensan que cometemos suicidio económico. Y, desde luego, tienen razón. —Mientras hablaba, Connor oprimió un botón del ascensor junto al que se leía: SÓLO EMERGENCIAS.
Se oyó una leve señal de alarma con sonidos cortos y metálicos.
—¿Por qué ha hecho eso?
Connor miró a una videocámara montada en un ángulo del techo y agitó la mano alegremente. Una voz dijo por el intercomunicador.
—Buenas noches, oficiales. ¿Puedo ayudarles?
—Sí —dijo Connor—. ¿Hablo con vigilancia del edificio?
—Sí, señor. ¿Alguna anomalía en el ascensor?
—¿Dónde están ustedes?
—En la planta baja, ángulo sudeste, detrás de los ascensores.
—Muchas gracias —dijo Connor oprimiendo el botón de la planta baja.
El puesto de vigilancia de la torre «Nakamoto» era un cuartito de cinco metros por siete. Estaba presidido por tres grandes paneles de vídeo, cada uno dividido en una docena de monitores. En aquel momento, la mayoría eran rectángulos negros. Pero una hilera mostraba imágenes de la planta baja y el garaje; otra, la fiesta, y una tercera, a los equipos de la Policía que trabajaban en el piso cuarenta y seis.
El vigilante de guardia se llamaba Jerome Phillips. Era un negro de unos cuarenta y tantos años. Su uniforme gris tenía manchas de sudor en el cuello y debajo de los brazos. Cuando entramos, nos pidió que dejáramos la puerta abierta. Parecía incómodo por nuestra presencia. Me dio la impresión de que escondía algo, pero Connor se acercó a él amistosamente. Le enseñamos las placas y le estrechamos la mano. Connor consiguió transmitir la idea de que éramos todos profesionales de la seguridad que íbamos a cambiar impresiones.
—Una noche de mucho ajetreo, Mr. Phillips.
—Ya lo creo. Con la fiesta y todo lo demás.
—Y con tanta gente en este cuartito.
El hombre se enjugó el sudor de la frente.
—Y que lo diga. Todos aquí metidos. ¡Jesús!
—¿Quiénes, todos?
Connor me miró.
—Cuando los japoneses salieron del piso cuarenta y seis bajaron aquí, a mirar por estos monitores todo lo que nacíamos. ¿No es verdad, Mr. Phillips?
—Todos, no, pero bastantes —dijo Phillips asintiendo—. Fumando sus malditos cigarrillos, mirando, echando humo y pasándose fax.
—¿Pasándose fax?
—Oh, sí, a cada dos o tres minutos entraba uno con otro fax. Escrito en japonés. Se lo pasaban unos a otros y hacían comentarios. Luego, uno de ellos salía para enviar otro fax. Y los demás se quedaban aquí mirando lo que hacían ustedes.
—¿Mirando y escuchando?
Phillips movió la cabeza.
—No; no tenemos líneas de audio.
—Me sorprende —dijo Connor—. El equipo parece muy moderno.
—¿Moderno? Es lo último. Una cosa le diré: esta gente sabe lo que hace. Tienen el mejor sistema de alarma y prevención de incendios. El mejor sistema antiterremotos. Y, desde luego, el mejor sistema electrónico de seguridad: cámaras, detectores, lo que ustedes quieran.
—Ya lo veo —dijo Connor—. Por eso me sorprendió que no tuvieran audio.
—No; ni audio ni color. Vídeo de alta definición en blanco y negro. No me pregunten por qué. Algo relacionado con las cámaras y con la forma en que están instaladas, es lo único que sé.
En los paneles aparecían cinco vistas del piso cuarenta y seis, tomadas por cámaras diferentes. Al parecer, los japoneses habían instalado cámaras en todo el piso. Recordé cómo Connor paseaba por el atrio mirando el techo. Debía de haber descubierto las cámaras.
Ahora vi a Graham en la sala de juntas, dando instrucciones a los equipos. Fumaba un cigarrillo, algo que era contrario a las normas en el escenario de un crimen. Vi a Helen abrir la boca en un bostezo. Kelly se disponía a trasladar el cadáver de la muchacha de la mesa a una camilla, antes de introducirlo en un saco de plástico e iba...
Entonces caí en la cuenta.
Tenían cámaras allí arriba.
Cinco cámaras diferentes.
Que cubrían toda la extensión del piso.
—Oh, Dios mío —dije y di media vuelta, muy excitado. Iba a decir algo cuando Connor me sonrió afablemente y me puso la mano en el hombro. Me lo oprimió con fuerza.
—Teniente —dijo.
El dolor era increíble. Traté de no hacer una mueca.
—¿Sí, capitán?
—Si no tiene inconveniente, me gustaría hacer una o dos preguntas a Mr. Phillips.
—Claro que no, capitán. Adelante.
—Quizá podría usted tomar nota.
—Buena idea, capitán.
Me soltó el hombro y yo saqué el bloc.
Connor se sentó en el borde de la mesa y dijo:
—¿Hace tiempo que trabaja en el departamento de Seguridad de «Nakamoto», Mr. Phillips?
—Sí, señor. Hace ya unos seis años. Empecé en su fábrica de La Habrá y cuando me lesioné la pierna, en un accidente de automóvil, y ya no podía andar tan bien como antes, me trasladaron a Seguridad. De la misma fábrica. Para que no tuviera que andar de un lado a otro. Luego, cuando abrieron la fábrica de Torrance, me trasladaron. Mi esposa también entró a trabajar en Torrance. Allí fabrican piezas para los «Toyota». Después me pusieron en el turno de noche de este edificio.
—Ya veo. En total, seis años.
—Sí, señor.
—Debe de gustarle esto.
—Verá, es un trabajo seguro. Eso es mucho en América. Ya sé que los japoneses no tienen una gran opinión de los negros, pero a mí siempre me han tratado bien. Y, qué diantre, yo antes trabajaba para la «GM» en Van Nuys y aquello... en fin, usted ya lo sabe, aquello se acabó.
—Sí —dijo Connor, compasivo.
—Cada vez que me acuerdo... —dijo Phillips sacudiendo la cabeza—. Dios... ¡Los imbéciles que nos enviaban a la fábrica! No iba usted a creerlo. De Detroit nos enviaban a unos inútiles que no sabían ni mu. No tenían ni puñetera idea de cómo funcionaba la línea. No distinguían una herramienta de un molde. Y querían dar órdenes a los encargados. Les daban doscientos mil al año y no sabían ni una mierda. Y nada funcionaba. Los coches, mierda. Pero aquí —dijo golpeando el pupitre—, aquí tengo un problema o algo no funciona, doy aviso y en seguida vienen, y conocen el sistema, saben cómo funciona, y lo repasamos juntos y la cosa se arregla. Al momento. Aquí las cosas se arreglan. Es la diferencia. Y es lo que yo digo: esta gente sabe lo que se trae entre manos.
—Así que le gusta esto.
—Siempre me han tratado bien —dijo Phillips moviendo la cabeza afirmativamente.
La respuesta no me pareció muy entusiasta. Me daba la impresión de que el hombre no era muy adicto a sus patronos y que con unas cuantas preguntas se avendría a colaborar. Sólo había que darle un poco de cuerda.
—La lealtad es muy importante —dijo Connor moviendo la cabeza con gesto de comprensión.
—Para ellos, lo es —dijo el hombre—. Esperan que pongas entusiasmo en la empresa. Por eso siempre llego quince o veinte minutos antes de la hora y me quedo quince o veinte minutos después. Les gusta que les des tiempo extra. En Van Nuys hacía lo mismo, pero allí nadie lo notaba.
—¿Y qué turno tiene?
—De nueve de la noche a siete de la mañana.
—¿Y esta noche? ¿A qué hora llegó?
—A las nueve menos cuarto. Como le digo, llego quince minutos antes.
Habían llamado a la Policía a las ocho y media. De modo que, si el hombre había llegado a las nueve menos cuarto, no podía haber visto cometer el asesinato.
—¿Quién hace el turno anterior al suyo?
—Pues, generalmente, Ted Colé. Pero no sé si ha venido hoy.
—¿Por qué?
El guardia se enjugó la frente con la bocamanga y desvió la mirada.
—¿Por qué, Mr. Phillips? —dije yo con más energía.
El hombre parpadeó, frunció el entrecejo y no contestó.
Connor dijo suavemente:
—Porque esta noche, cuando llegó Mr. Phillips, Ted Colé no estaba, ¿verdad, Mr. Phillips?
El guardia meneó la cabeza.
—No; no estaba.
Yo iba a hacer otra pregunta, pero Connor levantó la mano.
—Mr. Phillips, debió usted de llevarse una buena sorpresa al entrar aquí a las nueve menos cuarto.
—Y que lo diga —respondió Phillips.
—¿Qué hizo usted al ver la situación?
—Bien. De entrada, le digo al tipo: «¿Qué desea?» Con educación, pero con energía. Porque, al fin y al cabo, ésta es la oficina de Seguridad, y yo no sé quién es, no lo he visto antes. Y está nervioso. Muy nervioso. Me dice: «Apártese.» Muy agresivo, como si fuera el amo del mundo. Y me da un empujón y se lleva la cartera.
»Yo le digo: «Usted perdone, pero tiene que identificarse.» Él ni me contesta. Sigue andando, cruza el pasillo y baja la escalera.
—¿No trató de detenerle?
—No, señor.
—¿Porque era japonés?
—Eso es. Pero llamé a Seguridad Central, en el piso nueve, para decirles que había encontrado a un hombre aquí dentro. Y ellos me dicen: «Está bien, no se preocupe.» Pero también les noto nerviosos. Todo el mundo está nervioso. Y entonces, en el monitor, veo a la chica muerta. Y me doy cuenta de qué va la cosa.
—¿Podría describir al hombre? —dijo Connor.
El guardia se encogió de hombros.
—Entre treinta y treinta y cinco. Estatura mediana. Traje azul marino, como todos. Pero me pareció que vestía con menos sobriedad que la mayoría. Llevaba una corbata con un dibujo de triángulos. Ah, sí, y tenía una cicatriz en la mano, como de una quemadura.
—¿Qué mano?
—La izquierda. Lo vi cuando cerraba la cartera.
—¿Vio lo que había dentro?
—No.
—¿Y él estaba cerrándola cuando usted entró?
—Sí.
—¿Le dio la impresión de que se llevaba algo de esta habitación?
—No podría decírselo, señor.
Las evasivas de Phillips empezaban a irritarme.
—¿Qué cree que se llevaba? —pregunté.
Connor me lanzó una mirada.
El guardia se puso a la defensiva.
—De verdad que no lo sé, señor.
—Pues claro que no —dijo Connor—. Usted no puede saber lo que había en la cartera de ese hombre. A propósito, ¿hacen grabaciones de lo que captan las cámaras?
—Sí, señor.
—¿Podría explicarme cómo lo hacen?
—Desde luego. —El guardia se levantó del pupitre y abrió la puerta del fondo de la habitación. Le seguimos al interior de una cabina poco mayor que un ropero con las paredes cubiertas de cajas metálicas, cada una con una inscripción en kanji y números árabes, una luz roja encendida y un contador de diodos con cifras que corrían hacia delante.
—Las grabadoras —dijo Phillips—. Captan las señales de todas las cámaras del edificio. Son de ocho milímetros, alta definición, blanco y negro. —Levantó una casete, como de audio—. Cada cinta contiene ocho horas de grabación. Las cambiamos a las nueve de la noche, de manera que lo primero que hago al entrar de servicio es sacar las cintas viejas y meter las nuevas.
—¿Hoy cambió las cintas a las nueve de la noche?
—Sí, señor; lo mismo que siempre.
—¿Y qué se hace con las cintas grabadas?
—Las guardamos en esas gavetas —dijo inclinándose para mostrarnos unos cajoncitos estrechos y largos—. Guardamos todo lo que sale de las cámaras durante setenta y dos horas. O sea, tres días. En total son nueve juegos y cada juego de cintas vuelve a ser utilizado al cabo de tres días, por rotación. ¿Comprenden?
Connor pareció vacilar.
—Vale más que me lo anote. —Sacó un bloc y un bolígrafo—. Vamos a ver, cada cinta dura ocho horas, hay nueve juegos...
—Exactamente.
Connor escribió durante un momento y luego empezó a sacudir el bolígrafo con irritación.
—Maldita sea. Se agotó la carga. ¿Tiene papelera?
Phillips señaló un rincón.
—Ahí.
—Gracias.
Connor tiró el bolígrafo. Yo le di el mío y él siguió escribiendo.
—Decía usted, Mr. Phillips, que tienen nueve juegos...
—Exactamente. Cada juego está marcado con letras que van de la A a la I. A las nueve, cuando entro, saco las cintas, miro la letra y pongo las marcadas con la letra siguiente. Esta noche saqué el juego C y puse el D, que es el que ahora está grabando.
—Ya —dijo Connor—. ¿Y guardó el juego C en una de estas gavetas?
—Exacto. —Abrió un cajoncito—. Es éste.
—¿Me permite? —dijo Connor. Miró la hilera de cintas pulcramente etiquetadas. Luego, abrió rápidamente los otros cajones y miró las cintas. Salvo por la letra, todos los cajones parecían idénticos.
—Creo que ya lo entiendo —dijo Connor—. En realidad, utilizan nueve juegos de cintas por rotación.
—Exactamente.
—Y cada juego se utiliza una vez cada tres días.
—Sí, señor.
—¿Cuánto tiempo hace que utiliza el sistema este puesto de vigilancia?
—El edificio es nuevo, pero ya hace... pues quizá dos meses que el sistema está en marcha.
—Tengo que decir que es un sistema muy bien organizado —dijo Connor admirativamente—. Muchas gracias por sus explicaciones. Sólo me quedan un par de preguntas.
—Usted dirá.
—Primero, estos contadores... —dijo Connor señalando los números luminosos de las grabaciones—. Al parecer, indican el tiempo transcurrido desde que las cintas han empezado a grabar, ¿no es así? Usted puso las cintas a las nueve, ahora son casi las once y la primera grabadora indica 1:55:30, la siguiente 1:55:10 y así sucesivamente.
—Eso es. Yo cambio las cintas empezando por este lado y tardo unos segundos entre una y otra.
—Ya. Y estos contadores indican que han transcurrido casi dos horas. Pero aquí abajo hay un contador que lleva funcionando sólo treinta minutos. ¿Significa eso que está averiado?
—¿Uh? —exclamó Phillips frunciendo el entrecejo—. Seguramente. Porque yo cambié todas las cintas una tras otra, como le digo. Pero aunque estas grabadoras son lo último a veces hay defectos. O ha habido un fallo de corriente. Podría ser eso.
—Podría ser —convino Connor—. ¿Puede decirme qué cámara está conectada a esta grabadora?
—Claro que sí. —Phillips leyó el número de la grabadora y salió a la habitación principal donde estaban los monitores—. Es la cámara cuatro seis barra seis —dijo—. Ésta. —Señalaba una pantalla.
Era una cámara del atrio y mostraba una vista general del piso cuarenta y seis.
—Pero lo bueno del sistema es que, si una grabadora se atasca, hay otras cámaras en el piso, y sus grabadoras funcionan correctamente.
—Desde luego —dijo Connor—. Por cierto, ¿podría decirme por qué hay tantas cámaras en el piso cuarenta y seis?
—Ni idea —dijo Phillips— Pero ya sabe usted cómo les gusta la eficacia. Dicen que van a hacer un kaizen de los empleados de oficinas.
—¿Entonces han instalado las cámaras para observar a los empleados durante el día, a fin de ayudarles a mejorar su eficacia?
—Eso tengo entendido.
—Bien, pues creo que eso es todo —dijo Connor—. Ah, una cosa más. ¿Tiene la dirección de Ted Colé?
Phillips movió negativamente la cabeza.
—No, señor.
—¿Tiene usted amistad con él?
—La verdad, no mucha. Es un hombre extraño.
—¿Ha estado en su casa?
—No. Es muy reservado. Creo que vive con su madre. A veces vamos al bar, al «Palomino», cerca del aeropuerto. A él le gusta aquello.
Connor asintió.
—La última pregunta: ¿dónde hay un teléfono público?
—Fuera, en el vestíbulo y en el pasillo, a la derecha, en las salas de descanso. Pero puede llamar desde aquí.
Connor estrechó la mano del guardia efusivamente.
—Mr. Phillips, muchas gracias por su tiempo y su amabilidad.
—Mucho gusto.
Yo di mi tarjeta al guardia.
—Si después recuerda algo que pueda ayudarnos, no dude en llamarme, Mr. Phillips. —Y me fui.
Connor se acercó al teléfono del vestíbulo. Era una de esas cabinas modernas con un aparato provisto de dos auriculares, uno a cada lado, que permiten hablar por una misma línea a dos personas a la vez. Este tipo de cabinas se conocen desde hace años en Tokio y ahora empiezan a verse por todo Los Ángeles. Desde luego, la «Pacific Bell» ya no es el principal proveedor de teléfonos públicos. Los fabricantes japoneses han penetrado también en este mercado. Vi que Connor anotaba el número del teléfono en su bloc.
—¿Qué hace?
—Esta noche tenemos que responder a dos preguntas. Una es por qué esa muchacha fue asesinada en una planta de oficinas. Pero también necesitamos averiguar quién avisó a la Policía.
—¿Y cree que la llamada pudo hacerse por este teléfono?
—Es posible.
Cerró el bloc y miró el reloj.
—Es tarde. Será mejor marcharse.
—Me parece que cometemos un error.
—¿Qué error? —preguntó Connor.
—No creo que debamos dejar las cintas en el puesto de vigilancia. ¿Y si alguien las cambia mientras estamos fuera?
—Ya las han cambiado —dijo Connor.
—¿Cómo lo sabe?
—Averiguarlo me costó tirar a la papelera un bolígrafo en perfecto estado —dijo—. Vámonos. —Echó a andar hacia la escalera que bajaba al garaje. Yo le seguí.
—En cuanto Phillips nos explicó el sencillo sistema de rotación de las cintas, comprendí que podían haber hecho un cambio. Pero había que comprobarlo.
Su voz resonaba en la escalera de hormigón. Bajaba los escalones de dos en dos. Yo tenía que correr para seguirle.
—Habían cambiado las cintas, sí, pero ¿cómo? —dijo Connor—. Tenían que actuar de prisa, bajo tensión. Temerían cometer un error. Desde luego, no podían arriesgarse a dejar allí cintas delatoras. Por lo tanto, habría que sustituir todo un juego. Pero, ¿sustituirlo con qué? No podían limitarse a poner el juego siguiente: no hay más que nueve en total, por lo que cualquiera podría darse cuenta de que faltaba uno. Quedaría un cajoncito vacío. No; había que instalar otro juego completo. Veinte cintas nuevecitas. Y, para comprobarlo, había que echar un vistazo a la papelera.
—¿Y por eso tiró el bolígrafo?
—Sí; no quería que Phillips se diera cuenta de lo que me proponía.
—¿Y?
—La papelera estaba llena de envoltorios de plástico arrugados. Como los que se usan para envolver las cintas.
—Comprendo.
—Una vez hube comprobado que las cintas habían sido sustituidas, sólo tenía que descubrir cuál era el juego nuevo. Así que, haciéndome el tonto, miré en todos los cajones. Probablemente, usted advirtió que el juego C, el que Phillips instaló al llegar, tenía las etiquetas un poco más blancas que los otros. La diferencia era muy pequeña, porque el puesto no lleva funcionando más que dos meses, pero se notaba.
—Ya veo. —Alguien había entrado en el puesto de vigilancia, sacado veinte cintas nuevas, les había quitado el envoltorio, etiquetado e introducido en las máquinas de vídeo, en sustitución de las cintas originales que habían grabado el asesinato.
—Me parece que Phillips sabe más de lo que nos ha contado —dije.
—Es posible —admitió Connor—. Pero nosotros tenemos cosas más importantes que hacer que intentar sacárselo. De todos modos, mucho no puede saber. Se avisó a la Policía a las ocho y media y Phillips llegó a las nueve menos cuarto. O sea que no vio el asesinato. Podemos suponer que Colé, el otro guardia, sí lo vio. Pero a las nueve menos cuarto Colé se había marchado y en el puesto de vigilancia había un japonés desconocido que cerraba una cartera.
—¿Cree que él cambió las cintas?
—Es posible. En realidad, no me sorprendería que ese hombre fuera el asesino. Espero averiguarlo en el apartamento de Miss Austin. —Abrió la puerta y entramos en el garaje.
Una fila de invitados esperaba que los mozos de aparcamiento les llevaran los coches. Vi a Ishigura conversando con el alcalde Thomas y su esposa. Connor me llevó hacia ellos. Al lado del alcalde, Ishigura exhibía una cordialidad que rayaba en lo obsequioso. Nos dedicó una amplia sonrisa.
—Ah, señores, ¿su investigación marcha satisfactoriamente? ¿Puedo hacer algo más para ayudarles?
Yo no me enfadé realmente hasta aquel momento: hasta ver cómo daba coba al alcalde. Me puse rojo de indignación. Pero Connor se lo tomó con calma.
—Gracias, Ishigura-san —dijo con una ligera inclinación—. La investigación marcha bien.
—¿Reciben ustedes toda la ayuda que desean? —preguntó Ishigura.
—Oh, sí —dijo Connor—. Todo el mundo desea colaborar.
—Bien, bien. Me alegro. —Ishigura miró al alcalde y también le sonrió. Era todo sonrisas.
—Pero sólo hay una cosa —dijo Connor.
—Diga de qué se trata. Si está en nuestra mano...
—Al parecer, alguien se ha llevado las cintas de seguridad.
—¿Cintas de seguridad? —Ishigura frunció la frente. Era evidente que Connor le había pillado desprevenido.
—Sí —dijo Connor—. Las grabaciones de las cámaras de seguridad.
—No sé nada de eso —dijo Ishigura—. Pero puedo asegurarle que, si tales cintas existen, están a su disposición.
—Gracias —dijo Connor—. Desgraciadamente, al parecer las cintas cruciales han sido retiradas del puesto de vigilancia de la «Nakamoto».
—¿Retiradas? Señores, creo que debe de haber un error.
El alcalde escuchaba la conversación atentamente.
—Quizá, pero no lo creo —dijo Connor—. Yo estaría más tranquilo si usted personalmente se ocupara de este asunto, Mr. Ishigura.
—Así lo haré —dijo Ishigura—. Pero tengo que insistir en que no concibo que hayan podido desaparecer cintas, capitán Connor.
—Muchas gracias de antemano por comprobarlo, Mr. Ishigura —dijo Connor.
—No hay de qué, capitán —dijo el hombre, sin dejar de sonreír—. Es un placer ayudarle en cuanto me sea posible.
—Hijo de puta —dije. Circulábamos por la carretera de Santa Mónica en dirección al Oeste—. Ese cabrito nos ha mentido con todo el morro.
—Es irritante —dijo Connor—. Pero Ishigura lo contempla desde otro ángulo. Estando al lado del alcalde, se ve a sí mismo en otro contexto, con otras obligaciones y con la necesidad de seguir otro patrón de conducta. Siendo como es sensible al entorno, considera lícito actuar de modo diferente aunque sea incongruente con su comportamiento anterior. A nosotros puede parecemos un hipócrita, pero él estima que lo que hace es adaptarse a las circunstancias.
—Lo que me revienta es ese aplomo.
—Naturalmente que tiene aplomo —dijo Connor—. Y le sorprendería mucho saber que usted está enfadado con él. Usted le considera falto de ética y él a usted, ingenuo. Porque, para un japonés, una conducta consecuente es un imposible. Un japonés se convierte en una persona diferente según con quién esté. Sólo con pasar de una a otra habitación de su casa, ya es otro.
—Todo eso está muy bien, pero la verdad es que ese hombre es un hipócrita hijo de puta.
Connor me miró:
—¿Usaría usted ese lenguaje si hablara con su madre?
—Claro que no.
—Entonces también usted cambia según las circunstancias —dijo Connor—. La verdad es que todos cambiamos. Es sólo que los americanos creen que existe un núcleo de individualidad que permanece inmutable. Y los japoneses creen que el contexto siempre domina.
—Eso me parece un pretexto para mentir —dije.
—Él no lo considera mentir.
—Pues lo es.
Connor se encogió de hombros.
—Únicamente desde su punto de vista, kohai, no desde el de él.
—Maldita sea.
—Mire, puede usted elegir entre tratar de comprender a los japoneses aceptándolos tal como son o cabrearse. Pero en este país el problema es que no vemos a los japoneses tal como son en realidad. —El coche pilló un bache y dio un salto que hizo caer el teléfono. Connor lo recogió y volvió a colocarlo en la horquilla.
Estábamos llegando a la salida de Bundy. Me situé en el carril de la derecha.
—Lo que no tengo nada claro es por qué piensa usted que el hombre de la cartera pueda ser el asesino.
—Por la cronología de los hechos. Mire, se avisó a la Policía a las ocho treinta y dos. Menos de quince minutos después, a las ocho cuarenta y cinco, un japonés estaba en el puesto de seguridad cambiando las cintas para borrar pistas. Es una reacción muy rápida. Demasiado, para una empresa japonesa.
—¿Por qué lo dice?
—En realidad, las organizaciones japonesas reaccionan a las crisis con mucha lentitud. Para tomar decisiones se basan en los precedentes y, cuando no los hay, la gente no sabe qué hacer. ¿Se acuerda de los fax? Estoy seguro de que durante toda la noche se han estado cruzando fax con la «Nakamoto» de Tokio. Indudablemente, la Compañía todavía está tratando de decidir lo que hay que hacer. Una organización japonesa no puede acomodarse con rapidez a una situación nueva.
—¿Y el individuo que actúa por su cuenta, sí?
—Eso es.
—¿Y por eso piensa usted que el hombre de la cartera puede ser el asesino?
—Sí. El asesino o un cómplice. De todos modos, en el apartamento de Miss Austin tendríamos que encontrar más indicios. Me parece que es ahí delante, a la derecha.
El Imperial Arms era un edificio de apartamentos situado en una calle arbolada, a un kilómetro de Westwood Village. Sus vigas imitación Tudor necesitaban una mano de pintura, y todo el edificio tenía un aspecto descuidado. Pero ello no era raro en esta zona residencial de la clase media, habitada por recién licenciados y familias jóvenes. En realidad, el rasgo dominante del Imperial Arms parecía ser su vulgaridad; podías pasar por delante todos los días sin fijarte en él.
—Perfecto —dijo Connor mientras subíamos la escalera exterior—. Es precisamente lo que les gusta.
—¿Lo que gusta a quién?
Entramos en el vestíbulo, remozado según el más coquetón estilo californiano: sofás mullidos, lámparas de cerámica barata, mesita de centro cromada y, en la pared, papel floreado en tonos pastel. Lo único que lo distinguía de otros cien vestíbulos de edificios de apartamentos era el mostrador de seguridad, situado en un rincón, detrás del cual había un fornido portero japonés que levantó la mirada de una revista de historietas y preguntó con gesto hosco:
—¿Qué desean?
Connor le mostró la placa y preguntó por el apartamento de Cheryl Austin.
—Yo anunciar —dijo el portero, alargando la mano hacia el teléfono.
—No se moleste.
—No. Anunciar. Quizás ella no estar sola.
—Estoy seguro de que no es así —dijo Connor—. Kore wa keisatsu no shigoto da. —Dijo que íbamos para un asunto oficial.
El portero hizo una tensa reverencia.
—Heya bango wa kyu desu. —Dio una llave a Connor.
Cruzamos otra puerta vidriera y un corredor alfombrado. Había mesitas de laca a cada extremo del corredor. En su simplicidad, el interior tenía una elegancia sorprendente.
—Típicamente japonés —dijo Connor con una sonrisa.
Yo pensé: ¿japonés, un deteriorado edificio de apartamentos falso Tudor? A través de una puerta a mano izquierda se oía débilmente música rap: el último éxito de Hammer.
—Típicamente japonés porque en el exterior no da el menor indicio de lo que hay dentro —explicó Connor—. Es un principio fundamental de la filosofía japonesa. La fachada, impenetrable, tanto en arquitectura como en el rostro humano. Siempre ha sido así. Tú ves las viejas casas de los samuráis de Takayama o de Kyoto y, desde fuera, no aprecias nada.
—¿Es esto un edificio japonés?
—Naturalmente. ¿Cómo si no iban a tener un portero japonés que apenas habla inglés? Además, es un yakuza. Ya habrá visto el tatuaje.
La verdad era que no lo había visto. Los yakuza eran gángsteres japoneses. No sabía que hubiera yakuza en América y así lo dije.
—Debe usted comprender que existe un mundo en la sombra —dijo Connor—: aquí, en Los Ángeles, en Honolulu, en Nueva York. Casi nunca se hace notar. Nosotros vivimos en nuestro mundo americano y andamos por nuestras calles americanas, sin ver ese otro mundo paralelo. Muy discreto, muy reservado. Quizás, en Nueva York, veas a hombres de negocios japoneses entrar por una puerta sin ningún distintivo y vislumbres en el interior un club privado. Quizás oigas hablar de un pequeño bar de sushi en Los Angeles que cobra el cubierto a mil doscientos dólares, precios de Tokio. Pero estos sitios no aparecen en las guías. No forman parte de nuestro mundo americano. Están en el mundo en la sombra, accesible sólo a los japoneses.
—¿Y este sitio?
—Esto es un bettaku. Una residencia de amor, donde viven las queridas. Y éste es el apartamento de Miss Austin.
Connor abrió la puerta con la llave que le había dado el portero. Entrarnos.
Era un apartamento de dos dormitorios, decorado en rosa y verde manzana, con mobiliario de alquiler, caro y grande. Los óleos de las paredes también eran alquilados; uno de los marcos tenía en un lado una etiqueta de «Servicios de alquiler Breuner». En el mostrador de la cocina no había más que un bol de fruta. El frigorífico sólo contenía yogur y latas de Coke sin calorías. Los sofás de la sala estaban como si nadie se hubiera sentado en ellos. En la mesita de centro había un libro de fotografías de artistas de Hollywood y un jarro con flores secas. Ceniceros vacíos esparcidos por los muebles.
Uno de los dormitorios había sido convertido en cuarto de estar, con un sofá, un televisor y una bicicleta de gimnasia en un rincón. Todo era nuevo. El televisor aún tenía pegado en diagonal en un ángulo un adhesivo en el que se leía: SINTONIZADOR DIGITAL. El manillar de la bicicleta estaba envuelto en plástico.
En el dormitorio principal encontré por fin vestigios humanos. Una puerta-espejo del armario estaba abierta y había tres caros vestidos de fiesta encima de la cama. Evidentemente, ella había estado dudando cuál ponerse. En el tocador, botellas de perfume, un collar de brillantes, un «Rolex» de oro, fotos enmarcadas y un cenicero con colillas de cigarrillos mentolados «Mild Seven». El cajón de arriba del tocador, que estaba abierto, contenía ropa interior. Vi el pasaporte, metido en la vertical, a un lado y lo hojeé. Había un visado de Arabia Saudí, otro de Indonesia y tres sellos de entrada en el Japón.
El estéreo del rincón aún estaba conectado y, en la pletina, había una cinta sin rebobinar. Yo le di la vuelta y Jerry Lee Lewis rompió a cantar: «You shake my nerves and you rattle my brain, too much love drives a man insane...» Música de Texas, muy antigua para una muchacha como aquélla. Aunque quizá le gustaran los clásicos.
Volví al tocador. Varias ampliaciones en color enmarcadas mostraban a Cheryl Austin sonriendo sobre fondos asiáticos: las puertas rojas de un templo, un cuidado jardín público, una calle de rascacielos grises, una estación de ferrocarril. En la mayoría Cheryl estaba sola, pero en alguna aparecía un japonés de mediana edad, con lentes y frente ancha. En la última, Cheryl estaba en lo que parecía el Oeste americano, junto a una polvorienta furgoneta, sonriendo al lado de una frágil anciana con lentes de sol. La anciana no sonreía y parecía incómoda.
Al lado del tocador había varios rollos de papel. Desenrollé uno. Era un póster de Cheryl en bikini sonriendo y mostrando una botella de cerveza Asahi. Todo el texto estaba en japonés.
Entré en el cuarto de baño.
Había unos jeans tirados en un rincón y un jersey blanco encima de la cómoda. Al lado de la ducha, colgada de un gancho, una toalla húmeda. En la cómoda, unos rulos eléctricos para el pelo. Clavadas en el marco del espejo, fotos de Cheryl en el rompeolas de Malibú, con otro japonés. Éste aparentaba unos treinta y tantos años y era atractivo. En una de las fotos, rodeaba con el brazo los hombros de la muchacha. Se veía claramente la cicatriz de la mano.
—Bingo —dije.
Connor entró en el baño.
—¿Ha encontrado algo?
—Al hombre de la cicatriz.
—Bien. —Connor examinó atentamente la foto. Yo volví a mirar el desordenado cuarto de baño, los objetos de la cómoda.
—Aquí hay algo que me intriga —dije.
—¿Qué es?
—Ya sé que hace poco que vive aquí. Y que todo es alquilado... Sin embargo... me da la impresión de que aquí hay algo artificial. Todavía no sé qué es.
—Muy bien, teniente —sonrió Connor—. Este sitio tiene un aire artificial, y con razón.
Me tendió una foto hecha con una «Polaroid». Aparecía el cuarto de baño, con los jeans tirados en el rincón, la toalla colgada, los rulos en la cómoda... Pero estaba tomada con una de esas cámaras de gran angular que todo lo deforman. A veces, los equipos del laboratorio de la Policía las utilizan para fotografiar las pruebas.
—¿De dónde la ha sacado?
—De la papelera del vestíbulo, al lado de los ascensores.
—Tienen que haberla tomado esta misma noche.
—Sí. ¿Observa alguna diferencia?
Examiné atentamente la foto.
—No; todo parece igual... un momento. Las fotos del espejo. En la «Polaroid» no están. ¿Las han puesto después?
—Exactamente. —Connor volvió al dormitorio. Cogió una de las fotografías del tocador—. Fíjese en esto. Miss Austin y un amigo japonés, en la estación Shinjuku de Tokio. Probablemente, la llevaron a la sección de Kabuchiko... o quizá sólo fue de compras. Fíjese en el borde de la derecha de la foto. ¿Ve esa franja de color más claro?
—Sí. —Comprendí lo que significaba la franja: había habido otra foto encima. El borde de ésta sobresalía y estaba descolorido—. Han quitado la foto de encima.
—Sí —dijo Connor.
—El apartamento ha sido registrado.
—Sí. Un trabajo concienzudo. Han venido, hecho fotos, registrado las habitaciones y luego han vuelto a dejarlo todo tal como estaba. Pero es imposible hacer eso con exactitud. Los japoneses dicen que la naturalidad es el más difícil de los artes. Y no pueden remediarlo: son maniáticos del orden. Y colocan las fotos con excesiva simetría y los frascos de perfume, con un desorden demasiado cuidado. Todo está un poco forzado. Tus ojos lo ven, aunque el cerebro no llegue a percibirlo.
—Pero, ¿por qué han tenido que registrar el apartamento? —dije—. ¿Qué fotos se llevaron? ¿Las de ella con el asesino?
—Eso no está claro —dijo Connor—. Evidentemente, su relación con el Japón y con los japoneses era perfectamente lícita. Pero había algo que ellos tenían que llevarse de aquí, y eso sólo puede ser...
Entonces, en la sala, sonó una voz interrogativa:
—¿Lynn? ¿Estás ahí, guapa?
Su figura se recortaba en la puerta, a contraluz. Descalza, con shorts y top con escote bañera. No podía verle bien la cara, pero al parecer era lo que Anderson, mi antiguo compañero, llamaba una encantadora de serpientes.
Connor le enseñó la placa. Ella dijo que se llamaba Julia Young. Tenía acento del Sur y arrastraba un poco las sílabas.
Connor encendió la luz y pudimos verla mejor. Era bonita. Entró en la habitación titubeando.
—Oí la música... ¿Está Cherylynn? Como tenía que ir a esa fiesta...
—Yo no he oído nada —dijo Connor lanzándome una mirada—. ¿Conoce a Cherylynn?
—Pues claro. Vivo al otro lado del pasillo, en el ocho. ¿Qué hace tanta gente en su casa?
—¿Tanta gente?
—Bueno, ustedes dos. Y los dos japoneses.
—¿Cuándo vinieron los japoneses?
—No sé, hará una media hora. ¿Le ha pasado algo a Cherylynn?
—¿Ha visto usted a esos hombres, Miss Young? —pregunté. Pensaba que tal vez hubiera arrimado el ojo a la mirilla.
—Pues claro. Les saludé.
—¿Y eso?
—A uno lo conozco bastante. Era Eddie.
—¿Eddie?
—Eddie Sakamura. Todas conocemos a Eddie. Eddie el granuja simpático.
—¿Podría describírmelo? —pregunté.
Ella me miró con extrañeza.
—Es el de la foto, el de la cicatriz en la mano. Creí que todo el mundo conocía a Eddie Sakamura. Sale mucho en los periódicos. Fiestas de caridad y cosas por el estilo. Va a casi todas las grandes fiestas.
—¿Tiene idea de dónde podría encontrarlo? —pregunté.
—Eddie Sakamura es copropietario de un restaurante polinesio de Beverly Hills llamado «Bora Bora» —dijo Connor—. Casi siempre está allí.
—Ése es —dijo Julia—. Y el restaurante es como su despacho. Yo no soporto aquello, por el ruido. Pero Eddie siempre está allí, persiguiendo a las chicas altas y rubias. Le gusta ir con mujeres más altas que él.
La muchacha se apoyó en una mesa y se apartó el pelo de la cara con ademán seductor. Me miró con un mohín.
—¿Ustedes dos son compañeros?
—Sí.
—Él me ha enseñado la placa. Pero tú, no.
Saqué la cartera. Ella la miró.
—Peter —leyó—. Mi primer novio se llamaba Peter. Pero no era tan atractivo. —Me sonreía.
Connor carraspeó y dijo:
—¿Había estado antes en el apartamento de Cherylynn?
—Pues claro. Vivo ahí enfrente. Aunque últimamente ella ha pasado mucho tiempo mera de la ciudad. Siempre está de viaje.
—¿Y a dónde va?
—A todas partes. Nueva York, Washington, Seattle, Chicago... a todas partes. Tiene un amigo que viaja mucho. Ella le acompaña. Bueno, cuando no va la mujer.
—¿El amigo está casado?
—Si no, algún impedimento debe de haber.
—¿Usted sabe quién es?
—No. Una vez ella me dijo que él no quería venir al apartamento. Es un hombre importante. Muy rico. Le manda el reactor y allá va ella. Quienquiera que sea, tiene furioso a Eddie. Porque Eddie es celoso, ¿comprende? Él quiere ser para todas el iro otoko, el amante más sexy.
—¿Son un secreto las relaciones de Cheryl con ese hombre? —preguntó Connor.
—No lo sé. No creí que lo fueran. Intensas sí, desde luego. Ella está loca por él.
—¿Loca por él?
—No se lo puede usted figurar. La he visto dejarlo todo para irse con él. Una noche pasó a mi casa y me dio dos entradas para el concierto de Springsteen. Estaba entusiasmada porque se iba a Detroit. Llevaba la bolsa de viaje en la mano y su vestido de niña bien. Él la había llamado diez minutos antes y le había dicho: «Ven.» Estaba más alegre que unas pascuas, como una niña de cinco años. No me explico cómo no se daba cuenta.
—¿Cuenta de qué?
—De que ese hombre estaba aprovechándose de ella.
—¿Por qué lo dice?
—Cherylynn es muy bonita y tiene un aire muy sofisticado. Ha trabajado de modelo en todo el mundo, sobre todo en Asia. Pero, en el fondo, es bastante provinciana. Midland es una ciudad petrolífera y hay mucho dinero, pero no deja de ser un pueblo grande. Y Cherylynn quiere un anillo en el dedo y unos niños y un perro en el jardín. Y ese hombre no se lo dará. Pero ella no se da cuenta.
—Pero usted no conoce a ese hombre, ¿verdad? —dije.
—No, claro. —Asomó a su cara una expresión de malicia y echó los hombros hacia atrás sacando el pecho—. Ustedes no han venido a investigar a ese hombre, ¿verdad?
—No —dijo Connor.
Julia sonrió con picardía.
—Eddie, ¿eh?
—Humm —exclamó Connor.
—Lo sabía —dijo ella—. Sabía que, antes o después, se metería en un lío. Aquí, en el Arms, todas lo comentábamos. —Hizo un amplio ademán—. Y es que es mucho Eddie. No parece japonés. Tan juerguista.
—¿Es de Osaka? —preguntó Connor.
—Su padre es un gran industrial de allí, está asociado con la «Daimashi». Es un hombre encantador. A veces, cuando viene de visita, va a ver a una chica del segundo piso. Pero Eddie... Teóricamente, Eddie vino a estudiar y, al cabo de unos años, tenía que regresar a su país a trabajar para la kaisha, la empresa. Pero él no quiere regresar. Le gusta esto. ¿Y cómo no iba a gustarle? Tiene de todo. Se compra un «Ferrari» nuevo cada vez que estrella el viejo. Tiene más dinero que Dios. Con el tiempo que lleva aquí, es como un americano. Atractivo. Sexy. Y con toda esa droga... En fin, la auténtica alma de las fiestas. ¿Qué puede ofrecerle a él Osaka?
—Pero usted dice que siempre supo... —empecé.
—¿Que se metería en un lío? Pues claro. Por esa veta extraña. Ese ramalazo. Se encogió de hombros. Muchos de ellos lo tienen. Con esos tipos que vienen de Tokio, aunque te traigan un shókai, una recomendación, tienes que tener cuidado. No les importa gastarse diez o veinte mil en una noche. Para ellos es como una propina. Te lo dejan en el tocador. Pero es que lo que quieren hacer, por lo menos, algunos...
La muchacha enmudeció. Tenía la mirada ausente, extraviada. Yo no dije nada, me quedé esperando. Connor la miraba con gesto de comprensión.
De pronto, ella siguió hablando, como si no se hubiera dado cuenta de la pausa.
—Y, para ellos, esos deseos son algo tan natural como la propina. Completamente natural. Bueno, a mí no me importa una ducha dorada o lo que sea, esposas, etcétera. Incluso una pequeña tunda, si el chico me gusta. Pero por los cortes no paso. Por mucho dinero que me den. Nada de puñales ni espadas. Pero ellos... Muchos son tan corteses, tan correctos y luego, cuando se calientan, tienen esta... esta cosa... —Se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Son gente extraña.
Connor miró el reloj.
—Miss Young, nos ha sido usted de gran ayuda. Quizá tengamos que volver a hablar. El teniente Smith tomará nota de su teléfono...
—Sí, desde luego.
Abrí el bloc.
—Voy a hablar un momento con el portero.
—Shinichi —dijo ella.
Connor salió. Yo anoté el teléfono de Julia. Ella me miraba mientras yo escribía. Se humedeció los labios. Al fin, dijo:
—A mí puedes decírmelo. ¿La ha matado?
—¿Quién?
—Eddie. ¿Ha matado a Cherylynn?
Era bonita, pero tenía la mirada febril. Me observaba sin pestañear con los ojos brillantes. Lástima de muchacha.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque siempre estaba amenazándola. Esta misma tarde sin ir más lejos.
—¿Eddie estuvo aquí esta tarde? —pregunté.
—Pues claro. —Se encogió de hombros—. Viene a todas horas. Esta tarde estaba hecho una fiera. Insonorizaron las paredes cuando compraron el edificio, pero aun así se les oía gritar. Ella tenía puesta esa cinta de Jerry Lee Lewis que tocaba a todas horas de día y de noche hasta sacarte de quicio, y se gritaban y se tiraban cosas. Él siempre decía: «Te mataré, te mataré, zorra.» Así que, ¿la mató?
—No lo sé.
—¿Pero está muerta? —Aún le brillaban los ojos.
—Sí.
—Tenía que ocurrir —dijo. Parecía completamente tranquila—. Todas lo sabíamos. Era sólo cuestión de tiempo. Si necesitas más información, llámame.
—Así lo haré. —Le di mi tarjeta—. Y, si recuerdas algo más, llámame a este número.
Guardó la tarjeta en el bolsillo de atrás de los shorts doblando el cuerpo.
—Ha sido un placer hablar contigo, Peter.
—Sí. Lo mismo digo.
Me alejé por el pasillo. Cuando llegué al extremo, me volví. Ella estaba en la puerta de su apartamento, agitando la mano.
Connor estaba hablando por el teléfono del vestíbulo y el portero le miraba con gesto huraño, como si deseara impedírselo pero no pudiera hallar un pretexto.
—Eso es —decía Connor—. Todas las llamadas que se hayan hecho desde ese teléfono entre las ocho y las diez de la noche. Exactamente. —Escuchó un momento—. Bien, no me importa si sus sistemas no están diseñados de este modo, necesito esos datos. ¿Cuánto tardarán? ¿Mañana? No sea ridicula. ¿Qué se ha creído que es esto? Lo quiero para dentro de dos horas. Volveré a llamarla. Sí. A hacer puñetas usted también. —Colgó—. Vámonos, kohai.
Fuimos en busca del coche.
—¿Poniendo a trabajar a sus contactos?
—¿Contactos? —Parecía desconcertado—. Oh. Graham le habrá hablado de mis contactos. No tengo informadores especiales. Pero él cree que sí.
—Mencionó el caso Arakawa.
—Eso es muy viejo —suspiró Connor. Caminábamos hacia el coche—. ¿Quiere que le cuente el caso? Muy sencillo. Dos súbditos japoneses son asesinados. El Departamento encarga la investigación a unos detectives que no hablan japonés. Al cabo de una semana, me la pasan a mí.
—¿Y usted qué hizo?
—Los Arakawa se hospedan en el hotel «New Otani». Conseguí la lista de las llamadas que habían hecho al Japón. Marqué los números y hablé con varias personas de Osaka. Luego, llamé a la Policía de Osaka. También en japonés. Les sorprendió mucho que no conociéramos toda la historia.
—Comprendo.
—No del todo —dijo Connor—. Porque el Departamento de Policía de aquí se encontró en una situación incómoda. La Prensa se había permitido criticar la actuación de la Policía. La gente había enviado flores. Había habido una gran manifestación de dolor por unas personas que resultaban ser gángsteres. Mucha gente se sintió violenta. Y se me echó a mí la culpa de todo. Yo había procedido de modo irregular para resolver el caso. Aquello me cabreó, francamente.
—¿Y por eso se fue al Japón?
—No. Eso es otra historia.
Llegamos al coche. Me volví a mirar hacia el Imperial Arms y vi a Julia en la ventana mirándonos.
—Es muy seductora —dije.
—Los japoneses a las mujeres como ella las llaman shirigaru onna. Culo ligero. —Abrió la puerta y entró en el coche—. Y se droga. No podemos fiarnos de lo que nos diga. De todos modos, la cosa empieza a tomar un cariz que no me gusta nada. —Miró el reloj y sacudió la cabeza—. Maldita sea. Se nos va el tiempo. Más vale que vayamos al «Palomino», a ver a Mr. Colé.
Fuimos en dirección al Sur, camino del aeropuerto. Connor estaba apoyado en el respaldo, con los brazos cruzados, mirándose las puntas de los pies con gesto de contrariedad.
—¿Por qué dice que no le gusta el cariz?
—Los envoltorios, en la papelera —dijo Connor—. La foto, en el contenedor del vestíbulo. No debieron tirar esas cosas.
—Usted mismo ha dicho que obraban con precipitación.
—Quizá. Pero, ¿sabe?, los japoneses piensan que la Policía norteamericana es incompetente. Estos descuidos son prueba de su desdén.
—Pues incompetentes no somos.
Connor movió la cabeza.
—Si se nos compara con los japoneses, sí. En el Japón se detiene a todos los delincuentes y el noventa y nueve por ciento de los autores de delitos graves son procesados. Por lo tanto, en el Japón, todo criminal sabe desde el principio que han de pillarlo. Pero aquí la cifra de condenas es de un diecisiete por ciento. Ni siquiera una entre cinco. Y, en los Estados Unidos, el delincuente sabe que, probablemente, no lo pillarán. Y, si lo pillan, los más probable es que, gracias a una serie de salvaguardias jurídicas, no lo condenen. Y todos los estudios de la eficacia policial indican que los detectives norteamericanos o resuelven el caso en seis horas o nunca.
—¿Y qué quiere decir?
—Quiero decir que aquí se ha cometido un crimen con la expectativa de que no sea resuelto. Y yo quiero resolverlo, kohai.
Durante los diez minutos siguientes, Connor guardó silencio. Estaba inmóvil, con los brazos cruzados y la barbilla hundida en el pecho. Su respiración era profunda y regular. De no ser porque tenía los ojos abiertos, yo hubiera podido pensar que dormía.
Yo conducía, escuchando su respiración.
Finalmente dijo:
—Ishigura.
—¿Qué hay de Ishigura?
—Si supiéramos qué hizo a Ishigura comportarse de ese modo, comprenderíamos lo ocurrido.
—No entiendo.
—Para un americano, es difícil —dijo Connor—. Porque en América un margen de error es anormal. Uno cuenta con que el avión llegue con retraso. Que el correo no se reparta. Que se te estropee la lavadora. En todo momento, esperas que puedan torcerse las cosas.
»Pero el Japón es diferente. En el Japón todo funciona. En una estación de ferrocarril de Tokio, tú te sitúas encima de una marca que hay en el andén y, cuando llega el tren, las puertas se abren mismamente delante de ti. Los trenes son puntuales. Las maletas no se extravían. Los enlaces no se pierden. Los plazos se cumplen. Las cosas ocurren según el plan. Los japoneses son gente instruida, preparada y motivada. Las cosas se hacen bien. Allí la chapuza no existe.
—Aja...
—Y esta noche era muy importante para la «Nakamoto Corporation». Puede estar seguro de que lo tenían previsto absolutamente todo, hasta el menor detalle. Los canapés vegetarianos que gustan a Madonna, el fotógrafo preferido de la estrella... Créame, son gente preparada. Lo tienen todo previsto. Ya sabe lo que hacen: se sientan a discutir una infinidad de posibilidades. ¿Y si hay un incendio? ¿Y si hay un terremoto? ¿Una amenaza de bomba? ¿Un corte de electricidad? Les gusta tener previsto hasta lo más improbable. Es algo obsesivo, pero cuando llega la noche decisiva, lo tienen absolutamente todo controlado. Está muy mal visto no dominar la situación. ¿Me sigue?
—Le sigo.
—Pero ahí tenemos a nuestro amigo Ishigura, el representante oficial de la «Nakamoto», delante del cadáver de una muchacha, una situación, evidentemente, que se sustrae a su control. Él hace yoshiki no, trata de agarrar el toro por los cuernos al estilo occidental, pero no es lo suyo: ya se fijaría usted en cómo le sudaba el labio. Y las palmas de las manos: no hacía más que restregárselas en el pantalón. Está rikutsuppoi, protesta demasiado, habla demasiado.
»En suma, actúa como si en realidad no supiera qué hacer, como si ignorara quién es la muchacha, a pesar de que lo sabe, porque conoce a todos los invitados a la fiesta, y finge no saber quién la mató. Cuando es casi seguro de que eso también lo sabe.
Pisé un bache y el coche dio un brinco.
—Un momento. ¿Ishigura sabe quién mató a la muchacha?
—Estoy seguro. Y no es el único. A estas horas, eso lo saben por lo menos tres personas. ¿No dijo usted que había trabajado en la oficina de Prensa?
—Sí. Hace un año.
—¿Mantiene contacto con los encargados de los informativos de televisión?
—Con algunos. Aunque de tarde en tarde. ¿Por qué?
—Me gustaría ver alguna de las cintas que se grabaron esta noche.
—¿Sólo ver? ¿No incautar?
—No. Sólo ver.
—No creo que haya inconveniente —dije. Podría llamar a Jennifer Lewis de la «KNBC» o a Bob Arthur de la «KCBS». Probablemente a Bob.
—Tiene que ser alguien a quien pueda pedírselo como un favor personal —dijo Connor—. De otro modo, las cadenas no nos ayudarían. Ya se habrá fijado que esta noche en el escenario del crimen no había equipos de televisión. Y en la mayoría de los casos tienes que luchar a brazo partido para llegar hasta el espacio acotado por la Policía. Y, esta noche, ni televisión, ni fotógrafos, nada.
—No usábamos la radio —dije encogiéndome de hombros—. No han podido oír nada.
—Pero ya estaban allí —dijo Connor—. Cubriendo la fiesta con Tom Cruise y Madonna. Y entonces una muchacha es asesinada en el piso de arriba. ¿Dónde estaba la televisión?
—Capitán, por ahí no paso.
Una de las cosas que aprendí cuando trabajaba en el Departamento de Prensa es que no hay conspiraciones. La Prensa es muy diversa, y en cierto modo, está muy desorganizada. En realidad, en las raras ocasiones en que necesitamos un embargo, por ejemplo, en un secuestro en el que se negociaba un rescate, nos costó horrores conseguir cooperación.
—Las ediciones de los periódicos se cierran temprano. Probablemente, los de la televisión querían entrar en las noticias de las once y se habían marchado a montar la grabación.
—No estoy de acuerdo. Yo creo que los japoneses expresaron preocupación por su shafu, su imagen corporativa, y la Prensa se avino a no decir nada. Créame, kohai: están presionando.
—No me lo puedo creer.
—Es la verdad —dijo Connor—. Están presionando.
En aquel momento, sonó el teléfono del coche.
—Dios, Peter —dijo una voz áspera y familiar—. ¿Qué puñetas pasa con ese homicidio? —Era el jefe. Sonaba como si hubiera bebido.
—¿A qué se refiere, jefe?
Connor me miró y oprimió el botón del altavoz para poder escuchar.
—¿Están hostigando a los japoneses? —dijo el jefe—. ¿Es que vamos a recibir otra retahíla de denuncias por racismo?
—No, señor —respondí—. De ninguna manera. No sé lo que le habrán contado...
—Me han contado que ese gilipollas de Graham ha estado insultante, como de costumbre.
—Yo no diría exactamente insultante, jefe...
—Mire, Peter, a mí no me putee. Ya le he dicho a Fred Hoffmann lo que pienso de él por haber enviado a Graham. Quiero a ese racista imbécil fuera de este caso. De ahora en adelante, tenemos que contemporizar con los japoneses. Es el imperativo del momento. ¿Me oye, Peter?
—Sí, señor.
—Ahora hablaremos de John Connor. Está con usted, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Por qué lo ha metido usted en esto?
Pensé: ¿por qué lo he metido en esto yo? Fred Hoffmann debió de optar por decir que lo de avisar a Connor había sido idea mía, no de él.
—Lo siento, pero yo...
—Comprendo —dijo el jefe—. Probablemente, usted pensó que no iba a poder encargarse del caso sin ayuda. Pero me parece que se ha buscado más problemas que ayuda. Porque a los japoneses no les gusta Connor. Y tengo que decirle una cosa, yo conozco bien a John. Entramos en la academia juntos, en el cincuenta y nueve. Siempre ha sido un inadaptado y un buscapleitos. Porque si una persona se va a vivir a un país extranjero es porque aquí no encaja. No quiero que nos joda la investigación.
—Jefe...
—Peter, así es como yo veo las cosas: usted tiene un caso de homicidio, haga los trámites pertinentes y acabe cuanto antes. Con limpieza y rapidez. Yo confío en usted y sólo en usted. ¿Me ha oído?
—Sí, señor.
—¿La comunicación es buena?
—Sí, señor —dije.
—Cierre el caso, Pete —dijo el jefe—. No quiero recibir más quejas en relación con este asunto.
—Sí, señor.
—Déjelo listo mañana a lo más tardar. Eso es. —Y colgó.
Yo puse el auricular en la horquilla.
—Sí —dijo Connor—; yo diría que están presionando.
Yo conducía hacia el Sur por la autopista 405, camino del aeropuerto. Aquí era más densa la niebla. Connor miraba por la ventanilla.
—En una organización japonesa, nunca recibiría usted una llamada como ésa. El jefe acaba de dejarlo en la estacada. Él no asume responsabilidades, allá usted. Y le culpa por cosas que no tienen nada que ver con usted, como la intervención de Graham y la mía. —Connor sacudió la cabeza—. Los japoneses no hacen eso. Los japoneses tienen un lema: atacar el problema, no buscar cabezas de turco. En las organizaciones norteamericanas, todo gira en torno a quién la ha jodido. Qué cabezas rodarán. En las organizaciones japonesas, lo que importa es qué está jodido y cómo arreglarlo. Nadie carga con la culpa. Es mejor sistema.
Connor enmudeció y se quedó mirando por la ventanilla. Pasábamos por Slauson y la autopista de la costa era un arco oscuro tendido sobre nuestras cabezas en la niebla.
—El jefe está en un brete, eso es todo.
—Sí. Y también mal informado, como de costumbre. Pero, de todos modos, lo mejor será tener el caso resuelto antes de que se levante por la mañana.
—¿Podremos?
—Sí; si Ishigura nos entrega las cintas.
Volvió a sonar el teléfono. Yo contesté.
Era Ishigura.
Di el aparato a Connor.
Podía oír levemente a Ishigura por el auricular. Hablaba de prisa, como si estuviera nervioso.
—Moshi moshi, Connor-san. Watashi wa keibi no beya ni denwa o shimashita ga, daremo demasendeshita.
Connor tapó el micro con la palma de la mano y tradujo:
—Ha llamado al guardia de seguridad, pero no ha encontrado a nadie.
—Sorede chuokeibishitsu ni renraku shite, hito o okutte morai, issho ni itte tepu o kakunin shimashita.
—Luego ha llamado a la oficina de seguridad y les ha pedido que bajaran con él a comprobar las cintas.
—Tepu wa súbete rekoda no nada ni arimasui. Nakunattemo torikaeraretemo imasen. Súbete daijobu desu.
—Cada grabadora tiene su cinta. No falta ni se ha cambiado cinta alguna. —Connor frunció el entrecejo y respondió—: lya, tepu wa surikaerarete iru hazu nanda. Tepu o sagase!
—Súbete daijobu nandesu, Connor-san. Doshiro to iu no desu ka.
—Insiste en que todo está en orden. Tepu o sagaase! —respondió Connor. Y a mí—: Le he dicho que quiero las condenadas cintas.
—Daijobu da to itterunoni, doshite sonnani tepu o sagase to ossharun desu ka.
—Ore niwa sakatte irunda. Tepu wa nakunatte iru. Sé más cosas de las que usted imagina, Mr. Ishigura. Moichido iu, tepu o sagasunda!
Connor colgó violentamente y se echó hacia atrás, resoplando de indignación.
—Los muy cerdos. Se empeñan en decir que no falta ninguna cinta.
—¿Qué significa eso? —pregunté.
—Eso significa que van a emplear juego duro. —Connor contemplaba el tráfico por la ventanilla golpeándose los dientes con el dedo—. No se arriesgarían, si no se sintieran seguros, en una posición inexpugnable. Lo que significa...
Connor se perdió en sus reflexiones. Yo veía su cara reflejada en el cristal a intermitencias, cada vez que pasábamos bajo una farola. Al fin dijo:
—No, no, no —como si hablara con alguien.
—¿No qué?
—No puede ser algo relacionado con Graham. —Movió la cabeza—. Graham resultaría peligroso, evoca demasiados fantasmas del pasado. Tampoco puede relacionarse conmigo, yo soy un factor archiconocido. Por lo tanto, tiene que ser usted, Peter.
—¿De qué está hablando?
—Ha tenido que ocurrir algo que ha hecho pensar a Ishigura que tiene la sartén por el mango. Y supongo que debe de ser algo relacionado con usted.
—¿Conmigo?
—Sí. Casi con toda seguridad, se trata de algo personal. ¿Ha tenido usted problemas en su pasado?
—¿Como cuáles?
—¿Antecedentes, arrestos, investigaciones de Asuntos Internos, denuncias por conducta irregular, como alcoholismo, homosexualidad o líos de faldas? ¿Ha seguido tratamiento de desintoxicación, ha tenido problemas con compañeros o superiores? Cualquier cosa, personal o profesional.
—La verdad, no sé —dije encogiéndome de hombros.
Connor se mantenía a la expectativa, observándome. Finalmente, dijo:
—Ellos creen tener algo, Peter.
—Estoy divorciado. Tengo a mi cargo a mi hija, Michelle. Tiene dos años.
—Sí...
—Llevo una vida tranquila. Cuido de la niña. Soy responsable.
—¿Y su esposa?
—Mi ex esposa es abogada y trabaja en la oficina del fiscal del distrito.
—¿Cuándo se divorciaron?
—Hace dos años.
—¿Antes de que naciera la niña?
—Poco después.
—¿Por qué se divorciaron?
—Rediez, ¿por qué se divorcia la gente?
Connor no contestó.
—Sólo estuvimos casados un año. Ella era muy joven cuando nos conocimos. Veinticuatro años. Y muy romántica. Nos conocimos en el juzgado. Ella pensó que yo era un detective duro y frío que se jugaba la vida todos los días. Le gustaba que portara un arma. En fin, esas cosas. Y tuvimos una aventura. Luego quedó embarazada y no quiso abortar. Lo que quería era casarse. Una de sus ideas románticas. En realidad, no lo pensó. Pero el embarazo se puso difícil y entonces ya era tarde para abortar, y ella decidió que no le gustaba vivir conmigo porque mi apartamento era pequeño, porque yo no ganaba suficiente dinero y porque vivíamos en Culver City y no en Brentwood. Total: cuando nació la niña, ya había perdido toda la ilusión. Dijo que se había equivocado. Que quería ejercer su carrera. No quería estar casada con un policía. No quería cuidar de una criatura. Dijo que lo sentía mucho, que se había equivocado. Y se fue.
Connor escuchaba con los ojos cerrados.
—¿Sí...?
—No sé qué importancia puede tener esto. Ella se marchó hace dos años. Y, después de aquello yo no podía, no quería seguir en la brigada, haciendo horario de detective, porque ahora tenía que ocuparme de la niña, de manera que hice oposiciones a Servicios Especiales y empecé a trabajar en la oficina de Prensa. Allí no tuve ningún problema. Todo fue perfectamente. Hasta que, el año pasado, se presentó la oportunidad de optar a esta plaza de oficial de enlace para casos relacionados con ciudadanos asiáticos. Estaba mejor pagada. Doscientos más al mes. De manera que hice la solicitud.
—Aja.
—Quiero decir que necesito el dinero. Ahora tengo muchos gastos, como la guardería de Michelle. ¿Sabe usted cuánto pago de guardería? Y he de tener a una asistenta todo el día, y la mitad de las veces Lauren no paga su parte de la manutención de la niña. Dice que el sueldo no le alcanza, pero se ha comprado un «BMW», de modo que no sé qué pensar. ¿Y qué puedo hacer? ¿Denunciarla? Trabaja para el fiscal del distrito.
Connor guardaba silencio. Delante, aviones sobrevolaban la autopista disponiéndose a aterrizar. Estábamos cerca del aeropuerto.
—Tuve suerte de conseguir la plaza de oficial de enlace. Por el horario y por la paga. Y por eso ahora estoy aquí, en este coche, con usted. Eso es todo.
—Kohai —dijo él suavemente—, los dos estamos metidos en esto. Cuénteme. ¿Qué problema tiene?
—Ningún problema.
—Kohai.
—Ninguno.
—Kohai...
—John, escuche lo que voy a decirle. Cuando solicitas una plaza de oficial de enlace en Servicios Especiales, cinco comités distintos te repasan la hoja de servicios. Para conseguir una plaza de enlace tienes que estar limpio. Los comités no encontraron nada de particular en mi expediente.
—Pero algo encontraron —dijo Connor moviendo la cabeza.
—Dios —dije—, fui detective cinco años. No puedes trabajar todo ese tiempo sin que se presenten quejas contra ti. Eso ya debe de saberlo.
—¿Y qué quejas se presentaron?
Sacudí la cabeza.
—Nada. Cosas sin importancia. El primer año, arresté a un tipo que me acusó de abuso de fuerza. La acusación fue retirada después de una investigación. Luego arresté a una mujer por robo a mano armada, que dijo que yo le había puesto un gramo de droga para tenderle una trampa. Acusación retirada: la droga era suya. Un sospechoso de asesinato dijo que yo le había dado puñetazos y puntapiés durante un interrogatorio. Pero el interrogatorio se había hecho en presencia de otros oficiales. Después, una borracha denunciada por escándalo doméstico, dijo que yo había intentado abusar de su hija, una menor. Luego retiró la acusación. El cabecilla de una banda de adolescentes arrestado por asesinato dijo que yo le había hecho proposiciones homosexuales. Acusación retirada. Eso es todo.
Todo policía sabe que esta clase de quejas son ruido de fondo, como el del tráfico en la calle. No hay nada que hacer. Estás continuamente en un entorno adverso, acusando a la gente de crímenes. Y ellos te acusan a ti. Así funciona. El Departamento no presta atención, a no ser que se repita la misma acusación. Si en el transcurso de un par de años uno es acusado de abuso de autoridad tres o cuatro veces, se hace una investigación. O se formulan una serie de quejas por racismo. Por lo demás, como suele decir Jim Olson, el ayudante del jefe, el oficio de policía es para gente con pellejo duro.
Connor no dijo nada durante un rato. Finalmente, preguntó:
—¿Y qué hay del divorcio? ¿Algún problema?
—Nada fuera de lo corriente.
—¿Está en buenas relaciones con su ex?
—Sí. No es que seamos muy amigos, pero nos llevamos bastante bien.
Él seguía con el entrecejo fruncido.
—¿Y dejó la brigada hace dos años?
—Sí.
—¿Por qué?
—Ya se lo he dicho.
—Me ha dicho que por el horario.
—Eso fue lo principal, sí.
—¿Hubo algo más?
—Después del divorcio, no me apetecía el trabajo de Homicidios. Me sentía... no sé. Desilusionado. Yo tenía una criatura y mi mujer me había dejado. Ella, tan campante saliendo con un abogado de postín y yo, en casa, con la niña. Me sentía desmotivado. No quería seguir siendo detective.
—¿Se puso en tratamiento? ¿Fue al psiquiatra?
—No.
—¿Problemas con drogas o alcohol?
—No.
—¿Otras mujeres?
—Alguna.
—¿Estando casado?
Yo vacilé.
—¿Farley? ¿La de la oficina del alcalde?
—No. Eso fue después.
—Pero hubo alguien durante su matrimonio.
—Sí. Pero ahora vive en Phoenix. Trasladaron al marido.
—¿Ella estaba en el Departamento?
Me encogí de hombros.
Connor se echó hacia atrás.
—Está bien, kohai. Si no hay más que eso, no debe preocuparse. —Me miró.
—No hay más que eso.
—Pero tengo que hacerle una advertencia —dijo—. Yo he pasado por esto. Cuando los japoneses van a por todas, pueden complicarte la vida. Complicártela mucho.
—¿Quiere asustarme?
—No. Sólo decirle cómo están las cosas.
—Al cuerno los japoneses —dije—. No tengo nada que ocultar.
—Magnífico. Ahora llame a sus amigos de la tele y dígales que, después de la próxima parada, iremos a hacerles una visita.
Un «747» pasó zumbando muy bajo. Las luces de aterrizaje brillaban en la niebla. Voló por encima del rótulo luminoso que anunciaba: «¡MUJERES! ¡MUJERES! ¡DESNUDO TOTAL! ¡MUJERES!» Eran las once y media cuando entramos.
Decir que el «Club Palomino» era un bar con striptease era hacerle un favor. En realidad, se trataba de una antigua bolera con cactos y caballos pintados en las paredes. Por dentro parecía más pequeño que visto desde fuera. Una mujer de unos cuarenta, con tanga plateado y adornado con bodoques, bailaba apáticamente. Parecía tan aburrida como los clientes, sentados alrededor de mesitas color de rosa. Por entre el humo que llenaba el local se movían camareras en topless. La música tenía un fuerte siseo.
En la puerta un individuo nos dijo:
—Doce dólares. Mínimo dos copas. —Connor sacó la placa—. Está bien, está bien —agregó el hombre.
Connor miró en tomo y dijo:
—No imaginaba que aquí vinieran japoneses. —En una mesa de un rincón vi a tres con traje azul marino.
—Muy pocos —dijo el encargado—. Les gusta más el «Star», en el centro. Allí hay más lujo y más tetas. Yo diría que esos tres se han perdido durante la visita a la ciudad.
Connor asintió.
—Busco a Ted Colé.
—Está en la barra. Es el de las gafas.
Ted Colé estaba sentado en el bar. Llevaba un anorak encima del uniforme gris de guardia de seguridad de la «Nakamoto». Cuando nos sentamos a su lado, nos miró inexpresivamente.
Se acercó el camarero. Connor dijo:
—Dos «Bud».
—No tenemos «Bud». ¿«Asahi»?
—Vale.
Connor enseñó la placa. Colé movió la cabeza, se volvió de espaldas a nosotros y miró atentamente a la bailarina.
—Yo no sé nada.
—¿Nada de qué? —preguntó Connor.
—Nada de nada. Yo sólo me ocupo de mis asuntos. Ahora estoy fuera de servicio. —Parecía un poco bebido.
—¿Cuándo salió de trabajar? —preguntó Connor.
—Hoy salí temprano.
—¿Por qué?
—Me dolía el estómago. Tengo una úlcera que a veces se me despierta. Conque salí temprano.
—¿A qué hora?
—Serían las ocho y cuarto todo lo más.
—¿Fichan ustedes?
—No; no hay reloj que controle las entradas y salidas.
—¿Y quién le relevó?
—El supervisor.
—¿Quién es?
—No lo conozco. Un japonés. Nunca lo había visto.
—¿Es su supervisor y no lo había visto?
—Es nuevo. Japonés. No lo conozco. ¿Y qué quieren de mí?
—Sólo hacerle unas preguntas —dijo Connor.
—No tengo nada que ocultar —dijo Colé.
Uno de los japoneses sentados a la mesa del rincón se acercó al bar. Se situó a nuestro lado y preguntó al camarero:
—¿Qué marca de cigarrillos tiene?
—«Marlboro».
—¿Alguna otra?
—Quizá «Kool». Tendría que mirar. Pero «Marlboro», seguro. ¿Quiere «Marlboro»?
Ted Colé miraba fijamente al japonés. El japonés parecía ajeno a la presencia de Ted.
—¿«Kent»? —preguntó el japonés— ¿Tiene «Kent lights»?
—No. No tengo «Kent».
—Está bien, pues «Marlboro» —dijo el japonés—. Va bien «Marlboro». —Nos sonrió—. Éste es el país del «Marlboro», ¿verdad?
—Verdad —dijo Connor.
Colé tomó un sorbo de cerveza. Todos guardábamos silencio. El japonés golpeaba el mostrador al compás de la música.
—Muy bueno este sitio —dijo—. Mucho ambiente.
Yo me pregunté de qué estaría hablando el hombre. Aquello era un antro.
El japonés se sentó en el taburete a nuestro lado. Colé examinaba la botella como si en su vida hubiera visto una botella de cerveza. Le daba vueltas entre las manos, dejando círculos en el mostrador.
El camarero trajo los cigarrillos y el japonés arrojó al mostrador un billete de cinco dólares. Nos sonrió.
Connor sacó el encendedor y lo acercó al cigarrillo del hombre. Cuando el japonés se inclinaba sobre la llama, le dijo:
—Doko kaisha ittenno?
El hombre parpadeó.
—¿Cómo dice?
—Wakanne no? —dijo Connor—. Doko kaisha ittenno?
El hombre sonrió y se bajó del taburete.
—Soro soro ikanakutewa. Shitsurei shimasu. —Agitó la mano ligeramente y cruzó el local para reunirse con sus amigos.
—Dewa mata —dijo Connor, sentándose en el taburete que había dejado libre el japonés.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Colé.
—Sólo le pregunté para qué empresa trabajaba —dijo Connor—. Pero no quiso decírmelo. Supongo que quería volver con sus amigos. —Connor pasó las manos por debajo de la barra, palpando—. Parece limpio de micros.
Connor miró entonces a Colé diciendo:
—Veamos, Mr. Colé. Decía usted que un supervisor lo relevó. ¿A qué hora?
—A las ocho y cuarto.
—¿Y usted no lo había visto nunca?
—No.
—Y antes de esa hora, mientras estaba de servicio, ¿grababan las cámaras?
—Sí. Las cámaras graban siempre.
—¿Y el supervisor retiró las cintas?
—¿Retirar las cintas? Creo que no. Que yo sepa, las cintas siguen allí.
Nos miraba con extrañeza.
—¿Les interesan esas cintas?
—Sí —dijo Connor...
—El caso es que yo no me fijé en las cintas. Me interesaban los monitores.
—¿Y eso?
—Estaban preparando el edificio para la fiesta y había un montón de detalles de última hora. Y me llamó la atención que retiraran tantas cámaras de seguridad de otras zonas para ponerlas en ese piso.
—¿Qué dice que hacían? —pregunté.
—Ayer por la mañana, esas cámaras no estaban en el piso cuarenta y seis —dijo Colé—. Estaban esparcidas por todo el edificio. Alguien las puso allí durante el día. Es fácil trasladarlas, ¿saben?, como no llevan cables...
—¿Las cámaras no tienen cables?
—No. La transmisión se hace por células en todo el edificio. Lo construyeron así. Por eso no tienen audio ni color: no se puede transmitir toda la amplitud de banda a base de células. De manera que sólo envían la imagen. Pero pueden poner las cámaras donde quieran y ver todo lo que deseen. ¿No lo sabía?
—No —dije.
—Me sorprende que nadie se lo dijera. Es una de las características del edificio de la que están más orgullosos. —Colé se bebió la cerveza—. Lo único que me intriga es por qué sacaron cinco cámaras de otros puntos del edificio y las pusieron en el piso de encima de la fiesta. No puede ser por motivos de seguridad. Porque, más allá de un piso equis, se pueden condenar los ascensores. O sea que, por seguridad, las cámaras tendrían que estar en los pisos de más abajo de la fiesta. No en los de más arriba.
—Pero los ascensores no se condenaron.
—No. Yo mismo lo encontré raro. —Miró a los japoneses que estaban al otro lado de la sala—. Empieza a ser hora de que me vaya —dijo.
—Bien —dijo Connor—. Ha sido usted una gran ayuda, Mr. Colé. Tal vez tengamos que volver a interrogarle...
—Les anotaré mi número de teléfono —dijo Colé escribiendo en una servilleta de papel.
—¿Y su dirección?
—Sí, pero en realidad voy a estar unos días fuera. Mi madre ha estado enferma y me ha pedido que la lleve a México unos días. Probablemente, nos marcharemos este fin de semana.
—¿Para mucho tiempo?
—Una semana. Me quedan unos días de vacaciones y me parece un buen momento para tomarlos.
—Desde luego —dijo Connor—. Lo comprendo. Gracias otra vez. —Estrechó la mano a Colé y le dio una palmada en el hombro—. Y cuídese usted también.
—Oh, descuide.
—No beba más y conduzca con cuidado cuando regrese a su casa. —Hizo una pausa—. O adonde decida ir esta noche.
—Creo que tiene usted razón —dijo Colé moviendo la cabeza—. No es mala idea.
—Sé que tengo razón.
Colé me dio la mano. Connor ya iba hacia la puerta.
—La verdad, no sé por qué se preocupan —dijo Colé.
—¿Por las cintas?
—Por los japoneses. ¿Qué pueden ustedes hacer? Nos llevan la delantera en todos los campos. Y tienen en el bolsillo a los peces gordos. Ya no podemos ganarles la mano. Ustedes dos no podrán con ellos. Son muy buenos.
Fuera, debajo del letrero luminoso que crepitaba, Connor dijo:
—Vamos, que el tiempo vuela.
Subimos al coche. Él me tendió la servilleta de papel. Tenía escrito, en letras de imprenta:
HAN ROBADO LAS CINTAS.
—Andando —dijo Connor. Yo puse en marcha el coche.
El telediario de las once de la noche había terminado y la redacción estaba casi desierta. Connor y yo fuimos por el pasillo hasta el estudio de sonido, en donde todavía estaba iluminado el letrero: En antena-Noticias.
En el monitor se estaba repitiendo la emisión de la noche sin sonido. El presentador señalaba la pantalla.
—Yo no me chupo el dedo, Bobby. Yo, en estas cosas, me fijo. Tres noches seguidas ella ha abierto y ha cerrado el programa. —Echó el cuerpo hacia atrás y cruzó los brazos—. Estoy esperando lo que tengas que decir, Bobby.
Bob Arthur, mi amigo, el fornido y cansado productor de las noticias de las once, bebió un sorbo de whisky seco de un vaso tan grande como su puño.
—Jim, la cosa vino rodada —dijo.
—Y un huevo, vino rodada —dijo el presentador.
La presentadora era una pelirroja espectacular con una figura impresionante. Recogía sus papeles con parsimonia, con el oído atento a la conversación entre Bob y su compañero.
—En mi contrato está bien claro. La mitad de las introducciones y la mitad de los cierres. Es contractual.
—Pero, Jim —dijo el productor—•, esta noche el programa ha empezado por los desfiles de alta costura de París y la fiesta de la «Nakamoto». Son temas de interés humano.
—Hubiera tenido que ser el asesino múltiple.
—Se aplazó su acusación. Además, el público está harto de asesinos múltiples.
—¿Que el público está harto de asesinos múltiples? —dijo el presentador con incredulidad—. ¿De dónde has sacado la idea?
—Puedes comprobarlo por ti mismo en los sondeos, Jim. Se ha abusado de los asesinatos múltiples. El público se preocupa por la economía. No quiere saber nada más de asesinos múltiples.
—¿Y porque el público se preocupa por la economía nosotros entramos con la «Nakamoto» y la moda de París?
—Exactamente, Jim —dijo Bob Arthur—. En los tiempos difíciles hay que poner grandes saraos. Es lo que quiere ver el público: moda y lujo.
El presentador dijo con cara hosca:
—Yo soy periodista; yo estoy aquí para cubrir las noticias fuertes, no modas.
—Exactamente, Jim —dijo el productor—. Por eso Liz hizo esta noche la introducción. Queremos reservar tu imagen para las noticias fuertes.
—Cuando Teddy Roosevelt sacó al país de la Gran Depresión no lo hizo con modas y lujo.
—Franklin Roosevelt.
—El que fuera. Tú ya sabes a lo que me refiero. Si el público está preocupado, informemos de economía. Balanza de pagos y esas cosas.
—De acuerdo, Jim. Pero es el telediario de las once de la noche para el mercado local, y la gente no quiere oír...
—Pues eso es lo malo de América —sentenció el presentador, agitando el índice—. La gente no quiere oír las verdaderas noticias.
—Cierto, Jim, estás en lo cierto. —Bob pasó el brazo por los hombros del presentador—. Ahora descansa un poco, ¿de acuerdo? Mañana hablaremos.
Esto pareció ser una especie de señal, porque la presentadora dejó de arreglar sus papeles y se marchó.
—Yo soy periodista —dijo el presentador—. Yo sólo quiero hacer mi trabajo como un buen profesional.
—El muy zoquete... —murmuró Bob Arthur mientras nos llevaba por un pasillo— Teddy Roosevelt. Dios. No son periodistas. Son actores. Y cuentan sus líneas lo mismo que los actores. —Suspiró y tomó otro trago de escocés. Ahora dime otra vez, ¿qué es lo que queréis ver?
—La cinta de la inauguración del edificio «Nakamoto».
—¿Te refieres al reportaje que dimos esta noche?
—No; queremos ver las grabaciones originales.
—Los carretes originales. Jo, espero que todavía los tengamos. Que no los hayan borrado.
—¿Tan pronto?
—Es que grabamos cuarenta carretes al día. La mayoría los borramos inmediatamente. Antes los guardábamos una semana, pero hay que reducir costes.
En una de las paredes laterales de la redacción había estanterías con cartuchos «Betamax». Bob pasó el dedo por las etiquetas.
—«Nakamoto»... «Nakamoto»... No; no las veo. —Pasó por su lado una mujer—. Cindy, ¿está Rick?
—No; ya se fue a casa. ¿Necesitas algo?
—Las cintas «Nakamoto». No están en la estantería.
—Mira en el despacho de Don. Él las editó.
—De acuerdo. —Bob nos llevó a las cabinas de edición, situadas al otro lado de la redacción. Abrió una puerta y entramos en un cuartito desordenado, con dos monitores, varios estantes de cintas y una consola de edición. Diseminadas por el suelo había cajas de cintas. Bob rebuscó en ellas—. Vaya, habéis tenido suerte. Originales de cámara. Hay mucho. Llamaré a Jenny para que os las comente. Es nuestra mejor especialista en personalidades. Conoce a todo el mundo. —Se asomó a la puerta—. ¿Jenny? ¡Jenny!
—Bueno, vamos a ver —dijo Jenny Gonzales minutos después. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, fornida y con gafas. Repasó las notas del editor y frunció la frente—. Por más que le digas, no hay forma de que anoten las cosas como es debido... Vaya, por fin. Cuatro cintas. Dos de la llegada de los coches. Dos de la fiesta en sí. ¿Qué quieren ver?
—Empecemos por la llegada de los coches. —Connor miró el reloj—. ¿Podría pasarlo rápido? Tenemos prisa.
—Tan rápido como quieran. Estoy acostumbrada. Lo pasaremos a máxima velocidad.
La mujer oprimió un botón. Vimos llegar limusinas, puertas que se abrían bruscamente, gente que se apeaba y se alejaba con celeridad espasmódica.
—¿Buscan a alguien en particular? Porque veo que durante la edición alguien marcó los trozos de cinta en los que aparecen las celebridades.
—No buscamos celebridades —dije.
—Lástima. Probablemente, es a los únicos que se grabó. —Mientras mirábamos la cinta, Jenny iba diciendo—: El senador Kennedy. Ha adelgazado un poco, ¿verdad? Zas, se fue. Y el senador Morton. Parece estar en buena forma. No es de extrañar. Su horripilante asistente. Me da dentera. El senador Rowe, sin su esposa, como de costumbre. Tom Hanks. No conozco a ese japonés.
—Arata Masagawa —dijo Connor—. Vicepresidente de la «Mitsui».
—Ahí va el senador Chalmers. El trasplante de pelo le prospera. El diputado Levine. El diputado Daniels. Sobrio, para variar. ¿Saben?, me sorprende que la «Nakamoto» consiguiera que viniera a su fiesta tanta gente de Washington.
—¿Por qué lo dice?
—Si bien se mira, no es más que la inauguración de un edificio. Un acto empresarial. En la Costa Oeste. Y, en estos momentos, la «Nakamoto» está en entredicho. Barbra Streisand. No sé quién es el que la acompaña.
—¿En entredicho la «Nakamoto»? ¿Por qué?
—Por la venta de la «MicroCon».
—¿Qué es la «MicroCon»?
—La «MicroCon» es una empresa norteamericana que fabrica componentes para ordenadores. Una compañía japonesa, la «Akai Ceramics», trata de comprarla. El Congreso se opone a la venta porque teme que Norteamérica pierda tecnología ante el Japón.
—¿Y eso qué tiene que ver con la «Nakamoto»?
—La «Akai» es una filial de la «Nakamoto». —Se acabó la primera cinta que fue expulsada del aparato. ¿No han visto nada que les interesara?
—No. Sigamos.
—Bien. —Ella introdujo la segunda cinta—. Lo cierto es que me sorprende la cantidad de senadores y diputados que se han dejado ver esta noche en la fiesta. Allá vamos. Más coches que llegan. Roger Hillerman, subsecretario de Estado para asuntos del Pacífico. Con él va su ayudante. Kinichi Hiako, cónsul general del Japón en Los Ángeles. Richard Meier, arquitecto. Trabaja para la Getty. A ésa no la conozco. Un japonés...
—Hisashi Konawa —dijo Connor—, vicepresidente de «Honda USA»
—Oh, sí —dijo Jenny—. Lleva aquí unos tres años. Probablemente, no tardará en regresar a su país. Edna Morris, la presidenta de la delegación de Estados Unidos en las conversaciones del GATT, ya saben, el convenio sobre comercio y tarifas. No comprendo qué ha venido a hacer aquí: existe un conflicto de intereses. Pero ahí la tienen, toda sonrisas y tan campante. Chuck Norris. Eddie Sakamura, una especie de play-boy local. No conozco a la que está con él. Tom Cruise, con su esposa australiana. Y Madonna, desde luego.
En la cinta acelerada, los flashes prácticamente se encadenaban sin solución de continuidad mientras Madonna se apeaba de la limusina y posaba.
—¿Quieren que lo pase más despacio? ¿Les interesa esto?
—Esta noche, no —dijo Connor.
—Bien, probablemente haya mucho de ella —dijo Jenny. Oprimió el pulsador de máxima velocidad y las imágenes del monitor se diluyeron en una masa gris. Cuando volvió a pulsar, Madonna se dirigía hacia el ascensor con acelerado contoneo, apoyándose en el brazo de un esbelto mozo hispánico con bigote. La imagen se borró mientras la cámara giraba de nuevo hacia la calle. Luego volvió a estabilizarse.
—Daniel Okimoto, experto en política industrial japonesa. Arnold, con María. Y, detrás, Steve Martin con Arato Isozaki, el arquitecto que diseñó el museo...
—Un momento —dijo Connor.
Ella oprimió el botón de la consola. La imagen se congeló. Jenny parecía sorprendida.
—¿Le interesa Isozaki?
—No. Retroceda, por favor.
La cinta retrocedió y los fotogramas parpadearon, borrosos. Después de enfocar a Steve Martin, la cámara tomó una vista panorámica y pasó a grabar el coche siguiente. Pero, durante la panorámica, apareció un grupo de personas que ya se habían apeado de sus limusinas y avanzaban por la alfombrada acera.
—Ahí —exclamó Connor.
La imagen se congeló. Yo vi la figura ligeramente borrosa de una muchacha alta y rubia con vestido de cóctel negro que avanzaba al lado de un hombre atractivo con traje oscuro.
—Aja —hizo Jenny—. ¿Le interesa él o ella?
—Ella.
—Déjeme pensar —dijo Jenny, frunciendo el entrecejo—. Se la ve en fiestas con la gente de Washington desde hará unos nueve meses. Es la rubia de moda. La modelo atlética. Pero también sofisticada. Una especie de doble de Tatiana. Se llama... Austin. Cindy Austin, Carrie Austin... Cheryl, eso es, Cheryl Austin.
—¿Sabe algo más de ella? —pregunté.
Jenny movió la cabeza.
—Mire, yo creo que con que se sepa el nombre ya es mucho. No hacen más que salir chicas como ella. Aparece una nueva y la ves en todas partes durante seis meses o un año. Después, se esfuman. Sabe Dios a dónde van. ¿Quién va a poder seguirles la pista?
—¿Y el que la acompaña?
—Richard Levitt. Cirujano plástico. Tiene entre sus clientes a muchas grandes estrellas.
—¿Qué hace aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Dejarse ver y estar a la que salta. Como tantos otros, es la pareja de las estrellas en un momento de apuro. Si su paciente está en trámite de divorcio, él la acompaña a las fiestas. Cuando no saca a una cliente, sale con modelos como ella. Desde luego, hacen buena pareja.
En el monitor, Cheryl y su acompañante caminaban hacia nosotros con movimientos intermitentes, un fotograma cada treinta segundos. Máxima lentitud. Observé que no se miraban en ningún momento. Ella parecía tensa, expectante.
—Bien: cirujano plástico y modelo, ¿qué tienen de particular esos dos? Porque, en una velada como ésta, no son más que comparsas.
—A ella la mataron esta noche —dijo Connor.
—Oh, ¿es ella? Muy interesante.
—¿Usted ya lo sabía? —pregunté.
—Desde luego.
—¿Salió en el telediario?
—No; no hubo tiempo de incluirlo en el de las once —dijo Jenny—. Y probablemente, tampoco salga mañana. No lo creo. En realidad, no es noticia.
—¿Y por qué no? —pregunté mirando a Connor.
—Vamos a ver, ¿qué relevancia puede tener?
—No acabo de entenderla.
—«Nakamoto» diría que sólo es noticia porque ocurrió en su fiesta, que dar la noticia es echarle un baldón. Y tendría razón, en cierto modo. Quiero decir que si a la chica la matan en la autopista no sale en el telediario. Si la matan en un atraco a una tienda abierta por la noche, no es noticia. Por lo tanto, si la matan en una fiesta..., ¿a quién le importa? Sigue sin ser noticia. Es joven y bonita pero no fuera de lo corriente. No es como si actuara en una serie o algo por el estilo.
Connor miró su reloj.
—¿Podemos ver las otras cintas?
—¿La grabación de la fiesta? Desde luego. ¿Buscan a esta chica en particular?
—Desde luego.
—Bien, allá vamos. —Jenny insertó la tercera cinta. Vimos... escenas de la fiesta del piso cuarenta y cinco: la orquesta de swing, parejas que bailaban bajo adornos colgantes. Mientras escudriñábamos la multitud, tratando de descubrir a la muchacha, Jenny dijo:
—En el Japón, no tendríamos que buscar a ojo. Los japoneses tienen ahora unos programas informáticos de identificación por vídeo muy sofisticados. Hay un programa con el que tú señalas una imagen, por ejemplo, una cara, y él, automáticamente, te muestra todas las tomas en las que aparece esa cara. Te la encuentra en una multitud o donde sea. Con una sola vista de un objeto tridimensional, te lo reconoce en todas las otras tomas. Es fantástico, aunque un poco lento, desde luego.
—Es extraño que esta cadena no lo tenga.
—Oh, aquí no está a la venta. En este país no existe el equipo japonés de vídeo más avanzado. Nos mantienen entre tres y cinco años por detrás. Y es privilegio suyo. Al fin y al cabo, es su tecnología y pueden hacer con ella lo que quieran. Pero sería útil en un caso como éste.
Las borrosas imágenes de la fiesta desfilaban a ritmo frenético.
De pronto, ella detuvo la imagen.
—Ahí. Al fondo, a la izquierda. La joven Austin hablando con Eddie Sakamura. Desde luego, él tenía que conocerla. Sakamura conoce a todas las modelos. ¿Velocidad normal?
—Sí, por favor —dijo Connor.
La cámara se paseó lentamente por la sala. Cheryl Austin permaneció en pantalla durante casi toda la toma. Hablaba con Eddie Sakamura, se reía echando atrás la cabeza y apoyando la mano en el brazo de él, satisfecha de estar a su lado. Eddie hacía visajes, deseoso de divertirla. Pero ella, de vez en cuando, miraba rápidamente alrededor. Como si esperase que ocurriera algo. O que llegara alguien.
Cuando Sakamura observó que no monopolizaba su atención, la asió del brazo y la atrajo con brusquedad. Ella volvió la cara hacia otro lado. Él se inclinó y dijo unas palabras, furioso. Entonces, un calvo se puso delante de la cámara. El potente foco le dio en la cara difuminándole las facciones y su cabeza nos tapó a Eddie y a la muchacha. Luego la cámara giró hacia la izquierda y los perdimos.
—Maldita sea.
—¿Otra vez? —preguntó Jenny, y volvió a pasar la escena.
—Es evidente que Eddie no está contento.
—Desde luego.
—Es difícil sacar conclusiones por lo que vemos —dijo Connor frunciendo la frente—. ¿Tiene sonido de esta escena?
—Desde luego —dijo Jenny—; pero probablemente será sólo bla bla. —La mujer pulsó botones y volvió a pasar la imagen. La banda sonora era un murmullo continuo. Sólo captamos una frase aislada.
De pronto, Cheryl Austin miró a Eddie Sakamura y dijo: —...mala suerte si es importante para ti que me... La respuesta de él estaba distorsionada, pero poco después se le oía decir claramente:
—No comprendo... todo lo de la reunión del sábado.
Y, durante los últimos segundos de la toma, cuando la atrajo hacia sí, gruñó unas palabras que sonaban como:
—...seas estúpida... barata...
—¿Ha dicho «barata»? —pregunté.
—Algo por el estilo —dijo Connor.
—¿La paso otra vez? —preguntó Jenny.
—No —dijo Connor—. De ahí no podemos sacar nada más. Sigamos.
—Está bien —dijo Jenny.
La imagen se aceleró, los invitados se movían frenéticamente, reían y levantaban la copa con movimientos rápidos. Y entonces yo dije:
—Un momento.
De nuevo a velocidad normal. Una mujer rubia con un traje de chaqueta de seda de «Armani» daba la mano al calvo que había aparecido antes.
—¿Quién es? —preguntó Jenny mirándome.
—Su mujer —dijo Connor.
La mujer se inclinó y dio un leve beso en los labios al calvo.
Luego se apartó e hizo un comentario acerca del traje del hombre.
—Es abogada y trabaja en la oficina del fiscal del distrito —dijo Jenny—. Lauren Davis. Le ha ayudado en un par de casos importantes. El estrangulador de Sunset y el tiroteo Kellerman. Es muy ambiciosa. Lista y bien relacionada. Dicen que, si continúa en la profesión, tiene futuro. Y debe de ser verdad, porque Wyland no la deja abrir boca ante la Prensa. Como pueden ver, sabe presentarse, pero él la mantiene alejada de los micrófonos. El calvo es John McKenna, de «Regis McKenna» de San Francisco, la empresa que hace la publicidad de la mayoría de empresas de tecnología avanzada.
—Podemos seguir —dije.
Jenny oprimió el botón.
—¿De verdad es su esposa, o su compañero bromeaba?
—No; de verdad es mi esposa. Lo era.
—¿Están divorciados?
~~""Ol.
Jenny me miró y fue a decir algo. Luego pareció pensarlo mejor y volvió a mirar a la pantalla. En el monitor, la fiesta seguía desarrollándose a gran velocidad.
Yo me puse a pensar en Lauren. Cuando la conocí, era inteligente y ambiciosa, pero no sabía mucho de la vida. Se había criado en un ambiente privilegiado, había ido a escuelas privadas y tenía la profunda convicción de todos los privilegiados, de que lo que ella pensaba, probablemente, era verdad. O, por lo menos, era lo bastante válido como para regirse por ello. No había que contrastar nada con la realidad.
Era muy joven, eso también influía. Todavía estaba descubriendo el mundo, aprendiendo cómo funcionaba. Era entusiasta y podía apasionarse cuando defendía sus creencias. Pero, desde luego, sus creencias cambiaban constantemente, según quién fuera la última persona con la que había hablado. Era muy impresionable. Ella probaba las ideas del mismo modo en que algunas personas se prueban los sombreros. Siempre estaba informada de la última tendencia. A mí aquello me parecía refrescante y simpático, hasta que empezó a cansarme.
Porque no tenía personalidad, no tenía esencia. Era como un televisor: se limitaba a poner el último programa. Cualquiera que fuese. Nunca lo cuestionaba.
En el fondo, el mayor talento de Lauren era la adaptación. Era una experta en analizar la televisión, el periódico, lo que decía el jefe, todo lo que ella considerara una autoridad y deducir de dónde soplaba el viento. Y situarse donde ella creía que debía estar. No me sorprendió la noticia de que estuviera haciendo carrera. Sus valores, lo mismo que sus vestidos, eran siempre elegantes y actuales.
—...a usted, teniente, pero se hace tarde... ¿Teniente? Yo parpadeé y volví a la realidad del momento. Jenny me hablaba. Señalaba la pantalla en la que una imagen congelada mostraba a Cheryl Austin con su vestido negro entre dos hombres de mediana edad.
Miré a Connor, pero él estaba de espaldas, hablando por teléfono.
—¿Teniente? ¿Le interesa esto?
—Sí, desde luego. ¿Quiénes son?
Jenny accionó la cinta, pasándola a velocidad normal. —El senador John Morton y el senador Stephen Rowe. Los dos están en la comisión de Finanzas. La que investiga lo relacionado con esa venta de la «MicroCon».
En la pantalla, Cheryl reía y movía la cabeza. En movimiento, era muy bonita, con una interesante mezcla de inocencia y sensualidad. Había momentos en los que su expresión era astuta, casi dura. Parecía conocer a los dos hombres, pero no muy bien. No se acercaba ni los tocaba, salvo para estrecharles la mano. Los senadores, a su vez, parecían conscientes de la cámara y mantenían una actitud afable pero formal.
—El país se va al garete y un jueves por la noche, los senadores de los Estados Unidos anclan de jarana, charlando con modelos —dijo Jenny—. No es de extrañar que tengamos problemas. Y ésos son gente importante. Se habla de Morton como candidato a la presidencia en las próximas elecciones.
—¿Qué sabe de ellos en el aspecto personal? —dije.
—Los dos están casados. Bien, Rowe está semiseparado. Su mujer vive en Virginia. Él alterna. Parece que le gusta beber.
Miré a Rowe en el monitor. Era el hombre que había entrado en el ascensor aquella noche, casi tambaleándose. Pero ahora no estaba borracho.
—¿Y qué hay de Morton?
—Al parecer es un hombre intachable. Un ex atleta. Tiene la manía de la forma física. Come de macrobiótico. Un hombre de familia. Su especialidad es la ciencia, y la tecnología. El medio ambiente. La competitividad norteamericana, los valores norteamericanos. Todas esas cosas. Pero no puede ser tan intachable. Al parecer, tiene una amiguita.
—¿Seguro?
Ella se encogió de hombros.
—Se dice que su equipo trata de hacerle romper. Pero quién sabe la verdad en estos casos.
La cinta fue expulsada y Jenny introdujo la siguiente. —La última, señores.
Connor colgó y dijo:
—Olvídese de la cinta. —Se puso en pie—. Tenemos que marcharnos, kohai.
—¿Por qué?
—Estaba hablando con la Compañía Telefónica acerca de las llamadas hechas desde el teléfono público del vestíbulo del edificio «Nakamoto» entre las ocho y las diez.
—¿Y?
—Durante ese tiempo no se hizo ninguna llamada.
Yo sabía que Connor pensaba que alguien había salido del puesto de seguridad para hablar por el teléfono público; Colé o uno de los japoneses. Ahora había perdido toda esperanza de hallar una pista prometedora localizando la llamada.
—Lástima —dije.
—¿Lástima? —repitió Connor, sorprendido—. Eso está muy bien. Reduce considerablemente el campo de acción. Miss Gonzales, ¿hay cintas de la salida de la fiesta?
—¿De la salida? No. Una vez llegaron todos los invitados, los equipos subieron a grabar la fiesta y nos trajeron las cintas sin esperar a que terminara, para llegar antes del cierre de la edición.
—Muy bien. Entonces creo que hemos terminado. Muchas gracias por su ayuda. La felicito por lo bien informada que está. Kohai, vámonos.
Otra vez en el coche. Ahora, camino de Beverly Hills. Ya era más de la una y yo estaba cansado.
—¿Por qué es tan importante lo del teléfono del vestíbulo?
—Porque todo nuestro planteamiento del caso se basa en si alguien hizo o no hizo una llamada desde ese teléfono. Ahora lo importante es saber qué empresa japonesa está en pugna con la «Nakamoto».
—¿Qué empresa japonesa?
—Sí —dijo Connor—. Evidentemente, se trata de una compañía que pertenece a una keiretsu diferente.
—¿Una keiretsu?
—Los japoneses estructuran sus negocios en grandes organizaciones que ellos llaman keiretsu. Hay seis grandes organizaciones de éstas en el Japón y son enormes. Por ejemplo, la keiretsu de la «Mitsubishi» engloba a setecientas compañías que trabajan juntas, tienen financiación interrelacionada o convenios de índole diversa. En Norteamérica no existen estas grandes estructuras, porque violarían nuestra legislación antimonopolio. En el Japón, por el contrario, son la norma. Nosotros solemos pensar en corporaciones aisladas. Para situarnos en el contexto japonés, tendríamos que imaginar, por ejemplo, una asociación entre «IBM», «Citibank», «Ford» y «Exxon», mediante convenios secretos de cooperar o compartir financiación o investigación. Esto significa que una empresa japonesa nunca está sola sino que siempre actúa en asociación con cientos de empresas. Y en competencia con las compañías de otras keiretsu.
»Por lo tanto, cuando usted piensa en lo que hace la «Nakamoto Corporation», tiene que preguntarse qué hace la keiretsu «Nakamoto» en el Japón. Y qué compañías de otras keiretsu se enfrentan a ella. Porque este asesinato es una contrariedad para la «Nakamoto». Incluso podría interpretarse como un ataque contra la «Nakamoto».
—¿Un ataque?
—Piensa un momento. «Nakamoto» prepara una fiesta espléndida, con asistencia de grandes celebridades, para inaugurar su edificio. Quieren que todo salga a la perfección. Por alguna razón, una de las invitadas es estrangulada. Y la cuestión es: ¿quién dio el aviso?
—¿Quién llamó a la Policía?
—Exactamente. Porque, al fin y al cabo, la «Nakamoto» controla perfectamente el terreno: es su fiesta y su edificio. Y para ellos nada más sencillo que esperar hasta las once, cuando hubiera terminado la fiesta y se hubieran marchado los invitados, para llamar a la Policía. Si a mí me preocuparan las apariencias y los matices de la imagen pública, eso es lo que haría. Porque otra cosa puede suponer un peligro para la imagen corporativa de la «Nakamoto».
—Conforme.
—Pero el aviso no se demoró —dijo Connor—. Al contrario, alguien llamó a las ocho treinta y dos, cuando la fiesta entraba en su apogeo. Haciendo peligrar el éxito de la velada. Y nuestra pregunta sigue siendo: ¿quién dio el aviso?
—Usted dijo a Ishigura que encontrara al que había hecho la llamada. Pero todavía no lo ha encontrado.
—Exactamente. Porque no puede.
—¿Él no sabe quién llamó?
—Justo.
—¿Usted no cree que la llamada la hiciera alguien de la «Nakamoto Corporation»?
—No.
—¿Un enemigo de la «Nakamoto»?
—Casi seguro.
—¿Y cómo podemos encontrarlo?
—Por eso he querido comprobar las llamadas del teléfono del vestíbulo. Es crucial.
—¿Por qué crucial?
—Imagine que usted trabaja para una empresa de la competencia y quiere enterarse de lo que pasa dentro de la «Nakamoto». No puede averiguarlo, porque las empresas japonesas conservan a sus directivos en régimen vitalicio. Se consideran miembros de una familia. Y ellos nunca traicionarían a su familia. Por consiguiente, la «Nakamoto Corporation» presenta una máscara impenetrable al resto del mundo, lo que hace que hasta los detalles más insignificantes tengan importancia: qué directivos han venido del Japón, quién habla con quién, las entradas y salidas, etcétera. Y de estos detalles puede enterarse si se hace amigo de un guardia de seguridad que se pasa todo el día sentado delante de los monitores. Especialmente, si ese guardia ha sido imbuido de los prejuicios de los japoneses contra los negros.
—Continúe —dije.
—Los japoneses con frecuencia tratan de sobornar a los empleados de seguridad de empresas competidoras. Los japoneses son gente honorable, pero su tradición les permite esas prácticas. Todo vale en la guerra y en el amor, y para los japoneses los negocios son la guerra. El soborno es lícito, si se tiene ocasión de esgrimirlo.
—De acuerdo.
—Bien. En los segundos que siguieron al asesinato, sólo dos personas sabían que aquí se había asesinado a una muchacha: una es el asesino y la otra, Ted Colé, que lo vio por los monitores.
—Espere un momento. ¿Ted Colé lo vio por los monitores? ¿Él sabe quién es el asesino?
—Evidentemente.
—Él dijo que se fue a las ocho y cuarto.
—Mentía.
—Entonces, si usted lo sabía, ¿por qué no le...?
—Él a nosotros nunca nos lo diría —respondió Connor—. Como tampoco nos lo diría Phillips. Por eso no arresté a Colé para interrogarle. Sería perder el tiempo... y en este caso el tiempo tiene importancia capital. Sabemos que él no nos lo dirá. Mi pregunta es: ¿lo dijo a otra persona?
Yo empezaba a ver a dónde quería ir a parar.
—¿Quiere decir que Colé salió del puesto de seguridad, fue al teléfono público del vestíbulo y llamó a alguien para decirle que aquí se había cometido un asesinato?
—Exactamente. Él no podía usar el teléfono del puesto; para llamar a esa persona, a un enemigo de la «Nakamoto», a un competidor, a quien sea, tuvo que ir al teléfono del vestíbulo.
—Y ahora sabemos que desde ese teléfono no se hizo ninguna llamada.
—Precisamente —dijo Connor.
—Entonces todo su razonamiento se viene abajo.
—En absoluto. Ahora queda más claro. Si Colé no avisó a nadie, entonces, ¿quién llamó a la Policía? Evidentemente, tuvo que ser el asesino.
Yo me quedé helado.
—¿Avisó a la Policía para poner en un brete a la «Nakamoto»?
—Probablemente —dijo Connor.
—¿Y desde dónde llamó?
—Eso todavía no está claro. Supongo que desde algún punto del edificio. Y hay algunos detalles más que resultan confusos y que todavía no hemos empezado a considerar.
—¿Como por ejemplo?
Sonó el teléfono del coche. Connor contestó y me pasó el auricular.
—Es para usted.
—No, no —dijo Mrs. Ascenio—. La niña está bien. Entré a verla hace un par de minutos. Está bien, teniente, sólo quería decirle que ha llamado Mrs. Davis. —Así era como solía referirse ella a mi ex esposa.
—¿Cuándo?
—Hace unos diez minutos, me parece.
—¿Dejó algún número?
—No. Dice que esta noche no estará localizable. Pero quería que usted supiera que ella quizá tenga que marchar fuera de la ciudad y que este fin de semana no podrá llevarse a la niña.
—Está bien —suspiré.
—Ha dicho que le llamará mañana para confirmárselo.
—Conforme.
No me sorprendía. Era típico de Lauren. Cambios de última hora. Nunca podías hacer planes en los que ella interviniera, porque siempre estaba cambiando el programa. Probablemente, este último cambio significaba que tenía otra pareja y que quizá se marchara con él. No lo sabría hasta mañana.
Yo pensaba que esta incertidumbre no podía ser buena para Michelle, que le producía inseguridad. Pero los niños son gente práctica. Michelle parece comprender el modo de ser de su madre y no se altera.
Yo soy el que se altera.
—¿Volverá usted pronto, teniente? —preguntó Mrs. Ascenio.
—No. Creo que voy a tener que pasar la noche fuera. ¿Puede usted quedarse?
—Sí, pero tengo que marcharme a las nueve de la mañana. ¿Abro el sofá?
Yo tenía un sofá-cama en la sala y ella dormía allí cuando se quedaba toda la noche.
—Sí, desde luego.
—Está bien. Adiós, teniente.
—Buenas noches, Mrs. Ascenio.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Connor. Me sorprendió percibir tensión en su voz.
—No. Sólo mi ex con sus líos de siempre. No está segura de poder ocuparse de la niña este fin de semana. ¿Por qué?
—Curiosidad —dijo Connor encogiéndose de hombros.
Yo no creía que hubiera preguntado por simple curiosidad.
—¿Qué quiso decir antes con lo de que este asunto podía ponerse feo? —dije.
—Quizá no se ponga feo —respondió Connor—. Lo mejor que podemos hacer es resolverlo esta misma noche. Y creo que podemos conseguirlo. Ahí está el restaurante, a la izquierda.
Vi el rótulo luminoso. «Bora Bora».
—¿Es el restaurante de Sakamura?
—Sí. En realidad, él no es más que un socio. No deje que el mozo se lleve el coche. Aparque en zona prohibida. Quizá tengamos que marcharnos de prisa.
El «Bora Bora» era el restaurante que aquella semana hacía furor en Los Ángeles. Estaba decorado con máscaras y escudos polinesios. Detrás del bar, había una hilera de outriggers verde tilo colocados en sentido vertical que recordaban una dentadura. Sobre la cocina abierta, en una enorme pantalla de cinco metros, un vídeo de Prince parpadeaba fantasmagóricamente. El menú era típico de la Costa del Pacífico; el ruido, ensordecedor; la clientela, aspirantes a entrar en la industria del cine. Todo el mundo vestía de negro.
—Parece la plaza de un mercado después de que estallara una bomba, ¿no? —sonrió Connor—. No ponga esa cara de paleto. ¿Es que no le dejan salir de noche?
—La verdad es que no —dije. Connor habló a la directora del local, una eurasiática. En el bar vi a dos mujeres que se daban un beso rápido en los labios. Más allá, un japonés con cazadora de aviador rodeaba con el brazo a una rubia enorme. Los dos escuchaban a un hombre de pelo escaso y aire agresivo en el que reconocí al director de...
—Andando —dijo Connor—. Nos vamos.
—¿Cómo?
—Eddie no está.
—¿Dónde está?
—En Beverly Huís, en una fiesta. Vamos.
La casa estaba en una carretera sinuosa, sobre Sunset Boulevard. Hubiéramos dominado una buena vista, pero la bruma era muy densa. A uno y otro lado de la calzada se alineaban coches de lujo: la mayoría eran «Lexus» tipo sedán, con algún que otro «Mercedes» descapotable o «Bentley». Los mozos de aparcamiento parecieron sorprendidos cuando dejamos el «Chevrolet» y nos dirigimos a la casa.
Al igual que otras residencias de aquella calle, la propiedad estaba rodeada por una tapia de tres metros y tenía puerta de acero con control remoto. En lo alto de la puerta había una cámara de vigilancia y otra, en el camino que conducía a la casa. Junto al camino había un guardia de seguridad que examinó las placas.
—¿De quién es la casa? —pregunté.
Diez años atrás, los únicos habitantes de Los Ángeles que se dotaban de tan estrictas medidas de seguridad eran los mafiosos o las estrellas como Stallone, cuyos violentos personajes les hacían blanco de una violenta admiración. Pero últimamente parecía que todo el que vivía en zonas residenciales elegantes tenía servicio de seguridad. Era lo natural, casi la moda. Subimos una escalinata, cruzamos un jardín de cactos y nos acercamos a la casa que era moderna, de hormigón y con aspecto de fortaleza. Sonaba música estridente.
—Esta casa pertenece al dueño de «Maxim Noir». —Connor debió de ver mi cara de ignorancia—. Es una tienda de ropa cara, famosa por la insolencia de sus vendedores. Jack Nicholson y Cher se visten allí.
—Jack Nicholson y Cher —dije moviendo la cabeza—. ¿Y usted cómo lo sabe?
—Hay muchos japoneses que compran en «Maxim Noir». La mayoría de las tiendas caras de Norteamérica tendrían que cerrar, de no ser por la clientela de Tokio. Dependen de los japoneses.
Cuando nos acercábamos a la puerta, apareció un hombre corpulento con americana sport. Tenía en la mano una tablilla con nombres.
—Lo siento, es sólo por invitación, señores.
Connor mostró la placa.
—Queremos hablar con uno de sus invitados —dijo.
—¿Con qué invitado, señor?
—Mr. Sakamura.
El hombre no parecía contento.
—Esperen aquí, por favor.
Desde el recibidor se veía la sala. Estaba repleta de invitados que, a primera vista, parecían una muestra de los asistentes a la recepción de la «Nakamoto». Al igual que en el restaurante, casi todo el mundo vestía de negro. Pero lo que más me llamó la atención fue la habitación en sí: completamente blanca y sin adornos. Sin cuadros. Sin muebles. Sólo paredes blancas y desnudas y moqueta. Los invitados parecían incómodos. Sostenían servilletitas de cóctel y copas y buscaban con la mirada un sitio donde dejarlas.
Pasó por nuestro lado una pareja camino del comedor.
—Rod siempre sabe lo que se hace —dijo la mujer.
—Sí —convino el hombre—. Minimalista con elegancia. Qué detalle en la ejecución de esa sala. No sé cómo habrá conseguido ese pintado. Es absolutamente perfecto. Ni una estría, ni un grumo. Una superficie impecable.
—Bien, tiene que serlo —dijo la mujer—. Forma parte de su concepto global.
—Desde luego, es muy atrevido.
—¿Atrevido? —dije—. ¿De qué están hablando? Si no es más que una habitación vacía.
—Yo lo llamo faux zen —sonrió Connor—. Estilo sin sustancia.
Yo recorrí la muchedumbre con la mirada.
—Ahí está el senador Morton. —El senador estaba perorando ante un grupo de personas en un rincón. Era el típico candidato presidencial.
—Ahí está; sí, señor.
En vista de que el guardia no volvía, avanzamos un par de metros en la sala. Al acercarme al senador Morton, le oí decir:
—Sí, les diré por qué me inquieta la envergadura que está tomando la participación japonesa en la industria norteamericana. Si perdemos la capacidad de fabricar nuestros productos, perdemos el control de nuestro destino. Así de sencillo. Por ejemplo, en 1987 nos enteramos de que «Toshiba» había vendido a los rusos una tecnología que permitió a los soviéticos silenciar las hélices de sus submarinos. Ahora tenemos submarinos nucleares rusos delante de nuestras costas y no podemos detectarlos porque están dotados de tecnología japonesa. El Congreso se indignó y la gente levantaba los brazos al cielo. Y con razón, porque fue un escándalo. El Congreso quiso imponer sanciones económicas a «Toshiba», pero las compañías norteamericanas salieron en defensa de los japoneses, porque empresas como la «Hewlett-Packard» y la «Compaq» dependían de los suministros de «Toshiba» para sus ordenadores. No hubieran podido resistir un boicot porque no tenían otros proveedores. Y la realidad fue que no pudimos tomar represalias. Ellos vendían tecnología vital a nuestros enemigos y nosotros no podíamos hacer nada al respecto. Eso es lo malo. Ahora dependemos del Japón, y yo pienso que América no debería depender de otra nación.
Alguien hizo una pregunta y Morlón asintió.
—Sí, es verdad que nuestra industria no marcha bien. El salario real está al nivel de 1962. El poder adquisitivo del obrero norteamericano es el mismo de hace treinta años. Y eso es grave, incluso para los que ahora están aquí, incluso para la gente de posibles, porque significa que el consumidor norteamericano no tiene dinero para ver las películas, o comprar los coches, o la ropa, o lo que sea que vosotros vendéis. La verdad es que nuestra nación está perdiendo terreno.
Una mujer hizo otra pregunta que no pude oír y Morton dijo:
—Sí; he dicho el nivel de 1962. Sí, ya sé que cuesta creerlo, pero no tienen más que pensar en los años cincuenta, en que el obrero norteamericano tenía casa propia, mantenía a una familia y podía enviar a sus hijos a la Universidad, todo con un solo salario. Ahora trabajan marido y mujer y la mayoría no pueden tener casa propia. Con un dólar se compra mucho menos, todo es más caro. La gente batalla sólo para no perder lo que tiene. No prospera.
Yo, sin darme cuenta, movía afirmativamente la cabeza. Hacía cosa de un mes, había estado buscando casa, para que Michelle pudiera tener jardín. Pero en Los Ángeles los precios de las casas eran prohibitivos. Yo nunca podría comprar una casa, a no ser que volviera a casarme. Y quizá ni así, si piensa uno en...
Sentí que alguien me hundía el dedo en las costillas. Me volví y vi al portero. Con un movimiento de cabeza, señaló hacia la puerta principal.
—Atrás, usted.
Me sublevé. Miré a Connor y vi que retrocedía hacia la puerta dócilmente.
Cuando estuvimos en la puerta, el hombre dijo;
—He preguntado y aquí no hay ningún Mr. Sakamura.
—Mr. Sakamura es el caballero japonés que se encuentra al fondo a la derecha, hablando con la pelirroja.
El portero sacudió la cabeza.
—Lo siento, tíos. Como no traigan una orden de registro, van a tener que marcharse.
—Pero si no puede haber ningún inconveniente —dijo Connor—. Mr. Sakamura es amigo mío. Sé que él querrá hablar conmigo.
—Lo siento. ¿Trae orden de registro?
—No —dijo Connor.
—Entonces esto es allanamiento. Yo les pido que se marchen. Connor se quedó donde estaba.
El portero dio un paso atrás y separó los pies.
—Creo que deben saber que soy cinturón negro —dijo.
—¿De verdad? —preguntó Connor.
—Y Jeff, también —dijo el portero cuando apareció un segundo hombre.
—Jeff —dijo Connor—, ¿es usted el que va a llevar a su amigo al hospital?
Jeff soltó una risita desagradable.
—Vaya, me gusta el humor. Es divertido. De acuerdo, listo, aquí no se le ha perdido nada. Ya se lo han explicado. Fuera. Ya. —Golpeó a Connor en el pecho con un dedo rechoncho.
—Esto es asalto —dijo Connor a media voz.
—Eh, a la mierda, ya les he dicho que aquí no tienen nada que...
Connor hizo un movimiento muy rápido y, de pronto, Jeff estaba en el suelo gimiendo de dolor. Rodando, fue a parar junto a unos pantalones negros. Al levantar la mirada, vi que el hombre de los pantalones negros vestía de negro de pies a cabeza: camisa negra, corbata negra y americana de raso negro. Tenía el pelo blanco y una afectación muy de Hollywood.
—Soy Rod Dwyer. Esta casa es mía. ¿Qué ocurre?
Connor hizo las presentaciones cortésmente y mostró la placa.
—Estamos en misión oficial y hemos pedido hablar con uno de sus invitados, Mr. Sakamura, que es el señor que está en ese rincón.
—¿Y esto? —preguntó Dwyer señalando a Jeff que jadeaba y tosía en el suelo.
—Me asaltó —dijo Connor tranquilamente.
—¡Y una mierda le asalté! —dijo Jeff apoyándose en el codo, sin dejar de toser.
—¿Le has tocado?
Jeff calló, echando chispas por los ojos.
Dwyer se volvió hacia nosotros.
—Siento lo ocurrido. Estos hombres son nuevos. No sé en qué estarían pensando. ¿Puedo ofrecerles una bebida?
—Gracias, estamos de servicio —dijo Connor.
—Diré a Mr. Sakamura que venga. ¿Me permite su nombre otra vez?
—Connor.
Dwyer se fue. El primer hombre ayudó a Jeff a ponerse en pie. Mientras se alejaba renqueando, Jeff murmuró:
—Cabritos de mierda.
—¿Se acuerda del tiempo en que se respetaba a la Policía? —pregunté.
Pero Connor movía la cabeza mirando al suelo.
—Estoy avergonzado —dijo.
—¿Por qué?
No quiso dar más explicaciones.
—¡Hola, John! ¡John Connor! Hisashiburi dane! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Cómo va la vida, ¿eh? —Dio a Connor un puñetazo en el hombro.
Visto de cerca, Eddie Sakamura no era tan guapo. Tenía la piel grisácea y picada de viruelas y olía a whisky rancio. Sus movimientos eran bruscos, hiperactivos y hablaba de prisa. Eddie el rápido no estaba tranquilo.
—Bastante bien. Eddie —dijo Connor— ¿Y tú qué me cuentas? ¿Cómo te va?
—No puedo quejarme, capitán. Una o dos cositas, nada más. Una denuncia por conducir en estado de embriaguez, trato de defenderme, pero con mi historial es difícil. ¡En fin! ¡La vida sigue! ¿Y qué hacen aquí? Sitio curioso, ¿eh? Sin muebles, es lo último. Rod impone nuevo estilo ¡Fantástico! ¡Ya nadie puede sentarse! —Se reía—. ¡Nuevo estilo! ¡Fantástico!
Me daba la impresión de que estaba drogado. Demasiado vehemente. Pude observar atentamente la cicatriz de su mano izquierda. Era de color púrpura, de unos cuatro centímetros por tres. Parecía una vieja quemadura.
Connor bajó el tono de voz.
—En realidad, Eddie, hemos venido por el yakkaigoto de esta noche en la «Nakamoto».
—Ah, sí —dijo Eddie, también en voz más baja—. No me sorprende que esa muchacha acabara mal. Era hinekureta onna.
—¿Una pervertida? ¿Por qué lo dice?
—¿Salimos? —dijo Eddie—. Tengo ganas de fumar un cigarrillo y Rod no deja fumar dentro de la casa.
—Vamos, Eddie.
Salimos y nos quedamos junto al jardín de cactos. Eddie encendió un mentolado «Mild Seven».
—Mire, capitán, no sé lo que habrá descubierto. Pero esa chica... Se acostaba con algunos de los que están ahí dentro. Con Rod. Y con otros. Sí. Aquí fuera podemos hablar con más libertad. ¿Le importa?
—En absoluto.
—Yo conocía bien a esa muchacha. La conocía bien. Usted ya sabe que soy hipparídako, ¿eh? No puedo evitarlo. ¡Soy popular! Ella siempre estaba detrás de mí. Siempre.
—Ya lo sé, Eddie. ¿Dices que tenía problemas?
—Ya lo creo, amigo. Grandes problemas
(1). Esa muchacha era una enferma. A ella le iba el dolor.
—El mundo está lleno de esa clase de personas, Eddie.
El hombre dio una chupada al cigarrillo.
—Eh, que yo me refiero a otra cosa. Quiero decir que le gustaba de verdad. Se corría cuando le hacías daño. Siempre pedía más, más. Aprieta más, decía.
—¿El cuello? —preguntó Connor.
—Sí, el cuello. Eso eso. Tenías que apretarle el cuello. ¿Se da cuenta? Y, a veces, con una bolsa de plástico. ¿Sabe, las bolsas de la tintorería? Tenías que ponérsela en la cabeza y sujetársela al cuello mientras follabas y ella se ahogaba y el plástico se le metía en la boca y se le ponía la cara morada.
Entonces te arañaba la espalda. Y se ahogaba. ¡Dios...! A mí no me gusta eso. ¡Pero la chica tenía un chocho! Quiero decir que se lanzaba a tumba abierta. Algo memorable. Demasiado para mí. Siempre al borde del abismo, ¿sabe a lo que me refiero? Siempre, un riesgo, siempre, tentando a la suerte. Quizás esta vez... Quizá esta vez fue demasiado lejos. ¿Sabe lo que quiero decir? —Lanzó el cigarrillo que chisporroteó entre las púas de un cactos—. A veces es emocionante. Como la ruleta rusa. Hasta que no pude más, capitán. En serio. No pude más. Y usted ya me conoce, yo soy lanzado.
Eddie Sakamura me daba escalofríos. Trataba de tomar nota de lo que decía, pero no podía abarcar aquel torrente de palabras. Encendió otro cigarrillo. Le temblaban las manos. Siguió hablando de prisa y accionando con el cigarrillo.
—Y esa muchacha... esa muchacha era un problema —prosiguió Eddie—. Bonita, desde luego, muy bonita. Pero a veces no podía salir de casa por el aspecto que tenía. Necesitaba cantidad de maquillaje. Y es que la piel del cuello es muy sensible. Y ella lo tenía marcado. Una especie de collar. Terrible. Quizás usted lo notara. ¿La vio muerta, capitán?
—Sí, la vi.
—Entonces... —vaciló. Pareció recapacitar, retraerse. Sacudió la ceniza del cigarrillo— Entonces, ¿la estrangularon?
—Sí, Eddie. La estrangularon.
Él inhaló.
—Lo que me figuraba.
—¿Tú la viste, Eddie?
—¿Yo? No. ¿Qué dice? ¿Cómo iba a verla, capitán? —Exhaló el humo a la oscuridad.
—Eddie. Mírame.
Eddie se volvió hacia Connor.
—Mírame a los ojos. Ahora dime, ¿viste el cadáver?
—No, capitán. ¿Cómo iba a verlo? —Eddie soltó una risita nerviosa y desvió la mirada. Tiró el cigarrillo que describió una curva en el aire, soltando chispas—. ¿Qué es esto? ¿Tercer grado? No; no vi el cadáver.
—Eddie.
—Se lo juro, capitán.
—Eddie, ¿estás involucrado en esto?
—¿Yo? Mierda. Yo, no, capitán. Conocía a la muchacha, desde luego. La veía de vez en cuando. Follaba con ella, desde luego. Qué puñetas. Era un poco rara, pero divertida. Una chica divertida. Un chocho formidable. Pero nada más. Eso es todo. —Miró en derredor y encendió otro cigarrillo—. Es bonito este jardín. Ahora se han puesto de moda los cactos. Xeriscape lo llaman. Los Ángeles vuelve al desierto. Es hayatterunosa, lo último.
—Eddie.
—Venga, capitán. No me apriete. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.
—Sí, Eddie, pero yo tengo problemas. ¿Y las cintas de seguridad?
Eddie le miró inexpresivamente, con gesto de inocencia.
—¿Cintas de seguridad?
—Un hombre con una cicatriz en la mano y una corbata con triángulos se llevó las cintas de vídeo del puesto de seguridad de la «Nakamoto».
—Joder. ¿Qué puesto de seguridad? ¿Qué trata de hacerme, capitán?
—Eddie.
—¿Quién le ha dicho eso? No es verdad. ¿Que me llevé las cintas de seguridad? Yo no he hecho tal cosa. ¿Están locos? —Dio la vuelta a la corbata, para mostrar la etiqueta—. Es la corbata Polo, capitán. De Ralph Lauren. Hay montones de corbatas como ésta.
—Eddie. ¿Y el Imperial Arms?
—¿Qué pasa?
—¿Estuviste esta noche?
—No.
—¿Limpiaste el apartamento de Cheryl?
—¿Cómo? —Eddie parecía consternado— ¿Cómo? No. ¿Limpiar el apartamento? ¿Quién le ha contado estos disparates, capitán?
—La vecina de enfrente... Julia Young —dijo Connor—. Dice que esta noche te vio con otro hombre en el apartamento de Cheryl del Imperial Arms.
Eddie levantó los brazos.
—Por Dios, capitán. Mire, esa muchacha no sabría distinguir si me ha visto esta noche o hace un mes. Esa muchacha se droga. Mírele entre los dedos de los pies y verá las marcas. Mírele debajo de la lengua. Mírele los labios de abajo. Siempre alucina. No distingue la realidad del sueño. Y usted. Usted viene a buscarme aquí y me dice estas cosas. No me gusta esto.
—Eddie tiró el cigarrillo e inmediatamente encendió otro—. No me gusta nada esto. ¿No se da cuenta de lo que ocurre?
—No —dijo Connor—. Cuenta, Eddie, ¿qué sucede?
—No es esto. No se trata de esto. —Fumaba de prisa—. ¿Sabe de qué se trata? No se trata de una muchacha sino de las reuniones del sábado. Las nichihei kai, Connor-san. Las reuniones secretas. De eso.
—Sonna bakana —dijo Connor secamente.
—No es bakana, Connor-san. No es una idiotez.
—¿Qué puede saber de las nichihei kai una muchacha de Texas?
—Algo sabe, Honto nanda. Y le gusta causar problemas. Le gustan los líos.
—Eddie, creo que será preferible que nos acompañes.
—Muy bien. Perfecto. Ustedes les hacen el juego. A los kuromaku. —Se volvió bruscamente hacia Connor—. Mierda, capitán. Usted sabe lo que son estas cosas. Matan a esa muchacha en la «Nakamoto». Usted conoce a mi familia, a mi padre. Está en la «Daimashi». Y ahora en Osaka leerán en los periódicos que en la «Nakamoto» se ha matado a una muchacha y que me arrestan en relación con el caso. A su hijo.
—Que te detienen.
—Que me detienen, lo que sea. Usted sabe lo que significa esto. Taihennakoto ni naru yo. Mi padre tiene que dimitir y su compañía, presentar excusas a la «Nakamoto». Quizá hacer reparaciones. Hacer concesiones en los negocios. Es mucho osawagi ni naruzo. Eso es lo que provocará si me lleva detenido. —Tiró el cigarrillo—. Eh, si cree que yo cometí este asesinato, arrésteme. Muy bien. Pero si sólo lo hace para cubrirse, puede hacerme mucho daño. Capitán, usted lo sabe.
Connor no contestó. Se hizo un largo silencio. Paseaban por el jardín en círculos. Finalmente, Eddie dijo:
—Connor-san, Matte kure yo... —Su tono era suplicante. Parecía pedir una oportunidad.
Connor suspiró.
—¿Tienes ahí tu pasaporte, Eddie?
—Sí; lo llevo siempre encima.
—Dámelo.
—Sí, desde luego, capitán. Tome.
Connor miró el documento, me lo dio y yo me lo guardé en el bolsillo.
—Muy bien. Eddie. Pero más te valdrá que esto no sea murina hoto. O serás declarado persona non grata, Eddie. Y yo personalmente te meteré en el primer avión para Osaka. Wakattaka?
—Capitán, usted protege el honor de mi familia. On ni kiru yo. —Y se inclinó ceremoniosamente, con las manos en los costados. Connor se inclinó a su vez.
Yo miraba y no daba crédito a mis ojos. Connor iba a dejarlo libre. Me parecía que estaba loco.
Yo entregué mi tarjeta a Eddie, acompañada de la frase de ritual, de que si se acordaba de algo me llamara. Eddie se encogió de hombros y metió la tarjeta en el bolsillo de la camisa mientras encendía otro cigarrillo. Yo no contaba: él trataba con Connor.
Eddie echó a andar hacia la casa y se detuvo.
—Aquí estoy con esta pelirroja... muy interesante —dijo—. Cuando salga de la fiesta, me iré a casa, en las colinas. Si me necesita, allí estaré. Buenas noches, capitán. Buenas noches, teniente.
—Buenas noches. Eddie.
Bajamos la escalera.
—Espero que sepa lo que hace —dije.
—Lo sé.
—Porque yo creo que es culpable.
—Quizá.
—Si quiere que le diga lo que pienso, sería mejor que nos lo lleváramos. Más seguro.
—Quizá.
—¿Lo detenemos?
—No. —Sacudió la cabeza—. Mi dai rokkan dice que no.
Yo conocía la expresión, significaba sexto sentido. Los japoneses dan mucha importancia a la intuición.
—Ojalá no se equivoque.
Seguimos bajando la escalera en la oscuridad.
—De todos modos, se lo debía —dijo Connor.
—¿Por qué?
—Hace un par de años, yo necesitaba información. ¿Se acuerda del envenenamiento por fugu? ¿No? Bien, lo cierto es que nadie de su comunidad quería dármela. Se cerraron en banda. Y yo necesitaba esa información. Era... crucial. Y Eddie me la dio. Tenía miedo, no quería que nadie se enterara, pero me la dio. Probablemente, le debo la vida.
Llegamos al pie de la escalera.
—¿Y él se lo ha recordado?
—El nunca haría tal cosa. Es obligación mía recordarlo.
—Muy bien, capitán —dije—. Todo esto del agradecimiento es muy digno y muy noble. Y yo estoy decididamente a favor de la armonía interracial. Pero, por otra parte, es posible que él matara a la muchacha, robara las cintas y limpiara el apartamento. Eddie Sakamura me parece un granuja de cuidado. Su comportamiento es sospechoso y nosotros nos marchamos tranquilamente dejándolo suelto.
—Eso es.
Seguimos andando. Cuanto más lo pensaba, más me preocupaba.
—Oficialmente, el caso es mío —dije.
—Oficialmente, el caso es de Graham.
—De acuerdo. Pero si luego resulta que él lo hizo, vamos a quedar como un par de idiotas.
Connor suspiró, como si fuera a perder la paciencia.
—Está bien. Vamos a hacer un resumen de los hechos tal como usted cree que pueden haber sucedido. Eddie mata a la chica, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Él puede verla a todas horas, pero decide follar en la sala de juntas, encima de la mesa, y la mata. Luego, baja al vestíbulo y se hace pasar por un directivo de la «Nakamoto»... a pesar de que Eddie Sakamura puede parecer cualquier cosa menos un directivo. Pero vamos a suponer que da el pego. Consigue despachar al guardia. Retira las cintas y sale del puesto de vigilancia en el momento en que llega Phillips. Va al apartamento de Cheryl, a borrar huellas, y se le ocurre prender una foto suya en el espejo de Cheryl. Luego pasa por el «Bora Bora» y dice a todo el mundo que va a una fiesta en Hollywood. Y allí lo encontramos, en una habitación sin muebles, charlando con una pelirroja como si nada. ¿Es así como lo ve?
No contesté. No tenía mucho sentido, puesto de ese modo. Por otro lado...
—Espero que no haya sido él.
—Yo también.
Llegamos al nivel de la calle. El mozo salió corriendo en busca del coche.
—La crudeza con que habla de ciertas cosas —dije—, como lo de ponerle la bolsa en la cabeza, es espeluznante.
—Oh, eso no significa nada —dijo Connor—. Recuerde que el Japón nunca aceptó a Freud ni al cristianismo. A ellos el sexo no les produce ni remordimiento ni complejos. No dan importancia a la homosexualidad ni a las desviaciones. Lo enfocan de un modo racional. A unas personas les gusta de una manera especial, lo hacen así y punto. Los japoneses no comprenden por qué nosotros nos complicamos tanto la vida acerca de lo que no es más que una función orgánica. Ellos piensan que, en materia de sexo, estamos un poco majaretas. Y no van descaminados. —Connor miró el reloj.
Paró un coche de seguridad. Un guardia uniformado asomó la cabeza.
—Eh, ¿algún problema en la fiesta de ahí arriba?
—¿Por ejemplo?
—Dos individuos que se han pegado. ¿Alguna pelea? Nos han llamado por teléfono.
—No sé —dijo Connor—. Será preferible que suban a informarse.
El guardia se apeó del coche enderezando un pesado abdomen y empezó a subir las escaleras. Connor se volvió a mirar la alta tapia.
—¿Sabe que ahora tenemos más guardias privados que policías? Todo el mundo levanta paredes y contrata a guardias jurados. En el Japón, puedes sentarte en un banco de un parque a medianoche sin que te pase anda. Allí estás completamente seguro, día y noche. Puedes ir a donde quieras. Allí no te roban, ni te pegan, ni te matan. No tienes que estar siempre mirando atrás y preocupándote. Eres libre. Es un sentimiento maravilloso. Aquí la gente siempre tiene que encerrarse. Y cerrar bien el coche. La gente que se pasa la vida encerrada es como si estuviera en la cárcel. Es terrible. Destruye el espíritu. Pero los norteamericanos llevan así tanto tiempo que ya han olvidado lo que es sentirse realmente seguro. En fin, aquí está el coche. Volvamos a la División.
Empezábamos a bajar por la calle cuando llamó la telefonista de la Central.
—Teniente Smith —dijo—. Se ha recibido una llamada para Servicios Especiales.
—Ahora estoy ocupado —dije—. ¿No puede encargarse el suplente?
—Teniente Smith, agentes de patrulla solicitan a una persona de Servicios Especiales para un dig. vis. en la zona diecinueve.
Me decía que había un problema con un dignatario visitante.
—Comprendo, pero estoy trabajando en un caso. Páselo al suplente.
—Es en Sunset Plaza Drive. ¿No se encuentra usted...?
—Sí —dije. Ahora comprendía su insistencia. La llamada procedía de un lugar situado cerca de donde estábamos—. De acuerdo —dije—. ¿Qué ha ocurrido?
—Se trata de dig. vis. CEE Nivel G más uno. Apellido Rowe.
—Entendido —dije—. Ahora mismo vamos. Colgué el teléfono y di la vuelta.
—Interesante —dijo Connor—. Nivel G más uno es el Gobierno.
—Sí.
—¿Se trata del senador Rowe?
—Eso parece —dije—. Conducía en estado de embriaguez.
El «Lincoln» negro había ido a parar al césped de una casa de la parte alta de Sunset Plaza Drive. Dos coches de la Policía estaban junto al bordillo, con las luces rojas destellando. En el césped, junto al «Lincoln», había media docena de personas. Un hombre en albornoz, con los brazos cruzados. Dos muchachas con minivestidos de lentejuelas, un hombre rubio muy atractivo vestido de esmoquin y un joven con traje azul marino, en el que reconocí al que había visto horas antes en el ascensor con el senador Rowe.
Los agentes habían sacado la videocámara e iluminaban con el foco al senador Rowe que estaba apoyado en el radiador del «Lincoln», protegiéndose la cara con un brazo. Cuando Connor y yo nos acercamos, juraba con voz potente.
El hombre del albornoz se acercó a nosotros y dijo:
—Quiero que me digan quién va a pagar esto.
—Un momento, por favor. —Seguí andando.
—Me ha destrozado el césped. Esto hay que pagarlo.
—Permítame un momento, por favor.
—Dio un susto de muerte a mi esposa. Y tiene cáncer.
—Un minuto, por favor. En seguida hablo con usted.
—Cáncer en el oído —dijo el hombre con énfasis—. En el oído.
—Sí, señor. Lo siento, señor. —Seguí andando hacia el «Lincoln» y el foco.
Cuando pasé junto al ayudante del senador, él echó a andar a mi lado.
—Puedo explicarlo todo, detective. —Tenía unos treinta años y la apostura blanda del subalterno—. Estoy seguro de que puedo resolverlo todo.
—Un momento —dije—. Permítame hablar con el senador.
—El senador no se encuentra bien —dijo el ayudante—. Está muy cansado. —Se puso delante de mí. Yo lo sorteé. Él se movió con rapidez para darme alcance—. Es el cansancio del viaje. La diferencia horaria. El senador acusa la diferencia horaria.
—Tengo que hablar con él —dije, entrando en la zona iluminada. Rowe seguía tapándose la cara con el brazo—. ¿Senador Rowe?
—Apaguen esa jodida luz, joder —dijo Rowe. Estaba fuertemente intoxicado. Tenía la lengua tan torpe que apenas se le entendía.
—Senador Rowe —dije—, lamentándolo mucho, tengo que pedirle que...
—Váyase a la mierda.
—Senador Rowe —dije.
—Apaguen de una vez esa condenada cámara.
Miré al agente y le hice una señal. Él, de mala gana, apagó el foco.
—¡Hostia! —dijo Rowe bajando el brazo por fin. Me miró con ojos irritados—. ¿Qué puñetas pasa aquí?
—Yo me presenté.
—Entonces, ¿por qué no hace usted algo para arreglar este jodido fregado? —dijo Rowe—. Yo iba tranquilamente a mi hotel.
—Lo comprendo, senador.
—No me explico... —agitó la mano débilmente— qué puñetas pasa aquí.
—Senador, ¿conducía usted este coche?
—Joder. Que si conducía. —Se volvió—. ¿Jerry? Explícaselo. Hostia.
El ayudante se adelantó inmediatamente.
—Siento mucho lo sucedido —dijo suavemente—. El senador no se encuentra bien. Regresamos de Tokio ayer noche. Es la diferencia horaria. Está fatigado.
—¿Quién conducía? —dije.
—Yo conducía —dijo el ayudante—. Desde luego.
Una de las muchachas ahogó la risa.
—No conducía él —gritó el del albornoz desde el otro lado del coche—. El que conducía era ése. Y no pudo salir del coche sin caer al suelo.
—Hostia, qué zoo de mierda —dijo el senador Rowe frotándose la frente.
—Detective —dijo el ayudante—, el coche lo conducía yo, y estas dos mujeres pueden atestiguarlo. —Señaló con un ademán a las chicas con vestiditos de noche y les lanzó una mirada.
—Eso es una condenada mentira —dijo el hombre del albornoz.
—No; es la verdad —replicó el guapo del esmoquin hablando por primera vez. Tenía la cara bronceada y el aplomo del que está acostumbrado a hacerse obedecer. Probablemente, un tipo de Wall Street. No se presentó.
—Yo conducía —dijo el ayudante.
—Todo se ha ido a la mierda —farfulló Rowe—. Yo quiero ir a mi hotel.
—¿Algún herido? —pregunté.
—Ningún herido —dijo el ayudante—. Todos, estupendamente.
Pregunté al agente que estaba detrás de mí:
—¿Tiene un formulario uno diez? —Es el informe de daños a la propiedad en accidente de tráfico.
—No se necesita —dijo el agente—. Un solo coche y el importe es pequeño. —Sólo se llenaba un uno diez para daños superiores a doscientos dólares—. Tenemos un cinco cero uno. Si lo quiere...
No. Una de las cosas que aprendes en Servicios Especiales es a aplicar la ROC, respuesta operativa circunstancial. En casos de funcionarios elegidos o celebridades, la ROC significa no hacer nada, a no ser que alguien vaya a presentar cargos.
Es decir, que no arrestas a nadie, como no se haya cometido delito grave.
—Tome nota del nombre y dirección del dueño de la propiedad, para que pueda pagarle los desperfectos del jardín.
—Ya tiene mi nombre y dirección —dijo el hombre del albornoz—. Lo que quiero saber es qué van a hacer.
__Ya le he dicho que repararíamos los daños —dijo el ayudante—. Se lo prometí. Él parece que...
—Pero, maldita sea, miren: ha destrozado todo lo que ella había plantado. Y tiene cáncer en el oído.
—Un momento —dije al ayudante—, ¿quién va a conducir ahora?
—Yo —dijo el ayudante.
—Él —asintió el senador Rowe—. Jerry, tú llevas el coche. —Está bien. Quiero que se someta a la prueba de la alcoholemia —No faltaba más... —A ver, el permiso de conducir. —Aquí está.
El ayudante sopló en el alcoholímetro y me entregó su permiso de conducir. Era de Texas. Gerrold D. Hardin, treinta y cuatro años. Domiciliado en Austin, Texas. Anoté los datos y le devolví el documento.
—Bien, Mr. Hardin. Esta noche dejaré al senador bajo su custodia.
—Gracias, teniente. Muchas gracias. El hombre del albornoz dijo: —Pero, ¿es que va a dejarle marchar?
—Un momento —dije a Hardin—. Quiero que dé usted su tarjeta a este señor y que se mantenga en contacto con él. Los daños causados al jardín deben quedar reparados a su entera satisfacción.
—Absolutamente. Desde luego. Sí, señor. —Hardin se hurgó en el bolsillo, en busca de una tarjeta. Cuando sacó la mano, tenía en ella una cosa blanca, parecida a un pañuelo, que volvió a guardar apresuradamente y luego fue hacia el hombre del albornoz, para darle la tarjeta.
—Van a tener que sustituir todas las begonias de mi esposa.
—Sí, señor —dijo Hardin.
—Todas.
—Conforme. Sí, señor.
El senador Rowe se apartó del radiador, enderezando el cuerpo con movimientos vacilantes.
—Mierda de begonias —dijo—. Hostia, vaya noche del carajo. ¿Usted está casado?
—No —respondí.
—Yo, sí —dijo Rowe—. Begonias de mierda. Joder.
—Por aquí, senador —dijo Hardin. Ayudó a Rowe a instalarse en el asiento del copiloto. Las muchachas subieron a la parte trasera, una a cada lado del guaperas de Wall Street. Hardin se puso al volante y pidió las llaves a Rowe. Yo me volví a mirar a los dos coches patrulla que arrancaban en aquel momento. Cuando me volví de nuevo, Hardin bajó el cristal y me dijo—. Muchas gracias por todo.
—Conduzca con precaución, Mr. Hardin —dije.
Dio marcha atrás aplastando un macizo de flores.
—Y también los lirios —gritó el del albornoz al coche que se alejaba. Luego me miró—. Le digo que conducía el otro, y estaba borracho.
—Tenga mi tarjeta —dije—. Si surgen dificultades, llámeme.
El hombre miró la tarjeta sacudiendo la cabeza y entró en la casa. Connor y yo volvimos al coche y nos alejamos calle abajo.
—¿Tienes los datos del ayudante? —preguntó Connor.
—Sí —dije.
—¿Qué llevaba en el bolsillo?
—Me han parecido unas braguitas.
—A mí también me lo han parecido —dijo Connor.
Desde luego, no podíamos hacer nada. Personalmente, me hubiera gustado poder poner a aquel imbécil presumido contra el coche y cachearlo allí mismo. Pero los dos sabíamos que teníamos las manos atadas: no había pretexto para registrar a Hardin, ni arrestarlo. Era un joven que conducía un coche en el que viajaban dos mujeres, una de las cuales podía no llevar bragas, y un senador de los Estados Unidos borracho. La única cosa sensata que podíamos hacer era dejarlos marchar.
Pero aquella noche estábamos dejando marchar a mucha gente.
Sonó el teléfono. Pulsé el botón del altavoz.
—Aquí el teniente Smith.
—Hola, chico. —Era Graham—. Estoy en el depósito. A que no adivinas lo que ocurre. Tengo aquí a un japonés que está empeñado en ver la autopsia. No te lo vas a creer, pero quiere que le deje observar. Y se ha mosqueado porque hemos empezado sin él. Empiezan a llegar los resultados del laboratorio y las cosas no pintan bien para los nipones. Yo diría que todo apunta a un asesino japonés. ¿Piensas venir o no?
Miré a Connor que asintió.
—Ahora vamos para allá.
El acceso más directo al depósito era a través de la sala de Urgencias del Hospital General. Cuando pasamos, un negro ensangrentado sentado en una camilla gritaba, en el delirio de la droga:
—¡Matad al Papa! ¡Matad al Papa! ¡Que lo jodan!
Media docena de enfermeros trataban de obligarle a echarse. Tenía heridas de bala en el hombro y la mano. El suelo y las paredes de la sala estaban salpicados de sangre. Un ordenanza fregaba el vestíbulo con un mocho. En los pasillos se alineaban negros e hispánicos. Algunos, con niños en el regazo. Todos evitaban mirar la bayeta ensangrentada. En el fondo del pasillo sonaban más gritos.
Entramos en el ascensor. Allí había silencio.
—Un homicidio cada veinte minutos —dijo Connor. Una violación cada siete minutos. Un niño asesinado cada cuatro horas. Ningún otro país tolera semejante nivel de violencia.
Se abrieron las puertas. En comparación con la sala de Urgencias, los pasillos del sótano estaban tranquilos. Olía a formol. Nos acercamos al mostrador, en el que Harry Landon, el flaco y anguloso encargado de planta, comía un bocadillo de jamón.
—Hola, chicos —dijo sin levantar la mirada.
—Hola, Harry.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Venís por el caso Austin?
—Sí.
—Empezaron hacia media hora. Al parecer hay muchas prisas.
—¿Y eso?
—El jefe sacó de la cama al doctor Tim y le dijo que lo hiciera de prisa. Le cabreó bastante. Ya sabéis lo especial que es el doctor Tim. —El encargado sonrió—. Y también hicieron venir a mucha gente del laboratorio. ¿Dónde se ha visto que se organice semejante fregado en plena noche? ¿Tenéis idea de lo que va a costar en horas extra?
—¿Y Graham? —pregunté.
—Por ahí andará. Tenía a un japonés pegado a él como su sombra. Y, a cada media hora, el japonés venía y me decía si podía llamar por teléfono, llamaba y hablaba en japonés. Luego, volvía a incordiar a Graham. Decía que quería ver la autopsia, ¿qué os parece? Y venga a insistir y a insistir. Hasta que, hará unos diez minutos, llamó por última vez. De pronto, vi que mudaba de expresión. Yo estaba aquí y vi que se ponía mojo mojo como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Y entonces va y sale corriendo. Lo que oís: corriendo.
—¿Dónde es la autopsia?
—Sala dos.
—Gracias, Harry.
—Cierren esa puerta.
—Hola, Tim —dije al entrar en la sala de autopsias. Inclinado sobre la mesa de acero inoxidable estaba Tim Haller, conocido por todos como doctor Tim. Aunque eran las dos menos veinte de la madrugada, él estaba impecable, como siempre, bien peinado y con el nudo de la corbata perfecto. En el bolsillo de su almidonada bata se alineaban varios bolígrafos.
—¿Me han oído?
—Ya la cierro, Tim —La puerta tenía un dispositivo de cierre neumático, pero al parecer no era suficiente para el doctor Tim.
—Es que no quiero que se me cuele el japonés.
—Se ha marchado, Tim.
—Oh, ¿sí? Pero puede volver. Es de una pesadez increíble y muy irritante. —Miró por encima del hombro—. ¿Y quién está contigo? No será John Connor. Hace siglos que no te veo, John.
—Hola, Tim. —Connor y yo nos acercamos a la mesa. La autopsia estaba muy avanzada, ya se había hecho la incisión en Y y se habían extraído y colocado en bandejas de acero los primeros órganos.
—Ahora quizás alguien pueda explicarme por qué diablos se ha armado tanto jaleo por este caso —dijo Tim—. Graham está tan furioso que no suelta prenda. Se ha ido aquí al lado, al laboratorio, a ver los primeros resultados. Pero yo quiero que alguien me diga por qué he tenido que levantarme de la cama para hacer esta autopsia. Mark está de guardia, pero al parecer no está lo bastante cualificado para este caso. Y, naturalmente, el forense está fuera, en un congreso en San Francisco. Desde que tiene su nueva amiguita, siempre está fuera de la ciudad. De modo que me han llamado a mí. No recuerdo la última vez que me sacaron de la cama.
—¿No lo recuerdas? —El doctor Tim era preciso en todo, incluso en la memoria.
—La última vez fue en enero de hace tres años. Pero entonces fue para una suplencia. La mayoría del personal estaba con la gripe y los casos se acumulaban. Hasta que una noche nos quedamos sin armarios y los cadáveres estaban en el suelo, metidos en bolsas y estibados. Había que hacer algo. El olor era terrible. Pero no recuerdo que se me llamara para un caso políticamente delicado. Como éste.
—Tampoco nosotros sabemos por qué es delicado.
—Pues vale más que os espabiléis en descubrirlo, porque hay mucha presión. Me ha llamado el forense desde San Francisco y me ha dicho: «Hazlo ahora, hazlo esta noche, y déjalo listo.» Y yo digo: «De acuerdo, Bill.» Y él me dice entonces: «Escucha, Tim. Hazlo a conciencia. Ves despacio, toma montones de fotos y de notas. Documéntalo hasta la saciedad. Usa dos cámaras. Porque tengo la impresión de que todo el que tenga algo que ver con este caso puede encontrarse con la mierda hasta el cuello.» Por lo tanto, es natural que uno quiera saber de qué va la cosa.
—¿A qué hora fue esa llamada? —preguntó Connor.
—Entre diez y media y once.
—¿Y te dijo el forense quién le había llamado a él?
—No. Pero generalmente, este tipo de llamadas solo las hacen o el jefe de Policía o el alcalde.
Tim examinó el hígado, separando los lóbulos, y lo depositó en una bandeja de acero. El ayudante fotografiaba cada órgano y luego lo dejaba a un lado.
—¿Y qué has encontrado?
—Francamente, hasta el momento, los hallazgos más importantes son externos —dijo el doctor Tim—. Llevaba mucho maquillaje en el cuello, para disimular contusiones múltiples. De diferente antigüedad. Aun sin disponer de una curva espectroscópica de los productos de descomposición de la hemoglobina en los puntos afectados, yo diría que las contusiones tienen una antigüedad diferente abarcando hasta dos semanas. Quizá más. Concuerdan con un cuadro de traumatismo cervical crónico y repetido. No creo que pueda existir duda: se trata de un caso de asfixia sexual.
—¿Sólo podía gozar si le impedían respirar?
—Sí.
Ya lo había dicho Eddie. Por una vez, Eddie estaba en lo cierto.
—Es más frecuente en hombres, pero también se da en mujeres, desde luego. El síndrome consiste en que el individuo sólo puede excitarse sexualmente por la hipoxia que produce la casi estrangulación. Estos individuos piden a su pareja que les apriete la garganta o que les ponga una bolsa de plástico en la cabeza. Cuando están solos, se atan un cordón al cuello y se cuelgan al tiempo que se masturban. Dado que para conseguir el efecto es necesario que la asfixia sea acentuada, es fácil pasarse y no contarlo. Ocurre con frecuencia.
—¿Y en este caso?
Tim se encogió de hombros.
—Verás, se observan señales físicas que apuntan a un síndrome de asfixia sexual ya antiguo. Y tiene eyaculación en la vagina y abrasiones en los labios vaginales externos que señalan un episodio sexual forzado en la misma noche de su muerte.
—¿Estás seguro de que las abrasiones vaginales son anteriores a la muerte?
—Oh, sí, no existe la menor duda de que se trata de lesiones ante mortem. Está claro que antes de la muerte hizo una cópula forzada.
—¿Es decir, que fue violada?
—Yo no diría tanto. Como veis, las abrasiones no son fuertes, y no hay lesiones que puedan asociarse a ellas en otras partes del cuerpo. En realidad, no se aprecian signos de lucha. Por lo tanto, yo atribuiría las señales a una penetración vaginal prematura con lubricación insuficiente de los labios externos.
—O sea, que no estaba húmeda.
Tim pareció molesto.
—En crudo lenguaje profano.
—¿Cuánto tiempo puede haber transcurrido desde el momento en que se produjeron esas abrasiones y la hora de la muerte?
—Una hora o dos. No fue cerca del momento de la muerte. Eso se ve por la extravasación y la hinchazón de las zonas afectadas. Si la muerte se produce poco después de la lesión, el flujo de sangre se detiene y, por lo tanto, la hinchazón es escasa o nula. En este caso, como podéis ver, es bastante pronunciada.
—¿Y el esperma?
—Se han enviado muestras al laboratorio. Con las de los restantes fluidos. —Se encogió de hombros—. Hay que esperar. Y ahora, ¿vosotros vais a ponerme en antecedentes? Porque yo tengo la impresión de que esta muchachita, antes o después, iba a tener problemas. Es decir, es mona pero retorcida. Entonces..., ¿a qué tanto jaleo? ¿Por qué he tenido que levantarme de la cama para hacer una autopsia cuidadosa y documentada a una pobre muchacha que no podía follar como todo el mundo?
—Ni idea —dije.
—Venga ya. Yo os he dicho lo que sé. Ahora os toca a vosotros.
—Tim, no tenemos nada.
—No te jode... —dijo Tim—. Ésta me la debes. Venga.
—Lo único que sabemos es que el asesinato tuvo lugar durante una recepción ofrecida por los japoneses y que ellos desean que la cosa se resuelva cuanto antes.
—Es natural —dijo Tim—. La última vez que aquí hubo un zafarrancho fue cuando el caso del Consulado japonés, ¿os acordáis? ¿El secuestro de Takashima? Puede que no os acordéis porque no llegó a los periódicos. Los japoneses consiguieron taparlo. De todos modos, un guardia jurado murió en circunstancias extrañas y durante dos días presionaron a nuestra oficina. Me asombró lo que podían conseguir. Hasta el senador Rowe en persona nos llamó para decirnos lo que había que hacer. Nos llamó el gobernador. Todo el mundo llamaba. Ni que se tratara del hijo del Presidente. Vaya, que esa gente tiene influencia.
—Vaya si tienen influencia. Y bien cara que les cuesta —dijo Graham entrando en la sala.
—La puerta —dijo Tim.
—Pero esta vez su jodida influencia no les servirá de nada —dijo Graham—. Porque esta vez los tenemos bien agarrados. Se trata de un asesinato; y, según los resultados del laboratorio, podemos afirmar sin lugar a dudas que el asesino es japonés.
El contiguo laboratorio de Patología era una sala grande, iluminada por simétricas baterías de tubos fluorescentes. Había pulcras hileras de microscopios. Pero, a aquella hora de la noche, sólo dos técnicos trabajaban en la gran sala. Y Graham estaba a su lado, con una expresión de malsana alegría.
—Vosotros mismos podéis daros cuenta. En un peinado del vello púbico se ha recogido vello masculino de rizo medio, sección ovalada y, casi con toda seguridad, origen asiático. El primer análisis de semen da tipo sanguíneo AB, relativamente raro entre caucásicos y mucho más frecuente entre asiáticos. El primer análisis de proteínas en el fluido seminal da negativo en el apartado de..., ¿cómo se llama?
—Etanol deshidrogenasa —dijo el técnico.
—Eso es. Etanol deshidrogenasa. Es una enzima. Que los japoneses no tienen. Y que en este líquido seminal no está. Y el factor Diego, que es una proteína del grupo sanguíneo. Eso. Y aún faltan pruebas, pero parece claro que esta muchacha tuvo relaciones sexuales forzadas con un japonés antes de que él la matara.
—Está claro que se le ha encontrado semen japonés en la vagina —dijo Connor—. Eso es todo.
—Joder —dijo Graham—. Semen japonés, vello púbico japonés, factores sanguíneos japoneses. Aquí ha habido un asesino japonés.
Había extendido las fotografías de la escena del crimen, en las que se veía a Cheryl en la mesa de la sala de juntas. Graham empezó a pasear por delante de ellas.
—Sé dónde habéis estado, chicos, y sé que habéis perdido el tiempo. Fuisteis en busca de las cintas de vídeo, pero habían desaparecido, ¿no? Luego fuisteis al apartamento de la muchacha, y alguien lo había limpiado antes de que llegarais. Que es exactamente lo que cabría esperar de un asesino japonés. Está bien claro.
Graham señaló las fotografías.
—Ahí tenemos a nuestra chica. Cheryl Austin, de Texas. Guapa. Fresca. Buena figura. Una especie de actriz. Hace varios anuncios. Quizá de «Nissan». Lo que sea. Conoce a gente. Se relaciona. Está en algunas listas. ¿Me seguís?
—Sí —dije a Graham. Connor miraba fijamente las fotografías.
—En fin, que a nuestra Cheryl las cosas le van lo bastante bien como asistir, con un vestido negro de Yamamoto, a la solemne inauguración de la torre «Nakamoto». Llega con un individuo, quizás un amigo o un peluquero. Con barba. Quizá conoce a otros asistentes o quizá no. Pero, durante la velada, un personaje importante le propone desaparecer un ratito. Ella accede a ir al piso de arriba. ¿Por qué no? A la chica le va la aventura. Le gusta el peligro. Busca guerra. Y sube... quizá con el hombre, quizá cada uno por separado. Pero arriba se encuentran y buscan un sitio para hacerlo. Un sitio que tenga morbo. Y deciden..., probablemente él, lo decide él..., hacerlo en la jodida mesa de la sala de juntas. Y empiezan, empieza el ñaca ñaca, pero la cosa se va de la mano. El caballero se calienta demasiado, o quizás es un desviado y... le aprieta la garganta. Y la mata. ¿Me seguís?
—Sí...
—Y ahora el caballero tiene un problema. Él había subido a follar y resulta que ha matado a la chica. ¿Qué hace? Vuelve a la fiesta y, como es un jefazo samurai, dice a uno de sus subalternos que tiene un problemilla. Lamentablemente, se ha cargado a una puta del país. Lo cual no deja de ser un inconveniente, con una agenda tan apretada como la suya. Y entonces los subalternos cargan con la papeleta del jefe. Se llevan del piso de arriba todas las pruebas incriminatorias. Hacen desaparecer las cintas de vídeo. Van al apartamento de la muchacha y borran todos los indicios. Pero lo malo es que, para estas cosas, se necesita tiempo. Alguien tiene que entretener a la Policía. Y ahí es donde entra el abogadillo avispado y lameculos de Ishigura. Nos retrasa una hora y media. Eso es. ¿Qué tal?
Cuando Graham acabó de hablar, se hizo el silencio. Yo esperaba que hablara Connor.
—Muy bien —dijo Connor—. Chapó, Tom. La secuencia parece correcta en muchos aspectos.
—Puedes estar seguro —resopló Graham—. Es la puta verdad.
Sonó el teléfono. El técnico del laboratorio dijo:
—¿Alguno de ustedes es el capitán Connor?
Connor fue al teléfono. Graham me dijo:
—Te digo que a esa chica la mató un japonés, y nosotros lo encontraremos y lo desollaremos. Lo desollaremos.
—¿Por qué la tienes tomada con ellos? —pregunté.
Graham me miró hoscamente.
—¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de tu odio por los japoneses.
—Eh, oye —dijo Graham—, vamos a poner los puntos sobre las íes, Petey-san. Yo no odio a nadie. Yo hago mi trabajo. Negro, blanco o japonés, a mí me da lo mismo.
—Está bien, Tom. —Era muy tarde y no tenía ganas de discutir.
—No, mierda. Tú crees que tengo prejuicios.
—Déjalo, Tom.
—Mierda, no. No lo dejo. Ahora, no. Voy a decirte algo, Petey-san. Tú solicitaste ese jodido trabajo de enlace, ¿verdad?
—Verdad, Tom.
—Y, ¿por qué lo solicitaste? ¿Por tu gran amor a la cultura japonesa?
—Verás, yo entonces trabajaba para la oficina de Prensa...
—Déjate de cuentos. Lo solicitaste porque suponía un plus, ¿no? Dos o tres mil al año. Un subsidio para estudios. La Fundación Amistad Nipo-Americana lo paga al Departamento. Y el Departamento lo distribuye en forma de subsidio para que los policías perfeccionen sus conocimientos de lengua y cultura japoneses. Eso es. ¿Y cómo van tus estudios, Petey-san?
—Estoy estudiando.
—¿Cuántas horas?
—Una noche a la semana.
—Una noche a la semana. Y, si te saltas alguna clase, ¿pierdes el subsidio? Quiá. Joder, claro que no. En realidad, no importa si vas a clase o no. La realidad, hijo, es que estás cobrando un soborno. Te metes tres mil dólares en el bolsillo que vienen del país del Sol Naciente. No es mucho, desde luego. Nadie puede comprarte por tres de los grandes, ¿verdad? Claro que no.
—Eh, Tom...
—Pero lo cierto es que no te compran. Ellos sólo te predisponen. Quieren que lo pienses dos veces. Que te inclines a ser benévolo con ellos. ¿Y por qué no? Es la naturaleza humana. Ellos te han mejorado la vida. Ellos contribuyen a tu bienestar. Al de tu familia. Al de tu hijita. Ellos te rascan la espalda. ¿Por qué no vas a rascársela tú a ellos? ¿No es eso, Petey-san?
—No; no es eso —dije. Empezaba a irritarme.
—Sí —insistió Graham—. Porque así se influye en la gente. La influencia puede negarse, desde luego. Tú puedes decir que no existe. Tú te dices a ti mismo que no, pero existe. La única forma de estar limpio es estar limpio, colega. Si no eres parte interesada, si no te beneficias, entonces puedes hablar. De lo contrario, colega, se hacen amos tuyos, porque para algo te pagan.
—Eh, un momento...
—De modo que no me hables de odios. Este país está en guerra, y hay gente que lo comprende y gente que colabora con el enemigo. Lo mismo que en la Segunda Guerra Mundial. También entonces Alemania pagaba a la gente para que hicieran propaganda nazi. En Nueva York había periódicos que publicaban editoriales con las consignas de Adolf Hitler. A veces, la gente ni se enteraba. Pero lo hacían. Es la guerra, tío. Y tú eres un jodido colaboracionista.
En aquel momento, volvió Connor, y fue un alivio, porque Graham y yo íbamos a liarnos a puñetazos.
—A ver si me aclaro, Tom —dijo Connor plácidamente—. Según tu hipótesis, después de que asesinaran a la muchacha, ¿qué hicieron con las cintas?
—Joder, las cintas han desaparecido —dijo Graham—. Esas cintas ya no las verás.
—Es curioso. Porque esa llamada era de la central. Al parecer, Mr. Ishigura está allí. Y lleva una caja de cintas de vídeo para que yo las examine.
Connor y yo fuimos en mi coche y Graham, en el suyo.
—¿Por qué dijo que los japoneses nunca tocarían a Graham?
—Por lo que ocurrió con su tío —dijo Connor—. Era prisionero de guerra. Lo llevaron a Tokio y allí desapareció. Cuando acabó la guerra, el padre de Graham fue al Japón, para enterarse de lo que había sido de su hermano. Probablemente, ya sepa que mataron a varios soldados norteamericanos en experimentos médicos. Se decía que los japoneses daban los hígados a los subordinados, como una broma macabra. Cosas por el estilo.
—No lo sabía —dije.
—Creo que todo el mundo prefiere olvidar aquella época y mirar al futuro —dijo Connor—. Y, probablemente, es preferible. Ahora es un país diferente. ¿Contra qué despotricaba Graham?
—Mi plus de oficial de enlace.
—Dijo que eran unos cincuenta a la semana, ¿no?
—Algo más.
—¿Cuánto más?
—Unos cien dólares a la semana. Cinco mil quinientos al año. Pero de ahí tienen que salir las clases, los libros, los gastos de transporte, la niñera, todo.
—O sea, cinco de los grandes —dijo Connor—. ¿Y qué hay de malo en ello?
—Dice Graham que eso me influye. Que los japoneses me han comprado.
—Desde luego, es lo que intentan —dijo Connor—. Y son muy sutiles.
—¿Lo intentaron con usted?
—Oh, pues claro. —Hizo una pausa—. Y muchas veces he aceptado. Ofrecer regalos para asegurarte la buena voluntad de las personas es algo que los japoneses hacen instintivamente. Y no es muy distinto de lo que hacemos nosotros cuando invitamos a cenar al jefe. La buena voluntad es la buena voluntad. Claro que no invitamos a cenar al jefe cuando estamos propuestos para un ascenso. Lo correcto es invitarlo al principio de la relación, cuando no hay nada en juego. Entonces es, simplemente, un acto de buena voluntad. Lo mismo sucede con los japoneses. Ellos piensan que hay que hacer el regalo pronto, porque entonces no es un soborno. Es un regalo. Un medio para entablar una relación antes de que exista presión sobre esa relación.
—¿Y a usted le parece bien?
—A mí me parece que así funciona el mundo.
—¿No cree que sea corrupción?
—¿Lo cree usted? —dijo Connor mirándome.
Me llevó mucho tiempo contestar.
—Yo creo que tal vez sí.
Él se echó a reír.
—Vaya, es un alivio —dijo—. De lo contrario, los japoneses habrían malgastado su dinero en usted.
—¿Dónde está la gracia?
—En su confusión, kohai.
—Graham piensa que esto es una guerra.
—Y es la verdad —dijo Connor—. Estamos en guerra contra el Japón, indiscutiblemente. Ahora vamos a ver qué sorpresa nos tiene reservada Mr. Ishigura en la última escaramuza.
La antesala de la quinta planta de la jefatura central estaba tan concurrida como de costumbre, a pesar de ser las dos de la madrugada. Los detectives andaban entre las prostitutas recogidas en las redadas y los drogadictos detenidos para ser interrogados. En un rincón, un hombre con americana a cuadros gritaba una y otra vez a una agente femenina que tenía una tablilla en la mano:
—¡Que se calle le digo, mierda!
Kasaguro Ishigura desentonaba en aquella barahúnda. Estaba sentado en un rincón con su traje azul con rayita diplomática, con la cabeza baja y las piernas juntas. Tenía una caja de cartón encima de las rodillas.
Al vernos, se levantó rápidamente e hizo una reverencia con las palmas de las manos en los muslos, señal de respeto aún mayor. Mantuvo la inclinación durante varios segundos. Luego volvió a inclinarse inmediatamente y esta vez se quedó esperando, con el cuerpo doblado y mirando al suelo, hasta que Connor le habló en japonés. La respuesta de Ishigura, también en japonés, fue dada en tono suave y respetuoso. No levantaba la mirada del suelo.
Tom Graham se me llevó hacia el depósito del agua.
—Carajo, esto tiene la pinta de una confesión en regla.
—Tal vez. —Yo no estaba convencido. Ya había visto a Ishigura cambiar de actitud con anterioridad.
Yo observaba a Connor hablar a Ishigura. El japonés seguía contrito, mirando al suelo.
—Nunca hubiera sospechado de él —dijo Graham—. Ni en un millón de años. No, señor.
—¿Por qué?
—¿Y tienes que preguntarlo? Matar a una chica y luego quedarse allí y darnos órdenes a nosotros. Jodidos nervios de acero. Y míralo ahora: jo, si está casi llorando.
Era verdad: Ishigura tenía lágrimas en los ojos. Connor cogió la caja, dio media vuelta y cruzó la habitación en dirección a nosotros. Me dio la caja.
—Encárguese de esto. Yo voy a tomar declaración a Ishigura.
—Bien —dijo Graham—. ¿Ha confesado?
—¿El qué?
—El asesinato.
—¡Qué va! ¿Qué te hace pensar eso?
—Está ahí haciendo reverencias y frotando el suelo con las suelas de los zapatos...
—Eso no es más que sumimasen —dijo Connor—. Yo no lo tomaría muy en serio.
—Si está casi llorando —dijo Graham.
—Sólo porque cree que eso puede ayudarle.
—¿Entonces no ha confesado?
—No. Pero ha descubierto que las cintas habían sido retiradas, efectivamente. Ello significa que cometió una grave equivocación al fingir delante del alcalde. Ahora podría ser acusado de ocultar pruebas. Podrían expulsarlo de la abogacía. Sería un escándalo para su empresa. Ishigura tiene graves problemas y lo sabe.
—¿Y por eso está tan suave?
—Sí. En el Japón, cuando la cagas lo mejor que puedes hacer es presentarte a las autoridades y demostrar lo mucho que lo sientes, lo avergonzado que estás y tu firme propósito de no reincidir. Es pura fórmula, pero las autoridades comprenden que has aprendido la lección. Eso es sumimasen: contricción infinita. Es la versión japonesa de pedir clemencia al tribunal. Se considera la mejor manera de conseguir indulgencia. Y eso es lo que hace Ishigura.
—O sea que es comedia —dijo Graham con la mirada dura.
—Sí y no. Es difícil de explicar. Tome. Vamos a pasar las cintas. Ishigura dice que ha traído uno de sus vídeos porque el formato de las cintas no es el corriente y temía que no pudiéramos visionarias. ¿Vamos?
Abrí la caja de cartón. Vi veinte cartuchos pequeños de ocho milímetros, como casetes de audio. Y vi también una cajita del tamaño de un «Walkman»: el vídeo. Tenía cables para conexión a un televisor.
—Está bien —dije—. Echemos un vistazo.
La primera cinta contenía la toma de una de las cámaras instaladas en el techo del atrio de la planta cuarenta y seis. La imagen era en blanco y negro. Se veía a gente trabajando en la planta, en lo que parecía una jornada normal. Pasamos esa parte a gran velocidad. Las sombras proyectadas por el sol que entraba por las ventanas describieron arcos en el suelo y desaparecieron. Poco a poco, la luz reflejada en el suelo fue palideciendo a medida que se hacía de noche. Una a una, se encendieron las luces de los escritorios. Los empleados se movían ahora más despacio. Finalmente, empezaron a marcharse, uno tras otro. A medida que la planta se vaciaba, advertimos otra cosa. Ahora, de vez en cuando, la cámara se movía, siguiendo a la persona que pasara por debajo. Pero no siempre. Entonces comprendimos que la cámara debía de estar equipada para enfoque y seguimiento automáticos. Si había mucho movimiento en el fotograma, es decir, varias personas que se movieran en direcciones diferentes, la cámara permanecía fija. Pero, si el fotograma estaba vacío, la cámara seguía a la figura que pasara por su campo visual.
—Es curioso el sistema.
—Probablemente, es especial para cámaras de seguridad —dije—. Es lógico que les interesen más los movimientos de una sola persona que los de una multitud.
Se encendieron las luces de vigilancia. Ya no quedaba nadie en los escritorios. Ahora la cinta empezó a parpadear rápidamente, casi como un estroboscopio.
—¿Le pasa algo a la cinta? —preguntó Graham con suspicacia—. ¿Está amañada?
—No lo sé. No, espera. No es eso. Fíjate en el reloj.
En la pared del fondo se veía el reloj. El minutero se movía rápidamente de las siete y media hacia las ocho.
—La cámara tiene temporizador.
—¿Qué hace? ¿Toma instantáneas?
Yo asentí.
—Probablemente, cuando el sistema no detecta movimiento durante un rato, pasa a tomar un fotograma cada diez o veinte segundos, hasta...
—Eh, ¿qué pasa ahora?
El parpadeo había cesado. La cámara giraba hacia la izquierda, barriendo la planta desierta. Pero no había nadie en la imagen. Sólo escritorios vacíos y alguna que otra luz de vigilancia que velaba ligeramente el vídeo.
—Quizá tengan un sensor más amplio que el objetivo. Eso o alguien la mueve manualmente. Algún guardia. Quizá desde el puesto de seguridad.
La cámara se detuvo enfocando las puertas del ascensor. Las puertas estaban en el extremo de la derecha, en la sombra, bajo un dintel que nos estorbaba la vista.
—Jo, está oscuro ahí debajo. ¿Habrá alguien?
—No veo nada —dije.
El enfoque empezó a fluctuar.
—¿Y ahora qué pasa? —dijo Graham.
—Es el enfoque automático. Es como si no encontrara lo que tiene que enfocar. Ese dintel puede perturbar los circuitos. Mi videocámara hace lo mismo. Cuando no sabe lo que estoy grabando, se hace un lío.
—¿Así que la cámara trata de enfocar algo? Pues yo no veo nada. Ahí debajo todo está muy negro.
—Pues hay alguien. Se ve la silueta pálida de unas piernas. Muy tenue.
—¡Rayos! —dijo Graham—. Es la chica. Está al lado del ascensor. Ahora se mueve.
Al cabo de un momento, Cheryl Austin salió de debajo del dintel y pudimos verla claramente por primera vez.
Era hermosa y arrogante. Entró en la sala con paso firme. Tenía armonía en sus movimientos, no el andar desgarbado de muchos jóvenes.
—Qué hermosura —dijo Graham.
Cheryl Austin era alta y delgada. Su cabello, rubio y corto, la hacía parecer aún más alta. Tenía un porte erguido. Giró sobre sí misma lentamente, observando el lugar como si le perteneciera.
—Me parece imposible estar viendo esto —dijo Graham.
Comprendí a qué se refería. Era una muchacha que había sido asesinada hacía pocas horas. Y ahora la veíamos minutos antes de su muerte.
En el monitor, Cheryl cogió un pisapapeles de una mesa, le dio una vuelta y volvió a dejarlo. Abrió y cerró el bolso. Miró el reloj.
—Empieza a ponerse nerviosa —dije.
—No le gusta que la hagan esperar —dijo Graham—. Y apuesto a que no tiene mucha práctica en eso. Es natural, en una muchacha semejante.
La joven empezó a tamborilear en la mesa con los dedos, con un ritmo que me resultó familiar. Movía la cabeza al compás. Graham entornó los ojos.
—¿Habla? ¿Dice algo?
—Eso parece —dije. Apenas la veíamos mover los labios. Y entonces, de pronto, conseguí sincronizar el ritmo de sus dedos con el movimiento de sus labios.
—«Me muerdo las uñas y giro los pulgares, estoy nervioso pero me divierte. Oh, nena, tú me enloqueces...»
—Canastos, tienes razón —dijo Graham—. ¿Cómo lo sabías?
Cheryl dejó de cantar. Se volvió hacia los ascensores.
—Ah. Ya viene.
Cheryl se acercó a los ascensores. Debajo del dintel, se abrazó al hombre que acababa de llegar. Se besaron apasionadamente. Pero el hombre permanecía oculto por el dintel. Veíamos los brazos con que rodeaba a Cheryl, pero no la cara.
—Mierda —dijo Graham.
—No te apures —dije—. Lo veremos dentro de un minuto. Si no por esta cámara, por otra. Pero creo que podemos estar seguros de que no es alguien al que acaba de conocer sino un antiguo conocido.
—Eso no podremos asegurarlo hasta ver si está cariñosa de verdad. Mira, el tío no pierde el tiempo.
Las manos del hombre levantaban la falda negra y oprimían las nalgas. Cheryl Austin se apretaba contra él. Su abrazo era intenso, apasionado. Juntos giraron lentamente, al tiempo que entraban en la planta. Ahora el hombre estaba de espaldas a nosotros. Ella tenía la falda subida hasta la cintura, bajó la mano para frotar al hombre. Tambaleándose, se acercaron a la mesa más próxima. El hombre la empujó hacia la mesa y, de pronto, ella protestó y lo apartó de un empujón.
—Ah, ah, no tan de prisa —dijo Graham—. Al fin y al cabo, la muchacha tiene sus principios.
Yo no pensaba que fuera eso. Parecía que Cheryl lo había incitado y luego había cambiado de idea. El cambio de actitud había sido casi instantáneo. Eso me hizo pensar si no habría estado fingiendo todo el tiempo, si no sería falsa su pasión. Desde luego, el hombre no pareció muy sorprendido por aquel cambio repentino. Ella, sentada en la mesa, seguía empujándole, casi con rudeza. El hombre retrocedió. Todavía estaba de espaldas a nosotros. No podíamos verle la cara. En cuanto él se apartó, ella volvió a cambiar: ahora sonreía, mimosa. Con movimientos lentos, se bajó de la mesa y se arregló la falda, contoneándose provocativamente y mirando en derredor. Nosotros podíamos ver la oreja y una parte de la mandíbula del hombre, lo justo para deducir que estaba hablando. Él le hablaba. Ella le sonrió, se adelantó y le rodeó el cuello con los brazos. Entonces volvieron a besarse y acariciarse mientras iban hacia la sala de juntas.
—Entonces, ¿fue ella la que eligió la sala de juntas?
—Cualquiera sabe.
—Mierda, sigo sin verle la cara.
Pero ahora estaban cerca del centro de la planta y la cámara quedaba casi perpendicular a ellos. No veíamos más que la cabeza del hombre.
—¿Te parece japonés? —pregunté.
—Vete tú a saber. ¿Cuántas cámaras había en la planta?
—Ésa y otras cuatro.
—Bien. En alguna se le ha de ver la cara. Lo agarraremos.
—Mira, Tom —dije—, ese hombre parece bastante grande. Más alto que ella. Y ella era alta.
—¿Quién puede saberlo, con este ángulo? Yo no puedo decirte sino que lleva traje oscuro. Mira. Ahora van a la sala de juntas.
Cuando llegaban a la sala de juntas, ella empezó a forcejear.
—Ay, ay, ay... —hizo Graham—. Ya vuelve a resistirse. Es muy inconstante, ¿no?
El hombre la sujetaba con fuerza y ella se revolvía, tratando de liberarse. Él la llevaba hacia la sala, medio en volandas y medio a rastras. Ella se agarró al marco de la puerta, sin dejar de luchar.
—¿Ahí perdió el bolso?
—Probablemente. No se ve muy claro.
La sala de juntas estaba situada mismamente enfrente de la cámara, y se veía completa. Pero el interior estaba muy oscuro, de modo que sólo podíamos ver a la pareja silueteada contra las luces de los rascacielos que brillaban a través de los muros exteriores de vidrio. El hombre la tomó en brazos, la depositó en la mesa y le subió la falda. Ahora ella estaba sumisa, dúctil. Parecía disponerse a recibirle y entonces él hizo un movimiento brusco entre sus dos cuerpos y se vio volar algo.
—Las bragas.
Parecía que habían ido a caer al suelo. Pero era difícil estar seguro. Si eran bragas, eran negras u oscuras. El senador Rowe quedaba descartado.
—Cuando nosotros llegamos, las bragas habían desaparecido —dijo Graham mirando fijamente el monitor—. Esto es pura y simple ocultación de pruebas. —Se frotó las manos—. Si tienes acciones de la «Nakamoto», colega, véndelas. Porque mañana por la tarde no valdrán una mierda.
En el monitor, ella seguía consintiendo y él se tiraba de la cremallera cuando, de pronto, ella trató de incorporarse y le dio una bofetada.
—Allá vamos —dijo Graham—. Un poquito de sal.
Él le agarró las manos y trató de besarla, pero ella se resistía, volviendo la cara. Él la apretó contra la mesa con el peso de su cuerpo. Ella movía las piernas frenéticamente.
Las dos siluetas se unían y separaban. Era difícil adivinar lo que ocurría exactamente. Parecía que Cheryl seguía tratando de incorporarse y él la empujaba. Él la mantenía echada, con una mano en la parte superior del pecho, mientras ella agitaba las piernas y se retorcía en la mesa. Él seguía aprisionándola, pero la escena era más extenuante que excitante. Yo no sabía qué pensar de lo que estaba viendo. ¿Era una violación? ¿O fingía la muchacha? Ella seguía pataleando y forcejeando, pero no conseguía sacárselo de encima. Quizás el hombre fuera más fuerte que ella, pero me daba la impresión de que, de haberlo querido realmente, ella hubiera podido liberarse. Y había momentos en los que parecía que le apretaba el cuello con los brazos en lugar de rechazarlo. Pero era difícil saber con seguridad lo que veíamos...
—Oooh. Problemas.
El hombre había cesado en sus rítmicos movimientos. Debajo de él, Cheryl se había quedado inmóvil. Sus brazos resbalaron de los hombros de él y cayeron en la mesa. Las piernas colgaban inertes a cada lado de él.
—¿Ya? —dijo Graham—. ¿Ha sido ahora?
—No sé.
El hombre le daba palmadas en la mejilla, luego la sacudió con más fuerza. Parecía hablarle. Se quedó quieto un rato, quizás unos treinta segundos, y luego se retiró. Ella siguió en la mesa. Él empezó a andar alrededor. Se movía despacio, como si no pudiera creer lo ocurrido.
Entonces el hombre miró hacia la izquierda, como si hubiera oído algo. Se quedó quieto un momento y pareció decidirse. Se puso en acción y empezó a moverse por la sala, registrándola metódicamente. Recogió algo del suelo.
—Las bragas.
—Se las llevó él —dijo Graham—. Mierda.
Luego, el hombre dio la vuelta a la mesa y se inclinó un momento sobre el cuerpo de la muchacha.
—¿Qué hace?
—No sé. No puedo verlo.
—Mierda.
El hombre se enderezó y salió de la sala de juntas al atrio. Ya no era una simple silueta. Existía la posibilidad de que pudiéramos identificarlo. Pero miraba atrás, hacia la sala de juntas. Hacia la muchacha muerta.
—Eh, amigo —dijo Graham a la imagen del monitor—. Míranos, hombre. Sólo un momento.
El hombre cruzaba el atrio sin dejar de mirar atrás. De pronto, torció hacia la izquierda.
—No vuelve a los ascensores —dije.
—No. Y sigo sin poder verle la cara.
—¿A dónde va?
—Hay una escalera al fondo —dijo Graham—. Salida de incendios.
—¿Y por qué se va por ahí en lugar de tomar el ascensor?
—Quién sabe. Yo no pido más que verle la cara. Un momento.
Pero ahora el hombre estaba en el ángulo izquierdo de la cámara y, aunque ya no tenía la cara vuelta en sentido contrario a la cámara, sólo podíamos verle la oreja y el pómulo izquierdos. Andaba de prisa. Pronto se perdería de vista, bajo el dintel del techo del fondo.
—Ah, mierda. El ángulo no es bueno. Miraremos otra cinta.
—Un momento —dije.
Nuestro hombre se dirigía hacia un oscuro pasillo que debía de conducir a la escalera. Pero pasó por delante de un espejo decorativo de marco dorado que estaba colgado de la pared, junto a la embocadura del pasillo. Fue en el instante en que su imagen iba a desaparecer bajo el dintel.
—¡Ahí!
—¿Cómo se para este chisme?
Yo oprimía botones frenéticamente. Por fin, acerté, hice retroceder la cinta y le di otra vez marcha adelante.
Nuevamente, el hombre caminaba con gesto decidido, a pasos largos y rápidos, hacia el oscuro pasillo. Cruzó junto al espejo y, durante un instante, un único fotograma del vídeo, pudimos ver su cara reflejada en el espejo, verla claramente. Yo oprimí el botón para detener la cinta.
—Bingo —dije.
—Un jodido japonés —dijo Graham—. Lo que yo te decía.
Congelada en el espejo estaba la cara del homicida. Y no tuve la menor dificultad en reconocer las tensas facciones de Eddie Sakamura.
—Esto es mío —dijo Graham—. El caso es mío. Yo traeré a ese hijo de puta.
—Está bien —dijo Connor.
—Quiero decir que prefiero ir solo —aclaró Graham.
—Desde luego —dijo Connor—. El caso es tuyo, Tom. Haz lo que creas más conveniente.
Connor escribió en un papel la dirección de Eddie Sakamura y se la dio.
—No es que no aprecie vuestra ayuda en lo que vale. Pero prefiero encargarme del caso yo solo. Ahora bien, a ver si nos aclaramos: ¿vosotros hablasteis esta noche con este individuo y no lo detuvisteis?
—Cierto.
—Bien, no tenéis que preocuparos —dijo Graham—. Procuraré que eso quede enterrado en el informe. No os perjudicará, os lo prometo. —Graham se sentía magnánimo, contento con la idea de arrestar a Sakamura. Miró su reloj—. Joder, menos de seis horas desde que se nos dio el aviso y ya tenemos al asesino. No está mal.
—Todavía no tenemos al asesino —dijo Connor—. Yo, en tu lugar, lo traería cuanto antes.
—Ahora mismo voy para allá —dijo Tom.
—Oh, y una cosa, Tom —dijo Connor cuando Graham ya iba hacia la puerta—, Eddie Sakamura es un tipo extraño, pero no se le considera violento. Dudo mucho que esté armado. Probablemente, ni tenga pistola. Lo dejamos en una fiesta con una pelirroja. Quizás ahora esté en la cama con ella. Creo que sería preferible que lo trajeras vivo.
—¡Eh! —dijo Graham—, ¿qué os pasa a vosotros dos?
—Era sólo una recomendación —dijo Connor.
—¿De verdad piensas que voy a matar a ese gilipollas?
—Tú te harás acompañar por un par de coches-patrulla, ¿no? —dijo Connor—. Para mayor seguridad, claro. Y los chicos podrían ponerse nerviosos. Es sólo una advertencia.
—Mira, gracias por tu magnífica ayuda —dijo Graham al marcharse. Estaba tan gordo que tuvo que ladear el cuerpo para pasar por la puerta.
Yo lo seguí con la mirada.
—¿Por qué deja que lo haga él solo?
—Es su caso. —Connor se encogió de hombros.
—Pero usted se ha pasado la noche trabajando en ese asunto. ¿Por qué lo deja ahora?
—Que se lleve Graham toda la gloria. Al fin y al cabo, ¿qué tiene que ver con nosotros? Yo soy un poli en situación de excedencia. Y usted, un oficial de enlace corrupto. —Señaló la cinta—. ¿Le importaría pasarla para mí antes de acompañarme a casa?
—No faltaba más. —Rebobiné la cinta.
—Estaba pensando que también podríamos tomar una taza de café —dijo Connor—. En los laboratorios de la DIC lo hacen muy bueno. O lo hacían.
—¿Quiere que vaya a buscar el café mientras mira la cinta?
—Sería un detalle, kohai.
—Desde luego.
Puse la cinta y, cuando iba a salir, Connor me dijo:
—Oh, kohai, una cosa más. De paso que baja, podría preguntar al oficial de guardia qué equipo tiene el Departamento para trabajar con las cintas de vídeo. Porque habrá que hacer duplicado de todas. Y quizá necesitemos fotos fijas de algunos fotogramas. Especialmente, si hay jaleo con el arresto de Sakamura y se acusa al Departamento de hostigar a los japoneses. Tal vez necesitemos publicar una fotografía. Para defendernos.
Tenía razón.
—De acuerdo —dije—. Preguntaré.
—Y, el mío, negro con un terrón. —Se volvió hacia el monitor.
La División de Investigación Científica, o DIC, estaba en los sótanos del centro de Parker. Eran más de las dos de la mañana y la mayoría de las secciones estaban cerradas. La DIC solía hacer horario de oficinas. Desde luego, los equipos encargados de recoger las pruebas en los escenarios del crimen trabajaban toda la noche, pero las pruebas se guardaban en armarios, en la central o en cualquiera de las divisiones, hasta la mañana siguiente.
Me acerqué a la máquina de la pequeña cafetería contigua a Huellas. En la sala había varios letreros en los que se leía: ¿TE HAS LAVADO LAS MANOS? A TI TE DIGO y NO PONGAS EN PELIGRO A TUS COMPAÑEROS; LÁVATE LAS MANOS. La razón era que el personal de la DIC utilizaba veneno, especialmente los de Criminal. Había tanto mercurio, arsénico y cromo en la división que se habían dado casos de personas que habían enfermado con sólo beber en un vaso de papel que hubiera tocado alguien con manos sucias.
Pero ahora la gente era más prudente. Saqué dos vasitos de café y fui a hablar con el oficial de guardia. Estaba de guardia Jackie Levine, con los pies encima de la mesa. Era una mujerona con pantalón torero y peluca naranja. A pesar de su estrafalario aspecto, estaba considerada la mejor especialista del departamento en recogida de huellas. Estaba leyendo un ejemplar de Modern Bride.
—¿Piensas casarte otra vez, Jackie?
—Canastos, no —dijo—. Mi hija...
—¿Con quién se casa?
—Hablemos de cosas más agradables. ¿Es para mí uno de esos cafés?
—Lo siento. Para ti tengo una pregunta. ¿Quién se encarga de las cintas de vídeo?
—¿Cintas de vídeo?
—Por ejemplo, las cintas de las cámaras de vigilancia. ¿Quién las analiza, hace fotos fijas, etcétera?
—No creas que hay mucha demanda de eso —dijo Jackie. Aquí solían hacerlo los de Electrónica, pero creo que lo dejaron. Y ahora los vídeos van a las oficinas de Valley o de Mediar Hall. —Bajó los pies de la mesa y hojeó una guía—. Si quieres, puedes preguntar por Bill Harrelson en Mediar. Pero, si se trata de algo especial, creo que lo damos al JPL o al laboratorio de la Imagen de la Universidad. ¿Quieres los números o prefieres hablar con Harrelson?
Algo en su tono me indicó lo que tenía que hacer.
—Quizá los números.
—Sí, eso haría yo.
Anoté los números y subí a la división. Connor había pasado la cinta y ahora buscaba el punto en el que aparecía en el espejo la cara de Sakamura.
—¿Sí?
—Es Eddie, no cabe duda. —Parecía tranquilo, casi indiferente. Tomó el vasito de café y lo probó—. Terrible.
—Sí, ya lo sé.
—Antes era mejor. —Connor dejó el vasito a un lado, desconectó el vídeo y se desperezó—. Bien, yo diría que hemos trabajado bien. ¿Y si nos fuéramos a dormir? Yo tengo un importante partido de golf a las siete en Sunset Huí.
—De acuerdo —dije. Guardé las cintas en la caja, en la que también puse el vídeo con cuidado.
—¿Qué piensa hacer con esas cintas?
—Guardarlas en el armario de las pruebas.
—Son los originales —dijo Connor—. Y no tenemos duplicados.
—Ya lo sé. Pero no se pueden hacer duplicados hasta mañana por la mañana.
—Exactamente. ¿Por qué no se las lleva?
—¿A casa? —Estaba terminantemente prohibido llevarse pruebas a casa. Era contrario al reglamento. Connor se encogió de hombros.
—Yo no lo dejaría al azar. Llévese las cintas y mañana por la mañana usted mismo se encarga de pedir las copias.
Yo me puse la caja de las cintas debajo del brazo y dije:
—¿No le parece que alguien del Departamento podría...?
—Nada de eso —dijo Connor—. Y se trata de pruebas de importancia capital. No podemos exponernos a que alguien pase junto al armario donde están las pruebas con un potente electroimán mientras nosotros dormimos, ¿verdad?
Finalmente, me llevé las cintas. Al salir encontramos a Ishigura, sentado en el mismo sitio y tan contrito como antes. Connor le dijo algo en rápido japonés. Ishigura se puso en pie, hizo una reverencia y se marchó precipitadamente.
—¿Tan asustado está?
—Sí —dijo Connor.
Ishigura andaba por el pasillo delante de nosotros, de prisa y con la cabeza baja. Parecía casi la caricatura del hombrecillo asustado.
—¿Por qué? —dije—. Ha vivido aquí el tiempo suficiente para saber que, en su caso, la acusación por ocultamiento de pruebas no puede prosperar. Y aún tenemos menos posibilidades de hacer algo contra la «Nakamoto».
—No es eso —dijo Connor—. A él no le preocupa la cuestión judicial. A él le preocupa el escándalo. Porque, si estuviéramos en el Japón, el escándalo sería sonado.
Doblamos la esquina. Ishigura estaba junto a la batería de ascensores, esperando. Nosotros también nos pusimos a esperar. Hubo un momento de tensión. Llegó el primer ascensor e Ishigura se hizo a un lado para dejarnos pasar. Cuando se cerraron las puertas, él estaba en el vestíbulo, haciéndonos una reverencia. El ascensor empezó a bajar.
—En el Japón, él y su compañía estarían acabados.
—¿Por qué?
—Porque en el Japón el escándalo es el arma más corriente para hacer un nuevo reparto de privilegios. Para librarse de un adversario poderoso. Allí es un procedimiento de rutina. Descubres un punto vulnerable y lo filtras a la Prensa o a los investigadores del Gobierno. Inevitablemente, estalla el escándalo y la persona o la organización queda hundida para siempre. Así es como el escándalo Recruit provocó la dimisión del primer ministro Takeshita. Y como los escándalos financieros hicieron caer al primer ministro Tanaka en los años setenta. Es el medio que utilizaron los japoneses hace un par de años para chinchar a la «General Electric».
—¿Chinchar a la «General Electric»?
—Con el escándalo Yokogawa. ¿No ha oído hablar de él? Bien. Es un clásico de la habilidad maniobrera de los japoneses. Hace años, la «General Electric» fabricaba los mejores aparatos de exploración médica del mundo. La «GE» fundo una filial, la «Yokogawa Medical», para comercializar sus aparatos en el Japón. Y la «GE» trabajaba al modo japonés: reduciendo costes por debajo de la competencia para introducirse en el mercado, proporcionando un servicio técnico excelente, obsequiando a los clientes, regalando a posibles compradores pasajes de avión y cheques de viaje. Nosotros lo llamaríamos soborno, pero en el Japón es el procedimiento comercial comente. «Yokogawa» no tardó en convertirse en líder del mercado, situándose por delante de empresas japonesas como «Toshiba». A las empresas japonesas no les gustaba aquello y se quejaban de competencia desleal. Y un día agentes del Gobierno irrumpieron en las oficinas de la «Yokogawa» y encontraron pruebas de los sobornos. Arrestaron a varios empleados de la «Yokogawa» y desprestigiaron a la compañía con el escándalo. Ello afectó a las ventas de la «GE» en el Japón. No importaba que las demás empresas japonesas también ofrecieran sobornos. Casualmente, la empresa descubierta fue la que no era japonesa. Es asombroso cómo ocurren estas cosas.
—¿Tan grave es?
—Los japoneses pueden ser muy duros. Ellos dicen que «los negocios son la guerra» y lo dicen convencidos. Ya sabe usted que el Japón no pierde ocasión de decirnos que sus mercados están abiertos. Pues bien, hubo un tiempo en que el japonés que compraba un coche norteamericano recibía la visita de los inspectores de Hacienda. De modo que muy pronto nadie compró coches norteamericanos. Y los funcionarios se encogen de hombros: ¿qué pueden hacer ellos? Su mercado está abierto: ellos no pueden obligar a la gente a comprar coches americanos. La obstrucción es constante. Cada coche que se importa tiene que ser probado en el muelle, para comprobar que se ajusta a las disposiciones sobre emisión de gases. Los medicamentos extranjeros sólo pueden ser probados en laboratorios japoneses y en ciudadanos japoneses. Antes los esquíes extranjeros estaban prohibidos porque se decía que la nieve japonesa era más húmeda que la europea y la americana. Ésta es la forma en que ellos tratan a otros países; no es de extrañar que les preocupe que puedan pagarles con la misma moneda.
—Entonces, ¿Ishigura espera que haya escándalo porque eso sería lo que ocurriría en el Japón?
—Sí. Él teme que la «Nakamoto» se hunda de la noche a la mañana. Pero dudo que ocurra eso. Lo más probable es que mañana, en Los Ángeles, la gente vaya a lo suyo, como de costumbre.
Llevé a Connor a su apartamento. Cuando se apeaba, le dije:
—Bien, ha sido interesante, capitán. Gracias por dedicarme su tiempo.
—No hay de qué darlas —dijo Connor—. Llámeme si alguna vez necesita ayuda.
—Espero que no tenga el partido de golf muy temprano.
—En realidad, es a las siete, pero a mi edad ya no se necesita dormir mucho. Juego en Sunset Hills.
—¿No es un campo japonés? —La compra del Sunset Hills Country Club era uno de los más recientes agravios sufridos por Los Ángeles. El club de golf West Los Angeles fue adquirido en 1990 por una cifra astronómica: doscientos millones de dólares. En aquel entonces, los nuevos propietarios japoneses dijeron que nada cambiaría. Pero el número de socios norteamericanos iba disminuyendo paulatinamente por un sencillo procedimiento: cuando un norteamericano se daba de baja, su plaza era ofrecida a un japonés. Las plazas de socio del Sunset Hills se vendían por un millón de dólares en Tokio, donde eran consideradas una ganga y había una larga lista de espera.
—Es que juego con japoneses —dijo Connor.
—¿Y juega a menudo?
—Los japoneses, como usted sabe, son unos apasionados del golf. Yo procuro jugar dos veces a la semana. A veces, se entera uno de cosas interesantes. Buenas noches, kohai.
—Buenas noches, capitán.
Me fui a casa.
Cuando entraba en la autopista de Santa Mónica, sonó el teléfono. Era la telefonista de la central.
—Teniente, tenemos una llamada para Servicios Especiales. Oficiales de servicio solicitan la ayuda de un enlace.
—Está bien —suspiré. Ella me dio el número de la unidad móvil.
—Hola, colega.
Era Graham.
—Hola, Tom.
—¿Estás solo?
—Sí. Me voy a casa. ¿Por qué?
—Se me ha ocurrido que en este arresto quizá sea preferible tener a mano al oficial de enlace para casos relacionados con ciudadanos japoneses.
—Creí que querías hacerlo tú solo.
—Sí, pero quizá tú quieras venir a ayudarme. Para que se haga todo en regla.
—¿Es una operación CEL? —Quería decir «cubrirse el culo».
—Eh, ¿quieres ayudarme o no?
—Claro que sí, Tom. Voy para allá.
—Te esperamos.
Eddie Sakamura vivía en una casita situada en una de las calles estrechas y tortuosas de la parte alta de las colinas de Hollywood, encima de la autopista 101. Eran las tres menos cuarto de la madrugada cuando doblé un recodo y vi los dos coches patrulla con las luces apagadas y el sedán color arena de Graham aparcados a un lado. Graham estaba con los agentes, fumando un cigarrillo. Yo tuve que retroceder una docena de metros hasta encontrar un hueco en el que dejar el coche. Luego me acerqué a ellos.
Fuimos hacia la casa de Eddie, construida encima de un garaje situado al nivel de la calle. Era una de esas casas de dos dormitorios, de estuco blanco, construidas en los años cuarenta. Las luces estaban encendidas y se oía cantar a Frank Sinatra.
—No está solo —dijo Graham—. Tiene por lo menos a un par de tías ahí arriba.
—¿Cómo piensas hacerlo? —pregunté.
—Dejaremos aquí a los chicos —respondió Graham—. Les he dicho que no disparen, no te apures. Tú y yo subimos y hacemos el arresto.
Una empinada escalera subía del garaje a la casa.
—De acuerdo. Tú ves por delante y yo iré por detrás.
—Nada de eso, te quiero a mi lado, colega. No es peligroso, ¿verdad?
Vi cruzar ante la ventana la silueta de una mujer. Parecía estar desnuda.
—Creo que no —respondí.
—De acuerdo, pues vamos allá.
Subimos las escaleras en fila india. Frank Sinatra cantaba My Way. Oímos risas de mujer. Parecía haber más de una.
—Joder, ojalá los pillemos con droga.
Pensé que era probable. Cuando llegamos a lo alto de la escalera, nos agachamos para no ser vistos a través de las ventanas. La puerta principal era de estilo español, muy robusta. Graham se paró y yo di unos pasos hacia la parte trasera de la casa donde se veía el resplandor verdoso de las luces de una piscina. Probablemente, había otra puerta que daba a la piscina. Traté de ver dónde estaba.
Graham me dio una palmada en el hombro. Yo retrocedí. Él hizo girar suavemente el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave. Graham sacó su revólver y me miró. Yo saqué la pistola.
Él levantó tres dedos. A la de tres.
Graham abrió la puerta de un puntapié y entró agachándose y gritando:
—¡Quietos, policía! ¡No se muevan! —Antes de entrar en la habitación, oí gritar a las mujeres.
Eran dos, estaban completamente desnudas y corrían por la habitación dando chillidos.
—¡Eddie, Eddie!
Eddie no estaba.
—¿Dónde está Eddie Sakamura? —gritaba Graham—. ¿Dónde está?
La pelirroja se cubrió con un almohadón del sofá.
—¡Fuera de aquí, cerdo! —gritó y arrojó el almohadón a Graham. La otra, una rubia, corrió al dormitorio. Nosotros la seguirnos y la pelirroja nos tiró otro almohadón.
En el dormitorio, la rubia cayó al suelo y dio un alarido de dolor. Graham se inclinó sobre ella con el revólver.
—¡No me mate! —gritó la rubia—. ¡Yo no he hecho nada!
Graham la agarró del tobillo. El cuerpo desnudo se retorcía. La chica estaba histérica.
—¿Dónde ha ido Eddie? —dijo Graham—. ¿Dónde está?
—¡En una reunión! —gritó la muchacha.
—¿Dónde?
—¡En una reunión! —Y, agitando la otra pierna, dio a Graham un puntapié en las bolas.
—¡Oh, Dios! —dijo Graham soltándola. Se sentó pesadamente tosiendo. Yo volví a la sala. La pelirroja llevaba zapatos de tacón alto y nada más.
—¿Dónde está Eddie? —pregunté.
—Cerdos —dijo ella—. Sois unos cerdos de mierda.
Yo me dirigí a la puerta del otro extremo de la habitación. Estaba cerrada con llave. La pelirroja vino corriendo y empezó a darme puñetazos en la espalda.
—¡Déjalo en paz! ¡Déjalo en paz! —Yo trataba de abrir la puerta mientras ella me pegaba. Me pareció oír voces al otro lado.
Al momento, la mole de Graham se proyectó contra la puerta y la madera se astilló. La puerta se abrió. Vi una cocina, iluminada por la luz verde de la piscina. No había nadie. La puerta trasera estaba abierta.
Mierda. Ahora la pelirroja me había saltado a la espalda y me atenazaba la cintura con las piernas. Me tiraba del pelo y gritaba palabras obscenas. Yo giraba sobre mí mismo, tratando de sacudírmela. Era uno de aquellos momentos extraños en los que, en pleno caos, piensas con claridad. Ten cuidado. No le hagas daño, me decía, porque produciría muy mal efecto que una joven tan bonita acabara con una cuantas costillas o un brazo rotos; sería brutalidad policial, a pesar de que ella estaba arrancándome mechones de pelo. Sentí un agudo dolor en una oreja: me había mordido. Entonces me arrojé de espaldas contra la pared y la oí gruñir al quedarse sin aliento. Me soltó.
Vi por la ventana una sombra que bajaba la escalera. Graham también la vio.
—Joder —dijo echando a correr. Yo también hubiera corrido, pero la mujer debió de ponerme la zancadilla porque caí pesadamente al suelo. Cuando me puse en pie oí las sirenas y los motores de los coches patrulla que arrancaban.
Al instante, me encontré bajando las escaleras. Graham me llevaba unos diez metros de ventaja cuando el «Ferrari» de Eddie salió del garaje marcha atrás, hizo chirriar el cambio y se alejó calle abajo zumbando.
Los coches patrulla iniciaron la persecución. Graham corrió hacia su sedán. Ya había arrancado y salido cuando yo aún corría hacia mi coche, que había dejado más abajo. Cuando pasó por mi lado vi su cara, crispada y furiosa.
Yo subí a mi coche y le seguí.
No se puede circular por las colinas a toda velocidad y hablar por teléfono. Ni siquiera lo intenté. Calculé que estaba a medio kilómetro de Graham y que los coches patrulla le llevaban cierta ventaja. Cuando llegué al pie de la colina, al paso elevado de la 101, vi las luces de los coches patrulla que bajaban por la autopista. Tuve que hacer marcha atrás para buscar la entrada situada debajo de Mulholland donde me uní al tráfico que se dirigía hacia el Sur.
Cuando el tráfico empezó a aminorar la marcha, puse la luz en el techo y avancé por el arcén.
Llegué a la pared de hormigón unos treinta segundos después de que el «Ferrari» chocara contra ella a ciento sesenta kilómetros por hora. El depósito debió de explotar con el impacto y las llamas se elevaban a quince metros. El calor era tremendo. Daba la impresión de que el fuego iba a prender en los árboles de la colina. Imposible acercarse al montón de hierros retorcidos.
Con el primer coche-bomba llegaron otros tres coches patrulla. Todo eran sirenas y luces destellantes. Yo aparté el coche para dejar paso a los bomberos y me acerqué a Graham. Estaba fumando. Los bomberos empezaron a rociar de espuma los restos del coche.
—¡Joder, vaya fregado!
—¿Por qué no lo detuvieron los agentes cuando estaba en el garaje?
—Porque yo les dije que no dispararan. Y nosotros no estábamos allí. Ellos estaban tratando de decidir lo que tenían que hacer cuando él se fue. —Sacudió la cabeza—. Vamos a quedar como unos imbéciles en el informe.
—De todos modos, probablemente, sea mejor que no le hayas disparado.
—Probablemente. —Aplastó el cigarrillo.
Los bomberos habían apagado el fuego. El «Ferrari» era una carcasa humeante aplastada contra el hormigón. Se respiraba un olor acre.
—Bien —dijo Graham—. Aquí no hacemos nada. Yo me vuelvo a la casa. A ver si las chicas siguen allí.
—¿Me necesitas?
—No. Vete a casa. Mañana será otro día. Mierda, vamos a estar de papeleo hasta caernos a pedazos. —Me miró vacilando—. ¿Vamos al unísono en esto? ¿En todo lo ocurrido?
—Desde luego.
—No se puede llevar de otro modo —dijo él—. Que yo sepa.
—No —dije—. Son cosas que pasan.
—De acuerdo, colega. Hasta mañana.
—Buenas noches, Tom.
Subimos a los coches.
Yo me fui a casa.
Mrs. Ascanio roncaba ruidosamente en el sofá. Eran las cuatro menos cuarto de la mañana. Crucé de puntillas y me asomé a la habitación de Michelle. Mi hija estaba boca arriba, destapada, con los brazos por encima de la cabeza y los pies asomando por entre los barrotes de la cuna. La tapé y me fui a mi habitación.
El televisor seguía encendido. Lo apagué. Me quité la corbata y me senté en la cama para descalzarme. De pronto, me di cuenta de lo cansado que estaba. Tiré la americana y el pantalón encima del televisor. Me tumbé de espaldas, pensando en quitarme la camisa. La sentía húmeda y mugrienta. Cerré los ojos un momento y apoyé la cabeza en la almohada. Entonces sentí pellizcos y tirones en los párpados. Oí un gorjeo y durante un momento de horror, pensé que los pájaros me picoteaban los ojos.
Entonces oí una voz que decía:
—Abre los ojos, papá. Abre los ojos. —Y comprendí que era mi hija que trataba de abrirme los ojos con sus deditos.
—Uuuuh —hice. Vislumbré luz de día, di media vuelta y hundí la cara en la almohada.
—¿Papá? Abre los ojos. Abre los ojos, papá.
—Papá ha vuelto muy tarde —dije—. Papá está cansado.
Ella no me hizo caso.
—Papá, abre los ojos. ¿Abres los ojos, papá? Papá, abre los ojos.
Yo sabía que ella seguiría repitiendo lo mismo una vez y otra hasta que yo me volviera loco o abriera los ojos. Me puse boca arriba y tosí.
—Papá aún está cansado, Shelly. Ves a ver qué hace Mrs. Ascenio.
—Papá, abre los ojos.
—¿Por qué no dejas dormir un poco más a papá? Esta mañana, papá quiere dormir un poco más.
—Es de día, papá. Abre los ojos. Abre los ojos.
Abrí los ojos. Tenía razón la niña.
Era de día.
Qué diantre.
SEGUNDO DÍA
—Come los buñuelos.
—No quiero más.
—Otro bocadito, Shelly. —Por la ventana de la cocina entraba el sol. Bostecé. Eran las siete de la mañana.
—¿Hoy viene mamá?
—No cambies de conversación. Anda, Shel, otro bocadito, por favor.
Estábamos sentados a su mesita, en el rincón de la cocina. Hay días en que no quiere comer en la mesa grande y, en la pequeña, consigo que coma. Pero aquel día no tenía suerte. Michelle me miraba sin pestañear.
—¿Hoy viene mamá?
—Creo que sí, pero no estoy seguro. —No quería desilusionarla—. Estamos esperando que nos llame.
—¿Se va otra vez fuera de la ciudad?
—Quizá. —Me hubiera gustado saber qué significaba para una criatura de dos años «irse fuera de la ciudad», qué imagen le sugería.
—¿Se va con el tío Rick?
¿Y quién es el tío Rick? Yo sostenía el tenedor delante de su cara.
—No lo sé, Shel. Anda, abre la boca. Otro bocado.
—El tío Rick tiene coche nuevo —dijo Michelle moviendo la cabeza con el gesto solemne que ponía cuando me daba una noticia importante.
—¿De verdad?
—Aja. Un coche negro.
—Pues qué bien. ¿Y qué coche es?
—Sedes.
—¿Un Sedes?
—No. Sedes.
—¿Mercedes?
—Aja. Negro.
—Qué bien.
—¿Cuándo viene mamá?
—Otro bocadito, Shel.
Abrió la boca y yo le acerqué el tenedor. En el último instante, volvió la cara con los labios fruncidos.
—No, papá.
—Está bien. Dejémoslo.
—Es que no tengo hambre, papá.
—Ya lo veo.
Mrs. Ascenio estaba recogiendo la cocina antes de volver a su apartamento. Faltaban quince minutos para que llegara Elaine, la asistenta, que llevaría a Michelle a la guardería. Todavía tenía que vestirla. Acababa de dejar los buñuelos en el fregadero cuando sonó el teléfono. Era Ellen Farley, la encargada de Prensa del alcalde.
—¿Estás mirando?
—¿Mirando qué?
—Las noticias. Canal Siete. Están dando el accidente.
—¿Lo están dando?
—Llámame luego —dijo ella.
Entré en el dormitorio y conecté el televisor. Una voz decía:
«—... informan de una persecución a gran velocidad por la autopista de Hollywood en dirección al Sur, que acabó cuando el sospechoso estrelló su «Ferrari» contra el viaducto de Vine Street, cerca de Hollywood Bowl. Testigos presenciales dicen que el coche chocó contra la pared de hormigón a más de ciento sesenta kilómetros por hora y que se incendió en el acto. Los coches de bomberos acudieron inmediatamente al lugar del siniestro, pero no hubo supervivientes. El cuerpo del conductor estaba calcinado y hasta los lentes se fundieron. El detective Thomas Graham, que había ordenado la persecución, dijo que el conductor, Mr. Edward Sakamura, estaba reclamado en relación con el supuesto asesinato de una mujer ocurrido en un edificio del centro. Pero hoy amistades de Mr. Sakamura expresaron incredulidad ante esta acusación y aseguraron que las tácticas intimidatorias de la Policía infundieron pánico en el sospechoso induciéndole a huir. Se han formulado quejas de que el incidente tuvo motivación racial. No está claro si la Policía tenía el propósito de acusar del asesinato a Mr. Sakamura y ciertos observadores apuntan que ésta es la tercera persecución a gran velocidad que se ha hecho por la autopista 101 en las dos últimas semanas. La prudencia de tales persecuciones se puso en tela de juicio cuando una mujer de Compton resultó muerta en el curso de una de ellas en enero último. No hemos podido ponernos en contacto con el detective Graham ni con su ayudante, el teniente Peter Smith, y esperamos información acerca de si van a ser sancionados o suspendidos por el Departamento.»
Hostia.
—Papá...
—Un momento, Shel.
La pantalla mostraba cómo los restos retorcidos y humeantes del coche eran cargados en el camión parado en el arcén. La pared de hormigón había quedado tiznada.
La imagen volvió al estudio, donde la presentadora dijo mirando a la cámara:
—La «KNBC» ha sabido que dos oficiales de Policía se entrevistaron con Mr. Sakamura unas horas antes, en relación con este caso, pero no lo arrestaron. El capitán John Connor y el teniente Smith pueden ser sometidos a expediente disciplinario por el Departamento, puesto que existen dudas acerca de posibles violaciones del procedimiento. Ahora bien, la buena noticia es que en la 101 se han terminado los atascos en dirección Sur. Te paso conexión, Bob.
Yo miraba al televisor, helado. ¿Expediente disciplinario?
Sonó el teléfono. Era otra vez Ellen Farley.
—¿Te has enterado de todo?
—Sí. Y no puedo creerlo. ¿De qué va la cosa, Ellen?
—Nada de eso ha salido de la oficina del alcalde, si es lo que preguntas. Pero la comunidad japonesa ya estaba descontenta de Graham antes. Opinan que es racista. Parece que ahora les ha dado la razón.
—Yo estaba allí y Graham actuó correctamente.
—Sí, ya sé que estabas allí, Pete. Francamente, es lamentable. No quiero que te midan a ti con el mismo rasero.
—Graham actuó correctamente.
—¿Me has oído, Pete?
—¿Qué es eso de la suspensión y del expediente disciplinario?
—Primera noticia —dijo Ellen—. Pero eso tiene que haber salido de tu propio departamento. A propósito, ¿es verdad? ¿Hablasteis tú y Connor con Sakamura anoche?
—Sí.
—¿Y no lo arrestasteis?
—No; cuando hablarnos con él no teníamos pruebas. No las tuvimos hasta después.
—¿Crees realmente que él pudo cometer el asesinato?
—Me consta que lo cometió. Lo tenemos grabado en cinta.
—¿Grabado en cinta? ¿Lo dices en serio?
—Sí. Tenemos el asesinato grabado en vídeo por una de las cámaras de seguridad de la «Nakamoto».
Ella no decía nada.
—¿Ellen?
—Escucha lo que voy a decirte. Extraoficialmente, ¿de acuerdo?
—Desde luego.
—No sé lo que está pasando, Pete. Hay cosas que no entiendo.
—¿Por qué anoche no me dijiste quién era la chica?
—Lo siento. Pero había en juego muchas cosas.
—Ellen...
Silencio y luego:
—Pete, esa muchacha salía mucho, conocía a mucha gente.
—¿Conocía al alcalde?
Silencio.
—¿Le conocía bien?
—Mira, digamos que era una muchacha muy bonita y que se relacionaba con mucha gente de esta ciudad. Personalmente, yo la consideraba desequilibrada, pero era atractiva y tenía un gancho impresionante. Hubieras tenido que verlo. Ahora hay mucha carne en el asador. ¿Y has visto el Times?
—No.
—Echa un vistazo. Si quieres que te diga lo que pienso, vas a tener que ir con muchísimo tiento durante un par de días. Con pies de plomo. Siempre con el libro en la mano. Y vigila a tu espalda, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Gracias, Ellen.
—No me des las gracias. No te he llamado. —Su voz se suavizó—. Ten mucho cuidado, Peter.
Oí la señal de marcar.
—¿Papá?
—Un momento, Shel.
—¿Puedo ver los dibujos?
—Pues claro, cariño.
Le busqué una cadena de dibujos animados y salí a la sala de estar. Abrí la puerta y recogí el Times del felpudo. Me llevó un rato encontrar la noticia. Estaba en la última página de la sección local.
ACUSACIONES DE RACISMO POLICIAL EMPAÑAN FIESTA JAPONESA
Leí por encima el primer párrafo. Directivos japoneses de la «Nakamoto Corporation» se quejaban de la «ruda y desconsiderada» conducta de la Policía que, según ellos, puso una nota negativa en la fiesta de inauguración de su nuevo rascacielos de Figueroa, a la que asistieron relevantes personalidades y grandes estrellas del mundo del espectáculo. Por lo menos uno de los directivos de «Nakamoto» expresó la opinión de que la actuación de la Policía estuvo «determinada por motivos raciales». Un portavoz de la empresa dijo: «No creemos que el Departamento de Policía de Los Ángeles hubiera procedido de este modo, de no tratarse de una empresa japonesa. Nos duele que la actuación de la Policía ponga de manifiesto la aplicación por las autoridades de un patrón de conducta diferente para los japoneses.» Mr. Hiroshi Ogura, presidente del Consejo de la «Nakamoto», asistió a la fiesta en la que también estaban presentes personajes como Madonna y Tom Cruise, pero no hizo comentarios sobre el incidente. Un portavoz manifestó: «Mr. Ogura deplora que la hostilidad de las autoridades haya empañado este acto. Lamenta profundamente el desagradable hecho acaecido.»
Según observadores, el alcalde Thomas envió a un miembro de su oficina a hablar con la Policía, pero infructuosamente. La Policía no modificó su conducta, a pesar de la presencia del teniente Peter Smith, oficial de enlace para asuntos relacionados con ciudadanos japoneses, cuya tarea consiste en limar asperezas en las situaciones delicadas...
Etcétera.
Tenías que leer cuatro párrafos para enterarte de que se había cometido un asesinato. Este detalle parecía insignificante.
Miré el titular. La noticia era de la agencia local, es decir, no estaba firmada.
Me indigné tanto como para llamar a Kenny Shubik, mi antiguo contacto en el Times. Ken era el principal reportero de Local. Trabajaba en el periódico desde siempre y estaba enterado de todo lo que ocurría. Como no eran más que las ocho, lo llamé a su casa.
—Ken. Pete Smith.
—Hola. Me alegro de que te dieran mi recado.
En el fondo se oía una voz que parecía de una adolescente.
—Vamos ya, papá. ¿Se puede saber por qué no puedo ir?
—Jennifer, déjame hablar por teléfono un momento.
—¿Qué recado? —dije.
—Te llamé anoche, porque me pareció que tenías que saberlo inmediatamente. Está claro que él actúa basándose en un soplo. ¿Tienes idea de lo que hay detrás?
—¿Detrás de qué? —No sabía de qué me hablaba—. Lo siento, Ken, pero no me dieron tu recado.
—¿No? Te llamé a eso de las once y media de la noche. La telefonista dijo que habías salido para un asunto del servicio, pero que tenías teléfono en el coche. Le dije que era importante y que podías llamarme a casa. Porque estaba seguro de que te interesaría saberlo.
La niña decía:
—Vamos, papá... Tengo que decidir qué me pongo.
—Puñeta, Jennifer. ¿Quieres callarte? —Y a mí—: Tienes una hija, ¿verdad?
—Sí, pero sólo tiene dos años.
—Pues espera y verás —dijo Ken—. Oye, Pete. ¿De verdad no te dieron mi recado?
—Yo te llamo por otra cosa. La noticia que publicáis en el periódico de esta mañana.
—¿Qué noticia?
—La de «Nakamoto», página ocho. La de la actuación «ruda y desconsiderada» de la Policía en la fiesta de inauguración.
—Jo, no creí que en la edición de hoy se hablara de la «Nakamoto». Jodie fue a cubrir la fiesta, pero no saldrá hasta mañana. Y es que ya sabes lo que ocurre, el Japón atrae a los glitterati y ayer Jeff no tenía espacio en Local.
Jeff era el redactor-jefe de Local.
—En la edición de esta mañana viene la noticia del asesinato.
—¿Qué asesinato? —Su voz tenía un tono extraño.
—Anoche en la «Nakamoto» se cometió un asesinato. A eso de las ocho y media. Una de las invitadas fue asesinada.
Ken, al otro extremo del hilo, guardaba silencio, mientras se hacía una composición de lugar. Finalmente, preguntó.
—¿Tú interviniste?
—Homicidios me llamó. Soy oficial de enlace con los japoneses.
—Hum —exclamó Ken—. Mira, deja que llegue a mi mesa, a ver qué puedo averiguar. Llámame dentro de una hora. Y dame tus números, para que pueda llamarte directamente.
—De acuerdo.
Ken carraspeó.
—Dime, Pete, «entre tú y yo», ¿tienes algún problema?
—¿Como por ejemplo?
—Un problema de tipo moral, o de cuenta bancaria. Discrepancias entre ingresos reales y declarados... algo que yo tenga que saber como amigo tuyo.
—No.
—No necesito detalles. Pero si hay algo irregular...
—Nada, Ken.
—Porque, si tengo que salir en defensa tuya, no quiero encontrarme con que he pisado una plasta.
—Ken, ¿qué ocurre?
—No puedo entrar en detalles ahora. Pero en resumen puedo decirte que alguien trata de joderte por el culo.
—Papá, eso es una guarrada.
—Tú no tendrías que estar ahí escuchando. ¿Pete?
—Sí; estoy aquí.
—Llámame dentro de una hora.
—Eres un amigo, Ken. Estoy en deuda contigo.
—Y que lo digas.
Ken colgó el teléfono.
Miré mi apartamento. Todo parecía estar lo mismo que antes. Aún entraba sol en la habitación. Michelle estaba sentada en su butaca favorita, mirando la tele y chupándose el pulgar. Pero, en cierto modo, todo parecía haber cambiado. Era horripilante. Como si el mundo hubiera dado un vuelco.
Pero yo tenía cosas que hacer. Se hacía tarde y había que vestir a la niña antes de que llegara Elaine para llevarla a la guardería. Así se lo dije. Ella se echó a llorar. Entonces apagué el televisor y ella se tiró al suelo y empezó a chillar y patalear.
—¡No, papá! ¡Los dibujos, papá!
La levanté del suelo, me la puse debajo del brazo y la llevé al dormitorio. Berreaba a pleno pulmón. Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era la telefonista de la división.
—Buenos días, teniente. Mensajes para usted.
—Déjame buscar un lápiz —dije. Puse a Michelle en el suelo y ella arreció en sus berridos—. ¿Por qué no vas a escoger los zapatos que quieres llevar hoy?
—Suena como si tuviera ahí un caso de asesinato —dijo la telefonista.
—No quiere que la vista para ir al colegio.
Michelle me tiraba del pantalón.
—No, papá. Colegio no, papá.
—Colegio sí —dije con firmeza. Ella aulló—. Ya puede decir. ..
—Bien. A las once cuarenta y uno le llamó un tal Ken Subotik o Subotnik, del L. A. Times. Que haga el favor de llamarle. El recado dice así: «La Comadreja está investigándote.» Dijo que usted ya sabe lo que significa. Puede llamarle a su casa. ¿Tiene el número?
—Sí.
—Bien. A la una cuarenta y dos de la madrugada, le llamó un tal Mr. Eddie Saka... parece que pone Sakamura. Dijo que era urgente, que lo llamara a su casa, 555-8434. Sobre la cinta desaparecida. ¿Lo tiene?
Mierda.
—¿A qué hora se recibió la llamada?
—A la una cuarenta y dos. Fue pasada al Hospital del Condado y, al parecer, la centralita no pudo localizarle. ¿Estaban en el depósito?
—Sí.
—Lo siento, teniente, pero cuando está fuera de su coche, tenemos que servirnos de intermediarios.
—Está bien. ¿Algo más?
—A las seis cuarenta y tres, el capitán Connor dejó el número de un móvil para que le llame usted. Dijo que esta mañana juega al golf.
—De acuerdo.
—Y a las siete y diez recibió una llamada de Robert Woodson, de la oficina del senador Morton. El senador desea hablar con usted y con el capitán Connor a la una en el Country Club de Los Ángeles. Dice que le llamen para confirmar que van. Le he llamado antes pero comunicaba usted. ¿Llamará al senador?
Dije que sí y pedí a la telefonista que diera aviso al club de golf para que Connor me llamara al coche.
Oí abrirse la puerta. Entró Elaine.
—Buenos días —dijo.
—Lo siento, pero Shelly todavía no está vestida.
—No importa, yo la vestiré. ¿A qué hora viene a recogerla Mrs. Davies?
—Ya nos avisará.
Elaine había oído muchas veces la misma respuesta.
—Ven conmigo, Michelle. Elegiremos qué vestido llevarás hoy. Ya es hora de ir al colegio.
Miré el reloj. Iba a servirme otra taza de café cuando sonó el teléfono.
—El teniente Peter Smith, por favor.
Era Jim Olson, el adjunto del jefe.
—Hola, Jim.
—Buenos días, Pete. —Parecía afable. Pero Jim Olson nunca llamaba a nadie antes de las diez de la mañana, a no ser que hubiera un grave problema—. Da la impresión de que hemos agarrado por la cola una serpiente de cascabel. ¿Has visto los periódicos?
—Sí.
—¿Y el telediario?
—Parte.
—El jefe me ha pedido que haga control de daños. Pero, antes de hacer una recomendación, he querido recoger vuestra versión. ¿Me sigues?
—Te sigo.
—Acabo de hablar con Tom Graham. Reconoce que lo de anoche fue una chapuza de campeonato. Nadie se cubrió de gloria.
—Me temo que no.
—Dos mujeres desnudas tuvieron en jaque a dos robustos policías e impidieron el arresto del sospechoso, ¿no es así?
Parecía ridículo.
—Hubieras tenido que estar allí, Jim.
—Aja. Por lo menos, de una cosa podemos felicitarnos. He comprobado si se siguió el procedimiento de persecución correcto. Al parecer, así es. Tenemos registros de los ordenadores y grabaciones de la radio y todo es correcto. Gracias a Dios. Ni siquiera una palabrota. Si las cosas se ponen peor, podríamos incluso dar las grabaciones a la Prensa. De modo que por ahí estamos cubiertos. Pero es una lástima que Sakamura haya muerto.
—Sí.
—Graham volvió a la casa, para interrogar a las mujeres, pero ya no estaban.
—Comprendo.
—Con las prisas, ¿a nadie se le ocurrió preguntarles el nombre?
—Lo siento, no.
—Eso significa que no tenemos testigos de lo que ocurrió en la casa. De modo que por ahí estamos un poco vulnerables.
—Aja.
—Esta mañana extraen el cuerpo de Sakamura del coche para enviarlo al depósito. Dice Graham que, por él, el caso está cerrado. Tengo entendido que hay cintas de vídeo que demuestran que Sakamura mató a la muchacha. Graham dice que por él se puede archivar el caso. ¿También tú lo ves así? ¿Está cerrado?
—Creo que sí, Jim. Seguro.
—Entonces vamos a cerrarlo. La comunidad japonesa considera que la investigación acerca de la «Nakamoto» es irritante y ofensiva. No quieren que se prolongue más de lo indispensable. De modo que, si podemos darla por terminada, será un alivio.
—Por mí no hay inconveniente —dije—. Démosla por terminada.
—Muy bien, Pete —dijo Jim—. Hablaré con el jefe para ver si podernos evitar cualquier medida disciplinaria.
—Gracias, Jim.
—Procura no preocuparte. Yo no creo que haya lugar a medidas disciplinarias. Por lo menos, mientras el vídeo demuestre que lo hizo Sakamura.
—Lo demuestra.
—A propósito de esos vídeos. He mandado a Marty a buscarlos al armario de pruebas. Dice que no los encuentra.
Aspiré profundamente.
—Los tengo yo —dije.
—¿No los pusiste en el armario de pruebas?
—No; quería sacar copias.
Jim tosió.
—Peter, hubiera preferido que te atuvieras a las normas.
—Yo quería sacar copias.
—Verás lo que vamos a hacer —dijo Jim—. Saca las copias y tráeme los originales antes de las diez. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Se puede tardar hasta entonces en localizar material en el armario de pruebas. Ya sabes lo que ocurre a veces.
Estaba diciéndome que me cubriría.
—Gracias, Jim.
—No me des las gracias, porque yo no hago nada —dijo—. Que yo sepa, se ha seguido el procedimiento.
—Bien.
—Entre tú y yo: date prisa. Yo puedo defender el fuerte durante un par de horas. Pero aquí ocurre algo raro. No sé de dónde viene exactamente. De modo que hazlo cuanto antes, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Jim. Ahora mismo me ocupo de eso.
Colgué el teléfono y fui a sacar las copias.
Pasadena parecía una ciudad situada en el fondo de un vaso de leche agria. El Jet Propulsión Laboratory se encontraba en las afueras de la ciudad, al pie de las colinas, cerca del Rose Bowl. Pero ni a las ocho y media de la mañana se veían las montañas, con aquella bruma amarillenta.
Yo, con la caja de las cintas debajo del brazo, enseñé la placa, firmé en la hoja de visitas del guardia y juré que era ciudadano norteamericano. El guardia me indicó el edificio principal, al otro lado de un patio interior.
Durante décadas, el Jet Propulsión Laboratory había sido el centro de mando de las sondas espaciales norteamericanas que hacían fotografías de Júpiter y los anillos de Saturno y las enviaban a la Tierra en forma de imágenes de vídeo. El JPL era el lugar en el que se había inventado el moderno proceso de imágenes de vídeo. Si en algún sitio podían copiarse las cintas era allí. Mary Jane Kelleher, la secretaria de Prensa, me acompañó al tercer piso, íbamos por un pasillo verde tilo, pasando por delante de puertas de despachos vacíos. Yo lo comenté.
—Es verdad —asintió ella—. Últimamente hemos perdido a gente muy buena.
—¿A dónde va la gente?
—La mayoría, a la industria. Siempre se habían marchado; antes se iban a la «IBM» de Armok o a los laboratorios de la «Bell» en Nueva Jersey. Pero ahora esos laboratorios ya no disponen de los mejores equipos y subvenciones. Ahora se van a laboratorios de investigación japoneses como «Hitachi» en Long Beach, «Sanyo» en Torrance o «Canon» en Inglewood. Están contratando a muchos investigadores norteamericanos.
—¿Y al JPL no le preocupa eso?
—Desde luego —dijo ella—. Todo el mundo sabe que el mejor vehículo para transferir tecnología es el cerebro humano. Pero, ¿qué podemos hacer? —Se encogió de hombros—. Los investigadores quieren investigar. Y Norteamérica ya no investiga tanto. Los presupuestos son cada vez más cortos. Así que es mejor trabajar para los japoneses. Ellos pagan bien y profesan un auténtico respeto a la investigación. Si necesitas un aparato, te lo dan. Por lo menos, es lo que dicen mis amigos. Ya hemos llegado.
Me introdujo en un laboratorio abarrotado de material de vídeo. Había cajas negras amontonadas en estanterías y mesas metálicas, cables que se retorcían por el suelo y profusión de monitores y pantallas. En medio de todo ello, vi a un hombre con barba, de unos treinta y cinco años, llamado Kevin Howzer. En su monitor tenía la imagen de un mecanismo de transmisión, en la que se iban alternando los colores del arco iris. Encima de la mesa había latas de «Coke» y envoltorios de caramelo: había trabajado toda la noche.
—Kevin, el teniente Smith, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Necesita copiar unas cintas de vídeo especiales.
—¿Sólo copiar? —Howzer parecía decepcionado—. ¿No desea que se les haga algo?
—No, Kevin —dijo ella.
—No hay inconveniente.
Entregué a Howzer una de las cáseles. Él le dio la vuelta y se encogió de hombros.
—Parece un carrete normal de ocho milímetros. ¿Qué contiene?
—Imágenes de TV japonesa de alta definición.
—¿Señal de AD?
—Eso creo.
—No debería haber dificultad. ¿Trae el aparato?
—Sí. —Saqué el vídeo de la caja y se lo di.
—Vaya, qué monadas hacen, ¿eh? Es una preciosidad. —Kevin examinó los mandos—. Sí, es alta definición. Se puede hacer. —Dio la vuelta al aparato y miró fijamente las clavijas de la parte posterior. Frunció el entrecejo. Acercó la luz de sobremesa y abrió el estuche de plástico de la casete, dejando la cinta al descubierto. Tenía una leve pátina plateada—. ¿Esto... es algo oficial?
—Sí.
Me devolvió la cinta.
—Lo siento. No puedo copiarla.
—¿Por qué no?
—¿Ve ese tono plateado? Es cinta de metal evaporado. Muy alta densidad. Supongo que el formato tiene compresión y descompresión de tiempo real en la misma caja. No puedo sacarle copia porque no dispongo de formatos equivalentes, es decir, no puedo garantizar que la señal que yo obtenga sea legible. Puedo hacerle una copia, pero no puedo estar seguro de que sea una copia exacta, porque no tengo los mismos formatos. De manera que si es un asunto criminal... y supongo que debe de serlo, tendrá que llevarlo a otro sitio para que se lo copien.
—¿Adonde, por ejemplo?
—Si es el nuevo formato patentado D4, el único sitio es la «Hamaguri».
—¿«Hamaguri»?
—Es un laboratorio de investigación de Glendale, de las Industrias Kaikatsu. Allí tienen todo el material de vídeo que se conoce.
—¿Cree que me ayudarán?
—¿A sacar copias? Desde luego. Conozco a uno de los directores del laboratorio, Jim Donaldson. Si quiere, puedo llamarle por teléfono.
—Se lo agradecería.
—No faltaba más.
El Instituto de Investigación Hamaguri era un edificio de cristal de espejo situado en el polígono industrial del norte de Glendale. Yo llevé la caja al vestíbulo. Detrás del estilizado mostrador de recepción, se veía un atrio en el centro del edificio rodeado de laboratorios con tabiques de vidrio ahumado.
Pregunté por el doctor Jim Donaldson y me senté en el vestíbulo. Mientras esperaba, llegaron dos hombres con traje completo, saludaron a la recepcionista con un familiar movimiento de cabeza y se sentaron a mi lado en el sofá. Sin reparar en mí, desdoblaron unos folletos en la mesa de centro.
—Mira —dijo uno—, lo que te decía: esto, para broche final. El colofón.
Miré el folleto y vi un prado florido y montañas nevadas al fondo. El hombre que había hablado golpeó las fotos con el dedo.
—Quiero decir que son las Rocosas, tú, la verdadera América. Déjame hacer a mí, eso es lo que les tienta. Y es una propiedad de narices.
—¿Cuánto dices que tiene?
—Ciento treinta mil acres. El trozo de Montana más grande que está disponible. Veinte kilómetros por diez de tierra ganadera, lindando con las Rocosas. Tiene el tamaño de un parque nacional. Posee grandeza, dimensión, envergadura. Y muy buena calidad. Es perfecta para un consorcio japonés.
—¿Han dicho algo de precio?
—Todavía no. Pero los rancheros están en una situación difícil. Ahora es legal que los extranjeros exporten carne a Tokio, y en el Japón la carne se paga a veinte y veintidós dólares el kilo. Pero en el Japón nadie compraría buey norteamericano. La carne de buey que les envíen los americanos se pudrirá en el puerto. Pero, si venden su rancho a los japoneses, entonces sí se puede exportar carne. Porque los japoneses la comprarán a un rancho de propiedad japonesa. Los japoneses no tendrán inconveniente en hacer negocios con otros japoneses. En Montana y en Wyoming se han vendido muchos ranchos. Los otros rancheros ven cabalgar por el campo a cowboys japoneses. Ven que los otros ranchos introducen mejoras, reconstruyen los establos, modernizan las instalaciones y todas esas cosas. Y es que los otros ranchos venden la carne al Japón a buen precio. Y los propietarios americanos no son tontos. Ellos saben lo que se avecina. Saben que no pueden competir. Y venden.
—¿Y qué hacen entonces los americanos?
—Se quedan a trabajar para los japoneses. No existe la menor dificultad. Los japoneses necesitan que les enseñen a llevar un rancho. Y a toda la gente del rancho se le aumenta el sueldo. Los japoneses son muy considerados con los sentimientos de los norteamericanos. Son gente muy sensible.
—Eso ya lo sé —dijo el otro hombre—. Pero no me gusta. El plan no me gusta nada.
—Está bien, Ted. ¿Y qué quieres hacer? ¿Escribir a tu diputado? Si todos trabajan para los japoneses. ¡Qué carajo, si los japoneses explotan esos ranchos con subsidios del Gobierno norteamericano! —El primer hombre retorcía una cadena de oro que llevaba en la muñeca. Se acercó al otro—. Mira, Ted, no nos pongamos tan morales. Porque no puedo permitírmelo. Ni tú tampoco. Estamos hablando de una comisión del cuatro por ciento sobre una operación de setecientos millones, pagaderos en cinco años. Vamos a no perderlo de vista, ¿quieres? Tú personalmente te llevarás dos millones cuatrocientos mil sólo el primer año. Y son cinco años, ¿recuerdas?
—Ya lo sé, pero me preocupa.
—Mira, Ted, yo pienso que cuando cerremos la operación se habrán terminado tus preocupaciones. Pero tenemos que atender un par de detalles... —En esto parecieron darse cuenta de que yo escuchaba. Se levantaron y se apartaron de mí. Yo oí al primer hombre decir algo acerca de «garantías de que el Estado de Montana apoya y autoriza...», mientras el otro asentía lentamente. El primero le dio un golpecito en el hombro, para animarlo.
—¿Teniente Smith?
Al lado de mi butaca había una mujer.
—¿Sí?
—Soy Kriste, la ayudante del doctor Donaldson. Nos ha llamado Kevin del JPL para anunciarnos su visita. ¿Es algo relacionado con unas cintas?
—Sí. Necesito sacar una copia.
—Siento no haber estado aquí cuando llamó Kevin. Tomó el recado una de las secretarias que no estaba al corriente de la situación.
—¿Existe algún inconveniente?
—Desgraciadamente, el doctor Donaldson no está. Tiene que dar una conferencia esta mañana.
—Ya.
—Y, no estando él en el laboratorio, nos resulta muy difícil...
—Sólo se trata de copiar unas cintas. Quizá pueda ayudarme otra persona.
—Normalmente, sí; pero hoy no es posible.
La muralla japonesa. De cortesía, pero muralla. Suspiré. Probablemente, había sido un iluso al pensar que un instituto de investigación japonés me ayudaría. Incluso en algo tan sencillo como copiar unas cintas.
—Comprendo.
—Es que esta mañana no queda nadie en el laboratorio. Todos estuvieron trabajando por la noche en una cosa urgente y supongo que se quedarían hasta las tantas. Por eso la gente llega hoy tan tarde. Y eso es lo que la muchacha que tomó el recado no sabía. La gente llega tarde. De modo que no sabría qué decirle.
Hice un último intento.
—Como usted sabe, trabajo para el jefe de Policía. Éste es el segundo sitio en el que pruebo esta mañana. Y él me presiona para que consiga el duplicado lo antes posible.
—Me gustaría ayudarle. Sé que al doctor Donaldson le encantaría. Ya hemos hecho trabajos especiales para la Policía antes. Y estoy segura de que podemos sacar duplicados de cualquier material que usted tenga. Quizá más tarde. O si quiere dejarlo...
—Lo siento, pero no puedo dejárselo.
—Desde luego. Es natural. Comprendo. En fin, lo siento mucho, teniente. Quizá si vuelve más tarde... —Se encogió de hombros ligeramente.
—Probablemente no pueda volver. Mala suerte que todo el mundo haya tenido que trabajar esta noche.
—Sí, es algo excepcional.
—¿Qué pasó? ¿Algún problema de investigación?
—En realidad, no lo sé. Nuestro laboratorio es tan versátil que a veces nos piden cosas realmente fuera de lo normal. Un anuncio de televisión que precisa un efecto especial o cosas por el estilo. Nosotros intervinimos en el vídeo de Michael Jackson para «Sony». A veces, se trata de restaurar cinta destruida. Ya sabe, reconstruir la señal. Pero no sé qué fue lo de anoche. Sólo sé que debió de dar mucho trabajo. Hubo que trabajar en una veintena de cintas. Y con mucha urgencia. Tengo entendido que no terminaron hasta después de medianoche.
No es posible, pensé.
Traté de imaginar qué haría Connor, cómo manejaría él la situación. Decidí que merecía la pena dar un palo de ciego.
—Desde luego, la «Nakamoto» estará muy agradecida por su trabajo.
—Oh, sí. Porque quedó muy bien. Estaban muy contentos.
—Dijo usted que Mr. Donaldson daba una conferencia...
—El doctor Donaldson, sí.
—¿Dónde es?
—En un seminario de formación de mandos en el hotel «Bonaventure». Técnicas de dirección en la investigación. Debe de estar muy cansado esta mañana; pero es muy buen orador.
—Gracias. —Le di la tarjeta—. Ha sido usted muy amable. Si se le ocurre algo, o puedo serle útil en algo, llámeme.
—Está bien. —Miró la tarjeta—. Gracias.
Di media vuelta para marcharme. Cuando yo salía, bajó en el ascensor un muchacho norteamericano de veintitantos años, con un traje de «Armani» y el aire presumido de un «master» en Administración de Empresas que lee revistas de moda. Se acercó a los dos hombres y dijo:
—Mr. Nakagawa les espera.
Los hombres se levantaron de un salto, recogieron sus relucientes fotografías y folletos y siguieron al muchacho que se dirigía al ascensor con paso tranquilo y mesurado. Yo salí al smog.
En el letrero del vestíbulo se leía: TRABAJO CONJUNTO: ESTILOS DE DIRECCIÓN JAPONÉS Y NORTEAMERICANO. Dentro de la sala de conferencias, se celebraba uno de esos crepusculares seminarios de técnicas empresariales en los que hombres y mujeres sentados a largas mesas cubiertas de tapete gris toman apuntes en la semipenumbra mientras el conferenciante habla en el podio con voz monótona.
Yo me había quedado de pie delante de una mesa en la que se veían las tarjetas de identificación de los rezagados. Una mujer con gafas se me acercó y me preguntó:
—¿Está inscrito? ¿Le han dado la carpeta?
Me volví ligeramente y le mostré la placa.
—Deseo hablar con el doctor Donaldson.
—Es nuestro siguiente orador. Tiene que hablar dentro de siete u ocho minutos. ¿No podría ayudarle otra persona?
—Sólo será un momento.
Ella vacilaba.
—Es que queda tan poco tiempo...
—Entonces vale más que se dé usted prisa.
Me miró como si la hubiera abofeteado. No sé qué esperaría. Yo era oficial de Policía y preguntaba por una persona. ¿Imaginaba que me conformaría con un sustituto? El joven maniquí del traje de «Armani» me había puesto de mal humor. Con qué suficiencia precedía a los dos corredores de fincas. ¿Por qué se creía tan importante aquel mozo? Por muy «master» en Administración de Empresas que fuera, hacía de conserje de su jefe japonés.
Seguí con la mirada a la mujer que andaba alrededor de la sala de conferencias, en dirección a un estrado en el que había cuatro hombres esperando turno para hablar. El auditorio seguía tomando apuntes mientras el hombre de pelo pajizo que hablaba desde el podio decía:
—... En la empresa japonesa hay sitio para los extranjeros. No en la cúspide, desde luego, tal vez ni siquiera en los cuadros superiores. Pero hay sitio. Deben ustedes considerar que el lugar que como extranjeros ocupan en una empresa japonesa es importante, que son ustedes respetados y que tienen su labor. Por ser extranjeros, quizá tengan que vencer ciertos obstáculos, pero pueden hacerlo. Y, si recuerdan que en todo momento deben saber cuál es su sitio, triunfarán.
Yo miraba a los asistentes, con americana y corbata, escribiendo con la cabeza inclinada. Me hubiera gustado saber qué escribían. ¿Saber cuál es su sitio? El orador prosiguió:
—Muchas veces, oirán decir a un directivo: «Yo no tenía sitio en una empresa japonesa, y tuve que marcharme.» O a alguien que comenta: «No me escuchaban, no tenía posibilidad de poner en práctica mis ideas, no podía prosperar.» Estas personas no comprendieron el papel de un extranjero en la sociedad japonesa. No consiguieron encajar y por eso tuvieron que marcharse. Pero es problema de ellos. Los japoneses están perfectamente dispuestos a aceptar a los norteamericanos o a otros extranjeros en sus empresas. Es más, están deseosos de tenerlos. Y ustedes serán aceptados: siempre que recuerden cuál es su sitio.
Una mujer levantó la mano y preguntó:
—¿Qué hay de los prejuicios contra las mujeres en las empresas japonesas?
—No hay prejuicios contra las mujeres —dijo el orador.
—He oído decir que las mujeres no ascienden.
—No es verdad.
—Entonces, ¿por qué hay tantas demandas judiciales? El «Sumitomo Bank» acaba de perder una fuerte demanda por discriminación. He leído que una tercera parte de las empresas japonesas han sido demandadas por sus empleadas norteamericanas. ¿Qué puede decir sobre ello?
—Que es perfectamente comprensible —dijo el orador—. Es fácil que la empresa que empieza a trabajar en un país extranjero cometa errores mientras se amolda a los hábitos y patrones locales. Cuando las empresas norteamericanas empezaron a introducirse en Europa, en los años cincuenta y sesenta, se encontraron con dificultades y también entonces hubo demandas. Por lo tanto, no es de extrañar que las empresas japonesas que se establecen en América tengan que pasar un período de adaptación. Hay que tener paciencia.
Un hombre dijo riendo:
—¿Existe algún momento en el que no haya que tener paciencia con el Japón? —Pero parecía más pesaroso que enfadado.
Los otros seguían tomando notas.
—¿Oficial? Soy Jim Donaldson. ¿De qué se trata?
Me volví. El doctor Donaldson era un hombre alto, delgado, con gafas y un aire meticuloso, casi remilgado. Vestía al estilo del clásico profesor: americana sport de tweed y corbata roja, pero del bolsillo de la camisa le asomaba la hilera de bolígrafos típica del cateto. Supuse que era ingeniero.
—Sólo un par de preguntas acerca de las cintas de la «Nakamoto».
—¿Las cintas de la «Nakamoto»?
—Las que llevaron anoche a su laboratorio.
—¿A mi laboratorio? Mr... ah...
—Smith, teniente Smith. —Le di mi tarjeta.
—Teniente, lo siento, pero no sé de qué me habla. ¿Cintas en mi laboratorio, anoche?
—Kristen, su secretaria, me dijo que todo el laboratorio estuvo trabajando con unas cintas.
—Sí, es cierto. La mayoría de mi personal.
—Y que las cintas procedían de la «Nakamoto».
—¿De la «Nakamoto»? —Movió negativamente la cabeza—. ¿Quién se lo ha dicho?
—Ella.
—Le aseguro, teniente, que las cintas no eran de la «Nakamoto».
—Tengo entendido que había veinte cintas.
—Sí; por lo menos, veinte. No estoy seguro del número exacto. Pero eran de la «McCann-Erickson». Una campaña publicitaria para la cerveza «Asahi». Tuvimos que cambiar el logo de todos los anuncios. Ahora que «Asahi» es la cerveza número uno de Norteamérica.
—Pero la «Nakamoto»...
—Teniente —me atajó con impaciencia, mirando al podio—, voy a explicarle una cosa. Yo trabajo para los laboratorios de investigación «Hamaguri». «Hamaguri» forma parte de las «Industrias Kaikatsu». Competidoras de la «Nakamoto». La competencia entre las empresas japonesas es muy intensa. Muy intensa. Le doy mi palabra de que anoche mi laboratorio no trabajó en cintas de la «Nakamoto». Esto no puede suceder bajo ningún concepto. Si mi secretaria se lo dijo, mi secretaria está equivocada. Es algo que queda completamente fuera de toda posibilidad. Perdone, pero tengo que dar una conferencia. ¿Algo más?
—No —dije—. Gracias.
Sonaron débiles aplausos cuando el orador que estaba en el podio acabó de hablar. Yo di media vuelta y me marché.
Cuando me alejaba del Bonaventure en mi coche, llamó Connor desde el campo de golf. Parecía molesto.
—Recibí su recado. He tenido que interrumpir el partido. Más le valdrá que sea algo importante.
Le dije que el senador Morlón nos esperaba a la una.
—Está bien. Recójame aquí a las diez y media. ¿Algo más?
Le conté mi visita al JLP y a la «Hamaguri» y mi conversación con Donaldson.
—Ha sido perder el tiempo.
—¿Por qué?
—Porque la Hamaguri está financiada por la «Kaikatsu» que es competidora de la «Nakamoto». Imposible que se avinieran a ayudar a la «Nakamoto».
—Es lo que me dijo Donaldson.
—¿Adonde va ahora?
—A los laboratorios de vídeo de la U.S.C.
(2). Aún intento que alguien me saque copias de las cintas.
Connor hizo una pausa.
—¿Algo más que yo deba saber?
—No.
—Bien. Hasta las diez y media.
—¿Por qué tan temprano?
—Diez y media —repitió, y colgó.
Apenas colgué, volvió a sonar el teléfono.
—Oye, ¿no habíamos quedado en que me llamarías? —Era Ken Shubik desde el Times. Parecía irritado.
—Lo siento. Me han entretenido. ¿Podemos hablar ahora?
—Desde luego.
—¿Tienes información para mí?
—Escucha. —Hizo una pausa—. ¿Estás por aquí cerca?
—A unas cinco calles.
—Entonces ven a tomar un café.
—¿No podrías decírmelo por teléfono?
—Es que...
—Vamos, Ken. A ti te gusta hablar por teléfono. —Shubik, al igual que los demás reporteros del Times, se pasaba el día sentado delante del ordenador, con los auriculares puestos y hablando por teléfono. Era su forma preferida de hacer las cosas. Tenía siempre todo el material ante sí y era capaz de teclear sus notas en el ordenador mientras hablaba por teléfono. Cuando yo era encargado de Prensa, tenía el despacho en la jefatura de Parker Center, a dos calles del edificio «Times». Y no obstante, un reportero como Ken prefería hablar conmigo por teléfono antes que en persona.
—Vente por aquí, Pete.
No podía estar más claro.
Ken no quería hablar por teléfono.
—De acuerdo —dije—. Hasta dentro de diez minutos.
El Los Ángeles Times es el periódico más próspero de Norteamérica. La Redacción ocupa toda una planta del edificio «Times», por lo que tiene la superficie de todo un bloque. El espacio ha sido subdividido con habilidad, de manera que nunca se te aparece en toda su extensión ni ves de golpe a los cientos de personas que allí trabajan. De todos modos, te da la impresión de que pasas días y días caminando por entre reporteros sentados en despachos modulares, con pantallas incandescentes, teléfonos con lucecitas que parpadean y los retratos de los niños clavados en la pared.
El despacho de Ken estaba en Local, en la parte este del edificio. Lo encontré paseando por delante de la mesa. Esperándome. Me cogió por el codo.
—Café —me dijo—. Vamos a tomar café.
—¿Qué ocurre? ¿No quieres que te vean conmigo?
—No. Mierda. Quiero evitar a la Comadreja. Está ahí delante, trabajándose a la chica nueva de Extranjero. La pobre aún no sabe de qué va la cosa. —Ken señaló con un movimiento de cabeza un extremo de la Redacción. Junto a las ventanas, vi la figura familiar de Willy Wilhelm, llamado Comadreja Wilhelm. En aquel momento, la estrecha cara de hurón de Willy era una máscara de sonriente atención mientras bromeaba con una muchacha rubia sentada ante una terminal.
—Es mona.
—Sí, un poco ancha por atrás. Es holandesa —explicó Ken—. Sólo lleva aquí una semana. Aún no ha oído hablar de él.
La mayoría de las organizaciones tienen una persona como la Comadreja: alguien que es más ambicioso que escrupuloso, alguien que encuentra la manera de hacerse útil al poder establecido y odioso al resto de la comunidad. Así era Comadreja Wilhelm.
Al igual que la mayoría de sinvergüenzas, la Comadreja creía lo peor de todo el mundo. Podías estar seguro de que él siempre presentaría los hechos bajo su aspecto más sórdido, asegurando que otra cosa sería maquillar la realidad. Tenía olfato para las debilidades humanas y afición al melodrama. No daba importancia a la verdad y una exposición ecuánime le parecía falta de garra. Para la Comadreja, detrás de cualquier situación tenía que haber algo fuerte. Y eso era lo suyo.
Los otros reporteros del Times lo despreciaban.
Ken y yo salimos al pasillo central. Yo le seguí hacia las máquinas del café, pero él me llevó a la biblioteca. En el centro de la planta, el Times tenía una biblioteca que estaba mejor surtida que la de muchas Universidades.
—¿Qué pasa con Wilhelm? —pregunté.
—Anoche estaba aquí —dijo Ken—. Al salir del teatro, vine a recoger unas notas que necesitaba para una entrevista que tenía que hacer hoy al salir de casa. Vi que la Comadreja estaba en la biblioteca. Debían de ser las once. Ya sabes lo ambicioso que es el muy gilipollas. Por la expresión de la cara comprendí que había olido la sangre. Naturalmente, tú querrás saber de quién.
—Naturalmente —dije. La Comadreja era un artista en la puñalada por la espalda. Hacía un año había conseguido que echaran al director del suplemento dominical y por un pelo no consiguió el puesto.
—Conque pregunto a Lilly, la bibliotecaria de anoche: «¿Qué busca la Comadreja?» Y ella me contesta: «Repasa notas de la Policía acerca de un poli.» Bueno, es un alivio, pienso.
Pero entonces empiezo a darle vueltas. Verás, yo sigo siendo el reportero más veterano de Local y todavía escribo crónicas de sucesos un par de veces al mes. ¿Qué sabe él que no sepa yo? La noticia tendría que ser mía. Entonces pregunto a Lilly el nombre del policía.
—A ver si lo adivino.
—Exactamente —dijo Ken—: Peter J. Smith.
—¿A qué hora fue eso?
—Sobre las once.
—Fantástico —dije.
—Pensé que te interesaría.
—Me interesa.
—Entonces digo a Lilly, me refiero a anoche, le digo: «Lilly, ¿qué es lo que está sacando?» Resulta que saca de todo, que se dedica a desenterrar viejos informes. Al parecer, tiene una fuente en jefatura, alguien que va a filtrarle expedientes de Asuntos Internos. Una investigación de un caso de corrupción de menores.
—Ah, mierda —dije.
—Luego, ¿es verdad?
—Hubo una investigación, sí; pero todo fue una patraña.
Ken me miró.
—Cuenta.
—Fue hace tres años. Yo todavía era detective en activo. Mi compañero y yo acudimos a investigar una denuncia de riña doméstica en Ladera Heights. Una pareja que se peleaba; hispánicos, borrachos los dos. La mujer quería que arrestase a su marido y, cuando yo me negué, me dijo que había tratado de abusar de su niña. Yo fui a ver a la niña y la niña estaba bien. No arresté al hombre. La mujer se cabreó. Al día siguiente, va y me denuncia a mí de tratar de corromper a la niña. Hubo una investigación preliminar. La denuncia fue desestimada.
—Bien —dijo Ken—. Ahora dime, ¿has hecho algún viaje comprometedor?
—¿Viaje? —pregunté frunciendo el entrecejo.
—La Comadreja trataba de localizar registros de viajes. Pasajes de avión, excursiones, dietas...
—Nada que yo recuerde.
—Sí, ya me figuraba que en eso tenía que andar desencaminado. Tienes una hija pequeña a tu cargo y no puedes andar de jarana.
—Desde luego.
—Bien.
Habíamos seguido andando por la biblioteca y llegamos a un ángulo desde el que se podía ver la sección de Local de la Redacción a través del tabique de vidrio. Vi a la Comadreja que seguía hablando con la muchacha, camelándola.
—Lo que no entiendo, Ken, es por qué a mí. Quiero decir que yo no me ocupo de nada importante, ni comprometido. Hace tres años que no soy detective activo. Ni siquiera soy encargado de Prensa. Soy un enlace. Es decir, mi trabajo es puramente político. ¿Por qué va a ponerme en su punto de mira un reportero del Times?
—¿Quieres decir un jueves a las once de la noche? —Ken me miraba como si yo fuera idiota. Como si me colgara la baba.
—¿Piensas que los japoneses puedan estar detrás de esto? —pregunté.
—Lo que yo pienso es que la Comadreja hace trabajos por encargo. Es un saco de escoria que se alquila. Trabaja para estudios de cine, compañías discográficas, agentes de Bolsa, incluso para corredores de fincas. Es un consultor. Y lleva un «Mercedes 500SL».
—Ah, ¿sí?
—No está mal, con un sueldo de reportero, ¿no te parece?
—Desde luego.
—Así que tú sabrás si te has puesto a malas con alguien. ¿Es lo que ocurrió anoche?
—Quizá.
—Porque está claro que alguien encargó a la Comadreja que escarbara en tu pasado.
—No lo puedo creer —dije.
—Pues créelo —dijo Ken—. Lo que más me preocupa es quién pueda ser la fuente de la Comadreja en la jefatura de Parker Center. Alguien del Departamento está filtrándole información de Asuntos Internos. ¿Tú estás a bien con todos los del Departamento?
—Que yo sepa, sí.
—Menos mal, porque la Comadreja va a hacer de las suyas. Esta mañana hablé con Roger Bascombe, el abogado del periódico.
—¿Y?
—¿Adivinas quién le llamó anoche para hacerle una consulta urgente? La Comadreja. ¿Y adivinas cuál era la consulta?
No dije nada.
—La consulta era si el prestar servicio en calidad de encargado de Prensa hace de un policía una personalidad pública, es decir, una persona que no puede querellarse por difamación.
—¡Dios!
—Exactamente.
—¿Y qué le contestó?
—¿Qué importa? Tú ya sabes cómo funciona esto. La Comadreja no tiene más que llamar a unas cuantas personas diciendo: «Hola, soy Bill Wilhelm del Los Angeles Times. Mañana vamos a publicar la noticia de que el teniente Peter Smith es un corruptor de menores. ¿Quiere hacer algún comentario?» Si sabe elegir las llamadas, ni hará falta publicar la noticia. Aunque el director la vete, el daño ya estará hecho.
Yo no dije nada. Sabía que era verdad lo que decía Ken. Lo había visto más de una vez.
—¿Qué puedo hacer?
—Podrías organizar uno de tus famosos incidentes de brutalidad policial.
—Eso no tiene gracia.
—Te prometo que nadie de este periódico cubriría el caso. Incluso podrías cargártelo. ¿Y si lo grabáramos en vídeo? Aquí hay más de uno que pagaría por verlo en vídeo.
—Ken...
—Se puede soñar, ¿no? —dijo él suspirando—. Está bien. Hay sólo una cosa. El año pasado, cuando Wilhelm intervino en el, digamos, cambio de dirección del suplemento, yo recibí por correo un paquete sin indicación de remitente. Otras personas recibieron paquetes idénticos. Nadie los utilizó entonces. Es algo bastante guarro. ¿Te interesa?
—Sí.
Ken sacó del bolsillo interior de su americana sport un sobre marrón de esos que tienen un cordelito que hay que mover atrás y adelante para cerrarlos. Dentro había una serie de fotografías, positivadas en una tira. Se veía a Willy Wilhelm entregado a un acto íntimo con un hombre de pelo negro que tenía la cara hundida entre los muslos de Willy.
—A Willy no se le ve muy bien la cara —dijo Ken—. Pero es él, no cabe duda. Instantánea del reportero agasajando a su fuente. Tomando un trago, digamos.
—¿Quién es el otro?
—Tardamos bastante en averiguarlo. Se llama Barry Broman. Es jefe de Ventas regional de «Kaisei Electronics» en el Sur de California.
—¿Qué puedo yo hacer con esto?
—Dame tu tarjeta —dijo Ken—. La coseré al sobre y lo mandaré a la Comadreja.
—No —dije moviendo la cabeza.
—Eso le haría recapacitar.
—No; no es mi estilo.
Ken se encogió de hombros.
—De todos modos, quizá no diera resultado. Aunque apretemos las tuercas a la Comadreja, es probable que los japoneses tengan otros medios. Todavía no he podido averiguar quién dio la noticia anoche. Lo único que oigo es: «Órdenes de arriba, órdenes de arriba.» Y eso puede querer decir cualquier cosa.
—Pues alguien tuvo que escribirlo.
—Te digo que no he podido enterarme. Y es que los japoneses tienen mucha influencia en el periódico. Es algo que va más allá de los anuncios que contratan. Es algo más que su implacable maquinaria de Relaciones Públicas martilleando incesantemente desde Washington, más que el cabildeo local y más que las aportaciones a las campañas de figuras y organizaciones políticas. Es la suma de todas estas cosas y más. Y es algo que empieza a hacerse insidioso. Quiero decir que, a veces, en una reunión de dirección, al tratar de un artículo o una crónica que vayamos a publicar, de repente te das cuenta de que nadie quiere ofenderles. No se trata de si está bien o está mal ni de si es o no es noticia. Y tampoco es una disyuntiva tan simple como: no podemos publicar esto porque nos retirarían la publicidad. Es algo mucho más sutil. A veces, al mirar a mis directores comprendo que no admiten ciertas cosas porque tienen miedo. Y ni siquiera saben de qué. Sólo saben que tienen miedo.
—¿Eso se llama libertad de Prensa?
—¡Eh! No es el momento de idealismos ingenuos. Tú sabes cómo funciona esto. La Prensa norteamericana se atiene a la opinión predominante. La opinión predominante es la opinión del grupo que detenta el poder. Y ahora lo detentan los japoneses. La Prensa se atiene a la opinión predominante, como siempre. No hay de qué sorprenderse. Conque ten cuidado.
—Lo tendré.
—Y, si decides utilizar un servicio de mensajería, no tienes más que llamarme.
Yo estaba deseando hablar con Connor. Empezaba a comprender por qué estaba preocupado Connor y por qué quería terminar la investigación lo antes posible. Porque una campaña de insinuaciones bien orquestada es algo temible. Un reportero habilidoso —y la Comadreja lo era— se las ingeniaría para que día tras día apareciera una novedad aunque no hubiera sucedido nada nuevo. Leías titulares como: EL GRAN JURADO AÚN NO HA EMITIDO VEREDICTO SOBRE LA CULPABILIDAD DEL POLICÍA cuando, en realidad, el gran jurado todavía no se había reunido. Pero el público veía titulares un día sí y otro también y sacaba conclusiones.
En realidad, siempre había una manera de dar la vuelta a una información. Al final de la campaña de insinuaciones, si el sujeto resultaba inocente, siempre podías montar un titular como: EL GRAN JURADO NO CONSIGUE DECLARAR CULPABLE AL POLICÍA o EL FISCAL DEL DISTRITO RENUNCIA A PROCESAR AL POLICÍA ACUSADO. Semejantes titulares son tan funestos como una condena.
Y no tienes posibilidad de recuperarte de una campaña periodística negativa que ha durado semanas. Todo el mundo se acuerda de la acusación. Nadie se acuerda de la exoneración. Es propio de la naturaleza humana. Una vez se te ha acusado, es difícil volver a la normalidad.
El asunto estaba poniéndose muy desagradable y yo tenía un mal presentimiento. Muy preocupado, estaba aparcando el coche cerca del departamento de Física de la U.S.C. cuando volvió a sonar el teléfono. Era Olson, el jefe adjunto.
—Peter.
—Sí, señor.
—Son casi las diez. Creí que ibas a traerme las cintas. Lo prometiste.
—He tenido dificultades para sacar las copias.
—¿Eso has estado haciendo?
—Desde luego. ¿Por qué?
—Porque, a juzgar por las llamadas que recibo, da la impresión de que continúas con la investigación —dijo Jim Olson—. Durante esta última hora, has estado haciendo preguntas en un instituto de investigaciones japonés. Luego has interrogado a un científico que trabaja para un instituto de investigaciones japonés. Has estado rondando un seminario japonés. Vamos a aclarar las cosas, Peter. ¿La investigación ha terminado o no?
—Ha terminado. Sólo trato de que alguien copie las cintas.
—Procura que eso sea todo.
—Está bien, Jim.
—Por el bien de todo el Departamento, y de las personas que trabajan en él, quiero que quede cerrado el asunto.
—Está bien, Jim.
—No quiero que la situación se me vaya de las manos.
—Comprendido.
—Espero que así sea. Consigue esas copias y vente para acá de una puñetera vez. —Y colgó.
Yo aparqué y entré en el edificio de Física.
Me quedé esperando en lo alto del aula a que Phillip Sanders terminara la clase. Estaba delante de una gran pizarra cubierta de complicadas fórmulas. Había en la clase unos treinta estudiantes, la mayoría sentados en los primeros bancos. Yo los veía de espaldas.
El doctor Sanders aparentaba unos cuarenta años y era una de esas personas que parecen derrochar energía: en constante movimiento, paseando arriba y abajo y golpeando la pizarra con ademanes rápidos para señalar con la tiza la «determinación del índice covariante de la señal» o «el ruido de la amplitud de banda delta factorial». Yo no podía adivinar ni siquiera la asignatura que estaba explicando. Finalmente, supuse que debía de ser ingeniería eléctrica.
Cuando sonó el timbre, los estudiantes se levantaron y recogieron los apuntes. Me sorprendió que casi todos, chicos y chicas, fueran asiáticos. Los que no eran orientales, eran indios o paquistaníes. De treinta estudiantes, sólo tres eran blancos.
—Es verdad —dijo Sanders mientras nos dirigíamos a su laboratorio—. Una asignatura como la Física 101 no atrae a los norteamericanos. Ocurre desde hace años. Y tampoco la industria puede encontrarlos. Estaríamos aviados de no ser por los orientales y los indios que vienen a hacer doctorados en mates e ingeniería y luego entran a trabajar en empresas norteamericanas.
Bajamos unas escaleras y torcimos a la izquierda. Estábamos en un pasillo subterráneo. Sanders andaba de prisa.
—Pero lo malo es que las cosas están cambiando. Ahora los estudiantes asiáticos regresan a su país cuando terminan los estudios. Los coreanos se vuelven a Corea. Los taiwaneses, lo mismo. Hasta los indios regresan. El nivel de vida está subiendo en aquellos países y hay más oportunidades. En algunos, cuentan con gran número de personas cualificadas. —Me condujo con paso ligero por otro tramo de escaleras abajo—. ¿Sabe cuál es la ciudad que tiene más doctores en Ciencias Físicas de todo el mundo?
—¿Boston?
—Seúl, Corea. Imagínese, en puertas del siglo XXI.
Ahora íbamos por otro corredor. Salimos un momento a la luz del sol, nos metimos por un pasadizo cubierto y entramos en otro edificio. De vez en cuando, Sanders miraba por encima del hombro, como si temiera perderme. Pero no paraba de hablar.
—Y ahora que los estudiantes extranjeros regresan a su tierra, en Norteamérica cada vez hay menos técnicos que se dediquen a la investigación. A crear tecnología americana. Es una simple cuenta de balance. Falta gente preparada. Hasta empresas grandes como «IBM» empiezan a tener dificultades. Sencillamente, no hay técnicos. Cuidado con la puerta.
El batiente de la puerta venía hacia mí. Yo lo sorteé.
—Pero tantas salidas en el sector de la tecnología, ¿no empezarán a atraer a los estudiantes? —pregunté.
—No tanto como el mundo de las finanzas. O el del derecho. —Rió Sanders—. Nos faltan ingenieros y hombres de ciencia, pero producimos más abogados que nadie. Norteamérica tiene la mitad de abogados que hay en todo el mundo.; Imagine. —Sacudió la cabeza.
«Representamos el cuatro por ciento de la población mundial. Detentamos el dieciocho por ciento de la economía. Y tenemos el cincuenta por ciento de los abogados. Y cada año salen de las facultades treinta y cinco mil más. Hacia ahí está orientada nuestra productividad. El interés nacional. La mitad de las series de televisión tratan de abogados. Norteamérica es la Tierra de los Abogados. Todo el mundo se querella. Todo el mundo anda por los juzgados. Al fin y al cabo, algo tiene que hacer tanto abogado: tres cuartos de millón de abogados. Y lo que hacen es sacarse sus trescientos mil al año. Hay países que nos toman por locos.
Abrió una puerta con llave. Yo vi un letrero en el que, en letras pintadas a mano, se leía: LABORATORIO DE IMAGEN, y, debajo, una flecha. Sanders me llevó por un largo pasillo.
—Incluso nuestros estudiantes más brillantes tienen una preparación deficiente. Los mejores estudiantes norteamericanos ocupan el decimosegundo lugar del mundo, detrás de los países industrializados de Asia y Europa. Eso, por la parte de arriba de la lista; por la de abajo, es mucho peor. Una tercera parte de los alumnos de enseñanza media no saben leer ni un horario de autobuses. Son analfabetos.
Al llegar al extremo del pasillo, torcimos hacia la derecha.
—Y muchos de los chicos que yo veo son unos vagos. No quieren trabajar. Yo enseño Física. Tardan años en aprender. Pero todos quieren vestir como Charles Sheen y hacer un millón de dólares antes de los veintiocho años. Y la única forma de ganar dinero con esa facilidad es practicar la abogacía, hacerse asesor financiero, meterse en Wall Street, allí donde se consiguen beneficios rápidos, algo a cambio de nada. Eso es lo que quieren los jóvenes.
—Quizá los de la U.S.C.
—En todas partes ocurre lo mismo. En todas partes. Todos miran la televisión.
Abrió otra puerta. Otro pasillo. Éste olía a humedad, a moho.
—Ya lo sé, ya lo sé, estoy anticuado —dijo Sanders—. Yo todavía creo que cada ser humano pretende algo. Usted pretende algo. Yo pretendo algo. Sólo por estar en el planeta, por llevar la ropa que llevamos, por hacer el trabajo que hacemos, cada uno de nosotros pretende algo. Y, en este rinconcito del mundo, pretendemos eliminar basura. Nos dedicamos a analizar las noticias de la televisión y descubrir si han manipulado la cinta. Analizamos los anuncios y señalamos dónde están los trucos...
Sanders se paró bruscamente.
—¿Qué sucede?
—¿No venía con usted otra persona?
—No; he venido solo.
—Oh, bien. —Siguió avanzando a todo gas—. Siempre tengo miedo de que se me pierda alguien aquí abajo. Ah, ya hemos llegado. El laboratorio. La puerta sigue donde yo la dejé.
Abrió la puerta con un ademán teatral. Yo miré la sala, consternado.
—Muy buen aspecto no tiene, ya lo sé —dijo Sanders.
Esto era un eufemismo en toda regla.
Delante de mí tenía un sótano cuyo techo estaba recorrido por tubos oxidados. El linóleo verde del pavimento estaba desprendido y abarquillado en varios puntos, dejando al descubierto el suelo de cemento. Alrededor de la sala había viejas mesas de madera abarrotadas de aparatos, con cables colgando a los lados. Ante cada una de las mesas estaba sentado un estudiante mirando fijamente los monitores. Había cubos diseminados por la sala en los que goteaba agua.
—Tuvimos que instalarnos en el sótano, a falta de otro sitio —dijo Sanders—. Y no tenemos dinero para lujos tales como un techo. En fin, no importa. Cuidado con la cabeza.
Él entró. Yo mido un metro ochenta y tuve que agacharme. Encima de nosotros sonó un zumbido áspero.
—Patinadores —explicó Sanders.
—¿Cómo?
—Estamos debajo de la pista de hielo. Acabas por acostumbrarte. En realidad, esto es gloria. Por la tarde, cuando se entrena el equipo de hockey, sí que hay ruido.
Entramos en la sala. Me daba la impresión de estar en un submarino. Miré a los estudiantes, cada uno, atento a su trabajo; nadie levantó la mirada cuando pasamos.
—¿Qué clase de cinta desea copiar?
—Cintas de seguridad, de ocho milímetros. Japonesas. Quizá sea difícil.
—¿Difícil? Lo dudo —dijo Sanders—. ¿Sabe? Cuando yo era joven, escribí la mayoría de los primeros algoritmos de realce de imagen. Ya sabe, despeckling, inversión y trazado de bordes. Esas cosas. Los algoritmos Sanders eran los que usaba todo el mundo. Por aquel entonces, yo era estudiante graduado en la Escuela Politécnica de California. En mis ratos libres, trabajaba en el JPL. Seguro que podemos hacerlo.
Le di una cinta. Él la miró.
—Es mono el chisme.
—¿Qué fue de sus algoritmos?
—No tenían utilidad comercial. En los años ochenta, empresas norteamericanas como la «RCA» y la «GE» abandonaron por completo la electrónica comercial. Mis programas de realce de imagen no tuvieron mucha aplicación en Norteamérica. —Se encogió de hombros—. Por eso traté de venderlos a «Sony», en el Japón.
—¿Y?
—Los japoneses ya habían patentado esos productos. En el Japón.
—¿Quiere decir que ellos ya tenían los algoritmos?
—No; tenían las patentes. En el Japón, la propiedad industrial es como una guerra. Los japoneses patentan como locos. Y tienen un sistema muy extraño. Se tardan ocho años en conseguir una patente en el Japón, pero la solicitud se hace pública a los dieciocho meses, y desde ese momento ya puede despedirse de los royalties. Y, desde luego, el Japón no tiene convenios de reciprocidad con Norteamérica en materia de propiedad industrial. Es una de sus maneras de mantener su ventaja.
»Lo cierto es que cuando yo llegué al Japón, me encontré con que «Sony» e «Hitachi» tenían ya patentes ligeramente similares y habían protegido todos los usos posibles relacionados con ellas. Ellos no tenían derecho a utilizar mis algoritmos... pero yo, tampoco. Porque ellos habían patentado la utilización de mi invento. —Se encogió de hombros—. Es difícil de explicar. De todos modos, ya es agua pasada. Actualmente, los japoneses han desarrollado software mucho más complicado para vídeo, que deja muy atrás todo lo que podamos tener nosotros. Ahora nos llevan años de ventaja. Pero en este laboratorio seguimos luchando. Aja. La persona que necesitamos. Dan, ¿estás muy ocupada?
Una joven levantó la cabeza de una consola de ordenador. Ojos grandes, gafas de concha, pelo negro. Los tubos del techo le tapaban parte de la cara.
—Tú no eres Dan —dijo Sanders, con voz de sorpresa—. ¿Dónde está Dan, Theresa?
—Recogiendo exámenes parciales —dijo Theresa—. Yo estaba ayudando a pasar estas progresiones de tiempo real. Ya termino. —Me dio la impresión de que era mayor que los otros estudiantes. No hubiera sabido decir por qué. No por su forma de vestir, desde luego: llevaba una diadema de color vivo y una camiseta U2 debajo de una cazadora de tipo tejano. Pero tenía un aire sosegado que la hacía parecer mayor.
—¿Podrías empezar con otra cosa? —dijo Sanders dando la vuelta a la mesa para mirar el monitor—. Tenemos un trabajo urgente. Hemos de ayudar a la Policía. —Yo seguí a Sanders, sorteando tubos.
—Por supuesto —dijo la mujer. Empezó a desconectar el equipo. Estaba de espaldas a mí y entonces por fin pude verla: morena, exótica, casi eurasiana. Era francamente hermosa, tanto que te cortaba la respiración. Parecía una de esas modelos de pómulos altos que salen en las revistas. Durante un momento me sentí desconcertado, porque aquella mujer era muy hermosa como para estar trabajando en un laboratorio de electrónica instalado en un sótano. No tenía sentido.
—Le presento a Theresa Asakuma —dijo Sanders—. La única estudiante graduada japonesa que trabaja aquí.
—Hola —dije. Me puse colorado. Estaba cortado. No daba abasto a asimilar la información que recibía. Y, a fin de cuentas, no me hacía ninguna gracia que una japonesa se encargara de las cintas. Pero el nombre de pila no era japonés y ella no tenía aspecto de japonesa. Parecía eurasiana o quizá japonesa sólo en parte. Con aquellas facciones tan exóticas, quizás incluso...
—Buenos días, teniente —dijo. Me alargó la mano izquierda. La tendía de lado, como si tuviera la derecha lesionada. Yo se la estreché.
—Hola, Miss Akasuma.
—Theresa.
—De acuerdo.
—¿Verdad que es preciosa? —dijo Sanders como si fuera obra suya—. Preciosa.
—Sí —respondí—. Realmente, me sorprende que no sea modelo.
Hubo un momento de tensión. Yo no adivinaba por qué. La mujer se volvió de lado rápidamente.
—Nunca me ha interesado.
Y Sanders dijo, hablando de prisa:
—Theresa, el teniente Smith desea que copiemos unas cintas. Estas cintas.
Sanders le entregó una de las casetes. Ella la tomó con la mano izquierda y la acercó a la luz. Tenía el brazo derecho doblado a la altura de la cintura. Entonces vi que estaba anquilosado y que acababa en un muñón carnoso que asomaba por el puño de la cazadora. Parecía el brazo de uno de los niños afectados por la Thalidomida.
—Muy interesante —dijo mirando la cinta—. Alta densidad de ocho milímetros. Quizá se trate del formato digital patentado del que hemos oído hablar. El que incorpora realce de imagen de tiempo real.
—Lo siento, no lo sé —dije. Me sentía como un idiota por haber dicho lo de ser modelo. Saqué de la caja el vídeo.
Theresa tomó inmediatamente un destornillador y quitó la tapa. Se inclinó a examinar el interior. Yo vi una placa de circuitos verde, un motor negro y tres pequeños cilindros de cristal.
—Sí; es la nueva disposición. Muy elegante. Mire, doctor Sanders, sólo ponen tres cabezales. La placa debe de ser de componente general RGB, porque aquí..., ¿le parece que sean circuitos de compresión?
—Probablemente, convertidor de digital a analógico —dijo Sanders—. Muy limpio. Tan pequeño. —Me miró y levantó la cajita—. ¿Sabe usted por qué los japoneses son capaces de hacer estas cosas y nosotros, no? Por su kaizen, un proceso de refinamiento continuo, minucioso y paciente. Año tras año, sus productos son un poco mejores, un poco más pequeños y un poco más baratos. Los norteamericanos no piensan de ese modo. Los norteamericanos siempre buscan la novedad, el gran avance. Los norteamericanos tratan de hacer un home run, lanzar la pelota fuera del campo y luego se sientan. Los japoneses se limitan a hacer singles durante todo el día, y nunca se sientan. O sea que este aparato que tenemos aquí es, entre otras cosas, un exponente de su filosofía.
Estuvo hablando en el mismo tono durante un rato, haciendo girar los cilindros y admirando la ejecución. Finalmente, dijo:
—¿Puedes copiar las cintas?
—Desde luego —dijo Theresa—. Podemos sacar una señal de esta máquina desde el convertidor y pasarla al medio que usted prefiera. ¿Quiere tres cuartos? ¿Cinta óptica? ¿VHS?
—VHS —dije.
—Es fácil —dijo.
—Pero, ¿será una copia exacta? Los del JPL dijeron que no podían garantizar la exactitud.
—Bah, JPL... —dijo Sanders—. Hablan de ese modo porque trabajan para el Gobierno. Aquí hacemos las cosas bien. ¿Verdad, Theresa?
Pero Theresa no le escuchaba. Estaba conectando cables e hilos, moviendo rápidamente la mano buena y usando el muñón para sujetar la caja. Al igual que muchas personas con invalidez parcial, se movía con tanta soltura que casi no te dabas cuenta de que le faltaba la mano derecha. No tardó en tener conectada la pequeña máquina a un segundo vídeo y a varios monitores.
—¿Para qué sirven tantos monitores?
—Para comprobar la señal.
—¿Para ver la cinta quiere decir?
—No; ese monitor grande de ahí mostrará la imagen. Los otros, las características de la señal y el mapa de datos: cómo se ha grabado la imagen en la cinta.
—¿Es necesario?
—No; pero quiero fisgar. Tengo curiosidad por averiguar cómo consiguen este formato de alta densidad.
—¿Cuál es la procedencia del material? —me preguntó Sanders.
—Cámara del circuito de vigilancia de una oficina.
—¿Y es la cinta original?
—Creo que sí. ¿Por qué?
—Bien, si es el original, hemos de tener mucho cuidado —dijo Sanders a Theresa, dándole instrucciones—. No es cosa de dañar la superficie con dobleces al bobinar las cintas, ni provocar escapes en los cabezales que comprometan la integridad de la corriente de datos.
—No se preocupe —dijo ella—. He tomado precauciones. —Señaló las conexiones—. ¿Ve eso? Nos avisará de cualquier variación de impedancia. Y también controlo el procesador central.
—Bien —dijo Sanders. Estaba radiante como un padre ufano.
—¿Cuánto tardará? —pregunté.
—No mucho. Podemos transmitir la señal a velocidad muy alta. El límite está en función del aparato de vídeo y parece que tiene sensor de alta velocidad. Digamos dos o tres minutos por cinta.
Miré el reloj.
—Tengo una cita a las diez y media a la que no puedo llegar con retraso, y no quiero dejar éstas...
—¿Quiere copia de todas?
—En realidad, las más importantes son cinco.
—Pues empecemos por ésas.
Pasamos varios segundos de cada cinta, una tras otra, buscando las cinco procedentes de las cámaras del piso cuarenta y seis. Yo veía la imagen de la cámara en el monitor central de la mesa de Theresa. En los monitores laterales aparecían señales que saltaban y serpenteaban como en una unidad de cuidados intensivos. Así lo dije.
—Tiene razón —dijo ella—. Cuidados intensivos para vídeo. —Sacó una cinta, introdujo otra y puso en marcha el aparato—. ¡Hala! ¿Dijo que eran originales? Estas cintas son copias.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque tenemos una señal de bobinado. —Theresa se inclinó sobre los aparatos, mirando fijamente los trazos de la señal y ajustando los mandos y discos.
—Sí; eso es lo que tenemos —dijo Sanders. Me miró—. En las cintas de vídeo, es muy difícil distinguir una copia por la imagen en sí. En los viejos vídeos analógicos se observa cierta degradación en las sucesivas generaciones, pero en un sistema digital como éste no existe la menor diferencia. Cada copia es idéntica a la original.
—Entonces, ¿cómo sabe que estas cintas son copias?
—Theresa no mira la imagen —dijo Sanders—. Ella mira la señal. Aunque por la imagen no podemos saber si es copia, a veces se aprecia que la imagen procede de otro aparato de vídeo y no de una cámara.
—¿Cómo? —pregunté sacudiendo la cabeza.
—Depende de cómo se graba la señal durante el primer medio segundo. Si el vídeo de destino se pone en marcha antes que el vídeo de origen, a veces, se produce una ligera fluctuación en la señal cuando se pone en marcha el vídeo de origen. Es una cuestión mecánica: los motores del vídeo de origen no pueden alcanzar la velocidad necesaria de forma instantánea. Lleva unos circuitos electrónicos para mitigar el efecto, pero siempre hay un intervalo mientras se alcanza la velocidad.
—¿Y eso es lo que han detectado?
—Se llama señal de bobinado.
—Y nunca se observa si la señal procede directamente de una cámara, porque la cámara no tiene piezas móviles. Una cámara está lista en todo momento.
—O sea que estas cintas son copias —dije frunciendo la frente.
—¿Eso es malo? —preguntó Sanders.
—No lo sé. Si son copias, pueden haber sido modificadas, ¿no?
—Teóricamente, sí —dijo Sanders—. Pero habría que analizarlas minuciosamente. Y sería muy difícil saberlo con absoluta certeza. ¿Estas cintas proceden de una compañía japonesa?
—Sí.
—¿De la «Nakamoto»?
—Sí —asentí.
—Francamente, no me sorprende que le hayan dado copias —dijo Sanders—. Los japoneses son muy precavidos. No confían en personas ajenas a sus empresas. Las empresas japonesas que trabajan en Norteamérica sienten lo que sentiríamos nosotros si trabajáramos en Nigeria: piensan que están rodeados de salvajes.
—¡Eh! —exclamó Theresa.
—Perdona —dijo Sanders—, pero ya sabes a lo que me refiero. Los japoneses creen que han de tener paciencia con nosotros. Con nuestra ineptitud, con nuestra lentitud, con nuestra estupidez, con nuestra incompetencia. Sienten la necesidad de protegerse. De manera que, si estas cintas son importantes, lo último que harían ellos es confiarlas a un policía bárbaro como usted. No; le darían una copia y guardarían el original, por si pudiera hacerles falta para su propia defensa, seguros de que, con su inferior tecnología americana, ustedes nunca detectarían que se trata de copias.
—¿Cuánto se puede tardar en hacer copias? —pregunté con el entrecejo fruncido.
—No mucho —dijo Sanders moviendo la cabeza—. A la velocidad a la que explora Theresa, cinco minutos cada cinta. Supongo que los japoneses podrían hacerlo más de prisa, digamos, dos minutos cada cinta.
—Entonces anoche tuvieron tiempo de sobra para hacer" las copias.
Mientras nosotros hablábamos, Theresa seguía examinando las cintas, pasando los primeros metros de cada una. Cuando aparecía la imagen, ella me miraba y yo movía negativamente la cabeza. Eran las cintas de todas las cámaras de vigilancia del edificio. Por fin apareció la primera cinta del piso cuarenta y seis, con aquella vista ya familiar de la oficina.
—Ésa es una.
—Bien. Allá vamos. Pasando a VHS. —Theresa empezó la primera copia. Pasaba la cinta a gran velocidad. La imagen era rápida y estriada. En los monitores laterales, las señales brincaban y se retorcían nerviosamente.
—¿Tiene que ver con el asesinato de anoche?
—Sí. ¿Está enterada?
—Lo vi en las noticias —contestó encogiéndose de hombros—. El asesino se estrelló con su coche.
—Exactamente —dije.
Ella estaba vuelta hacia los monitores. Vista de tres cuartos de perfil, su cara tenía una belleza extraordinaria, con la pronunciada curva del pómulo. Yo pensé en la fama de play boy que tenía Eddie Sakamura.
—¿Le conocía? —pregunté.
—No —dijo. Y, después de una pausa, agregó—: Era japonés.
Entonces se hizo otro silencio violento. Theresa y Sanders debían de saber algo que yo ignoraba. Pero no sabía cómo preguntar y seguí mirando el vídeo.
Una vez más, vi cómo la luz del sol se movía en el suelo. Luego, empezaron a encenderse lámparas y los empleados fueron marchándose. La planta quedó desierta. Apareció Cheryl Austin, moviéndose de prisa, seguida por el hombre. Se besaron apasionadamente.
—Aja —exclamó Sanders—. ¿Es esto?
—Sí.
Él miraba la acción con el entrecejo fruncido.
—¿Quiere decir que el asesinato está grabado?
—Sí —respondí—; por varias cámaras.
—Bromea.
Sanders observaba la acción en silencio. Con aquella imagen estriada y rápida, era difícil apreciar algo más que los hechos básicos. Dos personas que iban hacia la sala de juntas. El súbito forcejeo. Él obligándola a echarse en la mesa, apartándose de ella bruscamente, saliendo de la habitación a toda prisa.
Ninguno de nosotros dijo nada. Los tres mirábamos la cinta.
Lancé una mirada rápida a Theresa. Su cara estaba inexpresiva. La imagen se reflejaba en los cristales de sus gafas.
Eddie pasó por delante del espejo y desapareció por el oscuro pasillo. La cinta siguió pasando durante varios segundos y la casete fue expulsada.
—Ésta es una. ¿Dice usted que son varias cámaras? ¿Cuántas?
—Creo que cinco —respondí.
Ella puso una etiqueta autoadhesiva en la primera casete. Introdujo la segunda y empezó otra copia a alta velocidad.
—¿Estas copias son exactas? —pregunté.
—Oh, sí.
—¿O sea, que son legales?
—¿Legales en qué sentido? —preguntó Sanders frunciendo el entrecejo.
—En el de que pueden ser aceptadas como prueba por un tribunal.
—Oh, no —dijo Sanders—. Un tribunal no aceptaría estas cintas.
—Pero siendo como son copias exactas...
—No se trata de eso. Los tribunales ya no aceptan pruebas fotográficas de ninguna especie, incluido el vídeo.
—No lo sabía.
—Todavía no se ha dado ningún caso —explicó Sanders—. La ley no está muy clara, pero no tardarán en hacerse las aclaraciones. Y, por el momento, todo lo que sea fotografía es sospechoso. Y es que ahora, con los sistemas digitales, pueden hacerse modificaciones perfectas. Perfectas. Es algo nuevo. ¿Recuerda hace años cómo los rusos borraban a determinados personajes políticos de las fotografías de los actos del Primero de mayo? Era un trabajo chapucero a base de recortar y empastar y siempre se notaba que allí se había hecho algo. Entre los hombros de dos personas, quedaba un hueco raro. O una mancha clara en la pared del fondo. O podías ver las pinceladas del que hizo el retoque. Pero siempre se notaba... con bastante facilidad. Podías ver que la foto había sido manipulada. Era bastante ridículo.
—Lo recuerdo —dije.
—Las fotografías siempre habían tenido integridad precisamente porque no podían modificarse. Se consideraba que las fotografías representaban la realidad. Pero desde hace años, los ordenadores nos permiten alterar las imágenes fotográficas sin dejar huella. Hace un par de años, la revista National Geographic, en una portada, desplazó la Gran Pirámide de Egipto. A los directores no les gustaba dónde estaba la pirámide y pensaron que si la retiraban un poco conseguirían una composición más armoniosa. Y la cambiaron de sitio. Nadie lo notó. Pero si usted va a Egipto con su cámara y trata de conseguir el mismo encuadre verá que no puede. Porque en el mundo real las pirámides no están colocadas de ese modo. La fotografía ya no representa la realidad. Pero no lo notas. Es sólo un pequeño ejemplo.
—¿Y lo mismo pueden haber hecho con esta cinta?
—En teoría, cualquier vídeo puede modificarse.
En el monitor vi otra vez el asesinato. La cámara estaba lejos del fondo de la habitación. La acción no se apreciaba bien, pero se veía claramente a Sakamura ir hacia la cámara.
—¿Pueden haber cambiado la imagen de esta secuencia?
—Hoy puede usted cambiar lo que le dé la gana —rió Sanders.
—¿Se puede cambiar la identidad del asesino?
—Técnicamente, sí —dijo Sanders—. Ahora es posible trazar una cara sobre un objeto complejo en movimiento. Técnicamente, es posible. Pero en la práctica tendría su intríngulis.
Yo no contesté. Mejor así. Sakamura era nuestro principal sospechoso y había muerto; el jefe quería dar por terminado el caso y yo también.
—Desde luego —prosiguió Sanders—, los japoneses tienen toda clase de refinados algoritmos de vídeo para trazado de superficies y transformaciones tridimensionales. Pueden conseguir cosas que nosotros no podemos ni imaginar. —Volvió a tamborilear en la mesa con los dedos—. ¿Puede darme la cronología de esas cintas?
—El crimen ocurrió a las ocho treinta, como indica el reloj —dije—. Nos dijeron que las cintas fueron retiradas del puesto de vigilancia a eso de las ocho cuarenta y cinco. Las pedimos y hubo un estira y afloja con los japoneses.
—Como siempre. ¿Y cuándo se las entregaron?
—Fueron entregadas en jefatura a la una y media de la madrugada aproximadamente.
—Eso indica que ellos tuvieron las cintas desde las nueve menos cuarto hasta la una y media.
—Sí; poco menos de cinco horas.
—Cinco horas —repitió Sanders frunciendo el entrecejo—. ¿Cinco horas, para modificar cinco cintas con cinco ángulos de cámara diferentes? —Sacudió la cabeza—. Imposible. No se puede hacer, teniente.
—No —dijo Theresa—; es imposible. Incluso para ellos. Demasiados píxeles que cambiar.
—¿Están seguros?
—Bien —dijo Theresa—, la única manera de hacerlo con tanta rapidez sería con un programa automatizado, y hasta con los programas más sofisticados hay que pulir a mano los detalles. Cosas tales como el desenfoque pueden delatar toda la operación.
—¿Desenfoque? —dije. Me gustaba hacerle preguntas. Me gustaba mirarla a la cara.
—Desenfoque de movimiento —dijo Sanders—. El vídeo corre a razón de treinta fotogramas por segundo. Puede usted imaginarse cada fotograma de vídeo como una fotografía que se toma con una velocidad de diafragma de un treintavo de segundo. Y eso es ir despacio, mucho más despacio que las cámaras de bolsillo. Si filma usted a un corredor a una velocidad de un treintavo de segundo, las piernas quedan borrosas, desenfocadas.
»Eso se llama desenfoque de movimiento. Y, si lo alteras por un proceso mecánico, puede quedar mal. La imagen es demasiado nítida, demasiado definida. Ocurre como con los rusos, que se nota el cambio. Para que el movimiento resulte real, ha de tener el desenfoque preciso.
—Entiendo.
—Y luego está el cambio de color —dijo Theresa.
—Exactamente —convino Sanders—. Dentro del desenfoque hay un cambio de color. Por ejemplo, mire el monitor. El hombre lleva traje azul y la americana ondea mientras él hace girar a la muchacha por la sala. Ahora. Si tomamos un fotograma de este momento de la acción y lo ampliamos hasta que la imagen se descompone en píxeles verá que la americana es azul marino pero el desenfoque adquiere tonos progresivamente más claros hasta que, en el borde, es casi transparente, de manera que, por un solo fotograma, no sabe dónde acaba exactamente la americana.
Yo podía hacerme una idea.
—Entiendo...
—Si en los bordes el color no se degrada con suavidad, se nota. A veces se tarda horas en limpiar unos segundos de cinta, por ejemplo, un anuncio. Pero, si no se hace, el cambio se ve al instante. Zas. —Hizo chasquear los dedos.
—¿O sea que, aunque copiaran las cintas, no pueden haberlas modificado?
—En cinco horas, no —dijo Sanders—. No hay tiempo.
—¿Entonces lo que vemos es lo que ocurrió en realidad?
—No le quepa duda —respondió Sanders—. De todos modos, cuando usted se marche, seguiremos escarbando en esta imagen. Theresa está deseando jugar con ella, se lo noto. Y yo, también. Llámenos luego. Le diremos si hay algo raro. Pero, en principio, no se puede hacer. Y no creo que aquí se hiciera.
Cuando entré en la plazoleta de aparcamiento del Sunset Hills Country Club, vi a Connor en la puerta del gran edificio de estuco blanco. Se inclinó ante los tres golfistas japoneses que estaban con él y ellos se inclinaron a su vez. Luego les dio la mano, lanzó los palos al asiento de atrás y subió al coche.
—Llega tarde, kohai.
—Lo siento. Son sólo unos minutos. Me entretuvieron en la U.S.C.
—Su retraso nos ha incomodado a todos. Por cortesía, ellos se han sentido obligados a hacerme compañía en la puerta del club mientras le esperaba. A los hombres de su categoría no les gusta esperar. Son personas ocupadas. Pero consideraron que no podían dejarme solo. Me ha colocado en una situación embarazosa. Y ha dejado en mal lugar al Departamento.
—Lo siento. No pensé.
—Pues empiece a pensar, kohai. No está solo en el mundo.
Puse en marcha el coche y di la vuelta. Miré a los japoneses por el retrovisor. Agitaban la mano. No parecían molestos ni ansiosos por marcharse.
—¿Con quién ha jugado?
—Aoki-san es el director de la «Tokio Marine» de Vancouver. Hanada-san es vicepresidente del «Mitsui Bank» de Londres. Y Kenichi Asaka dirige todas las fábricas de «Toyota»
en el sudeste de Asia, desde Kuala Lumpur hasta Singapur. Tiene la base en Bangkok.
—¿Qué hacen aquí?
—Están de vacaciones —dijo Connor—. Unas cortas vacaciones en Estados Unidos para jugar al golf. Les gusta relajarse en un país como el nuestro que se mueve a un ritmo más sosegado.
Subíamos por una carretera sinuosa hacia Sunset Boulevard. Nos detuvimos en un semáforo.
—¿Adonde?
—Al hotel «Cuatro Estaciones».
Torcí a la derecha, hacia Beverly Hills.
—¿Y por qué esos señores juegan al golf con usted?
—Oh, hace tiempo que nos conocemos. Un favor aquí y otro allá a lo largo de los años. Yo no soy importante. Pero hay que mantener las relaciones. Una llamada telefónica, un pequeño obsequio, un partido de golf cuando vienes de visita a la ciudad. Porque uno nunca sabe cuándo necesitará a sus contactos. Las relaciones son tu fuente de información, tu válvula de seguridad y tu sistema de aviso de peligro. Es la mentalidad japonesa.
—¿Quién propuso este partido?
—Hanada-san quería jugar. Yo sólo me uní a él. Juego bastante bien, ¿sabe?
—¿Por qué decidió jugar hoy?
—Porque quería saber algo más acerca de las reuniones del sábado —dijo Connor.
Las reuniones del sábado. Entonces recordé que en el vídeo que habíamos visto en la cabina de edición de informativos, Sakamura agarraba del brazo a Cheryl Austin diciendo: «Tú no lo entiendes, se trata de las reuniones del sábado.»
—¿Y ellos le han dicho algo?
Connor asintió.
—Al parecer, empezaron hace tiempo, hacia mil novecientos ochenta. Al principio se celebraban en el «Century Plaza», después pasaron al «Sheraton» y, últimamente, al «Biltmore».
Connor miraba por la ventanilla. El coche se bamboleaba sobre los baches de Sunset Boulevard.
—Durante varios años, las reuniones fueron un acontecimiento periódico. A ellas asistían preeminentes empresarios japoneses que se encontraran de visita en la ciudad y escuchaban las discusiones acerca de lo que había que hacer respecto a Norteamérica. De cómo debía gestionarse la economía norteamericana.
—¿Qué?
—Sí.
—Eso es indignante.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque éste es nuestro país. ¡No se puede consentir que un hatajo de extranjeros celebre reuniones secretas para decidir cómo hay que administrarlo!
—Los japoneses no lo ven de ese modo —dijo Connor.
—¡No me extraña! ¡Sin duda piensan que tienen todo el derecho!
Connor se encogió de hombros.
—Efectivamente, eso es lo que piensan. Y ellos creen que se han ganado el derecho a decidir...
—Hostia...
—Han hecho fuertes inversiones en nuestra economía. Nos han prestado mucho dinero, Peter, mucho dinero. Cientos de miles de millones de dólares. Durante la mayor parte de los quince últimos años, Estados Unidos han tenido un déficit comercial con el Japón de mil millones de dólares a la semana. Mil millones de dólares a la semana con los que hay que hacer algo. Un torrente de dinero que se les viene encima rugiendo. Ellos, realmente, no desean tantos dólares. ¿Qué pueden hacer con todos los miles de millones que les sobran?
«Decidieron prestárnoslo a nosotros. Nuestro Gobierno arrastraba un déficit presupuestario, año tras año. No llegábamos a pagar nuestros propios programas. Y entonces los japoneses financiaron nuestro déficit presupuestario. Invirtieron en nosotros. Y nos prestaron su dinero a cambio de ciertas seguridades de nuestro Gobierno. Washington aseguró a los japoneses que nosotros pondríamos en orden nuestra casa. Reduciríamos el déficit. Mejoraríamos la enseñanza, reconstruiríamos nuestra infraestructura e, incluso, aumentaríamos los impuestos, si era necesario. En resumidas cuentas, enmendaríamos nuestros yerros. Porque sólo en estas condiciones puede tener sentido invertir en Norteamérica.
—Aja —exclamé yo.
—Pero nosotros no hicimos nada de eso. Dejamos que el déficit creciera y devaluamos el dólar. En mil novecientos ochenta y cinco, redujimos su valor a la mitad. ¿Sabe usted lo que eso supuso para las inversiones japonesas en Norteamérica? Una trastada. Lo que habían invertido en mil novecientos ochenta y cuatro rendía ahora la mitad.
Yo recordaba vagamente algo de eso.
—Creí que la idea era reducir el déficit comercial, fomentar las exportaciones.
—Efectivamente, pero la operación no dio resultado. Nuestra balanza de pagos con el Japón se desequilibró más todavía. Normalmente, si reduces a la mitad el valor de tu moneda, el precio de todas las importaciones se duplica. Pero los japoneses bajaron los precios de sus vídeos y sus copiadoras y conservaron su parte del mercado. Recuerde, los negocios son la guerra.
»Lo único que conseguimos fue abaratar el precio del suelo y de las empresas norteamericanas para que los japoneses pudieran comprarlos, porque ahora el yen era el doble de fuerte. Hicimos que los mayores Bancos del mundo pasaran a ser japoneses. E hicimos de Norteamérica un país pobre.
—¿Y eso qué tiene que ver con las reuniones del sábado?
—Bien —dijo Connor—. Supongamos que usted tiene un tío borracho. El dice que, si usted le presta dinero, dejará la bebida. Pero no la deja. Y usted desea recuperar su dinero. Salvar lo que pueda de su mala inversión. Y usted sabe que su tío, por ser un borracho, cualquier día, bajo los efectos del alcohol, puede hacer daño a alguien. Su tío es un descontrolado. Algo hay que hacer. Y la familia se reúne para decidir lo que hay que hacer con el problemático tío. Y eso decidieron hacer los japoneses.
—Ya. —Connor debió percibir la nota de escepticismo de mi voz.
—Vamos, quítese ya de la cabeza esa idea de que hay una conspiración. ¿Quiere usted apoderarse del Japón? ¿Gobernar el país? Claro que no. Ningún país sensato quiere apoderarse de otro. Hacer negocios, sí. Mantener relaciones, sí. Pero apoderarse, no. nadie desea esa responsabilidad. Nadie quiere preocupaciones. Ocurre lo que con el tío borracho. El consejo de familia se reúne cuando no hay más remedio. Es el último recurso.
—¿Y es así como lo ven los japoneses?
—Lo que ellos ven son miles y miles de millones de dólares de su bolsillo, kohai. Invertidos en un país que tiene graves problemas. Lleno de gente extraña e individualista que no hace más que hablar. Que constantemente se enfrentan unos a otros. Que discuten sin parar. Gente que no tiene una buena educación, que no sabe mucho del mundo, que extrae su información de la televisión. Gente que no trabaja mucho, que tolera la violencia y el consumo de drogas y que no parece tener nada contra esas cosas. Los japoneses tienen miles de millones de dólares en este peculiar país y desean obtener un beneficio decente de la inversión. Y, a pesar de que la economía norteamericana se derrumba, ya que pronto será la tercera del mundo, detrás del Japón y de Europa, consideran importante sostenerla. Y es lo único que pretenden.
—¿Eso hacen? —dije—. ¿La buena obra de salvar a Norteamérica?
—Alguien tiene que hacerlo —dijo Connor—. No podemos seguir como hasta ahora.
—Ya nos arreglaremos.
—Eso dicen siempre los ingleses. —Movió la cabeza—. Pero ahora Inglaterra es pobre. Y Norteamérica está empobreciéndose.
—¿Por qué está empobreciéndose? —dije, en voz más alta de lo que pensaba.
—Los japoneses dicen que porque Norteamérica se ha convertido en una nación sin esencia. Dejamos que la manufactura decaiga. Ya no fabricamos. Cuando se fabrica un producto se añade valor a la materia prima y se crea riqueza. Y Norteamérica ha dejado de hacer eso. Ahora los norteamericanos ganan dinero manipulando papel y eso, dicen los japoneses, a la larga tiene que perjudicarnos, porque los beneficios del papel no reflejan una riqueza real. Ellos piensan que nuestra fascinación por Wall Street y los «bonos basura» es cosa de locos.
—¿Y, por lo tanto, los japoneses tendrían que administrarnos?
—Ellos piensan que alguien debe hacerlo. Preferirían que lo hiciéramos nosotros, desde luego.
—Joder.
Connor se revolvió en el asiento.
—Puede ahorrarse su indignación, kohai. Porque, según Hanada-san, las reuniones del sábado se acabaron en mil novecientos noventa y uno.
—¿Sí?
—Efectivamente. Entonces fue cuando los japoneses decidieron no seguir preocupándose por si Norteamérica enmendaba sus yerros. Vieron las ventajas de la situación actual: Norteamérica está dormida y puede comprarse a precio de ganga.
—¿Así que las reuniones del sábado ya no existen?
—Aún se celebra alguna, esporádicamente. Por nichibei, las actuales relaciones nipo-norteamericanas. Ahora las economías de ambos países están entrelazadas. Ni uno ni otro puede desasirse, aunque lo desee. Pero las reuniones ya no son importantes. Básicamente, son actos sociales. Por lo tanto, lo que Sakamura dijo a Cheryl no es cierto. Y la muerte de la muchacha no tiene nada que ver con las reuniones del sábado.
—¿Con qué tiene que ver?
—Mis amigos parecen pensar que fue algo personal. Un ninjozata, un crimen pasional. Sus protagonistas: una hermosa kichigai y un hombre celoso.
—¿Y usted les cree?
—Lo cierto es que se mostraron unánimes. Los tres hombres de negocios expresaron la misma opinión. Desde luego, los japoneses son reacios a mostrar discrepancias incluso en el campo de golf de un país agrícola y subdesarrollado. Pero he podido descubrir que la unanimidad frente a un gaijin puede tapar multitud de pecados.
—¿Cree que mentían?
—Mentir, no. —Connor sacudió la cabeza—. Pero me dio la impresión de que decían algo con su silencio. El partido de esta mañana fue hará no naka o misenai. Mis amigos no estaban comunicativos.
Connor describió el partido de golf. Había habido largos silencios durante toda la mañana. Los cuatro hombres se habían mostrado en todo momento corteses y considerados, pero los comentarios habían sido escasos y reservados. Durante la mayor parte del tiempo, habían recorrido el campo en completo silencio.
—¡Y usted que había ido en busca de información! —dije—. ¿Cómo pudo soportarlo?
—Oh, yo obtenía información. —Pero, según dijo, era información sin palabras. Básicamente, los japoneses poseen medios de comprensión adquiridos a lo largo de muchos siglos de compartir una cultura y pueden comunicar sentimientos sin necesidad de hablar. Es algo parecido a la compenetración que en Occidente existe entre padres e hijos: a veces, a un niño le basta una mirada de la madre o del padre para comprender. Pero, en general, los norteamericanos no se sirven de la comunicación tácita y los japoneses, sí. Es como si todos los japoneses fueran miembros de una misma familia y pudieran entenderse sin hablar. Para un japonés, los silencios tienen significado.
—No es nada místico ni prodigioso —prosiguió Connor—. La mayor parte de las veces, se debe a que los japoneses están tan coartados por reglas y convencionalismos que acaban por no ser capaces de hablar. Por cortesía, para quedar bien, la otra persona está obligada a interpretar la situación, el contexto y el sutil lenguaje del gesto y la emoción contenida. Porque la primera persona es incapaz de usar las palabras. Hablar sería poco delicado y hay que transmitir el mensaje por otros medios.
—¿Y así pasó la mañana? ¿Callando?
Connor movió la cabeza negativamente. Él sabía que había mantenido buena comunicación con los golfistas japoneses, por lo que sus silencios no le inquietaban.
—Dado que les pedía que hablaran de otros japoneses, es decir, de miembros de su familia, tenía que formular mis preguntas con sumo cuidado. Como si a usted le preguntara si su hermana estaba en la cárcel o tocara un asunto que le resultara doloroso o embarazoso. Yo estaría atento a cuánto tardaba usted en contestar, las pausas que hacía entre frase y frase, su tono de voz... todo tipo de cosas, además de las palabras en sí, ¿comprende?
—Comprendo.
—Quiere decir que captas el sentido por intuición.
—¿Y qué intuyó usted?
—Ellos me decían: «Tenemos en consideración que, en el pasado, usted nos ha prestado servicios. Nosotros, ahora, deseamos ayudarle. Pero este asesinato es un asunto de japoneses y no podemos decirle todo lo que nos gustaría decirle. De nuestro silencio, usted puede sacar conclusiones útiles acerca de la cuestión de fondo.» Eso me decían.
—¿Y cuál es la cuestión de fondo?
—Verá, mencionaron varias veces a la «MicroCon».
—¿La empresa de tecnología punta?
—Sí; la que ahora se vende. Al parecer, se trata de una pequeña empresa de Silicon Valley de maquinaria para informática muy especializada. Y la venta plantea problemas de índole política. Se refirieron varias veces a esos problemas.
—¿Entonces este asesinato tiene que ver con la «Micro-Con»?
—Creo que sí. —Se volvió hacia mí—. A propósito, ¿qué averiguó acerca de las cintas en la U.S.C.?
—En primer lugar, que son copias.
—Me lo figuraba. —Connor asintió.
—¿Se lo figuraba?
—Ishigura nunca nos hubiera dado los originales. Los japoneses piensan que todo el que no es japonés es un bárbaro. Así lo creen, literalmente: bárbaro. Un bárbaro estúpido, grosero y asqueroso. Lo asumen con mucha cortesía, porque comprenden que uno no tiene la culpa de padecer la desgracia de no haber nacido japonés. Pero, de todos modos, lo piensan.
Yo asentí. Lo mismo, poco más o menos, había dicho Sanders.
—Por otra parte —prosiguió Connor—, los japoneses son eficaces pero no audaces. Son minuciosos y concienzudos. Por lo tanto, no nos dan los originales porque no quieren correr riesgos. Bien. ¿Qué más descubrió acerca de las cintas?
—¿Qué le hace pensar que hay algo más?
—Cuando miró usted las cintas, seguro que observaría un detalle importante que...
Entonces nos interrumpió el timbre del teléfono.
—Capitán Connor —dijo una voz jovial por el altavoz—. Aquí Jerry Orr, del Sunset Hills Country Club. Se dejó usted los papeles.
—¿Los papeles?
—La solicitud de ingreso —dijo Orr—. Tiene usted que rellenarla, capitán. Desde luego, es puro trámite. Le aseguro que no habrá dificultades, con esos avalistas.
—Esos avalistas —dijo Connor.
—Sí, señor —repuso Orr—. Y enhorabuena. Como ya sabrá, hoy en día es casi imposible conseguir una plaza de socio de Sunset. Pero la empresa de Mr. Hanada había adquirido una plaza hace tiempo y han decidido ponerla a su nombre.
Desde luego, es todo un detalle de sus amigos.
—Sí que lo es —dijo Connor frunciendo el entrecejo.
Yo le miraba.
—Ellos saben lo mucho que le gusta jugar al golf aquí —dijo Orr—. Usted ya conoce las condiciones, desde luego. Manada adquiere el título de socio para cinco años y, transcurrido este plazo, será transferido a nombre de usted. De manera que, si desea darse de baja, podrá venderlo. Dígame, ¿pasará a recoger los papeles o quiere que se los enviemos a su casa?
—Mr. Orr —dijo Connor—, haga el favor de expresar a Mr. Hanada mi más cordial y sincero agradecimiento por su gran generosidad. Realmente, no sé qué decir. Pero permítame usted que le llame después.
—Conforme. Sólo díganos a dónde tenemos que enviárselos.
—Ya le llamaré —dijo Connor.
Oprimió el pulsador para terminar la conversación y se quedó mirando al frente, cejijunto. Hubo un largo silencio.
—¿Cuánto puede costar hacerse socio de ese club? —pregunté.
—Setecientos cincuenta. Quizás un millón.
—Es un buen regalo el que le hacen sus amigos. —Estaba pensando otra vez en Graham y en sus constantes insinuaciones de que los japoneses tenían a Connor en el bolsillo. Parecía estar bastante claro.
—No lo entiendo. —Connor movía la cabeza.
—¿Qué es lo que hay que entender? Canastos, capitán, yo diría que está bien claro.
—No; no lo entiendo —repitió.
Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era para mí.
—¿Teniente Smith? Aquí Louise Gerber. Me alegro de haber podido localizarlo.
El nombre no me sonaba.
—¿Sí?
—Puesto que mañana es sábado, pensé que quizá tendría tiempo para visitar una casa.
Entonces recordé quién era. Hacía un mes, había visitado varias casas con un corredor de fincas. Michelle estaba creciendo y quería sacarla del apartamento. Llevarla a una casa con jardín. La visita fue bastante decepcionante. A pesar de la crisis inmobiliaria, las casas más pequeñas costaban entre cuatrocientos y quinientos mil. Con mi salario, no podía ni pensar en ello.
—Se ha presentado una oportunidad muy especial que me ha hecho pensar en usted y su hijita. Es una casa pequeña, en Palms. La casa es muy pequeña, pero hace esquina y tiene un jardín muy bonito atrás. Flores y césped. El precio es trescientos, pero pensé en usted porque el vendedor está dispuesto a dar facilidades. Creo que podría conseguirla por una entrada muy pequeña. ¿Quiere verla?
—¿Quién es el vendedor?
—Pues en realidad, no lo sé. Es un caso muy especial. La casa es propiedad de una anciana que se ha ido a vivir a una residencia y su hijo, que vive en Topeka, quiere venderla; pero, en lugar de hacer la venta al contado, prefiere recibir ingresos parciales. La finca todavía no ha sido puesta en el mercado, pero me consta que el vendedor está decidido. Si pudiera ir mañana, quizá consiguiera una opción. Y el jardín es muy bonito. Ya me parece ver allí a su hija.
Ahora era Connor el que me miraba a mí.
—Miss Gerber —dije—, me gustaría tener más datos. Quién es el vendedor, etcétera.
—Creí que le entusiasmaría la oferta. Oportunidades como ésta no abundan. ¿No quiere ver la casa?
Connor me miraba moviendo la cabeza afirmativamente y musitando «sí».
—Luego la llamo, ¿de acuerdo?
—Está bien, teniente. —Parecía defraudada—. Por favor, dígame algo.
—Descuide.
Colgué.
—¿Qué puñetas pasa? —pregunté. Porque era innegable: acababan de ofrecernos un montón de dinero a los dos. Un montón de dinero.
Connor movía la cabeza.
—No lo sé.
—¿Tendrá algo que ver con la «MicroCon»?
—No lo sé. Creí que la «MicroCon» era una empresa pequeña. Esto no tiene sentido. —Parecía muy intranquilo—. ¿Qué es exactamente la «MicroCon»?
—Me parece que sé a quién preguntárselo.
—¿La «MicroCon»? —preguntó Ron Levine, mientras encendía un gran cigarro—. Claro que puedo hablarte de la «MicroCon». Es una fea historia.
Estábamos en la redacción de la «American Financial Network», una cadena de televisión de noticias por cable situada cerca del aeropuerto. Por la ventana del despacho de Ron se veían las blancas antenas parabólicas instaladas en el tejado del garaje contiguo. Ron daba chupadas al cigarro y nos sonreía ampliamente. Antes de dedicarse a la televisión, había sido reportero de la sección de finanzas del Times. La «AFN» era una de las pocas cadenas de televisión en las que la gente que salía en pantalla no tenía guión, por lo que había de saber lo que se decía, y Ron lo sabía.
—«MicroCon» fue fundada hace cinco años por un consorcio de fabricantes de ordenadores norteamericanos —dijo—. La finalidad de la Compañía era el desarrollo de una nueva generación de máquinas de litografía por rayos X para chips de ordenador. Cuando la «MicroCon» empezó a trabajar, en Norteamérica no había fabricantes de máquinas de litografía porque en los años ochenta habían sido barridos por la fuerte competencia de los japoneses. La «MicroCon» desarrolló nueva tecnología y desde entonces ha venido fabricando máquinas para empresas norteamericanas. ¿Comprendido?
—Comprendido —dije.
—Hace dos años, la «MicroCon» fue vendida a la «Darley-Higgins», una empresa de gestión de Georgia. Las otras compañías de la «Darley» hacían aguas por lo que se decidió vender la «MicroCon» a fin de allegar fondos. El comprador que encontraron fue «Akai Ceramics», una empresa de «Osaka» que ya fabricaba máquinas de litografía en el Japón. La «Akai» tenía mucha liquidez y estaba dispuesta a comprar la compañía norteamericana por un precio alto. Y entonces el Congreso se opuso a la venta.
—¿Por qué?
—El declive de la industria norteamericana empieza a preocupar incluso al Congreso. Ya son demasiadas las industrias básicas que nos ha adquirido el Japón: en los sesenta, siderúrgicas y construcción naval; en los setenta, televisión e informática; en los ochenta, máquinas herramientas. Un buen día alguien se despierta y se da cuenta de que estas industrias son vitales para la defensa del país. Hemos perdido la capacidad de fabricar piezas que son esenciales para nuestra seguridad nacional. Dependemos por completo de los suministros del Japón. Así que el Congreso empieza a preocuparse. De todos modos, tengo entendido que la operación sigue adelante. ¿Por qué? ¿Tienen ustedes algo que ver con la venta?
—En cierto modo —dijo Connor.
—Afortunados mortales —dijo Ron dando chupadas al cigarro—. Intervenir en una venta de los japoneses es como encontrar petróleo. Todo el mundo se hace rico. Imagino que a ustedes les caerán bonitos regalos.
—Muy bonitos —dijo Connor moviendo afirmativamente la cabeza.
—Seguro. Se ocuparán bien de ustedes. Les comprarán una casa, un coche, les conseguirán una financiación barata o algo por el estilo.
—¿Por qué habían de hacer eso? —pregunté.
—¿Por qué comen sushi? Es su manera de hacer negocios.
—Pero, ¿no es «MicroCon» una operación pequeña?
—Sí, más bien pequeña. La compañía vale unos cien millones. «Akai» la compra por ciento cincuenta. Además, probablemente, tengan previstos otros veinte millones para incentivos a los actuales mandos de la empresa, quizá diez millones para gastos legales, diez para honorarios de asesores, distribuidos por Washington y diez millones para regalos varios para personas como ustedes. Pongamos doscientos millones en total.
—¿Doscientos millones por una compañía que vale cien? —pregunté—. ¿Por qué pagan más de lo que vale?
—Nada de eso —dijo Ron—. Ellos lo consideran una ganga.
—¿Por qué?
—Porque si tienes las máquinas para fabricar una cosa, como chips para ordenador, también son tuyas las industrias que dependen de lo que fabrican esas máquinas. La «MicroCon» les dará el control de la industria norteamericana de la informática. Y, como de costumbre, nosotros no hacemos nada para impedirlo. Así perdimos nuestra industria de la televisión y nuestra industria de máquinas-herramientas.
—¿Qué pasó con la industria de la televisión? —pregunté.
Él miró su reloj.
—Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era el primer fabricante de televisores del mundo. Veintisiete compañías norteamericanas, como «Zenith», «RCA», «GE» y «Emerson» tenían una sólida ventaja tecnológica respecto a los fabricantes extranjeros. Las compañías norteamericanas vendían en todo el mundo, salvo en el Japón. No podían penetrar en el cerrado mercado japonés. Se les dijo que, si querían vender en el Japón, tenían que conceder licencias de fabricación a compañías japonesas. Y así lo hicieron, de mala gana y bajo presión del Gobierno que quería mantener al Japón como aliado frente a la Unión Soviética. ¿Comprendido?
—Comprendido.
—Ahora bien, conceder licencias es mala idea. Significa que el Japón consigue nuestra tecnología para su propio uso y que nosotros perdemos el mercado japonés. Muy pronto, el Japón empieza a fabricar televisores baratos en blanco y negro y a exportarlos a Norteamérica, mientras nosotros seguimos sin poder exportar al Japón, ¿comprenden? En mil novecientos setenta y dos, el setenta por ciento de los televisores que se venden en Estados Unidos son de importación. En mil novecientos setenta y seis, son de importación todos. Hemos perdido el mercado de los televisores en blanco y negro. Los obreros norteamericanos ya no fabrican esos aparatos. Son empleos que hemos perdido.
«Decimos que eso no importa: nuestras empresas han pasado a fabricar televisores en color. Pero el Gobierno japonés inicia un programa intensivo para el desarrollo de la industria de la televisión en color. Y, una vez más, Japón consigue licencias de la tecnología norteamericana, las perfecciona en sus mercados protegidos y nos inunda con sus exportaciones. Y, una vez más, las importaciones desplazan a las empresas norteamericanas. Exactamente la misma historia. En mil novecientos ochenta, sólo tres compañías norteamericanas fabrican televisores en color. En mil novecientos ochenta y siete, sólo una: «Zenith».
—Pero los televisores japoneses eran mejores y más baratos —dije.
—Mejores, quizá —dijo Ron—. Pero sólo eran más baratos porque se vendían a precios inferiores a los costes de fabricación, para barrer a los competidores norteamericanos. Eso se llama dumping. Es una práctica ilegal tanto según el Derecho norteamericano como según el Derecho internacional.
—Entonces, ¿por qué no lo impedimos?
—Buena pregunta. Particularmente por cuanto que el dumping no era sino una de tantas técnicas japonesas ilegales de comercialización. También fijaban los precios: tenían lo que ellos llamaban el Grupo del Décimo Día. Cada diez días, los empresarios japoneses se reunían en un hotel de Tokio para fijar los precios para Estados Unidos. Nosotros protestábamos, pero las reuniones continuaron. También promovían la distribución de sus productos con métodos de competencia desleal. Al parecer, los japoneses pagaban millones en primas a distribuidores como «Sears». Perpetraban fraudes aduaneros masivos. Y destruyeron a la industria norteamericana, que no podía competir.
»Sí, nuestras empresas protestaban y demandaban; se formularon docenas de denuncias contra compañías japonesas por dumping, fraude y monopolio ante los tribunales federales. Generalmente, los casos de dumping se resuelven antes de un año. Pero nuestro Gobierno no hacía nada por ayudar... y los japoneses son maestros en el arte de la dilación. Pagaban millones a los traficantes de influencias norteamericanos para que les buscaran recomendaciones. Cuando se veía la causa, al cabo de doce años, ya había terminado la batalla en el mercado. Y, naturalmente, durante este tiempo las empresas norteamericanas no podían desquitarse en el Japón. No les permitían ni meter el pie por una rendija de la puerta.
—¿Quiere decir que los japoneses se hicieron con la industria de la televisión por medios ilegales?
—No hubieran podido conseguirlo sin nuestra ayuda —dijo Ron encogiéndose de hombros—. Nuestro Gobierno le bailaba el agua al Japón que les parecía un país pequeñito que empezaba a despegar. Y no daba la impresión de que la industria norteamericana necesitara ayuda gubernamental. Aquí siempre ha habido una cierta prevención contra todo lo que sea negocio. Pero nuestro Gobierno no parecía darse cuenta de que aquí no es exactamente lo mismo. Cuando «Sony» lanza el «Walkman», no decimos: «Bonito producto. Ahora ustedes tienen que conceder licencia de fabricación a la "GE" y venderlo a través de una compañía norteamericana.» Si buscan distribución, no les decimos: «Lo sentimos, pero las tiendas norteamericanas tienen convenios con los fabricantes norteamericanos. Tendrán que distribuir a través de una empresa norteamericana.» Si buscan patentes, no decimos: «Se tarda ocho años en conceder una patente y, durante este tiempo, su solicitud estará disponible públicamente, a fin de que nuestras compañías puedan leer lo que ustedes han inventado y copiarlo gratis, de manera que cuando les demos la patente, ellas ya dispondrán de su propia versión de su tecnología.»
«Nosotros no hacemos ninguna de estas cosas. El Japón las hace todas. Sus mercados están cerrados. Los nuestros, abiertos de par en par. No es un campo de juego en el que las fuerzas estén equilibradas; es una calle de una sola dirección.
»Y ahora en este país se ha creado un clima derrotista. A las compañías norteamericanas las putearon con la televisión en blanco y negro y las putearon con la televisión en color. El Gobierno de Estados Unidos no quiso ayudar a nuestras empresas a luchar contra las prácticas comerciales ilegales de los japoneses. Por eso cuando «Ampex» inventó el vídeo, ni siquiera intentó hacer un producto comercial sino que vendió la licencia al Japón. Y a otra cosa. Y muy pronto te encuentras con que las empresas norteamericanas no hacen investigación. ¿Por qué desarrollar nueva tecnología si tu propio Gobierno se muestra tan hostil a tus esfuerzos que no vas a poder sacarla al mercado?
—Pero, ¿no está la industria norteamericana mal gestionada?
—Ésa es la consigna —dijo Ron—, la consigna que pregonan los japoneses y los portavoces norteamericanos. Sólo con algún que otro episodio aislado, la gente pudo vislumbrar lo indignantes que llegan a ser los japoneses. Por ejemplo, el caso Houdaille. ¿Lo conocen? Houdaille era un fabricante de máquinas-herramientas que denunció que en el Japón se estaban violando sus patentes y licencias. Un juez federal envió al Japón al abogado de Houdaille a recoger pruebas. Pero los japoneses se negaron a concederle el visado de entrada.
—Bromea.
—¿Por qué han de preocuparse? Ellos saben que nosotros no tomaremos represalias. Cuando el caso Houdaille fue llevado ante la Administración Reagan, no se hizo nada. Y Houdaille dejó de fabricar máquinas-herramientas. Porque no hay quien pueda competir con un dumping. Y es que para eso se hace el dumping.
—¿Y no se pierde dinero con el «dumping»?
—Al principio, sí. Pero, como vendes millones de unidades, puedes perfeccionar tus sistemas de producción y abaratar costes. Al cabo de un par de años, el artículo te sale realmente a un coste inferior. Entretanto, has barrido a la competencia y controlas el mercado. Y es que los japoneses plantean las cosas estratégicamente, ellos apuntan a largo plazo, a lo que será el mundo dentro de cincuenta años. Una empresa norteamericana tiene que rendir beneficios cada tres meses, o el director y la plana mayor se encontrarán en la calle. Pero a los japoneses no les interesan los beneficios inmediatos. Ellos quieren mercado. Para ellos hacer negocios es como hacer la guerra. Hay que ganar terreno. Aniquilar a la competencia. Conquistar un mercado. Es lo que han estado haciendo durante los treinta últimos años.
»De modo que los japoneses nos inundaron de acero, televisores, aparatos electrónicos, chips para ordenador y máquinas herramientas a bajo precio sin que nadie se lo impidiera. Y nosotros perdimos todas esas industrias. Las empresas y el Gobierno japoneses apuntan a sectores industriales específicos y los conquistan. Sector tras sector, año tras año. Mientras tanto, nosotros nos sentamos a hablar de libre comercio. Pero el libre comercio no tiene sentido si no es comercio leal. Y los japoneses no creen en el comercio leal. Los japoneses adoran a Reagan, y con razón. Durante su presidencia hicieron su agosto. En nombre del libre comercio, él nos abrió bien las piernas.
—¿Y por qué no entienden esto los norteamericanos? —pregunté.
—¿Por qué comen hamburguesas? —Rió Connor—. Porque son así, kohai.
Una voz de mujer gritó desde la Redacción:
—¿Hay aquí alguien que se llame Connor? Le llaman del hotel «Cuatro Estaciones».
Connor miró el reloj y se levantó.
—Con permiso. —Salió a la redacción. A través del cristal, le veía hablar por teléfono y tomar notas.
—Y la cosa continúa —prosiguió Ron—. ¿Por qué una cámara japonesa es más barata en Nueva York que en Tokio? ¿La haces recorrer medio mundo, pagas derechos de aduana y costes de distribución y va a ser más barata? ¿Cómo es posible? Los turistas japoneses compran aquí sus productos porque los encuentran más baratos. Pero los productos norteamericanos cuestan en el Japón un setenta por ciento más que aquí. ¿Por qué lo consiente el Gobierno? No lo sé. Parte de la respuesta está ahí arriba.
Señaló el monitor de su despacho en el que un hombre de aspecto distinguido hablaba por encima de una cinta perforada en movimiento. El sonido estaba al mínimo.
—¿Ve a ese tipo? Es David Rawlings, profesor de Ciencias Económicas de Stanford. Especialista en la zona del Pacífico. Es el típico..., ¿me hace el favor de subir el volumen? Pudiera estar hablando de la «MicroCon».
Hice girar el mando del televisor. Oí que Rawlings decía:
«... opinan que la actitud de los norteamericanos es completamente irracional. Al fin y al cabo, las empresas japonesas proporcionan puestos de trabajo a los norteamericanos, mientras que las empresas norteamericanas trasladan sus fábricas al extranjero, hurtándoselas a su propia gente. Los japoneses no comprenden a qué vienen las quejas.»
—Las típicas sandeces —suspiró Ron.
En la pantalla, el profesor Rawlings decía:
«Yo pienso que el pueblo norteamericano corresponde con ingratitud a la ayuda que nuestro país recibe de los inversores extranjeros.»
Ron se echó a reír.
—Rawlings forma parte del grupo al que llamamos los besacrisantemos. Expertos académicos que difunden la propaganda japonesa. En realidad, no tienen opción, ya que, para trabajar necesitan tener acceso al Japón y, en cuando empiezan a expresar opiniones críticas, se les secan las fuentes japonesas. Se les cierran las puertas. Y, en Estados Unidos, los japoneses dejan caer aquí y allá la insinuación de que esa persona no es fiable o que sus opiniones están «anticuadas». O, peor, que es racista. Todo el que critica al Japón es racista. Pronto a ese profesor deja de invitársele a dar conferencias y va perdiendo oportunidades de trabajar. Y en la profesión todos saben la suerte que corre el que se desmanda. Ninguno está dispuesto a cometer el mismo error.
Connor volvió a entrar en el despacho.
—¿Tiene algo de ilegal la venta de la «MicroCon»? —preguntó.
—Desde luego —dijo Ron—. Aunque depende de lo que decida Washington. «Akai Ceramics» ya tiene el sesenta por ciento del mercado norteamericano. «MicroCon» le daría virtualmente el monopolio. Si «Akai» fuera una empresa norteamericana, el Gobierno prohibiría la venta en virtud de la ley antimonopolios. Pero, dado que «Akai» no es norteamericana, la venta no se supervisa con tanta minuciosidad. Tengo la impresión de que al fin la aprobarán.
—¿Quiere decir que una compañía japonesa puede tener un monopolio en Norteamérica y una compañía norteamericana no?
—Esto es lo que suele ocurrir en los tiempos que corren —dijo Ron—. Y es que, muchas veces, las leyes norteamericanas favorecen la venta de nuestras empresas a los extranjeros. Eso ocurrió cuando «Matsushita» compró los «Estudios Universal». La «Universal» estaba en venta desde hacía años. Varias empresas norteamericanas trataron de comprarla, pero no pudieron. En mil novecientos ochenta, lo intentó la «Westinghouse» y no lo consiguió: violaba las leyes antimonopolio. Lo intentó la «RCA». No hubo trato: conflicto de intereses. Pero, cuando se presentó «Matsushita», no hubo impedimentos. Últimamente las leyes han cambiado. Pero entonces no hubo nada que hacer. «MicroCon» no es más que el último ejemplo de la insensatez de las disposiciones norteamericanas.
—¿Y qué dicen las empresas de informática norteamericanas acerca de la venta de la «MicroCon»?
—No les hace ninguna gracia, pero tampoco se oponen.
—¿Por qué no?
—Porque las empresas norteamericanas consideran ya excesivo el intervencionismo del Gobierno. El cuarenta por ciento de todas las exportaciones de Estados Unidos está sujeto a regulación. El Gobierno no autoriza a nuestras empresas de informática a vender a la Europa del Este. La guerra fría ha terminado pero la prohibición subsiste. Mientras, japoneses y alemanes se hinchan de vender. Por lo tanto, los norteamericanos quieren menos intervencionismo. Y, en cualquier intento por impedir la venta de la «MicroCon», ellos verían una injerencia del Gobierno.
—No le encuentro sentido a eso —dije.
—Estoy de acuerdo —convino Ron—. Durante los próximos años, las empresas norteamericanas van a ser aniquiladas. Porque, si el Japón fuera el único proveedor de máquinas para la fabricación de chips, podría impedir que las empresas norteamericanas las compraran.
—¿Eso harían?
—Ya lo han hecho otras veces —dijo Ron—. Con los implantadores de iones y otro material. Pero no hay forma de que las compañías norteamericanas se pongan de acuerdo. No hacen más que pelear entre sí. Y, entretanto, los japoneses van comprando empresas de alta tecnología a razón de una cada diez días aproximadamente. Y desde hace seis años. Nos están destripando. Pero el Gobierno no presta atención porque existe el llamado CFIUS, el comité encargado de supervisar las inversiones extranjeras en Estados Unidos que debería seguir la venta de las empresas de tecnología avanzada. Pero el CFIUS nunca hace nada. De las quinientas últimas ventas, sólo se bloqueó una. Las compañías van vendiéndose una a una, y en Washington nadie dice ni pío. Finalmente, el senador Morton arma el follón y dice: «Eh, un momento», pero nadie le escucha.
—¿La venta se hará de todos modos?
—Eso oí decir esta mañana. La maquinaria japonesa de Relaciones Públicas está funcionando a tope para generar publicidad favorable. Y son tenaces. Están en todas partes. Literalmente en todas partes.
Sonó un golpecito en la puerta y una mujer rubia asomó la cabeza.
—Perdona que te interrumpa, Ron —dijo—, pero Keith ha recibido una llamada del representante en Los Ángeles de la «NHK», la televisión nacional japonesa. Pregunta por qué nuestro reportero ataca al Japón.
—¿Que ataca al Japón? —preguntó Ron frunciendo el entrecejo—. ¿A qué viene eso?
—Asegura que nuestro reportero dijo estando en antena: «Los malditos japoneses están haciéndose los amos de este país.»
—Venga ya. Nadie diría eso en antena. ¿Quién se supone que lo dijo?
—Lenny. En Nueva York.
Ron se revolvió en el sillón.
—Hum. ¿Habéis repasado las cintas?
—Sí —dijo la mujer—. Están revisándolas ahora en la cabina de control principal. Pero supongo que es verdad.
—Mierda.
—¿Cómo ha pasado? —pregunté.
—Todos los días captarnos segmentos de Nueva York y Washington y los retransmitimos vía satélite. Al principio y al final de la conexión hay un minuto que no sale por antena. Nosotros lo eliminamos, pero cualquiera que tenga una parabólica y busque nuestra señal podrá captar la transmisión en bruto. Y muchos lo hacen. Nosotros advertimos al presentador que tenga cuidado con lo que hace o dice delante de la cámara. El año pasado, Louise se desabrochó la blusa para ponerse el micro... y recibimos llamadas de todo el país.
Sonó el teléfono. Ron escuchó un momento y dijo:
—Está bien. Entendido. Han repasado la cinta —nos dijo después de colgar—. Lenny estaba en cámara y, antes de empezar su crónica, hizo un comentario a Louise: «Como nos descuidemos, los malditos japoneses van a hacerse los amos de este país.» No estaba en antena oficialmente, pero lo dijo. —Volvió la cabeza, compungido—. ¿El de la «NHK» sabe ya que nosotros no transmitimos eso?
—Sí; pero dice que puede haber sido captado y por eso protesta.
—O sea que escuchan hasta nuestras pruebas. Puñeta. ¿Qué quiere hacer Keith?
—Dice que está harto de avisar a los presentadores de Nueva York. Quiere que tú te encargues.
—¿Desea que llame al de la «NHK»?
—Dice que lo deja a tu criterio, pero que tenemos un convenio con la «NHK» para el show de media hora que les enviamos todos los días y que no quiere comprometerlo. Opina que deberías pedir disculpas.
—Ahora tengo que pedir disculpas hasta por lo que no transmitimos —suspiró Ron. Nos miró—: Tengo que irme, señores. ¿Alguna cosa más?
—No —dije—. Suerte.
—Todos la necesitamos —dijo Ron—. ¿Saben que la «NHK» está montando una cadena de noticias para todo el mundo, con un capital de mil millones de dólares? Van a llevar a todo el mundo la «CNN» de Ted Turner. Y, a juzgar por la historia reciente... —Se encogió de hombros—. Ya podemos despedirnos de los medios de comunicación norteamericanos.
Cuando salíamos, oí decir a Ron por teléfono:
—¿Mr. Kasaka? Aquí Ron Levine de la «AFN». Sí, señor. Sí, Mr. Kasaka. Le llamo para decirle que lamento sinceramente lo que nuestro reportero dijo por el satélite y deseo pedirle disculpas...
Cerramos la puerta y nos fuimos.
—¿Ahora, adonde? —pregunté.
El hotel «Cuatro Estaciones» cuenta entre su clientela con estrellas y políticos. Tiene una bonita entrada, pero nosotros estábamos aparcados a la vuelta de la esquina, junto a la puerta de servicio. Junto a un andén había un camión grande de una granja, del que el personal de cocina descargaba cajas de leche. Llevábamos esperando cinco minutos. Connor miró el reloj.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté.
—Obedecer al Tribunal Supremo, kohai.
Una mujer con traje de chaqueta salió al andén de descarga, miró en derredor y agitó una mano. Connor hizo otro tanto. La mujer volvió a entrar. Connor desprendió dos billetes de veinte dólares de un fajo que sacó del bolsillo.
—Una de las primeras cosas que aprendí es que el personal de un hotel puede ser muy útil para un detective. Especialmente hoy en día, en que la Policía tiene tantas limitaciones. Nosotros no podemos entrar en una habitación de hotel, si no llevamos una orden judicial. Si entráramos, todo lo que pudiéramos encontrar sería inadmisible, ¿no es cierto?
—Es cierto.
—Pero las camareras pueden entrar. Los botones, las encargadas de la limpieza y los del servicio de habitaciones pueden entrar.
—Aja.
—Por lo tanto, he procurado buscar contactos en todos los grandes hoteles. —Abrió la puerta—. Ahora mismo vuelvo.
Se acercó al andén de descarga y esperó. Yo golpeaba el volante con la mano. Me vino a la memoria una canción:
Cambié de opinión, me gusta este amor. Rayos y truenos, bolas de fuego.
En el andén apareció una camarera de uniforme que dijo unas palabras a Connor. Él escribía. La mujer tenía una cosa dorada en la palma de la mano. Él no la tocó, sólo la miró y asintió. Ella se la metió en el bolsillo. Entonces él le dio dinero y la mujer se fue.
Me crispas los nervios y me sorbes el seso.
Demasiado amor enloquece a un hombre.
Me rompiste la voluntad, pero qué emoción...
Salió al andén un asistente con un traje azul en una percha. Connor hizo una pregunta y el asistente miró el reloj antes de contestar. Luego Connor se agachó y escudriñó los bordes de la americana. Luego abrió la americana y examinó el pantalón en la misma percha.
El valet se llevó el traje y en seguida salió al andén con otro traje. Éste era azul con rayita blanca. Connor repitió su inspección. Pareció encontrar algo en la americana que raspó e introdujo cuidadosamente en una bolsita de plástico transparente. Luego pagó al valet y volvió al coche.
—¿Investigando al senador Rowe? —pregunté.
—Investigando varias cosas —dijo—. Pero sí, también al senador Rowe.
—Anoche el ayudante de Rowe tenía unas bragas blancas en el bolsillo. Y Cheryl las llevaba negras.
—Es verdad —dijo Connor—. Pero me parece que progresamos.
—¿Qué tiene en la bolsita?
Sacó la bolsa transparente y la puso a contraluz. Dentro vi unos filamentos oscuros.
—Parecen pelos de alfombra. Una alfombra oscura como la que hay en la sala de juntas de la «Nakamoto». Tendré que preguntar al laboratorio para estar seguro. Mientras, tenemos otro problema que resolver. Arranque.
—¿A dónde vamos?
—A la «Darley-Higgins». La propietaria de la «MicroCon».
En el vestíbulo, al lado de la recepcionista, un hombre colocaba grandes letras doradas en la pared: DARLEY-HIGGINS INC. Debajo, se leía: EFICACIA EN LA GESTIÓN. Otros hombres instalaban moqueta.
Mostramos las placas y preguntamos por Arthur Greiman, director de «Darley-Higgins».
La recepcionista tenía acento sureño y nariz respingona.
—Mr. Greiman está reunido. ¿Les espera?
—Venimos a hablar de la venta de la «MicroCon».
—Entonces tienen que ver a Mr. Enders, el vicepresidente para publicidad. Él es quien lleva el asunto de la «MicroCon».
—Está bien —dijo Connor.
Nos sentamos en el sofá de la zona de recepción. Frente a nosotros, en otro sofá, había una bonita mujer con falda estrecha. Tenía un rollo de planos debajo del brazo. Los operarios seguían dando martillazos.
—Creí que la compañía tenía apuros financieros. ¿Por qué están de reformas?
Connor se encogió de hombros.
La recepcionista contestaba al teléfono y pasaba las llamadas.
—«Darley-Higgins», un momento, por favor. «Darley-Higgins»... Oh, no se retire, senador... «Darley-Higgins», sí, gracias...
Cogí un folleto de la mesita. Era la Memoria anual del grupo de gestión «Darley-Higgins», con oficinas en Atlanta, Dallas, Seattle, San Francisco y Los Angeles. Vi la foto de Arthur Greiman. Parecía feliz y satisfecho de sí mismo. En la Memoria había un artículo firmado por él y titulado: «Un compromiso con la eficacia.»
La recepcionista nos dijo:
—Mr. Enders viene en seguida.
—Gracias —dijo Connor.
Al cabo de un momento, salieron al vestíbulo dos hombres con traje oscuro. La mujer de los planos se levantó diciendo:
—Buenos días, Mr. Greiman.
—Hola, Beverly —dijo el mayor de los dos hombres—. En seguida la atiendo.
Connor también se levantó. La recepcionista dijo inmediatamente:
—Mr. Greiman, estos señores...
—Un momento —dijo Greiman. Se volvió hacia el otro hombre, que era más joven, de unos treinta y tantos años—. Díselo bien claro a Roger.
El joven movía la cabeza.
—No le va a gustar.
—Eso ya lo sé. Pero díselo de todos modos. Seis millones coma cuatro de retribución para un director general es lo mínimo.
—Pero, Arthur...
—Tú díselo.
—Se lo diré, Arthur —dijo el joven alisándose la corbata. Bajó la voz—. Pero el Consejo protestará. No le hará ninguna gracia aumentarte a más de seis cuando los beneficios han bajado tanto...
—No se trata de beneficios —dijo Greiman—. Ahora estamos hablando de la retribución. No tiene nada que ver con los beneficios. El Consejo tiene que equiparar la compensación a los niveles actuales. Si Roger no consigue que el Consejo se avenga, yo anulo la reunión de marzo y exijo cambios. Díselo así mismo.
—De acuerdo, Arthur. Así lo haré, pero...
—Tú díselo. Llámame esta noche.
—Está bien, Arthur.
Se estrecharon la mano. El joven se alejó con gesto de contrariedad. La recepcionista dijo:
—Mr. Greiman, estos señores...
Greiman nos miró. Connor empezó:
—Mr. Greiman, nos gustaría hablar un minuto con usted de la «MicroCon». —Connor se volvió ligeramente y le mostró la placa.
Greiman explotó de indignación:
—¡Por los clavos de Cristo! Otra vez, no. Esto es condenado hostigamiento.
—¿Hostigamiento ?
—¿Cómo lo llamaría usted? Aquí han venido empleados del Senado, han venido los del FBI. ¿Y ahora la Policía de Los Ángeles? No somos criminales. Tenemos perfecto derecho a vender una compañía que es nuestra. ¿Dónde está Louis?
—Mr. Enders viene en seguida —dijo la recepcionista.
Connor dijo serenamente:
—Mr. Greiman, lamento molestarle. No tenemos más que una pregunta. Sólo será un minuto.
—¿Cuál es su pregunta? —Greiman echaba chispas.
—¿Cuántos postores tuvo la «MicroCon»?
—Eso no le importa. De todos modos, nuestro convenio con «Akai» estipula que no podemos hacer declaraciones acerca de la venta.
—¿Hubo más de un postor? —dijo Connor.
—Oiga, si tiene preguntas que hacer, hable con Enders. Yo tengo trabajo. —Se volvió hacia la mujer de los planos—. ¿Beverly? Vamos a ver, ¿qué me trae?
—He cambiado la distribución de la sala de juntas. Y aquí tengo unas muestras para el aseo. Un gris muy bonito que me parece que le gustará.
—Bien. Muy bien. —Se la llevó por el vestíbulo.
Connor los siguió con la mirada y, bruscamente, se volvió hacia el ascensor.
—Vámonos de aquí, kohai. Salgamos a respirar aire puro.
—¿Qué puede importar si hubo otros postores? —dije cuando estuvimos otra vez en el coche.
—Eso nos remite a la pregunta primitiva —dijo Connor—. ¿Quién puede tener interés en poner a la «Nakamoto» en una situación embarazosa? Sabemos que la venta de la «MicroCon» tiene importancia estratégica. Ésa es la razón por la que el Congreso está disgustado. Y ello significa que, casi con toda seguridad, hay otras partes que también están disgustadas.
—¿En el Japón?
—Exactamente.
—¿Y eso quién puede saberlo?
—«Akai».
La recepcionista japonesa se sonrió con disimulo al ver la placa de Connor. Él dijo:
—Deseamos ver a Mr. Yoshida. —Yoshida era el director de la compañía.
—Un momento, por favor. —La muchacha se levantó y se alejó apresuradamente, casi corriendo.
La «Akai Ceramics» tenía sus oficinas en el quinto piso de un bloque de aspecto anodino de El Segundo. El decorado era sobrio y funcional. Desde la zona de recepción, se veía una sala grande, sin divisiones, con gran cantidad de mesas metálicas y empleados que hablaban por teléfono. Se oía el suave crepitar de las procesadoras de textos.
—Bastante destartalado —comenté.
—Todo, orientado a la productividad —asintió Connor—. En el Japón no está bien vista la ostentación. Denota falta de seriedad. Cuando el viejo Mr. Matsushita era el director de la tercera empresa del Japón, seguía utilizando la línea regular para volar de la central de Osaka a Tokio. Era el jefe de una compañía valorada en cincuenta mil millones de dólares y no disponía de reactor privado.
Mientras esperábamos, yo miraba a los que trabajaban sentados a las mesas. Unos cuantos eran japoneses pero la mayoría eran caucasianos y todos llevaban traje azul marino. Había muy pocas mujeres.
—En el Japón —dijo Connor—, cuando una empresa va mal, lo primero que ocurre es que los directivos se bajan el sueldo. Se sienten responsables de la marcha de la empresa y les parece natural que sus propios ingresos suban o bajen, según los resultados.
La mujer volvió y se sentó a su mesa sin decir nada. Casi inmediatamente, vino hacia nosotros un japonés con traje azul marino. Tenía pelo gris y aire de solemnidad y llevaba gafas de concha.
—Buenos días. Soy Mr. Yoshida —dijo.
Connor hizo las presentaciones. Todos nos inclinamos e intercambiamos tarjetas. Mr. Yoshida tomó las nuestras con las dos manos, haciendo sendas inclinaciones. Nosotros hicimos otro tanto. Observé que Connor no le hablaba en japonés.
Yoshida nos llevó a su despacho. Las ventanas daban al aeropuerto. El mobiliario era austero.
—¿Quieren café, té?
—No, gracias —dijo Connor—. Estamos aquí en visita oficial.
—Comprendo. —Con un ademán, nos invitó a sentarnos.
—Nos gustaría hablar con usted acerca de la compra de «MicroCon».
—Ah, sí. Es un asunto desgraciado. Aunque no imaginaba que exigiera la intervención de la Policía.
—Quizá no la exija —dijo Connor—. ¿Puede usted hablarnos de la venta o se trata de un convenio secreto?
Mr. Yoshida pareció sorprendido.
—¿Secreto? En absoluto. Todo se ha llevado de forma totalmente abierta desde el principio. En setiembre, Mr. Kobayashi, representante en Tokio de «Darley-Higgins», se puso en contacto con nosotros. Fue entonces cuando nos enteramos de que la compañía estaba en venta. Francamente, nos sorprendió que se nos ofreciera. Las negociaciones empezaron a primeros de octubre. A mediados de noviembre, los representantes de una y otra parte habían llegado a una base de acuerdo e iniciamos la última etapa de negociaciones. Pero entonces el dieciséis de noviembre, el Congreso empezó a hacer objeciones.
—¿Dice usted que les sorprendió que les ofrecieran la compañía? —preguntó Connor.
—Desde luego.
—¿Por qué?
Mr. Yoshida extendió las manos sobre la mesa y dijo, hablando despacio:
—Nosotros teníamos entendido que la «MicroCon» era propiedad del Gobierno. Había sido financiada en parte con fondos del Gobierno de Estados Unidos. El trece por ciento de capital, si mal no recuerdo. En el Japón, eso la haría propiedad del Gobierno. Por lo tanto, era natural que procediéramos con cautela. No queríamos ofender. Pero nuestros representantes en Washington nos aseguraron que no se pondrían inconvenientes a la compra.
—Comprendo.
—Y ahora, tal como nosotros temíamos, hay dificultades. Creo que actualmente damos motivo de queja a los americanos. En Washington hay personas que están molestas. Nosotros no deseamos eso.
—¿No esperaban que Washington hiciera objeciones?
Mr. Yoshida se encogió de hombros con gesto de duda.
—Nuestros países son diferentes. En el Japón sabemos a qué atenernos. Aquí siempre hay un individuo que puede tener otra opinión y exponerla. Pero la «Akai Ceramics» no desea esa publicidad. Ahora resulta violento.
—Parece como si desearan ustedes echarse atrás —dijo Connor asintiendo con aire de comprensión.
—En la central muchos me critican por no saber lo que iba a ocurrir. Pero yo les digo que es imposible saberlo. Washington no tiene una política definida. Cambia de un día para otro, según las circunstancias. —Sonrió y agregó—: Por lo menos, ésta es nuestra impresión.
—¿Espera usted que la operación se realice?
—No puedo responder a eso. Quizá las críticas de Washington pesen demasiado. Como ustedes saben, el Gobierno de Tokio quiere ser amigo de Estados Unidos. Ellos nos presionan para que no hagamos compras que enojen a Norteamérica, compras que generen críticas contra nosotros, como las del Rockefeller Center y los «Estudios Universal». Nos piden que seamos yójin-bukai. Quiere decir...
—Discretos —apuntó Connor.
—Cuidadosos. Sí. Precavidos. —Miró a Connor—. ¿Habla japonés?
—Un poco.
Yoshida asintió. Durante un momento, pareció que iba a seguir en japonés, pero no fue así.
—Nosotros deseamos mantener relaciones amistosas —dijo—. No nos parecen justas las críticas que se nos hacen. La empresa «Darley-Higgins» tiene muchas dificultades financieras. Quizá mala administración, quizás otra causa, no sé. Pero no es culpa nuestra. Nosotros no somos los responsables. No fuimos a buscar a la «MicroCon» sino que vinieron a ofrecérnosla. Y ahora nos critican por tratar de ayudar —terminó con un suspiro.
En el aeropuerto despegaba un gran reactor. Los cristales tintinearon.
—¿Y los otros licitadores interesados en la compra de la «MicroCon», cuándo se retiraron?
Mr. Yoshida frunció el entrecejo.
—No hubo otros licitadores. La oferta fue hecha en privado. «Darley-Higgins» no querían divulgar sus dificultades financieras. Y nosotros accedimos a sus deseos. Pero ahora... la Prensa publica muchas distorsiones sobre nosotros. Nos sentimos muy... kega o shita.
—¿Dolidos?
—Sí.
—Así es como nos sentimos —dijo encogiéndose de hombros—. Espero que entiendan mi deficiente inglés.
Hubo una pausa. En realidad, transcurrió aproximadamente un minuto sin que nadie dijera nada. Connor estaba frente a Yoshida. Yo estaba al lado de Connor. Despegó otro reactor y volvieron a vibrar los cristales. Yoshida suspiró largamente. Connor asintió. Yoshida se echó atrás en el sillón y juntó las manos sobre el vientre. Connor suspiró y gruñó. Yoshida suspiró. Los dos parecían muy concentrados. Algo estaba ocurriendo pero yo no acababa de comprender qué. Me dije que aquello debía de ser la compenetración intuitiva.
Por fin, Yoshida dijo:
—Capitán, quiero que quede claro que la «Akai Ceramics» es una empresa honorable. Que nosotros no estamos involucrados en ninguna... complicación que pueda haber ocurrido. Nuestra posición es difícil, pero yo estoy dispuesto a ayudarle en todo lo que pueda.
—Se lo agradezco —dijo Connor.
—No faltaba más.
Entonces Yoshida se levantó. Connor se levantó. Yo me levanté. Todos nos inclinamos y después nos estrechamos la mano.
—Si en algo puedo servirle, no dude en venir a verme.
—Muchas gracias —dijo Connor.
Yoshida nos acompañó hasta la puerta de su despacho. Nosotros volvimos a inclinarnos y él abrió la puerta.
Al otro lado estaba un norteamericano de cara fresca y unos cuarenta y tantos años. Lo reconocí al instante. Era el rubio que iba en el coche del senador Rowe la noche antes. El que no se había presentado.
—Ah, Richmond-san —dijo Yoshida—. Es una suerte que esté usted aquí. Estos señores preguntan por la «MicroCon» baishü. —Se volvió hacia nosotros. Quizá les interese hablar con Mr. Richmond. Su inglés es mucho mejor que el mío. Él podrá darles más detalles que yo.
—Bob Richmond, de «Myers, Lawson y Richmond». —Su apretón de manos era firme. Estaba bronceado y tenía aspecto de jugar mucho al tenis. Nos sonrió alegremente—. Es pequeño el mundo, ¿eh?
Connor y yo nos presentamos.
—¿Llegó bien el senador Rowe? —pregunté.
—Oh, sí —dijo Richmond—. Gracias por su ayuda. —Sonrió—. No quiero ni pensar cómo se sentirá esta mañana. Pero imagino que no será la primera vez. —Se balanceaba ligeramente sobre los talones, como el tenista que espera el saque. Parecía un poco preocupado—. Desde luego, ustedes dos son las últimas personas a las que esperaba ver aquí. ¿Hay algo que yo deba saber? Represento a «Akai» en las negociaciones sobre la «MicroCon».
—No —respondió Connor con suavidad—. Sólo estamos recopilando información general.
—¿Tiene que ver con lo que ocurrió anoche en la «Nakamoto»?
—En realidad, no. Información general, nada más.
—Si lo desean, podemos hablar en la sala de juntas.
—Desgraciadamente, tenemos una cita y ya llevamos retraso —dijo Connor—. Pero quizá podamos hablar después, si no tiene inconveniente.
—Encantado. Dentro de una hora, estaré de vuelta en mi despacho. —Richmond nos dio su tarjeta.
—Perfecto —dijo Connor.
Pero Richmond aún no parecía estar tranquilo. Nos acompañó hasta el ascensor.
—Mr. Yoshida es de la vieja escuela —dijo—. Seguro que habrá estado muy cortés. Pero yo puedo decirles que está furioso por lo ocurrido con el asunto de la «MicroCon». Está recibiendo muchos palos de «Akai Tokio». Y no es justo. Porque Washington le despistó. Le aseguraron que no se harían objeciones a la venta y luego Morton arrancó la alfombra de debajo de los pies.
—¿Eso ocurrió? —preguntó Connor.
—No le quepa duda. Yo no sé qué mosca le ha picado a John Morton, pero nos ha salido por donde menos lo esperábamos. Nosotros habíamos hecho todos los trámites pertinentes. El Comité para Inversiones Extranjeras no puso trabas hasta mucho después de que hubieran terminado las negociaciones. Así no se puede trabajar. Espero que John recapacite y deje que el asunto siga adelante. Porque ahora la cosa tiene visos de racismo.
—¿De racismo? ¿Usted cree?
—Desde luego. Es exactamente lo mismo que el caso Fairchild. ¿Lo recuerdan? En el ochenta y seis, la «Fujitsu» trató de comprar la «Fairchild Semiconductor», pero el Congreso vetó la operación alegando que era contraria a la seguridad nacional. El Congreso no quiere que la «Fairchild» sea vendida a una compañía extranjera. Un par de años después, la «Fairchild» fue vendida a una compañía francesa, y esta vez el Congreso ni chistó. Al parecer, no hay inconveniente en vender a una compañía extrajera. .. siempre que no sea japonesa. Yo digo que eso es una política racista pura y simple. —Llegamos al ascensor—. De todos modos, llámeme. Procuraré estar disponible.
—Gracias —dijo Connor.
Entramos en el ascensor. Las puertas se cerraron.
—Gilipollas —dijo Connor.
íbamos en dirección al Norte, hacia la salida de Wilshire, para reunimos con el senador Morton.
—¿Por qué gilipollas?
—Hasta hace un año, Bob Richmond era ayudante de Amanda Marden en las negociaciones comerciales con el Japón. Asistía a todas las reuniones estratégicas del Gobierno norteamericano. Y un buen día cambia de bando y empieza a trabajar para los japoneses. Que ahora le pagan quinientos mil al año más bonificaciones para cerrar este trato. Y los vale, porque sabe todo lo que hay que saber.
—¿Eso es legal?
—Desde luego. Es el procedimiento habitual. Todos lo hacen. Si Richmond hubiera trabajado para una empresa de alta tecnología como «Microsoft», habría tenido que firmar una declaración comprometiéndose a no trabajar para la competencia durante un período de cinco años. Porque hay que evitar la posibilidad de que la gente trafique con los secretos industriales. Pero nuestro Gobierno tiene una reglamentación menos estricta.
—¿Por qué es un gilipollas?
—Por esa tontería del racismo —resopló Connor—. Él sabe que no es verdad. Richmond sabe perfectamente lo que ocurrió con la venta de la «Fairchild». Y no tuvo nada que ver con el racismo.
—¿No?
—Y Richmond sabe también que el japonés es el pueblo más racista del mundo.
—¿En serio?
—Completamente. En realidad, cuando los diplomáticos japoneses...
Sonó el teléfono del coche. Pulsé el botón de comunicación Y dije:
—Teniente Smith.
—Aleluya. ¡Por fin! ¿Dónde diablos os habíais metido, chicos? Tengo ganas de irme a dormir.
Reconocí la voz: Fred Hoffmann, el jefe de guardia de la noche anterior.
—¿Te dieron mi recado? Gracias por llamar, Fred.
—¿Qué quieres?
—Tengo curiosidad por esas llamadas que recibiste anoche de la «Nakamoto».
—Tú y toda la ciudad —dijo Hoffmann—. La mitad del Departamento no hace más que marearme con esto. Jim Olson está prácticamente acampado en mi mesa repasando todo el papeleo. Y al principio parecía pura rutina.
—Si me hicieras un resumen de lo ocurrido...
—Desde luego. Primero, yo recibí el aviso a través de la Metropolitana. La llamada les fue hecha a ellos. Los de la «Metro» no estaban muy seguros de qué se trataba porque el que llamaba tenía acento asiático y parecía confuso. O drogado. Una y otra vez, se refería a «problemas para la retirada del cuerpo». Ellos no se aclaraban. Yo, por si acaso, mandé un coche patrulla. Serían las ocho y media. Cuando me confirmaron que había un homicidio, asigné el caso a Tom Graham y Reddy Merino. Y no queráis saber todo lo que he tenido que aguantar por ello.
—Aja.
—Pero, qué diantre, les tocaba a ellos. Ya sabéis que los casos se asignan a los detectives por riguroso orden de rotación. Para que no se diga que hay favoritismos. Es la forma. Yo me limité a seguirla.
—Aja.
—En fin. Luego, a las nueve, Graham me llama para decir que hay problemas y que solicitan un enlace de Servicios Especiales. Otra vez consulto la lista. Está de guardia Pete Smith. Así que doy a Graham el número de su casa. Y supongo que te llamaría, Pete.
—Sí; me llamó.
—Muy bien —dijo Connor—. ¿Qué pasó después?
—Unos dos minutos después de que me llamara Graham, recibo la llamada de un hombre que habla con acento extranjero, me parece que asiático, pero no estoy seguro. Y el tío me dice que, en nombre de la «Nakamoto», solicita que el caso sea asignado al capitán Connor.
—¿El hombre se identificó?
—Desde luego. Yo le hice identificarse. Y anoté el nombre. Koichi Nishi.
—¿Y era de la «Nakamoto»?
—Eso dijo —respondió Hoffmann—. Yo sólo estoy aquí atendiendo al teléfono, ¿qué voy a saber? Quiero decir que esta mañana la «Nakamoto» protesta oficialmente porque Connor se encargue del caso y dicen que no tienen a ningún Koichi Nishi trabajando para ellos. Dicen que es un infundio. Pero podéis estar seguros de que alguien me llamó, que yo no me lo invento.
—De eso estoy seguro —dijo Connor—. ¿Dices que tenía acento?
—Sí; hablaba el inglés bastante bien, casi correctamente, pero con un acento bastante marcado. Lo único que me sorprendió fue que parecía saber muchas cosas de ti.
—¿Sí?
—Sí. Me preguntó si tenía tu número o quería que él me lo diera. Yo le dije que ya lo tenía. Pensé: no necesito que un japonés me dé los números de teléfono de la gente del Cuerpo. Luego me dice: es que, ¿sabe?, el capitán Connor no siempre contesta al teléfono. Será mejor que envíe a alguien a recogerlo.
—Interesante —dijo Connor.
—Entonces llamé a Pete Smith y le dije que pasara a recogerte. Y eso es todo lo que sé. Yo diría que todo esto responde a algún problema político que deben de tener en la «Nakamoto». Yo sabía que Graham no se sentía a gusto en el caso. Supuse que lo mismo debía de ocurrir a otras personas. Y todo el mundo sabe que Connor tiene relaciones especiales con la comunidad japonesa, de modo que hice lo que me pedían. Y hay que ver la que me ha caído encima. No tengo ni puta idea de lo que pasa.
—Dime qué te ha caído encima —dijo Connor.
—La cosa empezó anoche, sobre las once. El jefe me llama para preguntarme por qué había dado el caso a Graham. Yo le explico el porqué. Pero él no se da por satisfecho. Luego, al final de mi turno, a eso de las cinco de la mañana, empiezan las preguntas acerca de cómo intervino Connor en el caso. Cómo ocurrió y por qué ocurrió. Y luego está la crónica del Times y toda esa historia del racismo de la Policía. No sé cómo decir las cosas para que me crean. Yo no hago más que explicar que me limité a seguir las normas. Nadie lo cree y es la verdad.
—Desde luego —dijo Connor—. Otra cosa, Fred. ¿Has escuchado la grabación de la llamada que recibió la «Metro»?
—Claro que la he escuchado. Hace una hora aproximadamente. ¿Por qué?
—¿La voz que hizo esa llamada se parece a la de Mr. Nishi?
Hoffmann rió.
—Jo, quién sabe. Quizá. Lo que tú me preguntas es si una voz asiática se parece a otra voz asiática que oí antes. Honradamente, no lo sé. La voz de la primera llamada parece la de una persona confusa. Quizá bajo los efectos de un shock. O de las drogas. No estoy seguro. Lo único que puedo decirte es que, quienquiera que sea Mr. Nishi, sabe muchas cosas de ti.
—Bien, todo eso nos servirá de gran ayuda. Ahora vete a descansar. —Connor dio las gracias a Hoffmann y colgó el teléfono. Yo salí de la autopista y cruzamos Wilshire, camino del lugar en el que nos había citado el senador Morton.
—Muy bien, senador, ahora vuélvase hacia este lado, por favor... un poco más... eso es, así queda muy enérgico, muy varonil, me gusta, sí. Condenadamente bueno. Ahora necesito tres minutos, por favor. —El director, un hombre nervioso, con cazadora de aviador y gorra de béisbol, bajó del soporte de la cámara y empezó a dar órdenes con voz seca y acento británico—: Jerry, ahí un filtro, el sol es demasiado fuerte. ¿Y no podríamos hacer algo en los ojos? Necesito un poco de maquillaje en los ojos, por favor. ¿Ellen? Ya ves ese brillo del hombro derecho. Tamízalo, cariño. Alísale el cuello. Le asoma el micro por la corbata. Y no veo bien el gris del pelo. Acentúalo. Y alisen la alfombra, para que no tropiece, gente. Por favor. Vamos, ya. Estamos desperdiciando una luz preciosa.
Connor y yo estábamos a un lado, con una ayudante de producción muy bonita que se llamaba Debbie. Abrazando una tablilla nos dijo en tono significativo:
—El director es Edgar Lynn.
—¿Deberíamos conocer su nombre? —preguntó Connor.
—Es el director de anuncios más caro y más solicitado del mundo. Es un gran artista. Él hizo el fantástico anuncio de «Apple» en mil novecientos ochenta y cuatro y... cantidad de otros anuncios. También ha dirigido películas famosas. Edgar es, sencillamente, el mejor.
Frente a la cámara, el senador John Morton soportaba pacientemente que cuatro personas le retocaran la corbata, la americana, el pelo y el maquillaje. Morton llevaba traje oscuro. Estaba de pie debajo de un árbol, con el ondulante campo de golf y los rascacielos de Beverly Hills al fondo. El equipo de producción había tendido una alfombra para que caminara sobre ella al acercarse a la cámara.
—¿Y qué tal, el senador? —pregunté.
—Muy bien —dijo Debbie moviendo la cabeza afirmativamente—. Yo diría que tiene posibilidades.
—¿Quiere decir, de alcanzar la presidencia? —preguntó Connor.
—Sí. Sobre todo, si Edgar le da su toque mágico. Quiero decir que, hay que desengañarse, el senador Morton no es precisamente Mel Gibson, ustedes ya me entienden, ¿no? Tiene la nariz grande y es un poco calvo, y esas pecas son un problema porque se destacan mucho en fotografía. Hacen que el público se fije menos en los ojos. Y son los ojos lo que vende a un candidato.
—Los ojos —dijo Connor.
—Sí; a las personas se las elige por los ojos. —La muchacha se encogió de hombros, como si lo que acababa de decir fuera de dominio público—. Pero si el senador se pone en manos de Edgar... Edgar es un artista. Él puede conseguirlo.
Edgar Lynn pasó por nuestro lado, hablando animadamente con el cámara.
—Canastos, a ver si puedes disimular las bolsas de los ojos —dijo Lynn—. Y busca un ángulo que imprima firmeza en la mandíbula.
—Está bien —dijo el cámara.
La ayudante de producción se fue y nosotros nos quedamos esperando y mirando. El senador Morton aún estaba a cierta distancia, recibiendo los últimos toques de maquillaje y vestuario.
—¿Mr. Connor? ¿Mr. Smith? —Me volví. A nuestro lado estaba un joven con traje azul marino con rayita blanca. Tenía aspecto de trabajar en el Senado: pulcro, atento, cortés—. Soy Bob Woodson, de la oficina del senador. Gracias por haber venido.
—De nada —dijo Connor.
—El senador desea hablar con ustedes —dijo Woodson—. Lo siento, parece que vamos a retrasarnos. Estaba previsto que el rodaje terminara a la una. —Miró el reloj—. Quizás aún tardemos un rato. Pero me consta que el senador desea hablar con ustedes.
—¿Sabe de qué? —preguntó Connor.
—¡Último ensayo! ¡Ultimo ensayo de sonido y cámara! —gritó una voz.
El grupo que rodeaba al senador Morton se dispersó y Woodson concentró su atención en la cámara.
Edgar Lynn volvía a mirar por la lente.
—Todavía no hay suficiente gris. ¿Ellen? Ponle más gris en el pelo. No se ve.
—Espero que no le haga parecer más viejo —dijo Woodson.
—Es sólo para la toma —dijo Debbie, la ayudante de producción—. La cámara no capta el tono y hay que acentuar el gris. Ellen se lo pone ahora en las sienes, ¿ve? Le dará un aire más distinguido.
—No quiero que parezca viejo. A veces, cuando está cansado, lo parece.
—No se apure —dijo la ayudante.
—Ya está bien —dijo Lynn—. Ya basta. ¿Senador? ¿Hacemos un ensayo?
—¿Dónde empiezo? —preguntó el senador Morton.
—¿Entrada?
Una «script» apuntó:
«Quizá, lo mismo que yo...»
Morton dijo:
—Entonces, ¿ya hemos hecho la primera parte?
—Exactamente, amigo. Ahora empezamos cuando usted se vuelve hacia la cámara con actitud enérgica, directa y muy masculina y dice: «Quizá, lo mismo que yo...» ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Morton.
—Recuerde: el gesto masculino, el gesto enérgico, el gesto dominador.
—¿No podríamos grabarlo? —dijo Morton.
—Lynn hará que acabe por enfadarse —dijo Woodson.
—De acuerdo —dijo Lynn—. Graben el ensayo. Adelante.
El senador Morton caminaba hacia la cámara.
—Quizá, lo mismo que yo —dijo—, ustedes estén preocupados por la erosión que viene sufriendo desde hace unos años nuestra situación nacional. Estados Unidos sigue siendo la primera potencia militar, pero nuestra seguridad depende de nuestra capacidad para defendernos tanto en lo militar como en lo económico. Y en lo económico nos estamos quedando atrás. ¿En qué medida? Durante las dos últimas administraciones, Estados Unidos ha pasado de ser el mayor acreedor a ser el mayor deudor que ha conocido el mundo. Nuestras industrias han quedado rezagadas respecto a las del resto del mundo. Nuestros trabajadores están menos capacitados que los de otros países. Nuestros inversores exigen beneficios a corto plazo e impiden a nuestras industrias hacer planes para el futuro. En consecuencia, nuestro nivel de vida está bajando rápidamente. Las perspectivas para nuestros hijos son sombrías.
—Por fin alguien lo dice en voz alta —murmuró Connor.
—Y, en estos momentos de crisis nacional —prosiguió Morton—, muchos norteamericanos tienen, además, otra preocupación. La merma de nuestro poderío económico nos hace vulnerables a otro tipo de invasión. Muchos norteamericanos temen que nos convirtamos en una colonia económica del Japón o de Europa. Pero, sobre todo, del Japón. Muchos norteamericanos perciben que los japoneses están apoderándose de nuestras industrias, nuestros lugares de esparcimiento y hasta de nuestras ciudades. —Señaló con un ademán el campo de golf y los rascacielos del fondo.
»Y muchos temen que, de este modo, el Japón haya adquirido el poder de forjar y decidir el futuro de Norteamérica.
Morton hizo una pausa debajo del árbol, como si reflexionara.
—¿En qué medida están justificados estos temores por el futuro de Estados Unidos? ¿En qué medida debemos preocuparnos? Hay quienes dicen que las inversiones extranjeras son una bendición, que ayudan a nuestro país. Otros opinan todo lo contrario y piensan que estamos vendiendo nuestro patrimonio. ¿Qué actitud es la correcta? ¿Cuál tiene que..., cuál debería...? ¡Oh, mierda! ¿Qué viene ahora?
—Corten, corten —aulló Edgar Lynn—. Toma cinco todo el mundo. Quiero pulir unas cuantas cosas y luego grabamos en serio. Muy bien, senador. Me ha gustado.
La «script» dijo:
—«¿Cuál debemos asumir por el futuro de Norteamérica?», senador.
Él repitió:
—¿Cuál debemos asumir por el futuro de...? —Sacudió la cabeza—. No es de extrañar que no consiga acordarme. Hay que cambiar la frase. Margie, vamos a rectificar, por favor. No, déjelo, tráigame el texto, yo lo rectificaré.
La nube de personal de maquillaje y vestuario lo envolvió otra vez, estirando y atusando.
—Esperen aquí —dijo Woodson—. A ver si consigo traérselo unos minutos.
Estábamos al lado de un remolque que zumbaba ligeramente y del que salían cables eléctricos. Cuando Morton venía hacia nosotros, se le acercaron corriendo dos ayudantes que blandían gruesos listados.
—John, tienes que ver esto.
—John, será mejor que consideres esto.
—¿Qué es? —preguntó Morton.
—La última encuesta «Gallup and Fielding».
—John, esto es un sondeo contrastado por grupos de edad.
—¿Y...?
—Estamos abajo, John. El Presidente tiene razón.
—No me digas eso. Yo soy el contrincante del Presidente.
—Pero está en lo cierto sobre esa palabra. No puedes pronunciarla en tu anuncio de la televisión.
—¿Que no puedo decir «economizar»?
—No puedes, John.
—Es mortal, John.
—Las cifras cantan.
—¿Quieres que repasemos las cifras, John?
—No —dijo Morton. No nos miró—. En seguida termino —dijo con una sonrisa.
—Pero escucha, John...
—Está bien claro, John. «Economizar» sugiere el nivel de vida. La gente ya experimenta ahora la disminución del nivel de vida. No quieren oír hablar de eso.
—¡Pero si no es eso! —dijo Morton—. nada de eso.
—John, es lo que piensan los electores.
—Pues se equivocan.
—John, lo que tú pretendes es educar a los electores, ni más ni menos.
—Sí, yo quiero educarlos. «Economizar» no significa reducir el nivel de vida. Significa tener más riqueza, poder y libertad. La idea no es conformarse con menos. La idea es hacer todo lo que uno hace ahora, caldear la casa, conducir el coche, etcétera, gastando menos combustible. Pongamos sistemas de calefacción más eficaces en nuestras casas y coches más eficaces en nuestras calles. Tengamos un aire más limpio y saludable. Puede hacerse. Otros países lo han hecho. El Japón lo ha hecho.
—John, piénsalo.
—El Japón, no.
—Durante los últimos veinte años, el Japón ha reducido los costes de energía en los productos manufacturados en un sesenta por ciento. Estados Unidos no ha hecho nada. Ahora el Japón puede fabricar sus artículos con menor coste porque ha fomentado la inversión en la tecnología de bajo consumo energético. Economizar es ser competitivos. Y nosotros no somos competitivos.
—Muy bien, John: economías y estadísticas. Una pesadez.
—Eso a nadie le importa.
—Le importa al pueblo norteamericano —dijo Morton.
—John, no les importa en absoluto.
—Ni te escucharán. Mira, John, aquí tenemos análisis de opinión por grupos de edad, con especial atención a los de más de cincuenta y cinco años que es el bloque electoral más sólido. En esto no pueden ser más claros: no quieren recortes. Nada de economizar. La gente mayor está en contra.
—Pero la gente mayor tiene hijos, y nietos. Tienen que preocuparse por el futuro.
—Les importa un pimiento. John, está aquí, en blanco y negro. Ellos piensan que sus hijos no se preocupan por ellos, y tienen razón. Por lo tanto, ellos tampoco se preocupan por sus hijos. Así de sencillo.
—Pero los niños...
—Los niños no votan, John.
—Por favor, John, haznos caso.
—Nada de economizar, John. Competitividad, sí. Visión de futuro, sí. Afrontar nuestros problemas, sí. Un nuevo espíritu, sí. Pero no hables de economizar. No tienes más que mirar las cifras. No uses esa palabra.
—Por favor.
—Lo pensaré, chicos —dijo Morton.
Los dos ayudantes parecieron comprender que esto era lo más que iban a conseguir. Cerraron los listados con un golpe seco.
—¿Quieres que te enviemos a Margie para cambiar el texto?
—No; aún tengo que pensarlo.
—Quizá Margie pudiera hacer cuatro líneas en borrador.
—No.
—Está bien, John. Está bien.
—¿Saben? —dijo Morton cuando los dos hombres se iban—. Algún día, un político norteamericano hará lo que él crea justo, en lugar de lo que dicen los sondeos. Y va a resultar revolucionario.
Los dos ayudantes se volvieron al unísono.
—Vamos, John. Estás cansado.
—Ha sido un viaje muy largo. Es comprensible.
—John, confía en nosotros, tenemos las cifras. Nosotros te decimos lo que piensa la gente, con una aproximación del noventa y cinco por ciento.
—Yo sé muy bien lo que piensan. Se sienten frustrados. Y yo sé por qué. Hace quince años que carecen de liderazgo.
—John, no salgamos otra vez con eso. Estamos en el siglo veinte. Liderazgo es la facultad de decir lo que la gente quiere oír.
Los dos ayudantes se fueron.
Inmediatamente, vino Woodson con un teléfono portátil. Fue a decir algo pero Morton levantó la mano.
—Ahora no, Bob.
—Senador, creo que debería hablar...
—Ahora no.
Woodson retrocedió. Morlón miró su reloj.
—¿Ustedes son Mr. Connor y Mr. Smith?
—Sí —dijo Connor.
—Paseemos —dijo Morton. Echó a andar alejándose del equipo de filmación, en dirección a una colina que dominaba el campo de golf. Era viernes. No había mucha gente jugando. Nos detuvimos a unos cincuenta metros del equipo.
—Les pedí que vinieran porque tengo entendido que son ustedes los oficiales encargados del caso «Nakamoto».
Yo iba a puntualizar que eso no era exacto, que el oficial encargado del caso era Graham cuando Connor dijo:
—Efectivamente, somos nosotros.
—Me gustaría hacerles unas preguntas sobre el caso. Tengo entendido que ya está resuelto.
—Parece estarlo.
—¿La investigación ha terminado?
—A todos los efectos prácticos, sí —dijo Connor—. La investigación ha terminado.
Morton movió la cabeza afirmativamente.
—Tengo entendido que ustedes dos están especialmente bien informados acerca de la comunidad japonesa, ¿no es así? Uno de ustedes incluso ha vivido en el Japón.
Connor se inclinó ligeramente.
—¿Es usted el que esta mañana ha jugado al golf con Hanada y Asaka? —preguntó Morton.
—Está bien informado.
—Esta mañana hablé con Mr. Hanada. Hemos estado en contacto en varias ocasiones, en relación con otros asuntos. —Morton se volvió bruscamente y dijo—: Mi pregunta es la siguiente: ¿El asunto «Nakamoto» tiene relación con la «MicroCon»?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Connor.
—La venta de la «MicroCon» a los japoneses ha sido sometida a la consideración del Comité de Finanzas del Senado, que yo presido. Nos han solicitado un informe los miembros del Comité de Ciencia y Tecnología que es el que en realidad debe autorizar la venta. Como ustedes ya sabrán, es un asunto polémico. Anteriormente, yo me había opuesto formalmente a ella. Por diversas razones. ¿Está usted al corriente del caso?
—Sí —dijo Connor.
—Es un asunto que me causa muchos quebraderos de cabeza —prosiguió Morton—. La alta tecnología de la «MicroCon» fue desarrollada, en parte, con el dinero de los contribuyentes norteamericanos. Me indigna que nuestros contribuyentes tengan que pagar una investigación que luego se vende a los japoneses, los cuales se servirán de ella para hacer la competencia a nuestras propias empresas. Yo estoy convencido de que debemos proteger el sector de la tecnología norteamericana. Debemos proteger nuestros recursos intelectuales. Debemos limitar las inversiones extranjeras en nuestras empresas y Universidades. Pero, por lo visto, estoy solo en esto. No encuentro apoyo ni en el Senado ni en la industria. El Departamento de Comercio no me ayuda. Les preocupa que el asunto pueda perjudicar las negociaciones sobre el arroz. El arroz. Hasta el Pentágono está contra mí en esto. Y se me ha ocurrido que, puesto que la «Nakamoto» es la empresa madre de «Akai Ceramics», tal vez los sucesos de esta noche tengan relación con la venta.
Hizo una pausa. Nos miraba fijamente. Casi daba la impresión de que esperaba que supiéramos algo.
—Que yo sepa, no existe ninguna relación —dijo Connor.
—¿La «Nakamoto» ha hecho algo poco ético o ilícito para forzar la venta?
—Nada que yo sepa.
—¿Y la investigación está oficialmente cerrada?
—Sí.
—Quería tener la seguridad. Porque, si retiro mi oposición a la venta, luego no quiero encontrarme con que he metido la mano en un nido de serpientes. Se podría decir que la fiesta de la «Nakamoto» fue una tentativa de desarmar a los contrarios a la venta. Y un cambio de actitud podría interpretarse torcidamente. Ya debe usted de saber que los del Congreso lo mismo te pillan por un sí como por un no, en un caso como éste.
—¿Abandona la oposición a la venta? —preguntó Connor.
Desde el otro lado del césped, un ayudante dijo:
—Senador, le esperan, señor.
—En fin —dijo Morton—, en este caso estoy arriesgando mucho. Nadie está de acuerdo conmigo por lo que se refiere a la «MicroCon». Personalmente creo que es otro caso Fairchild. Pero, si la batalla no puede ganarse, digo yo, ¿por qué luchar? De todos modos, no faltarán batallas que librar. —Irguió el cuerpo y se arregló la americana.
—¿Senador? Cuando quiera, señor —insistió el ayudante. Y agregó—: Les preocupa la luz.
—Les preocupa la luz —dijo Morton sacudiendo la cabeza.
—No le entretenemos más —dijo Connor.
—De todos modos, necesitaba su información. Quedamos en que lo de anoche no tiene nada que ver con la «MicroCon». Que las personas involucradas no tienen nada que ver con este asunto. No quiero leer en los periódicos dentro de un mes que alguien estaba moviendo los hilos entre bastidores, a favor o en contra de la venta. No hay nada de eso.
—Que yo sepa, nada —dijo Connor.
—Señores, gracias por haber venido —dijo. Nos estrechó la mano, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Luego retrocedió—. Agradeceré que consideren lo dicho estrictamente confidencial. Porque hay que tener cuidado. Estamos en guerra con el Japón. —Sonrió con la boca torcida—. Las indiscreciones hunden barcos.
—Sí —dijo Connor—. Y recordad Pearl Harbour.
—Dios, eso también. —Sacudió la cabeza. Bajó la voz para agregar en el tono en que debía de bromear con los otros chicos del Senado—: Tengo colegas que dicen que antes o después vamos a tener que tirar otra bomba. Ellos creen que llegaremos a ese extremo. —Sonrió—. Desde luego, yo no pienso así. Habitualmente.
Sonriendo todavía, fue hacia donde estaba el equipo. Mientras caminaba, iba recogiendo gente, primero, una mujer con las modificaciones del texto, después, un empleado de vestuario, a continuación, un técnico de sonido que le ajustaba el micrófono y le colocaba la batería en la cintura, la maquilladora, hasta que, al fin, el senador desapareció y sólo se veía a un grupo de gente que avanzaba por el césped con dificultad.
—Me gusta —dije.
Volvíamos a Hollywood. El smog envolvía los edificios.
—¿Por qué no iba a gustarle? —dijo Connor—. Es un político. Su trabajo consiste en agradarle.
—Pues entonces es bueno en su trabajo.
—Yo diría que muy bueno.
Connor miraba por la ventanilla en silencio. Yo tenía la impresión de que algo le preocupaba.
—¿No le han gustado las cosas que decía en el anuncio? —pregunté—. Se parecían a las que dice usted.
—Sí que me han gustado.
—Entonces, ¿qué ocurre?
—Nada —dijo Connor—. Pensaba en lo que dijo de verdad.
—Mencionó la «Fairchild».
—Desde luego —dijo Connor—. Morton conoce bien la verdadera historia de la «Fairchild».
Yo iba a pedir que me la contara, pero él no esperó a que se lo pidiera.
—¿Ha oído hablar de Seymour Cray? Durante años, fue el mejor diseñador de superordenadores más rápidos del mundo. Los japoneses trataban de ponerse a su altura, pero no lo conseguían. Él era brillante. Pero, a mediados de los ochenta, el dumping de chips que practicaban los japoneses había hecho cerrar a la mayoría de proveedores de Cray. Por lo tanto, Cray tuvo que pedir sus chips especiales a fabricantes japoneses. En Estados Unidos ya no quedaba quien los fabricara. Y los proveedores japoneses tenían misteriosas dificultades para suministrárselos. En una ocasión tardaron un año en entregarle unos chips... y durante este tiempo, los competidores japoneses avanzaron a pasos agigantados. También se habló de si habían robado su nueva tecnología. Cray estaba furioso. Sabía que estaban jodiéndole. Comprendió que tenía que asociarse con un fabricante norteamericano, y eligió a «Fairchild Semiconductor». Y «Fairchild» estaba fabricando la siguiente generación de chips especiales para Cray cuando él se enteró de que «Fairchild» iba a ser vendida a la «Fujitsu». Su gran competidor. Fue la preocupación por situaciones de este tipo, con sus implicaciones sobre seguridad nacional, lo que indujo al Congreso a vetar la venta a la «Fujitsu».
—¿Y qué pasó después?
—Bien, el veto no resolvió los problemas financieros de la «Fairchild». La empresa siguió en dificultades. Y tuvo que ser vendida. Pero la compró la «Bull», una firma francesa que no compite en el mercado de los superordenadores. Y por ello el Congreso autorizó la venta.
—¿Y la «MicroCon» es otra «Fairchild»?
—Sí, por cuanto que la «MicroCon» dará a los japoneses el monopolio en maquinaria para la fabricación de chips. Y, cuando tengan el monopolio, estarán en condiciones de impedir que estas máquinas lleguen a las empresas norteamericanas. Pero ahora me parece que...
Fue entonces cuando sonó el teléfono. Recibí la comunicación por el altavoz.
—¿Peter?
—Hola, Lauren —dije.
—Peter, llamo para decirte que hoy recogeré temprano a Michelle. —Su voz sonaba tensa y formal.
—Ah, ¿sí? No sabía que pensaras venir siquiera.
—Yo nunca dije eso, Peter —respondió rápidamente—. Naturalmente que iré a recogerla.
—Muy bien. Fantástico. A propósito, ¿quién es Rick?
Hubo una pausa.
—Desde luego... Eso es indigno de ti.
—¿Por qué? Tengo curiosidad. Michelle lo mencionó esta mañana. Dijo que tiene un «Mercedes» negro. ¿Es el nuevo amigo?
—Peter, no creo que pueda compararse.
—¿Compararse con qué?
—Basta de juegos —dijo ella—. Bastante difícil resulta ya. Te llamo para decirte que he de recoger temprano a Michelle porque voy a llevarla al médico.
—¿Por qué? Ya está mejor del resfriado.
—La llevo a un reconocimiento, Peter.
—¿Por qué?
—Un reconocimiento.
—Ya te he oído —dije—. Pero...
—El médico es Robert Strauss, un especialista, creo. He preguntado en la oficina cuál es el mejor. No sé lo que va a resultar de esto, Peter, pero quiero que sepas que estoy preocupada, especialmente con tus antecedentes.
—Lauren, ¿de qué estás hablando?
—Estoy hablando de abusos a menores —dijo ella—. De abusos sexuales.
—¿Qué?
—No hay vuelta de hoja. Tú sabes que se te acusó de eso en el pasado.
Sentí una náusea que me quemaba el estómago. Cuando una relación se agria siempre queda un resto de resentimiento, un rincón de rencor y de cólera... y muchas cosas íntimas que sabes acerca de la otra persona, que puedes esgrimir contra ella. Si decides hacerlo. Lauren no lo había hecho nunca.
—Lauren, tú sabes que la acusación era falsa. Sabes todo lo que ocurrió. Estábamos casados.
—Yo sólo sé lo que tú me contaste. —Su voz sonaba distante, moralista, un poco sarcástica. Su voz de fiscal.
—¡Lauren, por el amor de Dios! Esto es ridículo. ¿Qué es lo que ocurre?
—No es ridículo. Yo tengo mis responsabilidades de madre.
—Responsabilidades que nunca te han preocupado excesivamente. Y ahora tú...
—Es cierto que tengo un trabajo muy absorbente —dijo con voz helada—, pero nunca ha existido la menor duda acerca de que lo primero es mi hija. Y lamentaría, lamentaría profundamente que mi conducta pasada hubiera contribuido a provocar esta desagradable situación. —Yo tenía la impresión de que no me hablaba a mí. Estaba ensayando. Probando a ver cómo sonarían sus palabras delante de un juez—. Desde luego, Peter, si hubo abusos a menores, Michelle no puede seguir viviendo contigo. Ni siquiera deberías verla.
Sentí un dolor en el pecho. Como si se me abriera.
—¿Qué disparates estás diciendo? ¿Quién te dijo que hubo abuso a menores?
—Peter, no creo que sea correcto que yo diga más en este momento.
—¿Ha sido Wilhelm? ¿Quién te ha llamado, Lauren?
—Peter, no tiene objeto seguir hablando. Te llamo para comunicarte oficialmente que a las cuatro de la tarde recogeré a Michelle. Quiero que esté arreglada a las cuatro de la tarde.
—Lauren...
—Miss Wilson, mi secretaria, está escuchando y tomando nota de la conversación en taquigrafía. Te aviso formalmente de mi intención de recoger a mi hija para llevarla a reconocimiento médico. ¿Alguna pregunta acerca de mi decisión?
—No.
—A las cuatro. Gracias por tu colaboración. Y, Peter, personalmente quiero decirte que siento mucho que se haya llegado a esta situación.
Y colgó.
Cuando era detective, yo había intervenido en casos de abusos sexuales y sabía lo que solía ocurrir. La verdad es que un reconocimiento casi nunca es claro. Siempre queda una duda. Y cuando una niña es interrogada por un psicólogo que la abruma con preguntas, al fin se deja llevar y acaba por dar las respuestas que le parece que el psicólogo quiere oír. Lo normal es exigir que la entrevista se grabe en vídeo, para demostrar que el interrogatorio no ha sido inductivo. Pero cuando el caso llega ante el juez casi nunca está claro. Y, por lo tanto, el juez tiene que ser precavido en el fallo. Lo que significa que, si existe la menor duda, separará a la niña del acusado. O, por lo menos, no permitirá que la vea a solas. Ni visitas de más de un día. Quizá ni siquiera...
—Ya es suficiente —dijo Connor a mi lado en el coche—. Regrese.
—Lo siento —dije—. Pero es preocupante.
—Desde luego. Ahora diga: ¿qué es lo que no me ha contado?
—¿Acerca de qué?
—De esa acusación de abusos.
—Nada. No hubo nada.
—Kohai —dijo en voz baja—, no puedo ayudarle si no me lo cuenta.
—No tuvo nada que ver con abusos sexuales —dije—. Fue algo totalmente distinto. Dinero.
Connor no dijo nada. Sólo esperaba. Mirándome.
—Ah, mierda —dije.
Y se lo conté.
Existen etapas en la vida en las que crees que sabes lo que haces, y no es así. Después, al mirar atrás, te das cuenta de que no obraste bien. Te habías creado problemas y estabas completamente descentrado. Pero entonces pensabas que todo iba bien.
Lo que me había ocurrido era que estaba enamorado. Lauren era una de esas muchachas de porte regio: esbelta, elegante y con distinción natural. Parecía haber crecido con caballos. Y era más joven que yo, y hermosa.
Yo siempre supe que lo nuestro no podía funcionar, pero me había empeñado en hacer que funcionara. Cuando nos casamos y nos fuimos a vivir juntos, ella empezó a sentirse insatisfecha. No le gustaba mi apartamento, ni donde estaba, ni le gustaba mi sueldo. Y, además, había empezado a vomitar, lo cual no contribuía a arreglar las cosas. Tenía galletas en el coche, galletas al lado de la cama, galletas en todas partes. Al verla tan desmoralizada, yo me esforzaba por complacerla con pequeños detalles. Le hacía regalitos. Le preparaba la comida. Me encargaba de trabajos caseros. No iba con mi carácter, pero estaba enamorado. Me había acostumbrado a mimarla. A tratar de agradar.
Y existía una presión constante. Más de esto, más de lo otro. Más dinero. Más, más.
Además, teníamos un problema. El seguro médico de la oficina del fiscal no cubría los gastos del parto, y el mío, tampoco. Cuando nos casamos, no hubo tiempo de suscribir un seguro porque los plazos de carencia eran demasiado largos. El parto iba a costamos ocho mil dólares, y de algún sitio teníamos que sacarlos. Ninguno de los dos tenía ese dinero. El padre de Lauren era médico en Virginia, pero ella no quería pedirle el dinero porque se había opuesto a que se casara conmigo. Mi familia no tiene dinero. Así estaban las cosas. Ella trabajaba para el fiscal del distrito. Yo trabajaba para el Departamento. Ella tenía deudas acumuladas en su Mastercard y debía dinero del coche. Teníamos que reunir ocho mil dólares. Es algo que planea sobre nuestras cabezas. Cómo conseguirlos. Y, tácitamente, empieza a estar claro, por lo menos para ella, que yo tengo que resolver el problema.
Una noche del mes de agosto me llaman para un caso de riña doméstica en Ladera Heights. Un matrimonio de hispánicos. Los dos están bebidos y se han atizado bien, ella tiene el labio abierto y él, un ojo morado. En la habitación de al lado berrea una criatura. No tardamos en calmarlos y, como no ha pasado nada grave, decidimos marcharnos. Al vernos marchar, la mujer empieza a chillar que su marido ha estado haciéndole cosas a la niña. Abusando de ella físicamente. Cuando el hombre oye esto, se indigna. A mí me parece una mentira, me da la impresión de que la mujer, simplemente, lo hace para chincharle. Pero ella se empeña en que examinemos a la niña. Yo entro en la habitación. Es una niña de unos nueve meses y está colorada de tanto chillar. Le levanto la manta para ver si tiene señales de violencia y veo un kilo de polvo blanco. Debajo de la manta, con la niña.
Vaya.
No sé qué hacer, es una de esas situaciones complicadas: están casados, o sea que ella tendría que testificar contra su marido, la denuncia no prosperaría. El registro no es válido. Por poco bueno que sea el abogado, puede sacarlo en libertad sin dificultades. De modo que salgo y llamo al hombre. Yo sé que no puedo hacer nada. Lo único que se me ocurre es que, si la niña llega a chupar del paquete, podía haber muerto. Y de eso quiero hablarle. Quiero darle un buen susto. Meterle el miedo en el cuerpo.
Ahora estamos los dos en la habitación de la niña. La mujer sigue fuera, con mi compañero. De repente, el tío saca un sobre de dos centímetros de ancho. Lo abre. Veo billetes de cien. Dos dedos de billetes de cien.
—Gracias por su ayuda, oficial —me dice.
Debe de haber diez mil dólares en ese sobre. Quizá más. No sé. El tipo me tiende el sobre y me mira. Esperando que lo tome.
Yo digo tímidamente que es peligroso esconder mierda en una cuna. Al momento, el tipo coge el paquete, lo deja en el suelo y lo echa debajo de la cama de un puntapié. Luego me dice:
—Tiene razón. Gracias, oficial. No quiero que le pase algo a la niña —y me tiende el sobre.
En fin.
Hay un gran alboroto. La mujer está fuera, chillando a mi compañero. Aquí está la niña, chillándonos a nosotros. El hombre me alarga el sobre. Sonríe y mueve la cabeza. Como diciendo: vamos, tómalo. Es tuyo. Y yo pienso... no sé lo que pensé.
Sin saber cómo estoy otra vez fuera en la sala y digo que la niña está bien, y ahora la mujer empieza a chillar con su voz de borracha que yo he tocado a la niña. Ahora soy yo y no el marido. Dice que yo estoy de acuerdo con su marido, que los dos somos corruptores de menores. Mi compañero opina que está borracha, nos marchamos y asunto terminado.
—Has estado un buen rato ahí dentro —me dice.
Y yo:
—Tenía que examinar a la niña.
Eso es todo. Pero al día siguiente, la mujer va y hace una acusación formal de que yo abusé de la niña. Tiene resaca y antecedentes, pero la acusación es grave y se siguen los trámites, por lo menos hasta la vista preliminar, donde es desestimada por carecer de fundamento.
Eso es todo.
Es lo que ocurrió.
Toda la historia.
—¿Y el dinero? —preguntó Connor.
—Aquel fin de semana fui a Las Vegas. Gané. Ese año pagué impuestos por trece mil dólares de ingresos extraordinarios.
—¿De quién fue la idea?
—De Lauren. Ella me explicó lo que tenía que hacer.
—¿Entonces ella sabe lo ocurrido?
—Desde luego.
—¿Y la investigación? ¿Se levantó acta de la vista preliminar?
—Creo que no llegó a tanto. Fue una vista oral y se desestimó. Probablemente, habrá una anotación en el archivo, pero no un acta.
—Bien —dijo Connor—. Ahora cuénteme el resto.
De modo que le hablé de Ken Shubik, del Times y de la Comadreja. Connor me escuchaba en silencio, con el entrecejo fruncido. Mientras yo hablaba, él empezó a sorber el aire a través de los dientes, que es la forma en que los japoneses expresan desaprobación.
—Kohai —me dijo cuando hube terminado—, me complica mucho la vida. Y, desde luego, me deja en ridículo en el peor momento. ¿Por qué no me lo dijo antes?
—Porque no tiene nada que ver con usted.
—Kohai —dijo sacudiendo la cabeza—. Kohai...
Yo estaba pensando otra vez en mi hija. En la posibilidad, la mera posibilidad, de no poder verla, de no poder...
—Ya le dije que podía ser desagradable —dijo Connor—. Y le doy mi palabra de que puede ponerse mucho más desagradable todavía. Esto no es más que el principio. La cosa puede ponerse fea de verdad. Tenemos que darnos prisa en resolver el caso.
—Creí que ya estaba resuelto.
Connor suspiró moviendo la cabeza.
—No lo está —dijo—. Y ahora hemos de tenerlo resuelto antes de que usted vea a su esposa a las cuatro. De manera que vamos a darnos prisa.
—¡Como hay Dios, yo diría que el caso está resuelto! —dijo Graham. Estaba paseando por la casa de Sakamura en las colinas de Hollywood. El personal del laboratorio estaba recogiendo el equipo para marcharse—. No sé por qué cuernos el jefe tiene tanta prisa. Los chicos del laboratorio han tenido que hacer casi todo el trabajo aquí mismo. Pero gracias a Dios todo encaja perfectamente. Sakamura es nuestro hombre. El vello púbico que hemos encontrado en su cama concuerda con el que encontramos en la chica. Hemos analizado saliva del cepillo de dientes. Concuerda con el tipo de sangre y las características genéticas del esperma que había dentro de la muerta. La concordancia es del noventa y siete por ciento. Es su semen y es su vello púbico. Él folló con ella y luego la mató. Y cuando vinimos a arrestarlo, tuvo pánico, huyó y se estrelló. ¿Dónde esta Connor?
—Fuera —dije.
Por las ventanas, veía a Connor de pie junto al garaje, hablando con los policías de un coche-patrulla. Connor señalaba hacia la parte alta de la calle; los hombres contestaban a sus preguntas.
—¿Qué está haciendo ahí abajo? —preguntó Graham.
Respondí que no lo sabía.
—Maldita sea, no le entiendo. Puedes decirle que la respuesta a su pregunta es no.
—¿A qué pregunta?
—Llamó hace una hora. Dijo que quería saber cuántos pares de gafas de lectura habíamos encontrado. Buscamos bien. La respuesta es ninguno. Muchas gafas de sol. Y hasta dos pares de gafas de sol de mujer. Pero nada más. No me explico por qué le interesa tanto. Es un hombre extraño, ¿verdad? ¿Y qué diablos hace ahora?
Connor dio la vuelta al coche-patrulla, luego señaló otra vez arriba y abajo de la calle. Uno de los hombres estaba dentro del coche, hablando por radio.
—¿Tú entiendes algo de esto? —preguntó Graham.
—No; nada.
—Probablemente, estará tratando de localizar a las chicas —dijo Graham—. Hostia, ojalá tuviéramos los datos de esa pelirroja, visto cómo han resultado las cosas. También habrá follado con él. Hubiéramos podido sacar más esperma de Eddie de dentro de ella y cotejar todos los factores. Y yo he quedado como un imbécil por haber dejado marchar a las chicas. Pero, mierda, ¿quién iba a figurarse que acabaría así? Todo fue tan rápido. Dos mujeres desnudas paseándose por la casa... Uno se desconcierta. Es natural. Mierda, y estaban buenas, ¿eh?
Le dije que sí.
—Y de Sakamura no queda nada —prosiguió Graham—. Hace una hora, hablé con los chicos de la brigada de rescate. Están cortando el coche con un soplete para sacar el cuerpo, pero me parece que no va a ser posible identificarlo. El forense lo intentará, pero no creo que pueda. —Miró por la ventana tristemente—. ¿Sabes? En este maldito caso hemos hecho todo lo que hemos podido. Y no lo hicimos del todo mal. Descubrimos al culpable. Y lo conseguimos de prisa y sin alborotar. Sin embargo, ahora todo se vuelve hablar de ataques injustificados contra el Japón. Mierda. Aquí nunca puedes ganar.
—Aja —exclamé.
—Y, hostia, hay que ver cómo están. La presión que tengo que aguantar es increíble. El jefe no para de llamar para que acabe de una vez. Y el Times está investigando, ha desenterrado un caso viejo acerca de malos tratos a un hispánico en 1978. No hubo nada, pero ese periodista trata de demostrar que siempre he sido racista. ¿Y a qué obedece el interés por esa vieja historia? Al deseo de demostrar que mi actuación de anoche fue «racista». O sea que ahora soy la prueba de que el racismo levanta otra vez su fea cabeza. Puedes estar seguro de que los japoneses son unos artistas en el arte de destruir una reputación.
—Ya lo sé.
—¿También se han metido contigo?
Asentí.
—¿Por qué?
—Abusos a menores.
—Hostia —dijo Graham—. Y tienes una hija.
—Sí.
—¿No te cabrea? Insinuaciones y tácticas de difamación, Petey-san. Y no tienen nada que ver con la realidad. Pero cuéntale eso a un periodista.
—¿Quién es? —pregunté—. Me refiero al periodista que ha hablado contigo.
—Creo que dijo que se llamaba Linda Tensen.
Asentí. Linda Tensen no ascendía a base de joder. Ella ascendía a base de joder la reputación de la gente. Había sido reportera de chismes en Washington antes de pasar a ejercer en el paraíso de la murmuración que era Los Ángeles.
—No sé qué decirte. —Graham revolvió su corpachón—. Personalmente, me parece que no vale la pena. Están convirtiendo a este país en otro Tapón. Y hay gente que tiene miedo de hablar. Que tiene miedo de decir algo contra ellos. La gente no habla de lo que está pasando.
—Si el Gobierno dictara unas cuantas leyes, sería otra cosa.
—El Gobierno —rió Graham—. Ellos son propietarios del Gobierno. ¿Tú sabes lo que se gastan en Washington al año? Cuatrocientos millones de dólares. Dinero suficiente para pagar los gastos de campaña de todos los que están en el Senado de los Estados Unidos y también de los que están en la Cámara de Representantes. Es una enormidad de dinero. Y ahora dime, ¿se gastarían todo ese dinero, año tras año, si no les fuera rentable? Claro que no. Mierda. Esto es el fin de los Estados Unidos, colega. Mira, parece que tu jefe te llama.
—Miré por la ventana. Connor me hacía señas.
—Me marcho —dije.
—Buena suerte —dijo Graham—. Oye, quizá me tome un par de semanas de permiso.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Pues hoy mismo. Idea del jefe. Dice que mientras tenga al Times pegado al culo vale más que me marche. Estoy pensando en irme a Phoenix una semana. Tengo familia allí. En fin, quería que supieras que voy a estar fuera.
—Está bien.
Connor seguía haciéndome señas. Parecía impaciente. Salí rápidamente. Cuando bajaba la escalera, vi que un sedán «Mercedes» paraba delante de la casa y que de él bajaba una figura familiar.
Era Wilhelm, la Comadreja.
Cuando llegué abajo, la Comadreja ya había sacado el bloc y la casete. Le colgaba un cigarrillo de la comisura de los labios.
—Teniente Smith, ¿podría hablar con usted? —me dijo.
—Tengo prisa —dije.
—Vamos —gritó Connor—. Se hace tarde. —Sostenía abierta la puerta del coche para que yo subiera.
Eché a andar hacia Connor. La Comadreja acomodó su paso al mío. Me arrimaba a la cara un pequeño micrófono negro.
—Estoy grabando, supongo que no tendrá inconveniente. Después del caso Malcolm, tenemos que tomar precauciones. ¿Desea decir algo respecto a los insultos racistas presuntamente lanzados por su compañero el detective Graham durante la investigación realizada anoche en la «Nakamoto»?
—No —dije y seguí andando.
—Tengo entendido que los llamó «japoneses de mierda».
—Sin comentarios.
—También los llamó «micos nipones». ¿Le parece que este modo de hablar es apropiado para un oficial en acto de servicio?
—Lo siento. No tengo nada que decir, Willy.
Él seguía sosteniendo el micrófono delante de mi cara mientras andábamos. Era irritante. De buena gana lo hubiera apartado de un manotazo, pero no lo aparté.
—Teniente Smith, estamos preparando una crónica sobre usted y tenemos varias preguntas sobre el caso Martínez. ¿Lo recuerda? Fue hace un par de años.
—Ahora tengo prisa, Willy —dije sin detenerme.
—El caso Martínez comportó una acusación de abusos deshonestos a una niña, presentada por Silvia Morelia, la madre de María Martínez. Hubo una investigación de Asuntos Internos. ¿Desea hacer algún comentario?
—No hay comentarios.
—Ya he hablado con Ted Anderson, su pareja de entonces. ¿Algún comentario?
—Ningún comentario, lo siento.
—Entonces, ¿no va a responder a las graves alegaciones que se hacen contra usted?
—El único que hace alegaciones es usted, Willy.
—Eso no es exacto —dijo con una sonrisa—. Tengo entendido que la oficina del fiscal ha iniciado una investigación.
No dije nada. Me preguntaba si sería verdad.
—Dadas las circunstancias, teniente, ¿no le parece que el juez se equivocó al concederle la custodia de su hija?
Yo sólo dije:
—Lo siento, no hay comentarios, Willy. —Trataba de hablar con firmeza. Empezaba a sudar.
—Vamos, vamos —dijo Connor—. No hay tiempo. —Subí al coche. Connor dijo a Wilhelm—: Lo siento, joven, pero tenemos trabajo. No podemos perder más tiempo. —Cerró la puerta. Yo puse en marcha el coche—. Vámonos —dijo Connor.
Willy metió la cabeza por la ventanilla.
—¿Cree que los ataques sistemáticos del capitán Connor contra el Japón son otra prueba de la falta de discernimiento del Departamento en casos susceptibles de provocar tensiones de carácter racial?
—Hasta luego, Willy. —Subí el cristal y empecé a bajar la pendiente.
—No me importaría ir un poco más de prisa —dijo Connor.
—Encantado —dije pisando el acelerador.
—Por el retrovisor vi a la Comadreja correr hacia el «Mercedes». Tomé la curva acelerando y haciendo chirriar los neumáticos.
—¿Cómo supo ese gusano dónde encontrarnos? ¿Escucha nuestra radio?
—No hemos usado la radio —dijo Connor—. Ya sabe que yo tengo cuidado con eso. Pero quizás el coche-patrulla dijo a la central algo cuando llegamos. Quizá tengamos un micro en el coche. O tal vez, sencillamente, se figuró que vendríamos. Es un saco de escoria. Y está relacionado con los japoneses. Es su agente dentro del Times. Normalmente, los japoneses son un poco más exigentes al elegir a sus asociados. Pero imagino que él hace todo lo que le mandan. Bonito coche, ¿eh?
—Pero no es japonés.
—Tampoco puede ser tan evidente —dijo Connor—. ¿Nos sigue?
—No; creo que le hemos perdido. ¿A dónde vamos ahora?
—A la Universidad: Sanders ha tenido tiempo suficiente para hurgar en las cintas.
Bajamos la cuesta en dirección a la Autopista 101.
—A propósito —dije—. ¿Qué es eso de las gafas de lectura?
—Un detalle que comprobar. No se han encontrado gafas de lectura, ¿verdad?
—No. Sólo gafas de sol.
—Lo que me figuraba —dijo Connor.
—Y Graham dice que se va de la ciudad. Hoy. A Phoenix.
—Aja. —Me miró—. ¿Quiere marcharse usted también?
—No.
—Bien.
Acabamos de bajar la colina y entramos en la 101, dirección Sur. Antiguamente, se tardaban diez minutos en llegar a la Universidad. Ahora, casi treinta. Sobre todo, a mediodía. Pero ya no había horas buenas. El tráfico siempre estaba mal. El smog siempre estaba mal. íbamos entre la bruma.
—¿Piensa que soy idiota? ¿Que tendría que coger a la niña y marcharme yo también?
—Es una forma de encarar la situación. —Suspiró—. Los japoneses son maestros en la acción indirecta. Es su manera de actuar instintiva. En el Japón, si alguien tiene algo contra ti, nunca te lo dice en la cara. Lo dice a tu amigo, a tu socio, a tu jefe. De modo que te llegue la información. Los japoneses tienen infinidad de vías de comunicación indirecta. Por eso alternan tanto en sociedad, juegan tanto al golf, y frecuentan los bares de karaoke. Necesitan estas vías de comunicación extra porque son incapaces de decir lo que piensan. Desde luego, si bien se mira, es un sistema muy poco eficaz. Desperdicias tiempo, energía y dinero. Pero odian la confrontación, que para ellos es como la muerte: les hace sudar de pánico. De modo que no tienen alternativa. El Japón es el país del ataque de flanco. Ellos nunca avanzan por el centro.
—Sí, pero...
—Y una conducta que a los norteamericanos puede parecemos hipócrita y cobarde, para ellos es lo más normal. No significa nada especial. Lo que ahora pretenden es hacerle saber que personas poderosas están descontentas.
—¿Lo que pretenden hacerme saber? ¿Que puedo verme ante el juez luchando por la custodia de mi hija? ¿Que mis relaciones con ella pueden quedar arruinadas? ¿Que puedo perder mi reputación?
—Sí, son los castigos normales. La amenaza de la deshonra social es la forma habitual de comunicar el descontento.
—Muy bien —dije—. Entiendo. Puedo hacerme una idea de la situación.
—No es personal —dijo Connor—. Es su forma de actuar.
—Sí, muy bien. Esparciendo una calumnia.
—En cierta manera.
—No; no en cierta manera. Es una cochina mentira.
Connor suspiró.
—Me llevó mucho tiempo comprender que el comportamiento japonés se basa en los valores de una aldea campesina. Se habla mucho del samurai y del feudalismo, pero en el fondo los japoneses son campesinos. Y, en una aldea campesina, el que ofendía a sus vecinos, era expulsado. Y ello suponía la muerte, porque ninguna otra aldea aceptaba al que causaba problemas. De modo que, si ofendes al grupo, mueres. Es su filosofía.
»Ello significa que los japoneses son hipersensibles a todo lo que atañe al grupo. Se les educa, sobre todo, para integrarse en el grupo. Eso significa no llamar la atención, no correr riesgos, no ser excesivamente individualista. También significa que no hay que insistir necesariamente en la verdad. Los japoneses tienen muy poca fe en la verdad. Les parece fría y abstracta. Es como una madre cuyo hijo es acusado de un crimen. A ella no le importa la verdad. A ella le importa su hijo. Algo así les ocurre a los japoneses. Para ellos, lo importante son las relaciones entre las personas. Ésa es la auténtica verdad. La verdad de hecho es insignificante.
—Está bien —dije—. ¿Por qué me aprietan ahora? ¿Qué puede importar ya? El caso está resuelto, ¿no?
—No; no lo está —dijo Connor.
—¿Que no?
—No. Por eso hay tanta presión. Evidentemente, hay alguien que desea ardientemente que se cierre el caso. Quieren que abandonemos.
—Si me presionan a mí y presionan a Graham, ¿cómo es que no le presionan a usted?
—Ya lo hacen —dijo Connor.
—¿Cómo?
—Haciéndome responsable de lo que le ocurra a usted.
—¿Cómo pueden hacerle responsable? No lo entiendo.
—Ya lo imagino. Pero es lo que hacen. Créame.
Miré la hilera de coches que se arrastraba lentamente hacia el centro hasta diluirse en la bruma. Pasamos ante anuncios luminosos de «Hitachi» (NÚMERO UNO EN ORDENADORES EN AMÉRICA); «Canon» (LA PRIMERA COPIADORA DE AMÉRICA) y «Honda» (EL COCHE DEL AÑO EN AMÉRICA). Al igual que la mayoría de los nuevos anuncios japoneses, eran lo bastante brillantes como para destacar también durante el día. Aquellas vallas costaban treinta mil dólares al día; la mayoría de las empresas norteamericanas no podían pagarlas.
—La cuestión es que los japoneses saben que pueden ponerme las cosas muy difíciles. Al levantar esa polvareda alrededor de usted, me dicen: «a ver cómo te portas». Porque ellos creen que yo puedo cerrar el caso. Acabar.
—¿Y es así?
—Desde luego. ¿Quiere que lo cerremos ahora mismo? Luego podríamos ir a tomarnos unas cervezas y disfrutar un poco de la verdad japonesa. ¿O quiere que descubramos por qué mataron a Cheryl Austin?
—Quiero descubrir por qué.
—Yo también —dijo Connor—. Adelante, kohai. Estoy seguro de que en el laboratorio de Sanders vamos a encontrar información muy interesante. Ahora la clave está en las cintas.
Phillip Sanders echaba chispas.
—Han cerrado el laboratorio —dijo, levantando los brazos con desesperación—. Y yo no puedo hacer nada. Nada.
—¿Cuándo ha sido? —preguntó Connor.
—Hace una hora. Se presentaron los de Edificios e Instalaciones y nos ordenaron salir del laboratorio. Luego lo cerraron. Sencillamente. Han puesto un candado enorme en la puerta.
—¿Y qué explicación le dieron?
—Que había un informe de que la estructura del techo era débil, lo cual hacía que el sótano fuera poco seguro. Y que, si la pista de patinaje se nos caía encima, invalidaría el seguro de la Universidad. Que lo primero era la seguridad de los alumnos. Lo cierto es que cerraron el laboratorio, hasta que el arquitecto haga un informe.
—¿Cuándo será eso?
Señaló al teléfono.
—Estoy esperando que me lo confirmen. Quizá dentro de una semana. Quizá dentro de un mes.
—Un mes.
—Exactamente. —Sanders se pasó los dedos por el revuelto cabello—. Hasta he ido al Rectorado. Pero en el Rectorado no saben nada. La orden ha venido de las alturas. De la junta de Gobierno de quienes conocen a los que hacen donativos multimillonarios. La orden vino de lo más alto. —Sanders se echó a reír—. En la actualidad, ya no es un misterio.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Tiene usted que saber que el Japón está muy introducido en la estructura de las Universidades norteamericanas, especialmente en los departamentos técnicos. Es algo que ocurre en todas partes. Actualmente, las empresas japonesas subvencionan veinticinco cátedras en el M. T. I.
(3), muchas más que cualquier otra nación. Porque ellos saben que, cuando se acaben todas estas gilipolleces, ellos no pueden innovar como nosotros. Y, como necesitan innovación, hacen lo más natural: comprarla.
—A las Universidades norteamericanas.
—Desde luego. Miren, en la Universidad de California de Irvine hay dos plantas de un edificio de investigación en que no se puede entrar sin pasaporte japonés. Investigan para la «Hitachi». Una Universidad norteamericana, cerrada a los norteamericanos. —Sanders dio media vuelta abriendo los brazos—. Y aquí, cuando algo no les gusta, basta una llamada al presidente de la junta de gobierno. ¿Y qué va a hacer él? No puede permitirse irritar a los japoneses. De modo que consiguen todo lo que quieren. Y, si quieren que se cierre el laboratorio, se cierra.
—¿Y las cintas?
—Todo está dentro. Nos obligaron a dejarlo todo.
—¿De verdad?
—Tenían mucha prisa. Fue una acción a lo Gestapo. Nos empujaban para que nos fuéramos. No pueden imaginarse el pánico que se desata en una Universidad americana cuando peligra una subvención. —Suspiró—. No sé, quizá Theresa haya conseguido sacar algunas cintas. Podrían preguntárselo.
—¿Dónde está?
—Creo que se fue a patinar sobre hielo.
—¿A patinar sobre hielo? —pregunté frunciendo el entrecejo.
—Eso dijo. Pueden ir a ver si la encuentran.
Y al decirlo miraba a Connor. De un modo significativo.
Theresa Asakuna no estaba patinando sobre hielo. En la pista había treinta niños pequeños con una maestra joven que trataba de controlarlos sin gran éxito. Parecían de cuarto grado. Sus gritos y risas resonaban en el alto techo de la cancha.
La nave estaba casi desierta, no había nadie en las gradas. Un grupo de muchachos estaban en un rincón, mirando a la pista y dándose palmadas en los hombros. En nuestro lado, muy arriba, cerca del techo, un conserje pasaba la bayeta. Junto a la barandilla, cerca de la pista había varios adultos que parecían padres. Frente a nosotros, un hombre leía el periódico.
No se veía por ninguna parte a Theresa Asakuma.
Connor suspiró. Se sentó pesadamente en el banco, echando el cuerpo atrás y cruzó las piernas. Yo le miraba, de pie.
—¿Qué hacemos aquí? Ella no está.
—Siéntese.
—Pero usted siempre tiene prisa.
—Siéntese. Disfrute de la vida.
Me senté a su lado. Observamos a los niños que daban vueltas a la pista. La maestra gritaba:
—¡Alexander! ¡Alexander! ¿Cuántas veces te lo he de decir? ¡No se pega! ¡Que no le pegues!
Me apoyé en el banco, tratando de relajarme. Connor observaba a los niños riendo entre dientes. Parecía completamente tranquilo, sin la menor preocupación.
—¿Cree que Sanders tiene razón? —pregunté—. ¿Qué los japoneses coaccionaron a la Universidad?
—Desde luego —dijo Connor.
—¿Y toda esa historia de que el Japón está comprando tecnología norteamericana? ¿Que subvenciona cátedras en el M. I. T.?
—No es ilegal. Apoyan la cultura. Un noble ideal.
—¿Entonces le parece bien? —pregunté frunciendo el entrecejo.
—No; no me parece bien. Si renuncias al control de tus instituciones, renuncias a todo. Y, por regla general, el que subvenciona una institución, la controla. Si los japoneses están dispuestos a aportar el dinero (y ni el Gobierno ni la industria norteamericanos lo aportan), los japoneses controlarán la enseñanza en Norteamérica. Ya poseen diez colegios universitarios. Son sus propietarios. Los han comprado para que estudien sus jóvenes. Así tienen la seguridad de poder enviar a los estudiantes a Norteamérica.
—Pero eso ya lo hacen. En las Universidades norteamericanas estudian infinidad de japoneses.
—Sí; pero, como de costumbre, los japoneses hacen planes a largo plazo. Ellos saben que, en el futuro, puede ser más difícil. Saben que, antes o después, tiene que haber una reacción. Por mucha diplomacia que le echen... y ahora que están en la fase de adquisición, actúan con la mayor diplomacia. Porque la verdad es que a ningún país le gusta ser dominado. No le gusta la ocupación, ni militar ni económica. Y los japoneses piensan que un día los norteamericanos tienen que despertar.
Yo miraba cómo patinaba la chiquillería. Escuchaba sus risas. Pensaba en mi hija. Pensaba en la visita de las cuatro.
—¿Por qué estamos aquí sentados? —dije.
—Porque sí —contestó él.
Allí nos quedamos. La maestra estaba reuniendo a los niños, haciéndoles salir de la pista.
—Los patines, aquí. Quitaos los patines aquí. Tú también, Alexander. ¡Alexander!
—¿Sabe? —dijo Connor—. Si usted quisiera comprar una firma japonesa, no podría. Los de la empresa considerarían una vergüenza pasar a depender de extranjeros. Sería la deshonra. Nunca lo consentirían.
—Creí que sí se podía. Tenía entendido que los japoneses habían liberalizado su legislación.
—Técnicamente, sí —sonrió Connor—. Técnicamente, puede usted comprar una empresa japonesa. En la práctica, no. Porque, para adquirir una empresa, antes tiene que ponerse en contacto con su Banco. Y conseguir la autorización del Banco. Sin eso, no se puede hacer anda. Y el Banco, no lo autoriza.
—Creí que la «General Motors» era dueña de la «Isuzu».
—La «GM» es dueña de una tercera parte de «Isuzu». No tiene una participación mayoritaria. Y, desde luego, hay casos aislados. Pero, en general, durante los diez últimos años, las inversiones extranjeras en el Japón se han reducido a la mitad. Una tras otra, las empresas sacan la conclusión de que el mercado japonés es excesivamente duro. Se cansan de tantas trabas, del hostigamiento, de las connivencias, de la manipulación del mercado, del dango, los pactos secretos para mantenerlos al margen... Se cansan de las disposiciones del Gobierno. De tantas martingalas. Y abandonan. Sencillamente... abandonan. La mayoría de países han abandonado: alemanes, italianos, franceses... Todos se cansan de tratar de hacer negocios con el Japón. Porque, por más que digan, el Japón está cerrado. Hace varios años, T. Boone Pickens compró una cuarta parte de las acciones de una compañía japonesa, pero no pudo llegar al Consejo de Administración. El Japón está cerrado.
—¿Y qué podemos hacer?
—Lo que hacen los europeos —dijo Connor—. Exigir reciprocidad. Toma y daca. Uno de los tuyos por uno de los míos. Todo el mundo tiene el mismo problema con el Japón. Es sólo buscar la solución que funcione mejor. La de los europeos es bastante directa. Funciona bien, por lo menos, hasta ahora.
En la pista, unas adolescentes empezaban a hacer calentamiento y a dar saltos con precaución. La maestra conducía a su clase por el pasillo. Al llegar a nuestra altura, preguntó:
—¿Alguno de ustedes es el teniente Smith?
—Sí, señora —dije.
Uno de los chicos preguntó:
—¿Tiene pistola?
La maestra dijo:
—Una muchacha me pidió que le dijera que lo que busca está en el vestuario de los hombres.
—¿Sí? —pregunté.
—¿Me la enseña? —dijo el niño.
—¿Conocen a la muchacha oriental? —dijo la maestra—. Me ha parecido oriental.
—Sí —dijo Connor—. Muchas gracias.
—Yo quiero ver la pistola.
—¡Calla, tonto! —dijo otro chico—. A ver si te enteras. Están en misión secreta.
—Yo quiero ver la pistola.
Connor y yo echamos a andar. Los niños nos seguían, sin dejar de pedir que les enseñáramos las pistolas. Al otro lado de la pista, el hombre del periódico levantó la mirada con curiosidad y se quedó observando nuestra marcha.
—Nada como un mutis discreto —dijo Connor.
El vestuario de los hombres estaba desierto. Yo fui mirando en todos los armarios, uno tras otro, en busca de las cintas. Connor no se molestó. Le oí llamarme.
—Aquí detrás.
Estaba en el fondo, junto a las duchas.
—¿Las ha encontrado?
—No.
Sostenía una puerta abierta.
Bajamos un tramo de escaleras hasta un rellano. Había dos puertas. Una daba a una entrada de camiones situada bajo el nivel de la calle. La otra conducía a un oscuro pasillo con vigas de manera.
—Por aquí —dijo Connor.
Bajamos por el pasillo, agachados. Estábamos otra vez debajo de la pista. Pasamos junto a unas máquinas de acero que vibraban y llegamos a una serie de puertas.
—¿Usted sabe a dónde vamos? —pregunté.
Una de las puertas estaba entornada. Él la empujó. Las luces estaban apagadas, pero pude darme cuenta de que nos encontrábamos en el laboratorio. En un rincón vi el débil resplandor de un monitor.
Nos dirigimos hacia allí.
Theresa Asakuma echó el cuerpo atrás, se subió las gafas a la frente y se frotó sus hermosos ojos.
—Si no hacemos mucho ruido, no pasa nada —dijo—. Antes había un guardia en la puerta principal. No sé si aún seguirá ahí.
—¿Un guardia?
—Sí; eso de cerrar el laboratorio se lo han tomado muy en serio. Fue algo espectacular. Como una redada de Narcóticos. Sorprendió mucho a los norteamericanos.
—¿Y a usted?
—Yo no tengo la misma idea que ellos de este país.
Connor señaló el monitor que ella tenía delante. Mostraba una imagen congelada de la pareja mientras iban hacia la sala de juntas abrazados. En otros monitores del pupitre se veía la misma imagen captada desde cámaras situadas en distintos ángulos. Algunos de los monitores mostraban unas líneas rojas superpuestas que irradiaban de las lámparas de la iluminación nocturna.
—¿Qué ha descubierto en esas cintas?
Theresa señaló la pantalla principal.
—No estoy segura —respondió—. Para eso, tendría que trazar secuencias tridimensionales de ambientación a fin de adaptar la imagen a las proporciones de la habitación y rastrear todas las fuentes de luz y las sombras proyectadas por ellas. No lo he hecho y, con el equipo que tenemos en esta sala, no creo que pueda hacerse. Probablemente, se precisaría toda una noche de trabajo con un mini. Quizá la semana próxima pudiera conseguir que el departamento de Astrofísica nos prestara uno. Pero, según están las cosas, no lo creo. De todos modos, estoy casi segura...
—¿De qué?
—Las sombras no concuerdan.
Connor asintió en la oscuridad, como si le encontrase significado a la respuesta.
—¿Qué sombras no concuerdan? —pregunté.
Ella señaló la pantalla.
—Mientras esas dos personas se mueven por la planta, las sombras que proyectan no pasan con exactitud. O no están donde deberían estar o no tienen la forma que deberían tener. La diferencia es muy pequeña. Pero creo que está ahí.
—Y el que las sombras no casen quiere decir...
—Yo diría que las cintas han sido modificadas, teniente —dijo ella encogiéndose de hombros.
Se hizo un silencio.
—¿Modificadas, cómo?
—No estoy segura del alcance de los cambios, pero parece estar claro que en la habitación había otra persona; por lo menos, durante un rato.
—¿Otra persona? ¿Una tercera persona, quiere decir?
—Sí; alguien que observaba. Y esa persona ha sido borrada sistemáticamente.
—No. Mierda —dije.
La cabeza me daba vueltas. Miré a Connor. Él contemplaba fijamente los monitores. No parecía sorprendido.
—¿Es que ya lo sabía? —le pregunté.
—Sospechaba algo.
—¿Por qué?
—Verá, desde el principio de la investigación, parecía evidente que las cintas iban a ser modificadas.
—¿Por qué? —dije.
—Detalles, kohai —sonrió Connor—. Esas pequeñas cosas que solemos olvidar. —Miró a Theresa, como si no quisiera hablar más de la cuenta delante de ella.
—No; quiero que me lo explique —dije—. ¿Cuándo supo usted que las cintas estarían modificadas?
—En la cabina de seguridad de la «Nakamoto».
—¿Por qué?
—Por la cinta que faltaba.
—¿Qué cinta? —dije. Ya lo había mencionado antes.
—Piense —dijo Connor—. En la cabina de seguridad, el guardia nos dijo que había cambiado las cintas cuando entró de servicio, alrededor de las nueve.
—Sí...
—Y los temporizadores de las grabadoras indicaban aproximadamente unas dos horas de funcionamiento. Cada temporizador señalaba entre diez y quince segundos menos que él invertía en el cambio de cada cinta.
—Exactamente... —Eso lo recordaba.
—Pero yo le hice observar que una de las grabadoras no encajaba en la secuencia. Sólo hacía media hora que grababa. Por eso le pregunté si estaba averiada.
—Y el guardia parecía pensar que sí.
—Eso dijo. En realidad, lo que yo hacía era brindarle una salida. Porque él sabía perfectamente que la grabadora no estaba averiada.
—¿No?
—No: ése es uno de los pocos errores que han cometido los japoneses. Pero no pudieron evitarlo. No podían burlar su propia tecnología.
Me apoyé en la pared y miré a Theresa con gesto de disculpa. Estaba muy hermosa en la penumbra de los monitores.
—Lo siento: me he perdido.
—Eso le ocurre porque rechaza usted la explicación evidente, kohai. Piense. Si ve una batería de grabadoras, cada una de las cuales funciona con unos segundos de diferencia respecto a la anterior, menos una, que rompe la secuencia, ¿qué piensa?
—Que la cinta de esta grabadora se cambió más tarde.
—Sí. Y eso es exactamente lo que ocurrió.
—¿Qué cambiaron una cinta más tarde?
—Sí.
—Pero, ¿por qué? —pregunté frunciendo el entrecejo. Todas las cintas fueron cambiadas a las nueve. O sea que en ninguna de las cintas de aquel juego se veía el asesinato.
—Exactamente —dijo Connor.
—Entonces, ¿por qué iban a cambiar una cinta después?
—Buena pregunta. Es desconcertante. Tardé en encontrar la respuesta. Pero ya la tengo —dijo Connor—. Hay que recordar el horario. Todas las cintas se cambiaron a las nueve. Luego, a las diez y cuarto, cambian sólo una. Por lo tanto, es de suponer que entre las nueve y las diez y cuarto ocurrió algo importante que fue grabado en esa cinta y que la cinta fue retirada por una buena razón. Yo me preguntaba: ¿Cuál pudo ser este hecho importante?
Reflexioné. Fruncí el entrecejo. No se me ocurría nada.
Theresa empezó a sonreír moviendo la cabeza de arriba abajo, como si algo la divirtiera.
—¿Usted lo sabe? —pregunté.
—Lo supongo —sonrió ella.
—Bien —dije—, celebro que todo el mundo conozca la respuesta menos yo. Porque a mí no se me ocurre qué hecho importante pudo quedar grabado en esa cinta. A las nueve, se había colocado la cinta amarilla, acordonando el escenario del crimen. El cadáver de la muchacha estaba en el otro extremo del piso. Había una muralla de japoneses delante de los ascensores, y Graham me llamaba por teléfono para pedirme que fuera a ayudarle. Pero nadie inició la investigación hasta que yo llegué, sobre las diez. Entonces hubo sus más y sus menos con Ishigura. No creo que alguien cruzara la cinta hasta casi las diez y media. Digamos las diez y cuarto como muy temprano. Por lo tanto, en la grabación no podía haber más que una habitación vacía y una muchacha tendida encima de la mesa. Nada más.
—Muy bien —dijo Connor—. Pero olvida usted algo.
—¿Nadie cruzó la habitación? —preguntó Theresa— ¿Absolutamente nadie?
—No —respondí—; habíamos tendido la cinta amarilla. Nadie podía pasar al otro lado de la barrera. En realidad... —Y entonces lo recordé—: ¡Eh, un momento! Alguien pasó: aquel tipo bajito de la cámara. Estaba tomando fotografías, al otro lado de la barrera.
—Exactamente —dijo Connor.
—¿Qué tipo bajito? —preguntó ella.
—Un japonés. Tomaba fotografías. Preguntamos a Ishigura quien era y dijo que se llamaba...
—Mr. Tamaka —dijo Connor.
Exactamente. Mr. Tamaka. Y usted pidió a Ishigura la película de la cámara. —Fruncí el entrecejo—. Pero él no nos la dio.
—No —dijo Connor—. Y, francamente, no creí que nos la diera.
—¿Ese hombre tomaba fotografías? —preguntó Theresa.
—Dudo que realmente tomara fotografías —dijo Connor—. O tal vez sí, porque tenía en la mano una de esas pequeñas «Canon»...
—¿Esas que no tienen película sino que toman instantáneas de vídeo?
—Sí. ¿Servirían de algo en los retoques?
—Quizá —dijo alguien—. Esas imágenes podrían utilizarse para completar la imagen. Se acoplarían con rapidez porque ya estaban codificadas.
Connor asintió.
—Entonces quizás estuviera tomando fotografías a fin de cuentas. Pero me pareció que su actividad fotográfica no era más que una excusa para poder andar por el otro lado de la cinta amarilla.
—Ah —exclamó Theresa moviendo la cabeza afirmativamente.
—¿Y usted cómo lo sabe? —pregunté.
—Piense —dijo Connor.
Yo estaba de cara a Ishigura cuando Graham gritó: Pero, ¿qué hace ese hombre? Volví la cabeza y vi a un japonés de corta estatura a unos diez metros más allá de la cinta amarilla. El hombre estaba de espaldas a mí. Tomaba fotografías del escenario del crimen. La cámara era muy pequeña. Le cabía en la palma de la mano.
—¿Recuerda cómo se movía el hombre? Se movía de un modo muy particular.
Traté de recordarlo. No lo conseguía.
Graham había ido hacia él gritando: ¡Por los clavos de Cristo, no se puede estar ahí! Esto es el escenario de un crimen. ¡No se pueden hacer fotografías! Y hubo alboroto. Graham gritaba a Tanaka, pero éste parecía completamente absorto en su actividad, y siguió disparando la cámara y andando de espaldas hacia nosotros. A pesar de los gritos, no hizo lo que hubiera hecho cualquier persona normal: dar media vuelta y dirigirse hacia la cinta. No; él siguió andando de espaldas y, sin volverse, se agachó y pasó por debajo de la cinta.
—No se volvió en ningún momento —dije—. Andaba de espaldas a nosotros.
—Exactamente. Primer misterio. ¿Por qué tenía que andar de espaldas? Ahora creo que ya lo sabemos.
—¿Lo sabemos?
Theresa dijo:
—El hombre repetía en sentido inverso el recorrido de la muchacha y el asesino, para pasarlo a cinta de vídeo. De este modo, tendría la pauta de dónde incidían las sombras de la habitación.
—Exactamente —dijo Connor.
Recordé entonces que, cuando protesté, Ishigura me dijo: Es empleado nuestro. Trabaja para el departamento de Seguridad de la «Nakamoto».
Y yo dije: Esto es un escándalo. No se puede hacer fotografías.
A lo que Ishigura repuso: son para uso de la empresa.
Entretanto, el hombre había desaparecido por entre el grupo de empleados congregados delante de los ascensores.
Para uso de la empresa.
—¡Maldita sea! —dije—. ¿Entonces Tanaka bajó al puesto de vigilancia y cambió una sola cinta, la que había registrado su propio paso por la sala con las sombras que él proyectaba?
—Sí, señor.
—¿Y necesitaba esa cinta para modificar las cintas originales?
—Exactamente.
Por fin empezaba a comprender.
—Pero ahora, aunque demostráramos que las cintas fueron modificadas, ya no podríamos utilizarlas ante un tribunal. ¿No es así?
—Así es —dijo Theresa—. Cualquier buen abogado podría conseguir que fueran rechazadas.
—De manera que la única manera de salir adelante es encontrar un testigo que declare lo ocurrido. Sakamura podría saberlo, pero ha muerto. O sea que estamos en un callejón sin salida, a no ser que consigamos poner la mano encima a Mr. Tanaka. Creo que más valdrá detenerlo cuanto antes.
—Dudo mucho que podamos —dijo Connor.
—¿Por qué? ¿Cree que ellos podrán mantenerlo fuera de nuestro alcance?
—No creo que tengan que molestarse. Es muy probable que Mr. Tanaka ya esté muerto.
Connor se volvió inmediatamente hacia Theresa.
—¿Es buena en su trabajo?
—Sí —dijo ella.
—¿Muy buena?
—Creo que sí.
Tenemos muy poco tiempo. Trabaje con Peter. Vea lo que pueden sacar de esa cinta. Gambatte: ponga el máximo empeño. Puedo asegurarle que sus esfuerzos serán recompensados. Ahora me marcho. Tengo que hacer varias llamadas.
—¿Se marcha? —dije.
—Sí. Necesito el coche.
Le di las llaves.
—¿A dónde va?
—Yo no soy su mujer.
—Era sólo una pregunta —dije.
—No se preocupe. Tengo que ver a varias personas. —Se volvió para marcharse.
—Pero, ¿por qué dice que Tanaka ha muerto?
—Bien, quizá no haya muerto. Ya hablaremos de eso cuando haya tiempo. Por el momento, tenemos muchas cosas que terminar antes de las cuatro de la tarde. Es la hora en la que expira el plazo. Creo que tengo alguna sorpresa para usted, kohai. Llámelo chokkan, intuición si quiere. ¿De acuerdo? Si surgen problemas o imprevistos, llámeme al teléfono del coche. Suerte. Trabaje con esta dama encantadora. Urayamashii na!
Y se fue. Oímos cerrarse la puerta trasera.
—¿Qué ha dicho? —pregunté a Theresa.
—Que le envidia. —Ella sonrió en la oscuridad—. Vamos a empezar.
Pulsó rápidamente varios botones de los aparatos. La cinta se rebobinó hasta el principio de la secuencia.
—¿Qué hay que hacer? —pregunté.
—Hay tres maneras básicas de averiguar cómo se ha modificado un vídeo. La primera es el desenfoque y los matices. La segunda es el perfil de las sombras. Podemos tratar de trabajar con estos elementos, pero es lo que he hecho estas dos últimas horas y no he conseguido casi nada.
—¿Y la tercera?
—Elementos reflejados. Todavía no los he examinado.
Yo moví la cabeza negativamente.
—Básicamente, los elementos reflejados son, como su nombre indica, las partes de la escena que se reflejan dentro de la imagen. Como la cara de Sakamura, en el espejo, en el momento de salir. Tiene que haber otros reflejos. Una lámpara de sobremesa cromada que capte, deformada, una figura que pase por su lado. Los tabiques de la sala de conferencias son de vidrio. Quizá consigamos localizar algún reflejo. También pudo recogerlo un pisapapeles de plata de encima de una mesa. Un florero de cristal. Un recipiente de metacrilato. Cualquier superficie lisa y reluciente.
Observé cómo preparaba las cintas. Mientras ella hablaba, su mano se movía rápidamente de una máquina a la otra. Producía una sensación extraña estar delante de una mujer tan hermosa y tan inconsciente de su hermosura.
—En la mayoría de imágenes hay algún objeto reflectante —dijo Theresa—. En el exterior, los parachoques de los coches, las calles mojadas, las lunas de los escaparates. Dentro de una habitación, los marcos de los cuadros, los espejos, los candelabros de plata, los pies cromados de una mesita... Siempre hay algo.
—¿Y no se pueden modificar también los reflejos?
—Si se dispone de tiempo, sí. Porque actualmente hay programas informáticos capaces de trazar una imagen sobre cualquier forma. Por difícil e irregular que sea una superficie, siempre se puede trazar en ella una figura. Pero se necesita tiempo. De modo que esperemos que ellos no lo tuvieran.
Puso en marcha las cintas. La primera parte, cuando Cheryl Austin salía del ascensor, estaba oscura. Miré a Theresa y le pregunté:
—¿Qué efecto le produce todo esto?
—¿A qué se refiere?
—A esto de ayudarnos a la Policía.
—¿Siendo japonesa, quiere decir? —Me lanzó una rápida mirada y sonrió. Era una sonrisa extraña, torcida—. Yo no me hago ilusiones acerca de los japoneses. ¿Sabe dónde está Sako?
»Es una ciudad, mejor dicho, un pueblo grande del Norte. Está en Hokkaido. Un lugar provinciano. Allí hay una base aérea norteamericana. Yo nací en Sako. Mi padre era kokujin, mecánico. ¿Conoce esta palabra, kokujin? Niguro. Negro. Mi madre trabajaba en una casa de comidas frecuentada por el personal del aeropuerto. Se casaron, pero mi padre murió en un accidente cuando yo tenía dos años. A la viuda le quedó una pequeña pensión, por lo que algún dinero teníamos. Pero mi abuelo se quedaba con la mayor parte, porque decía que mi nacimiento había sido una deshonra para él. Yo era ainoko y niguro. No eran palabras cariñosas las que él me dedicaba. Pero mi madre quería seguir allí, quería vivir en el Japón. De modo que yo me crié en Sako. En aquel... sitio...
Había amargura en su voz.
—¿Sabe lo que son los burakumin? ¿No? No es de extrañar.
En el Japón, el país en el que, supuestamente, todos son iguales, nadie habla de los burakumin. Pero, antes de una boda, la familia del novio investiga a los antepasados de la novia para comprobar que ninguno rué burakumin. Y otro tanto hace la familia de la novia. Y si existe la menor duda, no hay boda. Los burakumin son los intocables del Japón. Los parias, lo más bajo. Son descendientes de curtidores y artesanos de la piel, oficios que el budismo considera impuros.
—Comprendo.
—Y yo era peor que los burakumin porque era deforme. Para los japoneses toda deformidad es vergonzosa. No es una desgracia ni una incapacidad. Es una vergüenza. Significa que has hecho algo malo. La deformidad es una vergüenza para ti, para tu familia y para tu comunidad. De manera que quienes te rodean piensan que sería preferible que estuvieras muerta. Y, si eres medio negra, la ainoko de un nariz larga americano... —Sacudió la cabeza—. Los niños son crueles. Y aquello era un lugar de provincias, un pueblo.
La muchacha observaba la cinta.
—Por eso estoy contenta de poder vivir aquí. Ustedes, los norteamericanos, no saben la bendición que disfruta este país. La libertad de que gozan sus corazones. No puede imaginar lo dura que llega a ser la marginación en el Japón. Yo lo sé muy bien. Y no me apenaría en absoluto que ahora los japoneses tuvieran que sufrir un poco a causa de lo que yo pueda hacer con mi mano buena.
Me miraba con ojos brillantes. La vehemencia convertía su cara en una máscara.
—¿Queda respondida su pregunta, teniente?
—Sí —contesté—; queda respondida.
—Cuando llegué a los Estados Unidos, me pareció que la actitud de los norteamericanos hacia los japoneses era insensata... pero no importa. Aquí está la secuencia. Usted mire los dos monitores de arriba y yo miraré los tres de abajo. Busque cualquier objeto reflectante. Ponga mucha atención. Ahí está.
Yo miraba los monitores en la oscuridad. Theresa Akasuma sentía resquemor hacia los japoneses, y yo también. El encuentro con Wilhelm la Comadreja me había indignado. Indignado como sólo puede estarlo el que tiene miedo. Una de las frases que él había dicho me resonaba una y otra vez en los oídos.
Dadas las circunstancias, ¿no le parece que el juez se equivocó al concederle la custodia de su hija?
Yo no quería la custodia. Con el trauma del divorcio, de la marcha de Lauren, de verla hacer las maletas... esto es tuyo... esto es mío..., lo último que yo deseaba era la custodia de una criatura de siete meses. Shelly empezaba a gatear por la sala, a ponerse de pie sujetándose en los muebles. Ya decía «mamá». Su primera palabra. Pero Lauren no quería la responsabilidad, y repetía: «No puedo encargarme, Peter, no puedo.» De modo que yo asumí la custodia. ¿Qué más podía hacer?
Pero de aquello hacia casi dos años. Yo había cambiado de forma de vida, de actividad, de horario. Ahora era mi hija. Y la idea de verme obligado a renunciar a ella me producía el mismo efecto que si alguien me retorciera un cuchillo en el estómago.
Dadas las circunstancias, ¿no le parece...?
En el monitor vi a Cheryl Austin esperar en la oscuridad la llegada de su amante. La vi mirar en derredor.
El juez se equivocó...
No; yo no creía que el juez se hubiera equivocado. Lauren no podía encargarse de la niña; nunca supo cuidarla. La mitad de los fines de semana no aparecía. Estaba tan ocupada que no tenía tiempo ni de ver a su hija. Una vez, al regreso del fin de semana, la niña lloraba. Lauren dijo: «No sé qué hacer con ella.» Yo me di cuenta de que la pequeña tenía el pañal húmedo y una dolorosa irritación. A Michelle se le irrita la piel con mucha facilidad si no se le cambia el pañal en seguida.
Durante el fin de semana, Lauren no le había cambiado los pañales con la frecuencia necesaria. Yo la cambié. La niña tenía rayitas de caca en la vagina. Ni siquiera había limpiado bien a su hija.
—¿No le parece que el juez se equivocó... ?
No.
Dadas las circunstancias, ¿no le parece...?
—Mierda —dije.
Theresa oprimió una tecla y detuvo las cintas. La imagen se congeló en todos los monitores.
—¿Qué hay? —dijo—. ¿Qué ha visto? —Me miraba fijamente.
—Lo siento. Pensaba en otra cosa.
—Pues no piense.
Volvió a poner en marcha la cinta.
En los cinco monitores, el hombre abrazó a Cheryl Austin. Las imágenes de las cinco cámaras se conjugaban de un modo inquietante. Era extraño poder contemplar un mismo acto desde distintas perspectivas: frontal, posterior, superior y laterales. Era como un plano arquitectónico en movimiento.
Y las imágenes producían horror.
Mis dos monitores mostraban imágenes tomadas desde el fondo y desde la vertical. En una de las pantallas, Cheryl y su amante aparecían muy pequeños y, en la otra, sólo podía verles la parte superior de la cabeza. Pero miraba atentamente.
A mi lado, Theresa Akasuma respiraba despacio y con regularidad. El aire entraba, el aire salía... La miré.
—Esté atento.
Me volví otra vez hacia las pantallas.
Los amantes se abrazaban apasionadamente. El hombre apretó a Cheryl contra una mesa. Cuando ella se echó atrás, la cámara situada en la vertical le captó la cara. A su lado, encima de la mesa, cayó un portarretratos.
—Ahí —dije.
Theresa detuvo la cinta.
—¿Qué?
—Ahí. —Señalé el portarretratos, que había quedado con el cristal hacia arriba. Reflejada en él se veía la silueta de la cabeza del hombre que se inclinaba sobre Cheryl. Era sólo una sombra.
—¿Puede sacar una imagen de eso? —pregunté.
—No lo sé. Probaremos.
Su mano se movió rápidamente sobre las teclas, pulsando con suavidad.
—La imagen de vídeo es digital —dijo—. Ya está en el ordenador. Veremos lo que podemos hacer con ella. —La imagen del portarretratos empezó a incrementarse escalonadamente. La cara inmóvil y ampliada de Cheryl, con la cabeza echada atrás en un instante de pasión, y luego el hombro, desaparecieron de la pantalla, ocupada ahora por el portarretratos.
Con la ampliación, la imagen se hacía granular. Empezó a descomponerse en puntos, como cuando uno se acerca excesivamente a los ojos una foto de periódico. Luego, los puntos empezaron a crecer y a separarse y se convirtieron en pequeños bloques grises. Yo ya no hubiera podido decir qué estaba mirando.
—¿Va a salir algo de ahí?
—Lo dudo. Pero esto es el marco del portarretratos y esto es la cara.
Me alegré de que ella lo distinguiera; yo no podía.
—A ver si conseguimos definir un poco.
Oprimió varios pulsadores. En la pantalla se sucedieron varios menús y reapareció la imagen, más tenue y más granulosa. Pero ahora yo podía ver el marco. Y la silueta de la cabeza.
—Defina otra vez.
Así lo hizo.
—Muy bien. Ahora ajustemos la escala de grises...
En el cristal del portarretratos empezó a emerger una cara de la oscuridad.
Era escalofriante.
Con tanta ampliación, el grano estaba muy marcado, cada pupila era un único punto negro, y no se apreciaba quién era. El hombre tenía los ojos abiertos y la boca torcida, deformada en una mueca de pasión, o de excitación, o de odio. Imposible precisar.
Imposible estar seguros, desde luego.
—¿Es una cara japonesa?
Ella agitó la cabeza.
—No hay suficiente detalle en el original.
—¿No puede sacar nada más?
—Después elaboraré sobre ello. Pero creo que no es posible definir más. Sigamos.
Las imágenes recobraron el movimiento. De pronto, Cheryl apartó al hombre de un empujón. En su cara había una expresión de furor. Después de ver la cara del hombre reflejada en el portarretratos, me pregunté si a la muchacha le habría entrado miedo. Imposible adivinarlo.
La pareja estaba de pie en la sala desierta. Parecían estar tratando de decidir a dónde ir. Ella miró en derredor. Él asintió. Ella señaló la sala de juntas. Él pareció acceder.
Se besaron, otra vez abrazados. Sus movimientos al unirse y separarse y volverse a unir tenían la coordinación nacida de la costumbre.
Theresa también lo advirtió.
—Ella le conoce bien.
—Yo diría que sí.
Sin interrumpir el beso, la pareja, con movimientos forzados, se dirigió hacia la sala de juntas. A partir de este momento, mis monitores dejaron de tener utilidad. La cámara del fondo captaba toda la sala y a la pareja que la cruzaba de derecha a izquierda, andando de lado. Pero las figuras eran muy pequeñas y difíciles de distinguir. Sorteaban las mesas, camino de...
—Espere —dije—. ¿Qué es eso?
Ella retrocedió, fotograma a fotograma.
—Ahí —dije, señalando la imagen—. ¿Lo ve? ¿Qué es eso?
Al seguir a la pareja por la sala, la cámara enfocó un momento un cuadro con cristal que contenía una lámina de caligrafía japonesa. En el cristal se reflejó fugazmente una luz. Eso era lo que me había llamado la atención.
Un destello de luz.
—No es un reflejo de la pareja —dijo Theresa frunciendo el entrecejo.
—No.
—Veamos.
Empezó otra vez a ampliar. La lámina se acercaba a saltos, cada vez más borrosa. El destello aumentó de tamaño y se dividió en dos fragmentos. Había una mancha de luz borrosa en un ángulo. Y una raya de luz vertical que dividía el cristal casi de arriba abajo.
—Vamos a moverlo —dijo.
Empezó a mover la imagen adelante y atrás, de fotograma en fotograma. Pasando de uno a otro. En uno, faltaba la raya vertical. En el siguiente, aparecía. Y en otros diez. Luego se desvanecía definitivamente. Pero la mancha borrosa del ángulo no se movía.
—Hummm.
Amplió la mancha. Con los sucesivos incrementos, la mancha se desintegró hasta formar una especie de nebulosa, como sacada de un grabado de astronomía. De todos modos, parecía tener cierta organización interna. Casi podía distinguir una forma de X. Así lo dije.
—Sí —respondió ella—. Vamos a definir. Los ordenadores procesaron los datos. La nebulosa se resolvió en unas formas que recordaban los números romanos.
—¿Qué diablos es eso? —pregunté. Ella seguía tecleando.
—Intento mayor precisión en la imagen —dijo. Los números romanos se perfilaron con más claridad.
Theresa siguió intentando conseguir mayor resolución. Unas veces, la imagen se hacía más nítida y otras, más borrosa. Pero al fin conseguimos identificarla.
—Es el reflejo de un letrero de salida —dijo—. Hay una salida al fondo de la sala, frente a los ascensores, ¿verdad?
—Sí —dije.
—Se refleja en el cristal del cuadro, nada más. —Pasó al siguiente fotograma—. Pero esta línea luminosa vertical ya es más interesante. ¿Ve? Aquí aparece y aquí ya no está. —Movió la imagen adelante y atrás varias veces.
Entonces saqué la conclusión.
—Ahí detrás hay una salida de incendios —dije—. Y una escalera. Esa raya luminosa debe de ser el reflejo de la luz de la escalera que incide en el cristal al abrirse la puerta y desaparece cuando la puerta se cierra.
—¿Quiere decir que alguien entró en la sala? ¿Alguien que venía de la escalera de atrás?
—Sí.
—Interesante. Intentaremos ver quién es.
Hizo avanzar las cintas. Con tanto aumento, las imágenes brotaban en la pantalla y estallaban como fuegos artificiales. Era como si los más pequeños componentes de la imagen tuvieran vida propia y bailaran una danza independiente de la imagen que configuraba su conjunto. Pero era agotador mirar aquello. Me froté los ojos.
—Cielos.
—Muy bien. Ahí está.
Levanté la mirada. Ella había congelado la imagen. Yo no veía más que puntos blancos y negros irregularmente repartidos. Parecía haber una forma, pero no lo distinguía. Me recordaba las ecografías del embarazo de Lauren. El médico decía: aquí está la cabeza, aquí, el estómago... Pero yo no veía nada. Era una abstracción. Mi hija, en el claustro materno.
El médico dijo: ¿ve? Ahora mueve los dedos. ¿Ve? Le late el corazón.
Eso sí lo vi. El corazón que latía. Un corazón y unas costillas muy pequeños.
Dadas las circunstancias, teniente, ¿no le parece...?
—¿Ve? —dijo Theresa—. Eso es el hombro. Y la silueta de la cabeza. Ahora avanza, ¿no ve cómo aumenta de tamaño? Y ahora está de pie junto al pasillo del fondo, mirando desde la esquina. Es precavido. Se le ve el perfil de la nariz un momento cuando vuelve la cabeza. ¿Ha visto? Ya sé que es difícil. Mire atentamente. Ahora los mira a ellos. Los observa.
Y entonces, de pronto, lo vi. Los puntos parecieron ordenarse. Vi la silueta de un hombre en el pasillo, junto a la puerta del fondo.
Un hombre que observaba.
En el otro extremo de la sala, la pareja estaba abrazada. No advertían la presencia del recién llegado.
Pero alguien los observaba. La idea me produjo un escalofrío.
—¿Puede ver quién es?
Ella movió la cabeza negativamente.
—Imposible. Estamos en el límite. Ni siquiera puedo definir ojos, ni boca. Nada.
—Entonces sigamos adelante.
Las cintas volvieron a animarse. Me sobresaltó el brusco cambio a velocidad y movimiento normales. Seguí mirando a la pareja que cruzaba la planta sin dejar de besarse apasionadamente.
—Conque ahora alguien los observa —dijo Theresa—. Interesante. ¿Qué clase de persona era ella?
—Creo que se dice torigaru onnai.
—¿Que tiene el pájaro ligero? ¿Tori qué?
—Dejémoslo. Quiero decir que era una mujer fácil.
Theresa sacudió la cabeza.
—Los hombres siempre dicen cosas de ésas. A mi me parece que está enamorada de él, pero un poco desequilibrada.
La pareja se acercaba a la sala de conferencias y, de pronto, Cheryl empezaba a retorcerse, tratando de zafarse del hombre.
—Si está enamorada, tiene una forma muy extraña de demostrárselo —dije.
—Ella ha notado algo raro.
—¿Por qué?
—No sé. Quizás ha oído algo. Al otro hombre. No sé.
Cualquiera que fuera la razón, Cheryl forcejeaba con su pareja que ahora la rodeaba por la cintura con los dos brazos y casi la arrastraba hacia la sala de juntas. Cheryl volvió a retorcerse en la puerta, mientras el hombre tiraba de ella hacia dentro.
—Ésta es una buena oportunidad —dijo Theresa.
La imagen volvió a congelarse.
Todas las paredes de la sala de juntas eran de vidrio. A través de los muros exteriores, se veían las luces de la ciudad. Pero las paredes interiores, las del lado del atrio, estaban tan oscuras que podían hacer las veces de un espejo oscuro. Como Cheryl y su pareja estaban cerca de las paredes interiores, sus imágenes se reflejaban en ellas durante la lucha.
Theresa hacía avanzar la cinta fotograma a fotograma, buscando una imagen prometedora. De vez en cuando, ampliaba, analizaba los puntos, reducía otra vez. Era difícil. La pareja se movía de prisa y la imagen se emborronaba con frecuencia. Y las luces del exterior velaban imágenes que hubieran podido ser buenas.
Era desesperante.
Era lento.
Parar. Ampliar. Recorrer la imagen en busca de un sector que revelara algo. Desistir. Avanzar otra vez. Volver a parar.
Finalmente, Theresa suspiró:
—No se puede. Ese vidrio es fatal.
—Sigamos adelante.
Vi a Cheryl agarrar el marco de la puerta, tratando de impedir que el hombre la arrastrara a la sala de juntas. Por fin él la soltó, ella retrocedió con una expresión de terror y agitó los brazos, tratando de golpearle. El bolso salió disparado.
Ahora los dos estaban dentro de la sala. Dos siluetas que se movían de prisa, girando.
El hombre la echó sobre la mesa y entonces Cheryl apareció en la cinta de la cámara instalada en el techo de la sala de juntas. Su cabello rubio contrastaba con la madera oscura. Entonces volvió a cambiar de actitud y dejó de resistirse durante un minuto. Tenía una expresión expectante. Excitada. Se humedeció los labios. Miraba al hombre que ahora se inclinaba sobre ella. Él le subió la falda.
Ella sonrió, hizo un mohín y le habló al oído.
Él le arrancó las bragas de un tirón.
Ella le sonreía. Era una sonrisa crispada, apasionada y suplicante a la vez.
Estaba excitada por su propio miedo.
Las manos del hombre le acariciaron la garganta.
De pie en el oscuro laboratorio, oyendo encima de nosotros el roce de los patines en el hielo, miramos una y otra vez el violento acto final. Aparecía en cinco monitores, tomado desde ángulos diferentes. Las pálidas piernas de la mujer se levantaban hasta descansar en los hombros de él que estaba agachado desabrochándose el pantalón. Con las repeticiones, observé pequeños detalles que me habían pasado inadvertidos. Cómo ella se deslizaba por la mesa, contoneándose, para recibirle. Cómo él arqueaba la espalda en el momento de la penetración. La transformación de la sonrisa de la muchacha en felina, sabia. Calculadora. Cómo ella le incitaba, diciendo algo. Cómo le acariciaba la espalda. Su brusco cambio de humor, la llamarada de cólera en sus ojos, la bofetada. Cómo lo alentaba y a continuación volvía a forcejear, pero de otro modo, porque había ocurrido algo extraño. Cómo se le desorbitaban los ojos y asomaba a ellos una mirada de auténtica desesperación. Cómo le empujaba por los brazos subiéndole las mangas de la americana y haciendo relucir un momento el pequeño destello metálico de los gemelos. El brillo del reloj de ella. Cómo su brazo caía hacia atrás, con la mano abierta. Cinco dedos muy blancos sobre la mesa negra que se estremecían con un espasmo y quedaban inertes.
La lentitud de él en darse cuenta de que ocurría algo malo. Cómo se quedaba rígido un momento, luego le tomaba la cabeza y se la volvía hacia un lado y otro, tratando de despertarla, hasta que, finalmente, se retiraba. Sólo con mirarle a la espalda casi advertías su horror. Se movía despacio, como en trance. Paseaba por la habitación con pasos cortos e indecisos, primero hacia un lado, luego hacia el otro. Tratando de recobrar la serenidad, de decidir lo que tenía que hacer.
Cada vez que veía la secuencia, yo experimentaba algo diferente. Las primeras veces era una tensión, una sensación de voyeur casi sexual. Después fui sintiéndome más frío, más analítico. Como si estuviera alejándome del monitor. Y, finalmente, toda la secuencia pareció descomponerse ante mis ojos y los cuerpos perdieron toda su identidad humana, se hicieron abstracciones, formas que se movían en un espacio oscuro.
—Esa muchacha era una enferma —dijo Theresa.
—Eso parece.
—No es una víctima. Ella, no.
—Quizá no.
Volvimos a mirar, pero yo ya no sabía qué miraba. Finalmente, dije:
—Sigamos adelante, Theresa.
Habíamos estado repitiendo la secuencia sin pasar de un punto determinado. Ahora, cuando seguimos adelante, casi inmediatamente observamos algo raro. El hombre dejó de pasear y volvió la cabeza vivamente hacia un lado, como si hubiera visto u oído algo.
—¿El otro? —dije.
—Quizá. —Theresa señaló los monitores—. Aquí es donde parece que las sombras no casan. Ahora sabemos por qué.
—¿Han borrado algo?
Ella hizo retroceder la cinta. Por uno de los monitores que reproducían la visión lateral, vimos que el hombre miraba hacia la salida. Daba la impresión de que acababa de ver a alguien. Pero no parecía asustado, ni culpable.
Theresa amplió la imagen. El hombre no era más que una silueta.
—No se ve nada, ¿verdad?
—Fíjese en el perfil.
—¿Qué le ocurre?
—Estoy mirando la línea de la mandíbula. Sí. ¿Lo ve? La mandíbula se mueve. Este hombre está hablando.
—¿Hablando con el otro?
—O consigo mismo. Pero, desde luego, está mirando hacia el exterior. Y ahora, ¿ve?, de repente tiene nueva energía.
El hombre se movía por la sala de juntas. Su aire era decidido. Recordé lo confusa que me había parecido esta parte la noche antes, cuando la pasamos en la central. Pero con cinco cámaras estaba clara. Podíamos ver lo que hacía exactamente. Recogía las bragas del suelo.
Y luego se inclinaba sobre la muchacha y le quitaba el reloj.
—Ésta sí que es buena —dije—. Le quitó el reloj.
Sólo se me ocurría una razón: el reloj debía de tener una inscripción. El hombre se metió las bragas y el reloj en el bolsillo y, cuando daba media vuelta para marcharse, la imagen se congeló otra vez.
—¿Qué hay? —pregunté.
Ella señaló uno de los cinco monitores.
—Ahí —dijo.
Miraba la vista lateral de conjunto. Esta cámara mostraba la sala de juntas desde el atrio. Vi la silueta de la muchacha encima de la mesa y al hombre de pie.
—¿Sí?
—Ahí —dijo ella, señalando—. Olvidaron borrar ésta. —En el ángulo de la pantalla, aparecía una figura espectral. El ángulo y la luz eran los precisos para permitirnos verlo. Era un hombre.
El tercer hombre.
Había avanzado y ahora estaba en el centro del atrio, mirando al homicida que seguía en la sala de juntas. La figura del tercer hombre se reflejaba completa en el vidrio. Pero era muy tenue.
—¿Puede definirla más?
—Puedo intentarlo —dijo ella.
Empezaron los aumentos. Ella oprimió pulsadores y la imagen se descompuso. Aumentó el contraste. Las líneas horizontales se prolongaron, la imagen se hizo borrosa, plana. Ella la recuperó. La aumentó. Era una tortura. Casi podíamos identificar al hombre.
Casi, pero no del todo.
—Adelante —dijo ella.
Los fotogramas fueron saltando uno a uno. La imagen del hombre era alternativamente más nítida, borrosa, definida. Por fin pudimos ver claramente al hombre que esperaba.
—No te jode... —dije.
—¿Sabe quién es?
—Sí —dije—. Es Eddie Sakamura.
A partir de entonces, avanzamos rápidamente. Ahora sabíamos sin lugar a duda que las cintas habían sido modificadas para cambiar la identidad del homicida. Vimos al homicida salir de la sala de juntas e ir hacia la salida lanzando una mirada de pesar a la muerta.
—¿Cómo pudieron cambiar la cara del homicida en un par de horas?
—Tienen programas muy sofisticados. Son, con mucho, los más avanzados del mundo. Los japoneses han mejorado mucho en software. Pronto adelantarán a los norteamericanos, como ya les han adelantado en ordenadores.
—Así que lo que hicieron fue usar un buen software.
—La operación sería muy aventurada, incluso disponiendo del mejor programa del mundo. Y los japoneses no son amigos de arriesgarse. Por lo tanto, es de suponer que este trabajo no ofrecía muchas dificultades. Porque el homicida está siempre o besando a la muchacha o en la oscuridad de modo que no se le ve la cara. Imagino que la idea de cambiar la identidad se les ocurriría después, cuando vieron que sólo tenían que retocar la parte que viene ahora... Ahí, cuando pasa por delante del espejo.
En el espejo vi la cara de Eddie Sakamura con toda claridad. Y la mano que rozaba la pared tenía la cicatriz.
—¿Ve? Cambiando esto, el resto de la grabación podía pasar. La de todas las cámaras. Era una oportunidad única y la aprovecharon. Eso es lo que yo creo.
En los monitores, Eddie Sakamura pasó por delante del espejo y desapareció en la oscuridad. Ella hizo retroceder la cinta.
—Vamos a ver.
Cuando tuvo en la pantalla el reflejo de la cara en el espejo incrementó la imagen hasta que se descompuso en bloques.
—Aja —exclamó—. Mire los píxeles. ¿Ve qué uniformidad? Esto ha sido retocado. Aquí, en el pómulo, en esa sombra debajo del ojo. Normalmente, entre dos grises, en el borde hay cierta irregularidad. Aquí la línea está perfectamente definida. Ha sido restaurada. Y déjeme ver...
La imagen se desplazó en sentido lateral.
—Sí. Aquí también.
Más bloques. Yo no sabía qué podía estar mirando.
—¿Qué es?
—La mano derecha. La de la cicatriz. La cicatriz está añadida. Se nota por la disposición de los píxeles.
Yo no lo veía, pero acepté su palabra.
—Entonces, ¿quién es el verdadero homicida?
—Será difícil determinarlo —dijo ella moviendo la cabeza. —No hemos encontrado ningún reflejo. Hay otro sistema que no he probado porque es el más fácil. Consiste en investigar el detalle de las sombras.
—¿Cómo?
—Podemos tratar de intensificar la imagen en las zonas oscuras, sombras y siluetas. Quizás haya un lugar en el que la luz ambiental nos permita extraer un rostro reconocible. Podemos probar.
No parecía entusiasmarle la idea.
—¿No cree que dé resultado?
Se encogió de hombros.
—No; pero se puede probar. Es lo único que nos queda.
—De acuerdo —dije—. Vamos allá.
Hizo retroceder la cinta y Eddie Sakamura caminó hacia atrás del espejo a la sala de juntas.
—Un momento —dije—. ¿Qué hay después del espejo? No hemos mirado esa parte.
—La miré yo. Él pasa por debajo del dintel y se aleja hacia la escalera.
—Vamos a verlo de todos modos.
—De acuerdo.
La cinta fue hacia delante. Eddie Sakamura se acercó rápidamente a la salida. Su cara apareció fugazmente en el espejo. Cuanto más veces lo miraba, más falso me parecía este momento. Hasta daba la impresión de que se hacía una pequeña pausa, que el movimiento se detenía una fracción de segundo. Para ayudarnos a hacer la identificación.
El homicida seguía andando, entraba en el oscuro pasillo que conducía a la escalera que quedaba en un extremo de la planta, fuera de la vista. La pared del fondo era clara, por lo que la figura se veía en silueta. Pero no se apreciaba ningún detalle. Era una sombra.
—No —dijo ella—; recuerdo este pasaje. No hay nada. Demasiado oscuro. Kuronbo. Eso es lo que me llamaban a mí, negra.
—¿No me ha dicho que se puede definir el detalle de las sombras?
—Se puede, pero no en este caso. De todos modos, estoy segura de que esta parte ha sido retocada. Ellos sabían que íbamos a examinar atentamente esta parte, antes y después del espejo. Sabían que miraríamos con microscopio cada fotograma. Por lo tanto, lo habrán retocado a conciencia. Y emborronado bien todas las sombras de esta persona.
—De todos modos...
—¡Eh! —exclamó de pronto—. ¿Qué ha sido eso?
La imagen se inmovilizó.
Yo vi la silueta del homicida que se alejaba hacia la pared blanca del fondo pasando por debajo del letrero de salida.
—Es una sombra.
—Sí, pero hay algo raro.
Hizo retroceder la cinta lentamente.
Mientras miraba la pantalla, dije:
—Machigai no umi oshete kudasaü. —Era una frase aprendida en una de mis primeras lecciones.
Ella sonrió en la oscuridad.
—Voy a tener que ayudarle con la gramática japonesa, teniente. ¿Quiere preguntarme si hay algún error?
—Sí.
—Entonces tiene que decir umu, no umi. Umi significa océano. Umu es la partícula de la frase interrogativa disyuntiva: ¿sí o no...? Pues sí; pienso que puede haber un error.
La cinta seguía retrocediendo, la silueta del homicida caminaba ahora hacia nosotros. Ella aspiró entre los dientes, sorprendida.
—Y lo hay. No puedo creerlo. ¿Lo ve ahora?
—No —dije.
Ella hizo correr la cinta hacia delante. Yo vi cómo se alejaba la silueta.
—Ahí está. ¿No lo ve?
—No; lo siento.
—Fíjese bien. —Empezaba a impacientarse—. Mire el hombro. Observe el hombro de la figura. Fíjese cómo sube y baja a cada paso, rítmicamente y de pronto... ¡Ahora! ¿Lo ve?
Por fin lo vi.
—El perfil parece que da un brinco. Que se amplía.
—Eso es; aumenta de tamaño. —Ajustó los mandos—. Y de forma considerable, teniente. Trataron de hacer coincidir el cambio con el momento en que la figura se eleva ligeramente al apoyar el pie en el suelo, para disimular. Pero la verdad es que no se esmeraron mucho. Se nota.
—¿Y eso qué significa?
—Significa arrogancia. —Parecía irritada. Yo no adivinaba por qué. Por lo tanto, se lo pregunté.
—Sí, esto me indigna —dijo mientras movía la mano rápidamente para ampliar la figura—. No han afinado más porque se figuran que nosotros no seremos rigurosos. Que no seremos lo bastante inteligentes. Que no seremos japoneses.
—Pero...
—Oh, los detesto. —La imagen se movía, se desplazaba. Ahora Theresa se concentraba en la silueta de la cabeza—. ¿Sabe quién es Takeshita Noburu?
—¿Algún fabricante?
—No; Takeshita era primer ministro. Hace unos años, se permitió un comentario chistoso acerca de los marinos de un buque de la Navy que visitaba el Japón. Dijo que los Estados Unidos son tan pobres que los marineros no pueden permitirse desembarcar para divertirse en el Japón. Demasiado caro para ellos. Que tenían que quedarse en el barco y transmitirse el sida unos a otros. Un chiste muy gracioso en el Japón.
—¿Eso dijo?
Ella asintió.
—Si yo fuera americano y alguien dijera eso de mí, lo que yo haría sería sacar de allí mi barco y decir al Japón que se jodiera y se rascara el bolsillo para pagar su propia defensa. ¿No sabía que Takeshita había dicho eso?
—No...
—Los servicios informativos norteamericanos... —dijo moviendo la cabeza—. Inútiles.
Estaba furiosa y trabajaba de prisa. Los dedos le resbalaron de los mandos y la imagen saltó hacia atrás y perdió definición.
—Puta mierda.
—Tranquila, Theresa.
—A la mierda, tranquila. ¡Ahora vamos a meterles un gol!
Acercaba la silueta de la cabeza, aislándola y siguiéndola fotograma a fotograma. Yo vi cómo la imagen crecía bruscamente.
—Aquí es el enlace —dijo—. Esto ya es original. A partir de aquí, es la imagen original. Ese hombre que ahora se aleja de nosotros es el verdadero homicida.
La silueta se alejaba hacia la pared del fondo. Ella fue pasando los fotogramas uno a uno. Entonces la silueta empezó a cambiar de forma.
—Aja. Muy bien. Lo que yo esperaba...
—¿Qué es?
—Ahora vuelve la cabeza para lanzar una última mirada. Mira atrás. ¿Lo ve? Está volviendo la cabeza. Ahí está la nariz, y ahora la nariz ha desaparecido porque ha vuelto la cara por completo. Nos está mirando.
—Para lo que nos sirve...
—Un momento.
Más ajustes.
—El detalle está ahí —dijo ella—. Es como la exposición oscura en una película. El detalle se ha grabado, pero todavía no podemos verlo. Ahora... Ahora le doy realce. Y ahora saco el detalle... ¡Ya!
De pronto, de un modo sobrecogedor, la oscura silueta empezó a iluminarse y la pared del fondo a adquirir una incandescencia que aureolaba la cabeza. La cara fue definiéndose y, por primera vez, pudimos verla con claridad.
—Bah, hombre blanco. —Parecía decepcionada.
—Dios mío —dije.
—¿Sabe quién es?
—Sí.
Las facciones estaban crispadas por la tensión, el labio superior, doblado hacia arriba en una mueca de horror. Pero la identidad era inconfundible.
Yo estaba mirando la cara del senador John Morton.
Yo eché el cuerpo para atrás, mirando la imagen congelada. Oía zumbar los ordenadores. Oía gotear el agua en los cubos, en la oscuridad del laboratorio. Oía respirar a Theresa, a mi lado, jadeando como el corredor al terminar la carrera.
Miraba la pantalla. Ahora todo encajaba, como un puzzle que se ensamblara ante mis ojos.
Julia Young: Tiene un amigo que viaja mucho. Siempre está de viaje. Nueva York, Washington, Seattle... Se reúne con él. Está loca por él.
Jenny, en los estudios de televisión: Morton tiene una amiguita que le ha sorbido el seso. Le da celos. Es una muchacha joven.
Eddie: A esa chica le gustaba causar problemas. Armar jaleo.
Jenny: Se la ve en las fiestas con la gente de Washington desde hace unos meses.
—Eddie: Estaba enferma. Le gustaba el dolor.
Jenny: Morton preside el Comité de Finanzas del Senado. El que debe decidir sobre la venta de la «MicroCon».
Colé, el guardia jurado, en el bar: Tienen en el bolsillo a los peces gordos. Se han hecho sus amos. Ahora ya no podremos con ellos.
Y Connor: Alguien quiere que se cierre esta investigación. Quieren que archivemos el caso.
Y Morton: ¿Así que su investigación está cerrada?
—¡Dios mío!
—¿Quién es? —preguntó ella.
—Un senador.
—Oh. —Miró a la pantalla—. ¿Y por qué les interesa?
—Porque ocupa un cargo muy importante en Washington. Y creo que tiene algo que ver con la venta de una empresa. Quizás haya otras razones.
Ella asintió.
—¿Se puede sacar una fotografía de esa imagen? —pregunté.
—No estamos equipados para sacar buenas copias; el laboratorio no tiene dinero.
—¿Qué podemos hacer? Necesito algo que pueda llevarme.
—Le sacaré una instantánea «Polaroid». No será gran cosa, pero suficiente por el momento. —Empezó a buscar, tropezando en la oscuridad. Al fin volvió con una cámara. Se acercó a la pantalla y disparó varias veces.
Mientras esperábamos que salieran las copias, nos miramos a la luz azulada de los monitores.
—Gracias por su ayuda —dije.
—De nada. Y lo siento.
—¿El qué?
—Sé que usted esperaba que fuera japonés.
Comprendí que lo decía por ella misma. No contesté. Las fotografías iban perfilándose. Eran de buena calidad, la imagen había quedado clara. Cuando las metí en el bolsillo, palpé algo duro y lo saqué.
—¿Tiene pasaporte japonés?
—No es mío; era de Eddie. —Volví a guardarlo en el bolsillo—. Tengo que marcharme. He de reunirme con el capitán Connor.
—Está bien. —Se volvió hacia los monitores.
—¿Qué va a hacer ahora? —pregunté.
—Quedarme y seguir trabajando.
Allí la dejé, salí por la puerta trasera y recorrí el oscuro pasillo camino del exterior.
Al salir a la brillante luz del día, parpadeé y fui en busca de un teléfono, para llamar a Connor. Estaba en el coche.
—¿Dónde se encuentra? —pregunté.
—He vuelto al hotel.
—¿Qué hotel?
—El «Cuatro Estaciones» —dijo Connor—. El del senador Morton.
—¿Qué hace ahí? ¿Ya sabe que...?
—Kohai —dijo él—. Línea abierta, ¿recuerda? Tome un taxi y reúnase conmigo en el 1430 de Westwood Boulevard dentro de veinte minutos.
—Pero, ¿cómo...?
—Basta de preguntas. —Y colgó.
Busqué el 1430 de Westwood Boulevard. Tenía una fachada lisa y marrón y un número pintado en la puerta. A un lado había una librería francesa y, al otro, un taller de relojería.
Llamé a la puerta. Debajo de los números, vi una pequeña inscripción en caracteres japoneses.
En vista de que nadie contestaba, abrí la puerta. Me encontré en un elegante y minúsculo bar japonés. Sólo tenía sitio para cuatro clientes. Connor estaba solo, sentado en un extremo. Me saludó con un ademán.
—Le presento a Imae, el mejor chef de sushi de Los Ángeles. Imae-san, Sumisu-san.
El chef movió la cabeza de arriba abajo y sonrió. Puso algo en el mostrador delante de mi asiento.
—Kore o dozo, Sumisu-san.
Yo me senté.
—Domo, Imae-san.
—Hai.
Miré el sushi. Eran una especie de huevas de pescado color de rosa con una yema amarilla y cruda encima. Me pareció asqueroso.
Me volví hacia Connor.
—Kore o tabetakoto arukai? —preguntó él.
—Lo siento —dije moviendo la cabeza—. Me he perdido.
—Tendrá que apretar con el japonés, por su nueva amiguita.
—¿Qué amiguita?
—Creí que me daría las gracias por haberle dejado tanto rato a solas con ella.
—¿Se refiere a Theresa?
—Podría caer en peores manos —sonrió él—. En realidad, deduzco que hace años ya cayó. Lo cierto es que le preguntaba si sabe lo que es eso. —Señalaba el sushi.
—No; no lo sé.
—Huevo de codorniz con huevas de salmón —dijo—. Mucha proteína. Energía. La necesitará.
—¿Tengo que comer esto?
—Le dará fuerzas para su nueva amiguita —dijo Imae. Y se reía. Dijo a Connor algo en un japonés muy rápido.
Connor contestó y los dos se echaron a reír.
—¿Cuál es el chiste? —pregunté. Pero deseaba cambiar de tema y probé el sushi. Aparte su textura viscosa, estaba realmente sabroso.
—¿Bueno? —preguntó Imae.
—Muy bueno. —Comí el segundo pastelillo de sushi y miré a Connor—. ¿Sabe lo que encontramos en esas cintas? Es increíble.
Connor levantó la mano.
—Por favor. Tiene usted que aprender de los japoneses a relajarse. Cada cosa, en su momento. Oaiso onegai shimasu.
—Hai. Connor-san.
El chef trajo la cuenta y Connor sacó unos billetes. Hizo una inclinación y los dos hombres intercambiaron unas rápidas frases en japonés.
—¿Ya nos vamos?
—Sí —dijo Connor—. Yo ya he almorzado y usted, amigo mío, no puede permitirse llegar tarde.
—¿Adonde?
—A la cita con su ex esposa, ¿recuerda? Valdrá más que vayamos ya para su casa.
Yo conducía otra vez. Connor miraba por la ventanilla.
—¿Cómo se enteró de que fue Morton?
—En realidad, no me enteré —dijo Connor—. Por lo menos, hasta esta mañana. Pero ya anoche vi claramente que la cinta había sido modificada.
Pensé en los esfuerzos de Theresa y míos, en las ampliaciones, en el examen y manipulación de la imagen.
—¿Quiere decir que le bastó con mirar la cinta para darse cuenta?
—Sí.
—¿Cómo?
—Había un error garrafal. ¿Recuerda cuando vimos a Eddie en la fiesta? Tenía una cicatriz en la mano.
—Sí; parecía de una antigua quemadura.
—¿En qué mano?
—¿En qué mano? —Fruncí el entrecejo y pensé en la fiesta. Eddie, en el jardín de cactus, fumando un cigarrillo tras otro. La cicatriz estaba en...— En la izquierda —dije.
—Exactamente —dijo Connor.
—Pero en la cinta también se ve la cicatriz —dije—. Se puede ver claramente cuando él pasa por delante del espejo. Roza la pared con la mano un momento...
Me interrumpí.
En la cinta, la figura tocaba la pared con la derecha.
—¡Vaya!
—Sí —dijo Connor—; cometieron un error. Quizá se confundieron entre lo que era reflejo y lo que no. Supongo que trabajaban con prisas, no recordaban cuál era la mano de la cicatriz y la pusieron al tuntún. Estos errores se dan a veces.
—Y anoche vio usted que la cicatriz estaba en la mano contraria...
—Sí; en seguida supe que la cinta había sido modificada —dijo Connor—. Quería que usted se encargara de hacer analizar la cinta por la mañana. Por eso lo envié al laboratorio de la Policía a enterarse de quiénes podían hacer el trabajo. Y me fui a la cama.
—¿Y permitió que fuéramos a arrestar a Eddie? ¿Por qué? Ya tenía que saber que Eddie no era el homicida.
—A veces, conviene esperar acontecimientos —dijo Connor—. Estaba claro que querían hacernos creer que Eddie había matado a la muchacha. Bien, pues a seguir la pauta, a ver a dónde nos conducía.
—Pero ha muerto un inocente —dije.
—Yo no llamaría inocente a Eddie —dijo Connor—. Eddie estaba metido hasta el cuello en esto.
—¿Y el senador Morton? ¿Cómo supo usted que era el senador Morton?
—No lo supe hasta que nos citó para la pequeña entrevista de antes. Ahí se delató.
—¿Cómo?
—Fue muy diplomático; hay que pensar bien en lo que dijo realmente —respondió Connor—. Entre todo ese torrente de palabrería, nos preguntó tres veces si la investigación había terminado. Y preguntó también si el asesinato tenía algo que ver con la «MicroCon». Bien mirado, era una pregunta muy extraña.
—¿Por qué? Él tiene contactos. Mr. Manada y otros. Él mismo nos lo dijo.
—No —dijo Connor—; si dejamos aparte toda la palabrería, vemos que el senador Morton nos dijo claramente lo que le preocupaba: ¿Ha terminado la investigación? ¿Relacionan lo ocurrido con la venta de la «MicroCon»? Porque ahora voy a cambiar de actitud al respecto.
—Sí, pero...
—Pero no explicó el punto crucial. ¿Por qué cambiaba de actitud respecto a la venta de la «MicroCon»?
—Ya nos lo dijo. Porque no tiene apoyo, a nadie le importa.
Connor me tendió una fotocopia. La miré. Era una página de periódico. Se la devolví.
—Estoy conduciendo. Dígame qué es.
—Es una entrevista que el senador Morton concedió a The Washington Post. Se reafirma en su posición. La venta de la «MicroCon» va contra los intereses de la defensa nacional y de la competitividad norteamericana. Bla bla. Erosiona nuestra base tecnológica e hipoteca nuestro futuro a los japoneses. Bla bla. Ésta era su actitud el jueves por la mañana. El jueves por la noche asiste a una fiesta en California. El viernes por la mañana tiene otra opinión acerca del asunto «MicroCon». La venta no le parece mal. Ahora explíqueme usted por qué.
—¡Jo! ¿Y qué vamos a hacer?
Porque esto de ser policía tiene algo extraño. La mayor parte del tiempo te sientes a gusto. Pero hay momentos en que comprendes que no eres más que un guripa. La verdad es que estás muy abajo en la escala social. Y te revienta enfrentarte a ciertas personas, a ciertos poderes. La cosa se lía. Se te va de la mano. Y puede salirte el tiro por la culata.
—¿Qué hacemos? —repetí.
—Cada cosa, en su momento —dijo Connor—. ¿Vive usted en ese edificio?
En la calle había una hilera de furgonetas de la Televisión y varios coches con el rótulo de PRENSA detrás del parabrisas. En la acera se veía un grupo de policías. Entre ellos distinguí a Wilhelm la Comadreja, apoyado en su coche. No vi a mi ex esposa.
—Siga adelante, kohai —dijo Connor—. Tuerza por la primera a la derecha.
—¿Por qué?
—Me tomé la libertad de llamar a la oficina del fiscal para avisar de que usted se encontraría con su esposa en ese parque.
—¿Eso hizo?
—Pensé que sería mejor para todos.
Doblé la esquina. Hampton Park está adyacente a la escuela elemental. A esta hora de la tarde, los chicos habían salido a jugar al béisbol. Conduje despacio, buscando un hueco para aparcar. Pasé junto a un sedán con dos personas dentro. Al lado del conductor había un hombre que fumaba un cigarrillo y, al volante, una mujer que tamborileaba con los dedos en el salpicadero. Era Lauren.
Aparqué.
—Le esperaré aquí —dijo Connor—. Buena suerte.
Siempre le gustaron los colores pálidos. Llevaba traje de chaqueta beige y blusa de seda crema y se había recogido el pelo en la nuca. Sin joyas. Sexy y profesional a la vez; siempre tuvo un talento particular para conseguir este efecto.
Echamos a andar por la acera que bordeaba el parque, mirando a los chicos que jugaban al béisbol. Ninguno de los dos decía nada. El que la acompañaba esperaba en el coche. Al llegar a la esquina, vimos, a un bloque de distancia, a la Prensa congregada delante de mi casa.
Lauren los miró y dijo:
—Por los clavos de Cristo, Peter. No te entiendo, realmente no te entiendo. Estás llevando esto muy mal. No tienes consideración con mi situación.
—¿Quién los llamó? —pregunté.
—Yo, no.
—Alguien ha tenido que decirles que ibas a venir a las cuatro.
—Yo no he sido, te digo.
—¿Y vienes con todo el maquillaje por casualidad?
—Esta mañana estuve en el juzgado.
—Qué bien.
—Vete a la mierda, Peter.
—He dicho que me parece bien.
—Valiente detective.
Dio media vuelta y retrocedimos por el mismo camino, alejándonos de la Prensa.
—Mira —suspiró—, vamos a procurar comportarnos civilizadamente.
—De acuerdo.
—No sé qué habrás hecho para meterte en este lío, Peter.
Lo siento, pero vas a tener que renunciar a la custodia. No puedo permitir que mi hija se críe en un ambiente sospechoso. No puedo consentirlo. Tengo que pensar en mi posición. En mi reputación en la oficina del fiscal.
A Lauren siempre le preocuparon las apariencias.
—¿Por qué es sospechoso el ambiente?
—¿Por qué? Vamos, Peter, corrupción de menores es una acusación muy seria.
—No hubo tal corrupción.
—Habrá que revisar las acusaciones.
—Tú sabes todo lo relacionado con esas acusaciones —dije—. Estábamos casados. Estás perfectamente enterada.
—Hay que examinar a Michelle —dijo tercamente.
—Muy bien. El resultado será negativo.
—En este momento, ya no importa cuál sea el resultado. Las cosas han llegado muy lejos, Peter. Tendré que conseguir la custodia. Por mi paz de espíritu.
—¡Por el amor de Dios!
—Sí, Peter.
—Tú no sabes lo que es criar a una niña. Te robará mucho tiempo de tu trabajo.
—No puedo elegir, Peter. No me dejas alternativa. —Ahora hablaba en tono doliente. El martirio siempre fue uno de sus grandes recursos.
—Lauren, tú sabes que esas acusaciones del pasado son falsas. Haces esto sólo porque Wilhelm te llamó por teléfono.
—No me llamó a mí. Llamó al ayudante del fiscal del distrito. Llamó a mi jefe.
—Lauren.
—Lo siento, Peter. Pero tú te lo has buscado.
—Lauren.
—Te lo digo en serio.
—Lauren, esto es muy peligroso.
Ella rió ásperamente.
—A mí me lo vas a decir. ¿Crees que no sé lo peligroso que es, Peter? Esto podría ser mi ruina.
—¿De qué estás hablando?
—¿De qué estoy hablando, hijo de puta? —dijo, furiosa—. Estoy hablando de Las Vegas.
Yo no contesté. No podía seguir su razonamiento.
—Vamos a ver, ¿cuántas veces has ido a Las Vegas?
—Sólo una.
—¿Una vez y ganaste un dineral?
—Lauren, tú sabes perfectamente lo que...
—Claro que lo sé. Y cuando tú hiciste aquel afortunado viaje a Las Vegas, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que se te acusó de corrupción de menores? ¿Una semana? ¿Dos semanas?
Conque era eso. Ella temía que alguien pudiera asociar las dos cosas, que pudieran sacarse conclusiones. Y que ello la incriminara.
—Hubieras tenido que repetir el viaje el año pasado.
—Tenía trabajo.
—Recordarás, Peter, que te dije que volvieras todos los años por las mismas fechas. Para establecer un patrón de conducta.
—Tenía trabajo. Tenía que ocuparme de una niña pequeña.
—En fin. —Ella movió la cabeza—. Y así hemos de vernos.
—¿Qué puedes temer? Nunca lo descubrirán.
Entonces fue cuando explotó realmente.
—¿Que nunca lo descubrirán? Ya lo han descubierto. Ya lo saben, Peter. Estoy segura de que habrán hablado con Martínez o Hernández o como se llame.
—Pero no es posible que ellos...
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo crees tú que una persona consigue la plaza de enlace con los japoneses? ¿Cómo conseguiste tú la plaza, Peter?
Fruncí el entrecejo, pensando. Hacía más de un año.
—Se hizo una convocatoria en el Departamento y hubo una serie de aspirantes...
—Sí. ¿Y después?
Dudé un momento. La verdad era que no estaba muy seguro de cómo había ido el asunto en el aspecto administrativo. Yo hice la solicitud y luego me olvidé de ella hasta que me llamaron. Tenía mucho trabajo entonces. El Departamento de Prensa era muy absorbente.
—Yo te diré cómo funciona la cosa —dijo Lauren—. El jefe de Servicios Especiales del Departamento selecciona a los candidatos, en consulta con miembros de la comunidad asiática.
—Probablemente, es así, pero no comprendo...
—¿Y sabes cuánto tiempo tardan los miembros de la comunidad asiática en repasar la lista de candidatos? Tres meses, Peter. Es tiempo suficiente para enterarse de la vida y milagros de todos los de la lista. Lo indagan absolutamente todo, desde el número de cuello de tus camisas hasta tu situación económica. Y puedes estar seguro de que se enteraron de las acusaciones de corrupción de menores. Y de tu viaje a Las Vegas. Y de que relacionaron lo uno con lo otro. Cualquiera podría relacionarlo.
Iba a protestar cuando recordé lo que Ron había dicho por la mañana: Ahora examinan hasta las pruebas de las emisiones.
—¿Pretendes hacerme creer que no sabes cómo funcionan estas cosas? ¿Que tú estabas ajeno a todo? Vamos, Peter, por favor... Tú sabías lo que significaba esa plaza de enlace: querías el dinero. Como todo el que tiene algo que ver con los japoneses. Tú ya sabes cómo hacen ellos sus tratos: todo el mundo saca algo. Sacas tú, saca el Departamento, saca el jefe... Tienen atenciones con todo el mundo. Y, a cambio, pueden escoger a la persona que desean para cubrir la plaza de enlace. Ellos saben que siempre tienen por dónde agarrarte. Y, ahora, por dónde agarrarme a mi también. Todo, porque tú el año pasado no hiciste ese dichoso viaje a Las Vegas tal como yo te dije.
—¿Y ahora tú crees que tienes que quitarme la custodia de Michelle?
Ella suspiró.
—A estas alturas, lo único que podemos hacer es representar nuestro papel hasta el final.
Miró el reloj y miró a los periodistas. Vi que estaba impaciente por seguir adelante, por hablar con la Prensa y soltar el discurso que traía preparado. Lauren siempre tuvo un sentido teatral muy desarrollado.
—¿Estás segura de cuál es tu papel, Lauren? Porque dentro de unas horas este asunto se va a liar mucho. Quizá no quieras verte envuelta.
—Ya estoy envuelta.
—No. —Saqué la foto del bolsillo y se la enseñé.
—¿Qué es?
—Un fotograma de las cintas de seguridad de la «Nakamoto», grabadas anoche. A la hora del asesinato de Cheryl Austin.
Ella miró la foto frunciendo el entrecejo.
—No hablas en serio.
—Completamente en serio.
—¿Vas a usar esto?
—No hay más remedio.
—¿Vas a arrestar al senador Morton? Tú has perdido el juicio.
—Quizá.
—No van a dejarte, Peter.
—Quizá.
—Van a enterrarte tan aprisa y tan abajo que ni siquiera sabrás quién te dio.
—Quizá.
—No puedes hacer eso, Peter. Tú lo sabes. Al fin sólo conseguirás perjudicar a Michelle.
No contesté a esto. Estaba dándome cuenta de que ella me gustaba cada vez menos. Seguimos andando. Sus tacones de aguja repicaban en la acera.
Al fin, ella dijo:
—Peter, si te empeñas en seguir por camino tan peligroso, yo nada puedo hacer. Como amiga tuya, te aconsejo que desistas. Pero, si insistes, no puedo ayudarte.
Yo no contesté. Esperaba y la observaba. A la luz del sol, vi que empezaban a marcársele arruguitas. Le vi la raíz oscura del pelo y la mancha de rojo en un diente. Se quitó las gafas de sol y me miró con ojos preocupados. Luego se volvió y miró a la Prensa. Se golpeó la palma de la mano con las gafas.
—Si eso es lo que hay, Peter, creo que será preferible que espere un día más y deje que los acontecimientos sigan su curso.
—Está bien.
—Que quede claro que no desisto.
—Comprendo.
—Pero creo que la cuestión de la custodia de Michelle no debe mezclarse con esa otra controversia disparatada.
—Claro que no.
Se puso las gafas de sol.
—Te compadezco, Peter. De verdad. En un momento determinado, tenías un futuro prometedor en el Departamento. Estabas propuesto para ocupar un cargo a las órdenes directas del jefe. Pero, si haces esto, nada puede salvarte.
—Bien. —Sonreí.
—¿Tienes algo más que fotografías?
—No creo que deba darte muchos detalles.
—Porque, si no tienes más que fotografías, no puedes hacer nada. Peter, el fiscal, no querrá saber nada del caso. Las fotografías ya no se aceptan. Es fácil modificarlas y los jueces lo saben. Si lo único que tienes es una foto del individuo en el momento de cometer el crimen, no irás a ninguna parte.
—Veremos.
—Peter, vas a perderlo todo. Tu trabajo, tu carrera, tu hija, todo. Despierta. No lo hagas.
Echó a andar hacia el coche. Yo la acompañé. No dijimos nada más. Yo esperaba que me preguntara por Michelle, pero no preguntó. No me sorprendió: tenía otras cosas en que pensar. Por fin llegamos al coche y ella fue hacia la puerta del conductor.
—Lauren.
Me miró por encima del coche.
—Durante las próximas veinticuatro horas, vamos a dejar que las cosas sigan su curso, ¿de acuerdo? Nada de llamadas a personajes clave.
—No te apures. Yo no sé nada de eso. Francamente, me gustaría no haber sabido nunca nada de ti.
Subió al coche y se fue. Mientras la seguía con la mirada, sentí que se me relajaban los hombros, que se aflojaba la tensión. No era sólo por haber conseguido lo que me proponía: disuadirla, por lo menos, temporalmente. Era algo más: era que, por fin, había acabado de liberarme.
Connor y yo subimos a mi apartamento por la escalera de atrás, para escabullimos de la Prensa. Le conté la conversación. El se encogió de hombros.
—¿Le sorprende? ¿No sabía cómo se elige a los enlaces?
—Bueno. El caso es que nunca lo pensé.
—Pues es así —dijo él moviendo la cabeza afirmativamente. Los japoneses son muy duchos en repartir lo que ellos llaman incentivos. En un principio, el Departamento tenía escrúpulos en dejar opinar a personas ajenas acerca de qué oficiales debían ser elegidos. Pero los japoneses sólo decían que querían ser consultados. Que sus recomendaciones no serían vinculantes. Y señalaron que consideraban natural tener voz en la elección del enlace.
—Aja...
—Y, en prueba de su buena voluntad, ofrecieron una contribución al fondo de pensiones de la Policía, para favorecer a todo el Departamento.
—¿De cuánto fue esa contribución?
—Creo que de medio millón. E invitaron al jefe a Tokio, para enseñarle sus sistemas de archivo de antecedentes. Un viaje de tres semanas, con escala de una semana en Hawai. Todo, en primera clase. Y mucha publicidad, que al jefe le encanta.
Llegamos al rellano del segundo piso. Empezamos a subir al tercero.
—De manera que, a la postre, resulta difícil para el Departamento hacer caso omiso de las recomendaciones de la comunidad asiática. Es mucho lo que está en juego.
—Me dan ganas de dejarlo —dije.
—Siempre es una opción. De todos modos, ¿consiguió parar a su mujer?
—Mi ex mujer. En seguida captó el mensaje. Lauren es un animal político de instinto muy fino, desde luego. Pero he tenido que decirle quién es el asesino.
El se encogió de hombros.
—No es mucho lo que puede hacer durante las dos próximas horas.
—Pero, ¿qué hacemos con las fotos? Ella dice que el tribunal no las aceptaría. Y lo mismo dijo Sanders: la época en que una fotografía era admitida como prueba ha terminado. ¿Tenemos otras pruebas?
—He estado ocupándome de eso. Creo que no hay que preocuparse.
—¿Por qué?
Connor se encogió de hombros.
Llegamos a la puerta trasera del apartamento. La abrí con la llave y entramos en la cocina. Estaba desierta. Fuimos por el pasillo hasta el recibidor. En todo el apartamento había silencio. Las puertas de la sala estaban cerradas. Pero olía a humo de tabaco.
Elaine, la asistenta, estaba en el recibidor, mirando por la ventana a los periodistas que seguían en la acera. Al oírnos se volvió. Parecía asustada.
—¿Michelle está bien? —pregunté.
—Sí.
—¿Dónde está?
—En la sala, jugando.
—Voy a verla.
—Teniente —dijo Elaine—, antes tengo que decirle una cosa.
—No se preocupe —dijo Connor—. Ya lo sabernos.
Abrió la puerta de la sala. Y entonces recibí la mayor impresión de toda mi vida.
John Morton estaba sentado en el sillón de maquillaje de los estudios de Televisión, con un «Kleenex» debajo de la barbilla, mientras la maquilladora le empolvaba la frente. Woodson, su ayudante, que estaba a su lado, dijo:
—Así es como ellos recomiendan que lo enfoques. —Entregó a Morton un fax—. El argumento base es que la inversión extranjera enriquece a los Estados Unidos. Nuestro país se fortalece merced a la entrada de capital extranjero. Los Estados Unidos tienen mucho que aprender del Japón.
—Y no estamos aprendiendo nada —dijo Morton tristemente.
—El argumento es plausible —dijo Woodson—. Es una actitud viable y, como puedes ver, del modo en que lo ha redactado Marjorie, más que un cambio de actitud, parece una puntualización de tu opinión anterior. Yo creo que puedes utilizarlo con comodidad, John. No va a convertirse en tema de debate.
—¿Va a hacerse la pregunta siquiera?
—Creo que sí. He dicho a los periodistas que no tendrías inconveniente en hablar de la modificación de tu actitud respecto al asunto «MicroCon». Que ahora estás a favor de la venta.
—¿Quién lo preguntará?
—Probablemente, Frank Pierce, del Times.
Morton asintió.
—Es un buen elemento.
—Sí. Planteamiento económico. No tiene por qué haber dificultades. Puedes hablar de mercados libres, de comercio leal. Que esta venta no compromete la seguridad nacional. Esas cosas.
La maquilladora terminó y Morton se levantó del sillón.
—Senador, perdone que le moleste, pero, ¿podría darme su autógrafo?
—Desde luego.
—Es para mi hijo.
—Encantado.
—John —dijo Woodson—, tenemos una copia sin pulir del comercial, por si quieres verla. Falta editarla, pero quizá quieras hacer algún comentario. Lo he preparado todo en la sala de al lado.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Sales al aire dentro de nueve minutos.
—Bien.
Morton fue hacia la puerta y entonces nos vio.
—Buenas tardes, señores —dijo—. ¿Me necesitan para algo?
—Será una conversación muy breve, senador —dijo Connor.
—Bien, tengo que revisar una cinta —dijo Morton—. Después hablaremos. Pero sólo tengo un par de minutos...
—Está bien —dijo Connor.
Seguimos a Morton a otra habitación desde la que se dominaba todo el estudio. Abajo, en un escenario de color beige en el que se leía PROTAGONISTAS DE LA NOTICIA tres periodistas repasaban sus notas mientras le colocaban los micrófonos. Morton se sentó frente a un televisor y Woodson introdujo una casete.
Vimos el anuncio que había sido grabado a primera hora de aquella tarde. Tenía un código de tiempo al pie de la imagen. Aparecía el senador andando por el campo de golf con aire decidido.
El mensaje era que los Estados Unidos había perdido su competitividad económica y que entre todos teníamos que recuperarla.
«—Es hora de aunar esfuerzos —decía Morton en el monitor—. Todos nosotros, los políticos de Washington, los líderes empresariales y sindicales, los maestros y la juventud y cada uno de nosotros, tenemos que pagar nuestras cuentas y reducir el déficit del Gobierno. Incrementar el ahorro. Mejorar las comunicaciones y la enseñanza. Necesitamos una política gubernamental de ahorro de energía, para defender nuestro medio ambiente, los pulmones de nuestros hijos y nuestra competitividad global.»
La cámara se acercó a la cara del senador, para las frases finales.
«—Hay quienes dicen que estamos entrando en una nueva Era de economía a escala mundial. Que ya no importa dónde estén situadas las empresas ni dónde se fabriquen los productos. Que el concepto de economía nacional está anticuado y superado. A esas personas yo les digo: el Japón no piensa así. Alemania no piensa así. Hoy los países más prósperos del mundo practican una política marcadamente nacional de ahorro de energía, control de las importaciones y fomento de la exportación. Cuidan de su industria protegiéndola de la competencia desleal del extranjero. La industria y el Gobierno colaboran en la defensa de su gente y de sus puestos de trabajo. Y esos países funcionan mejor que los Estados Unidos porque su política económica es realista. Su política es consecuente. La nuestra, no. No vivimos en un mundo ideal y, mientras no llegue ese mundo ideal, Estados Unidos debe afrontar la verdad. Debemos construir nuestro propio nacionalismo económico duro. Debemos cuidar de los norteamericanos. Porque nadie más los cuidará.
«Quiero dejar bien claro que la causa de nuestros problemas no son los gigantes industriales del Japón y Alemania. Esos países desafían a los Estados Unidos con nuevas realidades... y de nosotros depende afrontar esas realidades y aceptar con bizarría el desafío económico. Si así lo hacemos, nuestro gran país conocerá una Era próspera como ninguna otra. Pero, si continuamos como hasta ahora, repitiendo los viejos tópicos de libre economía de mercado, nos espera el desastre. La elección es nuestra. Optemos por reconocer las nuevas realidades y por forjar un mejor futuro económico para el pueblo norteamericano.»
La pantalla se oscureció.
Morton se echó hacia atrás en el asiento.
—¿Cuándo se pasará?
—Empezaremos dentro de nueve semanas. Pase de prueba en Chicago y ciudades hermanadas, exhibición ante grupos seleccionados, modificaciones, si da lugar y luego, en julio, difusión a escala nacional.
—Mucho después de que la «MicroCon»...
—Oh, sí.
—Está bien. Adelante.
Woodson sacó la cinta y salió de la habitación. Morton se volvió hacia nosotros. —Ustedes dirán.
Connor esperó a que se cerrara la puerta. Entonces dijo: —Senador, hablemos de Cheryl Austin.
Hubo una pausa. Morton miró a cada uno de nosotros. Su cara se había quedado inexpresiva.
—¿Cheryl Austin?
—Sí, senador.
—No estoy seguro de saber quién...
—Sí, senador —dijo Connor. Y entregó a Morton un reloj. Era un «Rolex» de oro, de mujer.
—¿De dónde lo ha sacado? —dijo Morton. Ahora su voz era baja, helada.
Llamaron a la puerta.
—Seis minutos, senador —dijo una mujer volviendo a cerrar la puerta.
—¿De dónde lo ha sacado? —repitió.
—¿No lo sabe? —dijo Connor. —Ni siquiera ha mirado el reverso. La inscripción.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Senador, nos gustaría hablar de ella con usted. —Sacó del bolsillo una bolsa transparente y la dejó encima de la mesa que había al lado de Morton. Contenía unas bragas negras.
—No tengo nada que decirles, señores —respondió Morton—. Nada en absoluto.
Connor sacó ahora del bolsillo una cinta de vídeo y la puso al lado del senador.
—Es la cinta de una de cinco cámaras que grabaron el incidente ocurrido en el piso cuarenta y seis. La cinta ha sido modificada, pero aun así se pudo extraer una imagen que muestra quién era la persona que estaba con Cheryl Austin.
—No tengo nada que decir —repitió Morton—. Las cintas pueden retocarse una y mil veces. No demuestran nada. Todo eso son mentiras y alegaciones sin base.
—Lo siento, senador —dijo Connor.
Morton se puso en pie y empezó a pasear.
—Señores, quiero que se den cuenta de la gravedad de los cargos que contemplan. Las cintas pueden modificarse. Estas cintas en particular han estado en poder de una compañía japonesa que, podría aducirse, desea ejercer influencia sobre mí. Yo les aseguro que lo que muestren las cintas no resistirá un análisis minucioso. El público verá en ello el intento de calumniar a uno de los pocos norteamericanos que no tiene empacho en denunciar la amenaza japonesa. Y, por lo que a mí respecta, ustedes no son sino peones en manos de potencias extranjeras. No miden las consecuencias de sus actos. Hacen imputaciones peligrosas sin pruebas. No tienen testigos de lo que supuestamente pudiera ocurrir. En realidad, yo diría incluso...
—Senador. —La voz de Connor era suave pero insistente—. Antes de que siga hablando y diga algo que pueda lamentar, ¿haría el favor de mirar al estudio? Hay una persona a la que debe usted ver.
—¿Qué significa esto?
—Sólo un momento, senador. Mire, por favor.
Resoplando airadamente, Morton se acercó a la ventana y miró al estudio. Yo miré también. Vi a los periodistas balanceándose en sus sillones giratorios, riendo y bromeando, mientras esperaban que llegara el momento de hacer sus preguntas. Vi al moderador ajustarse la corbata y prenderse el micro. Vi a un operario pasar un paño por el rótulo de PROTAGONISTAS DE LA NOTICIA. Y, en un rincón, en el lugar en que le habíamos dicho que estuviera, vi una figura familiar que estaba de pie, con las manos en los bolsillos, mirándonos.
Eddie Sakamura.
Desde luego, lo había organizado Connor. Cuando, al abrir la puerta de mi sala de estar, vio a mi hija sentada en el suelo jugando a las construcciones con Eddie Sakamura, ni parpadeó. Sólo dijo:
—Hola, Eddie. Me preguntaba cuánto tardarías en venir.
—Llevo aquí todo el día —dijo Eddie. Parecía enojado—. Hay que ver, ustedes. Todo el día sin aparecer. Y yo, espera y espera. Tomé un bocata de gelatina y manteca de cacao con Shelly. Tiene una hija preciosa, teniente. Muy lista.
—Eddie me hace reír —dijo mi hija—. Fuma, papá.
—Ya veo —dije. Me sentía torpe y estúpido. Todavía estaba tratando de comprender.
Mi hija se me acercó y levantó los brazos.
—Súbeme, papá.
Yo la subí.
—Muy lista —dijo Eddie—. Hemos hecho un molino, ¿ve? —Hacía girar las aspas del Tinkertoy—. Funciona.
—Creí que había muerto —dije.
—¿Yo, muerto? —rió—. No. Nada de muerto, Tanaka, muerto. Y mi coche, triturado. —Se encogió de hombros—. Tengo mala suerte con los «Ferrari».
—Tanaka, también —dijo Connor.
—¿Tanaka? —pregunté.
—Papá, ¿puedo ver La Cenicienta?
—Ahora, no —dije—. ¿Por qué iba Tanaka en el coche?
—Le entró miedo —dijo Eddie—, muy nervioso. Quizá también culpable. Debió de asustarse, no sé.
—¿Usted y Tanaka se llevaron las cintas?
—Sí. Desde luego. Inmediatamente. Ishigura dice a Tanaka: Saca las cintas. Y entonces Tanaka las saca. Desde luego. Pero yo conozco a Tanaka y voy con él. Tanaka las lleva a un laboratorio.
Connor asintió.
—¿Y quiénes fueron al Imperial Arms?
—Sé que Ishigura envió a varios hombres, a limpiar. No sé quiénes.
—¿Y tú te fuiste al restaurante?
—Desde luego, sí. Después, a la fiesta. A casa de Rod. Sin problemas.
—¿Y las cintas, Eddie?
—Ya se lo dije. Tanaka se las llevó. No se a dónde. Se marchó. Él trabaja para Ishigura. Para «Nakamoto».
—Comprendo —dijo Connor—. Pero no se llevó todas las cintas, ¿verdad?
Eddie sonrió con la boca torcida.
—¡Eh!
—¿Tú te quedaste algunas?
—No. Sólo una. Por equivocación, ¿comprende? Se me quedó en el bolsillo. —Sonrió.
—¿Puedo ver el canal Disney, papá? —preguntó Michelle.
—Sí. —La puse en el suelo—. Elaine te lo pondrá.
Mi hija se fue. Connor siguió hablando con Eddie. Poco a poco, fue perfilándose la secuencia de los hechos. Tanaka se había llevado las cintas y, al parecer, durante la noche, se dio cuenta de que faltaba una. Adivinó lo ocurrido, dijo Eddie, y volvió a casa de Eddie en busca de la cinta que faltaba. Encontró a Eddie con las chicas. Exigió que le diera la cinta.
—Yo no lo sé de cierto, pero, después de hablar con usted, sospeché que me han tendido una trampa. Tuvimos una fuerte discusión.
—Y entonces llega la Policía. Llega Graham.
Eddie asintió lentamente.
—Tanaka-san se caga de miedo. ¡Eh! Es japonés desgraciado.
—Y entonces tú le obligaste a decírtelo todo...
—Oh, sí, capitán. Me lo cuenta de prisa.
—Y, en correspondencia, tú le dices dónde está la cinta que falta.
—Desde luego. En mi coche. Le doy las llaves. Para que pueda abrirlo. Él tiene las llaves.
Tanaka bajó al garaje a buscar la cinta. Los agentes que estaban abajo le dieron el alto. Él puso en marcha el coche y se fue.
—Yo lo vi marchar, John. Conducía fatal.
De modo que era Tanaka el que conducía cuando el coche se estrelló contra la pared de hormigón. Era Tanaka el que había muerto carbonizado. Eddie dijo que él se había escondido entre los arbustos detrás de la piscina hasta que todos se fueron.
—Hacía un frío del carajo.
—¿Usted lo sabía? —pregunté a Connor.
—Lo sospechaba. Las noticias del accidente decían que el cuerpo estaba calcinado y que hasta las gafas se habían derretido.
—¡Eh!, yo no llevo gafas —dijo Eddie.
—Exactamente —dijo Connor—. Para más seguridad, pedí a Graham que lo comprobara. No encontró gafas en casa de Eddie. Por lo tanto, el hombre del coche no podía ser Eddie. Al día siguiente, cuando fuimos a casa de Eddie, ordené a los agentes que comprobaran las matrículas de todos los coches aparcados en la calle. Efectivamente, había un sedán «Toyota»
amarillo un poco más arriba de la casa, a nombre de Akira Tanaka.
—¡Eh!, bastante bueno —dijo Eddie—. Elegante.
—¿Y dónde ha estado hasta ahora? —pregunté.
—En casa de Jasmine. Muy bonita casa.
—¿Quién es Jasmine?
—Pelirroja. Muy simpática. Tiene jacuzzi.
—¿Y por qué ha venido aquí?
—Tenía que venir —dijo Connor—. Tiene usted su pasaporte.
—Exacto —dijo Eddie—. Y yo tengo su tarjeta. Usted me la dio. Domicilio particular y teléfono. Necesito el pasaporte, teniente, ahora tengo que marcharme. Conque vengo y me quedo esperando. Y entonces, mierda, empiezan a llegar periodistas. Cámaras. De todo. Así que me quedo agachado jugando con Shelly. —Encendió un cigarrillo y se volvió nerviosamente—. ¿Qué dice, teniente? ¿Me devuelve el pasaporte? Netsutuku. No he hecho nada malo. De todos modos, estoy muerto. ¿Sí?
—Todavía no —dijo Connor.
—Vamos, John.
—Eddie, antes tienes que hacer un trabajito.
—¡Eh! ¿Qué trabajito? Tengo que marcharme, capitán.
—Será poco rato, Eddie.
Morton aspiró profundamente y se volvió de espaldas a la ventana del estudio. No pude menos que admirar su sangre fría. Parecía completamente sereno.
—Por lo que se ve, en este momento, mis opciones están un tanto mermadas —dijo.
—Sí, senador —dijo Connor.
Morton suspiró.
—En realidad, fue un accidente. De verdad.
Connor asintió con aire comprensivo.
—Yo no sé qué tenía esa chica —dijo Morton—. Era bonita, desde luego, pero no era... no era eso. La conocí no hace mucho, cuatro o cinco meses, y me pareció encantadora. Una chica bien de Texas. Pero fue... una de esas cosas. No sé cómo ocurrió. Sin que te dieras cuenta, ella se te metía muy adentro. Una locura. Inesperado. Cuando quise recordar, estaba todo el día pensando en ella. Yo no podía... A veces, cuando me encontraba de viaje, ella me llamaba. No sé cómo, pero siempre se enteraba cuando yo estaba fuera. Y muy pronto ya no era capaz de decirle que se mantuviera apartada. No podía. Siempre tenía dinero, siempre tenía un pasaje de avión. Estaba loca. A veces, me desesperaba. Era como mi... No sé. Mi demonio. Cuando ella estaba a mi lado, todo cambiaba. Era demencial. Tenía que dejar de verla. Al final, me daba la impresión de que alguien la pagaba. De que estaba cobrando de alguien. Alguien lo sabía todo acerca de ella. Y de mí. Tenía que cortar. Bob me lo decía, todos los de la oficina me lo decían. Por fin corté. Terminamos. Pero cuando la vi en la recepción. Mierda. —Movió la cabeza—. No sé cómo pudo ocurrir. Qué desastre.
La mujer asomó la cabeza por la puerta.
—Dos minutos, senador. De abajo preguntan si está preparado.
—Me gustaría hacer esto antes —dijo Morton.
—No hay inconveniente —respondió Connor.
Su dominio de sí mismo era extraordinario. Durante media hora, el senador Morton mantuvo una entrevista televisada con tres periodistas sin dejar traslucir ni asomo de tensión o incomodidad. Sonreía y bromeaba con los reporteros. Como el que no tiene ninguna preocupación.
En un momento de la entrevista, dijo:
—Sí, es cierto que tanto los británicos como los holandeses tienen en Estados Unidos inversiones más cuantiosas que los japoneses. Pero no podemos cerrar los ojos a la realidad de que el Japón practica una estrategia de orientación sectorial y agresividad sistemática en la que empresas y Gobierno lanzan un ataque perfectamente coordinado contra una rama de la economía norteamericana. Ni los británicos ni los holandeses operan de este modo. Estos países no nos han hecho perder industrias básicas y el Japón, sí, y muchas. Ésta es la diferencia... y la causa de mi preocupación.
Más adelante, dijo:
—Y, desde luego, si queremos, podemos comprar una empresa holandesa o inglesa. Pero una empresa japonesa, no.
La entrevista proseguía, y, en vista de que nadie le preguntaba por la «MicroCon», él sacó el tema. En respuesta a una pregunta, dijo:
—Los norteamericanos deberían poder criticar al Japón sin que se les tachara de racistas ni de prepotentes. Todo país tiene diferencias con otros países. Es inevitable. Nuestras diferencias con el Japón deberían poder dirimirse libremente sin que mediaran estos feos epítetos. Se ha dicho que mi oposición a la venta de la «MicroCon» obedece a un sentimiento de racismo, y no es verdad.
Finalmente, uno de los periodistas le preguntó por la venta de la «MicroCon». Morton titubeó y se inclinó sobre la mesa.
—Como tú sabes, George, desde el primer momento, yo me opuse a la venta de la «MicroCon». Y sigo oponiéndome. Ya es hora de que los norteamericanos tomen medidas para preservar los bienes de esta nación. Sus bienes raíces, financieros e intelectuales. La venta de la «MicroCon» es una imprudencia. Mantengo mi oposición. Y, por consiguiente, me complace manifestar que acabo de enterarme de que la «Akai Ceramics» ha retirado su oferta de compra de la «MicroCon Corporation». Creo que es lo mejor para todos. Aplaudo a «Akai» la delicadeza mostrada en este asunto. La venta no se llevará a cabo. Ello me satisface.
—¿Cómo? ¿Retiraron la oferta? —pregunté.
—Si no la retiraron, imagino que no tendrán más remedio que retirarla ahora —dijo Connor.
Hacia el final de la entrevista, Morton tenía un aire jovial: —Ya que tantas veces he tenido que destacar por mis críticas, permítanme ahora hacer un elogio del Japón. Los japoneses poseen una maravillosa faceta festiva que se manifiesta en el momento más inesperado.
«Probablemente, ustedes sepan que los monjes zen suelen escribir una poesía cuando se sienten próximos a morir. Es una forma de arte muy tradicional, y los más famosos de estos poemas se citan todavía al cabo de los siglos. Por lo tanto, ya pueden imaginar la tensión del roshi zen que se sabe en vísperas de la muerte y es consciente de que todos esperan de él algo sublime. Durante meses, no piensa en otra cosa. Mi poesía favorita es la que escribió un monje, harto de tanta tensión.»
Y entonces recitó esta poesía.
Así se nace,
así se muere.
¿a qué tanta manía
por una poesía?
Los periodistas se echaron a reír.
—De modo que no nos preocupemos excesivamente por todo este asunto del Japón —dijo Morton—. Es otra de las cosas que podemos aprender de los japoneses.
Terminada la entrevista, Morton estrechó la mano a los tres periodistas y se retiró del escenario. Vi que Ishigura había llegado al estudio, muy colorado. Sorbía el aire entre los dientes, a la manera de los japoneses.
—Ah, Ishigura-san —dijo Morton afablemente. Veo que ya se ha enterado de la noticia. —Y le golpeó en la espalda. Con fuerza.
Ishigura echaba chispas.
—Estoy muy decepcionado, senador. En adelante las cosas no pueden ir bien. —Era evidente que estaba furioso.
—¡Eh! —exclamó Morton—. ¿Sabe qué le digo? Mucha mierda.
—Teníamos un acuerdo —siseó Ishigura.
—Lo teníamos —dijo Morton—; pero usted no cumplió su parte.
El senador se acercó a nosotros y dijo:
—Supongo que ustedes desearán que haga una declaración. Dejen que me quite el maquillaje y nos vamos.
—Bien —dijo Connor.
Morton se alejó hacia Maquillaje.
Ishigura dijo entonces a Connor:
—Tatemo taihenna koto ni narimashita ne.
—De acuerdo —dijo Connor—. Es difícil.
—Rodarán cabezas —siseó Ishigura.
—La primera, la suya —dijo Connor—. So omowa nakai.
El senador se dirigía a la escalera que conducía al primer piso. Woodson fue hacia él, se acercó y susurró algo. El senador le rodeó los hombros con el brazo. Caminaron juntos un trecho. Luego el senador subió la escalera.
Ishigura dijo lúgubremente:
—Konna bazuja nakatta no ni.
Connor se encogió de hombros.
—Lo siento, pero no me da pena. Usted trató de transgredir las leyes de este país y ahora habrá disgustos. Eraikoto ni naruyo, Ishigura-san.
—Veremos, capitán.
Ishigura se volvió y lanzó a Eddie una mirada glacial. Eddie se encogió de hombros y dijo:
—¡Eh!, yo no tengo problemas. ¿Sabe a qué me refiero, compadre?
(4). Usted tiene ahora los problemas. —Y se reía.
Se acercó a nosotros el encargado de la planta, un tipo fornido con auriculares.
—¿Alguno de ustedes es el teniente Smith?
Le dije que era yo.
—Le llama Miss Asakuma. Puede hablar desde ahí. —Señalaba un escenario que representaba una sala de estar. Sofá y butacas sobre un telón de fondo de silueta urbana y cielo matinal. Junto a una de las butacas había un teléfono con una luz que parpadeaba.
Me dirigí hacia allí, me senté en la butaca y descolgué el teléfono.
—Teniente Smith.
—Hola, soy Theresa —dijo. Me gustó que usara el nombre de pila—. He mirado la última parte de la cinta. El final. Y creo que puede haber un problema.
—¿Sí? ¿Qué clase de problema? —No le dije que Morton ya había confesado. Miré hacia el otro lado del escenario. El senador ya había desaparecido. Woodson, su ayudante, paseaba al pie de la escalera. Estaba pálido y afligido. Se manoseaba nerviosamente el cinturón a través de la americana.
Entonces oí que Connor decía:
—¡Ah, mierda] —Echó a correr por el estudio en dirección a la escalera. Yo me levanté, sorprendido, dejé caer el teléfono y le seguí. Al pasar junto a Woodson, Connor le dijo —¡Hijo de puta! —Empezó a subir las escaleras de dos en dos. Yo, que corría detrás de él, oí que Woodson decía algo así como:
—¡No tuve más remedio!
Cuando llegamos al rellano del primer piso, Connor gritó:
—¡Senador! —Entonces fue cuando oímos aquel ruido seco. No muy fuerte: como una silla que se vuelca. Pero yo sabía que era un disparo.
SEGUNDA NOCHE
El sol se ponía en el sekitei. Las sombras de las rocas se rizaban sobre los círculos concéntricos de la arena rastrillada. Yo contemplaba su dibujo. Connor seguía dentro, mirando la televisión. Se oía débilmente el telediario. Por supuesto, un templo zen había de tener televisor. Yo empezaba a acostumbrarme a estas contradicciones.
Pero no tenía ganas de seguir mirando la televisión. Durante la última hora había visto lo suficiente para saber el tratamiento que los medios de comunicación iban a dar al caso. Últimamente, el senador Morton estaba bajo una gran tensión. Su vida familiar estaba perturbada: su hijo adolescente había sido arrestado recientemente por conducir borracho, después de un accidente en el que otro adolescente había resultado gravemente herido. Se rumoreaba que la hija del senador había abortado hacía poco. Mrs. Morton no estaba visible, aunque había periodistas a la puerta de su casa de Arlington.
El personal del senador había coincidido en que, últimamente, el senador soportaba una fuerte tensión, al tener que compaginar su vida familiar con los preparativos de su inminente campaña electoral. El senador estaba desconocido: malhumorado y reservado. Según un ayudante, «parecía disgustado por algún asunto personal».
Si bien nadie cuestionaba el criterio del senador, un colega, el senador Dowling, dijo que Morlón «últimamente mostraba un cierto fanatismo en sus planteamientos del tema del Japón, quizá síntoma de la tensión a que estaba sometido. John no parecía pensar que fuera posible un acuerdo con el Japón, cuando todos sabemos que hay que buscar el acuerdo. Nuestras dos naciones están ya muy íntimamente ligadas. Desgraciadamente, ninguno de nosotros podía imaginar la presión que estaba soportando. John Morton era un hombre reservado».
Yo contemplaba cómo las piedras del jardín iban pasando del dorado al rojo. Un monje zen norteamericano llamado Bill Harris salió a preguntarme si quería té o, quizás, una «Coca-Cola». Le dije que no y se marchó. Al mirar al interior, vi el resplandor azulado del televisor. No distinguí a Connor.
Volví a mirar las piedras del jardín.
El primer disparo no mató al senador Morton. Cuando abrimos de un puntapié la puerta del cuarto de baño, vimos que se levantaba sangrando por la garganta. Connor gritó: «¡No!» y, en el mismo momento, Morton se metió en la boca el cañón de la pistola y volvió a disparar. El segundo disparo fue mortal. La pistola escapó de sus manos, rodó por el suelo de baldosas y vino a parar a mis pies. Había mucha sangre en las paredes.
La gente empezó a chillar. Me volví y vi a la maquilladora en la puerta con la cara entre las manos, chillando a pleno pulmón. Cuando llegaron los sanitarios tuvieron que sedarla.
Connor y yo nos quedamos hasta que la División envió a Bob Kaplan y Tony Marsh. Eran los detectives encargados del caso. Dije a Bob que haríamos la declaración cuando ellos quisieran y nos fuimos. Observé que Ishigura se había marchado. Eddie Sakamura, también.
Esto inquietó a Connor.
—Ese maldito Eddie. ¿Dónde se habrá metido?
—¿Qué importa? —dije.
—Eddie es un problema —dijo Connor.
—¿Por qué?
—¿No se ha fijado cómo habló a Ishigura? Con qué confianza. Demasiada confianza. Hubiera debido estar asustado y no lo estaba.
Yo me encogí de hombros.
—Usted mismo dijo que Eddie está loco. Quién sabe por qué hace lo que hace. —Estaba cansado del caso y cansado de todas las sutilezas niponas de Connor. Dije que, probablemente, Eddie habría regresado al Japón o se habría ido a México, adonde nos había dicho que le gustaría ir.
—Ojalá no se equivoque —dijo Connor.
Me llevó a la puerta trasera de los estudios. Dijo que quería marcharse antes de que llegara la Prensa. Subimos al coche y nos fuimos. Él me indicó la dirección del centro zen. Allí estábamos ahora. Llamé a Lauren, pero había salido de la oficina. Llamé a Theresa al laboratorio, pero su teléfono comunicaba. Llamé a casa y Elaine me dijo que Michelle estaba bien y que los periodistas se habían ido. Me preguntó si quería que se quedara a dar la cena a Michelle. Le dije que sí, que quizá yo regresara tarde.
Y, durante la hora siguiente, estuve mirando la televisión. Hasta que me cansé de mirar.
Oscurecía. La arena había tomado un tono púrpura grisáceo. Tenía el cuerpo anquilosado por el mucho rato que llevaba allí sentado. Empezaba a sentir frío. Mi buscapersonas empezó a sonar. Me llamaban de la División. O quizá fuera Theresa. Me levanté y entré.
En la pantalla del televisor, el senador Rowe expresaba su condolencia a la afligida familia y mencionaba el fuerte estrés que sufría últimamente el senador Morton. Rowe señaló que la oferta de «Akai» no había sido retirada. Que él supiera, la operación seguía adelante y ahora ya no podía encontrar gran oposición.
—Hummm —murmuró Connor.
—¿Han vuelto a poner en marcha la operación?
—Yo diría que nunca estuvo parada. —Connor parecía preocupado.
—¿No aprueba la venta?
—Me preocupa Eddie. Demasiado bravucón. Todo depende de lo que haga ahora Ishigura.
—¿Qué importa? —Yo estaba cansado. La muchacha había muerto, Morton había muerto y la venta seguía adelante.
Connor movió la cabeza.
—Recuerde lo que está en juego —dijo—. Es mucho lo que está en juego. A Ishigura no le preocupa un sórdido homicidio sin importancia, ni siquiera la compra de una empresa de estratégica tecnología punta. A él le preocupa la reputación de la «Nakamoto» en Estados Unidos. La «Nakamoto» tiene una relevante imagen corporativa en Norteamérica y él aspira a darle mayor relevancia. Y Eddie puede dañar esa imagen.
—¿Cómo?
—No lo sé de cierto.
Mi buscapersonas volvió a sonar. Llamé a la División. Era Frank Ellis, el jefe de guardia.
—Hola, Pete. Tenemos una petición de Servicios Especiales. El sargento Matlovsky, del depósito de vehículos, pide un intérprete.
—¿De qué se trata?
—Dice que tiene a cinco ciudadanos japoneses que exigen que se les deje examinar el vehículo siniestrado.
—¿Qué vehículo siniestrado? —pregunté frunciendo el entrecejo.
—El «Ferrari». El de la persecución a gran velocidad. Al parecer, está destrozado: aplastado e incendiado. Esta mañana, han tenido que usar sopletes para sacar el cuerpo. Pero estos japoneses se empeñan en revisar el vehículo. Por el expediente, Matlovsky no sabe si debe o no autorizarlo. Es decir, si puede afectar a una investigación en curso. Y no se entiende con los japoneses. Uno de ellos dice ser pariente del difunto. ¿Podrías hacerte cargo?
Yo suspiré.
—¿Estoy de servicio esta noche? Lo estuve ayer.
—Estás en la lista. Al parecer, cambiaste el turno con Alien.
Creía recordar que, efectivamente, había cambiado el turno con Alien para que él pudiera llevar a su chico a un partido de hockey de los Kings. Lo habíamos acordado hacía una semana pero ahora me parecía que hacía un siglo.
—De acuerdo —dije—. Yo me encargaré.
Dije a Connor que tenía que marcharme. Él me escuchaba y, de pronto, se puso en pie de un salto.
—¡Naturalmente! ¡Naturalmente! ¿En qué estaba yo pensando? —Se dio un puñetazo en la palma de la mano—. ¡Vamos, kohai!
—¿Al depósito?
—¿Al depósito? Por supuesto que no.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—¡Maldita sea! ¡Soy un imbécil! —Ya iba camino del coche. Yo corrí tras él.
Cuando paré el coche delante de la casa de Eddie Sakamura, Connor saltó a tierra y subió corriendo las escaleras. Yo aparqué y corrí tras él. El cielo estaba azul oscuro. Era casi de noche.
Connor subía los escalones de dos en dos.
—La culpa es mía. Debí darme cuenta antes. Debí comprender lo que significaba.
—¿Qué significaba qué? —pregunté jadeando un poco en lo alto de la escalera.
Connor abrió la puerta. Entramos. La sala de estar seguía tal como la había visto yo aquel mismo día cuando hablé con Graham.
Connor iba rápidamente de una habitación a otra. En el dormitorio había una maleta abierta. Encima de la cama vi varias chaquetas «Armani» y «Biblos», preparadas para ser dobladas y metidas en la maleta.
—El idiota —dijo Connor—. No debió volver.
Las luces de la piscina estaban encendidas. Proyectaban un reverbero verdoso en el techo. Connor salió.
El cuerpo desnudo flotaba boca abajo en el centro de la piscina, una silueta oscura en el verde rectángulo luminoso. Connor cogió un palo de espumar y empujó a Eddie hacia el lado opuesto. Lo izamos al borde de cemento.
Estaba frío, amoratado y un poco rígido. No tenía señales.
—Son muy cuidadosos con eso —dijo Connor.
—¿Con qué?
—Con lo de no dejar marcas. Pero estoy seguro de que podemos encontrar la prueba... —Sacó su linterna lápiz y examinó la boca de Eddie. Le miró las tetillas y los genitales—. Sí. Aquí. ¿Ve esas hileras de puntos rojos? En el escroto. Y en la cara interna del muslo...
—¿Pinzas de electroshock?
—Sí. De la bobina del electroshock. ¡Maldita sea! ¿Por qué no me lo habrá dicho? Tuvo ocasión, durante el trayecto desde su casa hasta los estudios de televisión, cuando íbamos a ver al senador. Hubiera podido decírmelo entonces. Decirme la verdad.
—¿La verdad de qué?
Connor no me contestó. Estaba sumido en sus pensamientos. Suspiró.
—¿Sabe? A fin de cuentas, no somos más que gaijin. Extranjeros. Incluso en su desesperación nos excluyen. Y, probablemente, no quiso decírnoslo porque...
Se interrumpió, mirando el cadáver. Finalmente, dejó caer al agua el cuerpo que volvió a quedar flotando.
—Que otros se encarguen del papeleo —dijo Connor poniéndose en pie—. No tenemos por qué ser nosotros los que encontremos el cuerpo. Ya no importa. —Miró a Eddie derivar hacia el centro de la piscina. La cabeza se hundía ligeramente y los talones sobresalían.
—Yo le apreciaba —dijo Connor—. Me había hecho favores. Hasta conocí a su familia en el Japón. A una parte de su familia. Al padre, no. —Miró cómo el cuerpo giraba lentamente—. Pero Eddie era un buen sujeto. Y ahora quiero saber.
Yo estaba desconcertado. No sabía de qué hablaba, pero no consideré oportuno preguntar. Connor parecía furioso.
—Vamos —fijó al fin—. Hay que moverse de prisa. Sólo hay un par de posibilidades. Y, una vez más, los acontecimientos nos han tomado la delantera. Pero voy a pescar a ese hijo de puta aunque sea lo último que haga en mi vida.
—¿Qué hijo de puta?
—Ishigura.
Volvíamos a mi apartamento.
—Váyase a descansar —dijo Connor.
—Yo voy con usted.
—No; esto tengo que hacerlo yo solo, kohai. Es preferible que usted no sepa nada.
—¿Nada de qué? —pregunté.
Seguimos así un rato. El no quería dar detalles. Al fin dijo:
—Anoche Tanaka fue a casa de Eddie porque Eddie tenía la cinta. Probablemente, el original.
—¿Sí?
—Y Tanaka quería que se lo devolviera. Por eso discutieron. Cuando llegaron usted y Graham y se armó el pitote, Eddie dijo a Tanaka que la cinta estaba en el «Ferrari». Tanaka bajó, le entró pánico al ver a la Policía y se fue en el coche.
—Bien.
—Yo suponía que la cinta se había quemado con el coche.
—Sí...
—Pero es evidente que no se quemó. Porque, de no tener la cinta, Eddie no se hubiera mostrado tan chulo con Ishigura. La cinta era su carta de triunfo y él lo sabía. Pero, evidentemente, no tenía idea de lo bestia que podía ser Ishigura.
—¿Le torturaron para que les dijera dónde está la cinta?
—Sí; pero Eddie debió de ser una sorpresa para ellos. No se lo dijo.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque, de lo contrario, no tendríamos a cinco ciudadanos japoneses ansiosos de examinar los restos de un «Ferrari» a altas horas de la noche.
—¿O sea, que aún están buscando la cinta?
—Sí, o rastro de ella. Incluso es posible que no sepan todavía cuántas cintas faltan.
Yo reflexioné.
—¿Qué se propone? —pregunté.
—Encontrar la cinta —dijo Connor—. Porque tiene que ser importante. Por ella se mata y se muere. Si podemos encontrar el original... —Movió la cabeza— Ishigura estará con la mierda al cuello. Como debe estar.
Paré delante de mi casa. Tal como había dicho Elaine, todos los periodistas se habían ido. La calle estaba desierta. Oscura.
—Quiero ir con usted —insistí.
Connor movió negativamente la cabeza.
—Yo estoy en situación de excedencia —dijo—. Usted, no. Debe pensar en su pensión. Y no le conviene saber lo que voy a hacer.
—Lo adivino —dije—. Reconstruir lo que Eddie hizo anoche. Eddie estuvo en casa de la pelirroja. Quizá fuera a algún otro sitio...
—No perdamos más tiempo, kohai —dijo Eddie—. Tengo contactos y personas de confianza. No insista. Si me necesita, llámeme al coche. Pero sólo si es imprescindible, porque voy a estar ocupado.
—Pero...
—Vamos, kohai. Fuera del coche. Descanse con su niña. Ha hecho un buen trabajo, pero su trabajo ya acabó.
Finalmente, salí del coche.
—Sayonara —dijo Connor agitando la mano con ironía. Y el coche arrancó.
—¡Papá! ¡Papá! —Michelle venía corriendo con los brazos abiertos—. ¡Levanta, papá!
La levanté en brazos.
—¡Hola, Shelly!
—Papá, ¿puedo ver La Bella Durmiente?
—No lo sé. ¿Has cenado?
—Se ha comido dos perros calientes y un cucurucho —dijo Elaine que estaba en la cocina fregando cacharros.
—Vaya, creí que no íbamos a darle más comida basura.
—No ha querido otra cosa —dijo Elaine. Estaba irritable. Era el fin de un día muy largo con una niña de dos años.
—Papá, ¿puedo ver La Bella Durmiente?
—Un momento, Shelly, estoy hablando con Elaine.
—Traté de hacerle tomar esa sopa —dijo Elaine—, pero no ha querido ni probarla. Quería perritos.
—Papá, ¿puedo ver el canal Disney?
—Michelle —dije.
—Pensé que así, por lo menos, algo comería. Me parece que estaba muy nerviosa. Ya sabe, con los periodistas y demás. Mucho jaleo.
—Papá, ¿puedo? ¿La Bella Durmiente? —Brincaba en mis brazos y me daba palmadas en la cara para hacer que la escuchara.
—Está bien, Shel.
—¿Ahora, papá?
—Ahora.
La puse en el suelo. Ella corrió a la sala y conectó el televisor, pulsando el control remoto sin vacilar.
—Creo que mira demasiada tele.
—Lo mismo que todos los niños —dijo Elaine encogiéndose de hombros.
—¿Papá?
Salí a la sala e inserté la cinta. Pulsé la tecla de avance rápido hasta que aparecieron los títulos.
—Esto no me gusta —dijo con impaciencia.
Volví a pulsar hasta que empezó la acción. El paso de las páginas de un libro.
—Esto, esto —dijo tirándome de la mano.
Dejé que la cinta pasara a velocidad normal. Michelle se sentó en el sofá y se metió el pulgar en la boca, pero en seguida se lo sacó y golpeó el sofá a su lado.
—Aquí, papá.
Quería que me sentara con ella.
Suspiré. Miré la habitación. Estaba muy revuelta. Había lápices de cera y cuadernos en el suelo. Y el gran molino de viento.
—Deja que ordene todo esto —dije—. Estaré aquí contigo.
Volvió a meterse el pulgar en la boca y se quedó mirando la pantalla. Su atención era total.
Guardé los lápices en el estuche y recogí los cuadernos y los puse en el estante. De repente, noté el cansancio y me senté en el suelo, al lado de Michelle. En la pantalla, tres hadas, roja, verde y azul, entraban volando en el salón del trono de palacio.
—Ésa es Alegría —dijo Michelle señalando con el dedo—. La azul.
Elaine preguntó desde la cocina:
—¿Le preparo un sándwich, teniente?
—Estupendo —dije. En aquel momento, no deseaba nada más que estar allí sentado, al lado de mi hija. Quería olvidarme de todo, por lo menos, durante un rato. Me alegraba de que Connor me hubiera traído. Miraba la pantalla apáticamente.
Elaine me trajo un sándwich de salami con lechuga y mostaza. Estaba hambriento. Elaine miró al televisor, sacudió la cabeza y volvió a la cocina. Yo me comí el sándwich al que Michelle se empeñó en dar varios bocados. Le gusta el salami. A mí me preocupan los aditivos, aunque imagino que no debe de ser mucho peor el salami que los perros calientes.
Después del sándwich, me sentí un poco mejor. Me levanté y acabé de ordenar la habitación. Desmonté el molino de viento y fui guardando los listones en el tubo de cartón.
—¡Esto no, esto no! —dijo Michelle, llorosa. Yo pensé que no quería que desmontara el molino, pero no era eso. Se tapaba los ojos con las manos. No le gustaba ver a Maléfica, la bruja. Yo hice avanzar la cinta hasta que se fue la bruja y ella se tranquilizó.
Acabé de poner las piezas del molino en el estuche tubular, lo cerré con su tapa metálica y lo guardé en el estante de abajo de la librería. Era su sitio. Me gusta tener los juguetes bajos, para que Michelle pueda sacarlos sola.
El tubo se cayó del estante a la alfombra. Lo recogí. En el estante había algo. Un pequeño rectángulo gris. En seguida supe qué era.
Era una casete de vídeo de ocho milímetros, con una inscripción en japonés en la etiqueta.
Elaine dijo:
—Teniente, ¿necesita algo más? —Tenía puesta la chaqueta para marcharse.
—Un minuto —dije.
Fui al teléfono y llamé a la centralita de jefatura. Les pedí que me pusieran con Connor que estaba en mi coche. Esperé con impaciencia. Elaine me miraba.
—Un minuto, Elaine.
En la pantalla, el príncipe y la princesa cantaban a dúo y los pájaros trinaban. Michelle se chupaba el dedo.
—Lo siento —dijo la telefonista—; el coche no contesta.
—De acuerdo, ¿tienen el número del capitán Connor?
Una pausa.
—El capitán Connor no está en la lista de personal en activo.
—Ya lo sé; pero, ¿no tienen su número?
—No tengo nada, teniente.
—Me urge hablar con él.
—Un momento. —Me puso en espera. Yo juré entre dientes.
Elaine estaba en el recibidor, esperando para marcharse.
—¿Teniente? —Era la telefonista—. El capitán Ellis dice que el capitán Connor se ha marchado.
—¿Se ha marchado?
—Estuvo aquí hace un rato, pero ya se ha ido.
—¿Dice que estuvo en jefatura?
—Sí; pero ya no está. Y no tengo su número, lo siento. Colgué. ¿A qué diablos había ido Connor a jefatura?
Elaine seguía en el recibidor.
—¿Teniente?
—Un momento, Elaine.
—Teniente, tengo que...
—Un momento he dicho.
Empecé a pasear. No sabía qué hacer. Me invadió el miedo. Por aquella cinta habían matado a Eddie y no dudarían en volver a matar. Miré a mi hija, delante del televisor con el dedo en la boca. Dije a Elaine:
—¿Dónde tiene el coche?
—En el garaje.
—Bien. Quiero que lleve a Michelle a...
Sonó el teléfono. Descolgué rápidamente, deseando que fuera Connor.
—Diga.
—Moshi moshi. Connor-san desu ka?
—No está. —Apenas lo dije me arrepentí. Pero ya era tarde, el daño estaba hecho.
—Muy bien, teniente —dijo la voz, con fuerte acento—. Usted tiene lo que nosotros queremos, ¿verdad?
—No sé de qué me habla.
—Me parece que sí lo sabe, teniente.
Se oía un leve siseo. La llamada procedía de un teléfono de coche. Podían estar en cualquier sitio.
Podían estar en la puerta.
¡Maldita sea!
—¿Quién habla? —dije.
Pero sólo oí la señal de marcar.
—¿Qué ocurre, teniente? —preguntó Elaine.
Yo corría hacia la ventana. En la calle vi tres coches parados en doble fila. De ellos se apeaban cinco hombres, siluetas oscuras en la noche.
Yo trataba de no perder la serenidad.
—Elaine —dije—, quiero que se lleve a Michelle a mi habitación. Métanse las dos debajo de la cama y quédense quietas, pase lo que pase. ¿Entendido?
—¡No, papá!
—Ahora mismo, Elaine.
—No, papá... Yo quiero ver La Bella Durmiente.
—Después la verás. —Yo había sacado la pistola y estaba comprobando el cargador. Elaine tenía los ojos muy abiertos.
Tomó en brazos a Michelle.
—Vamos, tesoro.
Michelle se revolvía, protestando.
—¡No, papá!
—Michelle.
Ella enmudeció, impresionada por mi tono de voz. Elaine la llevó al dormitorio. Yo preparé otro cargador y me lo puse en el bolsillo de la americana.
Apagué las luces de mi cuarto y del de Michelle. Miré su cuna, con el edredón de los elefantes aplicados. Apagué la luz de la cocina.
Volví a la sala. En la pantalla, la bruja daba instrucciones a su cuervo para que le encontrara a la Bella Durmiente.
—Tú eres mi última esperanza, bonito, no me falles —decía al pájaro que salía volando.
Me acerqué a la puerta, agachado. Volvió a sonar el teléfono. Retrocedí a gatas para contestar.
—Diga.
—Kohai. —Era la voz de Connor. Oí los parásitos de la línea del coche.
—¿Dónde está?
—¿Tiene la cinta?
—Sí; tengo la cinta. ¿Dónde está?
—En el aeropuerto.
—Pues venga aquí. Ahora mismo. ¡Y pida refuerzos! ¡Por Dios!
Oí ruido en el descansillo, delante de la puerta. Un ruido leve, como de pasos.
Colgué el teléfono. Estaba sudando.
Mierda.
Si Connor estaba en el aeropuerto, tardaría veinte minutos en llegar. O más.
O más.
Iba a tener que arreglármelas yo solo.
Yo miraba la puerta, aguzando el oído. Pero en el descansillo no se oía nada.
En el dormitorio, Michelle dijo:
—Quiero ver La Bella Durmiente. Quiero ver a papá. —Oí que Elaine le susurraba. La niña lloriqueó.
Luego, silencio.
Volvió a sonar el teléfono.
—Teniente —dijo aquella voz de fuerte acento—, no necesita refuerzos.
Mierda, escuchaban el teléfono del coche.
—No queremos causar daño, teniente. Sólo queremos una cosa. ¿Quiere hacer el favor de traernos la cinta?
—Sí; tengo la cinta —dije.
—Lo sabemos.
—Se la daré.
Comprendí que estaba solo. Pensaba de prisa. Mi única idea era llevármelos de allí. Alejarlos de mi hija.
—Pero no aquí —dije.
Sonaron unos golpes en la puerta. Rápidos, insistentes.
¡Maldita sea!
Sentía que los acontecimientos se precipitaban. Yo estaba agachado junto a la mesa del teléfono, tratando de mantenerme por debajo de las ventanas.
Otra vez los golpes en la puerta.
Dije por teléfono:
—Les daré la cinta. Pero llame a sus hombres.
—¿Cómo dice?
¡Dios, un problema de idioma!
—Retire a todos sus hombres. Quiero verlos a todos en la calle.
—Teniente, nosotros queremos las cintas.
—Ya lo sé. Se las daré. —Mientras hablaba, no apartaba la mirada de la puerta. Vi girar el picaporte. Alguien trataba de abrir. Lentamente, con sigilo. Luego, soltaron el picaporte. Por debajo de la puerta se deslizó una cosa blanca.
Una tarjeta.
—Por favor teniente, colabore.
Me arrastré y miré la tarjeta. Leí: Jonathan Connor, capitán, Departamento de Policía de Los Angeles.
Entonces oí susurrar al otro lado:
—Kohai.
Yo sabía que era una trampa. Connor había dicho que estaba en el aeropuerto, de modo que tenía que ser una trampa...
—Quizá yo pueda ayudarle, kohai.
Eran las mismas palabras que dijo cuando empezó el caso. Me desconcertó oírlas.
—Abra la jodida puerta de una vez, kohai.
Era Connor. Levanté la mano y abrí la puerta. Él entró arrastrando una cosa azul: un chaleco Kevlar antibalas.
—Creí que estaba usted...
Sacudió la cabeza y susurró:
—Sabía que estarían aquí. Tenían que estar. Me quedé esperando en el coche, en el callejón de atrás.
—¿Cuántos hay delante?
—Me parece que son cinco. Quizá más.
Él asintió.
La voz del teléfono decía:
—¿Teniente? ¿Está ahí, teniente?
Me aparté el auricular del oído, para que Connor pudiera escuchar.
—Aquí estoy —dije.
En la televisión sonó una risa de bruja.
—Teniente, oigo que hay algo con usted.
—Es la Bella Durmiente.
—¿La boya durmiente? —dijo la voz, perpleja—. ¿Qué es?
—La televisión —dije—. Televisión.
Oí cuchicheos al otro lado. El zumbido de un coche que pasaba por la calle. Eso me hizo pensar que ellos estaban en descubierto. En una calle de edificios de apartamentos. Con muchas ventanas. Alguien podía asomarse en cualquier momento. O pasar por allí. Aquellos hombres tenían que actuar de prisa.
Quizá ya estaban actuando.
Connor me tiraba de la americana y me hacía señas de que me desnudara. Yo me quité la americana mientras hablaba.
—Está bien —dije—. ¿Qué quieren que haga?
—Que nos traiga la cinta.
Miré a Connor. Él movió afirmativamente la cabeza. Sí.
—Conforme —dije—. Pero antes retire a su gente.
—¿Cómo dice?
Connor apretó un puño e hizo una mueca de furor. Quería que me mostrara enfadado. Tapó el micro del teléfono y me susurró al oído una frase en japonés.
—Escuche bien —dije—: Yoku kiki!
Se oyó un gruñido. Sorpresa.
—Hai. Los hombres se retiran. Y ahora usted viene, teniente.
—De acuerdo —dije—. Allá voy. Colgué el teléfono.
Connor susurró:
—Treinta segundos —y se marchó. Yo todavía estaba abrochándome la camisa por encima del chaleco. El Kevlar es abultado y da mucho calor. Ya estaba sudando.
Esperé treinta segundos mirando la esfera de mi reloj, viendo correr el segundero. Luego, salí.
Alguien había apagado la luz de la escalera. Tropecé con un cuerpo. Me enderecé y miré la cara del caído. Era asiática, delgada y sorprendentemente joven. Un adolescente. Estaba inconsciente y respiraba de prisa.
Lentamente, bajé la escalera.
En el rellano del primer piso no había nadie. Seguí bajando. Detrás de una puerta del primer piso, oí risa enlatada de un televisor. Una voz decía:
—Cuéntenos a dónde fueron en esa primera cita.
Seguí hasta la planta baja. La puerta de la calle era de vidrio. Fuera no se veía más que coches aparcados, un seto y un trozo de césped delante del edificio. Los hombres y sus coches quedaban a la izquierda, fuera de mi campo visual.
Esperé. Inhalé una bocanada de aire. El corazón me golpeaba el pecho. Yo no quería salir, pero no pensaba más que en alejarlos de mi hija. Llevar la acción lejos de...
Salí a la noche.
Sentí el aire frío en la cara y cuello sudorosos.
Di dos pasos adelante.
Ahora podía ver a los hombres. Estaban a unos diez metros, al lado de los coches. Conté cuatro. Uno de ellos me llamó agitando un brazo. Yo vacilé.
¿Dónde estaban los otros?
No veía a nadie más que a los que estaban junto a los coches. Otra vez me hacían señas. Eché a andar hacia ellos cuando, de pronto, sentí un fuerte golpe en la espalda que me hizo caer de bruces en la hierba mojada.
Tardé un momento en comprender lo ocurrido.
Me habían disparado por la espalda.
Y entonces, alrededor de mí, bruscamente, empezaron a crepitar las armas de fuego automáticas. Los fogonazos iluminaban la calle como relámpagos. Las detonaciones despertaban eco en las paredes. Estallaban vidrios. Oí gritos. Más disparos. Motores que arrancaban y coches que pasaban por mi lado zumbando. Casi inmediatamente, sonaron sirenas de la Policía, chirriaron neumáticos y se encendieron focos. Yo me quedé donde estaba, tendido boca abajo en la hierba. Me daba la impresión de que llevaba allí una hora. Entonces advertí que todos los gritos eran en inglés.
Por fin alguien se agachó a mi lado y dijo:
—No se mueva, teniente. Antes déjeme ver. —Reconocí la voz de Connor. Sentí su mano en la espalda, palpando. Luego dijo—: ¿Puede volverse, teniente?
Me volví.
Connor me miraba a la luz potente de los focos.
—No han penetrado —dijo—. Pero mañana va a tener un buen dolor de espalda.
Me ayudó a ponerme de pie.
Me volví para ver al que me había disparado. Pero no vi a nadie: sólo unos cuantos cartuchos amarillo oscuro en la hierba verde, al lado de la puerta.
TERCER DÍA
El titular rezaba: BANDA VIETNAMITA ATACA EN WESTSIDE.
La información decía que Peter Smith, oficial de Servicios Especiales del departamento de Policía de Los Angeles, había sido víctima de un ataque revanchista de una banda de Orange County llamada Mataperros. El teniente Smith había recibido dos disparos cuando las unidades de Policía llegaron al escenario de los hechos para dispersar a los atacantes. Ninguno de los sospechosos había sido capturado con vida. Dos habían muerto en el tiroteo.
Yo leía los periódicos sentado en la bañera, tratando de aliviarme el dolor de la espalda con agua caliente. Tenía dos grandes y feas contusiones una a cada lado de la columna. Me dolía al respirar.
Había enviado a Michelle a casa de mi madre, en San Diego, para todo el fin de semana o hasta que se aclarase la situación. Elaine la había llevado en el coche la noche antes.
Yo seguía leyendo.
Según los periódicos, se creía que los Mataperros eran la misma banda que la semana anterior se había acercado a Rodney Howard, un niño negro de dos años que jugaba con su triciclo a la puerta de su casa, en Inglewood y le había disparado en la cabeza. Se decía que podía tratarse de un acto de iniciación en la banda, y la crueldad del caso había indignado a la opinión pública que se preguntaba si la Policía de Los Ángeles era capaz de dominar la violencia de las bandas en el sur de California.
Volvía a haber muchos periodistas en la puerta de mi casa, pero no pensaba hablar con ninguno. El teléfono sonaba constantemente, pero tenía puesto el contestador. Estuve mucho rato en el baño, tratando de decidir lo que iba a hacer.
A media mañana, llamé a Ken Shubik al Times.
—Esperaba tu llamada —me dijo—. Ya puedes estar contento.
—¿Por qué?
—Por estar vivo —dijo Ken—. Esos chicos son veneno.
—¿Te refieres a los chicos vietnamitas de anoche? Hablaban japonés.
—No.
—Sí, Ken.
—¿No era exacta la noticia?
—No mucho.
—Eso lo explica —dijo.
—¿Qué explica?
—Esa noticia la trajo la Comadreja. Y hoy la Comadreja está en desgracia. Incluso se habla de despido. Nadie sabe qué es lo que ocurre exactamente, pero lo cierto es que ocurre algo. De repente, a alguien de las altas esferas le ha dado por el Japón. Vamos a iniciar una serie de investigaciones de las empresas japonesas en los Estados Unidos.
—¿Sí?
—Desde luego, por el periódico de hoy, nadie lo diría. ¿Has visto la sección de Economía?
—No; ¿por qué?
—La «Darley-Higgins» ha anunciado la venta de la «MicroCon» a «Akai». Viene en la página cuatro. Un suelto de dos centímetros.
—¿Eso es todo?
—No merece más, imagino. Es sólo otra empresa norteamericana que se vende a los japoneses. He repasado los datos. Desde 1987, se han vendido al Japón ciento ochenta empresas norteamericanas de alta tecnología y de electrónica. Ya no es noticia.
—Pero el periódico va a investigar, ¿no?
—Eso dicen. No será fácil, porque todos los indicadores más llamativos están bajando. El déficit comercial con el Japón desciende. Desde luego, sólo parece mejor porque ahora ya no nos exportan tantos coches. Ahora los fabrican aquí. Y han pasado parte de la producción a otros países de Asia para que los déficit salgan en sus libros y no en los del Japón. También han aumentado las compras de naranjas y de madera para la construcción, a fin de mejorar la impresión. En realidad, nos tratan como a un país subdesarrollado. Importan nuestras materias primas, pero no compran productos manufacturados. Dicen que no fabricamos nada que les interese.
—Tal vez sea verdad, Ken.
—Explícaselo al juez. —Ken suspiró—. Aunque no sé si a la opinión pública le importa un pimiento. Ahí esa el quid. Ni siquiera lo de los impuestos.
—¿Los impuestos?
Yo estaba un poco espeso.
—Vamos a hacer una gran serie sobre los impuestos. Por fin, el Gobierno se ha percatado de que las compañías japonesas trabajan mucho en los Estados Unidos, pero no pagan muchos impuestos. Algunas, nada, lo cual es ridículo. Falsean los beneficios cargando en el importe de los componentes japoneses que utilizan sus plantas de montaje de los Estados Unidos. Es un escándalo, pero, desde luego, el Gobierno de los Estados Unidos nunca se dio mucha prisa en penalizar al Japón. Y los japoneses se gastan quinientos millones al año en Washington, para tener a todo el mundo tranquilo.
—¿Así que vais a hacer una serie sobre impuestos?
—Sí. Y tenemos puestas las miras en la «Nakamoto». Mis fuentes me dicen que va a ser demandada por manipulación de precios. Las compañías japonesas son muy dadas a esta táctica. Tengo una lista de las que han tenido demandas por esta causa. «Nintendo» en 1991, por manipulación de precios de los juegos electrónicos. «Mitsubishi», el mismo año, por hacer lo mismo con los televisores. «Panasonic» en 1989, «Minolta» en 1987. Y eso no es más que la punta del iceberg.
—Pues está bien que lo investiguéis —dije.
Él tosió.
—¿Quieres replicar a la noticia de los vietnamitas que hablan japonés?
—No —dije.
—Todos estamos metidos en esto —dijo él.
—No creo que sirviera de nada.
Yo tenía que almorzar con Connor en un bar japonés de Culver City. Cuando nos deteníamos delante del establecimiento, un hombre estaba poniendo el letrero de CERRADO en la puerta. Al ver a Connor, le dio la vuelta y lo dejó del lado que rezaba: ABIERTO.
—Aquí me conocen —dijo Connor.
—¿Quiere decir que le aprecian?
—Eso es difícil de asegurar.
—¿Quieren hacer negocio a costa suya?
—No —dijo Connor—. Probablemente, «Hiroshi» preferiría cerrar. No le resulta rentable retener al personal sólo por dos clientes gaijin. Pero yo vengo a menudo y él se cree en la obligación de atenderme. No tiene nada que ver con el aprecio personal ni con el afán de lucro.
Nos apeamos.
—Los norteamericanos no lo entienden —dijo—. Y es que el sistema japonés es fundamentalmente diferente.
—Creo que empiezan a entenderlo —dije. Le conté lo que me había dicho Ken Shubik sobre las tácticas de manipulación de precios.
Connor suspiró.
—Es fácil decir que los japoneses son desleales. No lo son; lo que ocurre es que juegan con otras reglas. Y esto los norteamericanos no lo entienden.
—De acuerdo —dije—. Pero la manipulación de los precios es ilegal.
—En Norteamérica, sí —dijo él—. Pero en el Japón es una táctica normal. Recuérdelo kohai: fundamentalmente diferentes. Allí los pactos secretos son la norma. El escándalo financiero de la «Nomura» lo puso de manifiesto. Los norteamericanos se rasgan las vestiduras en lugar de considerarlo, sencillamente, una manera diferente de hacer negocios. Lo que es.
Entramos en el bar. Hubo muchas reverencias y saludos. Connor habló en japonés y nos sentamos a la barra. No pedimos.
—¿Es que no vamos a pedir? —pregunté.
—No —dijo Connor—; sería ofensivo. Hiroshi decidirá por nosotros lo que nos apetece.
Hiroshi nos sacó unas fuentes. Observé cómo cortaba pescado. Sonó el teléfono. Desde el fondo del bar, un hombre dijo:
—Connor-san, onna no hito ga matteru to ittemashita yo.
—Domo —dijo Connor moviendo afirmativamente la cabeza. Se volvió hacia mí y se levantó—. Imagino que, a fin de cuentas, no vamos a almorzar. Ha llegado la hora de nuestra próxima cita. ¿Trae la cinta?
—Sí.
—Bien.
—¿A dónde vamos?
—A ver a su amiga —dijo—. Miss Asakuma.
El coche saltaba sobre los baches de la autopista de Santa Mónica, camino del centro. El cielo de la tarde estaba gris; anunciaba lluvia. Me dolía la espalda. Connor miraba por la ventanilla, tarareando para sí.
Con tantos sobresaltos, había olvidado la llamada de Theresa de la noche antes. Ella dijo que estaba mirando la última parte de la cinta y que le parecía que había un problema.
—¿Ha hablado con ella?
—¿Con Theresa? Un momento. Le di algunos consejos.
—Anoche dijo que había un problema con la cinta.
—Ah, ¿sí? Pues a mí no me ha dicho nada de eso.
Tenía la impresión de que no me decía la verdad, pero me dolía la espalda y no estaba de humor para insistir. Había veces en que Connor me parecía completamente japonés. Tenía su misma reserva, su aire secreto.
—No me ha dicho por qué se marchó del Japón.
—Ah, eso —suspiró—. Yo trabajaba en una empresa, en calidad de asesor de seguridad. La cosa no acabó de cuajar.
—¿Por qué no?
—El trabajo no estaba mal. Me gustaba.
—Entonces, ¿qué fue?
Movió la cabeza.
—La mayoría de las personas que han vivido en el Japón se marchan de allí con sentimientos contradictorios. En muchos aspectos, los japoneses son gente estupenda. Trabajadores, inteligentes y con sentido del humor. Tienen verdadera integridad. Y también son el pueblo más racista del planeta. Por eso siempre están acusando de racismo a todo el mundo. Están tan llenos de prejuicios que imaginan que todo el mundo ha de tenerlos. Y en cuanto a vivir en el Japón... Acabé por cansarme de ciertas cosas. Me cansé de ver cómo las mujeres cambiaban de acera si tenían que cruzarse conmigo por la noche. Me cansé de observar que los dos últimos asientos que se ocupaban en el Metro eran los que quedaban a mi derecha y a mi izquierda. Me cansé de que las azafatas del avión preguntaran a los pasajeros japoneses si tenían inconveniente en sentarse al lado de un gaijin, dando por descontado que yo no entendía lo que decían porque hablaban en japonés. Me cansé de la exclusión, del sutil paternalismo, de los chistes que se hacían a mi costa a espaldas mías. Me cansé de ser un paria. Sencillamente... me harté. Y renuncié.
—Realmente, no parece tenerles mucha simpatía.
—Al contrario —dijo Connor—; se la tengo. Pero no soy japonés y ellos no me dejan olvidarlo. —Volvió a suspirar—. Tengo muchos amigos japoneses que trabajan en los Estados Unidos, y para ellos también es duro. La discriminación es bidireccional. Ellos se sienten excluidos. La gente tampoco se sienta a su lado. Y mis amigos siempre me piden que recuerde que, antes que japoneses, son seres humanos. Desgraciadamente, he podido comprobar que eso no siempre es así.
—¿Quiere decir que antes son japoneses?
Connor se encogió de hombros.
La familia es la familia.
Hicimos en silencio el resto del trayecto.
Estábamos en una habitación pequeña del segundo piso de una pensión para estudiantes extranjeros. Theresa Akasuma nos explicó que la habitación no era suya sino de una amiga que estaba haciendo un curso en Italia. Encima de una mesa tenía el pequeño vídeo y un monitor.
—Me ha parecido que debía marcharme del laboratorio —dijo mientras hacía avanzar rápidamente la cinta—. Pero quería que vieran esto. Es el final de una de las cintas que me trajeron. Algo que ocurre después de que el senador ha salido de la habitación.
Frenó la cinta y reconocí la amplia panorámica del piso cuarenta y seis del edificio «Nakamoto». Estaba desierto. El cuerpo pálido de Cheryl Austin yacía en la oscura mesa.
Pasaba la cinta.
No ocurría nada. Era una escena estática.
—¿Qué estamos mirando? —pregunté.
—Un momento.
La cinta siguió pasando. Nada todavía.
Y entonces vi claramente que una pierna de la muchacha se movía.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Un espasmo?
—No estoy seguro.
Ahora se movió el brazo, perfectamente visible sobre la madera oscura. Era indiscutible. Los dedos se cerraban y abrían.
—¡Está viva!
Theresa asintió.
—Eso parece. Ahora fíjense en el reloj.
El reloj de la pared marcaba las 8:36. Lo miré. No ocurría nada. La cinta siguió pasando durante otros dos minutos.
Connor suspiró.
—El reloj no se mueve.
—No —dijo ella—. En una ampliación, observé la disposición de los puntos. Los píxeles saltaban adelante y atrás.
—¿Y eso qué significa?
—Lo llamamos «rock and roll». Es la forma habitual de disimular una congelación del fotograma. La congelación normal se nota porque, de pronto, las unidades más pequeñas de la imagen se inmovilizan. Y en una cinta normal siempre hay un poco de movimiento, aunque sea aleatorio. Lo que haces entonces es el «rock and roll», es decir, pasar una y otra vez los mismos tres segundos de imagen. Eso da un poco de movimiento, hace menos evidente la congelación.
—¿Quiere decir que la imagen quedó congelada a las ocho treinta y seis?
—Sí; y que, al parecer, a esa hora la muchacha aún estaba viva. Es casi seguro.
Connor asintió.
—Entonces por eso es tan importante la cinta original. —¿Qué cinta original? —preguntó ella. Yo saqué la casete que había encontrado en mi apartamento la noche antes.
—Pásela —dijo Connor.
Vimos el piso cuarenta y seis en nítido blanco y negro. Era la grabación de la cámara lateral, que ofrecía una buena imagen de la sala de juntas. Y era una de las cintas originales: vimos el homicidio y vimos a Morton dejar a la muchacha en la mesa.
La cinta seguía pasando. Mirábamos a la muchacha.
—¿Se puede ver el reloj?
—Con este ángulo, no.
—¿Cuánto tiempo le parece que puede haber transcurrido?
Theresa movió negativamente la cabeza.
—Es la modalidad ralentizada. No sé. Unos minutos.
Entonces la muchacha se agitó. Movió la mano y la cabeza. Vivía. No cabía la menor duda.
Y entonces, en la pared de vidrio de la sala de juntas, vimos reflejada la figura de un hombre que avanzaba y aparecía en imagen por la derecha. Entró en la sala mirando atrás para cerciorarse de que estaba solo. Era Ishigura. Deliberadamente, se acercó a la mesa, puso las manos en la garganta de la muchacha y la estranguló.
—¡Joder!
Parecía tardar mucho. Hacia el final, la muchacha se debatió. Ishigura la sujetó hasta mucho después de que dejara de moverse.
—Quiere asegurarse.
—Evidentemente —dijo Connor.
Al fin, Ishigura se apartó del cuerpo de la muchacha andando hacia atrás, se tiró de los puños de la camisa y se arregló la americana.
—Está bien —dijo Connor—. Puede parar. Ya he visto lo suficiente. Estábamos otra vez en la calle. Un sol pálido se filtraba por el smog. Los coches pasaban rugiendo y saltando sobre los baches. Las casas de la calle parecían baratas y mal conservadas.
Subimos al coche.
—¿Y ahora? —pregunté.
Connor me dio el teléfono.
—Llame a jefatura —dijo— y comuníqueles que tenemos una cinta que demuestra que Ishigura cometió el asesinato. Dígales que vamos camino de la «Nakamoto», a arrestar a Ishigura.
—Creí que no le gustaba usar el teléfono del coche.
—Llame —dijo Connor—. De todos modos, ya casi hemos terminado.
Obedecí. Dije al oficial de servicio cuál era nuestro plan y a dónde íbamos. Me preguntó si deseábamos refuerzos. Connor movió negativamente la cabeza, de modo que dije que no.
Colgué el teléfono.
—¿Y ahora qué?
—A la «Nakamoto».
Después de ver tantas veces en vídeo el piso cuarenta y seis, producía una impresión extraña encontrarte allí de nuevo. A pesar de ser sábado, la oficina trabajaba. Secretarias y jefes iban rápidamente de un lado al otro. Y, de día, la oficina parecía distinta: entraba el sol a través de los muros de vidrio y los rascacielos de alrededor parecían muy próximos, incluso con la bruma de Los Ángeles.
Levanté la cabeza y observé que las cámaras de vigilancia habían sido retiradas del techo. A la derecha, se estaba redecorando la sala de juntas en la que había muerto Cheryl Austin. Los muebles negros habían desaparecido. Unos obreros instalaban una mesa de madera clara y sillones de color beige. La sala parecía completamente distinta.
Al otro lado del atrio, en la sala de juntas grande, se estaba celebrando una reunión. El sol que se filtraba por el muro incidía en unas cuarenta personas sentadas a una larga mesa cubierta de fieltro verde. Japoneses a un lado, norteamericanos al otro. Delante de cada uno de los reunidos, había documentos cuidadosamente apilados. Entre los norteamericanos, destacaba Bob Richmond, el abogado.
Connor, a mi lado, suspiró.
—¿Qué hacen? —pregunté.
—Están celebrando la reunión del sábado, kohai.
—¿La reunión de la que hablaba Eddie?
Connor asintió.
—La reunión en la que debe realizarse la venta de la «MicroCon».
Había una recepcionista cerca de los ascensores. Durante un momento, observó cómo mirábamos y luego preguntó cortésmente:
—¿Desean algo, señores?
—Nada, gracias —respondió Connor—. Esperamos a una persona.
Yo junté las cejas. Desde donde estábamos, veía claramente a Ishigura en la sala de juntas, sentado en el lado de los japoneses, hacia el centro, fumando un cigarrillo. El que estaba a su derecha le susurró algo al oído. Ishigura asintió con una sonrisa.
Yo miré a Connor.
—Espere.
Pasaron varios minutos y un joven empleado japonés cruzó el atrio andando rápidamente y entró en la sala de la reunión. Una vez dentro, aminoró el paso y, discretamente, rodeó la mesa hasta situarse detrás de un hombre de pelo gris y aspecto distinguido que ocupaba un sillón situado hacia el extremo más alejado de la mesa. El empleado se inclinó y susurró algo al hombre.
—Iwabuchi —dijo Connor.
—¿Quién es?
—Director general de la «Nakamoto EE. UU.» con sede en Nueva York.
Iwabuchi asintió y se levantó de la mesa. El empleado le retiró el sillón. Iwabuchi empezó a andar por detrás de los negociadores japoneses. Al pasar, rozó en el hombro a uno de los sentados. Siguió hasta el extremo de la mesa, abrió una vidriera y salió a una terraza contigua a la sala de juntas.
Al cabo de un momento, el segundo hombre se levantó y salió.
—Moriyama —dijo Connor—. Director de la oficina de Los Ángeles.
Moriyama también salió a la terraza. Los dos hombres empezaron a hablar y encendieron cigarrillos. El empleado se reunió con ellos y dijo algo rápidamente moviendo la cabeza arriba y abajo. Los dos hombres escucharon con gran atención y se alejaron unos pasos. El empleado se quedó donde estaba.
Al poco rato, Moriyama se volvió y dijo algo al empleado. El joven se inclinó y volvió a la sala de juntas. Se acercó al sillón de un hombre de pelo negro y bigote y le susurró al oído.
—Shirai —dijo Connor—. Jefe de Finanzas.
Shirai se levantó, pero no salió a la terraza sino que abrió la puerta, cruzó el atrio y desapareció en un despacho situado en el lado opuesto de la planta.
En la sala de juntas, el empleado se acercó a un cuarto hombre, en el que reconocí a Yoshida, el director de la «Akai Ceramics». Yoshida también salió de la sala al atrio.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Se distancian —dijo Connor—. No quieren estar presentes cuando ocurra.
Miré a la terraza y vi que los dos hombres, andando con aparente indiferencia, se alejaban hacia la puerta del extremo opuesto.
—¿A qué esperamos? —pregunté.
—Paciencia, kohai.
El empleado se fue. La reunión prosiguió. En el atrio, Yoshida lo llamó aparte y le dijo algo en voz baja.
El empleado volvió a la sala de juntas.
—Hummm —exclamó Connor.
Esta vez, el empleado fue al lado de la mesa que ocupaban los norteamericanos y susurró algo a Richmond. Yo no podía ver la cara de Richmond porque estaba de espaldas a nosotros, pero su cuerpo se movió con una ligera sacudida. Se volvió a decir algo al empleado que movió afirmativamente la cabeza y se fue.
Richmond siguió en su sitio, moviendo la cabeza lentamente. Se inclinó sobre sus notas.
Y entonces pasó un papel a Ishigura por encima de la mesa.
—Es la señal —dijo Connor. Se volvió hacia la recepcionista, le enseñó la placa y cruzamos el atrio rápidamente hacia la sala de juntas.
De pie frente a la mesa, un joven norteamericano con traje a rayitas decía:
—Ahora, si miran la cláusula adicional C, el resumen del Activo y...
Connor entró en la sala. Yo le seguía.
Ishigura nos miró sin denotar sorpresa.
—Buenas tardes, señores. —Su cara era una máscara.
Richmond dijo suavemente:
—Si pueden esperar, señores, estamos discutiendo una cuestión un tanto complicada y...
Connor le interrumpió.
—Mr. Ishigura, queda arrestado por el asesinato de Cheryl Lynn Austin —y le leyó sus derechos mientras Ishigura le miraba fijamente. Los presentes guardaban absoluto silencio. En la larga mesa, nadie se movía. Era como un cuadro.
Ishigura seguía sentado.
—Esto es absurdo.
—Mr. Ishigura —dijo Connor—, ¿hace el favor de levantarse?
—Espero que sepan ustedes lo que hacen —dijo Richmond en voz baja.
—Yo conozco mis derechos, señores —dijo Ishigura.
—¿Hace el favor de levantarse, Mr. Ishigura? —dijo Connor.
Ishigura no se movió. El humo del cigarrillo se ondulaba delante de él.
Hubo un largo silencio.
Entonces Connor me dijo:
—Enséñeles la cinta.
Una de las paredes de la sala de juntas contenía un equipo de vídeo. Encontré un pequeño vídeo como el que habíamos usado hasta entonces e inserté la cinta. Pero en el gran monitor central no apareció imagen alguna. Pulsé varios botones sin conseguir hacerlo funcionar.
De un rincón del fondo se acercó rápidamente una secretaria que había estado tomando notas. Inclinándose con gesto de disculpa, oprimió los pulsadores que había que oprimir, volvió a inclinarse y regresó a su sitio.
—Gracias —dije.
En la pantalla apareció la imagen. Incluso con el sol que entraba en la sala, se veía claramente. Era la parte que habíamos visto en la habitación de Theresa. El momento en que Ishigura se acerca a la muchacha y sujeta el cuerpo que se debate.
—¿Qué es esto? —dijo Richmond.
—Es una falsificación —dijo Ishigura—. Un truco.
—Es una cinta registrada por las cámaras de vigilancia de la «Nakamoto» del piso cuarenta y seis el jueves por la noche —dijo Connor.
—No es legal —protestó Ishigura—. Es una falsificación.
Pero nadie le escuchaba. Todos miraban al monitor. Richmond tenía la boca abierta.
—¡Dios! —dijo.
En la pantalla, la muchacha parecía tardar mucho tiempo en morir.
Ishigura miraba a Connor, furioso.
—Eso no es más que un truco de propaganda sensacionalista —dijo—. Es una falsificación. No significa nada.
—¡Caray! —dijo Richmond mirando a la pantalla.
—No tiene valor legal —insistió Ishigura—. No es admisible. No puede prosperar. Y están entorpeciendo...
Se interrumpió. Por primera vez, miró al otro extremo de la mesa. Y vio que la silla de Iwabuchi estaba vacía.
Miró al otro lado. Sus ojos se movieron rápidamente.
El sillón de Moriyama estaba vacío.
El sillón de Shirai.
El sillón de Yoshida.
Ishigura parpadeó. Miró a Connor con asombro. Luego asintió, lanzó un gruñido gutural y se levantó. En la sala, todos miraban a la pantalla.
Él se acercó a Connor.
—No pienso quedarme a ver esto, capitán. Cuando haya terminado con su charada, me encontrará ahí fuera. —Encendió un cigarrillo mirando a Connor con los ojos entornados—. Entonces hablaremos. Machigainaku. Abrió el balcón y salió a la terraza dejándolo abierto.
Me dispuse a seguirle, pero Connor me miró y movió ligeramente la cabeza. Yo me quedé donde estaba.
Podía ver a Ishigura junto a la barandilla. Fumando, se volvió hacia el sol. Luego nos miró y movió la cabeza con aire compasivo. Se apoyó en la barandilla poniendo el pie sobre ella.
En la sala de juntas, la cinta seguía pasando. Uno de los abogados norteamericanos, una mujer, se levantó, cerró la cartera y salió de la sala. No se movió nadie más.
Finalmente, la cinta terminó.
La extraje de la máquina.
En la habitación había silencio. La brisa movía los papeles que había encima de la larga mesa.
Miré a la terraza.
Estaba vacía.
Cuando llegamos a la barandilla, se oían sirenas lejanas en la calle.
Abajo, flotaba polvo en el aire y se oía el ruido ensordecedor de los martillos eléctricos. La «Nakamoto» estaba construyendo un anexo y había una gran actividad. Junto a la acera esperaban una larga hilera de enormes hormigoneras. Yo me abrí paso a empujones por entre una multitud de japoneses con traje azul, hasta el mismo borde del foso.
Ishigura había caído en un foso de hormigón sin fraguar. Su cuerpo había quedado de lado y sólo sobresalían de la masa húmeda la cabeza y un brazo. Sobre la superficie gris corrían regueros de sangre. Obreros con casco trataban de sacarlo con varas de bambú y cuerdas. Sus esfuerzos eran inútiles. Finalmente, un hombre calzado con altas botas de goma se metió en el foso para tratar de sacar el cuerpo. Pero resultó más difícil de lo que esperaba y tuvo que pedir ayuda.
Ya habían llegado los nuestros, Fred Perry y Bob Wolfe. Wolfe, al verme, se acercó subiendo la cuesta. Tenía el bloc en la mano. A gritos, para hacerse oír con el estrépito de los martillos, me preguntó:
—¿Sabes algo de esto, Pete?
—Sí.
—¿Tienes el nombre?
—Kasaguro Ishigura.
Wolfe puso los ojos bizcos.
—¿Cómo se escribe?
Empecé a deletrear a voces. Finalmente, saqué del bolsillo la tarjeta y se la di.
—¿Es él?
—Sí.
—¿Dónde conseguiste la tarjeta?
—Es una larga historia —dije—. Pero se le buscaba por asesinato.
Wolfe asintió.
—Deja que saque el cuerpo y luego hablaremos.
—De acuerdo.
Finalmente, tuvieron que usar la grúa de la obra para sacarlo. El cuerpo de Ishigura, flácido y cubierto de cemento, me pasó sobre la cabeza.
Me cayeron encima gotas de cemento que salpicaron un letrero que estaba caído a mis pies. Era de la constructora de la «Nakamoto» y en él se leía, en grandes letras: CONSTRUIMOS PARA UN NUEVO MAÑANA. Y, debajo: ROGAMOS PERDONEN LAS MOLESTIAS.
Se tardó otra hora en acabar las diligencias en el lugar de los hechos. Y el jefe quería nuestros informes aquella misma tarde, de modo que después tuvimos que ir a la central de Parker, a hacer el papeleo.
Eran las cuatro cuando entramos en el café de enfrente. Apetecía de la oficina.
—En resumidas cuentas, ¿Ishigura, por qué mató a la muchacha?
Connor suspiró.
—No está del todo claro. A mi modo de ver, lo que ocurrió pudo ser esto: Eddie trabajaba para la kaisha de su padre. Una de sus funciones consistía en procurar mujeres para los personajes políticos que venían de visita. Llevaba años haciéndolo. Para él era fácil: frecuentaba las fiestas, conocía a chicas, los congresistas querían chicas y él tenía la ocasión de conquistar la amistad de los congresistas. Pero Cheryl le brindó una oportunidad especial, porque el senador Morton, presidente del Comité de Finanzas, se coló por ella. Morton fue lo bastante listo como para romper, pero Eddie se la enviaba a todas partes en jets privados, para que la relación no se enfriara. A Eddie también le gustaba Cheryl: aquella misma tarde se había acostado con ella. Y fue Eddie quien hizo que ella fuera a la fiesta de la «Nakamoto», porque sabía que Morton asistiría. Eddie quería inducir a Morton a oponerse a la venta y por eso le preocupaba la reunión del sábado. Por cierto, en la cinta de la cadena de Televisión, usted creyó que decía a Cheryl «barata». En realidad, decía nichibei, relaciones nipo-norteamericanas.
«Pero yo creo que lo único que quería Eddie era que Morton viera a Cheryl. Dudo que tuviera algún plan acerca del piso cuarenta y seis. Desde luego, no esperaba que ella subiera con Morton. La idea debió de partir de alguien de la «Nakamoto» durante la fiesta. La compañía había dejado abierto el piso cuarenta y seis por una razón muy sencilla: en él hay una suite que a veces es utilizada por los jefes. Está en la parte de atrás.
—¿Y usted cómo lo sabe? —pregunté.
Connor sonrió.
—Hanada-san mencionó haberla usado. Al parecer, es muy lujosa.
—Entonces es verdad que tiene usted contactos.
—Alguno. Yo supongo que, en realidad, la «Nakamoto» sólo trataba de ser complaciente. Tal vez ahí arriba hayan instalado cámaras con la idea de hacer chantaje, pero tengo entendido que en el dormitorio no las hay. Y el que hubiera una en la sala de juntas indica que Phillips tenía razón: las cámaras habían sido instaladas con vistas a mejorar la eficacia de los empleados. Desde luego, no podían esperar que el acto sexual ocurriera donde ocurrió.
»De todos modos, cuando Eddie vio que Cheryl se marchaba con Morton a otro lugar del edificio, debió de alarmarse. De manera que los siguió. Presenció el homicidio que, probablemente, fue accidental y luego ayudó a su amigo Morton a salir de allí y volvió con él a la fiesta.
—¿Y las cintas?
—Ah. ¿Recuerda que hablamos de soborno? Eddie sobornaba a un empleado de seguridad llamado Tanaka. Creo que Eddie le proporcionaba droga. Lo cierto es que hacía un par de años que se conocían. Y cuando Ishigura ordenó a Tanaka que retirara las cintas, Tanaka lo dijo a Eddie.
—Y Eddie bajó y recogió él las cintas.
—Sí. En compañía de Tanaka.
—Pero Phillips dijo que Eddie estaba solo.
—Phillips mintió, porque conocía a Tanaka. Por eso no protestó: Tanaka le dijo que no había de qué preocuparse. Y, cuando Phillips nos contó lo sucedido, se calló la intervención de Tanaka.
—¿Y después?
—Ishigura envió a un par de hombres a limpiar el apartamento de Cheryl. Tanaka llevó las cintas a sacar copias y Eddie se fue a la fiesta de Beverly Hills.
—Pero Eddie se quedó con una de las cintas.
—Sí.
Reflexioné.
—En la fiesta, Eddie nos contó una historia diferente.
—Mintió —dijo Connor.
—¿A usted, su amigo?
Connor se encogió de hombros.
—Pensaba que no se descubriría.
—¿Y qué me dice de Ishigura? ¿Por qué mató a la chica?
—Para tener a Morton en el bolsillo. Y lo consiguió. Morton cambió de actitud en el asunto «MicroCon». Morton iba a dejar que la operación siguiera adelante.
—¿Por eso mató Ishigura? ¿Por la compra de una empresa?
—No creo que fuera premeditado. Ishigura estaba muy presionado. Creía que debía demostrar su valía a sus superiores. Era mucho lo que se jugaba, tanto que actuó de modo impropio de un japonés normal en aquellas circunstancias. Y, en un momento de extrema tensión, mató a la muchacha, sí. Como dijo él, era una mujer sin importancia.
—Joder.
—Pero creo que hay algo más. Morton tenía cierto resentimiento hacia los japoneses: esa broma suya acerca de lanzar la bomba... Y follar encima de la mesa de juntas. Es... una falta de respeto, ¿no le parece? Eso debió de enfurecer a Ishigura.
—¿Y quién llamó a la Policía?
—Eddie.
—¿Por qué?
—Para violentar a la «Nakamoto». Eddie acompañó a Morton a la fiesta y luego llamó a la Policía. Probablemente, desde el mismo piso de la fiesta. Cuando llamó, no sabía lo de las cámaras de seguridad. Y, cuando Tanaka se lo dijo, empezó a preocuparse. Temió que Ishigura le tendiera una trampa. Y volvió a llamar.
—Y entonces preguntó por su amigo, John Connor.
—Sí.
—Entonces, ¿Eddie era Koichi Nishi?
—Era un pequeño chiste —asintió Connor—. Koichi Nishi es el nombre de un personaje en una célebre película japonesa que trata de la corrupción en las grandes empresas.
Connor terminó su café y se apartó de la barra.
—¿Por qué abandonaron a Ishigura los japoneses?
—Ishigura había actuado con temeridad. El jueves por la noche dio prueba de excesivo individualismo. A ellos no les gusta eso. La «Nakamoto» no hubiera tardado en enviarlo a casa. Ishigura hubiera pasado el resto de su vida en el Japón, en un madogiwa. Un asiento junto a una ventana. Una persona que queda al margen de las decisiones de la empresa y que se pasa el día mirando por la ventana. En cierto modo, equivale a una condena de cadena perpetua.
Reflexioné.
—Y cuando usted llamó a la central por el teléfono del coche para decir lo que pensaba hacer..., ¿quién estaba a la escucha?
—Es difícil de adivinar —dijo Connor encogiéndose de hombros—. Pero yo apreciaba a Eddie. Le debía el favor. No quería que Ishigura volviera a casa.
En la oficina, encontré a una anciana esperándome. Vestía de negro y dijo ser la abuela de Cheryl Austin. Los padres de Cheryl habían muerto en un accidente de automóvil cuando la niña tenía cuatro años, y la había criado ella. Me contó cómo era Cheryl de niña, allá en Texas.
—Era bonita, sí —dijo— y gustaba mucho a los chicos. Siempre tenía a un puñado de ellos rondando. Ni a bastonazos podías ahuyentarlos. —Hizo una pausa—. Desde luego, Cheryl nunca fue una muchacha formal. Le gustaba tener a todos aquellos chicos al retortero. Recuerdo que tenía siete u ocho años y ya hacía que se pelearan por ella y cuando los veía rodar por el polvo, palmeteaba de alegría. A los quince años, ya era una especialista. Sabía exactamente lo que tenía que hacer para llevarlos de coronilla. No era bonito ver aquello. No; Cheryl no estaba bien de la cabeza. A veces podía ser mezquina. Y siempre aquella canción, de día y de noche. Algo sobre perder la cabeza.
—¿Jerry Lee Lewis?
—Desde luego, yo sabía por qué. Era la canción favorita de su padre. Cuando ella era pequeña, él la llevaba a la ciudad en su descapotable, rodeándola con el brazo y tocando esa música a todo volumen en la casete del coche. Ella llevaba su vestido nuevo. Era tan bonita de niña. Idéntica a su madre.
Entonces, con estos recuerdos, la mujer empezó a llorar. Yo le di un «Kleenex». Traté de consolarla.
Y a poco empezó a preguntar qué había ocurrido. Cómo había muerto Cheryl.
Yo no supe qué decirle.
Cuando salía de la oficina a Parker Center, al llegar a la altura de uno de los surtidores, me salió al paso un japonés. Tenía unos cuarenta años, el pelo planchado y bigote. Me saludó ceremoniosamente y me dio su tarjeta. Yo tardé un momento en reconocer en él a Mr. Shirai, el director de Finanzas de la «Nakamoto».
—Sumisu-san, he querido venir a verle en persona para decirle lo mucho que mi empresa lamenta el comportamiento de Mr. Ishigura. Sus actos son reprobables y actuó sin autoridad. «Nakamoto» es una empresa honorable que no infringe la ley. Yo le aseguro que él no representa a nuestra compañía ni su filosofía empresarial. Pero, por su trabajo en este país, Mr. Ishigura entró en contacto con banqueros de inversiones y hombres que realizan compras hostiles con coacción. Francamente, creo que había estado demasiado tiempo en los Estados Unidos. Había adquirido malas costumbres.
Conque aquí lo tenía: una disculpa y un insulto a la vez. Tampoco a él supe qué decirle.
Finalmente, dije:
—Mr. Shirai, se hizo una oferta de financiar la compra de una pequeña casa...
—¿Sí?
—Sí. Quizás usted no está al corriente.
—Sí; creo haber oído algo.
—Me gustaría saber qué piensan hacer ahora respecto a ese ofrecimiento.
Un largo silencio.
Sólo el murmullo del surtidor a mi derecha.
Shirai me miró entornando los ojos a la luz brumosa de la tarde, tratando de decidir.
Finalmente, dijo:
—Sumisu-san, la oferta es improcedente. Desde luego, está retirada.
—Muchas gracias, Mr. Shirai —dije.
Connor y yo volvimos en el coche a mi apartamento. Ninguno hablaba, íbamos por la autopista de Santa Mónica. Las señales de tráfico habían sido emborronadas con spray por las bandas callejeras El coche brincaba sobre la ondulada calzada. A la derecha, los rascacielos de Westwood se elevaban entre el smog. El paisaje parecía pobre y decrépito.
Finalmente, dije:
—¿Así que sólo se trataba de esto? ¿Competencia entre la «Nakamoto» y otra empresa japonesa por la «MicroCon»? ¿O había algo más?
Connor se encogió de hombres.
—Probablemente, múltiples objetivos. Los japoneses suelen pensar de ese modo. Y para ellos los Estados Unidos es ahora una arena en la que compiten entre ellos. Ésta es la verdad. A sus ojos, no somos muy importantes.
Entramos en mi calle. Hubo un tiempo en que me gustaba: una calle arbolada con edificios de apartamentos y un parque a un extremo, para mi hija. Ahora no me resultaba agradable. El aire estaba contaminado y la calle parecía sucia, inhóspita.
Aparqué el coche. Connor se apeó y me estrechó la mano.
—No se desanime.
—Pues lo estoy.
—No; la situación es grave, pero puede cambiar. Ya ha cambiado otras veces. Puede volver a cambiar.
—Imagino que sí.
—¿Qué piensa hacer ahora? —me preguntó.
—No lo sé. Me gustaría marcharme. Pero no hay adonde ir. Él asintió.
—¿Va a dejar el Departamento?
—Probablemente. Desde luego, voy a dejar Servicios Especiales. Está... muy poco claro.
—Cuídese, kohai. Gracias por su ayuda.
—Cuídese usted también, sempai.
Me sentía cansado. Subí las escaleras y entré en mi apartamento. Estaba muy silencioso, sin la niña. Saqué de la nevera una lata de «Coke» y entré en la sala; pero, cuando me senté en la butaca, volvió a dolerme la espalda. Me levanté y puse la tele. No tenía ganas de mirar. Pensé en lo que había dicho Connor, de que en Norteamérica todo el mundo concentraba su atención en las cosas sin importancia. Respecto a la situación creada con el Japón, la gente debía comprender que, si uno vende el país al Japón, le guste o no, los japoneses serán sus dueños. Y el dueño de una cosa hace con ella lo que quiere. Es la regla.
Entré en mi cuarto y me cambié de ropa. En la mesita de noche seguían las fotos del cumpleaños de mi hija que yo estaba clasificando cuando empezó todo esto. Las fotos en las que ya estaba distinta de ahora, que no se ajustaban a la realidad. Oí risas metálicas del televisor de la sala. Yo solía pensar que, básicamente, las cosas estaban bien. Y no están bien.
Entré en el cuarto de mi hija. Miré la cuna, con la colcha de elefantitos aplicados. Pensé en cómo dormía mi hija, tan confiada, boca arriba, con los brazos a cada lado de la cabeza. Pensé en cómo confiaba ella en que yo le construyera su mundo. Y pensé en el mundo que ella encontraría. Empecé a hacerle la cama sintiendo una viva inquietud.
Trascripción del: 15 de Marzo (99)
INT: Muy bien, Pete, creo que nos basta con eso. A no ser que quieras añadir algo.
SUJ: No. Eso es todo.
INT: Tengo entendido que has dimitido de Servicios Especiales.
SUJ: Así es.
INT: Y que recomendaste por escrito al jefe Olson que se modificara el programa de formación de enlaces para casos relacionados con ciudadanos asiáticos. ¿Dijiste que debía cortarse toda relación con la Fundación pro Amistad Nipo-norteamericana?
SUJ: Sí.
INT: ¿Por qué?
SUJ: Si el Departamento desea contar con personal especialmente preparado, que pague su preparación. Me parece más saludable.
INT: ¿Saludable?
SUJ: Sí; ya es hora de que volvamos a hacernos cargo de nuestro país. Es hora de que paguemos nuestros gastos.
INT: ¿Has recibido respuesta del jefe?
SUJ: No; aún estoy esperando.
Si no quieren que el Japón lo compre, no lo vendan.
akio morita
EPÍLOGO
«La gente niega la realidad. Luchan contra los sentimientos reales causados por circunstancias reales. Edifican mundos imaginarios de lo que habría de ser, lo que tendría que ser y lo que pudiera haber sido. Los cambios reales empiezan por la percepción real y la aceptación de lo que es. Entonces es posible una acción realista.»
Son palabras de David Reynolds, exponente norteamericano de la psicoterapia japonesa a lo Morita. Él se refiere a la conducta personal, pero sus comentarios son aplicables al comportamiento económico de las naciones.
Antes o después, Estados Unidos tiene que enfrentarse al hecho de que el Japón se ha convertido en la primera nación industrial del mundo. Los japoneses tienen el promedio de vida más largo, el índice más alto de empleo y de alfabetización y la menor diferencia entre ricos y pobres. Sus productos manufacturados tienen la calidad más alta. Los japoneses disponen de los mejores alimentos. La realidad es que un país del tamaño de Montana, con la mitad de nuestra población, tendrá muy pronto una economía igual a la nuestra.
Pero ellos no han conseguido hacer las cosas a nuestra manera. El Japón no es un país industrializado occidental sino que está organizado de modo muy diferente. Y los japoneses han inventado un nuevo estilo de comercio, el comercio beligerante, el comercio entendido como guerra, el comercio dirigido a aniquilar a la competencia. Y esto es algo que, desde hace décadas, los norteamericanos no han conseguido entender. Estados Unidos insiste en que el Japón haga las cosas a nuestra manera. Pero ellos responden invariablemente: ¿Por qué tenemos que cambiar nosotros si nos va mejor que a vosotros? Y así es, desde luego.
¿Cuál debería ser la respuesta norteamericana? Es absurdo condenar al Japón por tener éxito, o sugerir que los japoneses vayan más despacio. A ellos esta reacción de los norteamericanos les parece un lloriqueo infantil, y tienen razón. Lo apropiado es que Estados Unidos despierte, vea al Japón con claridad y actúe con realismo.
A la postre, esto supondrá grandes cambios en Estados Unidos. Pero, en una relación bilateral, ha de ser forzosamente la parte más débil la que se adapte. Y ahora, en cualquier discusión económica con el Japón, la parte más débil, indiscutiblemente, es Estados Unidos.
Hace un siglo, cuando la flota norteamericana del almirante Perry abrió la nación, el Japón era una sociedad feudal. Los japoneses se dieron cuenta de que tenían que cambiar, y cambiaron. A partir de 1860, abrieron, las puertas a miles de especialistas occidentales para que les aconsejaran sobre la manera de cambiar su Gobierno y sus industrias. Toda la sociedad experimentó una revolución. Y otra convulsión, no menos trascendental, se produjo después de la Segunda Guerra Mundial.
En ambos casos, los japoneses afrontaron el desafío y vencieron. Ellos no dijeron: que los norteamericanos compren nuestras tierras y nuestras instituciones. Quizás ellos nos enseñen a trabajar mejor. En absoluto. Los japoneses invitaron a miles de especialistas a visitarles... y después los enviaron otra vez a casa. Eso deberíamos hacer nosotros. Los japoneses no son nuestros salvadores. Los japoneses son nuestros competidores. No debemos olvidarlo.
AGRADECIMIENTO
Por el asesoramiento y ayuda prestados durante mi trabajo de documentación, doy las gracias a Nina Bastón, James Flanigan, Ken Reich y David Shaw, todos, del Los Angeles Times, Steve Clemons, de la Japan America Society of Southern California; senador Albert Gore; Jim Wilson, del Jet Propulsión Laboratory; Kevin O'Connor, de la «Hewlett Packard»; teniente Fred Nixon, del Departamento de Policía de Los Ángeles; Ron Insana, de la «CNBC/FNN», y a Keith Manasco. Por sus sugerencias y correcciones de varios puntos del manuscrito estoy en deuda con Mike Backes, Douglas Crichton, James Fallows, Karel van Wolferen y Sonny Mehta. Valery Wright condujo el manuscrito a través de revisiones que parecían interminables; Shinoi Osuka me prestó su competente ayuda en el texto japonés y Roger McPeek me permitió valerme de sus conocimientos de la tecnología del vídeo y de los sistemas de seguridad del futuro.
El tema de las relaciones nipo-norteamericanas es muy polémico. Deseo hacer constar que las opiniones expresadas en mi novela son mías y no deben atribuirse a ninguna de las personas mencionadas.
BIBLIOGRAFÍA
Esta novela cuestiona la premisa tradicional de que la inversión extranjera en la alta tecnología norteamericana es intrínsecamente buena y que, por lo tanto, debe permitirse que continúe sin reservas ni limitaciones. Yo sugiero que las cosas no son tan simples.
Aunque este libro es una obra de ficción, mi forma de abordar la conducta económica del Japón y la deficiente respuesta de Norteamérica, se basa en un fondo de opinión experta bien asentado, gran parte del cual se relaciona en la bibliografía. Durante el proceso de preparación de esta novela, me surtí en abundancia de numerosas de las fuentes que se relacionan a continuación.
Espero que el lector se sienta impulsado a profundizar en el tema, leyendo a autores más competentes. Yo relaciono los textos principales siguiendo un orden aproximado de accesibilidad y pertinencia a las cuestiones que se plantean en la novela.
Fuentes principales
Clyde V. Prestowitz, Jr., Trading Places: How We are Giving Our Future to Japan and How to Reclaim It (Nueva York: Basic Books, 1989).
James Fallows, More Like Us: Putting America's Native Strengths and Traditional Valúes to Work to Overecome the Asían Challenge (Boston: Houghton Mifflin, 1989). —, «Containing Japan», The Atlantic, Mayo 1989, pp. 40-54 —, «Getting Along with Japan», The Atlantic, diciembre 1989, pp. 53-64.
Peter F. Drucker, The New Realities (Nueva York: Harper & Row, 1989).
Ezra F. Vogel, Japan as Number One: Lessons for America (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1979).
Karel van Wolferen, The Enigma of Japanese Power (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1989).
Robert Kuttner, The End of Laissez-Faire: National Purpose and the Global Economy after the Cold War (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1991).
Michaél L. Dertouzos, Richard K. Lester y Robert M. Solow, Made in America: Regaining the Productive Edge; Informe de la Comisión de Productividad Industrial del M. I. T. (Cambridge, Mass.: M. I. T. Press, 1989).
Pat Choate, Agents of Influence (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1990).
Dorinne K. Kondo, Crafting Selves: Power, Gender and Discourses of Identity in a Japanese Workplace (Chicago: University of Chicago Press, 1990).
Kenichi Ohmae, Fact and Function: Kenichi Ohmae on U. S.-Japan Relations (Tokio: The Japan Times, Ltd., 1990).
Donald M. Spero, «Patent Protection or Piracy - A CEO Views Japan» Harvard Business Review, setiembre-octubre, 1990, pp. 58-67.
Otras fuentes
Daniel E. Bob y SRI International, Japanese Companies in American Communities: Corporation, Conflict and the Role of Corporate Citizenship (Nueva York: Japan Society, 1990)
Bryan Burroughs y John Helyar, Barbarians at the Gate: The Fall of RJR Nabisco (Nueva York: Harper & Row, 1990).
Alfred D. Chandler, Jr., Scale and Scope: The Dynamics of Industrial Capitalism (Cambridge, Mass.: Belknap Press of Harvard University Press, 1990).
Ronald Dore, Taking Japan Seriously: A Confucian Perspective on Leading Economic Issues (Stanford: Stanford University Press, 1987).
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(1) En español, en el original.
(2) University of South California.
(3) Instituto Tecnológico de Massachussets.
(4) En español, en el original.