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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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  • Ancho igual a 1088
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  • + -

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


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    SENTIDO Y SENSIBILIDAD (Jane Austen)

    Publicado en enero 21, 2010

    CAPITULO I

    La familia Dashwood llevaba largo tiempo afin­cada en Sussex. Su propiedad era de buen ta­maño, y en el centro de ella se encontraba la resi­dencia, Norland Park, donde la manera tan digna en que habían vivido por muchas generaciones lle­gó a granjearles el respeto de todos los conocidos del lugar. El último dueño de esta propiedad ha­bía sido un hombre soltero, que alcanzó una muy avanzada edad, y que durante gran parte de su existencia tuvo en su hermana una fiel compañera y ama de casa. Pero la muerte de ella, ocurrida diez años antes que la suya, produjo grandes alteracio­nes en su hogar. Para compensar tal pérdida, invi­tó y recibió en su casa a la familia de su sobrino, el señor Henry Dashwood, el legítimo heredero de la finca Norland y la persona a quien se proponía dejarla en su testamento. En compañía de su so­brino y sobrina, y de los hijos de ambos, la vida transcurrió confortablemente para el anciano caba­llero. Su apego a todos ellos fue creciendo con el “tiempo. La constante atención que el señor Henry Dashwood y su esposa prestaban a sus deseos, na­cida no del mero interés sino de la bondad de sus corazones, hizo su vida confortable en todo aque­llo que, por su edad, podía convenirle; y la alegría de los niños añadía nuevos deleites a su exis­tencia.
    De un matrimonio anterior, el señor Henry Dashwood tenía un hijo; y de su esposa actual, tres hijas. El hijo, un joven serio y respetable, tenía el futuro asegurado por la fortuna de su madre, que era cuantiosa, y de cuya mitad había entrado en posesión al cumplir su mayoría de edad. Además, su propio matrimonio, ocurrido poco después, lo hizo más rico aún. Para él, entonces, el legado de la finca Norland no era en verdad tan importante como para sus hermanas; pues ellas, independien­temente de lo que pudiera llegarles si su padre he­redaba esa propiedad, eran de fortuna que no puede considerarse sino escasa. Su madre no te­nía nada, y el padre sólo podía disponer de siete mil libras, porque de la restante mitad de la fortu­na de su primera esposa también era beneficiario el hijo, y él sólo tenía derecho al usufructo de ese patrimonio mientras viviera.
    Murió el anciano caballero, se leyó su testamen­to y, como casi todos los testamentos, éste dio por igual desilusiones y alegrías. En su última volun­tad no fue ni tan injusto ni tan desagradecido como para privar a su sobrino de las tierras, pero se las dejó en términos tales que destruían la mitad del valor del legado. El señor Dashwood había desea­do esas propiedades más por el bienestar de su es­posa e hijas que para sí mismo y su hijo; sin embargo, la herencia estaba asignada a su hijo, y al hijo de éste, un niño de cuatro años, de tal ma­nera que a él le quitaban toda posibilidad de velar por aquellos que más caros le eran y que más ne­cesitaban de apoyo, ya sea a través de un even­tual gravamen sobre las propiedades o la venta de sus valiosos bosques. Se habían tomado las provi­siones necesarias para asegurar que todo fuera en beneficio de este niño, el cual, en sus ocasionales visitas a Norland con su padre y su madre, había conquistado el afecto de su tío con aquellos ras­gos seductores que no suelen escasear en los ni­ños de dos o tres años: una pronunciación imperfecta, el inquebrantable deseo de hacer siem­pre su voluntad, incontables jugarretas y artima­ñas y ruido por montones, gracias que finalmente terminaron por desplazar el valor de todas las aten­ciones que, durante años, había recibido el caba­llero de su sobrina y de las hijas de ésta. No era su intención, sin embargo, faltar a la bondad, y como señal de su afecto por las tres niñas le dejó mil libras a cada una.
    En un comienzo la desilusión del señor Dashwood fue profunda; pero era de temperamen­to alegre y confiado; razonablemente podía espe­rar vivir muchos años y, haciéndolo de manera sobria, ahorrar una suma considerable de la renta de una propiedad ya de buen tamaño, y capaz de casi inmediato incremento. Pero la fortuna, que había tardado tanto en llegar, fue suya durante sólo un año. No fue más lo que sobrevivió a su tío, y diez mil libras, incluidos los últimos legados, fue todo lo que quedó para su viuda e hijas.
    Tan pronto se supo que la vida del señor Dash­wood peligraba, enviaron por su hijo y a él le en­cargó el padre, con la intensidad y urgencia que la enfermedad hacía necesarias, el bienestar de su madrastra y hermanas.
    El señor John Dashwood no tenía la profundi­dad de sentimientos del resto de la familia, pero sí le afectó una recomendación de tal índole en un momento como ése, y prometió hacer todo lo que le fuera posible por el bienestar de sus parientes. El padre se sintió tranquilo ante tal promesa, y el señor John Dashwood se entregó entonces sin prisa a considerar cuánto podría prudentemente hacer por ellas.
    No era John Dashwood un joven mal dispues­to, a menos que ser algo frío de corazón y un poco egoísta sea tener mala disposición; pero en gene­ral era respetado, porque se comportaba con co­rrección en el desempeño de sus deberes corrientes. De haber desposado una mujer más amable, podría haber llegado a ser más respetable de lo que era -incluso él mismo podría haberse transformado en alguien amable-, porque era muy joven cuando se casó y le tenía mucho cariño a su esposa. Pero la señora de John Dashwood era una áspera caricatura de su esposo, más estrecha de mente y más egoísta que él.
    Al hacer la promesa a su padre, había sopesa­do en su interior la posibilidad de aumentar la for­tuna de sus hermanas obsequiándoles mil libras a cada una. En ese momento realmente se sintió a la altura de tal cometido. La perspectiva de aumen­tar sus ingresos actuales con cuatro mil libras anua­les, que venían a sumarse a la mitad restante de la fortuna de su propia madre, le alegraba el cora­zón y lo hacía sentirse muy generoso. “Sí, les da­ría tres mil libras: ¡Cuán espléndido y dadivoso gesto! Bastaría para dejarlas en completa holgura. ¡Tres mil libras! Podía desprenderse de tan consi­derable suma con casi ningún inconveniente.” Pen­só en ello durante todo el día, y durante muchos días sucesivos, y no se arrepintió.
    No bien había terminado el funeral de su pa­dre cuando la esposa de John Dashwood, sin ha­ber dado aviso alguno de sus intenciones a su suegra, llegó con su hijo y sus criados. Nadie po­día discutirle su derecho a venir: la casa pertene­cía a su esposo desde el momento mismo de la muerte de su padre. Pero eso mismo agravaba la falta de delicadeza de su conducta, y no se nece­sitaba ninguna sensibilidad especial para que cual­quier mujer en la situación de la señora Dashwood se sintiera enormemente agraviada por ello; en ella, sin embargo, había un tan alto sentido del honor, una generosidad tan romántica, que cual­quier ofensa de ese tipo, ejercida o recibida por quienquiera que fuese, se transformaba en fuen­te de imborrable disgusto. La señora de John Dashwood nunca había contado con el especial favor de nadie en la familia de su esposo; pero, hasta el momento, no había tenido oportunidad de mostrarles con cuán poca consideración por el bienestar de otras personas podía actuar cuan­do la ocasión lo requería.
    Sintió la señora Dashwood de manera tan agu­da este descortés proceder, y tan intenso desdén hacia su nuera le produjo, que a la llegada de esta última habría abandonado la casa para siempre de no haber sido porque, primero, la súplica de su hija mayor la llevó a reflexionar sobre la conve­niencia de hacerlo; y, más tarde, por el tierno amor que sentía por sus tres hijas, que la decidió a quedarse y por ellas evitar una ruptura con el hermano.
    Elinor, esta hija mayor cuya recomendación ha­bía sido tan eficaz, poseía una solidez de entendi­miento y serenidad de juicio que la calificaban, aunque con sólo diecinueve años, para aconsejar a su madre, y a menudo le permitían contrarres­tar, para beneficio de toda la familia, esa vehemen­cia de espíritu en la señora Dashwood que tantas veces pudo llevarla a la imprudencia. Era de gran corazón, de carácter afectuoso y sentimientos pro­fundos. Pero sabía cómo gobernarlos: algo que su madre todavía estaba por aprender, y que una de sus hermanas había resuelto que nunca se le en­señara.
    Las cualidades de Marianne estaban, en muchos aspectos, a la par de las de Elinor. Tenía inteligen­cia y buen juicio, pero era vehemente en todo; ni sus penas ni sus alegrías conocían la moderación. Era generosa, amable, atrayente: era todo, menos prudente. La semejanza entre ella y su madre era notable.
    Preocupaba a Elinor la excesiva sensibilidad de su hermana, la misma que la señora Dashwood va­loraba y apreciaba. En las actuales circunstancias, una a otra se incitaban a vivir su aflicción sin per­mitir que amainara su violencia. Voluntariamente renovaban, buscaban, recreaban una y otra vez la agonía de pesadumbre que las había abrumado en un comienzo. Se entregaban por completo a su pena, buscando aumentar su desdicha en cada ima­gen capaz de reflejarla, y decidieron jamás admitir consuelo en el futuro. También Elinor estaba pro­fundamente afligida, pero aún podía luchar, y es­forzarse. Podía consultar con su hermano, y recibir a su cuñada a su llegada y ofrecerle la debida aten­ción; y podía luchar por inducir a su madre a si­milares esfuerzos y animarla a alcanzar semejante dominio sobre sí misma.
    Margaret, la otra hermana, era una niña alegre y de buen carácter, pero como ya había absorbido una buena dosis de las ideas románticas de Ma­rianne, sin poseer demasiado de su sensatez, a los trece años no prometía igualar a sus hermanas ma­yores en posteriores etapas de su vida.

    CAPITULO II

    La señora de John Dashwood se instaló como due­ña y señora de Norland, y su suegra y cuñadas des­cendieron a la categoría de visitantes. En tanto tales, sin embargo, las trataba con tranquila urbanidad, y su marido con tanta bondad como le era posible sentir hacia cualquiera más allá de sí mismo, su es­posa e hijo. Realmente les insistió, con alguna te­nacidad, para que consideraran Norland como su hogar; y dado que ningún proyecto le parecía tan conveniente a la señora Dashwood como perma­necer allí hasta acomodarse en una casa de la ve­cindad, aceptó su invitación.
    Quedarse en un lugar donde todo le recorda­ba antiguos deleites, era exactamente lo que sen­taba a su mente. En los buenos tiempos, nadie tenía un temperamento más alegre que el de ella o po­seía en mayor grado esa optimista expectativa de felicidad que es la felicidad misma. Pero también en la pena se dejaba llevar por la fantasía, y se ha­cía tan inaccesible al consuelo como en el placer estaba más allá de toda moderación.
    La señora de John Dashwood no aprobaba en absoluto lo que su esposo se proponía hacer por sus hermanas. Disminuir en tres mil libras la for­tuna de su querido muchachito significaría empo­brecerlo de la manera más atroz. Le imploró pensarlo mejor. ¿Cómo podría justificarse ante sí mismo si privara a su hijo, su único hijo, de tan enorme suma? ¿Y qué derecho podían tener las señoritas Dashwood, que eran sólo sus medias hermanas -lo que para ella significaba que no eran realmente parientes-, a exigir de su generosidad una cantidad tan grande? Era bien sabido que no se podía esperar ninguna clase de afecto entre los hijos de distintos matrimonios de un hombre; y, ¿por qué habían de arruinarse, él y su pobrecito Harry, regalándoles a sus medias hermanas todo su dinero?
    -Fue la última petición de mi padre -respon­dió su esposo-, que yo ayudara a su viuda y a sus hijas.
    -Me atrevería a decir que no sabía de qué es­taba hablando; diez a uno a que le estaba fallan­do la cabeza en ese momento. Si hubiera estado en sus cabales no podría habérsele ocurrido pe­dirte algo así, que despojaras a tu propio hijo de la mitad de tu fortuna.
    -Mi querida Fanny, él no estipuló ninguna can­tidad en particular; tan sólo me pidió, en términos generales, que las apoyara e hiciera de su situa­ción algo más desahogada de lo que estaba en sus manos hacer. Quizá habría sido mejor que dejara todo a mi criterio. Difícilmente habría podido su­poner que yo las abandonaría a su suerte. Pero como él quiso que se lo prometiera, no pude me­nos que hacerlo. Al menos, fue lo que pensé en ese momento. Existió, así, la promesa, y debe ser cumplida. Algo hay que hacer por ellas cuando de­jen Norland y se establezcan en un nuevo hogar.
    -Está bien, entonces, hay que hacer algo por ellas; pero ese algo no necesita ser tres mil libras. Ten en cuenta -agregó- que cuando uno se des­prende del dinero, nunca más lo recupera. Tus her­manas se casarán, y se habrá ido para siempre. Si siquiera algún día se lo pudieran devolver a nues­tro pobre hijito...
    -Pero, por supuesto -dijo su esposo con gran seriedad-, eso cambiaría todo. Puede llegar un momento en que Harry lamente haberse separado de una suma tan grande. Si, por ejemplo, llegara a tener una familia numerosa, sería un muy conve­niente suplemento a sus rentas.
    -De todas maneras lo sería.
    -Quizá, entonces, sería mejor para todos si se disminuyera la cantidad a la mitad. Quinientas li­bras significarían un portentoso incremento en sus fortunas.
    -¡Ah, más allá de todo lo que pudiera imagi­narse! ¡Qué persona en el mundo haría siquiera la mitad por sus hermanas, incluso si fuesen verda­deras hermanas! Y en este caso... ¡sólo medias her­manas! Pero, ¡tienes un espíritu tan generoso!
    -No querría hacer nada mezquino -respondió él-. En estas ocasiones, uno preferiría hacer dema­siado antes que muy poco. Al menos, nadie pue­de pensar que no he hecho suficiente por ellas; incluso ellas mismas, difícilmente pueden esperar más.
    -Imposible saber qué podrían esperar ellas -dijo la señora-, pero no nos corresponde pensar en sus expectativas. El punto es qué puedes per­mitirte hacer.
    -Indudablemente, y creo que puedo permitir­me darle quinientas libras a cada una. Tal como están las cosas, sin que yo agregue nada, cada una tendrá más de tres mil libras a la muerte de su ma­dre: una fortuna muy satisfactoria para cualquier mujer joven.
    -Claro que lo es; y, en verdad, se me ocurre que quizá no quieran ninguna suma adicional. Ten­drán diez mil libras entre las tres. Si se casan, se­guramente harán un buen matrimonio; y si no lo hacen, pueden vivir juntas de manera muy holga­da con los intereses de las diez mil libras.
    -Absolutamente cierto, y, por lo tanto, no sé si, considerándolo todo, no sería más aconsejable hacer algo por su madre mientras viva, antes que por ellas; algo como una pensión anual, quiero de­cir. Mis hermanas percibirían los beneficios tanto como ella. Cien libras al año las mantendrían en una perfecta holgura.
    Su esposa dudó un tanto, sin embargo, en dar su aprobación a este plan.
    -De todas maneras dijo-, es mejor que sepa­rarse de quinientas libras de una vez. Pero si la se­ñora Dashwood vive quince años más, eso se va a transformar en un abuso.
    -¡Quince años! Mi querida Fanny, su vida no puede valer ni la mitad de tal cantidad.
    -Por supuesto que no; pero, si te fijas, la gen­te siempre vive eternamente cuando hay una pen­sión de por medio; y ella es muy fuerte y saludable, y apenas ha cumplido los cuarenta. Una pensión anual es asunto muy serio; se repite año tras año y no hay forma de librarse de ella. Uno no se da cuenta de lo que hace. Yo sí he conocido bastante los problemas que acarrean las pensiones anuales, porque mi madre se encontraba maniatada por la obligación de pagarlas a tres antiguos sirvientes ju­bilados, según mi padre lo había establecido en su testamento. Es increíble cuán desagradable lo en­contraba. Dos veces al año había que pagar estas pensiones; y, además, estaba el problema de ha­cérsela llegar a cada uno; luego se dijo que uno de ellos había muerto, y después resultó que no había tal. A mi madre le enfermaba todo el asun­to. Sus entradas no eran de ella, decía, con estas perpetuas demandas; y había sido muy poco con­siderado de parte de mi padre, porque, de otra for­ma, el dinero habría estado por completo a disposición de mi madre, sin restricción alguna. De allí me ha venido tal aborrecimiento a las pensio­nes, que estoy segura de que por nada del mundo me ataré al pago de una.
    -En verdad es desagradable -replicó el señor Dashwood- que cada año se escurra de esa forma parte del ingreso de uno. Los bienes con que uno cuenta, como tan justamente dice tu madre, no son de uno. Estar obligado a pagar regularmente una suma como ésa en fechas fijas, no es para nada deseable: lo priva a uno de su independencia.
    -Indudablemente; y, después de todo, nadie te lo agradece. Sienten que están asegurados, no ha­ces más de lo que se espera de ti y ello no des­pierta ninguna gratitud. Si estuviera en tu lugar, para cualquier cosa que hiciera me guiaría por mi solo criterio. No me comprometería a darles nada to­dos los años. Algunos años puede ser muy incon­veniente desprenderse de cien, o incluso de cincuenta libras, sacándolas de nuestros propios gastos.
    -Creo que tienes razón, mi amor; será mejor que no haya ninguna renta anual en este caso; lo que sea que les pueda dar ocasionalmente será de mucho mayor ayuda que una asignación anual, porque si se sintieran seguras de un ingreso ma­yor sólo elevarían su estilo de vida, y con ello no serían un penique más ricas al final del año. De todas maneras, será lo mejor. Un regalo de cincuen­ta libras de vez en cuando impedirá que se aflijan por asuntos de dinero, y pienso que saldará am­pliamente la promesa hecha a mi padre.
    -Por supuesto que lo hará. A decir verdad, es­toy íntimamente convencida de que la idea de tu padre no era en absoluto que les dieras dinero. Me atrevo a decir que la ayuda en que pensaba era lo que razonablemente podría esperarse de ti; por ejemplo, cosas como buscar una casa pequeña y cómoda para ellas, ayudarlas a trasladar sus ense­res, enviarles algún presente de pesca y caza, o algo así, siempre que sea la temporada. Apostaría mi vida a que no estaba pensando en más que eso; en verdad, sería bastante raro e improcedente si hubiera pretendido otra cosa. Si no, piensa, mi que­rido señor Dashwood, cuán holgadas pueden vivir tu madre y sus hijas con los intereses de siete mil libras, además de las mil libras de cada una de las niñas, que les aportan cincuenta libras anuales por persona; y, por supuesto, de allí le pagarán a su madre por su alojamiento. Entre todas juntarán qui­nientas libras anuales, y ¿se te ocurre para qué van a querer más cuatro mujeres? ¡Les saldrá tan bara­to vivir! El mantenimiento de la casa será una nada. No tendrán carruajes ni caballos, y casi ningún sir­viente; no recibirán visitas, ¡y qué gastos van a te­ner! ¡Tan sólo piensa en lo bien que van a estar! ¡Quinientas anuales! No puedo ni imaginar cómo gastarán siquiera la mitad; y en cuanto a que les des más, es harto absurdo pensarlo. Estarán en mucho mejores condiciones de darte a ti algo.
    -A fe mía -dijo el señor Dashwood-, creo que tienes toda la razón. De todas maneras, con su pe­tición mi padre no puede haber querido decir sino lo que tú señalas. Me parece muy claro ahora, y cumpliré estrictamente mi compromiso con algu­nas ayudas y gentilezas como las que has descri­to. Cuando mi madre se traslade a otra casa, me pondré a su servicio en todo lo que me sea posi­ble para acomodarla. Quizá en ese momento tam­bién sea adecuado hacerle un pequeño obsequio, como algún mueble.
    -Por supuesto -replicó la señora Dashwood-. Pero, no obstante, hay una cosa que debe tenerse en cuenta. Cuando tu padre y madre se traslada­ron a Norland, aunque vendieron el mobiliario de Stanhill, guardaron toda la vajilla, cubiertos y man­telería, que ahora han quedado para tu madre. Y así, apenas se cambien tendrán su casa casi com­pletamente equipada.
    -Indudablemente, ésa es una reflexión de la mayor importancia. ¡Un legado valioso, claro que sí! Y parte de la platería habría sido aquí una muy grata adición a la nuestra.
    -Sí; y la vajilla para el desayuno es doblemen­te hermosa que la de esta casa. Demasiado her­mosa, a mi juicio, para los lugares en que ellas pueden permitirse vivir. Pero, de cualquier modo, así es la cosa. Tu padre sólo pensó en ellas. Y debo decir esto: no le debes a él ninguna gratitud en especial, ni estás obligado con sus deseos, porque bien sabemos que, si hubiera podido, les habría dejado casi todo lo que poseía en el mundo a ellas.
    Este argumento fue irresistible. En él encontró John Dashwood toda la fuerza que antes le había faltado para llevar a cabo sus propósitos; y, por úl­timo, resolvió que sería por completo innecesario, si no totalmente inadecuado, hacer más por la viuda y las hijas de su padre que esos gestos de buena vecindad que su propia esposa le había indicado.


    CAPITULO III

    La señora Dashwood permaneció en Norland du­rante varios meses, y ello no porque no deseara salir de allí una vez que los lugares que tan bien conocía dejaron de despertarle la violenta emoción que durante un tiempo le habían producido; pues cuando su ánimo comenzó a revivir y su mente pudo dedicarse a algo más que agudizar su dolor mediante recuerdos tristes, se llenó de impacien­cia por partir e infatigablemente se dedicó a averi­guar por alguna residencia adecuada en las vecindades de Norlarid, ya que le era imposible irse lejos de ese tan amado lugar. Pero no le llegaba noticia alguna de lugares que a la vez satisficieran sus nociones de comodidad y bienestar y se ade­cuaran a la prudencia de su hija mayor, que con más sensato juicio rechazó varias casas que su ma­dre habría aprobado, considerándolas demasiado grandes para sus ingresos.
    La señora Dashwood había sido informada por su esposo respecto de la solemne promesa hecha por su hijo en favor de ella y sus hijas, la cual había llenado de consuelo sus últimos pensamien­tos en la tierra. Ella no dudaba de la sinceridad de este compromiso más de lo que el difunto ha­bía dudado, y sentía al respecto gran satisfacción, sobre todo pensando en el bienestar de sus hijas; por su parte, sin embargo, estaba convencida de que mucho menos de siete mil libras como capi­tal le permitirían vivir en la abundancia. También se regocijaba por el hermano de sus hijas, por la bondad de ese hermano, y se reprochaba no ha­ber hecho justicia a- sus méritos antes, al creerlo incapaz de generosidad. Su atento comportamiento hacia ella y sus hermanas la convencieron de que su bienestar era caro a sus ojos y, durante largo tiempo, confió firmemente en la generosidad de sus intenciones.
    El desdén que, muy al comienzo de su rela­ción, había sentido por su nuera, aumentó consi­derablemente al conocer mejor su carácter tras ese medio año de vivir con ella y su familia; y, quizá, a pesar de todas las muestras de cortesía y afecto maternal que ella le había demostrado, las dos da­mas habrían encontrado imposible vivir juntas du­rante tanto tiempo, de no haber ocurrido una cir­cunstancia particular que hizo más aceptable, en opinión de la señora Dashwood, la permanencia de sus hijas en Norland.
    Esta circunstancia fue un creciente afecto en­tre su hija mayor y el hermano de la señora de John Dashwood, un joven caballeroso y agradable que les fue presentado poco después de la llegada de su hermana a Norland y que desde entonces ha­bía pasado gran parte del tiempo allí.
    Algunas madres podrían haber alentado esa in­timidad guiadas por el interés, dado que Edward Ferrars era el hijo mayor de un hombre que había muerto muy rico; y otras la habrían reprimido por motivos de prudencia, ya que, excepto por una suma baladí, la totalidad de su fortuna dependía de la voluntad de su madre. Pero ninguna de esas consideraciones pesó en la señora Dashwood. Le bastaba que él pareciera afable, que amara a su hija y que esa simpatía fuera recíproca. Era contrario a todas sus creencias el que la diferencia de fortuna debiera mantener separada a una pareja atraída por la semejanza de sus naturalezas; y que los méritos de Elinor no fueran reconocidos por quienes la co­nocían, le parecía inconcebible.
    No fueron dones especiales en su apariencia o trato los que hicieron merecedor a Edward Fe­rrars de la buena opinión de la señora Dashwood y sus hijas. No era bien parecido y sólo en la in­timidad llegaba a mostrar cuán agradable podía ser su trato. Era demasiado inseguro para hacer­se justicia a sí mismo; pero cuando vencía su na­tural timidez, su comportamiento revelaba un corazón franco y afectuoso. Era de buen entendi­miento y la educación le había dado una mayor solidez en ese aspecto. Pero ni sus habilidades ni su inclinación lo dotaban para satisfacer los de­seos de su madre y hermana, que anhelaban ver­lo distinguido como... apenas sabían como qué. Querían que de una manera u otra ocupara un lugar importante en el mundo. Su madre deseaba interesarlo en política, hacerlo llegar al parlamento o verlo conectado con alguno de los grandes hom­bres del momento. La señora de John Dashwood deseaba lo mismo; entre tanto, hasta poder alcan­zar alguna de esas bendiciones superiores, habría satisfecho la ambición de ambas verlo conducir un birlocho. Pero Edward no tenía inclinación al­guna ni hacia los grandes hombres ni hacia los birlochos. Todos sus deseos se centraban en la comodidad doméstica y en la tranquilidad de la vida privada. Por fortuna, tenía un hermano me­nor que era más prometedor.
    Edward llevaba varias semanas en la casa an­tes de que la señora Dashwood se fijara en él, ya que en esa época el estado de aflicción en que se encontraba la hacía por completo indiferente a todo lo que la rodeaba. Unicamente vio que era calla­do y discreto, y le agradó por ello. No perturbaba con conversaciones inoportunas la desdicha que lle­naba todos sus pensamientos. Lo que primero la llevó a observarlo con mayor detención y a que le gustara aún más, fue una reflexión que dio en ha­cer Elinor un día respecto de cuán diferente era de su hermana. La alusión a ese contraste lo situó muy decididamente en el favor de la madre.
    -Con eso basta -dijo-, basta con decir que no es como Fanny. Implica que en él se puede en­contrar todo lo que hay de amable. Ya lo amo.
    -Creo que llegará a gustarle -dijo Elinor- cuan­do lo conozca más.
    -¡Gustarme! -replicó la madre, con una sonri­sa-. No puedo abrigar ningún sentimiento de apro­bación inferior al amor.
    -Podría estimarlo.
    -No he llegado a saber aún lo que es separar la estimación del amor.
    La señora Dashwood se afanó ahora en conocerlo más. Con sus modales afectuosos, rápidamente ven­ció la reserva del joven. Muy pronto advirtió cuán grandes eran sus méritos; el estar persuadida de su interés por Elinor quizá la hizo más perspicaz, pero realmente se sentía segura de su valer. E incluso las sosegadas maneras de Edward, que atentaban con­tra las más arraigadas ideas de la señora Dashwood respecto de lo que debiera ser el trato de un joven, dejaron de parecerle insípidas cuando advirtió que era de corazón cálido y temperamento afectuoso.
    Ante el primer signo de amor que percibió en su comportamiento hacia Elinor, dio por cierta la existencia de un vínculo serio entre ellos y se en­tregó a considerar su matrimonio como algo que pronto se haría realidad.
    -En unos pocos meses más, mi querida Marian­ne -le dijo-, con toda seguridad Elinor se habrá establecido para siempre. Para nosotros será una pérdida, pero ella será feliz.
    -¡Ay, mamá! ¿Qué haremos sin ella?
    -Mi amor, apenas será una separación. Vivire­mos a unas pocas millas de distancia y nos vere­mos todos los días de la vida. Tú ganarás un hermano, un hermano de verdad, cariñoso. Tengo la mejor opinión del mundo sobre los sentimien­tos de Edward... Pero te noto seria, Marianne; ¿des­apruebas la elección de tu hermana?
    -Quizá -dijo Marianne- me sorprenda algo. Edward es muy amable y siento gran ternura por él. Pero aun así, no es la clase de joven... Hay algo que falta, no sobresale por su apariencia, carece por completo de esa gracia que yo habría espera­do en el hombre al cual mi hermana se sintiera seriamente atraída. En sus ojos no se advierte todo ese espíritu, ese fuego, que anuncian a la vez vir­tud e inteligencia. Y además de esto, temo, mamá, que carece de verdadero gusto. Aparentemente la música apenas le interesa, y aunque admira mu­cho los dibujos de Elinor, no es la admiración de alguien que pueda entender su valor. Es evidente, a pesar de su asidua atención cuando ella dibuja, que de hecho no sabe nada en esta materia. Ad­mira como un enamorado, no como un entendi­do. Para sentirme satisfecha, esos rasgos deben ir unidos. No podría ser feliz con un hombre cuyo gusto no coincidiera punto por punto con el mío. El debe penetrar todos mis sentimientos; a ambos nos deben encantar los mismos libros, la misma música. ¡Ay, mamá! ¡Qué falta de fuego, que man­sa fue la actitud de Edward cuando nos leyó ano­che! Lo sentí terriblemente por mi hermana. Y, sin embargo, ella lo sobrellevó con tanta compostura que apenas pareció notarlo. A duras penas pude permanecer sentada. ¡Escuchar esos hermosos ver­sos que a menudo me han hecho casi perder el sentido, pronunciados con tan impenetrable calma, tan atroz indiferencia!
    -En verdad le habría hecho mucho mayor jus­ticia a una prosa sencilla y elegante. Lo pensé en ese momento; pero tenías que pasarle a Cowper.
    -No, mamá, ¡si ni Cowper es capaz de animar­lo...! Pero debemos admitir que hay diferencias de gusto. En Elinor no se da mi manera de sentir, así que puede pasar esas cosas por alto y ser feliz con él. Pero si yo lo amara, me habría destrozado el corazón escucharlo leer con tan poca sensibilidad. Mamá, mientras más conozco el mundo, más con­vencida estoy de que jamás encontraré a un hom­bre al que realmente pueda amar. ¿Es tanto lo que pido? Debe tener todas las virtudes de Edward, y su apariencia y modales deben adornar su bondad con todas las gracias posibles.
    -Recuerda, mi amor, que aún no tienes dieci­siete años. Es todavía demasiado temprano en la vida para que desesperes de lograr tal felicidad. ¿Por qué debías ser menos afortunada que tu ma­dre? ¡Que en tan sólo una circunstancia, Marianne mía, tu destino sea diferente al de ella!


    CAPITULO IV

    -Qué lástima, Elinor -dijo Marianne-, que Edward carezca de gusto para el dibujo.
    -Que carezca de gusto para el dibujo... ¿y qué te hace pensar eso? -replicó Elinor-. El no dibuja, es cierto, pero disfruta enormemente viendo dibu­jar a otras personas y, puedo asegurártelo, de nin­guna manera está falto de un buen gusto natural, aunque no se le ha ofrecido oportunidad de me­jorarlo. Si alguna vez hubiera tenido la posibilidad de aprender, creo que habría dibujado muy bien. Desconfía tanto de su propio juicio en estas mate­rias que siempre es reacio a dar su opinión sobre cualquier cuadro; pero tiene una innata finura y simplicidad de gusto que, en general, lo guía de manera perfectamente adecuada.
    Marianne temía ser ofensiva y no dijo nada más acerca del tema; pero la clase de aprobación que, según Elinor, despertaban en él los dibujos de otras Personas estaba muy lejos del extasiado deleite que, en su opinión, era exclusivo merecedor de ser lla­mado gusto. No obstante, y aunque sonriendo para sí misma ante el error, rendía tributo a su herma­na por esa ciega predilección por Edward que la llevaba a así equivocarse.
    -Espero, Marianne -continuó Elinor-, que no lo consideres falto de gusto en general. En verdad, creo poder decir que no piensas eso, porque tu comportamiento hacia él es perfectamente cordial; y si ésa fuera tu opinión, estoy segura de que no serias capaz de ser atenta con él.
    Marianne casi no supo qué decir. Por ningún motivo quería herir los sentimientos de su herma­na, pero le era imposible decir algo que no creía. Finalmente, respondió:
    -No te ofendas, Elinor, si los elogios que yo pueda hacer de Edward no se equiparan en todo a tu percepción de sus méritos. No he tenido tan­tas oportunidades como tú de apreciar hasta las más mínimas tendencias de su mente, sus inclinaciones, sus gustos; pero tengo la mejor opinión del mun­do respecto de su bondad y sensatez. Lo creo po­seedor de todo lo que es valioso y amable.
    -Estoy segura -respondió Elinor, con una son­risa- de que sus amigos más queridos no queda­rían disconformes con un elogio como ése. No me imagino cómo podrías expresarte con mayor ca­lidez.
    Marianne se regocijó de ver cuán fácilmente se contentaba su hermana.
    -De su sensatez y bondad -continuó Elinor-, pienso que nadie que lo haya visto lo suficiente para haber conversado con él sin reservas, podría du­dar. Tan sólo esa timidez que tantas veces lo lleva a guardar silencio puede haber ocultado la exce­lencia de su entendimiento, y sus principios. Lo co­noces lo suficiente para hacer justicia a la solidez de su valer. Pero de sus más mínimas tendencias, como tú las llamas, circunstancias específicas te han mantenido más ignorante que a mí. En diversas oca­siones él y yo nos hemos quedado mucho rato jun­tos, mientras tú, llevada por el más afectuoso de los impulsos, has estado completamente absorbida por mi madre. Lo he visto mucho, he estudiado sus sentimientos y escuchado sus opiniones acerca de temas de literatura y gusto; y, en general, me atre­vo a afirmar que tiene una mente cultivada, que el placer que encuentra en los libros es extremada­mente grande, su imaginación es vivaz, sus obser­vaciones justas y correctas, y su gusto delicado y puro. Cuando se le conoce más, sus dotes mejoran en todos los terrenos, tal como lo hacen sus moda­les y apariencia. Es cierto que, a primera vista, su trato no produce gran admiración y su apariencia difícilmente lleva a llamarlo apuesto, hasta que se advierte la expresión de sus ojos, que son extraor­dinariamente bondadosos, y la general dulzura de su semblante. En la actualidad lo conozco tan bien, que lo creo en verdad apuesto; o, al menos, casi. ¿Qué dices tú, Marianne?
    -Muy pronto lo consideraré apuesto, Elinor, si es que ya no lo hago. Cuando me digas que lo ame como a un hermano, ya no veré imperfec­ciones en su rostro, como no las veo hoy en su corazón.
    Elinor se sobresaltó ante esta declaración y se arrepintió de haberse dejado traicionar por el ca­lor de sus palabras. Sentía que Edward ocupaba un lugar muy alto en sus afectos. Creía que el in­terés era mutuo, pero requería una mayor certeza al respecto para aceptar con agrado la convicción de Marianne acerca de sus relaciones. Sabía que una conjetura que Marianne y su madre hacían en un momento dado, se transformaba en certeza al siguiente; que, con ellas, el deseo era esperanza y la esperanza, expectativa. Trató de explicarle a su hermana el verdadero estado de la situación.
    -No es mi intención negar -dijo- que tengo una gran opinión de él; que lo estimo profundamente, que me gusta.
    Ante esto, Marianne estalló indignada.
    -¡Estimarlo! ¡Gustarte! Elinor, qué corazón tan frío. ¡Ah, peor que frío! Sin atreverse a ser de otra forma. Utiliza esas palabras otra vez, y me iré de esta pieza de inmediato.
    Elinor no pudo evitar reír.
    -Perdóname -le dijo-, y puedes estar segura de que no fue mi intención ofenderte al referirme con palabras tan mesuradas a mis propios senti­mientos. Créelos más fuertes que lo declarado por mí; créelos, en fin, lo que los méritos de Edward y la presunción... la esperanza de su afecto por mí podrían garantizar, sin imprudencia ni locura. Pero más que esto no debes creer. No tengo segu­ridad alguna de su afecto por mí. Hay momentos en que parece dudoso hasta qué punto tal afecto existe; y mientras no conozca plenamente sus sen­timientos, no puede extrañarte mi deseo de evitar dar alas a mi propia inclinación creyéndola o lla­mándola más de lo que es. En lo más profundo de mi corazón, tengo pocas, casi ninguna duda de sus preferencias. Pero hay otros puntos que deben ser tomados en cuenta, además de su interés. Está muy lejos de ser independiente. No podemos sa­ber cómo es realmente su madre; pero las ocasio­nales observaciones de Fanny acerca de su conducta y opiniones nunca nos han llevado a con­siderarla amable; y me equivoco mucho si Edward no está también consciente de las variadas dificul­tades que encontraría en su camino si deseara ca­sarse con una mujer que no fuera o de gran fortuna, o de alto rango.
    Marianne quedó atónita al descubrir en qué medida la imaginación de su madre y la suya pro­pia habían ido más allá de la verdad.
    -¡Y en verdad no estás comprometida con él! -dijo-. Aunque de todas maneras va a ocurrir lue­go. Pero esta tardanza tiene dos ventajas. Yo no te perderé tan pronto y Edward tendrá más oportu­nidades de mejorar ese gusto natural por tu ocu­pación favorita, tan indispensable para tu felicidad futura. ¡Ah! Si tu genio lo llevara a aprender a di­bujar también, ¡qué delicioso sería!
    Elinor le había dado su verdadera opinión a su hermana. No podía considerar su inclinación por Edward bajo las favorables perspectivas que Ma­rianne había supuesto. Había, en ocasiones, una falta de ánimo en él que, si no denotaba indife­rencia, hablaba de algo casi igualmente poco pro­metedor. Si tenía dudas acerca del afecto que ella le profesaba, suponiendo que las tuviera, ello no debía producirle más que inquietud. No parecía posible que le causaran ese abatimiento de espíri­tu que a menudo le sobrevenía. Una causa más ra­zonable podía encontrarse en su situación de dependencia, que le vedaba la posibilidad de en­tregarse a sus afectos. Ella sabía que el trato que la madre le daba no le proporcionaba un hogar confortable en la actualidad ni le daba seguridad alguna de que pudiera formar un hogar propio, si no se atenía estrictamente a las ideas que ella sus­tentaba sobre la importancia que él debía alcan­zar. Sabiendo esto, a Elinor le era imposible sentirse tranquila. Estaba lejos de confiar en ese resultado de las preferencias de Edward que su madre y her­mana daban por seguro. No, mientras más tiempo estaban juntos, más dudosa le parecía la naturale­za de su afecto; y a veces, durante unos pocos y dolorosos minutos, creía que no era más que sim­ple amistad.
    Pero, cualesquiera fueran en realidad sus lími­tes, ese afecto fue suficiente, apenas lo percibió la hermana de Edward, para intranquilizarla; -y al mis­mo tiempo (lo que era más usual aún), para sacar a luz sus malos modales. Aprovechó la primera oportunidad que encontró para ofender a su sue­gra hablándole tan expresivamente de las grandes expectativas que tenían para su hermano, de la de­cisión de la señora Ferrars respecto de que sus dos hijos se casaran bien, y del peligro que acechaba a cualquier joven que quisiera ganárselo, que la señora Dashwood no pudo fingir no darse cuenta ni intentar mantenerse tranquila. Le dio una res­puesta que revelaba su desdén y de inmediato abandonó el cuarto, mientras tomaba la decisión de que cualesquiera fueran los inconvenientes o gastos de una partida tan súbita, su tan querida Elinor no debía estar expuesta ni una semana más a tales insinuaciones.
    En este estado de ánimo estaba cuando le lle­gó una carta por correo con una propuesta parti­cularmente oportuna. Un caballero distinguido y dueño de importantes propiedades en Devonshire, pariente suyo, le ofrecía una casa pequeña en tér­minos muy convenientes. La carta, firmada por él mismo, estaba escrita en un tono amistosamente servicial. Entendía que ella necesitaba un alojamien­to, y aunque lo que ahora le ofrecía era una sim­ple casita de campo, una cabaña de su propiedad, le aseguraba que se le haría todo aquello que ella pensara necesario, si la ubicación le agradaba. La urgía con gran insistencia, tras describirle en deta­lle la casa y el jardín, a ir a Barton Park, donde estaba su propia residencia y desde donde ella po­dría juzgar por sí misma si la casita de Barton -porque ambas casas pertenecían a la misma pa­rroquia- podía ser arreglada a su conveniencia. Pa­recía realmente ansioso de acomodarlas, y toda su carta estaba redactada en un estilo tan amistoso que no podía sino complacer a su prima, en especial en un momento en que sufría por el comportamien­to frío e insensible de sus parientes más cercanos. No necesitó de tiempo alguno para deliberaciones o consultas. Junto con leer la carta tomó su deci­sión. La ubicación de Barton en un condado tan distante de Sussex como Devonshire, algo que tan sólo unas horas antes habría constituido objeción suficiente para contrarrestar todas las posibles bon­dades del lugar, era ahora su principal ventaja. Abandonar el vecindario de Norland ya no pare­cía un mal; era un objeto de deseo, una bendición en comparación con la miseria de seguir siendo huésped de su nuera. Y alejarse para siempre de ese lugar amado iba a ser menos doloroso que ha­bitar en él o visitarlo mientras esa mujer fuera su dueña y señora. De inmediato le escribió a sir John Middleton manifestándole agradecimiento por su bondad y aceptando su proposición; luego se apre­suró a mostrar ambas cartas a sus hijas, asegurán­dose de su aprobación antes de enviarlas.
    Elinor había pensado siempre que sería más Prudente para ellas establecerse a alguna distancia de Norland antes que entre sus actuales conocidos, por lo que no se opuso a las intenciones de su madre de irse a Devonshire. La casa, además, tal como la describía sir John, era de dimensiones tan sencillas y el alquiler tan notablemente moderado, que no le daba derecho a objetar punto alguno; y así, aunque no era un plan que atrajera su fantasía y aunque significaba un alejamiento de las vecin­dades de Norland que excedía sus deseos, no hizo intento alguno por disuadir a su madre de escribir aceptando el ofrecimiento.


    CAPITULO V

    Apenas despachada su respuesta, la señora Dash­wood se permitió el placer de anunciar a su hijas­tro y esposa que contaba con una casa y que ya no los incomodaría sino hasta que todo estuviera listo para habitarla. La escucharon con sorpresa. La señora de John Dashwood no dijo nada, pero su esposo manifestó cortésmente que esperaba que no se irían lejos de Norland. Con gran satisfacción, la señora Dashwood le respondió que se iban a De­vonshire. Edward rápidamente levantó los ojos al escuchar esto, y con una voz de sorpresa y preocupación que no requirieron de mayor ex­plicación para la señora Dashwood, repitió: “¡De­vonshire! ¿En verdad van allá? ¡Tan lejos de aquí! ¿Y a qué parte?” Ella le explicó la ubicación. Esta­ba a cuatro millas al norte de Exeter.
    -No es sino una casita de campo -continuo-, pero espero ver allí a muchos de mis amigos. Será fácil agregarle una o dos habitaciones; y si mis ami­gos no encuentran impedimento en viajar tan le­jos para verme, con toda seguridad yo no lo encontraré para acomodarlos.
    Concluyó con una muy generosa invitación al señor John Dashwood y a su esposa para que la visitaran en Barton; y a Edward le extendió otra con aun mayor afecto. Aunque en su última con­versación con su nuera las expresiones de ésta la habían decidido a no permanecer en Norland más de lo que era inevitable, no produjeron en ella el efecto al que principalmente apuntaban: separar a Edward y Elinor estaba tan lejos de ser su objetivo como lo había estado antes; y con esa invitación a su hermano, deseaba mostrarle a la señora de John Dashwood cuán escasa importancia daba a su des­aprobación de esa unión.
    El señor John Dashwood le repitió a su madre una y otra vez cuán profundamente lamentaba que ella hubiera tomado una casa a una distancia tan grande de Norland que le impediría ofrecerle sus servicios para el traslado de su mobiliario. Se sen­tía en verdad molesto con la situación, porque hacía impracticable aquel esfuerzo al que había li­mitado el cumplimiento de la promesa a su padre. Los enseres fueron enviados por mar. Consistían principalmente en ropa blanca, cubiertos, vajilla y libros, junto con un hermoso piano de Marianne. La señora de John Dashwood vio partir los bultos con un suspiro; no podía evitar sentir que como la renta de la señora Dashwood iba a ser tan in­significante comparada con la suya, a ella le co­rrespondía tener cualquier artículo de mobiliario que fuera hermoso.
    La señora Dashwood arrendó la casa por un año; ya estaba amoblada, y podía tomar posesión de ella de inmediato. Ninguna de las partes intere­sadas opuso dificultad alguna al acuerdo, y ella es­peró tan sólo el despacho de sus efectos desde Norland y decidir su futuro servicio doméstico an­tes de partir hacia el oeste; y esto, dada la extre­ma rapidez con que llevaba a cabo todo lo que le interesaba, muy pronto estuvo hecho. Los caballos que le había dejado su esposo habían sido vendi­dos tras su muerte, y habiéndosele ofrecido ahora una oportunidad de disponer de su carruaje, aceptó venderlo a instancias de su hija mayor. Si hubiera dependido de sus solos deseos, se lo habría que­dado, para mayor comodidad de sus hijas; pero prevaleció el buen juicio de Elinor. Fue también su sabiduría la que limitó el número de sirvientes a tres, dos doncellas y un hombre, prontamente seleccionados entre los que habían constituido su servicio en Norland.
    El hombre y una de las doncellas partieron de inmediato a Devonshire a preparar la casa para la llegada de su ama, pues como la señora Dashwood desconocía por completo a lady Middleton, prefe­ría llegar directamente a la cabaña antes que hos­pedarse en Barton Park; y confió con tal seguridad en la descripción que sir John había hecho de la casa, que no sintió curiosidad de examinarla por sí misma hasta que entró en ella como su dueña. La evidente satisfacción de su nuera ante la pers­pectiva de su partida, apenas disimulada tras una fría invitación a quedarse un tiempo más, mantu­vo intacta su ansiedad por alejarse de Norland. Aho­ra era el momento en que la promesa de John Dashwood a su padre podría haberse cumplido con especial idoneidad. Como había descuidado hacerlo al llegar a la casa, el momento en que ellas la de­jaban parecía el más adecuado para ello. Pero muy pronto la señora Dashwood abandonó toda espe­ranza al respecto y comenzó a convencerse, por el sentido general de sus palabras, de que su ayu­da no iría más allá de haberlas mantenido durante seis meses en Norland. Tan a menudo se refería él a los crecientes gastos del hogar y a las permanen­tes e incalculables demandas monetarias a que es­taba expuesto cualquier caballero de alguna impor­tancia, que más parecía estar necesitado de dinero que dispuesto a darlo.
    Muy pocas semanas después del día que trajo la primera carta de sir John Middleton a Norland, todos los arreglos estaban tan avanzados en su fu­turo alojamiento que la señora Dashwood y sus hi­jas pudieron comenzar su viaje.
    Muchas fueron las lágrimas que derramaron en sus últimos adioses a un lugar que tanto habían amado.
    -¡Querido, querido Norland! -repetía Marianne mientras deambulaba sola ante la casa la última tar­de que estuvieron allí-. ¿Cuándo dejaré de extra­ñarte?; ¿cuándo aprenderé a sentir como un hogar cualquier otro sitio? ¡Ah, dichosa casa! ¡Cómo po­drías saber lo que sufro al verte ahora desde este lugar, desde donde puede que no vuelva a verte! ¡Y ustedes, árboles que me son tan familiares! Pero ustedes, ustedes seguirán iguales. Ninguna hoja se marchitará porque nosotras nos vayamos, ninguna rama dejará de agitarse aunque ya no podamos mirarlas. No, seguirán iguales, inconscientes del pla­cer o la pena que ocasionan e insensibles a cual­quier cambio en aquellos que caminan bajo sus sombras. Y, ¿quién quedará para gozarlos?


    CAPITULO VI

    La primera parte del viaje transcurrió en medio de un ánimo tan melancólico que no pudo resultar sino tedioso y desagradable. Pero a medida que se aproximaban a su destino, el interés en la aparien­cia de la región donde habrían de vivir se sobre­puso a su decaimiento, y la vista del Valle Barton a medida que entraban en él las fue llenando de alegría. Era una comarca agradable, fértil, con gran­des bosques y rica en pastizales. Tras un recorrido de más de una milla, llegaron a su propia casa. En el frente, un pequeño jardín verde constituía la to­talidad de sus dominios, al que una pulcra porte­zuela de rejas les permitió la entrada.
    Como vivienda, la casita de Barton, aunque pequeña, era confortable y sólida; pero en tanto casa de campo era defectuosa, porque la construc­ción era regular, el techo tenía tejas, las celosías de las ventanas no estaban pintadas de verde ni los muros estaban cubiertos de madreselva. Un corredor angosto llevaba directamente a través de la casa al jardín del fondo. A ambos lados de la entrada había una salita de estar de aproxima­damente dieciséis pies cuadrados; y luego esta­ban las dependencias de servicio y las escaleras. Cuatro dormitorios y dos buhardillas componían el resto de la casa. No había sido construida ha­cía muchos años y estaba en buenas condiciones. En comparación con Norland, ¡ciertamente era pequeña y pobre! Pero las lágrimas que hicieron brotar los recuerdos al entrar a la casa muy pron­to se secaron. Las alegró el gozo de los sirvientes a su llegada y cada una, pensando en las otras, decidió parecer contenta. Recién comenzaba sep­tiembre, el tiempo estaba hermoso, y desde la pri­mera visión que tuvieron del lugar bajo las ventajas de un buen clima, la impresión favora­ble que recibieron fue de primordial importancia para que se hiciera acreedor de su más firme apro­bación.
    La ubicación de la casa era buena. Tras ella, y a no mucha distancia a ambos lados, se levanta­ban altas colinas, algunas de las cuales eran lomas abiertas, las otras cultivadas y boscosas. La aldea de Barton estaba situada casi en su totalidad en una de estas colinas, y ofrecía una agradable vista des­de las ventanas de la casita. La perspectiva por el frente era más amplia; se dominaba todo el valle, e incluso los campos en que éste desembocaba. Las colinas que rodeaban la cabaña cerraban el va­lle en esa dirección; pero bajo otro nombre, y con otro curso, se abría otra vez entre dos de los mon­tes más empinados.
    La señora Dashwood se sentía en general sa­tisfecha con el tamaño y mobiliario de la casa, pues aunque su antiguo estilo de vida hacía indispensa­ble mejorarla en muchos aspectos, siempre era un placer para ella ampliar y perfeccionar las cosas; y en ese momento contaba con dinero suficiente para dar a los aposentos todo lo que requerían de ma­yor elegancia.
    -En cuanto a la casa misma -dijo-, por cierto es demasiado pequeña para nuestra familia; pero estaremos aceptablemente cómodas por el momen­to, ya que se encuentra muy avanzado el año para realizar mejoras. Quizá en la primavera, si tengo suficiente dinero, como me atrevo a decir que ten­dré, podremos pensar en construir. Estos recibos son los dos demasiado pequeños para los grupos de amigos que espero ver a menudo reunidos aquí; y tengo la idea de llevar el corredor dentro de uno de ellos, con quizá una parte del otro, y así dejar lo restante de ese otro como vestíbulo; esto, junto con una nueva sala, que puede ser agregada fácil­mente, y un dormitorio y una buhardilla arriba, ha­rán de ella una casita muy acogedora. Podría desear que las escaleras fueran más atractivas. Pero no se puede esperar todo, aunque supongo que no se­ria difícil ampliarlas. Ya veré cuánto le deberé al mundo cuando llegue la primavera, y planificare­mos nuestras mejoras de acuerdo con ello:
    Entre tanto, hasta cuando una mujer que nun­ca había economizado en su vida pudiera llevar a cabo todos estos cambios con los ahorros de un ingreso de quinientas libras al año, sabiamente se contentaron con la casa tal como estaba; y cada una de ellas se preocupó y empeñó en organizar sus propios asuntos, distribuyendo sus libros y otras posesiones para hacer de la casa un hogar. Des­empacaron el piano de Marianne y lo ubicaron en el lugar más adecuado, y colgaron los dibujos de Elinor en los muros de la sala.
    Al día siguiente, apenas terminado el desayu­no, se vieron interrumpidas en sus ocupaciones por la entrada del propietario de la cabaña, que llegó a darles la bienvenida a Barton y a ofrecerles todo aquello de su propia casa y jardín que les pudiera faltar en el momento. Sir John Middleton era un hombre bien parecido de unos cuarenta años. An­tes había estado de visita en Stanhill, pero hacía de ello demasiado tiempo para que sus jóvenes pri­mas lo recordaran. Su semblante revelaba buen humor y sus modales eran tan amistosos como el estilo de su carta. Parecía que la llegada de sus pa­rientes lo llenaba de real satisfacción y que su co­modidad era objeto de verdadero desvelo para él. Se explayó en su profundo deseo de que ambas familias vivieran en los términos más cordiales y las exhortó tan afablemente a que cenaran en Bar­ton Park todos los días hasta que estuvieran mejor instaladas en su hogar, que aunque insistía en sus peticiones hasta un punto que sobrepasaba la bue­na educación, era imposible sentirse ofendido por ello. Su bondad no se limitaba a las palabras, por­que antes de una hora de su partida, un gran ces­to de hortalizas y frutas llegó desde la finca, se­guido antes de terminar el día por un presente de animales de caza. Más aún, insistió en llevar todas sus cartas al correo y traer las que les llegaran, y rehusó lo privaran de la satisfacción de enviarles a diario su periódico.
    Lady Middleton les había mandado con él un mensaje muy cortés, en que manifestaba su inten­ción de visitar a la señora Dashwood tan pronto como pudiera estar segura de que su llegada no le significaría un inconveniente; y como este men­saje recibió una respuesta igualmente atenta, al día siguiente les presentaron a su señoría.
    Por supuesto, estaban ansiosas de ver a la per­sona de quien debía depender tanto de su como­didad en Barton, y la elegancia de su apariencia las impresionó favorablemente. Lady Middleton no tenía más de veintiséis o veintisiete años, era de hermoso rostro, figura alta y llamativa y trato gra­cioso. Sus modales tenían todo el refinamiento de que carecía su esposo. Pero le habría venido bien algo de su franqueza y calidez. Y su visita se pro­longó lo suficiente para hacer disminuir en algo la admiración inicial que había provocado, al mostrar que, aunque perfectamente educada, era reserva­da, fría, y no tenía nada que decir por sí misma más allá de las más trilladas preguntas u observa­ciones.
    No faltó, sin embargo, la conversación, porque sir John era muy locuaz y lady Middleton había te­nido la sabia precaución de llevar con ella a su hijo mayor, un guapo muchachito de alrededor de seis años cuya presencia ofreció en todo momento un tema al que recurrir en caso de extrema urgencia. Debieron indagar su nombre y edad, admirar su apostura y hacerle preguntas, que su madre contestaba por él mientras él se mantenía pegado a ella con la cabeza gacha, para gran sorpresa de su señoría, que se extrañaba de que fuera tan tímido ante los extraños cuando en casa podía hacer bas­tante ruido. En todas las visitas formales debiera haber un niño, a manera de seguro para la con­versación. En el caso actual, tomó diez minutos decidir si el niño se parecía más al padre o a la madre, y en qué cosa en especial se parecía a cada uno; porque, por supuesto, todos discrepaban y cada uno se manifestaba estupefacto ante la opi­nión de los demás.
    Muy pronto las Dashwood tuvieron una nueva oportunidad de conversar sobre el resto de los ni­ños, porque sir John no dejó la casa sin que antes le prometieran cenar con ellos al día siguiente.


    CAPITULO VII

    Barton Park estaba más o menos a media milla de la cabaña. Las Dashwood habían pasado cerca de allí al cruzar el valle pero desde su hogar no lo veían, pues lo tapaba la saliente de una colina. La casa misma era amplia y hermosa, y los Middleton vivían de manera que conjugaba la hospitalidad y la elegancia. La primera se daba para satisfacción de sir John, la última para la de su esposa. Casi nunca faltaba algún amigo alojado con ellos en la casa, y recibían más visitas de todo tipo que nin­guna otra familia de los alrededores. Ello era ne­cesario para la felicidad de ambos, dado que a pesar de sus diferentes caracteres y comportamien­tos, se parecían extremadamente en la total falta de talento y gusto, carencia que limitaba a un ran­go en verdad estrecho las ocupaciones no relacio­nadas con la vida social. Sir John estaba entrega­do a los deportes, lady Middleton a la maternidad. El cazaba y practicaba el tiro, ella consentía a sus hijos; y éstos eran sus únicos recursos. Lady Middle­ton tenía la ventaja de poder mimar a sus hijos du­rante todo el año, en tanto que las ocupaciones independientes de sir John podían darle sólo la mitad del tiempo. No obstante, continuos compro­misos en la casa y fuera de ella suplían todas las deficiencias de su naturaleza y educación, alimen­taban el buen ánimo de sir John y permitían que su esposa ejercitara su buena crianza.
    Lady Middleton se preciaba de la elegancia de su mesa y de todos sus arreglos domésticos, y de esta clase de vanidad extraía las mayores satisfac­ciones en todas sus reuniones. En cambio, el gus­to de sir John por la vida social era mucho más real; disfrutaba de reunir en torno a él a más gen­te joven de la que cabía en su casa, y mientras más ruidosa era, mayor su placer. Era una bendición para toda la juventud de la vecindad, ya que en verano constantemente reunía grupos de personas para comer jamón y pollo frío al aire libre, y en invierno sus bailes privados eran lo suficientemente numerosos para cualquier muchacha que ya hubie­ra dejado atrás el insaciable apetito de los quince años.
    La llegada de una nueva familia a la región era siempre motivo de alegría para él, y desde todo punto de vista estaba encantado con los inquilinos que había conseguido para su cabaña en Barton. Las señoritas Dashwood eran jóvenes, bonitas y sencillas, de modales poco afectados. Eso bastaba para asegurar su buena opinión, porque la falta de afectación era todo lo que una chica bonita podía necesitar para hacer de su espíritu algo tan cautivador como su apariencia. Complació a sir John en su carácter amistoso la posibilidad de hacer un fa­vor a aquellos cuya situación podía considerarse adversa si se la comparaba con la que habían te­nido en el pasado. Así, sus muestras de bondad a sus primas satisfacían su buen corazón; y al esta­blecer en la casita de Barton a una familia com­puesta solamente de mujeres, obtenía todos los placeres de un deportista; porque un deportista, aunque sólo estima a los representantes de su sexo que también lo son, pocas veces se muestra de­seoso de fomentar sus gustos alojándolos en su pro­pio coto.
    La señora Dashwood y sus hijas fueron recibi­das en la puerta de la casa por sir John, quien les dio la bienvenida a Barton Park con espontánea sinceridad; y mientras las guiaba hasta el salón, re­petía a las jóvenes la preocupación que el mismo tema le había causado el día anterior, esto es, no poder conseguir ningún joven elegante e ingenio­so para presentarles. Ahí sólo habría otro caballe­ro además de él, les dijo; un amigo muy especial que' se estaba quedando en la finca, pero que no era ni muy joven ni muy alegre. Esperaba que le disculparan lo escaso de la concurrencia y les ase­guró que ello no volvería a repetirse. Había esta­do con varias familias esa mañana, en la esperanza de conseguir a alguien más para hacer mayor el grupo, pero había luna y todos estaban llenos de compromisos para esa noche. Afortunadamente, la madre de lady Middleton había llegado a Barton a última hora, y como era una mujer muy alegre y agradable, esperaba que las jóvenes no encontra­rían la reunión tan aburrida como podrían imagi­nar. Las jóvenes, al igual que su madre, estaban perfectamente satisfechas con tener a dos perso­nas por completo desconocidas entre la concurren­cia, y no deseaban más.
    La señora Jennings, la madre de lady Middle­ton, era una mujer ya mayor, de excelente humor, gorda y alegre que hablaba en cantidades, parecía muy feliz y algo vulgar. Estaba llena de bromas y risas, y antes del final de la cena había dado repe­tidas muestras de su ingenio en el tema de ena­morados y maridos; había manifestado sus esperanzas de que las muchachas no hubieran de­jado sus corazones en Sussex, y cada vez fingía haberlas visto ruborizarse, ya sea que lo hubieran hecho o no. Marianne se sintió molesta por ello a causa de su hermana y, para ver cómo sobrelleva­ba estos ataques,, miró a Elinor con una ansiedad que le produjo a ésta una incomodidad mucho mayor que la que podían generar las triviales bu­fonadas de la señora Jennings.
    El coronel Brandon, el amigo de sir John, con sus modales silenciosos y serios, parecía tan poco adecuado para ser su amigo como lady Middleton para ser su esposa, o la señora Jennings para ser la madre de lady Middleton. Su apariencia, sin em­bargo, no era desagradable, a pesar de que a jui­cio de Marianne y Margaret era un solterón sin remedio, porque ya había pasado los treinta y cin­co y entrado a la zona deslucida de la vida; pero aunque no era de rostro apuesto, había inteligen­cia en su semblante y una particular caballerosi­dad en su trato.
    Nadie de la concurrencia tenía nada que lo re­comendara como compañía para las Dashwood; pero la fría insipidez de lady Middleton era tan es­pecialmente poco grata, que comparadas con ella la gravedad del coronel Brandon, e incluso la bu­lliciosa alegría de sir John y su suegra, eran interesantes. La alegría de lady Middleton sólo pareció brotar después de la cena con la entrada de sus cuatro ruidosos hijos, que la tironearon de aquí allá, desgarraron su ropa y pusieron fin a todo tipo de conversación, salvo la referida a ellos.
    Al atardecer, como se descubriera que Marian­ne tenía aptitudes musicales, la invitaron a tocar. Abrieron el instrumento, todos se prepararon para sentirse encantados, y Marianne, que cantaba muy bien, a su pedido recorrió la mayoría de las can­ciones que lady Middleton había aportado a la fa­milia al casarse, y que quizá habían permanecido desde entonces en la misma posición sobre el pia­no, ya que su señoría había celebrado ese aconte­cimiento renunciando a la música, aunque según su madre tocaba extremadamente bien y, según ella misma, era muy aficionada a hacerlo.
    La actuación de Marianne fue muy aplaudida. Sir John manifestaba sonoramente su admiración al finalizar cada pieza, e igualmente sonora era su conversación con los demás mientras duraba la can­ción. A menudo lady Middleton lo llamaba al or­den, se extrañaba de que alguien pudiera distraer su atención de la música siquiera por un momen­to y le pedía a Marianne que cantara una canción en especial que ella acababa de terminar. Sólo el coronel Brandon, entre toda la concurrencia, la es­cuchaba sin arrebatos. Su único cumplido era es - cucharla, y en ese momento ella sintió por él un respeto que los otros con toda razón habían per­dido por su desvergonzada falta de gusto. El pla­cer que el coronel había mostrado ante la música, aunque no llegaba a ese éxtasis que, con exclu­sión de cualquier otro, ella consideraba compati­ble con su propio deleite, era digno de estimación frente a la horrible insensibilidad del resto; y ella era lo bastante sensata como para conceder que un hombre de treinta y cinco años bien podía ha­ber dejado atrás en su vida toda agudeza de senti­mientos y cada exquisita facultad de gozo. Estaba perfectamente dispuesta a hacer todas las conce­siones necesarias a la avanzada edad del coronel que un espíritu humanitario exigiría.


    CAPITULO VIII

    En su viudez, la señora Jennings había quedado en poder de una generosa renta por el usufructo de los bienes dejados por su marido. Sólo tenía dos hijas, a las que había llegado a ver respetablemen­te casadas y, por tanto, ahora no tenía nada que hacer sino casar al resto del mundo. Hasta donde era capaz, era celosamente activa en el cumplimien­to de este objetivo y no perdía oportunidad de pla­nificar matrimonios entre los jóvenes que conocía. Era de notable rapidez para descubrir quién se sen­tía atraído por quién, y había gozado del mérito de hacer subir los rubores y la vanidad de muchas jóvenes con insinuaciones relativas a su poder so­bre tal o cual joven; y apenas llegada a Barton, este tipo de perspicacia le permitió anunciar que el co­ronel Brandon estaba muy enamorado de Marian­ne Dashwood. Más bien, sospechó que así era la Primera tarde que estuvieron juntos, por la aten­ción con que la escuchó cantar; y cuando los Middleton devolvieron la visita y cenaron en la ca­baña, se cercioró de ello al ver otra vez cómo la escuchaba. Tenía que ser así. Estaba totalmente con­vencida de ello. Sería una excelente unión, porque el era rico y ella era hermosa. Desde el momento -mismo en que había conocido al coronel Brandon, debido a sus lazos con sir John, la señora Jennings había ansiado verlo bien casado; y, además, nun­ca flaqueaba en el afán de conseguirle un buen marido a cada muchacha bonita.
    La ventaja inmediata que obtuvo de ello no fue de ninguna manera insignificante, porque la proveyó de interminables bromas a costa de am­bos. En Barton Park se reía del coronel, y en la cabaña, de Marianne. Al primero, probablemente esas chanzas le eran totalmente indiferentes, ya que sólo lo afectaban a él; pero para la segunda, al comienzo fueron incomprensibles; y cuando entendió, su objeto, no sabía si reírse de lo absur­das que eran o censurar su impertinencia, ya que las consideraba un comentario insensible a los avanzados años del coronel y a su triste condi­ción de solterón.
    La señora Dashwood, que no podía considerar a un hombre cinco años menor que ella tan exce­sivamente anciano como aparecía ante la juvenil imaginación de su hija, intentó limpiar a la señora Jennings del cargo de haber querido ridiculizar su edad.
    -Pero, mamá, al menos no podrá negar lo ab­surdo de la acusación, aunque no la crea intencio­nalmente maliciosa. Por supuesto que el coronel Brandon es más joven que la señora Jennings, pero es lo suficientemente viejo para ser mi padre; y si llegara a tener el ánimo suficiente para enamorar­se, ya debe haber olvidado qué se siente en esos casos. ¡Es demasiado ridículo! ¿Cuándo podrá un hombre liberarse de tales ingeniosidades, si la edad y su debilidad no lo protegen?
    -¡Debilidad! -exclamó Elinor-. ¿Llamas débil al coronel Brandon? Fácilmente puedo suponer que a ti su edad te parezca mucho mayor que a mi ma­dre, pero es difícil que te engañes respecto a que sí está en uso de sus extremidades.
    ¿No lo escuchaste quejarse de reumatismo? ¿Y no es ésa la primera debilidad de una vida que de­clina?
    -¡Mi querida niña! -dijo la madre, riendo-, en­tonces debes estar en continuo terror de que yo haya entrado también en la decadencia; y debe pa­recerte un milagro que mi vida haya llegado a la avanzada edad de cuarenta años.
    -Mamá, no está siendo justa conmigo. Sé per­fectamente que el coronel Brandon no es tan vie­jo como para que sus amigos teman perderlo por causas propias del curso de la naturaleza. Puede vivir veinte años más. Pero treinta y cinco años no tienen nada que ver con el matrimonio.
    -Quizá -dijo Elinor-, sea mejor que una per­sona de treinta y cinco y otra de diecisiete no ten­gan nada que ver con un matrimonio entre sí. Pero si por casualidad llegara a tratarse de una mujer soltera a los veintisiete, no creo que el hecho de que el coronel Brandon tenga treinta y cinco le despertaría ninguna objeción a que se casara con ella.
    -Una mujer de veintisiete -dijo Marianne, des­pués de una pequeña pausa- jamás podría espe­rar sentir o inspirar afecto nuevamente; y si su hogar no es cómodo, o su fortuna es pequeña, su­pongo que podría intentar conformarse con des­empeñar el oficio de institutriz, para así obtener la Seguridad con que cuenta una esposa. Por tanto, si el coronel se casara con una mujer en esa con­dición, no habría nada inapropiado. Sería un pac­to de conveniencia y el mundo estaría satisfecho. A mis ojos no sería en absoluto un matrimonio, Pero eso no importa. A mí me parecería sólo un intercambio comercial, en que cada uno querría beneficiarse a costa del otro.
    -Sé -dijo Elinor- que sería imposible conven­certe de que una mujer de veintisiete pueda sentir por un hombre de treinta y cinco algo que ni si­quiera se acerque a ese amor que lo transformaría en un compañero deseable para ella. Pero debo objetar que condenes al coronel Brandon y a su esposa al perpetuo encierro en una habitación de enfermo, por la simple razón de que ayer (un día muy frío y húmedo) él llegó a quejarse de una leve sensación reumática en uno de sus hombros.
    -Pero él mencionó camisetas de franela -dijo Marianne-; y para mí, una camiseta de franela está invariablemente unida a dolores, calambres, reuma­tismo, y todos los males que pueden afligir a los ancianos y débiles.
    -Si tan sólo hubiera estado sufriendo de una fiebre violenta, no lo habrías menospreciado tan­to. Confiesa, Marianne, ¿no sientes que hay algo interesante en las mejillas encendidas, ojos hundi­dos y pulso acelerado de la fiebre?
    Poco después, cuando Elinor hubo abandona­do la habitación, dijo Marianne:
    -Mamá, tengo una preocupación en este tema de las enfermedades que no puedo ocultarle. Es­toy segura de que Edward Ferrars no está bien. Ya llevamos acá cerca de quince días y todavía no vie­ne. Tan sólo una verdadera indisposición podría ocasionar esta extraordinaria tardanza. ¿Qué otra cosa puede detenerlo en Norland?
    -¿Tú pensabas que él vendría tan pronto? -dijo la señora Dashwood-. Yo no. Al contrario, si me he llegado a sentir ansiosa al respecto, ha sido al recordar que a veces él mostraba una cierta falta de placer ante mi invitación y poca disposición a aceptar cuando le mencionaba su venida a Barton. ¿Es que Elinor lo espera ya?
    -Nunca se lo he mencionado a ella, pero por supuesto tiene que estar esperándolo.
    -Creo que te equivocas, porque cuando ayer le hablaba de conseguir una nueva rejilla para la chimenea del dormitorio de alojados, señaló que no había ninguna urgencia, como si la habitación no fuera a ser ocupada por algún tiempo.
    -¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué puede sig­nificar? ¡Pero todo en la forma en que se han tra­tado entre ellos ha sido inexplicable! ¡Cuán frío, cuán formal fue su último adiós! ¡Qué desganada su conversación la última tarde que estuvieron jun­tos! Al despedirse, Edward no hizo ninguna dife­rencia entre Elinor y yo: para ambas tuvo los buenos deseos de un hermano afectuoso. Dos ve­ces los dejé solos a propósito la última mañana, y cada vez él, de la manera más inexplicable, me siguió fuera de la habitación. Y Elinor, al dejar Norland y a Edward, no lloró como yo lo hice. Incluso ahora su autocontrol es invariable. ¿Cuán­do está abatida o melancólica? ¿Cuándo intenta evitar la compañía de otros, o parece inquieta e insatisfecha con ella misma?


    CAPITULO IX

    Las Dashwood estaban instaladas ahora en Barton con bastante comodidad. La casa y el jardín, con todos los objetos que los rodeaban, ya les eran fa­miliares; poco a poco retomaban las ocupaciones cotidianas que habían dado la mitad de su encan­to a Norland, pero esta vez con mucho mayor pla­cer que el que allí habían logrado desde la muerte de su padre. Sir John Middleton, que las visitó dia­riamente durante los primeros quince días y que no estaba acostumbrado a ver demasiados queha­ceres en su hogar, no podía ocultar su asombro por encontrarlas siempre ocupadas.
    Sus, visitantes, excepto los de Barton Park, no eran muchos. A pesar de los perentorios ruegos de sir John para que se integraran más al vecindario y de haberles asegurado -repetidamente que su ca­rruaje estaba siempre a su disposición, la indepen­dencia de espíritu de la señora Dashwood venció su deseo de vida social para sus hijas; y con gran decisión rehusó visitar a ninguna familia cuya casa quedara a mayor distancia que la que se podía re­correr caminando. Había pocas que cumplieran tal requisito, y no todas ellas eran asequibles. Aproxi­madamente a milla y media de la cabaña, junto al angosto y sinuoso valle de Allenham, que nacía del de Barton, tal como ya se ha descrito, en una de sus primeras caminatas las muchachas habían des­cubierto una mansión de aire respetable que, al re­cordarles un poco a Norland, despertó interés en sus imaginaciones y las hizo desear conocerla más. Pero a sus preguntas les respondieron que su pro­pietaria, una dama anciana de muy buen carácter, desgraciadamente estaba demasiado débil para compartir con el resto del mundo y nunca se ale­jaba de su hogar.
    En general, los alrededores abundaban en her­mosos paseos. Los altos lomajes, que las invitaban desde casi todas las ventanas de la cabaña a bus­car en sus cumbres el exquisito placer del aire, eran una feliz alternativa cuando el polvo de los valles de abajo ocultaba sus superiores encantos; y hacia una de esas colinas dirigieron sus pasos Marianne y Margaret una memorable mañana, atraídas por el poco sol que asomaba en un cielo chubascoso e incapaces de soportar más el encierro al que las -había obligado la continua lluvia de los dos días anteriores. El clima no era tan tentador como para arrancar a las otras dos de sus lápices y libros, a pesar de la declaración de Marianne de que el buen tiempo se mantendría y que hasta la última de las nubes amenazadoras se alejaría de los cerros. Y jun­tas partieron las dos muchachas.
    Alegremente ascendieron las lomas, regociján­dose de su propia clarividencia cada vez que vis­lumbraban un trozo de cielo azul; y cuando recibieron en sus rostros las vivificantes ráfagas de un penetrante viento del suroeste, lamentaron los temores que habían impedido a su madre y a Eli­nor la posibilidad de compartir tan deliciosas sen­saciones.
    -¿Existe en el mundo -dijo Marianne- una feli­cidad comparable a ésta? Margaret, caminaremos aquí al menos dos horas.
    Margaret estuvo de acuerdo, y reemprendieron su camino contra el viento, resistiéndolo con ale­gres risas durante casi veinte minutos más, cuan­do de súbito las nubes se unieron por sobre sus cabezas y una intensa lluvia les empapó los ros­tros. Apenadas y sorprendidas, se vieron obligadas, aunque a desgana, a devolverse, porque ningún refugio había más cercano que su casa. No obs­tante, les quedaba un consuelo, al que pudieron recurrir en ese momento puesto que la necesidad les dio más decoro del que habitualmente tendrían: y éste fue bajar corriendo tan rápido como podían por la falda de la colina que conducía directamen­te al portón de su jardín.
    Partieron. Marianne tomó ventaja al comienzo, pero un paso en falso la hizo caer de repente a tierra; y Margaret, incapaz de detenerse para auxi­liarla, involuntariamente siguió de largo a toda prisa y llegó abajo sana y salva.
    Un caballero que cargaba una escopeta, con dos perros pointer que jugaban a su alrededor, se encontraba- subiendo la colina y a pocas yardas de Marianne cuando ocurrió el accidente. Dejó su arma y corrió en su auxilio. Ella se había levantado del suelo, pero habiéndose torcido un tobillo al caer, apenas podía sostenerse en pie. El caballero le ofre­ció sus servicios, y advirtiendo que su modestia la hacía rehusar lo que su situación hacía necesario, la levantó en sus brazos sin más tardanza y la lle­vó cerro abajo. Luego, cruzando el jardín cuya puer­ta Margaret había dejado abierta, la cargó directamente al interior de la casa, adonde Marga­ret acababa de llegar, y no dejó de sostenerla has­ta sentarla en una silla de la salita.
    Elinor y su madre se levantaron atónitas al verlo entrar, y mientras le clavaban la vista con evidente extrañeza y a la vez con secreta admiración ante su apariencia, él disculpó su intromisión relatando lo que la había causado; y lo hizo de manera tan franca y llena de gracia que su voz y expresión parecieron hacer mayores sus encantos, aunque ya era extraordinariamente bien parecido. Si hubie­ra sido viejo, feo y vulgar, igualmente habría con­tado con la gratitud y amabilidad de la señora Dashwood por cualquier acto de atención hacia su hija; pero la influencia de la juventud, la belleza y elegancia prestó un nuevo interés a su acción, que la conmovió aún más.
    Le agradeció una y otra vez, y con la dulzura de trato que le era propia, lo invitó a sentarse. Pero él declinó hacerlo, en consideración a que estaba sucio y mojado. La señora Dashwood le rogó en­tonces le dijera con quién debía estar agradecida. Su nombre, replicó él, era Willoughby, y su hogar en ese momento estaba en Allenham, desde don­de él esperaba le permitiera el honor de visitarlas al día siguiente para averiguar cómo seguía la se­ñorita Dashwood. El honor fue rápidamente con­cedido y él partió, haciéndose aún más interesante, en medio de una intensa lluvia.
    Su belleza varonil y más que común gracia se hicieron instantáneamente tema de generalizada admiración, y las risas a costa de Marianne que des­pertó su galantería recibieron particular estímulo de sus atractivos externos. Marianne misma había vis­to menos de su apariencia que el resto, porque la confusión que enrojeció su rostro cuando él la le­vantó le había impedido mirarlo después de que entraron en la casa. Pero había visto lo suficiente de él para sumarse a la admiración de las demás, y lo hizo con esa energía que siempre adornaba sus elogios. En apariencia y aire era exacto a lo que su fantasía había siempre atribuido al héroe de sus relatos favoritos; y el haberla cargado a casa con tan poca formalidad previa revelaba una rapi­dez de pensamiento que en forma muy especial despertaba en ella un ánimo favorable a él. Todas las circunstancias que le eran propias lo hacían in­teresante. Tenía un buen nombre, su residencia es­taba en el villorrio que preferían por sobre los demás, y muy luego Marianne descubrió que de todas las vestimentas masculinas, la más sentadora era una chaqueta de caza. Bullía su imaginación, sus reflexiones eran gratas, y el dolor de un tobi­llo torcido perdió toda importancia.
    Esa mañana sir John acudió a visitarlas tan pron­to como el siguiente lapso de buen tiempo le per­mitió salir de casa. Tras relatarle el accidente de Marianne, le preguntaron ansiosamente si conocía en Allenham a un caballero de nombre Willoughby.
    -¡Willoughby! -exclamó sir John-. ¿Es que él está acá? Pero qué buenas noticias; cabalgaré has­ta su casa mañana para invitarlo a cenar el jueves.
    ¿Usted lo conoce, entonces? -preguntó la se­ñora Dashwood.
    -¡Conocerlo! Por supuesto que sí. ¡Pero si vie­ne todos los años!
    -¿Y qué clase de joven es?
    -Le aseguro que una persona tan buena como el que más. Un tirador bastante decente, y no hay jinete más audaz en toda Inglaterra.
    -¡Y eso es todo lo que puede decir de él! -ex­clamó Marianne indignada-. Pero, ¿cómo son sus modales cuando se lo conoce de manera más ínti­ma? ¿Cuáles son sus ocupaciones, sus talentos, cómo es su espíritu?
    Sir John estaba algo confundido.
    -Por mi vida -dijo-, no lo conozco tanto como para saber eso. Pero es una persona agradable, de buen carácter, y tiene una perrita pointer de color negro que es lo mejor que he visto. ¿Iba con él hoy?
    Pero Marianne era tan incapaz de satisfacer su curiosidad respecto al color del perro del señor Willoughby, como lo era él en cuanto a describir los matices de la mente del joven.
    -Pero, ¿quién es él? -preguntó Elinor-. ¿De dón­de viene? ¿Posee una casa en Allenham?
    Sobre este punto podía informarlas más sir John, y les dijo que el señor Willoughby no tenía propiedades personales en la región; que residía allí sólo mientras visitaba a la anciana de Allenham Court, de quien era pariente y cuyos bienes here­daría. Y agregó:
    -Sí, sí, vale la pena atraparlo, le aseguro, se­ñorita Dashwood; es dueño, además, de una linda propiedad en Somersetshire; y si yo fuera usted, no se lo cedería a mi hermana menor a pesar de todo su dar tumbos cerro abajo. La señorita Ma­rianne no puede pretender quedarse con todos los hombres. Brandon se pondrá celoso si ella no tie­ne más cuidado.
    -No creo -dijo la señora Dashwood, con una sonrisa divertida-, que ninguna de mis hijas vaya a incomodar al señor Willoughby con intentos de atraparlo. No es una ocupación para la que hayan sido criadas. Los hombres están muy a salvo con nosotras, sin importar cuán ricos sean. Me alegra saber, sin embargo, por lo que usted dice, que es un joven respetable y alguien cuyo trato no será de despreciar.
    -Creo que es una persona tan buena como el que más -repitió sir John-. Recuerdo la última Na­vidad, en una pequeña reunión en Barton Park, en que él bailó desde las ocho hasta la cuatro sin sen­tarse ni una vez.
    ¿En verdad? -exclamó Marianne brillándole los ojos-. ¿Y con elegancia, con espíritu?
    -Sí; y estaba otra vez en pie a las ocho, listo para salir a cabalgar.
    -Eso es lo que me gusta; así es como debiera ser un joven. Sin importar a qué esté dedicado, su entrega a lo que hace no debe saber de modera­ciones ni dejarle ninguna sensación de fatiga.
    -Ya, ya, estoy viendo cómo va a ser -dijo sir John-, ya veo cómo será. Usted se propondrá echarle el lazo ahora, sin pensar en el pobre Bran­don.
    -Esa es una expresión, sir John -dijo Marianne acaloradamente- que me disgusta en especial.
    Aborrezco todas las frases trilladas con las que se intenta demostrar agudeza; y “echarle el lazo a un hombre”, o “hacer una conquista”, son las más odiosas de todas. Se inclinan a la vulgaridad y mez­quindad; y si alguna vez pudieron ser considera­das bien construidas, hace mucho que el tiempo ha destruido toda su ingeniosidad.
    Sir John no entendió mucho este reproche, pero rió con tantas ganas como si lo hubiera hecho, y luego replicó:
    -Sí, sí, me atrevo a decir que usted, de una manera u otra, va a hacer suficientes conquistas. ¡Pobre Brandon! Ya está bastante prendado de us­ted, y le aseguro que bien vale la pena echarle el lazo, a pesar de todo este andar rodando por el suelo y torciéndose los tobillos.


    CAPITULO X

    El protector de Marianne, según los términos en que con más elegancia que precisión ensalzara Mar­garet a Willoughby, llegó a la casa muy temprano la mañana siguiente para preguntar personalmen­te por ella. Fue recibido por la señora Dashwood con algo más que cortesía: con una amabilidad que las palabras de sir John y su propia gratitud inspi­raban; y todo lo que tuvo lugar durante la visita llevó a darle al joven plena seguridad sobre el buen sentido, elegancia, trato afectuoso y comodidad hogareña de la familia con la cual se había rela­cionado por un accidente. Para convencerse de los encantos personales de que todas hacían gala, no había necesitado una segunda entrevista.
    La señorita Dashwood era de tez delicada, ras­gos regulares y una figura notablemente bonita. Ma­rianne era más hermosa aún. Su silueta, aunque no tan, correcta como la de su hermana, al tener la ven­taja de la altura era más llamativa; y su rostro era tan encantador, que cuando en los tradicionales panegíricos se la llamaba una niña hermosa, se fal­taba menos a la verdad de lo que suele ocurrir. Su cutis era muy moreno, pero su transparencia le daba un extraordinario brillo; todas sus facciones eran correctas; su sonrisa, dulce y atractiva; y en sus ojos, que eran muy oscuros, había una vida, un espíritu, un afán que difícilmente podían ser contemplados sin placer. Al comienzo contuvo ante Willoughby la expresividad de su mirada, por la turbación que le producía el recuerdo de su ayu­da. Pero cuando esto pasó; cuando recuperó el con­trol de su espíritu; cuando vio que a su perfecta educación de caballero él unía la franqueza y vi­vacidad; y, sobre todo, cuando le escuchó afirmar que era apasionadamente aficionado a la música y al baile, le dio tal mirada de aprobación que con ella aseguró que gran parte de sus palabras estu­vieran dirigidas a ella- durante el resto de su esta­día.
    Lo único que se requería para inducirla a ha­blar era mencionar cualquiera de sus diversiones favoritas. No podía mantenerse en silencio cuan­do se tocaban esos temas, y no era ni tímida ni reservada para discutirlos. Rápidamente descubrie­ron que compartían el gusto por el baile y la mú­sica, y que ello nacía de una general similitud de juicio en todo lo que concernía a ambas activida­des. Animada por esto a examinar con mayor de­tenimiento las opiniones del joven, Marianne Procedió a interrogarlo en tomo al tema de los li­bros; trajo a colación sus autores favoritos hablan­do de ellos con tal arrobamiento, que cualquier joven de veinticinco años tendría que haber sido en verdad insensible para no transformarse en un inmediato converso a la excelencia de tales obras, sin importar cuán poco las hubiera tenido en con­sideración antes. Sus gustos eran extraordinariamen­te semejantes. Ambos idolatraban los mismos libros, los mismos pasajes; o, si aparecía cualquier dife­rencia o surgía cualquier objeción de parte de él, no duraba sino hasta el momento en que la fuerza de los argumentos de la joven o el brillo de sus ojos podían desplegarse. El asentía a todas sus de­cisiones, se contagiaba de su entusiasmo y mucho antes del fin de su visita, conversaban con la fami­liaridad de conocidos de larga data.
    -Bien, Marianne -dijo Elinor inmediatamente tras su partida-, creo que para una mañana lo has hecho bastante bien. Ya has averiguado la opinión del señor Willoughby en casi todas las materias de importancia. Estás al tanto de lo que piensa de Cowper y Scott; tienes total certidumbre de que aprecia sus encantos tal como debe hacerse, y has recibido todas las seguridades necesarias -respecto de que no admira a Pope más allá de lo adecua­do. Pero, ¡cómo podrás continuar tu relación con él tras despachar de manera tan extraordinaria to­dos los posibles temas de conversación! Pronto ha­brán agotado todos los tópicos preferidos. Otro encuentro bastará para que él explique sus senti­mientos sobre la belleza pintoresca y los segundos matrimonios, y entonces ya no tendrás nada más que preguntar...
    -¡Elinor! -exclamó Marianne-. ¿Estás siendo jus­ta? ¿Estás siendo equitativa? ¿Es que mis ideas son tan escasas? Pero entiendo lo que dices. Me he sen­tido demasiado cómoda, demasiado feliz, he esta­do demasiado franca. He faltado a todos los lugares comunes relativos al decoro. He sido abierta y sin­cera allí donde debí ser reservada, opaca, desga­nada y falsa. Si sólo hubiera conversado del clima y de los caminos, y si sólo hubiera hablado una vez en diez minutos, me habría salvado de este re­proche.
    -Querida mía -dijo su madre-, no debes sen­tirte ofendida por Elinor; ella sólo bromeaba. Yo misma la regañaría si la creyera capaz de desear poner freno al placer de tu conversación con nues­tro nuevo amigo.
    Marianne se apaciguó en un instante.
    Willoughby, por su parte, dio tantas pruebas del placer que le producía la relación con ellas como su evidente deseo de profundizarla podía ofrecer. Las visitaba diariamente. Al comienzo su excusa fue preguntar por Marianne; pero la alentadora forma en que era recibido, que día a día crecía en genti­leza, hizo innecesaria tal excusa antes de que la perfecta recuperación de Marianne dejara de ha­cerla posible. Debió quedarse confinada a la casa durante algunos días, pero nunca encierro alguno había sido menos molesto. Willoughby era un jo­ven de grandes habilidades, imaginación rápida, espíritu vivaz y modales francos y afectuosos. Es­taba hecho exactamente para conquistar el cora­zón de Marianne, porque a todo esto unía no sólo una apariencia cautivadora, sino una mente llena de un natural apasionamiento, que ahora desper­taba y crecía con el ejemplo del de ella y que lo encomendaba a su afecto más que ninguna otra cosa.
    Poco a poco la compañía de Willoughby se transformó en el más exquisito placer de Marian­ne. Juntos leían, conversaban, cantaban; los talen­tos musicales que él mostraba eran considerables, y leía con toda la sensibilidad y entusiasmo de que tan lamentablemente había carecido Edward.
    En la opinión de la señora Dashwood, el jo­ven aparecía tan sin tacha como lo era para Ma­rianne; y Elinor no veía nada en él digno de censura más que una propensión -que lo hacía ex­tremadamente parecido a su hermana y que a ésta muy en especial deleitaba- a decir demasiado lo que pensaba en cada ocasión, sin prestar atención ni a personas ni a circunstancias. Al formar y dar apresuradamente su opinión sobre otra gente, al sacrificar la cortesía general al placer de entregar por completo su atención a aquello que llenaba su corazón, y al pasar con demasiada facilidad por sobre las convenciones sociales mostraba un des­cuido que Elinor no podía aprobar, a pesar de todo lo que él y Marianne dijeran en favor de ello.
    Marianne comenzaba ahora a advertir que la desesperación que se había apoderado de ella a los dieciséis años y medio al pensar que jamás iba a conocer a un hombre que satisficiera sus ideas de perfección, había sido apresurada e injustifica­ble. Willoughby era todo lo que su imaginación había elaborado en esa desdichada hora, y en cada una de sus épocas más felices, como capaz de atraerla; y en su comportamiento, él mostraba que sus deseos en tal aspecto eran tan intensos como numerosos eran sus dones.
    También la señora Dashwood, en cuya mente la futura riqueza de Willoughby no había hecho brotar especulación alguna en torno a un posible matrimonio entre los jóvenes, se vio arrastrada an­tes de terminar la semana a poner en ello sus es­peranzas y expectativas, y a felicitarse en secreto por haber ganado dos yernos como Edward y Willoughby.
    La preferencia del coronel Brandon por Marian­ne, tan anticipadamente descubierta por sus ami­gos, se hizo por primera vez perceptible a Elinor cuando ellos dejaron de advertirla. Comenzaron a dirigir su atención e ingenio a su más afortunado rival, y las chanzas de que el primero había sido objeto antes de que se despertara en él interés par­ticular alguno, dejaron de caer sobre él cuando sus sentimientos realmente comenzaron a ser merece­dores de ese ridículo que con tanta justicia se vin­cula a la sensibilidad. Elinor se vio obligada, aunque en contra de su voluntad, a creer que los sentimien­tos que para su propia diversión la señora Jennings le había atribuido al coronel, en verdad los había despertado su hermana; y que si una general afi­nidad entre ambos podía impulsar el afecto del se­ñor Willoughby por Marianne, una igualmente notable oposición de caracteres no era obstáculo al afecto del coronel Brandon. Veía esto con pre­ocupación, pues, ¿qué esperanzas podía tener un hombre circunspecto de treinta y cinco años fren­te a un joven lleno de vida de veinticinco? Y como ni siquiera podía desearlo vencedor, con todo el corazón lo deseaba indiferente. Le gustaba el co­ronel; a pesar de su gravedad y reserva, lo consi­deraba digno de interés. Sus modales, aunque serios, eran suaves, y su reserva parecía más el re­sultado de una cierta pesadumbre del espíritu que de un temperamento naturalmente sombrío. Sir John había dejado caer insinuaciones de pasadas heridas y desilusiones, que dieron pie a Elinor para creerlo un hombre desdichado y mirarlo con res­peto y compasión.
    Quizá lo compadecía y estimaba más por los desaires que recibía de Willoughby y Marianne, quienes, prejuiciados en su contra por no ser ni vivaz ni joven, parecían decididos a menospreciar sus méritos.
    -Brandon es justamente el tipo de persona -afirmó Willoughby un día en que conversaban so­bre él- de quien todos hablan bien y que no le importa a nadie; a quien todos están dichosos de ver, y con quien nadie se acuerda de hablar.
    -Es exactamente lo que pienso de él -excla­mó Marianne.
    -Pero no hagan alarde de ello -dijo Elinor-, porque en eso los dos son injustos. En Barton Park todos lo estiman profundamente, y por mi parte nunca lo veo sin hacer todos los esfuerzos posi­bles para conversar con él.
    -Que usted esté de su parte -replicó Willough­by- ciertamente habla en favor del coronel; pero en lo que toca al aprecio de los demás, ello cons­tituye en sí mismo un reproche. ¿Quién querría so­meterse a la indignidad de ser aprobado por mujeres como lady Middleton y la señora Jennings, algo que a cualquiera dejaría por completo indife­rente?
    -Pero puede que el maltrato de gente como usted y Marianne compense por el aprecio de lady Middleton y su madre. Si la alabanza de éstas es censura, la censura de ustedes puede ser alaban­za; porque la falta de discernimiento de ellas no es mayor que los prejuicios e injusticia de ustedes.
    -Cuando sale en defensa de su protegido, es hasta cáustica.
    M protegido, como usted lo -llama, es un hom­bre sensato; y la sensatez siempre me será atracti­va. Sí, Marianne, incluso en un hombre entre los treinta y los cuarenta. Ha visto mucho del mundo, ha estado en el extranjero, ha leído y tiene una ca­beza que piensa. He encontrado que puede dar­ me mucha información sobre diversos temas, y siempre ha respondido a mis preguntas con la di­ligencia que dan la buena educación y el buen ca­rácter.
    -Lo que significa -exclamó Marianne desdeño­samente- que te ha dicho que en las Indias Orien­tales el clima es cálido y que los mosquitos son una molestia.
    -Me lo habría dicho, no me cabe la menor duda, si yo lo hubiera preguntado; pero ocurre que son cosas de las cuales ya había sido informada.
    -Quizá -dijo Willoughby- sus observaciones se hayan ampliado a la existencia de nababs, mohú­res de oro y palanquines.
    -Me atrevería a decir que sus observaciones han ido mucho más allá de su imparcialidad, señor Willoughby. Pero, ¿por qué le disgusta?
    -No me disgusta. Al contrario, lo considero un hombre muy respetable, de quien todos hablan bien y en el cual nadie se fija; que tiene más dine­ro del que puede gastar, más tiempo del que sabe cómo emplear, y dos abrigos nuevos cada año.
    -A lo que se puede agregar -exclamó Marian­ne- que no tiene ni genio, ni gusto, ni espíritu. Que su mente es sin brillo, sus sentimientos sin ardor, su voz sin expresión.
    -Ustedes decretan cuáles son sus imperfeccio­nes de manera tan general -replicó Elinor-, y en tal medida apoyados en la fuerza de su imagina­ción, que los encomios que yo puedo hacer de él resultan por comparación fríos e insípidos. Lo úni­co que puedo decir es que es un hombre de buen juicio, bien educado, cultivado, de trato gentil y, así lo creo, de corazón afectuoso.
    -Señorita Dashwood -protestó Willoughby-, ahora me está tratando con muy poca amabilidad. Intenta desarmarme con razones y convencerme contra mi voluntad. Pero no resultará. Descubrirá que mi testarudez es tan grande como su destre­za. Tengo tres motivos irrefutables para que me desagrade el coronel Brandon: me ha amenazado con que llovería cuando yo quería que hiciese buen tiempo; le ha encontrado fallas a la suspensión de mi calesa, y no puedo convencerlo de que me com­pre la yegua castaña. Sin embargo, si en algo la compensa que le diga que, en mi opinión, su ca­rácter es irreprochable en otros aspectos, estoy dis­puesto a admitirlo. Y en pago por una confesión que no deja de darme un cierto dolor, usted no puede negarme el privilegio de que él me desagra­de igual que antes.


    CAPITULO XI

    Poco habían imaginado la señora Dashwood y sus hijas, cuando recién llegaron a Devonshire, que al poco tiempo de ser presentadas tantos compromi­sos ocuparían su tiempo, o que la frecuencia de las invitaciones y lo continuo de las visitas les de­jarían tan pocas horas para dedicarlas a ocupacio­nes serias. Sin embargo, fue lo que ocurrió. Cuando Marianne se recuperó, los planes de diversiones en casa y fuera de ella que sir John había estado ima­ginando previamente, comenzaron a hacerse reali­dad. Se iniciaron los bailes privados en Barton Park e hicieron tantas excursiones a la costa como lo permitía un lluvioso octubre. En todos esos encuen­tros estaba incluido Willoughby; y la soltura y fa­miliaridad que tanta naturalidad prestaba a estas reuniones estaba calculada exactamente para dar cada vez mayor intimidad a su relación con las Dashwood; para permitirle ser testigo de las exce­lencias de Marianne, hacer más señalada su viva admiración por ella y recibir, a través del compor­tamiento de ella hacia él, la más plena seguridad de su afecto.
    Elinor no podía sentirse sorprendida ante el apego entre los jóvenes. Tan sólo deseaba que lo mostraran menos abiertamente, y una o dos ve­ces se atrevió a sugerir a Marianne la convenien­cia de un cierto control sobre sí misma. Pero Marianne aborrecía todo disimulo cuando la fran­queza no iba a conducir a un mal real; y empe­ñarse en reprimir sentimientos que no eran en sí mismos censurables le parecía no sólo un esfuer­zo innecesario, sino también una lamentable su­jeción de la razón a ideas erróneas y ramplonas. Willoughby pensaba lo mismo; y en todo momen­to, el comportamiento de ambos era una perfecta ilustración de sus opiniones.
    Cuando él estaba presente, ella no tenía ojos para nadie más. Todo lo que él hacía estaba bien. Todo lo que decía era inteligente. Si sus tardes en la finca concluían con partidas de cartas, él se ha­cía trampas a sí mismo y al resto de los comensa­les para darle a ella una buena mano. Si el baile constituía la diversión de la noche, formaban pa­reja la mitad del tiempo; y cuando se veían obli­gados a separarse durante un par de piezas, se Preocupaban de permanecer de pie uno junto al Otro, y apenas hablaban una palabra con nadie más. Por supuesto, tal conducta los exponía a las constantes risas de los otros, pero el ridículo no los aver­gonzaba y apenas parecía molestarlos.
    La señora Dashwood celebraba todos sus sen­timientos con una ternura que la privaba de todo deseo de controlar el excesivo despliegue de ellos. Para ella, tal abundancia no era sino la consecuen­cia natural de un intenso afecto en espíritus jóve­nes y apasionados.
    Esta fue la época de felicidad para Marianne. Su corazón estaba consagrado a Willoughby, y los encantos que su compañía le conferían a su hogar actual parecían debilitar más de lo que antes ha­bía creído posible el sentimental apego a Norland que había traído consigo desde Sussex.
    La felicidad de Elinor no llegaba a tanto. Su co­razón no estaba tan en paz ni era tan completa su satisfacción por las diversiones en que tomaban parte. No le habían procurado compañía alguna capaz de compensar lo que había dejado atrás, o de llevarla a recordar Norland con menos añoran­za. Ni lady Middleton ni la señora Jennings podían ofrecerle el tipo de conversación que le hacía fal­ta, aunque la última era una conversadora infati­gable y la cordialidad con que la había acogido desde un comienzo le aseguraba que gran parte de sus comentarios estuvieran dirigidos a ella. Ya le había repetido su propia historia a Elinor tres o cuatro veces; y si la memoria de Elinor hubiera es­tado a la altura de los medios que la señora Jen­nings desplegaba para incrementarla, podría haber sabido desde los primeros momentos de su rela­ción todos los detalles de la última enfermedad del señor Jennings y lo que le dijo a su esposa minu­tos antes de morir. Lady Middleton era más agra­dable que su madre únicamente en que era más callada. Elinor necesitó observarla muy poco para darse cuenta de que su reserva era una simple pla­cidez en todos sus modales que nada tenía que ver con el buen juicio. Con su esposo y su madre era igual que con ella y su hermana; en consecuencia, la intimidad no era algo deseado ni buscado. Nunca tenía algo que decir que no hubiera dicho ya el día antes. Su insulsez era inalterable, porque incluso su ánimo permanecía siempre igual; y aunque no se oponía a las reuniones que organizaba su es­poso, con la condición de que todo se desarrolla­ra con distinción y sus dos hijos mayores la acompañaran, esas ocasiones no parecían ofrecer­le más placer que el que experimentaría quedán­dose en casa; y era tan poco lo que su presencia agregaba al placer de los demás a través de algu­na participación en las conversaciones, que a ve­ces lo único que les recordaba que estaba entre ellos eran los afanes que desplegaba en torno a sus fastidiosos hijos.
    Tan sólo en el coronel Brandon, entre todos sus nuevos conocidos, encontró Elinor una perso­na merecedora de algún grado de respeto por sus capacidades, cuya amistad interesara cultivar o que pudiera constituir una compañía placentera. Con Willoughby no podía contarse. Tenía él toda su ad­miración y afecto, incluso como hermana; pero era un enamorado: sus atenciones pertenecían por completo a Marianne, e incluso un hombre mucho menos entretenido que él podría haber sido en ge­neral más grato. El coronel Brandon, para su des­gracia, no había sido alentado de la misma forma a pensar sólo en Marianne, y en sus conversacio­nes con Elinor encontró el mayor consuelo a la total indiferencia de su hermana.
    La compasión de Elinor por él se hizo cada día mayor, pues tenía motivos para sospechar que ya había conocido las miserias de un amor desenga­ñado. Se originó esta sospecha en algunas palabras que accidentalmente salieron de su boca una tar­de en Barton Park, cuando por propia elección es­taban sentados juntos mientras los otros bailaban. Miraba él fijamente a Marianne y, tras un silencio de algunos minutos, dijo con una casi impercepti­ble sonrisa:
    -Su hermana, entiendo, no aprueba las segun­das uniones.
    -No -replicó Elinor-; sus opiniones son com­pletamente románticas.
    -O más bien, según creo, considera imposible su existencia.
    -Así lo creo. Pero cómo se las ingenia para ello sin pensar en el carácter de su propio padre, que tuvo dos esposas, es algo que no sé. Unos pocos años más, sin embargo, sentará sus opiniones so­bre la razonable base del sentido común y la ob­servación; y puede que entonces se las pueda definir y defender mejor que hoy, cuando sólo ella lo hace.
    -Probablemente es lo que ocurrirá -replicó él-; pero hay algo tan dulce en los prejuicios de una mente joven, que uno llega a sentir pena de ver cómo ceden y les abren paso a opiniones más co­munes.
    -No puedo estar de acuerdo con usted en eso -dijo Elinor-. Sentimientos como los de Marianne presentan inconvenientes que ni todos los encan­tos del entusiasmo y la ignorancia habidos y por haber pueden redimir. Todas sus normas tienen la desafortunada tendencia a ignorar por comple­to los cánones sociales; y espero que un mejor conocimiento del mundo sea de gran beneficio para ella.
    Tras una corta pausa, él reanudó la conversa­ción diciendo:
    -¿No hace ninguna distinción su hermana en sus objeciones a una segunda unión? ¿Le parece igualmente descalificable en cualquier persona? ¿Por el resto de su vida deberán mantenerse igualmen­te indiferenciados aquellos que se han visto des­ilusionados en su primera elección, ya sea por la inconstancia de su objeto o la perversidad de las circunstancias?
    -Le aseguro que no conozco sus principios en detalle. Sólo sé que nunca la he escuchado admi­tir ningún caso en que sea perdonable una segun­da unión.
    -Eso -dijo él- no puede durar; pero un cam­bio, un cambio total en los sentimientos... No, no, no debo desearlo... porque cuando los refinamien­tos románticos de un espíritu joven se ven obliga­dos a ceder, ¡cuán a menudo los suceden opiniones demasiado comunes y demasiado peligrosas! Ha­blo por experiencia. Conocí una vez a una dama que en temperamento y espíritu se parecía mucho a su hermana, que pensaba y juzgaba como ella, pero que a causa de un cambio impuesto, debido a una serie de desafortunadas circunstancias...
    Aquí se interrumpió bruscamente; pareció pen­sar que había dicho demasiado, y con la expresión de su rostro generó conjeturas que de otra manera no habrían entrado en la cabeza de Elinor. La dama mencionada habría pasado de largo sin despertar sospecha alguna, si él no hubiera convencido a la señorita Dashwood de que nada concerniente a ella debía salir de sus labios. Tal como ocurrió, no se requirió sino el más ligero esfuerzo de la imagina­ción para conectar su emoción con el tierno recuer­do de un amor pasado. Elinor no fue más allá. Pero Marianne, en su lugar, no se habría contentado con tan poco. Su activa imaginación habría elaborado rápidamente toda la historia, disponiendo todo en el más melancólico orden, el de un amor desgra­ciado.


    CAPITULO XII

    A la mañana siguiente, mientras Elinor y Marianne paseaban, esta última le contó algo a su hermana que, a pesar de todo lo que sabía acerca de la im­prudencia e irreflexibilidad de Marianne, la sorpren­dió por la extravagante manera en que testimoniaba ambas características. Marianne le dijo, con el ma­yor de los placeres, que Willoughby le había rega­lado un caballo, uno que él mismo había criado en sus propiedades de Somersetshire, pensado exactamente para ser montado por una mujer. Sin tomar en cuenta que los planes de su madre no contemplaban mantener un caballo -que, si fuera a cambiarlos, tendría que comprar otra cabalgadu­ra para el sirviente, mantener a un mozo para que lo montara y, además, construir un establo para guardarlos-, no había vacilado en aceptar el pre­sente y se lo había contado a su hermana en me­dio de un éxtasis total.
    -Piensa enviar a su mozo de inmediato a Somersetshire para que lo traiga -agregó- y cuan­do llegue, cabalgaremos todos los días. Lo com­partirás conmigo. Imagínate, mi querida Elinor, el placer de galopar en alguna de estas colinas.
    No se mostró en absoluto deseosa de desper­tar de un sueño tal de felicidad para admitir todas las tristes verdades de que estaba rodeado, y du­rante algún tiempo rehusó someterse a ellas. En cuanto a un sirviente adicional, el gasto sería una bagatela; estaba segura de que mamá nunca lo ob­jetaría, y cualquier caballo estaría bien para él; en todo caso, siempre podría conseguir uno en la fin­ca; y en lo referente al establo, bastaría con cual­quier cobertizo. Elinor se atrevió entonces a dudar de lo apropiado de recibir tal presente de un hom­bre al que conocían tan poco, o al menos desde hacía tan poco tiempo. Esto fue demasiado.
    -Estás equivocada, Elinor -dijo acaloradamen­te- al suponer que sé poco de Willoughby. Es cierto que no lo he conocido durante mucho tiempo, pero me es más cercano que ninguna otra criatura del mundo, excepto tú y mamá. No es el tiempo ni la ocasión los que determinan la intimidad: es sólo el carácter, la disposición de las personas. Siete años podrían no bastar para que dos seres se conocie­ran bien, y siete días son más que suficientes para otros. Me sentiría culpable de una mayor falta a las convenciones si aceptara un caballo de mi her­mano que recibiéndolo de Willoughby. A John lo conozco muy poco, aunque hayamos vivido jun­tos durante años; pero respecto de Willoughby, hace tiempo que me he formado una opinión.
    Elinor pensó que era más sabio no seguir to­cando el punto. Conocía el temperamento de su her­mana. Oponérsele en un tema tan sensible sólo serviría para que se apegara más a su propia opi­nión. Pero un llamado al afecto por su madre, ha­cerle ver los inconvenientes que debería sobrellevar una madre tan indulgente si (como probablemente ocurriría) consentía a este aumento de sus gastos, vencieron sin gran demora a Marianne. Prometió no tentar a su madre a tan imprudente bondad con la mención de la oferta, y decir a Willoughby la siguien­te vez que lo viera, que debía declinarla.
    Fue fiel a su palabra; y cuando Willoughby la visitó ese mismo día, Elinor la escuchó manifestar­le en voz baja su desilusión por verse obligada a rechazar su presente. Al mismo tiempo le relató los motivos de este cambio, que eran de tal naturale­za como para imposibilitar toda insistencia de par­te del joven. No obstante, la preocupación de éste era muy visible, y tras expresarla con gran intensi­dad, agregó también en voz baja:
    -Pero, Marianne, el caballo aún es tuyo, aun­que no puedas usarlo ahora. Lo tendré bajo mi cui­dado sólo hasta que tú lo reclames. Cuando dejes Barton para establecerte en un hogar más perma­nente, Reina Mab te estará esperando.
    Todo esto llegó a oídos de la señorita Dashwood, y en cada una de las palabras de Willoughby, en su manera de pronunciarlas y en su dirigirse a su hermana sólo por su nombre de pila, tuteándola, vio de inmediato una intimidad tan definitiva, un sentido tan transparente, que no podían sino cons­tituir clara señal de un perfecto acuerdo entre ellos. Desde ese momento ya no dudó que estuvieran comprometidos; y tal creencia no le causó otra sor­presa que advertir de qué manera caracteres tan francos habían dejado que ella, o cualquiera de sus amigos, descubrieran ese compromiso sólo por ac­cidente.
    Al día siguiente, Margaret le contó algo que ilu­minó aún más este asunto. Willoughby había pa­sado la tarde anterior con ellas, y Margaret, al haberse quedado un rato en la salita con él y Ma­rianne, había tenido oportunidad de hacer algunas observaciones que, con cara de gran importancia, comunicó a su hermana mayor cuando estuvieron á solas.
    -¡Ay, Elinor! -exclamó-. Tengo un enorme se­creto que contarte sobre Marianne. Estoy segura de que muy pronto se casará con el señor Willoughby.
    -Has dicho lo mismo -replicó Elinor- casi to­dos los días desde la primera vez que se vieron en la colina de la iglesia; y creo que no llevaban una semana de conocerse cuando ya estabas se­gura de que Marianne llevaba el retrato de él alre­dedor del cuello; pero resultó que tan sólo era la miniatura de nuestro tío abuelo.
    -Pero esto es algo de verdad diferente. Estoy segura de que se casarán muy luego, porque él tie­ne un rizo de su pelo.
    -Ten cuidado, Margaret. Puede que sólo sea el pelo de un tío abuelo de él.
    -Pero, Elinor, de verdad es de Marianne. Estoy casi segura de que lo es, porque lo vi cuando se lo cortaba. Anoche después del té, cuando tú y mamá salieron de la pieza, estaban cuchicheando y hablando entre ellos muy rápido, y parecía que él le estaba rogando algo, y ahí él tomó las tijeras de ella y le cortó un mechón de pelo largo, por­que tenía todo el cabello suelto a la espalda; y él lo besó, y lo envolvió en un pedazo de papel blan­co y lo metió en su cartera.
    Elinor no pudo menos que dar crédito a todos estos pormenores, dichos con tal autoridad; tam­Poco se sentía inclinada a hacerlo, porque la circunstancia relatada concordaba perfectamente con lo que ella misma había escuchado y visto.
    No siempre Margaret mostraba su sagacidad de manera tan satisfactoria para su hermana. Cuando una tarde, en Barton Park, la señora Jennings co­menzó a asediarla para que le diera el nombre del joven por quien Elinor tenía especial preferencia, materia que desde hacía tiempo carcomía su cu­riosidad, Margaret respondió mirando a su herma­na y diciendo:
    -No debo decirlo, ¿verdad, Elinor?
    Esto, por supuesto, hizo reír a todo el mundo, y Elinor intentó reír también. Pero el esfuerzo le fue doloroso. Estaba convencida de que Margaret pensaba en una persona cuyo nombre ella no iba a aguantar con compostura que se transformara en broma habitual de la señora Jennings.
    Marianne simpatizó muy sinceramente con su hermana, pero hizo más mal que bien a la causa al ponerse muy roja y decir a Margaret, en tono muy enojado:
    -Recuerda que no importa cuáles sean tus su­posiciones, no tienes derecho a repetirlas.
    -Nunca he supuesto nada al respecto -respon­dió Margaret-, fuiste tú misma quien me lo dijo.
    Esto aumentó aún más el regocijo de la con­currencia, que comenzó a presionar insistentemente a Margaret para que dijera algo más.
    -¡Ah! Se lo suplico, señorita Margaret, cuénte­nos todo -dijo la señora Jennings-. ¿Cómo se lla­ma el caballero?
    -No debo decirlo, señora. Pero lo sé muy bien; y sé dónde está él también.
    -Sí, sí, podemos adivinar dónde se encuentra: en su propia casa en Norland, con toda seguridad. Apuesto que es clérigo, allá en la parroquia.
    -No, no es eso. No tiene ninguna profesión.
    -Margaret -dijo Marianne, enérgicamente-, sa­bes bien que todo esto es invención tuya, y que no hay tal persona.
    -Bien, entonces, ha muerto recientemente, Ma­rianne, porque estoy segura de que este hombre existió, y su nombre comienza con F.
    Elinor sintió en ese momento enorme gratitud hacia lady Middleton al escucharla comentar que “había llovido mucho”, aunque pensaba que la in­terrupción se debía menos a una atención hacia ella que al profundo desagrado de su señoría frente a la falta de elegancia de las bromas que encanta­ban a su esposo y a su madre. Sin embargo, la idea iniciada por ella fue de inmediato recogida por el coronel Brandon, siempre atento a los sentimien­tos de los demás; y así, mucho hablaron ambos so­bre el asunto de la lluvia. Willoughby abrió el piano y le pidió a Marianne que lo ocupara; de esta for­ma, entre las distintas iniciativas de diferentes per­sonas para acabar con el tema, éste pasó al olvido. Pero a Elinor no le fue igualmente fácil reponerse del estado de inquietud a que la había empujado.
    Esa tarde se organizó una salida para ir al día siguiente a conocer un lugar muy agradable, dis­tante unas doce millas de Barton y propiedad de un cuñado del coronel Brandon, sin cuya presen­cia no podía ser visitado dado que el dueño, que se encontraba en el extranjero, había dejado es­trictas órdenes en ese tenor. Dijeron que el sitio era de gran belleza, y sir John, cuyos elogios fue­ron particularmente entusiastas, podía ser consi­derado un juez adecuado, porque al menos dos veces cada verano durante los últimos diez años había organizado excursiones para visitarlo. Ha­bía allí una noble cantidad de agua; un paseo en barca iba a constituir gran parte de la diversión en la mañana; se llevarían provisiones frías, sólo se emplearían carruajes abiertos, y todo se lleva­ría a cabo a la manera usual de una genuina ex­cursión de placer.
    Para unos pocos entre la concurrencia parecía una empresa algo audaz, considerando la época del año y que había llovido durante la última quince­na. Elinor persuadió a la señora Dashwood, que ya estaba resfriada, de que se quedara en casa.


    CAPITULO XIII

    La planeada excursión a Whitwell resultó muy di­ferente a la que Elinor había esperado. Se había preparado para quedar completamente mojada, cansada y asustada; pero la ocasión resultó inclu­so más desafortunada, porque ni siquiera fueron.
    Hacia las diez de la mañana todos estaban re­unidos en Barton Park, donde iban a desayunar. Aunque había llovido toda la noche el tiempo es­taba bastante bueno, pues las nubes se iban dis­persando por todo el cielo y el sol aparecía con alguna frecuencia. Estaban todos de excelente áni­mo y buen humor, ansiosos de la oportunidad de sentirse felices, y decididos a someterse a los ma­yores inconvenientes y fatigas para lograrlo.
    Mientras desayunaban, llegó el correo. Entre las cartas había una para el coronel Brandon. El la co­gió, miró la dirección, su rostro cambió de color y de inmediato abandonó el cuarto.
    -¿Qué le ocurre a Brandon? -preguntó sir John. Nadie supo decirlo.
    -Espero que no se trate de malas noticias -dijo lady Middleton-. Tiene que ser algo extraordina­rio para hacer que el coronel Brandon dejara mi mesa de desayuno de manera tan repentina.
    A los cinco minutos se encontraba de vuelta.
    -¿Espero que no sean malas noticias, coronel? -preguntó la señora Jennings no bien lo vio entrar en la habitación.
    -En absoluto, señora, gracias.
    ¿Era de Avignon? ¿Espero que no fuera para comunicarle que su hermana ha empeorado?
    -No, señora. Venía de la ciudad, y es simple­mente una carta de negocios.
    -Pero, ¿cómo pudo descomponerse tanto al ver la letra, si era sólo una carta de negocios? Vamos, vamos, coronel; esa explicación no sirve; cuénte­nos la verdad.
    -Mi querida señora -dijo lady Middleton-, fije­se bien en lo que dice.
    ¿Acaso es para decirle que su prima Fanny se ha casado? -continuó la señora Jennings, sin hacer caso al reproche de su hija.
    -No, por cierto que no.
    -Bien, entonces sé de quién es, coronel. Y es­pero que ella esté bien.
    -¿A quién se refiere, señora? -preguntó él, en­rojeciendo un tanto.
    -¡Ah! Usted sabe a quién.
    -Lamento muy especialmente, señora -manifes­tó el coronel dirigiéndose a lady Middleton- ha­ber recibido esta carta hoy, porque se trata de negocios que demandan mi inmediata presencia en la ciudad.
    ¡En la ciudad! -exclamó la señora Jennings-. ¿Qué puede tener que hacer usted en la ciudad en esta época del año?
    -Verme obligado a abandonar una excursión tan agradable -continuó él- significa una gran pérdida para mí; pero mi mayor preocupación es que temo que mi presencia sea necesaria para que us­tedes tengan acceso a Whitwell.
    ¡Qué gran golpe fue éste para todos!
    -¿Pero no sería suficiente, señor Brandon -in­quirió Marianne con una cierta desazón-, si usted le escribe una nota al cuidador de la casa?
    El coronel negó con la cabeza.
    -Debemos ir -dijo sir John-. No lo vamos a postergar cuando estamos por partir. Usted, Bran­don, tendrá que ir a la ciudad mañana, y no hay más que decir.
    -Ojalá la solución fuera tan fácil. Pero no está en mi poder retrasar mi viaje ni un solo día.
    -Si nos permitiera saber qué negocio es el que lo llama -dijo la señora Jennings-, podríamos ver si se puede posponer o no.
    -No se retrasaría más de seis horas -añadió Willoughby-, si consintiera en aplazar su viaje hasta que volvamos.
    -No puedo permitirme perder ni siquiera una hora.
    Elinor escuchó entonces a Willoughby decirle en voz baja a Marianne:
    -Algunas personas no soportan una excursión de placer. Brandon es uno. Tenía miedo de res­friarse, diría yo, e inventó esta triquiñuela para es­caparse. Apostaría cincuenta guineas a que él mismo escribió la carta.
    -No me cabe la menor duda -replicó Marianne.
    -Cuando usted toma una decisión, Brandon -dijo sir John-, no hay manera de persuadirlo a que cambie de opinión, siempre lo he sabido. Sin embargo, espero que lo piense mejor. Recuerde que están las dos señoritas Carey, que han venido des­ de Newton; las tres señoritas Dashwood vinieron caminando desde su casa, y el señor Willoughby se levantó dos horas antes de lo acostumbrado, to­dos con el propósito de ir a Whitwell.
    El coronel Brandon volvió a repetir cuánto lamen­taba que por su causa se frustrara la excursión, pero al mismo tiempo declaró que ello era inevitable.
    -Y entonces, ¿cuándo estará de vuelta?
    -Espero que lo veamos en Barton -agregó su señoría- tan pronto como pueda dejar la ciudad; y debemos posponer la excursión a Whitwell has­ta su vuelta.
    -Es usted muy atenta. Pero tengo tan poca cer­teza respecto de cuándo podré volver, que no me atrevo a comprometerme a ello.
    -¡Oh! El tiene que volver, y lo hará -exclamó sir John-. Si no está acá a fines de semana, iré a buscarlo.
    -Sí, hágalo, sir John -exclamó la señora Jen­nings-, y así quizás pueda descubrir de qué se trata su negocio.
    -No quiero entrometerme en los asuntos de otro hombre; me imagino que es algo que lo avergüenza..
    Avisaron en ese momento que estaban listos los caballos del coronel Brandon.
    -No pensará ir a la ciudad a caballo, ¿verdad? -añadió sir John.
    -No, sólo hasta Honiton. Allí tomaré la posta.
    -Bien, como está decidido a irse, le deseo buen viaje. Pero habría sido mejor que cambiara de opi­nión.
    -Le aseguro que no está en mi poder hacerlo.
    Se despidió entonces de todo el grupo.
    ¿Hay alguna posibilidad de verla a usted y a Sus hermanas en la ciudad este invierno, señorita. Dashwood?
    Temo que de ninguna manera.
    -Entonces debo decirle adiós por más tiempo del que quisiera.
    Frente a Marianne sólo inclinó la cabeza, sin decir nada.
    -Vamos, coronel -insistió la señora Jennings-, antes de irse, cuéntenos a qué va.
    El coronel le deseó los buenos días y, acom­pañado de sir John, abandonó la habitación.
    Las quejas y lamentaciones que hasta el mo­mento la buena educación había reprimido, ahora estallaron de manera generalizada; y todos estuvie­ron de acuerdo una y otra vez en lo molesto que era sentirse así de frustrado.
    -Puedo adivinar, sin embargo, qué negocio es ése -dijo la señora Jennings con gran alborozo.
    -¿De verdad, señora? -dijeron casi todos.
    -Sí, estoy segura de que se trata de la señorita Williams.
    -¿Y quién es la señorita Williams? -preguntó Marianne.
    -¡Cómo! ¿No sabe usted quién es la señorita Williams? Estoy segura de que tiene que haberla oído nombrar antes. Es pariente del coronel, que­rida; una pariente muy cercana. No diremos cuán cercana, por temor a escandalizar a las jovencitas. -Luego, bajando la voz un tanto, le dijo a Elinor-: Es su hija natural.
    -¡Increíble!
    -¡Oh, sí! Y se le parece como una gota de agua a otra. Me atrevería a decir que el coronel le deja­rá su fortuna.
    Al volver, sir John se unió con gran entusias­mo al lamento general por tan desafortunado in­cidente; no obstante, concluyó observando que como estaban todos juntos, debían hacer algo que los alegrara; y tras algunas consultas acordaron que aunque sólo podían encontrar felicidad en Whit­well, podrían procurarse una aceptable tranquili­dad de espíritu dando un paseo por el campo. Trajeron entonces los carruajes; el de Willoughby fue el primero, y nunca se vio más contenta Ma­rianne que cuando subió a él. Willoughby condu­jo a gran velocidad a través de la finca, y muy pronto se habían perdido de vista; y nada más se -vio de ellos hasta su vuelta, lo que no ocurrió sino después de que todos los demás habían llegado. Ambos parecían encantados con su paseo, pero dijeron sólo en términos generales que no habían salido de los caminos, en tanto los otros habían ido hacia las lomas.
    Se acordó que al atardecer habría un baile y que todos deberían estar extremadamente alegres durante todo el día. Otros miembros de la familia Carey llegaron a cenar, y tuvieron el placer de jun­tarse casi veinte a la mesa, lo que sir John obser­vó muy contento. Willoughby ocupó su lugar habitual entre las dos señoritas Dashwood mayo­res. La señora Jennings se sentó a la derecha de Elinor; y no llevaban mucho allí cuando se cruzó por detrás de la joven y de Willoughby y dijo a Marianne, en voz lo suficientemente alta para que ambos escucharan:
    -Los he descubierto, a pesar de todas sus tri­quiñuelas. Sé dónde pasaron la mañana.
    Marianne enrojeció, y replicó con voz inquieta:
    ¿Dónde, si me hace el favor?
    ¿Acaso no sabía usted -dijo Willoughby- que habíamos salido en mi calesa?
    -Sí, sí, señor Descaro, eso lo sé bien, y estaba decidida a descubrir dónde habían estado. Espero que le guste su casa, señorita Marianne. Es muy grande, ya lo sé, y cuando venga a visitarla, espero que la haya amoblado de nuevo, porque le hacía mu­cha falta la última vez que estuve ahí hace seis años.
    Marianne se dio vuelta en un estado de gran turbación. La señora Jennings rió de buena gana; y Elinor descubrió que en su insistencia por saber dónde habían estado, llegó a hacer que su propia sirvienta interrogara al mozo del señor Willoughby, y que por esa vía supo que habían ido a Allen­ham y pasado un buen rato paseando por el jar­dín y recorriendo la casa.
    A Elinor se le hacía difícil creer que ello fue­ra cierto, ya que parecía tan improbable que Willoughby propusiera, o Marianne aceptara, entrar en la casa mientras la señora Smith, a quien Marianne nunca había sido presentada, se encontraba allí.
    Tan pronto abandonaron el comedor, Elinor le preguntó sobre lo ocurrido; y grande fue su sor­presa al descubrir que cada una de las circunstan­cias que había relatado la señora Jennings era completamente cierta. Marianne se mostró bastan­te enojada con su hermana por haberlo dudado.
    -¿Por qué habías de pensar, Elinor, que no fui­mos allá o que no vimos la casa? ¿Acaso no es eso lo que a menudo has querido hacer tú misma?
    -Sí, Marianne, pero yo no iría mientras la se­ñora Smith estuviera allí, y sin otra compañía que el señor Willoughby.
    -El señor Willoughby, sin embargo, es la úni­ca persona que puede tener derecho a mostrar esa casa; y como fue en un carruaje descubierto, era imposible tener otro acompañante. Jamás he pasa­do una mañana tan agradable en toda mi vida.
    -Temo -respondió Elinor- que lo agradable de una ocupación no es siempre prueba de su correc­ción.
    -Al contrario, nada puede ser una prueba más -contundente de ello, Elinor; pues si lo que hice hubiera sido de alguna manera incorrecto, lo ha­bría estado sintiendo todo el tiempo, porque siem­pre sabemos cuando actuamos mal, y con tal convicción no podría haber disfrutado. - -Pero, mi querida Marianne, como esto ya te ha expuesto a algunas observaciones bastante im­pertinentes, ¿no comienzas a dudar ahora de la dis­creción de tu conducta?
    -Si las observaciones impertinentes de la se­ñora Jennings van a ser prueba de la incorrección de una conducta, todos nos encontramos en falta en cada uno de los momentos de nuestra vida. No valoro sus censuras más de lo que valoraría sus elogios. No tengo conciencia de haber hecho nada malo al pasear por los jardines de la señora Smith o visitar su casa. Algún día serán del señor Willoughby, y...
    -Si un día fueran a ser tuyas, Marianne, eso no justificaría lo que has hecho.
    Marianne se sonrojó ante esta insinuación, pero hasta se veía que era gratificante para ella; y tras un lapso de diez minutos de intensa meditación, se acercó nuevamente a su hermana y le dijo con bastante buen humor:
    -Quizá, Elinor, fue imprudente de mi parte ir a Allenham; pero el señor Willoughby quería muy en especial mostrarme el lugar; y es una casa en­cantadora, te lo aseguro. Hay una salita extrema­damente linda arriba, de un tamaño muy agradable Y cómodo, que puede ser usada a lo largo de todo el año, y con muebles modernos sería exquisita. Está situada en una esquina, con ventanas a am­bos lados. Hacia un lado, a través de un campo plantado de césped donde se juega a los bolos, tras la casa, ves un hermoso bosque en pendiente; ha­cia el otro, tienes una vista de la iglesia y de la aldea y, más allá, esas bellas colinas escarpadas que tantas veces hemos admirado. No vi esta salita en la mejor de las circunstancias, porque nada podría estar más abandonado que ese mobiliario... pero si se lo arreglara con cosas nuevas... un par de cien­tos de libras, dice Willoughby, la transformarían en una de las salas de verano más agradables de toda Inglaterra.
    Si Elinor la hubiera podido escuchar sin inte­rrupciones de los demás, le habría descrito cada habitación de la casa con idéntico entusiasmo.


    CAPITULO XIV

    El súbito término de la visita del coronel Brandon a Barton Park, junto con su firmeza en ocultar las causas de tal determinación, ocuparon todos los pensamientos de la señora Jennings durante dos o tres días, llevándola a imaginar las más diversas explicaciones. Tenía una enorme capacidad de ela­borar conjeturas, como debe tenerla todo aquel que se toma un interés tan vivo en las idas y venidas de cada uno de sus conocidos. Se preguntaba casi sin pausa cuál podría ser la razón de ello; estaba segura de que debían ser malas noticias, y reco­rrió todas las desgracias que podrían haber recaí­do sobre él, firmemente resuelta a que no escapara a ellas.
    -Estoy segura de que debe tratarse de algo muy triste -afirmó-. Pude verlo en su cara. ¡Pobre hom­bre! Me temo que se encuentra en una mala situa­ción. Nunca se ha sabido que sus tierras en Delaford produzcan más de dos mil libras al año, y su hermano dejó todo lamentablemente compro­metido. En verdad creo que lo han llamado por asuntos de dinero, porque, ¿qué otra cosa puede ser? Me pregunto si es así. Daría lo que fuera por saber. Quizá se trate de la señorita Williams... y, a propósito, me atrevo a decir que sí, porque pare­ció afectarle tanto cuando se la mencioné. Quizá ella se encuentre enferma en la ciudad; es bastan­te posible, porque tengo la idea de que es harto enfermiza. Apostaría lo que fuera a que se trata de la señorita Williams. No es muy probable que él esté en aprietos económicos ahora, porque es un hombre muy prudente y con toda seguridad a es­tas alturas debe haber saneado la situación de sus propiedades. ¡Me pregunto qué podrá ser! Quizá su hermana haya empeorado en Avignon, y lo ha mandado a buscar. Su apuro en partir parece con­cordar con ello. Bueno, le deseo de todo corazón que salga de todos sus problemas, y con una bue­na esposa por añadidura.
    Así divagaba la señora Jennings, así hablaba; sus opiniones cambiaban con cada nueva conjetu­ro y todas le parecían igualmente probables en el momento en que nacían. Elinor, aunque sentía ver­dadero interés por el bienestar del coronel Bran­don, no podía dedicar a su repentina partida todas las inquietudes que la señora Jennings exigía que sintiera; porque además de que, en su opinión, las circunstancias no ameritaban tan persistentes dis­quisiciones o variedad de especulaciones, su per­plejidad se dirigía a otro asunto. Estaba por Completo ocupada en dilucidar el extraordinario si­lencio de su hermana y de Willoughby respecto de aquello que debían saber que era de especial in­terés para todos. Como persistía este silencio, cada día que pasaba lo hacía parecer más extraño e incompatible con el carácter de ambos. Por qué no reconocían abiertamente ante su madre y ella mis­ma lo que, minuto a minuto, su mutuo comporta­miento declaraba haber tenido lugar, era algo que Elinor no podía imaginar.
    Fácilmente podía entender que el matrimonio no fuera algo que Willoughby pudiera emprender de inmediato; pues aunque era independiente, no había razón alguna para creerlo rico. Sir John ha­bía calculado sus haberes en alrededor de seis­cientas o setecientas libras al año, pero estos ingresos difícilmente podían estar a la altura del rango con que vivía, y él mismo a menudo se que­jaba de pobreza. Así y todo, Elinor no podía ex­plicarse esta extraña clase de secreto que ellos mantenían en relación con su compromiso, secreto que en la práctica no ' ocultaba nada; y era tan completamente contradictorio con todas sus opi­niones y conductas, que a veces le surgía la duda de si en verdad estaban comprometidos, y esta duda bastaba para impedirle hacer pregunta algu­na a Marianne.
    A los ojos de toda la familia, no había señal más clara del afecto que se profesaban que el com­portamiento de Willoughby. Distinguía a Marianne con todas las muestras de ternura que un corazón enamorado puede ofrecer, y con las demás tenía las afectuosas atenciones de un hijo y un herma­no. Parecía considerar la casa de ellas como su ho­gar, y amarla en consecuencia; en ella transcurrían muchas más horas de su vida que en Allenham; y si ningún compromiso general los reunía en Bar­ton Park, el ejercicio que ocupaba sus mañanas casi con toda seguridad terminaba allí, donde pasaba el resto del día junto a Marianne, y con su pointer favorito a los pies de ella.
    Una tarde en particular, más o menos una se­mana después de que el coronel Brandon había abandonado la región, Willoughby pareció abrir su corazón más de lo habitual a los sentimientos de apego por todos los objetos que lo rodeaban; y al mencionar la señora Dashwood sus intenciones de mejorar la casita esa primavera, se opuso vehemen­temente a toda alteración de un lugar que, a tra­vés del afecto que le profesaba, había llegado a considerar perfecto.
    ¡Cómo! -exclamó-. Mejorar esta querida casi­ta. No... jamás aceptaré eso. No deben agregar ni una sola piedra a sus muros, ni una pulgada a su tamaño, si tienen alguna consideración con mis sen­timientos.
    -No se alarme -dijo la señorita Dashwood-, no se hará nada de ese estilo, pues mi madre nunca tendrá el dinero suficiente para intentarlo.
    Me alegro de todo corazón -exclamó el joven-. Ojalá siempre sea pobre si no puede utilizar sus riquezas en nada mejor.
    -Gracias, Willoughby. Pero puede estar segu­ro de que ni todas las mejoras del mundo me lle­varían a sacrificar los sentimientos de cariño hacia la casa que pueda tener usted, o cualquier perso­na a quien yo quiera. Confíe en que cualquier can­tidad de dinero no utilizado que pueda quedar cuando haga mis cuentas en la primavera, prefe­riré dejarlo sin destino que disponer de él de for­ma que le cause tanto dolor. Pero, ¿en verdad siente tanto apego a este lugar como para no ver defectos en él?
    -Sí -dijo él-. Para mí es impecable. No, más aún lo considero el único tipo de construcción en que puede alcanzarse la felicidad; y si yo fuera lo suficientemente rico, de inmediato derribaría Combe y lo reconstruiría según el plano exacto de esta casita.
    -Con escaleras oscuras y estrechas y una coci­na llena de humo, supongo -comentó Elinor.
    -Sí -exclamó él con el mismo tono vehemen­te-, con todas y cada una de las cosas que tiene; en ninguna de sus comodidades o incomodida­des debe notarse el más mínimo cambio. Enton­ces, y sólo entonces, bajo tal techo, puede que quizá sea tan feliz en Combe como lo he sido en Barton.
    -Creo saber -replicó Elinor- que incluso con la desventaja de mejores habitaciones y una esca­lera más amplia, en adelante encontrará su propia casa tan impecable como ésta.
    -Ciertamente hay circunstancias -dijo Willough­by- que podrían hacérmela mucho más querida; pero este lugar siempre tendrá un sitio en mi co­razón que ningún otro podrá compartir.
    La señora Dashwood contempló llena de pla­cer a Marianne, cuyos hermosos ojos estaban fijos de manera tan expresiva en Willoughby, que de­notaban claramente cuán bien lo comprendía.
    -¡Cuán a menudo deseé -añadió el joven-, cuando estuve en Allenham hace un año ya, que la casita de Barton estuviese habitada! Nunca pasé por sus alrededores sin admirar su ubicación, y la­mentando que nadie viviera en ella. ¡Cuán poco me imaginaba en ese entonces que las primeras nuevas que escucharía a la señora Smith, cuando recién llegué a la región, serían que la casita de Barton estaba ocupada! Y sentí una instantánea sa­tisfacción e interés por ese hecho, que nada po­dría explicar sino una especie de premonición de la felicidad que aquí encontraría. ¿No es así como debió ocurrir, Marianne? -le dijo en voz más queda. Y luego, retomando su tono anterior, continuó-: ¡Y aun así, señora Dashwood, usted querría arrui­nar esta casa! ¡La despojaría de su sencillez con mejoras imaginarias! Y esta querida salita, en que comenzó nuestro encuentro y en la cual desde en­tonces hemos compartido tantas horas felices, se vería degradada a la condición de un vulgar reci­bo y todos se apresurarían entonces a simplemen­te-pasar por él, por esta habitación que hasta ese momento habría contenido en su interior más fa­cilidades y comodidades que ningún otro aposen­to de las más amplias dimensiones que el mundo pudiera permitirse.
    La señora Dashwood le aseguró nuevamente que no se llevaría a cabo ninguna transformación como las por él mencionadas.
    -Es usted una buena mujer -replicó él con ex­presión de gran calidez-, Su promesa me tranqui­liza. Amplíela un poco más, y me hará feliz. Dígame que no sólo su casa se mantendrá igual, sino que siempre la encontraré a usted, y a los suyos, tan inalterados como su morada; y que siempre encontraré en usted ese trato bondadoso que ha hecho tan querido para mí todo lo que le pertenece.
    La promesa fue prontamente dada, y durante toda la tarde la conducta de Willoughby no dejó de manifestar tanto su afecto como su felicidad.
    -¿Lo veremos mañana para cenar? -le pregun­tó la señora Dashwood cuando se iba-. No le pido que venga en la mañana, porque debemos ir a Bar­ton Park a visitar a lady Middleton.
    El joven se comprometió a estar allí a las cua­tro de la tarde.


    CAPITULO XV

    La visita de la señora Dashwood a lady Middleton tuvo lugar al día siguiente, y dos de sus hijas fue­ron con ella; Marianne, por su parte, se excusó de hacerlo con el trivial pretexto de tener alguna ocu­pación pendiente; y su madre, que concluyó que la noche anterior Willoughby le habría hecho al­guna promesa en cuanto a visitarla mientras ellas estaban fuera, estuvo completamente de acuerdo con que se quedara en casa.
    Al volver de la finca, encontraron la calesa de. Wiloùghby y a su sirviente esperando en la puer­ta, y la señora Dashwood estuvo cierta de que su conjetura había sido acertada. Hasta ese momento era todo tal como ella lo había previsto; pero al ingresar en la casa contempló lo que ninguna pre­visión le había permitido esperar. No bien habían entrado al corredor cuando Marianne salió a toda prisa de la salita, al parecer violentamente afligida, cubriéndose los ojos con un pañuelo, y sin adver­tir su presencia corrió escaleras arriba. Sorprendi­das y alarmadas, entraron directamente a la habitación que ella acababa de abandonar, donde encontraron a Willoughby apoyado contra la repi­sa de la chimenea y vuelto de espaldas hacia ellas. Giró al sentirlas entrar, y su semblante mostró que compartía intensamente la emoción a la cual ha­bía sucumbido Marianne.
    -¿Ocurre algo con ella? . -exclamó la señora Dashwood al entrar-. ¿Está enferma?
    -Espero que no -replicó el joven, tratando de parecer alegre; y con una sonrisa forzada, añadió-: Más bien soy yo el que podría estar enfermo... ¡en este mismo momento estoy sufriendo una terrible desilusión!
    -¡Desilusión!
    -Sí, porque me veo incapacitado de cumplir mi compromiso con ustedes. Esta mañana la señora Smith ha ejercido el privilegio de los ricos sobre un pobre primo que depende de ella, y me ha en­viado por negocios a Londres. Acabo de recibir de ella las cartas credenciales y me he despedido de Allenham; y para colmar estos tan jocosos sucesos, he venido a despedirme de ustedes.
    -A Londres... ¿y se va hoy en la mañana?
    -Casi de inmediato.
    -¡Qué infortunio! Pero hay que plegarse a los deseos de la señora Smith... y sus negocios no lo mantendrán alejado de nosotros por mucho tiem­po, espero.
    Se sonrojó el joven al contestar:
    -Es usted muy amable, pero no tengo pla­nes de volver a Devonshire de inmediato. Mis vi­sitas a la señora Smith nunca se repiten dentro del año.
    -¿Es que la señora Smith es su única amiga? ¿Y Allenham es la única casa de los alrededores a la que es bienvenido? ¡Qué vergüenza, Willoughby! ¿Acaso no puede esperar una invitación acá?
    Su bochorno se hizo más intenso y, con los ojos fijos en el piso, se limitó a contestar:
    -Es usted demasiado buena.
    Sorprendida, la señora Dashwood miró a Eli­nor. Elinor sentía el mismo asombro. Durante al­gunos momentos todos se quedaron callados. La señora Dashwood fue la primera en hablar.
    -Sólo me queda agregar, mi querido Willough­by, que en esta casa siempre será bienvenido; no lo presionaré para que vuelva de inmediato, por­que usted es el único que puede juzgar hasta qué Punto eso complacerá a la señora Smith; y en esto no estaré más dispuesta a discutir su decisión que a dudar de sus deseos.
    -Mis compromisos actuales -replicó Willoughby en estado de gran confusión- son de tal naturale­za... que... no me atrevo a creerme merecedor...
    Se detuvo. El asombro de la señora Dashwood le impedía hablar, y sobrevino una nueva pausa. Esta fue interrumpida por Willoughby, que dijo con una débil sonrisa:
    -Es una locura demorar mi partida en esta for­ma. No me atormentaré más quedándome entre ami­gos de cuya compañía ahora me es imposible gozar.
    Se despidió rápidamente de ellas y abandonó la habitación. Lo vieron trepar a su carruaje, y en un minuto se había perdido de vista.
    La señora Dashwood estaba demasiado impac­tada para hablar, y en el mismo momento salió de la sala para entregarse a solas a la preocupación y alarma que tan repentina partida había suscitado en ella.
    La inquietud de Elinor era al menos igual a la de su madre. Meditaba en lo ocurrido con ansiedad y desconfianza. El comportamiento de Willoughby al despedirse de ellas, su turbación y fingida ale­gría y, sobre todo, su renuencia a aceptar la invi­tación de su madre, una timidez tan ajena a un enamorado, tan ajena a lo que él mismo era, la pre­ocupaban profundamente. Por momentos temía que nunca había habido de parte de Willoughby nin­guna decisión seria; a continuación, que había ocu­rrido alguna lamentable disputa entre él y su hermana; la angustia que embargaba a Marianne en el momento en que salía de la habitación era tan grande, que una disputa seria bien podía ex­plicarla; aunque cuando pensaba en cuánto lo que­ría ella, una pelea parecía algo casi imposible.
    Pero, fueran cuales fuesen las circunstancias de su separación, la aflicción de su hermana era in­dudable, y Elinor pensó con la más tierna de las compasiones en esa desgarradora pena a la cual Marianne no sólo estaba dando curso como forma de aliviarla, sino también alimentándola y estimu­lándola como si ello fuera un deber.
    Alrededor de media hora después volvió su madre, y aunque tenía los ojos enrojecidos, su sem­blante no era desdichado.
    -Nuestro querido Willoughby está ya a algunas millas de Barton, Elinor -le dijo, mientras se sen­taba a trabajar-, ¡y con cuánto pesar en el corazón debe estar viajando!
    -Todo es muy extraño. ¡Irse tan rápido! Parece una decisión tan repentina. ¡Y anoche estaba tan feliz aquí, tan alegre, tan cariñoso! Y ahora, con sólo diez minutos de aviso... ¿se ha ido sin inten­ciones de volver? Debe haber ocurrido algo más de lo que era su deber comunicarnos. Ni habló ni se comportó como la persona que conocemos. Us­ted tiene que haber notado la diferencia tal como lo hice yo. ¿Qué puede ser? ¿Habrán reñido? ¿Qué otro motivo puede haber tenido él para mostrar tan pocos deseos de aceptar su invitación a esta casa?
    -¡No eran deseos lo que le faltaba, Elinor! Lo vi con toda claridad. No estaba en sus manos acep­tarlo. Lo he pensado una y otra vez, te lo aseguro, y puedo explicar a la perfección todo lo que a pri­mera vista me pareció tan extraño como a ti.
    ¿En verdad puede hacerlo?
    -Sí. Me lo he explicado a mí misma de la for­ma más satisfactoria; pero sé que a ti, Elinor, a ti que te gusta dudar siempre que puedes, no te sa­tisfará; sin embargo, a mí no podrás quitarme la certeza que me he formado. Estoy convencida de que la señora Smith sospecha que él se interesa por Marianne, lo desaprueba (quizá porque tiene otros planes para él), y por tal motivo está ansiosa de enviarlo lejos; y que el negocio que le enco­mendó es una excusa inventada para sacarlo de aquí. Esto es lo que creo que ha ocurrido. El está consciente, además, de que ella positivamente des­aprueba la unión; en consecuencia, por el momento no se atreve a confesarle su compromiso con Ma­riana, y se siente obligado, dada su situación de dependencia, a ceder a los planes que ella haya formado para él y ausentarse de Devonshire por un tiempo. Sé que me dirás que esto puede o no puede haber ocurrido; pero no prestaré oídos a tus cavilaciones a no ser que me muestres otra mane­ra de explicar este asunto tan satisfactoria como la que te he planteado. Y ahora, Elinor, ¿qué puedes decir?
    -Nada, porque usted ha anticipado mi res­puesta.
    -Entonces me habrías dicho que las cosas po­drían haber ocurrido así, o no. ¡Ay, Elinor! ¡Qué in­comprensibles son tus sentimientos! Prefieres creer lo malo antes que lo bueno. Prefieres buscar el in­fortunio para Marianne y la culpa para el pobre Willoughby, antes que una disculpa para él. Estás resuelta a creerlo culpable, porque se despidió de nosotras con menos afecto del que en general nos ha demostrado. ¿Y no te es posible hacer alguna concesión al atolondramiento, o a un ánimo abati­do por desengaños recientes? ¿Es que no puede aceptarse ninguna probabilidad, simplemente por­que no es una certeza? ¿Nada se le debe al hom­bre al que tenemos tantos motivos para querer, y ninguno en el mundo para pensar mal? ¿No le de­bemos abrirnos a la posibilidad de que haya moti­vos incuestionables en sí mismos, pero inevitable­mente secretos durante un tiempo? Y, después de todo, ¿de qué lo haces sospechoso?
    -Tampoco lo tengo claro. Pero es inevitable sospechar algo desagradable tras ver un trastorno tan grande como el que observamos en él. Hay una gran verdad, sin embargo, en su insistencia respecto de las concesiones que debemos hacer en su fa­vor, y es mi deseo ser imparcial en todos mis jui­cios. Es indudable que Willoughby puede tener motivos suficientes para haberse comportado así, y espero que los tenga. Pero habría sido más pro­pio de su carácter haberlos dado a conocer. La re­serva puede ser aconsejable, pero aun así no puedo evitar extrañarme de encontrarla en él. -
    -No lo culpes, sin embargo, por apartarse de su naturaleza, allí donde la desviación es necesa­ria. En todo caso, ¿realmente sí admites la justicia de lo que he dicho en su defensa? Eso me alegra... y a él lo absuelve.
    -No por completo. Puede que sea adecuado ocultar su compromiso (si es que están compro­metidos) a la señora Smith; y si tal es el caso, debe ser extremadamente conveniente para Willoughby estar lo menos posible en Devonshire por el mo­mento. Pero eso no es excusa para ocultárnoslo a nosotras.
    -¡Ocultárnoslo a nosotras! Mi niña querida, ¿acu­sas a Willoughby y a Marianne de ocultamiento? Esto es en verdad extraño, cuando tus ojos los han acusado a diario por su falta de cautela.
    -No me falta prueba alguna de su afecto -dijo Elinor-, pero sí de su compromiso.
    -A mí me bastan las que tengo de ambos.
    -Pero ni una palabra le han dicho, ninguno de los dos, sobre esta materia.
    -No he necesitado palabras donde las acciones han hablado por sí mismas con tanta claridad. Su comportamiento hacia Marianne y todas nosotras, al menos durante la última quincena, ¿acaso no ha hecho patente que la amaba y la consideraba su futura esposa, y que sentía por nosotras el afecto que se tiene por los parientes más cercanos? ¿No nos hemos entendido mutuamente a la perfección? ¿No ha solicitado a diario mi consentimiento a tra­vés de sus miradas, sus modales, sus atenciones afectuosas y llenas de respeto? Elinor, hija mía, ¿es posible dudar de su compromiso? ¿Cómo pudo ocurrírsete tal idea? Es imposible suponer que Willoughby, convencido como debe estar del amor de tu hermana, fuera a abandonarla, y quizá por meses, sin hablarle de su amor; imposible pensar que pudieran separarse sin intercambiar estas mu­tuas expresiones de confianza.
    -Confieso -replicó Elinor- que todas las cir­cunstancias excepto una hablan en favor de su compromiso, pero esa una es el total silencio de ambos sobre ello, y para mí casi anula todas las demás.
    -¡Qué extraño! Ciertamente debes pensar horro­res de Willoughby si, después de cuanto ha pasado entre ellos a la vista de todos, puedes dudar de la naturaleza de los lazos que los unen. ¿Ha estado re­presentando un papel frente a tu hermana todo este tiempo? ¿Lo crees de verdad indiferente a ella?
    -No, no puedo creer tal cosa. Estoy segura de que él debe amarla, y que la ama.
    -Pero con una rara clase de ternura, si puede dejarla con tal indiferencia, con tal despreocupa­ción por el futuro como la que tú le atribuyes.
    -Debe recordar, madre querida, que nunca he dado por ciertos estos asuntos. Confieso que he te­nido mis dudas; pero son menos fuertes de lo que eran, y puede que muy pronto hayan desapareci­do por completo. Si descubrimos que se correspon­den en su amor, todos mis temores habrán desaparecido.
    -¡Mira qué gran concesión! Si los vieras ante el altar, supondrías que se iban a casar. ¡Qué niña des­agradable! Pero yo no necesito tales pruebas. Nada, a mi juicio, ha pasado que justifique las dudas; no ha habido intentos de mantener nada en secreto; en todo ha habido igual transparencia. No pueden caberte dudas acerca de los deseos de tu herma­na. Entonces debe ser de Willoughby que sospe­chas. Pero, ¿por qué? ¿No es acaso un hombre de honor y buenos sentimientos? ¿Ha mostrado algu­na inconsistencia capaz de crear alarma? ¿Es capaz de engaño?
    -Espero que no, creo que no -exclamó Elinor-. Quiero a Willoughby, sinceramente lo quiero; y las sospechas sobre su integridad no pueden ser más dolorosas para usted que para mí. Lo he hecho in­voluntariamente, y no atizaré esa tendencia en mí. Me sobresaltó, lo confieso, el cambio en su trato esa mañana; al hablar parecía una persona diferente a la que conocimos, y no respondió a la gentileza que usted tuvo hacia él con ninguna muestra de cordialidad. Pero todo esto puede explicarse por estar afectado por alguna situación como la que usted supone. Se acababa de separar de mi her­mana, la había visto alejarse en la mayor de las aflicciones; y si se sentía obligado, por temor a ofender a la señora Smith, a resistir la tentación de volver acá luego, y aun así se daba cuenta de que al declinar su invitación diciendo que se iba por algún tiempo parecería estar actuando de manera mezquina y sospechosa hacia nuestra familia, bien puede haberse sentido avergonzado y perturbado. En tal caso, creo que un reconocimiento simple y franco de sus dificultades lo habría honrado más y habría sido más coherente con su carácter en ge­neral. Pero no criticaré la conducta de nadie sobre bases tan débiles como una diferencia entre sus opiniones y las mías, o una desviación de lo que yo considero correcto y consecuente.
    -Lo que dices está muy bien. No cabe duda de que Willoughby no merece que sospechen de él. Aunque nosotras no lo hemos conocido duran­te mucho tiempo, no es un desconocido en esta parte del mundo; ¿y quién ha hablado en contra de él? Si hubiese estado en situación de actuar con independencia y casarse de inmediato, habría sido extraño que nos dejara sin decírmelo todo al mo­mento; pero no es el caso. Es un compromiso ini­ciado, en algunos aspectos, bajo auspicios no favorables, porque la posibilidad de una boda pa­rece estar lejos todavía; e incluso, según lo que se observa, puede que sea aconsejable mantener las cosas en secreto por ahora.
    Se vieron interrumpidas por la entrada de Mar­garet, lo que dio libertad a Elinor para meditar de­tenidamente en los planteamientos de su madre, reconocer que muchos de ellos eran probables, y confiar en que todos fueran acertados.
    No vieron a Marianne hasta la hora de la cena, cuando entró a la habitación y ocupó su lugar en la mesa sin proferir palabra. Tenía los ojos rojos e hinchados, y parecía que incluso en ese momento reprimía las lágrimas con dificultad. Evitó las mira­das de las demás, no pudo comer ni conversar, y después de un rato, cuando su madre le oprimió silenciosamente la mano en un gesto de tierna com­pasión, el pequeño grado de fortaleza que había mantenido hasta entonces se derrumbó, rompió a llorar y abandonó la habitación.
    Esta inexorable tristeza continuó durante toda la tarde. Marianne era impotente frente a ella, por­que carecía de todo deseo de control sobre sí mis­ma. La más pequeña mención de cualquier cosa relativa a Willoughby sobrepasaba de inmediato en ella toda resistencia; y aunque su familia estaba ansiosamente atenta a su bienestar, si llegaban a hablar les era imposible evitar todos los temas que sus sentimientos asociaban al joven.


    CAPITULO XVI

    Marianne no habría sabido cómo perdonarse si hu­biera podido dormir aunque fuera un instante esa primera noche tras la partida de Willoughby. Ha­bría tenido vergüenza de mirar a su familia a la cara la mañana siguiente si no se hubiera levan­tado de la cama más necesitada de descanso que cuando se acostó. Pero los mismos sentimientos que hacían de la circunspección algo indeseable, la liberaron de todo peligro de caer en ella. Estu­vo despierta durante toda la noche y lloró gran parte de ella. Se levantó con dolor de cabeza, in­capaz de hablar y sin deseos de tomar ningún ali­mento, apesadumbrando en todo momento a su madre y hermanas y rechazando todas sus tenta­tivas de consuelo. ¡No iba ella a mostrar falta de sensibilidad!
    Una vez terminado el desayuno, salió sola y deambuló por la aldea de Allenham, entregándose a los recuerdos de pasados goces y llorando por el actual revés de su fortuna durante la mayor parte de la mañana.
    La tarde transcurrió en igual abandono a los sentimientos. Volvió a tocar cada una de las can­ciones que le gustaban y que solía tocar para Willoughby, cada aire en el que con más frecuen­cia se habían unido sus voces, y permaneció sen­tada ante el instrumento contemplando cada línea de música que él había copiado para ella, hasta que fue tan grande el pesar de su corazón que ya no podía alcanzarse tristeza mayor; y día a día se esforzó en nutrir así su dolor. Pasaba horas completas al piano alternando cantos y llantos, a menudo con la voz totalmente ahogada por las lágrimas. También en los libros, al igual que en la música, cortejaba la desdicha que con toda cer­teza podía obtener de la confrontación entre el pasado y el presente. No leía nada sino lo que solían leer juntos.
    Tan ardiente congoja de ninguna manera po­día sostenerse para siempre; a los pocos días se sumió en una más tranquila melancolía; pero las ocupaciones a que se entregaba diariamente -sus caminatas solitarias y silenciosas meditaciones-, aún daban pie a ocasionales efluvios de dolor tan in­tensos como antes.
    No llegó ninguna carta de Willoughby, y no parecía que Marianne esperara ninguna. Su madre estaba sorprendida y Elinor nuevamente se fue in­quietando. Pero la señora Dashwood era capaz de encontrar explicaciones siempre que le eran nece­sarias, lo que calmaba al menos su preocupación.
    -Recuerda, Elinor -le dijo-, cuán a menudo sir John se encarga de transportar nuestro correo. Es­tuvimos de acuerdo en que el secreto puede ser necesario, y debemos reconocer que no podríamos mantenerlo si la correspondencia de Willoughby y Marianne pasara por las manos de sir John.
    Elinor no pudo negar la verdad de lo anterior e intentó encontrar allí motivo suficiente para el si­lencio de los jóvenes. Pero había un método tan directo, tan sencillo y, en su opinión, tan fácil de adoptar para conocer el verdadero estado de las cosas y eliminar de una vez todo el misterio, que no pudo evitar sugerírselo a su madre.
    -¿Por qué no le pregunta de inmediato a Ma­rianne -le dijo- si está o no está comprometida con Willoughby? Viniendo de usted, su madre, y una madre tan dulce e indulgente, la pregunta no pue­de molestar. Sería consecuencia natural de su cari­ño por ella. Ella solía ser toda franqueza, y con usted de manera muy especial.
    -Por nada del mundo le haría tal pregunta. Su­poniendo posible que no estén comprometidos, ¡cuánta aflicción no le infligiría al así interrogarla! En todo caso, revelaría una falta de consideración tan grande a sus sentimientos. Nunca podría me­recer su confianza de nuevo tras obligarla a con­fesar algo que por el momento no se quiere en conocimiento de nadie. Conozco el corazón de Marianne: sé que me quiere profundamente y que no seré la última en quien confíe sus asuntos, cuan­do las circunstancias así lo aconsejen. Jamás inten­taría forzar las confidencias de nadie, menos aún de una niña, porque un sentido del deber contra­rio a sus deseos le impediría negarse a ello.
    Elinor pensó que su generosidad era excesiva, considerando la juventud de su hermana, e insis­tió un poco, pero en vano; el sentido común, el celo común y la prudencia común, todos habían sucumbido en la romántica delicadeza de la seño­ra Dashwood.
    Pasaron varios días antes de que nadie en la familia mencionara el nombre de Willoughby frente a Marianne; por supuesto, sir John y la señora Jen­nings no fueron tan delicados; sus ingeniosidades sumaron dolor a muchos momentos dolorosos; pero una tarde, la señora Dashwood, tomando al azar un volumen de Shakespeare, exclamó:
    -Nunca terminamos Hamlet, Marianne; nuestro querido Willoughby se fue antes de que lo leyéra­mos completo. Lo reservaremos, de manera que cuando vuelva... Pero pueden pasar meses antes de que eso ocurra.
    -¡Meses! -exclamó, con enorme sorpresa-. No, ni siquiera muchas semanas.
    La señora Dashwood lamentó lo que había di­cho; pero alegró a Elinor, ya que había arrancado una respuesta de Marianne que mostraba con tan­ta fuerza su confianza en Willoughby y el conoci­miento de sus intenciones.
    Una mañana, alrededor de una semana después de la partida del joven, Marianne se dejó conven­cer de unirse a sus hermanas en su caminata habi­tual en vez de ponerse a deambular sola. Hasta ese momento había evitado cuidadosamente toda com­pañía durante sus vagabundeos. Si sus hermanas pensaban pasear en las lomas, ella se escabullía hacia los senderos; si mencionaban el valle, con igual prisa trepaba las colinas, y nunca podían en­contrarla cuando las demás partían. Pero a la larga la vencieron los esfuerzos de Elinor, que desapro­baba enérgicamente ese permanente apartamiento. Caminaron a lo largo del camino que cruzaba el valle, casi todo el tiempo en silencio, porque era imposible ejercer control sobre la mente de Marian­ne; y Elinor, satisfecha con haber ganado un pun­to, no intentó por el momento obtener ninguna otra ventaja. Más allá de la entrada al valle, allí donde la campiña, aunque todavía fértil, era menos agreste y más abierta, se extendía ante ellas un largo tre­cho del camino que habían recorrido al llegar a Barton; y cuando alcanzaron este punto, se detu­vieron para mirar a su alrededor y examinar la pers­pectiva dada por la distancia desde la cual veían su casa, ubicadas como estaban en un sitio al que nunca se les había ocurrido dirigirse en sus cami­natas anteriores.
    Entre todas las cosas que poblaban el paisaje, muy pronto descubrieron un objeto animado; era un hombre a caballo, que venía en dirección ha­cia ellas. En pocos minutos pudieron apreciar que era un caballero; y un instante después, arrobada, Marianne exclamó:
    -¡Es él! Seguro que es... ¡Sé que es! -y se apre­suraba a ir a su encuentro cuando Elinor la llamó:
    -No, Marianne, creo que te equivocas. No es Willoughby. Esa persona no es lo suficientemente alta, y no tiene su aspecto.
    -Sí lo tiene, sí lo tiene -exclamó Marianne-. ¡Es­toy segura de que lo tiene! Su aspecto, su abrigo, su caballo... Yo sabía que iba a llegar así de rápido.
    Caminaba llena de excitación mientras habla­ba; y Elinor, para proteger a Marianne de sus pro­pias peculiaridades, ya que estaba casi segura de que no era Willoughby, apresuró el paso y se mantuvo a la par de ella. Pronto estuvieron a trein­ta yardas del caballero. Marianne lo miró de nue­vo; sintió que se le caía el alma a los pies, se dio media vuelta y comenzaba a devolverse por don­de había venido cuando en su prisa se vio dete­nida por las voces de sus hermanas, a la que se unía una tercera casi tan conocida como la de Willoughby, rogándole que se detuviera, y se vol­vió sorprendida para ver y dar la bienvenida a Edward Ferrars.
    Era la única persona del mundo a quien en ese momento podía perdonar no ser Willoughby; la única que podía haberla hecho sonreír; pero ella borró sus lágrimas para sonreírle a él, y en la feli­cidad de su hermana olvidó por un momento su propia decepción.
    Edward desmontó y, entregándole el caballo a su sirviente, caminó de vuelta con ellas hacia Barton, adonde se dirigía con el propósito de vi­sitarlas.
    Todas le dieron la bienvenida con gran cordia­lidad, pero especialmente Marianne, que fue más calurosa en sus demostraciones de afecto que in­cluso la misma Elinor. Para Marianne, sin embar­go, el encuentro entre Edward y su hermana no fue sino la continuación de esa inexplicable frial­dad que tan a menudo había observado en el com­portamiento de ambos en Norland. En Edward, especialmente, faltaba todo aquello que un enamo­rado debiera parecer y decir en ocasiones como ésta. Estaba confundido, apenas mostraba placer alguno en verlas, no se veía ni exaltado ni alegre, habló escasamente y sólo cuando se veía obligado a responder preguntas, y no distinguió a Elinor a través de ninguna señal de afecto. Marianne mira­ba y escuchaba con creciente sorpresa. Casi comen­zó a sentir desagrado por Edward; y esta sensación terminó, como terminaban obligatoriamente todos sus sentimientos, llevando sus pensamientos de vuelta a Willoughby, cuyos modales contrastaban de tal manera con los de aquel que había sido ele­gido como hermano.
    Tras un corto silencio que siguió a la sorpresa y preguntas iniciales, Marianne inquirió de Edward si había venido directamente desde Londres. No, había estado en Devonshire durante quince días.
    -¡Quince días! -repitió Marianne, sorprendida de saber que había estado en el mismo condado que Elinor sin haberla visto antes.
    Edward se mostró algo incómodo mientras agregaba que se había estado quedando con algu­nos amigos cerca de Plymouth.
    -¿Ha estado últimamente en Sussex? -le pregun­tó Elinor.
    -Estuve en Norland hace un mes.
    -¿Y cómo está el querido, querido Norland? -exclamó Marianne.
    -El querido, querido Norland -dijo Elinor- pro­bablemente esté bastante parecido a como siempre está en esta época del año... los bosques y sende­ros cubiertos de una gruesa capa de hojas secas.
    -¡Ah! -exclamó Marianne-. ¡Cuán transportada de emoción me solía sentir entonces al verlas caer! ¡Cómo me he deleitado en mis caminatas viéndo­las caer en torno a mí como una lluvia impelida por el viento! ¡Qué de emociones me han inspira­do, y la estación, el aire, todo! Hoy no hay nadie que las contemple. Ven en ellas tan sólo un fasti­dio, rápidamente las barren, y las hacen desapare­cer de la vista como mejor pueden.
    -No todos -dijo Elinor- tienen tu pasión por las hojas secas.
    -No, mis sentimientos no suelen ser comparti­dos, ni tampoco comprendidos. Pero a veces lo son -mientras decía esto, se entregó por un instante a un breve ensueño; pero saliendo de él, continuó-: Ahora, Edward -le dijo llamando su atención al paisaje-, éste es el valle de Barton. Contémplalo, Y manténte en calma si es que puedes. ¡Mira esas colinas! ¿Alguna vez viste algo igual? Hacia la iz­quierda está la finca, Barton Park, entre esos bos­ques y plantíos. Puedes ver una esquina de la casa. Y allá, bajo esa colina lejana que se eleva con tal grandeza, está nuestra cabaña.
    -Es una hermosa región -replicó él-; pero es­tas hondonadas deben estar llenas de lodo en in­vierno.
    -¿Cómo puedes pensar en el lodo, con tales cosas frente a ti?
    -Porque -replicó él, sonriendo- entre todas las cosas frente a mí, veo un sendero muy enfangado.
    “¡Qué persona curiosa!”, se dijo Marianne mien­tras continuaba su camino.
    -¿Es agradable el vecindario acá? ¿Son los Middleton gente grata?
    -No, en absoluto -respondió Marianne -, no podríamos estar peor ubicadas.
    -Marianne -exclamó su hermana-, ¿cómo pue­des decir eso? ¿Cómo puedes ser tan injusta? Son una familia muy respetable, señor Ferrars, y con nosotras se han portado de la manera más amisto­sa posible. ¿Es que has olvidado, Marianne, cuán­tos días placenteros les debemos?
    -No -dijo Marianne en voz baja-, y tampoco cuántos momentos dolorosos.
    Elinor no escuchó sus palabras y, dirigiendo la atención a su visitante, se esforzó en mantener con él algo que pudiera parecer una conversación, para lo que recurrió a hablar de su residencia actual, sus ventajas, y cosas así, con lo que logró sacarle a la fuerza alguna ocasional pregunta u observa­ción. Su frialdad y reserva la mortificaban grave­mente; se sentía molesta y algo enojada; pero decidida a guiar su conducta más por el pasado que por el presente, evitó toda apariencia de re­sentimiento o disgusto y lo trató como pensaba que debía ser tratado, dados los vínculos familiares.


    CAPITULO XVII

    La sorpresa de la señora Dashwood al verlo duró sólo un momento; la venida de Edward a Bar­ton era, en su opinión, la cosa más natural del mundo. Su alegría y manifestaciones de afecto sobrepasaron en mucho el asombro que pudo haber sentido. Recibió el joven la más gentil de las bienvenidas de parte de ella; su timidez, frial­dad, reserva, no pudieron resistir tal recibimien­to. Ya habían comenzado a abandonarlo antes de entrar a la casa, y el encanto del trato de la se­ñora Dashwood terminó por vencerlas. En ver­dad un hombre no podía enamorarse de ninguna de sus hijas sin hacerla a ella también partícipe de su amor; y Elinor tuvo la satisfacción de ver cómo muy pronto volvía a comportarse como en realidad era. Su cariño hacia ellas y su interés por el bienestar de todas parecieron cobrar nue­va vida y hacerse otra vez manifiestos. No esta­ba, sin embargo, en el mejor de los ánimos; alabó la casa, admiró el panorama, se mostró atento y gentil; pero aun así no estaba animado. Toda la familia lo advirtió, y la señora Dashwood, atri­buyéndolo a alguna falta de generosidad de su madre, se sentó a la mesa indignada contrato­dos los padres egoístas.
    ¿Cuáles son los planes de la señora Ferrars para usted actualmente? -le preguntó tras haber terminado de cenar y una vez que se encontra­ron reunidos alrededor del fuego-. ¿Todavía se es­pera que sea un gran orador, a pesar de lo que usted pueda desear?
    -No. Espero que mi madre se haya convenci­do ya de que mis dotes para la vida pública son tan escasas como mi inclinación a ella.
    -Pero, entonces, ¿cómo alcanzará la fama? Por­que tiene que ser famoso para contentar a toda su familia; y sin ser, propenso a una vida de grandes gastos, sin interés por la gente que no conoce, sin profesión y sin tener el futuro asegurado, le pue­de ser difícil lograrlo.
    -Ni siquiera lo intentaré. No tengo deseo algu­no de ser distinguido, y tengo todas las razones imaginables para confiar en que nunca lo seré. ¡Gra­cias a Dios! No se me puede obligar al genio y la elocuencia.
    -Carece de ambición, eso lo sé bien. Todos sus deseos son moderados.
    -Creo que tan moderados como los del resto del mundo. Deseo, al igual que todos los demás, ser totalmente feliz; pero, al igual que todos los demás, tiene que ser a mi manera. La grandeza no me hará feliz.
    -¡Seria raro que lo hiciera! -exclamó Marianne-. ¿Qué tienen que ver la riqueza o la grandeza con la felicidad?
    -La grandeza, muy poco -dijo Elinor-; pero la riqueza, mucho.
    -¡Elinor, qué vergüenza! -dijo Marianne-. El dinero sólo puede dar felicidad allí donde no hay ninguna otra cosa que pueda darla. Más allá de un buen pasar, no puede dar real satisfacción, por lo menos en lo que se refiere al ser más ín­timo.
    -Quizá -dijo Elinor, sonriendo-, lleguemos a lo mismo. Tu buen pasar y mi riqueza son muy se­mejantes, diría yo; y tal como van las cosas hoy en día, estaremos de acuerdo en que, sin ellos, fal­tará también todo lo necesario para el bienestar fí­sico. Tus ideas sólo son más nobles que las mías. Vamos, ¿en cuánto calculas un buen pasar?
    -Alrededor de mil ochocientas o dos mil libras al año; no más que eso.
    Elinor se echó a reír.
    -¡Dos mil al año! ¡Mil es lo que yo llamo ri­queza! Ya sospechaba yo en qué terminaríamos.
    -Aun así, dos mil anuales es un ingreso muy moderado -dijo Marianne-. Una familia no puede mantenerse con menos. Y creo que no estoy sien­do extravagante en mis demandas. Una adecuada dotación de sirvientes, un carruaje, quizá dos, y perros y caballos de_ caza, no se pueden mantener con menos.
    Elinor sonrió nuevamente al escuchar a su her­mana describiendo con tanta exactitud sus futuros gastos en Combe Magna.
    -¡Perros y caballos cazadores! -repitió Edward-. Pero, ¿por qué habrías de tenerlos? No todo el mun­do caza.
    Marianne se ruborizó mientras le respondía:
    -Pero la mayoría lo hace.
    -¡Cómo quisiera -dijo Margaret, poniendo en marcha su fantasía- que alguien nos regalara a cada una gran fortuna!
    -¡Ah! ¡Si eso ocurriera! -exclamó Marianne bri­llándole los ojos de animación, y con las mejillas resplandecientes con la dicha de esa felicidad ima­ginaria.
    -Supongo que todas lo deseamos -dijo Elinor-, pese a que la riqueza no basta.
    -¡Ay, cielos! -exclamó Margaret-. ¡Qué feliz se­ría! ¡No me imagino qué haría con ese dinero!
    Marianne parecía no tener ninguna duda al res­pecto.
    -Por mi parte, yo no sabría cómo gastar una gran fortuna -dijo la señora Dashwood- si todas mis hijas fueran ricas sin mi ayuda.
    -Debería comenzar con las mejoras a esta casa -observó Elinor-, y todas sus dificultades desapa­recerían de inmediato.
    -¡Qué magníficas órdenes de compra saldrían desde esta familia a Londres -dijo Edward- si ello ocurriera! ¡Qué feliz día para los libreros, los ven­dedores de música y las tiendas de grabados! Us­ted, señorita Dashwood, haría un encargo general para que se le enviara todo nuevo grabado de cali­dad; y en cuanto a Marianne, conozco su grandeza de alma: no habría música suficiente en Londres para satisfacerla. ¡Y libros! Thomson, Cowper, Scott... los compraría todos una y otra vez; compraría cada co­pia, creo, para evitar que cayeran en manos indig­nas de ellos; y tendría todos los libros que le pudieran enseñar a admirar un viejo árbol retorci­do. ¿No es verdad, Marianne? Perdóname si he so­nado algo cáustico. Pero quería mostrarte que no he olvidado nuestras antiguas discusiones.
    -Me encanta que me recuerden el pasado, Ed­ward; no importa que sea melancólico o alegre, me encanta que me lo recuerden; y jamás me ofende­rás hablándome de tiempos pasados. Tienes toda la razón al suponer cómo gastaría mi dinero... parte de él, al menos mi dinero suelto, de todas mane­ras lo usaría para enriquecer mi colección de mú­sica y libros.
    -Y el grueso de tu fortuna iría a pensiones anuales para los autores o sus herederos. -No, Edward, haría otra cosa.
    -Quizá, entonces, la donarías como un premio a la persona que escribiera la mejor defensa de tu máxima favorita, ésa según la cual nadie puede enamorarse más de una vez en la vida: porque su­pongo que no has cambiado de opinión en ese punto, ¿verdad?
    -Sin ninguna duda. A mi edad, las opiniones son tolerablemente sólidas. No parece probable que vaya a ver o escuchar nada que me haga cambiarlas.
    -Puede ver que Marianne sigue tan resuelta como siempre dijo Elinor-; no ha cambiado en nada.
    -Sólo está un poco más grave que antes.
    -No, Edward -dijo Marianne-, tú no tienes nada que reprocharme. Tampoco tú estás muy alegre.
    -¡Qué te hace pensar eso! -replicó el joven, con un suspiro-. Pero la alegría nunca formó parte de mí carácter.
    -Tampoco la creo parte del de Marianne -dijo Elinor-. Difícilmente la llamaría una muchacha de gran vivacidad; es muy intensa, muy vehemente en todo lo que hace; a veces habla mucho, y siempre con gran animación..., pero no es frecuente verla realmente alegre.
    -Creo que tiene usted razón -replicó Edward-; y, sin embargo, siempre la he tenido por una mu­chacha muy vivaz.
    -A menudo me he descubierto cometiendo esa clase de equivocaciones -dijo Elinor-, con ideas totalmente falsas sobre el carácter de alguien en algún punto u otro; imaginando a la gente mucho más alegre o seria, más ingeniosa o estúpida de lo que realmente es, y me es difícil decir por qué, o en qué se originó el engaño. A veces uno se deja guiar por lo que las personas dicen de sí mismas, y muy a menudo por lo que otros dicen de ellas, sin darse tiempo para deliberar y discernir.
    -Pero yo creía que estaba bien, Elinor –dijo Marianne- dejarse guiar cabalmente por la opinión de otras personas. Creía que se nos daba el dis­cernimiento simplemente para subordinarlo al de nuestros vecinos. Estoy segura de que ésta ha sido siempre tu doctrina.
    -No, Marianne, nunca. Mi doctrina nunca ha apuntado a la sujeción del entendimiento. El com­portamiento es lo único sobre lo que he querido influir. No debes confundir el sentido de lo que digo. Me confieso culpable de haber deseado a menudo que trataras a nuestros conocidos en ge­neral con mayor cortesía; pero, ¿cuándo te he acon­sejado adoptar sus sentimientos o conformarte a su manera de juzgar las cosas en asuntos serios?
    -Entonces no ha podido incorporar a su her­mana a su plan de cortesía general -dijo Edward a Elinor-. ¿No ha conquistado ningún terreno?
    -Muy por el contrario -replicó Elinor, con una expresiva mirada a Marianne.
    -Mi pensamiento -respondió él- está en todo de acuerdo con el suyo; pero me temo que mis acciones concuerdan mucho más con las de su her­mana. Nunca es mi deseo ofender, pero soy tan neciamente tímido que a menudo parezco desaten­to, cuando sólo me retiene mi natural torpeza. Con frecuencia he pensado que, por naturaleza, debo haber estado destinado a gustar de la gente de baja condición, ¡pues me siento tan poco cómodo en­tre personas de buena cuna cuando me son extra­ñas!
    -Marianne no puede escudarse en la timidez por las desatenciones en que puede incurrir -dijo Elinor.
    -Ella conoce demasiado bien su propio valer para falsas vergüenzas -replicó Edward-. La timi­dez es únicamente efecto de una sensación de in­ferioridad en uno u otro aspecto. Si yo pudiera convencerme de que mis modales son perfectamen­te naturales y elegantes, no sería tímido.
    -Pero aun así, sería reservado -dijo Marianne-, y eso es peor.
    Edward la quedó mirando fijamente.
    -¿Reservado? ¿Soy reservado, Marianne?
    -Sí, mucho.
    -No te comprendo -replicó él, enrojeciendo-. ¡Reservado...! ¿Cómo, en qué sentido? ¿Qué debe­ría haberles dicho? ¿Qué es lo que supones?
    Elinor pareció sorprendida ante una respuesta tan cargada de emoción, pero intentando quitarle seriedad al asunto, le dijo:
    -¿Es que acaso no conoce lo suficiente a mi hermana para entender lo que dice? ¿No sabe aca­so que ella llama reservado a todo aquel que no habla tan rápido como ella ni admira lo que ella admira, y con idéntico éxtasis?
    Edward no respondió. Retornó a él ese aire gra­ve y meditabundo que le era tan propio, y duran­te un rato se mantuvo allí sentado, silencioso y sombrío.


    CAPITULO XVIII

    Elinor contempló con gran inquietud el ánimo de­caído de su amigo. La satisfacción que le ofrecía su visita era bastante parcial, puesto que el placer que él mismo obtenía parecía tan imperfecto. Era evidente que era desdichado, y ella habría desea­do que fuera igualmente evidente que aún la dis­tinguía por el mismo afecto que alguna vez estaba segura de haberle inspirado; pero hasta el momento parecía muy dudoso que continuara prefiriéndola, y su actitud reservada hacia ella contradecía en un instante lo que una mirada más animada había in­sinuado el minuto anterior.
    A la mañana siguiente las acompañó a ella y a Marianne en la mesa del desayuno antes de que las otras hubieran bajado; y Marianne, siempre an­siosa de impulsar, en lo que le era posible, la feli­cidad de ambos, pronto los dejó solos. Pero no iba aún por la mitad de las escaleras cuando escuchó abrirse la puerta de la sala y, volviéndose, quedó estupefacta al ver que también Edward salía.
    Voy al pueblo a ver mis caballos -le dijo-, ya que todavía no estás lista para desayunar; volveré muy luego.

    Edward regresó con renovada admiración por la región circundante; su caminata a la aldea ha­bía sido ocasión favorable para ver gran parte del valle; y la aldea misma, ubicada mucho más alto que la casa, ofrecía una visión general de todo el lugar que le había agradado sobremanera. Este era un tema que aseguraba la atención de Marianne, y comenzaba a describir su propia admiración por estos paisajes y a interrogarlo más en detalle so­bre las cosas que lo habían impresionado de ma­nera especial, cuando Edward la interrumpió diciendo:
    -No debes preguntar demasiado, Marianne; re­cuerda, no sé nada de lo pintoresco, y te ofenderé con mi ignorancia y falta de gusto si entramos en detalles. ¡Llamaré empinadas a las colinas que de­bieran ser escarpadas! Superficies inusuales y tos­cas, a las que debieran ser caprichosas y ásperas; y de los objetos distantes diré que están fuera de la vista, cuando sólo debieran ser difusos a través del suave cristal de la brumosa atmósfera. Tienes que contentarte con el tipo de admiración que ho­nestamente puedo ofrecer. La llamo una muy her­mosa región: las colinas son empinadas, los bosques parecen llenos de excelente madera, y el valle se ve confortable y acogedor, con ricos pra­dos y varias pulcras casas de granjeros disemina­dos aquí y allá. Corresponde exactamente a mi idea de una agradable región campestre, porque une belleza y utilidad... y también diría que es pinto­resca, porque tú la admiras; fácilmente puedo creer que está llena de roqueríos y promontorios, mus­go gris y zarzales, pero todo eso se pierde conmi­go. No sé nada de pintoresquismo.
    -Me temo que hay demasiada verdad en eso -dijo Marianne-; pero, ¿por qué hacer alarde de ello?
    -Sospecho -dijo Elinor- que para evitar caer en un tipo de afectación, Edward cae aquí en otra. Como cree que tantas personas pretenden mucho mayor admiración por las bellezas de la naturale­za de la que de verdad sienten, y le desagradan tales pretensiones, afecta mayor indiferencia ante el paisaje y menos discernimiento de los que real­mente posee. Es exquisito y quiere tener una afec­tación sólo de él.
    -Es muy cierto -dijo Marianne- que la admira­ción por los paisajes naturales se ha convertido en una simple jerigonza. Todos pretenden admirarse e intentan hacer descripciones con el gusto y la ele­gancia del primero que definió lo que era la belle­za pintoresca. Detesto las jergas de cualquier tipo, y en ocasiones he guardado para mí misma mis sentimientos porque no podía encontrar otro len­guaje para describirlos que no fuera ese que ha sido gastado y manoseado hasta perder todo sentido y significado.
    -Estoy convencido -dijo Edward- de que frente a un hermoso panorama realmente sientes todo el placer que dices sentir. Pero, a cambio, tu herma­na debe permitirme no sentir más del que decla­ro. Me gusta una hermosa vista, pero no según los principios de lo pintoresco. No me gustan los ár­boles contraídos, retorcidos, marchitos. Mi admira­ción es mucho mayor cuando son altos, rectos y están en flor. No me gustan las cabañas en ruinas, destartaladas. No soy aficionado a las ortigas o a los cardos o a los brezales. Me da mucho más pla­cer una acogedora casa campesina que una atala­ya; y un grupo de aldeanos pulcros y felices me agrada mucho más que los mejores bandidos del mundo.
    Marianne miró a Edward con ojos llenos de sor­presa, y a su hermana con piedad. Elinor se limitó a reír.
    Abandonaron el tema, y Marianne se mantuvo en un pensativo silencio hasta quede súbito un objeto capturó su atención. Estaba sentada junto a Edward, y cuando él tomó la taza de té que le- ofre­cía la señora Dashwood, su mano le pasó tan cer­ca que no pudo dejar de observar, muy visible en uno de sus dedos, un anillo que en el centro lle­vaba unos cabellos entretejidos.
    -Nunca vi que usaras un anillo antes, Edward -exclamó-. ¿Pertenecen a Fanny esos cabellos? Re­cuerdo que prometió darte algunos. Pero habría pensado que su pelo era más oscuro.
    Marianne había manifestado sin mayor reflexión lo que en verdad sentía; pero cuando vio cuánto había turbado a Edward, su propio fastidio ante su falta de consideración fue mayor que la molestia que él sentía. El enrojeció vivamente y, lanzando una rápida mirada a Elinor, replicó:
    -Sí, es cabello de mi hermana. El engaste siem­pre le da un matiz diferente, ya sabes.
    La mirada de Elinor se había cruzado con la de él, y también pareció turbarse. De inmediato ella pensó, al igual que Marianne, que el cabello le per­tenecía; la única diferencia entre ambas conclusio­nes era que lo que Marianne creía un regalo dado voluntariamente por su hermana, para Elinor ha­bía sido obtenido mediante algún robo o alguna maniobra de la que ella no estaba consciente. Sin embargo, no estaba de humor para considerarlo una afrenta, y mientras cambiaba de conversación pretendiendo así no haber notado lo ocurrido, en su fuero interno resolvió aprovechar de ahí en ade­lante toda oportunidad que se le presentara para mirar ese cabello y convencerse, más allá de toda duda, de que era del mismo color que el suyo.
    La turbación de Edward se alargó durante al­gún tiempo, y terminó llevándolo a un estado de abstracción aún más pronunciado. Estuvo especial­mente serio durante toda la mañana. Marianne se reprochaba de la manera más severa por lo que había dicho; pero se habría perdonado con mucho mayor rapidez si hubiera sabido cuán poco había ofendido a su hermana.
    Antes de mediodía recibieron la visita de sir John y la señora Jennings, que habiendo sabido de la visita de un caballero a la cabaña, vinieron a echar una mirada al huésped. Con la ayuda de su suegra, sir John no tardó en descubrir que el nom­bre de Ferrars comenzaba con F, y esto dejó abierta para el futuro una veta de chanzas contra la recta Elinor que únicamente porque recién conocían a Edward no explotaron de inmediato. En el momen­to, tan sólo las expresivas miradas que se cruza­ron dieron un indicio a Elinor de cuán lejos había llegado su perspicacia, a partir de las indicaciones de Margaret.
    Sir John nunca llegaba a casa de las Dashwood sin invitarlas ya fuera a cenar en la finca al día si­guiente, o tomar té con ellos esa misma tarde. En la ocasión actual, para distracción de su huésped a cuyo esparcimiento se sentía obligado a contri­buir, quiso comprometerlos para ambos.
    -Tienen que tomar té con nosotros hoy día -les dijo-, porque estaremos completamente solos; y mañana de todas maneras deben cenar con no­sotros, porque seremos un grupo bastante grande.
    La señora Jennings reforzó lo imperioso de la situación, diciendo:
    -¿Y cómo saben si no organizan un baile? Y eso sí la tentará a usted, señorita Marianne.
    -¡Un baile! protestó Marianne-. ¡Imposible! ¿Quién va a bailar?
    -¡Quién! Pero, ustedes, y los Carey y los Whi­taker, con toda seguridad. ¡Cómo! ¿Acaso creía que nadie puede bailar porque una cierta persona a quien no nombraremos se ha ido?
    -Con todo el corazón -exclamó sir John- que­rría que Willoughby estuviera entre nosotros de nuevo.
    Esto, y el rubor de Marianne, despertaron nue­vas sospechas en Edward.
    -¿Y quién es Willoughby? -le preguntó en voz baja a la señorita Dashwood, a cuyo lado se en­contraba.
    Elinor le respondió en pocas palabras. El sem­blante de Marianne era mucho más comunicativo. Edward vio en él lo suficiente para comprender no sólo el significado de lo que los otros decían, sino también las expresiones de Marianne que antes lo habían confundido; y cuando sus visitantes se hu­bieron ido, de inmediato se dirigió a ella y, en un susurro, le dijo:
    -He estado haciendo conjeturas. ¿Te digo lo que me parece adivinar?
    -¿Qué quieres decir?
    -¿Te lo digo?
    -Por supuesto.
    -Pues bien, adivino que el señor Willoughby practica la caza.
    Marianne se sintió sorprendida y turbada, pero no pudo dejar de sonreír ante tan tranquila sutile­za y, tras un momento de silencio, le dijo:
    -¡Ay, Edward! ¿Cómo puedes...? Pero llegará el día, espero... Estoy segura de que te gustará.
    -No lo dudo -replicó él, con un cierto asom­bro ante la intensidad y calor de sus palabras; pues si no hubiera imaginado que se trataba de una bro­ma hecha para diversión de todos sus conocidos, basada nada más que en un algo o una nada en­tre el señor Willoughby y ella, no habría osado mencionarlo.


    CAPITULO XIX

    Edward permaneció una semana en la cabaña; la señora Dashwood lo urgió a que se quedara más tiempo, pero como si sólo deseara mortificarse a sí mismo, pareció decidido a partir cuando mejor lo estaba pasando entre sus amigos. Su estado de ánimo en los últimos dos o tres días, aunque to­davía bastante inestable, había mejorado mucho; día a día parecía aficionarse más a la casa y a su en­torno, nunca hablaba de irse sin acompañar de sus­piros sus palabras, afirmaba que disponía de su tiempo por completo, incluso dudaba de hacia dón­de se dirigiría cuando se marchara..., pero aun así debía irse. Nunca una semana había pasado tan rá­pido, apenas podía creer que ya se hubiera ido. Lo dijo una y otra vez; dijo también otras cosas, que indicaban el rumbo de sus sentimientos y se contradecían con sus acciones. Nada le complacía en Norland, detestaba la ciudad, pero o a Norland o a Londres debía ir. Valoraba por sobre todas las cosas la gentileza que había recibido de todas ellas y su mayor dicha era estar en su compañía. Y aun así debía dejarlas a fines de esa semana, a pesar de los deseos de ambas partes y sin ninguna res­tricción en su tiempo.
    Elinor cargaba a cuenta de la madre de Edward todo lo que había de sorprendente en su manera de actuar; y era una suerte para ella que él tuviera una madre cuyo carácter le fuera conocido de ma­nera tan imperfecta como para servirle de excusa general frente a todo lo extraño que pudiera ha­ber en su hijo. Sin embargo, desilusionada y mo­lesta como estaba, y a veces disgustada con el vacilante comportamiento del joven hacia ella, aun así tenía la mejor disposición general para otorgar a sus acciones las mismas sinceras concesiones y generosas calificaciones que le habían sido arran­cadas con algo más de dificultad por la señora Dashwood cuando se trataba de Willoughby. Su falta de ánimo, de franqueza y de congruencia, era atribuida en general a su falta de independencia y a un mejor conocimiento de las disposiciones y pla­nes de la señora Ferrars. La brevedad de su visita, la firmeza de su propósito de marcharse, se origi­naban en el, mismo atropello a sus inclinaciones, en la misma inevitable necesidad de transigir con su madre. La antigua y ya conocida disputa entre el deber y el deseo, los padres contra los hijos, era la causa de todo. A Elinor le habría alegrado saber cuándo iban a terminar estas dificultades, cuándo iba a terminar esa oposición..., cuándo iba a cam­biar la señora Ferrars, dejando a su hijo en liber­tad para ser feliz. Pero, de tan vanos deseos estaba obligada a volver, para encontrar consuelo, a la re­novación de su confianza en el afecto de Edward; al recuerdo de todas las señales de interés que sus miradas o palabras habían dejado escapar mientras estaban en Barton; y, sobre todo, a esa halagado­ra prueba de ello que él usaba constantemente en torno a su dedo.
    -Creo, Edward -dijo la señora Dashwood mien­tras desayunaban la última mañana-, que serías más feliz si tuvieras una profesión que ocupara tu tiem­po y les diera interés a tus planes y acciones. Ello podría no ser enteramente conveniente para tus amigos: no podrías entregarles tanto de tu tiempo. Pero -agregó con una sonrisa- te verías beneficia­do en un aspecto al menos: sabrías adónde ir cuan­do los dejas.
    -De verdad le aseguro -respondió él- que he pensado mucho en este punto en el mismo sentido en que usted lo hace ahora. Ha sido, es y proba­blemente siempre será una gran desgracia para mí no haber tenido ninguna ocupación a la cual obli­gatoriamente dedicarme, ninguna profesión que me dé empleo o me ofrezca algo en la línea de la in­dependencia. Pero, por desgracia, mi propia capa­cidad de comportarme de manera gentil, y la gentileza de mis amigos, han hecho de mí lo que soy: un ser ocioso, incompetente. Nunca pudimos Ponemos de acuerdo en la elección de una profe­sión. Yo siempre preferí la iglesia, como lo sigo ha­ciendo. Pero eso no era bastante elegante para mi familia. Ellos recomendaban una carrera militar. Eso era demasiado, demasiado elegante para mí. En cuanto al ejercicio de las leyes, le concedieron la gracia de considerarla una profesión bastante deco­rosa; muchos jóvenes con despachos en alguna Aso­ciación de Abogados de Londres han logrado una muy buena llegada a los círculos más importantes, y se pasean por la ciudad conduciendo calesas muy a la moda. Pero yo no tenía ninguna inclinación por las leyes, ni siquiera en esta forma harto menos abs­trusa de ellas que mi familia aprobaba. En cuanto a la marina, tenía la ventaja de ser de buen tono, pero yo ya era demasiado mayor para ingresar a ella cuan­do se empezó a hablar del tema; y, a la larga, como no había verdadera necesidad de que tuviera una profesión, dado que podía ser igual de garboso y dispendioso con una chaqueta roja sobre los hom­bros o sin ella, se terminó por decidir que el ocio era lo más ventajoso y honorable; y a los dieciocho años los jóvenes por lo general no están tan ansio­sos de tener una ocupación como para resistir las invitaciones de sus amigos a no hacer nada. Ingre­sé, por tanto, a Oxford, y desde entonces he estado de ocioso, tal como hay que estar.
    -La consecuencia de todo ello será, supongo -dijo la señora Dashwood-, ya que la indolencia no te ha traído ninguna felicidad, que criarás a tus hijos para que tengan tantos intereses, empleos, profesiones y quehaceres como Columella.
    -Serán criados -respondió con tono grave- para que sean tan diferentes de mí como sea posible, en sentimientos, acciones, condición, en todo.
    -Vamos, vamos, todo eso no es más que pro­ducto de tu desánimo, Edward. Estás de humor, y te imaginas que cualquiera que no sea como tú debe ser feliz. Pero recuerda que en algún momen­to todos sentirán la pena de separarse de los ami­gos, sin importar cuál sea su educación o estado. Toma conciencia de tu propia felicidad. No care­ces de nada sino de paciencia... o, para darle un nombre más atractivo, llámala esperanza. Con el tiempo tu madre te garantizará esa independencia que tanto ansías; es su deber, y muy pronto su fe­licidad será, deberá ser, impedir que toda tu juven­tud se desperdicie en el descontento. ¡Cuánto no podrán hacer unos pocos meses!
    -Creo -replicó Edward- que se necesitarán muchos meses para que me ocurra algo bueno.
    Este desaliento, aunque no pudo ser contagiado a la señora Dashwood, aumentó el dolor de todos ellos por la partida de Edward, que muy pronto tuvo lugar, y dejó una incómoda sensación especialmente en Elinor, que necesitó de tiempo y trabajo para apa­ciguarse. Pero como había decidido sobreponerse a ella y evitar parecer que sufría más que el resto de su familia ante la partida del joven, no utilizó los me­dios tan juiciosamente empleados por Marianne en una ocasión similar, cuando se entregó a la búsque­da del silencio, la soledad y el ocio para aumentar y hacer permanente su sufrimiento. Sus métodos moran tan diferentes como sus particulares objetivos, e igual­mente adecuados al logro de ellos.
    Apenas partió Edward, Elinor se sentó a su mesa de dibujo, se mantuvo ocupada durante todo el día, no buscó ni evitó mencionar su nombre, Pareció prestar el mismo interés de siempre a las Preocupaciones generales de la familia, y si con esta conducta no hizo disminuir su propia congoja, al menos evitó que aumentara de manera innecesa­ria, y su madre y hermanas se vieron libres de mu­chos afanes por su causa.
    Tal comportamiento, tan exactamente opuesto al de ella, no le parecía a Marianne más meritorio que criticable le había parecido el propio. Del asun­to del dominio sobre sí misma, dio cuenta con toda facilidad: si era imposible cuando los sentimientos eran fuertes, con los apacibles no tenía ningún mé­rito. Que los sentimientos de su hermana eran apa­cibles, no osaba negarlo, aunque le avergonzaba reconocerlo; y de la fuerza de los propios tenía una prueba incontrovertible, puesto que seguía aman­do y respetando a esa hermana a pesar de este hu­millante convencimiento.
    Sin rehuir a su familia o salir de la casa en vo­luntaria soledad para evitarla o quedarse despierta toda la noche para abandonarse a sus cavilaciones, Elinor descubrió que cada día le ofrecía tiempo su­ficiente para pensar en Edward, y en el comporta­miento de Edward, de todas las maneras posibles que sus diferentes estados de ánimo en momentos distintos podían producir: con ternura, piedad, aprobación, censura y duda. Abundaban los mo­mentos cuando, si no por la ausencia de su madre y hermanas, al menos por la naturaleza de sus ocu­paciones, se imposibilitaba toda conversación en­tre ellas y sobrevenían todos los efectos de la soledad. Su mente quedaba inevitablemente en li­bertad; sus pensamientos no podían encadenarse a ninguna otra cosa; y el pasado y el futuro rela­cionados con un tema tan interesante no podían sino hacérsele presentes, forzar su atención y ab­sorber su memoria, sus reflexiones, su imaginación.
    De una ensoñación de este tipo a la que se ha­bía entregado mientras se encontraba sentada ante su mesa de dibujo, la despertó una mañana, poco después de la partida de Edward, la llegada de al­gunas visitas. Por casualidad se encontraba sola. El ruido que la puertecilla a la entrada del jardín frente a la casa hacía al cerrarse atrajo su mirada hacia la ventana, y vio un gran grupo de personas encami­nándose a la puerta. Entre ellas estaban sir John y lady Middleton y la señora Jennings; pero había otros dos, un caballero y una dama, que le eran por completo desconocidos. Estaba sentada cerca de la ventana y tan pronto la vio sir John, dejó que el resto de la partida cumpliera con la ceremonia de golpear la puerta y, cruzando por el césped, le hizo abrir el ventanal para conversar en privado, aunque el espacio entre la puerta y la ventana era tan pequeño como para hacer casi imposible ha­blar en una sin ser escuchado en la otra.
    -Bien--le dijo-, le hemos traído algunos des­conocidos. ¿Le gustan?
    -¡Shhh! Pueden escucharlo.
    -Qué importa si lo hacen. Sólo son los Palmer. Puedo decirle que Charlotte es muy bonita. Alcan­zará a verla si mira hacia acá.
    Como Elinor estaba segura de que la vería en un par de minutos sin tener que tomarse tal liber­tad, le pidió que la excusara de hacerlo.
    -¿Dónde está Marianne? ¿Ha huido al vernos venir? Veo que su instrumento está abierto.
    -Salió a caminar, creo.
    En ese momento se les unió la señora Jen­nings, que no tenía paciencia suficiente para es­perar que le abrieran la puerta antes de que ella contara su historia. Se acercó a la ventana con grandes saludos:
    -¿Cómo se encuentra, querida? ¿Cómo está la señora Dashwood? ¿Y dónde están sus hermanas? ¡Cómo! ¡La han dejado sola! Le agradará tener a al­guien que le haga compañía. He traído a mi otro hijo e hija para que se conozcan. ¡Imagínese que llegaron de repente! Anoche pensé haber escucha­do un carruaje mientras tomábamos el té, pero nun­ca se me pasó por la mente que pudieran ser ellos. Lo único que se me ocurrió fue que podía ser el coronel Brandon que llegaba de vuelta; así que le dije a sir John: “Creo que escucho un carruaje; quizá es el coronel Brandon que llega de vuelta...”
    En la mitad de su historia, Elinor se vio obligada a volverse para recibir al resto de la concurrencia; lady Middleton le presentó a los dos desconocidos; la se­ñora Dashwood y Margaret bajaban las escaleras en ese mismo momento, y todos se sentaron a mirarse mutuamente mientras la señora Jennings continuaba con su historia a la vez que cruzaba por el corredor hasta la salita, acompañada por sir John.
    La señora Palmer era varios años más joven que lady Middleton, y completamente diferente a ella en diversos aspectos. Era de corta estatura y regordeta, con un rostro muy bonito y la mayor expresión de buen humor que pueda imaginarse. Sus modales no eran en absoluto tan elegantes como los de su her­mana, pero sí mucho más agradables. Entró con una sonrisa, sonrió durante todo el tiempo que duró su visita, excepto cuando reía, y seguía sonriendo al irse. Su esposo era un joven de aire serio, de vein­ticinco o veintiséis años, con aire más citadino y más juicioso que su esposa, pero menos deseoso de com­placer o dejarse complacer. Entró a la habitación con aire de sentirse muy importante, hizo una leve in­clinación ante las damas sin pronunciar palabra y, tras una breve inspección a ellas y a sus aposentos, tomó un periódico de la mesa y permaneció leyén­dolo durante toda la visita.
    La señora Palmer, por el contrario, a quien la naturaleza había dotado con la disposición a ser in­variablemente cortés y feliz, apenas había tomado asiento cuando prorrumpió en exclamaciones de admiración por la sala y todo lo que había en ella.
    -¡Miren! ¡Qué cuarto tan delicioso es éste! ¡Nun­ca había visto algo tan encantador! ¡Tan sólo piense, mamá, cuánto ha mejorado desde la última vez que estuve aquí! ¡Siempre me pareció un sitio tan exquisi­to, señora -dijo volviéndose a la señora Dashwood-, pero usted le ha dado tanto encanto! ¡Tan sólo ob­serva, hermana, que delicia es todo! Cómo me gus­taría tener una casa así. ¿Y a usted, señor Palmer?
    El señor Palmer no le respondió, y ni siquiera levantó la vista del periódico.
    -El señor Palmer no me escucha -dijo ella rien­do-. A veces nunca lo hace. ¡Es tan cómico!
    Esta era una idea absolutamente nueva para la señora Dashwood; no estaba acostumbrada a en­contrar ingenio en la falta de atención de nadie, y no pudo evitar mirar con sorpresa a ambos.
    La señora Jennings, entre tanto, seguía hablan­do a todo volumen y continuaba con el relato de la sorpresa que se habían llevado la noche ante­rior al ver a sus amigos, y no cesó de hacerlo has­ta que hubo contado todo. La señora Palmer se reía con gran entusiasmo ante el recuerdo del asom­bro que les habían producido, y todos estuvieron de acuerdo dos o tres veces en que había sido una agradable sorpresa.
    -Puede imaginar lo contentos que estábamos todos de verlos -agregó la señora Jennings, incli­nándose hacia Elinor y hablándole en voz baja, como si pretendiera que nadie más la escuchara, aunque estaban sentadas en diferentes extremos de la habitación-, pero, así y todo, no puedo dejar de desear que no hubieran viajado tan rápido ni he­cho una travesía tan larga, porque dieron toda la vuelta por Londres a causa de ciertos negocios, porque, usted sabe -indicó a su hija con una ex­presiva inclinación de la cabeza-, es inconvenien­te en su condición. Yo quería que se quedara en casa y descansara ahora en la mañana, pero insis­tió en venir con nosotros; ¡tenía tantos deseos de verlas a todas ustedes!
    La señora Palmer se rió y dijo que no le haría ningún daño.
    -Ella espera estar de parto en febrero -conti­nuó la señora Jennings.
    La señora Middleton no pudo seguir soportan­do tal conversación, y se esforzó en preguntarle al señor Palmer si había alguna noticia en el pe­riódico.
    -No, ninguna -replicó, y continuó leyendo.
    -Aquí viene Marianne -exclamó sir John-. Aho­ra, Palmer, verás a una muchacha monstruosamente bonita.
    Se dirigió de inmediato al corredor, abrió la puerta del frente y él mismo la escoltó. Apenas apa­reció, la señora Jennings le preguntó si no había estado en Allenham; y la señora Palmer se rió con tantas ganas por la pregunta como si la hubiese entendido. El señor Palmer la miró cuando entra­ba en la habitación, le clavó la vista durante algu­nos instantes, y luego volvió a su periódico. En ese momento llamaron la atención de la señora Palmer los dibujos que colgaban en los muros. Se levantó a examinarlos.
    -¡Ay, cielos! ¡Qué hermosos son éstos! ¡Vaya, qué preciosura! Mírelos, mamá, ¡qué adorables! Le digo que son un encanto; podría quedarme con­templándolos para siempre -y volviendo a sentar­se, muy pronto olvidó que hubiera tales cosas en la habitación.
    Cuando lady Middleton se levantó para mar­charse, el señor Palmer también lo hizo, dejó el periódico, se estiró y los miró a todos alrededor.
    -Amor mío, ¿has estado durmiendo? -dijo su esposa, riendo.
    El no le respondió y se limitó a observar, tras examinar de nuevo la habitación, que era de te­cho muy bajo y que el cielo raso estaba combado. Tras lo cual hizo una inclinación de cabeza, y se marchó con el resto.
    Sir John había insistido en que pasaran el día siguiente en Barton Park. La señora Dashwood, que prefería no cenar con ellos más a menudo de lo que ellos lo hacían en la casita, por su parte rehu­só absolutamente; sus hijas podían hacer lo que quisieran. Pero éstas no tenían curiosidad alguna en ver cómo cenaban el señor y la señora Palmer, y la perspectiva de estar con ellos tampoco pro­metía ninguna otra diversión. Intentaron así excu­sarse también; el clima estaba inestable y no prometía mejorar. Pero sir John no se dio por sa­tisfecho: enviaría el carruaje a buscarlas, y debían ir. Lady Middleton también, aunque no presionó a la señora Dashwood, lo hizo con las hilas. La se­ñora Jennings y la señora Palmer se unieron a sus ruegos; todos parecían igualmente ansiosos de evi­tar una reunión familiar, y las jóvenes se vieron obli­gadas a ceder.
    . -¿Por qué tienen que invitarnos? -dijo Marian­ne apenas se marcharon-. El alquiler de esta casi­ta es considerado bajo; pero las condiciones son muy duras, si tenemos que ir a cenar a la finca cada vez que alguien se está quedando con ellos o con nosotras.
    -No pretenden ser menos corteses y gentiles con nosotros ahora, con estas continuas invitacio­nes -dijo Elinor- que con las que recibimos hace unas pocas semanas. Si sus reuniones se han vuel­to tediosas e insulsas, no son ellos los que han cambiado. Debemos buscar ese cambio en otro lugar.


    CAPITULO XX

    Al día siguiente, en el momento en que las señori­tas Dashwood ingresaban a la sala de Barton Park por una puerta, la señora Palmer entró corriendo por la otra, con el mismo aire alegre y festivo que le habían visto antes. Les tomó las manos con gran­des muestras de afecto y manifestó gran placer en verlas nuevamente.
    -¡Estoy feliz de verlas! -dijo, sentándose entre Elinor y Marianne- porque el día está tan feo que temía que no vinieran, lo que habría sido terrible, ya que mañana nos vamos de aquí. Tenemos que irnos, ya saben, porque los Weston llegan a nues­tra casa la próxima semana. Nuestra venida acá fue algo muy repentino y yo no tenía idea de que lo haríamos hasta que el carruaje iba llegando a la puerta, y entonces el señor Palmer me preguntó si iría con él a Barton. ¡Es tan gracioso! ¡Jamás me dice nada! Siento tanto que no podamos perma­necer más tiempo; pero espero que muy pronto nos encontraremos de nuevo en la ciudad.
    Elinor y Marianne se vieron obligadas a frenar tales expectativas.
    -¡Que no van a ir a la ciudad! -exclamó la se­ñora Palmer con una sonrisa-. Me desilusionará enormemente si no lo hacen. Podría conseguirles la casa más linda del mundo junto a la nuestra, en Hanover Square. Tienen que ir, de todas maneras. Créanme que me sentiré feliz de acompañarlas en cualquier momento hasta que esté por dar a luz, si a la señora Dashwood no le gusta salir a, luga­res públicos.
    Le agradecieron, pero se vieron obligadas a re­sistir sus ruegos.
    -¡Ay, mi amor! -exclamó la señora Palmer diri­giéndose a su esposo, que acababa de entrar en la habitación-. Tienes que ayudarme a convencer a las señoritas Dashwood para que vayan a la ciu­dad este invierno.
    Su amor no le respondió; y tras inclinarse lige­ramente ante las damas, comenzó a quejarse del clima.
    -¡Qué horrible es todo esto! -dijo-. Un clima así hace desagradable todo y a todo el mundo. Con la lluvia, el aburrimiento invade todo, tanto bajo techo como al aire libre. Hace que uno deteste a todos sus conocidos. ¿Qué demonios pretende sir John no teniendo una sala de billar en esta casa? ¡Qué pocos saben lo que son las comodidades! Sir John es tan estúpido como el clima.
    No pasó mucho rato antes de que llegara el res­to de la concurrencia.
    -Temo, señorita Marianne -dijo sir John-, que no haya podido realizar su habitual caminata has­ta Allenham hoy día.
    Marianne puso una cara muy seria, y no dijo nada.
    -Ah, no disimule tanto con nosotros -dijo la señora Palmer-, porque le aseguro que sabemos todo al respecto; y admiro mucho su gusto, pues pienso que él es extremadamente apuesto. Sabe usted, no vivimos a mucha distancia de él en el campo; me atrevería a decir que a no más de diez millas.
    -Mucho más, cerca de treinta -dijo su esposo.
    -¡Ah, bueno! No hay mucha diferencia. Nunca he estado en la casa de él, pero dicen que es un lugar delicioso, muy lindo.
    -Uno de los lugares más detestables que he vis­to en mi vida -dijo el señor Palmer.
    Marianne se mantuvo en perfecto silencio, aun­que su semblante traicionaba su interés en lo que decían.
    -¿Es muy feo? -continuó la señora Palmer-. En­tonces supongo que debe ser otro lugar el que es tan bonito.
    Cuando se sentaron a la mesa, sir John obser­vó con pena que entre todos llegaban sólo a ocho.
    -Querida -le dijo a su esposa-, es muy moles­to que seamos tan pocos. ¿Por qué no invitaste a los Gilbert a cenar con nosotros hoy?
    -¿No le dije, sir John, cuando me lo mencionó antes, que era imposible? La última vez fueron ellos los que vinieron acá.
    -Usted y yo, sir John -dijo la señora Jennings­- no nos andaríamos con tantas ceremonias.
    -Entonces sería muy mal educada -exclamó el señor Palmer.
    -Mi amor, contradices a todo el mundo -dijo su esposa, con su risa habitual-. ¿Sabes que eres bastante grosero?
    -No sabía que estuviera contradiciendo a na­die al llamar a tu madre mal educada.
    -Ya, ya, puede tratarme todo lo mal que quie­ra -exclamó con su habitual buen humor la seño­ra Jennings-. Me ha sacado a Charlotte de encima, y no puede devolverla. Así es que ahora se des­quita conmigo.
    Charlotte se rió con gran entusiasmo al pensar que su esposo no podía librarse de ella, y alegre­mente dijo que no le importaba cuán irascible fuera él hacia ella, igual debían vivir juntos. Nadie po­día tener tan absoluto buen carácter o estar tan de­cidido a ser feliz como la señora Palmer. La estudiada indiferencia, insolencia y contrariedad de su esposo no la alteraban; y cuando él se enfada­ba con ella o la trataba mal, parecía enormemente divertida.
    -¡El señor Palmer es tan chistoso! -le susurró a Elinor-. Siempre está de mal humor.
    Tras observarlo durante un breve lapso, Elinor no estaba tan dispuesta a darle a él crédito por ser tan genuina y naturalmente de mal talante y mal educado como deseaba aparecer. Puede que su temperamento se hubiera agriado algo al descubrir, como tantos otros de su sexo, que por un inexpli­cable prejuicio en favor de la belleza, se encontra­ba casado con una mujer muy tonta; pero ella sabía que esta clase de desatino era demasiado común para que un hombre sensato se sintiera afectado por mucho tiempo. Más bien era un deseo de dis­tinción, creía, lo que lo inducía a ser tan displicente con todo el mundo y a su generalizado desprecio por todo lo que se le ponía por delante. Era el de­seo de parecer superior a los demás. El motivo era demasiado corriente para que causara sorpresa; pero los medios, aunque tuvieran éxito en estable­cer su superioridad en mala crianza, no parecían adecuados para ganarle el aprecio de nadie que no fuera su mujer.
    -¡Ah! Mi querida señorita Dashwood -le dijo la señora Palmer poco después-, tengo un favor tan grande que pedirles, a usted y a su hermana. ¿Irían a Cleveland a pasar un tiempo estas Navidades? Por favor, acepten, y vayan mientras los Weston están con nosotros. ¡No pueden imaginar lo feliz que me harán! Mi amor -dijo, dirigiéndose a su marido-, ¿no te encantaría recibir a las señoritas Dashwood en Cleveland?
    -Por supuesto -respondió él con tono despecti­vo-, fue mi único propósito al venir a Devonshire.
    -Ahí tienen -dijo su esposa-, ya ven que el señor Palmer las espera; así que no pueden ne­garse.
    Las dos, Elinor y Marianne, declinaron la invi­tación de manera clara y decidida.
    -Pero no, deben ir y van a ir. Estoy segura de que les gustará por sobre todas las cosas. Los Wes­ton estarán con nosotros, y será sumamente agra­dable. No pueden imaginarse la delicia de lugar que es Cleveland; y lo pasamos tan bien ahora, por­que el señor Palmer está todo el tiempo recorrien­do la región en la campaña electoral; y vienen a cenar con nosotros muchas personas a las que nun­ca he visto antes, lo que es absolutamente encan­tador. Pero, ¡pobre!, es muy fatigoso para él, porque tiene que hacerse agradable a todo el mundo.
    A duras penas pudo Elinor mantenerse seria mientras concordaba en la dificultad de tal em­presa.
    -¡Qué delicia será -dijo Charlotte- cuando él esté en el Parlamento! ¿Verdad? ¡Cómo me voy a reír! Será tan cómico ver que sus cartas le llegan dirigidas con las iniciales M.P. Pero, saben, dice que nunca enviará mis cartas con las franquicias que él tendrá por ser parlamentario. Ha dicho que no lo hará, ¿no es verdad, señor Palmer?
    El señor Palmer la ignoró por completo.
    -El no soporta escribir -continuó-, dice que es espantoso.
    -No -dijo él-, nunca he dicho algo tan irracio­nal. No me hagas cargar a mí con todos los agra­vios que le haces tú al lenguaje.
    -Mírenlo, vean qué divertido es. ¡Siempre es así! En ocasiones pasa la mitad del día sin hablarme, y después sale con algo tan divertido... y por cual­quier cosa que se le ocurra.
    Al volver a la sala, la señora Palmer sorpren­dió a Elinor al preguntarle si su esposo no le gus­taba enormemente.
    -Por supuesto -respondió Elinor-, parece una persona muy amena.
    -Bueno... me alegra tanto que sea así. Me ima­giné que le gustaría, pues es tan agradable; puedo asegurarle que al señor Palmer le gustan enorme­mente usted y sus hermanas, y no se imaginan qué desilusionado se sentirá si no vienen a Cleveland. No logro imaginarme por qué rehúsan hacerlo.
    De nuevo Elinor se vio obligada a declinar la invitación; y mediante un cambio de tema, puso fin a sus ruegos. Pensaba en la probabilidad de que, por vivir en la misma región, la señora Palmer pu­diera darles referencias sobre Willoughby más de­talladas que las que se podían deducir del limitado conocimiento que de él tenían los Middleton, y es­taba ansiosa de obtener de cualquier persona una confirmación de los méritos del joven que permi­tiéra eliminar toda posibilidad de temor por Ma­riana. Comenzó preguntándole si veía mucho al señor Willoughby en Cleveland y si estaban ínti­mamente relacionados con él.
    -¡Ah! Sí, querida; lo conozco sumamente bien -respondió la señora Palmer-. No es que alguna vez haya hablado con él, por cierto que no; pero siempre lo veo en la ciudad. Por una u otra causa, nunca me ha ocurrido estar quedándome en Bar­ton al mismo tiempo que él en Allenham. Mamá lo vio acá una vez antes; pero yo estaba con mi tío en Weymouth. Sin embargo, puedo decir que me habría encontrado innumerables veces con él en Somersetshire, si por desgracia no hubiese ocu­rrido que nunca hayamos estado allí al mismo tiem­po. El pasa muy poco en Combe, según creo; pero si alguna vez lo hiciese, no creo que el señor Pal­mer lo visitara, porque, como usted sabe, el señor Willoughby está en la Oposición, y además está tan lejos. Sé muy bien por qué pregunta: su hermana va a casarse con él. Me alegra horrores, porque así, sabe usted, la tendré de vecina.
    -Le doy mi palabra -dijo Elinor- de que usted sabe mucho más que yo de ese asunto, si alguna razón la asiste para esperar tal unión.
    -No intente negarlo, porque usted sabe que todo el mundo habla de ello. Le aseguro que lo escuché cuando pasaba por la ciudad.
    -¡Mi querida señora Palmer!
    -Por mi honor que lo hice... El lunes en la ma­ñana me encontré con el coronel Brandon en Bond Street, justo antes de que saliéramos de la ciudad, y él me lo contó personalmente.
    -Me sorprende usted mucho. ¡Que el coronel Brandon se lo contó! Con toda seguridad se equi­voca usted. Dar tal información a una persona a quien no podía interesarle, incluso si fuera verda­dera, no es lo que yo esperaría del coronel Bran­don.
    -Pero le aseguro que ocurrió así, tal como se lo dije, y le contaré cómo fue. Cuando nos encon­tramos con él, se devolvió y caminó un trecho con nosotros; y comenzamos a hablar de mi cuñado y de mi hermana, y de una cosa y otra, y yo le dije: “Entonces, coronel, he oído que hay una nueva fa­milia en la casita de Barton, y mamá me ha conta­do que son muy bonitas y que una de ellas se va a casar con el señor Willoughby, de Combe Mag­na. Cuénteme, ¿es verdad? Porque por supuesto usted debe saberlo, como ha estado en Devonshi­re hace tan poco”.
    -¿Y qué dijo el coronel?
    -Oh, no dijo mucho; pero parecía saber que era verdad, así que a partir de ese momento lo tomé como cosa cierta. ¡Será maravilloso, le digo! ¿Cuándo tendrá lugar?
    ¿El señor Brandon se encontraba bien, espero?
    -Ah, sí, muy bien; y lleno de elogios hacia us­ted; todo lo que hizo fue decir buenas cosas so­bre usted.
    -Me halagan sus alabanzas. Parece un hombre excelente; y lo creo extraordinariamente agradable.
    -Yo también... Es un hombre tan encantador, que es una lástima que sea tan serio y apático. Mamá dice que también él estaba enamorado de su hermana. Le aseguro que sería un gran cumpli­do si lo estuviera, porque casi nunca se enamora de nadie.
    ¿Es muy conocido el señor Willoughby en su parte de Somersetshire? -dijo Elinor.
    -¡Oh, sí, mucho! Quiero decir, no creo que mucha gente lo trate, porque Combe Magna está tan lejos; pero le aseguro que todos lo creen su­mamente agradable. Nadie es más apreciado que el señor Willoughby en cualquier lugar al que vaya, Y puede decírselo así a su hermana. Qué mons­truosa buena suerte la suya al haberlo conquista­do, palabra de honor; y no es que la suerte de él no sea mayor, porque su hermana es tan bien pa­recida y encantadora que nada puede ser lo bas­tante bueno para ella. Sin embargo, para nada creo que sea más guapa que usted, le aseguro; creo que las dos son extremadamente bonitas, y estoy se­gura de que lo mismo piensa el señor Palmer, aun­que anoche no logramos que lo reconociera.
    La información de la señora Palmer sobre Wi­lloughby no era demasiado sustanciosa; pero cual­quier testimonio en su favor, por pequeño que fuese, le era grato a Elinor.
    -Estoy tan contenta de que finalmente nos ha­yamos conocido -continuó Charlotte-. Y ahora es­pero que siempre seamos buenas amigas. ¡No puede imaginarse cuánto quería conocerla! ¡Es tan maravilloso que vivan en la cabaña! ¡Nada puede igualárselo, se lo aseguro! ¡Y me alegra tanto que su hermana vaya a casarse bien! Espero que pase mucho tiempo en Combe Magna. Es un sitio deli­cioso, desde todo punto de vista.
    -Hace mucho tiempo que se conocen con el coronel Brandon, ¿verdad?
    -Sí, mucho; desde que mi hermana se casó. Era amigo de sir John. Creo -agregó en voz baja- que le habría gustado bastante tenerme como esposa, si hubiera podido. Sir John y lady Middleton tam­bién lo deseaban. Pero mamá no creyó que esa unión fuera suficientemente buena para mí; de no haber sido así, sir John habría hablado con el co­ronel y nos habríamos casado de inmediato.
    -¿El coronel Brandon no sabía de la proposi­ción de sir John a su madre antes de que la hicie­ra? ¿Alguna vez le había manifestado a usted su afecto?
    -¡Oh, no! Pero si mamá no se hubiera opuesto a ello, diría que a él nada le habría gustado más.
    En ese entonces no me había visto más de dos ve­ces, porque fue antes de que yo dejara el colegio. Pero soy mucho más feliz tal como estoy. El señor Palmer es exactamente la clase de hombre que me gusta.


    CAPITULO XXI

    Los Palmer volvieron a Cleveland al día siguiente, y en Barton sólo quedaron las dos familias para invitarse mutuamente. Pero esto no duró mucho; Elinor todavía no se sacaba bien de la cabeza a sus últimos visitantes -no terminaba de asombrar­se de ver a Charlotte tan feliz sin mayor motivo; al señor Palmer actuando de manera tan simplona, siendo un hombre capaz; y la extraña discordan­cia que a menudo existía entre marido y mujer-, antes de que el activo celo de sir John y de la se­ñora Jennings en pro de la vida social le ofrecie­ran un nuevo grupo de conocidos de ellos a quienes ver y observar.
    Durante un paseo matutino a Exeter se habían encontrado con dos jovencitas a quienes la señora Jennings tuvo la alegría de reconocer como parien­tes, y esto bastó para que sir John las invitara de inmediato a ir a Barton Park tan pronto hubieran cumplido con sus compromisos del momento en Exeter. Sus compromisos en Exeter fueron cance­lados de inmediato ante tal invitación, y cuando sir John volvió a la casa indujo una no desprecia­ble alarma en lady Middleton al decirle que pron­to iba a recibir la visita de dos muchachas a las que no había visto en su vida, y de cuya elegan­cia.. incluso de que su trato fuera aceptable, no tenía prueba alguna; porque las garantías que su esposo y su madre podían ofrecerle al respecto no le servían de nada. Que fueran parientes empeo­raba las cosas; y los intentos de la señora Jennings de consolar a su hija con el argumento de que no se preocupara de si eran distinguidas, porque eran primas y debían tolerarse mutuamente, no fueron entonces muy afortunados.
    Como ya era imposible evitar su venida, lady Middleton se resignó a la idea de la visita con toda la filosofía de una mujer bien criada, que se con­tenta simplemente con una amable reprimenda al esposo cinco o seis veces al día sobre el mismo tema.
    Llegaron las jovencitas, y su apariencia no re­sultó ser en absoluto poco distinguida o sin estilo. Su vestimenta era muy elegante, sus modales eran corteses, se mostraron encantadas con la casa y ex­tasiadas ante el mobiliario, y como ocurrió que los niños les gustaban hasta el embeleso, antes de una hora de su llegada a la finca ya contaban con la aprobación de lady Middleton. Afirmó que realmen­te eran unas muchachas muy agradables, lo que para su señoría implicaba una entusiasta admira­ción. Ante tan vivos elogios creció la confianza de sir John en su propio juicio, y partió de inmediato a informar a las señoritas Dashwood sobre la lle­gada de las señoritas Steele y asegurarles que eran las muchachas más dulces del mundo. De recomen­daciones de esta clase, sin embargo, no era mu­cho lo que se podía deducir; Elinor sabía que en todas partes de Inglaterra se podía encontrar a las chicas más dulces del mundo, bajo todos los dis­tintos aspectos, rostros, temperamentos e inteligen­cias posibles. Sir John quería que toda la familia se dirigiera de inmediato a la finca y echara una mirada a sus invitadas. ¡Qué hombre benévolo y filantrópico! Hasta una prima tercera le costaba guardarla sólo para él.
    -Vengan ahora -les decía-, se lo ruego; deben venir... no aceptaré una negativa: ustedes sí ven­drán. No se imaginan cuánto les gustarán. Lucy es terriblemente bonita, ¡y tan alegre y de buen ca­rácter! Los niños ya están apegados a ella como si fuera una antigua conocida. Y las dos se mueren de deseos de verlas a ustedes, porque en Exeter escucharon que eran las criaturas más bellas del mundo; les he dicho que era absolutamente cier­to, y mucho más. Estoy seguro de que a ustedes les encantarán ellas. Han traído el coche lleno de juguetes para los niños. ¡Cómo pueden ser tan es­quivas y pensar en no venir! Si de alguna manera son primas suyas, ¿verdad? Porque ustedes son pri­mas mías y ellas lo son de mi esposa, así es que tienen que estar emparentadas.
    Pero sir John no logró su objetivo. Tan sólo pudo arrancarles la promesa de ir a la finca den­tro de uno o dos días, y luego partió asombradísi­mo ante su indiferencia, para dirigirse a su casa y alardear nuevamente de las cualidades de las Dash­wood ante las señoritas Steele, tal como había alar­deado de las señoritas Steele ante las Dashwood.
    Cuando cumplieron con la prometida visita a la finca y les fueron presentadas las jovencitas, no encontraron en la apariencia de la mayor, que casi rozaba los treinta y tenía un rostro poco agracia­do y para nada despierto, nada que admirar; pero en la otra, que no tenía más de veintidós o vein­titrés años, encontraron sobrada belleza; sus fac­ciones eran bonitas, tenía una mirada aguda y sagaz y una cierta airosidad en su aspecto que, aunque no le daba verdadera elegancia, sí la ha­cía distinguirse. Los modales de ambas eran especialmente corteses, y pronto Elinor tuvo que re­conocer algo de buen juicio en ellas, al ver las constantes y oportunas atenciones con que se ha­cían agradables a lady Middleton. Con los niños se mostraban en continuo arrobamiento, ensalzan­do su belleza, atrayendo su atención y compla­ciéndolos en todos sus caprichos; y el poco tiempo que podían quitarle a las inoportunas de­mandas a que su gentileza las exponía, lo dedi­caban a admirar lo que fuera que estuviera haciendo su señoría, en caso de que estuviera ha­ciendo algo, o a copiar el modelo de algún nue­vo vestido elegante que, al verle usar el día antes, las había hecho caer en interminable éxtasis. Por fortuna para quienes buscan adular tocando este tipo de puntos flacos, una madre cariñosa, aun­que es el más voraz de los seres humanos cuan­do se trata de ir a la caza de alabanzas para sus hijos, también es el más crédulo; sus demandas son exorbitantes, pero se traga cualquier cosa; y así, lady Middleton aceptaba sin la menor sorpre­sa o desconfianza las exageradas muestras de afec­to y la paciencia de las señoritas Steele hacia sus hijos. Veía con materna complacencia todas las tro­pelías e impertinentes travesuras a las que se so­metían sus primas. Observaba cómo les desataban sus cintos, les tiraban el cabello que llevaban suel­to alrededor de las orejas, les registraban sus cos­tureros y les sacaban sus cortaplumas y tijeras, y no le cabía ninguna duda acerca de que el placer era mutuo. Parecía indicar que lo único que la sor­prendía era que Elinor y Marianne estuvieran allí sentadas, tan compuestas, sin pedir que las deja­ran formar parte de lo que ocurría.
    -John está tan animado hoy! -decía, al ver cómo tomaba el pañuelo de la señorita Steele y lo arrojaba por la ventana-. No deja de hacer trave­suras.
    Y poco después, cuando el segundo de sus hi­jos pellizcó violentamente a la misma señorita en un dedo, comentó llena de cariño:
    -¡Qué juguetón es William! ¡Y aquí está mi dul­ce Annamaria -agregó, acariciando tiernamente a una niñita de tres años que se había mantenido sin hacer ni un ruido durante los últimos dos minu­tos-. Siempre es tan gentil y tranquila; ¡jamás ha existido una chiquita tan tranquila!
    Pero por desgracia, al llenarla de abrazos, un alfiler del tocado de su señoría rasguñó levemente a la niña en el cuello, provocando en este modelo de gentileza tan violentos chillidos que a duras pe­nas podrían haber sido superados por ninguna cria­tura reconocidamente ruidosa. La consternación de su madre fue enorme, pero no pudo superar la alar­ma de las señoritas Steele, y entre las tres hicieron todo lo que en una emergencia tan crítica el afec­to indicaba que debía hacerse para mitigar las ago­nías de la pequeña doliente. La sentaron en el regazo de su madre, la cubrieron de besos; una de las señoritas Steele, arrodillada para atenderla, en­jugó su herida con agua de lavanda, y la otra le llenó la boca con ciruelas confitadas. Con tales re­compensas a sus lágrimas, la niña tuvo la sabidu­ría suficiente para no dejar de llorar. Siguió chillando y sollozando vigorosamente, dio de pa­tadas a sus dos hermanos cuando intentaron tocarla, Y nada de lo que hacían para calmarla tuvo el me­nor resultado, hasta que felizmente lady Middleton recordó que en una escena de similar congoja, la semana anterior, le habían puesto un poco de mer­melada de damasco en una sien que se había ma­gullado; se propuso insistentemente el mismo remedio para este desdichado rasguño, y el ligero intermedio en los gritos de la jovencita al escuchar­lo les dio motivos para esperar que no sería recha­zado. Salió entonces de la sala en brazos de su madre a la búsqueda de esta medicina, y como los dos chicos quisieron seguirlas, aunque su madre les rogó afanosamente que se quedaran, las cuatro jó­venes se encontraron a solas en una quietud que la habitación no había conocido en muchas horas.
    -¡Pobre criaturita! -dijo la señorita Steele ape­nas salieron-. Pudo haber sido un accidente muy triste.
    -Aunque difícilmente puedo imaginármelo -exclamó Marianne-, a no ser que hubiera ocurri­do en circunstancias muy diferentes. Pero ésta es la manera habitual de incrementar la alarma, cuan­do en realidad no hay nada de qué alarmarse.
    -Qué mujer tan dulce es lady Middleton -dijo Lucy Steele.
    Marianne se quedó callada. Le era imposible decir algo que no sentía, por trivial que fuera la ocasión; y de esta forma siempre caía sobre Elinor toda la tarea de decir mentiras cuando la cortesía así lo requería. Hizo lo mejor posible, cuando el deber la llamó a ello, por hablar de lady Middle­ton con más entusiasmo del que sentía, aunque fue mucho menor que el de la señorita Lucy.
    -Y sir John también -exclamó la hermana ma­yor-. ¡Qué hombre tan encantador!
    También en este caso, como la buena opinión que de él tenía la señorita Dashwood no era más que sencilla y justa, se hizo presente sin grandes exageraciones. Tan sólo observó que era de muy buen talante y amistoso.
    -¡Y qué encantadora familia tienen! En toda mi vida había visto tan magníficos niños. Créanme que ya los adoro, y eso que en verdad me gustan los niños con locura.
    -Me lo habría imaginado -dijo Elinor con una sonrisa-, por lo que he visto esta mañana.
    -Tengo la idea -dijo Lucy- de que usted cree a los pequeños Middleton demasiado consentidos; quizá estén al borde de serlo, pero es tan natural en lady Middleton; y por mi parte, me encanta ver niños llenos de vida y energía; no los soporto si son dóciles y tranquilos.
    -Confieso -replicó Elinor-, que cuando estoy en Barton Park nunca pienso con horror en niños dóciles y tranquilos.
    A estas palabras siguió una breve pausa, rota primero por la señorita Steele, que parecía muy in­clinada a la conversación y que ahora dijo, de ma­nera algo repentina:
    -Y, ¿le gusta Devonshire, señorita Dashwood? Supongo que lamentó mucho dejar Sussex.
    Algo sorprendida ante la familiaridad de esta pregunta, o al menos ante la forma en que fue he­cha, Elinor respondió que sí le había costado.
    -Norland es un sitio increíblemente hermoso, ¿verdad? -agregó la señorita Steele.
    -Hemos sabido que sir John tiene una enorme admiración por él -dijo Lucy, que parecía creer que se necesitaba alguna excusa por la libertad con que había hablado su hermana.
    -Creo que todos lo que han estado allí tienen que admirarlo -respondió Elinor-, aunque es de suponer que nadie aprecia sus bellezas tanto como nosotras.
    -¿Y tenían allá muchos admiradores distingui­dos? Me imagino que en esta parte del mundo no tienen tantos; en cuanto a mí, pienso que siempre son un gran aporte.
    -Pero, ¿por qué -dijo Lucy, con aire de sentir­se avergonzada de su hermana- piensas que en Devonshire no hay tantos jóvenes guapos como en Sussex?
    -No, querida, por supuesto no es mi intención decir que no los hay. Estoy segura de que hay una gran cantidad de galanes muy distinguidos en Exe­ter; pero, ¿cómo crees que podría saber si hay jó­venes agradables en Norland? Y yo sólo temía que las señoritas Dashwood encontraran aburrido Bar­ton si no encuentran acá tantos como los que acos­tumbraban tener. Pero quizá a ustedes, jovencitas, no les importen los pretendientes, y estén tan a gusto sin ellos como con ellos. Por mi parte, pien­so que son enormemente agradables, siempre que se vistan de manera elegante y se comporten con urbanidad. Pero no soporto verlos cuando son su­cios o antipáticos. Vean, por ejemplo, al señor Rose, de Exeter, un joven maravillosamente elegante, bas­tante apuesto, que trabaja para el señor Simpson, como ustedes saben; y, sin embargo, si uno lo en­cuentra en la mañana, no se lo puede ni mirar. Me imagino, señorita Dashwood, que su hermano era un gran galán antes de casarse, considerando que era tan rico, ¿no es verdad?
    -Le prometo -replicó Elinor- que no sabría de­círselo, porque no entiendo bien el significado de la palabra. Pero esto sí puedo decirle: que si algu­na vez él fue un galán antes de casarse, lo es toda­vía, porque no ha habido el menor cambio en él.
    -¡Ay, querida! Una nunca piensa en los hom­bres casados como galanes... Tienen otras cosas que hacer.
    -¡Por Dios, Anne! -exclamó su hermana-. Sólo hablas de galanes. Harás que la señorita Dashwood crea que no piensas sino en eso.
    Luego, para cambiar de tema, comenzó a ma­nifestar su admiración por la casa y el mobiliario.
    Esta muestra de lo que eran las señoritas Steele fue suficiente. Las vulgares libertades que se to­maba la mayor y sus insensateces la dejaban sin nada a favor, y como a Elinor ni la belleza ni la sagaz apariencia de la menor le habían hecho per­der de vista su falta de real elegancia y naturali­dad, se marchó de la casa sin ningún deseo de conocerlas más.
    No ocurrió lo mismo con las señoritas Steele. Venían de Exeter, bien provistas de admiración por sir John, su familia y todos sus parientes, y ningu­na parte de ella le negaron mezquinamente a las hermosas primas del dueño de casa, de quienes afirmaron ser las muchachas más hermosas, elegan­tes, completas y perfectas que habían visto, y a las cuales estaban particularmente ansiosas de cono­cer mejor. Y en consecuencia, pronto Elinor des­cubrió que conocerlas mejor era su inevitable destino; como sir John estaba por completo de par­te de las señoritas Steele, su lado iba a ser dema­siado fuerte para presentarle alguna oposición e iban a tener que someterse a ese tipo de intimi­dad que consiste en sentarse todos juntos en la mis­ma habitación durante una o dos horas casi a diario. No era más lo que podía hacer sir John, pero no sabía que se necesitara algo más; en su opinión, estar juntos era gozar de intimidad, y mientras sus continuos planes para que todos se reunieran fue­ran eficaces, no le cabía duda alguna de que fue­ran verdaderos amigos.
    Para hacerle justicia, hizo todo lo que estaba en su poder para impulsar una relación sin reser­vas entre ellas, y con tal fin dio a conocer a las señoritas Steele todo lo que sabía o suponía respecto de la situación de sus primas en los aspec­tos más delicados; y así Elinor no las había visto más de un par de veces antes de que la mayor de ellas la felicitara por la suerte de su hermana al ha­ber conquistado a un galán muy distinguido tras su llegada a Barton.
    -Seguro será una gran cosa haberla casado tan joven -dijo-, y me han dicho que es un gran galán, y maravillosamente apuesto. Y espero que también usted tenga pronto la misma buena suer­te... aunque quizá ya tiene a alguien listo por ahí.
    Elinor no podía suponer que sir John fuera más comedido en proclamar sus sospechas acerca de su afecto por Edward, de lo que había sido res­pecto de Marianne; de hecho, entre las dos situa­ciones, la suya era la que prefería para sus chanzas, por su mayor novedad y porque daba mayor pá­bulo a conjeturas: desde la visita de Edward, nun­ca habían cenado juntos sin que él brindara a la salud de las personas queridas de ella, con una voz tan cargada de significados, tantas cabezadas y gui­ños, que no podía menos de alertar a todo el mun­do. Invariablemente se sacaba a colación la letra F, y con ella se habían nutrido tan incontables bro­mas, que hacía ya tiempo se le había impuesto a Elinor su calidad de ser la letra más ingeniosa del alfabeto.
    Las señoritas Steele, tal como había imaginado que ocurriría, eran las destinatarias de todas estas bromas, y en la mayor despertaron una gran cu­riosidad por saber el nombre del caballero al que aludían, curiosidad que, aunque a menudo expre­sada con impertinencia, era perfectamente consis­tente con sus constantes indagaciones en los asuntos de la familia Dashwood. Pero sir John no jugó demasiado tiempo con el interés que había gozado en despertar, porque decir el nombre le era tan placentero como escucharlo era para la seño­rita Steele.
    -Su nombre es Ferrars -dijo, en un murmullo muy audible-, pero le ruego no decirlo, porque es un gran secreto.
    -¡Ferrars! -repitió la señorita Steele-. El señor Ferrars es el tan dichoso personaje, ¿verdad? ¡Vaya! ¿El hermano de su cuñada, señorita Dashwood? Un joven muy agradable, con toda seguridad. Lo co­nozco muy bien.
    -¿Cómo puedes decir tal cosa, Anne? -exclamó Lucy, que generalmente corregía todas las declara­ciones de su hermana-. Aunque lo hemos visto una o dos veces en la casa de mi tío, es excesivo pre­tender conocerlo bien.
    Elinor escuchó con atención y sorpresa todo lo anterior. “¿Y quién era este tío? ¿Dónde vivía? ¿Cómo fue que se conocieron?” Tenía grandes deseos de que continuaran con el tema, aunque prefirió no unirse a la conversación; pero nada más se dijo al respecto y, por primera vez en su vida, pensó que a la señora Jennings le faltaba o curiosidad tras tan mezquina información, o deseo de manifestar su interés. La forma en que la señorita Steele había hablado de Edward aumentó su curiosidad, porque sintió que lo hacía con algo de malicia y plantaba la sospecha de que ella sabía, o se imaginaba sa­ber, algo en desmerecimiento del joven. Pero su curiosidad fue en vano, porque la señorita Steele no prestó más atención al nombre del señor Fe­rrars cuando sir John aludía a él o lo mencionaba abiertamente.


    CAPITULO XXII

    Marianne, que nunca había sido demasiado tole­rante de cosas como la impertinencia, la vulgari­dad, la inferioridad de índole o incluso las diferencias de gusto respecto de los suyos, en esta ocasión estaba particularmente renuente, dado su estado de ánimo, a encontrar agradables a las se­ñoritas Steele o fomentar sus avances; y a esta in­variable frialdad en su comportamiento, que frustraba todos los intentos que hacían por esta­blecer una relación de intimidad, atribuía Elinor en primer lugar la preferencia por ella que se hizo evi­dente en el trato de ambas hermanas, especialmente de Lucy, que no perdía oportunidad de entablar conversación o de intentar un mayor acercamien­to mediante una fácil y abierta comunicación de sus sentimientos.
    Lucy era naturalmente lista; a menudo sus ob­servaciones eran justas y entretenidas, y como com­pañía durante una media hora, con frecuencia Elinor la encontraba agradable. Pero sus capacida­des innatas en nada habían sido complementadas por la educación; era ignorante e inculta, y la in­suficiencia de todo refinamiento intelectual en ella, su falta de información en los asuntos más corrien­tes, no podían pasar inadvertidas a la señorita Dash­wood, a pesar de todos los esfuerzos que hacía la joven por parecer superior. Elinor percibía el des­cuido de capacidades que la educación habría he­cho tan respetables, y la compadecía por ello; pero veía con sentimientos mucho menos tiernos la to­tal falta de delicadeza, de rectitud y de integridad de espíritu que traicionaban sus laboriosas y per­manentes atenciones y lisonjas a los Middleton; y no podía encontrar satisfacción duradera en la com­pañía de una persona que a la ignorancia unía la insinceridad, cuya falta de instrucción impedía una conversación entre ellas en condiciones de igual­dad, y cuya conducta hacia los demás quitaba todo valor a cualquier muestra de atención o deferen­cia hacia ella.
    -Temo que mi pregunta le pueda parecer ex­traña -le dijo Lucy un día mientras caminaban jun­tas desde la finca a la cabaña-, pero, si me disculpa, ¿conoce personalmente a la madre de su cuñada, la señora Ferrars?
    A Elinor la pregunta sí le pareció bastante ex­traña, y así lo reveló su semblante al responder que nunca había visto a la señora Ferrars.
    ¡Vaya! -replicó Lucy-. Qué curioso, pensaba que la debía haber visto alguna vez en Norland. Entonces quizá no pueda decirme qué clase de mujer es.
    -No -respondió Elinor, cuidándose de dar su verdadera opinión de la madre de Edward, y sin grandes deseos de satisfacer lo que parecía una curiosidad impertinente-, no sé nada de ella.
    -Con toda seguridad pensará que soy muy ex­traña, por preguntar así por ella -dijo Lucy, obser­vando atentamente a Elinor mientras hablaba-; pero quizá haya motivos... Ojalá me atreviera; pero, así y todo, confío en que me hará la justicia de creer que no es mi intención ser impertinente.
    Elinor le dio una respuesta cortés, y camina­ron durante algunos minutos en silencio. Lo rom­pió Lucy, que retomó el tema diciendo de modo algo vacilante:
    -No soporto que me crea impertinentemente curiosa; daría cualquier cosa en el mundo antes que parecerle así a una persona como usted, cuya opi­nión me es tan valiosa. Y por cierto no tendría el menor temor de confiar en usted; en verdad apre­ciaría mucho su consejo en una situación tan in­cómoda como ésta en que me encuentro; no se trata, sin embargo, de preocuparla a usted. Lamento que no conozca a la señora Ferrars.
    -También yo lo lamentaría -dijo Elinor, atóni­ta-, si hubiera sido de alguna utilidad para usted conocer mi opinión sobre ella. Pero, en verdad, nunca pensé que tuviera usted relación alguna con esa familia y, por tanto, confieso que me sorpren­de algo que indague tanto sobre el carácter de la señora Ferrars.
    -Supongo que sí le extraña, y debo decir que no me admira que así sea. Pero si osara explicar­le, no estaría tan sorprendida. La señora Ferrars no es en realidad nada para mí en la actualidad..., pero puede que llegue el momento..., cuán pronto lle­gue, por fuerza depende de ella..., en que nuestra relación sea muy estrecha.
    Bajó los ojos al decir esto, dulcemente pudi­bunda, con sólo una mirada de reojo a su compa­ñera para observar el efecto que tenía sobre ella.
    -¡Santo cielo! -exclamó Elinor-, ¿a qué se re­fiere? ¿Conoce usted al señor Robert Ferrars? ¿Lo conoce? -y no se sintió demasiado complacida con la idea de tal cuñada.
    -No -replicó Lucy-, no al señor Robert Fernars..., no lo he visto en mi vida; pero sí -agregó fijando su mirada en Elinor- a su hermano mayor.
    ¿Qué sintió Elinor en ese momento? Estupor, que habría sido tan doloroso como agudo era, si no hubiese estado acompañado de una inmedia­ta duda respecto de la declaración que lo origi­naba. Se volvió hacia Lucy en un silencioso asombro, incapaz de adivinar el motivo o finali­dad de tal afirmación; y aunque cambió el color de su rostro, se mantuvo firme en la incredulidad, fuera de todo peligro de un ataque histérico o un desvanecimiento.
    -Es natural que se sienta sorprendida -conti­nuó Lucy-, pues con toda seguridad no podría ha­berlo sabido antes; apostaría a que él nunca les dio ni el menor indicio de ello, ni a usted ni a su fa­milia, ya que se suponía era un gran secreto, y pue­do asegurar que de mí no ha salido ni una sola palabra hasta este momento. Ni una sola. persona de mi familia lo sabe, a excepción de Anne, y ja­más se lo habría mencionado a usted si no tuviera la mayor confianza del mundo en su discreción; pensaba que mi comportamiento al hacer tantas preguntas sobre la señora Ferrars debe haber pa­recido tan fuera de lugar que ameritaba una expli­cación. Y no creo que el señor Ferrars se sienta tan disgustado cuando sepa que he confiado en usted, porque me consta que tiene la mejor opi­nión del mundo respecto de toda su familia, y las considera a usted y a la otra señorita Dashwood como si fueran verdaderas hermanas -hizo una pausa.
    Elinor permaneció en silencio durante algunos momentos. Su estupor ante lo que oía fue al co­mienzo demasiado grande para ser puesto en pa­labras; pero después de un rato, obligándose a hablar, y a hablar cautelosamente, dijo con un modo tranquilo que ocultaba de manera casi acep­table su sorpresa y ansiedad:
    ¿Puedo preguntarle si su compromiso es de larga data?
    -Hemos estado comprometidos desde hace cua­tro años.
    -¡Cuatro años!
    -Sí.
    Aunque tales palabras la sacudieron profunda­mente, Elinor seguía sin poder creerlas.
    -Hasta el otro día -dijo- ni siquiera sabía que se conocieran.
    -Sin embargo, nos conocemos desde hace mu­chos años. El estuvo bajo la tutela de mi tío, sabe usted, bastante tiempo.
    -¡Su tío!
    -Sí, el señor Pratt. ¿Nunca le escuchó mencio­nar al señor Pratt?
    -Creo que sí -respondió Elinor, haciendo un esfuerzo cuya intensidad aumentaba a la par de la intensidad de su emoción.
    -Estuvo cuatro años con mi tío, que vive en Longstaple, cerca de Plymouth. Fue allí donde nos conocimos, porque mi hermana y yo a menudo nos quedábamos con mi tío, y fue allí que nos com­prometimos, aunque no hasta un año después de que él había dejado de ser pupilo; pero después estaba casi siempre con nosotros. Como podrá ima­ginar, yo era bastante reacia a iniciar tal relación sin el conocimiento y aprobación de su madre; pero también era demasiado joven y lo amaba dema­siado para haber actuado con la prudencia que. debí tener... Aunque usted no lo conoce tan bien como yo, señorita Dashwood, debe haberlo visto lo sufi­ciente para darse cuenta de que es muy capaz de despertar en una mujer un muy sincero afecto.
    -Por cierto -respondió Elinor, sin saber lo que decía; pero tras un instante de reflexión, agregó con una renovada seguridad en el honor y amor de Edward, y en la falsedad de su compañera-: ¡Com­prometida con el señor Ferrars! Me confieso tan absolutamente sorprendida frente a lo que dice, que en verdad... le ruego me disculpe; pero con toda seguridad debe haber algún equívoco en cuanto a la persona o el nombre. No podemos estar hablan­do del mismo señor Ferrars.
    -No podemos estar hablando de ningún otro -exclamó Lucy sonriendo-. El señor Edward Fe­rrars, el hijo mayor de la señora Ferrars de Park Street, y hermano de su cuñada, la señora de John Dashwood, es la persona a la cual me refiero; debe concederme que es bastante poco probable que yo me equivoque respecto del nombre del hombre de quien depende toda mi felicidad.
    -Es extraño -replicó Elinor, sumida en una do­lorosa perplejidad- que nunca le haya escuchado ni siquiera mencionar su nombre.
    -No; considerando nuestra situación, no es ex­traño. Nuestro principal cuidado ha sido mantener este asunto en secreto... Usted no sabía nada de mí o de mi familia, y por ello en ningún momen­to podía darse la oportunidad de mencionarle mi nombre; y como siempre él estaba tan temeroso de que su hermana sospechara algo, tenía motivo suficiente para no mencionarlo.
    Guardó silencio. Zozobró la seguridad de Eli­nor, pero el dominio sobre sí misma no se hundió con ella.
    -Cuatro años han estado comprometidos -dijo con voz firme.
    -Sí; y sabe Dios cuánto tiempo más deberemos esperar. ¡Pobre Edward! Se siente bastante desco­razonado -y sacando una pequeña miniatura de su bolsillo, agrega: Para evitar la posibilidad de error, tenga la bondad de mirar este rostro. Por cierto no le hace justicia, pero aun así pienso que no puede 'equivocarse respecto de la persona allí dibujada. Estos tres años lo he llevado encima.
    Mientras decía lo anterior, puso la miniatura en manos de Elinor; y cuando ésta vio la pintura, si había podido seguir aferrándose a cualesquiera otras dudas por temor a una decisión demasiado apresurada o su deseo de detectar una falsedad, ahora no podía tener ninguna respecto de que si era el rostro de Edward. Devolvió la miniatura casi de inmediato, reconociendo el parecido.
    -Nunca he podido -continuó Lucy- darle a cambio mi retrato, lo que me fastidia enormemen­te; ¡él siempre ha querido tanto tenerlo! Pero es­toy decidida a que me lo hagan en la primera oportunidad que tenga.
    -Tiene usted toda la razón -respondió Elinor tranquilamente. Avanzaron algunos pasos en silen­cio. Lucy habló primero.
    -Estoy segura -dijo-, no me cabe ninguna duda en absoluto, de que guardará fielmente ese secre­to, porque se imaginará cuán importante es para nosotros que no llegue a oídos de su madre, pues, debo decirlo, ella nunca lo aprobaría. Yo no reci­biré fortuna alguna, y creo saber que es una mu­jer notablemente orgullosa.
    -En ningún momento he buscado ser su confi­dente -dijo . Elinor-, pero usted no me hace sino justicia al imaginar que soy de confiar. Su secreto está a salvo conmigo; pero excúseme si manifiesto alguna sorpresa ante tan innecesaria revelación. Al menos debe haber sentido que el enterarme a mí de ese secreto no lo hacía estar más protegido.
    Mientras decía esto, miraba a Lucy con gran fi­jeza, con la esperanza de descubrir algo en su sem­blante... quizá la falsedad de la mayor parte de lo que venía diciendo; pero el rostro de Lucy se man­tuvo inmutable.
    -Temía haberla hecho pensar que me estaba tomando grandes libertades con usted -le dijo- al contarle todo esto. Es cierto que no la conozco des­de hace mucho, personalmente al menos, pero du­rante bastante tiempo he sabido de usted y de toda su familia por oídas; y tan pronto como la vi, sentí casi como si fuera una antigua conocida. Además, en el caso actual, realmente pensé que le debía al­guna explicación tras haberla interrogado de ma­nera tan detallada sobre la madre de Edward; y por desgracia no tengo un alma a quien pedir conse­jo. Anne es la única persona que está enterada de ello, y no tiene criterio en absoluto; en verdad, me hace mucho más daño que bien, porque vivo en el constante temor de que traicione mi secreto. No sabe mantener la boca cerrada, como se habrá dado .cuenta; y no creo haber tenido jamás tanto pavor como el otro día, cuando sir John mencionó el nombre de Edward, de que fuera a contarlo todo. No puede imaginar por las cosas que paso con todo esto. Ya me sorprende seguir viva después de lo que he sufrido a causa de Edward estos cuatro años. Tanto suspenso e incertidumbre, y viéndolo tan poco... a duras penas nos podemos encontrar más de dos veces al año. No sé cómo no tengo destrozado el corazón.
    En ese instante ' sacó su pañuelo; pero Elinor no se sentía demasiado compasiva.,
    -A veces -continuó Lucy tras enjugarse los ojos-, pienso si no sería mejor para nosotros dos terminar con todo el asunto por completo -al de­cir esto, miraba directamente a su compañera-. Pero, otras veces, no tengo la fuerza de voluntad suficiente para ello. No puedo soportar la idea de hacerlo tan desdichado, como sé que lo haría la sola mención de algo así. Y también por mi par­te.., con lo querido que me es... no me creo capaz de ello. ¿Qué me aconsejaría hacer en un caso así, señorita Dashwood.? ¿Qué haría usted?
    -Perdóneme -replicó Elinor, sobresaltada ante la pregunta-, pero no puedo darle consejo alguno en tales circunstancias. Es su propio juicio el que debe guiarla.
    -Con toda seguridad -continuó Lucy tras unos minutos de silencio por ambas partes-, tarde o temprano su madre tendrá que proporcionarle me­dios de vida; ¡pero el pobre Edward se siente tan abatido con todo eso! ¿No le pareció terriblemente desanimado cuando estaba en Barton? Se sentía tan desdichado cuando se marchó de Longstaple para ir donde ustedes, que temí que lo creyeran muy enfermo.
    -¿Venía de donde su tío cuando nos visitó?
    -¡Oh, sí! Había estado quince días con noso­tros. ¿Creyeron que venía directamente de la ciu­dad?
    -No -respondió Elinor, dolorosamente sensible a cada nueva circunstancia que respaldaba la ve­racidad de Lucy-. Recuerdo que nos dijo haber es­tado quince días con unos amigos cerca de Plymouth.
    Recordaba también su propia sorpresa en ese entonces, cuando él no agregó nada más sobre esos amigos y guardó silencio total incluso respecto de sus nombres.
    ¿No pensaron que estaba terriblemente desani­mado? -repitió Lucy.
    -En realidad sí, en especial cuando recién lle­gó.
    -Le supliqué que hiciera un esfuerzo, temien­do que ustedes sospecharan lo que ocurría; pero le entristeció tanto no poder pasar más de quince días con nosotros, y viéndome tan afectada... ¡Po­bre hombre! Temo le ocurra lo mismo ahora, pues sus cartas revelan un estado de ánimo tan desdi­chado. Supe de él justo antes de salir de Exeter -dijo, sacando de su bolsillo una carta y mostrán­dole la dirección a Elinor sin mayores miramien­tos-. Usted conoce su letra, me imagino; una letra encantadora; pero no está tan bien hecha como acostumbra. Estaba cansado, me imagino, porque había llenado la hoja al máximo escribiéndome.
    Elinor vio que sí era su letra, y no .pudo seguir dudando. El retrato, se había permitido creer, po­día haber sido obtenido de manera fortuita; podía no haber sido regalo de Edward; pero una corres­pondencia epistolar entre ellos sólo podía existir dado un compromiso real; nada sino eso podía au­torizarla. Durante algunos instantes se vio casi de­rrotada... el alma se le fue a los pies y apenas podía sostenerse; pero era obligatoriamente necesario so­breponerse, y luchó con tanta decisión contra la congoja de su espíritu que el éxito fue rápido y, por el momento, completo.
    -Escribirnos -dijo Lucy, devolviendo la carta a su bolsillo- es nuestro único consuelo durante es­tas prolongadas separaciones. Sí, yo tengo otro con­suelo en su retrato; pero el pobre Edward ni siquiera tiene eso. Si al menos tuviera mi retrato, dice que le sería más fácil. La última vez que estu­vo en Longstaple le di un mechón de mis cabellos engarzado en un anillo, y eso le ha servido de al­gún consuelo, dice, pero no es lo mismo que un retrato. ¿Quizá le notó ese anillo cuando lo vio?
    -Sí lo noté -dijo Elinor, con una voz serena tras la cual se ocultaba una emoción y una congoja mayores de cuanto hubiera sentido antes. Se sen­tía mortificada, turbada, confundida.
    Por fortuna para ella habían llegado ya a su tea, y la conversación no pudo continuar. Tras Permanecer con ellas unos minutos, las señoritas Steele volvieron a la finca y Elinor quedó en liber­tad para pensar y sentirse desdichada.


    CAPITULO XXIII

    Por pequeña que fuese la confianza de Elinor en la veracidad de Lucy, le era imposible, pensándo­lo con seriedad, sospechar de ella en las circuns­tancias actuales, donde difícilmente algo podía inducir a inventar mentiras como las anteriores. Frente a lo que Lucy afirmaba ser verdad, por tan­to, Elinor no podría, no osaría seguir dudando, res­paldado como estaba de manera tan absoluta por tantas probabilidades y pruebas, e impugnado tan sólo por sus propios deseos. El haber tenido la oportunidad de conocerse en casa del señor Pratt era la base para todo lo demás, una base a la vez indiscutible y alarmante; y la visita de Edward a algún lugar cercano a Plymouth, su melancolía, su insatisfacción con las perspectivas que se le pre­sentaban, el conocimiento íntimo que mostraban las señoritas Steele respecto de Norland y de sus relaciones familiares, que a menudo la habían sor­prendido; el retrato, la carta, el anillo, sumados constituían un conjunto de pruebas tan sólido que anulaba todo temor a condenar a Edward injusta­mente y ratificaba como un hecho que ninguna parcialidad por él podía pasar por alto, su descon­sideración hacia ella. Su resentimiento ante tal pro­ceder, su indignación por haber sido víctima de él, durante un breve lapso la hicieron centrarse sólo en sus propios sentimientos; pero pronto se abrieron paso otros pensamientos, otras consideraciones. ¿La había estado engañando Edward intencionalmen­te? ¿Había fingido un afecto por ella que no sen­tía? ¿Era su compromiso con Lucy un compromiso de corazón? No; sin importar lo que alguna vez pudo haber sido, no podía creer tal cosa en la ac­tualidad. El afecto de Edward le pertenecía a ella. No podía engañarse en eso. Su madre, sus herma­nas, Fanny, todos se habían dado cuenta del inte­rés que él había mostrado por ella en Norland; no era una ilusión de su propia vanidad. Con certeza, él la amaba. ¡Cómo apaciguó su corazón este convencimiento! ¡Cuántas cosas más la tentaba a perdonar! El había sido culpable, enormemente cul­pable de permanecer en Norland tras haber senti­do por primera vez que la influencia que ella tenía sobre él era mayor que la debida. En eso, no se lo podía defender; pero si él la había herido, ¡cuánto más se había herido a sí mismo! Si el caso de ella era digno de compasión, el de él era sin esperan­za. Si durante un tiempo la imprudencia de él la había hecho desdichada, a él parecía haberlo pri­vado de toda posibilidad de ser de otra forma. A la larga, ella podría reconquistar la tranquilidad; pero él, ¿en qué podía colocar sus esperanzas? ¿Po­dría alguna vez alcanzar una pasable felicidad con Lucy Steele? Si el afecto por ella fuera imposible, ¿podría él, con su integridad, su delicadeza e inte­ligencia cultivada, sentirse satisfecho con una es­posa como ésa: inculta, artera y egoísta?
    El encandilamiento propio de un joven de die­cinueve años bien pudo cegarlo a todo lo que no fuera la belleza y buen carácter de Lucy; pero los cuatro años siguientes -años que, si se los vive ra­cionalmente, enriquecen tanto el entendimiento­ debían haberle abierto los ojos a las carencias de su educación; y el mismo período de tiempo, que ella vivió en compañía de personas de inferior con­dición y entregada a intereses más frívolos, quizá la había despojado de esa sencillez que alguna vez pudo haberle dado un sesgo interesante a su be­lleza.
    Si cuando se suponía que era con Elinor que él quería casarse los obstáculos puestos por su ma­dre habían parecido grandes, ¡cuánto mayores no debían ser ahora, cuando la persona con quien es­taba comprometido era indudablemente inferior a ella en conexiones y, con toda probabilidad, infe­rior en fortuna! En verdad, estando el corazón de Edward tan desapegado de Lucy, quizá las exigen­cias sobre su paciencia no fueran demasiado gran­des; ¡pero la melancolía no puede ser sino el estado natural de una persona que se siente aliviada ante las expectativas de oposición y la dureza de parte de la familia!
    A medida que se sucedían dolorosamente en ella estos pensamientos, lloraba por él más que por sí misma. Apoyada en la convicción de no haber hecho nada que la hiciera merecedora de su ac­tual desdicha, y consolada por la creencia de que Edward no había hecho nada que le enajenara su afecto, Elinor pensó que incluso ahora, en medio del punzante dolor tras el duro golpe recibido, po­día dominarse lo suficiente para esconder de su madre y hermanas toda sospecha de la verdad. Y tan bien cumplió sus propias expectativas, que cuando se les unió en el momento de la cena tan sólo dos horas después de haber asistido a la muer­te de sus más caras esperanzas, nadie podría ha­ber sospechado, por la apariencia de las hermanas, que Elinor vivía un secreto duelo frente a las ba­rreras que para siempre la separarían del objeto de su amor, y que Marianne se solazaba en su inte­rior en las perfecciones de un hombre de cuyo co­razón se sentía enteramente prisionera, y a quien esperaba ver en cada carruaje que se acercaba a su casa.
    La necesidad de ocultar de su madre y de Ma­rianne lo que le había sido confiado como un se­creto, aunque la obligaba a un incesante esfuerzo, no agravaba el dolor de Elinor. Al contrario, era un alivio para ella ahorrarse el tener que comuni­car algo que las habría afligido tanto, y liberarse al mismo tiempo de escuchar cómo su excesiva y afectuosa parcialidad por ella probablemente se habría desatado en condenas a Edward, algo que era más de lo que se sentía capaz de soportar.
    Elinor sabía que no podría recibir ayuda algu­na de los consejos o de la conversación de su fa­milia; la ternura y pena que manifestarían sólo iban a aumentar el dolor que sentía, en tanto que el do­minio sobre sí misma no recibiría estímulo ni de su ejemplo ni de sus elogios. La soledad la hacía más fuerte y su propio buen juicio le ofreció un tan buen apoyo, que su firmeza se mantuvo sin flaquear y su apariencia de alegría todo lo invaria­ble que podía estar en medio de padecimientos tan punzantes y recientes.
    A pesar de lo mucho que había sufrido en su primera conversación con Lucy sobre el tema, pron­to sintió un vivo deseo de reanudarla, y esto por más de una razón. Deseaba escuchar otra vez mu­chos detalles de su compromiso; deseaba enten­der con mayor claridad lo que Lucy realmente sentía por Edward, si era en verdad sincera en sus declaraciones de tierno afecto por él; y muy en es­pecial quería convencer a Lucy, por su presteza en incursionar en el asunto de nuevo y su tranquili­dad al conversar sobre él, que no le interesaba más que como amiga, algo que temía haber dejado al menos en duda con su involuntaria agitación durante su conversación matinal. Que Lucy se incli­nara a sentirse celosa de ella parecía bastante pro­bable; era evidente que Edward siempre la había alabado mucho, y evidente no sólo por lo que Lucy decía, sino por su atreverse a confiarle, tras tan poco tiempo de conocerse en persona, un secreto tan reconocida y obviamente importante. E inclu­so los comentarios jocosos de sir John podían ha­ber pesado en ello. Pero, en verdad, mientras Elinor siguiera sintiéndose tan segura en su interior de que Edward realmente la amaba, no se requería de más cálculos de probabilidades para considerar natural que Lucy se sintiera celosa; y de sus celos, su mis­ma confidencia era prueba suficiente. ¿Qué otra ra­zón podía haber para revelar su historia, sino que Elinor supiera de los mayores derechos que Lucy tenía sobre Edward y aprendiera a evitarlo en el futuro? No le costaba mucho comprender hasta este punto las intenciones de su rival, y en tanto esta­ba firmemente decidida a actuar según lo exigían todos los principios de honor y honestidad para luchar contra su propio afecto por Edward y verlo lo menos posible, no podía negarse el consuelo de intentar convencer a Lucy de que su corazón esta­ba indemne. Y como nada podían agregar sobre el tema más doloroso que lo ya escuchado, no dudó de su propia capacidad para soportar tran­quilamente una repetición de los pormenores. .
    Pero la oportunidad de hacer lo planeado tar­dó en llegar, aunque Lucy estaba tan bien dispuesta como ella a aprovechar cualquier ocasión que se presentase, pues un clima bastante variable les im­pidió salir a caminar, actividad que fácilmente les habría permitido separarse de los demás; y aunque se encontraban al menos día por medio en la fin­ca o en la cabaña, y en especial en la primera, no se suponía que el objetivo de reunirse fuera con­versar. Tal idea jamás se les pasaría por la mente ni a sir John ni a lady Middleton, y así dejaban muy poco tiempo para una charla en la que participa­ran todos, y ninguno en absoluto para diálogos personales. Se reunían para comer, beber y reírse juntos, jugar a las cartas o a las adivinanzas o a cualquier otro entretenimiento que produjera la su­ficiente algarabía.
    Una o dos de este tipo de reuniones habían pasado ya sin darle a Elinor oportunidad alguna de encontrarse con Lucy en privado, cuando una mañana apareció sir John en la casa para rogarles encarecidamente que fueran a cenar con lady Middleton ese día, ya que él debía asistir al club en Exeter y ella podría quedar totalmente sola, a excepción de su madre y las dos señoritas Steele. Elinor, que previó se le ofrecía una buena oportu­nidad para el asunto que tenía en mente en una reunión como ésta, donde estarían más a sus an­chas bajo la tranquila y bien educada dirección de lady Middleton que en las ocasiones en que su es­poso las juntaba para sus ruidosas tertulias, aceptó de inmediato la invitación. Margaret, con el per­miso de su madre, también aceptó, y a Marianne, aunque siempre reacia a asistir a estas reuniones, la convenció su madre de hacer lo mismo, pues no soportaba verla aislarse de toda oportunidad de diversión.
    Fueron las jóvenes, y lady Middleton se vio fe­lizmente a salvo de la terrible soledad que la ha­bía amenazado. La reunión transcurrió tan insulsa como había previsto Elinor; no produjo ni una sola idea o expresión novedosa, y nada pudo ser me­nos interesante que la totalidad de la conversación tanto en el comedor como en la sala; los niños las acompañaron a esta última, y mientras ellos per­manecían allí, era demasiado evidente la imposi­bilidad de atraer la atención de Lucy como para intentarlo. Sólo se marcharon cuando retiraron las cosas del té. Se colocó entonces la mesa para ju­gar a los naipes, y Elinor comenzó a preguntarse cómo había podido tener la esperanza de que iba a encontrar tiempo para conversar en la finca. To­das se levantaron, preparándose para una partida de cartas.
    -Me alegro -le dijo lady Middleton a Lucy- de que no vaya a terminar la canastilla de mi pobre­cita Annamaria esta noche, porque estoy segura de que le dañaría los ojos hacer trabajos de filigrana a la luz de las velas. Y ya encontraremos mañana cómo compensar la desilusión de mi preciosa chi­quita y, así, espero que no le va a importar dema­siado.
    Bastó con esta insinuación; Lucy volvió a sus cabales de manera instantánea y replicó:
    -Pero, se equivoca absolutamente, lady Middle­ton; tan sólo estaba esperando saber si pueden rea­lizar su partida sin mí, o ya me habría puesto a trabajar en la filigrana. Por nada del mundo des­ilusionaría al angelito; y si usted me quiere en la mesa de naipes ahora, estoy decidida a terminar la canastilla después de cenar.
    -Es usted muy buena; espero que no le haga daño a los ojos... ¿podría tocar la campanilla para que traigan velas para trabajar? Sé que mi pobre niñita se sentiría terriblemente desilusionada si la cesta no estuviera terminada mañana, pues aunque le dije que de ninguna manera iba a estar lista, es­toy segura de que confía en que lo estará.
    Lucy acercó su mesa de trabajo y se sentó a ella con una presteza y buen ánimo que parecían insinuar que su mayor placer era hacer una cesta de filigrana para una niña consentida.
    Lady Middleton les propuso a las demás una par­tida de “casino”. Nadie hizo ninguna objeción, ex­cepto Marianne, que con su habitual incumplimiento de las normas de cortesía generales, exclamó:
    -Su señoría tendrá la bondad de excusarme... usted sabe que detesto los naipes. Iré al piano; no lo he tocado desde que lo afinaron.
    Y sin más ceremonia, se alejó hacia el instru­mento.
    Lady Middleton pareció estar agradeciendo al cielo por no haber hecho jamás ella una observa­ción tan descortés.
    -Usted sabe, señora, que Marianne nunca se puede mantener demasiado tiempo alejada de ese instrumento -dijo Elinor, esforzándose en mitigar la ofensa-; y no me extraña, porque es el piano mejor templado que me haya tocado escuchar.
    Las cinco restantes se disponían ahora a repar­tir las cartas.
    -Quizá -continuó Elinor-, si yo me saliera del juego, podría ser de alguna utilidad a la señorita Lucy, enrollando los papeles para ella; y queda to­davía tanto por hacer con la canastilla que, según creo, va a ser imposible que con su solo trabajo pueda terminarla esta noche. Me encantará ese tra­bajo, si ella me permite tomar parte en él.
    -Por supuesto que estaré muy agradecida de su ayuda -exclamó Lucy-, pues me he dado cuenta de que todavía falta por hacer más de lo que creí; Y sería algo terrible desilusionar a la querida An­namaria después de todo.
    -¡Oh! Eso sería espantoso, por supuesto -dijo la señorita Steele-. Pobre corazoncito, ¡cómo la quiero!
    -Es usted muy amable -le dijo lady Middleton a Elinor-; y como de verdad le gusta el trabajo, quizá igual prefiera no incorporarse al juego sino hasta otra partida, ¿o quiere hacerlo ahora?
    Elinor aprovechó gustosamente el primer ofre­cimiento, y así, con un poco de ese buen trato al que Marianne nunca podía condescender, al mis­mo tiempo logró su propio objetivo y complació a lady Middleton. Lucy le hizo lugar con presteza, y las dos buenas rivales se sentaron así lado a lado en la misma mesa, y con la máxima armonía se em­peñaron en llevar adelante la misma labor. El pia­no, frente al cual Marianne, absorta en su música y en sus pensamientos, había olvidado la presencia de otras personas en el cuarto, afortunadamente esta­ba tan cerca de ellas que la señorita Dashwood juz­gó que, protegida por su sonido, podía plantear el tema que le interesaba sin riesgo de ser escucha­da en la mesa de naipes.


    CAPITULO XXIV

    En un tono firme, aunque cauteloso, Elinor comen­zó así:
    -No sería merecedora de la confidencia de que me ha hecho depositaria si no deseara prolongar­la, o no sintiera mayor curiosidad sobre ese tema. No me disculparé, entonces, por traerlo nuevamen­te a colación.
    -Gracias -exclamó Lucy cálidamente- por rom­per el hielo; con ello me ha tranquilizado el cora­zón, pues temía haberla ofendido de alguna manera con lo que le dije el lunes.
    -¡Ofenderme! ¿Cómo pudo pensar tal cosa? Créame -y Elinor habló con total sinceridad-, nada podría estar más ajeno a mi voluntad que produ­cirle tal idea. ¿Acaso pudo haber un motivo tras su confianza que no fuera honesto y halagador para mi?
    -Y, sin embargo, le aseguro -replicó Lucy, sus ojillos agudos cargados de intención-, me pareció percibir una frialdad y disgusto en su trato que me hizo sentir muy incómoda. Estaba segura de que se habría enojado conmigo; y desde entonces me he reprochado por haberme tomado la libertad de preocuparla con mis asuntos. Pero me alegra enor­memente descubrir que era sólo mi imaginación, y que, usted no me culpa por ello. Si supiera qué gran consuelo, qué alivio para mi corazón fue ha­blarle de aquello en que siempre, cada instante de mi vida, estoy pensando, estoy segura de que su compasión le haría pasar por alto todo lo demás.
    -Ciertamente me es fácil creer que fue un- gran alivio para usted contarme lo que le ocurre, y pue­de estar segura de que nunca tendrá motivos para arrepentirse de ello. Su caso es muy desafortuna­do; la veo rodeada de dificultades, y tendrán ne­cesidad de todo el afecto que mutuamente se profesen para poder resistirlas. El señor Ferrars, se­gún creo, depende enteramente de su madre.
    -Sólo tiene dos mil libras de su propiedad; se­ría locura casarse sobre esa base, aunque por mi Parte podría renunciar a toda otra perspectiva sin un suspiro. He estado siempre acostumbrada a un ingreso muy pequeño, y por él podría luchar con­tra cualquier pobreza; pero lo amo demasiado para ser el instrumento egoísta a través del cual, quizá, se le robe todo lo que su madre le podría dar si se casara a gusto de ella. Debemos esperar, puede ser por muchos años. Con casi cualquier otro hom­bre en el mundo sería una temible perspectiva; pero sé que nada puede despojarme del afecto y fideli­dad de Edward.
    -Tal convicción debe ser todo para usted; y sin duda él se sostiene apoyado en idéntica confianza en los sentimientos que usted le profesa. Si hubie­ra flaqueado la fuerza de su mutuo afecto, como naturalmente ocurriría con tanta gente en tantas cir­cunstancias a lo largo de un compromiso de cua­tro años, su situación sería sin duda lamentable.
    Lucy levantó la vista; pero Elinor tuvo cuidado de que su rostro no mostrara ninguna expresión que pudiera dar un cariz sospechoso a sus palabras.
    -El amor de Edward -dijo Lucy- ya ha sido puesto a prueba por nuestra larga, larga separación desde nuestro compromiso, y él ha resistido tan bien sus cuitas que sería imperdonable de mi par­te si ahora lo pusiera en duda. Puedo decir sin ries­go de equivocarme que jamás, desde el primer día, me ha dado un momento de alarma al respecto.
    A duras penas Elinor sabía si sonreír o suspi­rar ante tal aserto.
    Lucy continuó:
    -Por naturaleza, también soy de temperamen­to algo celoso, y debido a la diferencia de nues­tras situaciones, considerando que él conoce tanto más el mundo que yo, y por nuestra constante se­paración, tenía bastante tendencia a la suspicacia, lo que me habría permitido descubrir rápidamente la verdad si hubiera habido el menor cambio en su conducta hacia mí cuando nos encontrábamos, o cualquier decaimiento de ánimo para el cual no tuviese explicación, o si hubiera hablado más de una dama que de otra, o pareciera en cualquier aspecto menos feliz en Longstaple de lo que solía estar. No es mi propósito decir que soy particular­mente observadora o perspicaz en general, pero en un caso así estoy segura de que no podrían em­baucarme.
    “Todo esto”, pensó Elinor, “suena muy bonito, pero no nos puede engañar a ninguna de las dos”.
    -Pero -dijo después de un breve silencio-, ¿qué planes tiene? ¿O no tiene ninguno, sino esperar que la señora Ferrars se muera, lo que es una medida tan extrema, terrible y triste? ¿Es que su hijo está de­cidido a someterse a esto, y a todo el tedio de los muchos años de espera en que puede involucrarla a usted, antes que correr el riesgo de disgustar a su madre durante algún tiempo admitiendo la verdad?
    -¡Si pudiéramos estar seguros de que sería sólo durante un tiempo! Pero la señora Ferrars es una mujer muy obstinada y orgullosa, y sería muy pro­bable que, en su primer ataque de ira al escucharlo, legara todo a Robert; y esa posibilidad, pensando en el bien de Edward, ahuyenta en mí toda tenta­ción de incurrir en medidas precipitadas.
    -Y también por su propio bien, o está llevan­do su desinterés más allá de todo lo razonable.
    Lucy miró nuevamente a Elinor, y guardó si­lencio.
    ¿Conoce al señor Robert Ferrars? -le pregun­tó Elinor.
    -En absoluto... jamás lo he visto; pero me lo imagino muy distinto a su hermano: tonto y un gran fanfarrón.
    -¡Un gran fanfarrón! -repitió la señorita Steele, que había alcanzado a escuchar estas palabras du­rante una repentina pausa en la música de Marian­ne-. ¡Ah! Me parece que están hablando de sus galanes favoritos.
    -No, hermana -exclamó Lucy-, te equivocas en eso, nuestros galanes favoritos no son grandes fan­farrones.
    Doy fe de que el de la señorita Dashwood no lo es -dijo la señora Jennings riendo con ganas ; es uno de los jóvenes más sencillos, de más lin­dos modales que yo haya visto. Pero en cuanto a Lucy, esta criatura sabe disimular tan bien que no hay manera de saber quién le gusta.
    -¡Ah! -exclamó la señorita Steele lanzándoles una mirada sugestiva-, puedo decir que el preten­diente de Lucy es tan sencillo y de lindos modales como el de la señorita Dashwood.
    Elinor se sonrojó sin querer. Lucy se mordió los labios y miró muy enojada a su hermana. Un si­lencio generalizado se posó en la habitación du­rante un rato. Lucy fue la primera en romperlo al decir en un tono más bajo, aunque en ese momen­to Marianne les prestaba la poderosa protección de un magnífico concierto:
    -Le expondré sin tapujos un plan que se me ha ocurrido ahora último para manejar este asun­to; en verdad, estoy obligada a hacerla participar del secreto, porque es una de las partes interesa­das. Me atrevería a decir que ha visto a Edward lo suficiente para saber que él preferiría la iglesia antes que cualquier otra profesión. Ahora, mi plan es que se ordene tan pronto como pueda y entonces que usted interceda ante su hermano, lo que estoy se­gura tendrá la generosidad de hacer por amistad a él y, espero, algún afecto por mí, para convencer­lo de que le dé el beneficio de Norland; según entiendo, es muy bueno y no es probable que el titular actual viva mucho tiempo. Eso nos bastaría para casarnos, y dejaríamos al tiempo y las opor­tunidades para que proveyeran el resto.
    -Siempre será un placer para mí -respondió Elinor- entregar cualquier señal de afecto y amis­tad por el señor Ferrars; pero, ¿no advierte que mi intervención en esta oportunidad sería completa­mente innecesaria? El es hermano de la señora de John Dashwood... eso debería bastar como reco­mendación para su esposo.
    -Pero la señora de John Dashwood no aprue­ba realmente que Edward tome las órdenes.
    -Entonces sospecho que mi intervención ten­dría escaso efecto.
    Nuevamente guardaron silencio durante varios minutos. Por fin Lucy exclamó, con un gran suspiro:
    -Creo que lo más sabio sería poner fin a todo el asunto de una vez, deshaciendo el compromi­so. Pareciera que son tantas las dificultades que nos acosan por todos lados, que aunque nos haga des­dichados por algún tiempo, a la larga quizá este­mos mejor. Pero, ¿no me aconsejaría usted, señorita Dashwood?
    -No -respondió Elinor, con una sonrisa que ocultaba una gran agitación-, sobre tal tema por supuesto que no lo haré. Sabe perfectamente que mi opinión no tendría peso alguno en usted, a no ser que respaldara sus deseos.
    -En verdad es injusta conmigo -respondió Lucy con gran solemnidad-; no sé de nadie cuyo juicio (espete tanto como el suyo; y realmente creo que si usted fuera a decirme “Le aconsejo que, cueste lo que cueste, ponga fin a su compromiso con Ed­ward Ferrars, será lo mejor para la felicidad de am­bos”, no vacilaría en hacerlo de inmediato.
    Elinor se sonrojó ante la falta de sinceridad de 'la futura esposa de Edward, y replicó:
    Tal cumplido sería absolutamente eficaz para ahuyentar en mí toda posibilidad de dar mi opi­nión en esta materia, a, si es que tuviera alguna. Da demasiado valor a mi influencia; el poder de se­parar a dos personas unidas tan tiernamente es demasiado para alguien que no es parte intere­sada.
    -Es precisamente porque no es parte interesa­da --lijo Lucy, con una cierta inquina y acentuan­do de manera especial esas palabras- que su parecer podría tener, con toda justicia, tal influen­cia en mí. Si pudiera suponerse que su opinión es­taría sesgada en cualquier sentido por sus propios sentimientos, no valdría la pena tenerla.
    Elinor creyó más sabio no responder a esto, no fuera a ocurrir que se empujaran mutuamente a hablar con una libertad y franqueza que no podían ser convenientes, e incluso estaba en parte decidi­da a no mencionar nunca más el tema. Así, a esta conversación siguió una pausa de varios minutos, y de nuevo fue Lucy quien le puso fin.
    -¿Estará en la ciudad este invierno, señorita Dashwood? -le dijo, con su habitual amabilidad.
    -Por supuesto que no.
    -Cuánto lo siento -respondió la otra, brillán­dole los ojos ante la información-. ¡Me habría gus­tado tanto verla allí! Pero apostaría que va a ir de todas maneras. Con toda seguridad, su hermano y su hermana la invitarán a su casa.
    -No podré aceptar su invitación, si es que la hacen.
    -¡Qué pena! Estaba tan confiada en que nos encontraríamos allá. Anne y yo iremos a fines de enero donde unos parientes que hace años nos es­tán pidiendo que los visitemos. Pero voy únicamen­te por ver a Edward. El estará allá en febrero; si no fuera así, Londres no tendría ningún atractivo para mí; no tengo ánimo para eso.
    No transcurrió mucho tiempo antes de que ter­minara la primera ronda de naipes y llamaran a Eli­nor a la mesa, lo que puso fin a la conversación privada de las dos damas, algo a que ni una ni otra opuso gran resistencia, porque nada se había di­cho en esa ocasión que les hiciera sentir un des­agrado por la otra menor al que habían sentido antes. Elinor se sentó a la mesa con el -triste con­vencimiento de que Edward no sólo no quena a la persona que iba a ser su esposa, sino que no tenía la menor oportunidad de alcanzar ni siquiera una aceptable felicidad en el matrimonio, algo que podría haber tenido si ella, su prometida, lo hu­biera amado con sinceridad, pues tan sólo el pro­pio interés podía inducir a que una mujer atara a un hombre a un compromiso que claramente lo agobiaba.
    Desde ese momento Elinor nunca volvió a to­car el tema; y cuando lo mencionaba Lucy, que no dejaba pasar la oportunidad de introducirlo en la conversación y se preocupaba especialmente de hacer saber a su confidente su felicidad cada vez que recibía una carta de Edward, la primera lo tra­taba con tranquilidad y cautela y lo despachaba apenas lo permitían las buenas maneras, pues sentía que tales conversaciones eran una concesión que Lucy no se merecía, y que para ella era peligrosa.
    La visita de las señoritas Steele a Barton Park se alargó bastante más allá de lo que había supues­to la primera invitación. Aumentó el aprecio que les tenían, no podían prescindir de ellas; sir John no aceptaba escuchar que se iban; a pesar de los numerosos compromisos que tenían en Exeter y de que hubieran sido contraídos hacía tiempo, a pesar de su absoluta obligación de volver a cumplir­los de inmediato, que se hacía sentir imperativa­mente cada fin de semana, se las persuadió a quedarse casi dos meses en la finca, y ayudar en la adecuada celebración de esas festividades que requieren de una cantidad más que usual de bai­les privados y grandes cenas para proclamar su im­portancia.


    CAPITULO XXV

    Aunque la señora Jennings acostumbraba pasar gran parte del año en las casas de sus hijos y ami­gos, no carecía de una vivienda permanente de su propiedad. Desde la muerte de su esposo, que ha­bía comerciado con éxito en una parte menos ele­gante de la ciudad, pasaba todos los inviernos en una casa ubicada en una de las calles cercanas a Portman Square. Hacia ella comenzó a dirigir sus pensamientos al aproximarse enero, y a ella un día, repentinamente y sin que se lo hubieran espera­do, invitó a las dos señoritas Dashwood mayores para que la acompañaran. Elinor, sin observar los cambios de color en el rostro de su hermana y la animada expresión de sus ojos, que revelaban que el plan no le era indiferente, rehusó de inmediato, agradecida pero terminantemente, a nombre de las dos, creyendo estar haciéndose cargo de un deseo compartido. El motivo al que recurrió fue su firme decisión de no dejar a su madre en esa época del año. La señora Jennings recibió el rechazo de su invitación con algo de sorpresa, y la repitió de in­mediato.
    -¡Ay, Dios! Estoy segura de que su madre pue­de pasarse muy bien sin ustedes, y les ruego me concedan el favor de su compañía, porque he pues­to todas mis esperanzas en ello. No se imaginen que van a ser ninguna molestia para mí, porque no haré nada fuera de lo que acostumbro para aten­derlas. Sólo significará enviar a Betty en el coche de posta, y confío en que eso sí puedo permitir­melo. Nosotras tres iremos muy cómodas en mi ca­lesín; y cuando estemos en la ciudad, si no desean ir a donde yo voy, santo y bueno, siempre pue­den salir con alguna de mis hijas. Estoy segura de que su madre no se opondrá a ello, pues he teni­do tanta suerte en sacarme a mis hijos de las ma­nos, que me considerará una persona muy adecuada para estar a cargo de ustedes; y si no con­sigo casar bien al menos a una de ustedes antes de dar por terminado el asunto, no será por causa mía. Les hablaré bien de ustedes a todos los jóve­nes, pueden estar seguras.
    -Tengo la idea -dijo sir John- de que la seño­rita Marianne no se opondría a tal plan, si su her­mana mayor accediera a él. Es muy duro, en verdad, que no pueda distraerse un poco, sólo por­que la señorita Dashwood no lo desea. Así que les recomendaría a ustedes dos que partan a la ciu­dad cuando se cansen de Barton, sin decirle una palabra sobre ello a la señorita Dashwood.
    -No -exclamó la señora Jennings-, estoy segura de que estaré terriblemente contenta de la compa­ñía de la señorita Marianne, vaya o no vaya la se­ñorita Dashwood, sólo que mientras más, mayor es la alegría, digo yo, y pensé que sería más có­modo para ellas estar juntas; porque si se cansan de mí, pueden hablar entre ellas, y reírse de mis rarezas a mis espaldas. Pero una u otra, si no am­bas, debo tener. ¡Que Dios me bendiga! Cómo pue­den imaginarse que puedo vivir andando por ahí sola, yo que hasta este invierno siempre he estado acostumbrada a tener a Charlotte conmigo. Vamos, señorita Marianne, démonos las manos para sellar este trato, y si la señorita Dashwood cambia de opinión luego, tanto mejor.
    -Le agradezco, señora, de todo corazón le agra­dezco -dijo Marianne calurosamente-; su invitación ha comprometido mi gratitud para siempre, y po­der aceptarla me haría tan feliz... sí, sería casi la máxima felicidad que puedo imaginar. Pero mi ma­dre, mi queridísima, bondadosa madre... creo que es muy justo lo que Elinor ha planteado, y si nues­tra ausencia la fuera a hacer menos feliz, le fuera a restar comodidad... ¡Oh, no! Nada podría indu­cirme a dejarla. Esto no puede significar, no debe significar un conflicto.
    La señora Jennings volvió a repetir cuán segu­ra estaba de que la señora Dashwood podría pa­sarse muy bien sin ellas; y Elinor, que ahora comprendía a su hermana y veía cuán indiferente a casi todo lo demás la hacía su ansiedad por vol­ver a ver a Willoughby, no planteó ninguna otra objeción directa al plan; se limitó a referirlo a la voluntad de su madre, de quien, sin embargo, no esperaba recibir gran apoyo en su esfuerzo por im­pedir una visita que tan inconveniente le parecía para Marianne, y que también por su propio bien tenía especial interés en evitar. En todo lo que Ma­riana deseaba, su madre estaba ansiosa por com­placerla; no podía esperar inducir a esta última a comportarse con cautela en un asunto respecto del cual nunca había podido inspirarle desconfianza, y no se atrevía a explicar la causa de su propia renuencia a ir a Londres. Que Marianne, quisqui­llosa como era, perfectamente al tanto de la forma de conducirse de la señora Jennings que tanto la desagradaba, en sus esfuerzos por lograr su obje­tivo estuviera dispuesta a pasar por alto todas las molestias de ese tipo y a ignorar lo que más la irri­taba en su sensibilidad, era una prueba tal, tan fuer­te, tan plena, de la importancia que daba a ese objetivo, que a pesar de todo lo ocurrido sorpren­dió a Elinor, como si nada la hubiera preparado para presenciarlo.
    Cuando le contaron sobre la invitación, la se­ñora Dashwood, convencida de que tal salida po­dría significar muchas diversiones para sus dos hijas y percibiendo a través de todas las cariñosas aten­ciones de Marianne cuán ilusionada estaba con el viaje, no quiso ni oír que rehusaran el ofrecimien­to por causa de ella; insistió en que aceptaran de inmediato y comenzó a imaginar, con su habitual alegría, las diversas ventajas que para todas ellas resultarían de esta separación.
    -Me encanta este plan -exclamó-, es exactamen­te lo que yo habría deseado. A Margaret y a mí nos beneficiará tanto como a ustedes. Cuando ustedes y los Middleton se hayan ido, ¡qué tranquilas y feli­ces lo pasaremos juntas, con nuestros libros y nuestra música! ¡Encontrarán tan crecida a Margaret cuando vuelvan! Y también tengo un pequeño plan de arre­glo de los dormitorios de ustedes, que ahora podré llevar a cabo sin incomodarlas. Me parece que tie­nen que ir a la ciudad; a mi juicio, todas las jóve­nes en las condiciones de vida que ustedes tienen deben conocer las costumbres y diversiones de Lon­dres. Estarán al cuidado de una buena mujer, muy maternal, de cuya bondad no me cabe la menor duda. Y lo más probable es que vean a su herma­no, y cualesquiera sean sus defectos, o los de su esposa, cuando pienso de quién es hijo, no quisie­ra verlos tan alejados unos de otros.
    -Aunque con su habitual preocupación por nuestra felicidad -dijo Elinor- ha estado obviando todos los obstáculos a este plan que ha podido ima­ginar, persiste una objeción que, en mi opinión, no puede ser despachada tan fácilmente.
    Un enorme desaliento apareció en el rostro de Marianne.
    -¿Y qué es -dijo la señora Dashwood- lo que mi querida y prudente Elinor va a sugerir? ¿Qué obstáculo formidable es el que nos va a poner por delante? No quiero escuchar ni una palabra sobre el costo que tendrá.
    -Mi objeción es ésta: aunque tengo muy bue­na opinión de la bondad de la señora Jennings, no es el tipo de mujer cuya compañía vaya a sernos placentera, o cuya protección eleve nuestro rango.
    -Eso es muy cierto -respondió su madre-, pero en su sola compañía, sin otras personas, casi no estarán, y casi siempre aparecerán en público con lady Middleton.
    -Si Elinor desiste de ir por el desagrado que le produce la señora Jennings -dijo Marianne-, al menos que eso no impida que yo acepte su invita­ción. No tengo tales escrúpulos y estoy segura de que puedo tolerar sin mayor esfuerzo todos los in­convenientes de ese tipo.
    Elinor no pudo evitar sonreír ante este desplie­gue de indiferencia respecto del comportamiento social de una persona hacia la cual tantas veces le había costado conseguir de Marianne al menos una aceptable cortesía, y en su interior decidió que si su hermana se empeñaba en ir, también ella iría, pues no creía correcto dejar a Marianne en situa­ción de guiarse únicamente por su propio juicio, o dejar a la señora Jennings a merced de Marian­o como todo solaz en sus horas hogareñas. Tal decisión le fue más fácil de aceptar al recordar que Edward Ferrars, según lo informado por Lucy, no iba a estar en la ciudad antes de febrero, y que para ese entonces la permanencia de ella y de su hermana, sin tener que acortarla de ninguna ma­nera absurda, ya habría terminado.
    -Quiero que las dos vayan -dijo la señora Dash­wood-; estas objeciones son un disparate. Se en­tretendrán mucho en Londres, y más aún si están juntas; y si Elinor alguna vez condescendiera a aceptar de antemano la posibilidad de disfrutar, vería que en la ciudad podría hacerlo de innume­rables maneras; incluso hasta podría agradarle la oportunidad de mejorar sus relaciones con la fa­milia de su cuñada.
    A menudo Elinor había deseado que se le pre­sentase la ocasión de ir debilitando la confianza que tenía su madre en las relaciones entre ella y Edward, de manera que el golpe fuera menor cuando toda la verdad saliera a luz; y ahora, frente a esta aco­metida, aunque casi sin ninguna esperanza de lo­grarlo, se obligó a dar inicio a sus planes diciendo con toda la tranquilidad que le fue posible:
    -Me gusta mucho Edward Ferrars y siempre me alegrará verlo; pero en cuanto al resto de la fami­lia, me es completamente indiferente si alguna vez llegan a conocerme o no.
    La señora Dashwood sonrió y no dijo nada. Marianne levantó la mirada llena de asombro, y Eli­nor pensó que habría sido mejor mantener la boca cerrada.
    Tras dar vueltas al asunto muy poco más, se decidió finalmente que aceptarían plenamente la invitación. Al enterarse, la señora Jennings dio gran­des muestras de alegría y les ofreció todo tipo de seguridades sobre su afecto y el cuidado que tendría de las jóvenes. Y no sólo ella estaba conten­ta; sir John se mostró encantado, porque para un hombre cuya mayor ansiedad era el temor a estar solo, agregar dos más a los habitantes de Londres no era algo de despreciar. Incluso lady Middleton se dio el trabajo de estar encantada, lo que para ella era salirse un poco de su camino habitual; en cuanto a las señoritas Steele, en especial Lucy, nun­ca habían estado más felices en toda su vida que al saber esta noticia.
    Elinor se sometió a los preparativos que con­trariaban sus deseos con mucho menos disgusto del que había esperado sentir. En lo que a ella con­cernía, ir o no a la ciudad ya no era asunto que le preocupase; y cuando vio a su madre tan plena­mente contenta con el plan, y la dicha en el ros­tro, en la voz y el comportamiento de su hermana; cuando la vio recuperar su animación habitual e ir incluso más allá de lo que había sido su alegría acostumbrada, no pudo sentirse insatisfecha de la causa de todo ello y no quiso permitirse descon­fiar de las consecuencias.
    El júbilo de Marianne ya casi iba más allá de la felicidad, tan grande era la turbación de su áni­mo y su impaciencia por partir. Lo único que la hacía recuperar la calma era sus pocos deseos de dejar a su madre; y al momento de partir su aflic­ción por ello fue enorme. La tristeza de su madre fue apenas menor, y Elinor fue la única de las tres que parecía considerar la separación como algo menos que eterna.
    Partieron la primera semana de enero. Los Middleton las seguirían alrededor de una semana después. Las señoritas Steele seguían en la finca, que abandonarían solo con el resto de la familia.


    CAPITULO XXVI

    Al verse en el carruaje con la señora Jennings, e iniciando un viaje a Londres bajo su protección y como su huésped, Elinor no pudo dejar de cavi­lar sobre su propia situación: ¡tan breve era el tiempo que la conocían, tan poco compatibles en edad y temperamento, y tantas objeciones había levantado ella contra este viaje tan sólo unos días antes! Pero todas estas objeciones habían sucum­bido, avasalladas ante ese feliz entusiasmo juvenil que tanto Marianne como su madre compartían; y Elinor, a pesar de sus ocasionales dudas sobre la constancia de Willoughby, no podía contemplar el arrobamiento de la maravillosa espera a que estaba entregada Marianne, desbordándole en el alma e iluminándole los ojos, sin sentir cuán va­cías eran sus propias perspectivas, cuán falto de alegría su propio estado de ánimo comparado con el de ella, y cuán gustosamente viviría igual an­siedad que Marianne si con ello pudiese tener igual vivificante objetivo, igual posibilidad de es­peranza. Pero ahora faltaba poco, muy poco tiem­po, para saber cuáles eran las intenciones de Willoughby: con toda seguridad ya se encontraba en la ciudad. La ansiedad por partir que mostra­ba Marianne era clara señal de su confianza en encontrarlo allí; y Elinor estaba decidida no sólo a averiguar todo lo que pudiera sobre el carácter del joven, ya fuera a través de sus propias obser­vaciones o de lo que otros pudieran informarle, sino también a vigilar su conducta hacia su her­mana con atención tan celosa que le permitiera estar segura de lo que él era y de sus propósitos antes de que se hubieran reunido muchas veces. Si el resultado de sus observaciones fuera desfavorable, estaba decidida a abrirle los ojos a su hermana del modo que fuese; si no era así, la tarea que tendría por delante sería diferente: de­bería aprender a evitar las comparaciones egoís­tas y desterrar de ella todo pesar que pudiera menguar su satisfacción por la felicidad de Ma­rianne.
    El viaje duró tres días, y el comportamiento de Marianne durante todo el recorrido constituyó una buena muestra de lo que podría esperarse en el futuro de su deferencia y afabilidad hacia la seño­ra Jennings. Guardó silencio durante casi todo el camino, envuelta en sus propias cavilaciones y no hablando casi nunca por propia voluntad, excepto cuando algún objeto de belleza pintoresca apare­cía ante su vista arrancándole alguna expresión de gozo, que dirigía exclusivamente a su hermana. Para compensar esta conducta, sin embargo, Eli­nor asumió de inmediato el deber de cortesía que se había impuesto como tarea, fue extremadamen­te atenta con la señora Jennings, conversó con ella, se rió con ella y la escuchó siempre que le era po­sible; y la señora Jennings, por su parte, las trató a ambas con toda la bondad imaginable, se preocu­pó en todo momento de que estuvieran cómodas y entretenidas, y sólo la disgustó no lograr que eli­gieran su propia cena en la posada ni poder obli­garlas a confesar si preferían el salmón o el bacalao, el pollo cocido o las chuletas de ternera. Llegaron a la ciudad alrededor de las tres de la tarde del tercer día, felices de liberarse, tras un viaje tan pro­longado, del encierro del carruaje, y listas a dis­frutar del lujo de un buen fuego.
    La casa era hermosa y estaba hermosamente equipada, y de inmediato pusieron a disposición de las jóvenes una habitación muy confortable.
    Había pertenecido a Charlotte, y sobre la repisa de la chimenea aún colgaba un paisaje hecho por ella en sedas de colores, prueba de haber pasado siete años en un gran colegio de la ciudad, con algu­nos resultados.
    Como la cena no iba a estar lista antes de dos horas después de su llegada, Elinor quiso ocupar ese lapso en escribirle a su madre, y se sentó dis­puesta a ello. Poco minutos después Marianne hizo lo mismo.
    -Yo estoy escribiendo a casa, Marianne -le dijo Elinor-; ¿no sería mejor que dejaras tu carta para uno o dos días más?
    -No le voy a escribir a mi madre -replicó Ma­rianne apresuradamente, y como queriendo evitar más preguntas.
    Elinor no le dijo nada más; en seguida se le ocurrió que debía estarle escribiendo a Willoughby y de inmediato concluyó que, sin importar el mis­terio en que pudieran querer envolver sus relacio­nes, debían estar comprometidos. Esta convicción, aunque no por completo satisfactoria, la compla­ció, y continuó su carta con la mayor presteza. Ma­rianne terminó la suya en unos pocos minutos; en extensión, no podía ser más de una nota; la do­bló, la selló y escribió las señas con ansiosa rapi­dez. Elinor pensó que podía distinguir una gran W en la dirección, y acababa de terminar cuando Ma­rianne, tocando la campanilla, pidió al criado que la atendió que hiciera llegar esa carta al correo de dos peniques. Con esto se dio por terminado el asunto.
    Marianne seguía de muy buen ánimo, pero ale­teaba en ella una inquietud que impedía que su hermana se sintiera completamente satisfecha, y esta inquietud aumentó con el correr de la tarde.
    Apenas pudo probar bocado durante la cena, y cuando después volvieron a la sala parecía escu­char con enorme ansiedad el ruido de cada carruaje que pasaba.
    Fue una gran tranquilidad para Elinor que la señora Jennings, por estar ocupada en sus habita­ciones, no pudiera ver lo que ocurría. Trajeron las cosas para el té, y ya Marianne había tenido más de una decepción ante los golpes en alguna puer­ta vecina, cuando de repente se escuchó uno muy fuerte que no podía confundirse con alguno en otra casa. Elinor se sintió segura de que anunciaba la llegada de Willoughby, y Marianne, levantándose de un salto, se dirigió hacia la puerta. Todo estaba en silencio; no duró más de algunos segundos, ella abrió la puerta, avanzó unos pocos pasos hacia la escalera, y tras escuchar durante medio minuto vol­vió a la habitación en ese estado de agitación que la certeza de haberlo oído naturalmente produci­ría. En medio del éxtasis alcanzado por sus emo­ciones en ese instante, no pudo evitar exclamar:
    -¡Oh, Elinor, es Willoughby, estoy segura de que es él!
    Parecía casi a punto de arrojarse en los brazos de él, cuando apareció el coronel Brandon.
    Fue un golpe demasiado grande para soportarlo con serenidad, y de inmediato Marianne abando­nó la habitación. Elinor también estaba decepcio­nada; pero, al mismo tiempo, su aprecio por el coronel Brandon le permitió darle la bienvenida, y le dolió de manera muy especial que un hom­bre que mostraba un interés tan grande en su her­mana advirtiera que todo lo que ella experimentaba al verlo era pesar y desilusión. En seguida obser­vó que para él no había pasado inadvertido, que incluso había mirado a Marianne cuando abando­naba la habitación con tal asombro y preocupación, que casi le habían hecho olvidar lo que la cortesía exigía hacia ella.
    -¿Está enferma su hermana? -le preguntó.
    Elinor respondió con algo de turbación que sí lo estaba, y luego se refirió a dolores de cabeza, desánimo y excesos de fatiga, y a todo lo que de­centemente pudiera explicar el comportamiento de su hermana.
    La escuchó él con la más intensa atención, pero, aparentando tranquilizarse, no habló más del asunto y comenzó a explayarse en torno a su placer de verlas en Londres, con las usuales preguntas sobre el viaje y los amigos que habían dejado atrás.
    Así, de manera sosegada, sin gran interés por ninguna de las partes, siguieron hablando, ambos desalentados y con la cabeza puesta en otras co­sas. Elinor tenía grandes deseos de preguntar si Willoughby se encontraba en la ciudad, pero te­mía apenarlo con preguntas sobre su rival; hasta que finalmente, por decir algo, le preguntó si ha­bía estado en Londres desde la última vez que se habían visto.
    -Sí -replicó él, ligeramente turbado-, casi todo el tiempo desde entonces; he estado una o dos ve­ces en Delaford por unos pocos días, pero nunca he podido volver a Barton.
    Esto, y el modo en que fue dicho, de inmedia­to le recordó a Elinor todas las circunstancias de su partida de ese sitio, con la inquietud y sospe­chas que habían despertado en la señora Jennings, y temió que su pregunta hubiera dado a entender una curiosidad por ese tema mucho mayor de la que alguna vez hubiera sentido.
    La señora Jennings no tardó en aparecer en la sala.
    -¡Ay, coronel! -le dijo, con su ruidosa alegría habitual-, estoy terriblemente feliz de verlo... dis­cúlpeme si no vine antes... le ruego me excuse, pero he tenido que revisar un poco por aquí y arre­glar mis asuntos, porque hace mucho que no es­taba en casa, y usted sabe que siempre hay un mundo de pequeños detalles que atender cuando uno ha estado alejada por un tiempo; y luego he tenido que ver las cosas de Cartwright. ¡Cielos, he estado trabajando como una hormiga desde la hora de la cena! Pero, cuénteme, coronel, ¿cómo fue a adivinar que estaría en la ciudad hoy día?
    -Tuve el placer de escucharlo en la casa del señor Palmer, donde he estado cenando.
    -¡Ah, así fue! Y, ¿cómo están todos ahí? ¿Cómo está Charlotte? Podría asegurarle que ya debe es­tar de un buen tamaño a estas alturas.
    -La señora Palmer se veía muy bien, y me en­cargó decirle que de todas maneras la verá ma­ñana.
    -Claro, seguro, así lo pensé. Bien, coronel, he traído a dos jóvenes conmigo, como puede ver... quiero decir, puede ver sólo a una de ellas, pero hay otra en alguna parte. Su amiga, la señorita Ma­rianne, también... como me imagino que no lamen­tará saber. No sé cómo se las arreglarán entre usted y el señor Willoughby respecto de ella. Sí, es una gran cosa ser joven y guapa. Bueno, alguna vez fui joven, pero nunca fui muy guapa... mala suer­te para mí. No obstante, me conseguí un muy buen esposo, y vaya a saber usted si la mayor de las be­llezas puede hacer más que eso. ¡Ah, pobre hom­bre! Ya lleva muerto ocho años, y está mejor así. Pero, coronel, ¿dónde ha estado desde que deja­mos de vemos? ¿Y cómo van sus asuntos? Vamos, vamos, que no haya secretos entre amigos.
    El coronel respondió con su acostumbrada mansedumbre a todas sus preguntas, pero sin sa­tisfacer su curiosidad en ninguna de ellas. Elinor había comenzado a preparar el té, y Marianne se vio obligada a volver a la habitación.
    Tras su entrada el coronel Brandon se puso más pensativo y silencioso que antes, y la señora Jen­nings no pudo convencerlo de que se quedara más rato. Esa tarde no llegó ningún otro visitante, y las damas estuvieron de acuerdo en irse a la cama tem­prano.
    Marianne se levantó al día siguiente con reno­vados ánimos y aire contento. Parecía haber olvi­dado la decepción de la tarde anterior ante las expectativas de lo que podía ocurrir ese día. No hacía mucho que habían terminado su desayuno cuando el birlocho de la señora Palmer se detuvo ante la puerta, y pocos minutos después entró rien­do a la habitación, tan encantada de verlos a to­dos, que le era difícil decir si su placer era mayor por ver a su madre o de nuevo a las señoritas Dash­wood. ¡Tan sorprendida de su llegada a la ciudad, aunque más bien era lo que había estado esperan­do todo ese tiempo! ¡Tan enojada porque habían aceptado la invitación de su madre tras rehusar la de ella, aunque al mismo tiempo jamás las habría perdonado si no hubieran venido!
    -El señor Palmer estará tan contento de verlas -dijo-; ¿qué creen que dijo cuando supo que ve­nían con mamá? En este momento no recuerdo qué fue, ¡pero fue algo tan gracioso!
    Tras una o dos horas pasadas en lo que su ma­dre llamaba una tranquila charla o, en otras pala­bras, innumerables preguntas de la señora Jennings sobre todos sus conocidos, y risas sin motivo de la señora Palmer, la última propuso que todas la acompañaran a algunas tiendas donde tenía que hacer esa mañana, a lo cual la señora Jennings y Elinor accedieron prontamente, ya que también te­nían algunas compras que hacer; y Marianne, aun­que declinó la invitación en un primer momento, se dejó convencer de ir también.
    Era evidente que, dondequiera fuesen, ella es­taba siempre alerta. En Bond Street, especialmente, donde se encontraba la mayor parte de los lugares que debían visitar, sus ojos se mantenían en cons­tante búsqueda; y en cualquier tienda a la que en­trara el grupo, ella, absorta en sus pensamientos, no lograba interesarse en nada de lo que tenía enfren­te y que ocupaba a las demás. Inquieta e insatisfe­cha en todas partes, su hermana no logró que le diera su opinión sobre ningún artículo que quisiera comprar, aunque les atañera a ambas; no disfrutaba de nada; tan sólo estaba impaciente por volver a casa de nuevo, y a duras penas logró controlar su mo­lestia ante el tedio que le producía la señora Pal­mer, cuyos ojos quedaban atrapados por cualquier cosa bonita, cara o novedosa; que se enloquecía por comprar todo, no podía decidirse por nada, y per­día el tiempo entre el éxtasis y la indecisión.
    Ya estaba avanzada la mañana cuando volvie­ron a casa; y no bien entraron, Marianne corrió an­siosamente escaleras arriba, y cuando Elinor la siguió, la encontró alejándose de la mesa con des­consolado semblante, que muy a las claras decía que Willoughby no había estado allí.
    -¿No han dejado ninguna carta para mí desde que salimos? -le preguntó al criado que en ese momento entraba con los paquetes. La respuesta fue negativa-. ¿Está seguro? -le dijo-. ¿Está seguro de que ningún criado, ningún conserje ha dejado ninguna carta, ninguna nota?
    El hombre le respondió que no había venido nadie.
    -¡Qué extraño! -dijo Marianne en un tono bajo y lleno de desencanto, a tiempo que se alejaba ha­cia la ventana.
    “¡En verdad, qué extraño!”, dijo Elinor para sí, mirando a su hermana con gran inquietud. “Si ella no supiera que él está en la ciudad, no le habría escrito como lo hizo; le habría escrito a Combe Magna; y si él está en la ciudad, ¡qué extraño que no haya venido ni escrito! ¡Ah, madre querida, de­bes estar equivocada al permitir un compromiso tan dudoso y oscuro entre una hija tan joven y un hom­bre tan poco conocido! ¡Me muero por preguntar, pero cómo tomarán que yo me entrometa!”
    Decidió, tras algunas consideraciones, que si las apariencias se mantenían durante muchos días tan ingratas como lo eran en ese momento, le haría ver a su madre con la mayor fuerza posible la ne­cesidad de investigar seriamente el asunto.
    La señora Palmer y dos damas mayores, cono­cidas íntimas de la señora Jennings, a quienes ha­bía encontrado e invitado en la mañana, cenaron con ellas. La primera las dejó poco después del té para cumplir sus compromisos de la noche; y Eli­nor se vio obligada a completar una mesa de whist para las demás. Marianne no aportaba nada en es­tas ocasiones, pues nunca había aprendido ese jue­go, pero aunque así quedaron las horas de la tarde a su entera disposición, no le fueron de mayor pro­vecho en cuanto a distracción de lo que fueron para Elinor, porque transcurrieron para ella cargadas de toda la ansiedad de la espera y el dolor de la de­cepción._ A ratos intentaba leer durante algunos mi­nutos; pero pronto arrojaba a un lado el libro y se entregaba nuevamente a la más interesante ocupación de recorrer la habitación de un lado a otro, una y otra vez, deteniéndose un momento cada vez que llegaba a la ventana, con la esperanza de es­cuchar el tan ansiado toque en la puerta.


    CAPITULO XXVII

    -Si se mantiene este buen tiempo -dijo la señora Jennings cuando se encontraron al desayuno la mañana siguiente sir John no querrá abandonar Barton la próxima semana; es triste cosa para un deportista perderse un día de placer. ¡Pobrecitos! Los compadezco cuando eso les ocurre... parecen tomárselo tan a pecho.
    -Es verdad -exclamó Marianne alegremente, y se encaminó hacia la ventana mientras hablaba, para ver cómo estaba el día-. No había pensado en eso. Este clima hará que muchos deportistas se queden en el campo.
    Fue un recuerdo afortunado, que le devolvió todo su buen ánimo.
    -En verdad es un tiempo maravilloso para ellos -continuó, mientras se sentaba a la mesa con aire de felicidad-. ¡Cómo estarán disfrutándolo! Pero -otra vez con algo de ansiedad-, no puede espe­rarse que dure demasiado. En esta época del año, y después de tantas lluvias, seguramente no segui­rá así de bueno. Pronto llegarán las heladas, y lo más probable es que sean severas. Quizá en uno o dos días; este clima tan suave no puede seguir mucho más... no, ¡quizá hiele esta noche!
    -En todo caso -dijo Elinor, con la intención de impedir que la señora Jennings pudiera descifrar los pensamientos de su hermana tan claramente como ella-, diría que tendremos a sir John y a lady Middleton en la ciudad a fines de la próxima se­mana.
    -Claro, querida, te aseguro que así será. Mary siempre se sale con la suya.
    “Y ahora”, conjeturó en silencio Elinor, “Marian­ne escribirá a Combe en el correo de hoy”.
    Pero si fue que lo hizo, la reserva con que la carta fue escrita y enviada logró eludir la vigilancia de Eli­nor, que no pudo constatar el hecho. Cualquiera fuese la verdad, y lejos como estaba Elinor de sentirse com­pletamente satisfecha al respecto, mientras viera a Marianne de buen ánimo, ella tampoco podía sentir­se muy a disgusto. Y Marianne estaba de buen áni­mo, feliz por la suavidad del clima y más contenta aún con sus expectativas de una helada.
    Pasaron la mañana principalmente repartiendo tarjetas de visita en las casas de los conocidos de la señora Jennings para informarles de su vuelta a la ciudad; y todo el tiempo Marianne se mantenía ocupada observando la dirección del viento, vigi­lando las mudanzas del cielo e imaginando que cambiaba la temperatura del aire.
    ¿No encuentras que está más frío que en la mañana, Elinor? A mí me parece que hay una mar­cada diferencia. Apenas puedo mantener las ma­nos calientes ni siquiera en el manguito. Creo que ayer no estuvo así. Parece que está aclarando tam­bién, luego saldrá el sol y tendremos una tarde des­pejada.
    Elinor se sentía a ratos divertida, a ratos ape­nada; pero Marianne no se daba por vencida y cada noche en el resplandor del fuego, y cada mañana en el aspecto de la atmósfera, veía los indudables signos de una cada vez más próxima helada.
    Las señoritas Dashwood no tenían más motivos para estar descontentas con la forma de vida y el grupo de relaciones de la señora Jennings que con su comportamiento hacia ellas, que siempre era bon­dadoso. Todos sus arreglos domésticos se hacían se­gún las más generosas disposiciones, y a excepción de unos pocos amigos antiguos de la ciudad, a los cuales, para disgusto de lady Middleton, nunca ha­bía dejado de tratar, no se visitaba con nadie cuyo conocimiento pudiera en absoluto turbar a sus jó­venes acompañantes. Contenta de encontrarse en ese aspecto en mejores condiciones que las que había previsto, Elinor se mostraba muy dispuesta a transi­gir con lo poco entretenidas que resultaban sus re­uniones nocturnas, las cuales tanto en casa como fuera de ella se organizaban sólo para jugar a los naipes, algo que le ofrecía escasa diversión.
    El coronel Brandon, invitado permanente a la casa, las acompañaba casi todos los días; venía a contemplar a Marianne y a hablar con Elinor, que a menudo disfrutaba más de la conversación con él que con ningún otro suceso diario, pero al mis­mo tiempo veía con gran preocupación cómo per­sistía el interés que mostraba por su hermana. Temía incluso que fuera cada vez más intenso. Le apenaba ver la ansiedad con que solía observar a Marianne y cómo parecía realmente más desalen­tado que en Barton.
    Alrededor de una semana después de su llega­da, fue evidente que también Willoughby se en­contraba en la ciudad. Cuando llegaron de la salida matinal, su tarjeta se encontraba sobre la mesa.
    -¡Ay, Dios! -exclamó Marianne-. Estuvo aquí mientras habíamos salido.
    Elinor, regocijándose al saber que Willoughby estaba en Londres, se animó a decir:
    -Puedes confiar en que mañana vendrá de nuevo.
    Marianne apenas pareció escucharla, y al en­trar la señora Jennings, huyó con su preciosa tar­jeta.
    Este suceso, junto con levantarle el ánimo a Eli­nor, le devolvió al de su hermana toda, y más que toda su anterior agitación. A partir de ese momen­to su mente no conoció un momento de tranquili­dad; sus expectativas de verlo en cualquier momento del día la inhabilitaron para cualquier otra cosa. A la mañana siguiente insistió en quedarse en casa cuando las otras salieron.
    Elinor no pudo dejar de pensar en lo que es­taría pasando en Berkeley Street durante su au­sencia; pero una rápida mirada a su hermana cuando volvieron fue suficiente para informarle que Willoughby no había aparecido por segunda vez. En ese preciso instante trajeron una nota, que dejaron en la mesa.
    -¡Para mí! -exclamó Marianne, yendo apresu­radamente hacia ella.
    -No, señorita; para mi señora.
    Pero Marianne, no convencida, la tomó de in­mediato.
    -En verdad es para la señora Jennings. ¡Qué pesadez!
    -Entonces, ¿esperas una carta? -dijo Elinor, in­capaz de seguir guardando silencio.
    -¡Sí! Un poco... no mucho.
    -No confías en mí -dijo Elinor, tras una corta pausa.
    -¡Vamos, Elinor! ¡Tú haciendo tal reproche... tú, que no confías en nadie!
    -¡Yo! -replicó Elinor, algo confundida-. Es que, Marianne, no tengo nada que decir.
    -Tampoco yo -respondió enérgicamente Ma­rianne-; estamos entonces en las mismas condiciones. Ninguna de las dos tiene nada que contar; tú porque no comunicas nada, y yo porque nada es­condo.
    Elinor, consternada por esta acusación de exa­gerada reserva que no se sentía capaz de ignorar, no supo, en tales circunstancias, cómo hacer que Marianne se le abriera.
    No tardó en aparecer la señora Jennings, y al dársele la nota, la leyó en voz alta. Era de lady Middleton, y en ella anunciaba su llegada a Con­duit Street la noche anterior y solicitaba el placer de la compañía de su madre y sus primas esa tar­de. Ciertos negocios en el caso de sir John, y un fuerte resfrío de su lado, les impedían ir a Berke­ley Street. Fue aceptada la invitación, pero cuando se acercaba la hora de la cita, aunque la cortesía más básica hacia la señora Jennings exigía que am­bas la acompañaran en esa visita, a Elinor se le hizo difícil convencer a su hermana de ir, porque aún no sabía nada de Willoughby y, por lo tanto, esta­ba tan poco dispuesta a salir a distraerse como re­nuente a correr el riesgo de que él viniera en su ausencia.
    Al terminar la tarde, Elinor había descubierto que la naturaleza de una persona no se modifica materialmente con un cambio de residencia; pues aunque recién se habían instalado en la ciudad, sir John había conseguido reunir a su alrededor a cerca de veinte jóvenes y entretenerlos con un baile. Lady Middleton, sin embargo, no aprobaba esto. En el campo, un baile improvisado era muy aceptable; pero en Londres, donde la reputación de elegan­cia era más importante y más difícil de ganar, era arriesgar mucho, para complacer a unas pocas mu­chachas, que se supiera que lady Middleton había ofrecido un pequeño baile para ocho o nueve pa­rejas, con dos violines y un simple refrigerio en el aparador.
    El señor y la señora Palmer formaban parte de la concurrencia; el primero, al que no habían visto antes desde su llegada a la ciudad dado que él evi­taba cuidadosamente cualquier apariencia de aten­ción hacia su suegra y así jamás se le acercaba, no dio ninguna señal de haberlas reconocido al en­trar. Las miró apenas, sin parecer saber quiénes eran, y a la señora Jennings le dirigió una mera inclinación de cabeza desde el otro lado de la ha­bitación. Marianne echó una mirada a su alrede­dor no bien entró; fue suficiente: él no estaba ahí... y luego se sentó, tan poco dispuesta a dejarse en­tretener como a entretener a los demás. Tras ha­ber estado reunidos cerca de una hora, el señor Palmer se acercó distraídamente hacia las señori­tas Dashwood para comunicarles su sorpresa de verlas en la ciudad, aunque era en su casa que el coronel Brandon había tenido la primera noticia de su llegada, y él mismo había dicho algo muy gra­cioso al saber que iban a venir.
    -Creía que las dos estaban en Devonshire -les dijo.
    -¿Sí? -respondió Elinor.
    -¿Cuándo van a regresar?
    -No lo sé.
    Y así terminó la conversación.
    Nunca en toda su vida había estado Marianne tan poco deseosa de bailar como esa noche, y nun­ca el ejercicio la había fatigado tanto. Se quejó de ello cuando volvían a Berkeley Street.
    -Ya, ya -dijo la señora Jennings-, sabemos muy bien a qué se debe eso; si una cierta persona a quien no nombraremos hubiera estado allí, no ha­bría estado ni pizca de cansada; y para decir verdad, no fue muy bonito de su parte no haber ve­nido a verla, después de haber sido invitado.
    -¡Invitado! -exclamó Marianne.
    -Así me lo ha dicho mi hija, lady Middleton, porque al parecer sir John se encontró con él en alguna parte esta mañana.
    Marianne no dijo nada más, pero pareció estar extremadamente herida. Viéndola así y deseosa de hacer algo que pudiera contribuir a aliviar a su her­mana, Elinor decidió escribirle a su madre al día siguiente, con la esperanza de despertar en ella al­gún temor por la salud de Marianne y, de esta for­ma, conseguir que hiciera las averiguaciones tan largamente pospuestas; y su determinación se hizo más fuerte cuando en la mañana, después del de­sayuno, advirtió que Marianne le estaba escribien­do de nuevo a Willoughby, pues no podía imaginar que fuera a ninguna otra persona.
    Cerca del mediodía, la señora Jennings salió sola por algunas diligencias y Elinor comenzó de inmediato la carta, mientras Marianne, demasiado inquieta para concentrarse en ninguna ocupación, demasiado ansiosa para cualquier conversación, paseaba de una a otra ventana o se sentaba junto al fuego entregada a tristes cavilaciones. Elinor puso gran esmero en su apelación a su madre, contán­dole todo lo que había pasado, sus sospechas so­bre la inconstancia de Willoughby, y apelando a su deber y a su afecto la urgió a que exigiera de Marianne una explicación de su verdadera situa­ción con respecto al joven.
    Apenas había terminado su carta cuando una llamada a la puerta las previno de la llegada de un visitante, y a poco les anunciaron al coronel Brandon. Marianne, que lo había visto desde la ven­tana y que en ese momento odiaba cualquier com­pañía, abandonó la habitación antes de que él en­trara. Se veía el coronel más grave que de costum­bre, y aunque manifestó satisfacción por encontrar a la señorita Dashwood sola, como si tuviera algo especial que decirle, se sentó durante un rato sin emitir palabra. Elinor, convencida de que tenía algo que comunicarle que le concernía a su hermana, esperó con impaciencia que él se franqueara. No era la primera vez que sentía el mismo tipo de cer­teza, pues más de una vez antes, iniciando su co­mentario con la observación “Su hermana no tiene buen aspecto hoy”, o “Su hermana tiene aspecto desanimado”, había parecido estar a punto de re­velar, o de indagar, algo en particular acerca de ella. Tras una pausa de varios minutos, el coronel rom­pió el silencio preguntándole, en un tono que re­velaba una cierta agitación, cuándo tendría que felicitarla por la adquisición de un hermano. Elinor no estaba preparada para tal pregunta, y al no tener una pronta respuesta, se vio obligada a re­currir al simple pero común expediente de pregun­tarle a qué se refería. El intentó sonreír al responderle: “El compromiso de su hermana con el señor Willoughby es algo sabido por todos”.
    -No pueden saberlo todos -respondió Elinor-, porque su propia familia no lo sabe.
    El pareció sorprenderse, y le dijo:
    -Le ruego me disculpe, temo que mi pregunta haya sido impertinente; pero no pensé que se qui­siera mantener nada en secreto, puesto que se co­rresponden abiertamente y todos hablan de su boda.
    ¿Cómo es posible? ¿A quién se lo ha oído men­cionar?
    -A muchos... a algunos a quienes usted no co­noce, a otros que le son muy cercanos: la señora Jennings, la señora Palmer y los Middleton. Pero aun así no lo habría creído (porque cuando la mente no quiere convencerse, siempre encontrará algo en qué sustentar sus dudas), si hoy no hubie­ra visto accidentalmente en manos del criado que me abrió, una carta dirigida al señor Willoughby, con letra de su hermana. Yo venía a preguntar, pero me convencí antes de poder plantear la pre­gunta. ¿Está todo ya resuelto finalmente? ¿Es po­sible que...? Pero no tengo ningún derecho, y ninguna posibilidad de éxito. Perdóneme, señori­ta Dashwood. Creo que no ha sido correcto de mi parte decir tanto, pero no sé qué hacer y con­fío absolutamente en su prudencia. Dígame que todo es ya irrevocable, que cualquier intento... que, en suma, disimular, si es que el disimulo es posible, es todo lo que queda.
    Estas palabras, que fueron para Elinor una tan directa confesión del amor del coronel por su her­mana, la afectaron profundamente. En el momen­to no fue capaz de decir nada, y aun cuando recobró el ánimo, se debatió durante un breve tiem­po intentando descubrir cuál sería la respuesta más adecuada. El verdadero estado de las cosas entre Willoughby y su hermana le era tan desconocido, que al intentar explicarlo bien podía decir dema­siado, o demasiado poco. Sin embargo, como es­taba convencida de que el afecto de Marianne por Willoughby, sin importar cuál fuese el resultado de ese afecto, no dejaba al coronel Brandon esperan­za alguna de triunfo, y al mismo tiempo deseaba protegerla de toda censura, después de pensarlo un rato decidió que sería más prudente y conside­rado decir más de lo que realmente creía o sabía. Admitió, entonces, que aunque ellos nunca le ha­bían informado sobre qué tipo de relaciones tenían, a ella no le cabía duda alguna sobre su mutuo afec­to y no le extrañaba saber que se escribían.
    El coronel la escuchó en atento silencio, y al terminar ella de hablar, de inmediato se levantó de su asiento y tras decir con voz emocionada, “Le deseo a su hermana toda la felicidad imaginable; y a Willoughby, que se esfuerce por merecerla...”, se despidió y se fue.
    Esta conversación no logró dar alivio a Elinor ni menguar la inquietud de su mente en relación con otros aspectos; al contrario, quedó con una tris­te impresión de la desdicha del coronel y ni siquiera pudo desear que esa infelicidad desapareciera, dada su ansiedad por que se diera el acontecimiento mis­mo que iba a corroborarla.


    CAPITULO XXVIII

    Nada ocurrió en los tres o cuatro días siguientes que hiciera a Elinor lamentar haber recurrido a su madre, pues Willoughby no se presentó ni escri­bió. Hacia el final de ese período, ella y su her­mana debieron acompañar a lady Middleton a una fiesta, a la cual la señora Jennings no podía asistir por la indisposición de su hija menor; y para esta fiesta, Marianne, completamente abatida, sin pre­ocuparse por su aspecto y como si le fuera indife­rente ir o quedarse, se preparó sin una mirada de esperanza, sin una manifestación de placer. Des­pués del té se sentó junto a la chimenea de la sala hasta la llegada de lady Middleton, sin moverse ni una sola vez de su asiento o cambiar de actitud, perdida en sus pensamientos y sin prestar atención a la presencia de su hermana; y cuando finalmen­te les dijeron que lady Middleton las esperaba en la puerta, se sobresaltó como si hubiera olvidado que esperaban a alguien.
    Llegaron a tiempo a su destino, y apenas la fila de carruajes frente a ellos lo permitió, se apearon, subieron las escalinatas, escucharon sus nombres anunciados a viva voz desde un rellano a otro, e in­gresaron a una habitación de espléndida iluminación, llena de invitados e insoportablemente calurosa. Cuan­do hubieron cumplido con el deber de cortesía y sa­ludaron respetuosamente a la señora de la casa, pudieron mezclarse con la multitud y sufrir su cuota de calor e incomodidad, necesariamente incrementa­dos con su llegada. Tras pasar algunos momentos ha­blando muy poco y haciendo menos aún, lady Middleton se integró a una partida de casino, y como Marianne no estaba de humor para dar vueltas por ahí, ella y Elinor, tras haber logrado con gran suerte un par de sillas, se situaron no lejos de la mesa.
    No habían permanecido allí durante mucho rato cuando Elinor se percató de la presencia de Willoughby, que se encontraba a unas pocas yar­das de distancia en entusiasta conversación con una joven de aspecto muy elegante. Muy pronto se cruzaron sus miradas y él se inclinó de inme­diato, pero sin mostrar intenciones de hablarle o de acercarse a Marianne, aunque no habría podi­do dejar de verla; y luego continuó su conversa­ción con la misma joven. Elinor giró hacia Marianne casi involuntariamente para ver si podía habérsele pasado por alto. Recién en ese momen­to ella lo vio, y con el rostro iluminado por una súbita dicha se habría acercado a él de inmediato si su hermana no la hubiera detenido.
    -¡Santo cielo! -exclamó-. Está aquí, está aquí. ¡Oh! ¿Por qué no me mira? ¿Por qué no puedo ir a hablar con él?
    -Por favor, por favor contrólate -exclamó Eli­nor-, y no traiciones tus sentimientos ante todos los presentes. Quizá todavía no te ha visto.
    Esto, sin embargo, era más de lo que ella mis­ma podía creer, y controlarse en un momento como ése no sólo estaba fuera del alcance de Marianne, iba más allá de sus deseos. Se quedó sentada en una agonía de impaciencia, patente en cada uno de sus rasgos.
    Finalmente él giró nuevamente y las miró a ambas; Marianne se levantó y, pronunciando su nombre con voz llena de afecto, le extendió la mano. El se acercó, y dirigiéndose más a Elinor que a Marianne, como si quisiera evitar su mirada y hu­biera decidido ignorar su gesto, inquirió de mane­ra apresurada por la señora Dashwood y le preguntó cuánto tiempo llevaban en la ciudad. Eli­nor perdió toda presencia de ánimo ante tal acti­tud y no pudo decir palabra. Pero los sentimientos de su hermana salieron de inmediato a la luz. Se le enrojeció el rostro y exclamó con enorme emo­ción en la voz:
    -¡Santo Dios! Willoughby, ¿qué significa esto? ¿Acaso no has recibido mis cartas? ¿No me darás la mano?
    No pudo él seguir evitándola, pero el contac­to de Marianne pareció serle doloroso y retuvo su mano por sólo un instante. Era evidente que durante todo este tiempo luchaba por controlar­se. Elinor le observó el rostro y vio que su ex­presión se hacía más tranquila. Tras una breve pausa, Willoughby habló con calma.
    -Tuve el honor de ir a Berkeley Street el martes pasado, y sentí mucho no haber tenido la suerte de encontrarlas a ustedes y a la señora Jennings en casa. Espero que no se haya extraviado mi tarjeta.
    -Pero, ¿no has recibido mis notas? -exclamó Marianne con la más feroz ansiedad-. Estoy segu­ra de que se trata de una confusión... una terrible confusión. ¿Qué puede significar? Dime, Willough­by, por amor de Dios, dime, ¿qué ocurre?
    El no respondió; mudó de color y volvió a pa­recer azorado; pero como si al cruzarse su mirada con la de la joven con quien antes había estado hablando sintiera la necesidad de hacer un nuevo esfuerzo, volvió a recobrar el dominio sobre sí mis­mo, y tras decir, “Sí, tuve el placer de recibir la no­ticia de su llegada a la ciudad, que tuvo la bondad de hacerme llegar”, se alejó a toda prisa con una leve inclinación, y se reunió con su amiga.
    Marianne, con el rostro terriblemente pálido e incapaz de mantenerse en pie, se hundió en su si­lla,- y Elinor, temiendo verla desmayarse en cual­quier momento, intentó protegerla de las miradas de los demás mientras la reanimaba con agua de lavanda.
    -Ve a buscarlo, Elinor -dijo Marianne apenas pudo hablar-, y oblígalo a venir acá. Dile que ten­go que verlo de nuevo... que tengo que hablar con él de inmediato. No puedo descansar... no tendré un momento de paz hasta que todo esto esté acla­rado... algún terrible malentendido. ¡Por favor, ve a buscarlo ahora mismo!
    -¿Cómo hacer tal cosa? No, mi queridísima Ma­rianne, tienes que esperar. Este no es lugar para explicaciones. Espera sólo hasta mañana.
    A duras penas, sin embargo, pudo evitar que Marianne fuera tras él; y convencerla de que do­minara su agitación, que esperara con al menos la apariencia de compostura, hasta que pudiera ha­blar con él más en privado y con mayores proba­bilidades de obtener resultados, le fue imposible.
    En voz baja y mediante exclamaciones de dolor, Marianne siguió dando curso sin freno a la desdi­cha que inundaba sus sentimientos. Tras breves ins­tantes Elinor vio que Willoughby abandonaba la habitación por la puerta que conducía hacia la es­calinata, y diciéndole a Marianne que ya se había ido, le hizo ver la imposibilidad de hablar con él esa misma noche como un nuevo argumento para que se tranquilizara. Marianne le rogó de inmedia­to a su hermana que urgiera a lady Middleton para que las llevara a casa, pues se sentía demasiado desgraciada para quedarse un minuto más.
    Lady Middleton, aunque en la mitad de una vuelta de su juego de casino, al saber que Ma­rianne no se encontraba bien fue demasiado edu­cada para negarse ni por un momento a su deseo de irse, y tras pasar sus cartas a una amiga, par­tieron tan pronto les encontraron su carruaje. Ape­nas cruzaron palabra durante su retorno a Berkeley Street. Marianne estaba entregada a una silenciosa agonía, demasiado abatida hasta para derramar lágrimas; pero como afortunadamente la señora Jennings aún no había vuelto a casa, pu­dieron dirigirse de inmediato a sus habitaciones, donde con sales de amoníaco volvió algo en sí. No tardó en desvestirse y acostarse, y como pa­recía deseosa de estar a solas, Elinor la dejó; y mientras ésta esperaba la vuelta de la señora Jen­nings, tuvo tiempo suficiente para reflexionar so­bre todo lo que había ocurrido.
    Que algún tipo de compromiso había existido entre Willoughby y Marianne, le parecía indudable; y que Willoughby estaba hastiado de él, era igual­mente evidente; pues aunque Marianne todavía pudiera aferrarse a sus propios deseos, ella no po­día atribuir tal comportamiento a confusiones o malentendidos de ningún tipo. Nada sino un com­pleto cambio en los sentimientos del joven podía explicarlo. Su indignación habría sido incluso ma­yor de la que sentía, de no haber sido testigo de la turbación que lo había invadido, la cual parecía mostrar que estaba consciente de su propio mal proceder e impidió que ella lo creyera tan sin prin­cipios como para haber estado jugando desde un comienzo con el afecto de su hermana, con pro­pósitos que no resistían el menor examen. La au­sencia podía haber debilitado su interés y por conveniencia podría haberse decidido a ponerle fin, pero que tal interés había existido, de eso no po­día dudar aunque lo intentara.
    En cuanto a Marianne, Elinor no podía reflexio­nar sin una enorme preocupación sobre el dolo­roso golpe que tan infausto encuentro ya le había asestado y sobre aquellos aún más duros que reci­biría de sus probables secuelas. Su propia situación mejoraba cuando la comparaba con la de su her­mana; pues en tanto ella pudiera estimar a Edward igual que antes, por más que en el futuro estuvie­ran separados, su espíritu podría tener siempre un puntal. Pero todas las circunstancias que hacían aún más amargo el dolor recibido, parecían conspirar para aumentar la desdicha de Marianne hasta em­pujarla a una decisiva separación de Willoughby, a una ruptura inmediata e irreconciliable con él.


    CAPITULO XXIX

    Al día siguiente, antes de que la doncella hubiera encendido la chimenea o que el sol lograra algún predominio sobre una gris y fría mañana de ene­ro, Marianne, a medio vestir, se encontraba hinca­da frente al banquillo junto a una de las ventanas, intentando aprovechar la poca luz que podía ro­barle y escribiendo tan rápido como podía permi­tírselo un continuo flujo de lágrimas. Fue en esa posición que Elinor la vio al despertar, arrancada de su sueño por la agitación y sollozos de su her­mana; y tras contemplarla durante algunos instan­tes con silenciosa ansiedad, le dijo con un tono de la mayor consideración y dulzura:
    -Marianne, ¿puedo preguntarte...?
    -No, Elinor -le respondió-, río preguntes nada; pronto sabrás todo.
    La especie de desesperada calma con que dijo esto no duró más que sus palabras, y de inmedia­to fue reemplazada por una vuelta a la misma enor­me aflicción. Transcurrieron algunos minutos antes de que pudiera retomar su carta, y los frecuentes arrebatos de dolor que, a intervalos, todavía la obli­gaban a paralizar su pluma, eran prueba suficiente de su sensación de que, casi con toda certeza, ésa era la última vez que escribía a Willoughby.
    Elinor le prestó todas las atenciones que pudo, silenciosamente y sin estorbarla; y habría intentado consolarla y tranquilizarla más aún si Marianne no le hubiera implorado, con la vehemencia de la más nerviosa irritabilidad, que por nada del mundo le hablara. En tales condiciones, era mejor para am­bas no permanecer mucho juntas; y la inquietud que embargaba el ánimo de Marianne no sólo le impi­dió quedarse en la habitación ni un instante tras ha­berse vestido, sino que, requiriendo al mismo tiempo de soledad y de un continuo cambio de lugar, la hizo deambular por la casa hasta la hora del desa­yuno, evitando encontrarse con nadie.
    En el desayuno, no comió nada ni intentó ha­cerlo; y Elinor dirigió entonces toda su atención no a apremiarla, no a compadecerla ni a parecer ob­servarla con preocupación, sino a esforzarse en atraer todo el interés de la señora Jennings hacia ella.
    Esta era la comida favorita de la señora Jen­nings, por lo que duraba un tiempo considerable; y tras haberla finalizado, apenas comenzaban a ins­talarse en tomo a la mesa de costura donde todas trabajaban, cuando un criado trajo una carta para Marianne, que ella le arrebató ansiosamente para salir corriendo de la habitación, el rostro con una palidez de muerte. Viendo esto, Elinor, que supo con la misma claridad que si hubiera visto las se­ñas que debían provenir de Willoughby, sintió de inmediato tal compunción que a duras penas pudo mantener en alto la cabeza, y se quedó sentada temblando de tal forma que la hizo temer que la señora Jennings necesariamente habría de adver­tirlo. La buena señora, sin embargo, lo único que vio fue que Marianne había recibido una carta de Willoughby, lo que le pareció muy divertido y, re­accionando en consecuencia, rió y manifestó su esperanza de que la encontrara a su entero gusto. En cuanto a la congoja de Elinor, la señora Jen­nings estaba demasiado ocupada midiendo estam­bre para su tapiz y no se dio cuenta de nada; y continuando con toda calma lo que estaba dicien­do, no bien Marianne había desaparecido, agregó:
    -A fe mía, ¡nunca había visto a una joven tan desesperadamente enamorada! Mis niñas no se le comparan, y eso que solían ser bastante necias; pero la señorita Marianne parece una criatura to­talmente perturbada. Espero, con todo el corazón, que él no la haga esperar mucho, porque es lasti­moso verla tan enferma y desolada. Cuénteme, ¿cuándo se casan?
    Elinor, aunque nunca se había sentido menos dispuesta a hablar que en ese momento, se obligó a responder a una ofensiva como ésta, y así, in­tentando sonreír, replicó:
    -¿En verdad, señora, se ha convencido usted misma de que mi hermana está comprometida con el señor Willoughby? Creía que había sido sólo una broma, pero una cosa tan seria parece implicar algo más: por tanto, le suplico que no siga engañándo­se. Le puedo asegurar que nada me sorprendería más que escuchar que se iban a casar.
    -¡Qué vergüenza, señorita Dashwood, qué ver­güenza! ¡Cómo puede decir eso! ¿Es que no sabe­mos que su unión es segura... que estaban locamente enamorados desde la primera vez que se vieron? ¿Acaso no los vi juntos en Devonshire todos los días, y a todo lo largo del día? ¿Y piensa que no sabía que su hermana vino a la ciudad con­migo con el propósito de comprar su ajuar de boda? Vamos, vamos; así no va a conseguir nada. Cree que porque usted disimula tan bien, nadie más se da cuenta de nada; pero no hay tal, créame, por­que desde hace tiempo lo sabe todo el mundo en la ciudad. Yo se lo cuento a todo el mundo, y lo mismo hace Charlotte.
    -De verdad, señora -le dijo Elinor con gran se­riedad-, está equivocada. Realmente está hacien­do algo muy poco bondadoso al esparcir esa noticia, y llegará a darse cuenta de ello, aunque ahora no me crea.
    La señora Jennings volvió a reírse y Elinor no tuvo ánimo de decir más, pero ansiosa de todos modos por saber lo que había escrito Willoughby, se apresuró a ir a su habitación donde, al abrir la puerta, encontró a Marianne tirada en la cama, casi ahogada de pena, con una carta en la mano y dos o tres más esparcidas a su alrededor. Elinor se acer­có, pero sin decir palabra; y sentándose en la cama, le tomó una mano, la besó afectuosamente varias veces y luego estalló en sollozos en un comienzo apenas menos violentos que los de Marianne. Esta última, aunque incapaz de hablar, pareció sentir toda la ternura de estos gestos, y tras algunos mo­mentos de estar así unidas en la aflicción, puso to­das las cartas en las manos de Elinor; y luego, cubriéndose el rostro con un pañuelo, casi llegó a gritar de agonía. Elinor, aunque sabía que tal aflic­ción, por terrible que fuera de contemplar, debía seguir su curso, se mantuvo atenta a su lado hasta que estos excesos de dolor de alguna manera se habían agotado; y luego, tomando ansiosamente la carta de Willoughby, leyó lo siguiente:

    Bond Street, enero
    Mi querida señora,
    Acabo de tener el honor de recibir su carta, por la cual le ruego aceptar mis más sinceros agra­decimientos. Me preocupa enormemente saber que algo en mi comportamiento de anoche no contara con su aprobación; y aunque me sien­to incapaz de descubrir en qué pude ser tan desafortunado como para ofenderla, le suplico me perdone lo que puedo asegurarle fue ente­ramente involuntario. Nunca recordaré mi re­lación con su familia en Devonshire sin el placer y reconocimiento más profundos, y qui­siera pensar que no la romperá ningún error o mala interpretación de mis acciones. Estimo muy sinceramente a toda su familia; pero si he sido tan desafortunado como para dar pie a que mis sentimientos se creyeran mayores de lo que son o de lo que quise expresar, mucho me re­criminaré por no haber sido más cuidadoso en las manifestaciones de esa estima. Que alguna vez haya querido decir más, aceptará que es imposible cuando sepa que mis afectos han es­tado comprometidos desde hace mucho en otra parte, y no transcurrirán muchas semanas, creo, antes de que se cumpla este compromiso. Es con gran pesar que obedezco su orden de de­volverle las cartas con que me ha honrado, y el mechón de sus cabellos que tan graciosamen­te me concedió.

    Quedo, querida señora,
    como su más obediente
    y humilde servidor,
    JOHN WILLOUGHBY

    Puede imaginarse con qué indignación leyó la señorita Dashwood una carta como ésta. Aunque desde antes de leerla estaba consciente de que de­bía contener una confesión de su inconstancia y confirmar su separación definitiva, ¡no imaginaba que se pudiera utilizar tal lenguaje para anunciar­lo! Tampoco habría supuesto a Willoughby capaz de apartarse tanto de las formas propias de un sen­tir honorable y delicado... tan lejos estaba de la co­rrección propia de un caballero como para mandar una carta tan descaradamente cruel: una carta que, en vez de acompañar sus deseos de quedar libre con alguna manifestación de arrepentimiento, no reconocía ninguna violación de la confianza, ne­gaba que hubiera existido ningún afecto especial..., una carta en la cual cada línea era un insulto y que proclamaba que su autor estaba hundido profun­damente en la más encallecida vileza.
    Se detuvo en ella durante algún tiempo con in­dignado asombro; luego la volvió a leer una y otra vez; pero cada relectura sirvió tan sólo para aumentar su aborrecimiento por ese hombre, y tan amargos eran sus sentimientos hacia él que no osaba darse permiso para hablar, a riesgo de ahondar en las he­ridas de Marianne al presentar el fin de su compro­miso no como una pérdida para ella de algún bien posible, sino como el haber escapado del peor y más irremediable de los males, la unión de por vida con un hombre sin principios; como una muy ver­dadera liberación, una muy importante bendición.
    En su intensa meditación sobre el contenido de la carta, sobre la depravación de la mente que pudo dictarla y, probablemente, sobre la muy diferente naturaleza de una persona muy distinta, que no te­nía otra relación con el asunto que la que su cora­zón le asignaba con cada cosa que ocurría, Elinor olvidó la congoja de su hermana allí frente a ella, olvidó las tres cartas en su regazo que aún no ha­bía leído, y de manera tan completa olvidó el tiem­po que había estado en la habitación, que cuando al escuchar un coche llegando a la puerta se acer­có a la ventana para ver quién venía a horas tan inadecuadamente tempranas, fue toda sorpresa al reparar en que era el carruaje de la señora Jennings, que sabía no había sido ordenado sino hasta la una. Decidida a no dejar a Marianne, aunque sin nin­guna esperanza de poder contribuir en ese mo­mento a su tranquilidad, se apresuró a salir para disculparse de acompañar a la señora Jennings, dado que su hermana se sentía indispuesta. La se­ñora Jennings, con una alegre preocupación por el motivo de la excusa, la aceptó con toda facili­dad, y Elinor, tras despedirse de ella y ver que par­tía sin problemas, volvió donde Marianne; la encontró intentando levantarse de la cama y alcan­zó a llegar a su lado justo a tiempo para impedir que cayera al suelo, débil y aturdida por una pro­longada falta de adecuado descanso y alimento, pues eran muchos los días que había pasado sin ningún apetito, y muchas las noches desde la últi­ma vez que había dormido verdaderamente; y aho­ra, cuando su mente ya no se sostenía en la fiebre del suspenso, se vieron las consecuencias de todo ello en una cabeza adolorida, un estómago debili­tado y una fragilidad nerviosa general. Un vaso de vino, que Elinor de inmediato le trajo, la restauró algo, y por fin fue capaz de expresar parte de su afecto al decir:
    -¡Pobre Elinor! ¡Cuántas penas te doy!
    -Sólo desearía -replicó su hermana- que hu­biera algo que pudiera hacer para consolarte.
    Esto, al igual que habría ocurrido con cualquier otra cosa, fue demasiado para Marianne, que sólo pudo exclamar con toda la angustia de su corazón, “¡Ay, Elinor, que miserable me siento”, antes de que los sollozos ahogaran por completo su voz.
    Elinor no pudo seguir contemplando en silen­cio este torrente de dolor que fluía sin encontrar resistencia.
    -Haz un esfuerzo, Marianne -exclamó-, o te matarás y, junto contigo, a todos los que te aman. Piensa en tu madre; piensa en su aflicción al sa­ber que tú sufres; por ella, tienes que esforzarte.
    -No puedo, no puedo -exclamó Marianne-; déjame, déjame si te aflijo; déjame, ódiame, olví­dame; pero no me tortures así. ¡Ay! ¡Qué fácil es para quienes no tienen penas propias hablar de esfuerzo! Dichosa, dichosa Elinor, tú no puedes te­ner idea de lo que sufro.
    -¡A mí me llamas dichosa, Marianne! ¡Ah! ¡Si supieras! ¡Y cómo crees que pueda serlo viéndote tan desgraciada!
    -Perdóname, perdóname -echándole los bra­zos al cuello-; sé que me compadeces; sé cuán buen corazón tienes; pero aun así eres... debes ser feliz; Edward te ama... ¡Qué, dime qué podría ma­tar una felicidad como ésa!
    -Muchas, muchas circunstancias -dijo Elinor solemnemente.
    -No, no, no -exclamó Marianne con voz ardien­te-; él te ama, a ti y a nadie más que a ti. No pue­des tener pena alguna.
    -No puedo disfrutar de nada mientras te vea en tal estado.
    -Y nunca más me verás en otra forma. La mía es una desdicha a la que nada puede poner fin.
    -No debes hablar así, Marianne. ¿Acaso no tie­nes solaz alguno? ¿No tienes amigos? ¿Es tan gran­de tu pérdida que no deja espacio al consuelo? Por mucho que sufras ahora, piensa en lo que habrías sufrido si el descubrimiento de su carácter se hu­biera postergado para más adelante... si tu compro­miso se hubiera alargado por meses y meses, como podría haber ocurrido, antes-de que él hubiera de­cidido terminarlo. Con cada nuevo día de desven­turada confianza de tu parte se habría hecho más atroz el golpe.
    -¡Compromiso! -exclamó Marianne-. No ha ha­bido ningún compromiso.
    -¡Ningún compromiso!
    -No, no es tan indigno como crees. No me ha engañado.
    -Pero te dijo que te amaba, ¿no?
    -Sí... no... nunca... en absoluto. Estaba siempre implícito, pero nunca declarado abiertamente. A veces creía que lo había hecho... pero nunca ocu­rrió.
    -¿Y aun así le escribiste?
    -Sí... ¿podía estar mal después de todo lo que había ocurrido? Pero no puedo hablar más.
    Elinor guardó silencio, y volviendo su atención a las tres cartas que ahora le despertaban mucho mayor curiosidad que antes, se dedicó de inme­diato a examinar el contenido de todas ellas. La primera, que era la enviada por su hermana cuan­do llegaron a la ciudad, era como sigue:

    Berkeley Street, enero.
    ¡Qué gran sorpresa te llevarás, Willoughby, al recibir ésta! Y pienso que sentirás algo más que sorpresa cuando sepas que estoy en la ciudad. La oportunidad de venir acá, aunque con la se­ñora Jennings, fue una tentación a la que no pude resistir. Ojalá recibas ésta a tiempo para venir a verme esta noche, pero no voy a con­tar con ello. En todo caso, te esperaré maña­na. Por ahora, adieu.
    M.D.

    La segunda nota, escrita la mañana después del baile donde los Middleton, iba en estas palabras:

    No puedo expresar mi decepción al no haber estado aquí cuando viniste ayer, ni mi asom­bro al no haber recibido ninguna respuesta a la nota que te envié hace cerca de una sema­na. He estado esperando saber de ti y, más to­davía, verte, cada momento del día. Te ruego vengas de nuevo tan pronto como puedas y me expliques el motivo de haberme tenido espe­rando en vano. Sería mejor que vinieras más temprano la próxima vez, porque en general salimos alrededor de la una. Anoche estuvimos donde lady Middleton, que ofreció un baile. Me dijeron que te habían invitado. Pero, ¿es posi­ble que esto sea verdad? Debes haber cambia­do mucho desde que nos separamos si así ocurrió y tú no acudiste. Pero no estoy dispues­ta a creer que haya sido así, y espero que muy pronto me asegures personalmente que no lo fue.
    M.D.

    El contenido de la última nota era éste:

    ¿Qué debo imaginar, Willoughby, de tu com­portamiento de anoche? Otra vez te exijo una explicación. Me había preparado para encon­trarte con la natural alegría que habría seguido a nuestra separación, con la familiaridad que nuestra intimidad en Barton me parecía justifi­car. ¡Y cómo fui desairada! He pasado una no­che miserable intentando excusar una conducta que a duras penas puede ser considerada me­nos que insultante; pero aunque todavía no he podido encontrar ninguna justificación razona­ble para tu comportamiento, estoy perfectamen­te dispuesta a escucharla de ti. Quizá te han informado mal, o engañado a propósito en algo relativo a mí que me pueda haber degradado en tu opinión. Dime de qué se trata, explíca­me sobre qué bases actuaste y me daré por sa­tisfecha si puedo satisfacerte. Ciertamente me apenaría tener que pensar mal de ti; pero si me veo obligada a hacerlo, si voy a encontrarme con que no eres como hasta ahora te hemos creído, con que tu consideración por todas nosotras no era sincera y el único propósito de tu comportamiento hacia mí era el engaño, mejor saberlo lo antes posible. En este momen­to me siento llena de la más atroz indecisión; deseo absolverte, pero tener una certeza, en cualquier sentido que sea, aliviará mi sufrimien­to actual. Si tus sentimientos ya no son lo que fueron, me devolverás mis cartas y el mechón de mis cabellos que tienes en tu poder.
    M.D.

    En consideración a Willoughby, Elinor no ha­bría estado dispuesta a creer que tales cartas, tan llenas de afecto y confianza, pudieran haber me­recido la respuesta que tuvieron. Pero su condena de la actuación de él no le impedía ver lo inapro­piado, en último término, de que hubieran sido es­critas; y lamentaba en su interior la imprudencia que había arriesgado pruebas de ternura tan poco solicitadas, que ningún precedente justificaba y que los hechos tan severamente condenaban, cuando Marianne, advirtiendo que ya había terminado con las cartas, le observó que ellas no contenían nada sino lo que cualquiera en la misma situación ha­bría escrito.
    -Yo me sentía -agregó- tan solemnemente comprometida con él como si estuviéramos unidos por el más estricto pacto legal.
    -Puedo creerlo -dijo Elinor-; pero, por desgra­cia, él no sentía lo mismo.
    -El sí sentía lo mismo, Elinor... semana tras se­mana lo sintió. Sé que fue así. No importa lo que lo haya hecho cambiar ahora (y nada sino las ar­tes más negras usadas contra mí pueden haberlo logrado), alguna vez le fui tan querida como mis deseos más profundos pudieron desearlo. Este me­chón de pelo, del cual ahora se deshace con tanta facilidad, lo obtuvo tras suplicármelo de la mane­ra más vehemente. ¡Si hubieras visto su aspecto, sus maneras, si hubieras escuchado su voz en ese momento! ¿Has olvidado acaso la última tarde que pasamos juntos en Barton? ¡También la mañana en que nos separamos! Cuando me dijo que podrían pasar muchas semanas antes de que nos volviéra­mos a encontrar... su congoja, ¡cómo voy a olvidar su congoja!
    Durante uno o dos momentos no pudo decir nada más; pero cuando su emoción se había apla­cado, agregó con voz más firme:
    -Elinor, me han utilizado de la forma más cruel, pero no ha sido Willoughby quien lo ha hecho.
    -Mi querida Marianne, ¿quién, sino él? ¿Quién lo puede haber inducido a ello?
    -Todo el mundo, más que su propio corazón. Antes creería que todos los seres que conozco se concertarían para degradarme ante sus ojos que creerlo a él por naturaleza capaz de tal crueldad. Esta mujer sobre la que escribe, quienquiera que sea; o cualquiera, en suma, a excepción de ti, mi querida hermana, y mamá y Edward, puede haber sido tan desalmado como para denigrarme. Fuera de ustedes tres, ¿hay alguna criatura en el mundo de quien sospecharía menos que de Willoughby, cuyo corazón conozco tan bien?
    Elinor no quiso discutir, y se limitó a respon­derle:
    -Quienquiera pueda haber sido ese enemigo tuyo tan detestable, arrebatémosle su malvado triun­fo, mi querida hermana, haciéndole ver con cuán­ta nobleza la conciencia de tu propia inocencia y buenas intenciones sustenta tu espíritu. Es razona­ble y digno de alabanza un orgullo que se levanta contra tal malevolencia.
    -No, no -exclamó Marianne-, una desdicha como la mía no conoce el orgullo. No me importa que sepan cuán miserable me siento. Todos pue­den saborear el triunfo de verme así. Elinor, Eli­nor, los que poco sufren pueden ser tan orgullosos e independientes como quieran; Pueden resistir los insultos o humillar a su vez... Pero yo no puedo. Tengo que sentirme, tengo que ser desdichada... y bienvenidos sean a disfrutar de saberme así.
    -Pero por mi madre, y por mí.,,
    -Haría más que por mí misma. Pero mostrar­me contenta cuando me siento tan miserable... ¡Ah! ¿Quién podría pedirme tanto?
    Nuevamente callaron ambas. Elinor estaba en­tregada a caminar pensativamente de la chimenea a la ventana, de la ventana a la chimenea, sin ad­vertir el calor que le llegaba de una o distinguir los objetos a través de la otra; y Marianne, sentada a los pies de la cama, con la cabeza apoyada con­tra uno de sus pilares, tomó de nuevo la carta de Willoughby, y tras estremecerse ante cada una de sus frases, exclamó:
    -¡Es demasiado! ¡Oh, Willoughby, Willoughby, cómo puede venir esto de ti! Cruel, cruel, nada pue­de absolverte. Nada, Elinor. Sea lo que fuere que pueda haber escuchado contra Mí... ¿no debiera haber suspendido el juicio? ¿No debió habérmelo dicho, darme la oportunidad de justificarme? “El mechón de sus cabellos -repitiendo lo que la car­ta decía- que tan graciosamente me concedió”... eso es imperdonable. Willoughby, ¿dónde tenías el co­razón cuando escribiste esas palabras? ¡Oh, qué desalmada insolencia! Elinor, ¿es qUe acaso se la puede justificar?
    -No, Marianne, de ninguna manera.
    -Y, sin embargo, esta mujer... ¡quién sabe cuá­les puedan haber sido sus malas artes, cuán larga­mente lo habrá premeditado, cómo se las habrá ingeniado! ¿Quién es ella? ¿Quién puede_ ser? ¿A quién de sus conocidas mencionó alguna vez Wi­lloughby como joven y atractiva? ¡Oh! A nadie, a nadie... sólo me hablaba de mí.
    Siguió otra pausa; Marianne, presa de gran agi­tación, terminó así:
    -Elinor, debo irme a casa. Debo ir y consolar a mamá. ¿Podemos irnos mañana?
    -¡Mañana, Marianne!
    -Sí; ¿por qué había de quedarme aquí? Vine únicamente por Willoughby... y ahora, ¿a quién le importo? ¿Quién se interesa por mí?
    -Sería imposible partir mañana. Le debemos a la señora Jennings mucho más que cortesía; y la cortesía más básica no permitiría una partida tan repentina como ésa.
    -Está bien, entonces, en uno o dos días más quizá; pero no puedo quedarme mucho aquí, no puedo quedarme y aguantar las preguntas y ob­servaciones de toda esa gente. Los Middleton, los Palmer... ¿cómo voy a soportar su compasión? ¡La compasión de una mujer como la señora Jennings! ¡Ah, qué diría él de eso!
    Elinor le aconsejó que se tendiera nuevamen­te, y durante unos momentos así lo hizo; pero nin­guna posición la tranquilizaba, y en un doloroso desasosiego de alma y cuerpo, cambiaba de una a otra postura, alterándose cada vez más; a duras pe­nas pudo su hermana mantenerla en la cama y du­rante algunos momentos temió verse obligada a pedir ayuda. Unas gotas de lavanda, sin embargo, que pudo convencerla de tomar, le sirvieron de ayuda; y desde ese instante hasta la vuelta de la señora Jennings permaneció en la cama, callada y quieta.


    CAPITULO XXX

    A su regreso, la señora Jennings se dirigió directa­mente a la habitación de Elinor y Marianne y, sin esperar que respondieran a su llamado, abrió la puerta y entró con aire de verdadera preocupación.
    -¿Cómo está, querida? -le preguntó en tono compasivo a Marianne, que desvió el rostro sin ha­cer ningún intento por responder.
    -¿Cómo está, señorita Dashwood? ¡Pobrecita! Tiene muy mal aspecto. No es de extrañar. Sí, des­graciadamente es verdad. Se va a casar pronto... ¡es un badulaque! No lo soporto. La señora Taylor me lo contó hace media hora, y a ella se lo contó una amiga íntima de ' la señorita Grey misma, de otra forma no lo habría podido creer; quedé abis­mada al saberlo. Bien, dije, todo lo que puedo de­cir es que, si es verdad, se ha portado de manera abominable con una joven a quien conozco, y de­seo con todo el corazón que su esposa le atormente la vida. Y seguiré diciéndolo para siempre, queri­da, puede estar segura. No se me ocurre adónde irán a parar los hombres por este camino; y si al­guna vez me lo vuelvo a encontrar, le daré tal re­primenda como no habrá tenido muchas en su vida. Pero queda un consuelo, mi querida señorita Ma­rianne: no es el único joven del mundo que valga la pena; y con su linda cara a usted nunca le falta­rán admiradores. ¡Ya, pobrecita! Ya no la molesta­ré más, porque lo mejor sería que llorara sus penas de una vez por todas y acabara con eso. Por suer­te, sabe usted, esta noche van a venir los Parry y los Sanderson, y eso la divertirá.
    Salió entonces de la habitación caminando de puntillas, como si creyera que la aflicción de su jo­ven amiga pudiera aumentar con el ruido.
    Para sorpresa de su hermana, Marianne decidió cenar con ellas. Elinor incluso se lo desaconsejó. Pero, “no, iba a bajar; lo soportaría perfectamente, y el barullo en tomo a ella sería menor”. Elinor, contenta de que por el momento fuera ése el mo­tivo que la guiaba y aunque no la creía capaz de sentarse a cenar, no dijo nada más; así, acomodán­dole el vestido lo mejor que pudo mientras Ma­rianne seguía echada sobre la cama, estuvo lista para acompañarla al comedor apenas las llamaron.
    Una vez allí, aunque con aire muy desdicha­do, comió más y con mayor tranquilidad de la que su hermana había esperado. Si hubiera intentado hablar o se hubiera dado cuenta de la mitad de las bien intencionadas pero desatinadas atenciones que le dirigía la señora Jennings, no habría podi­do mantener esa calma; pero sus labios no deja­ron escapar ni una sílaba y su ensimismamiento la mantuvo en la mayor ignorancia de cuanto ocu­rría frente a ella.
    Elinor, que valoraba la bondad de la señora Jen­nings aunque la efusión con que la expresaba a menudo era irritante y en ocasiones casi ridícula, le manifestó la gratitud y le correspondió las mues­tras de cortesía que su hermana era incapaz de ex­presar o realizar por sí misma. Su buena amiga veía que Marianne era desdichada, y sentía que se le debía todo aquello que pudiera disminuir su pena. La trató, entonces, con toda la cariñosa indulgen­cia de una madre hacia su hijo favorito en su últi­mo día de vacaciones. A Marianne debía darse el mejor lugar junto a la chimenea, había que tentar­la con todos los mejores manjares de la casa y en­tretenerla con el relato de todas las noticias del día. Si Elinor no hubiera visto en el triste semblante de su hermana un freno a todo regocijo, habría dis­frutado de los esfuerzos de la señora Jennings por curar un desengaño de amor mediante toda una variedad de confituras y aceitunas y un buen fue­go de chimenea. Sin embargo, apenas la concien­cia de todo esto se abrió paso en Marianne por repetirse una y otra vez, no pudo seguir ahí. Con una viva exclamación de dolor y una señal a su hermana para que no la siguiera, se levantó y sa­lió a toda prisa de la habitación.
    ¡Pobre criatura! -exclamó la señora Jennings tan pronto hubo salido-. ¡Cómo me apena verla! ¡Y miren ustedes, si no se ha ido sin terminar su vino! ¡Y también ha dejado las cerezas confitadas! ¡Dios mío! Nada parece servirle. Créanme que si supiera de algo que le apeteciera, mandaría reco­rrer toda la ciudad hasta encontrarlo. ¡Vaya, es la cosa más increíble que un hombre haya tratado tan mal a una chica tan linda! Pero cuando la plata abunda por un lado y escasea totalmente por el otro, ¡que Dios me ampare!, ya no les importan ta­les cosas.
    -Entonces, la dama en cuestión, la señorita Grey creo que la llamó usted, ¿es muy rica?
    -Cincuenta mil libras, querida mía. ¿La ha vis­to alguna vez? Una chica elegante, muy a la moda, según dicen, pero nada de guapa. Recuerdo muy bien a su tía, Biddy Henshawe; se casó con un hombre muy rico. Pero todos en la familia son ri­cos. ¡Cincuenta mil libras! Y desde todo punto de vista van a llegar muy a tiempo, porque dicen que él está en la ruina. ¡Era que no, siempre luciéndo­se por ahí con su calesín y sus caballos y perros de caza! Vaya, sin ánimo de enjuiciar, pero cuan­do un joven, sea quien sea, viene y enamora a una linda chica y le promete matrimonio, no tiene de­recho a desdecirse de su palabra sólo por haberse empobrecido y que una muchacha rica esté dis­puesta a aceptarlo. ¿Por qué, en ese caso, no ven­de sus caballos, alquila su casa, despide a sus criados, y no da un real vuelco a su vida? Les ase­guro que la señorita Marianne habría estado dis­puesta a esperar hasta que las cosas se hubieran arreglado. Pero no es así como se hacen las cosas hoy en día; los jóvenes de hoy jamás van a renun­ciar a ningún placer.
    -¿Sabe usted qué clase de muchacha es la se­ñorita Grey? ¿Tiene reputación de ser amable?
    -Nunca he escuchado nada malo de ella; de hecho, casi nunca la he oído mencionar; excepto que la señora Taylor sí dijo esta mañana que un día la señorita Walker le insinuó que creía que el señor y la señora Ellison no lamentarían ver casa­da a la señorita Grey, porque ella y la señora Elli­son nunca se habían avenido.
    -¿Y quiénes son los Ellison?
    -Sus tutores, querida. Pero ya es mayor de edad y puede escoger por sí misma; ¡y una linda elec­ción ha hecho! Y ahora -tras una breve pausa-, su pobre hermana se ha ido a su habitación, su­pongo, a lamentarse a solas. ¿No hay nada que se pueda hacer para consolarla? Pobrecita, parece tan cruel dejarla sola. Pero bueno, poco a poco trae­remos nuevos amigos, y eso la divertirá un poco. ¿A qué podemos jugar? Sé que ella detesta el whist; pero, ¿no hay ningún juego que se haga en ronda que sea de su agrado?
    -Mi querida señora, tanta gentileza es comple­tamente innecesaria. Estoy segura de que Marian­ne no saldrá de su habitación esta noche. Intentaré convencerla, si es que puedo, de que se vaya a la cama temprano, porque estoy segura de que ne­cesita descansar.
    -Claro, eso será lo mejor para ella. Que diga lo que quiere comer, y se acueste. ¡Dios! No es de extrañar que haya andado con tan mala cara y tan abatida la semana pasada y la anterior, porque ima­gino que esta cosa ha estado encima de ella todo ese tiempo. ¡Y la carta que le llegó hoy fue la últi­ma gota! ¡Pobre criatura! Si lo hubiera sabido, por supuesto que no le habría hecho bromas al res­pecto ni por todo el oro del mundo. Pero enton­ces, usted sabe, ¿cómo podría haberlo adivinado? Estaba segura de que no era sino una carta de amor común y corriente, y usted sabe que a los jóvenes les gusta que uno se ría un poco de ellos con esas cosas. ¡Dios! ¡Cómo estarán de preocupados sir John y mis hijas cuando lo sepan! Si hubiera estado en mis cabales, podría haber pasado por Conduit Street en mi camino a casa y habérselo contado. Pero los veré mañana.
    -Estoy segura de que no será necesario preve­nir a la señora Palmer y a sir John para que no nombren al señor Willoughby ni hagan la menor alusión a lo que ha ocurrido frente a mi hermana. Su propia bondad natural les indicará cuán cruel es mostrar en su presencia que se sabe algo al res­pecto; y mientras menos se me hable a mí sobre el tema, más sufrimientos me ahorrarán, como bien podrá saberlo usted, mi querida señora.
    -¡Ay, Dios! Sí, por supuesto. Debe ser terrible para usted escuchar los comentarios; y respecto de su hermana, le aseguro que por nada del mundo le mencionaré ni una palabra sobre el tema. Ya vio usted que no lo hice durante la cena. Y tampoco lo harán ni sir John ni mis hijas, porque son muy conscientes y considerados, en especial si se lo su­giero, como por cierto lo haré. Por mi parte, pien­so que mientras menos se diga acerca de estas cosas mejor es y más rápido desaparecen y se ol­vidan. Y cuándo se ha sacado algo de bueno con hablar, ¿no?
    -En el caso actual, sólo puede hacer daño... más quizá que en muchos otros similares, porque éste ha ido acompañado de algunas circunstancias que, por el bien de todos los interesados, hacen inconveniente que se transforme en materia de co­mentario público. Tengo que reconocerle esto al señor Willoughby: no ha roto ningún compromiso efectivo con mi hermana.
    -¡Por Dios, querida! No intente defenderlo. ¡Qué me habla de ningún compromiso efectivo después de hacerla recorrer toda la casa de Allenham y mos­trarle las habitaciones mismas en que iban a vivir de ahí en adelante!
    Pensando en su hermana, Elinor no quiso se­guir con el tema, y también por Willoughby espe­raba que no le pidieran hacerlo, pues aunque Marianne podía perder mucho, era poco lo que él podía ganar si se hacía valer la verdad. Tras un cor­to silencio por ambas partes, la señora Jennings, con todo su característico buen humor, se embar­có de nuevo en el tema.
    -Bueno, querida, como dicen, nadie sabe para quién trabaja, porque el que saldrá ganando con todo esto es el coronel Brandon. Al final la ten­drá; sí, claro, la tendrá. Escuche lo que le digo, si no van a estar casados ya para el verano. ¡Dios! ¡Cómo va a gozar el coronel con estas noticias! Espero que venga esta noche. Apostaría todo a uno a que será una unión mucho mejor para su hermana. Dos mil al año sin deudas ni cargas... excepto, claro está, la jovencita, su hija natural; claro, se me olvidaba ella, pero sin mayores gas­tos la pueden poner de aprendiza en alguna par­te, y entonces ya no tendrá ninguna importancia. Delaford es un sitio muy agradable, se lo asegu­ro; exactamente lo que llamo un agradable sitio a la antigua, lleno de comodidades y convenien­cias; rodeado de un enorme huerto con los me­jores frutales de toda la región, ¡y qué morera en una esquina! ¡Dios! ¡Cómo nos hartamos con Char­lotte la única vez que fuimos! Además hay un pa­lomar, unos excelentes estanques con peces para la mesa y una preciosa canaleta; en resumen, todo lo que uno podría desear; y, más aún, está cerca de la iglesia y a sólo un cuarto de milla de un camino de portazgo, así que nunca es aburrido, pues basta ir a sentarse en una vieja glorieta bajo un tejo detrás de la casa y se puede ver pasar los carruajes. ¡Ah, es un hermoso lugar! Un carnicero cerca en el pueblo y la casa del párroco a tiro de piedra. Para mi gusto, mil veces más lindo que Barton Park, donde tienen que recorrer tres mi­llas para ir por la carne y no hay ningún vecino más cerca que la madre de ustedes. Bueno, le daré ánimos al coronel apenas pueda. Ya sabe usted, un clavo saca otro clavo. ¡Si pudiéramos sacarle a Willoughby de la mente!
    -Ay, si pudiéramos hacer al menos eso, señora -dijo Elinor-, nos arreglaríamos de lo más bien con o sin el coronel Brandon.
    Levantándose, entonces, fue a reunirse con Marianne, a quien encontró, tal como se lo había esperado, en su habitación, inclinada en silencio­sa desesperación sobre los restos de lumbre en la chimenea, que hasta la entrada de Elinor habían sido su única luz.
    -Mejor me dejas sola -fue toda la señal de aten­ción que dio a su hermana.
    -Lo haré -dijo Elinor-, si te vas a la cama.
    A esto, sin embargo, con la momentánea por­fía de un ardoroso padecimiento, se negó en un principio. Pero los insistentes, aunque gentiles, ar­gumentos de su hermana pronto la condujeron sua­vemente a la docilidad; y antes de dejarla, Elinor la vio recostar su adolorida cabeza sobre la almo­hada y, tal como esperaba, en camino a un cierto sosiego.
    En la, sala, adonde entonces se dirigió, pronto se le reunió la señora Jennings con un vaso de vino, lleno de algo, en la mano.
    -Querida -le dijo al entrar-, acabo de recordar que acá en la casa tengo un poco del mejor vino añejo de Constantia que haya probado, así que le traje un vaso para su hermana. ¡Mi pobre esposo! ¡Cómo le gustaba! Cada vez que le daba uno de sus ataques de gota hepática, decía que nada en el mundo le hacía mejor. Por favor, lléveselo a su hermana.
    -Mi querida señora -replicó Elinor, sonriendo ante la diferencia de los males para los que lo re­comendaba-, ¡qué buena es usted! Pero acabo de dejar a Marianne acostada y, espero, casi dormida; y como creo que nada le servirá más que el des­canso, si me lo permite, yo me beberé el vino.
    La señora Jennings, aunque lamentando no ha­ber llegado cinco minutos antes, quedó satisfecha con el arreglo; y Elinor, mientras se lo tomaba, pensaba que aunque su efecto en la gota hepáti­ca no tenía ninguna importancia en el momento, sus poderes curativos sobre un corazón desenga­ñado bien podían probarse en ella tanto como en su hermana.
    El coronel Brandon llegó cuando se encontra­ban tomando el té, y por su manera de mirar a su alrededor para ver si estaba Marianne, Elinor se imaginó de inmediato que ni esperaba ni deseaba verla ahí y, en suma, de que ya sabía la causa de su ausencia. A la señora Jennings no se le ocurrió lo mismo, pues poco después de la llegada del co­ronel cruzó la habitación hasta la mesa de té que presidía Elinor y le susurró:
    -Vea usted, el coronel está tan serio como siem­pre. No sabe nada de lo ocurrido; vamos, cuénte­selo, querida.
    Al rato él acercó una silla a la mesa de Elinor, y con un aire que la hizo sentirse segura de que estaba plenamente al tanto, le preguntó sobre su hermana.
    -Marianne no se encuentra bien -dijo ella-. Ha estado indispuesta durante todo el día y la hemos convencido de que se vaya a la cama.
    -Entonces, quizá -respondió vacilante-, lo que escuché esta mañana puede ser verdad... puede ser más cierto de lo que creí posible en un comienzo.
    -¿Qué fue lo que escuchó?
    -Que un caballero, respecto del cual tenía mo­tivos para pensar... en suma, que un hombre a quien se sabía comprometido... pero, ¿cómo se lo puedo decir? Si ya lo sabe, como es lo más segu­ro, puede ahorrarme el tener que hacerlo.
    -Usted se refiere -respondió Elinor con forza­da tranquilidad- al matrimonio del señor Willough­by con la señorita Grey. Sí, sí sabemos todo al respecto. Este parece haber sido un día de escla­recimiento general, porque hoy mismo en la ma­ñana recién lo descubrimos. ¡El señor Willoughby es incomprensible! ¿Dónde lo escuchó usted?
    -En una tienda de artículos de escritorio en Pall Mall, adonde tuve que ir en la mañana. Dos seño­ras estaban esperando su coche y una le estaba contando a la otra de esta futura boda, en una voz tan poco discreta que me fue imposible no es­cuchar todo. El nombre de Willoughby, John Willoughby, repetido una y otra vez, atrajo prime­ro mi atención, y a ello siguió la inequívoca de­claración de que todo estaba ya decidido en relación con su matrimonio con la señorita Grey; ya no era un secreto, la boda tendría lugar dentro de pocas semanas, y muchos otros detalles sobre los preparativos y otros asuntos. En especial recuer­do una cosa, porque me permitió identificar al hombre con mayor precisión: tan pronto termina­ra la ceremonia partirían a Combe Magna, su pro­piedad en Somersetshire. ¡No se imagina mi asombro! Pero me seria imposible describir lo que sentí. La tan comunicativa dama, se me informó al preguntarlo, porque permanecí en la tienda hasta que se hubieron ido, era una tal señora Ellison; y ése, según me han dicho, es el nombre del tutor de la señorita Grey.
    -Sí lo es. Pero, ¿escuchó también que la seño­rita Grey tiene cincuenta mil libras? Eso puede ex­plicarlo, si es que algo puede.
    -Podría ser así; pero Willoughby es capaz... al menos eso creo -se interrumpió durante un ins­tante, y luego agregó en una voz que parecía des­confiar de sí misma-; y su hermana, ¿cómo lo ha...?
    -Su sufrimiento ha sido enorme. Tan sólo me queda esperar que sea proporcionalmente breve. Ha sido, es la más cruel aflicción. Hasta ayer, creo, ella nunca dudó del afecto de Willoughby; e in­cluso ahora, quizá... pero, por mi parte, tengo casi la certeza de que él nunca estuvo realmente inte­resado en ella. ¡Ha sido tan falso! Y, en algunas co­sas, parece haber una cierta crueldad en él.
    -¡Ah! -dijo el coronel Brandon-, por cierto que la hay. Pero su hermana no... me parece habérse­lo oído a usted... no piensa lo mismo que usted, ¿no?
    -Usted sabe cómo es ella, y se imaginará de qué manera lo justificaría si pudiera.
    El no respondió; y poco después, como se re­tirara el servicio de té y se formaran los grupos para jugar a las cartas, debieron dejar de lado el tema. La señora Jennings, que los había observado con­versar con gran placer y que esperaba ver cómo las palabras de la señorita Dashwood producían en el coronel Brandon un instantánea júbilo, semejante al que correspondería a un hombre en la flor de la juventud, de la esperanza y de la felicidad, lle­na de asombro lo vio permanecer toda la tarde más pensativo y más serio que nunca.


    CAPITULO XXXI

    Tras una noche en que había dormido más de lo esperado, Marianne despertó a la mañana siguien­te para encontrarse sabiéndose tan desdichada como cuando había cerrado los ojos.
    Elinor la animó cuanto pudo a hablar de lo que sentía; y antes de que estuviera listo el desayuno, habían recorrido el asunto una y otra vez, Elinor sin alterar su tranquila certeza y afectuosos conse­jos, y Marianne manteniendo la exacerbación de sus emociones y cambiando una y otra vez sus opi­niones. A ratos creía a Willoughby tan desdichado e inocente como ella; y en otros, se desconsolaba ante la imposibilidad de absolverlo. En un momento le eran absolutamente indiferentes los comentarios del mundo, al siguiente se retiraría de él para siem­pre, y luego iba a resistirlo con toda su fuerza. En una cosa, sin embargo, permanecía constante al tratarse ese punto: en evitar, siempre que fuera posi­ble, la presencia de la señora Jennings, y en su de­cisión de mantenerse en absoluto silencio cuando se viera obligada a soportarla. Su corazón se rehu­saba a creer que la señora Jennings pudiera parti­cipar en su dolor con alguna compasión.
    -No, no, no, no puede ser -exclamó--, ella es incapaz de sentir. Su afabilidad no es conmisera­ción; su buen carácter no es ternura. Todo lo que le interesa es chismorrear, y sólo le agrado porque le doy material para hacerlo.
    Elinor no necesitaba escuchar esto para saber cuántas injusticias podía cometer su hermana, arras­trada por el irritable refinamiento de su propia mente cuando se trataba de opinar sobre los demás, y la excesiva importancia que atribuía a las delicadezas propias de una gran sensibilidad y al donaire de los modales cultivados. Al igual que medio mundo, si más de medio mundo fuera inteligente y bueno, Marianne, con sus excelentes cualidades y excelen­te disposición, no era ni razonable ni justa. Espera­ba que los demás tuvieran sus mismas opiniones y sentimientos, y calificaba sus motivos por el efecto inmediato que tenían sus acciones en ella. Fue en estas circunstancias que, mientras las hermanas es­taban en su habitación después del desayuno, ocu­rrió algo que rebajó aún más su opinión sobre la calidad de los sentimientos de la señora Jennings; pues, por su propia debilidad, permitió que le oca­sionara un nuevo dolor, aunque la buena señora había estado guiada por la mejor voluntad.
    Con una carta en su mano extendida y una ale­gre sonrisa nacida de la convicción de ser porta­dora de consuelo, entró en la habitación diciendo:
    -Mire, querida, le traigo algo que estoy segura le hará bien.
    Marianne no necesitaba escuchar más. En un momento su imaginación le puso por delante una carta de Willoughby, llena de ternura y arrepentimiento, que explicaba lo ocurrido a toda satisfac­ción y de manera convincente, seguida de inmediato por Willoughby en persona, abalanzán­dose a la habitación para reforzar, a sus pies y con la elocuencia de su mirada, las declaraciones de su carta. La obra de un momento fue destrui­da por el siguiente. Frente a ella estaba la escri­tura de su madre, que hasta entonces nunca había sido mal recibida; y en la agudeza de su desilu­sión tras un éxtasis que había sido de algo más que esperanza, sintió como si, hasta ese instante, nunca hubiera sufrido.
    No tenía nombre para la crueldad de la señora Jennings, aunque ciertamente hubiera sabido cómo llamarla en sus momentos de más feliz elocuen­cia; ahora sólo podía reprochársela mediante las lágrimas que le arrasaron-los ojos con apasionada violencia; un reproche, sin embargo, tan por com­pleto desperdiciado en aquella a quien estaba di­rigido, que ésta, tras muchas expresiones de compasión, se retiró sin dejar de encomendarle la carta como gran consuelo. Pero cuando tuvo la tranquilidad suficiente para leerla, fue poco el ali­vio que encontró en ella. Cada línea estaba llena de Willoughby. La señora Dashwood, todavía con­fiada en su compromiso y creyendo con la calidez de siempre en la lealtad del joven, sólo por la in­sistencia de Elinor se había decidido a exigir de Marianne una mayor franqueza hacia ambas, y esto con tal ternura hacia ella, tal afecto por Willough­by y tal certeza sobre la felicidad que cada uno encontraría en el otro, que no pudo dejar de llo­rar desesperadamente hasta terminar de leer.
    De nuevo se despertó en Marianne toda su im­paciencia por volver al hogar; nunca su madre le había sido más querida, incluso por el mismo ex­ceso de su errada confianza en Willoughby, y anhelaba desesperadamente haber partido ya. Eli­nor, incapaz de decidir por sí misma qué sería me­jor para Marianne, si estar en Londres o en Barton, no le ofreció otro consuelo que la recomendación de paciencia hasta que conocieran los deseos de su madre; y finalmente logró que su hermana ac­cediera a esperar hasta saberlo.
    La señora Jennings salió más temprano que de costumbre, pues no podía quedarse tranquila hasta que los Middleton y los Palmer pudieran lamentarse tanto como ella; y rehusando termi­nantemente el ofrecimiento de Elinor de acom­pañarla, salió sola durante el resto de la mañana. Elinor, con el corazón abatido, consciente del do­lor que iba a causar y dándose cuenta por la carta a Marianne del escaso éxito que había tenido en preparar a su madre, se sentó a escribirle rela­tándole lo ocurrido y a pedirle que las guiara en lo que ahora debían hacer. Marianne, entretanto, que había acudido a la sala al salir la señora Jen­nings, se mantuvo inmóvil junto a la mesa don­de Elinor escribía, observando cómo avanzaba su pluma, lamentando la dureza de su tarea, y la­mentando con más afecto aún el efecto que ten­dría en su madre.
    Llevaban en esto cerca de un cuarto de hora cuando Marianne, cuyos nervios no soportaban en ese momento ningún ruido repentino, se sobresal­tó al escuchar un golpe en la puerta.
    -¿Quién puede ser? -exclamó Elinor-. ¡Y tan temprano! Pensaba que estábamos a salvo.
    Marianne se acercó a la ventana.
    -Es el coronel Brandon -dijo, molesta-. Nunca estamos a salvo de él.
    -Como la señora Jennings está fuera, no va a entrar.
    -Yo no confiaría en eso -retirándose a su ha­bitación-. Un hombre que no sabe qué hacer con su tiempo no tiene conciencia alguna de su intro­misión en el de los demás.
    Los hechos confirmaron su suposición, aunque estuviera basada en la injusticia y el error, porque el coronel Brandon sí entró; y Elinor, que estaba convencida de que su preocupación por Marianne lo había llevado hasta allí, y que veía esa preocu­pación en su aire triste y perturbado y en su an­sioso, aunque breve, indagar por ella, no pudo perdonarle a su hermana por juzgarlo tan a la li­gera.
    -Me encontré con la señora Jennings en Bond Street -le dijo, tras el primer saludo-, y ella me ani­mó a venir; y no le fue difícil hacerlo, porque pensé que sería probable encontrarla a usted sola, que era lo que quería. Mi propósito... mi deseo, mi úni­co deseo al querer eso... espero, creo que así es... es poder dar consuelo... no, no debo decir con­suelo, no consuelo momentáneo, sino una certe­za, una perdurable certeza para su hermana. Mi consideración por ella, por usted, por su madre, espero me permita probársela mediante el relato de ciertas circunstancias, que nada sino una muy sincera consideración, nada sino el deseo de ser­les útil... creo que lo justifican. Aunque, si he de­bido pasar tantas horas intentando convencerme de que tengo la razón, ¿no habrá motivos para temer estar equivocado? -se interrumpió.
    -Lo comprendo -dijo Elinor-. Tiene algo que decirme del señor Willoughby que pondrá aún más a la vista su carácter. Decirlo será el mayor signo de amistad que puede mostrar por Marianne. Cual­quier información dirigida a ese fin merecerá mi inmediata gratitud, y la de ella vendrá con el tiem­po. Por favor, se lo ruego, dígamelo.
    -Lo haré; y, para ser breve, cuando dejé Bar­ton el pasado octubre... pero así no lo entenderá. Debo retroceder más aún. Se dará cuenta de que soy un narrador muy torpe, señorita Dashwood; ni siquiera sé dónde comenzar. Creo que será nece­sario contarle muy brevemente sobre mí, y seré muy breve. En un tema como éste -suspiró profunda­mente- estaré poco tentado a alargarme.
    Se interrumpió un momento para ordenar sus recuerdos y luego, con otro suspiro, continuó.
    -Probablemente habrá olvidado por completo una conversación (no se supone que haya hecho ninguna impresión en usted), una conversación que tuvimos una noche en Barton Park, una noche en que había un baile, en la cual yo mencioné una dama que había conocido hace tiempo y que se pa­recía, en alguna medida, a su hermana Marianne.
    -Por cierto -respondió Elinor-, no lo he olvi­dado.
    El coronel pareció complacido por este recuer­do, y agregó:
    -Si no me engaña la incertidumbre, la arbitra­riedad de un dulce recuerdo, hay un gran pareci­do entre ellas, en mentalidad y en aspecto: la misma intensidad en sus sentimientos, la misma fuerza de imaginación y vehemencia de espíritu. Esta dama era una de mis parientes más cercanas, huérfana desde la infancia y bajo la tutela de mi padre. Teníamos casi la misma edad, y desde nues­tros más tempranos años fuimos compañeros de juegos y amigos. No puedo recordar algún momen­to en que no haya querido a Eliza; y mi afecto por ella, a medida que crecíamos, fue tal que quizá, juzgando por mi actual carácter solitario y mi tan poco alegre seriedad, usted me crea incapaz de haberlo sentido. El de ella hacia mí fue, así lo creo, tan ferviente como el de su hermana al señor Willoughby y, aunque por motivos diferentes, no menos desafortunado. A los diecisiete años la per­dí para siempre. Se casó, en contra de sus deseos, con mi hermano. Era dueña de una gran fortuna, y las propiedades de mi familia bastante importan­tes. Y esto, me temo, es todo lo que se puede de­cir respecto del comportamiento de quien era al mismo tiempo su tío y tutor. Mi hermano no se la merecía; ni siquiera la amaba. Yo había tenido la esperanza de que su afecto por mí la sostendría ante todas las dificultades, y por un tiempo así fue; pero finalmente la desdichada situación en que vi­vía, porque debía soportar las mayores inclemen­cias, fue más fuerte que ella, y aunque me había prometido que nada... ¡pero cuán a ciegas avanzo en mi relato! No le he dicho cómo fue que ocu­rrió esto. Estábamos a pocas horas de huir juntos a Escocia. La falsedad, o la necedad de la donce­lla de mi prima nos traicionó. Fui expulsado a la casa de un pariente muy lejano, y a ella no se le permitió ninguna libertad, ninguna compañía ni di­versión, hasta que convencieron a mi padre de que cediera. Yo había confiado demasiado en la forta­leza de Eliza, y el golpe fue muy severo. Pero si su matrimonio hubiese sido feliz, joven como era yo en ese entonces, en unos pocos meses habría terminado aceptándolo, o al menos no tendría que lamentarlo ahora. Pero no fue ése el caso. Mi her­mano no tenía consideración alguna por ella; sus diversiones no eran las correctas, y desde un comienzo la trató de manera inclemente. La con­secuencia de esto sobre una mente tan joven, tan vivaz, tan falta de experiencia como la de la seño­ra Brandon, no fue sino la esperada. Al comienzo se resignó a la desdicha de su situación; y ésta hu­biera sido feliz si ella no hubiera dedicado su vida a vencer el pesar que le ocasionaba mi recuerdo. Pero, ¿puede extrañarnos que con tal marido, que empujaba a la infidelidad, y sin un amigo que la aconsejara o la frenara (porque mi padre sólo vi­vió algunos meses más después de que se casa­ron, y yo estaba con mi regimiento en las Indias Orientales), ella haya caído? Si yo me hubiera que­dado en Inglaterra, quizá... pero mi intención era procurar la felicidad de ambos alejándome de ella durante algunos años, y con tal propósito había ob­tenido mi traslado. El golpe que su matrimonio sig­nificó para mí -continuó con voz agitada- no fue nada, fue algo trivial, si se lo compara con lo que sentí cuando, más o menos dos años después, supe de su divorcio. Fue esa la causa de esta melanco­lía... incluso ahora, el recuerdo de lo que sufrí...
    Sin poder seguir hablando, se levantó precipi­tadamente y se dedicó a dar vueltas durante algu­nos minutos por la habitación. Elinor, afectada por su relato, y aún más por su congoja, tampoco pudo decir palabra. El vio su aflicción y, acercándosele, tomó una de sus manos entre las suyas, la opri­mió y besó con agradecido respeto. Unos pocos minutos más de silencioso esfuerzo le permitieron seguir con una cierta compostura.
    -Transcurrieron unos tres años después de este desdichado período, antes de que yo volviera a In­glaterra. Mi primera preocupación, cuando llegué, por supuesto fue buscarla. Pero la búsqueda fue tan infructuosa como triste. No pude rastrear sus pasos más allá del primero que la sedujo, y todo hacía temer que se había alejado de él sólo para hundirse más profundamente en una vida de pe­cado. Su asignación legal no se correspondía con su fortuna ni era suficiente para subsistir con al­gún bienestar, y supe por mi hermano que algu­nos meses atrás le había dado poder a otra persona para recibirla. El se imaginaba, y tranquilamente podía imaginárselo, que el derroche, y la conse­cuente angustia, la habían obligado a disponer de su dinero para solucionar algún problema urgen­te. Finalmente, sin embargo, y cuando habían trans­currido seis meses desde mi llegada a Inglaterra, pude encontrarla. El interés por un antiguo criado que, después de haber dejado mi servicio, había caído en desgracia, me indujo a visitarlo en un lu­gar de detención donde lo habían recluido por deu­das; y allí, en el mismo lugar, en igual reclusión, se encontraba mi infortunada hermana. ¡Tan cam­biada, tan deslucida, desgastada por todo tipo de sufrimientos! A duras penas podía creer que la triste y enferma figura que tenía frente a mí fuera lo que quedaba de la adorable, floreciente, saludable-mu­chacha de quien alguna vez había estado prenda­do. Cuánto dolor hube de soportar al verla así... pero no tengo derecho a herir sus sentimientos al intentar describirlo. Ya la he hecho sufrir demasia­do. Que, según todas las apariencias, estaba en las últimas etapas de la tuberculosis, fue... sí, en tal situación fue mi mayor consuelo. Nada podía ha­cer ya la vida por ella, más allá de darle tiempo para mejor prepararse a morir; y eso se le conce­dió. Vi que tuviera un alojamiento confortable y con la atención necesaria; la visité a diario durante el resto de su corta vida: estuve a su lado en sus úl­timos momentos.
    Nuevamente se detuvo, intentando recobrarse; y Elinor dio salida a sus sentimientos a través de una tierna exclamación de desconsuelo por el des­tino de su infortunado amigo.
    -Espero que su hermana no se ofenderá -dijo­- por la semejanza que he imaginado entre ella y mi pobre infortunada pariente. El destino, y la fortuna que les tocó en suerte, no pueden ser iguales; y si la dulce disposición natural de una hubiera sido vi­gilada por alguien más firme, o hubiera tenido un matrimonio más feliz, habría llegado a ser todo lo que usted alcanzará a ver que la otra será. Pero, ¿a qué nos lleva todo esto? Creo haberla angustiado por nada. ¡Ah, señorita Dashwood! Un tema como éste, silenciado durante catorce años... ¡es peligroso in­cluso tocarlo! Tengo que concentrarme... ser más conciso. Eti7a dejó a mi cuidado a su única hija, una niñita por ese entonces de tres años de edad, el fruto de su primera relación culpable. Ella amaba a esa niña, y siempre la había mantenido a su lado. Fue su tesoro más valioso y preciado el que me enco­mendó, y gustoso me habría hecho cargo de ella en el más estricto sentido, cuidando yo mismo de su educación, si nuestras situaciones lo hubieran permitido; pero yo no tenía familia ni hogar; y así mi pequeña Eliza fue enviada a un colegio. La iba a ver allí cada vez que podía, y tras la muerte de mi hermano (que ocurrió alrededor de cinco años atrás, dejándome en posesión de los bienes de la familia), ella me visitaba con bastante frecuencia en Delaford. Yo la llamaba una pariente lejana, pero estoy muy consciente de que en general se ha su­puesto que la relación es mucho más cercana. Hace ya tres años (acababa de cumplir los catorce) que la saqué del colegio y la puse al cuidado de una mujer muy respetable, residente en Dorsetshire, que tenía a su cargo cuatro o cinco otras niñas de aproximadamente la misma edad; y durante dos años, todo me hacía sentirme muy satisfecho con su situación. Pero en febrero pasado, hace casi un año, de improviso desapareció. Yo la había autori­zado (imprudentemente, como después se ha vis­to), obedeciendo a sus ardientes deseos, para que fuera a Bath con una de sus amiguitas, cuyo padre se encontraba allí por motivos de salud. Yo cono­cía su reputación como un muy buen hombre, y te­nía buena opinión de su hija... mejor de la que se merecía, pues ella, obstinándose en el más desati­nado sigilo, se negó a decir nada, a dar ninguna pis­ta, aunque obviamente estaba al tanto de todo. Creo que él, su padre, un hombre bien intencionado pero no muy perspicaz, era realmente incapaz de dar in­formación alguna, pues había estado casi siempre recluido en la casa, mientras las niñas correteaban por la ciudad estableciendo relaciones con quienes se les daba la gana; y él intentó convencerme, tan­to como lo estaba él, de que su hija nada tenía que ver en el asunto. En pocas palabras, no pude averi­guar nada sino que se había ido; durante ocho lar­gos meses, todo lo demás quedó sujeto a meras conjeturas. Es de imaginar lo que pensé, lo que te­mía, y también lo que sufrí.
    -¡Santo Dios! -exclamó Elinor-. ¡Será posible! ¡Podría ser que Willoughby...!
    -Las primeras noticias que tuve de ella -conti­nuó el coronel- me llegaron en una carta que ella misma me envió en octubre pasado. Me la remi­tieron desde Delaford y la recibí esa misma maña­na en que pensábamos ir de excursión a Whitwell; y ésa fue la razón de mi tan repentina partida de Barton, que con toda seguridad en ese momento debe haber extrañado a todos y que, según creo, ofendió a algunos. Poco podía imaginar el señor Willoughby, me parece, cuando con su mirada me reprochó la falta de cortesía en que yo habría in­currido al arruinar el paseo, que me solicitaban para prestar ayuda a alguien a quien él había llevado miseria e infelicidad; pero si lo hubiera sabido, ¿de qué habría servido? ¿Habría estado menos alegre o sido menos feliz con las sonrisas de su hermana? No, ya había hecho aquello que ningún hombre capaz de alguna compasión haría. ¡Había abando­nado a la niña cuya juventud e inocencia había se­ducido, dejándola en una situación de máxima aflicción, sin un hogar respetable, sin ayuda, sin amigos, sin saber dónde encontrarlo! La había aban­donado, con la promesa de volver; ni escribió, ni volvió, ni la auxilió.
    -¡Qué inconcebible! -exclamó Elinor.
    -Ahora puede ver cómo es su carácter: derro­chador, licencioso, y peor aún que eso. Sabiéndo­lo, como yo lo he sabido desde hace ya muchas semanas, imagínese lo que debo haber sentido al ver a su hermana tan afecta a él como siempre, y cuando se me aseguró que iba a casarse con él; imagínese lo que habré sentido pensando en to­das ustedes. Cuando vine a verla la semana pasa­da y la encontré sola, estaba decidido a saber la verdad, aunque aún indeciso en cuanto a qué ha­cer cuando la supiera. Mi comportamiento debe haberle extrañado, pero ahora lo entenderá. Tener que verlas a todas ustedes engañadas en esa for­ma; ver a su hermana... pero, ¿qué podía hacer? No tenía esperanza alguna de intervenir con éxito; y en ocasiones pensaba que su hermana aún po­día mantener suficiente influencia sobre él para re­cuperarlo. Pero tras un trato tan ignominioso, ¿quién sabe cuáles serían sus intenciones hacia ella? Cua­lesquiera hayan sido, sin embargo, puede que ahora ella se sienta agradecida de su situación, y sin duda más adelante lo estará, cuando la compare con la de mi pobre Eliza, cuando piense en la situación miserable y desesperada de esta pobre niña y se la imagine con un afecto tan fuerte por él, tan fuerte como el que ella misma le tiene, y con un espíritu atormentado por las autorrecriminaciones, que la acompañarán durante toda su vida. Con toda se­guridad esta comparación le servirá de algo. Senti­rá que sus propios sufrimientos no son nada. No provienen de una mala conducta y no pueden traer­le desgracia. Al contrario, deberán hacer que en cada uno de sus amigos aumente la amistad hacia ella. La preocupación por su desdicha y el respeto por la entereza que subyace a ella deberán refor­zar todos los afectos. Utilice, sin embargo, su pro­pia discreción para comunicarle lo que le he contado. Usted debe saber mejor qué efecto ten­drá; y si no hubiera creído muy seriamente y des­de el fondo de mi corazón que pudiera serle de alguna utilidad, que pudiera aliviar sus padecimien­tos, no me habría permitido perturbarla con este relato de las aflicciones que ha debido sufrir mi fa­milia, una narración con la cual podría sospechar­se que intento enaltecerme a costa de los demás.
    Elinor acogió estas palabras con profundo agra­decimiento, asistida también por la certeza de que el conocimiento de lo ocurrido sería de importan­te provecho para Marianne.
    -Para mí han sido más dolorosos -dijo- los es­fuerzos de Marianne por liberarlo de toda culpa que ninguna otra cosa, porque eso la altera más de lo que puede hacer una cabal convicción de su in­dignidad. Aunque al principio sufra mucho, estoy segura de que muy pronto encontrará alivio. Usted -continuó-, ¿ha visto al señor Willoughby des­de que lo dejó en Barton?
    -Sí -replicó él gravemente-, una vez. Era inevitable encontrarme con él una vez.
    Elinor, sobresaltada por su tono, lo miró inquie­ta, diciendo:
    -¡Cómo! ¿Se encontró con él para...?
    -No podía ser de otra manera. Eliza me había confesado, aunque muy a desgana, el nombre de su amante; y cuando él volvió a la ciudad, quince días después de mí, nos citamos para encontrar­nos, él para defender su conducta, yo para casti­garla. Retornamos indemnes, y así el encuentro nunca se hizo público.
    Elinor suspiró ante lo fantasioso e innecesario de todo ello, pero tratándose de un hombre y un soldado, pretendió no desaprobarlo.
    -Esa es -dijo el coronel Brandon tras una pau­sa- la desdichada semejanza entre el destino de la madre y el de la hija, ¡y de qué manera he fallado yo en aquello que se me había encomendado!
    -¿Todavía está ella en la ciudad?
    -No; tan pronto se recuperó del parto, puesto que la encontré próxima a dar a luz, la llevé a ella y a su hijo al campo, y allí permanece hasta hoy.
    Al poco rato, pensando que estaba impidien­do a Elinor acompañar a su hermana, el coronel dio término a su visita, tras volver a recibir de ella el más sentido agradecimiento y dejarla llena de piedad y afecto por él.


    CAPITULO XXXII

    Cuando la señorita Dashwood dio a conocer en detalle esta conversación a su hermana, como lo hizo con gran prontitud, el efecto que tuvo en ésta no fue por completo el que la primera había es­perado. No fue que Marianne pareciera desconfiar de la autenticidad de lo relatado, pues a todo prestó la más tranquila y dócil atención, no objetó ni co­mentó nada, en ningún momento intentó justificar a Willoughby, y con sus lágrimas pareció mostrar que sentía imposible cualquier justificación. Pero aunque posteriormente su comportamiento le dio a Elinor la certeza de que sí había logrado con­vencerla de la culpabilidad del joven; aunque com­placida pudo ver que, como consecuencia, Marianne ya no evitaba al coronel Brandon cuan­do las visitaba, conversaba con él, e incluso hasta por iniciativa propia, con una especie de compasi­vo respeto, y aunque la veía de un ánimo menos exasperadamente irritable que antes, no la veía menos desdichada. Su mente estaba estable, pero se había establecido en un sombrío abatimiento. Le dolía más la pérdida de la imagen que tenía de Willoughby que el haber perdido su amor; el que hubiera seducido y abandonado a la señorita Williams, la miseria de esa pobre niña y la duda en torno a lo que alguna vez pudieron haber sido los propósitos del joven hacia ella misma, todo ello la agobiaba de tal manera que no podía allanarse a hablar de lo que sentía ni siquiera con Elinor; y con su callado ensimismamiento en sus penas, ha­cía sufrir a su hermana más que si le hubiera abier­to su corazón hablándole una y otra vez de ellas.
    Relatar lo que sintió y dijo la señora Dashwood al recibir y responder la carta de Elinor sería tan sólo repetir lo que sus hijas ya habían sentido y dicho; una desilusión apenas menos dolorosa que la de Marianne, y una indignación mayor aún que la de Elinor. Una tras otra les hizo llegar largas cartas, en las que les hablaba de su dolor y de lo que pensaba; expresaba su ansiedad y preocupación por Marianne y la llamaba a soportar con entereza su desgracia. ¡Terrible debía ser en verdad la aflicción de Marianne, cuando su madre podía hablar de en­tereza! ¡Qué vejatorio y humillante debía ser el ori­gen de sus lamentos, para que la señora Dashwood no quisiera verla abandonándose a ellos!
    En contra de sus propios intereses y convenien­cia, la señora Dashwood había decidido que, en ese momento, convendría más a Marianne estar en cualquier lugar menos en Barton, donde todo lo que su vista alcanzaba le recordaría intensa y do­lorosamente el pasado, al hacerle presente en todo momento a Willoughby tal como allí lo había co­nocido. Así, les recomendó a sus hijas que por nin­gún motivo acortaran su visita a la señora Jennings, pues aunque nunca habían fijado con exactitud su duración, todos esperaban que abarcaría al menos cinco o seis semanas. Allí no podrían eludir las dis­tintas ocupaciones, los proyectos y la compañía que Barton no les podía ofrecer y que, según espera­ba, podrían de vez en cuando lograr que Marianne, sin darse cuenta, se interesara por algo más allá de ella misma e incluso se divirtiera un poco, por mucho que ahora rechazara desdeñosamente am­bas posibilidades.
    En cuanto al peligro de encontrarse de nuevo con Willoughby, su madre pensaba que Marianne estaba tan a salvo en la ciudad como en el cam­po, dado que nadie entre quienes se consideraban sus amigos lo admitiría ahora en su compañía. Na­die, intencionalmente, haría que se cruzaran sus caminos; por negligencia, nunca estarían expues­tos a una sorpresa; y el azar tenía menos oportu­nidad de ocurrir entre las multitudes de Londres que en el aislamiento de Barton, donde podría im­ponerle a ella la presencia del joven durante la vi­sita de éste a Allenham con ocasión de su matrimonio, un hecho que la señora Dashwood había considerado en un principio como probable, y que ahora había llegado a esperar como cierto.
    Tenía aún otro motivo para desear que sus hi­jas permanecieran donde estaban: una carta de su hijastro le había comunicado que él y su esposa estarían en Londres antes de mediados de febrero, y ella consideraba correcto que vieran de vez en cuando a su hermano.
    Marianne había prometido dejarse guiar por la opinión de su madre y se sometió entonces a ella sin objeciones, a pesar de ser por completo dife­rente a lo que ella deseaba o esperaba y aunque la creía un perfecto error basado en razones equi­vocadas; un error que, además, al demandar de ella la permanencia en Londres, la privaba del único alivio posible a su miseria -la íntima compasión de su madre- y la condenaba a una compañía y a si­tuaciones que le impedirían conocer ni un solo momento de paz.
    No obstante, constituyó un gran consuelo para Marianne el hecho de que aquello que le hacía daño significara un bien para su hermana; y Eli­nor, por su parte, sospechando que no depende­ría de ella evitar completamente a Edward, se tranquilizó pensando que aunque la prolongación de su permanencia en Londres atentaría contra de su propia felicidad, sería mejor para Marianne que un inmediato retorno a Devonshire.
    Su cuidado en proteger a su hermana de escu­char el nombre de Willoughby no fue en vano. Marianne, aunque sin saberlo, cosechó todos sus frutos; pues ni la señora Jennings, ni sir John, ni siquiera la misma señora Palmer, lo mencionaron jamás frente a ella. Elinor deseaba que igualmente se hubieran abstenido de hacerlo en su presencia, pero tal cosa era imposible, y así se veía obligada a escuchar día tras día las manifestaciones de in­dignación de todos ellos.
    Sir John no lo habría creído posible. “¡Un hom­bre de quien siempre había tenido tantos motivos para pensar bien! ¡Un muchacho de tan buen ca­rácter! ¡No creía que hubiera un mejor jinete en toda Inglaterra! Era algo inexplicable. Deseaba de todo corazón verlo en el infierno. ¡Nunca más le dirigi­ría la palabra, en ningún lugar donde lo encontra­ra, por nada del mundo! No, ni siquiera si se lo topara en el albergue de Barton y tuvieran que que­darse esperando dos horas juntos. ¡Ese truhán! ¡Ese perro desleal! ¡Tan sólo la última vez que se ha­bían encontrado, había ofrecido darle uno de los cachorros de Folly! ¡Pues no! ¡Con esto se acababa todo!”
    A su manera, la señora Palmer estaba igualmen­te enojada. “Estaba decidida a romper de inmedia­to toda relación con él, y agradecía al cielo no haberlo conocido nunca. Deseaba con todo el co­razón que Combe Magna no estuviera tan cerca de Cleveland; pero no tenía importancia, porque es­taba demasiado lejos para visitas; lo odiaba tanto que estaba decidida a no pronunciar nunca más su nombre, y le diría a todos los que viera que era un badulaque”.
    El resto de la adhesión de la señora Palmer a la causa de Marianne se manifestaba en procurar­se todos los pormenores posibles sobre la próxi­ma boda, y comunicárselos a Elinor. Pronto pudo decir qué carrocero estaba construyéndoles su nue­vo coche, quién estaba pintando el retrato del se­ñor Willoughby y en qué tienda podía verse las ro­pas de la señorita Grey.
    La tranquila y cortés despreocupación de lady Middleton constituía en estas circunstancias un grato alivio para el espíritu de Elinor, abrumado como a menudo estaba por la vocinglera compasión de los demás. Era un bálsamo para ella la seguridad de no despertar ningún interés en al menos una per­sona de su círculo de amistades; un descanso sa­ber que había alguien que estaría con ella sin sentir curiosidad alguna sobre los pormenores, ni ansie­dad por la salud de su hermana.
    Suele suceder que las circunstancias del momento lleven a otorgar a cualquier atributo más valor que el que realmente tiene; y así ocurría que a veces tanta afanosa conmiseración fastidiaba a Elinor hasta lle­varla a calificar la buena educación como más im­portante para el bienestar que el buen corazón.
    Lady Middleton manifestaba su parecer sobre el asunto entre una y dos veces al día, si el tema salía a relucir con alguna frecuencia, diciendo: “¡Qué cosa tan terrible, en verdad!”, y mediante este continuo aunque suave desahogo, no sólo fue ca­paz de ir a ver a las señoritas Dashwood desde un comienzo sin la menor emoción, sino que muy pronto sin recordar siquiera una palabra de todo el asunto; y habiendo defendido así la dignidad de su propio sexo y censurado decididamente lo que estaba mal en el otro, se sintió en libertad de pro­teger los intereses de su grupo, por lo que decidió (aunque algo en contra de la opinión de sir John) que, como la señora Willoughby sería una mujer elegante y rica a la vez, le dejaría su tarjeta tan pronto como se hubiera casado.
    Las delicadas y siempre prudentes indagacio­nes del coronel Brandon nunca eran mal recibidas por la señorita Dashwood. Con el amistoso celo con que se había esforzado en aliviarlo, se había gana­do profusamente el privilegio de discutir de ma­nera íntima el desengaño de su hermana, y siempre conversaban con entera confianza. La principal re­compensa del coronel por el penoso esfuerzo de revelar sufrimientos pasados y humillaciones actua­les, era la compasiva mirada con que Marianne solía observarlo y la dulzura de su voz siempre que se veía obligada (aunque ello no ocurría a menudo) o se obligaba a hablarle. Eran estas cosas las que le aseguraban que con su esfuerzo había logrado aumentar la buena voluntad hacia él, y las que per­mitían a Elinor esperar que dicha buena voluntad se incrementara aún más; pero la señora Jennings, ignorando todo esto, y sabiendo únicamente que el coronel continuaba tan serio como siempre y que no podía persuadirlo de hacer él mismo su propo­sición de matrimonio ni de encargársela a ella, al cabo de dos días comenzó a pensar que, en vez de para mediados del verano, no habría boda en­tre ellos sino hasta la fiesta de san Miguel, y hacia fines de la semana ya pensaba que no habría boda en absoluto. El buen entendimiento entre el coro­nel y la mayor de las señoritas Dashwood más bien llevaba a concluir que los honores de la morera, de la canaleta y de la glorieta bajo el tejo, todos le corresponderían a ésta; y, por un tiempo, la seño­ra Jennings dejó de pensar en el señor Ferrars.
    A comienzos de febrero, antes de transcurridas dos semanas desde la recepción de la carta de Willoughby, Elinor debió hacerse cargo de la di­fícil tarea de informar a su hermana de que él se había casado. Se había preocupado de que le trans­mitieran a ella la noticia apenas se supiera que la ce­remonia había tenido lugar, pues deseaba evitar que su hermana se enterara de ello por los periódicos, que la veía examinar ansiosamente cada mañana.
    Marianne recibió la noticia con absoluta com­postura; no hizo ninguna observación al respecto y al comienzo no derramó ninguna lágrima; pero tras un corto rato estalló en llanto, y por el resto del día permaneció en un estado apenas menos penoso que cuando recién supo que debía espe­rar ese matrimonio.
    Los Willoughby abandonaron la ciudad tan pronto como estuvieron casados; y Elinor comen­zó a confiar en que, ahora que no había peligro de ver a ninguno de los dos, pudiera persuadir a su hermana, que no se había alejado de la casa desde el momento en que recibió el primer golpe, para que poco a poco volviera a salir como antes.
    Alrededor de esas fechas, las dos señoritas Steele, recién llegadas a la casa de su prima en Bartlett's Building, Holbom, aparecieron de nuevo en la casa de sus más importantes parientes en Con­duit y Berkeley Street, lugares ambos en que fue­ron recibidas con gran cordialidad.
    Elinor sólo pudo lamentar verlas. Su presencia siempre se le hacía penosa, y le costaba enorme­mente responder con alguna gentileza al abruma­dor placer mostrado por Lucy al descubrir que todavía estaban en la ciudad.
    -Me habría sentido muy decepcionada si ya no la hubiera encontrado aquí -repetía una y otra vez, con un fuerte énfasis en la palabra-. Pero siempre pensé que sí iba a estar. Estaba casi segura de que no se iba a ir de Londres por un buen tiempo to­davía; aunque usted en Barton me dijo, ¿recuerda?, que no iba a quedarse más de un mes. Pero en ese momento pensé que lo más probable era que cambiara de opinión cuando llegara el momento. Habría sido una lástima tan grande haberse ido an­tes de la llegada de su hermano y su cuñada. Y ahora, con toda seguridad, no tendrá ningún apu­ro en irse. Estoy increíblemente contenta de que no haya cumplido su palabra.
    Elinor la comprendió perfectamente, y se vio obligada a recurrir a todo su dominio sobre sí mis­ma para aparentar que no era así.
    -Bien, querida -dijo la señora Jennings-, ¿y en qué se vinieron?
    -No en la diligencia, se lo aseguro -respondió la señorita Steele con instantáneo júbilo-; vinimos en coche de posta todo el camino, en la compañía de un joven muy elegante. El reverendo Davies ve­nía a la ciudad, así que pensamos alquilar juntos un coche; se comportó de la manera más gentil, y pagó diez o doce chelines más que nosotras.
    -¡Vaya, vaya! -exclamó la señora Jennings-. ¡Muy bonito! Y el reverendo está soltero, supongo.
    -Ahí tiene -dijo la señorita Steele, con una son­risita afectada-; todo el mundo me hace bromas con el reverendo, y no me imagino por qué. Mis primas dicen estar seguras de que hice una con­quista; pero, por mi parte, les aseguro que nunca he pensado ni un minuto en él. “¡Cielo santo, aquí viene tu galán, Nancy!”, me dijo mi prima el otro día, cuando lo vio cruzando la calle hacia la casa. “¡Mi galán, qué va!”, le dije yo, “No puedo imagi­nar de quién estás hablando. El reverendo no es para nada pretendiente mío”.
    -Claro, claro, todo eso suena muy bien... pero no servirá de nada: el reverendo es el hombre, ya lo veo.
    -¡No, de ninguna manera! -respondió su pri­ma con afectada ansiedad-, y le ruego que lo des­mienta sí alguna vez lo oye decir.
    La señora Jennings le dio de inmediato todas las seguridades del caso de que por cierto no lo haría, haciendo completamente feliz a la señorita Steele.
    -Supongo que irá a quedarse con su hermano y su hermana, señorita Dashwood, cuando ellos vengan a la ciudad -dijo. Lucy, volviendo a la car­ga tras un cese en las insinuaciones hostiles.
    -No, no creo que lo hagamos.
    -Oh, sí, yo diría que lo harán.
    Elinor no quiso darle el gusto y continuar con sus negativas.
    -¡Qué agradable que la señora Dashwood pue­da prescindir de ustedes dos durante tanto tiempo seguido!
    -¡Tanto tiempo, qué va! -interpuso la señora Jennings-. ¡Pero si la visita recién comienza!
    Tal respuesta hizo callar a Lucy.
    -Lamento que no podamos ver a su hermana, señorita Dashwood -dijo la señorita Steele-. Sien­to mucho que no esté bien -pues Marianne había abandonado la habitación a su llegada.
    -Es usted muy amable. También mi hermana lamentará haberse perdido el placer de verlas; pero últimamente ha estado muy afectada con dolores de cabeza nerviosos, que la inhabilitan para las vi­sitas o la conversación.
    -¡Ay, querida, qué lástima! Pero tratándose de viejas amigas como Lucy y yo... quizá querría ver­nos a nosotras; y le aseguro que no diríamos pa­labra.
    Elinor, con la mayor cortesía, declinó la pro­posición. “Quizá su hermana estaba acostada, o en bata, y, por tanto, no podía venir a verlas”.
    -Ah, pero si eso es todo -exclamó la señorita Steele- igual podemos ir nosotras a verla a ella.
    Elinor comenzó a encontrarse incapaz de so­portar tanta impertinencia; pero se salvó de tener que controlarse por la enérgica reprimenda de Lucy a Anne, que aunque quitaba bastante dulzura a sus modales, ahora, como en tantas otras ocasiones, sir­vió para dominar los de su hermana.


    CAPITULO XXXIII

    Tras una cierta oposición, Marianne cedió a los es­fuerzos de su hermana y una mañana aceptó salir con ella y la señora Jennings durante media hora. Sin embargo, lo hizo con la expresa condición de que no harían visitas y que se limitaría a acompa­ñarlas a la joyería Gray en Sackville Street, donde Elinor estaba negociando el cambio de unas po­cas alhajas de su madre que se veían anticuadas.
    Cuando se detuvieron en la puerta, la señora Jennings recordó que en el otro extremo de la ca­lle vivía una señora a quien debía pasar a ver; y como nada tenía que hacer en Gray's, decidió que mientras sus jóvenes amigas cumplían su cometi­do, ella haría su visita y luego retornaría.
    Al subir las escalinatas, las señoritas Dashwood encontraron tal cantidad de personas delante de ellas que nadie parecía estar disponible para aten­der su pedido, y se vieron obligadas a esperar. No les quedó más que sentarse cerca del extre­mo del mostrador que prometía un movimiento más rápido; sólo un caballero se encontraba allí, y es probable que Elinor no dejara de tener la esperanza de despertar su cortesía para que des­pacharan pronto su pedido. Pero la exactitud de su vista y la delicadeza de su gusto resultaron ser mayores que su cortesía. Estaba encargando un estuche de mondadientes para sí mismo, y hasta que no decidió su tamaño, forma y adornos -que combinó a su gusto según su propia inventiva tras examinar y analizar durante un cuarto de hora to­dos los estuches de la tienda-, no se dio tiempo para prestar atención a las dos damas, salvo dos o tres miradas bastante atrevidas; un tipo de in­terés que sirvió para grabar en Elinor el recuer­do de una figura y rostro de acusada, natural y genuina insignificancia, aunque acicalado a la úl­tima moda.
    Marianne se ahorró los molestos sentimientos de desprecio y resentimiento ante la impertinencia con que las había examinado y los jactanciosos mo­dales con que el sujeto elegía los diferentes horro­res de los distintos estuches que se le presentaban, permaneciendo ajena a todo ello; era capaz de en­simismarse en sus pensamientos e ignorar todo lo que ocurría a su alrededor en la tienda del señor Gray con la misma facilidad que en su propio dor­mitorio.
    Por fin el asunto fue resuelto. El marfil, el oro y las perlas, todos recibieron su ubicación, y tras fijar el último día en que su existencia podía sos­tenerse sin la posesión del estuche, el caballero se calzó los guantes con estudiada calma y, arrojan­do otra mirada a las señoritas Dashwood, pero una mirada que más parecía pedir admiración que ma­nifestarla, se retiró con un aire satisfecho en que se mezclaban un verdadero engreimiento y una afectada indiferencia.
    Sin pérdida de tiempo, Elinor expuso sus asun­tos y estaba a punto de concluirlos cuando otro caballero se colocó a su lado. Se volvió a mirarlo, y con algo de sorpresa se encontró con que era su hermano.
    El afecto y placer que mostraron al encontrar­se fue el suficiente para hacerlos creíbles en la tien­da del señor Gray. En verdad, John Dashwood estaba lejos de lamentar volver a ver a sus herma­nas; más bien, los tres se alegraron y él indagó acer­ca de la madre de ellas en forma respetuosa y atenta.
    Elinor se enteró de que él y Fanny llevaban dos días en la ciudad.
    -Tenía grandes deseos de haberlas visitado ayer -dijo John-, pero fue imposible, porque tuvimos que llevar a Harry a ver a los animales salvajes en Exeter Exchange y pasamos el resto del día con la señora Ferrars. Harry estaba absolutamente feliz. Tenía todas las intenciones de ir a visitarlas boy en la mañana, si es que podía encontrar una media hora libre, ¡pero siempre hay tanto que hacer cuan­do recién se llega a la ciudad! He venido acá a en­cargar un sello para Fanny. Pero creo que con toda seguridad mañana podré acudir a Berkeley Street y conocer a la señora Jennings. Tengo entendido que es dueña de una muy buena fortuna. Y a los Middleton también tienen que presentármelos. Como son parientes de mi suegra, me complacerá presentarles mis respetos. Han resultado excelen­tes vecinos para ustedes, según he sabido.
    -Excelentes, sin ninguna duda. Su preocupación por nuestra comodidad, la amistad que en todo nos han demostrado, van más allá de las palabras.
    -Créanme que me alegra muchísimo escuchar­lo; en verdad, muchísimo. Pero era de esperar: son gente de gran fortuna, están emparentados con us­tedes, y era natural que les ofrecieran todas las muestras de cortesía y las comodidades necesarias para hacerles grata la situación. Entonces, están confortablemente instaladas en su casita de cam­po y no les falta nada. Edward nos describió el lu­gar como algo encantador; lo más completo en su tipo que podía existir, dijo, y que todas ustedes pa­recían disfrutarlo mucho. Para nosotros fue una gran alegría saberlo, les aseguro.
    Elinor se sintió un poco avergonzada por su hermano, y no lamentó que la llegada del criado de la señora Jennings, que venía a decirle que su señora las estaba esperando en la puerta, la libe­rara de la necesidad de responderle.
    El señor Dashwood las acompañó hasta las es­calinatas, fue presentado a la señora Jennings en la puerta de su carruaje, y tras manifestar de nue­vo su esperanza de poder visitarlas al día siguien­te, se retiró.
    La visita se cumplió como es debido. Llegó con la falsa excusa de que su esposa no había podido venir pues “estaba tan ocupada con su madre, que en verdad no tenía tiempo de ir a ninguna otra par­te”. La señora Jennings, por su parte, le aseguró de inmediato que ella no se andaba con ceremo­nias, porque todos eran primos, o algo así, y que de todas maneras iría muy pronto a visitar a la se­ñora de John Dashwood, y que llevaría con ella a sus cuñadas. El trato de él hacia ellas, aunque re­servado, fue muy afectuoso; hacia la señora Jen­nings, de solícita cortesía; y al llegar el coronel Brandon poco después, lo observó con una curio­sidad que parecía decir que sólo esperaba saber que era rico para extender a él idéntica cortesía.
    Tras permanecer media hora, le pidió a Elinor ir con él a Conduit Street para que lo presentara a Sir John y lady Middleton. Como hacía un hermo­so día, ella accedió de inmediato. Y no bien se ha­bían alejado de la casa, él comenzó a hacerle preguntas.
    -¿Quién es el coronel Brandon? ¿Es un hom­bre de fortuna?
    -Sí, tiene una muy buena propiedad en Dor­setshire.
    -Me alegro. Parece un hombre muy caballero­so, y creo, Elinor, que puedo felicitarte por la pers­pectiva de una situación muy respetable en la vida.
    -¿A mí, hermano... qué quieres decir?
    -Le gustas. Lo observé muy de cerca, y estoy convencido de ello. ¿A cuánto asciende su fortu­na?
    -Creo que a dos mil al año.
    -Dos mil al año. -Y luego, esforzándose por alcanzar un tono de entusiasta generosidad, agre­gó-: Elinor, por ti, desearía con todo el corazón que fuera el doble.
    -Sí, te creo -respondió Elinor-, pero estoy se­gura de que el coronel Brandon no tiene el me­nor deseo de casarse conmigo.
    -Estás equivocada, Elinor; muy equivocada. Con un pequeño esfuerzo de tu parte lo conseguirías. Quizá por el momento esté indeciso, lo escaso de tu fortuna pueda coartarlo o sus amigos se lo des­aconsejen. Pero esas pequeñas atenciones y estí­mulos que las damas tan fácilmente pueden ofrecer, lo persuadirán a pesar de sí mismo. Y no hay ra­zón alguna para que no intentes ganártelo. No debe suponerse que algún otro afecto que hayas tenido antes... en pocas palabras, tú sabes que un afecto como ése es totalmente imposible, las objeciones son insuperables... eres demasiado sensata para no darte cuenta. El coronel Brandon es el hombre; y por mi parte, no me ahorraré ninguna amabilidad con él, de manera que tú y tu familia le agraden. Es una unión que debe complacer a todos. En fin, es algo que -bajando la voz hasta un fatuo susu­rro- será extremadamente conveniente para todas las partes. -Reconsiderando las cosas, sin embar­go, agregó-: Esto es, quiero decir... todos tus ami­gos anhelan verte bien establecida, Fanny en especial, porque tu bienestar le es muy caro, te lo aseguro. Y a su madre también, la señora Ferrars, una mujer muy bondadosa, estoy cierto de que le daría un gran placer; ella misma lo dijo el otro día.
    Elinor no se dignó responder.
    -Ahora, sería extraordinario -continuó-, algo muy gracioso, si Fanny pudiera ver a un hermano y yo a una hermana llegando a una situación esta­ble en sus vidas al mismo tiempo. Y no es muy improbable.
    -¿Es que se casa el señor Edward Ferrars? -dijo Elinor con tono resuelto.
    -Todavía no está decidido, pero hay algo de eso en el aire. Tiene una excelente madre. La se­ñora Ferrars, con la mayor generosidad, se hará pre­sente y le asignará mil libras anuales si la unión tiene lugar. La dama en cuestión es la honorable señorita Morton, hija única del fallecido lord Mor­ton, con treinta mil libras: una unión muy desea­ble por ambas partes, y no me cabe duda de que a la larga se materializará. Mil libras anuales es una importante cantidad para que una madre se des­haga de ella, la ceda para siempre; pero la señora Ferrars tiene un espíritu muy noble. Para darte otro ejemplo de su generosidad: el otro día, apenas lle­gamos a la ciudad, consciente de que en este mo­mento no abundábamos en dinero, puso en las manos de Fanny doscientas libras en billetes. Algo muy bienvenido, porque nuestros gastos son enor­mes acá.
    Hizo una pausa esperando su aprobación y sim­patía, y ella se obligó a decir:
    -Sin duda los gastos de ustedes, en la ciudad y en el campo, deben ser considerables, pero tam­bién cuentan con una buena renta.
    -No tan buena, me atrevería a decir, como su­pone mucha gente. No me quejo, sin embargo; sin duda es holgada y, así lo espero, mejorará con el tiempo. Actualmente estamos cercando el ejido de Norland, lo que es un gasto muy serio. Y también hice una pequeña compra este medio año, la granja de East Kingham, debes recordarla, allí donde so­lía vivir el viejo Gibson. Esas tierras me eran tan convenientes en todo sentido, tan directamente co­lindantes con mi propiedad, que sentí que era mi deber comprarlas. No me habría perdonado dejar­las caer en otras manos. Hay que pagar por lo que a uno le conviene, y ello sí me ha costado una gran cantidad de dinero.
    -¿Más de lo que crees que valen real e intrín­secamente?
    -Vamos, espero que no. Podría haberlas ven­dido al día siguiente por más de lo que pagué; pero en cuanto al precio, en verdad habría sido bastan­te desafortunado, porque en ese momento estaban tan bajos los valores, que si no hubiera tenido la cantidad necesaria en el banco tendría que haber­las rematado con una gran pérdida.
    Elinor no pudo sino sonreír.
    -Cuando llegamos a Norland tuvimos también otro gasto grande inevitable. Nuestro respetado pa­dre, como bien sabes, legó todos los efectos de Stanhill que quedaban en Norland (y bien valio­sos que eran) a tu madre. Lejos estoy de quejarme por ello; el derecho que le asistía a disponer de sus bienes a su antojo es incuestionable. Pero, como consecuencia, hemos debido hacer importan­tes compras de ropa blanca, vajilla, etc., para re­emplazar lo que se entregó. Podrás imaginar, tras todos estos gastos, cuán lejos de ser ricos estamos y cuán bienvenida es la bondad de la señora Fe­rrars.
    -Por supuesto -dijo Elinor-; y con el respaldo de su generosidad, espero que puedan llegar a vi­vir en condiciones más holgadas.
    -Uno o dos años más pueden contribuir mu­cho a ello -respondió él gravemente-; no obstan­te, aún queda mucho por hacer. Todavía no se ha colocado ni una piedra del invernadero de Fanny, y del jardín de flores lo único que hay es el pro­yecto.
    -¿Dónde estará situado el invernadero?
    -En la pequeña loma tras la casa. Hemos echa­do abajo todos los viejos nogales para hacerle es­pacio. Será una hermosa vista desde varias partes del parque, y justo en la pendiente frente a él irá el jardín de flores, así que se verá muy lindo. Ya hemos eliminado los viejos espinos que crecían a manchones en la cima.
    Elinor se guardó para sí los comentarios y re­paros que tenía al respecto, y agradeció que Ma­rianne no hubiera estado presente para compartir su irritación.
    Habiendo dicho ya lo suficiente para dejar en claro su pobreza y evitar la necesidad de comprar un par de aretes para cada una de sus hermanas en su siguiente visita a Gray's, sus pensamientos tomaron un rumbo más alegre y comenzó a felici­tar a Elinor por tener una amiga como la señora Jennings.
    -En verdad parece una mujer muy valiosa. Su casa, su forma de vida, todo habla de una renta muy buena, y es una relación que no sólo les ha sido de gran utilidad hasta ahora, sino que a la larga puede resultar materialmente provechosa. La invi­tación que les ha hecho a la ciudad ciertamente las favorece; y, de todas maneras, es una tan bue­na señal del aprecio en que las tiene, que con toda seguridad no las olvidará a la hora de su muerte. Debe tener bastante que dejar.
    -Nada en absoluto, diría yo más bien; lo único que tiene es el usufructo de los bienes de su mari­do, que pasarán a sus hijos.
    -Pero es impensable que viva de acuerdo con su renta. Poca gente medianamente prudente lo hace; y todo lo que ahorre, podrá repartirlo.
    -¿Y no crees más probable que se lo deje a sus hijas antes que a nosotras?
    -Sus hijas están muy bien casadas, y entonces no veo la necesidad de que las recuerde más. En cambio, a mi juicio, al tomarlas tan en considera­ción y tratarlas en la forma en que lo hace, les ha dado a ustedes una especie de derecho en sus pla­nes futuros que una mujer precavida no debiera pasar por alto. Nada hay más bondadoso que su trato hacia ustedes, y difícilmente puede hacerlo sin estar consciente de las expectativas que despierta con ello.
    -Pero no despierta ninguna en quienes tienen más parte en esto. En verdad, hermano, tu preocu­pación por nuestro bienestar y prosperidad está lle­gando demasiado lejos.
    -Vaya, por supuesto -dijo él, aparentando un aire reflexivo-, es muy poco, muy poco lo que la gente puede controlar. Pero, mi querida Elinor, ¿qué le ocurre a Marianne? Tiene muy mal aspecto, está de mal color y ha adelgazado mucho. ¿Acaso está enferma?
    -No está bien, durante las últimas semanas ha estado sufriendo de los nervios.
    -Lamento saberlo. A su edad, ¡cualquier enfer­medad destruye la lozanía para siempre! ¡Y la suya ha sido tan breve! En septiembre era una mucha­cha tan bonita como la mejor que yo haya visto, muy atractiva para los hombres. Su tipo de belleza tenía algo muy especialmente seductor. Recuerdo que Fanny solía decir que se iba casar antes y me­jor que tú; no es que ella no te tenga a ti un enor­me cariño, pero eso es lo que le parecía. Sin embargo, se equivocaba. Dudo que Marianne vaya a casarse ahora con un hombre que valga a lo más quinientas o seiscientas libras al año, y me enga­ñaría mucho si tú no lo haces mejor. ¡Dorsetshire! Conozco muy poco Dorsetshire, pero, mi querida Elinor, me encantará saber mas; y pienso que pue­do prometerte que Fanny y yo estaremos entre tus primeros y más complacidos visitantes.
    Elinor puso gran esmero en intentar conven­cer a su hermano de que no había ninguna posi­bilidad de un matrimonio entre ella y el coronel Brandon; pero la expectativa lo alegraba demasia­do como para renunciar a ella, y estaba decidido a lograr una relación más cercana con ese caballe­ro y alentar el matrimonio a través de todas las atenciones posibles. Su remordimiento por no ha­ber hecho nada personalmente por sus hermanas creaba en él un enorme afán por que todos los de­más hicieran mucho por ellas; y una proposición del coronel Brandon o un legado de la señora Jen­nings eran los caminos más fáciles para compen­sar su propio descuido.
    Tuvieron la suerte de encontrar a lady Middle­ton en casa, y sir John llegó antes de que pusie­ran término a su visita. Las cortesías abundaron de lado y lado. Sir John siempre estaba presto a que le agradara todo el mundo, y aunque el señor Dashwood no parecía saber mucho de caba­llos, pronto lo tuvo por un buen hombre; lady Middleton, en tanto, viendo en su aspecto suficien­tes elementos a la moda, consideró que valía la pena relacionarse con él; y el señor Dashwood se marchó encantado con ambos.
    -Tendré cosas muy agradables que contarle a Fanny -le dijo a su hermana mientras iban de re­greso-. ¡Lady Middleton es de verdad una mujer muy elegante! Es el tipo de mujer que a Fanny le encantará conocer. Y la señora Jennings también, una mujer de excelente trato, aunque no tan ele­gante como su hija. Tu hermana, mi esposa, no tie­ne por qué tener reparos en visitarla, lo que, a decir la verdad, ha sido un poco el caso, y muy enten­diblemente, pues todo lo que sabíamos era que la señora Jennings era la viuda de un hombre que había obtenido todo su dinero por bajos medios; y Fanny y la señora Ferrars habían decidido de an­temano que ni la señora Jennings ni sus hijas eran el tipo de mujeres con las que Fanny querría rela­cionarse. Pero ahora puedo llevarles las más satis­factorias referencias sobre ambas.


    CAPITULO XXXIV

    La señora de John Dashwood confiaba tanto en el criterio de su esposo, que al día siguiente mismo acudió a visitar a la señora Jennings y a su hija; y la recompensa de tal confianza fue encontrar que incluso la primera, incluso la mujer con quienes se estaban quedando sus cuñadas, no era en absolu­to indigna de su atención; y en cuanto a lady Middleton, ¡la encontró una de las mujeres más en­cantadoras del mundo!
    También a lady Middleton le agradó sobremane­ra la señora Dashwood. Había en ambas una espe­cie de frío egoísmo que las hizo sentirse mutuamente atraídas; y simpatizaron entre sí en un insípido trato circunspecto y una total falta de entendimiento.
    Los mismos modales, sin embargo, que hicie­ron a la señora de John Dashwood merecedora de la buena opinión de lady Middleton no satisficie­ron a la señora Jennings, a quien no le pareció más que una mujercita de aire arrogante y trato poco cordial, que no mostró ningún afecto por las her­manas de su esposo y parecía no tener casi nada que decirles; durante el cuarto de hora que con­cedió a Berkeley Street, pasó por lo menos siete minutos y medio en silencio.
    A Elinor le habría gustado saber, aunque prefi­rió no preguntar, si Edward estaba en la ciudad; pero por nada del mundo Fanny habría mencio­nado voluntariamente su nombre delante de ella hasta no poder decirle que el matrimonio con la señorita Morton estaba resuelto, o hasta que las expectativas de su esposo respecto del coronel Brandon se hubieran ratificado; y ello porque creía que todavía estaban tan apegados el uno al otro, que nunca era demasiado el cuidado que se debía poner en mantenerlos separados de palabra y obra. Sin embargo, el informe que ella se negaba a dar, muy pronto llegó desde otra fuente. No transcu­rrió mucho tiempo antes de que Lucy reclamara de Elinor su compasión por no haber podido ver to­davía a Edward, aunque él había llegado a la ciu­dad con el señor y la señora Dashwood. No se atrevía a ir a Bartlett's Buildings por miedo a ser descubierto, y aunque era indecible la impacien­cia de ambos por verse, por el momento lo único que podían hacer era escribirse.
    Edward no tardó en confirmar por sí mismo que estaba en la ciudad, al acudir dos veces a Berke­ley Street. Dos veces encontraron su tarjeta de vi­sita en la mesa al volver de sus ocupaciones matinales. Elinor estaba contenta de que hubiera ido, pero más contenta aún de no haberse encon­trado con él.
    Los Dashwood estaban tan portentosamente encantados con los -Middleton que, aunque no era su costumbre dar nada, decidieron ofrecer una cena en su honor, y a poco de conocerlos los invitaron a Harley Street, donde habían alquilado una exce­lente casa por tres meses. Invitaron también a sus hermanas y a la señora Jennings, y John Dashwood se preocupó de asegurar la presencia del coronel Brandon, el cual, siempre feliz de estar allí donde estaban las señoritas Dashwood, recibió sus afano­sas cortesías con algo de sorpresa, pero mucho pla­cer. Iban a conocer a la señora Ferrars, pero Elinor no pudo saber si sus hijos formarían parte de la concurrencia. No obstante, la expectación por ver­la a ella fue suficiente para despertar su interés en acudir a ese compromiso; pues aunque ahora iba a poder conocer a la madre de Edward sin esa enorme ansiedad que en el pasado le habría sido inevitable, aunque ahora podía verla con total in­diferencia respecto de la opinión que pudiera des­pertar en ella, su deseo de estar en la compañía de la señora Ferrars, su curiosidad por saber cómo era, eran tan vivos como antes.
    Muy poco después, todo el interés con que es­peraba la invitación a cenar aumentó, con más in­tensidad que placer, al saber que también acudirían las señoritas Steele.
    Tan buena impresión habían logrado crear de sí mismas ante lady Middleton, tan gratas se le ha­bían hecho por sus infatigables atenciones, que aunque Lucy de ninguna manera era elegante, y su hermana ni siquiera bien educada, estaba tan dispuesta como sir John a invitarlas a pasar una o dos semanas en Conduit Street; y apenas supie­ron de la invitación de los Dashwood, las señori­tas Steele encontraron que les era muy conveniente llegar unos pocos días antes del fijado para la fiesta.
    Sus intentos de atraer la atención de la señora de John Dashwood presentándose como las sobri­nas del caballero que durante muchos años había estado al cuidado de su hermano no habrían sido muy eficaces, sin embargo, para procurarles un asiento a su mesa; pero en cuanto huéspedes de lady Middleton debían ser bien recibidas; y Lucy, que por tanto tiempo había deseado conocer per­sonalmente a la familia para tener una visión más cercana de sus caracteres y de los obstáculos que a ella se le presentarían, y a la vez la oportunidad de esforzarse por agradarles, pocas veces había es­tado tan feliz en su vida como cuando recibió la tarjeta de la señora de John Dashwood.
    El efecto en Elinor fue diferente. De inmedia­to comenzó a pensar que Edward, que vivía con su madre, debía estar invitado, al igual que su ma­dre, a una cena organizada por su hermana; ¡y verlo por primera vez, después de todo lo ocurri­do, en la compañía de Lucy! ¡No sabía si podría soportarlo!­
    Las aprensiones de Elinor quizá no se basaban por completo en la razón, y por cierto no en la realidad. Encontraron alivio, sin embargo, no en sus propias reflexiones, sino en la buena voluntad de Lucy, que creyó infligirle una terrible desilusión al decirle que Edward de ninguna manera estaría en Harley Street el martes, e incluso tenía la esperanza de herirla más aún convenciéndola de que tal inasistencia se debía al enorme afecto que sentía por ella, el cual era incapaz de ocultar cuando es­taban juntos.
    Y llegó la importante fecha, ese día martes en que las dos jóvenes serían presentadas a su formi­dable suegra.
    -¡Compadézcame, querida señorita Dashwood! -dijo Lucy, mientras subían juntas las escalinatas, pues los Middleton habían llegado tan poco des­pués de la señora Jennings, que el criado los guió a todos al mismo tiempo-. Nadie más aquí sabe lo que siento. Apenas puedo tenerme en pie, se lo aseguro. ¡Válgame Dios! ¡En unos instantes veré a la persona de quien depende toda mi felicidad, la que va a ser mi madre!
    Elinor podría haber aliviado de inmediato su inquietud sugiriéndole la posibilidad de que fuera la madre de la señorita Morton, y no la de ella, la que estaban por conocer; pero en vez de hacer eso, le aseguró, y con gran sinceridad, que sí la com­padecía, y ello para gran asombro de Lucy, que aunque en verdad se sentía incómoda, esperaba al menos ser objeto de irrefrenable envidia por parte de Elinor.
    La señora Ferrars era una mujer pequeña y del­gada, erguida hasta parecer solemne en su aspec­to, y seria hasta la acrimonia en su expresión. De cutis cetrino, sus facciones eran pequeñas, sin be­lleza ni expresividad natural; pero una afortunada contracción del ceño la había salvado de la des­gracia de un semblante soso, al proporcionarle los recios rasgos del orgullo y el mal carácter. No era mujer de muchas palabras, puesto que, a diferen­cia del común de la gente, las adecuaba a la canti­dad de sus ideas; y de las pocas sílabas que dejó caer, ni una sola estuvo dirigida a la señorita Dash­wood, a quien miraba con la enérgica determina­ción de no encontrarle nada grato por ningún motivo.
    A Elinor este comportamiento no podía moles­tarla ahora. Unos pocos meses antes la habría he­rido sobremanera, pero ya no estaba en manos de la señora Ferrars hacerla desgraciada; y la diferen­cia con que trataba a las señoritas Steele -una di­ferencia que parecía a propósito para humillarla aún más- sólo la divertía. No podía dejar de sonreír al ver la afabilidad de madre e hija dirigida precisa­mente hacia la persona -porque con ella distinguían en especial a Lucy- que, de haber sabido lo que ella sabía; habrían estado más deseosas de mortifi­car; en tanto que ella, que en comparación no te­nía ningún poder para herirlas, se veía obviamente menospreciada por ambas. Pero mientras sonreía ante una afabilidad tan mal dirigida, no podía pen­sar en la mezquina necedad que la originaba, ni contemplar las estudiadas atenciones con que las señoritas Steele buscaban su prolongación sin el más absoluto desprecio por las cuatro.
    Lucy era todo júbilo al sentirse tan honrosamen­te distinguida; y lo único que faltaba a la señorita Steele para alcanzar una perfecta felicidad era que le hicieran alguna broma sobre el reverendo Da­vies.
    La cena fue suntuosa, los criados eran nume­rosos y todo hablaba de la inclinación de la due­ña de casa a la ostentación y de la capacidad de respaldarla por parte del anfitrión. A pesar de las mejoras y agregados que le estaban haciendo a su propiedad en Norland, y a pesar de que su dueño había estado a unos pocos miles de libras de te­ner que venderla con pérdidas, nada parecía dar señales de esa indigencia que él había intentado deducir de todo ello; no parecía haber pobreza de ninguna clase, excepto en la conversación... pero allí la deficiencia era considerable. John Dashwood no tenía mucho que decir que mereciera escuchar­se, y su esposa aún menos. Pero esto no era nin­guna desgracia en especial porque lo mismo ocurría con la mayor parte de sus invitados, casi todos víc­timas de una u otra de las siguientes inhabilidades para ser considerado agradable: falta de juicio, ya sea natural o cultivado; falta de elegancia, falta de espíritu o falta de carácter.
    Cuando las señoras se retiraron al salón tras la cena esa indigencia se hizo particularmente eviden­te, dado que los caballeros habían enriquecido la con­versación con una cierta variedad -la variedad de la politica, del cerco de las tierras y de la doma de ca­ballos-, pero todo eso acabó y un solo tema ocupó a las señoras hasta la llegada del café, y éste fue com­parar las respectivas estaturas de Harry Dashwood y el segundo hijo de lady Middleton, William, que te­nían aproximadamente la misma edad.
    Si los dos niños hubieran estado allí, se podría haber zanjado fácilmente el asunto midiéndolos de una vez; pero como sólo estaba presente Harry, todo fue conjeturas por ambas partes, y cada cual tenía derecho a ser igualmente terminante en su opinión y a repetirla una y otra vez todas las ve­ces que quisiera.
    Se tomaron los siguientes partidos:
    Las dos madres, aunque cada una convencida de que su hijo era el más alto, educadamente vo­taron a favor del otro.
    Las dos abuelas, con no menos parcialidad pero con mayor sinceridad, apoyaban con igual afán a sus propios vástagos.
    Lucy, que por ningún motivo quería compla­cer a una madre menos que a la otra, pensaba que los dos muchachitos eran notablemente altos para su edad, y no podía concebir que hubiera ni si­quiera la menor diferencia entre ellos; y la señori­ta Steele, con mayor afán aún, se manifestó tan rápido como pudo a favor de cada uno de ellos.
    Elinor, tras haberse decidido una vez por William, con lo que ofendió a la señora Ferrars, y a Fanny más todavía, no vio- la necesidad de se­guir insistiendo en el punto; y Marianne, cuando se le pidió su parecer, ofendió a todo el mundo al declarar que no tenía ninguna opinión que dar, ya que nunca había pensado en el asunto.
    Antes de abandonar Norland, Elinor había pin­tado un par de pantallas muy bonitas para su cu­ñada, las cuales, recién montadas y traídas a la casa, decoraban su actual salón; y como estas pantallas atrajeran la mirada de John Dashwood al seguir a los otros caballeros a dicho aposento, las tomó y se las alargó solícitamente al coronel Brandon para que las admirara.
    -Las hizo la mayor de mis hermanas -le dijo-, y a usted, como hombre de gusto, con toda segu­ridad le agradarán. No sé si ya ha visto alguna de sus obras antes, pero en general tiene reputación de dibujar muy bien.
    El coronel, aunque negando toda pretensión de ser un entendido, admiró con gran entusiasmo las pantallas, como lo habría hecho con cualquier cosa pintada por la señorita Dashwood; y como ello por supuesto despertó la curiosidad de los demás, las pinturas pasaron de mano en mano para ser exa­minadas por todos. La señora Ferrars, sin saber que eran obra de Elinor, pidió muy en especial mirar­las; y tras haber sido agraciadas con la aprobación de lady Middleton, Fanny se las presentó a su ma­dre, dejándole saber al mismo tiempo, de manera muy considerada, que las había hecho la señorita Dashwood.
    -Mmm -dijo la señora Ferrars-, muy bonitas -y sin prestarles la menor atención, se las devol­vió a su hija.
    Quizá Fanny pensó por un momento que su madre había sido harto grosera, pues, enrojecien­do un tanto, dijo de inmediato:
    -Son muy bonitas, señora, ¿no es verdad -pero entonces probablemente la invadió el temor de ha­ber sido demasiado cortés, demasiado entusiasta en su alabanza, porque de inmediato agrego- ¿No le parece, señora, que tienen algo del estilo de pintar de la señorita Morton? Su pintura es realmente deli­ciosa. ¡Qué bien hecho estaba su último paisaje!
    -Muy bien. Pero ella hace todo muy bien.
    Marianne no pudo soportar esto. Ya estaba enor­memente disgustada con la señora Ferrars; y tan inoportuna alabanza de otra a expensas de Elinor, aunque no tenía la menor idea de lo que ello signi­ficaba, la impulsó a decir con gran vehemencia:
    -¡Qué manera más curiosa de elogiar algo! ¿Y qué es la señorita Morton para nosotras? ¿Quién la conoce o a quién le importa? Es en Elinor que es­tamos pensando y de quien hablamos.
    Y así diciendo, tomó las pinturas de manos de su cuñada para admirarlas como se debía.
    La señora Ferrars pareció extremadamente eno­jada, y poniéndose más tiesa que nunca, devolvió la ofensa con esta acre filípica:
    -La señorita Morton es la hija de lord Morton.
    Fanny también parecía muy enojada, y su es­poso se veía aterrado ante la audacia de su her­mana. Elinor se sentía mucho más herida por la vehemencia de Marianne que por lo que la había originado; pero la mirada del coronel Brandon, fija en Marianne, mostraba a las claras que él sólo ha­bía visto cuanto había de amable en. su reacción: el afectuoso corazón incapaz de soportar ni el más mínimo desprecio dirigido a su hermana.
    Los sentimientos de Marianne no se detuvieron allí. Le parecía que la fría insolencia del compor­tamiento general de la señora Ferrars hacia su her­mana vaticinaba para Elinor esa clase de obstáculos y aflicciones que su propio corazón herido le ha­bía enseñado a temer; y apremiada por el fuerte impulso de su propia sensibilidad y afecto, después de algunos momentos se acercó a la silla de su her­mana y, echándole un brazo al cuello y acercando su mejilla a la de ella, le dijo en voz baja pero ur­gente:
    -Querida, querida Elinor, no les hagas caso. No dejes que a ti te hagan infeliz.
    No pudo decir más; agobiada, ocultó el rostro en un hombro de Elinor y estalló en llanto. Todos se dieron cuenta, y casi todos se preocuparon. El coronel Brandon se puso en pie y se dirigió hacia ellas sin saber lo que hacía. La señora Jennings, con un muy juicioso “¡Ah, pobrecita!”, de inmedia­to le alargó sus sales; y sir John se sintió tan des­esperadamente furioso contra el autor de esta aflicción nerviosa, que de inmediato se cambió de lugar a uno cerca de Lucy Steele y, en susurros, le hizo un breve recuento de todo el desagradable asunto.
    En pocos minutos, sin embargo, Marianne se recuperó lo suficiente para poner fin a todo el al­boroto y volver a sentarse con los demás, aunque en su ánimo quedó grabada durante toda la tarde la impresión de lo ocurrido.
    -¡Pobre Marianne! -le dijo su hermano al co­ronel Brandon en voz baja apenas pudo contar con su atención-. No tiene tan buena salud como su hermana; es muy nerviosa... no tiene la constitu­ción de Elinor; y hay que admitir que para una jo­ven que ha sido una beldad, debe ser muy penoso perder su atractivo personal. Quizá usted no lo sepa, pero Marianne era notablemente hermosa hasta unos pocos meses atrás... tan hermosa como Elinor. Y ahora, puede usted ver que de eso ya no le queda nada.


    CAPITULO XXXV

    La curiosidad de Elinor por ver a la señora Ferrars estaba satisfecha. Había encontrado en ella todo lo que hacía indeseable una mayor unión entre am­bas familias. Había visto lo suficiente de su arro­gancia, su mezquindad y su decidido prejuicio en contra de ella para comprender todos los obstácu­los que habrían dificultado su compromiso con Ed­ward y pospuesto el matrimonio, si él hubiera estado libre; y casi había visto lo- suficiente para agradecer, por su propio bien, que el enorme im­pedimento de su falta de libertad la salvara de su­frir bajo aquellos que podría haber creado la señora Ferrars; la salvara de tener que depender de su ca­pricho o de tener que conquistar su buena opinión. O al menos, si no era capaz de alegrarse por ver a Edward encadenado a Lucy, decidió que, si Lucy hubiera sido más agradable, tendría que haberse alegrado.
    Elinor pensaba con extrañeza cómo Lucy podía sentirse tan ensalzada por las muestras de cortesía de la señora Ferrars; cómo podían cegarla tanto sus intereses y vanidad como para hacerla creer que la atención que se le prestaba únicamente porque no era Elinor, era un cumplido dirigido a ella... o para permitirle sentirse animada por una preferencia que sólo se le otorgaba por desconocimiento de su ver­dadera condición. Pero que así era no sólo lo ha­bían manifestado en ese momento los ojos de Lucy, sino que al día siguiente se hizo más claro aún: obe­deciendo a sus deseos, lady Middleton la dejó en Berkeley Street con la esperanza de ver a Elinor a solas, para contarle lo feliz que era.
    La ocasión resultó ser propicia, porque muy lue­go después de su llegada un mensaje de la señora Palmer hizo salir a la señora Jennings.
    -Mi querida amiga -exclamó Lucy en cuanto estuvieron solas-, vengo a hablarle de cuán feliz soy. ¿Hay acaso algo más halagador que la forma en que ayer me trató la señora Ferrars? ¡Qué ex­tremadamente amable fue! Usted sabe cuánto te­mía yo la sola idea de verla; pero apenas le fui presentada, su trato fue tan afable que casi pare­cía haberse prendado de mí. ¿Verdad que así fue? Usted lo vio todo; ¿y no la dejó totalmente sorpren­dida?
    -En verdad fue muy cortés con usted.
    -¡Cortés! ¡Cómo puede haber visto sólo corte­sía! Yo vi mucho más... ¡una amabilidad dirigida a nadie más que a mí! Ningún orgullo, ninguna alta­nería, y lo mismo su cuñada: ¡toda dulzura y afa­bilidad!
    Elinor habría querido hablar de otra cosa, pero Lucy la seguía presionando para que reconociera que tenía motivos para sentirse tan feliz, y Elinor se vio obligada a continuar.
    -Sin duda, si hubieran sabido de su compro­miso -le dijo-, nada podría ser más halagador que la forma en que la trataron; pero no siendo ése el caso...
    -Me imaginé que diría eso -replicó Lucy con prontitud-; pero por qué razón la señora Ferrars iba a aparentar que yo le gustaba, si no era así... y agradarle es todo para mí. No podrá privarme de mi satisfacción. Estoy segura de que todo termina­rá bien y que desaparecerán todos los obstáculos que yo preveía. La señora Ferrars es una mujer en­cantadora, al igual que su cuñada. ¡Las dos son ado­rables! ¡Me sorprende no haberle escuchado nunca decir cuán agradable es la señora Dashwood!
    Para esto Elinor no tenía alguna respuesta que dar, y no intentó ninguna.
    ¿Está enferma, señorita Dashwood? Parece aba­tida, no habla... con toda seguridad no se siente, bien. -Nunca mi salud fue mejor.
    -Me alegra de todo corazón, pero en verdad no lo parecía. Lamentaría mucho que usted se en­fermara... ¡usted que ha sido el mayor consuelo del mundo para mí! Sólo Dios sabe qué habría sido de mí sin su amistad.
    Elinor intentó una respuesta cortés, aunque du­dando mucho de su capacidad de lograrlo. Pero pareció satisfacer a Lucy, quien respondió de in­mediato:
    -En verdad estoy plenamente convencida de su afecto por mí, y junto al amor de Edward, es mi mayor consuelo. ¡Pobre Edward! Pero ahora hay algo bueno: podremos vemos, y muy a menudo, porque como lady Middleton quedó encantada con la se­ñora Dashwood, me parece que iremos bastante se­guido a Harley Street, y Edward pasa la mitad del tiempo con su hermana. Además, lady Middleton y la señora Ferrars se van a visitar ahora; y la señora Fernars y su cuñada fueron tan amables en decir más de una vez que siempre estarían encantadas de ver­me. ¡Son tan encantadoras! Estoy segura de que si alguna vez le cuenta a su cuñada lo que pienso de ella, no podrá alabarla lo suficiente.
    Pero Elinor no quiso darle ninguna esperanza en cuanto a que le diría algo a su cuñada. Lucy prosiguió:
    -Estoy segura de que me habría dado cuenta de inmediato si le hubiera desagradado a la seño­ra Ferrars. Si únicamente me hubiera hecho una inclinación de cabeza muy formal, sin decir una palabra, y después hubiera actuado como si yo no existiera, sin siquiera mirarme con alguna compla­cencia... usted sabe a qué me refiero..., si me hu­biera dado ese trato intimidante, habría renunciado a todo llena de desesperación. No lo habría sopor­tado. Porque cuando a ella le disgusta algo, sé que lo demuestra con la mayor rudeza.
    Elinor no pudo dar ninguna respuesta a este educado triunfo; se lo impidieron la puerta que se abría de par en par, el criado que anunciaba al se­ñor Ferrars, y la inmediata entrada de Edward.
    Fue un momento muy incómodo, y así lo de­mostró el semblante de cada uno de ellos. To­dos adquirieron un aire extremadamente necio, y Edward pareció no saber si abandonar de nuevo la habitación o seguir avanzando. La mismísima cir­cunstancia, en su peor forma, que cada uno había deseado de manera tan ferviente evitar, se les ha­bía venido encima: no sólo se encontraban los tres juntos, sino que además estaban juntos sin el pa­liativo que habría significado la presencia de cual­quier otra persona. Las damas fueron las primeras en recuperar el dominio sobre sí mismas. No le co­rrespondía a Lucy adelantarse con ninguna mani­festación, y era necesario seguir manteniendo las apariencias de un secreto. Debió limitarse así a co­municar su ternura a través de la mirada, y tras un ligero saludo, no dijo más.
    Pero Elinor sí tenía algo más que hacer; y es­taba tan ansiosa, por él y por ella, de hacerlo bien, que tras un momento de reflexión se obligó a dar­le la bienvenida con un aire y modales casi des­envueltos y casi llanos; y esforzándose y luchando consigo misma un poco más, incluso logró mejo­rarlos. No iba a permitir que la presencia de Lucy o la conciencia de alguna injusticia hacia ella le impidieran decir que estaba contenta de verlo y que había lamentado mucho no estar en casa cuando él había ido a Berkeley Street. Tampoco iba a de­jarse arredrar por la observadora mirada de Lucy, que no tardó en sentir clavada en ella, privándolo de las atenciones que, en tanto amigo y casi pa­riente, se merecía.
    La actitud de Elinor tranquilizó a Edward, que encontró ánimo suficiente para sentarse; pero su turbación todavía era mayor que la de las jóvenes en un grado explicable por las circunstancias, aun­que no fuera corriente tratándose de su sexo, pues carecía de la frialdad de corazón de Lucy y de la tranquilidad de conciencia de Elinor.
    Lucy, luciendo un aire recatado y plácido, pa­recía decidida a no contribuir en nada a la como­didad de los otros y se mantuvo en completo silencio; y casi todo lo que se dijo nació de Eli­nor, que debió ofrecer voluntariamente todas las informaciones sobre la salud de su madre, su ve­nida a la ciudad, etc., que Edward debió haber so­licitado, y no solicitó.
    Sus afanes no terminaron ahí, pues poco des­pués se sintió heroicamente dispuesta a tomar la decisión de dejar a Lucy y Edward solos, con la excusa de ir a buscar a Marianne; y en verdad lo hizo, y con la mayor galanura, pues se detuvo va­rios minutos en el descansillo de la escalinata, con la más altiva entereza, antes de ir en busca de su hermana. Cuando lo hizo, sin embargo, debieron cesar los arrebatos de Edward, pues la alegría de Marianne la arrastró de inmediato al salón. Su pla­cer al verlo fue como todas sus otras emociones, intensas en sí mismas e intensamente expresadas. Fue a su encuentro extendiéndole una mano, que él tomó, y saludándolo con voz donde era mani­fiesto un cariño de hermana.
    -¡Querido Edward! -exclamó-. ¡Este sí es un momento feliz! ¡Casi podría compensar todo lo de­más!
    Edward intentó responder a su amabilidad tal como se lo merecía, pero ante tal testigo no se atre­vía a decir ni la mitad de lo que en verdad sentía. Volvieron a sentarse, y durante algunos momentos todos guardaron silencio; Marianne, entre tanto, observaba con la más expresiva ternura unas ve­ces a Edward, otras a Elinor, lamentando únicamen­te que el placer de ambos se viera estorbado por la inoportuna presencia de Lucy. Edward fue el pri­mero en hablar, y lo hizo para referirse al aspecto cambiado de Marianne y manifestar su temor de que Londres no le sentara bien.
    -¡Oh, no pienses en mí! -replicó ella con ani­mosa entereza, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas al hablar-, no pienses en mi salud. Elinor está bien, como puedes ver. Eso debiera bastarnos a ti y a mí.
    Esta observación no iba a hacerles más fácil la situación a Edward y a Elinor, ni tampoco conquis­taría la buena voluntad de Lucy, quien miró a Ma­riana con expresión nada benévola.
    -¿Te gusta Londres? -le dijo Edward, deseoso de decir cualquier cosa que permitiera cambiar de tema.
    -En absoluto. Esperaba encontrar grandes di­versiones aquí, pero no he hallado ninguna. Verte, Edward, ha sido el único consuelo que me ha ofre­cido; y ¡gracias a Dios!, tú no has cambiado.
    Hizo una pausa; nadie dijo nada. .
    -Creo, Elinor -agregó Marianne después de un rato-, que debemos pedir a Edward que nos acom­pañe en nuestra vuelta a Barton. Estaremos partien­do en una o dos semanas, me imagino; y confío en que él no se negará a aceptar esta solicitud.
    El pobre Edward masculló algo, pero qué fue, nadie lo supo, ni siquiera él. Pero Marianne, que se dio cuenta de su agitación y que sin mayor esfuerzo era capaz de atribuirla a cualquier causa que le pa­reciera conveniente, se sintió completamente satisfe­cha y muy pronto comenzó a hablar de otra cosa.
    -¡Qué día pasamos ayer en Harley Street, Ed­ward! ¡Tan aburrido, tan espantosamente aburrido! Pero -tengo mucho que contarte al respecto, que no puedo decir ahora.
    Y con tal admirable discreción, postergó para el momento en que pudieran hablar más en priva­do su declaración respecto a haber encontrado a sus mutuos parientes más insoportables que nun­ca, y el especial desagrado que le había produci­do la madre de él.
    -Pero, ¿por qué no estabas tú ahí, Edward? ¿Por qué no fuiste?
    -Tenía otro compromiso.
    -¡Otro compromiso! ¿Y cómo, si te esperaban tus amigas?
    -Quizá, señorita Marianne -exclamó Lucy, de­seosa de vengarse de alguna manera de ella-, us­ted crea que los jóvenes nunca honran sus compromisos, grandes o pequeños, cuando no les interesa cumplirlos.
    Elinor se sintió muy enojada, pero Marianne pareció por completo insensible al sarcasmo de Lucy, pues le respondió con gran tranquilidad:
    -En realidad, no es así; porque, hablando en serio, estoy segura de que sólo su conciencia man­tuvo a Edward alejado de Harley Street. Y en ver­dad creo que su conciencia es delicadísima, la más escrupulosa en el cumplimiento de todos sus com­promisos, por insignificantes que sean y aunque vayan en contra de su interés o de su placer. Na­die teme más que él causar dolor o destrozar una expectativa, y es la persona más incapaz de egoís­mo que yo conozca. Sí, Edward, es así y así lo diré. ¡Cómo! ¿Es que nunca vas a permitir que te ala­ben? Entonces no puedes ser mi amigo, pues quie­nes acepten mi amor y mi estima deben someterse a mis más abiertos elogios.
    El contenido de sus elogios en el caso actual, sin embargo, resultaba particularmente inadecua­do a los sentimientos de dos tercios de su audito­rio, y para Edward fue tan poco alentador que muy luego se levantó para marcharse.
    -¡Tan pronto te vas! -dijo Marianne-. Mi queri­do Edward, no puedes hacerlo.
    Y llevándolo ligeramente a un lado, le susurró su convencimiento de que Lucy no se quedaría mucho rato más. Pero incluso este incentivo falló, porque persistió en irse; y Lucy, que se habría que­dado más tiempo que él aunque su visita hubiera durado dos horas, poco después se fue también.
    -¡Qué la traerá acá tan a menudo! -dijo Marian­ne en cuanto salió-. ¡Cómo no se daba cuenta de que queríamos que se fuera! ¡Qué fastidio para Ed­ward!
    -¿Y por qué? Todas somos amigas de él, y es a Lucy a quien ha conocido por más tiempo. Es na­tural que desee verla tanto como a nosotras.
    Marianne la miró fijamente, y dijo:
    -Sabes, Elinor, éste es el tipo de cosas que no soporto escuchar. Si lo dices nada más que para que alguien te contradiga, como imagino debe ser el caso, debieras recordar que yo sería la última persona del mundo en hacerlo. No puedo rebajar­me a que me saquen con engaños declaraciones que en verdad nadie desea.
    Con esto abandonó la habitación, y Elinor no se atrevió a seguirla para decir algo más, pues ata­da como estaba por la promesa hecha a Lucy de guardar su secreto, no podía dar a Marianne nin­guna información que pudiera convencerla; y por dolorosas que fueran las consecuencias de permi­tirle seguir en el error, estaba obligada- a aceptar­las. Todo lo que podía esperar era que Edward no la expusiera a menudo, y tampoco se expusiera él, al sinsabor de tener que escuchar las desacertadas muestras de afecto de Marianne, y tampoco a la reiteración de ningún otro aspecto de las penurias que habían acompañado su último encuentro... y este último deseo, podía confiar plenamente en que se cumpliría.


    CAPITULO XXXVI

    Pocos días después de esta reunión, los periódicos anunciaron al mundo que la esposa de Thomas Pal­mer, Esq., había dado a luz sin contratiempos a un hijo y heredero; un párrafo muy interesante y satis­factorio, al menos para todos los conocidos cerca­nos que ya estaban enterados de la noticia.
    Este suceso, de gran importancia para la felici­dad de la señora Jennings, produjo una alteración pasajera en la distribución de su tiempo y afectó en forma parecida los compromisos de sus jóve­nes amigas; pues, como deseaba estar lo más po­sible con Charlotte, iba a verla todas las mañanas apenas se vestía, y no volvía hasta el atardecer; y las señoritas Dashwood, por pedido especial de los Middleton, pasaban todo el día en Conduit Street. Si hubiera sido por su propia comodidad, habrían preferido quedarse, al menos durante las mañanas, en la casa de la señora Jennings; pero no era esto algo que se pudiera imponer en contra de los de­seos de todo el mundo. Sus horas fueron traspasa­das entonces a lady Middleton y a las dos señoritas Steele, para quienes el valor de su compañía era tan escaso como grande era el afán con que apa­rentaban buscarla.
    Las Dashwood eran demasiado lúcidas para ser buena compañía para la primera; y para las últi­mas eran motivo de envidia, pues las considera­ban intrusas en sus territorios, partícipes de la amabilidad que ellas deseaban monopolizar. Aun­que nada había más cortés que el trato de lady Middleton hacia Elinor y Marianne, en realidad no le gustaban en absoluto. Como no la adulaban ni a ella ni a sus niños, no podía creer que fueran de buen natural; y como eran aficionadas a la lectura, las imaginaba satíricas: quizá no sabía exactamen­te qué era ser satírico, pero eso carecía de impor­tancia. En el lenguaje común implicaba una censura, y la aplicaba sin mayor cuidado.
    Su presencia coartaba tanto a lady Middleton como a Lucy. Restringían el ocio de una y la ocu­pación de la otra. Lady Middleton se sentía aver­gonzada frente a ellas por no hacer nada; y Lucy temía que la despreciaran por ofrecer las lisonjas que en otros momentos se enorgullecía de idear y administrar. La señorita Steele era la menos afecta­da de las tres por la presencia de Elinor y Marian­ne, y sólo dependía de éstas que la aceptara por completo. Habría bastado con que una de las dos le hiciera un relato completo y detallado de todo lo ocurrido entre Marianne y el señor Willoughby, para que se hubiera sentido ampliamente recom­pensada por el sacrificio de cederles el mejor lu­gar junto a la chimenea después de la cena, gesto que la llegada de las jóvenes exigía. Pero esta oferta conciliatoria no le era otorgada, pues aunque a menudo lanzaba ante Elinor expresiones de pie­dad por su hermana, y más de una vez dejó caer frente a Marianne una reflexión sobre la -incons­tancia de los galanes, no producía ningún efecto más allá de una mirada de indiferencia de la pri­mera o de disgusto en la segunda. Con un esfuer­zo menor aún, se habrían ganado su amistad. ¡Si tan sólo le hubieran hecho bromas a causa del re­verendo Davies! Pero estaban tan poco dispuestas, igual que las demás, a complacerla, que si sir John cenaba fuera de casa podía pasar el día completo sin escuchar ninguna otra chanza al respecto sino las que ella misma tenía la gentileza de dirigirse.
    Todos estos celos y sinsabores, sin embargo, pasaban tan totalmente inadvertidos para la seño­ra Jennings, que creía que estar juntas era algo que encantaba a las muchachas; y así, cada noche feli­citaba a sus jóvenes amigas por haberse librado de la compañía de una anciana estúpida durante tan­to rato. Algunas veces se les unía donde sir John y otras en su propia casa; pero dondequiera que fue­se, siempre llegaba de excelente ánimo, llena de júbilo e importancia, atribuyendo el bienestar de Charlotte a los cuidados que ella le había prodiga­do y lista para darles un informe tan exacto y de­tallado de la situación de su hija, que sólo la curiosidad de la señorita Steele podía desear. Ha­bía una cosa que la inquietaba, y sobre ella se que­jaba a diario. El señor Palmer persistía en la opinión tan extendida entre su sexo, pero tan poco pater­nal, de que todos los recién nacidos eran iguales; y aunque ella percibía con toda claridad en distin­tos momentos la más asombrosa semejanza entre este niño y cada uno de sus parientes por ambos lados, no había forma de convencer de ello a su padre, ni de hacerlo reconocer que no era exacta­mente como cualquier otra criatura de la misma edad; ni siquiera se lo podía llevar a admitir la sim­ple afirmación de que era el niño más hermoso del mundo.
    Llego ahora al relato de un infortunio que por esta época sobrevino a la señora de John Dashwood. Ocurrió que durante la primera visita que le hicie­ron sus dos cuñadas junto a la señora Jennings en Harley Street, otra de sus conocidas llegó inespe­radamente, circunstancia que, en sí misma, apa­rentemente no podía causarle ningún mal. Pero mientras la gente se deje arrastrar por su imagina­ción para formarse juicios errados sobre nuestra conducta y la califique basándose en meras apa­riencias, nuestra felicidad estará siempre, en una cierta medida, a merced del azar. En esta ocasión, la dama que había llegado al último dejó que su fantasía excediera de tal manera la verdad y la pro­babilidad, que el solo escuchar el nombre de las señoritas Dashwood y entender que eran herma­nas del señor Dashwood, la llevó a concluir de in­mediato que se estaban alojando en Harley Street; Y. esta mala interpretación produjo como resultado, uno o dos días después, tarjetas de invitación para ellas, al igual que para su hermano y cuña­da, a una pequeña velada musical en su casa. La consecuencia de esto fue que la señora de John Dashwood debió someterse no sólo a la enorme incomodidad de enviar su carruaje a buscar a las señoritas Dashwood, sino que, peor aún, debió so­portar todo el desagrado de parecer hacerles algu­na atención: ¿quién podría asegurarle que no iban a esperar salir con ella una segunda vez? Es ver­dad que siempre tendría en sus manos el poder para frustrar sus expectativas. Pero ello no era su­ficiente, porque cuando las personas se empeñan en una forma de conducta que saben equivocada, se sienten agraviadas cuando se espera algo mejor de ellas.
    Marianne, entretanto, se vio llevada de manera tan paulatina a aceptar salir todos los días, que ha­bía llegado a serle indiferente ir a algún lugar o no hacerlo; se preparaba callada y mecánicamente para cada uno de los compromisos vespertinos, aunque sin esperar de ellos diversión alguna, y muy a menudo sin saber hasta el último momento adón­de la llevarían.
    Se había vuelto tan indiferente a su vestimenta y apariencia, que en todo el tiempo que dedicaba a su arreglo no les prestaba ni la mitad de la aten­ción que recibían de la señorita Steele en los pri­meros cinco minutos que estaban juntas, después de estar lista. Nada escapaba a su minuciosa ob­servación y amplia curiosidad; veía todo y pregun­taba todo; no quedaba tranquila hasta saber el precio de cada parte del vestido de Marianne; po­dría haber calculado cuántos trajes tenía mejor que la misma Marianne; y no perdía las esperanzas de descubrir antes de que se dejaran de ver, cuánto gastaba semanalmente en lavado y de cuánto dis­ponía al año para sus gastos personales. Más aún, la impertinencia de este tipo de escrutinios se veía coronada por lo general con un cumplido que, aun­que pretendía ir de añadidura al resto de los hala­gos, era recibido por Marianne como la mayor impertinencia de todas; pues, tras ser sometida a un examen que cubría el valor y hechura de su vestido, el color de sus zapatos y su peinado, es­taba casi segura de escuchar que “a fe suya se veía de lo más elegante, y apostaría que iba a hacer muchísimas conquistas”.
    Con estas animosas palabras fue despedida Ma­rianne en la actual ocasión mientras se dirigía al ca­rruaje de su hermano, el cual estaban listas para abordar cinco minutos después de tenerlo ante su puerta, puntualidad no muy grata a su cuñada, que las había precedido a la casa de su amiga y espera­ba allí alguna demora de parte de las jóvenes que pudiera incomodarla a ella o a su cochero.
    Los acontecimientos de esa noche no tuvieron nada de extraordinario. La reunión, como todas las veladas musicales, incluía a una buena cantidad de personas que encontraba real placer en el espec­táculo, y muchas más que no obtenían ninguno; y, como siempre, los ejecutantes eran, en su pro­pia opinión y en la de sus amigos íntimos, los me­jores concertistas privados de Inglaterra.
    Como Elinor no tenía talentos musicales, ni pre­tendía tenerlos, sin grandes escrúpulos desviaba la mirada del gran piano cada vez que deseaba ha­cerlo, y sin que ni la presencia de un arpa y un violoncelo se le impidieran, contemplaba a su gusto cualquier otro objeto de la estancia. En una de es­tas miradas errabundas, vio en el grupo de jóve­nes al mismísimo de quien habían escuchado toda una conferencia sobre estuches de mondadientes en Gray's. Poco después lo vio mirándola a ella, y hablándole a su hermano con toda familiaridad; y acababa de decidir que averiguaría su nombre con este último, cuando ambos se le acercaron y el se­ñor Dashwood se lo presentó como el señor Ro­bert Ferrars.
    Se dirigió a ella con desenvuelta cortesía y tor­ció su cabeza en una inclinación que le hizo ver tan claramente como lo habrían hecho las palabras, que era exactamente el fanfarrón que le había des­crito Lucy. Habría sido una suerte para ella si su afecto por Edward dependiera menos de sus pro­pios méritos que del mérito de sus parientes más cercanos. Pues en tales circunstancias la inclinación de cabeza de su hermano le habría dado el toque final a lo que el mal humor de su madre y herma­na habrían comenzado. Pero mientras reflexiona­ba con extrañeza sobre la diferencia entre los dos jóvenes, no le ocurrió que la vacuidad y presun­ción de uno le quitara toda benevolencia de juicio hacia la modestia y valía del otro. Por supuesto que eran diferentes, le explicó Robert al describirse a sí mismo en el transcurso del cuarto de hora de conversación que mantuvieron; refiriéndose a su hermano, lamentó la extremada gaucherie que, en su verdadera opinión, le impedía alternar en la bue­na sociedad, atribuyéndola imparcial y generosa­mente mucho menos a una falencia innata que a la desgracia de haber sido educado por un precep­tor particular; mientras que en su caso, aunque pro­bablemente sin ninguna superioridad natural o material en especial, por la sencilla razón de ha­ber gozado de las ventajas de la educación priva­da, estaba tan bien equipado como el que más para incursionar en el mundo.
    -A fe mía -añadió-, creo que de eso se trata todo, y así se lo digo a menudo a mi madre cuan­do se lamenta por ello. “Mi querida señora”, le digo siempre, “no debe seguir preocupándose. El daño ya es irreparable, y ha sido por completo obra suya. ¿Por qué se dejó persuadir por mi tío, sir Robert, en contra de su propio juicio, de colocar a Edward en manos de un preceptor particular en el momen­to más crítico de su vida? Si tan sólo lo hubiera enviado a Westminster como lo hizo conmigo, en vez de enviarlo al establecimiento del señor Pratt, todo esto se habría evitado”. Así es como siempre considero todo este asunto, y mi madre está com­pletamente convencida de su error.
    Elinor no contradijo su opinión, puesto que, más allá de lo que creyera sobre las ventajas de la educación privada, no podía mirar con ningún tipo de beneplácito la estada de Edward en la familia del señor Pratt.
    -Creo que ustedes viven en Devonshire -fue su siguiente observación-, en una casita de cam­po cerca de Dawlish.
    Elinor lo corrigió en cuanto a la ubicación, y a él pareció sorprenderle que alguien pudiera vivir en Devonshire sin vivir cerca de Dawlish. Le otor­gó, sin embargo, su más entusiasta aprobación al tipo de casa de que se trataba.
    -Por mi parte -dijo-, me fascinan las casas de campo; tienen siempre tanta comodidad, tanta ele­gancia. Y, lo prometo, si tuviera algún dinero de so­bra, compraría un pequeño terreno y me construiría una, cerca de Londres, adonde pudiera ir en cual­quier momento, reunir a unos pocos amigos en tor­no mío y ser feliz. A todo el que piensa edificar algo, le aconsejo que construya una pequeña casa de cam­po. Un amigo, lord Courtland, se me acercó hace algunos días con el propósito de solicitar mi conse­jo, y me presentó tres proyectos de Bonomi. Yo debía elegir el mejor de ellos. “Mi querido Court­land”, le dije de inmediato, arrojando los tres al fue­go, “no aceptes ninguno de ellos, y de todas maneras constrúyete una casita de campo”. Y creo que con eso se dijo todo. Algunos piensan que allí no ha­bría comodidades, no habría holgura, pero están to­talmente equivocados. El mes pasado estuve donde mi amigo Elliott, cerca de Dartford. Lady Elliott de­seaba ofrecer un baile. “Pero, ¿cómo hacerlo?”, me dijo. “Mi querido Ferrars, por favor dígame cómo organizarlo. No hay ni una sola pieza en esta casita donde quepan diez parejas, ¿y dónde puede servir­se la cena?” Yo advertí de inmediato que no habría ninguna dificultad para ello, así que le dije: “Mi que­rida lady Elliott, no se preocupe. En el comedor ca­ben dieciocho parejas con toda facilidad; se pueden colocar mesas para naipes en la salita; puede abrir­se la biblioteca para servir té y otros refrescos; y haga servir la cena en el salón”. A lady Elliott le encantó la idea. Medimos el comedor y vimos que daba ca­bida justo a dieciocho parejas, y todo se dispuso pre­cisamente según mi plan. De hecho, entonces, puede ver que basta saber arreglárselas para disfrutar de las mismas comodidades en una casita de campo o en la mansión más amplia.
    Elinor concordó con todo ello, porque no creía que él mereciera el cumplido de una oposición ra­cional.
    Como John Dashwood disfrutaba tan poco con la música como la mayor de sus hermanas, tam­bién había dejado a su mente en libertad de diva­gar; y fue así que esa noche se le ocurrió una idea que, al volver a casa, sometió a la aprobación de su esposa. La reflexión sobre el error de la señora Dennison al suponer que sus hermanas estaban hospedadas con ellos le había sugerido lo apropia­do que sería tenerlas realmente como huéspedes mientras los compromisos de la señora Jennings la mantenían alejada del hogar. El gasto sería insigni­ficante, y no mucho más los inconvenientes; y era, en suma, una atención que la delicadeza de su con­ciencia le señalaba como requisito para liberarse por completo de la promesa hecha a su padre. Fan­ny se sobresaltó ante esta propuesta.
    -No veo cómo podría hacerse dijo-, sin ofen­der a lady Middleton, puesto que pasan todos los días con ella; de no ser así, me complacería mucho hacerlo. Sabes bien que siempre estoy dispuesta a brindarles todas las atenciones que me son posibles, y así lo demuestra el hecho de haberlas llevado con­migo esta noche. Pero son invitadas de lady Middle­ton. ¿Cómo puedo pedirles que la dejen?
    Su esposo, aunque con gran humildad, no veía que sus objeciones fueran convincentes.
    -Ya ha pasado una semana de esta forma en Conduit Street, y a lady Middleton no le disgusta­ría que ellas les dieran la misma cantidad de días a parientes tan cercanos.
    Fanny hizo una breve pausa y luego, con re­novado vigor, dijo:
    -Amor mío, se lo pediría de todo corazón, si estuviera en mi poder hacerlo. Pero acababa de decidir para mí misma pedir a las señoritas Steele que pasaran unos pocos días conmigo. Son unas jovencitas muy educadas y buenas; y pienso que les debemos esta atención, considerando lo bien que se portó su tío con Edward. Verás que pode­mos invitar a tus hermanas algún otro año; pero puede que las señoritas Steele ya no vuelvan a ve­nir a la ciudad. Estoy segura de que te gustarán; de hecho, ya sabes que sí te gustan, y mucho, y lo mismo a mi madre; ¡y a Harry le gustan tanto!
    El señor Dashwood se convenció. Entendió la necesidad de invitar a las señoritas Steele de in­mediato, mientras la decisión de invitar a sus her­manas algún otro año tranquilizaba su conciencia; al mismo tiempo, sin embargo, tenía la sagaz sos­pecha de que otro año haría innecesaria la invita­ción, ya que traería a Elinor a la ciudad como esposa del coronel Brandon, y a Marianne como huésped de ellos.
    Fanny, regocijándose por su escapada y orgu­llosa del rápido ingenio que se la había facilitado, le escribió a Lucy la mañana siguiente, solicitán­dole su compañía y la de su hermana durante al­gunos días en Harley Street apenas lady Middleton pudiera prescindir de ellas. Ello fue suficiente para hacer a Lucy verdadera y razonablemente feliz. ¡La señora Dashwood parecía estar personalmente dis­poniendo las cosas en su favor, alimentando sus esperanzas, favoreciendo sus intenciones! Una opor­tunidad tal de estar con Edward y su familia era, por sobre todas las cosas, de la mayor importan­cia para sus intereses; y la invitación, lo más grato que podía haber para sus sentimientos. Era una oportunidad frente a la cual todo agradecimiento parecía pobre, e insuficiente la velocidad con que se la aprovechara; y respecto de la visita a lady Middleton, que hasta ese momento no había teni­do límites precisos,- repentinamente se descubrió que siempre había estado pensada para terminar en dos días más.
    Cuando a los diez minutos de haberla recibido le mostraron a Elinor la nota, debió compartir por primera vez parte de las expectativas de Lucy; tal muestra de desacostumbrada gentileza, dispensa­da a tan poco tiempo de conocerse, parecía anun­ciar que la buena voluntad hacia Lucy se originaba en algo más que una mera inquina hacia ella, y que el tiempo y la cercanía podrían llegar a secun­dar a Lucy en todos sus deseos. Sus adulaciones ya habían subyugado el orgullo de lady Middleton y encontrado el camino hacia el frío corazón de la señora de John Dashwood; y tales resultados am­pliaban las probabilidades de otros mayores aún.
    Las señoritas Steele se trasladaron a Harley Street, y todo cuanto llegaba a Elinor sobre su influencia allí la hacía estar más a la expectativa del aconteci­miento. Sir John, que las visitó más de una vez, tra­jo noticias asombrosas para todos sobre el favor en que se las tenía. La señora Dashwood jamás en toda su vida había encontrado a ninguna joven tan agra­dable como a ellas; le había regalado a cada una un acerico, hecho por algún emigrado; llamaba a Lucy por su nombre de pila, y no sabía si alguna vez iba a poder separarse de ellas.


    CAPITULO XXXVII

    La señora Palmer se encontraba tan bien al térmi­no de una quincena, que su madre sintió que ya no era necesario destinarle todo su tiempo a ella; y contentándose con visitarla una o dos veces al día, dio fin a esta etapa para volver a su propio hogar y a sus propias costumbres, encontrando a las señoritas Dashwood muy dispuestas a retomar la parte que habían desempeñado en ellas.
    Al tercer o cuarto día tras haberse reinstalado en Berkeley Street, la señora Jennings, recién de vuelta de su visita cotidiana a la señora Palmer, en­tró con un aire de tan apremiante importancia en la sala donde Elinor se encontraba a solas, que ésta se preparó para escuchar algo prodigioso; y tras haberle dado sólo el tiempo necesario para formar­se tal idea, comenzó de inmediato a fundamentar­la diciendo: .
    -¡Cielos! ¡Mi querida señorita Dashwood! ¿Supo la noticia?
    -No, señora. ¿De qué se trata?
    -¡Algo tan extraño! Pero ya le contaré todo. Cuando llegué donde el señor Palmer, encontré a Charlotte armando todo un alboroto en tomo al niño. Estaba segura de que estaba muy enfermo: lloraba y estaba molesto, y estaba todo cubierto de grani­tos. Lo examiné entonces de cerca, y “¡Cielos, que­rida!”, le dije. “No es nada, sólo un sarpullido”, y la niñera dijo lo mismo. Pero Charlotte no, ella no es­taba satisfecha, así que enviaron por el señor Do­novan; y por suerte acababa de llegar de Harley Street, así que fue de inmediato, y apenas vio al niño dijo lo mismo que nosotras, que no era nada sino un sarpullido, y ahí Charlotte se quedó tranquila. Y entonces, justo cuando se iba, me vino a la cabeza, y no sé cómo se me fue a ocurrir pensar en eso, pero se me vino a la cabeza preguntarle si había alguna noticia. Y entonces él puso esa sonrisita afec­tada y tonta, y fingió todo un aire de gravedad, como si supiera esto y lo otro, hasta que al fin susurró: “Por temor a que algún informe desagradable llega­ra a las jóvenes bajo su cuidado sobre la indisposi­ción de su cuñada, creo aconsejable decir que, en mi opinión, no hay motivo de alarma; confío en que la señora Dashwood se recupere perfectamente”.
    -¡Cómo! ¿Está enferma Fanny?
    -Es lo mismo que yo le dije, querida. “¡Cielos!”, le dije. “¿Está enferma la señora Dashwood?” Y allí salió todo a la luz; y en pocas palabras, según lo que me pude dar cuenta, parece ser esto: el señor Edward Ferrars, el mismísimo joven con quien yo solía hacerle a usted bromas (aunque, como han resultado las cosas, ahora estoy terriblemente con­tenta de que en verdad no hubiera nada de eso), el señor Edward Ferrars, al parecer, ¡ha estado com­prometido desde hace más de un año con mi pri­ma Lucy! ¡Ahí tiene, querida! ¡Y sin que nadie supiera ni una palabra del asunto, salvo Nancy! ¿Lo habría creído posible? No es en absoluto extraño que se gusten, ¡pero que las cosas avanzaran tan­to entre ellos, y sin que nadie lo sospechara! ¡Eso sí que es extraño! Nunca llegué a verlos juntos, o con toda seguridad lo habría descubierto de inme­diato. Bueno, y entonces mantuvieron todo esto muy en secreto por temor a la señora Ferrars, y ni ella ni el hermano de usted ni su cuñada sospe­charon nada de todo el asunto... hasta que esta mis­ma mañana, la pobre Nancy, que, como usted sabe, es una criatura muy bien intencionada, pero nada en el terreno de las conspiraciones, lo soltó todo. “¡Cielos!, pensó para sí, “le tienen tanto cariño a Lucy, que seguro no se opondrán a ello”; y así, vino y se fue donde su cuñada, señorita Dashwood, que estaba sola bordando su tapiz, sin imaginar lo que se le venía encima... porque acababa de decirle a su hermano, apenas hacía cinco minutos, que pen­saba armarle a Edward un casamiento con la hija de algún lord, no me acuerdo cuál. Así que ya pue­de imaginar el golpe que fue para su vanidad y orgullo. En seguida le dio un ataque de histeria, con tales gritos que hasta llegaron a oídos de su hermano, que se encontraba en su propio gabine­te abajo, pensando en escribir una carta a su ma­yordomo en el campo. Entonces voló escaleras arriba y allí ocurrió una escena terrible, porque para entonces se les había unido Lucy, sin soñar siquiera lo que estaba pasando. ¡Pobre criatura! La compa­dezco. Y créame, pienso que se comportaron muy duros con ella; su cuñada la reprendió hecha una furia, hasta hacerla desmayarse. Nancy, por su par­te, cayó de rodillas y lloró amargamente; y su her­mano se paseaba por la habitación diciendo que no sabía qué hacer. La señora Dashwood dijo que las jóvenes no podrían quedarse ni un minuto más en la casa, y su hermano también tuvo que arro­dillarse para convencerla de que las dejara al me­nos hasta que hubiesen empacado sus ropas. Y entonces ella tuvo otro ataque de histeria, y él es­taba tan asustado que mandó a buscar al señor Donovan, y el señor Donovan encontró la casa toda conmocionada. El carruaje estaba listo en la puer­ta para llevarse a mis pobres primas, y justo esta­ban subiéndose cuando él salió; la pobre Lucy, me contó, estaba en tan malas condiciones que ape­nas podía caminar; y Nancy estaba casi igual de mal. Déjeme decirle que no tengo paciencia con su cuñada; y espero con todo el corazón que se casen, a pesar de su oposición. ¡Dios! ¡Cómo se va a poner el pobre señor Edward cuando lo sepa! ¡Que hayan maltratado así a su amada! Porque di­cen que la quiere enormemente, con todas sus fuer­zas. ¡No me extrañaría que sintiera la mayor de las pasiones! Y el señor Donovan piensa lo mismo. Conversamos mucho con él sobre esto; y lo mejor de todo es que él volvió a Harley Street, para es­tar a mano cuando se lo dijeran a la señora Fe­rrars, porque enviaron por ella apenas mis primas dejaron la casa y su cuñada estaba segura de que también ella se iba a poner histérica; y bien pue­de ponerse, por lo que a mí me importa. No le tengo compasión a ninguno de ellos. Nunca he co­nocido a gente que haga tanto alboroto por asun­tos de dinero y de grandeza. No hay ningún motivo en el mundo por el que el señor Edward y Lucy no deban casarse; estoy segura de que la señora Ferrars puede permitirse velar muy bien por su hijo; y aunque Lucy personalmente casi no tiene nada, sabe mejor que nadie cómo sacar el mayor prove­cho de cualquier cosa; y yo diría que si la señora Ferrars le asignara aunque fueran quinientas libras anuales, podría hacerlas lucir lo mismo que otra persona haría con ochocientas. ¡Cielos! ¡Qué cómo­dos podrían vivir en una casita como la de ustedes, o un poco más grande, con dos doncellas y dos cria­dos; y creo que yo podría ayudarlos en lo de las doncellas, porque la mía, Betty, tiene una hermana desocupada que les vendría perfectamente!
    La señora Jennings finalizó su discurso, y como Elinor tuvo tiempo suficiente para ordenar sus pensamientos, pudo responder y hacer los comen­tarios que se suponía debía despertar en ella el tema en cuestión. Contenta de saber que no era sospechosa de tener ningún interés particular en él y que la señora Jennings (como últimamente va­rias veces le había parecido ser el caso) ya no se la imaginaba encariñada con Edward; y feliz sobre todo porque no estuviera ahí Marianne, se sintió muy capaz de hablar del asunto sin turbarse y dar una opinión imparcial, según creía, sobre la con­ducta de cada uno de los interesados.
    No sabía Elinor muy bien cuáles eran en ver­dad sus propias expectativas al respecto, aunque se esforzó seriamente en alejar de ella la idea de que pudiera terminar de otra forma que con el matri­monio de Edward y Lucy. Sí estaba ansiosa de sa­ber lo que diría y haría la señora Ferrars, aunque no cabían muchas dudas en cuanto a su naturaleza, y más ansiosa aún de saber cómo se comportaría Edward. Sentía bastante compasión por él; por Lucy, muy poca... e incluso le costó algo de trabajo pro­curar ese poco; por el resto, ninguna.
    Como la señora Jennings no cambiaba de tema, muy pronto Elinor advirtió que sería necesario pre­parar a Marianne para discutirlo. Sin pérdida de tiempo había que desengañarla, ponerla al tanto de la verdad y conseguir que escuchara los comen­tarios de los demás sin revelar ninguna inquietud por su hermana, y tampoco ningún resentimiento hacia Edward.
    Penosa era la tarea que debía cumplir Elinor. Iba a tener que destruir lo que en verdad creía ser el principal consuelo de su hermana: dar detalles acerca de Edward que temía lo harían desmerecer para siempre a los ojos de Marianne; y hacer que por el parecido entre sus situaciones, que ante la viva imaginación de ella parecería enorme, debie­ra revivir una vez más su propia desilusión. Pero ingrata como debía ser tal tarea, había que cum­plirla y, en consecuencia, Elinor se apresuró a ha­cerlo.
    Lejos estaba de desear detenerse demasiado en sus propios sentimientos o de mostrar que sufría mucho, a no ser que el dominio sobre sí misma que había practicado desde el momento en que supo del compromiso de Edward le indicara que sería útil frente a Marianne. Su relato fue claro y sencillo; y aunque no pudo estar desprovisto de emoción, no fue acompañado ni de agitación vio­lenta ni de arrebatos de dolor. Eso correspondía más a la oyente, porque Marianne escuchó todo horrorizada y lloró sin parar. Por lo general, Elinor tenía que consolar a los demás cuando ella estaba afligida tanto como cuando ellos lo estaban; y así, confortó a Marianne al ofrecerle la certidumbre de su propia tranquilidad y una vigorosa defensa de Edward frente a todos los cargos, salvo el de im­prudencia.
    Pero Marianne no dio crédito durante un buen rato a ninguno de los argumentos de Elinor. Ed­ward parecía un segundo Willoughby; y si Elinor admitía, como lo había. hecho, que sí lo había ama­do muy sinceramente, ¡cómo podía sentir menos que ella! En cuanto a Lucy Steele, la consideraba tan absolutamente despreciable, tan completamente incapaz de atraer a ningún hombre sensible, que no la iban a poder convencer primero de creer, y después de perdonar, que Edward hubiera sentido antes ningún afecto por ella. Ni siquiera admitía que hubiese sido algo natural; y Elinor abandonó sus esfuerzos, dejando que algún día la convenciera de que así eran las cosas lo único que podía llegar a convencerla: un conocimiento más profundo de la humanidad.
    En su primer intento de comunicación, no ha­bía podido ir más allá de establecer el hecho del compromiso y el tiempo que tenía de existencia. Irrumpieron entonces las emociones de Marianne, poniendo fin a todo orden en la descripción de los Pormenores; y durante algunos momentos, todo lo que pudo hacerse fue calmar su aflicción, tranqui­lizar sus temores y combatir su resentimiento. La Primera pregunta que hizo, que abrió el camino a nuevos detalles, fue:
    -¿Y hace cuánto tiempo que lo sabes, Elinor? ¿Te ha escrito él?
    -Lo he sabido desde hace cuatro meses. Cuan­do Lucy fue por primera vez a Barton Park en no­viembre pasado, me habló en privado de su compromiso.
    Ante estas palabras, Marianne expresó con sus ojos lo que sus labios no podían formular. Tras un momento de asombrado silencio, exclamó:
    -¡Cuatro meses! ¿Lo has sabido durante cuatro meses?
    Elinor lo confirmó.
    -¡Cómo! ¿Mientras cuidabas de mí cuando yo estaba sumida en el dolor, tu corazón cargaba con todo esto? ¡Y yo que te he reprochado ser feliz!
    -No era conveniente que en esos momentos tú supieras cuán opuesto a eso era mi sentir.
    -¡Cuatro meses! -volvió a exclamar Marianne-. ¡Y tú tan tranquila, tan alegre! ¿En qué te has sos­tenido?
    -En sentir que estaba cumpliendo mi deber. Mi promesa a Lucy me imponía el secreto. Le debía a ella, entonces, evitar cualquier indicio de la verdad; y le debía a mi familia y a mis amigos evitarles una preocupación por causa mía que no estaría en mis manos solucionar.
    Lo anterior pareció sacudir fuertemente a Ma­rianne.
    -A menudo he querido sacarte a ti y a mamá del engaño -añadió Elinor-, y una o dos veces he intentado hacerlo; pero sin traicionar la confianza que habían depositado en mí, jamás las habría con­vencido.
    -¡Cuatro meses! ¡Y todavía lo amabas!
    -Sí, pero no lo amaba sólo a él; y mientras me importara tanto el bienestar de otras personas, me alegraba ahorrarles el conocimiento de lo mucho que sufría. Ahora puedo pensar y hablar de todo ello sin gran emoción. No querría que sufrieras por causa mía; porque te aseguro que yo ya no sufro excesivamente. Tengo muchas cosas en qué apo­yarme. No creo haber causado esta desilusión con ninguna imprudencia mía y la he sobrellevado, en lo que me ha sido posible, sin esparcirla a mi al­rededor. Absuelvo a Edward de toda conducta en esencia impropia. Le deseo mucha felicidad; y estoy tan segura de que siempre cumplirá con su de­ber que, aunque ahora pueda abrigar algún arrepentimiento, a la larga será feliz. Lucy no care­ce de juicio, y ése es el fundamento sobre el que se puede construir todo lo que es bueno. Y des­pués de todo, Marianne, después de lo fascinante que puede ser la idea de un amor único y perma­nente y de todo cuanto pueda ponderarse una fe­licidad que depende por completo de una persona en especial, las cosas no son así... no es adecua­do... no es posible que lo sean. Edward se casará con Lucy; se casará con una mujer superior en as­pecto e inteligencia a la mitad de las personas de su sexo; y el tiempo y la costumbre le enseñarán a olvidar que alguna vez creyó a alguna otra su­perior a ella.
    -Si es así como piensas -dijo Marianne-, si pue­de compensarse tan fácilmente la pérdida de lo que es más valioso, tu aplomo y tu dominio sobre ti misma son quizá un poco menos asombrosos. Se acercan más a lo que yo puedo comprender.
    -Te entiendo. Supones que mis sentimientos nunca han sido muy fuertes. Durante cuatro me­ses, Marianne, todo esto me ha pesado en la men­te sin haber podido hablar de ello a nadie en el mundo; sabiendo que, cuando lo supieran, tú y mi madre serían enormemente desgraciadas, y aun así impedida de prepararlas para ello ni en lo más mínimo. Me lo contó... de alguna manera me fue impuesto por la misma persona cuyo más antiguo compromiso destrozó todas mis expectativas; y me lo contó, así lo pensé, con aire de triunfo. Tuve, por tanto, que vencer las sospechas de esta per­sona intentando parecer indiferente allí donde mi interés era más profundo. Y no ha sido sólo una vez; una y otra vez he tenido que escuchar sus esperanzas y alegrías. Me he sabido separada de Edward para siempre, sin saber de ni siquiera una circunstancia que me hiciera desear menos la unión. Nada hay que lo haya hecho menos dig­no de aprecio, ni nada que asegure que le soy indiferente. He tenido que luchar contra la mala voluntad de su hermana y la insolencia de su ma­dre, y he sufrido los castigos de querer a alguien sin gozar de sus ventajas. Y todo esto ha estado ocurriendo en momentos en que, como tan bien lo sabes, no era el único dolor que me afligía. Si puedes creerme capaz de sentir alguna vez... con toda seguridad podrías suponer que he sufrido ahora. La tranquila mesura con que actualmente he llegado a tomar lo ocurrido, el consuelo que he estado dispuesta a aceptar, han sido producto de un doloroso esfuerzo; no llegaron por sí mis­mos; en un comienzo no contaba con ellos para aliviar mi espíritu... no, Marianne. Entonces, si no hubiera estado atada al silencio, quizá nada... ni siquiera lo que le debía a mis amigos más queri­dos... me habría impedido mostrar abiertamente que era muy desdichada.
    Marianne estaba completamente consternada.
    -¡Ay, Elinor! -exclamó-. Me has hecho odiar­me para siempre. ¡Qué desalmada he sido conti­go! Contigo, que has sido mi único consuelo, que me has acompañado en toda mi miseria, ¡que pa­recías sufrir únicamente por mí! ¿Así es como te lo agradezco? ¿Es ésta la única recompensa que pue­do ofrecerte? Porque tu valía me abrumaba, he es­tado intentando desconocerla.
    A esta confesión siguieron las más tiernas cari­cias. Dado el estado de ánimo en que se encon­traba ahora, Elinor no tuvo dificultad alguna para obtener de ella todas las promesas que requería; y a pedido suyo, Marianne se comprometió a no to­car nunca el tema con la más mínima apariencia de amargura; a estar con Lucy sin dejar traslucir el menor incremento en el desagrado que sentía por ella; e incluso ,a ver al mismo Edward, si el azar los juntaba, sin disminuir en nada su habitual cor­dialidad. Todas eran grandes concesiones, pero cuando Marianne sentía que había hecho algún daño, nada que pudiera hacer para repararlo le pa­recía demasiado.
    Cumplió a la perfección su promesa de ser dis­creta. Prestó atención a todo lo que la señora Jen­nings tenía que decir sobre el tema sin cambiar de color, no discrepó con ella en nada, y tres veces se la escuchó decir “Sí, señora”. Su única reacción al escucharla alabar a Lucy fue cambiar de asien­to, y cuando la señora Jennings mencionó el cari­ño de Edward, tan sólo se le apretó la garganta. Tantos avances en el heroísmo de su hermana hi­cieron que Elinor se sintiera capaz de afrontar todo.
    La mañana siguiente las puso nuevamente a prueba con la visita de su hermano, que llegó con un aspecto muy serio a discutir el terrible asunto y traerles noticias de su esposa.
    -Habrán escuchado, supongo -les dijo con gran solemnidad, no bien se hubo sentado-, del insóli­to descubrimiento que ayer tuvo lugar bajo nues­tro techo.
    Todos hicieron gestos de asentimiento; parecía un momento demasiado atroz para las palabras.
    -Mi esposa -continuó- ha sufrido espantosa­mente. También la señora Ferrars... en suma, ha sido una escena muy difícil y dolorosa; pero con­fío en que capearemos la tormenta sin que ningu­no de nosotros resulte demasiado abatido. ¡Pobre Fanny! Estuvo con ataques histéricos todo el día de ayer. Pero no quisiera alarmarlas demasiado. Donovan dice que no hay nada demasiado impor­tante que temer; es de buena constitución y capaz de enfrentarse a cualquier cosa. ¡Lo ha sobrelleva­do con la entereza de un ángel! Dice que no vol­verá a pensar bien de nadie; ¡y no es de extrañar, tras haber sido engañada en esa forma! Recibir tanta ingratitud tras mostrar tanta bondad y entregar tanta confianza. Fue obedeciendo a la generosidad de su corazón que invitó a estas jóvenes a su casa; simplemente porque pensó que se merecían algu­nas atenciones, que eran unas muchachas inofen­sivas y bien educadas y que serian una compañía agradable; porque por otra parte ambos deseábamos enormemente haberte invitado a ti y a Marianne a quedarse con nosotros, mientras la gentil amiga donde se están quedando ahora atendía a su hija. ¡Y ahora verse así recompensados! “Con todo el corazón”, dice la pobre Fanny con su modo afec­tuoso, “querría que hubiéramos invitado a tus her­manas en vez de a ellas”.
    Hizo en este momento una pausa, esperando los agradecimientos del caso; y habiéndolos obte­nido, continuó.
    -Lo que sufrió la pobre señora Ferrars cuando Fanny se lo contó, es indescriptible. Mientras ella, con el más sincero afecto, había estado planifican­do la unión más conveniente para él, ¡cómo supo­ner que todo el tiempo él había estado compro­metido con otra persona! ¡No se le habría pasado por la mente sospechar algo así! Y si hubiera sos­pechado la existencia de cualquier predisposición de parte de él, no la hubiera buscado por ese lado. “Ahí, se los aseguro”, dijo, “me habría sentido a salvo”. Ha sido una verdadera agonía para ella. Conversamos entre nosotros, entonces, sobre lo que debía hacerse, y finalmente ella decidió enviar por Edward. El acudió. Pero me es muy triste contar­les lo que siguió. Todo lo que la señora Ferrars pudo decir para inducirlo a poner fin al compro­miso, reforzado, como pueden suponer, por mis argumentos y los ruegos de Fanny, resultó inútil. El deber, el cariño, todo lo desestimó. Nunca ha­bía pensado que Edward fuese tan obstinado, tan insensible. Su madre le explicó los generosos pro­yectos que tenía para él, en caso de que se casase con la señorita Morton; le dijo que le traspasaría las propiedades de Norfolk, las cuales, descontan­do las contribuciones, producen sus buenas mil li­bras al año; incluso le ofreció, cuando las cosas se pusieron desesperadas, subirlo a mil doscientas; y por el contrario, si persistía en esta unión tan des­ventajosa, le describió las inevitables penurias que acompañarían su matrimonio. Le insistió en que las dos mil libras de que personalmente dispone se­rían todo su haber; no lo volvería a ver nunca más; y estaría tan lejos de prestarle la menor ayuda, que si él fuera a asumir cualquier profesión con miras a obtener un mejor ingreso, haría todo lo que es­tuviera en su poder para impedirle progresar en ella.
    Ante esto, Marianne, en un arrebato de indig­nación, golpeó sus manos exclamando:
    -¡Dios bendito! ¡Cómo es posible!
    -Bien puede extrañarte, Marianne -replicó su hermano-, la obstinación capaz de resistir argumen­tos como ésos. Tu exclamación es absolutamente natural.
    Marianne iba a replicar, pero recordó sus pro­mesas, y se abstuvo.
    -Todos estos esfuerzos, sin embargo -continuó él-, fueron en vano. Edward dijo muy poco; pero cuando habló, lo -hizo de la manera más decidida. Nada podría convencerlo de renunciar a su com­promiso. Cumpliría con él, sin importar el costo.
    -Entonces -exclamó la señora Jennings con brusca sinceridad, incapaz de seguir guardando si­lencio-, ha actuado como un hombre honesto. Le ruego me perdone, señor Dashwood, pero si él hubiera hecho otra cosa, habría pensado que era un truhán. En algo me incumbe este asunto, al igual que a usted, porque Lucy Steele es prima mía, y creo que no hay mejor muchacha en el mundo, ni otra más merecedora de un buen esposo.
    John Dashwood no cabía en sí- de asombro; pero era tranquilo por naturaleza, poco dado a irri­tarse, y nunca tenía intenciones de ofender a na­die, en especial a nadie con dinero. Fue así que replicó, sin ningún resentimiento:
    -Por ningún motivo hablaría yo sin respeto de algún familiar suyo, señora. La señorita Lucy Steele es, me atrevería a decir, una joven muy meritoria, pero en el caso actual, debe saber usted que la unión es imposible. Y haberse comprometido en secreto con un joven entregado al cuidado de su tío, especialmente el hijo de una mujer-de tan gran fortuna como la señora Ferrars, quizá es, conside­rado en conjunto, un poquito extraordinario. En pocas palabras, no es mi intención desacreditar el comportamiento de nadie a quien usted estime, se­ñora Jennings. Todos le deseamos la mayor felici­dad a su prima, y la conducta de la señora Ferrars ha sido en todo momento la que adoptaría cual­quier madre buena y consciente en parecidas cir­cunstancias. Se ha comportado con dignidad y generosidad. Edward ha echado sus propias suer­tes, y temo que le van a salir mal.
    Marianne expresó con un suspiro un temor se­mejante; y a Elinor se le encogió el corazón al pen­sar en los sentimientos de Edward mientras desafiaba las amenazas de su madre por una mujer que no podía recompensarlo.
    -Bien, señor -dijo la señora Jennings-, ¿y cómo terminó todo?
    -Lamento decir, señora, que con la más desdi­chada ruptura: Edward ha perdido para siempre la consideración de su madre. Ayer abandonó su casa, pero ignoro a dónde se ha ido o si está todavía en la ciudad; porque, por supuesto, nosotros no po­demos preguntar nada.
    -¡Pobre joven! ¿Y qué va a ser de él?
    -Sí, por cierto, señora. Qué triste es pensarlo. ¡Nacido con la expectativa de tanta riqueza! No pue­do imaginar una situación más deplorable. Los in­tereses de dos mil libras, ¡cómo va a vivir una persona con eso! Y cuando, además, se piensa que, de no haber sido por su propia locura en tres me­ses más habría recibido dos mil quinientas libras anuales (puesto que la señorita Morton posee trein­ta mil libras), no puedo imaginar situación más fu­nesta. Todos debemos tenerle lástima; y más aún considerando que ayudarlo está totalmente fuera de nuestro alcance.
    -¡Pobre joven! -exclamó la señora Jennings Les aseguro que de muy buen grado le daría alo­jamiento y comida en mi casa; y así se lo diría, si pudiera verlo. No está bien que tenga que costearse todo solo ahora, viviendo en posadas y tabernas.
    Elinor le agradeció íntimamente por su bondad hacia Edward, aunque no podía evitar sonreír ante la manera en que era expresada.
    -Si tan sólo hubiese hecho por sí mismo -dijo John Dashwood- lo que sus amigos estaban dis­puestos a hacer por él, estaría ahora en la situa­ción que le corresponde y nada le habría faltado. Pero tal como son las cosas, ayudarlo está fuera del alcance de nadie. Y hay algo más que se está preparando en su contra, peor que todo lo ante­rior: su madre ha decidido, empujada por un esta­do de ánimo muy entendible, asignar de inmediato a Robert las mismas propiedades que, en las con­diciones- adecuadas, habrían sido de Edward. La dejé esta mañana con su abogado, hablando de este asunto.
    -¡Bien! dijo la señora Jennings-, ésa es su venganza. Cada uno lo hace a su manera. Pero no creo que yo me vengaría dando independencia econó­mica a un hijo porque el otro me había fastidiado.
    Marianne se levantó y salió de la habitación.
    -¿Puede haber algo más mortificante para el espíritu de un hombre -continuó John- que ver a su hermano menor dueño de una propiedad que podría haber sido suya? ¡Pobre Edward! Lo com­padezco sinceramente.
    Tras algunos minutos más entregado al mis­mo tipo de expansiones, terminó su visita; y ase­gurándoles repetidas veces a sus hermanas que no había ningún peligro grave en la indisposición de Fanny y que, por lo tanto no debían preocu­parse por ella, se fue, dejando a las tres damas con unánimes sentimientos sobre los sucesos del momento, al menos en lo que tocaba a la con­ducta de la señora Ferrars, la de los Dashwood y la de Edward.
    La indignación de Marianne estalló no bien su hermano dejó la habitación; y como su vehemen­cia hacía imposible la discreción de Elinor e inne­cesaria la de la señora Jennings, las tres se unieron en una muy animada crítica de todo el grupo.


    CAPITULO XXXVIII

    La señora Jennings elogió cálidamente la conducta de Edward, pero sólo Elinor y Marianne compren­dían el verdadero mérito de ella. Unicamente ellas sabían qué escasos eran los incentivos que podían haberlo tentado a la desobediencia, y cuán poco consuelo, más allá de la conciencia de hacer lo co­rrecto, le quedaría tras la pérdida de sus amigos y su fortuna. Elinor se enorgullecía de su integridad; y Marianne le perdonaba todas sus ofensas por compasión ante su castigo. Pero aunque el haber salido todo a la luz les devolvió la confianza que siempre había existido entre ellas, no era un tema en el que ninguna de las dos quisiera detenerse demasiado cuando se encontraban a solas. Elinor lo evitaba por principio, pues advertía lo mucho que tendía a transformársele en una idea fija con las demasiado entusiastas y positivas certezas de Marianne, esto es, su creencia en que Edward la seguía queriendo, un pensamiento del cual ella más bien deseaba desprenderse; y el valor de Marianne pronto la abandonó al intentar conversar sobre un tema que cada vez le producía una mayor insatis­facción consigo misma, puesto que necesariamen­te la llevaba a comparar la conducta de Elinor con la suya propia.
    Sentía todo el peso de la comparación, pero no como su hermana había esperado, incitándola ahora a hacer un esfuerzo; lo sentía con el dolor de un continuo reprocharse a sí misma, lamentaba con enorme amargura no haberse esforzado nun­ca antes, pero ello sólo le traía la tortura de la pe­nitencia sin la esperanza de la reparación. Su espíritu se había debilitado a tal grado que toda­vía se sentía incapaz de ningún esfuerzo, y así lo único que lograba era desanimarse más.
    Durante uno o dos días no tuvieron ninguna otra noticia de los asuntos de Harley Street o de Bartlett's Buildings. Pero aunque ya sabían tanto del tema que la señora Jennings podría haber estado suficientemente ocupada en difundirlo sin tener que averiguar más, desde un comienzo ésta había de­cidido hacer una visita de consuelo e inspección a sus primas tan pronto como pudiera; y nada sino el verse estorbada por más visitas que lo habitual le había impedido cumplirlo en el plazo transcu­rrido.
    Al tercer día tras haberse enterado de los por­menores del asunto, el clima fue tan agradable, un domingo tan hermoso, que muchos se dirigieron a los jardines de Kensington, aunque recién corría la segunda semana de marzo. La señora Jennings y Elinor estaban entre ellos; pero Marianne, que sabía que los Willoughby estaban de nuevo en la ciudad y vivía en constante temor de encontrarlos, prefirió permanecer en casa antes que aventurarse a ir a un lugar tan público.
    Poco después de haber llegado al parque, se les unió y siguió con ellas una íntima amiga de la señora Jennings, a la cual ésta dirigió toda su con­versación; Elinor no lamentó esto en absoluto, por­que le permitió dedicarse a pensar tranquilamente.
    No vio ni trazas de los Willoughby o de Edward, y durante algún rato de nadie que de una u otra forma, grata o ingrata, le fuera interesante. Pero al final, y con una cierta sorpresa de su parte, se vio abordada por la señorita Steele, quien, aunque con algo de timidez, se manifestó encantada de haber­se encontrado con ellas, y a instancias de la muy gentil invitación de la señora Jennings, dejó por un momento a su propio grupo para unírseles. De in­mediato, la señora Jennings se dirigió a Elinor en un susurro:
    -Sáquele todo, querida. A usted la señorita Steele le contará cualquier cosa con sólo pregun­társelo. Ya ve usted que yo no puedo dejar a la señora Clarke.
    Afortunadamente para la curiosidad de la se­ñora Jennings, sin embargo, y también la de Eli­nor, la señorita Steele contaba cualquier cosa sin necesidad de que le hicieran preguntas, porque de otra forma no se habrían enterado de nada.
    -Me alegra tanto haberla encontrado -le dijo a Elinor, tomándola familiarmente del brazo-, porque más que nada en el mundo quería verla. -Y lue­go, bajando la voz-: Supongo que la señora Jen­nings ya sabrá todo. ¿Está enojada?
    -En absoluto, según creo, con ustedes.
    -Qué bueno. Y lady Middleton, ¿está ella eno­jada?
    -No veo por qué habría de estarlo.
    -Me alegra terriblemente escucharlo. ¡Dios san­to! ¡Lo he pasado tan mal con esto! En toda mi vida había visto a Lucy tan furiosa. Primero juró que nunca más volvería a arreglarme ninguna toca nue­va ni jamás haría ninguna otra cosa por mí; pero ahora ya se ha aplacado y estamos tan amigas como siempre. Mire, anoche le hizo este lazo a mi sombrero y le colocó la pluma. Ya, ahora también us­ted se va a reír de mí. Pero, ¿por qué no había yo de usar cintas rosadas? A mí no me importa si es el color favorito del reverendo. Por mi parte, es­toy segura de que nunca habría sabido que sí lo prefería por sobre todos los demás, de no ser por­que a él se le ocurrió decirlo. ¡Mis primas me han estado fastidiando tanto! Créame, a veces no sé qué hacer cuando estoy con ellas.
    Se había desviado a un tema en el cual Elinor no tenía nada que decir, y así pronto juzgó conve­niente ver cómo volver al primero.
    -Y bueno, señorita Dashwood -su tono era triunfante-, la gente puede decir lo que quiera res­pecto de que el señor Ferrars haya decidido ter­minar con Lucy, porque no hay tal, puede creerme; y es una vergüenza que se hagan correr tan odio­sos rumores. Sea lo que fuere que Lucy piense al respecto, usted sabe que nadie tenía por qué afir­marlo como algo cierto.
    -Le aseguro que no he escuchado a nadie in­sinuar tal cosa =-dijo Elinor.
    -¿Ah no? Pero sé muy bien que sí lo han di­cho, y más de una persona; porque la señorita Godby le dijo a la señorita Sparks que nadie en su sano juicio podría esperar que el señor Ferrars renunciara a una mujer como la señorita Morton, dueña de una fortuna de treinta mil libras, por Lucy Steele, que no tiene nada en absoluto; y lo escu­ché de la misma señorita Sparks. Y además, tam­bién mi primo Richard dijo que temía que cuando hubiera que poner las cartas sobre la mesa, el se­ñor Ferrars desaparecería; y cuando Edward no se nos acercó en tres días, yo misma no sabía qué creer; pensaba para mí que Lucy lo daba por per­dido, pues nos fuimos de la casa de su hermano el miércoles y no lo vimos en todo el jueves, vier­nes y sábado, y no sabíamos qué había sido de él. En un momento Lucy pensó escribirle, pero luego su espíritu se rebeló ante la idea. No obstante, él apareció hoy en la mañana, justo cuando volvía­mos de la iglesia; y allí supimos todo: cómo el miér­coles le habían pedido ir a Harley Street y su madre y todos los demás le habían hablado, y cómo él había declarado ante todos que sólo amaba a Lucy y que no, se casaría con nadie sino con Lucy. Y cómo había estado tan preocupado por lo ocurri­do, que junto con salir de la casa de su madre ha­bía montado en su caballo y se había dirigido a no sé qué lugar en el campo; y cómo se había que­dado en una posada todo el jueves y el viernes, para imaginar qué hacer. Y tras pensar una y otra vez todo el asunto, dijo que le parecía que ahora que no tenía fortuna, que no tenía nada en abso­luto, sería una maldad pedirle a Lucy que mantu­viera el compromiso, porque con ello saldría perdiendo, dado que él sólo tenía dos mil libras y ninguna esperanza de nada más; y si él iba a to­mar las órdenes religiosas, como en ocasiones ha­bía pensado hacer, no obtendría nada sino una parroquia, y, ¿cómo iban a vivir con eso? No so­portaba pensar que a ella no le fuera mejor en la vida, así que le imploró, si ello le importaba aun­que fuera un poco, poner término de inmediato a todo el asunto y dejar que él se las ingeniara por sí mismo. Todo esto se lo escuché decir con abso­luta claridad. Y fue completamente por el bien de ella, y pensando en ella, no en él, que habló de terminar el compromiso. Puedo jurar que nunca dijo una sílaba respecto de estar cansado de ella o desear casarse con la señorita Morton o nada que se le parezca. Pero, en todo caso, Lucy no quiso prestar oído a palabras tan bondadosas, y así le dijo de inmediato (con mucha dulzura y amor, ya sabe, todo eso... ¡Uy!, una no puede repetir esas cosas, ya sabe)... le dijo de inmediato que no tenía nin­guna intención de romper el compromiso, porque podía vivir con él con una nada, y por poco que fuera lo que él tenía, ella se contentaría con eso, o algo así. Entonces él se alegró horrores, y habla­ron durante un rato acerca de lo que debían ha­cer, y estuvieron de acuerdo en que él tomara las órdenes de inmediato y en que debían postergar su boda hasta que él pudiera obtener un benefi­cio. Y justo en ese momento no pude seguir escu­chando, porque mi prima me llamó desde abajo para decirme que la señora Richardson había lle­gado en su coche y llevaría a una de nosotras a los jardines de Kensington; así que me vi obligada a entrar en la habitación e interrumpirlos para pre­guntarle a Lucy si deseaba ir, pero no quería dejar a Edward; así que corrí arriba y me puse un par de medias de seda, y me vine con los Richardson.
    -No entiendo bien qué quiere decir con eso de interrumpirlos -dijo Elinor-; ustedes estaban en la misma habitación, ¿o no?
    -¡Por supuesto que no! ¡Vaya, señorita Dashwood! ¿Acaso piensa que la gente se dice palabras de amor cuando hay alguien más presente? ¡Pero, cómo se le ocurre! Estoy segura de que usted sabe de eso mucho más que yo -dijo riendo de manera afectada-. No, no; estaban encerrados en la sala, y todo lo que oí fue sólo escuchando a través de la puerta.
    -¡Cómo! -exclamó Elinor-. ¿Me ha estado repi­tiendo cosas de las que se enteró únicamente es­cuchando a través de la puerta? Lamento no haberlo sabido antes, pues de ninguna manera habría acep­tado que me comunicara pormenores de una con­versación que usted misma no debía conocer. ¿Cómo pudo proceder tan mal con su hermana?
    -¡Pero no! Qué problema va a haber con eso. Me limité a pararme junto a la puerta y a escuchar todo lo que podía. Y estoy segura de que Lucy ha­bría hecho lo mismo conmigo, porque hace uno o dos años, cuando Martha Sharpe y yo compartía­mos tantos secretos, ella no tenía empacho en es­conderse en un armario, o tras la pantalla de la chimenea, para escuchar lo que conversábamos.
    Elinor intentó cambiar de tema, pero era im­posible alejar a la señorita Steele por más de un par de minutos de lo que ocupaba el primer lugar en su mente.
    -Edward habla de irse pronto a Oxford -dijo-, pero por el momento está alojado en el N° ... de Pall Mall. Qué mala persona es su madre, ¿no? ¡Y su hermano y su cuñada tampoco fueron muy ama­bles! Pero no le voy a hablar a usted en contra de ellos; y con todo, nos enviaron a casa en su pro­pio carruaje, lo que fue más de lo que yo espera­ba. Y por mi parte, yo estaba aterrada de que su cuñada fuera a pedir que le devolviéramos los ace­ricos que nos había dado uno o dos días atrás; pero nada se dijo sobre ellos, y me cuidé de mantener el mío fuera de la vista de los demás. Edward dice que tiene que arreglar algunos asuntos en Oxford, así que debe ir allá por un tiempo; y después, ape­nas consiga a un obispo, se ordenará. ¡Qué curio­sidad me da saber qué parroquia le darán! ¡Dios bendito! -continuó con una risita tonta-, apostaría mi vida a que sé lo que dirán mis primas cuando lo sepan. Me dirán que le escriba al reverendo, para que le dé a Edward la parroquia de su nuevo be­neficio. Sé que lo harán; pero le digo que por nada del mundo haría tal cosa. “¡Ay!”, les diré directa­mente, “como pueden pensar tal cosa. Yo escribir­le al reverendo... ¡por favor!”
    -Bueno -dijo Elinor-, es un alivio estar prepa­rada para lo peor. Ya tiene lista su respuesta.
    La señorita Steele iba a continuar con el mis­mo tema, pero la proximidad del grupo con el que había venido la obligó a cambiarlo.
    -¡Ay! Ahí vienen los Richardson. Tenía mucho más que contarle, pero tengo que ir a reunirme con ellos ya. Le aseguro que son personas muy distin­guidos. El hace horrores de dinero, y tienen su pro­pio carruaje. No tengo tiempo de hablar personal­mente a la señora Jennings, pero por favor dígale que estoy muy contenta de saber que no está eno­jada con nosotras, y lo mismo respecto de lady Middleton; y si ocurriese cualquier cosa que las obligara a usted y a su hermana a alejarse, y la se­ñora Jennings quisiese compañía, tenga plena se­guridad de que estaríamos felices de quedamos con ella durante todo el tiempo que quisiera. Supongo que lady Middleton no nos volverá a invitar esta temporada. Adiós; lamento que no estuviera acá la señorita Marianne. Déle mis más afectuosos recuer­dos. ¡Vaya, si está usted usando su vestido de mu­selina a lunares! ¿Acaso no temía rasgarlo?
    Tal fue su preocupación al separarse, pues tras haberlo dicho, sólo tuvo tiempo de presentar sus respetos y despedirse de la señora Jennings antes de que la señora Richardson reclamara su compa­ñía; y así, Elinor quedó en posesión de informa­ción que serviría de alimento a sus reflexiones durante algún tiempo, aunque no se había entera­do de casi nada que ya no hubiera previsto y su­puesto por sí misma. El matrimonio de Edward y Lucy estaba tan firmemente decidido y la fecha en que tendría lugar tan absolutamente imprecisa como ella creía que estarían; según lo había espe­rado, todo dependía de ese cargo que, hasta el momento, parecía no tener posibilidad alguna de obtener.
    Tan pronto estuvieron de vuelta en el carruaje, la señora Jennings se manifestó ansiosa de infor­mación; pero como Elinor deseaba difundir lo me­nos posible aquella que, en primer lugar, había sido obtenida de manera tan poco leal, se limitó a una sucinta repetición de esos simples pormenores que estaba segura que Lucy, por su propio interés, de­searía se hicieran públicos. La continuidad de su compromiso y los medios que utilizarían para lle­varlo a buen término fue todo lo que contó; y esto llevó a la señora Jennings a la siguiente y muy na­tural observación:
    -¡Esperar hasta que consiga un beneficio! Cla­ro, todos sabemos cómo va a terminar eso: espe­rarán un año, y viendo que así no consiguen nada, se acomodarán en una parroquia de cincuenta li­bras anuales, más los intereses de las dos mil li­bras de él y lo poco que el señor Steele y el señor Pratt puedan darle a ella. ¡Y después tendrán un hijo cada año! ¡Y Dios los libre, qué pobres serán! Tengo que ver qué puedo darles para ayudarlos a instalar su casa. Dos doncellas y dos criados decía yo el otro día... ¡qué va! No, no, deben conseguir­se una chica fuerte para todo servicio. La hermana de Betty de ninguna manera les serviría ahora.
    A la mañana siguiente le llegó a Elinor una carta por correo, de la misma Lucy. Decía como sigue:

    Bartlett's Building, marzo
    Espero que mi querida señorita Dashwood me perdone la libertad que me he tomado al escribirle; pero sé que sus sentimientos de amis­tad hacia mí harán que le complazca saber tan buenas noticias de mí y mi querido Edward, tras todos los problemas que debimos enfren­tar el último tiempo; por tanto, no me excusa­ré más y procederé a decirle que, ¡gracias a Dios!, aunque hemos sufrido atrozmente, aho­ra estamos muy bien y tan felices como siem­pre deberemos estar, por nuestro mutuo amor. Hemos enfrentado grandes pruebas y grandes persecuciones, pero, al mismo tiempo, debe­mos agradecer a muchos amigos, entre los cua­les usted ocupa uno de los lugares más importantes, cuya gran bondad recordaré siem­pre con toda mi gratitud, al igual que Edward, a quien le he hablado de ella. Estoy segura de que tanto a usted como a la querida señora Jen­nings les alegrará saber que ayer en la tarde pasé dos felices horas junto a él, que él no que­ría oír hablar de separamos, aunque yo, pen­sando que era mi deber hacerlo, insistí en ello en aras de la prudencia, y me habría separado de él en ese mismo momento, de haberlo él aceptado; pero me dijo que ello no ocurriría jamás, no le importaba el enojo de su madre mientras contara con mi afecto; nuestras pers­pectivas no son muy brillantes, a decir verdad, pero debemos esperar y confiar en que ocurra lo mejor; muy pronto se ordenará, y si estu­viera en su poder recomendarlo a quienquiera tenga un beneficio que otorgar, estoy segura de que no nos olvidará, y la querida señora Jen­nings también, confiamos en que intercederá por nosotros ante sir John o el señor Palmer, o cualquier amigo que pueda ayudamos. La po­bre Anne ha tenido mucha culpa en todo esto por lo que hizo, pero lo hizo con las mejores intenciones, así que no digo nada; espero que no sea un gran problema para la señora Jen­nings pasar a visitamos, si alguna mañana vie­ne por estos lados;, sería muy amable si lo hiciera, y mis primas estarían orgullosas de co­nocerla. El papel en que escribo me recuerda que ya debo terminar, rogándole que le pre­sente mis más agradecidos y respetuosos re­cuerdos, lo mismo que a sir John y lady Middleton, y a los queridos niños, cuando ten­ga oportunidad de verlos, y mi amor para la señorita Marianne, quedo, etc., etc.

    Tan pronto Elinor terminó de leer la carta, lle­vó a cabo lo que, según sus conclusiones, era el verdadero objetivo de quien la había escrito, y la colocó en manos de la señora Jennings, que la leyó en voz alta con profusos comentarios de satisfac­ción y alabanza.
    -¡Pero qué bien! ¡Y qué bonito escribe! Sí, pues, eso fue muy correcto, liberarlo del compromiso si él así lo quería. Eso fue muy propio de Lucy. ¡Po­bre criatura! Con todo el corazón querría poder con­seguirle un beneficio... Mire, me llama querida señora Jennings. Es una de las mejores muchachas que existe... Muy bien, le digo. Esa frase está muy bien armada. Sí, sí, por supuesto que iré a verla. ¡Qué atenta, piensa en todo el mundo! Gracias, que­rida, por mostrármela. Es una de las cartas más bo­nitas que yo haya visto, y habla muy bien de la inteligencia y los sentimientos de Lucy.
    CAPITULO XXXIX

    Las señoritas Dashwood llevaban ya algo más de dos meses en la ciudad, y la impaciencia de Marianne por irse aumentaba de día en día. Añoraba el aire, la libertad, la tranquilidad del campo; y se imagina­ba que si algún lugar podía traerle paz, ese lugar era Barton. No era menor la ansiedad de Elinor, cuyo deseo de partir de inmediato era menor al de Ma­riano sólo en la medida en que estaba consciente de las dificultades de un viaje tan largo, algo que la última se negaba a admitir. No obstante, comenzó a pensar seriamente en llevarlo a cabo, y ya había mencionado sus deseos a su gentil anfitriona, que se resistió a ellos con toda la elocuencia de su bue­na voluntad, cuando surgió una posibilidad que, aun­que aún las mantenía lejos del hogar durante algunas semanas más, en conjunto le pareció a Elinor mu­cho más conveniente que ningún otro plan. Los Pal­mer se irían a Cleveland más o menos a fines de marzo, por Pascua de Resurrección; y la señora Jen­nings, junto a sus dos amigas, recibieron una muy cálida invitación de Charlotte para acompañarlos. En sí mismo, este ofrecimiento no habría sido suficien­te para la delicadeza de la señorita Dashwood; pero como fue respaldado por una muy real cortesía de parte del señor Palmer, y a ello se sumó la enorme mejoría que había experimentado su trato hacia ellas desde que se supo que su hermana pasaba por mo­mentos muy desdichados, pudo aceptarlo con gran placer.
    Cuando le dijo a Marianne lo que había hecho, sin embargo, la primera a reacción que tuvo no fue muy auspiciosa.
    -¡Cleveland! -exclamó muy agitada-. No, no puedo ir a Cleveland.
    -Te olvidas -le respondió Elinor gentilmente ­que la casa de Cleveland no está... que no está en las vecindades de...
    -Pero es en Somersetshire... Yo no puedo ir a Somersetshire... Ahí, adonde tanto deseé ir... No, Elinor, no puedes pretender que vaya allá.
    Elinor no quiso discutir sobre la conveniencia de superar tales sentimientos; se limitó a esforzar­se en contrarrestarlos recurriendo a otros; y, así, le pintó ese viaje como una forma de fijar el plazo en que podrían volver donde su querida madre, a quien tanto deseaba ver, de la manera más conve­niente y cómoda, y quizá sin gran tardanza. Des­de Cleveland, que estaba a unas pocas millas de Bristol, la distancia a Barton no era más de un día de viaje, aunque fuera un largo día; y el criado de su madre podía fácilmente ir ahí para acompañar­las; y como no tendrían que quedarse en Cleve­land más de una semana, podrían estar de vuelta en casa en poco más de tres semanas a contar de ese momento. Como el cariño de Marianne por su madre era sincero, debía vencer, con muy pocas dificultades, los males imaginarios que ella había puesto en acción.
    La señora Jennings estaba tan lejos de sentirse hastiada de sus huéspedes, que las instó con gran vehemencia a que volvieran con ella a su casa des­de Cleveland. Elinor le agradeció la atención, pero ésta no consiguió cambiar sus planes; y con el in­mediato acuerdo de su madre, tomaron todas las providencias necesarias para volver al hogar en las mejores condiciones posibles; y Marianne encon­tró un cierto alivio en poner por escrito las horas que aún la separaban de Barton.
    -¡Ah, coronel! No sé qué haremos, usted y yo, sin las señoritas Dashwood -fueron las palabras que le dirigió la señora Jennings la primera vez que él la visitó tras haberse fijado la partida de Elinor y Marianne-, porque están decididas a volver a su casa desde donde los Palmer; ¡y qué solitarios es­taremos cuando yo vuelva acá! ¡Dios! Nos sentare­mos a mirarnos con la boca abierta, más aburridos que un par de gatos.
    Quizá la señora Jennings tenía la esperanza de que este expresivo boceto de su futuro hastío lo incitara a hacer esa proposición que le permitiría liberarse de tal destino; y si así era, poco después tuvo motivos para pensar que había logrado su ob­jetivo; pues al acercarse Elinor a la ventana para tomar de manera más expedita las medidas de un grabado que iba a copiar para su amiga, él la si­guió con una mirada particularmente significativa y conversó con ella durante varios minutos. Tam­poco el efecto que tuvo esta conversación en la joven escapó a la observación de la señora Jen­nings, pues aunque era demasiado digna para es­tar escuchando, e incluso para no escuchar se había cambiado de lugar a uno cercano al piano donde Marianne estaba tocando, no pudo evitar ver que Elinor mudaba de color, escuchaba con gran agi­tación y estaba demasiado concentrada en lo que él decía para seguir con su labor. Confirmando aún más sus esperanzas, en el intervalo en que Marian­ne cambiaba de una lección a otra no pudo evitar que llegaran a sus oídos algunas de las palabras del coronel, con las cuales parecía estar excusán­dose por el mal estado de su casa. Esto eliminó toda duda en ella. Le extrañó, es cierto, que él pen­sara que ello era necesario, pero supuso que sería la etiqueta correcta. No pudo distinguir la respuesta de Elinor, pero a juzgar por el movimiento de sus labios, parecía pensar que ésa no era una objeción de peso; y la señora Jennings la alabó en su cora­zón por su honestidad. Siguieron hablando luego sin que pudiera captar ni una palabra más, cuan­do otra afortunada pausa en la ejecución de Ma­rianne le hizo llegar estas palabras en la tranquila voz del coronel:
    -Temo que no pueda realizarse muy pronto.
    Atónita y espantada ante palabras tan poco pro­pias de un enamorado, estuvo casi a punto de ex­clamar a viva voz, “¡Dios! ¡Y qué trabas podría haber!”; pero frenando su impulso, se limitó a ex­clamar para sí: “¡Qué extraño! Seguro que no ne­cesita esperar a ser más viejo”.
    Esta tardanza de parte del coronel, sin embar­go, no pareció ofender ni mortificar en lo más mí­nimo a su hermosa compañera, pues cuando poco después terminaban de conversar y se separaban en distintas direcciones, la señora Jennings escu­chó claramente a Elinor diciendo, con voz que mostraba que sentía lo que decía:
    -Para siempre me sentiré en deuda con usted.
    La señora Jennings se sintió encantada ante esta muestra de gratitud, y tan sólo se extrañó de que el coronel, tras escuchar tales palabras, pudiera des­pedirse, según lo hizo de inmediato, con la mayor sangre fría, ¡y marcharse sin responderle nada! Ja­más habría pensado que su viejo amigo sería un pretendiente tan poco entusiasta.
    Lo que realmente hablaron entre ellos, fue como sigue:
    -He sabido -dijo él, con enorme piedad- de la injusticia cometida con su amigo, el señor Fe­rrars, por su familia; si estoy en lo cierto, lo han proscrito completamente por persistir en su com­promiso con una joven muy meritoria. ¿Se me ha informado bien? ¿Es así?
    Elinor le respondió que así era.
    -La crueldad, la grosera crueldad -replicó él, con gran emoción- de dividir, o intentar dividir a dos jóvenes que se quieren, es terrible. La señora Ferrars no sabe lo que puede estar haciendo, a lo que puede llevar a su hijo. Dos o tres veces he visto al señor Ferrars en Harley Street, y me agra­da mucho. No es un joven al que se pueda llegar a conocer íntimamente en poco tiempo, pero lo he visto lo suficiente para desearle el bien por sus pro­pios méritos, y en cuanto amigo suyo, se lo deseo aún más. Entiendo que desea ordenarse. ¿Tendría la bondad de decirle que el beneficio de Delaford, que acaba de quedar vacante, según me han in­formado en el correo de hoy, es suyo si cree que vale la pena aceptarlo? Aunque, quizá, en las des­afortunadas circunstancias en que ahora se encuen­tra parecería insensato dudarlo. Sólo desearía que el beneficio fuera de mayor valor. Es una rectoría, pero pequeña; creo que el último titular no hacía más de doscientas libras al año, y aunque por su­puesto puede mejorar, temo que no en la canti­dad que le permitiría al señor Ferrars un ingreso muy holgado. No obstante, en las actuales circuns­tancias tendré mucho gusto en presentarlo. Por fa­vor, dígaselo.
    El asombro de Elinor ante este encargo difícil­mente habría sido mayor si el coronel en verdad le hubiera estado ofreciendo matrimonio. Tan sólo dos días atrás había pensado que Edward no tenía esperanza alguna de conseguir el cargo que le per­mitiría casarse, y ahora era suyo; ¡y ella, nada me­nos que ella, era la encargada de hacérselo saber! Su emoción fue grande, aunque la señora Jennings la hubiera atribuido a otra causa; y aun si en ella se mezclaban pequeños sentimientos menos puros, menos agradables, también sentía una enorme gra­titud y aprecio, que expresó en cálidas palabras, por la general benevolencia y los especiales senti­mientos de amistad que habían llevado al coronel a realizar ese gesto. Se lo agradeció de todo cora­zón, elogió ante él los principios y disposición de Edward de la manera en que creía se lo merecían, y prometió llevar a cabo el encargo con gran pla­cer, si en verdad era su deseo dar a otra persona una tarea tan agradable. Pero, al mismo tiempo, no pudo evitar pensar que nadie la cumpliría mejor que él. Era, en pocas palabras, una misión de la cual le habría gustado verse libre, por no infligir a Edward el dolor de recibir un favor de ella; pero el coronel Brandon, a quien guiaba idéntica deli­cadeza para preferir no hacerlo él mismo, parecía tan empeñado en que ella se hiciera cargo, que de ninguna manera quiso Elinor negarse. Pensaba que Edward aún se encontraba en la ciudad, y por for­tuna le había escuchado su dirección a la señorita Steele. Podía, entonces, cumplir con informarlo ese mismo día. Tras haberse acordado esto, el coronel Brandon comenzó a hablar de las ventajas que para él representaba haber conseguido un vecino tan respetable y agradable; y fue entonces que lamen­tó que la casa fuera pequeña y de regular calidad, un problema al cual Elinor, tal como la señora Jen­nings supuso que había hecho, no dio mayor im­portancia, al menos en lo concerniente al tamaño de la vivienda.
    -A mi ver -le dijo-, no significará ningún in­conveniente para ellos el que la casa sea peque­ña, porque será proporcional a su familia y a sus ingresos.
    El coronel se sorprendió al descubrir que ella pensaba en el matrimonio de Edward como la consecuencia directa de la propuesta, pues no imagi­naba posible que el beneficio de Delaford pudiera aportar el tipo de ingreso con el que alguien acos­tumbrado al estilo de vida del joven se atrevería a establecerse, y así lo dijo.
    -Esta pequeña rectoría no da más que para man­tener al señor Ferrars como soltero; no le permite casarse. Lamento decir que mi patrocinio termina aquí, y tampoco mi participación va más allá. Sin embargo, si por alguna imprevista casualidad estu­viera en mi poder prestarle un nuevo servicio, ten­dría que haber cambiado mucho mi opinión sobre él si en ese momento no estuviera tan dispuesto a serle útil como sinceramente quisiera poder serlo ahora. Lo que hoy hago parece escaso, dado que le permite avanzar tan poco hacia el que debe ser su principal, su único motivo de felicidad. Su matrimo­nio todavía debe seguir siendo un bien lejano; al menos, temo que no pueda realizarse muy pronto.
    Tal fue la frase que, al equivocar su sentido, ofendió de manera tan justa los delicados senti­mientos de la señora Jennings; pero tras este rela­to de lo que en verdad ocurrió entre el coronel Brandon y Elinor mientras estaban junto a la ven­tana, la gratitud expresada por ésta al separarse quizá aparezca, en general, no menos razonable­mente encendida ni menos adecuadamente enun­ciada que si su causa hubiera sido una oferta de matrimonio.


    CAPITULO XL

    -Bien, señorita Dashwood -dijo la señora Jennings con una sonrisa sagaz apenas se hubo ido el ca­ballero-, no le preguntaré lo que le ha estado di­ciendo el coronel, pues aunque, por mi honor, in­tenté no escuchar, no pude evitar oír lo suficiente para entender lo que él pretendía. Le aseguro que nunca en mi vida he estado más contenta, y le de­seo de todo corazón que ello la alegre.
    -Gracias, señora -dijo Elinor-. Es motivo de gran alegría para mí, y siento que hay una gran sensibilidad en la bondad del coronel Brandon. No muchos hombres actuarían como él lo ha hecho. ¡Pocos tienen un corazón tan compasivo! En toda mi vida había estado tan asombrada.
    -¡Buen Dios, querida, qué modesta es usted! A mí no me extraña en absoluto, porque ahora últi­mo he pensado muchas veces que era muy pro­bable que ocurriera.
    -Usted juzgaba a partir de la benevolencia ge­neral del coronel; pero al menos no podía prever que la oportunidad se presentaría tan pronto.
    -¡La oportunidad! -repitió la señora Jennings-. ¡Ah! En cuanto a eso, una vez que un hombre se ha decidido en estas cosas, se las arreglará de una u otra forma para encontrar una oportunidad. Bien, querida, la felicito nuevamente; y si alguna vez ha habido una pareja feliz en el mundo, creo que pronto sabré dónde buscarla.
    -Piensa ir a Delaford tras ellos, supongo -dijo Elinor con una débil sonrisa.
    -Claro, querida, por supuesto lo haré. Y en cuanto a que la casa no sea buena, no sé a qué se referiría el coronel, porque es de las mejores que he visto.
    -Decía que necesitaba algunas reparaciones.
    -Bien, ¿y de quién es la culpa? ¿Por qué no la repara? ¿Quién sino él tendría que hacerlo?
    Las interrumpió la entrada del criado, con el anuncio de que el carruaje ya estaba en la puerta; y la señora Jennings, preparándose de inmediato para salir, dijo:
    -Bien, querida, tengo que irme antes de haber dicho ni la mitad de lo que quería. Pero podre­mos conversarlo en detalle en la noche, porque es­taremos solas. No le pido que venga conmigo, porque me imagino que tiene la mente demasiado llena para querer compañía; y, además, debe estar ansiosa de ir a contarle todo a su hermana.
    Marianne había abandonado la habitación an­tes de que empezaran a conversar.
    -Por supuesto, señora, se lo contaré a Marianne; pero por el momento no se lo mencionaré a na­die más.
    -¡Ah, está bien! -dijo la señora Jennings algo desilusionada-. Entonces no querrá que se lo cuen­te a Lucy, porque pienso llegar hasta Holborn hoy.
    -No, señora, ni siquiera a Lucy, si me hace el favor. Una tardanza de un día no significará mu­cho; y hasta que no le escriba al señor Ferrars, pienso que no hay que mencionárselo a nadie más. Lo haré de inmediato. Es importante no per­der tiempo en lo que a él concierne, porque, por supuesto, tendrá mucho que hacer con su orde­nación.
    Este discurso al comienzo dejó extremadamente perpleja a la señora Jennings. Al principio no en­tendió por qué había que escribirle a Edward so­bre el asunto con tanto apuro. Unos momentos de reflexión, sin embargo, tuvieron como resultado una muy feliz idea, que le hizo exclamar:
    -¡Ahá! Ya la entiendo. El señor Ferrars va a ser el hombre. Bien, mejor para él. Claro, por supues­to que tiene que apurarse en tomar las órdenes; y me alegra mucho que las cosas estén tan adelan­tadas entre ustedes. Pero, querida, ¿no es algo inusitado? ¿No debiera ser el coronel quien le es­criba? Seguro que él es la persona adecuada.
    Elinor no entendió el sentido de las primeras palabras de la señora Jennings, y tampoco le pa­reció que valía la pena preguntarlo; y así, respon­dió sólo a la parte final.
    -El coronel Brandon es un hombre tan delicado, que preferiría que fuera cualquier otra persona la que le comunique sus intenciones al señor Fernars.
    -Y entonces usted tiene que hacerlo. Bueno, ¡ésa si que es una curiosa delicadeza! Pero -añadió al ver que se preparaba a escribir- no la molestaré más. Usted conoce mejor sus propios asuntos. Así que adiós, querida. Es la mejor noticia que he tenido des­de que Charlotte dio a luz.
    Y partió, sólo para volver en un instante.
    -Acabo de acordarme de la hermana de Betty, querida. Estaría feliz de conseguirle un ama tan buena. Pero en verdad no sé si servirá para don­cella de una dama. Es una excelente mucama, y maneja muy bien la aguja. Pero usted decidirá todo eso a su debido tiempo.
    -Por supuesto, señora -replicó Elinor, sin es­cuchar mucho lo que le decían, y más deseosa de estar sola que de dominar el tema.
    Cómo comenzar, cómo expresarse en su nota a Edward, era todo lo que le preocupaba ahora. Las peculiares circunstancias existentes entre ellos hacían difícil eso que a cualquier otra persona le habría resultado lo más fácil del mundo; pero ella temía por igual decir demasiado o demasiado poco, y se quedó pensando frente al papel, con la plu­ma en la mano, hasta que la interrumpió la entra­da del mismo Edward.
    Había ido a dejar su tarjeta de despedida y se había encontrado en la puerta con la señora Jennings, cuando ésta se dirigía al carruaje; y ella, tras excusarse por no devolverse con él, lo ha­bía obligado a entrar diciéndole que la señorita Dashwood estaba arriba y quería hablar con él so­bre un asunto muy especial.
    Recién Elinor había estado felicitándose en me­dio de sus vacilaciones, pensando que por difícil que pudiera ser expresarse adecuadamente por escrito, al menos era preferible a dar información de pala­bra, cuando la repentina entrada de su visitante la sorprendió y confundió de gran manera, obligándola a un nuevo esfuerzo, quizá el mayor de todos. No lo había visto desde que se había hecho público su compromiso y, por tanto, desde que él se había en­terado de que ella ya lo sabía; y esto, sumado a su conciencia de lo que había estado pensando, y a lo que tenía que decirle, la hizo sentirse especialmen­te incómoda durante algunos minutos. También Ed­ward estaba perturbado, y se sentaron uno frente al otro en una situación que prometía ser inconfor­table. El no podía recordar si se había excusado por su intrusión al entrar en la habitación; pero, para mayor seguridad, lo hizo formalmente tan pronto pudo decir palabra, tras tomar asiento.
    -La señora Jennings me informó -dijo- que us­ted deseaba hablarme; al menos, eso fue lo que entendí... o de ninguna manera le habría impues­to mi presencia en esta forma; aunque, al mismo tiempo, habría lamentado mucho abandonar Lon­dres sin haberla visto a usted y a su hermana; en especial considerando que con toda seguridad transcurrirá un buen tiempo... no es probable que tenga luego el placer de verlas otra vez. Parto a Oxford mañana.
    -No se habría ido, sin embargo -dijo Elinor, re­cuperándose y decidida a terminar lo antes posi­ble con aquello que tanto temía-, sin haber recibi­do nuestros mejores parabienes, aunque no hubié­ramos podido ofrecérselos personalmente. La señora Jennings estaba muy en lo cierto en lo que dijo. Tengo algo importante que comunicarle, que estaba a punto de informarle por escrito. Me han encomendado la más grata tarea -respiraba algo más rápido de lo acostumbrado al hablar-. El co­ronel Brandon, que estuvo acá hace tan sólo diez minutos, me ha encargado decirle que, sabiendo que usted piensa ordenarse, tiene el enorme pla­cer de ofrecerle el beneficio de Delaford, que aca­ba de quedar vacante, y que tan sólo desearía que fuera de mayor valor. Permítame felicitarlo por te­ner un amigo tan digno y prudente, y unirme a su deseo de que el beneficio, que alcanza a alrede­dor de doscientas libras al año, representara una suma más considerable, una que le permitiera... dado que puede ser algo más que una plaza tem­poral para usted... en pocas palabras, una que le permitiera cumplir todos sus deseos de felicidad.
    Como Edward no fue capaz de decir por sí mis­mo lo que sintió, difícilmente puede esperarse que otro lo diga por él. En apariencia, mostraba todo el asombro que una información tan inesperada, tan insospechada no podía dejar de producir; pero tan sólo dijo estas tres palabras:
    -¡El coronel Brandon!
    -Sí -continuó Elinor, sintiéndose más decidida ahora que, al menos en parte, ya había pasado lo peor-; el coronel Brandon desea testimoniarle así su preocupación por los últimos sucesos, por la cruel situación en que lo ha puesto la injustifica­ble conducta de su familia... una preocupación que le aseguro compartimos Marianne, yo y todos sus amigos; y también lo ofrece como prueba de la alta estima en que lo tiene a usted, y en especial como signo de su aprobación por el comportamiento que usted ha tenido en esta ocasión.
    -¡El coronel Brandon me ofrece a mí un bene­ficio! ¿Es posible, acaso?
    -La falta de generosidad de sus parientes lo lleva a asombrarse de encontrar amistad en otras partes.
    -No -replicó él, formándose una repentina idea sobre lo que debía haber ocurrido-, no de encon­trarla en usted, porque no puedo ignorar que a us­ted, a su bondad, debo todo esto. Lo que siento... si pudiera, lo expresaría; pero, como usted bien sabe, no soy orador.
    -Está muy equivocado. Le aseguro que lo debe enteramente, al menos casi por completo, a su pro­pio mérito, y a la percepción que de él tiene el co­ronel Brandon. No he tenido injerencia alguna en esto. Ni siquiera sabía, hasta que me comunicó sus planes, que el beneficio estaba vacante; y tampoco se me había ocurrido que él pudiera otorgar tal be­neficio. En tanto amigo mío y de mi familia, puede que quizá... de hecho estoy segura de que su pla­cer en otorgarlo es mayor; pero, le doy mi palabra, usted no debe nada a ninguna mediación mía.
    En honor a la verdad, debía reconocer una par­ticipación, aunque fuera pequeña, en la acción; pero al mismo tiempo era tan poco lo que desea­ba aparecer como la benefactora de Edward, que lo admitió con vacilaciones, lo que probablemen­te contribuyó a que en la mente de él se fijara esa idea que recién le había aparecido como sospecha. Durante algunos momentos después de que Elinor terminó de hablar, se mantuvo sumido en sus pen­samientos; finalmente, como haciendo un esfuer­zo, dijo:
    -El coronel Brandon parece un hombre de gran valer y respetabilidad. Siempre he escucha­do hablar de él en esos' términos, y sé que el se­ñor Dashwood, su hermano, lo estima mucho. Sin duda es un hombre de gran sensatez y un per­fecto caballero en sus modales.
    -Es cierto -replicó Elinor-, y estoy segura de que, al conocerlo mejor, descubrirá que es todo eso que usted ha escuchado sobre él; y como serán vecinos tan cercanos (porque entiendo que la rec­toría es casi colindante con la casa principal), es especialmente importante que sí lo sea.
    Edward no respondió; pero cuando ella volvió la cabeza hacia otro lado, la miró de manera tan seria, tan intensa, tan poco alegre, que con sus ojos parecía decir que, a partir de ese momento, él ha­bría deseado que la distancia entre la rectoría y la mansión fuera mucho mayor.
    ¿El coronel Brandon, según creo, se aloja en St. James Street? -le dijo poco después, levantán­dose de su asiento.
    Elinor le dio el número de la casa.
    -Debo apresurarme, entonces, para manifestarle la gratitud que a usted no he podido ofrecer; para asegurarle que me ha hecho muy... enormemente feliz.
    Elinor no procuró retenerlo; y se separaron des­pués de que ella le hubo asegurado muy formal­mente sus más firmes deseos de felicidad en todos los cambios de circunstancias que debiera vivir; y que él hizo algunos esfuerzos por corresponder los mismos buenos deseos, aunque sin saber bien cómo expresarlos.
    “Cuando lo vuelva a ver”, se dijo Elinor mien­tras la puerta se cerraba tras él, “lo que veré será el marido de Lucy”.
    Y con este agradable vaticinio se sentó a recon­siderar el pasado, recordar las palabras e intentar comprender los sentimientos de Edward; y, por su­puesto, a reflexionar sobre su propio descontento.
    Cuando la señora Jennings volvió a casa, aun­que venía de ver a gente que nunca había visto antes y sobre la que, por tanto, debía tener mu­cho que decir, tenía la mente tanto más llena del importante secreto en su poder que de cualquier otra cosa, que retomó el tema apenas apareció Elinor.
    -Bien, querida -exclamó-, le envié al joven. Estuvo bien, ¿verdad? Y supongo que no se topó con mayores dificultades. ¿No lo encontró dema­siado reacio a aceptar su propuesta?
    -No, señora; no era de esperar tal cosa.
    -Bien, ¿y cuando estará preparado? Pues pare­ce que todo depende de eso.
    -En realidad -dijo Elinor-, sé tan poco de esta clase de formalidades, que difícilmente puedo ha­cer conjeturas sobre el tiempo o la preparación que se requiera; pero supongo que en dos o tres me­ses podrá completar su ordenación.
    -¿Dos o tres meses? -exclamó la señora Jen­nings-. ¡Dios mío, querida! ¡Y lo dice con tanta cal­ma! ¡Y el coronel debiendo esperar dos o tres meses! ¡Que Dios me libre! Creo que yo no ten­dría paciencia. Y aunque cualquiera estaría muy contento de hacerle un favor al pobre señor Fe­rrars, de verdad pienso que no vale la pena espe­rarlo dos o tres meses. Seguro que se podrá encontrar a alguien más que sirva igual... alguien que ya haya recibido las órdenes.
    -Mi querida señora -dijo Elinor-, ¿de qué está hablando? Pero, si el único objetivo del coronel Brandon es prestarle un servicio al señor Ferrars.
    -¡Que Dios la bendiga, querida mía! ¡No creo que esté tratando de convencerme de que el coro­nel se casa con usted para darle diez guineas al señor Ferrars!
    Tras esto el engaño no pudo continuar, y de inmediato dio paso a una explicación que en el momento divirtió enormemente a ambas, sin pér­dida importante de felicidad para ninguna de las dos, porque la señora Jennings se limitó a cambiar una alegría por otra, y todavía sin abandonar sus expectativas respecto de la primera.
    -Sí, sí, la rectoría no deja de ser pequeña -dijo, tras la primera efervescencia de su sorpresa y sa­tisfacción-, y probablemente necesite reparaciones; ¡pero escuchar a un hombre disculpándose, tal como lo pensé, por una casa que, por lo que sé, tiene cinco salas de estar en el primer piso y, se­gún creo haberle escuchado al ama de llaves, tie­ne cabida para quince camas...! ¡Y para usted también, acostumbrada a vivir en la casita de Bar­ton! Parecía tan ridículo. Pero, querida, debemos sugerirle al coronel que haga algo en la rectoría, que la acomode para ellos antes de que llegue Lucy.
    -Pero el coronel Brandon no parece creer que el beneficio sea suficiente para permitirles casarse.
    -El coronel es un papanatas, querida; como él tiene dos mil libras al año para vivir, cree que na­die puede casarse con menos. Le doy mi palabra de que, si estoy viva, haré una visita a la rectoría de Delaford antes de la fiesta de san Miguel; y créa­me que no iré si Lucy no está allí.
    Elinor era de la misma opinión en cuanto a que probablemente no iban a esperar más.


    CAPITULO XLI

    Después de haber ido a agradecer al coronel Bran­don, Edward se dirigió a casa de Lucy con su feli­cidad a cuestas; y ésta era tan grande cuando llegó a Bartlett's Buildings, que al día siguiente la joven pudo asegurarle a la señora Jennings, que la había ido a visitar para felicitarla, que nunca antes en toda su vida lo había visto tan contento.
    Por lo menos la felicidad de Lucy y su estado de ánimo no dejaban lugar a dudas, y con gran entusiasmo se unió a la señora Jennings en sus expectativas de un grato encuentro en la rectoría de Delaford antes del día de san Miguel. Al mis­mo tiempo, estaba tan lejos de negar a Elinor el crédito que Edward le daría, que se refirió a su amistad por ambos con la más entusiasta gratitud, estaba pronta a reconocer cuánto le debían, y de­claró abiertamente que ningún esfuerzo, presente o futuro, que realizara la señorita Dashwood en bien de ellos la sorprendería, puesto que la creía capaz de cualquier cosa por aquellos a quienes realmente apreciaba. En cuanto al coronel Bran­don, no sólo estaba dispuesta a adorarlo como a un-santo, sino que, más aún, verdaderamente de­seaba que en todas las cosas terrenales se lo tra­tara como tal; deseaba que las contribuciones que recibía aumentaran al máximo; y secretamente decidió que, una vez en Delaford, se valdría lo más posible de sus criados, su carruaje, sus vacas y sus gallinas.
    Había transcurrido ya una semana desde la vi­sita de John Dashwood a Berkeley Street, y como desde entonces no habían tenido ninguna noticia sobre la indisposición de su esposa más allá de una averiguación verbal, Elinor comenzó a sentir que era necesario hacerle una visita. Sin embargo, tal obligación no sólo iba en contra de sus propias in­clinaciones, sino que, además, no encontraba nin­gún estímulo en sus compañeras. Marianne, no satisfecha con negarse absolutamente a ir, inten­tó con todas sus fuerzas impedir que fuera su her­mana; y en cuanto a la señora Jennings, aunque su carruaje estaba siempre al servicio de Elinor, era tanto lo que le disgustaba la señora de John Dashwood, que ni la curiosidad de ver cómo esta­ba tras el tardío descubrimiento, ni su intenso de­seo de agraviarla tomando partido por Edward, pudieron vencer su renuencia a estar de nuevo en su compañía. Como resultado, Elinor partió sola a una visita que nadie podía tener menos deseos de hacer, y a correr el riesgo de un tête-à-tête con una mujer que a nadie podía desagradarle con más motivos que a ella.
    Le dijeron que la señora Dashwood no estaba; pero antes de que el carruaje pudiera devolverse, por casualidad salió su esposo. Manifestó gran pla­cer en encontrarse con Elinor, le dijo que en ese momento iba a visitarlas a Berkeley Street, y ase­gurándole que Fanny estaría feliz de verla, la invi­tó a entrar.
    Subieron hasta la sala. No había nadie allí.
    -Supongo que Fanny está en su habitación -le dijo-; iré a buscarla de inmediato, porque estoy se­guro de que no tendrá ningún inconveniente en verte a ti ... lejos de ello, en realidad. Especialmen­te ahora... pero, de todos modos, tú y Marianne siempre fueron sus favoritas. ¿Por qué no vino Ma­rianne?
    Elinor la disculpó lo mejor que pudo.
    -No lamento verte a ti sola -replicó él-, por­que tengo mucho que hablar contigo. Este beneficio del coronel Brandon, ¿es verdad? ¿Realmente se lo ha ofrecido a Edward? Lo escuché ayer por ca­sualidad, e iba a verte con el propósito de averi­guar más sobre ello.
    -Es completamente cierto. El coronel Brandon le ha dado el beneficio de Delaford a Edward.
    -¿Es posible? ¡Qué increíble! ¡No hay ninguna relación, ningún parentesco entre ellos! ¡Y ahora que los beneficios se negocian a un precio tan alto! ¿Cuánto da éste?
    -Cerca de doscientas libras al año.
    -Muy bien, y para la siguiente postulación a un beneficio de ese valor, suponiendo que el último titular haya sido viejo y de mala salud, y lo fuera a dejar vacante luego, podría haber conseguido, digamos, mil cuatrocientas libras. ¿Y cómo es po­sible que no arreglara ese asunto antes de que mu­riera esta persona? Por supuesto, ahora es muy tarde para venderlo, ¡pero alguien con el juicio del coronel Brandon! ¡Me extraña que haya sido tan poco previsor en algo por lo que es tan usual, tan natural preocuparse! Bien, estoy convencido de que casi todos los seres humanos tienen enormes in­congruencias. Pensando en ello, sin embargo, su­pongo que esto puede ser lo que ha ocurrido: Edward mantendrá el beneficio hasta que la per­sona a quien el coronel realmente ha vendido la postulación tenga la edad suficiente para hacerse cargo de él. Sí, sí, es lo que ha ocurrido, puedes estar segura.
    Elinor lo contradijo, sin embargo, terminante­mente; y lo obligó a aceptar su autoridad en la ma­teria contándole que el coronel Brandon le había encomendado a ella transmitir su ofrecimiento a Edward y, por tanto, tenía que entender bien los términos en que había sido hecho.
    -¡Es en verdad asombroso! -exclamó él, des­pués de escuchar sus palabras-. ¿Y qué motivo ha­brá tenido el coronel para hacerlo?
    -Uno muy sencillo: ayudar al señor Ferrars.
    -Bien, bien; sea lo que fuere el coronel Bran­don, ¡Edward Ferrars es un hombre afortunado! Sin embargo, no le menciones a Fanny este asunto; porque aunque lo ha sabido por mí y lo ha toma­do bastante bien, no querrá oír hablar mucho de ello.
    En este punto le costó algo a Elinor refrenarse de observar que, a su parecer, Fanny bien podría haber sobrellevado con compostura la adquisición de un capital por parte de su hermano a través de medios que no significaban un empobrecimiento ni para ella ni para su hijo.
    -La señora Ferrars -añadió él, bajando la voz a un tono acorde con la importancia del tema­ hasta ahora no sabe nada de esto, y creo que será mejor ocultárselo mientras sea posible. Cuando se realice la boda, temo que deberá enterarse de todo.
    -Pero, ¿por qué habría de tomarse tales precau­ciones? Aunque no se debiera suponer que la se­ñora Ferrars pueda tener la menor satisfacción al saber que su hijo tiene el dinero suficiente para vi­vir... tal cosa sería impensable; pero, ¿por qué, des­pués de lo que hizo, debe suponerse que a ella le importe algo? Ha terminado con su hijo, lo ha ex­pulsado de su lado para siempre y ha hecho que todos aquellos sobre quienes tiene influencia ha­gan lo mismo. Con toda seguridad, después de ha­ber hecho esto no es posible imaginarla capaz de sentir alguna pena o alegría relacionada con él..., no puede interesarle nada que le acontezca. ¡No será tan inconsistente como para despreocuparse del bienestar de un hijo, y luego seguir preocupán­dose por él como lo haría una madre!
    -¡Ay, Elinor! -dijo John-. Tu razonamiento es bueno, pero en su base hay ignorancia de lo que es la naturaleza humana. Cuando se lleve a cabo la infortunada unión de Edward, no te quepa duda de que su madre sufrirá tanto como si nunca lo hubie­ra arrojado de su lado; por ello, mientras sea posi­ble, es necesario ocultarle todas las circunstancias que puedan adelantar ese terrible momento. La señora Ferrars nunca podrá olvidar que Edward es su hijo.
    -Me sorprendes; habría creído que a estas al­turas ya casi se le había borrado de la memoria.
    -Estás completamente equivocada. La señora Ferrars es una de las madres más afectuosas que existen.
    Elinor guardó silencio.
    -Ahora -dijo el señor Dashwood tras una bre­ve pausa-, estamos pensando que Robert se case con la señorita Morton.
    Elinor, sonriendo ante el tono grave e impor­tantísimo de la voz de su hermano, le respondió muy tranquila:
    -La dama, me imagino, no tiene opción en esto.
    -¡Opción! ¿Qué quieres decir?
    -Todo lo que quiero decir es que supongo, por tu forma de hablar, que a la señorita Morton le debe dar lo mismo casarse con Edward o con Robert.
    -Por supuesto que no hay diferencia alguna; porque ahora Robert, para todos los efectos y pro­pósitos, será considerado el hijo mayor; y en lo de­más, ambos son jóvenes muy agradables... no he sabido que uno sea superior al otro.
    Elinor no dijo nada más, y John también guar­dó silencio durante algunos instantes. Puso fin a sus reflexiones de la siguiente forma:
    -De una cosa, mi querida hermana -le dijo to­mándole una mano cariñosamente y hablándole en un impresionante susurro-, puedes estar segura: y te la haré saber, porque sé que te agradará. Tengo buenas razones para creer... en verdad, lo sé de la mejor fuente o no lo repetiría, porque en caso con­trario sería muy incorrecto mencionarlo... pero lo sé de la mejor fuente... no que se lo haya escu­chado decir exactamente a la misma señora Ferrars, pero su hija sí lo hizo, y ella me lo contó a mí... que, en resumen, más allá de las objeciones que pudo haber contra cierta... cierta unión... ya me entiendes... la señora Ferrars la habría preferido mil veces, no la habría molestado ni la mitad que ésta. Me sentí extremadamente contento de saber que lo veía desde esa perspectiva... una circunstancia muy gratificante, te imaginarás, para todos noso­tros. “No habría tenido punto de comparación”, dijo, “de dos males, el menor; y ahora estaría dis­puesta a transigir para que no ocurriese nada peor”. Pero todo eso está fuera de discusión: no hay que pensar en ello, ni mencionarlo; en lo referente a cualquier unión, ya lo sabes... no hay posibilidad alguna... todo eso ha terminado. Pero pensé con­tarte esto, porque sabía cuánto te complacería. No que tengas nada que lamentar, mi querida Elinor. No cabe duda de que lo estás haciendo muy bien... igual de bien o, si se toma en cuenta todo, quizá mejor... ¿Has estado con el coronel Brandon aho­ra último?
    Elinor había escuchado lo suficiente si no para gratificar su vanidad y elevar su autoestima, para agitar sus nervios y hacerla pensar; y le alegró, por tanto, que la entrada del señor Ferrars la salvara de tener que responder a tanta cosa y del peligro de escuchar más a su hermano. Tras charlar durante algunos momentos, John Dashwood, recor­dando que aún no había informado a Fanny sobre la presencia de su hermana, abandonó la habita­ción en su búsqueda. Y Elinor quedó allí con la tarea de mejorar su relación con Robert, el cual, con su alegre despreocupación, con la satisfecha autocomplacencia que le permitía disfrutar de un tan injusto reparto del amor y de la generosidad de su madre en perjuicio de su hermano exclui­do... amor y generosidad de los que se había he­cho merecedor tan sólo por su propia vida disipada y la integridad de ese hermano, confirmaba a Eli­nor en su más desfavorable opinión sobre su inte­ligencia y sentimientos.
    Apenas habían estado dos minutos a solas cuan­do él empezó a hablar de Edward, pues también había sabido del beneficio e hizo muchas pregun­tas al respecto. Elinor repitió los detalles que ya le había comunicado a John, y el efecto que tuvie­ron en Robert, aunque muy diferente, no fue me­nos fuerte. Se rió sin ninguna moderación. La idea de Edward transformado en clérigo y viviendo en una pequeña casa parroquial lo divertía sin lími­tes; y cuando a ello agregó la fantástica visión de Edward leyendo plegarias vestido con una sobre­pelliz blanca y haciendo las amonestaciones públi­cas del matrimonio de John Smith y Mary Brown, no pudo imaginarse nada más ridículo.
    Elinor, en tanto, aguardaba en silencio y con imperturbable gravedad, el fin de tales necedades, sin poder evitar que sus ojos se clavaran en él con una mirada que mostraba todo el desprecio que le infundía. Era una mirada, sin embargo, muy bien dirigida, porque alivió sus sentimientos sin darle a entender nada a él. Cuando él dejó de lado sus comentarios ingeniosos, no lo hizo llevado por ningún reproche de ella, sino por su propia sen­sibilidad.
    -Podemos bromear al respecto -dijo finalmen­te, recuperándose de las risas afectadas que habían alargado considerablemente la genuina alegría del momento-, pero, a fe mía, es algo muy serio. ¡Po­bre Edward! Está arruinado para siempre. Lo lamen­to enormemente, porque sé que es una criatura de muy buen corazón, tan bien intencionado como el que más. No debe juzgarlo, señorita Dashwood, basándose en lo poco que lo conoce. ¡Pobre Ed­ward! Es cierto que sus modales no son de lo más felices. Pero ya se sabe que no todos nacemos con las mismas capacidades, con el mismo porte. ¡Po­bre muchacho! ¡Imaginarlo entre extraños! ¡Qué cosa lamentable! Pero a fe mía que es de tan gran corazón como el mejor del reino; y le digo y le aseguro que nada me ha sacudido nunca tanto como esto que ha ocurrido. No podía creerlo. Mi madre fue la primera en decírmelo, y yo, sintien­do que debía actuar con decisión, de inmediato le dije: “Mi querida señora, no sé qué se propone ha­cer en estas circunstancias, pero en cuanto a mí, debo decirle que si Edward se casa con esta jo­ven, yo no lo volveré a mirar nunca más”. Eso fue lo que le dije de inmediato... ¡me sentía escandali­zado más allá de todo lo imaginable! ¡Pobre Ed­ward! ¡Se ha hundido por completo! ¡Se ha marginado para siempre de toda sociedad decen­te! Pero mientras se lo decía directamente a mi ma­dre, no me extrañaba en absoluto; es lo que se podía esperar de la educación que recibió. Mi po­bre madre casi enloqueció.
    -¿Ha visto alguna vez a la joven?
    -Sí, una vez, cuando estaba alojada en esta casa. Me había dejado caer por unos diez minutos, y me bastó con lo que vi de ella. Una simple muchacha pueblerina, desmañada, sin estilo ni ele­gancia, y casi sin ningún atractivo. La recuerdo per­fectamente. Justo el tipo de muchacha que habría creído capaz de cautivar al pobre Edward. Apenas mi madre me contó todo el asunto, de inmediato me ofrecí- a hablarle, a disuadirlo de la unión; pero, según pude darme cuenta, ya era demasiado tar­de para hacer algo, pues por desgracia no estuve ahí en los primeros momentos y no supe nada de lo ocurrido hasta después de la ruptura, cuando, ya sabe usted, no me correspondía interferir. Pero si se me hubiera informado unas pocas horas an­tes, probablemente habría podido hacer algo. De todas maneras le habría hecho ver las cosas a Edward con toda claridad. “Mi querido amigo”, le habría dicho, “piensa en lo que haces. Estás com­prometiéndote en la más desafortunada unión, que toda tu familia desaprueba de manera unánime”. En fin, no puedo evitar pensar que habría encon­trado alguna manera de lograrlo. Pero ahora es de­masiado tarde. Debe estar muerto de hambre, sabe usted; con toda seguridad, absolutamente muerto de hambre.
    Acababa de plantear este punto con gran com­postura cuando la llegada de la señora de John Dashwood puso fin al tema. Pero aunque ésta nun­ca lo mencionaba fuera de su propia familia, Elinor pudo ver cómo influía en su mente, visible en ese algo como expresión confundida que tenía al en­trar y en un intento de cordialidad en su trato ha­cia ella. Incluso llegó tan lejos como mostrarse afectada por el hecho de que Elinor y su hermana dejarían tan pronto la ciudad, y había confiado en verlas más; un esfuerzo en el cual su marido, que la había acompañado a la habitación y seguía cada una de sus palabras con aire enamorado, parecía encontrar todo lo que hay de más afectuoso y agra­ciado.


    CAPITULO XLII

    Otra corta visita a Harley Street, en la cual Elinor recibió las felicitaciones de su hermano por viajar hasta Barton sin incurrir en ningún gasto y por el hecho de que el coronel Brandon podría seguirlas a Cleveland en uno o dos días, completó el con­tacto de hermano y hermanas en la ciudad; y una débil invitación de Fanny a que fueran a Norland siempre que llegaran a pasar por ahí, que de to­das las cosas posibles era la menos probable, jun­to a una promesa más cálida, aunque menos pública, de John a Elinor respecto de una pronta visita a Delaford, fue todo lo que se dijo respecto de un futuro encuentro en el campo.
    Divertía a Elinor observar que todos sus ami­gos parecían decididos a enviarla a Delaford, de todos los lugares, precisamente el que ahora me­nos querría visitar o el último en que desearía vi­vir; pues no sólo su hermano y la señora Jennings lo consideraban su futuro hogar, sino que incluso Lucy, al despedirse, la invitó insistentemente a que la visitara allí.
    En los primeros días de abril, y en las prime­ras horas de la mañana, aunque tolerablemente temprano, los dos grupos, provenientes de Hanover Square y de Berkeley Street, salieron desde sus res­pectivos hogares para encontrarse en el camino, según lo habían convenido. Para comodidad de Charlotte y de su hijo echarían más de dos días en el viaje, y el señor Palmer, moviéndose de manera más expedita con el coronel Brandon, se les uni­ría en Cleveland poco después.
    Marianne, aunque escasas habían sido las ho­ras gratas pasadas en Londres y ansiosa como es­taba desde hacía tanto por alejarse de allí, llegado el momento no pudo evitar una gran pena al de­cir adiós a la casa donde por última vez había dis­frutado de aquellas esperanzas y aquella confianza en Willoughby que ahora se habían apagado para siempre. Tampoco pudo abandonar el lugar en que Willoughby se entregaba a nuevos compromisos y a nuevos planes en los que ella no tendría parte alguna, sin derramar copiosas lágrimas.
    La satisfacción de Elinor en el momento de la partida fue más real. Nada había en Londres que entretuviera sus pensamientos y permaneciera en sus recuerdos; a nadie dejaba atrás de quien sepa­rarse para siempre le significara ni un instante de pena; le alegraba liberarse de la persecución de la amistad de Lucy; estaba agradecida por alejar de allí a su hermana sin que se hubiese encontrado con Willoughby desde su matrimonio, y tenía pues­tas sus esperanzas en lo que unos pocos meses de tranquilidad en Barton podrían hacer para devol­ver la paz de espíritu a Marianne, y afianzar la suya propia.
    El viaje transcurrió sin contratiempos. El segun­do día los llevó al querido, o repudiado, condado de Somerset, que así aparecía por turnos en la ima­ginación de Marianne; y en la mañana del tercer día llegaron a Cleveland.
    Cleveland era una casa amplia, de moderna construcción, ubicada en la pendiente de una loma cubierta de pasto. No tenía parque, pero los jardi­nes de agrado eran de buen tamaño; y como cual­quier otro lugar de la misma importancia, tenía su monte bajo y su alameda; por un camino de grava lisa que circundaba una plantación se llegaba al frontis de la casa; el césped estaba salpicado de árboles; la casa misma se erguía al amparo de abe­tos, serbales y acacias, y todos juntos, entrevera­dos con altos chopos lombardos, formaban una espesa barrera que ocultaba la vista de las depen­dencias.
    Marianne entró en la casa con el corazón hen­chido de emoción por saberse a sólo ochenta mi­llas de Barton y a no más de treinta de Combe Magna; y antes de haber estado quince minutos entre sus muros, mientras los demás ayudaban a Charlotte, que deseaba mostrarle el niño al ama de llaves, salió de nuevo, escabulléndose por los si­nuosos senderos entre los arbustos que recién co­menzaban a reverdecer, para alcanzar un montículo distante; y allí, desde un templete griego, su mira­da, recorriendo una amplia zona de campiñas ha­cia el sudeste, pudo posarse tiernamente en las lejanas colinas recortadas contra el horizonte e ima­ginar que desde sus cumbres se alcanzaría a ver Combe Magna.
    En tales momentos de preciosa, incomparable angustia, se embriagó en lágrimas de agonía por estar en Cleveland; y al volver por caminos dife­rentes a la casa, sintiendo el feliz privilegio de gozar de la libertad del campo, de deambular de un lugar a otro en una soberana y lujosa soledad, re­solvió entregarse la mayor parte de las horas de todos los días que permanecería con los Palmeral placer de estos vagabundeos solitarios.
    Volvió justo a tiempo para unirse a los demás en el momento en que salían de la casa en una excursión por las inmediaciones; y el resto de la mañana pasó rápidamente mientras paseaban con toda calma por el huerto, examinando las enreda­deras en flor sobre los muros y escuchando al jar­dinero lamentarse por las plagas; recorrieron sin apuro el invernadero, donde la pérdida de sus plan­tas favoritas, incautamente expuestas _y quemadas por las heladas, hicieron reír a Charlotte; y visita­ron el corral de aves, donde encontró nuevos mo­tivos de regocijo en las rotas esperanzas de la moza: gallinas que abandonaban sus nidos, o se las ro­baba un zorro, o nidadas de prometedores pollue­los que morían antes de tiempo.
    Como la mañana había estado hermosa y sin humedad en el aire, Marianne, con sus proyectos de pasar la mayor parte del tiempo afuera, no pen­só que el clima podría cambiar durante su perma­nencia en Cleveland. Fue una gran sorpresa, entonces, encontrar que una tenaz lluvia le impe­día salir después de la cena. Había confiado en un paseo vespertino al templete griego, y quizá por todo el lugar, y un anochecer nada más que frío o hú­medo no la habría disuadido; pero una lluvia densa y persistente ni siquiera a ella podía parecerle un clima seco y agradable para una caminata.
    Los de la casa formaban un grupo pequeño, y las horas fueron pasando tranquilamente. La seño­ra Palmer tenía a su hijo y la señora Jennings sus bordados; hablaron de los amigos que habían de­jado atrás, organizaron los compromisos de lady Middleton y varias veces se preguntaron si el se­ñor Palmer y el coronel Brandon llegarían más allá de Reading esa noche. Elinor, aunque con escaso interés en la conversación, participaba en ella; y Marianne, que tenía el don de arreglárselas en cual­quier casa para llegar a la biblioteca, sin importar . cuánto la evitara la familia en general, muy pronto se agenció un libro.
    La señora Palmer no escatimaba nada que su constante buen humor y espíritu amistoso pudie­ran ofrecer para que sus invitadas se sintieran bien acogidas. La franqueza y cordialidad de su trato más que compensaba por esa falta de compostura y ele­gancia que a menudo la hacía fallar en las forma­lidades de la cortesía; conquistaba con su afabilidad, acreditada por su rostro tan lindo; sus necedades, aunque evidentes, no desagradaban porque no era presuntuosa; y Elinor le habría podido perdonar cualquier cosa, salvo su risa.
    La llegada de los dos caballeros al día siguien­te, a una cena muy tardía, aportó un grato aumen­to de la concurrencia y una muy bienvenida variación en las conversaciones, que una larga ma­ñana bajo la misma lluvia sostenida había reduci­do a niveles muy bajos.
    Elinor había visto tan poco al señor Palmer, y en ese poco había visto tanta diversidad en su tra­to a su hermana y a ella misma, que no sabía qué esperar de él al encontrarlo en su propia familia. Lo que encontró, sin embargo, fue un comporta­miento perfectamente caballeroso hacia todos sus invitados, y sólo en ocasiones áspero con su es­posa y la madre de ella; lo encontró muy capaz de ser una grata compañía, y lo único que le im­pedía serlo siempre era una excesiva capacidad de sentirse tan superior a la gente en general como debía creerse con respecto de la señora Jennings y de Charlotte. En cuanto a los restantes aspectos de su carácter y hábitos, no mostraban, hasta don­de Elinor alcanzaba a percibir, ningún rasgo inusual en personas de su sexo y edad. Le gustaba una buena mesa, pero no solía llegar a la hora; quería a su hijo, pero fingía desdén; y haraganeaba en la mesa de billar durante las mañanas en vez de dedicarlas a los negocios. En conjunto, sin embargo, a Elinor le gustaba mucho más de lo que había es­perado, y en su corazón no lamentaba que no le pudiera gustar más: no lamentaba que la observa­ción de su epicureísmo, su egoísmo y su presun­ción la llevaran a descansar con gusto en el recuerdo del generoso temple de Edward, sus gus­tos simples y tímidos sentimientos.
    En esos días Elinor tuvo noticias de Edward, o al menos de algunos sucesos relacionados con sus intereses, a través del coronel Brandon, que hacía poco había estado en Dorsetshire y que, dirigién­dose a ella al mismo tiempo como amiga desinte­resada del señor Ferrars y gentil confidente suya, le conversaba largamente sobre la rectoría de De­laford, describía sus deficiencias y- le contaba qué pensaba hacer para solucionarlas. Su comporta­miento hacia ella en esto, al igual que en todo lo demás; su sincero placer en verla tras una ausen­cia de tan sólo diez días; su disposición a conver­sar con ella y su respeto por sus opiniones, bien podían justificar que la señora Jennings estuviera convencida de que la quería, y quizá hasta habría bastado para que Elinor también lo sospechara si no creyera, como desde el comienzo, que Marian­ne seguía siendo su verdadera predilecta. Pero tal como eran las cosas, esa idea no se le habría pa­sado por la mente de no ser por las insinuaciones de la señora Jennings; y entre las dos, Elinor no podía evitar creerse mejor observadora: ella obser­vaba los ojos del coronel, en tanto la señora Jen­nings sólo pensaba en su comportamiento; y mientras sus miradas de ansiosa inquietud cuando Marianne comenzó a sentir los primeros síntomas de un fuerte resfrío manifestados en dolores de ca­beza y de garganta, al no estar expresadas en pa­labras escapaban completamente a la observación de la señora Jennings, ella podía descubrir en sus ojos los vivos sentimientos y la innecesaria alarma de un enamorado.
    Dos deliciosas caminatas vespertinas al tercer y cuarto día de su estancia allí, no sólo por la gra­va seca entre los arbustos sino por todo el lugar, y especialmente por los rincones más alejados, don­de había algo más de vida silvestre que en el res­to, donde los árboles eran más añosos y la hierba más larga y húmeda, habían producido en Marianne -con la ayuda de la enorme imprudencia de que­darse con las medias y los zapatos mojados pues­tos- un resfrío tan violento que, aunque durante un día o dos ella intentó restarle importancia o ne­garlo, terminó por imponerse a través de malesta­res cada vez mayores, hasta no poder seguir siendo ignorado ni por ella misma ni por el interés de los demás. De todos lados le llovieron recetas que, como siempre, fueron rechazadas. Aunque se sen­tía débil y afiebrada, con los miembros adoloridos, tos y la garganta áspera, un buen sueño durante la noche la sanaría por completo; y fue con bas­tantes dificultades que Elinor pudo persuadirla, cuando se fue a la cama, de probar uno o dos de los remedios más sencillos.


    CAPITULO XLIII

    Al día siguiente, Marianne se levantó a la hora acos­tumbrada; a todas las preguntas respondió que se encontraba mejor, e intentó convencerse a sí mis­ma de ello dedicándose a sus ocupaciones habi­tuales. Pero haber pasado un día completo sentada junto a la chimenea temblando de escalofríos, con un libro en la mano que era incapaz de leer, o echada en un sofá, decaída y sin fuerzas, no ha­blaba muy bien de su mejoría; y cuando por fin se fue temprano a la cama sintiéndose cada vez peor, el coronel Brandon quedó simplemente ató­nito ante la tranquilidad de Elinor, que aunque la atendió y cuidó durante todo el día, en contra de los deseos de Marianne y obligándola a tomar las medicinas necesarias en la noche, tenía la misma confianza de ella en la seguridad y eficacia del sue­ño, y no estaba en verdad alarmada.
    Una noche muy agitada y febril, sin embargo, frustró las esperanzas de ambas; y cuando Marianne, tras insistir en levantarse se confesó incapaz de sentarse y se devolvió voluntariamente a la cama, Elinor se mostró dispuesta a aceptar el consejo de la señora Jennings y enviar por el boticario de los Palmer.
    El boticario acudió, examinó a la paciente, y aunque animó a la señorita Dashwood a confiar en que unos pocos días le devolverían la salud a su hermana, al declarar que su dolencia tenía una tendencia pútrida y permitir que sus labios pronun­ciaran la palabra “infección”, instantáneamente alar­mó a la señora Palmer, por su hijo. La señora Jennings, que desde un comienzo había creído la enfermedad más seria de lo que pensaba Elinor, escuchó con aire grave el informe del señor Ha­rris, y confirmando los temores y preocupación de Charlotte, la urgió a alejarse de allí con su criatu­ra; y el señor Palmer, aunque trató de vanas sus aprensiones,. se vio incapaz de resistir la enorme ansiedad y porfía de su esposa. Se decidió, enton­ces, su partida; y antes de una hora después de la llegada del señor Harris, partió con su hijito y la niñera a la casa de una pariente cercana del señor Palmer, que vivía unas pocas millas pasado Bath; allí, ante sus insistentes ruegos, su esposo prome­tió unírsele en uno o dos días, y a ese lugar su madre prometió acompañarla, también obedecien­do a sus súplicas. La señora Jennings, sin embar­go, con una bondad que hizo a Elinor realmente quererla, se manifestó decidida a no moverse de Cleveland mientras Marianne siguiera enferma, y a esforzarse mediante sus más atentos cuidados en reemplazar a la madre de quien la había alejado; y en todo momento Elinor encontró en ella una activa y bien dispuesta colaboradora, deseosa de compartir todas sus fatigas y, muy a menudo, de gran utilidad por su mayor experiencia en el cui­dado de enfermos.
    La pobre Marianne, exánime y abatida por el carácter de su dolencia y sintiéndose completa­mente indispuesta, ya no podía confiar en que al día siguiente se repondría; y pensar en lo que al día siguiente habría ocurrido de no mediar su des­afortunada enfermedad, agravó su malestar; por­que ese día iban a iniciar su viaje a casa y, acompañadas todo el camino por un criado de la señora Jennings, sorprenderían a su madre a la mañana siguiente. Lo poco que habló fue para la­mentar esta inevitable demora; y ello aunque Eli­nor intentó levantarle el ánimo y hacerla creer, como en ese momento ella misma lo creía, que ese retraso sería muy breve.
    El día siguiente trajo poco o ningún cambio en el estado de la paciente; evidentemente no estaba mejor, y salvo el hecho de que no había ninguna mejoría, no parecía haber empeorado. El grupo se había reducido ahora aún más, pues el señor Pal­mer, aunque sin muchos deseos de irse, tanto por espíritu humanitario y su buen natural como por no querer parecer atemorizado por su esposa, ter­minó dejando que el coronel Brandon lo conven­ciera de seguirla, según le había prometido; y mientras preparaba su partida, el coronel Brandon mismo, haciendo un esfuerzo mucho mayor, tam­bién comenzó a hablar de irse. En este punto, sin embargo, la bondad de la señora Jennings se in­terpuso de muy buena manera, pues que el coro­nel se alejara mientras su amada sufría tal inquietud por causa de su hermana significaría privarlas a ambas de todo consuelo; y así, diciéndole sin tar­danza que para ella misma era necesaria su pre­sencia en Cleveland, que lo necesitaba para jugar al piquet con ella en las tardes mientras la señorita Dashwood estaba arriba con su hermana, etc., le insistió tanto que se quedara, que él, que al acce­der cumplía con lo que su corazón deseaba en pri­mer lugar, no pudo ni siquiera fingir por mucho rato alguna vacilación al respecto, en especial cuan­do los ruegos de la señora Jennings fueron cálida­mente secundados por el señor Palmer, que parecía sentirse aliviado al dejar allí a una persona tan ca­paz de apoyar o aconsejar a la señorita Dashwood en cualquier emergencia.
    A Marianne, por supuesto, la mantuvieron aje­na a todas estas disposiciones. No sabía que había sido la causa de que los dueños de Cleveland tu­vieran que dejar su casa antes de la semana de ha­ber llegado. No la sorprendió no ver a la señora Palmer, y como por ello mismo no le preocupaba, nunca mencionaba su nombre.
    Dos días habían pasado desde la partida del señor Palmer, y las condiciones de la paciente se mantenían iguales, con muy pocos cambios. El se­ñor Harris, que la visitaba todos los días, de ma­nera bastante audaz seguía hablando de una rápida mejoría, y la señorita Dashwood se mostraba igual­mente optimista; pero los demás no tenían expec­tativas tan alegres. Muy al comienzo del ataque, la señora Jennings había decidido que Marianne nun­ca se recuperaría; y el coronel Brandon, cuyo prin­cipal servicio era escuchar los presagios de la señora Jennings, no estaba en un estado de ánimo capaz de resistir su influencia. Intentó recurrir a la razón para superar temores que la opinión diferente del boticario hacía parecer absurdos; pero la gran cantidad de horas que cada día pasaba a solas eran demasiado propicias para alimentar pensamientos tristes, y no podía borrar de su mente la convic­ción de que no iba a ver más a Marianne con vida.
    En la mañana del tercer día, sin embargo, las sombrías predicciones de ambos resultaron casi fa­llidas, pues cuando llegó el señor Harris declaró a su paciente mucho mejor. Tenía el pulso más fuerte y mostraba síntomas mucho más favorables que en su visita anterior. Elinor, confirmadas sus más gra­tas esperanzas, era toda alegría. Estaba feliz porque, en las cartas a su madre, se había atenido a su pro­pio juicio y no al de sus amigos, y por haberle res­tado importancia a la indisposición que había retrasado su partida de Cleveland, y casi se atrevió a fijar la fecha en que Marianne podría viajar.
    Pero el día no terminó de manera tan auspi­ciosa como había comenzado. Hacia el anochecer recrudeció la enfermedad de Marianne, con más pesadez, agitación y malestar que antes. Su herma­na, sin embargo, aún optimista, prefería atribuir el cambio sólo al cansancio de haber estado sentada mientras le hacían la cama; y tras hacerle tomar con todo cuidado los cordiales prescritos, con alegría la vio sumirse en un sopor que esperaba fuese muy beneficioso. Su sueño, aunque no tan tranquilo como habría esperado Elinor, duró un tiempo con­siderable; y ésta, ansiosa de observar por sí misma los resultados, decidió quedarse a su lado hasta que despertara. La señora Jennings, que no estaba en­terada del cambio operado en la paciente, se fue a la cama más temprano que de costumbre; su don­cella, una de las principales encargadas del cuida­do de la enferma, estaba buscando un poco de solaz en la habitación del ama de llaves, y Elinor permanecía sola con Marianne.
    El sueño de Marianne comenzó a hacerse cada vez más agitado; y Elinor, que en ningún momen­to dejaba de observar atentamente sus continuos cambios de posición y escuchar los reiterados, aun­que inarticulados quejidos que salían de sus labios, casi deseaba sacarla de un sopor tan penoso cuan­do Marianne, repentinamente despierta ante un rui­do imprevisto en la casa, se irguió sobresaltada, exclamando en un desvarío febril:
    -¿Ha venido mamá?
    -Todavía no -replicó su hermana, ocultando su terror y ayudando a Marianne a tenderse nueva­mente-; aunque espero que luego estará aquí. Hay un largo trecho, lo sabes, desde acá a Barton.
    -Pero no debe dar la vuelta por Londres -ex­clamó Marianne, con el mismo tono inquieto-. Nun­ca la volveré a ver, si va a Londres.
    Alarmada, Elinor se dio cuenta de que Marian­ne estaba delirando, y mientras intentaba calmar­la, ansiosamente le tomó el pulso. Era más débil y rápido que nunca; y al ver que Marianne seguía desvariando acerca de mamá, su temor aumentó hasta el punto de decidirla a enviar de inmediato por el señor Harris y despachar un mensajero a Barton para hacer venir a su madre. Junto con to­mar esta resolución, pensó en consultar de inme­diato con el coronel Barton la mejor forma de lle­varla a cabo; y así, tan pronto hubo llamado a la doncella para que la reemplazara junto a su her­mana, se apresuró a bajar a la sala donde sabía que por lo general él se encontraba, aunque mucho más tarde que en el momento actual.
    No era momento para vacilaciones. De inme­diato le hizo presente sus temores y sus dificulta­des. Sus temores, el coronel no tenía ni el valor ni la confianza necesarios para intentar aplacarlos: los escuchó con silencioso desaliento; pero de sus di­ficultades se hizo cargo de inmediato, pues con una rapidez que parecía evidenciar que mentalmente ya había previsto la ocasión y el servicio requerido, se ofreció a ser el mensajero que traería a la seño­ra Dashwood. Elinor no presentó ninguna objeción que no fuera fácilmente rebatida. Le agradeció con palabras breves pero fervorosas, y mientras él se apresuraba a enviar a su criado con un mensaje para el señor Harris y una orden para conseguir caballos de posta de inmediato, ella le escribió unas pocas líneas a su madre.
    El consuelo de un amigo como el coronel Bran­don en esos momentos, de un compañero de esa laya para su madre... ¡qué enorme gratitud desper­taba en ella! ¡Un amigo cuyo juicio la iba a guiar, cuya compañía aliviaría su dolor y cuyo afecto qui­zá la calmaría...! En la medida en que la perturba­ción que debía producir en ella un llamado como ése pudiera serle suavizada, su presencia, su trato y su ayuda con toda seguridad iban a lograrlo.
    El, entretanto, sintiera lo que sintiese, actuaba con toda la firmeza de una mente ordenada; hizo todos los arreglos necesarios con la mayor diligen­cia, y calculó con exactitud el momento en que ella podría esperar su vuelta. No perdió ni un instante en demoras de ningún tipo. Llegaron los caballos incluso antes de que se los esperara, y el coronel Brandon, limitándose a estrechar la mano de Eli­nor con una mirada solemne y unas pocas pala­bras dichas en una voz demasiado baja para que llegaran a sus oídos, se apresuró a montar en el carruaje. Eran entonces aproximadamente las doce, y Elinor volvió a los aposentos de su hermana para esperar la llegada del boticario y velar junto a ella por el resto de la noche. Fue una noche de sufri­mientos casi iguales para ambas hermanas. Hora tras hora fueron pasando en insomne dolor y deli­rio por parte de Marianne, y la más cruel ansiedad en Elinor, antes de que apareciera el señor Harris. Se habían despertado los temores de Elinor, que la hacían pagar con creces toda su anterior seguri­dad, y la sirviente sentada junto a ella -porque no había permitido que llamaran a la señora Jennings ­la torturaba aún más al insinuar las cosas que su ama había pensado desde el comienzo.
    A intervalos, las ideas de Marianne seguían fi­jas incoherentemente en su madre, y cada vez que mencionaba su nombre, el corazón de la pobre Eli­nor sufría una punzada de dolor; se reprochaba haber tomado a la ligera tantos días de enferme­dad, y anhelando un socorro inmediato, pensaba que pronto todo socorro sería en vano, que todo se había retrasado demasiado, y se imaginaba a su afligida madre llegando demasiado tarde a ver a su preciosa hija con vida o en uso de su razón.
    Estaba a punto de enviar a buscar de nuevo al señor Harris o, si él no podía acudir, solicitar nue­vos consejos, cuando el boticario -pero no antes de las cinco- hizo su aparición. Su opinión, sin embargo, compensó en algo su tardanza, pues aun­que reconoció un cambio inesperado y desfavora­ble en su paciente, insistió en que no había un pe­ligro grave y se refirió al alivio que un nuevo tra­tamiento debía procurar con una confianza que, en menor grado, se comunicó a Elinor. Prometió ir de nuevo dentro de las tres o cuatro horas siguientes, y dejó tanto a su paciente como a la preocupada acompañante más tranquilas de lo que las había encontrado.
    La señora Jennings se enteró de lo ocurrido en la mañana, dando muestras de gran preocupación y con muchos reproches por no haber sido llama­da a ayudar. Sus antiguos temores, que ahora revi­vían con mucho mejor base, no le dejaron duda alguna sobre lo ocurrido; y aunque se esforzaba en consolar a Elinor, su certeza sobre el peligro que corría su hermana no le permitía ofrecerle el con­suelo de la esperanza. Su corazón estaba realmen­te apesadumbrado. El rápido decaer, la temprana muerte de una muchacha tan joven, tan adorable como Marianne, habría podido afectar incluso a una persona menos cercana. Pero Marianne podía es­perar más de la compasión de la señora Jennings. Durante tres meses le había servido de compañía, todavía estaba a su cuidado, y se sabía que la ha­bían herido profundamente y que había sufrido durante largo tiempo. También veía la angustia de la hermana, que era muy en especial su favorita; y en cuanto su madre, cuando la señora Jennings pensaba que probablemente Marianne sería para ella lo que Charlotte era para sí misma, sentía una genuina compasión por sus sufrimientos.
    El señor Harris fue puntual en su segunda visi­ta, pero las esperanzas que había colocado en los efectos de la anterior se vieron frustradas. Sus me­dicamentos habían fallado; la fiebre no había sido vencida; y Marianne, sólo más tranquila -no más dueña de sí- permanecía en un denso sopor. Eli­nor, captando todos, y más que todos sus temores en un solo instante, propuso solicitar más consejos. Pero él lo juzgó innecesario; aún tenía algo más que intentar, una nueva prescripción en cuyo éxito con­fiaba tanto como en el de la última, y su visita con­cluyó con animosas palabras de seguridad que llegaron a los oídos de la señorita Dashwood, pero no lograron alcanzar su corazón. Aunque se mante­nía tranquila, excepto cuando pensaba en su ma­dre, casi había perdido las esperanzas; y en este estado siguió hasta mediodía, apenas moviéndose del lado de su hermana, su mente saltando de una ima­gen de dolor a otra, de un amigo acongojado a otro, con su espíritu abatido al máximo por la conversa­ción de la señora Jennings, que no tenía reparos en atribuir la gravedad y peligro de este trastorno a las muchas semanas en que Marianne ya antes había estado indispuesta a causa de su desengaño. Elinor sentía cuán razonable era esa idea, y ello le signifi­caba un nuevo dolor añadido a sus reflexiones.
    Alrededor de mediodía, sin embargo, comen­zó -pero con una cautela, un temor a ilusionarse falsamente que durante algún rato la hicieron ca­llar, incluso frente a su amiga- a imaginar, a tener la esperanza de estar percibiendo una ligera mejo­ría en el pulso de su hermana; esperó, vigiló, lo examinó una y otra vez; y finalmente, con una agi­tación más difícil de ocultar bajo un exterior cal­mado que toda su angustia precedente, se atrevió a comunicar sus esperanzas. La señora Jennings, aunque obligada tras un examen a reconocer una recuperación temporal, intentó que su joven ami­ga evitara entregarse a la idea de que continuaría así; y Elinor, recorriendo mentalmente todos los ar­gumentos que le recomendaban desconfiar, también se dijo que no debía alimentar esperanzas. Pero era demasiado tarde. La esperanza ya había hecho su entrada; y ella, sintiendo su ansioso aletear, se in­clinó sobre su hermana para aguardar... ya ni sa­bía qué. Pasó media hora, y los síntomas favorables seguían bendiciéndola. Incluso aparecieron otros, confirmándolos. Su respiración, su piel, sus labios, todos apelaban a Elinor con señales de mejoría, y Marianne fijó sus ojos en ella con una mirada ra­cional, aunque lánguida. La ansiedad y la esperanza la acosaban en igual medida, impidiéndole un mo­mento de tranquilidad hasta la llegada del señor Harris a las cuatro, cuando las seguridades que le dio, sus felicitaciones por una recuperación de su hermana que incluso sobrepasaba sus expectativas, le entregaron confianza y consuelo, y pudo dejar correr lágrimas de alegría.
    Marianne estaba notablemente mejor en- todo sentido, y el señor Harris la declaró por completo fuera de peligro. La señora Jennings, quizá satisfe­cha porque sus presagios habían recibido justifica­ción parcial en la última alarma que habían vivido, se permitió confiar en el juicio del boticario y ad­mitió con genuina alegría, y pronto con indudable gozo, la probabilidad de una completa recuperación.
    Elinor no podía estar alegre. Su gozo era de una clase diferente, y llevaba a algo muy distinto a la alegría. Marianne devuelta a la vida, a la salud, a los amigos y a su amorosa madre, era una idea que le llenaba el corazón de exquisito consuelo y se lo expandía en fervorosa gratitud; pero no se manifes­taba ni en demostraciones externas de alegría, ni en palabras o sonrisas. Todo lo que abrigaba el pecho de Elinor era satisfacción, callada y fuerte.
    Siguió junto a su hermana con escasos interme­dios toda la tarde, calmando cada uno de sus temores, satisfaciendo cada una de las interrogantes de su debilitado espíritu, prestando todos los auxilios necesarios y vigilando casi cada mirada y cada alien­to. Por supuesto, en algunos momentos se le hizo presente la posibilidad de una recaída, recordándo­le lo que era la ansiedad; pero cuando sus frecuen­tes y minuciosos exámenes le mostraron que continuaban todos y cada uno de los síntomas de recuperación, y a las seis vio a Marianne sumirse en un sueño tranquilo, ininterrumpido y, según todas las apariencias, confortable, acalló todas sus dudas.
    Se acercaba ya el momento en que podía es­perarse el regreso del coronel Brandon. A las diez, creía Elinor, o no mucho más tarde, su madre se vería libre del terrible suspenso con que ahora de­bía ir viajando hacia ellas. ¡Quizá también el coro­nel era apenas un poco menos merecedor de piedad! ¡Ah, cuán lento transcurría el tiempo que aún los mantenía en la ignorancia!
    A las siete, dejando a Marianne todavía entre­gada a un dulce sueño, se unió a la señora Jen­nings en la sala para tomar té. Sus temores la habían mantenido incapaz de desayunar, y en la cena el giro repentino de los acontecimientos le había impedido comer mucho; el actual refrigerio, entonces, con los sentimientos de gozo con que Elinor llegaba a él, fue muy especialmente bien re­cibido. Al terminar, la señora Jennings quiso con­vencerla de que descansara algo antes de la llegada de su madre, y le permitiera a ella tomar su lugar junto a Marianne; pero Elinor no se sentía ni fati­gada ni capaz de dormir, y no iba a permitir que la mantuvieran lejos de su hermana ni por un ins­tante. La señora Jennings subió con ella entonces hasta la pieza de la enferma para constatar que todo seguía bien, la dejó allí entregada a su cometido y a sus pensamientos, y se retiró a sus habitaciones a escribir algunas cartas y luego a dormir.
    La noche era fría y tormentosa. Si hubieran sido las diez, Elinor habría estado segura de que en ese momento escuchaba un carruaje acercándose a la casa; y fue tan grande su seguridad de haberlo es­cuchado, a pesar de que era casi imposible que ya hubieran llegado, que se dirigió al saloncito junto a la. pieza y abrió una celosía para constatar la ver­dad. En seguida vio que sus oídos no la habían engañado. De inmediato tuvo a la vista el brillo de los faroles de un carruaje. A su incierta luz le pa­reció distinguir que era tirado por cuatro caballos; y esto, aunque era señal del enorme temor de su madre, explicó en parte tan inesperada rapidez.
    Nunca, en toda su vida, había encontrado Eli­nor más difícil mantenerse tranquila. Saber lo que su madre debía estar sintiendo en el momento en que el carruaje se detuvo ante la puerta... sus du­das, su miedo, ¡quizá su desesperación!, ¡y lo que ella debía decir!... sabiendo eso era imposible man­tener la calma. Todo lo que quedaba por hacer era apresurarse; y así, quedándose sólo hasta que pudo dejar a la doncella de la señora Jennings con su hermana, corrió escaleras abajo.
    El trajín que escuchó en el vestíbulo mientras. pasaba por un recibidor interior, le confirmó que ya estaban en la casa. Avanzó a toda prisa hacia la sala, entró... y allí vio únicamente a Willoughby.


    CAPITULO XLIV

    Elinor, retrocediendo con una mirada de horror al verlo, obedeció al primer impulso de su corazón y se volvió a toda prisa para abandonar la habitación; su mano ya se encontraba en el tirador de la puerta cuando Willoughby la detuvo al avanzar rá­pidamente hacia ella y decirle, en un tono más im­perativo que suplicante:
    -Señorita Dashwood, media hora... diez minu­tos... le ruego que se quede.
    -No, señor -replicó ella con firmeza-, no me quedaré. Nada tengo que ver yo en sus asuntos. Supongo que los criados olvidaron decirle que el señor Palmer no se encontraba en casa.
    -Aunque me hubieran dicho -exclamó él con gran vehemencia- que el señor Palmer y toda su parentela estaban en el infierno, no me habrían movido de la puerta. Es con usted que quiero ha­blar, sólo con usted.
    -¡Conmigo! -había enorme asombro en su voz-. Bien, señor... sea rápido, y si le es posible, me­nos vehemente.
    -Siéntese, y acataré ambas órdenes.
    Elinor vaciló; no sabía qué hacer. La posibili­dad de que llegara el coronel Brandon y lo encon­trara ahí se le cruzó por la mente. Pero le había prometido escucharlo, y en ello estaba comprome­tida su curiosidad no menos que su honor. Tras un momento de reflexión, entonces, que la llevó a concluir que la prudencia exigía darse prisa y que su consentimiento era lo que mejor podía lograr­lo, caminó en silencio hacia la mesa y se sentó. El ocupó una silla frente a ella, y durante medio mi­nuto no cruzaron palabra.
    -Le ruego sea rápido, señor -le dijo Elinor en tono impaciente-, no tengo tiempo que perder.
    Sentado con aire de profunda meditación, él pareció no haberla oído.
    -Su hermana -dijo abruptamente un momento después- está fuera de peligro. El criado me lo dijo. ¡Gracias a Dios! Pero, ¿es verdad? ¿Realmente es ver­dad?
    Elinor no le respondió. Repitió él entonces la pregunta, con mayor urgencia aún.
    -Por el amor de Dios, dígamelo: ¿está o no está fuera de peligro?
    -Esperamos que lo esté.
    Willoughby se levantó y cruzó la habitación.
    -Si lo hubiera sabido tan sólo media hora an­tes... Pero ya que estoy aquí -habló con forzada vivacidad mientras volvía a la mesa-, ¿qué impor­ta? Por esta vez, señorita Dashwood... quizá sea la última vez... alegrémonos juntos. Estoy de hu­mor para la alegría. Dígame sinceramente -sus me­jillas se iluminaron de un rubor más profundo- ¿cree que soy más un canalla o un necio?
    Elinor lo contempló más estupefacta que nun­ca. Comenzó a pensar que debía estar ebrio: era lo único que podía explicar tan extraña visita, tan insólitos modales; y con esta impresión, se puso inmediatamente de pie, diciendo:
    -Señor Willoughby, le aconsejaría en este mo­mento que volviera a Combe. No puedo seguir per­diendo el tiempo con usted. Sea lo que fuere que desea tratar conmigo, será mejor que reflexione y me lo explique mañana.
    -La comprendo -replicó él con una sonrisa ex­presiva y voz perfectamente tranquila-. Sí, estoy muy ebrio. Una pinta de cerveza con que acom­pañé las carnes frías que comí en Marlborough bas­tó para trastornarme.
    -¡En Marlborough! -exclamó Elinor, entendien­do cada vez menos lo que ocurría.
    -Sí; salí de Londres hoy a las ocho de la ma­ñana y los únicos diez minutos que pasé fuera de mi calesín desde esa hora, fueron los que dediqué a una ligera merienda en Marlborough.
    La firmeza de sus modales y la inteligencia de su mirada mientras hablaba convencieron a Elinor de que, cualquiera fuese la imperdonable locura que lo traía a Cleveland, no se trataba de ebrie­dad; y tras pensar durante unos instantes, dijo:
    -Señor Willoughby, usted tiene que darse cuen­ta, y yo ciertamente así lo creo, que después de todo lo que ha pasado, su venida acá y la forma en que lo ha hecho, imponiéndome su presencia, exigen una excusa muy especial. ¿Qué pretende con esto?
    -Lo que pretendo -dijo el joven con tono gra­vemente enérgico-, si es que puedo, es hacer que usted me odie un poco menos que ahora. Preten­do ofrecer alguna explicación, alguna disculpa por lo ocurrido en el pasado; abrirle mi corazón y con­vencerla de que aunque siempre he sido un bue­no para nada, no siempre he sido un canalla; y, de esta forma, obtener algo semejante al perdón de Ma... de su hermana.
    ¿Es ése el verdadero motivo que lo trajo aquí?
    -Por mi vida que sí lo es -fue su respuesta, dicha con un fervor que trajo a la memoria de Eli­nor todo lo que había sido el antiguo Willoughby, y que a su pesar la hizo creerlo sincero.
    -Si eso es todo, puede darse por satisfecho, pues Marianne sí... hace mucho que lo ha perdo­nado.
    -¡Lo ha hecho! -exclamó el joven, con el mis­mo tono intenso-. Entonces me ha perdonado an­tes de que hubiera debido hacerlo. Pero me perdonará otra vez, y esta vez por motivos mucho más valederos. Ahora, ¿querrá escucharme?
    Elinor asintió con un gesto de la cabeza.
    -No sé -dijo, tras una pausa llena de expecta­ción por parte de Elinor, de cavilaciones en él-, cómo se habrá explicado usted mi comportamien­to con su hermana, o qué motivos diabólicos me habrá atribuido. Tal vez le sea difícil pensar mejor de mí; sin embargo, vale la pena intentarlo, y le contaré todo. Al comienzo de mi intimidad con su familia, no tenía yo ninguna otra intención, ningún otro interés en la relación que pasar momentos agradables mientras duraba mi forzada permanen­cia en Devonshire, más agradables de los que ha­bía disfrutado hasta entonces. Su hermana, con su aspecto adorable y atractivas maneras, no podía dejar de encantarme; y su trato hacia mí, casi des­de el principio fue... ¡Es increíble, cuando pienso en cómo' fue su trato, y en cómo era ella, que mi corazón haya sido tan insensible! Pero al comien­zo, debo confesarlo, sólo halagó mi vanidad. Sin preocuparme por su felicidad, pensando sólo en mi propia diversión, permitiéndome sentimientos que toda mi vida había estado acostumbrado a con­sentir, me esforcé con todos los medios a mi al­cance por hacerme agradable a ella, sin ninguna intención de corresponder a su afecto.
    En este punto, la señorita Dashwood, lanzán­dole una mirada del más airado desprecio, lo de­tuvo diciéndole:
    -No vale la pena, señor Willoughby, que siga hablando, o que yo siga escuchándolo. A un co­mienzo como éste nada puede seguirle. No me an­gustie haciéndome oír más sobre este asunto.
    -Insisto en que lo escuche todo -replicó él-. Nunca fui dueño de una gran fortuna y siempre he sido de gustos caros, siempre me he asociado con gente de ingresos mayores que los míos. Des­de mi mayoría de edad, o incluso antes, creo, año tras año han aumentado mis deudas; y aunque la muerte de mí anciana prima, la señora Smith, me liberaría de ellas, dado que se trata de un hecho incierto y posiblemente muy distante, durante al­gún tiempo había tenido la intención de recons­truir mi situación a través del matrimonio con una mujer de fortuna. Una relación con su hermana no era, por tanto, pensable; y así me encontraba ac­tuando con una ruindad, egoísmo y crueldad que ninguna mirada de indignación o desprecio, ni si­quiera la suya, señorita Dashwood, podría censu­rar bastante, y siempre con el propósito de conquistar su afecto, sin intenciones de correspon­derlo. Pero hay una cosa que puede decirse a mi favor, incluso en ese horrendo estado de egoísta vanidad, y es que no sabía la profundidad del dañó que tramaba, porque en ese entonces no sabía lo que era amar. Pero, ¿alguna vez lo he sabido? Bien puede dudarse de ello, pues si realmente hubiera amado, ¿podría acaso haber sacrificado mis senti­mientos a la vanidad, a la avaricia? O, lo que es peor, ¿podría haber sacrificado los suyos? Pero lo he hecho. Para evitar una pobreza relativa, que su afecto y compañía habrían despojado de todos sus horrores, he perdido, elevándome a una situación de fortuna, todo lo que hubiese hecho de ella una bendición.
    -Entonces -dijo Elinor, algo aplacada-, sí se sin­tió durante un tiempo encariñado con ella.
    -¡Haber resistido tantos atractivos, haber recha­zado tal ternura! ¡Qué hombre en el mundo lo ha­bría hecho! Sí, poco a poco, sin darme cuenta, me encontré sinceramente enamorado de ella; y las horas más felices de mi vida fueron las que pasé con ella, cuando sentía que mis intenciones eran estrictamente honorables y mis sentimientos inta­chables. Incluso entonces, sin embargo, cuando es­taba completamente decidido a plantearle mi amor, me permití contra todo decoro postergar día a día el momento de hacerlo, llevado por mi renuencia a establecer un compromiso mientras siguiera en tan grandes apuros económicos. No voy a justifi­car esto... ni la detendré si usted quiere explayar­se sobre lo absurdo, y peor que absurdo, de dudar en comprometer mi palabra allí donde mi honor ya estaba comprometido. Los hechos han demos­trado cuán neciamente astuto fui, trabajando tanto para regalarme la posibilidad de hacerme despre­ciable y desgraciado para siempre. Por último, sin embargo, me resolví y decidí que en la primera oportunidad en que pudiera hablarle a solas, justi­ficaría las atenciones que sin cesar le había prodi­gado y le declararía abiertamente un afecto que ya había hecho tanto por mostrarle. Pero entre tanto, en el intervalo de las pocas horas que transcurri­rían antes de que se me presentara la oportunidad de hablar con ella en privado, algo ocurrió, una desafortunada circunstancia que destruyó toda mi resolución y, con ella, todo mi bienestar. Algo se descubrió -aquí vaciló y bajó los ojos-. La señora Smith había sabido, de una u otra forma, me ima­gino que a través de algún pariente lejano que que­ría privarme de su favor, sobre un asunto, una relación... pero no es necesario que me explaye sobre eso -añadió, mirándola ruborizado y con aire interrogativo-, a través de su amistad tan íntima... probablemente está al tanto de toda la historia des­de hace mucho.
    -Lo estoy -respondió Elinor, también ruborizán­dose, y volviendo a endurecer su corazón contra cualquier sentimiento de compasión hacia él-, es­toy enterada de todo. Y de qué forma podrá disculpar con sus explicaciones ni la más pequeña parte de su culpa en ese atroz asunto, es más de lo que puedo imaginar.
    -Recuerde -exclamó Willoughby-, por boca de quién le llegó esa historia. ¿Podía acaso ser impar­cial? Admito que debí respetar la condición y la persona misma de esa joven. No es mi intención justificarme, pero tampoco puedo permitirle a us­ted suponer que no tengo nada que argumentar; que porque sufrió, era irreprochable; y que por­que yo era un libertino, ella debía ser una santa. Si la vehemencia de sus pasiones, la debilidad de su entendimiento... pero no quiero defenderme. Su afecto por mí mereció un mejor trato, y a menudo recuerdo con enormes sentimientos de culpa esa ternura que durante un muy breve lapso tuvo el poder de crear en mí una réplica. Cómo quisiera, de todo corazón, que ello nunca hubiera ocurri­do. Pero el daño que me hice a mí es mayor que el suyo; y he dañado a alguien cuyo afecto por mí (¿puedo decirlo?) era apenas menos ardiente que el de ella, y cuya inteligencia... ¡Ah! ¡Cuán infinita­mente superior!
    -Pero su indiferencia hacia esa desdichada niña..., debo decirlo, por desagradable que me sea discutir un asunto como éste..., su indiferencia no es excusa para la cruel manera en que la abando­nó. No imagine que ninguna debilidad, ninguna carencia natural de entendimiento en ella, discul­pa la insensible crueldad que usted mostró. Usted tiene que haber sabido que mientras se divertía en Devonshire con nuevos planes, siempre alegre, siempre feliz, ella se veía reducida a la más total indigencia.
    -Pero, le doy mi palabra, yo no lo sabía -re­plicó Willoughby con enorme vehemencia-; no re­cordaba no haberle dado mi dirección, y el simple sentido común le debería haber indicado cómo en­contrarla.
    -Bien, señor, ¿y qué dijo la señora Smith?
    -De inmediato me censuró la ofensa que ha­bía cometido, y puede deducirse cuán grande fue mi confusión. La pureza de su vida, sus ideas con­vencionales, su ignorancia del mundo... todo es­taba en contra mía. No podía yo negar el asunto, y vanos fueron todos mis esfuerzos por suavizar­lo. Estaba predispuesta de antemano, según creo, a dudar de la moralidad de mi conducta en ge­neral, y además estaba disgustada con la muy es­casa atención, el brevísimo tiempo que le había dedicado en esa visita mía. En pocas palabras, ter­minó en una ruptura total. Una sola cosa me ha­bría salvado. En lo más extremado de su moralidad, ¡pobre mujer!, ofreció olvidar el pasa­do si me casaba con Eliza. Eso era impensable... y así fui formalmente expulsado de su favor y de su casa. Debía salir de allí a la mañana siguiente, y la noche anterior la pasé reflexionando en cuál debía ser mi conducta futura. La lucha fue gran­de..., pero terminó demasiado pronto. Mi afecto por Marianne, mi total seguridad sobre el cariño de ella, todo fue insuficiente para contrarrestar el miedo a la pobreza, o hacer mella en esas falsas ideas sobre la necesidad de riqueza que tan na­turales me eran, y que una sociedad dispendiosa me había enseñado a cultivar. Tenía motivos para creerme seguro de la aceptación de mi actual es­posa, si optaba por ella, y logré persuadirme de que ésa era la única salida que la prudencia co­mún aconsejaba. Todavía, sin embargo, me aguar­daba una dura situación antes de poder partir de Devonshire; estaba comprometido a cenar con ustedes ese mismo día y, por tanto, necesitaba una excusa para faltar a ese compromiso. Me deba­tí largamente entre escribir esa excusa o presen­tarla en persona. Sentía que sería terrible ver a Marianne, e incluso dudaba si podría verla de nue­vo y seguir siendo capaz de persistir en mi deci­sión. En ese punto, sin embargo, subestimé mi propia capacidad, según ha sido demostrado por los hechos; porque fui, la vi, vi que era desdicha­da, y la dejé desdichada... y la dejé, esperando no verla nunca más.
    -Pero, ¿por qué fue, señor Willoughby? -dijo Elinor, con tono de reproche-. Una nota habría bas­tado. ¿Por qué fue necesario ir en persona?
    -Fue necesario a mi orgullo. No soportaba irme de allí en una forma que permitiera que ustedes, o el resto de los vecinos, sospechara nada de lo que realmente había ocurrido entre la señora Smith y yo, y decidí entonces detenerme en su casa de camino a Honiton. Ver a su querida hermana, sin embargo, fue terrible; y para empeorar las cosas, la encontré sola. Ustedes habían salido, no sé a dónde. ¡Tan sólo la tarde anterior la había dejado tan completa y firmemente decidido en mi interior a hacer lo correcto! En unas pocas horas nos ha­bríamos comprometido para siempre; ¡y recuerdo qué feliz, qué alegre me sentía mientras iba de la casa a Allenham, satisfecho conmigo mismo, en­cantado con todo el mundo! Pero en ese encuen­tro, el último de nuestra amistad, llegué a ella con un sentimiento de culpa que casi me quitó toda capacidad de fingir. Su dolor, su desilusión, su pro­funda pena cuando le dije que debía dejar Devon­shire tan de repente... jamás los olvidaré. ¡Y ello unido a tanta fe, tanta confianza en mí! ¡Oh, Dios! ¡Qué canalla sin sentimientos fui!
    Callaron ambos por algunos instantes. Elinor fue la primera en hablar.
    -¿Le dijo que volvería pronto?
    -No sé lo que le dije -replicó él, impaciente-; menos de lo que me exigía el pasado, sin ninguna duda, y con toda probabilidad mucho más de lo que justificaba el futuro. No puedo pensar en eso... no servirá de nada. Y después llegó su querida madre, a torturarme más aún con toda su bondad y confianza. ¡Gracias a Dios que sí me torturó! ¡Qué infeliz me sentí! Señorita Dashwood, no puede ima­ginarse qué consuelo es mirar hacia atrás y ver cuán infeliz me sentí. Es tan enorme el rencor que me guardo por la estúpida, canallesca locura de mi pro­pio corazón, que todos los sufrimientos que en el pasado tuve por su causa, hoy no son sino senti­mientos de triunfo y gozo. En fin, fui, abandoné todo lo que amaba, y me dirigí hacia quienes, en el mejor de los casos, sólo sentía indiferencia. Mi viaje a la ciudad, en mi propio carruaje, tan tedio­so, sin nadie con quien hablar... ¡qué pensamien­tos alegres, que gratas perspectivas por delante! Y cuando recordaba Barton, ¡qué imagen consolado­ra! ¡Ah, sí fue un viaje espléndido!
    Se detuvo.
    -En fin, señor -dijo Elinor, que aunque com­padeciéndolo, se impacientaba por verlo partir-, ¿y es eso todo?
    -¡Todo! No. ¿Ha olvidado acaso lo que ocurrió en la ciudad? ¡Esa carta infame! ¿Se la mostró?
    -Sí, vi todas las notas que se escribieron.
    -Cuando recibí la primera (que me llegó de in­mediato, pues todo el tiempo estuve en la ciudad), lo que sentí fue, como se dice comúnmente, im­posible de expresar. En palabras más sencillas, qui­zá demasiado sencillas para despertar ninguna emoción, mis sentimientos fueron muy, muy dolo­rosos. Cada línea, cada palabra fue, en la trillada frase que prohibiría su querida autora, si estuvie­ra aquí, una puñalada en mi corazón. Saber que Marianne estaba en la ciudad fue, en el mismo len­guaje, un rayo. ¡Rayos y puñaladas! ¡Cómo me ha­bría reprendido! Su gusto, sus opiniones... creo que las conozco mejor que las mías, y con toda segu­ridad las aprecio más.
    El corazón de Elinor, que había recorrido toda una gama de emociones en el curso de esta ex­traordinaria conversación, volvió a ablandarse una vez más; aun así, sintió que era su deber refrenar en su compañero ideas como la última que había expresado.
    -Eso no está bien, señor Willoughby. Recuer­de que está casado. Hábleme sólo de aquello que su conciencia estima necesario que yo escuche.
    -La nota de Marianne, en que me decía que yo todavía le era tan querido como antes; que pese a las muchas, muchas semanas en que habíamos estado separados, ella seguía tan fiel en sus senti­mientos y tan llena de confianza en la fidelidad de los míos como siempre, despertó todos mis remor­dimientos. Digo que los despertó, porque el tiem­pp y Londres, las ocupaciones y la disipación, de alguna manera los habían adormecido y me había estado transformando en un villano completamen­te endurecido, creyéndome indiferente a ella y eli­giendo creer que también yo debía haberle llegado a ser indiferente; diciéndome que nuestra relación en el pasado no había sido más que un pasatiem­po, un asunto trivial; encogiéndome de hombros como prueba de ello, y acallando todo reproche, venciendo todo escrúpulo con el recurso de decir­me en silencio de vez en cuando, “Estaré feliz de todo corazón cuando la sepa bien casada”. Pero su nota me hizo conocerme mejor. Sentí que me era infinitamente más querida que ninguna otra mujer en el mundo, y que me estaba comportan­do con ella de la manera más infame. Pero en ese momento ya todo estaba definido entre la señorita Grey y yo. Retroceder era imposible. Todo lo que tenía que hacer era evitarlas a ustedes dos. No le respondí a Marianne, intentando por ese medio impedir que volviera a reparar en mí; y durante al­gún tiempo incluso estuve decidido a no acudir a Berkeley Street; pero, por último, juzgando más sa­bio fingir que sólo se trataba de una relación fría y ordinaria, esperé una mañana a que hubieran sa­lido de la casa y dejé mi tarjeta.
    -¡Esperó a que saliéramos de la casa!
    -Sí, incluso eso. Le sorprendería saber cuán a menudo las vi, cuántas veces estuve a punto de to­parme con ustedes. Entré en innumerables tiendas para evitar que me vieran desde el carruaje en que iban. Viviendo en Bond Street como yo lo hacía, casi no había día en que no divisara a una de ustedes; y lo único que pudo mantenemos apartados durante tanto tiempo fue mi permanente alerta, un constan­te e imperioso deseo de mantenerme fuera de la vis­ta de ustedes. Evitaba a los Middleton tanto como me era posible, al igual que a todos los que podían resultar conocidos comunes. Pero sin saber que se encontraban en la ciudad, me tropecé con sir John, creo, el día en que llegó, al día siguiente de mi vi­sita a casa de la señora Jennings. Me invitó a una fiesta, a un baile en su casa esa noche. Aunque no me hubiera dicho para convencerme que usted y su hermana estarían allí, habría sentido que era algo demasiado probable como para atreverme a ir. La mañana siguiente trajo otra breve nota de Marianne, todavía afectuosa, franca, ingenua, confiada... todo lo que podía hacer más odiosa mi conducta. No pude responderle. Lo intenté, y no pude redactar ni una sola frase. Pero creo que no había momento del día en que no pensara en ella. Si puede compa­decerme, señorita Dashwood, compadézcase de mi situación como era en ese entonces. Con la mente y el corazón llenos de su hermana, ¡tenía que re­presentar el papel de feliz enamorado frente a otra mujer! Esas tres o cuatro semanas fueron-las peores de todas. Y así, finalmente, como no es necesario que le diga, inevitablemente nos encontramos. ¡Y a qué dulce imagen rechacé! ¡Qué noche de agonía fue ésa! ¡De un lado, Marianne, hermosa como un ángel, diciendo mi nombre con tan dulces acentos! ¡Oh, Dios! ¡Alargándome la mano, pidiéndome una explicación con esos embrujadores ojos fijos en mi rostro con tan expresiva solicitud! Y Sophia, celosa como el demonio, por el otro lado, mirando todo lo que... En fin, qué importa ahora; ya todo ha ter­minado.' ¡Qué noche aquella! Huí de ustedes ape­nas pude, pero no antes de haber visto el dulce rostro de Marianne blanco como la muerte. Esa fue la última vez que la vi, la última imagen que tengo de ella. ¡Fue una visión terrible! Pero cuando hoy la imaginé muriendo de verdad, fue una especie de alivio pensar que sabía exactamente cómo aparece­ría ante los últimos que la verían en este mundo. La tuve frente a mí, siempre frente a mí durante todo el camino, con el mismo rostro y el mismo color.
    A esto siguió una breve pausa en que ambos callaron, pensativos. Willoughby, levantándose pri­mero, la rompió diciendo:
    -Bien, debo apresurarme e irme. ¿Seguro que su hermana está mejor, fuera de peligro? -Sí, estamos seguros.
    -También su pobre madre, ¡con lo que adora a Marianne!
    -Pero la carta, señor Willoughby, su propia car­ta; ¿no tiene nada que decir al respecto?
    -Sí, sí, ésa en particular. Su hermana me escri­bió la mañana siguiente misma, como sabe. Ya sabe usted lo que allí decía. Yo estaba desayunando don­de los Ellison; y desde el lugar donde me alojaba me llevaron su carta, junto con otras. Y pasó que Sophia la vio antes que yo; y su porte, la elegan­cia del papel, la letra, todo le despertó inmedia­tas sospechas. Ya antes le habían llegado vagos informes sobre una relación mía con una joven en Devonshire, y lo ocurrido la noche anterior ante su vista le había indicado quién era la joven, po­niéndola más celosa que nunca. Fingiendo enton­ces ese aire juguetón que es delicioso en la mujer que uno ama, abrió ella misma la carta y leyó su contenido. Fue un buen pago a su desfachatez. Leyó las palabras que la hicieron infeliz. Yo podría haber soportado su infelicidad, pero su cólera, su inqui­na, de cualquier forma había que calmarlas. Y así, ¿qué piensa del estilo epistolar de mi esposa? Deli­cado, tierno, verdaderamente femenino, ¿verdad?
    -¡Su esposa! Pero si la carta venía de su puño y letra.
    -Sí, pero mi único crédito es haber copiado ser­vilmente frases que me avergonzaba firmar. El ori­ginal fue enteramente de ella, sus propias felices ideas y gentil redacción. Pero, ¿qué podía hacer yo? Estábamos comprometidos, estaban preparando todo, casi habían fijado la fecha... pero hablo como un necio. ¡Preparaciones! ¡Fecha! Hablando since­ramente, necesitaba su dinero, y en una situación como la mía tenía que hacer cualquier cosa para evitar un rompimiento. Y después de todo, ¿qué importancia podía tener para la opinión de Marian­i y sus amigos sobre mi carácter, el lenguaje en que estuviera formulada mi respuesta? Debía servir a un solo propósito. Tenía que mostrarme como un villano, y poco importaba que lo hiciera con una venia o una bravuconada. “Mi reputación ante ellas está arruinada para siempre”, me dije; “estoy para siempre proscrito de su lado; ya me creen un indi­viduo sin principios, esta carta se limitará a hacer­las creerme un sinvergüenza”. Tales eran mis razonamientos mientras, en una especie de deses­perada indiferencia, copiaba las palabras de mi es­posa y me separaba de las últimas reliquias de Marianne. Sus tres cartas, desgraciadamente las guardaba en mi cartera, o habría podido negar su existencia y conservarlas como un tesoro para siem­pre. Debí incluirlas, y ni siquiera pude besarlas. Y el mechón de su cabello, también lo había llevado siempre conmigo en mi cartera, que ahora la se­ñora registraba con la más cautivante virulencia... Ese querido mechón... todo, cada recuerdo me fue arrancado.
    -Está muy equivocado, señor Willoughby, son muy censurables sus palabras -dijo Elinor, mien­tras su voz, a su pesar, traicionaba la compasión que sentía-; no debía hablar de esta forma, ni de la señora Willoughby ni de mi hermana. Usted hizo su propia elección. Nadie se la impuso. Su esposa tiene ,derecho a su gentileza, a su respeto al me­nos. Debe quererlo, o no se habría casado con us­ted. Tratarla en forma descortés, hablar de ella despreciativamente, no repara lo hecho a Marianne, ni creo que alivie su propia conciencia.
    -No me hable de mi esposa -dijo él, con un profundo suspiro-. Ella no merece su compasión. Sabía que no la quería cuando nos casamos. Bien, nos casamos, vinimos a Combe Magna buscando ser felices, y después volvimos a la ciudad buscan­do estar alegres. Y ahora, ¿me compadece, señori­ta Dashwood? ¿O he dicho todo esto en vano? En su opinión, ¿soy, aunque sea tan sólo un poco, soy menos culpable que antes? No siempre fueron in­correctas mis intenciones. ¿He justificado algo de mi culpa?
    -Sí, ciertamente ha eliminado algo de ella, una pequeña parte. Ha probado ser, en general, me­nos culpable de lo que lo había creído. Ha demos­trado que su corazón es menos perverso, mucho menos perverso. Pero me es difícil saber, en cuan­to a la infelicidad que ha causado, me es difícil sa­ber cómo podría haber sido peor.
    -¿Le contará a su hermana, cuando se haya re­cuperado, lo que le he dicho? Permítame aligerar un poco mi culpa también en su opinión. Me dice que ya me ha perdonado. Permítame creer que un mejor conocimiento de mi corazón, de mis actua­les sentimientos, arrancará de ella un perdón más espontáneo, más natural, más dulce, menos seño­rial. Cuéntele de mi desdicha y mi arrepentimien­to, dígale que mi corazón nunca le fue infiel, y si lo desea, que en la actualidad me es más querida que nunca.
    -Le diré todo cuanto sea necesario para lo que, relativamente, pueda llamarse su justificación. Pero no me ha explicado el motivo específico de su ac­tual visita, ni cómo supo de su enfermedad.
    -Anoche, en el foyer del Drury Lane, me topé con sir John Middleton, y cuando vio quién era (nuestro primer encuentro en estos dos meses), me dirigió la palabra. Que hubiera cortado conmigo desde mi matrimonio, no me causaba sorpresa ni resentimiento. En ese momento, sin embargo, con su alma buena, honesta y tonta, llena de indigna­ción contra mí y preocupación por su hermana, no pudo resistir la tentación de contarme lo que él cre­yó que debía, aunque no pensó que lo hiciese, afectarme de manera tan terrible. Tan bruscamen­te como pudo, entonces, me contó que Marianne Dashwood se estaba muriendo de una fiebre pú­trida en Cleveland; una carta de la señora Jennings recibida esa mañana anunciaba que el peligro era inminente, el temor había alejado a los Palmer, etc. El golpe fue demasiado fuerte para permitirme fin­gir insensibilidad, incluso ante el poco perspicaz sir John. Su corazón se ablandó al ver cómo sufría el mío; y una parte tan grande de su inquina se había esfumado cuando nos despedimos, que casi llegó a estrecharme la mano, mientras me recor­daba una vieja promesa sobre un cachorro poin­ter. Lo que sentí al escuchar que su hermana estaba muriendo, y muriendo creyéndome el mayor villa­no del mundo, despreciándome, odiándome en sus últimos momentos... porque, ¿cómo saber qué ho­rrendos planes no me habrían imputado? Estaba se­guro de que al menos una persona podía hacerme aparecer capaz de todo. ¡Lo que sentí fue atroz! Rá­pidamente tomé una decisión, y hoy a las ocho de la mañana ya me encontraba en mi carruaje. Aho­ra ya lo sabe todo.
    Elinor no respondió. Sus pensamientos estaban silenciosamente fijos en el daño irreparable que una independencia demasiado temprana, y los consi­guientes hábitos de ocio, disipación y lujos, habían causado en la mente, el carácter, la felicidad de un hombre que, a todas las ventajas de una buena apa­riencia y talentos, unía una disposición naturalmen­te franca y honesta, y temperamento sensible y afectuoso. El mundo lo había hecho extravagante y vanidoso; la extravagancia y la vanidad lo habían hecho insensible y egoísta. La vanidad, mientras Willoughby sacrificaba a otro en aras de su propio triunfo culpable, lo había involucrado en un ver­dadero afecto al que la extravagancia -o al menos su hija, la necesidad- había exigido renunciar. Cada uno de estos defectos, al conducirlo al mal, tam­bién lo había conducido al castigo. El afecto que contra todo honor, contra sus sentimientos, contra sus mejores intereses había aparentemente queri­do arrancar de sí, ahora, cuando ya no le era per­mitido, dominaba todos sus pensamientos; y la unión por cuya causa, sin ningún escrúpulo, ha­bía hecho desgraciada a su hermana, parecía ha­berse transformado en una fuente de infelicidad para él mismo de naturaleza mucho más incura­ble. De este ensimismamiento la sacó después de algunos minutos Willoughby, quien, saliendo de un ensimismamiento al menos igual de doloroso, se levantó preparándose para partir y dijo:
    -No sirve de nada que permanezca aquí; debo irme.
    ¿Vuelve a la ciudad?
    -No, a Combe Magna. Tengo algo que hacer allí; en uno o dos días más seguiré a la ciudad. Adiós.
    Le alargó la mano. Ella no pudo rehusar darle la suya; él se la estrechó afectuosamente.
    -Pero, ¿usted sí piensa mejor ahora de mí? -dijo, soltándola y apoyándose en la repisa de la chimenea, como si hubiera olvidado que iba a mar­charse.
    Elinor le aseguró que así era; que lo perdona­ba, lo compadecía, que le deseaba lo mejor, inclu­so que fuera feliz, a lo que añadió un consejo gentil sobre el comportamiento más adecuado para lo­grarlo. Su respuesta no fue muy animadora.
    -En cuanto a eso -dijo-, tendré que arreglár­melas lo mejor que pueda. En la felicidad domés­tica no puedo ni pensar. Sin embargo, si usted y su familia tienen algún interés en mi suerte y en mis actos, puede ser la manera... puede ponerme en guardia... al menos, puede ser algo por lo que vivir. A Marianne, de todas maneras, la he perdido para siempre. Incluso si, por algún bendito azar, me encontrara libre de nuevo...
    Elinor lo detuvo con un reproche.
    -Bien -{lijo él-, una vez más, adiós. Me iré aho­ra y viviré temiendo que ocurra una sola cosa. -¿A qué se refiere?
    -Al matrimonio de su hermana.
    -Está muy equivocado. Nunca podrá estar más fuera de su alcance de lo que está ahora.
    -Pero será de otro. Y si ese otro fuera el mis­mo que, entre todos los hombres, menos sopor­to... Pero no me quedaré a privarme de toda su compasiva buena voluntad al mostrarle que allí donde he hecho más daño, menos puedo perdo­nar. Adiós, ¡que Dios la bendiga!
    Y con estas palabras, salió casi corriendo de la habitación.


    CAPITULO XLV

    Durante un buen rato tras la partida de Willoughby, incluso después de haberse perdido en la distan­cia el ruido de su carruaje, Elinor permaneció de­masiado abatida por un enjambre de ideas muy diferentes entre sí, pero cuyo resultado general era la tristeza, para ni siquiera pensar en su hermana.
    Willoughby, el mismo a quien sólo hacía me­dia hora había detestado como el más desprecia­ble de los hombres; Willoughby, a pesar de todos sus defectos, despertaba en ella una conmiseración tal por los sufrimientos que esos mismos defectos habían producido, que ahora la hacían pensar en él, apartado para siempre de su familia, con una ternura, con una pena más proporcionadas, como pronto reconoció para sí misma, a sus deseos que a sus méritos. Sintió que su influencia sobre ella se veía incrementada por circunstancias que razo­nablemente no habrían debido pesar: por el poco común atractivo de su apariencia; por sus moda­les francos, afectuosos y vivaces, que no hay mé­rito en poseer; y por ese todavía fervoroso amor por Marianne, en el que ni siquiera era inocente complacerse. Pero sintió todo esto mucho, mucho antes de sentir debilitarse su influjo.
    Cuando finalmente volvió junto a la inconscien­te Marianne, la encontró recién despertándose, re­novada por tan largo y dulce sueño, tal como lo había esperado. El corazón de Elinor estaba col­mado a plenitud. El pasado, el presente, el futuro; la visita de Willoughby, ver a Marianne a salvo y la esperada llegada de su madre, la llenaron de una agitación que impidió toda señal de fatiga y la hizo temer tan sólo que pudiera traicionarse frente a su hermana. Poco fue el tiempo, sin embargo, en que la afectó ese temor, pues antes de media hora de la partida de Willoughby, el ruido de otro carruaje la hizo bajar nuevamente. Ansiosa de evitar a su madre innecesarios momentos de terrible suspen­so, corrió de inmediato al vestíbulo y llegó a la puerta principal justo a tiempo de recibirla y sos­tenerla mientras entraba.
    La señora Dashwood, cuyo terror a medida que se aproximaban a la casa le había producido casi la convicción de que Marianne ya había dejado de existir, no pudo sacar la voz para preguntar por ella, ni siquiera para dirigirse a Elinor; pero ésta, sin esperar saludos ni preguntas, de inmediato le dio las buenas noticias; y su madre, tomándolas con su usual vehemencia, en un momento estuvo tan abrumada por la felicidad como antes lo había es­tado por sus temores. Entre su hija y el amigo de ésta la sostuvieron hasta llevarla a la sala; y allí, derramando lágrimas de alegría, aunque todavía incapaz de hablar, abrazó una y otra vez a Elinor, separándose de ella a intervalos para estrechar la mano del coronel Brandon con una mirada que expresaba al mismo tiempo su gratitud y su certe­za de que él compartía con ella la dicha del mo­mento. El, sin embargo, la compartía en un silencio incluso mayor que el de ella.
    Apenas se recuperó la señora Dashwood, su primer deseo fue ver a Marianne; y en dos minu­tos estuvo junto a su niña amada, a quien la au­sencia, la infelicidad y el peligro habían hecho más querida aún. El placer de Elinor al ver lo que cada una de ellas sentía al encontrarse-sólo se vio refre­nado por el temor de estarle robando a Marianne horas de sueño; pero la señora Dashwood podía ser tranquila, podía hasta ser prudente cuando se trataba de la vida de una hija; y Marianne, conten­ta de saber que su madre estaba a su lado y cons­ciente de estar demasiado débil para conversar, se sometió rápidamente al silencio y quietud orde­nados por todos quienes la cuidaban. La señora Dashwood insistió en velar su sueño durante toda la noche, y Elinor, obedeciendo a los ruegos de su madre, se fue a la cama. Pero el descanso, que una noche completa sin dormir y tantas horas de la más agobiadora ansiedad parecían hacer tan ne­cesario, se vio impedido por la excitación de su ánimo. Willoughby, “el pobre Willoughby”, como ahora se permitía llamarlo, estaba constantemente en sus pensamientos; no podía sino haber escu­chado. su justificación ante el mundo, y ora se cul­paba, ora se absolvía por haberlo juzgado tan duramente antes. Pero su promesa de contárselo a su hermana le era invariablemente dolorosa. Temía hacerlo, temía los efectos que pudiera tener en Marianne; dudaba si, tras tal explicación, ella po­dría alguna vez ser feliz con otra persona; y du­rante algunos instantes deseó que Willoughby enviudara; luego, recordando al coronel Brandon, se lo reprochó, sintiendo que sus sufrimientos y su constancia, mucho más que los de su rival, mere­cían tener como recompensa a Marianne, y deseó que ocurriera cualquier cosa menos la muerte de la señora Willoughby.
    La comisión del coronel Brandon en Barton no había tenido un impacto demasiado fuerte so­bre la señora Dashwood, porque ésta ya abriga­ba fuertes temores en relación con Marianne; estaba tan inquieta por ella que ya había decidi­do ir a Cleveland ese mismo día, sin aguardar ma­yores informes, y los preparativos de su viaje estaban tan avanzados antes de la llegada del co­ronel, que esperaban de un momento a otro la llegada de los Carey a buscar a Margaret, a quien su madre no quería llevar donde hubiera peligro de una infección.
    Marianne seguía recuperándose día a día, y la radiante alegría en el semblante y en el ánimo de la señora Dashwood daban fe de que era, como repetidamente se confesaba, una de las mujeres más felices del mundo. Elinor no podía escuchar sus palabras, ni contemplar sus manifestaciones, sin preguntarse a veces si su madre alguna vez recordaba a Edward. Pero la señora Dashwood, confia­da en el moderado relato de sus desilusiones que le había hecho llegar Elinor, permitió que la exu­berancia de su alegría la llevara a pensar sólo en lo que podía aumentarla. Marianne le había sido devuelta tras un peligro en el cual -así había co­menzado a sentir- ella misma, con su propio erra­do juicio, había contribuido a ponerla, pues había estimulado su desdichado afecto por Willoughby; y en su recuperación tenía aún otro motivo de ale­gría, en el cual Elinor no había pensado. Así se lo hizo saber tan pronto como se presentó la oportu­nidad de una conversación privada entre ellas.
    -Por fin estamos solas. Mi querida Elinor, toda­vía no conoces toda mi felicidad. El coronel Brandon ama a Marianne; él mismo me lo ha dicho.
    Elinor, sintiéndose alternativamente contenta y apenada, sorprendida y no sorprendida, era toda silenciosa atención.
    -Nunca reaccionas como yo, querida Elinor, o me extrañaría ahora tu compostura. Si alguna vez me hubiera puesto a pensar en qué sería lo mejor para mi familia, habría concluido que el matrimo­nio del coronel Brandon con una de ustedes era lo más deseable. Y creo que, de las dos, Marianne puede ser la más feliz con él.
    Elinor estuvo medio tentada de preguntarle por qué creía eso, sabiendo que no podría darle razón alguna que se sustentara en consideraciones impar­ciales sobre edad, caracteres o sentimientos; pero su madre siempre se dejaba llevar por su imaginación en todos los temas que le interesaban y, así, en vez de preguntar, lo dejó pasar con una sonrisa.
    -Me abrió completamente el corazón ayer mien­tras veníamos hacia acá. Fue muy de improviso, muy impremeditado. Yo, como puedes imaginár­telo, no podía hablar de nada sino de mi niña; él no podía ocultar su angustia; vi que era tan gran­de como la mía, y él, quizá pensando que la mera amistad, tal como son hoy las cosas, no podría jus­tificar una simpatía tan ardiente (o tal vez no pen­sando en nada, supongo), dejándose invadir por sentimientos irresistibles, me dio a conocer su pro­fundo, tierno y firme afecto por Marianne. La ha amado, querida Elinor, desde la primera vez que la vio.
    En esto, sin embargo, Elinor percibió no el len­guaje, no las declaraciones del coronel Brandon, sino los adornos con que su madre solía enrique­cer todo aquello que la deleitaba, amoldándolo a su propia infatigable fantasía.
    -Su afecto por ella, que sobrepasa infinitamente todo lo que Willoughby sintió o fingió, mucho más cálido, más sincero, más constante, como sea que lo llamemos, ¡ha subsistido incluso al conocimien­to de la desdichada predilección de Marianne por aquel joven despreciable! ¡Y sin egoísmos, sin ali­mentar esperanzas! ¿Cómo pudo verla feliz con otro? ¡Qué nobleza de espíritu! ¡Qué franqueza, qué sinceridad! Con él nadie puede engañarse.
    -Nadie duda -dijo Elinor- sobre la reputación del coronel Brandon como hombre excelente.
    -Sé que es así -replicó su madre con gran se­riedad-, o después de la advertencia que hemos te­nido, sería la última en estimular este afecto, o ni siquiera de complacerme en él. Pero el que haya ido a buscarme como lo hizo, con una amistad tan diligente, tan pronta, basta como prueba de que es uno de los hombres más estimables del mundo.
    -Su reputación, sin embargo -respondió Elinor ­no descansa en un gesto de bondad, al cual su afecto por Marianne, si dejamos fuera el simple espíritu humanitario, lo habría impulsado. La señora Jennings, los Middleton, hace tiempo que lo cono­cen íntimamente, y lo respetan y aman por igual; e incluso yo, aunque desde hace poco, lo conoz­co bastante, y lo valoro y estimo tanto que, si Ma­rianne puede ser feliz con él, estaré tan dispuesta como usted a pensar que nuestra relación con él es para nosotros la mayor de las bendiciones. ¿Qué le respondió usted? ¿Le dio alguna esperanza?
    -¡Ah, mi amor! No podía ahí hablar de espe­ranzas ni para él ni para mí. Marianne podía estar muriendo en ese momento. Pero él no pedía que le dieran esperanzas ni que lo animaran. Lo que hacía era una confidencia involuntaria, un desaho­go irreprimible frente a una amiga capaz de con­solarlo, no una petición a una madre. Aunque después de algunos momentos, porque en un co­mienzo me sentía bastante abrumada, sí dije que si ella vivía, como confiaba en que ocurriría, sería mi mayor felicidad promover el matrimonio entre ambos; y desde que llegamos, con la maravillosa seguridad que desde ese momento tenemos, se lo he repetido de diversas maneras, lo he animado con todas mis fuerzas. El tiempo, le digo, un poco de tiempo, se encargará de todo; el corazón de Marianne no se va a desperdiciar para siempre en un hombre como Willoughby. Sus propios méritos pronto deberán ganárselo.
    -A juzgar por el ánimo del coronel, sin embar­go, no ha logrado contagiarle su optimismo.
    -No. El cree que el amor de Marianne está de­masiado arraigado para que cambie antes de mu­cho tiempo; e incluso suponiendo que su corazón vuelva a estar libre, no confía lo suficiente en él para pensar que, con tanta diferencia de edad y manera de ser, él pueda atraerla. En eso, sin em­bargo, se equivoca mucho. La supera en años úni­camente hasta el punto en que ello constituye una ventaja, al darle firmeza de carácter y de princi­pios; y su manera de ser, estoy convencida de ello, es exactamente la que puede hacer feliz a tu her­mana. Y su aspecto, también sus modales, todos juegan a su favor. Mi simpatía por él no me cie­ga; por supuesto que no es tan apuesto como Willoughby; pero, al mismo tiempo, hay algo mu­cho más agradable en su semblante. Siempre hubo una cierta cosa, recuerda, en los ojos de Willoughby, ahí a ratos, que no me gustaba.
    Elinor no lo recordaba; pero su madre, sin es­perar su conformidad, continuó:
    -Y sus modales, los modales del coronel, no sólo me agradan más de lo que nunca hicieron los de Willoughby, sino que son de un estilo que es­toy segura atrae mucho más a Marianne. La genti­leza, la genuina preocupación por los demás que muestra, su varonil y no afectada sencillez, son mucho más acordes con la verdadera manera de ser de tu hermana, que la vivacidad, a menudo ar­tificial e inoportuna, del otro. Tengo plena seguri­dad de que si Willoughby hubiera resultado en verdad tan amable como ha demostrado ser lo con­trario, aun así Marianne no habría sido tan feliz con él como lo será con el coronel Brandon.
    Hizo una pausa. Su hija no podía concordar con ella, pero no se escuchó su desacuerdo y, por tan­to, no significó ninguna ofensa.
    -En Delaford no estará lejos de mí -añadió la señora Dashwood-, incluso si permanezco en Bar­ton; y con toda probabilidad, pues he sabido que es una aldea grande, debe haber alguna casa pe­queña o cabaña cerca que nos acomode tanto como la actual.
    ¡Pobre Elinor! ¡He aquí un nuevo plan para lle­varla a Delaford! Pero era fuerte de espíritu.
    -¡Su fortuna, también! Porque a mi edad, tú sa­bes que todos se preocupan de eso; y aunque ni sé ni deseo saber a cuánto asciende, estoy segura de que debe ser considerable.
    En ese momento los interrumpió la entrada de un tercero, y Elinor se retiró a meditar sobre todas estas cosas a solas, a desearle éxito a su amigo y, aun deseándoselo, a sentir un agudo dolor por Willoughby.


    CAPITULO XLVI

    La enfermedad de Marianne, aunque muy debili­tante por naturaleza, no había sido tan larga como para demorar su recuperación; y su juventud, su natural energía y la presencia de su madre la faci­litaron de tal manera, que ya a los cuatro días de haber llegado la señora Dashwood pudo trasladar­se al saloncito de la señora Palmer. Una vez allí, ella misma solicitó que enviaran por el coronel Brandon, pues estaba impaciente por agradecerle haber traído a su madre.
    La reacción del coronel al entrar a la habita­ción, al ver cuánto había cambiado el aspecto de Marianne y al recibir la pálida mano que de inme­diato le extendió, hizo pensar a Elinor que la enor­me emoción que mostraba debía nacer de algo más que su afecto por ella o de saber que los demás estaban al tanto de sus sentimientos; y pronto des­cubrió en su tristeza y en la forma en que había cambiado de color al mirar a su hermana, la pro­bable reproducción en su memoria de incontables escenas de angustia vividas en el pasado, vueltas a vivir por esa semejanza entre Marianne y Eliza de que ya había hablado, y ahora reforzada por los ojos hundidos, la piel sin vida, su aspecto de postrada debilidad y el cálido reconocimiento de una deuda especial con él.
    Para la señora Dashwood, no menos atenta que su hija a lo que ocurría pero con ideas que iban por muy diferentes rumbos y, por tanto, a la espe­ra de muy distintos efectos, el comportamiento del coronel se originaba en las más simples y obvias sensaciones, mientras en las palabras y gestos de Marianne quería ver el nacimiento de algo más que mera gratitud.
    Después de uno o dos días, con Marianne re­cuperando visiblemente las fuerzas de doce en doce horas, la señora Dashwood, impulsada tanto por sus propios deseos como por los de su hija, comenzó a hablar de volver a Barton. De las medidas que ella tomara dependían las de sus dos amigos: la señora Jennings no podía dejar Cleveland mientras estuvie­ran allí las Dashwood, y el coronel Brandon, obe­deciendo al pedido unánime de todas ellas, debió considerar su permanencia como sujeta a los mis­mos términos, si no igualmente indispensable. A su vez, en respuesta al pedido conjunto de la señora Jennings y del coronel, la señora Dashwood debió aceptar el carruaje de éste en su viaje de regreso, por la comodidad de su hija enferma; y el coronel, frente a la invitación de la señora Dashwood y la señora Jennings, cuyo diligente buen carácter la ha­cía ser amistosa y hospitalaria en nombre de otras personas tanto como en el propio, se comprometió gustoso a recuperarlo haciendo una visita a la casi­ta de Barton en el curso de algunas semanas.
    Llegó el día de la separación y la partida; y Marianne, después de una larga y muy especial despedida de la señora Jennings, tan llena de grati­tud, tan llena de respeto y buenos deseos como en lo más íntimo y secreto de su corazón reconocía de­berle por sus antiguos desaires, y diciendo adiós al coronel Brandon con la cordialidad de una amiga, subió al carruaje ayudada por él, que parecía em­peñado en que ocupara al menos la mitad del es­pacio. Siguieron a continuación la señora Dashwood y Elinor, dejando a los que allí quedaban entrega­dos a conversar sobre las viajeras y sentir el des­aliento que los invadía, hasta que la señora Jennings fue llamada a su propio coche, donde encontró con­suelo en los comentarios de su doncella sobre la pérdida de sus dos jóvenes acompañantes; e inme­diatamente después, el coronel Brandon emprendió su solitario viaje a Delaford.
    Dos días estuvieron las Dashwood en el cami­no, y Marianne soportó el viaje en ambos sin ver­dadera fatiga. Todo cuanto el más diligente afecto y los cuidados más solícitos podían hacer por su comodidad, lo hizo incansablemente cada una de sus dos acompañantes; y ambas se vieron recom­pensadas por el reposo físico que logró y la tran­quilidad de su espíritu. Esta última era para Elinor especialmente gratificante. Después de contemplar a Marianne semana tras semana en constante su­frimiento, de verla con el corazón oprimido por una angustia que no tenía el valor suficiente para ex­presar ni la fortaleza necesaria para ocultar, cons­tataba ahora en ella, con un gozo que nadie podía sentir de la misma forma, una aparente serenidad que si era -como esperaba que fuese- resultado de la reflexión, con el tiempo podía traerle con­tentamiento y alegría.
    A medida que se aproximaban a Barton, eso sí, e iban pasando por los lugares donde cada sem­brado y cada árbol traía algún recuerdo penoso en particular, Marianne se fue quedando callada y pen­sativa; y volviendo el rostro para que no la vieran, no dejó de mirar fijamente por la ventanilla. Pero Elinor no pudo ni admirarse ni culparla por ello; y cuando al ayudarla a bajar del carruaje vio que ha­bía estado llorando, lo consideró una emoción de­masiado natural en sí misma para despertar una respuesta menos tierna que la piedad y, dada la discreción con que se había manifestado, merece­dora de todo encomio. En todo su comportamien­to subsiguiente fue viendo las huellas de una mente decidida a realizar un esfuerzo razonable, pues ape­nas entraron a su salita de estar, Marianne la reco­rrió con una mirada decidida y firme, como resuelta a acostumbrarse de inmediato a la vista de cada objeto al que podía estar asociado el recuerdo de Willoughby. Habló poco, pero cada una de sus fra­ses apuntaba a la alegría; y aunque ocasionalmen­te se le escapaba un suspiro, nunca lo dejaba pasar sin compensarlo con una sonrisa. Después de ce­nar intentó tocar el piano. Se acercó a él, pero la pieza que primero saltó a su vista fue una ópera, regalo de Willoughby a ella, que contenía algunos de sus duetos favoritos y en cuya primera página él había escrito su nombre, con su propia letra. Eso no iba a resultar. Meneó la cabeza, hizo la partitu­ra a un lado y tras dejar correr los dedos sobre las teclas durante un minuto, se quejó de que los te­nía débiles y volvió a cerrar el instrumento; junto con eso, sin embargo, declaró firmemente que en el futuro debía practicar mucho.
    La mañana siguiente no produjo ninguna men­gua en estos felices síntomas. Al contrario, fortale­cida en mente y cuerpo por el descanso, sus gestos y sus palabras parecían genuinamente animados mientras anticipaba el placer del retorno de Margaret y comentaba cómo se restituiría con ello el queri­do grupo familiar, y cómo sus actividades compar­tidas y alegre compañía eran la única felicidad que cabía desear.
    -Cuando el tiempo se estabilice y haya recu­perado las fuerzas -decía-, haremos largos paseos juntas todos los días. Iremos hasta la granja junto a la colina y veremos cómo siguen los niños; ca­minaremos hasta las nuevas plantaciones de sir John en Barton Cross y cerca de la abadía; iremos muy seguido a las viejas ruinas del convento e in­tentaremos explorar sus cimientos hasta donde nos dijeron que alguna vez llegaron. Sé que seremos felices. Sé que el verano transcurrirá alegremente. Pretendo no levantarme nunca después de las seis y desde esa hora hasta la cena repartiré cada ins­tante entre la música y la lectura. Me he formado un plan y estoy decidida a continuar mis estudios seriamente. Ya conozco demasiado bien nuestra biblioteca para recurrir a ella por algo más que sim­ple entretenimiento. Pero hay muchas obras que vale la pena leer en Barton Park, y otras más mo­dernas que sé que puedo pedir prestadas al coro­nel Brandon. Con sólo leer seis horas diarias, en un año habré logrado un grado de instrucción que ahora sé que me falta.
    Elinor la alabó por un plan nacido de un moti­vo tan noble como ése, aunque sonrió al ver la mis­ma ansiosa fantasía que la había llevado a los mayores extremos de lánguida indolencia y egoístas quejumbres, ahora ocupada en introducir excesos en un plan de tan racionales actividades y virtuoso au­tocontrol. Su sonrisa, sin embargo, se transformó en un suspiro cuando recordó que aún no cumplía la promesa hecha a Willoughby, y temió tener que co­municar algo que otra vez podría alterar la mente de Marianne y destruir, al menos por un tiempo, esta grata perspectiva de hacendosa tranquilidad. Deseosa, entonces, de postergar esa hora funesta, resolvió es­perar hasta que la salud de su hermana estuviera más firme para contárselo. Pero el único destino de tal decisión era no ser cumplida.
    Marianne llevaba dos o tres días en casa antes de que el tiempo se compusiera lo suficiente para que una convaleciente como ella se aventurara a sa­lir. Pero por fin amaneció una mañana suave y tem­plada, capaz de dar ánimos a los deseos de la hija y a la confianza de la madre; y Marianne, apoyada en el brazo de Elinor, fue autorizada a pasear en el prado frente a la casa todo lo que quisiera, mien­tras no se cansara.
    Las hermanas partieron con el paso lento que exigía la debilidad de Marianne en un ejercicio no intentado hasta ese momento; y se habían alejado de la casa apenas lo suficiente para tener una vi­sión completa de la colina, la gran colina detrás de la casa, cuando deteniéndose con la vista vuel­ta hacia ella, Marianne dijo con toda calma:
    -Ahí, exactamente ahí -señalando con una mano-, en ese montículo, ahí me caí; y ahí vi por primera vez a Willoughby.
    La voz se le extinguió al pronunciar esa pala­bra, pero recuperándose de inmediato, añadió:
    -¡Cómo agradezco descubrir que puedo con­templar ese lugar con tan poco dolor! ¿Alguna vez hablaremos sobre ese tema, Elinor? -lo dijo con voz vacilante-. ¿O no será bueno? Yo sí puedo hablar de ello ahora, espero, y en la forma en que debo hacerlo.
    Elinor la invitó con gran ternura a que se des­ahogara.
    -En cuanto a lamentarse -dijo Marianne-, ya he terminado con eso, en lo que a él concierne. No pretendo hablarte de lo que han sido mis sen­timientos hacia él, sino de lo que son ahora. Ac­tualmente, si pudiera tener certeza sobre una cosa, si pudiera pensar que no siempre estuvo represen­tando un papel, no siempre engañándome...; pero, sobre todo, si alguien pudiera darme la seguridad de que nunca fue tan malvado como en ocasio­nes me lo han representado mis temores, desde que supe la historia de esa desdichada niña...
    Se detuvo. Elinor recibió con alegría sus pala­bras, atesorándolas, mientras le respondía:
    -Si se te pudiera dar seguridad sobre eso, ¿crees que lograrías el sosiego?
    -Sí. Mi paz mental depende doblemente de ello; pues no sólo es terrible sospechar tales pro­pósitos de alguien que ha sido lo que él fue para mí, sino además, ¿cómo me hace aparecer a mí? En una situación como la mía, ¿qué cosa sino el más vergonzosamente indiscreto afecto pudo ex­ponerme a...?
    -Entonces, ¿cómo explicas su comportamiento?
    -Querría pensar... ¡ah, cómo me gustaría po­der pensar que sólo era voluble... muy, muy vo­luble!
    Elinor no dijo más. Deliberaba internamente sobre la conveniencia de comenzar su historia de inmediato o posponerla hasta que Marianne estu­viera más fuerte, y siguieron caminando lentamente durante unos minutos, sin hablar.
    -No le estoy deseando un gran bien -dijo fi­nalmente Marianne con un hondo suspiro- cuan­do le deseo que sus pensamientos íntimos no sean más ingratos que los míos. Ya con eso sufrirá bas­tante.
    -¿Estás comparando tu comportamiento con el suyo?
    -No. Lo comparo con lo que debió ser; lo com­paro con el tuyo.
    -Tu situación y la mía no se han parecido mu­cho.
    -Se han parecido más de lo que se parecie­ron nuestros comportamientos. No dejes, queridí­sima Elinor, que tu bondad defienda lo que sé ha de censurar tu criterio. Mi enfermedad me ha he­cho pensar, me ha dado tiempo tranquilo y cal­ma para meditar con seriedad las cosas. Mucho antes de haberme recuperado lo suficiente para hablar, perfectamente podía reflexionar. Sopesé el pasado: todo lo que vi en mi propio comporta­miento, desde el comienzo de nuestra relación con él el otoño pasado, fue una serie de impruden­cias contra mí misma y de falta de amabilidad ha­cia los demás. Vi que mis propios sentimientos habían preparado el camino para mis sufrimien­tos y que mi falta de fortaleza en el dolor casi me había llevado a la tumba. Estaba consciente de que yo misma había sido la causa de mi en­fermedad al descuidar mi propia salud de una for­ma tal que incluso en ese tiempo sentía incorrecta. Si hubiera muerto, habría sido autodestrucción. No supe el peligro en que me había puesto hasta que desapareció ese peligro; pero con sentimientos como aquellos a los que estas reflexiones dieron origen, me extraña haberme recuperado; me asombra que la misma intensidad de mi deseo de vivir, de tener tiempo para la expiación ante mi Dios y ante todos ustedes, no me haya matado de inmediato. Si hubiera muerto, ¡en qué singular angustia te habría dejado, a ti, mi cuidadora, mi amiga, mi hermana! ¡Tú, que habías visto todo el irritable egoísmo de mis últimos días; que habías conocido todos los secretos de mi corazón! ¡Cómo habría perdurado en tus recuerdos! ¡Y mi madre, también! ¡Cómo podrías haberla consolado! No puedo poner en palabras cuánto me odié. Cada vez que dirigía la mirada hacia el pasado, veía un deber que había descuidado o alguna falta que había dejado pasar. A todos parecía haber causa­do algún daño. A la amabilidad de la señora Jen­nings, a su ininterrumpida amabilidad, había respondido con desagradecido menosprecio. Con los Middleton, con los Palmer, con los Steele, hasta con los conocidos más corrientes, había sido in­solente e injusta; mi corazón había permanecido insensible a sus méritos y mi temperamento irri­tado ante sus mismas atenciones. A John, a Fan­ny (sí, incluso a ellos, aunque sea poco lo que se merecen), les había dado menos de lo que les es debido. Pero a ti, a ti por sobre todo, por sobre mi madre, te había ofendido. Yo, sólo yo, cono­cía tu corazón y sus penas; y aun así, ¿en qué me influyó? No en hacerme más compasiva, benefi­ciándome a mí o a ti. Tenía tu ejemplo ante mí; pero, ¿de qué me sirvió? ¿Fui más considerada con­tigo y tu bienestar? ¿Imité la forma en que te con­tenías o suavicé tus ataduras haciéndome cargo de algunas de las muestras de deferencia general o gratitud personal que hasta ese momento ha­bían recaído enteramente en ti? No; cuando te sa­bía desdichada no menos que cuando te creía en paz, dejé sin cumplir todo lo que el deber o la amistad me exigían; apenas admitía que el dolor existiera sino en mí, y sólo lloraba por ese cora­zón que me había abandonado y agraviado, de­jando que tú, a quien profesaba un cariño sin límites, sufrieras por mi causa.
    En este punto se detuvo el rápido fluir de las recriminaciones que a sí misma se dirigía; y Elinor, impaciente por dar alivio, aunque demasiado ho­nesta para halagar, de inmediato le ofreció los elo­gios y el apoyo que su franqueza y arrepentimiento tan bien merecían. Marianne le oprimió la mano y replicó:
    -Eres muy buena. El futuro debe ser mi prue­ba. Me he hecho un plan, y si soy capaz de, cum­plirlo, lograré el dominio de mis sentimientos y mejoraré mi temperamento. Ya no significarán preocupaciones para los demás ni tormentos para mí misma. Viviré ahora únicamente para mi fami­lia. Tú, mi madre, Margaret, de ahora en adelante serán todo mi mundo; entre ustedes se repartirá todo mi cariño. Nunca más habrá nada que me incite a alejarme de ustedes o del hogar; y si me junto con otras personas, será sólo para mostrar un espíritu más humilde, un corazón enmenda­do, y hacer ver que puedo llevar a cabo las cor­tesías, las más pequeñas obligaciones de la vida, con gentileza y paciencia. En cuanto a Willoug­hby, sería ocioso decir que pronto o alguna vez lo olvidaré. Ningún cambio de circunstancias u opiniones podrá vencer su recuerdo. Pero estará sujeto a las normas y frenos de la religión, la ra­zón y la ocupación constante.
    Hizo una pausa, y añadió en voz más baja:
    -Si tan sólo pudiera conocer su corazón, todo sería más fácil.
    Elinor, que desde hacía algún rato deliberaba sobre la conveniencia o inconveniencia de aven­turarse a hacer su relato de inmediato, escuchó esto sin sentirse en absoluto más decidida que al co­mienzo; y advirtiendo que, como la deliberación no conducía a nada, la determinación debía hacerse cargo de todo, pronto se encontró enfrentándose a ello.
    Condujo el relato, así lo esperaba, con destre­za; preparó con cuidado a su ansiosa oyente; rela­tó con sencillez y honestidad los principales puntos en que Willoughby sustentaba su defensa; apreció debidamente su arrepentimiento y sólo morigeró sus declaraciones relativas a su amor actual por Marianne. Ella no pronunció palabra; temblaba, te­nía los ojos clavados en el suelo y los labios más blancos de lo que la enfermedad los había dejado. De su corazón brotaban mil preguntas, pero no se atrevía a plantear ninguna. Escuchó cada palabra con anhelante ansiedad; su mano, sin que ella se diera cuenta, estrechaba fuertemente la de su her­mana y las lágrimas le cubrían las mejillas.
    Elinor, temiendo que se hubiera fatigado, la con­dujo a casa; y hasta que llegaron a la puerta, adivi­nando fácilmente a qué estaría dirigida su curiosidad aunque en ningún momento pudo manifestarla en pre­guntas, no le habló de otra cosa que de Willoughby y de lo que habían conversado; y fue cuidadosa­mente minuciosa en todos los pormenores de lo que había dicho y de su aspecto, allí donde sin peligro podía permitirse una descripción detallada. No bien entraron en la casa, Marianne la besó con gratitud y apenas articulando en medio de su llanto tres pa­labras, “Cuéntaselo a mamá”, se separó de su her­mana y subió lentamente las escaleras. Elinor por ningún motivo iba a perturbar una tan entendible búsqueda de soledad como ésa; y pensando con gran ansiedad en sus posibles resultados, al mismo tiempo que tomaba la decisión de no volver a po­ner el tema si Marianne no lo hacía, se dirigió a la salita a cumplir su último mandato.


    CAPITULO XLVII

    La señora Dashwood no dejó de conmoverse al es­cuchar la reivindicación de su antiguo favorito. Se alegró al verlo absuelto de parte de las culpas que se le imputaban; le tenía lástima; deseaba que fuera feliz. Pero no se podía hacer revivir los sentimien­tos del pasado. Nada podía restituirlo con su pala­bra intacta y un carácter sin tacha ante Marianne. Nada podía hacer desaparecer el conocimiento de lo que ella había sufrido por su causa, ni eliminar la culpa de su comportamiento con Eliza. Nada podía devolverle, entonces, el lugar que había ocu­pado en el afecto de la señora Dashwood, ni per­judicar los intereses del coronel Brandon.
    Si, como su hija, la señora Dashwood hubiera escuchado la historia de Willoughby de sus pro­pios labios; si hubiera sido testigo de su angustia­ y experimentado el influjo de su semblante y acti­tud, es probable que su compasión hubiera sido mayor. Pero no estaba en manos de Elinor ni tam­poco deseaba despertar tales sentimientos en otras personas con una explicación detallada, como ha­bía ocurrido en un comienzo con ella. La reflexión había aportado tranquilidad a sus juicios y mode­rado su opinión sobre lo que Willoughby se me­recía; deseaba, por tanto, decir sólo la más simple verdad y exponer aquellos hechos que realmente se podían atribuir a su carácter sin embellecerlos con ninguna pincelada de afecto que pudiera des­pertar la fantasía y conducirla por caminos errados.
    Al anochecer, cuando estaban todas juntas, Marianne comenzó a hablar voluntariamente de él otra vez, pero no sin un esfuerzo que se hizo pa­tente en el agitado, intranquilo ensimismamiento en que antes había estado sumida durante algún tiempo, en el rubor que subió a su rostro al hablar, en su voz vacilante.
    -Deseo asegurarles a ambas -dijo-, que veo todo... como ustedes pueden desear que lo haga.
    La señora Dashwood la habría interrumpido de inmediato con consoladora ternura, si Elinor, que real­mente deseaba escuchar la opinión imparcial de su hermana, no le hubiera demandado silencio con un gesto impaciente. Marianne continuó lentamente:
    -Es un gran alivio para mí lo que Elinor me dijo en la mañana: he escuchado exactamente lo que deseaba escuchar -durante algunos momen­tos se le apagó la voz; pero, recuperándose, siguió hablando, y más tranquila que antes-: Con ello me doy por completo satisfecha. No deseo que nada cambie. Nunca habría podido ser feliz con él des­pués de saber todo esto, como tarde o temprano lo habría sabido. Le habría perdido toda confian­za, toda estima. Nada habría podido evitar que sin­tiera eso.
    -¡Lo sé, lo sé! -exclamó su madre-. ¡Feliz con un hombre de conducta libertina! ¿Con uno que así había roto la paz del más querido de nuestros ami­gos y el mejor de los hombres? ¡No, un hombre como ése jamás habría podido hacer feliz el cora­zón de mi Marianne! En su conciencia, en su sen­sible conciencia habría pesado todo lo que debiera haber pesado en la de su marido.
    Marianne suspiró, repitiendo:
    -No deseo que nada cambie.
    -Juzgas todo esto -dijo Elinor- exactamente como debe juzgarlo una persona de mente capaz y recto entendimiento; y me atrevo a decir que en­cuentras (al igual que yo, y no sólo en ésta sino en muchas otras circunstancias), motivos suficien­tes para convencerte de que el matrimonio con Wffloughby te habría traído muchas inquietudes y desilusiones en las que te habrías visto con escaso apoyo de un afecto que, de su parte, habría sido muy incierto. Si se hubieran casado, habrían sido siempre pobres. Incluso él mismo se reconoce in­moderado en sus gastos, y toda su conducta indi­ca que privarse de algo es una frase ausente en su vocabulario. Sus demandas y tu inexperiencia jun­tas, con un ingreso muy, muy pequeño, los habrían puesto en apuros que no por haberte sido com­pletamente desconocidos antes, o no haber pen­sado nunca en ellos, te serían menos penosos. Sé que tu sentido del honor y de la honestidad te ha­bría llevado, al darte cuenta de la situación, a in­tentar todos los ahorros que te parecieran posibles; y quizá, mientras tu frugalidad disminuyera sólo tu bienestar, podrías haberla resistido, pero más allá de eso (y, ¿qué podría haber hecho hasta el ma­yor de tus esfuerzos aislados para detener una rui­na que había comenzado antes de tu matrimonio?), más allá de eso, si hubieras intentado, incluso de la forma más razonable, limitar sus diversiones, ¿no habría sido de temer que en vez de inducir a al­guien de sentimientos tan egoístas para que con­sintiera en ello, habrías terminado por debilitar tu influencia en su corazón y hacerlo arrepentirse de la unión que le había significado tales dificultades?
    A Marianne le temblaron los labios y repitió “¿egoísta?” con un tono que implicaba “¿de verdad lo crees egoísta?”
    -Todo su comportamiento -replicó Elinor-, des­de el comienzo al final de esta historia, ha estado basado en el egoísmo. Fue el egoísmo lo primero que lo hizo jugar con tus sentimientos y lo que des­pués, cuando los suyos se vieron comprometidos, lo llevó a retardar su confesión y lo que finalmente lo alejó de Barton. Su propio placer o su propia tranquilidad fueron siempre los principios que guia­ron su conducta.
    -Es muy cierto. Mi felicidad nunca fue su ob­jetivo.
    -En la actualidad -continuó Elinor-, lamenta lo que hizo. Y, ¿por qué lo lamenta? Porque ha descu­bierto que no le sirvió. No lo ha hecho feliz. Ya no tiene problemas económicos, no sufre en ese aspec­to, y sólo piensa en que se casó con una mujer de temperamento menos amable que el tuyo. Pero, ¿se sigue de eso que si se hubiera casado contigo seria feliz? Las dificultades habrían sido diferentes. Habría sufrido por las inquietudes económicas que, ahora que no las tiene, han perdido importancia para él. Habría tenido una esposa de cuyo carácter no se habría podido quejar, pero habría vivido siempre necesitado, siempre pobre; y probablemente muy luego habría aprendido a valorizar mucho más las innumerables comodidades que da un patrimonio libre de deudas y una buena renta, incluso para la felicidad hogareña, que el simple carácter de una esposa.
    -No me cabe la menor duda de ello -dijo Marianne-; y no me arrepiento de nada... de nada excepto de mi propia necedad.
    -Di más bien la imprudencia de tu madre, hijita -dijo la señora Dashwood-; es ella la responsable.
    Marianne no la dejó seguir; y Elinor, satisfecha al ver que cada una reconocía su propio error, de­seó evitar todo examen del pasado que pudiera hacer flaquear el espíritu de su hermana; así, reto­mando el primer tema, continuó de inmediato:
    -De toda esta historia, creo que hay una con­clusión que se puede extraer con toda justicia: que todos los problemas de Willoughby surgieron de la primera ofensa contra la moral, su comporta­miento con Eliza Williams. Ese crimen fue el ori­gen de todos los males menores que le siguieron y de todo su actual descontento.
    Marianne asintió de todo corazón a esa obser­vación; y su madre reaccionó a ella con una enu­meración de los perjuicios infligidos al coronel Brandon y de sus méritos, en la cual había todo el entusiasmo capaz de originarse en la fusión de la amistad y el interés. Su hija, sin embargo, no pa­reció haberle prestado demasiada atención.
    Tal como lo había esperado, Elinor vio que en los dos o tres días siguientes Marianne no continuó recuperando sus fuerzas como lo había estado ha­ciendo; pero mientras su- determinación se mantu­viera sin claudicar y siguiera esforzándose por parecer alegre y tranquila, su hermana podía confiar sin va­cilaciones en que el tiempo terminaría por sanarla.
    Volvió Margaret y nuevamente se reunió toda la familia, otra vez se establecieron apaciblemente en la casita de campo, y si no continuaron sus ha­bituales estudios con la misma energía que habían puesto en ello cuando recién llegaron a Barton, al menos proyectaban retomarlos vigorosamente en el futuro.
    Elinor comenzó a impacientarse por tener al­gunas noticias de Edward. No había sabido nada de él desde su partida de Londres, nada nuevo so­bre sus planes, incluso nada seguro sobre su ac­tual lugar de residencia. Se habían escrito algunas cartas con su hermano a causa de la enfermedad de Marianne, y en la primera de John venía esta frase: “No sabemos_ nada de nuestro infortunado Edward y nada podemos averiguar sobre un tema tan vedado, pero lo creemos todavía en Oxford”. Esa fue toda la información sobre Edward que le proporcionó la correspondencia, porque en nin­guna de las cartas siguientes se mencionaba su nombre. No estaba condenada, sin embargo, a per­manecer demasiado tiempo en la ignorancia de sus planes.
    Una mañana habían enviado a su criado a Exeter con un encargo; y a su vuelta, mientras servía a la mesa, respondía a las preguntas de su ama sobre los resultados de su cometido. Entre sus informes ofreció voluntariamente el siguiente:
    -Supongo que sabe, señora, que el señor Fe­rrars se ha casado.
    Marianne tuvo un violento sobresalto, clavó su mirada en Elinor, la vio ponerse pálida y se dejó caer en la silla presa del histerismo. La seño­ra Dashwood, cuyos ojos habían seguido intuitiva­mente la misma dirección mientras respondía a la pregunta. del criado, sintió un fuerte impacto al ad­vertir por el semblante de Elinor la magnitud de su dolor; y un momento después, igualmente an­gustiada por la situación de Marianne, no supo a cuál de sus hijas prestar atención primero.
    Advirtiendo tan sólo que la señorita Marianne pa­recía enferma, el criado fue lo bastante sensato para llamar a una de las doncellas, la cual la condujo a otra habitación ayudada por la señora Dashwood. Para ese entonces Marianne ya estaba mejor, y su madre, dejándola al cuidado de Margaret y de la doncella, volvió donde Elinor, que aunque todavía se encontraba muy descompuesta, había recu­perado el uso de la razón y de la voz lo sufi­ciente para haber comenzado a interrogar a Thomas sobre la fuente de su información. La se­ñora Dashwood se hizo de inmediato cargo de esa tarea y Elinor pudo beneficiarse de la información sin el esfuerzo de tener que ir tras ella.
    -¿Quién le dijo que el señor Ferrars se había casado, Thomas?
    -Con mis propios ojos vi al señor Ferrars, se­ñora, esta mañana en Exeter, y también a su se­ñora, la que fue señorita Steele. Estaban ahí parados frente a la puerta de la posada New London en su coche, cuando yo fui con un mensaje de Sally, la de la finca, a su hermano, que es uno de los postillones. Justo miré hacia arriba cuando pa­saba al lado del coche, y así vi de frente que era la más joven de las señoritas Steele; así que me saqué el sombrero y ella' me reconoció y me lla­mó, y preguntó por usted, señora, y por las se­ñoritas, especialmente la señorita Marianne, y me encargó que le enviara sus respetos y los del se­ñor Ferrars, sus mayores respetos y atenciones, y les dijera cuánto sentían no tener tiempo para ve­nir a visitarlas, pero tenían prisa en seguir por­que todavía les faltaba un buen trecho por recorrer, pero de todas maneras a la vuelta se ase­gurarían de pasar a verlas.
    -Pero, ¿ella le dijo que se había casado, Thomas?
    -Sí, señora. Se sonrió y dijo que había cambia­do de nombre desde la última vez que había esta­do por estos lados. Siempre fue una joven muy amistosa y de trato fácil, y muy bien educada. Así que me tomé la libertad de desearle felicidades.
    -¿Y el señor Ferrars estaba con ella en el ca­rruaje?
    -Sí, señora, justo lo vi sentado ahí, echado para atrás, pero no levantó los ojos. El caballero nunca fue muy dado a conversar.
    El corazón de Elinor podía explicar fácilmente por qué el caballero no se había mostrado; y la señora Dashwood probablemente imaginó la mis­ma razón.
    -¿No había nadie más en el carruaje?
    -No, señora, sólo ellos dos.
    -¿Sabe de dónde venían?
    -Venían directo de la ciudad, según me dijo la señorita Lucy... la señora Ferrars.
    -¿Pero iban más hacia el oeste?
    -Sí, señora, pero no para quedarse mucho. Vol­verán luego y entonces seguro que pasan por aquí.
    La señora Dashwood miró ahora a su hija, pero Elinor sabía bien que no debía esperarlos. Reconoció a Lucy entera en el mensaje, y tuvo la certeza de que Edward nunca vendría por su casa. En voz baja le observó a su madre que probable­mente iban donde el señor Pratt, cerca de Ply­mouth.
    Thomas parecía haber terminado sus informes. Elinor parecía querer saber más.
    -¿Los vio partir antes de irse?
    -No, señora; ya estaban sacando los caballos, pero no pude quedarme más; temía atrasarme. -¿Parecía estar bien la señora Ferrars?
    -Sí, señora, dijo que estaba muy bien; a mi ver siempre fue una joven muy guapa y parecía enor­memente contenta.
    A la señora Dashwood no se le ocurrió nada más que preguntar, y Thomas y el mantel, ahora igualmente innecesarios, poco después fueron sa­cados de allí. Marianne ya había mandado decir que no iba a comer nada más; también la señora Dash­wood y Elinor habían perdido el apetito, y Marga­ret podía sentirse muy bien con esto de que, a pesar de las innumerables inquietudes que ambas hermanas habían experimentado en el último tiem­po, a pesar de los muchos motivos que habían te­nido para descuidar las comidas, nunca antes habían tenido que quedarse sin cenar.
    Cuando les llevaron el postre y el vino y la señora Dashwood y Elinor quedaron a solas, per­manecieron mucho rato juntas en similares medi­taciones e idéntico silencio. La señora Dashwood no se aventuró a hacer ninguna observación y no osó ofrecer consuelo. Se daba cuenta ahora de que se había equivocado al confiar en la imagen que Elinor había estado dando de sí misma; y conclu­yó correctamente que en su momento le había qui­tado importancia a todo lo que le ocurría sólo para evitarle a ella mayores sufrimientos, considerando cuánto estaba sufriendo ya por Marianne. Se dio cuenta de que la cuidadosa, considerada solicitud de su hija la había llevado al error de pensar que el afecto que un día había comprendido tan bien, era en realidad mucho menos serio de lo que so­lía creer o de lo que ahora se veía que era. Temía que, al dejarse convencer de esa forma, había sido injusta, desconsiderada... no, casi cruel con Elinor; que la aflicción de Marianne, por ser más eviden­te, más patente a sus ojos, había absorbido dema­siado de su ternura, llevándola a casi olvidar que en Elinor podía tener a otra hija sufriendo tanto como ella, con un dolor que ciertamente había sido menos buscado y que había soportado con mucho mayor fortaleza.


    CAPITULO XLVIII

    Elinor había descubierto la diferencia entre espe­rar que ocurriera un hecho desagradable, por muy seguro que se lo pudiera considerar, y la certeza misma. Había descubierto que, mientras Edward seguía soltero, a pesar de sí misma siempre le ha­bía dado cabida a la esperanza de que algo iba a suceder que impediría su matrimonio con Lucy; que algo -una decisión que él tomara, alguna interven­ción de amigos o una mejor oportunidad de esta­blecerse para la dama- surgiría para permitir la felicidad de todos ellos. Pero ahora se había casa­do, y ella culpó a su propio corazón por esa re­cóndita tendencia a formarse ilusiones que hacía tanto más dolorosa la noticia.
    Al comienzo se sorprendió de que se hubiera casado tan luego, antes (según se lo imaginaba) de su ordenación y, por consiguiente, antes de haber entrado en posesión del beneficio. Pero no tardó en ver cuán probable era que Lucy, cautelando sus propios intereses y deseosa de tenerlo seguro lo antes posible, pasara por alto cualquier cosa me­nos el riesgo de la demora. Se habían casado, lo habían hecho en la ciudad, y ahora se dirigían a toda prisa donde su tío. ¡Qué habría sentido Ed­ward al estar a cuatro millas de Barton, al ver al criado de su madre, al escuchar el mensaje de Lucy!
    Supuso que pronto se habrían instalado en De­laford... Delaford, allí donde tantas cosas conspi­raban para interesarla, el lugar que quería conocer y también evitar. Tuvo la rápida imagen de ellos en la casa parroquial; vio en Lucy la administrado­ra activa, ingeniándoselas para equilibrar sus aspi­raciones de elegancia con la máxima frugalidad, y avergonzada de que se fuera a sospechar ni la mi­tad de sus manejos económicos; en todo momen­to con su propio interés en mente, procurándose la buena voluntad del coronel Brandon, de la se­ñora Jennings y de cada uno de sus amigos pu­dientes. No sabía bien cómo veía a Edward ni cómo deseaba verlo: feliz o desdichado..: ninguna de las dos posibilidades la alegraba; alejó entonces de su mente toda imagen de él.
    Elinor se hacía ilusiones con que alguno de sus conocidos de Londres les escribiría anunciándoles el suceso y dándoles más detalles; pero pasaban los días sin traer cartas ni noticias. Aunque no es­taba segura de que alguien pudiera ser culpado por ello, criticaba de alguna manera a cada uno de los amigos ausentes. Todos eran desconsiderados o in­dolentes.
    -¿Cuándo le escribirá al coronel Brandon, se­ñora? -fue la pregunta que brotó de su impacien­cia por que algo se hiciera al respecto.
    -Le escribí la semana pasada, mi amor, y más bien espero verlo llegar a él en vez de noticias suyas. Le insistí que viniera a visitarnos, y no me sorprendería verlo entrar hoy o mañana, o cual­quier día.
    Esto ya era algo, algo en qué poner las expec­tativas. El coronel Brandon debía tener alguna in­formación que darles.
    No bien acababa de concluir tal cosa, cuando la figura de un hombre a caballo atrajo su vista hacia la ventana. Se detuvo ante su reja. Era un caballero, era el coronel Brandon en persona. Ahora sabría más; y tembló al imaginarlo. Pero no era el coronel Brandon... no tenía ni su porte, ni su altura. Si fuera posible, diría que debía ser Ed­ward. Volvió a mirar. Acababa de desmontar... no podía equivocarse... era Edward. Se alejó y se sentó. “Viene desde donde el señor Pratt a pro­pósito para vernos. Tengo que estar tranquila; ten­go que comportarme dueña de mí misma”.
    En un momento se dio cuenta de que también los otros habían advertido el error. Vio que su ma­dre y Marianne mudaban de color; las vio mirarla y susurrarse algo entre ellas. Habría dado lo que fuera por ser capaz de hablar y por hacerles comprender que esperaba no hubiera la menor frial­dad o menosprecio hacia él en el trato. Pero no pudo sacar la voz y se vio obligada a dejarlo todo a la discreción de su madre y hermana.
    No cruzaron ni una sílaba entre ellas. Espera­ron en silencio que apareciera su visitante. Escu­charon sus pisadas a lo largo del camino de grava; en un momento estuvo en el corredor, y al siguiente frente a ellas.
    Al entrar en la habitación su semblante no mos­traba gran felicidad, ni siquiera desde la perspecti­va de Elinor. Tenía el rostro pálido de agitación, y parecía temeroso de la forma en que lo recibirían y consciente de no merecer una acogida amable. La señora Dashwood, sin embargo, confiando cum­plir así los deseos de aquella hija por quien se pro­ponía en lo más hondo de su corazón dejarse guiar en todo, lo recibió con una mirada de forzada ale­gría, le estrechó la mano y le deseó felicidades.
    Edward se sonrojó y tartamudeó una respues­ta ininteligible. Los labios de Elinor se habían mo­vido a la par de los de su madre, y cuando la actividad hubo terminado, deseó haberle dado la mano también. Pero ya era demasiado tarde y, con una expresión en el rostro que pretendía ser llana, se volvió a sentar y habló del tiempo.
    Marianne, intentando ocultar su aflicción, se había retirado fuera de la vista de los demás tanto como le era posible; y Margaret, entendiendo en parte lo que ocurría pero no -por completo, pensó que le correspondía comportarse dignamente, tomó asiento lo más lejos de Edward que pudo y man­tuvo un estricto silencio.
    Cuando Elinor terminó de alegrarse por el cli­ma seco de la estación, se sucedió una horrible pausa. La rompió la señora Dashwood, que se sin­tió obligada a desear que hubiera dejado a la se­ñora Ferrars en muy buena salud. Apresuradamente él respondió que sí.
    Otra pausa.
    Elinor, decidiéndose a hacer un esfuerzo, aun­que temerosa del sonido de su propia voz, dijo:
    -¿Está en Longstaple la señora Ferrars?
    -¡En Longstaple! -replicó él, con aire sorpren­dido-. No, mi madre está en la ciudad.
    -Me refería -dijo Elinor, tomando una de las labores de encima de la mesa- a la señora de Edward Ferrars.
    No se atrevió a levantar la vista; pero su ma­dre y Marianne dirigieron sus ojos a él. Edward en­rojeció, pareció sentirse perplejo, la miró con aire de duda y, tras algunas vacilaciones, dijo:
    -Quizá se refiera... mi hermano... se refiera a la señora de Robert Ferrars.
    -¡La señora de Robert Ferrars! -repitieron Marianne y su madre con un tono de enorme asombro; y aunque Elinor no fue capaz de hablar, también le clavó los ojos con el mismo impacien­te desconcierto. El se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana, aparentemente sin saber qué hacer; tomó unas tijeras que se encontraban por allí, y mientras cortaba en pedacitos la funda en que se guardaban, arruinando así ambas cosas, dijo con tono apurado:
    -Quizá no lo sepan, no hayan sabido que mi hermano se ha casado recién con... con la menor... con la señorita Lucy Steele.
    Sus palabras fueron repetidas con indecible asombro por todas, salvo Elinor, que siguió senta­da con la cabeza inclinada sobre su labor, en un estado de agitación tan grande que apenas sabía dónde se encontraba.
    -Sí -dijo él-, se casaron la semana pasada y ahora están en Dawlish.
    Elinor no pudo seguir sentada. Salió de la ha­bitación casi corriendo, y tan pronto cerró la puer­ta, estalló en lágrimas de alegría que al comienzo pensó no iban a terminar nunca. Edward, que has­ta ese momento había mirado a cualquier parte menos a ella, la vio salir a la carrera y quizá vio -o incluso escuchó- su emoción, pues inmedia­tamente después se sumió en un estado de en­sueño que ninguna observación ni pregunta afectuosa de la señora Dashwood pudo penetrar; finalmente, sin decir palabra, abandonó la habi­tación y salió hacia la aldea, dejándolas estupe­factas y perplejas ante un cambio en las circunstancias tan maravilloso y repentino, entre­gadas a un desconcierto que sólo podían paliar a través de conjeturas.


    CAPITULO XLIX

    Por inexplicables que le parecieran a toda la fami­lia las circunstancias de su liberación, lo cierto era que Edward era libre; y a todas les fue fácil pre­decir en qué ocuparía esa libertad: tras experimen­tar los beneficios de un compromiso imprudente, contraído sin el consentimiento de su madre, como lo había hecho ya por más de cuatro años, al fra­casar ése no podía esperarse de él nada menos que verlo contrayendo otro.
    La diligencia que debía cumplir en Barton era, de hecho, bastante simple. Sólo se trataba de pe­dirle a Elinor que se casara con él; y considerando que no era totalmente inexperto en tales cometi­dos, podría extrañar que se sintiera tan incómodo en esta ocasión como en verdad se sentía, tan ne­cesitado de estímulo y aire fresco.
    No es necesario, sin embargo, contar en deta­lle lo que tardó su caminata en llevarlo a tomar la decisión adecuada, cuánto demoró en presentarse la oportunidad de ponerla en práctica, de qué ma­nera se expresó y cómo fue recibido. Lo único que importa decir es esto: que cuando todos se senta­ron a la mesa a las cuatro, alrededor de tres horas después de su llegada, había conseguido a su dama, había logrado el consentimiento de la ma­dre, y era el más feliz de los hombres. Y ello no sólo en el embelesado discurso del enamorado, sino en la realidad de la razón y la verdad. Cierta­mente su dicha era más que la común. Un triunfo mayor que el corriente en los amores correspon­didos le henchía el corazón y le elevaba el espíri­tu. Se había liberado, sin culpa alguna de su parte, de ataduras que por largo tiempo lo habían hecho infeliz y lo habían mantenido unido a una mujer a quien hacía mucho había dejado de amar; y, de inmediato, había alcanzado en otra mujer esa se­guridad por la que debió desesperar desde el mis­mo momento en que la había empezado a desear. Había transitado no desde la duda o el suspenso, sino desde la desdicha a la felicidad; y habló del cambio abiertamente con una alegría tan genuina, fácil y reconfortante como nunca le habían cono­cido antes sus amigas.
    Le había abierto el corazón a Elinor, le confe­só todas sus debilidades y trató su primer e infan­til enamoramiento de Lucy con toda la dignidad filosófica de los veinticuatro años.
    -Fue un apego tonto y ocioso de mi parte -dijo-, consecuencia del desconocimiento del mundo... y de la falta de ocupación. Si mi madre me hubiera dado alguna profesión activa cuando a los dieciocho años me sacaron de la tutela del señor Pratt, creo... no, estoy seguro de que nada habría ocurrido jamás, pues aunque salí de Long­staple con lo que en ese tiempo creía la más in­vencible devoción por su sobrina, aun así, si hubiera tenido cualquier actividad, cualquier cosa en que ocupar mi tiempo y que me hubiera man­tenido alejado de ella por unos pocos meses, pronto habría superado esos amores de fantasía, especialmente si hubiera compartido más con otras personas, como en ese caso habría debido hacer­lo. Pero en vez de emplearme en algo, en vez de contar con una profesión elegida por mí, o que se me permitiera elegir una, volví a casa a dedi­carme al más completo ocio; y durante el año que siguió, carecí hasta de la ocupación nominal que me habría dado la pertenencia a la universidad, puesto que no ingresé a Oxford sino hasta los die­cinueve años. No tenía, por tanto, nada en abso­luto que hacer, salvo creerme enamorado; y como mi madre no hacía del hogar algo en verdad agra­dable, como en mi hermano no encontraba ni un amigo ni un compañero y me disgustaba conocer gente nueva, no es raro que haya ido con frecuen­cia a Longstaple, que siempre sentí mi hogar y donde tenía plena seguridad de ser bienvenido; así, pasé allí la mayor parte del tiempo entre mis dieciocho y diecinueve años. Veía en Lucy todo lo que hay de amable y complaciente. Era bonita también... al menos eso pensaba yo en ese tiem­po; y conocía a tan pocas mujeres que no podía hacer comparaciones ni detectar defectos. Toman­do todo en cuenta, por tanto, creo que por in­sensato que fuera nuestro compromiso, por insensato que haya resultado ser después en todo sentido, en ese tiempo no fue una muestra de in­sensatez extraña o inexcusable.
    Era tan grande el cambio que unas pocas horas habían producido en el estado de ánimo y la felici­dad de las Dashwood, tan grande, que no pudie­ron menos que esperar todas las satisfacciones de una noche en vela. La señora Dashwood, demasia­do feliz para lograr alguna tranquilidad, no sabía cómo demostrar su amor a Edward o ensalzar a Eli­nor suficientemente, cómo agradecer bastante su li­beración sin vulnerar su delicadeza, ni cómo ofrecerles oportunidad para conversar libremente entre ellos y al mismo tiempo disfrutar, como era su deseo, de la presencia y compañía de ambos.
    Marianne podía manifestar su felicidad única­mente a través de las lágrimas. Podía caer en com­paraciones, en lamentos; y su alegría, aunque tan sincera como el amor por su hermana, ni le levan­taba el ánimo ni podía ponerse en palabras.
    Pero Elinor, ¿cómo describir sus sentimientos? Desde el momento en que supo que Lucy se ha­bía casado con otro, que Edward estaba libre, hasta el instante en que él justificó las esperanzas que tan de inmediato habían seguido, tuvo alternativa­mente todas las emociones, menos la calma. Pero cuando hubo pasado el segundo momento -cuan­do desaparecieron todas sus dudas, todas sus cui­tas; cuando pudo comparar su situación con la del último tiempo; cuando lo vio honorablemente li­bre de su anterior compromiso; cuando vio que aprovechaba su libertad para dirigirse a ella y de­clararle un amor tan tierno, tan constante como ella siempre lo había supuesto-, se sintió abrumada, dominada por su propia felicidad; y a pesar de la afortunada tendencia de la mente humana a acep­tar rápidamente cualquier cambio para mejor, se necesitaron varias horas para devolverle la sereni­dad a su ánimo o algún grado de tranquilidad a su corazón.
    Edward se quedaría ahora al menos una sema­na en la cabaña, pues más allá de cualquier otra obligación que debiera cumplir, le era imposible dedicar menos de una semana a disfrutar de la compañía de Elinor, o que alcanzaran a decir en menos tiempo la mitad de lo que debían decirse sobre el pasado, el presente y el futuro; pues aun­que unas pocas horas pasadas en la difícil tarea de hablar incesantemente bastan para despachar más temas de los que pueden realmente tener en co­mún dos criaturas racionales, con los enamorados es diferente. Entre ellos nunca se da por termina­da ninguna materia ni se da por comunicado algo a no ser que se lo haya repetido veinte veces.
    El matrimonio de Lucy, la inagotable y expli­cable sorpresa que les había producido a todos, por supuesto alimentó una de las primeras conversa­ciones de los enamorados; y el particular conoci­miento que Elinor tenía de cada una de las partes hizo que, desde todos los puntos de vista, le pare­ciera una de las circunstancias más extraordinarias e inconcebibles que hubieran llegado a sus oídos. Cómo era que se habían juntado, y qué atracti­vo podía haber influido en Robert para llevarlo a casarse con una muchacha de cuya belleza ella misma lo había escuchado hablar sin ninguna admiración; una muchacha que además estaba comprometida con su hermano y por quien ese hermano había sido marginado de la familia, era más de lo que podía comprender. Para su corazón era algo maravilloso; para su imaginación, hasta ri­dículo; pero a su razón, a su juicio, le parecía un verdadero enigma.
    La única explicación que se le ocurría a Edward era que, quizá, habiéndose encontrado primero por azar, la vanidad de uno había sido tan bien trabaja­da por los halagos de la otra, que eso había lleva­do poco a poco a todo lo demás. Elinor recordaba lo comentado por Robert en Harley Street respecto de cuánto podría haber logrado él de haber inter­venido a tiempo en los asuntos de su hermano. Se lo contó a Edward.
    -Eso es muy propio de Robert -fue su inme­diato comentario-. Y es lo que seguramente tenía en mente -agregó luego- al comienzo de su rela­ción con Lucy. Y al comienzo quizá todo lo que también quería ella era lograr que interpusiera sus buenos oficios en mi favor. Después pueden ha­ber surgido otros planes.
    Durante cuánto tiempo esto había estado ocu­rriendo entre ellos, él tampoco podía imaginarlo, pues en Oxford, donde había elegido quedarse desde su salida de Londres, no tenía manera de saber de ella sino por ella misma, y hasta el últi­mo momento sus cartas no fueron ni menos fre­cuentes ni menos afectuosas de lo que siempre habían sido. Ni la menor sospecha, entonces, lo preparó para lo que iba a seguir; y cuando final­mente reventó la noticia en una carta de la mis­ma Lucy, creía que durante algún tiempo se había quedado pasmado entre la maravilla, el horror y la alegría de tal liberación. Puso la carta en ma­nos de Elinor:

    Estimado señor:
    Con la certeza de haber perdido hace tiempo su afecto, me he sentido en libertad de entre­gar el mío a otra persona, y no dudo de que con él seré tan feliz como solía pensar que lo sería con usted; pero rehuso aceptar la mano cuando el corazón pertenecía a otra. Sincera­mente deseo sea feliz con su elección, y no será mi culpa si no somos siempre buenos amigos, como nuestro cercano parentesco hace ahora apropiado. Sin ninguna duda le puedo decir que no le guardo rencor alguno, y estoy segu­ra de que será demasiado generoso para hacer nada que nos perjudique. Su hermano se ha ganado todo mi afecto, y como no podríamos vivir el uno sin el otro, acabamos de volver del altar y nos dirigimos ahora a Dawlish a pasar unas pocas semanas, lugar que su querido her­mano tiene gran curiosidad por conocer, pero pensé molestarlo primero con estas pocas lí­neas, y para siempre quedaré,
    Su sincera amiga y hermana, que bien lo quiere,
    Lucy Ferrars

    He quemado todas sus cartas, y le devolveré su retrato a la primera oportunidad. Por favor destruya las páginas que le he enviado con mis pobres frases; pero el anillo con mi cabello, ten­dré el mayor gusto en dejárselo.

    Elinor la leyó y la devolvió sin ningún comen­tario.
    -No te preguntaré qué opinas de ella en cuan­to a composición -dijo Edward-. Por nada del mun­do habría querido, en otros tiempos, que tú vieras una de sus cartas. En una cuñada ya es bastante malo,- ¡pero en una esposa! ¡Cómo me han hecho sonrojar algunas de sus páginas! Y creo poder de­cir que desde los primeros seis meses de nuestro descabellado... asunto, ésta es la única carta que he recibido de ella en que el contenido compensó las faltas en el estilo.
    -Como sea que hayan comenzado -dijo Elinor tras una pausa-, ciertamente están casados. Y tu madre se ha ganado un castigo muy justo. La in­dependencia económica que otorgó a Robert por resentimiento contigo le ha permitido a él elegir a su antojo; y, de hecho, ha estado sobornando a un hijo con mil libras anuales para que termine ha­ciendo lo mismo que la hizo desheredar al otro cuando lo intentó. Supongo que difícilmente le do­lerá menos ver casada a Lucy con Robert que con­tigo.
    -Le va a doler más, porque Robert fue siem­pre su favorito. Le dolerá más y, de acuerdo con el mismo principio, lo va a perdonar mucho más rápido.
    Edward no sabía en qué estaban las relaciones entre ellos en ese momento, pues no había hecho ningún intento por comunicarse con nadie de su familia. Había dejado Oxford a las veinticuatro ho­ras de haber recibido la carta de Lucy, y teniendo .en mente como único objetivo encontrar el cami­no más rápido a Barton, no había tenido tiempo para trazar ningún plan de conducta con el que ese camino no estuviera íntimamente ligado. Nada podía hacer hasta estar seguro de cuál sería su des­tino con la señorita Dashwood; y es de suponer que por su rapidez en hacer frente a ese destino, a pesar de los celos con que alguna vez había pen­sado en el coronel Brandon, a pesar de la modes­tia con que evaluaba sus propios merecimientos y de la gentileza con que hablaba de sus dudas, en última instancia no esperaba una recepción dema­siado cruel. Sin embargo, tenía que decir que sí la había temido, y lo hizo con muy lindas palabras. Lo que podría decir sobre el tema un año después, queda a la imaginación de maridos y esposas.
    Elinor no tenía duda alguna de que con el men­saje que había enviado a través de Thomas, Lucy ciertamente había querido engañar, rubricando su partida con un trazo de malicia contra él; y a Edward mismo, viendo ahora con toda claridad cómo era su carácter, no le costaba creerla capaz de la máxi­ma malevolencia en una mezquindad caprichosa. Aunque hacía tiempo, incluso antes de su relación con Elinor, había comenzado a estar consciente de la ignorancia y falta de amplitud de algunas de sus opiniones, lo había atribuido a las carencias de su educación; y hasta la recepción de su última carta, siempre la había creído una muchacha bien dispues­ta y de buen corazón, y muy apegada a él. Nada sino ese convencimiento podría haberle impedido terminar un compromiso que, incluso mucho antes de que su descubrimiento lo hiciera objeto del enojo de su madre, había sido para él una fuente conti­nua de inquietud y arrepentimiento.
    -Pensé que era mi deber -dijo-, independien­temente de mis sentimientos, darle la opción de continuar o no el compromiso cuando mi madre me repudió y a todas luces quedé sin un amigo en el mundo que me tendiera una mano. En una situación como ésa, donde parecía no haber nada que pudiera tentar la avaricia o la vanidad de cria­tura viviente alguna, ¿cómo podía yo suponer, cuan­do ella insistió tan intensa y apasionadamente en compartir mi destino, cualquiera éste fuese, que sus motivos fueran distintos al afecto más desinteresa­do? E incluso ahora, no logro entender qué la lle­vó o qué ventaja imaginó que le reportaría encadenarse a un hombre al cual no estimaba en absoluto y cuya única posesión en el mundo eran mil libras. No podía haber previsto que el coronel Brandon me daría un beneficio.
    -No, pero podía suponer que algo favorable podía ocurrirte; que, con el tiempo, tu propia fa­milia podía ablandarse. Y en todo caso no perdía nada al continuar con el compromiso, pues, como lo dejó bien en claro, no se sentía obligada por él ni en sus deseos ni en sus acciones. En todo caso se trataba de una relación respetable y probable­mente la hacía ganar en la consideración de sus amistades; y si nada mejor se presentaba, era me­jor para ella casarse contigo que quedarse soltera.
    Por supuesto, Edward se convenció de inme­diato de que nada podía ser más natural que el comportamiento de Lucy, ni más palmario que sus motivos.
    Elinor le reprendió haber pasado tanto tiempo con ellas en Norland, donde debía haber estado consciente de su propia veleidad, con la dureza que siempre ponen las damas al reprender la impru­dencia que las halaga.
    -Te comportaste muy mal -le dijo-, pues, para no decir nada de mis propias convicciones, con ello llevaste a nuestros amigos a imaginar y esperar algo que, dada tu situación en ese momento, no podía darse.
    Edward sólo pudo presentar como excusa el desconocimiento de su propio corazón y una equi­vocada confianza en la fuerza de su compromiso.
    -Fui tan tonto como para creer que, dado que había empeñado mi palabra con otra persona, no había peligro en estar contigo, y que la conciencia de mi compromiso iba a resguardar mis sentimien­tos haciéndolos tan seguros y sagrados como mi honor. Te admiraba, pero me decía que era sólo amistad; y hasta que comencé a compararte con Lucy, no me di cuenta de hasta dónde había lle­gado. Después de eso, supongo que no fue correc­to quedarme tanto en Sussex, y los argumentos con los que intentaba reconciliarme con la convenien­cia de hacerlo no eran mejores que éstos: es a mí a quien pongo en peligro; no le hago daño a na­die sino a mí mismo.
    Elinor sonrió, meneando la cabeza.
    Edward se alegró al saber que esperaban la vi­sita del coronel Brandon a la casa, pues no sólo deseaba conocerlo mejor, sino convencerlo de que ya no resentía que le hubiera dado el beneficio de Delaford, “pues con los poco entusiastas agradeci­mientos que recibió de mi parte en esa ocasión”, dijo, “puede seguir creyendo que todavía no le per­dono habérmelo ofrecido”.
    Se asombraba ahora de no haber ido todavía a conocer el lugar. Pero era tan escaso el interés que había puesto en todo el asunto, que todo lo que sabía de la casa, del jardín y las tierras benefi­ciales, de la extensión de la parroquia, las condi­ciones de la tierra y el importe de los diezmos, se lo debía a la misma Elinor, que había escuchado tantas veces al coronel Brandon y le había presta­do tanta atención que ahora tenía completo domi­nio sobre el tema.
    Después de todo esto, tan sólo quedaba una cosa no aclarada entre ellos, una dificultad por ven­cer. Los unía su mutuo afecto y tenían la más cáli­da aprobación de sus verdaderos amigos; el conocimiento íntimo que tenían el uno del otro era una base segura para su felicidad... y sólo les fal­taba con qué vivir. Edward tenía dos mil libras y Elinor mil, y sumado a ello el beneficio de Dela­ford, era todo lo que podían considerar como pro­pio; pues a la señora Dashwood le era imposible adelantarles nada, y ninguno de los dos estaba tan enamorado como para -pensar que trescientas cin­cuenta libras al año bastarían para proveerlos de todas las comodidades de la vida.
    Edward no desesperaba totalmente de un cam­bio favorable hacia él en su madre, y en eso des­cansaba para lo que faltaba a sus ingresos. Pero Elinor no tenía igual confianza; pues como Edward seguía sin poder casarse con la señorita Morton y, en su halagador lenguaje, la señora Ferrars se ha­bía referido a la unión con ella únicamente como un mal menor al de su elección de Lucy Steele, temía que la ofensa de Robert sólo serviría para enriquecer a Fanny.
    Cuatro días después de la llegada de Edward apareció el coronel Brandon, con lo que se com­pletó la satisfacción de la señora Dashwood y pudo tener el honor, por primera vez desde que vivía en Barton, de tener más compañía de la que su casa podía acoger. Se permitió a Edward retener sus privilegios de primer visitante y, así, el coro­nel Brandon debía ir todas las noches a sus anti­guos aposentos en la finca, desde los cuales volvía cada mañana lo suficientemente temprano para in­terrumpir el primer tête-à-tête de los enamorados después del desayuno.
    Después de tres semanas de permanencia en Delaford, donde, al menos al atardecer, poco te­nía que hacer excepto calcular la desproporción entre treinta y seis y dieciséis, el coronel Brandon llegó a Barton en un estado de ánimo tan decaído que, para alegrarse, requirió toda la mejoría en la apariencia de Marianne, toda la afabilidad de su recepción y todo el estímulo de las palabras de su madre. Entre tales amigos, sin embargo, y con ta­les halagos, pronto revivió. Todavía no le había llegado ningún rumor sobre el matrimonio de Lucy; no sabía nada de lo ocurrido y, por consiguiente, pasó las primeras horas de su visita escuchando y asombrándose. La señora Dashwood le explicó todo, dándole nuevos motivos para alegrarse por el servicio hecho al señor Ferrars, dado que a la postre había resultado en beneficio de Elinor.
    Sería innecesario decir que la buena opinión que los caballeros tenían uno del otro mejoró jun­to con aumentar su mutuo conocimiento, pues no podía ser de otra manera. La semejanza en sus principios y buen juicio, en disposición y manera de pensar, probablemente habría bastado para unirlos como amigos sin necesidad de ninguna otra cosa que los acercara; pero el hecho de es­tar enamorados de dos hermanas, y dos herma­nas que se querían, hizo inevitable e inmediata una estimación que en otras condiciones quizá debió haber esperado los efectos del tiempo y el discernimiento.
    Las cartas provenientes de la ciudad, que unos días antes habrían estremecido cada nervio del cuerpo de Elinor, ahora llegaban para ser leídas con menos emoción que gusto. La señora Jennings es­cribió para contarles toda la fantástica historia, para desahogar su honesta indignación contra la velei­dosa muchacha que había dejado plantado a su novio y derramar compasión por el pobre Edward que, estaba segura, había adorado a aquella des­preciable pícara y, según todos los informes, se encontraba ahora en Oxford con el corazón casi completamente destrozado. “A mi parecer”, conti­nuaba, “nunca se ha hecho nada de manera tan solapada, pues no hacía ni dos días que Lucy ha­bía venido a visitarme y se había quedado un par de horas conmigo. Nadie tuvo ninguna sospecha de lo que ocurría, ni siquiera Nancy que, ¡pobre criatura!, llegó acá llorando al día siguiente, terri­blemente alarmada por miedo a la señora Ferrars y por no saber cómo llegar a Plymouth; pues Lucy, según parece, le pidió prestado todo su dinero an­tes de casarse, suponemos que para lucirse, y la pobre Nancy no tenía ni siquiera siete chelines en total; así que me alegró mucho darle cinco guineas que le permitieran llegar a Exeter, donde piensa quedarse tres o cuatro semanas en casa de la se­ñora Burguess con la esperanza, así le digo yo, de toparse otra vez con el reverendo. Y debo confe­sar que lo peor de todo es la mala voluntad de Lucy de no llevársela en su calesa. ¡Pobre señor Edward! No puedo sacármelo de la cabeza, pero deben hacer que vaya a Barton y la señorita Ma­rianne debe intentar consolarlo”.
    El tono del señor Dashwood era más solemne. La señora Ferrars era la más desdichada de las mu­jeres, la sensibilidad de la pobre Fanny había so­portado agonías y él estaba maravillado y lleno de gratitud al ver que no habían sucumbido bajo tal golpe. La ofensa de Robert era imperdonable, pero la de Lucy era infinitamente peor. Nunca más iba a mencionarse el nombre de ninguno de los dos ante la señora Ferrars, e incluso si en el futuro se la pudiera convencer de perdonar a su hijo, jamás iba a reconocer a su esposa como hija ni admitirla en su presencia. Trataba racionalmente el secreto con que habían manejado todo el asunto entre ellos como una enorme agravante del crimen, pues si los demás hubieran sospechado algo podrían ha­ber tomado las medidas necesarias para evitar el matrimonio; y apelaba a Elinor para que antes se uniera a sus lamentos por el no cumplimiento del compromiso entre Lucy y Edward, que servirse de ello para seguir sembrando la desgracia en la fa­milia. Y continuaba de la siguiente forma:
    “La señora Ferrars todavía no ha mencionado el nombre de Edward, lo que no nos sorprende; pero lo que nos asombra enormemente es no ha­ber recibido ni una línea de él sobre lo ocurrido. Quizá, sin embargo, ha guardado silencio por te­mor a ofender y, por tanto, le escribiré unas líneas a Oxford insinuándole que su hermana y yo pen­samos que una carta en que muestre la sumisión adecuada, dirigida quizá a Fanny y enseñada por ésta a su madre, no sería tomada a mal; pues to­dos conocemos la ternura del corazón de la seño­ra Ferrars y que nada desea más que estar en buenos términos con sus hijos”.
    Este párrafo tenía una cierta importancia para los planes y el proceder de Edward. Lo decidió a inten­tar una reconciliación, aunque no exactamente de la manera en que sugerían su cuñado y su hermana.
    -¡La sumisión adecuada! -repitió-; ¿pretenden que le pida perdón a mi madre por la ingratitud de Robert con ella y la forma en que ofendió mi honor? No puedo mostrar ninguna sumisión. Lo ocurrido no me ha hecho más humilde ni más arre­pentido. Me ha hecho muy feliz, pero eso no les interesa. No sé de ningún gesto de sumisión que yo deba realizar.
    -Bien puedes pedir que te perdonen -dijo Eli­nor-, porque has ofendido; y pensaría que ahora hasta podrías llegar a manifestar algún malestar por haber contraído el compromiso que despertó el enojo de tu madre.
    Edward estuvo de acuerdo en que podría ha­cerlo.
    -Y cuando te haya perdonado, quizá sea con­veniente alguna pequeña muestra de humildad cuando informes a tu madre de un segundo com­promiso casi tan imprudente a sus ojos como el primero.
    Nada tuvo que objetar a esto Edward, pero aún se resistía a la idea de una carta en que se mostra­ra adecuadamente sumiso; y así, para hacerle más fácil la empresa, dado que manifestaba mucho ma­yor disposición a hacer concesiones de palabra que por escrito, se resolvió que en vez de escribirle a Fanny, debía ir a Londres y suplicarle personalmen­te que interpusiera sus buenos oficios en su favor.
    -Y si ellos sí se comprometen -dijo Marianne, en su nueva personalidad benevolente en esfor­zarse por una reconciliación, tendré que pensar que ni siquiera John y Fanny están por completo des­provistos de méritos.
    Después de los sólo tres o cuatro días que duró la visita del coronel Brandon, los dos caballeros abandonaron Barton juntos. Se dirigirían de inme­diato a Delaford, de manera que Edward pudiera conocer personalmente su futuro hogar y ayudar a su protector y amigo a decidir qué mejoras eran necesarias; y desde ahí, tras quedarse un par de noches, iba a continuar su viaje a la ciudad.


    CAPITULO L

    Después de la apropiada resistencia por parte de la señora Ferrars, una resistencia bastante enérgica y firme para salvarla del reproche en el que siem­pre parecía temerosa de incurrir, el de ser dema­siado amable, Edward fue admitido en su presencia y elevado otra vez a la categoría de hijo.
    En el último tiempo su familia había sido ex­tremadamente fluctuante. Durante muchos años de su vida había tenido dos hijos; pero el crimen y aniquilamiento de Edward unas semanas atrás la habían privado de uno; el similar aniquilamiento de Robert la había dejado durante quince días sin ninguno; y ahora, con la resurrección de Edward, otra vez tenía uno.
    Edward, sin embargo, a pesar de que nueva­mente se le permitía vivir, no sintió segura la con­tinuación de su existencia hasta haber revelado su actual compromiso; pues temía que el hacer pú­blica tal circunstancia daría un nuevo giro a su es­tado y lo llevaría a la tumba con la misma velocidad que antes. Lo reveló entonces con recelosa caute­la y fue escuchado con inesperada placidez. Al co­mienzo la señora Ferrars intentó razonar con él para disuadirlo de casarse con la señorita Dashwood, recurriendo a todos los argumentos a su alcance; le dijo que en la señorita Morton encontraría una mujer de más alto rango y mayor fortuna, y refor­zó tal afirmación observando que la señorita Mor­ton era hija de un noble y dueña de treinta mil libras, mientras la señorita Dashwood sólo era la hija de un caballero particular, y no tenía más de tres mil; pero cuando descubrió que aunque Edward estaba perfectamente de acuerdo con lo certero de su exposición, no tenía ninguna inten­ción de dejarse guiar por ella, juzgó más sabio, dada la experiencia del pasado, someterse... Y así, tras la displicente demora que le debía a su pro­pia dignidad y que se le hacía necesaria para pre­venir cualquier sospecha de benevolencia, -promulgó su decreto de consentimiento al matri­monio de Edward y Elinor.
    A continuación fue necesario considerar qué de­bía hacer para mejorar sus rentas: y aquí se vio cla­ramente que aunque Edward era ahora su único hijo, de ninguna manera era el primogénito; pues aun­que Robert recibía infaliblemente mil libras al año, no se hizo la menor objeción a que Edward se or­denara por doscientas cincuenta como máximo; tam­poco se prometió nada para el presente ni para el futuro más allá de las mismas diez mil libras que habían constituido la dote de Fanny. .
    Eso, sin embargo, era lo que Edward y Elinor deseaban, y mucho más de lo que esperaban; y la señora Ferrars, con sus evasivas excusas, parecía la única persona sorprendida de no dar más.
    Así, habiéndoseles asegurado un ingreso sufi­ciente para cubrir sus necesidades, después de que Edward tomó posesión del beneficio no les que­daba nada por esperar sino que estuviera lista la casa, a la cual el coronel Brandon le estaba hacien­do importantes mejoras en su ansiedad por aco­modar a Elinor; y tras esperar algún tiempo que las completaran -tras experimentar, como es lo ha­bitual, las mil desilusiones y retrasos de la inexpli­cable lentitud de los trabajadores-, Elinor, como siempre, quebrantó la firme decisión inicial de no casarse hasta que todo estuviera listo, y la ceremo­nia tuvo lugar en la iglesia de Barton a comienzos de otoño.
    Pasaron el primer mes después de su matrimo­nio en la casa solariega, desde donde podían su­pervisar los progresos en la rectoría y dirigir las cosas tal como las querían en el lugar mismo; po­dían elegir el empapelado, planificar dónde plan­tar grupos de arbustos y diseñar un recorrido hasta la casa. Las profecías de la señora Jennings, aun­que algo embarulladas, se cumplieron en su ma­yor parte: pudo visitar a Edward y a su esposa en la parroquia para el día de san Miguel, y encontró en Elinor y su esposo, tal como lo pensaba, una de las parejas más felices del mundo. De hecho, ni a Edward ni a Elinor les quedaban deseos por cumplir, salvo el matrimonio del coronel Brandon y Marianne y pastos algo mejores para sus vacas.
    Recibieron la visita de casi todos sus parientes y amigos en cuanto se instalaron. La señora Ferrars acudió a inspeccionar la felicidad que casi le aver­gonzaba haber autorizado, y hasta los Dashwood incurrieron en el gasto de un viaje desde Sussex para hacerles los honores.
    -No diré que estoy desilusionado, mi querida hermana -dijo John, mientras paseaban juntos una mañana ante las rejas de la casa de Delaford-; eso sería exagerar, puesto que tal como son las cosas, en verdad has resultado una de las mujeres más afortunadas del mundo. Pero confieso que me da­ría gran placer poder llamar hermano al coronel Brandon. Sus bienes en este lugar, su propiedad, su casa, ¡todo tan admirable, tan en magníficas con­diciones! ¡Y sus bosques! ¡En ninguna parte de Dor­setshire he visto madera de tal calidad como la guardada ahora en los cobertizos de Delaford! Y aunque quizá Marianne no sea exactamente la per­sona capaz de atraerlo, pienso que sería en gene­ral aconsejable que la invitaras muy seguido a quedarse contigo, pues como el coronel Brandon parece pasar mucho tiempo en casa... imposible decir lo que podría ocurrir... Cuando dos perso­nas están mucho juntas y no ven mucho a nadie más... Y siempre estará en tus manos hacer resal­tar su mejor lado, y todo eso; en fin, bien puedes ofrecerle una oportunidad... tú me entiendes.
    Pero aunque la señora Ferrars sí vino a verlos y siempre los trató con un fingido afecto decoro­so, nunca recibieron el insulto de su verdadero fa­vor y preferencias. Eso se lo habían ganado la insensatez de Robert y la astucia de su esposa, y lo habían conseguido antes de que hubieran trans­currido muchos meses. La egoísta sagacidad de Lucy, que al comienzo había arrastrado a Robert a tal embrollo, fue el principal instrumento para librarlo de él; pues apenas encontró la más pe­queña oportunidad de ejercitarlas, su respetuosa humildad, sus asiduas atenciones e interminables zalemas reconciliaron a la señora Ferrars con la elección de su hijo y la reinstalaron completamen­te en su favor.
    Todo el proceder de Lucy en este asunto y la prosperidad con que se vio coronado, pueden así exhibirse como un muy estimulante ejemplo de lo que una intensa, incesante atención a los propios intereses, por más obstáculos que parezca tener el camino hacia ellos, podrá hacer para lograr todas las ventajas de la fortuna, sin sacrificar otra cosa que tiempo y conciencia. La primera vez que Ro­bert buscó verla y la visitó en Bartlett's Buildings, su única intención era la que su hermano le atri­buyó. Sólo quería convencerla de desistir del com­promiso; y como el único obstáculo que imaginaba posible era el afecto de ambos, lógicamente espe­raba que una o dos entrevistas bastarían para re­solver el asunto. En ese punto, sin embargo, y sólo en ése, se equivocó; pues aunque Lucy muy lue­go lo hizo confiar en que, a la larga, su elocuen­cia la convencería, siempre se necesitaba otra visita, otra conversación para lograr tal convencimiento. Al separarse, siempre subsistían en la mente de ella algunas dudas, que sólo podían aclararse con otra conversación de media hora con él. De esta ma­nera se aseguraba una nueva visita, y el resto si­guió su curso natural. En vez de hablar de Edward, paulatinamente llegaron a hablar sólo de Robert... un tema sobre el cual él siempre tenía más que decir que sobre el otro y en el cual ella pronto mostró un interés que casi se equiparaba al de él; y, en pocas palabras, rápidamente fue evidente para ambos que él había suplantado por completo a su hermano. Estaba orgulloso de su conquista, orgu­lloso de jugarle una mala pasada a Edward, y muy orgulloso de casarse en privado sin el consentimien­to de su madre. Ya se sabe lo que siguió de inme­diato. Pasaron algunos meses muy felices en Dawlish, pues ella tenía muchos parientes y viejos conocidos con quienes deseaba cortar, y él dibujó muchos planos para magníficas casas de campo. Y cuando desde allí volvieron a la ciudad, obtu­vieron el perdón de la señora Ferrars con el senci­llo expediente de pedírselo, camino adoptado a instancias de -Lucy. En un principio, como es lógi­co, el perdón alcanzó únicamente a Robert; y Lucy, que no tenía ninguna obligación con su suegra y, por tanto, no había transgredido nada, permane­ció unas pocas semanas más sin ser perdonada. Pero la perseverancia en un comportamiento hu­milde, más mensajes donde asumía la culpa por la ofensa de Robert y gratitud por la dureza con que era tratada, le procuraron con el tiempo un alta­nero reconocimiento de su existencia que la abru­mó por su condescendencia y que luego la condujo a pasos muy rápidos al más alto estado de afecto e influencia. Lucy se hizo tan necesaria a la seño­ra Ferrars como Robert o Fanny; y mientras Edward nunca fue perdonado de todo corazón por haber pretendido alguna vez casarse con ella, y se refe­rían a Elinor, aunque superior a Lucy en fortuna y nacimiento, como una intrusa, ella siempre fue con­siderada y abiertamente reconocida como una hija favorita. Se instalaron en la ciudad, recibieron un muy generoso apoyo de la señora Ferrars, estaban en los mejores términos imaginables con los Dash­wood y, dejando de lado los celos y mala volun­tad que siguieron subsistiendo entre Fanny y Lucy, en los que por supuesto sus esposos tomaban par­te, junto con los frecuentes desacuerdos domésti­cos entre los mismos Robert y Lucy, nada podría superar la armonía en que vivieron todos juntos.
    Lo que Edward había hecho para ver enajena­dos sus derechos de mayorazgo podría haber ex­trañado a muchos, de haberlo descubierto; .y lo que Robert había hecho para ser el sucesor de ellos, los sorprendería incluso más. Fue, sin embargo, un arreglo justificado por sus consecuencias, si no por su causa; pues nunca hubo señal alguna en el es­tilo de vida de Robert ni en sus palabras que hi­ciera sospechar que lamentara la magnitud de su renta, ya sea por dejarle demasiado poco a su her­mano o adjudicarle demasiado a él; y si se pudie­ra juzgar a Edward por el pronto cumplimiento de sus deberes en cada cosa, por un cada vez mayor apego a su esposa y a su hogar y por la constante alegría de su espíritu, se lo podría suponer no me­nos contento con su suerte que su hermano ni me­nos libre de desear ningún cambio en ella.
    El matrimonio de Elinor sólo la separó de su familia en esa mínima medida necesaria para que la casita de Barton no quedara abandonada por completo, pues su madre y hermanas pasaban más de la mitad del tiempo con ella. Las frecuentes vi­sitas de la señora Dashwood a Delaford estaban motivadas tanto por el placer como por la pruden­cia; pues su deseo de juntar a Marianne y al coro­nel Brandon era apenas menos acentuado, aunque algo más generoso, que el manifestado por John. Era ahora su causa preferida. Por preciada que le fuera la compañía de su hija, nada deseaba tanto como renunciar a ella en bien de su estimado ami­go; y ver a Marianne instalada en la casa solariega era también el deseo de Edward y Elinor. Todos se condolían de las penas del coronel y se sentían responsables por aliviarlas; y Marianne, por con­senso general, debía ser el consuelo de todas ellas.
    Con tal alianza en su contra; con el íntimo co­nocimiento de la bondad del coronel; con el con­vencimiento del enorme afecto que él le profesaba, que finalmente, aunque mucho después de haber­se hecho evidente para todos los demás, se abrió paso en ella, ¿qué podía hacer?
    Marianne Dashwood había nacido destinada a algo extraordinario. Nació para descubrir la false­dad de sus propias opiniones y para impugnar con su proceder sus máximas favoritas. Nació para ven­cer un afecto surgido a la edad de diecisiete años, y sin ningún sentimiento superior a un gran apre­cio y una profunda amistad, ¡voluntariamente le entregó su mano a otro! Y ese otro era un hombre que había sufrido no menos que ella con ocasión de un antiguo afecto; a quien dos años antes ha­bía considerado demasiado viejo para el matrimo­nio, ¡y que todavía buscaba proteger su salud con una camiseta de franela!
    Pero así ocurrieron las cosas. En vez de sacrifi­cada a una pasión irresistible, como alguna vez se había enorgullecido en imaginarse a sí misma; incluso en vez de quedarse para siempre junto a su madre con la soledad y el estudio como únicos placeres, según después lo había decidido al hacerse más tran­quilo y sobrio su juicio, se encontró a los diecinue­ve años sometiéndose a nuevos vínculos, aceptando nuevos deberes, instalada en un nuevo hogar, espo­sa, ama de una casa y señora de una aldea.
    El coronel Brandon era ahora tan feliz como todos quienes lo querían creían que merecía ser­lo; en Marianne encontraba el consuelo a todas sus aflicciones pasadas; su afecto y su compañía le re­animaban la mente y devolvieron la alegría a su espíritu; y que Marianne encontraba su propia fe­licidad en hacer la de él, era algo indudable para cada amigo que la veía y que a todos deleitaba. Marianne nunca pudo amar a medias; y con el tiem­po le llegó a entregar todo su corazón a su espo­so, como lo había hecho una vez con Willoughby.
    Willoughby no pudo escuchar del matrimonio de Marianne sin sentir una punzada de dolor; y pronto su castigo estuvo completo con el volunta­rio perdón de la señora Smith, la cual, al declarar que debía agradecer su clemencia al matrimonio con una mujer de carácter, le dio motivos para pen­sar que, si hubiera procedido honorablemente con Marianne, podría haber sido al mismo tiempo feliz y rico. No debe ponerse en duda la sinceridad del arrepentimiento por su mal proceder, que le había acarreado su propio castigo; ni tampoco que du­rante mucho tiempo pensó en el coronel Brandon con envidia y en Marianne con nostalgia. Pero no hay que esperar que quedara por siempre descon­solado, que huyera de la sociedad o contrajera un temperamento habitualmente sombrío, o que mu­riera con el corazón roto... porque nada de eso ocurrió. Vivió esforzándose, y a menudo divirtién­dose. ¡No siempre su esposa estaba de mal humor ni su hogar falto de comodidades! Y en sus cria­deros de perros y caballos y en todo tipo de de­portes encontró un grado no despreciable de felicidad doméstica.
    Por Marianne, sin embargo -a pesar de la des­cortesía de haber sobrevivido a su pérdida-, siempre mantuvo ese decidido afecto que lo hacía in­teresarse en todos sus asuntos y que lo llevó a transformarla en su secreta pauta de perfección femenina; y así, muchas beldades prometedoras ter­minaron desdeñadas por él después de algunos días, como sin punto de comparación con la se­ñora Brandon.
    La señora Dashwood tuvo la suficiente pruden­cia de quedarse en la cabaña, sin intentar un tras­lado a Delaford; y afortunadamente para sir John y la señora Jennings, en el momento en que se vie­ron privados de Marianne, Margaret había llegado a una edad muy apropiada para bailar y que ya podía permitir se le supusieran enamorados.
    Entre Barton y Delaford había esa permanente comunicación que surge naturalmente de un gran cariño familiar; y de los méritos y las alegrías de Elinor y Marianne, no hay que poner en último lu­gar el hecho de que, aunque hermanas y viviendo casi a la vista una de la otra, pudieron hacerlo sin desacuerdos entre ellas ni producir tensiones en­tre sus esposos.

    Nabab: gobernador de una provincia en la India mu­sulmana. Mohur moneda de oro de la antigua India británi­ca, equivalente a quince rupias de plata.
    Reina Mab: Nombre de ser fantástico en Romeo y Julie­ta (Acto I, iv); en traducción de Pablo Neruda, “partera de las hadas ... / pequeñita como piedra de ágata / que brilla en el meñique de un obispo, / tiran su coche atómicos caballos / que la pasean sobre las narices / de los que están durmien­do...” Noche a noche hace soñar a cada persona con lo que es su más profundo deseo.
    Columella es la protagonista de una obra de Richard Graves, Columella, or the Distressed Anchoret (1779), que tras una vida de ocio destina a sus hijos a diversos oficios. Un per­sonaje histórico muy anterior, del mismo nombre, es Lucio Ju­nio Moderato Columela (siglo I d.C.), uno de los mejores técnicos latinos con dominio sobre diversas materias, y autor de un importante tratado agrícola en verso (De re rustica). Los diez libros de este tratado van más allá del temario tradicio­nal agrícola, para tratar asuntos como la avicultura, los estan­ques para peces y los árboles frutales.
    Member of Parliament, Miembro del Parlamento.
    Beneficio: Conjunto de derechos y emolumentos que obtiene un eclesiástico, inherentes o no a un oficio. (Diccio­nario de la Lengua Española, R.A.E.)
    Joseph Bonomi (1739-1808), arquitecto, miembro de la Royal Academy.

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