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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    S2
    S3
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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    --------REVISTAS DINERS--------






















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    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

    BODY MAIN POST INFO

    SIDEBAR
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    Widget 7














































































































    SICARIO (Alberto Vazquez Figueroa)

    Publicado en enero 20, 2010
    Si usted quiere que le cuente mi historia, señor, yo se la cuento.
    No entiendo de qué puede servirle a nadie una historia semejante, pero si ha venido desde tan lejos sólo por conocerla, sus razones tendrá y no soy quién para negárselas.
    Me gustaría poder empezar diciéndole en qué día nací, en qué mes y en qué año, pero ni de eso, ni del lugar donde pudo ser, tengo una idea precisa, porque, si alguna vez mi nacimiento se registró en alguna parte, cosa que dudo, olvidado debió quedar en la memoria de mi madre, que es la única que pudo tener en su día clara conciencia de tal acto.
    Y es que mi madre era puta.
    Puta, borracha, ladrona y probablemente drogadicta por más señas, pues lo poco que recuerdo de su persona, va unido a la idea de botellas que rodaban por el suelo, hombres con los que se pegaba, hedor a vómitos y sonoros ronquidos que me impedían dormir casi toda la noche.
    También recuerdo un largo viaje en una época en la que tendría yo dos o tres años, aunque siempre sospeché que más que un viaje fue una huida; una precipitada fuga motivada por el hecho de que, al parecer, mi madre le había robado a un cliente y confiaba empezar con ese dinero «una nueva vida» lejos del pueblo.
    Que conste que nunca me importó el hecho de que mi madre fuera puta, pues desconozco las razones que tuvo para acabar de esa manera, aunque, si quiere que le diga la verdad, creo que desde aquel tiempo le tomé animadversión a las mujeres que abusan de quienes tan sólo buscan pasar con ellas un buen rato sin discutir el precio, y luego se encuentran con que les han dejado sin blanca.
    En la ciudad las cosas no fueron a mejor, pues a mi madre el dinero le debió durar muy poco, y la diferencia estuvo en que los clientes no eran los viejos conocidos que solían acudir a casa, sino que ahora tenía que salir a buscarlos a unas calles en las que la competencia era muy dura y el frío le calaba hasta los huesos.
    Eso hacía que bebiera aún más que de costumbre y que estuviera siempre de un humor de todos los demonios, aprovechando cualquier disculpa para propinarme una soberana paliza o quemarme con un cigarrillo el dorso de la mano, pues aseguraba que ésa era la única forma que conocía de que me quedara quieto unos minutos.
    Vivíamos en un cuartucho tan minúsculo que, cuando tenía que «ocuparse» por el día, me mandaba a jugar a la calle, pero cuando se trataba de servicios nocturnos me veía obligado a acurrucarme bajo un montón de mantas, sin hacer ruido ni movimiento alguno, y orinándome encima si es que no podía aguantarme.
    Si por alguna razón los clientes sospechaban, mi madre les tranquilizaba asegurando que quien dormía era un gato, convencida como estaba de que de saber que era un niño muchos no conseguirían concentrarse y acabarían por largarse aprovechando la disculpa para no pagar.
    Y es que mi madre no era atractiva.
    Apenas tenía más que piel cubriéndole los huesos, y como andaba siempre sucia y desgreñada le costaba embaucar a algún borracho, por lo que tenía que procurar que quedara contento si no quería tener graves problemas.
    ¿En verdad le interesa que le siga contando todo esto? No, a mí en realidad no me molesta, y al fin y al cabo son cosas que pasaron hace ya muchos años.
    Es como si le hubiera ocurrido a otra persona.
    ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí...! Mi madre. Algunas noches observaba desde mi rincón lo que hacía con aquellos pendejos, y puede usted creerme si le digo que me importaba un carajo.
    Hay quien asegura que los niños tienen la obligación de amar a sus madres y sufrir cuando les colocan en semejante situación, pero le juro que para mí no fue nunca más que una bruja maloliente que de tanto en tanto me proporcionaba algo de comer, y que tampoco me demostró más afecto del que habría demostrado si en verdad hubiera sido un gato.
    Yo era, al parecer, cuanto tenía, pero estaba claro que no me tenía para quererme, sino tan sólo para hacerme partícipe de todas sus desgracias, desahogando sobre mí sus frustraciones.
    Darme una patada o quemarme con un cigarrillo le compensaba por no tener un vaso de ron a mano, y pegarme se había convertido en la única forma de escapar a su imagen las pocas veces que se miraba a un espejo.
    Por todo ello, la vida se me fue haciendo cada Vez más difícil, ya que en el pueblo raro era el día en que una vecina no me daba un pedazo de pan, pero allí, en la ciudad, nadie parecía reparar siquiera en mi presencia.
    Le aseguro, señor, o al menos ésa ha sido mi experiencia, que a los cuatro años se llega a soportar el hambre, el frío e incluso contemplar cómo un tipejo hediondo hociquea como un cerdo en la entrepierna de tu madre, pero lo que no se resiste en modo alguno es la espantosa sensación de saber que vives sin que a nadie le preocupe en absoluto lo que pueda ocurrirte.
    Por no darme, mi madre ni tan siquiera me dio un nombre; no ya un apellido; me refiero a un simple nombre de pila por el que designarme, pues cuando en alguna ocasión se refería a mí, decía siempre el Chico, y cuando estábamos solos en el cuartucho nunca me nombraba, pues resultaba evidente que yo era el único que podía escucharla.
    Cuando en un par de ocasiones le pregunté sobre ello eludió el tema, lo cual me obliga a suponer que en realidad jamás se preocupó de bautizarme, ni aun de dedicar un minuto de su vida a la sencilla tarea de buscar el modo de que pudiera diferenciarme del resto de los millones de hijos de puta que pululan por el mundo.
    Siempre fui, por lo tanto, el Chico, y cuando años más tarde la sociedad se empeñó en que debía tener una «Personalidad Jurídica», decidí adoptar el apellido «Grande», pues se me antojó tan bueno como cualquier otro y bastante en consonancia con las circunstancias de mi vida. Ya ve, por tanto, que «Chico Grande» no es en absoluto un apodo como la mayoría imagina, sino el nombre y el apellido que figuran en todos mis documentos.
    Una burla del destino para alguien que jamás tuvo infancia.
    Y además, tan canijo.
    Una tarde, mientras mi madre se «ocupaba» con tres tipos y otra golfa en algo que nunca he podido tan siquiera imaginar, teniendo en cuenta las reducidas dimensiones del cuarto y de la cama, me tropecé en la calle con Ramiro, un mocoso espigado, pero tan flaco que sus dos piernas apenas abultaban lo que una normal, que vagaba sin rumbo desde el día en que su madre, tan puta al parecer como la mía, desapareció por completo dejándole sin techo.
    Ramiro tendría apenas un año más que yo, pero sabía mucho de la vida, y tenía una ligera idea sobre dónde dormir caliente y conseguir algo de comer.
    Me fui con él.
    Me fui definitivamente, debido en parte al hecho de que en cuanto llegamos al centro de la ciudad caí en la cuenta de que no tenía la más mínima idea de dónde estaba mi «casa», ni cómo carajo tenía que arreglármelas para volver a ella.
    A decir verdad, nunca me pasó por la mente la idea de volver, y ni tan siquiera una sola vez en mi vida eché de menos a mi madre.
    El centro de la ciudad me fascinó al instante.
    Yo, que había vivido hasta aquel momento en un barrio de las afueras, nunca he sabido cuál, pero uno de esos de chabolas de madera y «calles» de barro en los que los días son casi siempre grises y las noches oscuras, pasé de pronto a encontrarme en mitad de una hermosa plaza, rodeada de altísimos edificios de iluminados ventanales, con lujosos comercios de letreros multicolores cuyos escaparates exhibían más cosas maravillosas que la más fantástica cueva de Alí Baba.
    Debí permanecer con la boca abierta cuatro días.
    Ramiro me enseñaba a vivir.
    «Sobrevivir» sería más bien la palabra justa en este caso, pues aunque fastuoso, el mundo al que había llegado se mostró de inmediato hostil y despiadado, ya que eran centenares los que, como nosotros, pululaban en busca de un mendrugo que echarse a la boca.
    Resulta difícil vivir de la caridad cuando la caridad se ha convertido en un oficio al que llegas el último, siendo el más pequeño, y sin poder ofrecer a la vista ningún defecto que mueva a la compasión del transeúnte.
    En aquel tiempo llegué a envidiar a los cojos y los mancos, puesto que lo único que tenían que hacer era tomar asiento en una esquina, exhibir sus miserias y permitir que el plato se les fuera llenando de brillantes monedas.
    Ramiro y yo, por el contrario, nos veíamos obligados a correr junto a los peatones tirándoles del abrigo o sollozando para no recibir la mayoría de las veces más que un empujón o un despectivo golpe con el dorso de la mano, si es que teníamos la suerte de que no nos pisaran con sus pesados zapatones.
    Me dolía el cuello de mirar hacia arriba.
    A mi nivel no estaban más que Ramiro, algún que otro niño y algún que otro perro.
    Fue entonces cuando comprendí que existía el mundo de los adultos, y que esos adultos no eran los miembros de mi especie encargados de protegerme, sino mis peores enemigos, porque desde su altura emanaban la mayor parte de los peligros que pudieran acecharme.
    Adultos eran los que nos corrían a bofetadas cuando entrábamos a un restaurante a pedir limosna a quienes se atiborraban de comida; adultos los que nos echaban de los portales calientes en los que buscábamos refugio por las noches, y adultos los que nos pateaban cuando nos sorprendían cagando bajo un árbol de la plaza.
    No nos permitían utilizar los retretes de los bares, pero no querían, tampoco, que nos bajáramos los pantalones a la vista de la gente, y lo que le estaba permitido a cualquier perro, nos lo prohibían a nosotros sin que entendiéramos los motivos.
    ¿Qué podíamos hacer?
    Para utilizar un baño público debíamos pagar, pero a la gente rica que lucía anillos y relojes no les obligaban a que sus malditos perros los usaran en lugar de ensuciar las aceras.
    Yo nunca me cagué en mitad de una acera, se lo juro.
    Buscaba un rincón cualquiera de la plaza, entre los matorrales, pero hasta allí me perseguía un vigilante furibundo, que minutos antes había visto impasible cómo un inmenso pastor alemán dejaba caer su plasta donde cualquiera podía pisarla.
    ¿Por qué tenía que ser peor mi mierda que la de un perro?
    Creo que fue entonces cuando empecé a odiar a los perros, y no porque estuvieran mejor cuidados y recibieran más cariño que yo, sino por el simple hecho de que podían cagar donde quisieran.
    ¿Por qué sonríe?
    ¿Le parece divertido que la sociedad acepte que un chucho pueda tener más derechos que un niño de cinco años?
    Si en verdad lo considera divertido será mejor que dejemos aquí mismo la charla, pues resulta evidente que no es usted alguien que pueda entender la mayoría de las cosas que pienso contarle.
    No. No me enfado. Tan sólo le pido que cuando esté reventando salga a la calle y trate de hacer sus necesidades a cinco metros de donde las hace un perro.
    ¿Cree que a mí me gustaba que me vieran el culo? ¿Cree que resulta gracioso tener que echar de pronto a correr ensuciándote las piernas? Lo primero que Ramiro me enseñó fue a no cagar nunca bajándome los pantalones, pues si los vigilantes me sorprendían no podía huir y acababa apaleado y con mierda hasta el cuello.
    Por frío que hiciera tenía que quitarme los pantalones, aforrarlos con fuerza, abrir mucho las piernas y estar atento a mi espalda porque cuando menos lo esperaba una patada me lanzaba volando por los aires, o un «coño-e-madre» de jardinero me empapaba con su maldita manguera.
    ¡Y Dios se apiade de ti si por casualidad estás estreñido!
    Y tenga muy presente que no le cuento todo esto por gusto, sino porque quiero que entienda que para un mendigo de la gran ciudad tan difícil puede ser cagar como comer, e incluso más, pues si no comes, pasas hambre, pero si no cagas, revientas.
    ¿Vergüenza?
    A menudo me despierto sobresaltado porque en mis sueños me veo acuclillado en mitad de la calle mientras la gente me contempla con gesto de asco o disgusto.
    Algunos incluso me insultan.
    Recuerdo que en una ocasión en que tenía unos terribles retortijones porque había comido algo podrido que encontré en un cubo de basura, un tipo que pasaba se desabrochó la bragueta y comenzó a mearme encima.
    Yo aún no había cumplido los seis años, sudaba frío, y creo recordar que incluso echaba sangre por el ano, pero aquel adulto hijo de puta se descojonaba empapándome la cara.
    ¿Ya no sonríe?
    ¿Ya no se le antoja tan divertido?
    No se inquiete. Al fin y al cabo fue gracioso, puesto que de improviso apareció Ramiro con un palo y le atizó tal fustazo en la punta del capullo que el muy cabrón aún debe dar alaridos cada vez que se lo toque.
    Ramiro era ya más que mi hermano.
    Nunca tuve .ninguno, que yo sepa, pero imagino que un hermano es alguien con quien compartes los padres y compartes de igual modo alegrías y tristezas.
    Pero ni Ramiro ni yo teníamos padres, ni mucho menos alegrías, y como lo único que podíamos compartir eran miserias, nos sentíamos tan unidos como no creo lo haya estado jamás hermano alguno.
    Una navaja, una manta y un cazo de latón era cuanto teníamos y en cierto modo nos bastaba, en especial cuando había algo con que llenar el cazo o cortar con la navaja, o un rincón en el que acurrucarse bajo la manta.
    Ramiro hablaba poco y mentiría si le dijese que nos contábamos nuestros sueños sobre el futuro y nuestras ilusiones, porque, a decir verdad, ignorábamos lo que significaba nada de eso.
    A lo más que llegábamos era a soñar despiertos sobre lo que significaría sentarse en uno de aquellos lujosos restaurantes para hartarse de comer caliente cosas cuyo sabor tan sólo conocíamos de recogerlas en los cubos de basura pasada la media noche, aunque en justicia debo admitir que era ése un recurso al que tan sólo recurríamos en último extremo y en muy contadas ocasiones.
    Los días de mucha lluvia, cuando caía uno de esos «palos de agua» en los que parece que una mano gigante exprime las nubes como si se tratara de un limón, el hambre se agudizaba, pues con ese tiempo los escasos transeúntes iban perdiendo el culo a refugiarse en los portales, sin tiempo ni ganas de detenerse para echar mano al bolsillo y darte una limosna.
    Los automovilistas cerraban las ventanillas y si te arriesgabas a colocarte en el borde de la calzada esperando que alguien se compadeciera de ti, lo único que conseguías era que al pasar por un charco un bus te empapara de los pies a la cabeza.
    Y la tiritera te daba más hambre.
    Eran malos los días de lluvia, sí. Muy malos.
    Tenías que dormir con la ropa enchumbada, al día siguiente te dolían hasta los huesos, y cuando te despertabas, si es que habías conseguido un lugar protegido en el que dormir, el hecho de escuchar de nuevo el rumor de la lluvia te producía tal sensación de angustia que preferías morir antes tener que enfrentarte a otro día semejante.
    No obstante, jamás pensé en suicidarme.
    Ni yo, ni ninguno de los chicos que conociera en aquel tiempo.
    Ya estaban allí el hambre y el frío para matarnos, y por lo tanto no íbamos a ser tan estúpidos como para facilitarles la labor.
    La experiencia me ha enseñado, señor, que cuanto más miserable es la vida por la que luchas, menos ganas tienes de perderla, sobre todo cuando, como en mi caso, jamás se ha conocido otra mejor.
    A los seis años me encontraba tan en el fondo del pozo, que el hecho de imaginar de un modo casi inconsciente que ya las cosas no podrían ir peor y todo lo que consiguiese de allí en adelante significaría un progreso, le daba un valor especial a mi vida evitando que se me pasara por la mente la idea de quitármela.
    Tal vez, de haber sabido cuan equivocado estaba en mis apreciaciones, la cosa hubiera sido muy distinta.
    Volviendo atrás podríamos decir que la mayor parte de nuestros sueños y nuestras ilusiones se limitaban a desear que nunca más lloviera.
    Cinco días de lluvia convierten a un niño mendigo en un niño ladrón.
    Y es que incluso la Naturaleza parece estar en contra de quienes, como yo, nos encontrábamos en la frontera de la muerte por hambre.
    En verano, cuando con el buen tiempo la gente anda tranquila y relajada soltando con más facilidad la pasta, el calor te quita el apetito, pero en invierno, cuando raro es el día en que consigues una triste moneda, el frío te da un hambre de lobo.
    Por ello alguna vez robábamos.
    No me gustaba hacerlo y le aseguro que no es porque tenga nada contra el hecho de robar en tales circunstancias, sino porque en verdad resulta harto peligroso.
    Fue robando como conocimos a Abigail Anaya.
    ¡Imagínese! Apenas sería dos años mayor que yo, ya era ladrón, y sin embargo incluso tenía nombre y apellido.
    Ramiro era Ramiro, yo era el Chico, a casi todos los que iban por los alrededores no los conocíamos más que por el apodo o el nombre de pila, pero Abigail Anaya presumía de estar inscrito en el registro e insistía en que se le llamara por su nombre completo o no contestaba.
    Y se las sabía todas.
    No en vano fue su padre quien le enseñó el oficio, y tuvimos suerte, pues al viejo acababan de meterle en la cárcel y Abigail andaba buscando quien pudiera servirle de «reclamo», al igual que él había servido anteriormente.
    Ramiro y yo atraíamos la atención de los empleados de las tiendas mientras él realizaba el «trabajo». Y era un maestro.
    Iba siempre muy limpio y arreglado, con zapatos de suela y un precioso impermeable amarillo; con cara de «niño bien» y una lista de cosas «que su mamá le enviaba a comprar», aguardando su turno y ayudando a las señoras cargadas de paquetes.
    En ese momento entrábamos Ramiro y yo, tan sucios y hediondos, con ojos de hambre y el aire de quien va en busca de «afanar» un pedazo de pan o una salchicha, y mientras toda la atención se centraba en nosotros y en la forma de echarnos a pesar de nuestras protestas, él arramblaba con cuanto tenía a mano y desaparecía como por arte de magia.
    Nunca pude entender cómo diantres lo hacía. Abigail Anaya podía estar sentado ahí donde está usted y un segundo más tarde ya no sería capaz de averiguar dónde se había metido.
    O aparecía de improviso donde nadie podía imaginar siquiera que estuviese.
    El botín se repartía más tarde en cuatro partes; dos para él y el resto para nosotros.
    Era lo justo, pues si bien Ramiro y yo cargábamos con los coscorrones y las patadas, era Abigail quien corría el riesgo de que se lo llevaran a Sesquilé, de donde lo más probable sería que saliese con un par de dedos rotos o la cara hecha un mapa.
    Éramos niños y no tenían derecho a retenernos ni existía lugar al que enviarnos, y por lo tanto la única solución que nos quedaba era la de molernos a palos con la esperanza de que se nos quitaran las ganas de volver a las andadas.
    Pero no conseguían quitarnos el hambre, y el hambre vence el miedo a una simple paliza. Le garantizo, señor, que si hay algo capaz de superar el terror que un niño siente ante un policía del «Retén de la Treinta» o Sesquilé armado de una porra y dispuesto a romperle dos costillas, ese «algo» es el hambre que se le asienta en la boca del estómago y le acalambra hasta el punto de que llega un momento en que comprende que está en juego su propia capacidad de subsistencia.
    Y aquél fue un invierno especialmente duro.
    Frío, triste y harto lluvioso, con las calles muertas, los hoteles vacíos y los restaurantes sin clientes que dejaran sobras que pudiéramos recoger de los cubos de basura.
    ¡Y éramos tantos!
    Día tras día, gente desesperada bajaba de unos pueblo? y de unos arrabales en los que el fango les alcanzaba las rodillas, y eran como la plaga de la langosta o una invasión de famélicos cadáveres dispuestos a resucitar a toda costa.
    Su hambre superaba mi hambre.
    ¡Aún me cuesta creerlo!
    Lo recuerdo tanto tiempo más tarde, y me resisto a aceptar que hubo una época a lo largo de aquellos años de infinita miseria en la que me sentí, en cierto modo, superior a alguien, puesto que yo era, al menos, un «veterano» que sabía cómo desenvolverme entre tanta basura y alguna que otra vez conseguía comer algo o dormir sin mojarme.
    Fue por aquellos días cuando descubrí el auténtico significado de la muerte.
    Abigail Anaya había conseguido abrir la puerta de un camión de mudanzas y habíamos dormido allí los tres, apretaditos y templados pese a que fuera soplaba un viento helado, pero cuando al amanecer lo abandonamos descubrimos el cadáver de una mujer que se había guarecido debajo.
    Era relativamente joven, tenía ya la piel azulada, y parecía que nos estuviera sonriendo, tal vez tratando de hacernos comprender que allí donde ahora se encontraba las cosas eran bastante mejor que aquí en la tierra.
    Estaba descalza y vestía un poncho oscuro y una de esas faldas de colores de las campesinas de la montaña, y sin saber por qué nos sentamos a contemplarla hasta que llegó el dueño del camión que comenzó a lanzar reniegos y mentar a la «puta madre» de la difunta.
    Debía tener mucha prisa o muy pocas ganas de tratar con la justicia.
    Lo que ocurrió más tarde incluso a mí me sorprendió, y aún lo tengo muy vivo en la memoria, pues tras estudiar con cuidado la posición del cuerpo, el tipo puso el camión en marcha, maniobró adelante y atrás subiéndose a la acera sin siquiera rozarlo y se perdió de vista dejándolo tendido cara al cielo, permitiendo que la fina lluvia que comenzaba a caer de nuevo lo empapara.
    Aun así continuaba sonriendo.
    Algunos transeúntes tempraneros se detenían un momento a observar el extraño grupo que formábamos tres niños ateridos y una muerta, pero no fue hasta que abrieron la tienda de discos cuando alguien decidió llamar a los guardias, tal vez considerando que resulta feo empezar a tocar música a cuatro metros de un cadáver, por más que anduviera descalzo. ¿Le gusta la «salsa»? Personalmente prefiero la cumbia y quizá mi único placer de aquellos años se reducía al hecho de detenerme delante de una de las innumerables disqueras de la Carrera Séptima y bailar durante horas al son de una música que atronaba los oídos invitando a los que pasaban a comprar algún disco.
    Me fascinaban las carátulas.
    Aquellas brillantes fotos de mujeres hermosas y grandes orquestas de tipos sonrientes que tocaban un sinfín de complejos instrumentos se me antojaba lo más parecido al paraíso que pudiera imaginar un niño, y cuando no llovía, tan sólo el hambre conseguía apartarme de los escaparates.
    Aunque durante aquel largo y maldito invierno incluso la música sonaba diferente.
    La cumbia y el merengue nacieron para bailarse bajo la luz del sol y sudar a chorros, pero no existe ser humano capaz de motivarse con su ritmo cuando tiembla de frío y un poncho empapado le pesa como una losa sobre la espalda.
    Y llovía, señor.
    Seguía lloviendo.
    Día tras día, minuto tras minuto; tan en silencio la lluvia y tan furtiva, que incluso el oído te engañaba, y en mitad de la noche tenías que buscar la luz de una farola para conseguir cerciorarte de que aún caía, monótona e implacable; sin el menor asomo de violencia, segura de sí misma y de su fuerza, indiferente a la desesperación del hombre y su impotencia.
    ¿Ha visto alguna vez llover de esa manera? ¿Ha visto alguna vez paralizarse una ciudad por culpa de aguas mansas que penetran hasta en el último rincón de sus cimientos, inundando las calles, humedeciendo los cables, inmovilizando los carros, fundiendo las bombillas y enmoheciendo incluso el alma? Es como una maldición del Cielo que pretende demostrarte que para acabar con toda la mierda de aquí abajo no necesita tomarse siquiera la molestia de enfadarse, limitándose a mearte en la cabeza hasta que llega un momento en que suplicas que te ahogue si quiere, ¡que te hunda!, pero que deje por lo menos de empaparte.
    Y con la lluvia caían sobre la ciudad nuevos hambrientos.
    ¿A qué venían? ¿Qué esperan encontrar entre tanto cemento? Raro era el amanecer que no alumbrase cadáveres de gentes que habían muerto, más aún que víctimas del hambre, de un paralizante terror y desconcierto; «cholos» cuyas raíces tal vez hubieran conseguido mantenerse en el barrizal en que se habían convertido sus lugares de origen, pero que no encontraban a qué aferrarse en el asfalto de una ciudad hostil y degradante.
    Ser pobre es una cosa.
    Pasar a convertirte en miserable es otra distinta.
    Tal vez usted, señor, no consiga entender la diferencia, o en su país no existan matices que delimiten la frontera entre el hambre que un ser humano es capaz de soportar con la cabeza alta, y el hambre que le obliga a inclinar la testuz como una bestia, pero allá en el altiplano quien se clava a su tierra vive sin esperanzas, pero quien emigra a la capital muere desesperado.
    Yo ya era un miserable desde el principio y sobrevivir me resultaba por tanto más sencillo, pues el agobio que produce la soledad de vivir entre millones de rostros indiferentes no pesaba en mi ánimo al igual que pesaba en el de cuantos llegaban de villorrios lejanos.
    Si un «cholo» entra en un supermercado con idea de apoderarse de un pedazo de pan, las luces de neón y los ojos de los vigilantes le paralizan de inmediato, y si un indio de la montaña se acuclilla a la puerta de una iglesia tendiendo en silencio la mano, no es que suplique, espera.
    Ninguno de ellos tenía un cómplice como Abigail Anaya, ni ninguno de ellos se sentía capaz de perseguir a un transeúnte a lo largo de cuatro cuadras hasta conseguir que, de puro hastío, se echara al fin la mano el bolsillo y te arrojara una moneda.
    No conocían los mejores restaurantes ni sus puertas traseras, ni al pinche capaz de guardarte las sobras, ni la forma de colarte en un portal justo antes de que lo cierren y esconderte en el último rellano para dormir tranquilo.
    No estaban en su mundo y agonizaban.
    Fue un invierno muy duro, señor, un invierno maldito; un invierno que nos dejó no sólo hambre y enfermedad, cansancio y muerte, sino que nos dejó, sobre todo, cientos de desgraciados campesinos que no se sentían capaces de volver a sus casas.
    La competencia comenzó a volverse insoportable.
    Eran como las moscas, o como ratas mojadas que al secarse muestran los dientes y advierten que están dispuestas a saltarte al pescuezo; fieras desesperadas a las que el sol parecía hacer revivir o sacar de las tumbas.
    Con el fin de las lluvias tomamos plena conciencia de cuántos eran en realidad y cuan grande era su hambre.
    Y Abigail Anaya fue el primero en comprender el peligro que corríamos.
    —Si permitimos que se instalen en «Nuestro Territorio» acabarán echándonos —dijo—. Porque esos «hijuemadre» cada vez serán más, y nosotros los mismos.
    En aquel momento quizá no lo entendí muy bien, pero ya me había hecho a la idea de que Abigail Anaya era no sólo el mayor, sino el más listo de entre todos nosotros, y de quien, casi siempre, dependía que pudiéramos conseguir algo de comer cuando las cosas se ponían difíciles.
    Lo que él llamaba «Nuestro Territorio» iba de la Plaza de Toros al Cementerio, entre la Avenida Eliecer Gaitán y la Calle Veinticuatro.
    No era mucho, pero para nosotros era lo mejor de la ciudad, con cines, restaurantes, puestos de flores e incluso un hotel de lujo cuyos turistas no lo pensaban mucho a la hora de soltarte un billete pequeño, y, por lo tanto, perderlo significaba tener que desplazarse hacia el centro donde los chicos mayores te rajaban la cara si tratabas de molestar a sus «clientes».
    A nuestros años —puede que yo anduviera ya por los siete u ocho— resultaba mucho más conveniente moverse por un barrio tranquilo, confiando más en la caridad que en cualquier otra cosa pues los pequeños hurtos en los mercados y en las tiendas constituían tan sólo un último recurso, mientras que más hacia el Este, desde la Veintidós a la Tercera, aquello era una jungla en la que cualquier desgracia podía sucederte.
    Sabíamos que aún no teníamos edad para exponernos a que un borracho nos violara en un portal oscuro, y, por desgracia, borrachos y violadores era lo que más abundaba en zona plagada de tugurios.
    ¿Tiene idea de lo que significa que te rompan el culo si eres niño? Significa que a veces te destrozan, y te pasas el resto de la vida cagándote encima.
    Abigail Anaya lo sabía, su padre se lo había dicho, y por lo tanto le aterraba tener que abandonar el barrio que conocíamos, y en el que habíamos aprendido a desenvolvernos.
    Y no es que fuéramos los únicos; nada de eso. Lo frecuentaban muchos mendigos, pero fijos sólo estaban otros dos grupos: uno que tenía su base casi en las puertas mismas de la Plaza de Toros, y dos chicas y un chico con los que solíamos pelearnos los domingos junto a «La Casa Vieja» Abigail Anaya, que no era el mayor pero seguía siendo el más listo, consiguió reunirlos a todos, y éramos once.
    —O juntos o «envainados» —dijo—. Porque ya rondan por aquí dos «cholos» cabrones que nos sacan al menos la cabeza, y ésos son como los zamuros que donde uno se posa acuden todos.
    —Son fuertes.
    —Son dos.
    —Pero fuertes.
    —Pero dos. Y nunca se hablan porque uno es de Boyacá y el otro del Tolima, y ésas son gentes que no se llevan bien y ni tan siquiera el hambre los arrejunta.
    Debían superar los quince años y andaban como al acecho, con la mirada esquiva, sobre todo el segundo, el del Tolima, un chicarrón que en tiempos mejores debió comer lo bastante como para desarrollar espaldas de «chircalero»..
    Los «chircaleros» se ganan la vida fabricando ladrillos y de tanto cargarlos, o se quiebran el espinazo o te pueden partir la cabeza de un golpe.
    Era sin duda alguna un «hijoeputa» muy peligroso para quien como la mayoría de nosotros apenas le llegaba al pecho, y Abigail Anaya tenía sobrada razón al alegar que si esperábamos a que se asociara, con otros de su tamaño y cuerda, tendríamos que irnos.
    De pronto comprendimos que todos aquellos que siempre habíamos creído no tener nada, teníamos algo, y que ese algo eran las basuras, los desperdicios y las limosnas de un pedazo de ciudad no mayor de cuatro calles.
    Y un Abigail Anaya que hablaba como los ángeles.
    Ese día se presentó descalzo y sin su brillante chubasquero amarillo; más sucio y desgreñado que de costumbre; más como los que no nos esforzábamos por encontrar una fuente en que lavarnos, e incluso su voz no era la voz con que se dirigía a los turistas o los dueños de las tiendas a las «que su mamá le había enviado a comprar un bojote de cosas», sino que parecía estar imitando al tuerto Hipólito, que era quien más palabrotas decía de cuantos conocíamos.
    Puede creerme si le digo, señor, que aquella tarde, allí, sentados en el prado que sube de la Carrera Diez a la Plaza de Toros, nació un líder, y que muy pronto a ninguno de los presentes se le ocurrió poner en duda una sola de sus palabras o sus órdenes.
    —Primero nos ocuparemos del «cholo» de Tolima —sentenció—. Después del otro.




    Fue así como nació «La Gallada de los Tragavenados», sonoro nombre con el que nos autobautizamos con la intención de hacer cundir el pánico entre nuestros enemigos, aunque a decir verdad tal denominación no gozó de larga vida, puesto que muy pronto, y por una razón que a continuación explicaré, nuestra pandilla fue siempre conocida por el significativo apodo de «La Gallada del Cemento».
    Abigail Anaya, que tal como recordará se había erigido en nuestro jefe, estableció un turno de «trabajo» tan preciso, que a la semana teníamos una idea muy clara de cuáles solían ser los movimientos del «cholo» del Tolima, dónde comía, cagaba, dormía, e incluso se emborrachaba, hasta caer redondo en cuanto conseguía un puñado de pesos, la mayor parte de las veces robando los limpiaparabrisas de los carros que acostumbraban pasar la noche en «nuestra zona».
    Fue por aquellas fechas cuando comenzaron a remodelar la plaza de la fuente, ensanchando la avenida, y el sábado siguiente aguardamos pacientes a que, ya bien entrada la noche, «nuestro objetivo» se encaminara, tambaleante, al rincón de la entrada del cine en que le gustaba dejar pasar sus largas borracheras.
    Se despertó bien entrada la mañana, encajado en una vieja silla sin asiento en mitad de la plaza, y tras abrir los ojos, observarlo todo a su alrededor y preguntarse cómo diablos podía haber llegado hasta allí, descubrió que no podía dar un paso, puesto que tenía los pies enterrados hasta los tobillos en una masa de cemento que ya se había cuajado.
    ¡Aún no puedo evitar reírme al recordarlo! ¡Demonio de Abigail, qué cosas se le ocurrían! ¿Se imagina verse convertido de pronto en estatua viviente en mitad de una plaza? La gente le contemplaba sin atreverse a aproximarse por miedo a caer de igual modo en aquella ancha placa de cemento que parecía capaz de hundirse bajo sus pies, mientras el pobre desgraciado daba gritos de espanto o aullaba de dolor cuando se desollaba la piel o se descoyuntaba los huesos en sus inútiles esfuerzos por escapar de tan absurda trampa.
    Y en verdad que escogió un mal día para quedar allí atrapado, puesto que ni los obreros trabajaban, ni parecía haber nadie decidido a cargar con la responsabilidad de liberarle de su inquietante cepo.
    Dos policías prometieron dar aviso a una patrulla y no volvieron; un buen hombre buscó un teléfono pero no supo a quién llamar, y un par de mujerucas alborotaron mucho señalando que se hacía necesario ayudarle, pero tampoco aportaron solución válida alguna mientras cuatro o cinco mocosos se reían y uno de ellos le arrojó una banana con que calmar su hambre.
    A la hora de comer todos se fueron.
    Con el culo hundido en la silla sin fondo, el pobre «cholo» se sorbía los mocos.
    Se me antojó una mariconada, pero visto desde esta distancia debo admitir que al fin y al cabo, y aunque yo lo considerase ya casi un adulto, no tendría en realidad más que esos quince años de que le hablaba.
    El otro, el de Boyacá, hizo su aparición sólo un instante, observó lo que ocurría, nos miró, uno por uno, y pareció comprender cómo estaban las cosas, porque sin decir palabra dio media vuelta y se alejó en dirección al centro sin que nunca más volviéramos a verle.
    Luego empezó a llover.
    Los paseantes de tarde de domingo decidieron irse a casa o refugiarse en un cine, por lo que en la plaza no quedó ya más que el «cholo-estatua» y la totalidad de «La Gallada de los Tragavenados» que le observaban impasibles.
    Fue un momento mágico, señor, se lo aseguro; la primera vez a lo largo de mi vida en que experimenté la sensación de ser alguien y formar parte de algo; el día en que comprendí que por enclenque que los demás me considerasen y grande que fuera mi miseria y mi hambre, tenía una fuerza que me venía dada por el hecho de que éramos muchos los enclenques hambrientos y miserables.
    Aquel «cholo» era poco menos que un adulto que casi me doblaba, en peso y en edad, pero aun así lo tenía ahora allí, frente a mí, vencido y humillado, tan impotente como tal vez no lo había estado nadie jamás en este mundo.
    El miedo le había obligado a orinarse, sus pantalones aparecían húmedos, y un diminuto charco amarillo ensuciaba el cemento.
    Casi al oscurecer, Abigail Anaya se plantó frente a él mostrándole un escoplo y un pesado martillo.
    —¡Toma, lárgate y no vuelvas! —fue todo lo que dijo.
    Se lo arrojó a los pies, y como señal de victoria nos llevó luego al carrito de doña Alcira y nos pagó a todos una «arepa» de cochino y una «colita».
    ¡Fue una gran cosa, sí señor! ¡Una gran cosa..! Abigail Anaya supo convertir a los desamparados miembros de «La Gallada del Cemento» en una especia de familia en la que todo era de todos y el hambre y la miseria se compartían en democracia, sin que nadie se fuera nunca a dormir con el estómago más lleno que cualquiera de les otros.
    Personalmente seguía prefiriendo a Ramiro, a quien me unían largos años de penurias y muchas cosas, pero debo admitir que El Jefe tenía una sangre fría, una intuición y un don de mando que le colocaban muy por encima del resto de los muchachos de los barrios próximos, por lo que pronto consiguió, que sin ser de los más fuertes, el nuestro se convirtiera no obstante en un grupo evidentemente respetado.
    No podíamos impedir, desde luego, que algunos adultos e incluso media docena de mocosos ejerciesen de forma esporádica la mendicidad en nuestra zona a plena luz del día, pero en cuanto se anunciaban las primeras sombras la convertíamos en un coto cerrado, e incluso procurábamos evitar que los sempiternos ladronzuelos nocturnos actuasen a sus anchas sobre los carros de nuestros convecinos.
    Como contrapartida, nadie se opuso a que nos instaláramos en un pequeño sótano abandonado de la Veinticinco y Novena, que se constituyó por tal motivo en nuestro auténtico y primer «hogar». Disponíamos de un camastro, varias mantas, gruesos cartones que nos aislaban de la humedad del suelo, una mesa, tres sillas, un sinfín de cajones en los que sentarnos, e incluso una bombilla al final de un largo cable que le robaba la corriente a un farol de la calle.
    Dormíamos amontonados unos sobre otros, pero al menos dormíamos en seco, seguros, y hasta cierto punto calientes.
    Siete chicos y cuatro chicas.
    No. Por aquel entonces no establecíamos diferencias. El sexo era algo que seguía estando por debajo del estómago, y aquéllos eran tiempos en los que nuestra única preocupación era el estómago.
    Amanda, Rita, Filomena y una «catira» que no recuerdo cómo se llamaba porque fue la primera en marcharse, vestían como nosotros, hablaban como nosotros, estaban tan sucias como nosotros, e incluso se pegaban como nosotros, y por lo tanto a nadie le preocupaba si a la hora de mear lo hacían en cuclillas o contra un muro.
    Si la memoria no me falla, Rita, Amanda y el Calvo Ricardito eran hermanos y habían llegado con sus padres; una pareja bastante joven y que ellos juraban que eran muy buenos, pero que sin embargo un buen día los dejaron esperando en un banco del parque para no volver nunca.
    Ricardito contaba que fue la noche en que comprendió que los habían abandonado en la ciudad, cuando se le cayó de pronto el pelo y no le volvió a crecer ni aunque le frotáramos el melón con mierda de burro.
    NO se sorprenda; conozco miles de casos en los que padres aparentemente normales dejan de pronto a sus hijos y desaparecen sin dejar rastro.
    Y es que, pese a todo cuanto se diga, señor, el principal problema de mi país no se centra en la falta de recursos económicos, el «narcotráfico» o su desmesurada violencia, sino en el hecho innegable de que casi la mitad de sus habitantes no tienen la menor idea de lo que significa ser un padre mismamente responsable.
    Para un hombre lo más importante suele ser demostrar que es muy macho dejando preñadas al mayor número posible de mujeres, y para esas mujeres lo más importante suele ser tener al lado un hombre que las cuide y las proteja.
    El resultado lógico —los hijos— se convierte por tanto en un engorro del que todos prefieren no tener que hacerse cargo, lo cual ha conseguido que casi la mitad de la población urbana esté constituida por hijos abandonados o ilegítimos.
    O ilegítimos y además abandonados.
    Una mujer con dos o tres críos de distinto padre difícilmente encuentra quien se haga cargo de una familia que no es suya, y llega un momento en que antepone la posibilidad de encontrar un nuevo hombre a sus propios hijos.
    Al fin y al cabo ése es el mundo en el que se ha criado, y ése es el ejemplo que ve continuamente a su alrededor.
    Pero no pretendo extenderme en disertaciones que no vienen al caso.
    Ése es su oficio, y si quiere entender mejor de qué le estoy hablando, vuele hasta allí y véalo por sí mismo.
    Yo me estoy limitando a contarle mi vida, que ya es bastante, y mucho gasto de saliva va a costarme.
    ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, ya recuerdo! En el sótano de «La Gallera del Cemento».
    ¡Buena época aquélla! La mejor de mi infancia, si me apura, pues aunque no fuera larga, sí fue intensa, y como hacía buen tiempo y lo compartíamos todo, por primera vez abundaron más las alegrías que las tristezas, y los momentos felices que las largas noches de miedos y amarguras.
    Once niños armados de palos, piedras y navajas son muy capaces de imponer respeto incluso a los adultos, y cuando le prometíamos al dueño de un carro, un abasto, o una taberna que nadie atentaría contra sus intereses, podía estar seguro de que así era.
    Cobrábamos en dinero o en especie, y siguiendo las indicaciones de Abigail Anaya, nuestra misión no era ya mendigar por las esquinas o revolver en los cubos de basura, sino tan sólo estar atentos a la presencia de tipos «sospechosos» o a que ningún extraño causara estragos en las propiedades de quienes habían llegado a un acuerdo previo con nosotros.
    Debo admitir que eso hacía que en el fondo me sintiera en cierto modo orgulloso de mí mismo.
    Creo que ha sido la única vez en que me he situado de parte de la ley.
    Aunque tal vez no fuera de la ley, sino del orden, términos que a menudo van unidos, pero que, como 'Usted bien sabrá, no tienen por qué significar lo mismo exactamente.
    Recuerdo una tarde en que un tiparrón armado de un cuchillo atracó a la taquillera del cine de la plaza y trató de huir por la Eliecer Gaitán abajo.
    ¡Dios, qué carrera! Como en una película de gángsters.
    ¿Imagina lo que debió sentir aquel fulano al verse perseguido por cinco niños de este tamaño que le tiraban piedras? Un tocho como mi puño le reventó en mitad de la espalda, y Rita, que tenía un brazo que ya lo hubieran querido para sí muchos lanzadores de béisbol, le atinó «en toa la cocorota» tumbándole de bruces.
    Aun así se puso en pie esgrimiendo el cuchillo, pero cuando nos vio con más piedras en la mano pareció comprender que acabaríamos matándole, dejó el dinero en el suelo y se dio media vuelta.
    ¡Sí, desde luego! Lo hubiéramos matado.
    Usted no tiene ni puñetera idea de lo que nos jugábamos.
    Hay que vivir allí y pasar muchas calamidades para comprender lo que llega a significar «El Territorio de una Gallada», y tomar conciencia de lo que puede ocurrir si los componentes de esa «Gallada» no saben hacerse respetar.
    Al día siguiente no eres nadie.
    Nueve años. Poco menos, quizá. ¿Qué quiere que le diga? Ha pasado mucho tiempo y nunca tuve clara mi verdadera edad, pero la edad de un «gamín» bogotano tiene poco que ver con la edad del resto de los niños de este mundo.
    Se vive y se muere infinitamente más aprisa.
    Sobre todo, se muere.
    A Hipólito le entró de pronto una cagalera de caballo y se pasaba las horas sentado en la bacinilla, más verde que una lechuga.
    Ya era flaco, pero a los cuatro días no le quedaba más que la piel y hablaba tan bajito que no podías saber si estaba tratando de decirte algo o tirándose un pedo.
    ¿Ha visto alguna vez uno de esos pajaritos que se caen de los nidos y el sol los seca hasta el extremo de que quedan convertidos en una bola de plumas que apenas pesa? Así murió el pobre Hipólito, frito sobre la bacinilla; recostado en el muro con la boca abierta y media lengua fuera; tan tieso que se le quedaron las rodillas hacia arriba y tuvimos que acabar por enterrarlo de costado.
    Allí está en la plaza; a unos cuatro metros a la izquierda según mira la estatua, en pleno declive, donde nace la curva de la gran avenida.
    Poco después se marchó la «catira».
    Le crecieron los pechos, tuvo su primera regla, empezó a mirarnos por encima del hombro y al poco se buscó su propia vida puteando en el centro.
    ¿Qué otra cosa esperaba? A aquella edad, y en tales circunstancias, o lo daba por dinero o se lo quitaban por la fuerza, y lo primero resulta siempre mucho más rentable que lo segundo.
    Jamás supe quién era ni de dónde había salido. No hablaba mucho y tampoco creo que tuviera muy claro cómo demonios había llegado a convertirse en mujer sin quedarse a mitad de camino, por lo que se limitó a seguir una inercia que le obliga a pasar de niña a puta sin posibilidad de cambiar un destino que no era otro que parir nuevos niños.
    Puede jurar que a estas alturas habrá echado al mundo cuatro o cinco mocosos que repetirán lo que ella hizo.
    Nos quedamos en nueve, pero aun así hubiéramos seguido siendo lo suficientemente fuertes como para controlar aquel pedazo de ciudad, a no ser por el hecho de que un mes más tarde el padre de Abigail Anaya abandonó la cárcel.
    Ramiro y yo éramos los únicos que sabíamos que iba a visitarle los domingos para llevarle ropa, comida, cigarrillos y la mayor parte del dinero que conseguía, y precisamente porque supimos guardar ese secreto ante los demás, nos ofendió que él se guardara a su vez el secreto de que estaban a punto de soltarle.
    Dos semanas antes empezó a ponerse nervioso, y aunque se le advertía más alegre que de costumbre, se irritaba de pronto, impacientándose, cuando hacíamos algo mal o no obedecíamos al pie de la letra sus instrucciones, hasta que por fin dejó de darlas, consciente como estaba de que su liderazgo al frente de «La Gallada del Cemento» estaba a punto de concluir.
    ¡Dios, cómo me dolió su marcha! Me sentí huérfano de nuevo, o tal vez sería mejor decir que por primera vez me sentí huérfano, pues cuando se es niño tu padre es aquel que te da seguridad y te protege, y aunque tan sólo fuera un par de años mayor que yo, ésa fue siempre la sensación que Abigail Anaya me produjo.
    Odié aquel hombre. Le vi tan grande, tan seguro de sí mismo y tan adulto, que no pude por menos que preguntarme para qué demonio podía necesitar a Abigail quitándonoslo a nosotros.
    Eran iguales, con la misma forma de caminar, de sonreír y de moverse; con idéntico aplomo y una voz sin inflexiones pero que puntualizaba muy bien cuanto importaba, sin permitir jamás que nadie se llamara a engaño sobre sus verdaderas intenciones.
    Y resultó evidente que, aunque no fueran más que dos, formaban una familia y eran felices juntos.
    No debió traerle.
    Han pasado muchos años y aún se lo reprocho.
    No. No debió demostrar cuan orgulloso se sentía de tener su propio padre y restregarnos por la cara que su apellido tenía una razón de ser justificada.
    He conocido «gamines», señor, que tenían madre. E incluso algunos a los que sus madres amaban sinceramente, pero le juro, señor, que Abigail Anaya fue el único que conocí que pudiera jactarse de que su padre le cogiera de la mano, le acariciara la mejilla o le alborotara cariñosamente el pelo.
    Sé que se le antojará una estupidez pero imagino que debe ser como si cuando usted era un mocoso hubiera descubierto que su mejor amigo era sobrino de Mandrake.
    ¡Vaina! Fue cruel y pedante.
    Creo que, durante un tiempo, llegué a odiarle. Tenía zapatos de suela, un impermeable amarillo e incluso un auténtico padre. Demasiado, ¿no le parece? Ya veo que a usted no le impresiona, pero si tiene hijos le aconsejo que les coja de vez en cuando la mano.
    Les vi subir al autobús para sentarse juntos, y cuando me saludó por la ventana tuve la sensación de que Abigail Anaya había dejado de ser un líder capaz de perseguir a un ladrón a pedradas, para pasar a convertirse otra vez en un niño que se siente seguro porque ha delegado en un adulto la obligación de protegerle.
    Y es que en cuanto caía la noche, el miedo sí que podía llegar a ser superior al frío y al hambre.
    El hambre se calmaba con una «arepa»; el frío con un buen poncho, pero la sensación de inseguridad jamás te abandonaba y al oscurecer amenazaba con roerte las entrañas.
    Bogotá tiene fama de ser la ciudad más violenta del mundo; la más peligrosa y la más dura; aquélla donde el precio de una vida es el que le quiera poner quien pretende destruirla, y donde se cometen miles de asesinatos que ni siquiera se investigan.
    Recogen un cadáver y si a las veinticuatro horas nadie acude a reclamarlo, lo marcan con las dos fatídicas letras, «NN», y lo arrojan a una fosa común donde nunca protesta.
    Por eso, señor, si quiere cometer un asesinato impunemente, no se ande preocupando de coartadas ni de huellas. Limítese a llevarse la documentación del muerto para que pase así a convertirse en un simple «NN».
    Y hay mucho tarado suelto al que le encanta romperle el culo a un niño y acogotarle.
    También en su país tiene que haberlos, y le garantizo que si tuvieran la seguridad de que nadie iba a molestarse en atraparlos, rondarían de noche por los más oscuros callejones buscando un muchachito dormido al que tirarse.
    Allá en su tierra seguro que las viejas asustan a sus nietos con fantásticos cuentos de ogros y «hombres del saco», pero en mis tiempos hubo un fulano en «La Magdalena» que estranguló a tres «gamines», para devorarles más tarde los testículos.
    Fue usted quien me pidió que se lo contara.
    Le advertí que mi historia no iba a resultarle agradable, pero aun así parece dispuesto a volver una y otra vez y sentarse a que le siga hablando de cosas que admito que incluso a mí a veces me hacen daño.
    Creía haberlo superado, es cierto; abrigaba el convencimiento de que cuanto ocurrió en aquellos primeros años estaba ya muerto y enterrado, pero recordar al padre de Abigail Anaya ha sido como abrir un cajón en el que encuentras de pronto un viejo reloj que habías olvidado.
    Le das cuerda, escuchas y por un momento te asombras de que comience a funcionar como si el tiempo no hubiese pasado. El segundero avanza con minúsculos saltos y descubres que continúa haciendo su trabajo con la misma monótona impasibilidad que hace ya tantos años.
    Por unos instantes sientes la tentación de usarlo nuevamente, pero al poco comprendes que pesa mucho, está anticuado y ni siquiera es automático.
    Se quedará en el mismo cajón por otros siete años, pero durante todo un día, mientras le dure la cuerda, será tan exacto como el que ahora cargo.
    En este instante, el recuerdo del día en que Abigail Anaya se marchó con su padre tiene para mí tanto valor como lo que me pudo ocurrir el mes pasado, o quizá más, porque después de tanto tiempo sé muy bien que aquél fue un acontecimiento que habría de marcar mi vida definitivamente, mientras que el mes pasado no aconteció gran cosa digna de recordarse.
    Y es que en cuanto nos faltó Abigail Anaya no fuimos nada.
    O tal vez sí; tal vez nos convertimos en una auténtica pandilla de «gamines» descontrolados, y eso era sin duda lo peor que hubiera podido sucedemos.
    Robar y mendigar se convirtió de nuevo en hábito.
    Sin la autoridad de Abigail la disciplina se relajó en poco más de una semana, y aun cuando continuábamos durmiendo hacinados en el pequeño sótano, ya cada uno iba a su aire, se buscaba la vida como buenamente podía, y jamás se detenía a meditar sobre si lo que estaba haciendo acarrearía o no consecuencias negativas al resto de la «gallada».
    Ramiro fue quien con más fuerza insistió en que deberíamos seguir la línea que habíamos llevado, y aunque Amanda y yo le apoyábamos, el resto no hizo caso, y pronto descubrimos que Ricardito y Pancho se habían aficionado al «bóxer» mientras que el Patacorta estaba enganchado al «basuco».
    ¡Mala cosa el «basuco»! ¡Mala sobre todo cuando no tienes más que nueve años! Cuando aún no había cumplido los once, el Patacorta le rajó la barriga a un traficante para robarle trescientos gramos de vicio que se metió «palcuerpo», y al mes apareció en un portal con la garganta abierta de lado a lado y una oreja en la mano.
    ¿«Bóxer»? Una especie de pegamento que se aspira, te produce somnolencia, te hace sentir bien y, sobre todo, te ayuda a olvidar el hambre por un rato.
    No. No es nada saludable desde luego, pero al menos no te engancha como la «coca», la «yerba» o el «basuco», ni te destroza los pulmones como esos locos que para atontarse aspiran el tubo de escape de los carros.
    ¿Qué pregunta? Lo que se trata es de buscar la forma de escapar a la realidad que te rodea, y cuando no hay nada mejor hasta el humo de un coche puede servir de ayuda.
    ¡Naturalmente! Yo lo he probado todo, pero quizá la única razón por la que puedo contarle cuanto le estoy contando, se basa en el hecho de que no permití que ni el «bóxer» ni el vicio me atraparan definitivamente.
    Una vez oí en la radio que sólo dos de cada diez «gamines» llegan a sobrepasar los quince años, y si soy uno de ellos se lo debo sin duda a que, por alguna extraña razón que nunca supe, mi cuerpo rechazaba esa mareante sensación de aturdimiento que tanto daño produce.
    Sobrevivir en las calles se iba haciendo cada vez más difícil, pero sobrevivir drogado se convertía sin duda en una hazaña imposible.
    Como las malas rachas tienen la jodida costumbre de venir acompañadas, pronto empezó de nuevo a llover y fue esa lluvia la que provocó la definitiva desbandada.
    Rita desapareció sin dejar rastro.
    Era muy linda. Pequeña y siempre sucia, pero linda con sus enormes ojos negros y su pelo muy largo. Lo único que supimos de ella nos lo contó un portero del «Tequendama», que vio cómo un señor la invitaba a subir a un carro, muy elegante a la puerta de la librería del otro lado de la calle.
    Lo más probable que al día siguiente se hubiera convertido en una «NN», pero cuando quisimos reaccionar era ya demasiado tarde.
    ¿Y quién hubiera prestado atención a tres enanos zarrapastrosos que buscaban a una niña aún más zarrapastrosa? A Ricardito y Amanda los consolé tratando de convencerles de que probablemente el señor del carro había decidió adoptarla y ahora estaría feliz en una casa rica, pero jamás se lo creyeron.
    ¿Quién podría creérselo? Bañada y perfumada aquella criatura que no pesaría aún cuarenta kilos, podría hacer las delicias de algún sádico, y a esa clase de gente no les gusta dejar testigos de sus actos.
    Hay un «gringo», aunque en realidad es europeo porque allí a casi todos los extranjeros rubios se les llama «gringos», que tiene una casa en el «Country» por la que se dice que han pasado más menores de edad que por un instituto.
    El tipo anda en la esmeralda, abasteciendo a los grandes joyeros franceses, y por lo que cuentan, ¡aunque vaya usted a saber si no son más que habladurías!, se ha cargado más niños que el Herodes aquel de la Edad Media.
    ¿Qué importancia tienen unos siglos más o menos? Por lo visto el tal Herodes era muy bestia.
    Es posible que a Rita la mataran, acabara en el «Country» o tal vez se la llevaran a una de esas haciendas donde las cuidan bien y las convierten en criadas para todo o en fulanas selectas para prostíbulos de lujo.
    He conocido algunas. ¿De qué vale negarlo? Pero ésa es ya otra historia que contaré más adelante.
    Ahora le estaba hablando de aquellos lejanos días en que «La Gallada del Cemento» se deshizo como un pedazo de pan bajo la lluvia del invierno, obligándonos a volver a los amargos tiempos de hambre y frío, e incluso, a otros muchísimo peores que llegarían algo más adelante.
    ¿Le sorprende que pueda haber cosas peores? Usted no ha visto nada.
    Lo que le estoy contando es el preludio de mi historia, pero si lo prefiere lo dejamos.
    Entiendo que a alguien que no está acostumbrado al tipo de vida que yo viví, las cosas que ocurrieron después pueden impresionarle, pero al fin y al cabo es usted quien insiste en conocerlas y no quiero llamarle a engaño.
    La vida se volvió muy dura.
    Muy, muy dura.




    Ramiro y yo tuvimos que marcharnos del sótano.
    ¿Qué importan los motivos? Nos fuimos, eso es todo.
    Llevábamos cinco o seis años juntos y no era cuestión de separarnos, por lo que agarramos nuestras cosas y nos instalamos en una vieja furgoneta abandonada en el aparcamiento del otro lado de la plaza.
    No era un mal sitio, aunque bastante húmedo y frío, pero de noche nos alumbraban las farolas del parque.
    Teníamos cartones con los que tapar las ventanas y conseguir una oscuridad casi total, pero lo cierto es que preferíamos que nos diera la luz porque sigo pensando que no existe cosa peor que las tinieblas.
    En cuanto caía la tarde cerrábamos por dentro con un hierro atravesado y podíamos dormir tranquilos, aunque cuando llovía muy fuerte había goteras y el estruendo sobre el techo apenas nos permitía pegar ojo.
    Una vez el granizo casi nos vuelve locos.
    Tuvimos que volver a mendigar, revolver en los cubos de basura, e incluso recurrir a arrebatarle a las señoras la bolsa de la compra.
    Inventamos un sistema bastante práctico a base de quemarles la mano con un cigarro.
    ¡Dios, qué alarido pegaban! El gesto instintivo era soltar la bolsa y allí estábamos nosotros para atraparla en el aire y perdernos de vista en un instante.
    No era frecuente, no.
    Quizás una vez a la semana. Dependía de lo que consiguiéramos.
    En realidad lo que solíamos hacer era correr hasta un portal, agarrar lo que podía servirnos, y devolverle luego la bolsa a la señora si aún seguía dando gritos.
    ¿Para qué queríamos pinzas para la ropa, escobas, limpiacristales, estropajos, o todo ese sinfín de cosas que compran las amas de casa y que no quitan el hambre? Lo más que sabíamos preparar en una improvisada hoguera era un puchero o unos espaguetis, y por lo tanto lo que nos interesaba era comida, ya que ninguno de los dos estaba en el vicio.
    ¡Vicio! «Basuco», «coca», «yerba»... ¡Ya sabe! Mucho más jóvenes los he visto enganchados para los restos, pero gracias a Abigail, Ramiro nunca le entró y creo que ya le conté que a mí no me gustaba.
    Alimentar vicio es mucho más difícil que alimentar nueve hijos, téngalo por seguro.
    Incluso en el país del «basuco» y de la «coca» el vicio cuesta una pasta y para eso no te basta con mendigar ni afanar bolsas. Tienes que convertirte en atracador o no te alcanza.
    Ramiro y yo nos conformábamos con comer e ir al cine.
    ¡Me encanta! Me volvía loco el cine, y aún me sigue pareciendo lo más grande que existe. ¡Lástima que lo hayan aguado! ¡No me diga que ver una película por televisión no es como beberse un ron aguado...! Los Siete Magníficos, Duelo de Titantes, Grupo Salvaje, Fort Apache... ¡Eso sí que eran películas! En pantalla grande, con la sala a oscuras y comiendo palomitas de maíz hasta que te salían por las orejas.
    ¿Sabe lo que creo? Que admirábamos a aquellos héroes porque en la pantalla eran mucho más grandes que nosotros. ¿Quién puede admirar a nadie que está metido dentro de una cajita de este tamaño? Puede que resulte simpático, pero nunca se convertirá en un ídolo.
    El cine costaba entonces cinco pesos o una patada en el culo si te agarraban tratando de colarte.
    Y casi nunca conseguíamos los pesos.
    ¡Imagínese cuántas patadas me habrán dado si raro era el día que no intentara colarme! Pero si lo conseguía me veía hasta tres veces la misma película. Nos acurrucábamos bajo los asientos y en ocasiones incluso dormíamos allí esperando la sesión del día siguiente. Raíces Profundas la vi más de treinta veces, y me sentía como si yo fuese aquel niño que corría desesperadamente para presenciar cómo Alan Ladd mataba a todos los malos con una sangre fría impresionante.
    ¡Claro que me gustaba Alan Ladd! ¿Qué quiere que le diga...? También yo soy retaco.
    ¿Sabe qué era lo malo que siempre le encontré al cine? Que cuando se encienden las luces vuelves a la realidad, y ése es un golpe muy duro.
    Salir de un lugar en el que estás caliente, seguro y viviendo aventuras maravillosas en mundos tan distantes, para encontrarte de pronto en mitad de la calle, lloviendo, con hambre, y sabiendo que tienes que ir a meterte en un cajón de lata, es como si te soltaran un «batazo» en mitad de los morros.
    Me entraban ganas de llorar, pero que yo recuerde nunca lloré de niño.
    Más tarde sí. Mucho más tarde.
    Con el paso del tiempo llegué a la conclusión de que los hombres deben llorar si tienen motivos para hacerlo, y lo que es a mí, motivos me sobraron.
    También me sobraban de pequeño, usted mismo puede verlo, pero en aquel tiempo aún estaba convencido de que era una muestra de debilidad que no podía permitirme. Un «gamín» que llorara era un «gamín» al que al día siguiente le cogían el culo. Tenías que defender lo que tenías, incluidas tus propias amarguras, puesto que en cuanto demostrabas el más mínimo gesto de debilidad te quitaban el sitio.
    Si «el hombre es lobo para el hombre», el niño es una auténtica piraña para el niño. Nada hay más cruel que un niño cruel, y en la calle la crueldad era la única asignatura que se estudiaba diariamente.
    Yo podía dar mi vida por Ramiro y Ramiro por mí, pero quitándole a él, todos los demás eran mis enemigos.
    Incluso Amanda y Ricardito el Calvo se pasaron al otro bando desde el momento mismo en que se disolvió la «gallada».
    Un día nos robaron.
    ¿Se imagina? ¡Robarnos a nosotros! Entraron en la furgoneta y arramblaron con lo poco que teníamos.
    Y no por hambre, no. Hubiéramos compartido con ellos nuestra comida; fue para cambiarlo por «basuco».
    El vicio, ya le dije.
    Fue el vicio el que transformó el barrio en una jungla.
    Mendigar, suplicar, revolver los cubos de basura, o incluso cometer pequeños hurtos por hambre eran cosas que la gente aceptaba.
    Bogotá siempre fue así, que yo recuerde, y los bogotanos entendían que era el precio que tenían que pagar por culpa de unos pecados que casi todos compartían.
    Nos habían echado a un mundo que no habíamos pedido y constituíamos una pequeña carga que tenían que soportar pacientemente.
    Pero llegó el «basuco».
    ¿Quién tuvo la culpa de que tantos «gamines» se enviciaran buscando una evasión a sus muchas tristezas? ¿Quién quiso hacerse rico ofreciéndoles un mísero consuelo que muy pronto se volvió contra ellos? Yo soy el menos indicado para culpar a nadie, usted lo sabe. No soy quién para hacer este tipo de preguntas, pero no puedo evitar pensar en ello y entender muchas cosas que nunca quise entender por mera conveniencia.
    ¿Qué se podía esperar de quienes habían sido capaz de robar»» los más miserables? La gente comenzó pronto a cansarse de nosotros, y las patadas y los coscorrones fueron dejando paso a bestiales palizas sin razón aparente.
    El mundo pareció dividirse ese invierno en dos bandos irreconciliables; de un lado estábamos Ramiro y yo, ¡míreme bien y calcule lo que podría abultar en aquel tiempo!, y del Otro el resto de los seres humanos.
    Y los perros.
    Perros enormes que se nos echaban encima en cuanto nos descuidábamos.
    Dogos, mastines y sobre todo esos malditos dobermann de nefasto recuerdo.
    Mire este brazo, estas marcas y estos desgarros. El muy «hijoeputa» me enganchó por la ventanilla cuando me aproximé a pedir unos pesos, su dueño arrancó, y me arrastró colgando de los colmillos casi cuarenta metros.
    Dobermann que veo, dobermann que me cargo.
    Aquél fue en verdad un año de perros. Alguien debió hacer una fortuna vendiéndoselos a los ricos, y no había casa, ni coche y ni casi transeúnte medianamente acomodado que no anduviera con su bestia de un lado a otro incordiando a la gente.
    La ciudad se convirtió en una inmensa perrera.
    Pero no estaban bien enseñados y pronto comenzaron a morder a los criados, a los niños de la casa e incluso a sus propios dueños.
    ¡Dios, qué desastre! No quedó culo sano, y murió más gente con la garganta abierta que por culpa del tráfico.
    Tuvieron que improvisar a toda prisa patrullas de perreros que no daban abasto, pues muchas de aquellas fieras se escaparon vagando por la ciudad y convirtiéndose en un auténtico peligro mayor aún que los «gamines».
    Al final ni siquiera se molestaban en echarles el lazo; los mataban de un tiro y a otra cosa.
    Quizás eso les dio la idea.
    Si había dado resultado con los perros, ¿por qué no con nosotros? Suena duro, lo sé, pero el problema empezó con dos muchachos que atracaron a la hija de un banquero. Les empujaba el vicio, ¡siempre el vicio!, y no se conformaron con quitarle unos pesos o los anillos. La violaron y a poco más la matan.
    Se quedó medio tonta.
    Cuando a una chica de barrio la violan, a veces se queda embarazada pero, por lo que tengo visto, las hijas de los ricos además se quedan tontas.
    Ignoro las razones, o quizá se deba a que la chica de barrio está hecha a la idea de que pueden joderla, mientras las otras, las de buena familia, no se lo esperan nunca y cuando les ocurre les coge de sorpresa.
    Fuera como fuera, el fulano se lo tomó a lo grande y contrató cuatro matones que se dedicaron a buscar a aquel par de canallas para cortarles los huevos y llevárselos a casa.
    ¡Había tantos candidatos! «Dos chicuelos ya crecidos, de unos catorce años, mugrientos y apestosos, zumbados de "basuco" y ron barato y armados de navajas.» Como podrá comprender era una descripción que concordaba con la de unos doscientos muchachos de la zona.
    Debieron llenar un cesto de cojones porque dejaron los portales sembrados de cadáveres.
    Y las calles vacías por más de seis semanas.
    Cundió el pánico entre quienes se suponía que no temían ya nada, y durante casi dos meses el número de atracos o asaltos a mujeres descendió hasta unas cifras que pocos recordaban.
    Conmigo no iba la cosa.
    Ni con Ramiro tampoco, desde luego.
    Para violar a alguien tendríamos que habernos subido uno encima del otro y ayudarnos con el mango de una escoba, pero aun así nos visitó el espanto cada noche en forma de sombras y susurros que llenaban la plaza.
    Diez años, tal vez once, y nos pasábamos las horas con los ojos como platos y un nudo en la garganta, aguardando la visita de los feroces vengadores del honor de una muchacha cuyo padre tenía por lo visto mucha plata.
    ¿Ha escuchado alguna vez cómo llora el viento de la sierra en Bogotá? Llega desde la cima del Monserrate, valle abajo, se lanza por las calles que cruzan de Este a Oeste, y se aleja hacia el cementerio para perderse al fin por la sabana y allí esconderse.
    Pasada la medianoche ni un ánima en pena se aventura por las aceras y las plazas de la ciudad cuando sopla ese viento, y no es sólo que te corte la cara y te desfleque el alma; es que te susurra en los oídos palabras tan heladas que acabas aceptando que es como algunos aseguran «El Beso de la Vieja Inesperada».
    Hasta los difuntos se estremecen en sus tumbas cuando pasa.
    ¡Imagine, señor, lo que puede ser ese viento colándose por entre las rendijas de una desvencijada furgoneta de puertas mal ajustadas, y la angustia que te invade cuando a las tres de la mañana crees escuchar que trae voces de asesinos que buscan nomás cortarte las pelotas! ¿Sonríe? No. No me lo niegue. Sus labios no se han movido, pero en sus ojos he visto que ha sonreído.
    Si en verdad pretende tener una idea precisa de lo que le estoy hablando, tal vez le convendría pasarse una noche en las calles de Bogotá cuando sopla ese viento. Alquile un viejo carro, métase dentro y aguarde el amanecer helándose los huesos.
    Observe estos dedos que ya parecen garras. Tengo la mitad de años que usted y apenas puedo moverlos. «Artritis» dice el doctor que se llama, y nunca entendí muy bien qué vaina significa la palabra, pero de lo que estoy seguro es de que fue ese viento el que me encogió hasta los tendones dejándome esta mano como ahora la tengo.
    Y el que me echó abajo los dientes.
    ¡Faltaría más! Como que me costaron diez mil pesos. Pero si lo que pretende saber es si además de míos son falsos, admitiré que lo son aunque usted debe admitir a su vez que resulta casi imposible adivinarlo.
    Hablábamos del viento.
    ¿O será mejor decir que hablábamos del miedo? A los dos meses las cosas volvieron a su cauce, los matones se fueron, se acabaron las castraciones y las muertes, pero casi de inmediato recomenzó el eterno chorreo de robos, asaltos y violaciones.
    Fue por aquel entonces cuando hicieron su entrada en escena «Los Limones».
    Victorino, Otelo y Calixto Limón, primos hermanos, tenían al parecer bien merecida fama de violentos allá en su ciudad natal, Tuluá, en el Valle del Cauca, y por si no lo sabe le diré que, incluso entre los colombianos, el Cauca está considerada región harto violenta, donde la represión política de los años cincuenta alcanzó proporciones de auténtica catástrofe.
    Asesinos a sueldo de la ultraderecha más reaccionaría, los terratenientes del Cauca habían utilizado a «Los Limones» para liquidar a la oposición liberal y campesina, y por lo que tengo entendido cumplieron tan a la perfección su macabro cometido que al fin no les quedó ya nadie digno de mención que empujar por delante.
    Dicen que fue una asociación de comerciantes de la Carrera Siete la que los trajo, aunque otros aseguran que fueron dueños de hoteles y restaurantes, e incluso hubo quien acusó a un comisario de Policía que prefería mantenerse al margen de tan sucio trabajo.
    Eran como una calcomanía el uno del otro; cetrinos, de nariz aguileña, medianos de estatura, flacos y silenciosos, con las manos ocultas siempre bajo los grises ponchos y el sombrero embutido sobre unos ojos que jamás te miraban, pero que parecían estarte acechando por más que te ocultaras.
    Establecieron su cuartel general en un cafetín de la avenida Lima, en la mesa del fondo, la espalda contra el muro y con la esquina del mostrador delante, sin que ningún cliente osara ocupar un lugar tan bien protegido por más que se supiera que «Los Limones» no acostumbraran hacer su aparición hasta mediada la tarde.
    Nadie supo jamás dónde vivían, nunca comían dos veces seguidas en el mismo restaurante, y nunca se acostaban con las mismas mujeres, saludables costumbres que habían adoptado en su lugar de origen y que les permitían continuar fumando sus eternos habanos a pesar de contar con tantos enemigos.
    Las primeras semanas no se hicieron notar, mas luego se transformaban al caer la noche en el mismísimo manto «De la Vieja Inesperada», pues donde quiera que iban dejaban a sus espaldas tal reguero de difuntos que se podría pensar que había pasado más bien la negra de la guadaña.
    Cadáveres sin nombre de chicos solitarios ni siquiera tenían tiempo de amontonarse en el Depósito, pues alguien había dado la orden de que los fueran echando a las fosas comunes antes de que se enfriaran.
    Otra vez el espanto.
    El terror en su más pura esencia y sin disculpas; la ley del tiro en la nuca o el tajo en la garganta, pues lo mismo les daba la bala o el cuchillo, sabiendo como sabían que nadie iba a exigirles explicación alguna de sus actos.
    ¿Qué fue de las «galladas»? Incluso la más temida: la del «Cóndor», que había implantado su ley durante años en pleno Parque Santander, se disolvió en el aire la madrugada en que su carismático líder, Gabino Cagafeo apareció ahogado en la fuente con la lengua cortada.
    Dos días antes había gritado zumbado de «basuco» que a un auténtico Cóndor ningún Limón le asustaba.
    Y empezaron de los quince hacia arriba, eligiendo muy bien a aquellos muchachos que habían visitado en alguna ocasión los odiados calabozos de «La Treinta» o Sesquilé.
    Todo el que tenía ya una ficha policial dejó muy pronto de tenerla, y los archivos oficiales comenzaron a vaciarse día tras día, pues guardar fichas de muertos es un trabajo inútil y una evidente pérdida de espacio.
    Quién les daba tales datos nunca pudo saberse, pero la fregona del cafetín de la avenida Lima juró más tarde que a menudo los veía estudiar largas listas donde tachaban nombres.
    Aunque suene macabro se puede asegurar que por aquellos tiempos alguien muy poderoso se propuso limpiar los bajos fondos de Bogotá, y a falta de los tan cacareados «Limones del Caribe» decidió emplear los mucho más eficaces «Limones de Tuluá».




    La violencia, señor, es como una piedra al borde de un abismo. Lo mejor es no tocarla, y cuando se la toca se la puede frenar con un pequeño esfuerzo, pero si se permite que ruede arrastrando tras sí rocas mayores, llega un momento que ya no hay quien la controle.
    Así ocurrió en Colombia.
    Hubo un momento, y que conste que le hablo de oídas, pues eso es algo que ocurrió antes de que yo naciera, en que unos pocos creyeron que la violencia era una sinrazón de su exclusivo patrimonio, pues tenían gran cantidad de tierras y riquezas, pretendían conservarlas, y cuando empezaron a descubrir que alguien les discutía la legitimidad de todo ello, imaginaron que eran también los únicos propietarios de la ley de la fuerza.
    Lo fueron por un tiempo, más luego la piedra comenzó a rodar desmelenada y dudo que alguien pueda ya detenerla.
    Quince o veinte mil muertos anuales, ¡resulta imposible saber la cifra exacta!, es lo que se suele cobrar la violencia colombiana, y lo más triste es que ninguna de esas muertes resolvió jamás el más pequeño de nuestros problemas nacionales.
    «Los Limones» son un ejemplo muy claro en este caso, y se lo digo yo, que de violencia sé bastante.
    Mataban a destajo, pero no tenían en cuenta que cada día que mataban a un «"gamín" hijo de puta» nacían cuatro o cinco hijos de puta que acabarían convirtiéndose a su vez en «gamines».
    Era como tratar de contener el cauce de un río con las manos.
    Cuando alguien se acostumbra a convivir desde niño con el hambre y el frío, acaba también por acostumbrarse a vivir con el pánico.
    Y «Los Limones» habían pasado toda su vida asesinando en una ciudad pequeña y en el campo.
    Bogotá se les quedó muy grande.
    Su indiscutible éxito inicial se debió sin duda a la magnífica información que recibían sobre la identidad y las costumbres de sus víctimas, pero cuando llegó un momento en que los nuevos candidatos a seguir el camino del Depósito tomaron precauciones y comenzaron a preparar a su vez el contraataque, la «cumbia» les sonó ya de otra manera.
    Como le conté ayer, Calixto Limón había adquirido el saludable hábito de no comer dos veces seguidas en el mismo restaurante ni acostarse dos veces con la misma puta, pero alguien descubrió que tenía la fea costumbre de jugar siempre al mismo número en la lotería de los sábados.
    ¡No puede ni imaginarse cómo son mis compatriotas para la lotería...!
    ¡Les vuelve locos!
    Juegan a todas, casi todos los días, y hacen infinidad de cabalas sobre las terminales que van a salir dependiendo de un sueño que han tenido; de la fecha, y de si vieron a un tuerto o un jorobado... ¡Yo qué sé cuántas cosas!
    ¡Pura superstición!, pero gracias a ellos, miles de desgraciados malviven en Colombia.
    Montan sus puestecillos en la calle, muy pegaditos los unos a los otros, o te persiguen por los parques y los bares insistiendo en que te lleves el numerito de la suerte.
    Para Calixto Limón era uno que acababa en catorce, aunque en eso no debe hacerme mucho caso, quizá fuera otro distinto... ¡Cualquiera sabe!
    Catorce o el que fuera, ¿qué más da?, lo cierto es que él lo buscaba con ahínco, y había conseguido que una vieja vendedora de la Carrera Ocho se lo guardara siempre.
    Aquel sábado, «Los Limones», que en todo se fijaban, no le dieron sin embargo mucha importancia al hecho de que por culpa de unas obras, la viejita hubiera desplazado su mesa plegable un poquito a la izquierda; cinco metros escasos.
    Otelo y Victorino, con las manos ocultas bajo los ponchos, vigilaban.
    Calixto compró su numerito, señor, su numerito de la suerte, y en el momento en que iba a pagarlo, de la rejilla que estaba bajo sus pies y que sirve de ventilación a un pasaje subterráneo, surgió una barra de acero con la punta afilada que le entró justamente por el ano y le subió hasta la garganta.
    Allí se quedó «empalado» y lanzando tal chorro de sangre por la boca, que la pobre vendedora se empapó de arriba abajo en un instante.
    Y el hierro estaba fijo al suelo. No sé cómo lo hicieron, pero cuentan que mientras Calixto Limón lanzaba aullidos de dolor y agonizaba, entre Otelo y Victorino tuvieron que sacarlo como se saca un «pincho moruno» de su alambre, tirando de las nalgas y subiéndolas por encima de sus propias cabezas.
    La gente les miraba.
    Por lo que tengo sabido, se formó un corro de curiosos que observaba en silencio cómo dos hombres empapados en sangre se esforzaban por salvar a un tercero, sin que ni uno solo de los testigos hiciera el más mínimo gesto por ayudarles.
    Cuando al final se lo llevaron dejando atrás las tripas del que ya era un cadáver, alguien clavó en el hierro un enorme letrero que decía:
    «Aquí se exprimen limones.»
    Macabro sentido del humor, ¿no le parece?
    Así son por allá, y al fin y al cabo ellos se lo buscaron, pues hay que ser muy gallito y harto pendejo para creer que se puede llegar a una ciudad como la mía y ajustarle las tuercas.
    Son demasiados tornillos y demasiadas tuercas.
    ¿Recuerda aquella película de Charlot en la que apretaba tornillos y acababa volviéndose loco? Eso fue lo que debió ocurrirle a «Los Limones».
    Cualquier asesino cuerdo que hubiese visto cómo toda una ciudad se ponía en su contra hubiese adoptado la sabia decisión de empadronarse en otro municipio, pero Victorino y Otelo Limón, que tanto habían matado, no quisieron aceptar las reglas de su juego y por lo visto juraron tomar cumplida venganza contra quienes le habían dado por el culo a Calixto con un pedazo de acero.
    Durante cuatro días nadie les vio siquiera el poncho, pero el sábado en la noche masacraron, y aunque debo admitir que la mayoría de los muertos se habían ganado a pulso su puesto en el cementerio, hubo por lo menos dos que no habían cometido más delitos que intentar ahogar en ron sus muchas penas.
    ¿Por qué lo hicieron? Por venganza tal vez, aunque yo más bien me inclino a creer que cuando se está en ese oficio el único capital que tienes es el terror que impone tu presencia, y ellos no podían largarse con el rabo entre piernas después de lo ocurrido con Calixto.
    Tenían que dejar bien sentado que aunque ya tan sólo fueran dos, seguían siendo «Los Limones», por lo que tras dejar a sus espaldas un nuevo reguero de difuntos, se esfumaron.
    Pero cundió el ejemplo.
    Quienquiera que fuese el que los trajo debió llegar a la conclusión de que su labor había sido harto beneficiosa, y que valía la pena continuar con la tarea aunque quienes la llevaran a cabo no actuaran de una forma tan espectacular y sin tapujos.
    Comprendieron que de seguir con la labor había que hacerlo de un modo más discreto, y resultó evidente que asesinos anónimos era una especie que abundaba en las calles de aquella ciudad repleta de miserias.
    Rara era por tanto la noche que no apareciera algún nuevo cadáver, y fue por aquel entonces cuando empecé a escuchar unos términos que más tarde llegarían a serme muy familiares.
    «Para-militar» y «para-policial».
    Es una forma hipócrita de designar a unos canallas que no se diferenciaban del clan de «Los Limones» más que en el hecho de que los de Tuluá tenían el valor de dar la cara.
    Los otros se disfrazaban jugando a ser ciudadanos libres de toda sospecha, demasiado a menudo incluso pagados para hacer cumplir la ley o imponer la justicia, pero que al caer la noche solían transformarse en auténticos verdugos.
    Para ellos, «Sanear el País» no fue nunca sinónimo de necesidad de cambiar unas estructuras o una organización social que cualquier estúpido advertía que estaba enferma, sino que imaginaron que destruyendo algunos frutos del monstruoso árbol que habían creado, el árbol se secaría.
    Nadie acudió a ofrecernos un plato de comida, un lugar donde dormir, o un par de zapatos y una manta.
    Tampoco nos ofrecieron una escuela o tan siquiera un trabajo. Nos ofrecieron abandonar las calles o una bala entre los ojos.
    Y cada vez eran chicos más jóvenes.
    Ricardito el Calvo fue uno de ellos.
    Lo sorprendieron sentado en una acera, metiéndole al «basuco» con la vista perdida en un letrero luminoso que anunciaba una máquina de coser, y le tiraron el coche encima dejando que agonizara por más de cuatro horas en un charco de sangre.
    No le estoy pidiendo que me crea. Es usted muy dueño de pensar lo que quiera, pero le advierto que no pienso molestarme en inventar historias sólo por distraerle.
    Mentir requiere mucha imaginación, y yo de eso tengo muy poco. Lo que sí tengo es una excelente memoria.
    Un mes después nos quemaron la furgoneta.
    Por fortuna habíamos ido a esperar las sobras de «La Casa Vieja», un restaurante de lujo que está a menos de doscientos metros, y que solía botar a la basura cosas muy buenas.
    Vimos pasar un coche verde, dio un par de vueltas, lanzó al aire una botella y adiós Furgoneta.
    Tan sencillo como eso.
    Todo lo que teníamos ardió en un par de minutos.
    El coche se detuvo justo en la esquina, y los dos tipos que iban dentro se quedaron mirando lo bien que lo habían hecho, puesto que de lo que había sido hasta momentos antes «nuestro hogar» no quedó más que un montón de hierros retorcidos y una mancha en el suelo.
    Ramiro se lo tomó por la tremenda, agarró un pedrusco y si no lo sujeto se lanza a romperles la cabeza, con lo cual lo más probable es que me hubiese quedado sin casa y sin amigo, puesto que el más joven de aquellos dos hijos de puta se echó de inmediato la mano al bolsillo sacando una pistola.
    ¿Acepta que le diga que no tendría más allá de veinte años? No llegó a disparar, pero por lo que a estas alturas sé de cómo se empuña un arma, estoy por asegurar que si Ramiro decide tirar la piedra, el muy cabrón le vuela la cabeza.
    Tampoco lloré esa noche.
    Me sobraban razones para hacerlo, pero ni siquiera me enfurecí por lo que había sucedido, convencido como estaba de que aquélla era sin duda una noche de suerte, ya que lo lógico era que nos hubieran convertido en un par de «arepas» chamuscadas.
    El coche verde se alejó y a los pocos minutos hizo su aparición un extraño señor muy elegante que lo había visto todo desde la ventana del hotel.
    Era de Barranquilla, allá en la costa, y cuando supo que nos habían quemado la casa, nos cogió de la mano, nos condujo al «Tequendama», y exigió que nos dieran una habitación aunque fuera en el sótano.
    Debía ser un tipo importante porque al final le hicieron caso.
    Dormimos en dos camas inmensas.
    Al día siguiente entró una vieja con cara de mala leche que dijo que el señor se había marchado, pero que nos había dejado mil pesos a cada uno a condición de que nos bañáramos.
    También nos había comprado ropa nueva.
    La vieja nos bañó, nos dio la ropa y los pesos y nos puso en la calle.
    ¿El señor? Nunca supe quién era, pero le juro que a partir de ese día jamás le hice daño a ningún barranquillano. Para mí, son sagrados.
    Sí. Ya sé que en Barranquilla hay mucho hijo de puta suelto, pero aquel hombre fue el único que hizo algo por mí sin pedir nada a cambio.
    Estábamos limpios, parecíamos niños bien, y teníamos dos mil pesos en el bolsillo.
    ¿Qué cree que hicimos? Entramos en una pizzería y nos inflamos.
    Fue una sensación maravillosa eso de sentarte, enseñar tu dinero, y pedir una enorme pizza de jamón y cebolla.
    Y comértela sobre una mesa, con una «cola» al lado, sin nadie que te la quite, ni nadie que te venga a joder pidiéndote un pedazo.
    Y de postre un helado.
    Hay cosas que un hombre no debe olvidar por más que viva, y yo siempre recordaré al que me proporcionó mi primera cama mullida, mi primer baño, mi primera ropa nueva, y mi primer almuerzo como un ser civilizado.
    Al caer la tarde nos fuimos al mercadillo nos compramos una manta y como no teníamos aspecto de andar «gamineando» pudimos entrar en una casa de vecinos y dormir tranquilos en el último rellano.
    Esa noche sí que hablamos.
    Del hotel, de la pizza, de lo bonita que era la ropa e incluso del baño.
    Tres días más tarde nos topamos de pronto con el coche verde aparcado.
    ¿Se imagina? El mismo coche verde con su techo oscuro, su parachoques abollado y su jaguar de peluche acostado en la parte trasera.
    Le reventamos la tapa del depósito, metimos un pedazo de trapo atado a un palo, y cuando estuvo bien empapado de gasolina, lo dejamos colgar un poco y le arrimé candela.
    ¡Carajo! Eso sí que fue un petardazo.
    Quedó como la furgoneta, chatarra pura, y cuando el jovencito de la pistola salió de un restaurante dando alaridos, le dedicamos el más genial corte de mangas que se haya visto en Bogotá.
    ¡Vaina cómo corrimos! Si nos coge nos mata, pero era un niñato de mierda que no aguantó el tirón más allá de tres manzanas.
    Esa noche no pude pegar ojo de pura excitación, tan feliz como creo que no lo había estado jamás anteriormente.
    Tendría poco más de doce años, pero era la primera vez que demostraba que era algo más que un «gamín» de basurero o un sucio perro al que se puede apalear impunemente.
    Ya era un hombre.
    ¡Un hombre! ¡Qué idea tan estúpida, señor, tan falta de sentido! Aquella noche no sólo no nos convertimos en hombres, sino que incluso empezamos a dejar de pertenecer a la subespecie de los «gamines» o los perros.
    A partir de aquel momento fuimos ratas.
    Se desató la represión, señor, se abrió la veda del niño mendigo, ladrón o abandonado, porque alguien llegó a la conclusión de que era una lacra para el país tanta misera como mostrábamos al mundo.
    A algunos los enviaron a «Casas de Acogida» o «Colonias Infantiles» en el campo, que no eran en realidad más que reformatorios que nada tenían que envidiar a un penal de asesinos, y en los que la «virginidad» duraba el tiempo justo de tener que levantarse del asiento.
    Lo primero que tenían que hacer los chicos si querían seguir vivos era darle el culo o acceder a chupársela a los más grandes, y al que salía «gallito» le abrían la barriga y le anudaban las tripas en el cogote a modo de corbata.
    Pregunte por ahí a quien haya estado, aunque dudo mucho que encuentre ya ninguno.
    Yo conocía a un par de ellos y quizá salgan a relucir más adelante si es que aún le continúa interesando lo que pienso contarle.
    La voz de lo que ocurría en los asilos corrió pronto por la ciudad, y todos cuantos no teníamos el más mínimo interés por convertirnos en maricas corrimos a escondernos.
    Te echaban el lazo como a un perro.
    Estabas tan tranquilo en una esquina pidiendo una limosna sin meterte con nadie y de pronto un «hijo-e-madre» te agarraba por el pescuezo y al instante aparecía una camioneta azul y te zampaban dentro.
    A Ramiro lo atraparon a la puerta del cine, pero le arreó tal tajo en el brazo al fulano que lo soltó en el acto.
    Ramiro era rápido con la navaja. ¡Muy rápido! La llevaba siempre aquí, escondida en la muñeca y en un abrir de ojos tiraba un viaje que hacía daño a juro.
    Por desgracia, la ropa nueva, el baño caliente y los mil pesos nos duraron muy poco, y pronto fuimos una vez más «gamines» callejeros de la peor ralea.
    Conviene que comprenda a estas alturas que incluso entre los «gamines» existen diferencias, pues no es lo mismo «gaminear» teniendo madre y casa, aunque sea una chabola en las afueras, que no vivir con nadie.
    Si te atrapaban y podías demostrar que tenías un techo fijo y un familiar responsable, la cosa no solía pasar de unas patadas, pero los que como Ramiro y yo andábamos «por libre», sin un trabajo fijo y durmiendo en los portales, íbamos a parar al asilo por cojones.
    También podíamos acabar con un tiro en la nuca, o aplastados por un carro como Ricardito el Calvo.
    Dicen que en Río de Janeiro, donde son mucho más aficionados a todo eso de hacer números y apuntar las cosas, cuatrocientos cuarenta niños menores de catorce años fueron «exterminados» el año pasado sólo por andar mendigando en las calles, pero le garantizo que si algún día alguien se dedicara a contabilizar los de Bogotá, tal cifra parecería ridícula.
    Seis de cada diez de los niños que mueren en Brasil mueren asesinados, señor, ¡seis de cada diez!, ¿qué le parece? Y yo por mi parte le garantizo que nosotros no debemos andar muy lejos de tan amarga cifra.
    Somos pueblos a los que nos apasiona engendrar hijos y nos molesta cuidarlos.
    Tal vez algún día cambiemos.
    Tal vez nos eduquen de un modo diferente.
    Dudo mucho que contarle mi historia pueda hacer que nadie cambie, del mismo modo que porque un negro le cuente la suya dudo que sus primos puedan volverse blancos.
    Lo llevamos en la piel o en la sangre.
    Siempre será más fácil seguir teniendo hijos, abandonarlos y dejar que sean otros los que se ocupen del problema.
    La mañana que descubrimos el cadáver de un cojito oculto entre los árboles del Parque, comprendimos que la «arepa» se estaba chamuscando harto de prisa.
    Tenía las manos atadas a la espalda con un alambre que le cortaba las muñecas y un tajo en la garganta que casi le separaba la cabeza.
    Y era mucho más pequeño que nosotros. ¿Entiende lo que ese hecho significa? Mucho más pequeño, cojo, e incapaz de hacerle daño a nadie, pero allí estaba, con los ojos abiertos como platos, contemplando las flores y más muerto que un viejo de noventa.
    De igual modo podíamos haber sido Ramiro o yo, ya que apenas la tarde antes habíamos rondado por allí como solíamos hacer casi todas las tardes.
    Resulta muy duro sentarse en la hierba a contemplar cuál puede ser tu fin a poco que te descuides.
    Resulta más duro aún cuando apenas tienes doce años y no puedes comprender la razón por la que alguien sea capaz de hacer ese tipo de cosas.
    Tampoco a mi edad lo entiendo, en eso tiene razón, pero créame si le digo que aquella mañana pasé uno de los momentos más amargos de mi vida sentado frente a un cojo sobre el que zumbaban ya las moscas, y sin saber qué hacer hasta que al fin pasó un guardia y le llamamos.
    Era un buen hombre. Tan bueno que incluso vomitó al contemplar aquel horrendo espectáculo, cosa que nosotros ni siquiera habíamos hecho.
    Luego nos pidió que nos marcháramos a casa, y cuando comprendió que no teníamos casa alguna adonde ir, nos miró con profunda tristeza y estoy convencido de que se compadeció sinceramente de nosotros.
    —Buscaros una —dijo—. Buscaros una o alejaros de esta ciudad maldita... ¡Sois tan niños! / Acojona que incluso un guardia demuestre de ese modo su impotencia, en especial si es tu vida la que se encuentra en juego, y resultaba evidente que aquel pobre individuo parecía resignarse ante el hecho de que fuerzas que estaban fuera de su control habían tomado la firme decisión de acabar con la «lacra social» de los «gamines».
    Según el diccionario, «lacra» es la marca que deja una enfermedad en las personas.
    Supongo que «lacra social» será, por tanto, la marca que deja una enfermedad en la sociedad.
    Los «gamines» éramos, en efecto, esa marca, pero no fuimos nunca la enfermedad en sí, e intentar acabar con nosotros sin acabar con el mal era como tratar de borrar las señales que le va a dejar el SIDA a un moribundo.
    Cuando ya ese cadáver apeste; cuando lo lleven a enterrar comido de gusanos, aún habrá individuos que pretendan ocultar sus pústulas, pues lo que en verdad importará no es que haya muerto, sino que haya muerto de una enfermedad tan mal mirada.
    ¿Me sigue? Y si no me sigue, ¿que más da? ¡Qué terror, señor; qué largo día de terror! Vagamos como sonámbulos cogidos de la mano, pues aunque nunca lo habíamos hecho anteriormente, creo que sin sentir el contacto del otro hubiéramos sido incapaces de dar un solo paso.
    Algunos debieron tomarnos por maricas adolescentes, pero no estaban los tiempos como para preocuparte por tales pendejadas, pues lo que en verdad nos preocupaba era buscar la forma de encontrar un hogar y una familia que respondiera por nosotros.
    «Soy Fulanito de Tal, mi mamá se llama Fulanita de Tal, y vivo en Tal Número de Tal Calle.» ¿Sencillo, no? Muy sencillo si en cuanto cae la noche puedes ir a ese número de esa calle donde te está esperando esa supuesta madre.
    Aunque te arree dos bofetadas o te rompa un palo en las costillas, no importa. Lo que importa es que exista, pues eso significa que aunque te hayas pasado el día «gamineando» no eres verdaderamente un «gamín» y nadie va a mandarte a un reformatorio o asesinarte.
    Caía la noche.
    Llegaba, tan puntual como siempre, sin un minuto de retraso, y ya nuestras mentes infantiles se habían hecho a la idea de que con las tinieblas alguien se abalanzaría sobre nosotros para atarnos las manos a la espalda con un alambre y separarnos la cabeza del cuerpo de un solo tajo.
    ¿Hay algo que pueda volar más lejos que el miedo que se apodera de un niño abandonado? Sólo una cosa: el miedo de dos niños que sin querer decir palabra se transmiten ese pánico con cada gesto y con cada mirada.
    Tomamos asiento en un banco observando cómo se iban encendiendo luces mientras las calles comenzaban a quedarse vacías, y le aseguro que quizá fue aquélla la primera vez que llegué a plantearme lo injusto que resultaba que con tantos edificios inmensos y tantas ventanas iluminadas no hubiera un solo rincón, ¡uno tan sólo!, en el que dos pobres muchachos asustados pudieran dormir en seco y sin peligro.
    Hasta aquel momento lo había visto como una simple circunstancia de la vida que me había tocado vivir, sin experimentar el más mínimo sentimiento de rebeldía por ello, pero creo que debió ser aquella noche cuando se me empezaron a revolver mil gatos en las tripas.
    Estábamos allí, solos y sin más pertenencias que una bolsa que contenía una manta raída, un pedazo de pan y otro de queso; sin que los pies nos llegaran al suelo ni la camisa al cuerpo, preguntándonos dónde podríamos pasar la noche sin miedo a los asesinos; tan desesperanzados y abatidos como jamás lo debió estar ningún niño anteriormente.
    ¿Por qué? ¿Qué delito habíamos cometido a nuestra edad para merecer semejante castigo? Si usted tiene una respuesta, señor, le quedaría muy agradecido si me la comunicara, pero me temo que nadie en este mundo sabría responder a tal demanda.
    Estábamos allí porque a millones de adultos mucho más hijos de puta que nosotros les importaba un carajo que estuviésemos.
    Fue el propio Ramiro el que mucho más tarde comentó sin mirarme:
    —Sólo hay un lugar al que jamás irían a buscarnos.
    —¿Cuál?
    Señaló la redonda placa que se encontraba justo frente a nosotros, y añadió con un susurro:
    —Las cloacas.




    —Las cloacas.
    ¿Ha descendido alguna vez a una cloaca? No. Naturalmente que no. ¿Qué se le ha perdido a alguien como usted en una cloaca? El hedor tumba de espaldas incluso a quien como yo estaba acostumbrado a llevar la peste encima, pero peor que ese olor o incluso que las ratas que correteaban de un lado a otro, era el temor que imponía aquella gigantesca catacumba en las tinieblas.
    Habíamos comprado una linterna, pero su propia luz aumentaba la sensación de oscuridad a cuatro metros de distancia, y no creo que sea necesario que le diga que hubo un momento en que pensé que prefería que me mataran al aire libre que pasar tan siquiera un hora en aquella gigantesca tumba pestilente.
    Pero Ramiro insistió en quedarse, encontramos una especie de nicho en el muro, a metro y medio del nivel del agua, y allí nos acurrucamos sobre la manta tratando de aislarnos de la tremenda humedad que rezumaban el suelo y las paredes.
    Fue una noche muy larga.
    La más larga quizá que había vivido, con el oído atento al chillido de las ratas que se superponía a menudo al rumor de las aguas que corrían sin descanso.
    Nunca olvidaré ese sonido, pues no se parece en nada a ningún otro, ya que es como el fluir de un riachuelo que resonara como una flauta de caña en vacías bóvedas de alturas diferentes.
    Es una sintonía macabra.
    Macabra y repugnante.
    Con la llegada del día, ¡cuánto tardó, señor, no se imagina!, una extraña claridad se filtró a través de los desagües de las calles, y aquellos interminables pasadizos y aquellas salas de muros desconchados semejaban la absurda fantasía de un decorado de terror de película muda.
    Más tarde, en una de esas salas en las que confluían varios canales, descubrimos un grupo de muchachos que dormían sobre un ancho saliente a tres metros de altura.
    Estaba claro que no éramos los primeros en elegir tal escondite, ni seríamos desde luego los últimos, pues en los meses que siguieron las cloacas de Bogotá se fueron poblando de tal forma que podría llegar a pensarse que en lugar de mojones de mierda, aquellos riachuelos arrastraban diamantes.
    Me dicen que hoy son ya más de cinco mil y no me sorprende. Si nadie se preocupa de solucionar el problema que existe arriba, el número continuará aumentando hasta que llegue un día en que existan dos Bogólas muy diferentes.
    Dos años, sí. Dos increíbles años.
    Y el segundo fue en verdad espantoso, pues llovió a mares y el nivel de las aguas subió en los pasadizos hasta el punto de que en más de una ocasión llegamos a temer que alcanzaría el techo ahogándonos a todos como se ahogaban las cucarachas y las ratas.
    ¿Enfermedades...? Los más pequeños solían quedarse con las rodillas muy pegadas al pecho, abrazándose las piernas como si tuvieran la invencible necesidad de abrazarse a algo en el último momento, tosiendo y tiritando hasta que de improviso dejaban de estremecerse.
    Lo mejor, si tenía suficiente caudal, era dejar que el agua se los llevara ya que subir con un cadáver por la escalerilla de hierro y sacarlo a la calle era un trabajo que superaba con mucho nuestras escasas fuerzas.
    De día volvíamos arriba.
    Debía resultar ciertamente dantesco ver cómo se iban abriendo las tapas de las alcantarillas para que surgieran unos rostros sucios, amarillentos y famélicos que guiñaban los ojos a la violenta luz del sol, aunque los transeúntes, acostumbrados a ver tantas cosas absurdas, pronto dejaron de sentir curiosidad por los topos humanos.
    Ya no pedíamos limosna.
    A partir del momento en que empezó a crecerme un ligero vello sobre el labio comprendí que resultaba inútil implorar la compasión de nadie, y no es porque me considerase en aquel punto un hombre prematuro, sino porque había llegado a la conclusión de que quienes permitían que tuviéramos que vivir como las ratas no conocían el significado del término compasión, ni yo la necesitaba.
    Todos los que estaban arriba eran mis enemigos.
    No importaba quien fuese. El simple hecho de saber que no tenían que descender cada noche a nuestro infierno privado les convertía en miembros de una especie diferente a la que cualquier daño que causásemos estaba justificado.
    ¿Preferiría que le quitasen el reloj, o pasar una semana en las alcantarillas rodeado de ratas? Naturalmente. Con sólo haber bajado allí una vez, preferiría que le quitaran el reloj, la cartera o lo que fuese con tal de no tener que volver jamás a un lugar semejante.
    En ese caso, si eran ellos los que nos condenaban a vivir allá abajo, ¿qué derecho tenían a quejarse? ¿Quiénes son «ellos»? Todos. Incluso usted si alguna vez estuvo allí.
    Todo aquel que transite por las calles de Bogotá consciente de lo que ocurre con los «gamines» y no se esfuerce por remediarlo, merece que le asalten y le roben, e incluso merece que le violen y le maten.
    Totalmente en serio. ¿Por qué habría de mentirle? Según la ley, si alguien es testigo de un crimen y no intenta impedirlo, es cómplice del asesino y debe ser severamente castigado.
    ¿Conoce un crimen peor que el crimen del que le estoy hablando? ¿Se le antoja que pegarle un tiro al amante de tu mujer, al amigo que te ha traicionado, al policía que trata de detenerte, o incluso al cajero de un Banco que quieres robar, es acaso peor que contemplar cómo cientos de niños son cruelmente exterminados sin tratar de evitarlo? Si usted lo cree, yo no lo creo.
    A mi modo de ver existe una forma de moral activa, y otra pasiva. La primera es la de quienes cometen los delitos, y la segunda la de quienes no se atreven a cometerlos pero permiten que otros lo hagan.
    No sé si me explico, pero considero que el mundo rebosa de individuos que imaginan que porque no infringen personalmente la ley ya son honrados.
    Y eso no es cierto. Sé que no lo es y lo que opinen sobre ello los demás me sabe a mierda.
    Recuerde que conozco bien el sabor de la mierda. Viví con mierda hasta el cuello dos larguísimos años.
    Tal vez sin proponérmelo o sin tomar clara conciencia de ello, llegué a la conclusión de que cada vez que una de aquellas criaturas moría allá abajo, alguien de los que seguían arriba tenía que pagarlo.
    Admito que casi siempre le pasábamos la factura a la persona equivocada, pero eso no era ya culpa nuestra. Ministros no entierran todos los días.
    Si buscas amor y no te lo dan; buscas compasión y no te la dan; buscas comprensión y no te la dan, y al final buscas un simple trabajo y tampoco te lo dan, pero te ofrecen a cambio vivir entre las ratas o morir en un parque, acabas por abrir de par en par la navaja y clavársela en el hígado al primero que pasa.
    Había quedado atrás el tiempo de arrebatar bolsas de la compra o entrar armando jaleo en un mercado.
    Eso ya no funcionaba ni estábamos en edad de seguir haciéndolo.
    Ahora formábamos una «gallada» dura, de las bravas; de las que realmente temen los bogotanos cada vez que tienen que salir a la calle.
    Éramos siete, y el jefe era un tal Darío el Tenazas, pues llevaba unos alicates enormes que enseñaba a quienes íbamos a atracar.
    —¿Pinchazo o pellizco? —solía preguntar sonriendo, pues el muy «coño-e-madre» sonreía incluso a la hora de degollar a alguien. Y si decían pinchazo, malo, pero si elegían pellizco a fe que era muchísimo peor.
    Un pinchazo podía ser grave o leve, dependiendo de su estado de ánimo, pero el pellizco era espantoso porque agarraba con los alicates un pedazo de carne del costado y retorcía con saña hasta arrancarla de cuajo provocando un destrozo impresionante.
    El pobre desgraciado al que Darío «pellizcaba» solía caer redondo, inconsciente un par de horas, y la marca le quedaba hasta el fin de sus días.
    Yo no simpatizaba en exceso con Darío, pero no estábamos allí para hacer amistades sino para subsistir de la mejor forma posible, y el Tenazas le echaba cojones a la vida y sabía cómo imponer respeto a las bandas rivales.
    Ahora, conociendo como conocíamos tan a la perfección los mil vericuetos del complicado laberinto de las cloacas, no nos veíamos obligados a «trabajar» un barrio determinado, sino que podíamos salir a la calle donde nos apeteciera, dar el golpe y desaparecer en un instante sin que existiera un solo policía en la ciudad que experimentara el más mínimo interés por atraparnos.
    Allá abajo éramos invencibles.
    «Intocables» más bien, puesto que ni todo un ejército sería capaz de cogernos cuando nos encontrábamos en el corazón de una «ciudad» que era totalmente nuestra.
    En ciertos puntos incluso habíamos conseguido conectar con pasadizos de la red telefónica, y aunque solían ser estrechos y mal ventilados ofrecían una segunda oportunidad a la hora de trasladarnos de un lado a otro, o ponernos a salvo si surgían problemas.
    La subida de las aguas, las ratas y las enfermedades constituían sin embargo suficientes peligros en sí mismos y lo cierto es que jamás nos consideramos en absoluto amenazados por las gentes de arriba.
    Fuera el riesgo era mayor.
    La Policía y los «paramilitares» nos acechaban, y todo aquel muchacho de más de catorce años que no tuviese un trabajo fijo o pareciese sospechoso de pertenecer a alguna «gallada» peligrosa corría el riesgo de recibir un balazo en la cabeza en pleno día sin que curiosamente jamás se presentase luego ningún testigo de los hechos.
    No nos permitían vivir honradamente y por lo tanto robábamos. Entonces nos acosaban y en respuesta aumentábamos la violencia de nuestras fechorías. Era una especie de serpiente que se mordiera la cola, y que iba creciendo y engordando a costa de devorarse a sí misma.
    ¿Le ha gustado? A veces incluso alguien como yo puede tener un pensamiento profundo, ¿no le parece? Sobre todo habiendo vivido tanto tiempo bajo tierra.
    Un día, cuando Darío el Tenazas le espetó su célebre frase, «pinchazo o pellizco», a un enano de cara de cretino y pinta de dependiente de mercería, el tipo sacó de improviso el pistolón más grande que haya visto en mi vida, y replicó también sonriendo: «¿Y yo te vuelo la cabeza o los huevos?», y mostrando una credencial de la «secreta» se lo llevó preso a Sesquilé.
    La cosa no hubiera tenido mayor importancia, y entraba dentro de las reglas del juego, de no haber sido porque tres días más tarde, el pobre Darío apareció tirado en un portal. Con sus propios alicates le habían arrancado más de veinte pedazos de carne, incluidas la nariz, las orejas y los testículos, y habían dejado que se desangrara hasta morir entre atroces dolores.
    No estuvo bien.
    Admitirá que semejante salvajada iba mucho más allá de lo admisible, y si lo que pretendían era asustarnos aún más se equivocaron, puesto que incluso la técnica del terror pierde su eficacia cuando la rosca se pasa demasiado.
    Hasta las bandas rivales se lo tomaron a mal y acordaron, sin necesidad de que se lo pidiéramos, que nos ayudarían a vengar al Tenazas.
    Diez días más tarde avisaron que un fulano que respondía a la descripción del enano sonriente solía desayunar en un bar de «La Candelaria».
    Ramiro fue a comprobarlo.
    En efecto, desayunaba exactamente a las ocho, se limpiaba los zapatos, se echaba un trago de ron, y se lanzaba a la calle, a cazar delincuentes.
    Me tocó a mí.
    No me pregunte por qué. Me tocó.
    Conseguí una caja de «bolear» y los muchachos se preocuparon de que el viejo que solía limpiarle los zapatos al enano decidiera quedarse en su casa esa semana.
    Al cuarto día me presenté lo más aseado posible, atendí a dos clientes, y acudí, remolón, a la llamada del enano.
    Estaba sentado en un taburete de la barra y casi no alcanzaba a poner el pie en la caja, pero le dejé el zapato izquierdo brillando como un espejo.
    Luego me ofreció el derecho, abrió un periódico y ya no le vi la cara.
    Yo había escondido el revólver en un trapo, y sin desenvolverlo, disparé de abajo arriba por tres veces.
    Luego salí corriendo sin detenerme a comprobar el resultado.
    Ramiro, que se quedó en la calle a curiosear, me comentó después que lo sacaron cubierto con una manta y con los pies por delante.
    No insista. Lo hice y basta.
    Suponga que tenía que hacerlo, pues aunque como ya le dije, Darío no era en realidad amigo mío, hay cosas que no se deben consentir y quizás había llegado a la conclusión de que era el momento justo de dejar de ser un niño asustado.
    Debió ser algo parecido a lo que siente una tía a la que todos se cogen gratis y decide un buen día sacarle provecho al coño. Si el mundo quería seguir jodiéndome, que tuviera por lo menos algún motivo, y este de «echarme al pico» a uno de la «secreta» se me antojó harto gratificante.
    ¿Inconsciente? Aseguran que tan sólo dos de cada diez «gamines» llegan a los quince años, y a mí debía faltarme ya muy poco. Si a esa edad no se es inconsciente, ¿para cuándo iba a dejarlo? Yo estaba hasta los cojones, señor. Hasta las mismísimas pelotas. Matar a un policía, un cura o al lucero del alba, ¿qué más daba? Lo que importaba era reventar por algún lado y nadie me ofrecía otra oportunidad que hacerlo con un arma en la mano.
    Intente ponerse en mi lugar y dígame cuánto tiempo lo hubiese soportado.
    Yo no sé mucho del mundo, señor, pero alguna idea tengo de lo que ocurre o de lo que ocurrió antes de nosotros, y cuando veo en la televisión cómo viven los pueblos más miserables, o cómo se mueren de hambre los niños en África, me da mucha pena, pero advierto que mueren en brazos de sus padres, que al menos les dan cariño cuando no tienen otra cosa que darles.
    Los niños de Etiopía son como esqueletos vivientes, lo admito, pero cuando la cámara muestra aquel desierto barrido por el viento y la sequía, entiendo que nadie pueda hacer nada por remediar su hambre.
    Y aun así les llevan alimentos desde muy lejos.
    Pero allí en Bogotá, señor, allí la cosa es muy distinta.
    Allí, sobre las cabezas de los niños hambrientos, se levantan edificios gigantescos, corren las esmeraldas, se derrocha el dinero, y el «narcotráfico» mueve sumas tan prodigiosas, que con un solo día de sus ganancias, ¡uno tan sólo!, se pondría fin a tanta miseria injusta.
    ¡Ésa es la diferencia! Y ésa es la razón por la que todo el que ha vivido aquella tragedia, y ha tenido que dormir en las alcantarillas por miedo a que le maten, está en su perfecto derecho a cagarse en el mundo y en todos sus habitantes.
    Me cargué a aquel pendejo y creo que no tengo que darle explicaciones, ni a usted ni a nadie.
    Está claro que no pertenecemos a la misma especie, por mucho que se esfuerce en hacerme creer que los dos somos seres humanos.
    Si «Ser Humano» es el que consiente que criaturas supuestamente de su misma especie vivan en las cloacas, no tengo el más mínimo interés en que me consideren «Ser Humano».
    Y si ése es su concepto de la justicia, no acepto esa justicia.
    Ni yo, ni ninguno de los míos.
    Constituimos una raza aparte.
    ¿Mejor? ¿Por qué mejor? ¿Qué quiere decir con eso de mejor? Ni mejor ni peor, tan sólo diferente, y si me apura, le diré que por el simple hecho de ser diferente, ya tiene que ser mejor sin duda alguna.
    Para los que son como usted, matar a un policía que se está limpiando tranquilamente los zapatos constituye al parecer un crimen abominable.
    Para los que son como yo, volarle los cojones al «hijo-e-madre» que se los arrancó a sangre fía al Tenazas, no es más que una forma lógica de devolver «ojo por ojo y huevo por huevo».
    Y «últimadamente», como diría un venezolano, no tengo por qué carajo darle explicaciones, pues no es usted mi padre, ni el juez, ni el cura de la parroquia.
    No es más que alguien que ha venido a escuchar lo que tengo que contarle.




    Ramiro quería aprender a leer.
    A leer y a escribir, lógicamente. Por lo visto una cosa va siempre ligada con la otra.
    Desde muy niño Ramiro siempre se quedaba mirando los letreros, las carteleras de los cines y las revistas de los quioscos con la misma expresión con la que contemplaba los escaparates de las pastelerías, y no había nada que le humillase más en este mundo que el hecho de tener que preguntarle a alguien cómo se llamaba una película, o qué querían decir aquellas letras.
    Para él las letras eran como una cosa mágica; una especie de hechizo o brujería que podía llevarle a mundos muy distintos, y siempre insistía en el detalle de que si ninguno de cuantos vivíamos en las alcantarillas sabíamos leer, mientras que la mayoría de los que estaban fuera sí sabían, estaba claro que eso de conocer las letras tenía que servir de mucho.
    Yo le respondía que si me tocaban veinte mil pesos a la lotería poco necesitaría saber leer para vivir fuera de allí, pero casi por las mismas fechas en que decidí que con una pistola en el bolsillo no tenía ninguna necesidad de regresar a las cloacas, Ramiro pareció llegar a la conclusión de que, por el contrario, el único camino era aprender.
    ¡Pobre Ramiro! Se presentó una mañana en una escuela que estaba allá abajo, en «La Capuchina», y lo primero que le dijeron fue que para inscribirse tenía que acudir con sus padres o «tutores».
    Nos volvimos locos intentando averiguar qué sería eso de «tutores» hasta que nos aclararon que un «tutor» es quien se responsabiliza de un niño o algo parecido.
    Naturalmente, Ramiro no tenía tutores y mucho menos, padres.
    Luego fue a otro sitio, y le pidieron que presentase al menos una partida de nacimiento o cualquier otro papel que acreditase que estaba vivo.
    Ramiro agarró una cuartilla, se sonó los mocos y se la mostró a la secretaria preguntando si ése no era un papel que demostrase que estaba vivo y bien vivo.
    Lo echaron a patadas.
    Peregrinó por cuatro o cinco sitios hasta que al fin una señorita de «Santa Inés» le aceptó en su clase, aunque era de risa porque todos los alumnos de aquel curso eran unos chiquitirrines que no levantaban dos palmos del suelo y la verdad es que daba vergüenza sentarse allí a cantar aquello de «La "B" con la "A", "BA". La "B" con la "E", "BE".» La maestra me pidió que me quedara, pero le juro que se me antojó lo más ridículo del mundo.
    Entonces no comprendía que muchísimo más ridículo sería ir por ese mundo sin saber leer ni escribir, y siempre lamentaría el hecho de que aquella mañana me sintiera demasiado importante como para sentarme en un banco de párvulos.
    Al fin y al cabo, yo ya había matado a un hombre.
    A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si hubiera decidido seguir el ejemplo de Ramiro quedándome a aprender las letras, y le hubiera imitado también en todo lo demás, puesto que a los pocos días vino a decirme que había aceptado el empleo que le había conseguido la maestra en una panadería de la Carrera Catorce.
    El trabajo consistía en empezar a descargar sacos de harina a las tres de la tarde y no parar de faenar hasta las cuatro de la mañana, y como a las ocho tenía que estar en la escuela, el pobre andaba siempre sonámbulo y desriñonado.
    El «sueldo» era de cincuenta pesos al mes, todo el pan que quisiera y un rincón en el que dormir entre sacos de harina, de forma que parecía totalmente un fantasma, ya que si daba un salto levantaba una nube de polvo que le rodeaba como si se hubiera escondido en ella.
    Mucho más tarde, y en recuerdo de aquella difícil época, Ramiro adoptó el apellido «Blanco», quizá porque de ese modo siempre tenía muy presente que había pasado gran parte de su juventud «Metido en Harina».
    Yo lo echaba de menos.
    Me sentía casi huérfano, y en ocasiones me aferraba a la idea de que tal vez también podría encontrar un trabajo semejante, pero lo cierto es que no lo encontré y aunque pasé una temporada «boleando» zapatos, y dos o tres meses recogiendo cartones y botellas que le vendía a una vieja usurera, aquello no daba para comer, y menos aún para pagar un sitio donde dormir caliente.
    Los domingos solíamos coger un bus para ir a bañarnos a un riachuelo de las afueras, y si hacía sol lavábamos la ropa y la tendíamos a secar sobre la hierba.
    Ramiro cargaba siempre con tres panes enormes, los muchachos y yo poníamos el queso, el chorizo y las cervezas, y tras jugar un partidillo de fútbol en cueros vivos, comíamos de maravilla y a la caída de la tarde volvíamos a «casa».
    ¡Dios, qué hermoso que era aquello! A veces el agua estaba helada, pero con las carreras entrábamos en calor rápidamente, y aunque en los días nublados la ropa al final aún estuviese húmeda, valía la pena librarnos de tanta mierda como llevábamos encima.
    ¿Qué daño hacíamos? Le pregunto a usted, señor... ¿Qué daño hacíamos? No éramos más que un grupo de muchachos que se divierte jugando a la pelota en un prado de las afueras de una ciudad una mañana de domingo.
    Ni siquiera las vacas se molestaban.
    Había mucha vaca por allí, pero al parecer nuestro fútbol no les interesaba, y en cuanto comenzábamos el partido se alejaban con aire de aburrimiento.
    ¿Qué daño hacíamos?, repito.
    Veo que no se le ocurre nada.
    A mí tampoco. Un millón de veces me han acudido a la mente aquellas escenas, y otras tantas me resulta imposible descubrir la razón por la que alguien llegase a la conclusión de que hacíamos algo malo.
    Un buen día, Mingo, que como estaba medio tuberculoso jugaba de portero y observaba de lejos lo que hacíamos, se cayó de repente.
    Tardamos en darnos cuenta, y cuando al fin nos aproximamos gritando que se pusiera en pie y parara la pelota descubrimos que estaba muerto y sangraba por un agujero que tenía junto a la oreja izquierda. Le habían disparado desde unos árboles, a más de doscientos metros de distancia y sin duda tuvo que ser con un rifle de mira telescópica.
    ¿Qué quiere que le diga? Alguien a quien no les gustaban los «gamines» ni tan siquiera limpios y en pelotas.
    Lo cazaron como si fuera un venado en una pradera, y lo asesinaron por el simple placer de probar puntería, aprovechando al mismo tiempo para quitar de en medio una «lacra social» a todas luces peligrosa.
    Mingo no debía haber cumplido aún los once años y se pasaba la vida tosiendo y escupiendo sangre.
    Quizá quien le mató le hizo un favor evitándole futuros sufrimientos, pero aquel día, en aquel momento era feliz, pues no le habían metido aún más que tres goles.
    Como portero jamás le hubiese quitado el puesto a Higuita. Era un desastre.
    Le pedimos prestado a un campesino un azadón y lo enterramos detrás de la portería.
    ¿Qué quería que hiciésemos? Seguro que le gustó más que una fosa común.
    Al domingo siguiente buscamos un campo algo más alejado de los árboles.
    No ocurrió nada, pero tres semanas después volvieron a tirotearnos desde el bosque, aunque en esta ocasión no consiguieron acertarnos.
    Recuerdo muy bien aquella tarde.
    ¡Vaina si la recuerdo! Habíamos comido ya y estábamos tumbados en la hierba gozando de un tibio sol y un cigarro, aunque también algunos le metieran el vicio.
    A un par de metros Nina se había quedado dormida.
    Nina era como un chico más, aunque quizá más sucia, pero ese día también se había bañado y por primera vez nos dimos cuenta de que le había salido vello allí abajo y que tenía ya unas minúsculas tetitas.
    Supongo que unos once o doce años. Era tan flaca y esmirriada que resultaba difícil averiguarlo.
    El Pingüino, Ramiro, Elías, y yo, que éramos los mayores, la observábamos nerviosos y sin saber qué diablos hacer, cuando empezaron a sonar los tiros y las balas silbaron sobre nuestras cabezas.
    A unos tres metros había una especie de hondonada y los cinco nos precipitamos dentro, mientras el resto del grupo echaba a correr o se escondía también donde buenamente encontraba.
    Seguían disparando muy de tarde en tarde, y allí nos quedamos, apretujados en tan pequeño espacio, desnudos y asustados.
    Al rato el Pingüino dijo de pronto: «Abre las piernas», y Nina las abrió sin protestar siquiera.
    Siempre tuve la impresión de que ni entre los cuatro conseguimos desvirgarla.
    Sería por el miedo a las balas, porque los otros tres miraban, o porque ninguno lo había hecho anteriormente, pero lo cierto es que pese a que ella se mostró de lo más asequible, apenas empezar ya habíamos terminado.
    No pretenda hacerme creer que su primera experiencia sexual fue un éxito.
    Aquélla fue un auténtico fracaso.
    Elías quiso intentarlo de nuevo, pero empezaba a oscurecer y Nina le hizo notar que para ser el día de su iniciación como mujer tenía más que suficiente.
    Para ser el día de mi iniciación como hombre me había quedado «guindando» de un cocotero.
    Tardaría en bajar de él, pero ésa es una historia que mejor dejamos para más adelante, cuando le llegue el momento.
    Habrá notado que me gusta ser metódico. Ordenado y metódico, colocando cada cosa en su sitio y refiriéndome a cada situación a su debido tiempo.
    Puede que sea la lógica reacción a mi infancia en las calles y mi juventud en las cloacas. Ramiro y yo íbamos a todas partes con una vieja bolsa en la que no llevábamos más que una manta raída, un cazo, y media docena de chucherías, y si en una precipitada huida las perdíamos, el asunto no tenía mayor importancia, puesto que no estábamos unidos a ningún objeto por lazos de afecto o de recuerdos.
    Luego, muchísimo más tarde, cuando conseguí tener algo, me gustaba saber siempre dónde estaba y conservarlo aunque no sirviese ya de nada.
    Llegar a los quince años sin haber tenido ni tan siquiera un nombre marca mucho, puede creerme.
    Y a partir de aquel domingo no tuve ni tan siquiera un hermoso recuerdo de mi «primer amor».
    La segunda vez que me acosté con Nina la cosa anduvo algo mejor, pues ya no era virgen y había adquirido alguna experiencia.
    A los tres meses se había tirado a la mitad de los taxistas de Bogotá y se había recorrido gratis la ciudad.
    Hay que ver lo aprisa que aprenden las chicas.
    Ramiro también aprendía harto de prisa aunque no tanto. Un día me lo encontré leyendo un periódico en la puerta trasera de la panadería y casi no podía creérmelo. Era capaz de saber qué película ponían en cada cine de la ciudad, de qué iba el argumento, e incluso si la crítica opinaba que era buena.
    Yo no tenía ni idea de que en los periódicos escribieran sobre esas cosas. Siempre supuse que sólo se referían al fútbol, el béisbol, el Gobierno y los difuntos.
    De ese modo supimos de cines que estaban muy lejos y a los que nunca habíamos ido.
    A estas alturas puedo admitir que empecé a sentirme celoso de que Ramiro hubiese aprendido a leer, y no por el hecho de que quisiera aprender también, que en aquel tiempo me tenía sin cuidado, sino porque le dedicaba a los libros y los periódicos tanta atención que a veces me olvidaba.
    Se impacientaba cuando me hablaba de temas de los que yo no tenía la más mínima idea, y empezó a darme la sensación de que aun sin quererlo se consideraba superior a mí por el simple hecho de haber aprendido a escribir su nombre.
    Entre la panadería, la escuela y los libros me dejaba cada vez más tiempo solo, y reconozco que en parte se debió a ello el que ocurrieran tantas cosas como ocurrieron más tarde.
    Si Ramiro no se empeña tanto en aprender a leer, tal vez me hubiese comportado de un modo diferente sin llegar a cometer tantas estupideces.
    Supongo que le parecerá una tontería, y en el fondo lo es. Creo que lo que pretendía era demostrarle que eso de leer y escribir no era nada del otro mundo y yo podía ser tan importante como él a poco que quisiera.
    Al fin y al cabo era cosa sabida que habíamos matado a un policía.
    Demasiado sabida para mi gusto, porque una mañana el Elías vino a avisarme de que un mariquita de la casa de María Ladillas le había contado que los de la «Secreta» andaban preguntando por un canijo de la «gallada» del difunto Darío el Tenazas que por lo visto se había metido a «bolear» con un revólver en la caja.
    —No bajarán aquí a buscarte —dijo—. Pero ándate «ojo pelao» cada vez que asomes las orejas.
    Al Elías le gustaba emplear expresiones venezolanas porque había vivido en Maracaibo hasta que expulsaron a su madre que era de Cúcuta, allá en la frontera.
    Siempre soñaba con volver a Maracaibo.
    Le mataron.
    Si le digo, le miento. Tan sólo sé que lo mataron en un asunto de vicio. Le metía de frente, y ya se sabe que el «basuco» no es buen compañero de viaje.
    A partir del día en que Elías me contó aquello, toda la gente empezó a olerme a policía de paisano que pretendía volarme la cabeza, por lo que me pasaba tantas horas abajo que se me puso cara de cucaracha.
    Ramiro me convenció de que si continuaba en las alcantarillas acabaría enfermando, por lo que decidí cambiar de aires y me largué a trabajar una temporada a una fábrica de ladrillos de las afueras, más allá de «El Dorado».
    Ríase usted de los esclavos. El oficio de «chircalero» es el más duro que haya inventado hijo de puta alguno, si es que acarrear ladrillos sobre un suelo embarrado puede llamarse oficio.
    En los chircales primero se amasan y se cortan los bloques, aunque eso lo hacen los auténticos obreros; los que tienen un jornal fijo, papeles, contrato de trabajo y todas esas cosas. Luego, cuando se juntan muchos: veinte o treinta mil quizás, hay que llevarlos al horno, apilarlos, cargar la leña, esperar que se cuezan, retirar las cenizas, y cuando ya los ladrillos están fríos, sacarlos con cuidado y cargarlos en los camiones.
    Si teníamos suerte ahí es donde entrábamos nosotros, que cobrábamos por bloque o por ladrillo transportado.
    Lo malo es que cada vez que rompíamos uno nos descontaban dos, y cantidad de días, cuando había llovido mucho, el barro te hacía resbalar y al menor descuido te ibas al suelo con todo el material.
    Dos... Yo no solía acarrear más de dos bloques en cada viaje, puesto que apenas podía con ellos y si se me rompían tenía que hacer luego dos viajes gratis.
    Trescientos metros; quinientos tal vez, dependiendo de donde estuvieran las filas de bloques.
    Los días que había carga tenía que levantarme a las cuatro de la mañana, ponerme en la cola y pasar entre los primeros, ya que en cuanto tenían el cupo completo cerraban la puerta.
    También convenía estar pronto para colarme entre los que empujaban desde atrás, sin darle oportunidad al portero de que me pidiera los papeles.
    Sin papeles no podías ni acarrear ladrillos legalmente.
    ¿Y a mí qué me cuenta...? Pregunte a quien lo sepa.
    Si no había carga, no llegaba de los primeros o no me dejaban pasar, no cobraba el jornal.
    Y si había llovido mucho, el suelo estaba resbaladizo y rompía demasiados bloques, que eran los más delicados puesto que el ladrillo ya cocido resultaba más resistente y más fácil de transportar, me quedaba con lo comido por lo servido y me había deslomado casi gratis.
    Terminábamos a las seis de la tarde y si todo había ido bien me daban diez pesos.
    Dormíamos unos cuarenta en un cobertizo adosado a la fábrica. Sin fachada, tan sólo dos paredes y un techo, pero lo habían colocado justo pegado al muro posterior del horno, de tal modo que cuando lo habían encendido se estaba calentito.
    Los demás días prendíamos hogueras con restos de leña.
    Los domingos Ramiro acostumbraba a venir a verme. No estaban las cosas como para ir a bañarnos o jugar al fútbol, ya que me dolía tanto la espalda que malditas las ganas que tenía de dar un solo paso.
    Ramiro traía tres panes y solíamos cambiar dos por latas de atún o de sardinas, para sentarnos a comer en un rincón del cobertizo y que me contara la película que había visto el sábado o me hablara de lo que había leído en los periódicos.
    Fue una época triste.
    Triste y deprimente. Hacía frío, llovía a mares y yo me sentía completamente fuera de mi ambiente. Le confieso que en cierto modo incluso echaba de menos la vida en las cloacas.
    Bogotá era el mundo en que había crecido, había aprendido a desenvolverme y donde de vez en cuando podía ir a un cine o pararme ante una tienda de discos a bailar una cumbia.
    Había coches, anuncios, gente que pasaba y carritos que vendían «arepas» o empanadas, de modo que cuando no estabas entre las cucarachas y las ratas tenías la sensación de que por lo menos vivías.
    Pero allá en la fábrica era como si todos se hubieran vuelto de barro.
    Un fango rojizo cubría el suelo, las paredes, los techos, los camiones e incluso a las personas.
    Te bañabas y el agua salía roja; lavabas la ropa y por más que la restregaras no había forma de desprenderle aquel color maldito, e incluso la comida te sabía a un barro que tenía metido hasta en las mismísimas narices.
    Y la gente a tu alrededor aparecía amargada, porque cuando no había carga no había jornal, y cuando la había llegaban a la noche agotados y convertidos en auténticas piltrafas.
    Por otra parte, la fábrica estaba en mitad de un inmenso descampado, a más de dos kilómetros de las casas más cercanas, y había que echarle muchos cojones a la vida para lanzarse a atravesar aquel fangal bajo la lluvia por el simple placer de beberse una cerveza o comprar cigarrillos.
    Cuando no llovía bajaban las putas, y ya podrá hacerse una idea de qué clase de putas tenían que ser para decidirse a venir hasta allí en busca de unos clientes que apenas tenían un pedazo de pan que echarse a la boca o fuerzas suficientes como para montarse a una fulana.
    ¡Un infierno! La vida del «chircalero» es el peor de los infiernos, pero usted parece empeñado en que siga contándole estas cosas por tristes que resulten.
    ¿De verdad no cree poder encontrar un argumento mejor para su libro? Supongo que debe conocer muchos lugares hermosos y muchas historias divertidas sobre las que escribir, y sigue sin caberme en la cabeza que se moleste en venir a que le cuente calamidades.
    No venderá un solo ejemplar, se lo aseguro. Nadie tiene por qué sentirse atraído por tanta miseria, y si lo está es porque no le funciona la cabeza.
    El chircal es capaz de destrozar a hombres muy fuertes, y con mayor razón aniquila a un muchacho tan endeble como lo era yo en aquellos tiempos, por lo que llegó un momento en que Ramiro se plantó asegurando que no volvería a la ciudad si no volvía conmigo.
    Me costaba un tremendo esfuerzo caminar, tenía una tos que me rasgaba las entrañas y había días en que se me caían tantos bloques que eran más los que destrozaba que los que llegaban enteros a su destino.
    Me escondió en la panadería, detrás de un montón de sacos, y allí pasé una semana descansando, tranquilo y bien comido, aunque el problema estribaba en que cuando el dueño estaba cerca tenía que morderme un dedo para no toser delatando mi presencia.
    No era mala gente y Ramiro parecía muy contento con él, pero estaba convencido de que le despediría si descubría que estaba convirtiendo su local en un hospital para «gamines».
    Hacía mis necesidades en un cubo que Ramiro sacaba por las noches, dormía cuando no trabajaban los obreros, y comía tanto pan que el cerebro se me convirtió en pura miga.
    Engordé un montón de kilos.
    No era difícil; al volver del chircal una simple manzana me hubiera hecho parecer embarazado.
    Fue entonces cuando el Pingüino me propuso asaltar el bus del Monserrate. Lo había estudiado bien, sabía a qué hora solían subir los turistas que cogían luego el funicular al Monasterio, y en qué punto de la carretera podíamos bajar para internarnos en el bosque y llegar a la Carrera Veintiséis antes de que el conductor tuviera tiempo de denunciar el atraco.
    Me pareció un buen plan pero necesitaba por lo menos diez días para estar en condiciones de pegarme semejante carrera monte abajo.
    Ramiro intentó disuadirme alegando que pronto uno de los repartidores ascendería a oficial y tal vez podría conseguir que me dieran el puesto que dejara vacante, pero yo eché mis cálculos y llegué a la conclusión de que, aun en el improbable caso de que me dieran el empleo, como repartidor de pan tardaría año y medio en ganar lo que podría ganar en el asalto.
    Fue un jueves y éramos tres: el Pingüino, el Papafrita y yo.
    Para hacérselo breve le diré que al Pingüino lo dejaron tieso, al Papafrita le pegaron un tiro en una pierna y nunca más volví a verle, una vieja «gringa» quedó tendida en mitad de la carretera chillando en extranjero y yo perdí la pistola con que liquidé al de la «Secreta».
    Y no perdí la vista de milagro.
    Como botín, ciento cuarenta pesos.
    Ha oído bien: ciento cuarenta pesos y tres estampitas de la Virgen, porque el único que largó de inmediato la cartera fue un cura muy gordo.
    ¡Qué inconsciencia, señor! ¡Qué gente tan inconsciente...! Estás en un autobús, en plenas vacaciones, tres muertos de hambre armados te ruegan que les entregues la poca plata que llevas y el reloj, y en lugar de obedecer para regresar tranquilamente al hotel a buscar más dinero, te lías a tiros y organizas una auténtica masacre.
    Yo ese día ni siquiera apreté el gatillo; en cuanto cayó el Pingüino me tiré en marcha y me estampé contra un árbol dejándome las nances, pero cogí puerta, bosque abajo y no paré hasta el Planetario.
    Hay pendejos a los que les gusta ir por el mundo armados y jugando a ser héroes.
    ¿Héroe por no perder mil pesos y un reloj? ¡No friegue...! Tendrían que meterlos a todos en la cárcel, y no porque ese día se cargaran al Pingüino y escoñaran el Papafrita, sino porque son los que te obligan a que la próxima vez tengas el gatillo alegre y al menor movimiento sospechoso le vueles la caja de la memoria a un inocente.
    Supongo que esa noche contaría muy orgulloso cómo se cepilló de un solo tiro a un mocoso armado de una navaja, dejó cojo a un segundo y logró que un tercero se estrellara contra un árbol, pero lo que no contó en su cuento es que tres meses más tarde le pegué un balazo a un turista porque se dio excesiva prisa al echar mano a la cartera.
    Cuando vives en la selva se te afilan las garras y a menudo te crecen demasiado los colmillos.
    No crea que trato de disculparme echándole la culpa a otros; tan sólo pretendo que entienda mis razones.
    Todo lo que soy y lo que hice a partir de aquel momento me lo debo a mí mismo, ya que un «gamín» que ha conseguido salvar todos los obstáculos llegando a convertirse en adolescente, está obligado a tener más sentido común y más seguridad en sí mismo que un hombre de treinta años.
    La vida en las calles enseña harto de prisa, pero la vida bajo las calles te obliga a correr más que Fittipaldi.
    Se equivoca si imagina que voy a tener empacho alguno en admitir que me convertí en un auténtico atracador.
    Me habían echado al mundo para serlo, en ello estaba, y pronto llegué a la conclusión de que si quería seguir con vida tenía que aprender a hacerlo bien.
    Chapuzas como la del atraco al bus del Monserrate no conducían más que al depósito de cadáveres, un cartel en el dedo gordo del pie con las letras «NN» y una fosa común.
    Y la competencia era muy fuerte.
    Fuerte aunque desorganizada, porque la mayoría de los asaltantes de la ciudad eran chicos desesperados que solían actuar bajo el síndrome de la abstinencia o los efectos del «basuco».
    Ya le he hablado antes del vicio, ¿no es cierto? Ya le he comentado lo mal compañero de viaje que acostumbra ser, y puedo añadir que es aún peor compañero en el trabajo. Nadie que esté en su sano juicio debe intentar dar un golpe llevando al lado gente que esté enganchada a la droga y visto el personal que conocía, tomé la decisión de actuar en solitario.
    Casi en cada calle o en cada plaza de Bogotá se abre alguna alcantarilla, y yo sabía muy bien que una vez abajo ni todo el Ejército, Armada incluida, podría localizarme.
    Con el tiempo perfeccioné un sistema sencillo, eficaz, de muy escasos riesgos y magníficos resultados. Abría la tapa de una alcantarilla, la rodeaba con una valla que le había robado a unos obreros, y asaltaba luego algún pequeño establecimiento que estuviera a menos de doscientos metros de distancia al doblar la primera esquina.
    Cogía el dinero, echaba a correr, me metía en las cloacas y a los diez minutos estaba ya en otro barrio.
    Como jamás lo repetía en la misma zona y los espaciaba en el tiempo, nunca tuve problemas.
    El problema estribaba en que aunque ya dispusiera de algún dinero y pudiera comprarme ropa y zapatos, seguía siendo un «gamín» sin casa, familia, ni trabajo, y en cuanto a un policía le diese por detenerme me metería en un lío.
    Pero en una película, creo recordar que era de Bogart, aprendí lo que significaba tener una «tapadera» y decidí buscarme una.
    Alquilé una madre.
    Así, como lo oye. En realidad lo que alquilé fue una habitación amueblada con madre incluida, pues más aún que un lugar donde dormir, me interesaba tener una persona que diera la cara por mí en caso necesario.
    No me resultó difícil encontrarla, ya que doña Esperanza Restrepo había sido muchas cosas en su vida, sobre todo puta, pero ya no encontraba quien diese un peso por sus servicios, y malvivía de alquilar un cuartucho y vender «chance» a las puertas de la Universidad.
    «Chance» es un juego ilegal que gusta mucho a los bogotanos. Eligen un número, dan una cantidad, el vendedor lo apunta en una libreta, y si coincide con las últimas cifras de la lotería cobran dependiendo de lo que han apostado.
    Aunque para que la comisión del vendedor llegue a ser consistente tiene que tener muy buenos clientes, y harto sabido es que los estudiantes andan siempre en la «carraplana».
    Por ello doña Esperanza Restrepo no le hizo ascos a la idea de alquilarme el cuartucho por el doble de lo que solía cobrar, y aceptar otros cien pesos por contarle a todo el mundo que yo era uno de los hijos que había dejado al cuidado de su abuela en Medellín.
    ¿A quién carajo le importaba si aquel zorrastrón mugriento había tenido uno o cien hijos en Medellín? Tenía ya por tanto una dirección oficial y una persona adulta que respondiera por mí.
    Me faltaba un trabajo, y no me resultó difícil encontrar el que más me cuadraba. Cuando salía a la calle compraba en el quisco veinte ejemplares de El Tiempo y me largaba a venderlos por ahí por lo mismo que me habían costado. No ganaba un centavo, pero quien me viera creería que era un pobre muchacho que se había levantado a las cinco de la mañana para conseguir un montón de periódicos y patearse las calles intentando venderlos con el fin de llevar algún dinero a casa.
    Además, con la disculpa de ofrecerlos podía entrar sin levantar sospechas en los comercios y hacerme una idea de las facilidades que ofrecían para un posible atraco.
    Dieciséis, supongo, pero a esa edad un «gamín» tiene la obligación de saber más que la mayoría de los viejos o nunca llegará a viejo.




    Ramiro enfermó.
    Más que enfermo, lo que debía estar era agotado, y aun siendo tan flaco como siempre fue, había adelgazado a tal extremo que parecía un empolvado esqueleto que alguien hubiera sacado de un armario y obligado a caminar moviéndolo con hilos como a las marionetas.
    Y estornudaba.
    ¡Vaina lo que llegaba a estornudar! Cuando le daba la racha le llegué a contar hasta veinte seguidos y no es que estuviera resfriado, es que parecía que aquella harina que le impregnaba la ropa y hasta el último poro del cuerpo, le hiciera de pronto reaccionar de esa manera.
    Doña Esperanza le preparó un baño caliente y le compré ropa nueva tirando la vieja con la que se podrían haber fabricado media docena de panes, pero aun así continuó con los estornudos, y le confesaré que aunque me diera pena me daba también mucha risa, pues había veces en que parecía una ametralladora maricona.
    Tuvo que dejar el trabajo en la panadería e incluso dejar de ir a la escuela una larga temporada, pues aunque, la maestra le tenía en gran aprecio, desmadraba al resto de los alumnos que se pasaban la clase pendientes del momento en que el desgraciado Ramiro se disparase.
    Se vino a vivir a casa, ya que aunque el cuarto era pequeño, la cama bastaba para los dos, y entenderá que pese a lo preocupado que me sentía por su lamentable estado físico, me alegraba volver a tener a mi lado a todas horas a la única persona que podía considerar que formaba parte de mi irreal familia.
    Durante un mes le di de comer de todo excepto pan, y cuando ya la cosa fue a mejor e insinuó que era tiempo de regresar a la escuela y al trabajo, le hice comprender que eso significaría tanto como volver a las andadas y recaer al poco tiempo, dado que lo que estaba claro era que una constitución como la suya no soportaba tanto «merequetené».
    Jaleo, lío, agite, movimiento... ¡Yo qué sé! Consulte el diccionario.
    Supongo que a estas alturas, entre lo que le he contado y lo que está a la vista, habrá llegado a la conclusión de que quienes nos criamos en calles y cloacas no somos en absoluto «supermanes», sino más bien gente escuchimizada a la que el simple hecho de seguir respirando nos suele costar el doble que a los que se alimentaban bien y tomaban vitaminas.
    Ramiro era de ésos; una racha de viento lo tumbaba, y, por si fuera poco, ese mismo año agarró una solitaria que casi me arruina.
    ¡Lo que llegaba a comer el muy hijo-e-puta!
    ¿Usted cree que es justo tener que jugarse la vida atracando a la gente para poder alimentar a una asquerosa solitaria? ¡Era increíble!
    Se ponía de pie y le caían pedazos de gusano patas abajo, y por más que le recetaran purgantes y más purgantes, ni a tiros conseguía librarse de ella.
    Andaba jodido.
    Jodido y acomplejado, y pasó una temporada en la que se podría creer que le afectaba más tener aquel bicho en las tripas, que haber convivido dos años con ratas y cucarachas.
    Por fin la echó. ¡Dios, qué alegría! Temí que se muriera sudando frío sentado en el retrete, pero cuando al fin comprendimos que había expulsado seis o siete metros de aquella repelente lombriz blanca y aplastada decidimos celebrar por todo lo alto su cumpleaños.
    Ni puñetera idea de cuándo había nacido, pero como tenía que elegir alguna fecha acordamos que fuera aquel once de marzo.
    Y como además éramos tan amigos y a mí me daba también igual haber nacido un día u otro, llegamos al acuerdo de que ése sería también mi día, con lo cual siempre lo celebraríamos juntos.
    Ya sé que suena a pendejada, pero recuerde que no tendríamos más que dieciséis o diecisiete años mal cumplidos.
    Y tan mal cumplidos. Más nos valía haber cumplido tan sólo dos o tres decentemente.
    Volvimos a la pizzería. La misma pizzería en que comimos por primera vez como personas; elegimos el mismo menú en la misma mesa, y nos planteamos con la seriedad de dos adultos un futuro en el que hasta aquel momento jamás habíamos pensado, probablemente porque jamás imaginamos que llegara a presentarse.
    Teníamos claro que habíamos conseguido el milagro de sobrevivir y eso era ya en sí mismo todo un triunfo tanto mayor cuanto más inesperado.
    ¡Eran tantos los que se habían quedado en el camino! Hipólito, Ricardito el Calvo, Mingo, Darío el Tenazas, el Pingüino, el Papafrita, el venezolano Elías y un sinfín de otros cuyos rostros ni siquiera recordaba ni deseaba recordar.
    Y si la suerte había querido que nos librásemos por el momento de la desagradable visita de «La Vieja Inesperada», no era cuestión de seguir confiando tan sólo en el azar, sino que había llegado el momento de echarle una mano a la fortuna y planificar mejor las cosas.
    Uno de los dos tenía que aprender, y estaba claro que era a Ramiro a quien le gustaban los papeles y las letras, mientras que yo había demostrado saber desenvolverme a la perfección en los ambientes callejeros.
    Acordamos por tanto que él dedicaría todo su tiempo a la escuela, y a echarme de tanto en tanto una mano facilitándome la huida, mientras que yo me ocuparía de las «finanzas», sin correr excesivos riesgos ni ir nunca más allá de lo estrictamente necesario.
    Me costó convencerle, y tan sólo lo conseguí a base de hacer una concesión de la que nunca tuve que arrepentirme: acepté que me enseñara a leer el periódico y a escribir mi nombre.
    Poco después conseguimos papeles.
    Documentos, ya sabe.
    Falsos, naturalmente, ¿qué otra cosa esperaba?, pero lo cierto es que, por primera vez éramos «gente», teníamos nombre, apellido y una dirección en la que recibir correspondencia.
    Nunca recibí una sola carta. ¿Quién coño iba a escribirme? Jesús, Chico, Grande Restrepo y Ramiro Blanco Restrepo.
    Es que por doscientos pesos más, doña Esperanza consintió en que Ramiro apareciese también como hijo suyo.
    ¡Jo, qué madre! Daba vergüenza verla, pero tenga por seguro que ni la mía, ni la de Ramiro, debían tener a aquellas alturas mucho mejor aspecto.
    Fue una época espléndida.
    De lo mejor que yo recuerde.
    Con tres mil pesos al mes nos arreglábamos, y había que tener muy mala suerte o muy mal ojo a la hora de elegir para no conseguirlos de un solo golpe, lo cual hacía que el resto del tiempo lo dedicáramos a nuestras cosas; es decir, Ramiro a estudiar y yo a «vender» periódicos, patearme las calles y verme todas las películas que estrenaban.
    De vez en cuando incluso conseguíamos llevar al cine a un par de chicas para meterles mano en las últimas filas.
    Seis o siete meses, creo. Cuando se es tan feliz no suele contarse el tiempo.
    Me metieron un tiro en una pata.
    Aquí puede ver la cicatriz y por contento me di, porque lo cierto es que aquel tipo pudo meterme la bala en la espalda, pero debía ser una buena persona o calculó que por un puñado de pesos no valía la pena cargarse a un mocoso.
    ¿Quién se iba a imaginar que el encargado de una floristería tan pequeña pudiera cargar con un revólver? ¡Hijo de puta! Por suerte la bala me atravesó de parte a parte, limpiamente, y salvo que largaba sangre como por una cañería, el resto no ofreció otro problema que el hecho de que dolía de cojones y pasé más de un mes cojeando.
    Procuramos que la vieja no se enterara, ya que la creíamos muy capaz de denunciarnos, Ramiro se ocupó de comprar alcohol y vendas, y me tiré una larga temporada sin salir del cuarto alegando que había trincado unas purgaciones de caballo.
    Más tarde supimos que doña Esperanza siempre sospechó la verdad, pero como era una astuta arpía se libró muy bien de decir una palabra, pues de ese modo no se implicaba en el asunto y podía protestar ignorancia en caso de que la Policía viniera a hacer preguntas.
    ¡Qué coño Policía! La Policía bastantes problemas tenía con luchar contra unos «narcos» que les andaban poniendo bombas a todas horas, y no tenían tiempo que perder con un minúsculo atracador de tres al cuarto.
    Pero a nosotros el susto no nos lo quitaba nadie, y cada vez que resonaban pasos en la escalera se nos ponían los huevos en la garganta.
    No era miedo a la cárcel, señor. La cárcel no entró nunca en mis planes. Era miedo a que si me llevaban a Sesquilé lo más probable era que a los cuatro días apareciera en un portal o un descampado con el mismo aspecto con que apareció Darío el Tenazas.
    Las cárceles de Bogotá eran para otra clase de gente.
    Demasiada gente. Ya no sabían dónde meter a tanto delincuente, y le aseguro que en aquellos días un insignificante pistolero como yo, una «lacra social» tan diminuta, no tenía sitio en celda alguna, y su destino era el cementerio.
    Había llegado el momento de plantearse seriamente si valía la pena arriesgarse a que me metieran un balazo en la espalda por mil pesos, o era cuestión de empezar a aspirar a empresas más réntales.
    ¿Pero cuáles? Ramiro hizo algunas preguntas y consiguió averiguar que el Lindo Galindo, un chulo que se había hecho rico explotando miañas y era dueño de cinco de los mejores prostíbulos de la ciudad andaba buscando un guardaespaldas que los tuviera bien puestos.
    El Lindo Galindo medía un metro noventa y aunque ya era un hombre maduro, conservaba gran parte de la prestancia que le había valido el apodo, al igual que una despectiva forma de hablar que me obligó a aborrecerle desde el primer momento.
    Me miró de arriba abajo y comentó ronco y desabrido:
    —Yo lo que necesito es un guardaespaldas, no un guardaculos.
    Soy rápido con el revólver, señor, bastante rápido —en serlo me va la vida—, y antes de que el gigantesco matón que tenía a su lado pudiera hacer siquiera un gesto saqué el arma y se la metí en uno de sus preciosos ojos negros.
    El Lindo Galindo dejó de ser lindo más de un minuto, pero me contrató en el acto.
    Comenzó por pagarme seis mil pesos con derecho a tirarme todas las putas que quisiera en horas de asueto.
    Quedaban excluidas, lógicamente, las de «La Casa Roja».
    Y es que las de «La Casa Roja» eran algo muy especial, sí señor, y aunque han perdido bastante aún siguen siéndolo.
    ¿Nunca ha estado en «La Casa Roja»? Se la recomiendo. Pasar un par de días allí es una experiencia que todo hombre que se precie de serlo debe tener una vez en la vida.
    No es que fueran putas excepcionales; es que eran diosas.
    Aquel cerdo conocía bien su oficio, sabía dónde encontrar a las mejores chicas, y sabía cómo enseñarles personalmente los más sofisticados trucos.
    He visto a ministros, embajadores, banqueros, empresarios, esmeralderos y hasta «narcos» de primera línea, perder la cabeza por una de aquellas muchachas, y le podría señalar a más de cuatro «señoras» de alto copete, casadas con tipos harto importantes, cuyo olor más íntimo aún impregna las sábanas de aquella bendita casa.
    Y es que no sé cómo carajo se las arreglaba, pero el Lindo era capaz de tener de esporádicas pupilas a muchas «niñas bien» de las que uno jamás hubiera imaginado que pudieran dedicarse, ni tan siquiera como inocente pasatiempo, a tal oficio.
    Supongo que en cierto modo, para una determinada clase de mujer de una determinada esfera social, frecuentar una corta temporada las camas de «La Casa Roja» debía tener un innegable morbo, y significaba desde luego una satisfactoria experiencia que no sé si más tarde sus esposos apreciarían en todo su valor.
    De lo que no cabe duda es de que mi jefe fue el maestro de por lo menos dos generaciones de magníficas amantes.
    Me caía fatal pero en el fondo de mi alma «machista» le admiraba.
    ¡Joder, cómo le gusta sonreír como un conejo! Ríase abiertamente o cállese la boca.
    Era un chulo y todas ellas muy putas, pero a mí se me llevaban los demonios al comprobar que hiciera lo que hiciera seguía siendo un segundón que nunca podría aspirar a beneficiarme a alguna de aquellas maravillosas criaturas.
    Diez mil pesos... Tal vez más, y como comprenderá no era cosa de gastarse el sueldo de dos meses en un capricho semejante.
    Por la cara, ni flores.
    ¿Me ha visto bien? Y además en aquel tiempo era aún más flaco y tenía granos.
    Entiendo que un guardaespaldas con acné juvenil suena ridículo, pero ellos sabían que es a esa edad cuando uno está dispuesto a dejarse matar más fácilmente, les había demostrado que era el más rápido, disparaba bien, y jamás me arrugaba.
    Mi país está lleno de chicos que matan y mueren a esa edad.
    De hecho, el mayor porcentaje de «sicarios» decididos a todo son aún más jóvenes.
    No. No podía considerárseme un auténtico «sicario». Aún no mataba por dinero. Cobraba por impedir que jodieran a mi jefe, o por evitar que algún indeseable hiciera daño a las muchachas.
    Había una, Virginia, ¡qué nombrecito, señor, para una puta!, que me traía por la calle del viento.
    Y lo sabía. La muy cabrona lo sabía y le encantaba verme sufrir enseñándome las tetas, lanzándome indirectas, o dejando que los clientes la manosearan hasta ponerme cachondo cuando yo estaba cerca.
    Un día no pude aguantar más, y aun a sabiendas de lo que jugaba, le pedí que me permitiera verla a solas. Cuando se fueron los clientes nos encontramos en su dormitorio y se tumbó en la cama al tiempo que me pedía que le enseñara el revólver.
    Lo hice y cogiéndome la mano se lo colocó bajo la barbilla y añadió:
    —Amartíllalo.
    La muy puta me obligó a levantar el percutor y sólo entonces dejó que se la metiera.
    ¿Ha probado a follarse a alguien con el dedo metido en el gatillo de un revólver amartillado? No. Desde luego que no, y no se lo recomiendo.
    Los huevos se te suben a la garganta y no hay modo de concentrarse.
    Aquella jodida estaba loca. Loca de atar, porque cuando al fin se corrió hasta quedar como bayeta de mostrador, se limitó a sonreírme y señalar que podía volver cuando quisiera siempre que no olvidara el arma.
    Me fui de allí más caliente que mono de feria en domingo.
    Le quité la pólvora a las balas.
    ¡A ver si iba a dejar que volviera a joderme! Le gustaba follar con un revólver en la garganta y el percutor alzado tras comprobar que tenía balas, pero lo que no sabía, y fue una idea que le debo a Ramiro, es que yo había vaciado la munición dejándola inservible.
    Por último me contó que siendo casi una niña la habían violado con ayuda de un revólver.
    ¿Quién entiende a las mujeres? Cuando alguien me asegura que las conoce, me río en su cara, le cuento la historia de Virginia, y le suplico que dé una explicación de por qué se comportaba de aquel modo.
    ¿Entiende usted de mujeres? Más le vale. Me hubiera hecho reír.
    Al fin descubrió el truco y me largó escaleras abajo amenazándome con contárselo al jefe si volvía a molestarla.
    La verdad es que a mí ya no me importaba un carajo y estaba hasta el forro de tener que joder con una mano en alto. Se me cansaba el brazo.
    Me alegra que le divierta. No todo lo que le cuento tiene que ser una tragedia. En «La Casa Roja» y en las otras que frecuentaba más a menudo ocurrían cosas realmente graciosas, porque hay que ver cómo cambia la gente cuando se baja los pantalones.
    Recuerdo que en cierta ocasión una chica de Cali llegó a la final del concurso de «Miss Mundo» o «Miss Universo», no recuerdo muy bien cuál de los dos.
    ¡No sabe cómo son de guapas las caleñas! Algo fuera de serie, se lo aseguro.
    Además, aquella prodigiosa criatura pertenecía a una de las familias de más solera de su ciudad y se había prometido en matrimonio con un millonario mexicano.
    Pues le aseguro que, el Lindo Galindo consiguió que trabajara en «La Casa Roja» dos veces al mes, aunque tan en secreto que únicamente media docena de escogidísimos clientes podían disfrutar de ella pagando sumas astronómicas.
    Yo era el encargado de recogerla en un apartamento de «El Pedregal» y meterla en el garaje de la casa con todo el sigilo del mundo.
    El jefe debió ganar una fortuna.
    Pero un día apareció disfrazada con una peluca rubia y tuve que acompañarla al aeropuerto donde tomó un avión hacia Puerto Rico.
    Al día siguiente la Miss se casaba en Cali con su bello mexicano.
    Descubrí el truco: el jodido Galindo, que por lo visto se conocía a todas las putas del mundo, había encontrado una muy parecida, y durante meses les metió gato por liebre a toda aquella cuerda de pendejos, porque el muy ladino había averiguado que la auténtica Miss venía cada dos semanas a Bogotá a tirarse a un ministro.
    Mientras la caleña se encerraba con el ministro un par de días, él hacía creer a todo el mundo que en realidad estaba en «La Casa Roja».
    ¡Listo el chulo! Muchas veces me he preguntado por qué razón un hombre tan astuto como Galindo, que se acostaba con las mejores mujeres, ganaba una fortuna, vivía como un rey y se codeaba con todo el que era alguien en Bogotá, sintiera de pronto aquel ansia desesperada por meterse en el negocio de las piedras.
    Y ése es un negocio difícil, señor, muy difícil. Difícil y peligroso.
    En mi país suele decirse que los que están en el negocio de las piedras tienen la sangre verde porque el hechizo que ejerce sobre ellos los transforma hasta el punto de que ya no ven la vida más que a través de ellas.
    ¿Ha probado a ver el mundo a través de una esmeralda? Resulta muy hermoso, pero tenga por seguro que absolutamente distorsionado.
    El Lindo Galindo no supo entenderlo y tal vez imaginó que tras haber enredado a tantas mujeres y haberse burlado de tantos cabrones, podía atreverse con unos esmeralderos que, según él, no eran más que una partida de bestias analfabetas que andaban perdidos en sus selvas y montañas destripando la tierra y esperando que alguien como él viniera a enseñarles lo que era la vida.
    Lo que quedó claro es que supieron enseñarle lo que era la muerte.
    ¡Dios, qué gente! He conocido tipos duros a lo largo de estos años; duros entre los duros, capaces de descuartizar a su madre y cenar junto a sus pedazos sin perder el apetito, pero en cuanto dejamos a la espalda Chiquinquirá y pusimos rumbo a Muzo, empecé a sentir un vacío en el estómago que me hizo comprender que aquella endiablada carretera llevaba a los mismísimos infiernos.
    Era la primera vez que salía de Bogotá, y admito que eso me tenía algo nervioso, pero créame si le digo que más que miedo era una especie de presentimiento harto asqueroso el que se me había clavado entre las tripas o quizá más abajo.
    Éramos tres «protegiendo» al jefe y las cinco mejores chicas de la casa, incluida Virginia, pero aunque los otros habían demostrado a menudo tenerlos muy en su sitio, en cuanto empezamos a toparnos con la gente del «Rey Verde» comprendí que no éramos más que palomas de ciudad en el país de los cóndores.
    Yo alardeaba de haber matado a un policía, pero aunque hubiese acabado con todo un batallón, seguiría siendo un aprendiz frente a aquellos salvajes.
    Controles y más controles con gente cada vez de peor calaña; todo un ejército de asesinos que protegían una inmensa fortaleza a la que no nos permitieron aproximarnos ni a tres kilómetros.
    Las chicas estaban aterrorizadas y alguna incluso empezó a sollozar rogando que diéramos media vuelta.
    Demasiado tarde.
    Al llegar a un último control nos quitaron las armas, y a los otros dos guardaespaldas y a mí nos «rogaron» amablemente que regresáramos a Bogotá en uno de los coches y procuráramos mantener la boca cerrada.
    La última vez que vi al Lindo Galindo estaba más verde que las esmeraldas que había ido a buscar, y las chicas apenas se mantenían en pie.
    Se los llevaron en una furgoneta y ahí mismo nos volvimos a la ciudad.
    Le garantizo, señor, que eso fue todo.
    Jamás volvió a saberse ni de Galindo ni de las chicas, por lo que me quedé sin empleo de la noche a la mañana.
    Pese a lo que le hayan podido contar, le juro que nada tuve que ver con la tan mentada desaparición de don César Galindo y sus muchachas, y esa ridícula historia de que las violamos y asesinamos es pura invención. Regresamos más corridos que soldado con permiso y tampoco supe nunca qué fue de aquellos dos matones.
    Debieron entender que estando por medio gente de «sangre verde» lo mejor era olvidar el asunto y que te olvidaran.
    Aún hoy, con todo lo que he visto y lo que sé, procuro mantenerme a distancia de los esmeralderos, pues aprendí que el suyo es otro mundo y les pertenece. Con su pan se lo coman.
    Comprenderá que no me siento en absoluto orgulloso de mi comportamiento de aquellos días. Nada orgulloso.
    Me pagaban por defender a un hombre de sus posibles enemigos, pero cuando ese hombre se empeña en meterse en el mismísimo nido de los cóndores y cuatro asesinos te apuntan con metralletas, comprendes que seis mil pesos son una cantidad ridícula si te la quieren pagar en puro plomo.
    ¿Qué fue lo que ocurrió? ¡Cualquiera sabe! Galindo debió pensar que aquellos bestias no habían visto nunca una mujer de verdad y sus cinco putitas le abrirían todas las puertas, pero no tuvo en cuenta que cuando alguien maneja un negocio de millones de dólares dispone de las mejores mujeres del mundo aun en plena selva.
    Imagino que al «Rey Verde» debió ofenderle el hecho de que un pendejo de ciudad, por muy «Rey de Putas» que creyese ser, tratase de engañarle en su propia casa, se lo echó a los caimanes, y dejó que sus hombres se divirtieran con las chicas hasta arruinarlas.
    Eso debió ser lo que pasó, aunque no podría jurarlo. El resto son patrañas.
    Fuera lo que fuera, me crea o no, lo cierto es que perdí un empleo de cojones y me encontré en la calle.
    Resultó muy triste volver a los atracos y a llenarme de mierda en las cloacas, sobre todo teniendo en cuenta que mi sistema «había hecho escuela», y ya eran muchos los que trabajaban de ese modo.
    Los policías «pelaban el ojo» en cuanto veían una tapa de alcantarilla abierta y tomaron la puta costumbre de apostarse a la espera para acribillarte en cuanto aparecías corriendo para intentar colarte dentro.
    Pasamos un par de meses apurados.
    Me quedaba algún dinero, pero doña Esperanza insistía en cobrar y Ramiro asistía a una academia privada que costaba una pasta.
    Valía la pena, porque aprendía harto de prisa y tenía el cuartito lleno de libros que nunca conseguí entender para qué coño servían.
    Yo ya sabía leer un poco, pero las cosas que Ramiro estudiaba eran como de genios y por más que intentara explicármelas no conseguía entenderlas. Al paso que iba, muy pronto sería capaz de llevar la contabilidad de una empresa, y cuando se ponía a hacer números me dejaba con la boca abierta.
    Aunque por muchos números que hiciera las cuentas no salían, y estaba claro que si no daba un buen golpe o encontraba a alguien a quien «proteger», en un mes nos veríamos los dos «comiéndonos un cable».
    Por desgracia, mi prestigio como posible guardaespaldas se había ido a hacer puñetas. Que te paguen por cuidar a alguien, y desaparezca con cinco chicas más constituye una carta de presentación poco recomendable, sobre todo cuando corre la voz de que la Policía te anda buscando para hacerte unas cuantas preguntas.
    Mi fama en aquellos momentos era más bien la de frío asesino capaz de liquidar a su propio jefe y a cinco putas de un solo carajazo.
    Fue entonces cuando me hablaron de don Matías José Bermejo.
    Por lo visto don Matías José Bermejo andaba fregando a mucha gente desde un puesto clave en el Departamento de Planificación, especulando con terrenos, permisos de construcción y chanchullos que nunca entendí, pero que por lo que tengo oído mueven dinero en bruto.
    Alguien quería levantar una torre muy alta, allá por la plazuela Sanmartín, pero cuando ya lo tenía todo listo, don Matías José Bermejo se inventó una triquiñuela legal y le paró la obra.
    Por lo que me contaron, su plan era arruinar al constructor y cuando estuviera ya «pidiendo cacao» comprarle el terreno y cuanto tenía por cuatro pesos para concederle entonces el permiso a alguno de sus compinches.
    Lo hacen con frecuencia. Consulte a un abogado. Así es, y así ocurren las cosas.
    El constructor debió calcular que las corruptelas de don Matías José Bermejo le iban a costar unos veinte millones de pesos, mientras que a mí con cuarenta mil me arreglaba.
    Me lo dieron todo hecho: la hora, el restaurante, la mesa en que solía sentarse, la gente que le acompañaría, el lugar donde se situarían sus matones, e incluso el tipo de chaleco antibalas que utilizaba.
    Yo conocía bien la cocina de aquel restaurante. Había ido mil veces a pedir las sobras, y aún tenía un amigo pinche que había ascendido a camarero.
    Se «transó» por dos mil pesos.
    Me proporcionó uno de sus viejos uniformes, me franqueó la puerta de atrás en el momento justo, y me puso una bandeja en la mano.
    Recuerdo que don Matías José Bermejo alzó el rostro y abrió la boca con la intención de pedirme algo, pero se quedó como pasmado cuando vio el revólver y escuchó la tenue detonación que le quitaba la vida.
    Fue como si hubieran descorchado una botella, y le garantizo que casi nadie se dio cuenta de lo que había ocurrido hasta que me encontré en la calle.
    No. En absoluto.
    Dudo que haya venido hasta aquí para escuchar cómo justifico mis actos. No es el caso. Ha venido para que le cuente mi historia, y eso es lo que estoy haciendo. Don Matías José Bermejo sabía muy bien que jugaba con fuego cuando se dedicaba a arruinar a la gente, y buena prueba de ello está en el hecho de que no salía a la calle sin un par de gorilas que me sacaban con mucho dos cabezas.
    Un paso en falso y me achicharran. Él decía las cosas por un precio, y yo, que estaba empezando, por otro muchísimo más bajo. Ésa es la única diferencia. Si lo entiende, bien, y si no lo entiende tampoco importa porque existen millones de cosas que jamás conseguiremos entender por más que nos expliquen.
    Mi primer muerto fue por venganza. El segundo por dinero. Si es usted capaz de decidir cuál de las dos razones tiene más peso, le felicito. Yo nunca lo he sabido.




    Fue un trabajo bien hecho.
    Está feo vanagloriarse, pero convendrá en que en su estilo fue impecable, y «dar de baja» a un tipo tan bien protegido como don Matías José Bermejo sin causar un rasguño a testigos inocentes ni permitir que sus matones tuvieran ocasión de levantar el culo de la silla fue una proeza memorable en un país en el que se acostumbra a matar mosquitos a cañonazos.
    En Colombia, si alguien molesta, lo normal es enviarle un «coche bomba» que destroza a veinte transeúntes o a un drogadicto que ametralla ciegamente a todo el que se le pone por delante.
    Y no son modos.
    Porque lo peor del caso estriba en que la supuesta víctima acostumbra a salir ilesa en tales lances, y su lógica reacción es devolver el regalo provocando una nueva y estúpida masacre.
    Puede escribir sin miedo a equivocarse que casi la mitad de los entierros de mi país se deben a la triste circunstancia de que el pobre difunto se encontraba en un buen lugar en un momento inoportuno.
    Es lo que llaman en el argot «Un Muerto Tampax».
    Y es que lo más paradójico de nuestra especial «violencia» es que muy pocas veces afecta directamente a los auténticos violentos.
    Cuando una bala le atravesó la cabeza a Gonzalo Rodríguez Gacha, el Mexicano, aquel que fuera brazo armado del «Cártel de Medellín», tenía ya en su haber más de mil de esos pobres «Muertos Tampax» que nada tenían que ver con sus negocios, y tal vez ni siquiera conocían su existencia.
    Y es que su gente era muy chapucera.
    El Mexicano era capaz de ofrecerle un contrato a un chiquillo ciego de «crack», permitiéndole que entrara en un colegio para cargarse a un tipo aunque tuviera que llevarse por delante a quince párvulos.
    Y no son modos, repito; no son modos.
    En el ambiente en que me tocó desenvolverme, lo normal es que una vida no valga nada, y estoy de acuerdo en ello, pero también opino que si una no vale nada, dos pueden valer muchísimo.
    Ramiro, que se lo leía todo, me comentó que quien entrevistaba durante la cena al cerdo de don Matías José Bermejo, era una famosa periodista a la que asesinaron no hace mucho, pero que durante todos estos años ha llevado a cabo una labor muy importante en favor de la infancia abandonada.
    ¡Imagínese que yo hubiera sido un loco enganchado al vicio y aquella noche me la cargo! Flaco servicio le hubiera hecho a los míos.
    Los niños de Bogotá, naturalmente; los que continúan viviendo en las cloacas. Ésos son lo únicos seres humanos a los que aún, pese a los años transcurridos, continúo considerando en cierto modo como míos.
    Y no es que recuerde a ninguno en especial de aquellos tiempos, no; la inmensa mayoría han muerto o andan desperdigados por esos mundos de Dios. Es que cada uno de ellos, sea quien sea, me obliga a pensar en los dos asustados chiquillos que pasaran tantas noches de hambre, frío y espanto, aguardando a un despiadado ejecutor, y eso me obliga a sentirme cerca de ellos.
    No. Ramiro no aprobó en absoluto lo que había hecho; si le digo otra cosa le miento. Por más que me sintiera en cierto modo satisfecho por cómo había llevado a cabo el encargo, él se mostraba frontalmente opuesto a la idea de que pudiera llegar a convertirme en un auténtico «sicario»; un vulgar asesino a sueldo de los que infestan, por desgracia, las calles de Bogotá.
    —No hemos pasado tantas calamidades para acabar en eso —me decía—. No nosotros.
    Nunca entendí por qué razón Ramiro abrigaba aquel firme convencimiento de que «nosotros» teníamos que ser de algún modo diferentes al resto de los «gamines» que habían conseguido sobrevivir, ni qué carrizo esperaba que nos ofreciera en el futuro una vida que tan poquísimas cosas nos había ofrecido en el pasado.
    Fueron sin duda los libros. Eso de tanto leer le llenó de mierda la cabeza impulsándole a imaginar que lo que esos libros contaban tenía algo que ver con lo que en realidad nos ocurría, y no era cierto.
    Tal vez alguno de los protagonistas de sus libros consiguiera salir de las cloacas para alcanzar el triunfo a base de estudio, esfuerzo y constancia, pero lo que yo tenía muy claro era el hecho de que si no cometía más atracos o aceptaba un nuevo contrato, a Ramiro se le acababa el chollo y no seguiría estudiando.
    Las cosas se ponían cada vez más difíciles, la crisis aumentaba de día en día, y ni siquiera Ramiro podría haberse aprendido todos aquellos libros si hubiese tenido que trabajar doce horas descargando sacos de harina o tragando barro en la fábrica.
    La tos le habría matado.
    Para abandonar las alcantarillas o el chircal no existía otro camino que el camino de la violencia, puesto que se mire por dondequiera que se mire, en Colombia la violencia circula por todos esos caminos.
    Los políticos alcanzan el poder gracias a la violencia; los empresarios la emplean o la sufren; los abogados viven a su costa; los jueces y los periodistas mueren por ella; los policías y los militares la han convertido en su oficio, y los narcotraficantes la adoran.
    Pocas cosas existen en mi país que no estén directa o indirectamente ligadas a la «Violencia Histórica», y a menudo me pregunto si no hubiera sido mucho mejor sumirnos de una vez en una auténtica guerra civil, zanjar nuestros problemas, y empezar de nuevo partiendo desde cero.
    Esta otra fórmula, este continuo goteo de sangre a menudo inocente, no conduce más que a avivar la hoguera de los rencores hasta que llegue un día en que ese fuego nos achicharre a todos.
    Al igual que el indio que nace en la selva aprende a sobrevivir de lo que esa selva le ofrece, o el «cholo» de la montaña se adapta al frío, los que nos criamos en Bogotá crecimos en el convencimiento de que matar y morir, robar o ser robado, herir y que te hieran es la base de la existencia, e intentar escapar de ese círculo vicioso e infernal una absurda quimera.
    Hubiera sido como intentar vivir en China sin entender el chino.
    Comprendo que le resulte difícil asimilarlo, pero si desde que tiene uso de razón no hubiese oído hablar más que de robos, atracos, asesinatos, raptos y violaciones, esa violencia se hubiera convertido en algo tan natural para usted como el fútbol, el cine o los toros, y al alcanzar la mayoría de edad tal vez la hubiese aceptado como medio de vida, al igual que podría haberse convertido en torero o futbolista.
    No le hable a un «gringo» de banderillear y estoquear a un animal, pero en Sevilla no creo que haya un solo niño que no sueñe con convertirse en «matador» famoso.
    Cuestión de costumbres.
    ¿Diferencias entre un hombre y un toro...? Por lo que a mí se refiere, sale ganando el toro.
    No es cinismo, no. Para ser cínico hay que ser más listo y más leído de lo que yo lo soy. Es que es así.
    Ramiro lo entendió, aunque muy a su pesar, y no hubo después un sólo día que no se lamentara, pero cuando llegó al fin el momento de plantearnos el futuro sin ningún tipo de engaños ni tapujos, llegamos a la conclusión de que de alguna forma debíamos oficializar nuestra curiosa situación.
    Éramos como hermanos, o más aún que hermanos, ya se lo he dicho, y aunque de muy distintos gustos y ambiciones, ambos teníamos consciencia de que para salir del hoyo en el que el destino y nuestros padres nos habían metido, hacía falta no sólo mucha suerte, sino también esfuerzo y una buena planificación y disciplina.
    Había miles o millones de personas a nuestro alrededor que pugnaban de igual modo por escapar del hambre y la miseria, y la única forma que encontramos de sacarles ventaja fue unir lo mejor de nuestras fuerzas.
    Él sería la cabeza y yo el brazo armado, y por lo tanto, a partir de la muerte de don Matías José Bermejo, no volví a aceptar personalmente encargo alguno, y quien pretendía contratarme debía tratar con Ramiro, que era quien daba la cara y aceptaba «oficialmente» el riesgo del trabajo.
    Más tarde planeábamos juntos la estrategia, y a la hora de la verdad era yo quien actuaba mientras que a esa misma hora él se encontraba siempre en la academia, con lo cual disfrutaba de una irrefutable coartada.
    Y nunca fuimos ambiciosos.
    Era un dinero fácil, eso es muy cierto, pero la misma facilidad con que se ganaba nos obligaba a ser muy cautos a la hora de gastarlo, por lo que en apariencia seguíamos siendo un par de muchachos que luchaban duramente por la «arepa» diaria, sin que jamás hiciéramos alarde de súbita riqueza.
    No haber caído en el vicio fue sin duda una suerte, pues ese vicio, al igual que el juego o las mujeres, es lo que acaba perdiendo a los de nuestro oficio, que gastan siempre más de lo que ganan volviéndose imprudentes.
    Ramiro demostró harto de prisa una gran intuición a la hora de aceptar los encargos, y siendo como era mitad hombre y mitad libro, se empeñó en rechazar de plano todos aquellos de los que en un futuro pudiéramos tener que arrepentimos.
    Si se corría el riesgo de llevarse por delante a un «Muerto Tarnpax» se negaba, y de igual modo estudiaba muy a fondo la personalidad del elegido y las razones por las que tenía que ser dado de baja.
    —No estamos en esto para matar delfines —decía—, sino para quitar de en medio a unos pocos tiburones, lo cual no tiene por qué molestar a nadie.
    Por suerte, por las calles de Bogotá pululaban tal cantidad de «tiburones» en aquel tiempo, que no resultaba en exceso difícil elegir uno sin temor a llevarse por delante a los delfines, y al ser casi siempre esos «tiburones» gente mucho más avisada y dura de roer, la tarifa era también más alta.
    Narcotraficantes y esmeralderos andaban a la greña entre sí o con políticos, policías y militares, y por lo tanto bastaba con sentarse a esperar una señal de aviso.
    Dueños de tabernas casi siempre, les llegaba la noticia de que andaban buscando una pistola y cuando Ramiro pasaba por allí le daban el «cante» a cambio de un pequeño porcentaje.
    En Medellín se suele hacer en plena calle y sin recato alguno, pero es que el caso de Medellín ya clama al cielo. Los muchachos se paran en cualquier esquina de Itagüí o Antioquia y al rato llega el cliente que les propone con todo descaro el «trabajito». Y sus precios llegan a ser de risa: desde cien dólares por un pendejo sin protección, a veinte mil por un ministro pasando por los ciento cincuenta que pagan los «narcos» por cualquier uniformado que se les ponga a tiro.
    No es serio, señor. Admita que no es serio.
    El resultado está a la vista: cinco asesinatos diarios en una ciudad de apenas dos millones de habitantes, sin contar los trescientos muchachos de menos de veinte años que los paramilitares se cepillan cada año con la disculpa de que pueden ser auténticos «sicarios».
    En Medellín te basta con ser joven y ser pobre para que te liquiden en las aulas del colegio, al salir de una discoteca y aun en tu casa.
    Y no importa que seas chico o chica.
    Este año, de cada diez muertos, siete tenían menos de veinte años... ¿Qué le parece? Es que esos antioqueños son muy brutos.
    Conozco una señora a la que le sacaron a los dos hijos de la cama a media noche, el mayor de dieciséis y el pequeño de apenas trece, y le indicaron que fuera a tomar asiento a la orilla del río, aguas abajo, que por allí pasarían con el alba.
    Yo a eso nunca he jugado, señor, se lo aseguro. Una cosa es convivir con un cierto tipo de violencia, y otra muy diferente enfangarse en un terror tan desmadrado.
    Los míos se podría decir que eran en cierto modo cadáveres «selectos», y sonría una vez más. Durante casi año y medio Ramiro y yo trabajamos lo justo y sin errores, y no tengo empacho en afirmar que ojalá todas las muertes, digamos «necesarias», que por desgracia tienen que ocurrir en mi país se llevaran a término de una forma tan limpia y eficiente.
    Poco a poco, esa «violencia ciega» que tanto daño nos hace iría desapareciendo.
    Es como operar un tumor en un dedo; si empleas un hacha amputas el brazo; si empleas un buen bisturí apenas causas daño.
    ¿Qué importa la cifra? Cuando das de baja a alguien que no merecía haber nacido, no estás cometiendo un crimen; estás enmendando un error de la Naturaleza.
    Y la mayoría de ellos ni siquiera estaban inscritos en el Registro. Oficialmente no existía.
    ¿Sabe la cantidad de problemas que acarrean esos muertos anónimos? En Bogotá existe en estos momentos un juez que tiene tres mil casos de asesinatos pendientes de resolver y admite en público que más de la mitad de los expedientes tendrá que archivarlos porque ni siquiera tiene una idea aproximada de quién era el difunto.
    Yo me llamo Jesús Chico Grande, ya se lo dije, pero mi nombre es falso, y falsa mi cédula, mi pasaporte, mi carnet de conducir e incluso mi certificado de matrimonio puesto que nunca llegué a casarme.
    ¡Y no puede ser de otra manera! Me ponga como me ponga, si mi madre no me inscribió, y si me inscribió no sé dónde coño pudo hacerlo, ante la ley no existo, sobre todo por el hecho de que yo me he preocupado de existir lo menos posible.
    Y como yo, millones de colombianos a algunos de los cuales una bala atraviesa un buen día la cabeza sin que nadie eche de menos.
    ¿Cómo puede hablarme en ese caso de cifras? Con nombre y apellido, inscritos en el Registro y con deudos y familiares, tal vez fueran tres, sin contar a don Matías José Bermejo. Del resto ni se sabe.
    No quiero que me malinterprete; no es desprecio: es que usted está en otra onda y dudo que capte ciertos matices que para los míos resultan evidentes.
    Naturalmente que entiendo que incluso un beduino o un esquimal tienen una identidad concreta pese a que ni en el desierto ni en el polo exista un Registro, pero es que ese esquimal y ese beduino suelen tener padres y formar parte de una tribú o un determinado grupo social, cosa que en nuestro caso no acontece.
    La mayoría de la gente que he conocido no tenía familia o al menos jamás me habló de ella.
    Los «marginales» acostumbramos serlo incluso en eso, y no es porque nos guste vivir solos, no somos osos, es porque la falta de costumbre nos impide adaptarnos a la vida familiar aunque aspiremos a tenerla.
    Y cuando se consigue formarla hay que procurar mantenerla siempre al margen, ignorada y oculta, puesto que una mujer o unos hijos suelen ser un blanco demasiado fácil, y una cómoda forma de neutralizarte.
    Un detalle de esta terrible «violencia colombiana» sobre la que tanto le machaco, y que la diferencia de cualquier otra violencia conocida, se centra en el hecho abominable de que aquí no se respeta ni a las mujeres ni a los niños, y que si el enemigo pretende causarte daño, te lo causa allí donde más pueda dolerte.
    Tendremos ocasión de hablar de ello más adelante aunque no sé si me siento preparado para hacerlo.
    Ahora hacíamos referencia a mis muertos «selectos», pese a que la mayoría de ellos fuesen tremendos «coños-e-madre» que no tuvieron otro mérito que morir con mucho más estilo de lo que jamás habían vivido.
    Y no cabe duda de que eso me lo agradecían los clientes.
    Al llevar a cabo eficazmente un trabajo no sólo cumplía lo pactado, sino que al propio tiempo evitaba a quien me había contratado la preocupación de temer represalias, y admitirá que ése es un detalle muy de agradecer en una sociedad en la que las aguas bajan siempre revueltas.
    En menos de dos años llegamos a acumular prestigio y experiencia.
    Pero nunca puedes fiarte.
    Está claro que en este oficio, por más que afines, siempre hay que tener en cuenta imponderables y cuando recibes un encargo en apariencia sencillo, puede esconder tanto veneno como una serpiente mapanare.
    Ramiro aceptó el trabajo y se ocupó de los detalles, para lo cual acudió tres veces a una sala de billar de la zona de «El Ejido» que solían frecuentar muchos panameños que andaban metidos en el negocio del vicio como «mulas» que poseían sus propias «rutas» de sacar «coca» del país, y actuaban a comisión de los pequeños traficantes.
    Por lo que nos contaron, la sala de billar hacía las veces de «lonja» donde se establecían los contactos, y donde incluso por una «prima» de tres mil dólares el kilo se podía asegurar la «mercancía» en caso de que el viaje no se «coronase» a plena satisfacción del contratante. Por lo que sé, ese sistema de seguros tan sólo duró tres años.
    El fulano «marcado» se llamaba Guerrero, lo recuerdo muy bien: Alberto Guerrero, y por lo que Ramiro me explicó se había quedado con la «mercancía» de un socio que estaba ahora en la cárcel y andaba buscando la forma de hacerla llegar a Miami.
    Era ese socio el que hacía el encargo, y aunque no podía cubrir la tarifa, había que tener en cuenta que estando encerrado no disponía de suficiente liquidez, por lo que se le podía dejar una parte al fiado.
    No. No es costumbre.
    Una muerte no es como un televisor, que puede pagarse a plazos, pero en este caso el cliente era serio y había que tener en cuenta las circunstancias. Que un socio te robe y además te mande a la cárcel no es de recibo.
    —Cuando Alberto Guerrero se inclina sobre la mesa, es como si hubiera cuatro bolas —me explicó Ramiro—. Y la más grande es su cabeza.
    Lo vi nada más entrar, jugando en el rincón de la izquierda, y era tan alto que cuando se erguía su rostro quedaba por encima de la lámpara, por lo que permanecía casi siempre en penumbras y resultaba muy difícil distinguirle las facciones.
    Jugaba pero que muy bien, con carambolas de auténtica fantasía que consiguieron que durante unos minutos me olvidara de la razón de mi presencia allí, fascinado, al igual que una docena larga de mirones, por la increíble facilidad con que manejaba el taco y la delicadeza con que tocaba la bola para darle el efecto exacto y colocarla allí donde quería.
    Jugaba contra el dueño del local; una especie de ballena sudorosa que había llegado a subcampeón panamericano, y aunque el gordo tenía sin duda más oficio y le iba ganando, el juego del calvo llamaba la atención por su exquisita belleza.
    Naturalmente.
    Enséñeme un chico de la calle que no se haya pasado media vida metido en un billar y me enseñará un marciano.
    El panameño tenía madera de maestro y yo sabía apreciarlo.
    Y eso constituyó un gran fallo.
    Cuando tienes que dar de baja a alguien no debes involucrarte nunca en nada que le ataña, o experimentar por él ningún tipo de sentimiento, ni aun el tan intrascendente de desear que gane una simple partida de billar contra un gordo grasiento.
    ¡Qué error, señor! ¡Qué error tan imperdonable! Era muy cierto aquello de que cuando Alberto Guerrero se inclinaba sobre la mesa su monda cabeza semejaba una bola, con un cráneo tan redondo como no he visto ningún otro, pero aunque era ese blanco perfecto el que reclamaba mi atención en el momento en que saqué mi arma creyendo que no podía fallar a menos de tres metros de distancia, la carambola que consiguió me distrajo una décima de segundo; apenas el tiempo que dura un pestañeo, pero lo suficiente como para que el gordo percibiese el brillo del cañón al penetrar bajo el haz de luz, y con una rapidez de reflejos, inconcebible en un tipo de su aspecto, me arreó tal golpe con el taco de billar que me partió en dos la muñeca.
    Como lo oye. Y en lugar de la cabeza del panameño, fue la bola roja la que saltó en pedazos metiéndole una esquirla en la quijada.
    La pistola había ido a parar a casa del carajo, pero en el acto cinco tipos sacaron las suyas, y estaba claro que no lo hacían con la amable intención de prestármela para que rematara mi tarea, sino más bien la de freírme a tiros, por lo que tuve que rodar bajo las mesas, correr como un conejo y lanzarme al fin a través del ventanal para caer sobre un coche aparcado y ocultarme en un cubo de basura.
    Sangraba como un cerdo por más de una veintena de lugares, tenía cristales hasta en el culo, y al caer me había roto dos costillas aparte de la fractura de la muñeca.
    Y por si no se le antoja suficiente, una docena de jodidos panameños me andaban buscando.
    He pasado noches peores, no se lo niego, pero de aquélla guardo un pésimo recuerdo debido al hecho de que me sentía tan indefenso como un niño en la cuna ya que la mano izquierda me sirve para bien poco y la derecha me colgaba como un trapajo inútil.
    Resulta curioso advertir con cuánta facilidad puede uno llegar a resignarse ante la idea de la propia muerte, pues le aseguro que a las dos horas de estar allí, y tras comprobar que matones armados continuaban dando vueltas por los alrededores preguntando aquí y allá si habían visto a un canijo ensangrentado, llegué a la conclusión de que cuando el camión de la basura pasara nuevamente, lo más probable sería que se llevara muy lejos mis despojos.
    Pero con la primera claridad del día me llegaron, muy claras, las primeras notas de una «cumbia» y quien la silbaba no podía ser otro que Ramiro, ya que por lo general le tenía loco tatareándola una y otra vez, lo que hacía que no pudiera concentrarse en los estudios.
    El pobre llevaba horas buscándome, pues al llegar a la academia y ver que no estaba comprendió que algo grave ocurría, se fue al billar, y allí se enteró del resto de la historia.
    Me sacó de «El Ejido» dentro de un saco y en una carretilla.
    ¡Jodido Ramiro! Tenía recursos para todo.
    A estas alturas quizá ya se ha dado cuenta de que la mayoría de las argucias que en ocasiones me atribuyo fueron en realidad idea de Ramiro, que era el más listo y el único capaz de resolver una situación tan difícil como aquélla por el sencillo método de buscar una carretilla y alejarme de allí como si fuera un fardo.
    Pero a partir de ahí las cosas se pusieron muy difíciles, pues al tal Alberto Guerrero le molestó cantidad el hecho de que no le permitiera acabar la partida, dedujo que debía ser su ex socio quien pagaba, y por doscientos gramos de «coca» encontró quien le hiciera salir de la cárcel pero bastante frío y en una caja de madera.
    Habíamos perdido pieza y cliente de un sólo carajazo, y le aseguro que eran unas pérdidas demasiado importantes para nuestra maltrecha economía.
    La Amapola se encargó de curarme, y es cosa sabida que ese sucio maricón entiende mucho de abortos pero jamás ha conseguido dejar un hueso en su sitio. ¿Cómo lo ve? Más que una muñeca parece una alcayata y aún doy gracias a Dios de que no me dejara manco para los restos o me rompiera el culo.
    Un mes tumbado en una cama, sin más ocupación que espantar moscas y escuchar la radio es mucho tiempo y te ofrece un sinfín de cosas importantes sobre las que reflexionar.
    Admitirá que mi pasado era algo asqueroso que prefería olvidar lo más pronto posible, y el presente también, era de puta pena, por lo que no me quedaba más opción que pensar en un futuro, que en apariencia tampoco ofrecía rosadas perspectivas.
    Me pregunté qué porvenir se me ofrecía como asesino a sueldo, y mis propias respuestas se me antojaron en verdad decepcionantes.
    Puede que allá en Europa, o incluso en Norteamérica tengan una idea diferente sobre lo que puede llegar a ser un pistolero profesional de los que salen en las películas, y que por lo visto cobran una fortuna por cargarse a la gente, pero le garantizo que en mi país resulta más rentable ser taxista, cobrador de la luz o incluso limpiabotas, pues cuando cometes un error como el que cometí en el salón de billar, te conviertes de nuevo en un simple y asqueroso «sicario».
    Y un «sicario» colombiano es la escoria entre las escorias; una especie de animal irracional que tan sólo sabe matar como una bestia.
    Y matar de ese modo sabe cualquiera.
    Llevar a cabo un trabajo limpio y perfecto no resultaba sencillo, y siempre podían presentarse situaciones como la que me acababa de dejar prácticamente fuera de combate, desmoronando de la noche a la mañana la difícil labor de todo un año.
    Había que empezar de cero, y aun de menos de cero, y no me sentía con fuerzas. Tantos muertos, ¡no me pregunte cuántos!, para continuar encerrados en aquel mísero cuarto, comer la misma mierda y no haber avanzado un solo paso en la dirección correcta.
    Doña Esperanza Restrepo era la única en cierto modo beneficiada por mis muertos, y no podía evitar preguntarme si valía la pena haberlos enviado al otro mundo para que un viejo putón desorejado pudiese echarse al coleto una botella de ron cada mañana.
    Nos tenía trincados por los huevos, pues sabía tantas cosas sobre nosotros que con abrir la boca estaríamos fritos, y yo empezaba a preguntarme si no era ya del todo punto idiota continuar fingiéndonos sus hijos.
    Siempre se ha dicho que resulta conveniente que un conductor novato se dé pronto un buen golpe para que aprenda a ser prudente en el futuro, y le aseguro, señor, que el incidente del billar fue el golpe que me sirvió para entender que no debía continuar recorriendo un camino tan poco productivo y arriesgado.
    Si de allí en adelante me veía en la obligación de matar, mataría, pero lo que tenía muy claro por muy estúpido que pudiera ser, era el hecho evidente de que en mi país matar tan sólo por dinero no era un negocio mínimamente rentable.
    Tal vez fuera miedo lo que sentía, ¿por qué voy a negarlo?, pero aunque lo fuera influyeron otras muchas razones que no vienen al caso.
    No. Jamás me remordió la conciencia, se lo aseguro. Ni por aquellos muertos ni por ningún otro. Supongo que la conciencia molesta cuando creemos haber obrado en desacuerdo con los principios que nos inculcaron en nuestra infancia, y a estas alturas ya debe saber que a mí no me inculcaron nada.
    No fue cuestión de arrepentimiento, que bien muertos están y pocos fueron para tanto hijo de puta corno anda suelto, sino tan sólo una profunda reflexión sobre los pros y los contras de un oficio de futuro muy negro.
    Tenga por seguro que si me hubieran pagado un millón de pesos por cadáver, a estas alturas tendría mi propio cementerio, pero cuando se ponían en una columna los riesgos y en otra los beneficios, no cuadraban las cuentas.




    Asesinar a una persona puede ser un error. Asesinar a muchas personas, un crimen continuado, e incluso, una canallada, pero asesinar a muchas personas sin obtener beneficio alguno es un error, un crimen y, sobre todo, una auténtica pendejada.
    ¿Supongo que al menos me dará la razón en eso? Cuando Doña Esperanza estaba a punto de beberse hasta nuestro último peso y empezábamos a plantearnos seriamente la posibilidad de volver a los atracos callejeros, a Ramiro le llegó la noticia de que andaban reclutando gente para el Oriente; era un trabajo bien pagado y adelantaban cinco mil pesos como cuota de enganche por los primeros meses.
    No me hacía puta gracia poner el pie en la selva, se lo aseguro. La única selva que había visto eran los pedazos de monte bravo que había vislumbrado en mi desgraciado viaje con el infortunado Galindo y sus putas, y la idea de convivir con mosquitos, arañas y serpientes me horrorizaba, pues los únicos bichos a los que he conseguido acostumbrarme en esta vida han sido ratas y cucarachas.
    Aun así, llegué al convencimiento de que una temporada lejos de Bogotá, los bogotanos, los panameños y todos cuantos creían tener alguna cuenta pendiente conmigo, podría resultar una excelente idea, por lo que acepté que Ramiro me acompañase al aeropuerto una lluviosa mañana de setiembre.
    Eso de volar no es para gente... ¡Oiga! ¿A quién se le ocurre? Nos metieron en un avioncito apenas más grande que esta habitación, con una sola hélice que daba vueltas allí delante como si cada vez fuera a ser la última, más agitados que puta en noche de sábado, y con tal estruendo que tardé luego tres días en poder escuchar los gritos de los loros.
    En el último momento Ramiro se arrepintió y pretendió impedir que me fuera. Yo de macho decidí subirme a aquel trasto, y le juro que diez minutos después era yo el arrepentido y hubiera dado un año de vida por volver a poner los pies en tierra.
    ¡Esa gente está loca! Loca de atar, se lo aseguro.
    Aquel pedo con alas correteó bajo la lluvia, tosió tres veces, dio un salto, se balanceó como una hoja y se metió de cabeza entre las nubes, aun a sabiendas que justo enfrente se encontraban las montañas.
    ¡Qué miedo, Señor, qué miedo! Éramos cinco y el hijo de la gran puta del piloto, un negrito que canturreaba como si se encontrara en el retrete, y que sin duda así se lo parecía porque lo cierto es que el resto nos andábamos cagando.
    Si aquél fue mi bautizo de aire; me bautizaron echándome encima el Niágara, porque aquella cosa se movía, saltaba, caía, subía, bajaba, rugía, tosía, callaba... ¡Dios!, prefiero no recordarlo.
    Al cabo de una hora desaparecieron las nubes, dejamos atrás las montañas y empezamos a volar sobre una selva tan tupida que casi podríamos haber aterrizado sobre las copas de los árboles como sobre un colchón mullido.
    De vez en cuando se distinguía el cauce de un río y muy de tarde en tarde tres o cuatro chozas o una columna de humo, y creo que fue ese día cuando empecé a comprender que el mundo tenía que ser verdaderamente grande.
    Lo que no conseguía entender, ¡y juro que continúo sin hacerlo!, era cómo carajo se las arreglaba aquel negrito de mierda para encontrar el camino, porque lo único que hacía era seguir moviéndose a ritmo de merengue y darle golpecitos con el dedo a un montón de relojes que tenía delante, aunque cada uno marcaba una hora distinta.
    Con todos los respetos, no me parece serio eso de que la vida de seis personas dependa de un cacharro que da vueltas y una serie de relojes absurdos, porque si aquel pendejo se equivoca al comprobarlos seguro que agarramos un atracón de hierba.
    Luego, de pronto, el muy jodido señaló el río que estábamos cruzando y comentó que por allí pasaba la frontera, por lo que a partir de aquel momento estábamos ya en Perú.
    —¿Perú? —repetí desconcertado—. ¿Qué coño hacemos nosotros en Perú?
    —¡Tú sabrás! —replicó sin volverse—. Aquí me han dicho que te traiga, y aquí estoy.
    Que yo recordase, ni Ramiro ni nadie había comentado una sola palabra sobre Perú, pero como no era cosa de ponerse a discutir a gritos con un negro al que todo parecía importarle tres puñetas, me limité a maldecir por enésima vez la hora en que se me ocurrió embarcarme en aquella aventura, y cerrar el pico.
    Diez minutos después empezamos a dar vueltas como idiotas y aunque allá abajo todo seguía igual y no se distinguía más que el verde de los árboles, daba la impresión de que buscábamos dónde posarnos.
    De pronto, y como por arte de magia, donde antes no había más que vegetación se abrió un pequeño claro que se fue alargando como si alguien lo dibujara, y al poco pudimos ver una serie de tipos que corrían apartando montones de ramas, para dejar a la vista una pista de aterrizaje en la que hasta a un helicóptero le costaría posarse.
    Confié en que continuaran alargándola pero no dio más de sí y cuando comprendí que aquel negro loco se disponía a aterrizar, comencé a gritar aunque tan sólo fuera por unirme a los gritos de los otros cuatro desgraciados.
    Desde aquel día, odio a los negros y no es por cuestión de piel, sino porque aquel piloto de mierda consiguió que me orinara en los pantalones mientras el muy desgraciado no dejaba de canturrear y de moverse como si se encontrara en una discoteca.
    Se dejó caer y frenó de tal manera que me estampé la nariz contra el asiento delantero, y comprenderá que después de que me estrellara contra un árbol en el asalto al bus, mi nariz no está para muchos golpes.
    Salí de allí a cuatro patas, meado, sangrando, cagándome en todo lo cagable y dispuesto a despellejar al negro y a todo el que se me pusiera por delante, pero la bofetada de calor que me pegó en el rostro casi me tira de espaldas, y tuve la sensación de que en lugar de encontrarme al aire libre me había metido en el horno del chircal.
    ¡Cómo es la selva! Yo, que nací y me crié a casi tres mil metros de altura, y tan sólo un día de mi vida bajé un poco, me encontré de pronto casi al nivel del mar, con cuarenta grados de temperatura y más mojado que en la ducha.
    ¡Y los bichos! Le juro que había mosquitos más grandes que la avioneta aunque necesitasen menos pista de aterrizaje.
    La primera noche me pusieron la cara como un Cristo, y aunque me dejé barba y el pelo me caía por los hombros, me picaban incluso en los labios y los párpados de tal forma que parecía un imbécil dándome continuas bofetadas.
    Más tarde me atacaron los «sututus», y eso sí que es harto asqueroso porque son como gusanos diminutos que se meten bajo la piel y te van perforando hasta que te dejan la espalda en carne viva.
    Y niguas que anidan bajo las uñas, y amebas que producen una cagalera que te obliga a pasar tanto tiempo en cuclillas que se te acalambran las piernas, pendiente además de que no aparezca de pronto una serpiente y te muerda los cojones.
    Y escarabajos cornudos más largos que mi dedo, arañamonas peludas del tamaño de una mano, y otra a la que llaman mígale, no mayor que una uña, pero que si te pica más vale que te pegues un tiro, porque no hay quien te salve y además agonizas entre espantosos dolores.
    Y jaguares, pumas, caimanes, anacondas... ¡la hostia, señor!, se lo aseguro.
    Y por si todo eso no basta, aún queda el Ejército, la Policía y los indios salvajes.
    ¡Y para colofón, «Sendero Luminoso»! ¡Chiflados! Guerrilleros «maoístas» que andan cepillándose a cuantos se les ponen por delante.
    ¿A quién se le ocurre? Hay que estar loco para seguir siendo «maoísta» a estas alturas y jugarse la vida por lo que dijo un jodido chino de los tiempos de Buda.
    No. No tengo ni idea de cuándo murió el tal Mao ni falta que me hace. Ni tampoco tengo la más puñetera idea de en qué época vivió el tal Buda, pero sí sé que los dos eran chinos, y que quien va por la selva con un puño levantado y un libro rojo en la otra mano, matando a quien no sea comunista prochino, merece que lo entierren con los huevos en la boca.
    Ya le contaré yo cosas de esos tipos, ya... Me las sé todas.
    A mí la política siempre me la ha traído floja, y opino que gobernar un país es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de políticos, pero como de lo que ahora le estaba hablando es de la asquerosa selva, mejor será que volvamos a ella y a sus bichos.
    Un «laboratorio».
    ¿A qué cree que había ido...? ¿A descapullar monos? Aquel lugar infecto era un «laboratorio» clandestino en el que se transformaba hoja de «coca» en auténtica cocaína.
    No. Muy sencillo. Yo no trabajaba en el «laboratorio»; eso queda para los «cocineros», pero aunque mi misión fuera la de impedir que nadie se acercase, en mis ratos libres aprendí cómo es la cosa.
    Cada dos o tres días llegaba una avioneta, daba un par de vueltas y en cuanto le hacíamos una señal con un espejo, dejaba caer grandes fardos de hojas de «coca» que teníamos que recoger rápidamente.
    Luego, los «cocineros» las extendían sobre un plástico y las «salaban» con carbonato de sodio. Al día siguiente lo echaban todo en un bidón de gasolina, lo dejaban doce horas, y le añadían ácido sulfúrico rebajado con agua. Lo pasaban por la prensa y así obtenían el «guarapo».
    El «guarapo» es el primer paso; lo que llaman «pasta», y que suele tener ya entre la mitad y una tercera parte de pureza. Eso se mezcla con permanganato de potasio y amoníaco, se deja secar al sol y se obtiene la «base» que ya es cocaína casi pura.
    Entonces viene lo peligroso; la auténtica «cocinada» en la que es necesario emplear éter, y al menor descuido aquello explota y todo se va a tomar por el culo, pero si el «cocinero» es bueno obtiene «coca-cristal», la mejor del mundo, y se gana mil quinientos dólares por kilo.
    Si es malo, hay que recoger sus pedazos de las copas de los árboles.
    El «laboratorio» no era en realidad más que una gran choza oculta entre la maleza y nada había allí que valiera un peso, excepto la «mercancía», pero, que yo recuerde, hubo días en que esa «mercancía» podía valer muy bien diez millones de dólares a precios de mayorista, y ésas son cifras que por desgracia despiertan la curiosidad de mucho maleante.
    ¿Sabe usted lo que son los «cri-cri»? Según los venezolanos, los «cri-cri» son las ladillas de las ladillas, y allá en la selva tomamos la costumbre de llamar «cri-cri» a los traficantes que pretenden vivir a costa de robar a los traficantes.
    Pagar a los campesinos, plantar la «coca», recolectarla, llevarla a los «laboratorios» y «cocinarla», requiere una inversión y un esfuerzo muy considerable, tan sólo justificado por los inmensos beneficios que produce ese jodido negocio.
    Pero hay quien opina que es aún mucho mejor negocio vagabundear por la selva con los ojos muy abiertos, grandes orejas y una buena nariz para el amoníaco.
    Y de entre los «cri-cri», señor, los peores solían ser los soldados y policías, puesto que ellos lo tenían todo a su favor, gozaban de absoluta impunidad y, a la hora de entrar en un «laboratorio» y destruirlo, procuraban siempre no dejar testigos.
    No les gusta que luego vayan contando por ahí que en realidad incautaron cincuenta o sesenta kilos de «mercancía» en lugar de los treinta que han declarado oficialmente, y que el resto se han preocupado de esconderlo en el monte para revenderlo a buen precio un par de meses más tarde.
    ¿Le sorprende? Aún no hace un mes que un tribunal de Miami ha condenado a treinta años de cárcel al que fuera ministro del Interior de Bolivia, Luis Arce Gómez, por su vinculación con el «narcotráfico».
    Se supone que ese coronelito era el principal encargado de combatirnos y, sin embargo, en los dos años que estuvo en el poder, mangoneó más cocaína de la que yo haya visto en mi vida.
    Con tal ejemplo, ¿qué espera que haga el pobre «guripa», o el sargento que se juega la vida en la jungla, y al que el sueldo apenas le alcanza para mantener a sus cuatro mocosos? ¡Lo normal! La mitad para el Gobierno y la otra mitad «al saco»...
    Hay que tener el «ojo pelao» contra toda esa gente, y le juro que aquél es un trabajo duro y agotador donde los haya.
    Éramos doce, aparte los «cocineros», una mujer decente y tres putas que se ocupaban de la comida y el «relajo», y aunque nadábamos en «coca», nadie podía probarla porque estaba muy claro que si en plena selva le metías al vicio, a las dos semanas eras una piltrafa que a la hora de la «escucha» los ponías a todos en peligro.
    «La escucha» era la base del trabajo y consistía en formar un círculo de un par de kilómetros de diámetro en torno al campamento, e instalarnos en lugares estratégicos atentos a la aparición del enemigo.
    Nos comunicábamos por medio de transmisores portátiles, y cada media hora teníamos que dar la novedad, aunque la línea estaba siempre abierta por si se presentaba algún peligro.
    De seis de la mañana a seis de la tarde, con dos horas para comer y echar una cabezadita.
    De noche, no. Ningún «cri-cri» en su sano juicio trataría de aproximarse en la oscuridad a un «laboratorio» clandestino rodeado de minas y trampas para pumas y jaguares.
    Ni los jaguares, ni los pumas, ni casi ningún bicho de la selva solían caer en ellas y menos aún pisar las minas.
    El truco es muy simple: se rodea la trampa o la mina con un pedazo de piel de pécari que es una especie de jabalí salvaje que siempre ataca en manada, y a los que las bestias del monte procuran evitar a toda costa. En cuanto lo olfatean, se alejan. Sin embargo, el hombre no es capaz de percibir su hedor hasta que lo tiene en los morros.
    Los pécaris de noche duermen.
    Y si los oyes de día lo único que puedes hacer es trepar a un árbol y quedarte allí hasta que se larguen.
    Yo descubrí que lo mejor era andar con una piel de pécari enrollada a la cintura, y aunque apestara a demonios y las putas me rechazaran, al menos tenía la certeza de que cuando estaba en el puesto de escucha ningún hijo de puta de jaguar me iba a saltar al cogote.
    Andaba acojonado, ¿qué quiere que le diga? Aquello no era lo mío.
    Ni lo mío ni lo de la mayoría de los que allí estábamos, y excepto dos de las putas, un indio y el capataz, los demás éramos gente de la sierra a los que todo aquel monte bravo nos volvía medio locos.
    ¿Tiene una idea de la «carajera» que arman los loros, los guacamayos, los monos y los infinitos pajarracos que viven en esas selvas amazónicas? ¿Y de los mil ruidos, rumores, susurros, chasquidos y hasta suspiros que se pueden percibir cuando estás agazapado en tu escondite? Acabas de los nervios, y llega un momento en que hasta las ramas de los árboles se te antojan enemigos, ves salvajes en la sopa, y cada cinco minutos te vuelves con el arma amartillada convencido que están a punto de atacarte por la espalda.
    Cuando había que recibir la «mercancía» el peligro era triple, pues los «cri-cri» estaban muy atentos y en cuanto escuchaban el ruido de un motor trepaban a las copas de los árboles para ver dónde «cagaba» y venir luego a por nosotros.
    Y el día de recogida ya era la hostia. Teníamos que descuidar la escucha y quedarnos junto a la pista, atentos a ver llegar la avioneta, quitar la maleza que cubría la «pista», confiar en que el negrito no se la pegara contra un árbol y correr luego a descargar todo cuanto traía, que era normalmente comida, munición y los productos químicos que necesitaban los «cocineros», para dedicarnos luego a bombear a toda prisa en los depósitos del aparato la gasolina que traía en bidones de plástico.
    Aquel jodido tenía en verdad muchos cojones para volar en un viejo trasto cargado de éter y gasolina para aterrizar en una pista enfangada del tamaño de un sello de correos.
    Se alejaba luego a orinar, comer algo y fumarse un cigarrillo, y en cuanto el cacharro estaba cargado, se echaba al coleto un cuartillo de ron, se encajaba en su asiento y se disponía a elevarse con veinte millones de dólares en «coca».
    Tenía que haber visto cómo hacía rugir el motor a toda potencia hasta el punto en que parecía que las alas se le iban a caer en pedazos, mientras entre ocho hombres manteníamos aferrada una larga «cabuya» sujeta a la cola para que el avión no se marchara solo, y cómo, de pronto bajaba el brazo para salir como si le hubieran metido un cohete en el culo y alzarse lo justo para peinar las copas de los árboles.
    ¡Era un milagro! Cada vez que El Negro Valencia levantaba el vuelo era un milagro, y no me sorprendió cuando me contaron que se había retirado a Santo Domingo podrido de millones. Se los había ganado a pulso, y si alguien de este puerco negocio merece un buen retiro, sin duda es ese «coño-e-madre» que nunca hizo daño a nadie, aunque estuviera a punto de matar a más de uno de un infarto.
    Contaba los peores chistes de este mundo, eso sí, pero también los celebraba a carcajadas, y jamás olvidaba el encargo que le hicieras por absurdo que fuera.
    Él me traía las cartas de Ramiro; por ellas tenía constancia de que los patrones pagaban puntualmente la cifra convenida, y que la mayor parte de ese dinero estaba ya en una cuenta en el Banco.
    No lo sé. Jamás tuve una idea muy clara de quiénes eran en este caso los «patrones», aunque siempre sospeché que no era patrón, sino patrona, pues por aquel entonces la mayor parte del tráfico de la zona estaba en manos de doña Griselda Blanco.
    Doña Griselda era en verdad una mujer «arrecha» que empezó como carterista en Medellín pero se casó con cuatro traficantes de marihuana y «coca» y se los cargó a los cuatro. Hasta que la trincaron y la metieron en la cárcel en Norteamérica, junto a tres de sus hijos, fue la dueña absoluta del cotarro, y le gustaba a tal punto su negocio, que a uno de sus hijos lo llamó Michael Corleone en honor al protagonista de El Padrino.
    Su increíble fortuna nunca pudo calcularse.
    Tenga en cuenta, que, por aquellos tiempos, un kilo de hojas de «coca» se pagaba en Perú a unos cincuenta centavos de dólar. Como se necesitan casi mil para conseguir un kilo de cocaína, la mercancía que nos llegaba valía unos quinientos, y una vez «cocinada» y convertida en «cristal», se pagaba en Medellín o Bogotá a casi diez mil dólares.
    Cuando ese mismo kilo conseguía entrar en Miami subía a treinta y cinco mil dólares, y como entonces lo «cortaban» varias veces, adulterándolo con lactosa, estricnina o vidrio molido, su valor total en el mercado podía alcanzar más de cien mil dólares.
    Calcule el beneficio de algo cuya materia prima cuesta quinientos dólares y acaba vendiéndose en cien mil. La cocaína es sin duda la mercancía más valiosa de la tierra, y su volumen de negocio tan sólo es superado por el de la industria del petróleo.
    Doña Griselda controló el tráfico durante años, y lo que nunca entenderé es por qué razón una mujer atractiva, con cuatro hijos y miles de millones, siguió en tal oficio hasta conseguir que la encerraran de por vida.
    Cuentan que su gran error estuvo en mandar asesinar a su mejor amiga por una cuestión de celos o de envidia.
    Y es que Leonela Arias era también de armas tomar, pues a los veinte años mandó asesinar a su marido, y con el dinero del seguro se metió en la organización de Griselda. Llegaron a ser íntimas, pero Leonela no se conformaba con seguir de segundona, intentó quitarle a su jefa el hombre y el negocio, y acabó con un tiro en la nuca.
    La ambición humana no tiene límite, señor, se lo dice alguien que ha visto manejar muchísimo dinero.
    ¿Le gusta el juego? ¿Se ha dado cuenta de que cuando está en un Casino y va ganando acaba teniendo la impresión de que las fichas carecen de valor? Pues algo semejante ocurre cuando se trabaja en el negocio del vicio, pues llega un momento en que no caes en la cuenta de que lo que tienes en la mano vale millones, y sólo con eso podrías vivir feliz el resto de tus días.
    A veces, en vísperas casi siempre de que llegara El Negro Valencia, nos asaltaba la tentación de prenderle fuego al «laboratorio», repartirnos la «mercancía» y largarnos a ser ricos en cualquier rincón del mundo, pero siempre acabábamos por tomar conciencia de que a través de aquella jungla no llegaríamos muy lejos y que, aunque lo consiguiéramos, el largo brazo de los patrones nos alcanzaría dondequiera que nos ocultásemos.
    ¿Qué podía hacer un serrano como yo cargando con seis kilos de «coca» por una espesura en la que a veces incluso para volver al campamento tenía problemas? No soy Tarzán, señor, y mucho menos Rambo, y tenga por seguro que si me sueltan en el monte bravo ando más perdido que culo en presidio, y a los dos días soy capaz de regalarle todo lo que lleve encima a quien me saque sano y salvo de aquel maldito infierno.
    Ni los aviones, ni el mar, ni la selva son lo mío, y no me duele admitirlo.
    Usted debe estar muy loco, señor, perdone que le diga, aunque no me sorprende, pues ya me lo pareció la primera vez que vino a verme. A quien le guste la selva, o es mono, o está para que lo encierren.
    Tal vez, cuando acabe de contarle lo que allí me sucedió, me dé la razón y opine de otra manera.
    Fue una historia muy triste.




    Llegaron cuando temíamos, a las tres horas, que un avión nos hubiese lanzado «mercancía», y llegaron en dos helicópteros, armados hasta los dientes, escupiendo tanto plomo que hubiera bastado para recomponer todas las cañerías de Bogotá.
    Me agarró en mi puesto y con los ojos bien abiertos, pero comprenderá que no había mucho que ver porque la maleza es allí tan tupida, que apenas te permite distinguir algún trozo de cielo.
    Cinco minutos de explosiones y fuego de ametralladora me bastaron para llegar a la conclusión de que el campamento se había vuelto un lugar poco recomendable, por lo que agarré puerta monte adentro y no paré ni para mear hasta que no se escucharon ya más que los gritos de los loros y los tan conocidos rumores de la jungla.
    Tenía una cantimplora de agua, un trozo de queso y un poco de «cazabe». También tenía una metralleta, un revólver y ochenta kilos de miedo.
    Nada hay que pese más que el miedo, señor, nada en absoluto. El miedo es como una cruz o una losa que te rompe el espinazo, y que te nubla las ideas impidiéndote reaccionar como siempre has esperado de ti mismo.
    No le oculto que mientras estaba a la escucha, me preguntaba con frecuencia cómo reaccionaría si tuviera que adentrarme en la selva, y tampoco quiero ocultarle que todo cuanto tenía pensado de aquel tiempo se me olvidó en el acto.
    Y es que en cuanto me detuve a tomar aliento llegué a la conclusión de que me había perdido, y es aquél un laberinto de árboles y lianas en el que resulta imposible encontrar la salida.
    Una vez había visto una brújula, pero aun teniéndola, de poco me habría servido, pues ni sabía cómo se utilizaba, ni por aquel tiempo tenía muy claro ese asunto de los puntos cardinales.
    En Bogotá bastaba con buscar la cima del Monserrate para tener una idea de dónde estabas.
    Y la ignorancia aumenta el peso del miedo. Lo multiplica.
    Sabía que estaba en el Perú, y que el Perú es un país fronterizo con Colombia, pero aparte de eso no sabía gran cosa, excepto que si perdía los nervios acabaría loco y agonizaría delirando.
    Me quedé dormido acurrucadito bajo un árbol, sin comer ni beber porque un nudo me cerraba la garganta, y la primera claridad del día me sorprendió preguntándome una vez más, qué carajo hacía yo allí, y cómo era posible que un «gamín» de las cloacas que tantísimas ocasiones había tenido de morir de un modo u otro en su ciudad, fuese a acabar sus días comido de mosquitos y gusanos y más solo que un ajo.
    Echaba de menos a Ramiro.
    Lo había echado de menos cada día, pero en aquellos difíciles momentos su ausencia parecía tomar cuerpo y me entristecía pensar que iba a morir sin tenerle a mi lado.
    También me entristecía comprender que sin mí no podría continuar sus estudios.
    Y es que me enorgullecía que Ramiro estudiara.
    Parecerá una tontería, pero el hecho de que uno de nosotros hubiese conseguido elevarse por encima de aquella mierda me ayudaba a ver las cosas de un modo diferente, e incluso me ayudaba a disculparme a mí mismo por todo el mal que había causado.
    Alguien dijo que los muertos no están tan muertos si sirven para abonar un árbol que algún día dará hermosos frutos, y si eso es cierto, no cabe duda que el árbol de Ramiro estaba bien abonado.
    En sus cartas me hablaba de que muy pronto le darían no sé qué título, y eso significaba que con un poco de suerte encontraría un trabajo que le permitiría devolverme todo el dinero que me había gastado.
    Aquello sí que no me gustó y la señora decente —la esposa de un «cocinero», Manuela creo que se llamaba, y era mujer muy seria y muy buena persona, puesto que ni tan siquiera malmiraba a las putas—, así se lo dijo en una carta que le escribió en mi nombre, porque a mí me costaba mucho trabajo.
    Yo nunca pretendí que Ramiro me devolviera ningún dinero; no soy un Banco ni tan siquiera un prestamista. Ramiro y yo siempre habíamos sido como hermanos y formábamos uno de esos equipos que ganan o pierden juntos.
    A nadie se le ocurre que en un equipo gane el portero mientras el delantero o el defensa pierdan por cinco a cero. Lo nuestro era lo mismo y por eso me dolió que hablara del dinero como si fuese sólo mío. Yo quería participar de lo que él sabía, y si no conseguía saberlo, tener al menos la seguridad de que algún día conseguiría explicármelo.
    Si no ha tenido nunca un amigo así es cosa suya. Imagino que tampoco ha dormido nunca en una cloaca.
    Supongo que otro tan asustado como yo hubiese echado de menos a su madre.
    Se diría que le sorprende que alguien que reconoce haber sido un asesino profesional, un sucio «sicario» de los que ponen su pistola al servicio de quien le paga, sea capaz de aceptar que echaba de menos a un amigo y que estaba asustado, pero supongo que será porque usted nunca ha tenido que matar a nadie por dinero y no entiende que en Colombia el hecho de asesinar no significa que te hayas vuelto insensible a cualquier otro tipo de sentimiento.
    O tal vez precisamente por llevar tantas muertes a mis espaldas me pesaba más que a cualquier otro la idea de terminar mi vida de aquella forma tan indigna.
    ¿Quiere saber algo curioso...? Creo que hasta cierto punto eso de contarle mi vida empieza a gustarme. Es como si el hecho de hablar me liberara de muchas cosas que me reconcomían. Aparte de Ramiro, que es casi tanto como decir yo mismo, nadie más ha sabido nunca qué es lo que he hecho exactamente.
    Hay gente que se confiesa ante un cura y espera la absolución de sus pecados. Yo le cuento mis cosas, aunque le participo que el hecho de que me perdone o no, me importa un carajo.
    ¿Dónde estábamos? Jodido bajo un árbol de una selva lejana en un país que no era el mío.
    ¡Vaina! Aquello sí que era harto complicado.
    Lo único que me importaba era alejarme lo más posible de aquel tremendo «zaperoco», por lo que me puse en marcha decidido a encontrar un río que le llevara a alguna parte.
    ¡Un gran jaleo; un lío; un follón del carajo!
    También es venezolano. Ya habrá notado que me encantan las expresiones venezolanas. Son muy gráficas.
    Sabía que había un río por allí cerca. Lo había visto desde el aire y en el campamento a menudo hablaban de él y de que siguiendo su cauce se podía desembocar en el Ñapo, que era un afluente del Amazonas y el Amazonas pasaba por Leticia que ya es Colombia.
    ¡Lejísimos!
    Días, semanas... ¿Yo qué sé? Lo importante era mantener una esperanza y ese río era la mía.
    Al caer la tarde desemboqué en un claro de la espesura y me topé de frente con lo poco que habían dejado del «laboratorio» y el campamento.
    ¡Y yo me imaginaba ya muy lejos! ¡Ni rastro de «coca», oiga! Ni en hoja, ni en «pasta», ni en «base», ni en «cristal».
    Y no había señales de que la hubiesen quemado o destruido. ¡Arramblaron con ella y a otra cosa mariposa! Lo que sí habían dejado eran algunas sobras de rancho, un poco de agua, y cuatro cadáveres comidos por las moscas.
    Me dolió que uno de ellos fuera el de la señora decente, Manuela creo que se llamaba, o quizá Mariana, y lo que no podría asegurar es si la mataron en la refriega de los primeros momentos, o si se divirtieron con ella para cargársela más tarde.
    Pasé la noche allí, recogí todo lo que pudiera comerse, y dejé la metralleta que pesaba demasiado y que de poco iba a servirme en plena jungla.
    No estaba yo para enterrar a nadie, puede creerme.
    Ni siquiera a la señora decente, lo lamento. Si los soldados que tenían tiempo y helicópteros para largarse de allí no se molestaron, pese a que eran quienes la habían matado, menos podía molestarme yo que andaba muy justito de fuerzas y no contaba ni con un mal burro al que subirme.
    Durante seis o siete días vagué sin rumbo por aquellos parajes, y no tengo la más pajolera idea de hacia dónde iba ni por qué. Lo único que había era tomármelo con calma, intentar no agotarme, y andar «ojo pelao» con las arañas y serpientes.
    Hubo momentos en que temí que me invadiera esa especie de locura que ataca a la mayoría de los que se pierden en la jungla y que casi siempre les impulsa a suicidarse, pero lo cierto es que bien mirado yo había pasado por trances mucho peores y traté de hacerme a la idea de que andaba dando un paseo por las faldas del Monserrate y que cuando menos me lo esperase aparecería en el Planetario.
    Donde aparecí fue en un río bastante sucio, y siguiéndole no alcancé el Ñapo, ni el Amazonas, ni mucho menos Leticia, sino que me conformé con llegar a un campamento del Ejército en el que me presenté intentado hacerme pasar por buscador de oro.
    ¿Y yo qué coño sé cómo se busca oro? Aquel cabrón de sargento lo sabía mucho mejor que yo, por lo que a los diez minutos me había zumbado en el calabozo tras advertirme que más me valía confesar que estaba en el vicio, porque de lo contrario me acusaría de guerrillero senderista y entonces sí que podía darme por jodido.
    ¿Me imagina como miembro de «Sendero Luminoso» con el puño en alto y un libro rojo en la mano...? A mí, que soy incapaz de leerlo y tan sólo me serviría para limpiarme el culo...?
    En el campamento había oído contar muchas cosas sobre los «senderistas» y sobre las escasas simpatías que el Ejército peruano les tiene, por lo que tras pensármelo toda una noche llegué a la conclusión de que me traía más a cuenta admitir que estaba en el vicio. Al fin y al cabo en Perú y Bolivia el que no trafica con «coca» es porque no le han dado oportunidad, e imaginé que serían más condescendientes con un pobre pendejo sin importancia que con un terrorista.
    Me mandaron a Iquitos, de allí a Lima, y ya en Lima de cabeza a Lurigancho.
    ¿Lurigancho?
    El infierno.
    Dicen que cuando el diablo se aburre de quemar gente allá abajo, sube a aprender nuevas técnicas a Lurigancho, pero que se queda muy poco porque lo que ve le revuelve las tripas.
    Lurigancho se construyó, créame que debe hacer diez siglos de eso, con la intención de encerrar a unos mil quinientos presos bien apretaditos, y cuando entré allí éramos seis mil.
    ¡Seis mil, lo ha oído bien! Seis mil desgraciados amontonados los unos encima de los otros, sin retretes, sin baños, sin camastros, sin mantas, sin agua la mayoría de los días, y sin nada que comer durante semanas.
    En ocasiones se han contado hasta quince días sin que entre un solo kilo de alimentos en Lurigancho, por lo cual no resulta extraño que la mitad de las muertes que allí se registran, ¡y mira que muere gente!, sean por hambre.
    ¡Hambre, señor, a las mismas puertas de Lima! Un hambre como no sufrí ni aun siendo niño, puesto que en las cloacas había ratas que cazar, y en Lurigancho ya no quedaba ninguna.
    En mis tiempos había dos enfermeros para aquellos seis mil reclusos y me cuentan que uno se jubiló, pero que yo recuerde jamás dispusieron ni de una simple aspirina, vendas, esparadrapo, antisépticos, ni nada más que buenas intenciones y mejores palabras.
    En un patio trasero, lo que llamaban «La Pampa» abandonaban a los desahuciados que ya no tenían solución posible, que eran muchos, y recuerdo que entre ellos había una veintena que andaban con las tripas al aire, cubiertas con una simple bolsa de plástico, porque les habían acuchillado en una riña y no habían conseguido que nadie les cosiera la herida.
    Me oye bien, se lo aseguro. Se quitaban la bolsa y te dejaban ver las tripas saliendo de un boquete tan ancho como mi puño.
    Luego había más de mil tuberculosos y en un rincón una especie de choza con «enfermos de la piel» que no podían tener otra cosa que lepra, y arriba tres salas de auténticos esqueletos humanos que parecían sacados de esos campos de concentración nazis, y a los que no les daban más que agua esperando a que murieran.
    ¡Un infierno, señor! ¡El infierno para los que se habían portado mal en el infierno! Y lo más curioso, señor, lo más inconcebible, es que las tres cuartas partes de la gente que llevaba años allí eran presos preventivos a los que aún no se les había acusado de nada.
    Incluso a mí, acostumbrado desde que nací a sobrevivir a toda costa, se me antojó un precio excesivo tener que seguir haciéndolo en semejante lugar, comparado con el cual las cloacas de Bogotá parecerían un hotel de cinco estrellas.
    Y es que en las cloacas había ratas, cucarachas y algún que otro murciélago, pero en Lurigancho, señor, en Lurigancho lo que había era hombres desesperados, capaces de sacarles los ojos a sus propios hijos con tal de respirar un día más, o conseguir una brizna de «basuco».
    ¡Y cómo es el «basuco»! Conozco marimberos, cocainómanos, pobres pendejos enganchados al LSD y las anfetaminas e incluso heroinómanos, que cuando consiguen la dosis que necesitan se calman, pero el adicto al «basuco» se vuelve compulsivo, cuanto más fuma más lo necesita, no puede pasarse un sólo minuto sin el vicio, y sigue así hasta que al fin revienta.
    ¡Y aquello estaba a tope de «basuco»! Lo normal era que el Estado se olvidara de enviar comida y tuviéramos que beber agua de los charcos, pero de lo que nadie se olvidaba era de meter droga, cualquier tipo de droga, y ya podrá imaginarse lo que ocurre cuando se amontona tantísimo vicioso donde ni siquiera pueden moverse.
    Por lo visto, la única política que habían encontrado las autoridades peruanas para acabar con la delincuencia era poner en marcha la máquina de destrucción de Lurigancho. Por un lado se metía un sospechoso y por el otro se sacaba un cadáver.
    Ya se sabe que en la fosa común es donde menos espacio ocupan los marginados.
    Y por si todo ello fuera poco; por si no había suficientes atracadores, asesinos, violadores o infanticidas, se les ocurrió incluir a los terroristas de Sendero Luminoso.
    Yo había tratado con todo tipo de gente y más o menos casi siempre me bandeaba, pero aquellos locos eran fanáticos y malamente los soportaba.
    A mí me parece muy bien que cada cual piense como le dé la gana, e incluso si me apura acepto que se eche al monte a defender a tiros sus ideas, pero lo que me jode cantidad es que venga un pendejo y pretenda que aceptes sus teorías por cojones.
    ¡Y ni siquiera eran suyas! Eran de un chino muerto.
    ¿Cómo podías escuchar a alguien tan estúpido como para permitir que le encerraran en Lurigancho por maoísta? A los tres años de salir de allí hubo una revuelta, el Ejército entró a sangre y fuego, y por lo que sé liquidaron de un tiro en la nuca a ciento veinte «senderistas» desarmados que ya se habían rendido.
    Conocía a muchos de ellos y aunque estuvieran zumbados algunos eran bastante buena gente.
    Parece ser que ahora en Perú manda un japonés; ese tal Fujimori, al que los «senderistas» también se la tienen jurada, y a ver cómo coño se entiende que las ideas de un chino y un japonés se anden discutiendo en Perú y provocando un baño de sangre.
    Lo que no se les puede negar es que eran muy disciplinados, por lo que muy pronto consiguieron hacerse dueños del cotarro imponiendo su ley incluso sobre aquella panda de salvajes.
    Lo mejor que podías hacer era escucharles, decir que sí a todo, interesarte por la opresión del pueblo, el nuevo orden comunista y un sinfín de cosas de las que en verdad no entendía una palabra, y permitir que creyeran que tal vez podían catequizarte, con lo cual te dejaban en paz y de vez en cuando incluso te proporcionaban un pedazo de pan o un cacharro de arroz porque, eso sí, predicaban con el ejemplo compartiendo cuanto tenían.
    Fueron ellos los que me ayudaron a hacerle llegar un mensaje a Ramiro contándole mi situación, y como no podía ser menos a las dos semanas se presentó en Lima con todo nuestro dinero.
    No sé cómo se las arregló, por lo visto sobornando a jueces y abogados, pero lo cierto es que consiguió que la acusación fuera tan sólo de inmigración ilegal y vagabundeo, por lo que a los dos meses me largaron del país haciéndome firmar un documento por el que juraba y perjuraba que no volvería nunca más.
    ¡Imagínese qué ganas tenía yo de volver al Perú y a Lurigancho...! Ni loco.




    De nuevo en Bogotá y de nuevo en la más negra miseria porque todo el dinero que teníamos se había quedado en las garras de la «justicia» peruana, y una vez más el problema se centraba en salir adelante sin volver a los atracos ni a las muertes.
    Lo que no se podía negar es que aquellos meses me habían proporcionado una notable experiencia sobre el mundo de la «coca» y de los «narcos» y ahora tenía muy claro que era allí donde estaba el dinero, y que si conseguía integrarme en algún grupo medianamente fuerte saldríamos adelante.
    Lo importante en ese negocio es tener olfato para arrimarse al equipo ganador, puesto que al moverse tantísimo dinero las luchas por el control de la mercancía suelen ser a degüello, y si te agarra en el mal lado tu vida vale menos que polvo de puta vieja.
    Ramiro prefería buscar otro tipo de salida, trabajando los dos en lo que fuera hasta conseguir alguna plata y montar juntos un negocio, pero aunque le prometí que aceptaría cualquier empleo que nos proporcionase la más mínima esperanza de abrirnos camino en la vida, en el fondo de mi alma estaba convencido de que jamás lo conseguiríamos.
    Nos salió una chapuza de quince días recogiendo café en una hacienda del Norte, y otra de temporeros descargando camiones, pero pese a que acabábamos desriñonados y listos para que nos echaran a los leones, el jornal no llegaba ni para cubrir las exigencias de la bruja de doña Esperanza.
    Cada día tenía que hacer un esfuerzo para no retorcerle el cuello.
    Se había vuelto tan borracha que ya no salía de su cuarto más que para ir a buscar «arepas» y ron, y la casa, que siempre estuvo sucia, era ya una especie de pocilga, excepto nuestro cuarto que procurábamos limpiar casi a diario.
    Ramiro se había echado novia.
    Era una «cholita» con cara de ratón y más chupada que colilla de habano, que trabajaba de sirvienta en una pensión de mala muerte, y dos veces por semana, jueves y sábados, tenía que dejarles la cama y meterme en el cine hasta casi las tres de la mañana.
    Jamás oí que dijera dos palabras seguidas, olía a lejía y cebollas y le faltaban cuatro dientes, pero tampoco Ramiro presumió nunca de Robert Redford, y por primera vez en mi vida le vi contento con algo.
    Juraba que eso de joder siempre con la misma persona y sin pagar resultaba muy lindo, aunque a mí, la verdad, y no es por envidia, antes que cogerme a la tal Herminia prefería «pelármela» sólito con una buena foto del Play-Boy sobre la cama.
    ¿Celos? No, en absoluto. Ramiro era mi único amigo y me hubiera encantado que se tirara a la Miss Universo, pero estará de acuerdo conmigo que eso de tenerte que acostar en una cama que apesta a cebolla, lejía y sudor no es plato que apetezca ni siquiera a alguien que, como yo, ha dormido durante años en las cloacas.
    Luego, una mañana de abril, lo recordaré hasta que me muera, la más hermosa mañana de mi vida, estando en la esquina de la Jiménez de Quesada con Caracas pasó un carro enorme y a los veinte metros frenó en seco y un tipo se bajó de un salto y corrió hacia mí con los brazos en alto.
    —¡Chico! —gritaba como un loco—. ¿Eres tú, Chico...? Y sin esperar respuesta me abrazó y me besó como jamás lo hizo nadie.
    Abigail Anaya.
    Abigail Anaya, señor, aquel chiquillo que un buen día se marchó agarrado a la mano de su padre, y que era ahora el tipo más distinguido y elegante que me haya dirigido nunca la palabra.
    ¡Dios! ¡Mi Dios! ¡Abigail Anaya! Abigail Anaya, señor, y aún se me saltan las lágrimas al recordar que dejó el coche tirado en mitad de la calle y corrió a abrazar a aquel pobre andrajoso como si fuera el mismísimo Rey de España.
    ¡Y qué grito de alegría dio cuando se enteró de que Ramiro aún vivía, y cómo me empujó hacia el carro, y no acertaba con las marchas ni las calles mientras íbamos hacia casa! Llevaba meses buscándome, señor, ¿se lo imagina? Abigail Anaya, mi Abigail, había vuelto al fin a Bogotá, rico e importante, y su mayor preocupación se centró en averiguar si aquellos dos pobres «gamines» que compartieron con él tantas noches de miedo y tanta hambre, habían conseguido superar sus desgracias.
    Ramiro estaba estudiando. Empujé la puerta y le dije: «Aquí hay un tipo que quiere verte.» Alzó la vista, se quedó sin aliento y se cayó de espaldas.
    A poco más se «esnuca».
    Se dio tal golpe con la esquina de la cama que durante diez minutos no sabía si gritar, reír o echarse a llorar, abrazados los tres como tres mariconas.
    Abigail nos sacó de allí en el acto.
    Le dio un puñado de billetes a la vieja, le dijo que se buscara nuevos huéspedes, y nos metió de cabeza en unos grandes almacenes donde nos compró ropa nueva.
    Por último nos invitó a cenar a «La Fragata».
    ¡Tres «gamines» en «La Fragata»! Podía haber sido el título de una película viendo aquel increíble lugar decorado como si fuera un barco, y viendo a los camareros de guante blanco que servían las mesas como si estuvieran en misa.
    Y sobre todo viéndonos a nosotros.
    Abigail estaba en su ambiente y no desentonaba, pues el jefe de todo aquel tinglado le llamaba «Señor Anaya» y se sabía incluso el vino que le gustaba y los puros que fumaba, pero Ramiro y yo dábamos «el cante», y se advertía al primer golpe de vista que era la primera vez que poníamos los pies en un sitio semejante.
    Allí comían pescado.
    Casi no podíamos creerlo. La mayoría de los platos eran a base de pescado, y no tenían «arepas», ni frijoles con arroz blanco.
    Jamás pude imaginar que hubiese tantas clases de pescado y que se pudieran cocinar de modo tan distinto, hasta con salsa y vino.
    ¡Pero qué coño importaba la comida! Lo que importaba era estar allí sentados y cotorrear como viejas locas de todos aquellos años.
    Le contamos, muy por encima, lo que habíamos hecho en esta vida, y él no dio demasiadas explicaciones sobre cuáles habían sido sus pasos, pero no cabía duda de que le había ido muy bien y había viajado cantidad, porque incluso hablaba inglés y hacía continuas referencias a Nueva York, París y Londres, como si fuesen apenas poco más que barrios de las afueras.
    A los postres nos aclaró que su padre, que ahora vivía en Roma, le había iniciado en el negocio del arte, y como Ramiro y yo nos asombramos de que el arte fuese algo que diese para tener carros de lujo, comer en restaurantes y tirar la plata como él la tiraba, nos aclaró que tenían una galería en Bogotá, otra en Roma y otra en Miami, y que sus clientes eran gente muy rica, que pagaba grandes sumas por cuadros, esculturas, tapices y jarrones.
    A mí aquello continuaba sonándome harto sospechoso, y para no cansarle le aclararé que, sin estar directamente implicados en el vicio, Abigail y su padre se dedicaban en realidad a «blanquear» dinero de los «narcos» a través de un complicado sistema de comprar, vender y exportar unas obras de arte a las que al parecer eran muy aficionados los grandes «capos» de la «coca».
    Yo siempre me pregunté qué demonios podían entender gentes como los Ochoa, Pablo Escobar, Carlos Lehder o Rodríguez Gacha de cuadros, estatuas, tapices y jarrones, pero con el tiempo aprendí que no hay juez en este mundo que pueda discutir si un Goya, un Rembrandt o un jarrón vale tanto o cuánto, lo cual se presta al parecer a infinitos enjuagues.
    Si continuamos con estas charlas tal vez más adelante llegue a entender que, al contrario que nos sucede al resto de los mortales, el mayor problema de los traficantes de droga no es la falta de dinero, sino más bien que ganan demasiado.
    Al igual que a aquel famoso gángster de Chicago, Capone, tan sólo pudieron meterle entre rejas por una cuestión de impuestos pese a que había dado de baja a un sinfín de fulanos sin que nadie rechistara, suelen ser los montones de billetes los que se convierten con demasiada frecuencia en la lujosa tumba de los «narcos».
    Abigail y su padre lo entendieron así, y aquel complicado trajín de los jarrones y los cuadros les estaba proporcionando plata en bruto sin necesidad de meterse en más problemas.
    Abigail Anaya era muy listo, usted ya debe saberlo.
    Lo era de «gamín» callejero con un padre en la cárcel y el mundo en contra suya, y lo era aún más de hombre importante, con su padre en Roma y el viento soplándole de popa.
    Siempre decía que hay una raya muy ancha, justo en la frontera de la ley, por la cual se puede transitar a sabiendas que un buen fajo de billetes arregla cualquier tropiezo, pero que no existe nada en este mundo que compense por los años de cárcel que te pueden caer encima si traspasas los límites marcados.
    Se negó a conocer detalles sobre nuestras pasadas aventuras, puesto que de ese modo jamás se le podría considerar cómplice o encubridor de lo que él llamaba con marcada intención, «viejas barrabasadas», pero nos obligó a prometer que, a cambio de brindarnos su apoyo, jamás traspasaríamos esa imaginaria frontera que él mismo había trazado.
    —Si quieres seguir estudiando —le dijo a Ramiro— haré de ti un contable o un abogado, y una vez que lo seas, y tendrás que ser bueno, trabajarás para mí y sólo entonces podrás devolverme el dinero que me haya gastado.
    En cuanto a mí, me ofreció elegir el trabajo que más pudiera apetecerme de su entorno, y fue así como me convertí en su hombre de confianza, y le juro, señor, que yo por Abigail Anaya hubiera dado mil vidas que tuviera, y aún me parece un precio bajo.
    Abigail Anaya era alegre, jovial y generoso; inteligente y bueno; amigo de sus amigos, y justo incluso con aquellos que más animadversión le demostraban, pues no había nada, incluso la envidia o el rencor, que él no supiera perdonar e incluso disculpase.
    Ya le he contado muchas cosas, sospecho que quizá demasiadas, y habrá podido comprobar hasta qué punto mi vida fue una vida miserable y desgraciada, pero las noches en que acuden a mi mente los recuerdos, llego a pensar que si existe un Dios, trató de compensar mis muchas amarguras brindándome el cariño y la amistad de Abigail Anaya.
    Quiero muchísimo a Ramiro, pero siendo como es casi mi hermano, reconozco que no es más que un buen chico dotado de una fuerza de voluntad extraordinaria. Abigail era otra cosa.
    Nunca he pretendido compararlos, ni medir unos afectos que no admiten medida, pero ha de saber que sin que se me pueda acusar ni aun remotamente de marica, fue tanta mi adoración por Abigail, que aún hoy a veces me pregunto si es lógico que un ser humano pueda sentir de esa manera.
    El simple hecho de verle me llenaba de gozo, su risa me contagiaba, me deprimía cuando él estaba triste, y disfrutaba cuando se llevaba a la cama a una hermosa mujer como si fuera yo mismo quien se la beneficiaba.
    Y es que no tuvo nunca una palabra que no fuera de cariño, de ánimo o de consuelo, ni le escuché un solo reproche por más que me equivocara.
    Y me equivocaba con harta frecuencia, eso es muy cierto, pues el mundo de Abigail era tan diferente a cuanto pudiera haber conocido, que incluso las selvas del Perú con todos sus bichos y problemas se me antojaban más lógicas y comprensibles que todo aquel enredo de dinero «sucio» y «limpio» que iba y venía, o cuadros horrendos que valían una fortuna, mientras que los que a mí me gustaban ni Dios los quería.
    Vivía en los límites del Country, en una quinta toda llena de obras de arte, y con tantas alarmas que entrar o salir constituía un auténtico enredo, pues al menor descuido comenzaban a sonar timbres que te volvían histérico.
    Tampoco paraba nunca el del teléfono, y cuando no era algún extranjero que llamaba del otro extremo del mundo, era una voz profunda y misteriosa que hablaba siempre en clave, o alguna de las docenas de mujeres con las que Abigail se acostaba.
    Mi principal obligación era espantárselas inventado toda clase de historias y disculpas, pues lo cierto es que al pobre lo tenían extenuado, y como era tan generoso, alegando siempre que «un polvo no se le niega a nadie» había días en que se le nublaban las ideas.
    ¿Cómo se entiende que cambie tanto la vida de la noche a la mañana? ¿Qué misterios encierra y qué caprichos del destino te empujan de aquí para allá de esa manera? Del infierno de las cloacas o Lurigancho, a un paraíso en el que todo eran risas y alegrías, bellas mujeres y tantas cosas hermosas que incluso yo, que de arte entendía menos que un mono, no podía por menos que sentirme feliz entre aquellos objetos.
    En cualquier lugar del mundo una silla sirve para sentarse.
    Y una mesa para poner platos o cosas.
    Pero en casa de Abigail una silla era una pieza de museo, y una mesa algo ante lo que te podías extasiar quince minutos.
    Y todo en aquel lugar mantenía un equilibrio; una «armonía», diría más bien, y siempre me he preguntado qué milagro hizo posible que el mísero «gamín» de impermeable amarillo de mi infancia: aquel que dormía en un húmedo sótano y robaba en los supermercados, consiguiera transformarse en tan poquísimo tiempo en alguien que sabía diferenciar un Picasso original de otro idéntico y falso.
    Y entendía de música, y de cine, e incluso de libros y escritores, y todo en él parecía haber cambiado, hasta una tarde en la que al detenerme en un semáforo, su mirada quedó de pronto prendida en un mocoso desarrapado que se sentaba en una barandilla, para comentar con un tono de voz que jamás le había escuchado: —Así éramos tú y yo. Teníamos la misma cara de hambre y de tristeza, y la gente pasaba a nuestro lado de idéntica manera.
    Aparcó unos metros más allá, volvió sobre sus pasos, le dio unos cuantos billetes al «gamín», y cuando regresó era un hombre diferente.
    Quince días después compró el colegio.
    Mandó descolgar del salón algunos cuadros, discutió por teléfono con su padre, se enfadó hasta quedar ronco con su administrador, y se encerró durante horas con cuatro abogados, pero al fin impuso su voluntad y acabó fundando «El Sótano».
    No creo que haga falta que le explique la razón de ese nombre.
    Se preocupó personalmente de todos los detalles; del reacondicionamiento de las habitaciones y los baños, el campo de juego y las aulas de clase y cuando todo estuvo a punto me mandó llamar y me pidió sencillamente: —Busca a aquel «gamín» y tráemelo.
    Se llamaba Serapio el Lápidas, sin duda debido a que su única fuente de ingresos se limitaba a penetrar de noche en los cementerios, robar las lápidas y lijarlas muy bien hasta borrar el nombre del difunto para revenderlas más tarde a precio de saldo.
    Imagino que ya le he contado lo suficiente sobre mi gente como para que ni siquiera eso consiga sorprenderle.
    Inaugurar un refugio de «gamines» con alguien que se llama Serapio y se dedica a robar lápidas no me pareció síntoma de buen augurio, por lo que me llevé en el mismo viaje a uno que estaba con él: un tal Cristóbal, un rubito con cara de ángel que resultó a la larga un grandísimo cabrón y un «coño-e-madre», mientras que Serapio se convirtió con el tiempo en un encanto de muchacho.
    Dieciocho; a veces llegaron a ser veinte.
    Había más de cinco mil donde escoger, pero Abigail insistió siempre en que masificar «El Sótano» hubiera resultado un error, pues por mucho que nos lo propusiéramos jamás conseguiríamos ayudar a todos los niños miserables de Bogotá, y siempre era preferible hacer las cosas bien con unos pocos, e intentar de ese modo que cundiera el ejemplo.
    Aquello costaba una fortuna.
    Lo sé porque era Ramiro el encargado de las cuentas y cada día sudaba tinta y se llevaba las manos a la cabeza al repasar las facturas.
    Dieciocho chicos comiendo como si nunca hubieran comido, y ciertamente la mayoría apenas lo habían hecho, devoraban como buitres, y a eso había que añadir ropa, zapatos, médicos, medicinas, maestros, personal de limpieza, algún dinero para sus gastos, luz, agua... ¡Una auténtica fortuna! Sin embargo Abigail se sentía más feliz que nunca, porque aunque había pasado años fuera de Bogotá, al parecer jamás se borró de su mente el recuerdo de las miserias que había vivido de niño, y al volver y enfrentarse de nuevo a ellas, debió comprender que le resultaba imposible encontrar la paz si no hacía algo por los que sufrían lo que él había sufrido.
    ¿Entiende ahora por qué no podía menos que adorarle? Cualquier otro en sus circunstancias se habría limitado a disfrutar de lo mucho que la vida le había proporcionado, dando la espalda a los que habían quedado atrás, pero él no sólo quería ayudarnos a Ramiro y a mí, que habíamos sido sus amigos de la infancia, sino que se sentía obligado hacia todos los que siempre consideró como «su gente».
    Tenía dinero, amistades, presencia y preparación suficientes como para codearse con la mejor sociedad y aspirar incluso a una carrera política, ¡ya quisieran la mayoría de los políticos tener sus dotes!, pero se sentía mucho más a gusto jugando al fútbol con un grupo de chicuelos, o explicándoles la diferencia entre un Greco y un Botero, que en un club de golf o en los salones de la élite.
    Redujo incluso el círculo de sus amantes hasta dejarlas en dos o tres de lo más escogido, y recuerdo con especial afecto a una de ellas —la llamaré Daniela—, hija de un ex presidente y miembro de una de las familias más influyentes de Colombia, que demostraba, de igual modo, una sincera preocupación por los problemas de su pueblo y los «gamines» Era una muchacha dulce y tímida, de una belleza extraña que en ocasiones superaba todo lo imaginable aunque instantes después pareciera incluso fea, y de la que se diría que libraba una feroz batalla en su interior entre el amor filial y lo decepcionada que se sentía por el hecho de que cuando al fin su padre accedió a la presidencia, olvidó de improviso todos sus ideales, y se dedicó, como la inmensa mayoría, a robar y permitir que los que le rodeaban se corrompieran hasta límites inconcebibles.
    Siempre decía que el mundo no podía tener arreglo si aquellos a quienes más amamos y en quienes más confiamos no son capaces de hacer nada por mejorarlo cuando pueden hacerlo, y sentía tal animadversión hacia los políticos, que a menudo incluso ponía en un compromiso a Abigail cuando se veía obligado a tratar con ellos.
    Nada hay que moleste y ofenda más a una oligarquía que se considera desde los tiempos de la conquista la «raza» elegida por Dios para conducir los destinos de la patria, que el desprecio y los reproches de un miembro de su casta, y por ello Daniela contaba con el mayor número de selectos enemigos que haya visto nunca.
    Necesitaría conocer muy bien Colombia para entender lo que quiero decirle, pues allí la sociedad no forma, como se supone que ocurre en la mayoría de las naciones civilizadas, una especie de pirámide en la que abajo están los pobres y luego se va estrechando para llegar a la cúspide, sino que en mi país se trunca de improviso, con una masa hambrienta que nunca tendrá nada, una débil capa de militares, funcionarios y gentes de clase media, y luego, como si estuvieran flotando en el aire por gracia divina, esa élite formada por medio centenar de familias que se aman o se odian, pero que siempre acaban aliándose por lazos de política o matrimonio.
    La entrada en escena del dinero del narcotráfico con su prodigioso potencial no ha cambiado mucho las cosas, y tenga por seguro que cuando la fiebre pase, la «marimba» y la «coca» dejen de rendir beneficios, y los que parecen ser ahora dueños del país caigan bajo las balas, sus fortunas irán a engrosar de un modo u otro las fortunas de siempre, porque desde hace quinientos años conocen los resortes que mueven todos los hilos, y cambiarán incluso la Constitución si es que hace falta, para que ese dinero «sucio» quede en sus manos, y además tengamos que darles las gracias por aceptarlo.
    Daniela lo sabía.
    Había nacido y se había criado en el podrido corazón de la manzana, y eso le permitió ver y escuchar tantas cosas, que cuando hacía referencia a las conexiones entre el narcotráfico y el poder, la justicia, el Ejército e incluso el clero, no hablaba a tontas y a locas, sino que tenía datos muy concretos que nadie conseguiría nunca rebatirle.
    Y es que es así, señor, no debe llamarse a engaño. Yo mismo he visto a un ministro comprar un Modigliani —ese que pintaba a la gente flaca— por la décima parte de su valor, y no obstante Abigail aseguraba que estaba haciendo un magnífico negocio, pues quien en realidad lo había pagado jamás discutía el precio.
    También recuerdo que en una ocasión me tuve que plantar en una esquina para que un juez del Supremo pasara por allí y pudiera adquirir como por casualidad un billete completo de lotería.
    Lo más curioso del caso estriba en que el billete corresponde al premio gordo del sorteo anterior.
    Supongo que se preguntará cómo es posible que un hombre de la talla de Abigail Anaya se prestara a formar parte de ese juego.
    Con respecto a la corrupción en mi país la cuestión es muy simple: o corrompes o te corrompen, y Abigail opinaba que ambas cosas venían a ser en el fondo lo mismo, por lo que más valía ser de los primeros ya que siempre es preferible que te deban favores, a deberlos.
    Aún ignoro muchas cosas sobre Abigail Anaya, sería estúpido ocultarlo, y reconozco que hay detalles en su comportamiento y pasajes en su vida de los que no tengo la más mínima idea, sospechando como sospecho lo peor, pero admito que jamás me preocupó lo que pudo haber hecho en otro tiempo o cuáles eran sus más secretas relaciones, puesto que lo que importaba de él era su profunda humanidad, lo bien que se portó con Ramiro y conmigo, y lo bien que se portó en realidad con todos cuantos le rodeaban.
    Guardaba grandes secretos, eso es muy cierto, y debía existir algo en su pasado que con frecuencia le atormentaba; algo que sin duda se encontraba directamente relacionado con su padre, que, por lo que supe más tarde, había acabado casándose con una aristócrata italiana viuda de banquero neofascista.
    Son temas en los que sinceramente prefiero no adentrarme, pues lo poco que sé lo sé de oídas, y no creo que haya venido hasta aquí para escuchar rumores, sino para que le siga contando mi historia y la de los confusos asuntos en que me vi mezclado.
    Recuerdo, sin embargo, que en aquel tiempo me consideraba uno de los hombres más felices de la tierra, pues aprendí a conducir un coche, realizar algunas cuentas, distinguir los cuadros buenos de los malos, utilizar como era debido los cubiertos, e incluso me acostumbré a bañarme todos los días y usar desodorante. Tenía que dar ejemplo a los muchachos y le advierto que cuando te habitúas, eso del baño llega a ser incluso agradable.
    Si olía mal, Abigail, que en cuestión de higiene era muy suyo, me echaba del coche o me enviaba a comer a la cocina, y eso me molestaba tanto que cada tres o cuatro horas me iba a mi cuarto a cambiarme de camisa y lavarme los sobacos.
    Tanto Ramiro como yo teníamos un montón de camisas y tres trajes de lo más elegante, y el día de Navidad Abigail nos regaló un reloj de oro y un alfiler de corbata a cada uno.
    Ramiro continuaba estudiando día y noche hasta el punto de que pronto tuvo que usar gafas porque de tantas horas sobre los libros a veces se mareaba.
    Siempre tuve la impresión de que Abigail se sentía más orgulloso de él que de mí, aunque también estoy convencido de que por mí sentía más afecto. Al fin y al cabo no era mi culpa si no había nacido con cabeza para los libros, ni ocasión de estudiarlos.
    Cada vez pasábamos más tiempo en el «El Sótano» que se estaba convirtiendo en un saco sin fondo, pues a Abigail se le ocurrían cada día nuevas ideas, y al campo de deportes le añadió un gimnasio, luego una biblioteca, más tarde un taller de prácticas para los que no se sentían capaces de estudiar algo con fundamento y preferían especializarse en mecánica, y así mil cosas que sería harto complicado enumerar, pero que hacían que uno tras otro los cuadros que cubrían las paredes de la quinta se fueran descolgando, para ser sustituidos por simples copias u originales carentes de valor.
    Ramiro le advertía de que aquello era una locura y al paso que iba quemaría su patrimonio por grande que éste fuera, pero Abigail se reía de sus temores replicando que ningún Degas fue nunca tan bello como el que sirvió para pagar la biblioteca, y que prefería ver cómo los chicos jugaban al baloncesto que sentarse a contemplar un Renoir.
    Estaba claro que por cuestión de edad no podía considerarse el padre de los muchachos, pero sí su hermano mayor, y a veces creo que ya desde muy pequeño Abigail debió experimentar esa extraña necesidad de convertirse en hermano mayor de los necesitados, pues ése era en el fondo el papel que había desempeñado con nosotros en aquellos lejanos tiempos de primitivo sótano.
    No me lo pregunte. Era su forma de ser y es todo cuanto puedo decirle. Quizás uno de esos siquiatras a los que tan aficionados son los «gringos» sabría aclararle más cosas, pero lo que es yo, me limito a contarle mis impresiones sin tratar de sacar conclusiones aventuradas.
    Le querían y respetaban. Salvo algún que otro resabiado y «coño-e-madre» de los que no había forma de sacar partido por mucho que lo intentaras, el resto respondía de maravilla y se esforzaban por aprender con tanta rapidez que con frecuencia me avergonzaban.
    A veces me sentaba en el fondo de la clase, sobre todo cuando hablaban de Historia o Geografía, y fue así como aprendí a salto de mata las cosas que sé, aunque debo admitir que salvo un poco sobre la situación de los países y la vida de Colón, Bolívar y Alejandro Magno, el resto se me confunde cantidad.
    A veces ocurrían cosas muy curiosas, y recuerdo un día muy especial, a principios de diciembre del segundo año, en que de pronto tres coches se detuvieron en la entrada y un tipo pidió permiso para que su patrón visitara a los muchachos.
    A Abigail no le gustó la idea de que nos relacionaran con uno de los «narcos» más brutales del país, pero como su gente parecía muy capaz de abrirse paso a la fuerza, les franqueó la puerta y le enseñó la casa.
    Aquel fulano era en verdad, muy bestia. El tipo más animal que jamás me haya echado a la cara, y costaba trabajo aceptar que semejante orangután tartamudo hubiese amasado una fortuna de casi quinientos millones de dólares, pues podría creerse que incluso el hecho de dar los buenos días le costaba tal esfuerzo que le dañaba el cerebro.
    Se limitó a escuchar atentamente y observarlo todo con sus ojillos de morsa, para volverse por último a su lugarteniente y tartajear roncamente: —Quiero uno, cuatro veces más grande.
    Se despidió y se fue, pero a los tres minutos volvió su lugarteniente con una bolsa de papel que le entregó a Ramiro «para la Navidad de los muchachos».
    Cien mil dólares.
    ¡Como lo oye! Aquel animal; aquel asesino con más muertes sobre su cabeza que pelos yo en las piernas, nos regaló cien mil dólares «Para la Navidad de los muchachos», y ordenó que le construyeran en Medellín un refugio mayor que el nuestro.
    Por suerte para muchos y por desgracia para unos cuantos, lo mataron antes de que pudiera terminarlo.
    Es el tipo de cosas que sólo ocurren en mi país, donde miles de personas se mueren de hambre sin que las autoridades se inmuten, mientras un asesino sin escrúpulos dedica millones a obras de caridad.
    Aquel dinero venía muy bien, cubriendo el presupuesto durante unos cuantos meses, pero Abigail insistió en que se utilizara en levantar un ala nueva en la que acoger más chicos, lo cual traía aparejado un lógico y considerable aumento de los gastos.
    ¿A dónde íbamos a ir a parar con semejante «chorreo» de dinero? A Ramiro se lo llevaban los demonios y casi le pega un tiro al cocinero cuando se enteró que robaba los víveres, por lo que lo echó a patadas y trajo de ayudante de cocina a su «novia», la «cholita» que olía a cebollas y continuaba sin decir media palabra, pero era capaz de aprovechar hasta las mondas de las papas.
    ¡Mujer aquella para ahorrar un peso, oiga! Ni que le arrancaran las uñas con alicates, y pese a que abultaba menos que un lagarto y tenía cara de ratón, impuso tal disciplina en el refugio que hasta los chicos más rebeldes se acojonaban en cuanto les llegaba tufo a cebollas.
    ¡Pareja extraña! Ramiro metido siempre en los libros y en las cuentas, queriendo aprenderlo todo como si el mundo se fuera a acabar si él no llegaba a entenderlo, y Herminia tan sólo preocupada por que los suelos brillaran como el sol y no se desperdiciara ni una «arepa» Por la noche se sentaban en silencio en un rincón del cuarto de la televisión, y la mayor parte de las veces se quedaban dormidos por mucho escándalo que armaran los muchachos.
    A mí me seguía costando harto esfuerzo entender en qué podía basarse tan desconcertante relación, pero por último llegué a la conclusión de que había demasiadas cosas en la vida que jamás entendería, por lo que una más o menos carecía por completo de importancia.
    Al fin y al cabo, la existencia de Herminia no interfería en absoluto mi amistad con Ramiro, pues ella era poco más que su sombra, aunque fuera, eso sí, la primera sombra que he conocido, tan escuchimizada y maloliente.
    Por aquel tiempo empezaban a planteárseme además problemas mucho más serios, pues por primera vez desde que nos conocíamos descubrí a Abigail Anaya seriamente preocupado, y no precisamente por cuestión de dinero.
    Mediada la primavera lo había acompañado a una inmensa mansión, a unos cien kilómetros de la capital, que debía pertenecer a algún político muy importante o tal vez a un «narco» de primera línea, aunque nunca pude averiguar de quién se trataba, puesto que la media docena de matones que cuidaban la entrada me dejaron fuera y no pronunciaron ni una sola palabra ni para darme lumbre.
    Allí no es de extrañar esta falta de hospitalidad y ese comportamiento hostil sobre todo con tipos que, como yo, no ofrecen al primer golpe de vista garantías de honorabilidad, y como en realidad toda mi vida me la he pasado del lado de fuera de las puertas, tampoco le di mayor importancia.
    Me inquietaba tan sólo que al igual que había ocurrido con el Lindo Galindo, me ordenaran volverme a casa, pero no fue así, y tres horas más tarde Abigail hizo su aparición pálido y meditabundo.
    Permitió que condujera yo, lo cual, además de una increíble muestra de confianza, era casi un milagro, y ese simple hecho, al parecer sin importancia, vino a demostrarme hasta qué punto le había afectado la entrevista.
    Tardó casi veinte kilómetros en pronunciar una sola palabra, pero al cabo de ese tiempo admitió que las cosas se estaban poniendo feas.
    —El mundo está cada vez más loco —dijo—. Y ésa es una enfermedad que no tiene remedio... —Guardó silencio un instante y, por último, añadió—: Y yo no quiero contagiarme.
    Cuando le señalé que la mejor manera de no agarrar una enfermedad era mantenerse lejos de los contaminados, admitió que tenía toda la razón, pero que existía una cierta clase de individuos de los que resultaba imposible apartarte cuando te convenía.
    Ya le he dicho, señor, y se lo repetiré hasta la saciedad, por mucho que le hayan contado lo contrario y se resista a creerme, que pese al tiempo que trabajé para Abigail Anaya y fui su amigo, chófer y en cierto modo confidente, jamás supe con exactitud cuál era la auténtica naturaleza de sus negocios, y, sobre todo, quién o quiénes se mantenían en la sombra de sus espaldas.
    Se ha hablado con frecuencia de Pablo Escobar, el difunto Rodríguez Gacha, los Ochoa o Carlos Lehder, pero si quiere que le diga la verdad, yo más bien soy de la opinión de que había alguien más; alguien de otra clase social o de otra esfera, y que fue con ese «alguien» con quien mantuvo aquel día tan larga e inquietante entrevista.
    Abigail era de la opinión de que quienes más interés demostraban en hacer creer que libraban una guerra a muerte con el «narcotráfico», eran quienes menos interés tenían en que ese «narcotráfico» desapareciese, puesto que se había entretejido tal tela de araña entre droga y política, que no existía ya fuerza humana capaz de deshacerla.
    Y por lo que pude colegir de su forma de expresarse, no se trataba de un simple problema de corrupción en el que hubiera unos traficantes a los que sobraba el dinero, y unos jueces y políticos dispuestos a cerrar los ojos a cambio de parte de ese dinero, sino que el tema tenía raíces muchísimo más profundas y complejas.
    El negocio de la cocaína colombiana se calcula en unos sesenta mil millones de dólares, y convendrá conmigo en que ésa es una barbaridad de plata.
    Durante miles de años los pueblos andinos supieron convivir con la «coca» obteniendo únicamente lo mejor que ofrecía, pero bastó una sola generación para que otros pueblos mucho menos «civilizados» la convirtieran en un arma terrible y un veneno que amenaza al conjunto de la Humanidad.
    Abigail, que no había dudado a la hora de beneficiarse marginalmente de los caudales del narcotráfico, debió darse cuenta en aquellos días de que la situación comenzaba a escapar al control de quienes hasta ese momento parecían tenerla dominada, y temió sin duda que el terrorífico cataclismo que intuía pudiera arrastrarle a un abismo sin fondo.
    —El peor pecado de los narcotraficantes —solía decir—, es que su ansia de dinero y poder no conoce límite, y cuando ese tipo de ambición se descontrola acaba por convertirse en una bomba retardada.
    No sé qué pasos dio, ni qué trabajo le costó darlos pero lo que sí sé es que hizo un rápido viaje a Italia, a mantener una larga entrevista con su padre, y al volver se encerró una vez más con su tropa de abogados, que en mi opinión eran todos una partida de buitres más falsos que Judas.
    Buscó también el consejo de Daniela, y eso me tranquilizó en parte, pues creo haberle dicho ya que me pareció siempre una muchacha harto sensata y la mujer más cabal que había conocido hasta el momento.
    A Ramiro y a mí nos mantuvo siempre al margen de sus problemas, y creo entender que no lo hizo por falta de confianza, sino porque opinaba que cuanto menos supiéramos de tanto enredo mejor nos iría en la vida, ya que Colombia es un país en el que si el saber es con frecuencia un mérito, el ignorar es indudablemente una virtud inestimable.
    Existen mil métodos de obligarte a «cantar» cuanto has oído, pero hasta ahora nadie ha inventado un sistema por el que te puedan arrancar secretos que desconoces.
    Y en eso Abigail tenía las cosas muy claras.
    A finales de aquel verano del ochenta y cinco, incluso los más lerdos, y entre ellos me incluyo, olfateábamos ya que algo muy gordo flotaba en el ambiente, y es que desde la destrucción de la base de los Ochoa en «Tranquilandia» y el posterior asesinato del ministro de Justicia, Lara Bonilla, la guerra sucia entre una parte del Gobierno y algunos de los «narcos» estaba alcanzando proporciones a mi modo de ver escalofriantes.
    ¿«Tranquilandia»? Como diría el moro Hussein, «La Madre de todos los Laboratorios de Coca».
    Creo que ya le he contado en otro momento, que uno de los elementos clave para la conversión de las hojas de coca en cocaína es el éter, y Colombia no es un país que lo produzca, entre otras cosas porque de esa forma se supone que se controla su importación y posterior distribución interior.
    Lo «narcos» se enfrentaban por tanto a un grave problema, hasta el punto de que un tambor de éter, que cuesta normalmente unos trescientos dólares, se vende en mi país a cinco mil, y además no se consigue. Debido a ello, el «Hombre del Cártel de Medellín» en Miami, un tal Francisco Torres, se puso en contacto con una fábrica norteamericana para que le proporcionase dos mil de esos tambores, ofreciendo pagarles el doble y en dinero contante y sonante.
    Quien intervino fue «La Agencia Antinarcóticos» americana, que mandó a sus agentes ofreciéndole a Torres todo el éter que pudiera necesitar.
    Lo que no le dijeron, es que en un doble fondo de los bidones habían escondido balizas de señales que se controlaban a través de un satélite artificial.
    ¿Astuto, no le parece? No cabe duda que se tomaban la guerra en serio y utilizaban todas las armas a su alcance.
    Siguiendo desde arriba el rastro de las balizas, localizaron la base de «Tranquilandia» allá por el Caquetá, en el Oriente colombiano, apoco más de quinientos kilómetros al nordeste de donde yo había estado durante mi desgraciada aventura en la selva.
    Cuando el Ejército, apoyado por agentes y helicópteros «gringos» invadieron «Tranquilandia», aquello debió convertirse en «Loquilandia», pues se organizó un auténtico «zaperoco» y aunque los verdaderos jefes del tinglado lograron escapar a través de la selva, se incautaron más de quince mil kilos de cocaína pura o «pasta base», toneladas de hojas de coca, un auténtico arsenal de armas, y un sinfín de vehículos, helicópteros y avionetas.
    Fue un golpe brutal a los Ochoa y a todo el «Cártel» en general, pero nada de lo que no fuera capaz de recuperarse en quince días, provocando al propio tiempo que se unieran aún más, y que decidieran lanzar una contraofensiva que dejó las calles sembradas de muertos, entre ellos el del mismísimo ministro de Justicia.
    ¿Qué le parece, señor? ¿Qué opina de quienes responden al desmantelamiento de sus instalaciones delictivas asesinando en público a un ministro, y poco después al coronel jefe de la Policía de Narcóticos, aquel Jaime Ramírez que tenía más cojones que un toro de lidia? ¡País! ¡País de locos! ¡País de locos y asesinos! ¡País de locos, asesinos y justicia corrompida, pues cada vez que la Policía conseguía atrapar a uno de los Ochoa, o cualquier otro traficante de altura, un juez se las arreglaba para ponerlo de nuevo en libertad! Fue entonces cuando se empezó a hablar seriamente de la extradición, ya que si bien estaba claro que ningún «narcotraficante» pasaría nunca más de un año en una cárcel colombiana, si se conseguía enviarlos a los Estados Unidos se pudrirían entre rejas hasta el fin de sus días, como le está ocurriendo a Griselda Blanco, Carlos Lehder y tantos otros.
    ¡Y ésa sí que era «La Madre de Todas la Guerras»! Y ésa era la que Abigail Anaya debió comprender que se estaba fraguando, y en la que no quería tomar parte bajo ninguna circunstancia.
    Hasta aquellos días de que le hablo, final del verano del ochenta y cinco, la pelota aún estaba en el tejado, puesto que la mayor parte de los veinticuatro jueces de la Corte Suprema de Justicia se habían mostrado reticentes a firmar un Tratado de Extradición que permitiera enviar de inmediato a los «narcos» a los Estados Unidos, alegando que eso era algo anticonstitucional, y que atentaba contra la propia soberanía de la nación.
    No obstante, el reguero de sangre que anegaba al país, y en especial la sangre de un ministro tan respetado como Lara Bonilla, parecía haber colmado el vaso de la paciencia, y es que hay que ver qué paciencia, por no decir qué «cojones», tenían aquellos señores de la Corte Suprema, muchos de los cuales figuraban en la larga nómina de aquellos mismos traficantes que todo lo compraban.
    El tema estaba degenerando ya en escándalo internacional de proporciones gigantescas, y el propio presidente Reagan tomó cartas en el asunto, amenazando veladamente al Gobierno colombiano con hacerle la vida imposible y boicotear nuestras exportaciones si no se ponía límite a tanta corrupción.
    La oligarquía cafetera, tradicional dueña del país, esa de la que le decía que acaba siempre arramblando con todo, comprendió también que se estaba llegando demasiado lejos, y que una docena escasa de facinerosos no podían hipotecar el presente y el futuro de una nación, por mucho dinero que estuviesen dispuestos a repartir.
    Incluso los esmeralderos, esa pandilla de salvajes sin escrúpulos que tan sólo se preocupan de sus piedras, dieron discretos toques de aviso puntualizando que estaban dispuestos a tomar serias medidas porque se les empezaba a «poner verde» el negocio.
    Todo lo que sonaba a Colombia, sonaba a lepra.
    Incluso los jueces más comprometidos se sentían entre la espada y la pared, ya que por un lado no se atrevían a traicionar a quienes les habían estado pagando durante años, y por el otro comprendían que insistir en su intransigencia podía costarles el cargo, acarreándoles además un descrédito que arruinaría por completo su futuro.
    La papa estaba caliente y cada día la calentaban más.
    Y no sólo con palabras, sino con hechos, porque la sola idea de poner el pie en la calle acojonaba, pues nunca sabías dónde carajo iba a explotar la bomba siguiente.
    Qué papel jugaba Abigail Anaya en todo esto es algo que aún ignoro.
    Incluso ignoro si estaba incluido en el juego o se limitaba a ser un simple espectador privilegiado, pero lo que sí puedo decirle es que en menos de un mes todos los cuadros, estatuas, tapices y muebles de valor desaparecieron como si les hubiera tragado la tierra, y tanto en la quinta como en la «galería» no quedaron más que piezas de tercera categoría por las que ni un ignorante como yo hubiese dado mil pesos.
    Un día de otoño, lo recuerdo muy bien; el once de octubre, para ser más exactos, Abigail nos invitó a Ramiro y a mí a aquel mismo restaurante «La Fragata», al que nos llevó la primera vez, y tras mostrarse tan cariñoso y divertido como siempre, nos comunicó que por si algo grave le ocurría, había dejado una cuenta abierta en el Banco de la República, en la que cada mes se ingresaría una cantidad que bastaría para nuestras necesidades más perentorias. Había otra cuenta a nombre de «El Sótano», ya que haciendo ciertas economías y contando con una buena administración, el refugio podría mantenerse siempre que se redujese el cupo a unos quince muchachos.
    Nos recomendó, sobre todo, que nos esforzásemos al límite por mantenerlo abierto, pues aquello era lo único digno que había hecho en su vida, y siempre constituiría un ejemplo para quienes alegaban que el problema de los «gamines» no ofrecía solución posible.
    Se me hizo un nudo en la garganta porque hablaba como si temiese morir o que algo terrible fuera a sucederle, pero por más que le suplicamos que nos aclarase a qué diablos venía todo aquello no soltó prenda y nos pidió a su vez que no insistiéramos.
    Éramos sus únicos amigos, nos quería y nos recordaría, pasase lo que pasase y estuviese dondequiera que estuviese, pero a causa de esa misma amistad prefería no cargar con la culpa de que algo malo pudiese sucedemos.
    Me entraron ganas de llorar, señor.
    Yo, que jamás lloré de niño, ni aun de muchacho, experimenté por primera vez un desagradable cosquilleo en las narices, y le juro que si no llega a ser por un camarero con cara de pingüino amaestrado que no me quitaba ojo, hubiera acabado por sonarme los mocos.




    Llegaron en un autobús como si vinieran de excursión o se tratara de un grupo de turistas en una ciudad de la que los turistas huyeron hace años, y penetraron con autobús y todo hasta el corazón mismo del Palacio de Justicia, sin que ni un soldado, ni un policía, ni tan siquiera un simple vigilante de aparcamiento les impidiera el paso.
    Tan sencillo como eso.
    Cuando se encontraban ya en el interior del garaje, sacaron sus armas de debajo de los asientos y en menos de lo que tardo yo en contárselo dominaron a los guardias de la primera planta y cerraron a cal y canto todas las puertas.
    Se lo imagina, ¿verdad? Le estoy hablando del asalto al Palacio de Justicia.
    Fue el seis de noviembre. El mismo día en que vi por última vez a Abigail Anaya.
    Eran unos cuarenta; todos guerrilleros del «M—19», y en menos de diez minutos habían conquistado las cuatro plantas del edificio y se habían apoderado de casi trescientos rehenes, entre ellos la mayoría de los jueces de la Corte Suprema, que se habían reunido para discutir sobre la aprobación de un Tratado de Extradición a favor del cual parecían ya estar de acuerdo.
    El «M—19», señor; el más antiguo y quizá más respetado y temido de los grupos guerrilleros colombianos; el brazo armado de esa izquierda que se supone que debería odiar a un «narcotráfico» al que se supone aliado a la ultraderecha a la que paga.
    ¡Un galimatías, señor! ¡Algo que ni Dios entiende ni aun tratándose de Colombia.
    Pero que eran ellos, eran ellos, pues los comandaba uno de sus más conspicuos fundadores: el mismísimo Andrés Amarales que había jurado desterrar para siempre la corrupción de nuestra patria.
    El propio Amarales obligó al Presidente del Tribunal, Reyes creo que se llamaba, si una vez más la memoria no me engaña, a que telefoneara al Presidente de la República pidiéndole que se presentara de inmediato para ser sometido a un «Juicio Popular» porque de no hacerlo asesinaría a todos los rehenes empezando por los jueces.
    Yo no soy demasiado listo, ni entiendo gran cosa de política, pero sí entiendo que cuando un grupo de secuestradores pide algo tan absurdo está claro que no tiene la menor intención de negociar.
    Incluso aunque el presidente Betancur se hubiese entregado —cosa impensable— su siguiente paso hubiera sido reclamar a Reagan, porque lo que resultaba evidente es que Amarales lo que pretendía era cargarse a los jueces.
    Y lo hizo; en cuanto las tropas de asalto se aproximaron le pegó un tiro al tal Reyes, si es que así se llamaba, y más tarde asesinó a sangre fría, uno tras otro, a los diez que con más calor defendían la necesidad de un Tratado de Extradición.
    ¿Usted lo entiende? ¿Acaso podría explicármelo? ¿Por qué quienes se juegan la vida en las montañas en nombre de los más pobres, bajan de pronto a la ciudad a aniquilar a quienes ese mismo pueblo ha elegido para que les defienda de los más poderosos? Yo no quería admitir que fuera cierto. Corrí hasta allí, todo lo cerca que permitían aproximarse, que era hasta la plaza Santander, y no daba crédito a mis oídos cuando escuchaba el tremendo tiroteo, veía salir el humo, y las radios gritaban a pleno pulmón que el «M—19» estaba haciendo una auténtica escabechina con la totalidad del sistema judicial colombiano.
    Si no les gustaba, que lo entiendo, no era ése el mejor modo de cambiarlo, ni el momento oportuno.
    Máxime cuando resultó evidente que se dedicaban a quemar los expedientes y fichas policiales de los narcotraficantes, cerciorándose con especial esmero de que no quedaba documento alguno que pudiera servir para incriminarles.
    ¿Es ése el comportamiento lógico de unos guerrilleros que pretenden imponer un nuevo orden basado en la justicia y la libertad, o es más bien el de unos matones a sueldo de los más rastreros criminales de la historia? Usted verá, pero yo, para mí, ya tengo mi respuesta.
    El resultado fue un Palacio de Justicia en llamas, más de cien muertos, la mayoría asesinados de un tiro en la nuca, la destrucción casi total de los archivos, y la vergüenza sobre un país sumido ya en la más espantosa de las vergüenzas.
    Pero comprenderá que, de todo esto, a mí lo que en verdad me importaba era la desaparición de Abigail Anaya.
    Mucha gente desapareció en Bogotá en el transcurso de los días que siguieron, y si bien la mayoría lo hizo por propia voluntad al comprender que la matazón no se iba a parar cuando se apagara el incendio, otros fueron dados de baja por un sinfín de motivos, ya que en mi sufrido país motivos para matar al vecino nunca faltan.
    El pánico se apoderó de una ciudad acostumbrada a vivir presa del miedo, y todo el que creyó tener un enemigo dispuesto a acabar con él, eligió entre «madrugarlo» antes de que lo «madrugaran» o sumirse en el anonimato por una larga temporada.
    Jamás hubo tal demanda de pasajes a Europa.
    O a la China si es que volaban hasta allí los aviones, porque ningún lugar parecía encontrarse lo suficientemente lejos cuando andaba tan desmadrada y fuera de sí «La Inesperada».
    El único juez partidario de la Extradición que no se encontraba en el Palacio de Justicia el día del asalto, fue acribillado a balazos en plena calle, y los «narcos» advirtieron con descaro que quienes aspiraran a ocupar las plazas que habían dejado vacantes los difuntos, se lo pensaran muy bien a la hora de tomar decisiones.
    Abigail Anaya tenía mucha razón cuando durante aquella última cena en «La Fragata» nos advirtió que Colombia estaba en trance de convertirse en rehén de la «coca».
    Seríamos, como él mismo aventuró bromeando, «coca-colombianos», adictos por cojones a una droga de la que tardaríamos años en librarnos si es que alguna vez lo conseguíamos.
    Pero Ramiro se negaba a admitir que un puñado de canallas fueran capaces de poner en jaque a una nación.
    —Podrán con ellos —fue todo lo que dijo—. Muerto el perro, se acabó la rabia.
    —Te equivocas —le respondió Abigail más serio que nunca—. Ésta es una rabia que sobrevivirá a todos los perros, porque el hombre la necesita.
    Abigail defendió siempre la teoría de que la drogadicción había recibido tal impulso en el transcurso de los últimos años, que nadie conseguiría frenarla a todo lo largo del próximo siglo, en parte por inercia, y en parte porque el ser humano no alcanzaría a encontrar ningún valor con que sustituirla.
    Según él, no cabía la posibilidad del vacío absoluto, y cuando al espíritu se le ha despojado de la fe en un Dios que parece haber desaparecido de la faz de la Tierra, se ve obligado a buscar sucedáneos que llenen ese hueco.
    —Hemos perdido el sentido de la comunidad tal como lo concebían nuestros abuelos; de la familia que ya casi no existe, e incluso del amor entre parejas, puesto que la mayoría de la gente se dedica a acostarse con el primero que encuentra y largarse a otra cama. El resultado lógico es una soledad que hay que combatir con drogas.
    Me fascinaba escuchar a Abigail, se lo aseguro. Mucho de lo que decía se me escapaba o me costaba harto esfuerzo captarlo, pero a su lado aprendí cosas de las que jamás imaginé siquiera la existencia, e intuía que el suyo era un mundo tan diferente al mío, como pudiera serlo otra galaxia.
    A lo largo de dos años había transformado mi vida convirtiéndola en un pálido reflejo de la suya, y aunque jugué a imitarle en muchas cosas, acepto que fue como si al mear hubiese tratado de compararme al Amazonas.
    Pero desapareció y por segunda vez nos dejó huérfanos de Abigail ¿Viven sus padres? Lo siento. Supongo que debe ser triste pasar por la experiencia de perder a unos padres a los que quieres y te han querido, pero en cierto modo es una ley natural a la que de una forma casi inconsciente la gente debe estar hecha.
    Pero nadie puede hacerse a la idea de perder a alguien como Abigail Anaya.
    Nunca lo conoció y no consigue entenderlo porque, con todos los respetos, dudo que por mucho mundo que presuma haber recorrido, tropezase con alguien como él en parte alguna.
    Jamás volvimos a tener noticias suyas; jamás en todos estos años.
    Es posible, ¡Dios no lo quiera!, que fuera uno de los innumerables «N.N.» que en aquellos terribles días fueron arrojados a las fosas comunes de toda la geografía nacional, pero es posible, también, ¡y con esa esperanza vivo!, que consiguiera escapar a tiempo y esté oculto en cualquier lugar del mundo aguardando la hora de reaparecer en nuestra vida como lo hiciera un día.
    ¡No se imagina cuántas veces me paré en una esquina confiando en que un carro frenara de improviso y Abigail saltara con los brazos abiertos y gritando mi nombre! ¡No se imagina cuántas mañanas me despierto soñando que entra en mi cuarto para traerme un café humeante y sacarme de la cama! ¡No se imagina cuánto me gustaría pasarme dos horas sentado tras el volante, escuchando la radio, mientras sé que él está lleno de vida tirándose a una catira en el «Tequendama»! ¡No se imagina lo que podría llegar a dar tan sólo por saber que dondequiera que esté aún me recuerda! Ramiro —se hundió, al igual que yo, en un profundo desespero.
    Y la «cholita» Herminia que incluso se bañó y dejó de oler a cebolla por tres días.
    Y la mayoría de los muchachos, y los maestros, los criados, cinco mujeres y todo el que alguna vez le trató y se negó a creer que le había perdido.
    Y Daniela.
    Envejeció diez años en diez días, más consumida que «chupa-chups» de niño pobre; incrédula y alelada; ansiosa por volver a compartir alegrías y tristezas, y negándose a aceptar lo inaceptable.
    Veo que se está preguntando qué clase de hechizo ejerció sobre cuantos le conocieron aquel hombre tan singular y no puedo aclarárselo.
    Lo que sí alcanzo a decirle es que su sombra planeó sobre nosotros a lo largo de los años que siguieron, y que en mi caso aún planea, puesto que todo cuanto hice posteriormente estuvo marcado por el hecho indiscutible de que pudiera gustarle o no en caso de estar presente.
    Aun hoy, que tantísimo ha llovido desde entonces, me siento a menudo incapaz de tomar una decisión o dar un paso sin plantearme qué opinaría Abigail si me estuviera viendo, y me falta su crítica o su consejo incluso en problemas tan minúsculos que un hombre de mi experiencia y edad debía saber resolver sin la más mínima ayuda.
    Admito que el ron no mejoró las cosas. Busqué consuelo donde nunca ha existido, y por primera vez discutí con Ramiro, al que enfurecía verme de tal guisa, pues opinaba, y con razón, que con emborracharme no conseguiría que Abigail resucitara o decidiese volver si es que aún estaba con vida.
    Y en cierto modo lo estaba, pues cada primero de mes, y sin que jamás nos aclararan por qué misteriosa razón, las cantidades prometidas hacían su aparición en la cuenta del Banco, y de ese modo conseguíamos que, a trancas y barrancas, y apretándonos a fondo el cinturón, «El Sótano» siguiera funcionando.
    Me enorgullece reconocer que, excepto yo, que le metí de frente al ron, el resto del personal respondió con valentía.
    Tres de los profesores se buscaron otro trabajo a medio tiempo, Herminia hizo milagros en la cocina y fregó más suelos que recluta de pueblo, y la mayoría de los muchachos arrimaron el hombro aportando a la comunidad la mayor parte del jornal que conseguían.
    Por primera vez tenían algo semejante a una familia y no querían perderlo.
    A veces me asalta la impresión de que incluso hasta en eso Abigail supo bien lo que hacía, pues nos dejó lo justo para permitir que nos mantuviéramos a flote, pero nos obligó a nadar por nuestros propios medios.
    Ramiro comenzó a dar clases sustituyendo al único profesor que se largó, y entenderá que fuera un día grande para los dos, pues tuvimos la impresión de que por el simple hecho de sentarse tras una mesa, a explicar la lección, rompía por completo con nuestro amargo pasado de «gamines» hambrientos.
    Era su fuerza de voluntad y su fe en sí mismo lo que le había llevado hasta aquel humilde pero significativo estrado de un aula repleta de «gamines» iguales a nosotros, y con eso les demostraba a todos y demostraba al mundo que podía hacerse.
    Tan sólo eso: podía hacerse.
    Y yo tenía parte en ello.
    Había mendigado, atracado, acarreado ladrillos e incluso asesinado por conseguirlo, pero allí estaba Ramiro, y aunque su triunfo fuera tan pequeño y tan sin ninguna resonancia, va lía la pena y hacía que no tuviera que arrepentirme en absoluto por lo tortuoso del camino que había acabado por conducirnos a tal victoria.
    Serapio el Lápida se hizo ciclista.
    Ciclista. De los que se suben en una bicicleta y se lanzan carretera adelante en compañía de otros doscientos locos. Quedó cuarto en una Vuelta a España, segundo en el Premio de la Montaña del «Tour» de Francia y en Colombia es casi un ídolo.
    Aún recuerdo cuando apareció con su primera bicicleta jurando que no la había robado y le creímos. Una hora antes de amanecer se levantaba y no volvía hasta que empezaban las clases, sudando a chorros y hecho un asco. Dos años después ganó sus primeros pesos, y me consta que aún entrega al refugio casi la cuarta parte de todo lo que gana.
    Una vez que le entrevistaron declaró que dedicaba su carrera a Abigail Anaya aunque nadie sabía quién era.
    Aquí guardo el recorte. Éste es Serapio. ¡Flaco el jodido! Flaco pero más duro que el mármol de sus lápidas.
    Cristóbal, el rubio de cara de ángel, se convirtió en macarra.
    No se puede ganar siempre.
    Llegado a este punto del relato, señor, me agradaría terminarlo.
    Sería el momento justo. Le contaría la historia de tantos buenos muchachos como logramos salvar de la miseria y hoy son hombres de bien y quedaría muy lindo.
    ¡Vaya! Hacía tiempo que no veía asomar esa risita de conejo.
    ¡Piénselo! Con semejante final, un poco adornado, podría convertirse en un libro de gran venta.
    Supongo que, al igual que en el cine, a la gente que lee libros les gustarán los finales felices, y éste sería en cierto modo un final bastante feliz para mi historia.
    Lo que viene después ya se complica, usted lo sabe.




    Creo que ha cometido un error al volver, señor, se lo aseguro, pero como hace tiempo que dejé de hacerme responsable incluso de mis actos, ningún derecho tengo a opinar sobre los suyos y tan sólo confío, por su bien, que sepa lo que hace.
    Ojalá todos supiéramos lo que tenemos que hacer cuando llega el momento.
    Cuando miro hacia atrás y analizo todo cuanto ocurrió en mi infancia y mi juventud, justo hasta el día en que Abigail Anaya saltó del coche en el cruce de la Jiménez de Quesada con Caracas, considero, y no sin razón, que la vida me había empujado a hacer cuanto hice, y que a la hora de exigir responsabilidades nadie tenía por qué obligarme a dar explicaciones que nunca quise dar.
    Así era el mundo que me rodeaba, y así era yo. Actuaba en consecuencia.
    Pero a partir de aquel momento las cosas cambiaron, y no sería honrado por mi parte no aceptar que Abigail me proporcionó la oportunidad de regenerarme y no lo hice.
    O lo hice, señor, en verdad, sí que lo hice, pero lo que me faltó fue fuerza de voluntad como para continuar por un enrevesado camino que se me antojaba harto difícil.
    Abigail aseguraba que el gran problema del Bien y el Mal es que duermen juntos y hasta revueltos, lo cual con frecuencia confunde a los lerdos y a los débiles.
    Y yo, supongo que ya lo habrá advertido, jamás, presumí de ser muy listo, y ahora sé, también, que pese a la fama que han querido otorgarme, en el fondo no soy tampoco un hombre duro.
    Para convertirse en asesino no hay que ser duro; hay que ser simplemente asesino.
    Yo sé que usted me entiende.
    No dice gran cosa, lo cual es muy de agradecer porque ni ganas tengo de oírlas, pero observándole puedo captar cuándo está al tanto de lo que pretendo contarle y cuándo se le va el santo al cielo.
    Para matar a alguien no hace falta ser fuerte, basta con tener una pistola y ganas de disparar. La auténtica fortaleza está en no apretar el gatillo en el momento justo, pero ya ve usted que a mí ese minúsculo esfuerzo de no hacer algo tan simple, me costó siempre cantidad de trabajo.
    ¿De verdad no quiere que le siga contando la historia de «El Sótano» y olvidemos la mía? ¡Plasta de hombre, oiga! A usted no debe haber mujer que se le niegue, aunque no sea más que por puro aburrimiento.
    Ya le conté que Abigail me dejó algún dinero en el Banco. No mucho, es cierto, pero más que suficiente teniendo en cuenta que me había ido a vivir a una de las habitaciones del refugio, pared por pared con la que ocupaban Ramiro y la «cholita», y tan sólo a partir de ese momento comprendí la razón por la que aquella buena mujer era siempre tan callada.
    Todo el resuello se le iba de noche, dando unos alaridos que helaban la sangre, pues obligaban a creer que el bueno de Ramiro, en lugar de meterle lo que sin duda le metía, la estuviera «jurungando» con un machete que le rajara las entrañas.
    ¡Y parecían tontos, siempre tan modositos...! Me ponían a cien, y aunque jamás se me pasó por la mente la idea de aspirar más de cerca aquel tufo a cebollas, lo cierto es que en más de una ocasión me vi en la necesidad de saltar de la cama, y largarme por esos mundos de Dios en busca de que un alma caritativa me recompusiera un cuerpo que había quedado tan inquieto.
    Almas caritativas no quedan muchas en Bogotá, usted debe saberlo, pero lo que si hay son muchos cuerpos que no dan nada gratis, y justo es que le confiese que en ellos, y en ron, se iba la mayor parte del dinero que sacaba del Banco.
    Luego ¡estúpido de mí!, comencé a perder a la ruleta.
    Me sentaba allí, a observar cómo la puta bola caía siempre en otro número, preguntándome una y mil veces por qué carajo me quedaba sabiendo que jamás conseguiría recuperar lo que había perdido, pero era como si me hubieran clavado los cojones a la silla, sin que me desclavaran hasta que había dejado en la mesa el último peso.
    ¡Vicio pendejo ése como quiera se mire! Pendejo y sin el más mínimo provecho.
    Pero podría decirse que aquélla fue una época en que me empeciné en hacer el pendejo de todas las formas imaginables, y créame si le digo que en gran parte se debió a la tremenda frustración que me invadía por culpa de un jodido Abigail que nos había dejado en la cuneta.
    Ramiro se refugió en sus libros, en administrar al céntimo los asuntos de «El Sótano», y en pasarse las noches escuchando los aullidos de la Herminia pero yo no tenía más que la televisión, el ron, las putas y una acidez de estómago que imagino que no debía ser en realidad más que rabia e impotencia.
    Fue en el casino donde me tropecé de nuevo con Marrón Morales.
    Yo conocía a Román del tiempo en que trabajé para el Lindo Galindo, y recuerdo que por aquel entonces era un «niño bien» que vestía siempre de marrón —lo que le dio su apodo— con pesadas cadenas de oro y gruesos anillos de enormes esmeraldas.
    Ahora andaba en la «carraplana», más limpio, que niño en día de Primera Comunión, enganchado a tal punto en el juego, que se pasaba las horas observando cómo giraba la ruleta aunque no tuviera una sola ficha que apostar.
    Extraña vida ésta en la que alguien que ha nacido en la opulencia y lo ha tenido todo, coincide en la barra de un casino con quien como yo se crió en las cloacas, y entre los dos no alcanzan ni para pagar un trago.
    Pero tenía una cosa a su favor que me agradaba: jamás acusó a nadie de su desgracia, aceptando con un grado de honradez poco corriente, que había sido un completo inútil y un parásito.
    —Derroché mi fortuna en alcohol, juego y mujeres, y el resto lo «malgasté» —solía ser su frase preferida—. Y el único error que en verdad me atribuyo es el de no haber estirado la pata el día en que perdí mi último peso.
    Demasiado cobarde para suicidarse, culpaba a la Naturaleza de no haber permitido que su primer infarto le hubiese dejado frito en el momento justo, convirtiendo su vida en un encaje de bolillos y evitándole miserias.
    Cinco generaciones de Morales-Bonfante se habían desriñonado desbrozando la selva y sembrando cafetales sin permitirse tan siquiera un capricho, para que el último miembro de su estirpe lo dilapidara en diez años, pero curiosamente Román Marrón no experimentaba el más mínimo remordimiento de conciencia, jurando y perjurando que su padre y su abuelo habían disfrutado muchísimo más al atesorar ávidamente sus centavos, de lo que pudo disfrutar él tirándolos por la borda.
    —No eran mala gente —decía—. Pero no supieron calcular lo que yo sería capaz de gastar si me dejaban.
    Tenía docenas de amigos que le invitaban a todo, menos a jugar a la ruleta, e incluso algunas putas de lujo le fiaban, más como agradecimiento por lo bien que les pagara antaño, que porque confiaron en cobrar el día de mañana.
    Me caía bien, ¿qué quiere que le diga? Sin duda representaba todo lo malo de un país que ofrece tan tremendos contrastes, pero como él mismo decía, su dinero sirvió de mucho más cuando lo puso a circular, aunque tan sólo fuera entre las putas, que mientras estuvo encerrado en las arcas de un Banco.
    Una noche de abril me lo encontré jugando fuerte y al instante me ofreció un montón de fichas para que yo también probara suerte.
    —Luego hablamos —fue todo lo que dijo.
    Estábamos de racha y salimos de allí con más dinero del que habíamos visto junto en los últimos meses.
    —¡Buena señal! —exclamaba una y otra vez—. ¡Buena señal! El negocio será un éxito.
    Por fin me explicó que el tal «negocio» consistía en hacer de «mulas» de cincuenta kilos de «coca».
    Cincuenta kilos, al precio que estaba en aquel tiempo en el mercado, significaba una inversión de millón y medio de dólares, y me negué a aceptar que alguien fuera tan loco como para poner en manos de un tipo como Román Morales semejante fortuna.
    —Tengo amigos —dijo—. Amigos muy importantes, y si me ayudas a transportar la «mercancía» te tocarán cien mil dólares.
    Si hay algo a lo que yo no sepa resistirme, señor, es a una tentación.
    Sobre todo a una tentación de cien mil dólares.
    No le niego que en un principio abrigué el convencimiento de que todo aquel asunto era pura «paja» y el Marrón fantaseaba, pero cuando empezó a soltar billetes, se compró ropa nueva, e incluso me adelantó treinta mil pesos «para los primeros gastos», llegué a la conclusión de que la cosa iba adelante.
    Resultaba evidente que contaba con respaldo económico y aunque me aseguró que el plan era perfecto, no quiso decirme una palabra sobre él, y ahora me consta que no lo hizo porque en realidad tampoco lo conocía.
    Por mi parte me libré muy mucho de contarle nada a Ramiro, pues no necesitaba conocerle tanto como le conozco, para saber que antes me rompería una pierna que permitir que me metiera en un «negocio» semejante.
    Él seguía a rajatabla la máxima de Abigail según la cual no hay que salirse nunca de la franja de seguridad que amortigua los golpes con dinero, y estaba claro que al prestarme a hacer de «mula» de semejante mercancía me estaba lanzando de cabeza al abismo.
    Me limité a decirle por tanto que me había salido un trabajo como guardaespaldas de un banquero que viajaba a Cartagena por cuestión de negocios y aunque no estoy seguro de que se creyera el cuento, tampoco era mi padre, ni nadie que pudiera prohibir que me fuera al infierno.
    La primera escala era, en efecto, Cartagena, a la que llegamos como simples turistas, puesto que al parecer era allí donde se nos haría la entrega del material, y se nos indicaría la forma de transportarlo.
    ¿Conoce Cartagena de Indias? ¡El Paraíso oiga! La primera sucursal del Paraíso.
    El mar es allí de un color azul turquesa, cálido y transparente, no como el del Perú, frío y sucio, siempre gris y agitado, y es que en Cartagena el agua llega hasta las playas como si únicamente pretendiera susurrar cosas lindas; sin gritos ni violencia; sin aquel oleaje, ni aquel estruendo y espumerío del Pacífico.
    Y como la arena es muda, son las palmeras las que responden a esos susurros, y así hablan día y noche contándose mil cosas siempre nuevas desde hace milenios.
    Quisiera morir en Cartagena, señor, se lo aseguro. Y si no fuera posible, quisiera que me enterraran al pie de sus murallas, cara al mar, y donde me llegue el son de esa «cumbia» que siempre parece flotar sobre sus calles y sus plazas.
    Quisiera haber nacido en Cartagena, señor, donde el sol siempre calienta, donde no corren vientos gélidos, la gente sonríe a todas horas, y ningún niño duerme jamás en las cloacas.
    Es Colombia, señor. Aunque le cueste creerlo, Cartagena es Colombia.
    Admito que lo dude, pero Cartagena de Indias es como un oasis de paz perdido en el desierto de tantísima violencia como azota a mi patria.
    Allí todo es distinto.
    Distinto y prodigioso.
    La mayor fortaleza que se haya construido jamás en parte alguna, domina una ciudad levantada entre el mar, una enorme bahía y una laguna, de tal forma que por donde quiera que se la intente atacar resulta inexpugnable, pues era allí donde los españoles atesoraban el oro, la plata, las esmeraldas, los diamantes e incluso las especias que arramblaban en todo el continente, para enviarlas más tarde a Sevilla a bordo de una inmensa flota.
    Cuentan que en determinadas épocas del año eran tantos los tesoros que guardaba la fortaleza, que no había pirata, rey o corsario que no soñase con asaltar Cartagena, pero nadie lo consiguió a todo lo largo de la Historia, y me han asegurado que es el único lugar del planeta que jamás ha sido conquistado.
    Pero al fin y al cabo ése es un tema que carece de importancia.
    La Historia no es cosa que me ataña.
    Lo que importa es que durante todos esos siglos, no sé cuántos, en los que Cartagena fue como la caja fuerte de los conquistadores en América, floreció de tal modo y albergó a tanta gente importante, que la ciudad se convirtió en una delicia que los «costeños», ¡benditos sean!, se han esforzado por conservar intacta.
    Ya me conoce y sabe que para mí las calles eran lugares por los que correr, mendigar, robar, asaltar o incluso asesinar buscando siempre una cloaca en que esconderme, pero de pronto descubrí que existía otro tipo de calles.
    En Cartagena las calles están para que la gente pasee a la luz de las farolas, sin miedo a que les asalten y les violen, saludando a quienes se sientan a tomar el fresco a la puerta de sus casas, o deteniéndose a escuchar a un grupo de amigos que toca la guitarra y las maracas o canta muy bajito en el rincón de una plaza.
    En el Caribe; la sangre caribeña; sangre negra y caliente, pero a la vez espesa y dulce; sangre de gente alegre, siempre metida en farra y poco amiga de ver sangre. ¡Sangre distinta! A los tres días se me aplacó la ira.
    Más de veinte años de rencor y amarguras; de odiar a un mundo que por su parte me odiaba, y de estar en eterna tensión aguardando un zarpazo, se esfumaron de pronto como si el simple hecho de mojarme los pies en aquel mar transparente hubiera bastado para disolver como azúcar todas mis rabias.
    Román Morales lo achacó a una súbita bajada de tensión muy lógica en gente recién llegada de la sierra, pero en mi opinión fue más bien impresión que me produjo descubrir que existía un lugar en el que sus habitantes parecían en verdad seres humanos.
    ¡Cómo le hubiera gustado a Abigail! Cómo hubiera disfrutado paseando en un coche de caballos a la luz de una luna color malva, que es el color de la luna caribeña cuando la bruma del mar la cubre apenas en el momento en que empieza a alzarse en el horizonte.
    ¡váyase a Cartagena, señor, se lo aconsejo! váyase a Cartagena a disfrutar del mar y de una linda mulata, y olvídese de cosas que a nadie le interesan, pues el personal debe estar ya más que harto de oír calamidades.
    ¿Por qué se empeña? ¿Es que acaso no le gustan el mar o las mulatas? Del mar guardo espantosos recuerdos, eso es muy cierto; los más horrendos que haya podido guardar persona alguna, pero de las mulatas de Cartagena, señor, de ellas sí que me gustaría estarle hablando con pasión durante cuatro años.
    La que yo tanto amé se llamaba María Luna, aunque nadie la conoció nunca más que por Luna, a secas, y desde el primer momento su nombre se me deshizo en la boca como un mango maduro.
    Me enamoré al instante, y le juro que fue como si toda mi vida hubiese estado esperando que tal cosa ocurriera, o que al quedarme de improviso tan vacío de odios y rencores, hubiera dejado harto espacio en mi interior para que María Luna lo ocupara.
    Amé su risa antes aún que a ella, pues me hizo vibrar su modo de reír antes incluso de verla, ya que cada una de sus divertidas carcajadas era como el repicar de mil campanas de iglesia.
    Hacía reír sólo de oírla reír, y aún no me explico cómo demonios conseguía contagiar de inmediato hasta a los curas, y eso es tan cierto que al poco me confesó que siendo niña le prohibieron acudir a los rosarios del colegio porque no podía evitar que terminaran siempre en juerga.
    Incluso su confesor acabó por echarla a patadas, y le juro, señor, que durante el tiempo que conviví con Luna, o me dolía el estómago de tanto desternillarme, o me atacaba un hipo que me amargaba el día.
    Y es que me hacía reír incluso en pleno orgasmo, pues ni siquiera en esos momentos paraba de soltar disparates, y le juro que en más de una ocasión me caí de la cama y tuve que renunciar contra mi voluntad a seguir la faena.
    Nunca sabría explicárselo.
    No es que contara chistes, ni que estuviera buscando la oportunidad de decir algo gracioso; es que era un ser absolutamente absurdo, como Cantinflas o los Hermanos Marx con faldas.
    Si yo le repito aquí cualquier cosa que dijera, le parecería una estupidez sin gracia alguna, pero lo que importaba en ella es que se le escapaba siempre la palabra justa en el momento exacto, como si la tuviera en la punta de la lengua pensada desde hacía un año.
    Una noche un camarero sufrió tal ataque de risa que nos dejó caer encima toda la cena, y en más de una ocasión me vi en la obligación de rociar de cerveza a quien tuviera enfrente, e incluso recuerdo el día en que me atraganté hasta el punto de acabar por devolver todo el almuerzo.
    ¡Era un peligro, oiga! Un auténtico peligro, pues cuando andabas con Luna corrías más riesgo de morirte de risa, que de que te aplastara un carro.
    ¡Y yo me había reído tan poco en esta vida! No era demasiado bonita, ¿por qué voy a mentirle? Pequeña y frágil, tenía cuerpo de niña a punto de florecer sin acabar de hacerlo; con un color de piel entre de negra y «china», pero terso y brillante.
    Si entraba en un lugar no se reparaba nunca en ella, pero lo que es seguro, es que a los diez minutos, y aunque la rodeasen las cien mujeres más hermosas del mundo, había acaparado el centro de la atención y nadie quería que se fuera.
    Supongo que es un «Don» como otro cualquiera; el «Don» de hacer reír hasta a las piedras.
    La gente me envidiaba.
    ¿Tiene una idea de lo que puede significar para alguien tan miserable como yo, que de pronto te envidien? Es algo así como escapar a otra galaxia.
    Llegaba a un restaurante y veía a todos aquellos tipos tan serios e importantes, con mujeres espléndidas, vestidas de superlujo, pero al cabo de un rato les miraba las caras, comprobaba su mortal aburrimiento y comprendía que tenían la oreja puesta a cualquier chorrada que soltara mi Luna y dispuestos a cambiármela al instante.
    Y es que cualquier mujer puede ser buena en la cama, señor. Puede ser buena amante, buena esposa, buena madre e incluso, si me apura, hasta excelente cocinera, pero ninguna te puede hacer reír a todas horas, y eso es muy grande.
    Lo más grande del mundo.
    Como el «Medio de Transporte» que esperábamos tardaría aún en llegar, alquilé una quinta allá por «El Lagunito», rodeado de mar y playa, y tan agradable que el hecho de levantarse de la cama y contemplar el sol y las palmeras era ya un placer y una auténtica delicia.
    Román Morales se fue a un hotel cercano, se llamaba «El Caribe», según creo, pero venía siempre a cenar a casa, y como se llenaba también de amigos y amigas de Luna que parecían no poder vivir sin ella, aquello se convertía en un auténtico desmadre que a mí me hacía tan feliz como nunca lo fuera.
    Era un hogar señor, quizá no lo comprenda; un auténtico hogar, que compartía con «mi mujer», al que sólo acudía quien a mí me gustaba, y donde me sentía por primera vez dueño de algo aunque fuese alquilado.
    Del sótano a las cloacas; de allí al cuartucho de doña Esperanza; luego a vivir de la amistad de Abigail Anaya, y ahora, ¡por fin!, mi casa.
    Usted siempre tuvo una casa, me supongo.
    Cualquier tipo de casa.
    Pero trate de ponerse en mi lugar y sentir lo que yo sentía, porque era como si Cartagena me ofreciera en quince días, todo lo que Bogotá se había empeñado en negarme de por vida.
    Le pedí a Luna que nos casáramos.
    —De acuerdo —dijo—. Lo difícil será encontrar pareja, porque a ver quién coño va a querer cargar con una negra escuálida o un serrano esmirriado.
    Más tarde decidió sin embargo que era mejor esperar a que se me pasara el ataque de hipo y el entusiasmo de los primeros días, puesto que una vida en común que significara unos hijos era la única cosa que se le antojaba seria en este mundo, y no quería dar ese paso hasta no estar absolutamente convencida.
    —No sé quién eres en realidad —musitó quedamente una noche después de hacer el amor hasta quedar exhaustos—. Me gustas, y soy feliz a tu lado, pero quiero que mis hijos tengan un padre del que puedan sentirse orgullosos, y los de la capital tenéis muy mala fama. ¡Cuéntame cosas de ti! ¿Qué le parece? ¿Qué mierda podía contarle? ¿Lo que le estoy contando a usted, para que tuviera muy claro que en caso de aceptarme, el padre de sus hijos sería un mendigo, ladrón, atracador, traficante de drogas y asesino? Y lo malo es que yo no sé inventar historias, porque si supiera le contaría a usted una muy diferente, así que opté por fingir que tenía sueño, y confiar en que con tiempo, y todo el amor que fuera capaz de ofrecerle, llegaría a convencerla.
    Tenía un puesto de frutas, justo frente la «Plaza De Los Zapatos Viejos», y aunque andaba siempre sin un peso ni para comprarse ropa, jamás oí que se quejara, pues decía que en Cartagena bastaba con muy poco para vivir contenta.
    Y como ella montones, porque esa gente de color sabe entender que han venido a este mundo a disfrutar lo más posible sin hacer daño al vecino.
    Hubiera dado una bola porque aquella felicidad no se acabara nunca, señor, o mejor dicho una mano, porque estoy convencido de que alguien tan sensual como Luna me hubiera querido manco pero no sin cojones.
    Y es que su amor estaba hecho de sexo y risas a partes muy desiguales, según los días, y resultaría estúpido, que intentara hacerle creer que existía un romanticismo al que ni ella ni yo estábamos acostumbrados.
    Aunque a usted no me avergüenza confesarle que en cierto modo yo sí que me comportaba de un modo más bien romántico, y es que comprenderá que para mí todo aquello era muy nuevo y no quería perderlo, mientras que para Luna no era más que una historia más de sus muchas historias.
    Se me comían los celos.
    ¡Se imagina! Un tipo como yo; un «sicario» capaz de pegarle un tiro a su padre, ya que jamás podría saber que era mi padre, andaba más receloso que pavo en diciembre.
    Y es que tenía pavor a que me cortaran el gañote.
    Quitarme a Luna hubiera sido aún peor que quitarme el resuello, pues la sola idea de volver a vivir sin oír sus risas, ni aspirar el dulce olor de su sexo se me antojaba tan insoportable como el hecho de regresar a Lurigancho.
    ¿Se sentó alguna vez a escuchar las confidencias de un hombre enamorado? No debe ser eso lo que vino aquí a buscar, ¿no es cierto?, pero le ruego que se lo tome con un poco de paciencia, pues si no logro hacerle entender lo que significó Luna en mi vida, malamente podrá entender las razones por las que me comporté después como lo hice.
    Si a un ciego le ofrece usted la luz, no se lo agradecerá hasta el punto de que yo agradecí conocer a aquella mulata; si resucita a un muerto, no encontrará tantas razones para vivir como ella me daba, y si un ateo descubre a Dios, nunca lo adorará de igual manera.
    Así de fácil. Y no me apena admitirlo.
    ¿Por qué habría de avergonzarme? Si he sido capaz de confesar que di de baja a tanta gente a sangre fría sin que me remordiera ni una pizca la conciencia, poco honrado resultaría por mi parte no aceptar que perdí la cabeza por una mujer que me hizo tan feliz como nadie lo ha sido hasta el presente.
    Le pedí que dejara el puesto de frutas y me dedicara cada minuto de vida, e inquirió sonriente:
    —¿Durante cuánto tiempo?
    —Siempre.
    Pero «siempre» era para Luna, como para cualquier mulata caribeña, una palabra difícil de asimilar, como un purgante amargo que rechazan de entrada, pues para ellas la entrega dura lo que dura el deseo de querer entregarse, y como ya le he dicho, la idea de una familia estable aún no estaba en su mente.
    —Mejor sigo con melones y guayabas maduras —dijo—. Yo aún estoy verde.
    Se levantaba al alba, a buscar su mercancía, montaba el tingladillo y comenzaba a vocear y a reír con unos clientes que acudían más aún que las moscas a sus frutas.
    Y es que vendía alegría, y sólo por eso sus mangos tenían otro sabor o parecían tenerlo.
    Mediada la mañana yo tomaba un autobús o daba un largo paseo para ir a buscarla, y cuando ya no le quedaba nada que vender nos íbamos a la playa, a disfrutar del sol y de la brisa.
    Al oscurecer nos invadía su gente y le encantaba cocinar para todos sin que jamás la oyera quejarse ni le descubriera un solo gesto de fatiga.
    Por último hacíamos el amor hasta la medianoche.
    Y al alba estaba en pie.
    Diecinueve años, tal vez veinte. Ni ella misma lo sabía.
    Por fin un día Marrón Morales apareció con una cara diferente y no necesitó abrir siquiera la boca para darme a entender que había llegado el momento.
    ¡Mierda! ¡Mierda, señor, mil veces mierda! Fue como si me hubiese reventado bajo el culo el mismísimo Nevado del Ruiz.
    Tres días después nos trajeron dos maletas de «coca», y resultó harto curioso, pues pese a la mucha que había visto allá en la selva sin que la considerara nunca más que un polvo blanco que valía, eso sí, cantidad de dinero, ahora la contemplé como quien contempla un barril de nitroglicerina que me pusieran bruscamente en las manos.
    Tanto Román como yo teníamos plena conciencia de que a partir de aquel instante nuestra posición era difícil, ya que si la Policía nos agarraba con aquello en las manos, malo, pero si no «coronábamos» con éxito la entrega en el lugar indicado, peor.
    Sólo entonces me confesó Marrón Morales que los dueños de la «mercancía» no eran amigos suyos, sino gente «difícil» con los que había establecido contacto a través de amistades comunes, y más nos valía cumplir al pie de la letra sus instrucciones, pues ésa sería la única forma de no arriesgarnos a cometer errores.
    Teníamos muy claro que cuando, los «narcos» confían a alguien millón y medio de dólares no están dispuestos a que se juegue con su dinero, sobre todo cuando, como parecía estar claro, nuestros «patrocinadores» no pertenecían a ninguna de las cuatro o cinco grandes familias del Cártel de Medellín, para las que una cantidad semejante no es más que parte del riesgo diario de su fantástico negocio.
    Metimos las maletas bajo la cama y le aseguro, señor, que eso de acostarse sobre tanto dinero produce un insomnio del carajo incluso después de haber hecho el amor hasta quedar rendido.
    Luna debió comprender que algo raro ocurría, porque de improviso encendió la luz, se me quedó mirando, y me exigió sin disculpa posible que le contara por qué diablos daba la impresión de estar sentado en un cesto de ladillas.
    Tuve la sensación de que el mundo se hundía en torno mío, pero la quería demasiado como para mentirle en algo tan importante, y no me quedó más remedio que aclarar la situación.
    Me escuchó atentamente, meditó unos instantes, al fin comentó con naturalidad:
    —¡Está bien! Si así es la cosa, iré contigo.
    Me dejó de piedra, señor. Completamente helado.
    Protesté tratando de hacerle ver el riesgo que corría, pero replicó con absoluta calma que nunca sería mayor que el mío, que si estábamos juntos era para algo más que para sudar en una cama, y que al fin y al cabo siempre le había entusiasmado la idea de conocer los Estados Unidos.
    Le recordé que no se trataba de un viaje de turismo y que si nos agarraban con cincuenta kilos de «coca» entre las manos pasaríamos una larguísima temporada entre rejas, pero ni aun así conseguí que se apeara del burro, advirtiendo que si no la dejaba venir, ahí mismo concluía nuestra historia.
    ¡Qué terquedad la suya, señor! ¡Qué cosa tan tremenda! Yo nunca había tratado tan de cerca ni durante tanto tiempo a una mujer, y para mí siempre habían sido criaturas a las que se paga y se olvida, pero ese día descubrí que pueden llegar a tener una increíble fuerza de voluntad y un carácter de los mismísimos demonios.
    —¡Volveré! —le repetí una y otra vez, tratando de mantenerla al margen—. ¡Te lo juro! Pero se empecinó en afirmar que en cuanto diera media vuelta se iría a la cama con el primero que le dijera «por ahí te pudras».
    Y tipos dispuestos a decirle «por ahí te pudras» y muchísimas más cosas, sobraban en Cartagena, eso es la Biblia.
    ¿Qué habría hecho usted? Por un lado me fascinaba que me demostrara de esa forma su amor, mas por el otro me horrorizaba la idea de que años de cárcel acallaran para siempre su fantástica risa.
    Lo consulté con Román que no supo aclararme gran cosa, y si me apura le diré que creo que estaba tan asustado por el lío en que nos habíamos metido, que no tenía muy claras las ideas. Él era un «niño de bien»; un tarambana capaz de derrochar fortunas con una impasibilidad digna de Marlón Brando, pero jamás fue un delincuente, ni tenía alma de traficante.
    Los criminales nacen o se hacen, excepto en el caso de tipos como el Marrón Morales, al que no hubiera conseguido hacer malo ni el mismísimo «Drácula».
    Se andaba cagando, señor. Se meaba los pantalones, y me inclino a creer que tal vez por eso mismo no se opuso a la idea de que Luna nos acompañara, imaginando, sin duda de una forma inconsciente que cuantos más fuéramos, más se repartirían las culpas.
    E incluso el dinero, porque llegó a insinuar que si por mi parte quería continuar a solas la aventura, él se conformaría con una pequeña comisión por el hecho de haber servido de intermediario.
    ¿Pero cómo me las iba a arreglar para entregar dos maletas de tan peligrosa «mercancía» en un país extranjero en el que hablaban además un idioma incomprensible? Román chamullaba inglés y conocía a los dueños de la «coca», mientras que yo no sabía un carajo de nada.
    Estaba claro que teníamos que seguir juntos en aquella aventura, y que además había pasado el momento de arrepentirse, en primer lugar porque ya nos habíamos gastado el dinero que nos habían adelantado, y en segundo porque los «narcos» no son tipos con los que uno puede estar cambiando de opinión como de calcetines.
    Lo único que quedaba por hacer era sentarse sobre aquellos cincuenta kilos de dinamita blanca y esperar a que vinieran a buscarnos, porque seguíamos sin tener la más puñetera idea de qué sistema pensaban emplear para hacernos llegar a Norteamérica.
    Por fin, una noche, a poco de oscurecer se presentó un negro flaco, y aunque en un principio se resistió a la idea de que fuéramos tres, pues sólo le habían hablado de dos, acabó por aceptar, ya que por lo visto no había tiempo de hacer consultas a más altas instancias, y él no era en definitiva más que un guía.
    Lo único que hizo fue comprar por el camino la hamaca más fuerte que pudo encontrar y algo más de agua y comida.
    Sobre las doce de la noche nos condujo a uno de los muchos malecones que se alzan a todo lo largo de la avenida Sancho limeño, para embarcar en una pequeña lancha cuyo trucado motor apenas era un susurro.
    Cruzamos la bahía muy cerca de la isla de Terra Bomba, para enfilar luego hacia la terminal petrolera frente a la cual se encontraban anclados cuatro buques inmensos.
    Estaban iluminados, pero sus cubiertas se encontraban tan altas y nosotros éramos tan pequeños, que hubiera resultado casi imposible que nos vieran. Por último, nuestro guía detuvo el motor y remó en silencio hasta amarrar un cabo al timón del que parecía ser el mayor de los navíos.
    No le exagero al afirmar que sólo el timón en sí era como cinco veces la lancha, y que sobre nuestras cabezas el petrolero parecía más alto que un edificio de diez pisos.
    Impresionaba.
    Se suponía que yo era el fuerte de los tres y, le juro que me sentía acojonado, así que imagínese cómo se encontrarían Luna y Román que eran los débiles.
    El Marrón ni siquiera abría la boca. Ella temblaba.
    Saberse bajo la popa de un monstruo de acero más largo que un estadio, de noche y sin saber nadar, no es plato de gusto, puede creerme, y por un instante estuve a punto de renunciar ahí mismo y pedirle al flaco que diera media vuelta.
    Pero no me dejó mucho tiempo para hacerlo, pues de improviso se encaramó al enorme timón y trepó como un mono para desaparecer en una oscura cavidad que se encontraba encima.
    Sólo entonces encendió una linterna e iluminó aquella especie de bóveda que se alzaba a poco más de dos metros sobre el nivel del mar, y cuya parte más alta estaría a unos siete.
    Tres vigas de hierro lo cruzaban casi arriba del todo, y sentándose en ellas nos lanzó una cuerda con la que fue izando las maletas y todo cuando llevábamos.
    ¡No podíamos creérnoslo! Aquél era nuestro «Medio de Transporte», ¿se imagina? Subimos tras él tratando de convencerle de que era la mayor locura de que nadie tuviera memoria, pero se limitó a responder que él únicamente cumplía órdenes.
    Afirmé que no iríamos.
    —Tú verás —señaló—. Pero el que vuelva a tierra puede darse por muerto. Esos «coño-e-madre» no juegan.
    El rostro de Román, más blanco que la mismísima «coca» me obligó a comprender que aquel negro pendejo tenía razón, y que habíamos sobrepasado el punto de retorno.
    —Llévatela por lo menos a ella —supliqué.
    —Por mí no hay problema —replicó con una calma que me puso aún más nervioso—. Pero no me hago responsable. Conoce el truco y el barco, y no creo que les guste.
    No hacía falta ser muy listo para admitir que hablaba en serio. Si un grupo de «narcos» habían descubierto un sistema aún no detectado de exportar su «mercancía», no parecía lógico que estuvieran dispuestos a permitir que alguien que lo conocía sin estar implicado andará suelto.
    Son asesinos, señor, puede creerme. Tipos como los que a mí me pagaban por dar de baja a alguien por menos de la centésima parte de la plata que se movía en aquel negocio.
    En caso de regresar a tierra, probablemente al día siguiente un camión hubiese pasado por encima de María Luna, y su humilde puestecillo convirtiéndola en «macedonia» de frutas.
    Cartagena es una ciudad tranquila hasta que llegan esos «narcos» que conocen la forma de corromperlo todo.
    El guía, del que nunca supe el nombre, puede creerme, señaló poco después que si nos instalábamos bien haríamos un cómodo viaje en el que de lo único que tendríamos que preocuparnos era de permanecer atados y salir sin que nos vieran.
    Para ello contábamos con una balsa neumática que se hinchaba por medio de una bomba, y que estaba provista de una larga cuerda y un par de remos. Una vez en Norteamérica bastaría con esperar la noche, cargar en la balsa la cocaína y bogar hasta tierra.
    —¡No hay problema! —concluyó enseñando unos enormes dientes muy blancos—. ¡Ningún problema! ¡Hijo de puta! Para él no había problema porque media hora después estaría trajinándose una botella de ron y una mulata, mientras nosotros teníamos que encaramarnos a las vigas como monos de feria o gallinas asustadas.
    Insistí para que se llevara a Luna sin decírselo a nadie, pero se negó en redondo alegando que se jugaba el pescuezo, pues ocultarle algo a los «patrones» era como tratar de ocultárselo a un dios omnipotente.
    Le juro que si hubiese tenido la pistola a mano le hubiese pegado un tiro, pero la había guardado en el fondo del macuto, y no creo que me hubiera dado ocasión de rebuscar en él hasta encontrarla.
    Y al fin y al cabo, debía reconocer que en cierto modo se estaba comportando honradamente.
    Luna no había dicho una palabra. Su hermoso color de piel, entre de negra y «china» tendía ahora al aceitunado, y sus vivaces ojos parecían muchísimo más grandes, pero se diría que aceptaba que era ella quien había insistido en meterse en la trampa, y tenía demasiados cojones como para ponerse a llorar o dar gritos histéricos.
    Los mulatos suelen ser fatalistas, señor. Tienen que serlo a juro, o dejar de ser mulatos.
    Román Morales era blanco y serrano y no parecía aceptarlo con idéntica parsimonia.
    Le había observado tantas veces mientras perdía hasta su último céntimo en la ruleta con el aire de un gran señor que no presta atención a las monedas que le sobran, que su actitud de aquellos momentos me preocupó, puesto que daba la impresión de estar a punto de sufrir un nuevo ataque.
    Él siempre bromeaba diciendo que el corazón le falló por el hecho de no haberle fallado definitivamente en el momento oportuno, pero créame si le digo, señor, que en aquellos instantes parecía a punto de saltarle en pedazos.
    En ello estaba, inquieto tanto por Luna y su silencio como por mi amigo y su actitud, cuando de pronto advertí cómo el negro se mandaba mudar sin despedirse, pues tras saltar a la parte alta del timón, brincó a la lancha y se perdió en la noche.
    ¡Qué repeluz, carajo! Era como si pudiera alargar la mano y hundir los dedos en el espeso miedo que llenaba de pronto aquella bóveda de hierro, pues con la desaparición del flaco nos quedamos como clavados en lo alto de las vigas, aterrados y negándonos a aceptar lo que ocurría.
    Nos observamos a la luz de la linterna que el negro había colgado de tal forma que quedaba por debajo de nosotros, y le aseguro que parecíamos murciélagos encaramados en la parte más oscura de una caverna, aunque incapaces de echar a volar o de hacer tan siquiera un movimiento.
    Mi primer impulso fue hinchar aquella jodida balsa y largarnos de allí. Por mucho miedo que impusieran los «narcos» aquella especie de panteón de hierro lo superaba, y por Dios que no estaba dispuesto a atravesar el mar colgando de una viga.
    Prefería enfrentarme a diez «sicarios» en tierra firme, que quedarme un minuto más entre el mar y el hierro; sin apenas espacio para que entrara libremente el aire, y sin saber qué demonios iba a ocurrir cuando aquel monstruo comenzara a ponerse en movimiento.
    Pero no era cosa fácil, téngalo por seguro.
    Inflar una lancha neumática de tres metros de largo sin más ayuda que una jodida bomba que continuamente se soltaba, haciendo equilibrios sobre una viga y casi en tinieblas, es el trabajo más hijo de puta al que me haya enfrentado nunca, y aunque tanto Luna como Román intentaron echarme una mano a riesgo de caerse, al cabo de una hora tuvimos que renunciar confiando en que, con la luz del nuevo día, las cosas fueran más fáciles.
    Colgamos las hamacas casi en el vacío, y agotados por el esfuerzo y la tensión, tratamos de descansar un par de horas.




    ¿Se ha despertado alguna vez con la impresión de que un inmenso animal le devoraba? Confío por su bien en que no sea así, porque la sensación es algo más que angustiosa.
    Imagínese lo que puede ocurrir si en el momento de despertar sudando frío, descubre con amargura que el sueño se ha convertido en realidad.
    Eso fue lo que pasó.
    Ya era de día y una luz verdosa le daba a todo un aspecto harto curioso, pero cuando miré hacia abajo por Dios que casi me caigo de la hamaca.
    ¡El agua había subido! ¡Cielo Santo! El agua había subido más de dos metros y ya no había salida! Estábamos completamente atrapados y ni siquiera la balsa servía para escapar de allí, porque ahora la bóveda se había transformado en una trampa herméticamente cerrada.
    ¡No diga tonterías! ¿Cómo iba a ser la marea? Si sube la marea, el barco sube con ella.
    Fue el aterrorizado Román quien encontró la respuesta cuando al cabo de casi diez minutos consiguió balbucear unas palabras. No era el agua la que había subido; era el petrolero, el que había bajado.
    Durante aquellas horas los inmensos tanques se habían ido llenando, y al cargarse, la línea de flotación había ido descendiendo más y más, hasta alcanzar la entrada de la «cueva».
    Sin duda el negro lo sabía. Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir y por eso nos llevó allí con el barco vacío para desaparecer en un santiamén al empezar la carga.
    ¿Pero cuánto podía cargar aquel maldito barco? ¿Cuánto, señor, tiene usted alguna idea? Cuando María Luna se despertó, comenzó a gritar histérica, y si no la agarro por el cuello amenazando con estrangularla si no se calmaba, ahí mismo se hubiera lanzado al agua.
    No era para menos, señor, téngalo por seguro. Yo mismo estaba deseando hacerlo. Me hubiera hundido como un plomo, pero cualquier cosa se me antojaba mejor que continuar allá arriba, a la espera de que el nivel del agua continuara ascendiendo hasta cubrirnos.
    Y Román Morales también, supongo.
    Y usted si hubiera estado allí.
    ¿Sabe nadar? ¿E incluso «margullar» para salir por debajo del agua? ¡Tipo listo, oiga, pero allí me hubiera gustado verle! Me hubiera gustado ver cómo se las arreglaba para lanzarse al agua, bucear bajo el casco, salir a una bahía en que dicen que suele haber tiburones, y nadar yo qué sé cuánto hasta la costa.
    Si lo hubiera conseguido es que es usted primo de Rambo.
    Yo soy de Bogotá, como Román Morales, y en el río en que me bañaba el agua apenas me mojaba la tripa.
    Luna había nacido en Cartagena y se pasaba el día en la playa, pero aunque sabía nadar, en cuanto el agua le llegaba a la nariz salía echando leches.
    Aquel mar me parecía por tanto más infranqueable que las propias planchas de hierro de la bóveda.
    Me resulta difícil hablar de cuanto ocurrió aquel día, créame.
    Necesitaría ser más listo para expresar el terror que sentíamos.
    Y saber más palabras.
    Saberlas o inventarlas y que usted consiguiera entenderlas, porque le juro, amigo, ¿puedo llamarle amigo?, que no se han inventado palabras que sirvan para describir cuanto allí sucedió.
    El agua seguía subiendo.
    Y estaba claro que aquel lugar era absolutamente hermético.
    Comprendí que si no nos ahogábamos, moriríamos asfixiados en cuanto se nos agotara el aire.
    ¿Qué le parece? Déjeme pensar. Déjeme cerrar un rato los ojos y volver a aquel día, aunque le juro que malditas las ganas que tengo de recordarlo.
    ¡Me viene tantas veces a la cabeza cuando duermo! ¡Lo vivo tanto en sueños, que incluso hablar de ello me hace daño! ¡Espere! Luna dejó de gritar y Morales lloraba.
    Luna empezó a llorar también, y si yo lo hice o no, no lo recuerdo, pero si alguien afirma que lo hice, estoy dispuesto a creerlo.
    Ya le conté que jamás lloré de niño, ¿no es cierto? Pues puede que fuera allí donde dejara escapar mi primera lágrima, y no por miedo a morir, morir es fácil, sino porque al contemplar el rostro de la mujer que amaba, tomé conciencia que había perdido su risa para siempre.
    Y la risa de María Luna valía más que una vida.
    Más que la mía desde luego.
    ¡Amigo! Me suena bien llamarle amigo. Más que señor, que empezaba a fastidiarme, y si después de oír con tantísima paciencia todo lo que le cuento no es aún mi amigo, no sé quién coño podría serlo ya en este mundo.
    Tal vez lloré aquel día, en aquel momento o quizás un poco más tarde, no lo tengo muy claro, pero lo que sí sé es que garganta abajo me corría un reguero de lágrimas tan ácidas que se me enronqueció la voz para los restos.
    ¡Qué luz había, tan verde y tan helada! Bajo nosotros brillaba una esmeralda más grande que esta estancia, que subía y subía como un monstruo de cine buscando devorarnos.
    El miedo se hizo pánico.
    Luego aparecieron de pronto unos pececillos, quizá de este tamaño, diminutos, pero créame si le digo que su sola presencia me calmó de inmediato, pues me hicieron llegar a la conclusión que aquella mancha verde no era un monstruo, sino tan sólo el mar, que no podía continuar subiendo.
    Comprendí entonces que quien nos metió allí sabía lo que hacía, y al encerrarnos en semejante gruta de hierro, no obraba a ciegas, puesto que encerró también cincuenta kilos de «coca» y estará de acuerdo conmigo en que eso es algo que nadie está dispuesto a perder alegremente.
    Por lo que el negro comentó, deduje que no debía ser la primera vez que alguien hacía aquel viaje, lo cual quería decir que el sistema funcionaba.
    Y si otros habían logrado sobrevivir, yo también lo conseguiría, porque al fin y al cabo era un «gamín» que había pasado dos años en las cloacas, veinte en las calles de Bogotá, y seis meses en el penal de Lurigancho.
    Créame si le digo que aquellos peces me salvaron.
    Me devolvieron a la realidad, y la realidad, por muy dura que fuera, era algo a lo que estaba acostumbrado a hacerle frente.
    Recuperé la calma.
    El agua se estabilizó a poco más de dos cuartas por encima del borde, y me esforcé por tranquilizar a los otros obligándoles a entender, que estábamos seguros. Lo único que teníamos que hacer era seguir las instrucciones del negro y afianzarlo todo, atándonos de modo que no pudiéramos caer al mar. El resto era cuestión de tiempo.
    Teníamos agua, comida, mantas, hamacas y dos botellas de ron. Nuestro único problema era vencer el miedo.
    Parecieron aceptarlo. María Luna dejó de llorar y Morales de temblar como si tuviera las fiebres y durante más de media hora llegué a imaginar que habíamos superado la crisis.
    Luego empezó lo malo.
    ¡No se asombre! ¡Lo «malo»!, y si llega a escribir esto, más vale que lo escriba con mayúscula.
    Primero se escuchó un rumor lejano, como si el vientre de aquella inmensa ballena de metal comenzara a moverse, luego un chirriar de cadenas al rozar contra el casco, y por fin el infierno.
    Un ruido ensordecedor, como si un millón de herreros locos te martillaran la cabeza, y, de improviso, justo bajo nosotros, la enorme hélice comenzó a girar cada vez más aprisa, y al hacerlo agitaba con tanta violencia el agua que iba a rebotar contra las paredes de la gran cavidad lanzándola hacia arriba y salpicándonos.
    Entendí entonces que aquel extraño lugar debía estar pensado precisamente para eso; al no quedar la hélice en la parte de atrás, sino un poco por debajo del casco, el agua debía necesitar un espacio libre hacia el que escapar, y ahí era donde nos habían escondido.
    Si tiene una explicación mejor, me gustaría saberla. De barcos no entiendo, y le aseguro que aquélla fue la primera y la última vez que puse el pie en uno de ellos.
    Cuando a los diez minutos le hélice cogió velocidad, me oriné en los pantalones.
    Creo que usted se hubiera cagado.
    Estábamos colgados sobre la más increíble trituradora de carne que nadie hubiera podido imaginar, con la cabeza a punto de reventar por culpa de un estruendo como resultaría imposible describir, y recibiendo continuas duchas que amenazaban con ahogarnos.
    ¡Demasiado! Demasiado incluso para mí que creía poder soportarlo todo.
    ¡Malditos! ¡Malditos hijos de puta capaces de hacer pasar a un ser humano por semejante espanto, con tal de llevar su mierda a Norteamérica! Creo que fue en aquellos momentos cuando juré por primera vez que, si salía con vida de allí los mataría, y usted sabe muy bien que yo he matado por muchísimo menos.
    Y es que quienquiera que fuese el responsable de que nos encontrásemos en aquella situación, merecía algo más que la muerte, puesto que lo que nos estaba obligando a sufrir era mucho peor que matarnos.
    Era una interminable agonía de terror, tanto más insoportable cuanto que el estruendo hacía estallar la cabeza, por lo que ni siquiera podías tornar plena conciencia de dónde te encontrabas y qué era lo que en verdad estaba sucediendo.
    Mucho tiempo después, me resulta imposible decir cuánto, el nivel del agua comenzó a subir y a bajar dependiendo del oleaje exterior, de forma tal que a veces descendía al punto de permitir la entrada de una bocanada de aire, y otras subía hasta casi alcanzar las vigas en que estábamos encaramados.
    Cada golpe de mar podía ser el último, ya que una ola mayor de lo normal en el Caribe nos hubiera alzado en vilo estampándonos los sesos contra el techo de hierro.
    Pero yo no tenía la más mínima idea de qué altura podía alcanzar una ola en el Caribe.
    Ni ocasión de pensar en ello.
    Pensar resultaba por completo imposible. Nadie puede pensar cuando está sentado sobre la hélice de un petrolero lanzado a toda máquina.
    Luego llegó la noche.
    ¡Permítame olvidarla! Sea bueno conmigo, y no me martirice pidiendo que le cuente cómo fue aquella noche.
    Ni siquiera yo puedo decírselo.
    Ni yo, ni creo que jamás pueda saberlo nadie.
    En algún momento de esa noche, ignoro cuál, Román Morales se dejó vencer por el terror, y el corazón le hizo por fin aquel favor que con tanta insistencia le pedía.
    Se quedó frito.
    Amaneció ya cadáver, y aunque no entiendo de eso, comprendí que el miedo le había matado y que quizás en el fondo de su alma era lo que desde el primer momento había estado deseando.
    No. No lo toqué.
    Lo dejé allí colgando, pues tirarlo hubiera significado que aquella mostruosa hélice lo convirtiera de inmediato en picadillo para peces, y no me pareció que fuese el fin que un hombre como él se merecía.
    Quizá siga aún allí. No es una tumba peor que cualquier otra; el mayor panteón que nadie haya tenido; un gigantesco petrolero que le lleva a recorrer todos los océanos del mundo.
    ¿Macabro? Ya le advertí que era mucho mejor no seguir contándole mi historia, pero usted insistió y no pienso evitarle tragos amargos. Así ha sido mi vida, mal que me pese, y si se le antoja «macabro» el hecho de haber dejado el cadáver de un hombre colgando de la popa de un barco, trate de imaginar lo que fue para mí que tuve que pasar a su lado todo el resto del viaje.
    Cuatro o cinco días, no lo tengo muy claro.
    Tal vez una semana.
    Una eternidad para ser más precisos.
    El tiempo es lo que mejor pueden medir los relojes, pero lo más cambiante que existe para el hombre.
    Mis días de felicidad fueron segundos.
    La estancia en Cartagena, disfrutando del sol y la risa de Luna se convirtió a la larga en algo tan efímero que a veces dudo que en verdad ocurriera.
    Sin embargo, aquella travesía aún no ha terminado, pues rara es la noche en que no me despierto escuchando el estruendo de las máquinas, convencido de que una gigantesca trituradora gira bajo mi cama.
    Luna se había convertido en un ovillo que apenas se movía. Acurrucada en su hamaca, cubriéndose los oídos con las manos, parecía una criatura que hubiera decidido regresar al vientre de su madre, y a menudo me asalta la impresión de que ni tan siquiera respiró hasta que el barco se detuvo.
    El silencio me hizo daño.
    Era como si el mundo hubiera dejado de girar, al igual que la hélice, y un agua tan transparente y quieta que permitía ver las rocas del fondo, sustituyó a los pocos instantes a la rugiente espuma.
    Creí que me había muerto.
    Se lo juro. Por más de diez minutos me asaltó la sensación de que al fin todo había concluido, y había entrado en ese largo túnel de paz que dicen que está esperando a los difuntos.
    Luego debió empezar la descarga, el nivel del agua comenzó a descender, y en cuanto dejó apenas medio metro de espacio, salté a la parte alta del timón y eché un vistazo.
    No podía distinguir mucho, pero tuve la impresión de que estábamos anclados junto a una especie de torre a la que el barco se encontraba unido por mangueras, a poco más de un kilómetro de una playa en la que de tanto en tanto se distinguía alguna casa. Luego, más atrás, bastante lejos, se alzaban enormes edificios de relucientes cristaleras.
    Aquello tenía que ser Norteamérica.
    Subí a decírselo a Luna, y ni siquiera me escuchó.
    Le grité, la agité, la zarandeé e incluso la abofeteé, pero continuó en la misma posición sin reaccionar ante nada, y aunque tenía los ojos muy abiertos y me miraba, estoy seguro de que no me veía, como si le hubieran colocado una pared delante.
    ¡Ahí sí que lloré! Lloré durante más de media hora.
    Al verla así, convertida en una «cosa»; una especie de planta, o un enorme feto que se negase a abandonar el vientre de su madre, tuve la absoluta seguridad de que había perdido al único ser que me había hecho feliz en este mundo.
    ¿Qué me importaba llorar si ya era un hombre, y me encontraba ante el cadáver de un amigo y lo poco que quedaba de la mujer que amaba? ¿Frente a quién tenía ya que presumir de hombría? Durante horas me quedé allí, observándola y contándome mi propia historia tal como ahora se la cuento, y no encontré nada en ella que ameritase el esfuerzo de continuar viviendo.
    Aunque quizá sí. Quizá sólo una cosa: el odio. El odio o tal vez sería mejor decir el ansia de venganza, porque había llegado a un punto en que la bilis se me escapaba a borbotones, y me creerá si le digo que si en aquel instante el mismísimo Dios se me hubiese aparecido, lo más probable es que le hubiese pegado cuatro tiros.
    Estará de acuerdo conmigo en que me habían llevado a un extremo al que no se debe hacer llegar a un ser humano.
    Me habían empujado más allá de todo lo soportable.
    Y alguien pagaría por ello.
    Lo juré ante Román Morales y ante Luna, y lo hice convencido que llevaría a buen fin tal juramento.
    Una hora después, ya más tranquilo, aproveché lo que quedaba de luz para hinchar la balsa que dejé colgando de las vigas, y cuando cayó la noche la boté al agua y cargué en ella las dos maletas y a María Luna.
    ¿Sabe usted remar? Yo no, y no se imagina qué cosa tan ridícula puede llegar a ser pretender aproximarse a unas luces que tienes casi al alcance de la mano, y no conseguir más que dar vueltas como un tonto, incapaz de hacer avanzar un metro aquella lancha.
    Y en aquella lancha iban la mujer que amaba y millón y medio de dólares en drogas.
    ¿Curiosa situación, no le parece? No sabía dónde estaba ni hacia dónde me dirigía; el ruido me había ensordecido al punto de no ser capaz de oír ni una sirena que hubiese resonado a cinco metros, y por si fuera poco perdí uno de los remos.
    Aunque en el fondo fue la mejor solución, pues desistí en mis inútiles intentos de bogar, y opté por tumbarme en proa y empujar con las manos hacia una luz cercana.
    No se ría si le digo que empleé casi toda la noche en recorrer poco más de un kilómetro, y es que únicamente a punto ya de amanecer conseguí a duras penas poner el pie en tierra muy lejos del lugar que me había propuesto. Fui a parar donde el mar quiso llevarme.
    Por suerte no había nadie, y pude esconder las maletas, la balsa e incluso a Luna entre la maleza.
    Continuaba sin reaccionar.
    Si por algún momento mantuve la esperanza de que al verse lejos del barco y bajo la luz del sol las cosas cambiarían, pronto me desilusioné, pues continuaba tan inmóvil como si la hubiesen congelado y nada en este mundo fuera capaz de calentarla.
    Yo no sabía qué hacer.
    Lo entiende, ¿verdad? Me encontraba a la orilla de una inmensa bahía, con una ciudad al fondo, un grupo de barcos anclados a lo lejos, y una ancha autopista que pasaba a mis espaldas, y por la que circulaban modernos automóviles y enormes camiones.
    Había visto suficientes películas como para llegar a la conclusión de que me encontraba en algún lugar de Norteamérica.
    Pero yo no hablaba una sola palabra de su jodido idioma, no tenía un dólar, ni más datos de utilidad que un larguísimo número de teléfono al que debía llamar cuando hubiera puesto a salvo la «mercancía».
    Tenía, eso sí, cincuenta kilos de «coca» y una mujer muy enferma.
    A mí no se me ocurren fácilmente las ideas, no soy de ésos, y el hecho de haber cometido tantísimos errores en la vida me ha hecho harto prudente a la hora de tomar decisiones, ya que no puedo evitar que me asalte de continuo la sensación de que voy a volver a equivocarme.
    Intenté por última vez hacer reaccionar a María Luna, pero tuve la impresión de que se había quedado idiotizada, por lo que decidí que lo mejor que podía hacer era llevarla a un hospital donde la cuidaran como yo no sabía.
    Me fijé muy bien en el lugar en que me encontraba, esforzándome por visualizar todos los puntos de referencia, y enterré las maletas al pie de un árbol de flores muy rojas que se levantaba entre dos altísimas palmeras.
    Luego, en cuanto oscureció, y sabiendo como sabía que me encontraba tan debilitado que no podría cargar por mucho tiempo ni tan siquiera a alguien que pesaba tan poco, metí a Luna en la balsa, la arrastré hasta el mar y tirando de ella por medio de una cuerda avancé por la playa con el agua a media pierna.
    Tan poca cosa, y significaba no obstante un esfuerzo que conseguía agotarme.
    Tuve que detenerme a descansar cinco veces, pero al fin llegué a una especie de embarcadero en el que un viejo negro se dedicaba a lavar veleros con ayuda de una esponja y una manguera.
    Varé la balsa a corta distancia, me aproximé en silencio y el tipo se llevó un susto de muerte, porque mi aspecto debía ser acojonante, sucio, sin afeitar y con un pistolón a la vista.
    ¡Hablaba mi idioma, se imagina! Estaba en Norteamérica, pero aquel bendito negro era dominicano y me entendió en el acto.
    Le expliqué que había una mujer enferma en la balsa, le rogué que intentara ayudarla, y que, por favor, me diera oportunidad de llegar a la ciudad antes de que la Policía me alcanzara.
    —De acuerdo, hermano —dijo—. Pero si apareces con esa pinta no duras ni diez minutos en la calle.
    Me proporcionó un lugar donde asearme, me regaló un viejo mono de faena, e incluso me prestó dos dólares para que pudiera comer algo.
    —Yo sé lo que es llegar ilegalmente a este país —concluyó—. Me ocuparé de que atiendan a la mujer, y si quieres saber noticias de ella, pregunta por mí en este número. Me llamo Augusto.
    Aún queda gente así en el mundo.
    Y alguien así era lo que yo más estaba necesitando. Nunca olvidé lo que hizo por mí, y hoy en día se le puede considerar ya un hombre rico.
    Me despedí de Luna que seguía sin oírme y cuando al fin me alejé de allí camino de la ciudad que brillaba en la distancia, abrigué la absoluta seguridad de que jamás volvería a verla.
    Y así fue.
    Jamás volví a sentirla reír, ni a acariciar su tersa piel entre de negra y «china».




    Desde que dejé a María Luna convertida en un vegetal, ¡a ella que era la criatura más vital y alegre que ha existido!, confiándosela a un desconocido en un país extraño, no he podido descansar en paz ni una sola noche, y si se trata de eso que llaman «remordimientos de conciencia», le juro que me remuerde más por ella, que por las dos docenas de muertos que cargo a mis espaldas.
    Y es que en cierto modo Luna está más muerta que los propios difuntos, pues los difuntos descansan y se olvidan, mientras que por lo que me han contado, mi mulata continúa en el hospital, mirando la pared y sin decir media palabra.
    El otro día le llamé «amigo» y no se molestó. ¿Le importa que le siga considerando amigo mío? En ese caso tendría que pedirle un favor muy, muy grande; un favor a cuenta quizá de la mucha saliva que he gastado en su libro.
    ¿Por qué no va un día a verla? ¡Quizás a usted le escuche! Quizá si le cuenta al oído, muy despacio, lo mucho que estoy sufriendo por haberle causado tantísimo sufrimiento, decida perdonarme.
    Y hasta podría decirle que ni siquiera suplico su perdón. Me basta con que hable.
    Me basta con que viva. Me basta con que vuelva a reír aunque yo no pueda oírla.
    ¡Me duele tanto! Aunque mejor olvídelo. No es justo que habiendo causado tanto daño, tan sólo me preocupe por el mal que pude hacerle a Luna.
    A veces me gustaría que fuese más hablador, o que tuviera el valor de involucrarse de alguna forma en esta historia, en lugar de parapetarse tras esa grabadora y limitarse a hacer preguntas o sonreír como sonríen los curas en los confesionarios.
    Su opinión me serviría de ayuda, aunque me planteé hace ya tiempo que jamás solicitaría ayuda de nadie.
    Déjelo como está y sigamos adelante. Lo que ha venido a escuchar es un relato cruel, no pendejadas.
    ¿Conoce bien Miami? Yo no, se lo aseguro. Aún hoy me sigue pareciendo un lugar muy hermoso, pero absurdo; tan confuso, que a veces creo que ni siquiera los que han nacido y se han criado allí lo entienden por completo.
    Y es que más que las calles, los edificios o las plazas, son sus habitantes lo que le dan sentido a una ciudad, y en ese aspecto Miami carece de sentido.
    ¿Quiénes son sus habitantes? ¿Los que nacieron allí; los cubanos exilados; los excéntricos millonarios; los viejos turistas retirados; los «narcotraficantes», o los miles de ilegales llegados de cualquier rincón de Sudamérica? Todos se consideran los auténticos dueños de Miami, y en el fondo creo que todos lo son y nadie lo es al propio tiempo.
    ¡Qué lugar tan absurdo! ¡Y cuánto vicio! Yo tengo un buen olfato para el vicio, lo detecto en el acto, pues no en vano me crié con mocosos que a los nueve años se habían metido ya en el cuerpo más «basuco» o «marimba» que un cantante de rock a todo lo largo de su vida, y me bastó con sentarme en una plaza y observar a mi alrededor, para captar de inmediato quién me podía servir, y quién era en realidad un policía disfrazado.
    Los policías son iguales en todas partes por mucho inglés que hablen.
    Y los auténticos «yonquis» te miran igual hasta en Nigeria.
    Hay tal brillo de ansiedad en el fondo de los ojos de los adictos al «basuco» o al «crak», que ni el mismísimo Al Pacino, que es un actor que me entusiasma, conseguiría imitarlo.
    Suele ser gente que se considera rebelde y agresiva, pero que sabe muy bien que está vencida de antemano, porque un simple gramo de vicio les derrota, y como ya le dije no son dueños de sí mismos ni tan siquiera una hora del día, ya que su única felicidad se centra en estar «enganchados» a su mundo de sueños hasta estirar la pata.
    Me arrimé a uno de ellos, el más ansioso, y hablamos del «mercado».
    Me aclaró muchas cosas, pero de todas ellas, la que más me interesó fue el hecho de que allí, en aquella misma plaza, las dos maletas que escondía a la orilla del mar podían valer muy bien cuatro millones.
    ¿Lo entiende ahora? La vida de Román Morales, la enfermedad de Luna, y todo lo que yo había sufrido para llegar hasta allí, valían dos millones y medio de dólares contantes.
    Ésa era la diferencia de precio entre cincuenta kilos de «coca» en Cartagena de Indias o en Miami.
    Y era una diferencia por la que según sus dueños, valía la pena arriesgar vidas ajenas.
    Pero no habían tenido en cuenta que una de esas vidas era la mía.
    Y la de un pobre infeliz que no había hecho daño a nadie; y lo que es aún peor, la de una inocente vendedora de frutas, cuya fantástica risa valía mucho más que esa cifra.
    Llegué a un acuerdo con mi «amigo», y perdone que empleé esa misma palabra, porque lo cierto es que se me olvidó su nombre si es que alguna vez me lo dijo.
    Si me conseguía un buen comprador para dos kilos de «coca», se ganaría diez mil dólares.
    A poco pierde el culo.
    Se me quedó mirando con la boca entreabierta, como un lelo, calculando sin duda cuántas dosis podría conseguir con aquella astronómica cifra, me pidió que esperara, y media hora después me envió a un cubano relamido con cara de tener más padres que la Constitución Americana, que me espetó sin más preámbulos:
    —¿De dónde la has sacado?
    —Soy colombiano.
    ¡Palabra Santa, oiga!, como la llave que abre todas las puertas, o como un conjuro mágico.
    El tipo, no era tonto, por algo era cubano, entendió mi posición, me miró de frente, y me largó trescientos dólares para que me comprara ropa, buscara un hotel, y me presentara al día siguiente con los dos kilos en unas señas determinadas.
    —Aquí mismo —le dije—. Trae tú la «pasta».
    Me observó fijamente y me creyó.
    Los negocios del vicio son así. Si estás en ello te basta con mirar a alguien a la cara y saber si habla en serio o está zumbado.
    Aquel cubano relamido, hijo de siete putas y que no hubiera dudado ni un minuto a la hora de cortarme en rodajas con un pedazo de lata, olió que yo olía a dinero aunque andará en la más negra «carraplana» y arriesgó trescientos dólares con la seguridad de ganar treinta mil.
    Me gasté ciento cincuenta en ropa y en comer, veinte en un maletín, y veinte en información sobre un hotel en el que no hicieran preguntas tontas.
    Para no hacérselo largo le diré que fui a buscar los dos kilos de «mercancía», dejé el resto en el mismo lugar, y a la noche siguiente cerré el negocio con el jodido cubano sin el menor problema.
    Le entregué al «yonqui» los diez mil prometidos y me esfumé en el acto.
    Vendí barato, pero pese a las rebajas, comisiones, y el dinero que le entregué al viejo Augusto para él y para que cuidaran bien a Luna, me quedaron limpios más de cincuenta billetes grandes, y eso incluso en Miami es un montón de plata, sobre todo cuando sabes que tienes cuarenta y ocho kilos de «coca» más enterrados en una playa.
    Conseguir documentación falsa en Miami es mil veces más rápido y barato que conseguirla auténtica, y los falsificadores son tan hábiles, que incluso los más expertos se las ven negras a la hora de distinguir un pasaporte bueno de uno de encargo.
    Para que lo entienda mejor, le aclararé que hay quien dice, y yo le creo, que casi la mitad del dinero que se mueve en Florida es dinero con más mierda que papel, y eso hace que abunde todo tipo de gente con buena nariz para esa clase de mierda.
    Es una ciudad corrupta, y pese a que la televisión nos la presente como de una corrupción llamativa y casi sofisticada, debe saber que aunque no tengan aún «gamines» que vivan en las cloacas, no anda lejano el día en que los hijos de los negros y de los inmigrantes ilegales acaben de igual modo.
    Jamás había visto rascacielos tan prodigiosos a menos de trescientos metros de un barrio en el que no puedes dar un paso sin que te atraquen.
    Me mudé a «Miami-Beach»; a un hotel discreto y elegante, con un pasaporte ecuatoriano en el que se aseguraba que era un comerciante natural de Vilcabamba, y aunque no tengo la más mínima idea de dónde queda eso, lo único que conseguí averiguar es que se trata de un pueblo de las montañas en el que la gente suele vivir más de cien años.
    Pues no lo sé. Una vez le pregunté a un viejito y me contestó que sólo había una forma de conseguirlo: habiendo nacido el siglo pasado.
    Pero en ese Vilcabamba parece ser que hay un montón de gente en tales circunstancias.
    El tipo que falsificó el pasaporte tenía sentido del humor, no cabe duda.
    De lo que tampoco cabe duda es de que, ni aun habiendo nacido en ese lugar, nadie tendría ocasión de llegar a centenario en Miami, aunque en invierno hay partes de la ciudad en las que te da la impresión que no queda una persona de menos de setenta.
    Ya no es, como dicen que era, el paraíso de los jubilados de clase media, pues a no ser que puedas comprarte una mansión y rodearla con una valla eléctrica, sufres tantos sobresaltos que más te valdría instalarte en la selva.
    Yo, la verdad, nunca llegué a entender muy bien cómo funciona aquella ciudad, ya se lo he dicho, en parte por culpa del idioma, aunque el español sea allí casi tan utilizado como el inglés, y en parte porque no puse el menor interés en su funcionamiento.
    Desde el primer momento tuve muy claro qué era lo único que me interesaba de Miami, y a ello dediqué todo mi esfuerzo.
    En cuanto me sentí seguro con mi nueva personalidad y mi discreto hotel, fui a una cabina y llamé a Ramiro para tranquilizarle sobre mi paradero, y tener noticias de cómo andaban las cosas por «El Sótano».
    Me maldijo el alma por haberle tenido tanto tiempo sin noticias, me preguntó por Luna, de la que ya le había hablado, y le entristeció saber que nuestra historia de amor había acabado, aunque no le conté nada de lo ocurrido, limitándome a decirle que nos habíamos separado.
    ¡Pobre Ramiro! Imagino que por unos días debió hacerse la ilusión de que había encontrado una especie de Herminia que me obligaría a sentar la cabeza definitivamente.
    Supongo que sí. Supongo que si ella me hubiera aceptado lo habría hecho. ¡Cualquiera sabe! Son cosas en las que nunca he querido pensar pues lo más probable es que me hubiera vuelto irracionalmente agresivo, y tenía muy claro que para hacer lo que tenía que hacer, lo más importante era mantener la cabeza despejada.
    «Elucubrar», ¿se dice así?, es una jodida palabra que casi nunca me sale, sobre si las cosas pudieron haber sido de una forma o de otra nunca se me dio muy bien, pues para hacerlo se necesita imaginación y ya le he repetido hasta la saciedad que yo de eso tengo muy poco.
    Tal vez a estas alturas sería padre de un par de mulatitos, o me habría muerto de un ataque de risa.
    ¡Cómo echo de menos aquella risa, amigo! ¡Cómo la necesito! Recuerdo una noche que en el momento más apasionado susurré en el colmo del éxtasis: «Me voy; me voy...» y la muy hija de perra me respondió en el acto: «Pues llévate el paraguas que está lloviendo.» Como comprenderá, ni me fui, ni me llevé el paraguas.
    Así era siempre.
    Y ahora apenas mueve los ojos cuando le hablan.
    No. Nunca quise volver a verla.
    Tiene todo lo que pueda necesitar hasta el fin de sus días, pero cuanto tenía que llorar ya lo he llorado.
    ¿Sabe una cosa, amigo? Creo que nunca fui a verla, porque un día descubrí que en el fondo era más la compasión que sentía por mí, que la que sentía por ella.
    Y es que a ella le falta la razón, pero a mí me falta ella.
    Supongo que cuando uno va al cementerio, a rezar ante la tumba de la persona amada, la sigue viendo tal como la viera en vida, y cuando le habla escucha sus respuestas haciéndose la ilusión de que le contesta desde un lugar muy lejano.
    Pero ir a un hospital a ver a María Luna convertida en un guiñapo, y comprender que de su boca no sale ya una palabra es algo muy diferente, y yo, que a tantos ayudé a convertirse en cadáveres sin tan siquiera un suspiro o un pestañeo, no me siento con fuerzas para enfrentarme a ese espectáculo.
    ¡Pero dejemos eso! Lo que ahora importa es que, tras hablar con Ramiro y enterarme de cómo iban las cosas por Bogotá, hice una nueva llamada y cuando un tipo con acento antioqueño respondió secamente, le dije que era Román Morales, que acababa de llegar a Miami, y que tenía un regalo para «Eduardo».
    Escuché susurros, voces nerviosas y por fin otro tipo, éste «costeño», se puso y me preguntó por qué coño había tardado tanto.
    —La próxima vez vendré en «Avianca» —repliqué, pero no pareció verle la gracia.
    Querían su «mercancía» para esa misma noche, pero les hice ver que me había quedado solo y tenía que buscarla.
    —¿Dónde está el otro?
    —Se cayó al agua.
    —¿Y la negra?
    Luna no es negra, ya se lo he dicho. Es apenas mulata, pero aquel hijo de puta dijo «negra» como podía haber dicho «rata».
    A punto estuvo de hacerme perder la calma, y me costó un gran esfuerzo tranquilizarme y replicar que como no era mi «novia» había preferido «licenciarla».
    Silencio y más susurros. Estaban excitados. Contentos y excitados, y eran varios. Tres por lo menos, aunque más probablemente, cuatro.
    Cité a uno de ellos, ¡uno solo!, para la noche siguiente en una hamburguesería de la avenida Lincoln, no lejos de la playa, y les advertí que si no llevaba la plata que me debían podían despedirse de sus maletas.
    Mi descripción ya la tenían; el conocido tarambana Román Morales, que antaño ocupaba páginas enteras en las revistas de la farándula colombiana vestido de marrón.
    ¡Lógico! No tenían la más mínima idea de quién era yo, pero encontrar al auténtico Marrón Morales les iba a costar harto trabajo, téngalo por seguro.
    El que viniera a mi encuentro tenía que venir de traje oscuro y con el dinero en una bolsa roja.
    ¿Y qué quiere que le diga? Así es como lo suelen hacer en las películas, y a esa clase de pendejos les encantan las películas de gángsters.
    A la hora indicada un tiparrón de «paltó» oscuro entró en la hamburguesería, pidió un refresco y se sentó, no lejos de la puerta con una bolsa roja bien a la vista.
    Yo llevaba ya más de una hora fuera y tengo la experiencia suficiente como para saber cuándo alguien llega solo a un lugar o tiene gente guardándole la espalda.
    Cuando me convencí de que no había nadie más, agarré una de las maletas y me dirigí directamente a él.
    Se la mostré agitándola para que comprendiera que estaba vacía.
    —Me envía un tal señor Morales —dije—. Me ha pedido que le diga que si esta maleta es suya y quiere recuperar lo que había dentro, no tiene más que seguirme. Y le advierto que yo no soy más que un «mandao».
    Como habrá podido comprobar, yo tengo verdaderamente cara de «mandao». Siempre fui de ese tipo de gente en la que nadie repara, y en ello no influye únicamente el hecho de que sea tan canijo, sino que es algo que flota a mi alrededor sin que pueda evitarlo.
    Y no me importa. No, en absoluto. Cuando se tiene un oficio como el mío, lo mejor que te puede ocurrir es que nadie sea nunca capaz de describirte.
    Aquel cretino cometió un error al preocuparse más de si la maleta era auténtica o no, de si era auténtico o no el que la llevaba.
    Debió influir el hecho de que era grande, fuerte y con pinta achulada; un hombretón seguro de sí mismo al que un escuchimizado como yo jamás impondría el más mínimo respeto.
    Me siguió sin problemas.
    No es que se lo tomara a la ligera, conviene que me entienda; es que mientras me seguía, iba más atento al peligro que pudiera llegarle de cualquier otra parte, que a mí mismo.
    Cuando se quiso dar cuenta se encontró en el pasillo de un viejo edificio abandonado y con el cañón de un revólver en los morros.
    Fue entonces cuando tomó conciencia de que cuando quiero tengo verdadera facha de asesino.
    De auténtico «sicario».
    Le ahorraré detalles de mal gusto que sin duda herirían sus sentimientos y le harían cambiar, a peor, el concepto que tiene de mí, y que me imagino que debe ser bastante deleznable.
    Ya he admitido que fui atracador, asesino, y traficante, y admitiré sin empacho que también estoy capacitado para convertirme en un magnífico torturador, si es que me lo propongo.
    El tipo se llamaba Rudy Santana, y lo primero que me sorprendió fue que llevara doscientos mil dólares y un pasaporte encima.
    Era de Yuramál, pero no se trataba desde luego del antioqueño que se puso el primero al teléfono, y aunque aguantó el tirón más de tres horas, comenzó a venirse abajo cuando le conté que Román Morales se había quedado colgando en el petrolero, y que mi «novia» se había convertido en una piltrafa humana.
    Pero lo que le acabó de vencer fue comprender que yo había sido un «gamín» bogotano, que tenía más de veinte muertes encima, y que él sería el próximo por mucho que inventase.
    —Hay dos caminos —le dije—. El fácil y el difícil. El fácil es que me cuentes lo que quiero saber, y te apaño de un tiro. El difícil nos puede llevar tres días y las vas a pasar muy putas.
    Eligió el camino fácil.
    Tenga en cuenta que los que están en el vicio saben muy bien que viven expuestos a que cosas así les ocurran, puesto que si no ocurrieran, hasta el último imbécil se metería en un negocio que mueve tantísimo dinero.
    Si la ganancia es grande, grande es el riesgo, y hay que aceptarlo.
    Rudy Santana lo aceptó y debo reconocer en honor suyo que los tenía bien puestos.
    No creo que le importase gran cosa denunciar a sus compinches facilitándome de corrido toda la información que le pedí. Por lo que pude colegir no debía sentir mayor simpatía por ninguno de ellos, y al parecer no le importaba gran cosa que se reunieran con él lo más pronto posible.
    Cumplí lo prometido y le di de baja de una forma limpia y discreta, dejándole oculto donde tardarían semanas en encontrarle.
    Al día siguiente busqué un «yonqui» grandote y que se le parecía, y le invité a hacer un viaje a España con dos maletas llenas de ropa y veinte mil dólares, a condición de utilizar el pasaporte del difunto.
    Aceptó sin rechistar, le embarqué en el primer vuelo y media hora después volví a llamar al largo número de teléfono reclamando, molesto, la mitad del dinero prometido.
    ¡La que se organizó! Me imaginé la cara de los tipos al otro lado del teléfono. Llevaban más de veinticuatro horas esperando el regreso del hombretón con las maletas, y ahora venía el tal Morales a reclamarles que se había largado con la «mercancía» y además le había dejado a deber dinero.
    Me tuvieron más de diez minutos esperando mientras discutían sobre la supuesta traición de su hombre de confianza.
    Yo disfrutaba.
    Por fin me pidieron que les llamara al día siguiente, pero fingí indignarme y protesté haciéndoles notar que como no recibiese mi parte en cuarenta y ocho horas la Policía tendría conocimiento del método que estaban usando para introducir droga en Miami.
    Me garantizaron que tendría la plata en su momento, pero puntualizando que si me iba de la lengua lo que tendría sería un balazo en la nuca.
    ¿En la nuca de quién? ¿En la de Román Morales? Le juro que me lo pasaba en grande, pues de lo que estaba seguro es de que ni siquiera podían sospechar que estuviese actuando con tanto desparpajo y sangre fría.
    Tal como había previsto, no tardaron en comprobar que un tal Rudy Santana había volado el día anterior a España.
    Usted no lo entiende.
    Matar a alguien es fácil. Sobre todo cuando no tiene idea de quién quiere matarle ni por qué.
    Lo difícil es conseguir joderle la vida y cabrearle.
    Y estaban que se subían por las paredes.
    Habían perdido más de cuatro millones de dólares, yo les reclamaba cien mil más, un compinche les había traicionado, y corrían el riesgo de que me cansase de esperar y les jodíese el medio de transporte..., ¿qué le parece? Es un golpe muy duro para cualquier traficante.
    Incluso para los grandes, y aquéllos no lo eran, de eso ya estaba seguro, porque el difunto me había puesto al corriente de cómo funcionaban.
    Al día siguiente les volví a dar el coñazo. ¿A quién hubiera creído usted en una situación semejante? ¿A quien se supone que se ha mandado mudar con cincuenta kilos de «coca» dejándole colgado, o al pobre «transportista» que exige que le paguen? Como era de suponer, pagaron.
    Siguiendo mis instrucciones enviaron a un negrito montado en una bicicleta que le entregó el paquete a otro negrito montado en otra bicicleta, y que tras meterse por varios vericuetos, me entregó el dinero y se fue con tres mil dólares, más contento que si se hubiera vuelto blanco.
    Fui lo suficientemente considerado como para volver a llamar dándoles las gracias y deseándoles éxito en la captura del tal Rudy Santana, pero rogándoles al propio tiempo que no volvieran a acordarse de mí para llevar a cabo un «transporte» semejante.
    ¡Fue una gozada! Luego me dediqué a disfrutar del sol y las putas una larga temporada, conseguí un Banco que no hacía ningún tipo de preguntas sobre la procedencia del dinero, y un mes después puse a la venta, de cinco en cinco kilos, el resto de la «mercancía» que me quedaba.
    Envié un millón de dólares a la cuenta de «El Sótano», doscientos mil a la de Ramiro, y otros doscientos mil a la mía en el Banco de la República en Bogotá.
    Tal como me imaginaba, Ramiro se llevó la mayor alegría de su vida, no sólo por el dinero en sí, que sacaba al Refugio de problemas, sino sobre todo por el hecho de que recibir de improviso tal cantidad de plata le obligó a suponer que era Abigail quien lo enviaba, lo cual quería decir que estaba vivo.
    Cuando hablé con él daba saltos y jamás en mi vida le vi tan excitado. Seguía estudiando como un loco, y en dos años sería abogado. También pensaba casarse, porque la «cholita» estaba esperando un enano y no quería que fuese un «gamín» sin padre y abandonado.
    Usted ya debe saber que, en cierto modo, aquello que hiciese feliz a Ramiro me hacía feliz a mí, pues pese a que jamás se convierta en un abogado brillante —cosa que está por ver— ni Herminia sea el ideal de mujer que yo habría escogido para fundar un hogar, el simple hecho de saber que conseguía encarrilar su vida bastaba para satisfacerme.
    Había pasado mucho tiempo desde el día en que nos conocimos, y aunque nuestros destinos fuesen tan diferentes, recorrimos juntos un larguísimo trecho, nos debíamos mucho, y sabíamos a ciencia cierta que ninguno de los dos habría llegado jamás adonde estaba sin la ayuda del otro.
    Mi vida no ha sido buena, pero han sido dos, ¿entiende lo que le digo? Tal vez si me diera a elegir, no querría estar donde está ahora Ramiro, pues las cosas que a él le hacen feliz: los libros y la «cholita», a mí me harían profundamente desgraciado, pero sabiendo como sé que somos tan diferentes, me alegra que él tenga lo que quiso tener aunque yo lo rechace.
    Él siempre será Ramiro, y yo siempre seré el Chico. De padres diferentes y de diferentes madres, nunca fuimos hermanos, sino más bien como las dos ramas de un mismo árbol, aunque una sea un peral y la otra un manzano.
    Ramiro y Abigail le dieron sentido a una vida que de otro modo hubiera estado totalmente carente de sentido.
    Ahora usted es mi tercer amigo.
    Y creo que lo es porque me entiende. El bien y el mal que sé que llevo dentro, ni yo mismo consigo la mayor parte de las veces diferenciarlos, pero usted, que escribe libros y debe ser por tanto un hombre inteligente, habrá podido analizar mejor que yo dónde empieza esa línea y dónde acaba.
    Le agradezco la forma en que me ha escuchado, sin demostrar rechazo, aunque comprendo que muchas de mis cosas tienen que repugnar a quien ha nacido y se ha criado en un ambiente tan distinto.
    Le confieso que el otro día empecé uno de sus libros, pero le ruego que me disculpe si no he conseguido terminarlo, ya que como le he explicado muchas veces, no tengo cabeza para leer ni concentrarme.
    Se lo enviaré a Ramiro que sí sabrá apreciarlo.
    ¡Le echo tanto de menos! ¿Por qué no va a conocerle? Cuando termine aquí váyase a Bogotá y que le invite a cenar en «La Fragata». Que le den la mesa que le daban a Abigail, y que le cuente parte de esta historia desde un punto de vista que tal vez sea muy diferente. Él tiene más cerebro que yo, y desde luego más estudios, y tal vez le interese conocer los recuerdos de un «gamín» que va camino de ser alguien.
    Yo no soy más que un «sicario» algo especial que se empeñó en ir demasiado lejos.
    No crea que no acepto mis culpas, nada de eso. Me consta que de nuevo se me concedió la oportunidad de detenerme, y una vez más no me detuve.
    Tenía una nueva personalidad, tan falsa como la vieja, eso es muy cierto, pero también es cierto que conseguí mucho dinero, y administrándolo bien hubiese podido vivir en paz para los restos.
    Pero seguía teniendo la ira dentro; aquel sabor amargo; aquella bilis que me impedía descansar pese a que estuviera durmiendo en una cama de lujo en compañía de las dos putas más caras de Florida.
    Las putas te pueden dar placer, pero nunca alegría, te fatigan sin conseguir que duermas, y en cuanto cerraba los ojos volvía aquel estruendo de gigantesca trituradora que giraba y giraba bajo mis pies dispuesta a destrozarme.
    No le sorprenda que un hombre como Román Morales muriera de un ataque, o María Luna acabara perdiendo la razón. Yo mismo padecí durante meses serios trastornos que incluso me obligaron a pensar que terminaría en un manicomio.
    Y estaba solo. Completamente solo en una ciudad desconocida y hostil donde el escaso afecto que obtenía debía pagarlo a un precio muy alto.
    Vagaba de un lado a otro como un sonámbulo o me pasaba las horas ante una televisión que la mayoría de las veces ni siquiera entendía, bebiendo cerveza tras cerveza, y evocando aquellos maravillosos días en que iba a buscar a Luna al puesto de frutas para comer en la playa.
    Habían sido muchos años de infinitas desgracias por tan sólo dos semanas de felicidad, y no era justo.
    Me fui convirtiendo en un hombre amargado. En un viejo prematuro.
    Del mismo modo que un «gamín» se ve obligado a madurar aprisa si pretende llegar a hombre sin quedarse en el camino, el «gamín adulto» envejece con idéntica rapidez porque la carga que lleva arrastrando desde niño acaba haciéndose insoportable.
    Nada me distraía; nada me divertía; nada conseguía borrar de mi mente tantos recuerdos tristes y tan sólo uno amable, y en aquellos días pasé a ser como uno de esos vagabundos que se arrastran por las calles y los parques, con la única diferencia que tenía un hotel de lujo donde dormir y cantidad de plata.
    Lo que en verdad me sucedía, y eso lo tengo ahora muy claro, es que estaba intentando luchar contra la necesidad de aniquilar a la pandilla de hijos de puta que me había hecho tan desgraciado.
    No crea, una vez más, que pretendo disculparme. He matado a mucha gente por dinero, y sabe bien que nunca me arrepentí de haberlo hecho. También maté un par de veces por venganza, pero lo que en aquellos días me preocupaba, es el hecho de que me apetecía seguir matando por el simple placer de distraerme haciéndolo.
    Acabar con unos canallas le daba un sentido a mi vida, pero no un sentido «transcendental», imprescindible para «mi paz de espíritu», sino que se trataba tan sólo de la simple necesidad de hacerlo «por hacer algo».
    No me mire como si fuera un monstruo. Muchos me han mirado así y jamás consiguieron impresionarme. Le estoy hablando de algo muy complejo, y lo que desearía es que llegase por sí solo al fondo del problema.
    No quería, ni podía, regresar a Bogotá, donde lo único que hubiera conseguido era ponerme en peligro y complicarle la vida a Ramiro y a los chicos del Refugio, y Cartagena de Indias, sin estar Luna, se hubiera convertido en un amargo pozo de recuerdos.
    Estaba en Miami, aburrido, hastiado, amargado y sordamente furioso contra unos tipos que a mi juicio no pagaban con cincuenta kilos de «coca» todo el mal que habían hecho, y no se me ocurrió otra idea mejor que «verlos caer».
    Se lo digo en serio y lo está entendiendo muy bien aunque le espante. No fue nada visceral; fue como organizar una cacería o irme de excursión a las montañas. Una forma de matar el tiempo o distraerme.
    Veo que nuestros conceptos de la moral siguen siendo diferentes. Y veo también que pese a lo mucho que hemos hablado continúa sin saber cómo soy en realidad.
    ¡Métaselo en la cabeza! A mí, matar hijos de puta me tiene completamente sin cuidado.
    Imagínese que un día no tiene nada que hacer y decide distraerse librándose de unos lobos que le han degollado una docena de ovejas.
    Tan sólo protestaría la Sociedad Protectora de Animales, ¿no es cierto? ¡Pues bien! En este caso ni siquiera existe una «Sociedad Protectora de Narcotraficantes». Destruyéndolos no sólo conseguiría distraerme y aplacar la ira que me comía los hígados, sino que, además, le haría un gran favor al mundo.
    Rudy Santana me había proporcionado una serie de datos, pero no me bastaban. Necesitaba saberlo todo sobre aquel grupo, y como ya le he dicho que en Miami me sentía desplazado, acabé buscando la colaboración de un tal Irving Ramírez, un expolicía de origen cubano que había pasado un par de años en la cárcel por aceptar sobornos.
    Era un mal bicho, corrompido hasta el tuétano, pero sentía un odio muy especial hacia todo lo que sonase a droga, pues estaba convencido de que eran los «narcos», los que le habían tendido la trampa en la que cayó como un imbécil.
    Él sí que conocía a la perfección la ciudad y sus gentes, estaba tan necesitado de dinero que por un puñado de billetes hubiese investigado hasta a su santa abuela, y a mí lo único que me sobraba era dinero.
    Le transmití los datos que tenía y me prometió traerme información en menos de una semana.
    Sé que no va a creerme, pero incluso en el momento en que hice el encargo aún no estaba del todo seguro sobre qué era lo que iba a hacer exactamente.
    A veces el simple hecho de dar de baja a alguien no es en sí la mejor manera de joderle.
    Hay tipos, para los que vivir no es siempre lo más importante.
    Supongo que yo soy uno de ellos.




    Siento haberle tenido todos estos días esperando. No me encontraba bien, usted lo sabe, y cuando el cuerpo no responde como deseas, tampoco lo hace la mente.
    Y nos estamos aproximando a la parte de mi cuento que sé que más le interesa.
    No lo niegue. Existe eso que llaman «morbo», y que incluso afecta a los que escriben libros.
    ¿Por qué habría venido si no fuera así? Hasta ahora mi historia se asemeja a la de muchos otros «gamines» que acabaron siendo «sicarios», y le garantizo que hay algunos que han hecho cosas harto peores.
    Un hijo de perra al que ejecutaron no hace mucho, raptaba niños de pecho, les abría las tripas y los rellenaba con paquetes de «coca» para que su amante, que cumple cadena perpetua, viajara con ellos hasta Los Ángeles fingiendo que dormían.
    La «cazaron» porque a una vecina de butaca le extrañó que un niño tan pequeño ni comiese ni llorase durante tantas horas de vuelo.
    Incluso los policías se enfermaron ante la magnitud de tales crímenes.
    ¿Aunque de qué nos sorprendemos, si la televisión nos muestra cada día cómo los niños kurdos mueren ante las mismas cámaras? ¡Ahí sí que tendría un buen libro! Estos días que no he salido de la cama me los he pasado mayormente viendo televisión, y le garantizo que lo que he visto ha contribuido a empeorarme.
    Tanta guerra y tanta matanza en directo impresionan incluso a alguien a quien, como yo, se supone de vuelta ya de todo, y es que, que yo recuerde, mis crímenes fueron siempre rápidos, sin regodeos, un tiro y fuera, casi sin tiempo de comprobar si el tipo era ya un fiambre, mientras que con la televisión, hasta los niños contemplan cómo se mata a la gente con la misma indiferencia que si se tratara de dibujos animados.
    Algunas cadenas americanas incluso pretenden que se les autorice a retransmitir ejecuciones en directo ¿qué le parece? Un canal ofrecería una gran batalla con «contramisiles» «Patriot», otro al final de la Liga de Béisbol, un tercero «Indiana Jones», y el cuarto la ejecución de un negro violador.
    Y le aseguro que conseguirán que se ejecutase a la gente a las nueve de la noche, para obtener mejor índice de audiencia.
    ¿Pero qué más da? Volvamos a lo nuestro.
    Le hablé de Irving Ramírez, ¿no es cierto? ¡Qué cerdo! Sudaba a mares, olía a demonios, se tiraba unos pedos horrendos que celebraba con grandes risotadas, y era capaz de pasarse cinco minutos seguidos eructando.
    Llegue a creer que los que le tendieron aquella trampa no fueron los «narcos», sino los propios policías para librarse de él.
    ¿Se lo imagina de compañero de celda? ¡Dios bendito! Pero sabía su oficio.
    Era como esos asquerosos perros gordos, paticortos y babeantes que cuando agarran un rastro no paran hasta alcanzar la presa, y a la semana justa me trajo un sobre tan manchado de grasa y garrapateado que únicamente alguien tan guarro como él podría descifrar.
    Por lo que había podido averiguar, basándose siempre en los datos facilitados por el difunto Rudy Santana, el grupo estaba formado por tres colombianos y un jamaicano, comandados por un mexicano llamado Carlos Alejandro Criado Navas, que tenía unas inmensas oficinas en el «Sutheast Financial Center» que domina Biscayne Bay, y una villa de ensueño en la mejor zona de «Coral Cables».
    El teléfono al que yo había llamado no pertenecía sin embargo a ninguno de esos lugares, sino a la zona del «Distrito del Art-Decó», al sur de Miami-Beach, lo cual obligaba a pensar que era allí donde tenían su cuartel general o «caleta» —como llama la Policía de Florida a los escondites de droga y dinero negro— y que debía ser el lugar desde el que en realidad traficaban.
    Oficialmente, el tal Carlos Alejandro Criado Navas era un exitoso editor de discos que había conseguido copar el mercado «chicano» de los Estados Unidos, produciendo también de vez en cuando «culebrones» para las cadenas de televisión de habla hispana de todo el Continente, y como en apariencia sus negocios marchaban viento en popa, no tenía ninguna necesidad de meterse en problemas de vicio.
    Yo estaba convencido, no obstante, de que un tipo a punto de que le peguen un tiro en la cabeza no está en condiciones de inventar complicadas historias para proteger culpables o implicar a inocentes, y le pedí por tanto a Ramírez que rebuscase en el pasado de tal Criado Navas.
    Descubrió muchas cosas y muy interesantes.
    En primer lugar, que en su país querían atraparle porque sospechaban que había sido uno de los «hombres de paja» del famoso Negro Durazo aquel tristemente célebre jefe de Policía condenado a «nosecuántos» años de cárcel por corrupción y «narcotráfico».
    En segundo lugar, que su especialidad era lanzar cantantes semidesconocidos, explotarlos al límite por medio de contratos leoninos, y dejarlos caer en cuanto ya no eran rentables.
    Y en tercer lugar, que cuantos le conocían aseguraban que a pesar de su aspecto de hombre encantador, capaz de venderle manchas a un tigre, era en realidad un tipo increíblemente nervioso que vivía aterrorizado por la idea de que le asaltara de improviso alguna de las espantosas jaquecas que le volvían como loco.
    Quienes le conocían le adoraban o le odiaban por partes iguales, y era como si en verdad tuviera dos personalidades diferentes, o fuera el doctor ese de las películas que se bebía un potingue y se ponía hecho una bestia.
    Ese mismo.
    Me enteré de que solía ir a cenar al «Veronique's», allá por Biscayne Bay, y como no era cosa de presentarme con el cerdo de Ramírez, me llevé a la puta con más clase de todo Miami.
    Conseguí una mesa discreta y le observé.
    En verdad era el tipo de hombre al que todos nos gustaría parecemos, elegante, atractivo, con estilo, y con una conversación de lo más cautivadora, ya que cuantos se sentaban a su mesa, en especial las mujeres, no perdían detalle de lo que estaba contando.
    Llegué a dudar que pudiera ser lo que Rudy Santana había dicho.
    Antes del café se levantó para ir al baño, y la forma en que aventaba la nariz al regresar me hizo comprender que se había metido una raya de «coca».
    Ya sabe a lo que me refiero; resulta inconfundible en esas personas que en cuanto terminan de comer la necesitan como otros necesitan un cigarrillo. Se van discretamente al baño y vuelven harto animados.
    Sí, lo sé. Mucha gente lo hace y no por ello es «narcotraficante».
    De hecho, por cada traficante suele haber unos quinientos consumidores, y también sé que en el mundo de los cantantes, los artistas y los ejecutivos, meterse de tanto en tanto un «toque» es casi un detalle de buen gusto.
    No voy a ponerme a discutir sobre si están cometiendo o no un error del que a la larga tendrán que arrepentirse, por mucho que digan que un poco de vez en cuando carece de importancia.
    No es tiempo ya de esas cosas y estoy cansado.
    Y tampoco soy quién para largar discursos.
    El vicio continuará extendiéndose como una mancha de aceite y es inútil intentar detenerlo. Hay países que han impuesto la pena de muerte para los traficantes y ni aun por ésas.
    ¿Sabes una cosa...? Aquella noche, allí, en aquel maravilloso restaurante repleto de gente elegante, deseé que el tal Carlos Alejandro Criado Navas no fuese en realidad más que un apuesto caballero que había conseguido hacerse rico editando canciones, a pesar de que de vez en cuando se animara con un poco de «coca».
    Para mí, que soy tan poca cosa, tan insignificante y me encuentro tan fuera de lugar en todas partes, hubiera significado tal vez de una gran ayuda constatar que se podía llegar a ser tan rico y tan brillante como parecía ser aquel fulano, sin necesidad de ensuciarse las manos con el vicio.
    Hablaba inglés con fluidez, castellano sin ese cargante deje de algunos mexicanos, e incluso en dos ocasiones se dirigió al camarero en lo que imagino era francés.
    Y se le advertía culto, preparado y simpático.
    ¡Le envidié! Ya me conoce y sabe que no me guardo las cosas.
    Envidié su estilo y también envidié la soberbia mujer que tenía al lado, y frente a la cual mi puta de lujo parecía muchísimo más puta y muchísimo menos de lujo.
    Hay algo que tal vez nunca llegue a comprender de mi carácter, y es la sincera admiración que los que estamos abajo podemos sentir por aquellos que están muy por encima.
    Yo no me convertiría en un Carlos Alejandro Criado Navas aunque volviera a nacer y viviera mil años, y tengo conciencia de ello.
    Pero me gusta que existan personas así, y hacerme la ilusión de que tal vez podría haber sido una de ellas.
    No todos los feos odian a los guapos.
    No todos los vulgares odian a los brillantes.
    No todos los que son grises odian a los que son geniales.
    Si fuera así, en el mundo habría muchísimo más odio del que ya existe, porque son infinitamente más los seres humanos feos, grises y vulgares, que los guapos, brillantes y geniales.
    La admiración se va transformando tanto más en envidia cuanto menor es la diferencia entre las personas.
    Yo admiro profundamente a Al Pacino, pero estoy convencido que un actor casi tan bueno como él, no le admira, le envidia.
    Si usted hubiese conocido a Criado Navas tal vez le hubiera parecido, como a tantos otros, un pedante, engreído y profundamente ignorante, que se había embadurnado con una leve capa de barniz bajo la cual no había más que crueldad, ambición y miserias, pero a mí, que lo observaba con los ojos de un verdadero ignorante, su personalidad se me antojaba la imagen de todo lo fastuoso y deseable.
    Advertía que una vez más intento que establezca las distancias entre nuestros mundos y nuestras formas de ver la vida, para que de ese modo pueda entender mejor qué fue lo que me impulsó a hacer lo que hice.
    Es como si discutiéramos sobre un objeto, que estuviésemos contemplando desde ángulos opuestos.
    El objeto es el mismo. Son nuestras apreciaciones las que cambian.
    Un crimen es siempre un crimen, lo sé, pero está claro que no lo ven de igual forma la víctima que el asesino.
    Fuera por lo que quiera que fuera, aquel tipo me caía de madre, y me tenía fascinado pese a que me di cuenta de que también fascinaba a la puta que estaba conmigo y que me cobraba seiscientos dólares. Me consta que a aquel jodido se lo hubiera hecho gratis, y lo entendí.
    Él también pareció darse cuenta de que mi zorrastrón no le quitaba ojo, pero tuvo la delicadeza de no darse por enterado, ignoro si por respeto hacia mí, o por miedo a la increíble morena de ojos verdes que le acariciaba la mano.
    Le juro que por más de quince minutos tuve la sensación de que aquel asunto estaba definitivamente cerrado y lo mejor que podía hacer era olvidarlo y dejar en paz a un tipo tan simpático.
    Pero de pronto se echó a reír.
    Y era la suya una risa contagiosa.
    Una risa espontánea, desbordante, llena de vida; de esas que consiguen que los comensales de las mesas vecinas no puedan evitar sonreír también aunque no tengan ni puñetera idea sobre de qué puede ir la cosa.
    La risa de María Luna.
    La risa de Luna, amigo; la misma risa que a mí me hizo tan feliz durante tan poco tiempo.
    Me vi a mí mismo en un pequeño restaurante de Cartagena, donde ocupaba la mesa en la que se concentraban todas las miradas, porque a mi lado se sentaba la hermosa mulata que había inventado todas las risas.
    Y me asaltó la impresión de que me habían quitado algo.
    Me asaltó la impresión de que Carlos Alejandro Criado Navas, le había robado la risa a María Luna Sánchez.
    Dudo que lo entienda.
    Dudo que acepte que fue aquella forma de reírse, en aquel preciso instante, lo que provocó que, tiempo después, Carlos Alejandro Criado Navas tuviese el espantoso fin que tuvo.
    Pero así fue, se lo juro.
    Aquel chiste le perdió para siempre.
    Sus carcajadas abrieron una herida que aún tenía muy reciente, y me obligaron a preguntarme por qué coño aquel tipo tenía derecho a reírse si es que era el culpable de que María Luna hubiera dejado de hacerlo.
    Fue entonces cuando decidí no dejarme deslumbrar por las apariencias, y seguir investigando hasta tener la absoluta certeza de si tenía o no la más mínima responsabilidad en lo que había ocurrido.
    ¿Quiere que le diga algo curioso? Por primera vez deseé conocer personalmente y tratar lo más a fondo posible a alguien a quien empezaba a presentir que iba a dar de baja.
    En esta ocasión no quería actuar como un «sicario» a sueldo que cumple su trabajo de la forma más impersonal posible, ni como el vengador airado que asesina arrastrado por un impulso irreprimible.
    Me apetecía disfrutar a gusto de una situación que se me antojaba tan prometedora como esos largos habanos que se saborean sin prisas, o esas espléndidas muchachas a las que pagas, no para echarles un «polvo», sino para juguetear con ellas durante un par de semanas.
    Yo nunca me he considerado un tipo cruel, aunque alguien le haya podido decir lo contrario, ni, mucho menos, sádico.
    Jamás disfruté con mi trabajo, ni experimenté la más mínima sensación —de placer o de rechazo— al llevarme a la gente por delante.
    Ni aun cuando le tuve que apretar las tuercas a Rudy Santana. Necesitaba una información, hice lo necesario para obtenerla y acabé despachándole sin alegría ni tristeza, como quien cierra el libro que ha terminado.
    Pero en esta ocasión quería leer con calma ese libro, llegando al fondo de cada una de sus páginas.
    Irving Ramírez me proporcionaba una información que analizaba con todo detalle, y como ya le he dicho en más de una ocasión que soy lento en mis decisiones, me tomé cantidad de tiempo en madurar la forma de hacerle pagar a aquel cerdo lo que me había hecho, si es que en verdad era mi hombre.
    Por fin localizamos la nueva «caleta» —a la que se habían mudado tras la «fuga» de Rudy Santana— en el tercer piso de un edificio rosa, casi en la esquina de la Vía Española con la avenida Collins, y le pedí a Ramírez que instalara un tipo enfrente para que controlara a todo el que entrase o saliese de aquel apartamento.
    Fue un trabajo largo, pero le repito que yo no tenía la más mínima prisa, y al fin llegamos a la conclusión de que, en efecto, no eran más que cuatro: tres colombianos y un jamaicano.
    Quien no entró ni salió nunca de allí fue Criado Navas. Se diría que le tenía una especial aversión a la zona, pues durante el tiempo que lo vigilamos, jamás puso el pie en Miami-Beach ni sus alrededores.
    Su ruta iba de Coral Cables a la oficina o los estudios de grabación, y por la noche a un restaurante de lujo. Los fines de semana ni siquiera se movía de la piscina de su casa.
    De vez en cuando hacía un corto viaje a Nueva York o Los Ángeles y en una ocasión pasó tres días en Europa, pero resultaba evidente que Miami era su cuartel general, y que se sentía plenamente a gusto con su hermosa mansión y su increíble amante.
    Volví a dudar, no se lo niego. Pese a lo que dijera Rudy Santana no parecía existir el más mínimo vínculo de unión entre Criado Navas y aquellos cuatro «narcos», por lo que decidí tomar cartas en el asunto.
    Elegí a uno de los colombianos, no por razones de paisanaje, sino porque era homosexual, lo cual facilitaba mucho las cosas.
    ¡No, no intenté seducirle, no me venga con chorradas!
    Le he dicho que era homosexual, no que era ciego. Si llego a insinuarme echa a correr y no para hasta Alaska.
    Lo cacé a la puerta de su casa, le metí el cañón de la pistola en la oreja y me franqueó la entrada sin rechistar siquiera.
    Tenía muy buen oído el «hijo-e-madre», pues en cuanto empecé a interrogarle me miró fijamente y me preguntó si por casualidad me llamaba Román Morales.
    Era el «costeño» con el que había hablado tres veces por teléfono.
    Le repliqué que Marrón Morales se había quedado colgado para la eternidad de la popa de un petrolero, y que su compinche, Rudy Santana, estaba enterrado bajo un montón de escombros en una casa abandonada.
    Entendió la indirecta.
    Tomaba por el culo, pero no era cobarde.
    —Llegó «La Inesperada» —dijo.
    Charlamos largamente, casi como dos conocidos que hablan de cosas intrascendentes, pues desde el momento en que le até a una silla se relajó y se dio por muerto, aceptando cada minuto más como un regalo al que no tenía derecho.
    Estaba en el vicio, pero en el vicio duro: la «coca» a puñados, y resultaba evidente que entre eso, y su afición a los jovencitos, se había hecho tiempo atrás a la idea de que cualquier día se lo llevarían por delante por robarle cuatro pesos.
    —Quizá sea mejor así —musitó apenas—. Al menos sé que me matas por cabrón, no por marica.
    Incluso me contó un chiste: los cubanos habían encontrado al fin la fórmula del agua bendita: «H-Dios-O», y estaban intentando convencer a Fidel Castro para que se fuese pronto al cielo a conseguir del Padre Eterno los derechos de explotación.
    En un principio no quiso hablar de su gente, pero cuando le ofrecí prepararle una buena dosis que le ayudara a sobrellevar el último mal rato, abundó sobre cuanto me contara Rudy Santana.
    Cuando le pregunté la razón por la que no se limitaba a meter la «mercancía» en el magnífico escondite que habían descubierto para recogerla luego en el puerto sin tener que arriesgar tantas vidas, me aclaró que lo hicieron así hasta que perdieron dos envíos.
    —Los petroleros no son como los buques de línea. A menudo cambian de destino a mitad de travesía, y acaban en Nueva Orleáns, Tampa o Nueva York.
    No podían dedicarse a buscar por todos los puertos de América dónde estaba su barco y acabaron por enviar siempre dos acompañantes.
    —¿Por qué dos? —quise saber.
    —Porque tienen el doble de posibilidades de sobrevivir, que uno —replicó el muy cabrón sin inmutarse.
    ¿Qué le parece? Raro era el viaje en que no perdían al menos uno de los correos, pero durante el último año y medio habían introducido casi tres toneladas de «coca» en los Estados Unidos, lo que les habían reportado —descontando pérdidas e imprevistos— poco menos de doscientos millones de dólares.
    Doscientos millones de dólares, y era una organización pequeña, casi artesanal, independiente y sin formar parte de un «Cártel» como el de Medellín, o una «Hermandad» como la que dirigió en su día Griselda Blanco.
    ¿Se da cuenta de la cantidad de dinero que se puede ganar en ese negocio? Sí. Ya sé que se da cuenta. Se lo he dicho mil veces.
    Luego llegó la pregunta clave, ¿quién dirigía todo aquel tinglado?, y su respuesta fue inmediata: un cerdo loco, pero más listo que el hambre, que se llamaba Carlos Alejandro Criado Navas.
    Hubiera preferido cualquier otra respuesta, pero así estaban las cosas. Por pura curiosidad le pregunté si me habría dado ese nombre de no estar absolutamente convencido de que iba a matarle, y me respondió que no, porque en ese caso, quien le hubiera hecho matar sería Criado Navas.
    Es alguien que puede hacerte salir de una cárcel o meterte en la tumba, pero de lo que estoy seguro es de que aún no ha aprendido a resucitar a nadie, y por lo tanto me importa un carajo que lo jodas. Se lo merece.
    Estuvimos más de dos horas hablando de sus costumbres, sus gustos y sus métodos de trabajo. De sus contactos dentro y fuera del país, y de aquellas jaquecas que le obligaban a darse cabezazos contra la pared, aullando de dolor, aterrorizado por la idea de que acabarían volviéndole loco.
    —Apenas duerme —concluyó—. Y no tiene más que treinta y dos años aunque aparenta casi cincuenta.
    ¿Extraño, no le parece? Casi se podría decir que hablamos de dos personas distintas, pero tenía la absoluta seguridad de que era la misma.
    Al amanecer me fui de allí dejando las cosas de tal forma, que obligaban a creer que se trataba de un «crimen pasional». Un tipo que vive con un gato de angora, doscientos gramos de «coca», vestidos de mujer, lencería fina, y uniformes «nazis», no llama demasiado la atención cuando aparece estrangulado en una cama revuelta.
    Y no es que me importara la Policía; sabía que apenas movería un dedo. Me interesaba que el bueno de Criado Navas no se alarmara.
    Al día siguiente me fui a ver al negro Augusto, que estaba de lo más feliz con su nuevo bar del varadero, y me inclino a pensar que de haberme dado una pequeña esperanza sobre María Luna, tal vez me hubiese calmado dejando las cosas de ese tamaño y cogiendo puerta hacia otra parte.
    Pero sus noticias continuaban siendo tan descorazonadoras como siempre. Mi mulatita nunca más volvería a vender sabrosas frutas frente a la «Plaza de Los Zapatos Viejos», y eso reavivó mi mala leche.
    ¿Qué hubieras hecho? Ya es hora de que nos tuteemos, ¿no te parece? Aunque quizá que le tutee un asesino no sea cosa de su agrado.
    ¡Palabra que no me ofendería si me lo dijese a las claras! Me ofendería mucho más si no fuese sincero.
    ¡De acuerdo, entonces! ¿Qué hubieras hecho en un caso semejante? ¿Marcharte, ¡Dios sabe dónde!, a pasar el resto de tus días como un «huevón» acojonado, o demostrarle a aquel «coño-e-su-madre» que no se podía andar por la vida jodiendo a todo el mundo impunemente? Creo que la respuesta es evidente, y aunque sea lento, cuando decido hacer algo lo planifico muy bien y suelo llegar hasta el fondo del asunto.
    ¿Sabes lo que significa en venezolano «Navegar con Bandera de Pendejo»? Hacerte el tonto.
    Obligar a los listos a que crean que te llevan un kilómetro de distancia, para que cuando lleguen a darse cuenta descubran que les estás esperando a la vuelta del camino.
    Eso fue lo que hice.
    Conseguí un disco de una colombiana que cantaba muy bien, pero que apenas trascendió fuera de mi país, lo pasé a una simple cinta magnética y me busqué unas fotos de una peruana preciosa con cara de no haber roto nunca un plato.
    Cuando lo tuve todo, me presenté en las oficinas de Carlos Alejandro Criado Navas, y le hice saber al fulano que me recibió que estaba dispuesto a invertir todo el dinero que hiciese falta en convertir a «Mi Soledad Alvarado» en la cantante más famosa de América.
    El tipo «olió» el negocio.
    Entendió que un enano escuchimizado y con cara de mono al que sobraba al parecer la plata, estaba «encoñado» con una niña que no cantaba mal, y que ése era un asunto del que se podía sacar una buena tajada.
    Si el enano era, además un «ecuatoriano» afincado en Miami, que no daba ningún tipo de explicación sobre la procedencia de sus millones, mejor que mejor.
    Yo me había instalado ya en la «Suite Presidencial» del «Hotel Fontainebleau», y ésa era una tarjeta de presentación que impresionaba a cualquiera.
    Se apresuró a comunicarme que estudiaría con detenimiento la propuesta, se la trasladaría a su jefe y me tendría al corriente.
    ¡Di algo! ¡Felicítame al menos! A los tres días el mismísimo Carlos Alejandro Criado Navas me invitó a almorzar para discutir el tema.
    ¡Era un encanto! Más listo que el hambre el «hijoputa» con más «tablas» que Reagan, y te juro que si llega a vender alfombras me «enmoqueta» la casa que no tengo.
    Hay gente hábil para embaucar a la gente, y aquél se llevaba la palma, pues tenía siempre a punto la frase oportuna para hacer que te sintieras importante, y la verdad es que para que alguien como yo se sienta importante hay que saber darle mucha coba.
    Le dejé hacer, y, sin decirlo, ni tan siquiera insinuarlo, le obligué a creer que andaba metido hasta el cuello en negocios de vicio que me proporcionaban tantos millones que no sabía en qué demonios gastármelos...
    ¿Qué otra cosa puedes suponer de alguien dispuesto a emplear dos millones de dólares en «promocionar» a una cantante por el simple placer de llevársela a la cama.
    Me debió ver como al «Ciudadano Kane» aquel que construyó un teatro de ópera para su amante.
    Por su parte, y en eso también demostró ser muy listo, no hizo la menor alusión a que estuviera interesado en ningún tipo de negocio relacionado con la droga, pues debes tener muy presente que en Florida, por cada «narcotraficante» hay cinco agentes de la DEA dispuestos a tenderle una trampa.
    Aquel mismo año se habían decomisado más de treinta toneladas de «coca» en el sur de Florida, y el índice de criminalidad de Miami doblaba el de Nueva York y triplicaba el de cualquier otra ciudad de los Estados Unidos.
    Estos datos te darán una idea de que si estabas en el ajo debías andarte con pies de plomo si no querías que te jodieran vivo.
    Y de todos los «narcos» prudentes, Criado Navas era el más cauto, pues dudo mucho que aparte de sus compinches, Irving González y yo, alguien tuviese la más remota idea de que estaba en el negocio del vicio.
    Ni siquiera su amante.
    ¡Y qué amante tenía! Al sábado siguiente me invitó a cenar al «Plaza Saint-Michel», en «Coral Cables» muy cerca de su casa y apareció con ella.
    ¡Joder! Si la primera vez que la vi me cortó el hipo, en esta ocasión la trajo decidido a deslumbrarme y te garantizo que lo consiguió.
    Se llamaba Diana y ahora creo que anda liada con un multimillonario chileno que la tiene enterradita en diamantes, tal como se merece. Cada vez que se inclinaba me dejaba contemplar el mejor par de tetas que he visto en mi vida, y te juro que jamás imaginé que pudieran existir tetas semejantes.
    ¡Y sabía de todo! A mí aún me sigue maravillando que existan personas a las que el mundo parece quedárseles pequeño, y que cuando les menciones cualquier tema den la impresión de que lo han mamado en la cuna.
    Yo, de lo único que entiendo un poco —y porque me lo enseñó Abigail Anaya— es de pintura, pero aquellos dos jodíos me daban siete vueltas, y a los diez minutos se habían enfrascado en una discusión sobre Tiziano que me dejó en ayunas.
    Pero lo que importa es que conseguí hacer amistad con ellos, o al menos que todos fingiéramos ser amigos mientras planificábamos cómo conseguir que mi amada «Soledad Alvarado» se convirtiese en una figura de la canción.
    Incluso me propuso producir una telenovela en la que fuese una de las protagonistas, lo cual significaría que en muy poco tiempo medio mundo estaría loco por ella. Luego buscaríamos al mejor compositor, una orquesta de lujo y un vestuario apropiado, y con aquella voz y aquella cara, Carlos Alejandro me garantizaba el éxito al mil por cien.
    ¿Quieres saber lo más gracioso...? ¡Me lo creí! Me creí mi propia mentira y aquel jodido vendedor de alfombras me convenció de que con la voz de una colombiana que ya sólo debería cantar en la ducha, y la imagen de una putita peruana daríamos el gran golpe.
    Repito: ¿qué hubieras hecho sabiendo que el cabrón que te había destrozado la vida, y se andaba follando a una tía tan cojonuda intentaba liarte con algo tan estúpido? Llevártelo por delante, imagino.
    Llevártelo por delante, pero no de un solo carajazo.
    Me divertía la idea de írsela metiendo poco a poco.
    Y por donde más le jodierá.
    El «costeño» me había facilitado tanto las cosas que lo tenía en mis manos, y estaba en condiciones de sacarle la piel a tiras sin que llegara a imaginar que era yo quien se la estaba jugando.
    Y lo más divertido de todo aquello es que no tenía la más remota idea de que yo estaba dispuesto a todo por acabar con su paciencia.
    Dejé pasar unos días dándole largas a la espera de la llegada de «Soledad», y mi siguiente paso fue cargarme al jamaicano; un negro altísimo que había llegado a jugar en la NBA y que parecía siempre recién salido de las páginas de moda de la revista Ebony.
    Por lo que sabía, era el máximo responsable de la «caleta» de la Vía Española con la avenida Collins, de la que no solía alejarse hasta que alguno de sus compinches venía a relevarle.
    La mayor parte del tiempo libre se lo pasaba jugando al tenis en las cercanas pistas de «Flamingo Park», o tirándose a un montón de tías, la mayoría casadas, con las que establecía contacto en el bar de las pistas.
    El tipo debía ser un auténtico garañón, pues por su apartamento pasaban más mujeres en una semana que por mi cama en tres años.
    Al que le correspondiera el «cipote» de aquel negrazo debió tener indigestión una semana.
    Caimanes.
    Se lo eché a los caimanes.
    ¡Qué tontería! ¿Por qué habría de mentirle? Tenía interés en que desapareciera sin dejar rastro, y te aseguro que cuando tiras algo comestible a una charca del «Parque de los Everglades», los caimanes no devuelven ni el envase.
    Es muy sencillo: agarras al tipo, le das un buen golpe en la cabeza, lo metes en el portaequipajes de un coche alquilado y a media tarde enfilas la carretera que va al Oeste a través de los Everglades.
    Cuando comienza a anochecer te fijas bien en una laguna oscura y profunda, y media hora después giras en redondo, te detienes un momento en el punto elegido y tiras el paquete al agua con un buen pedrusco metido en los pantalones.
    Incluso tienes tiempo de cenar con los amigos en cualquier lugar de Miami.
    Lo difícil no fue deshacerse del jamaicano. Lo que en verdad me costó sudar tinta fue que me diera la clave de la caja fuerte de la «caleta», en la que guardaban veintidós kilos de «coca» y más de novecientos mil dólares en billetes.
    Cargarme al jamaicano no tenía gracia. Jamaicanos hay muchos. Lo que a mí me interesaba era que Carlos Alejandro Criado Navas llegara al convencimiento de que el negro se había largado con su «mercancía» y su dinero, al igual que se había largado dos meses antes el tal Rudy Santana.
    ¿Vas comprendiendo? A pesar de haberse cambiado de «caleta», dos socios se la habían jugado, y a un tercero se lo habían cargado en un turbio crimen de homosexuales.
    En menos de nueve semanas había perdido setenta kilos de la mejor «coca», tres hombres, y un millón doscientos mil dólares.
    No cabe duda de que su perfecta «organización» había quedado casi desmantelada y que le iba a costar un terrible esfuerzo levantarla de nuevo.
    Le dio una jaqueca que le duró una semana.
    Por lo que me contó Diana cuando acudí de lo más afligido a interesarme por su salud, el cráneo parecía a punto de estallarle, y tan sólo se calmaba cuando el médico le inyectaba morfina.
    —¡Estoy asustada! —sollozaba agitando sus preciosos pechos—. De vez en cuando se mete «una raya» y no sé cómo reaccionará ahora con tanta morfina.
    Me dieron ganas de responder que ojalá se quedara tan alelado, como María Luna para el resto de sus días, pero me limité a brindarle todo mi apoyo para cuanto pudiera necesitar, y desearle un pronto restablecimiento a su amado.
    Nunca lo he sabido. Quizás un tumor, que era lo que él más temía, o quizá su propia mala leche que se le había agriado en el cerebro.
    Cuando volví a verle había envejecido de un modo increíble.
    Nunca he conocido a nadie que pareciera tan viejo siendo tan joven. Era como si cada día de uno de aquellos ataques se le convirtiera en un año de vida.
    Si no hubiera sido quien era me habría dado una pena horrible.
    Debía sufrir las mil agonías del infierno, y ese padecimiento se le marcaba en la cara.
    Una vez vi una película de un tipo que hacía un pacto con el diablo o no sé quién, y mientras él se quedaba siempre joven y guapo tenía un cuadro que se volvía una mierda.
    Éste era igual, pero al revés.
    En el cuadro que colgaba sobre la chimenea se le veía sensacional, pero pese a que se lo habían pintado hacía tres años, él parecía ya su padre.
    Durante la primera conversación que mantuvimos cuando comenzó a recuperarse, me di cuenta que llevaba camino de volverse loco, y que lo que más contribuía a ello era su falta de seguridad en sí mismo.
    Ya era muy rico, pero daba la sensación de que cada noche que se iba a la cama sin ser más rico aún no podía pegar ojo, aterrorizado por el hecho de que a la mañana siguiente sería más pobre. Y a la otra más, y a la otra más, hasta volver a convertirse en un desgraciado obligado a adular a los poderosos mendigando unos centavos.
    Lo suyo no era ambición, era pánico, no sé si me explico.
    Supongo que se trata de un tipo demasiado soberbio que se había visto en la necesidad de humillarse a menudo, y prefería morir a pasar por lo mismo.
    Y eso le estaba matando.
    Imaginar que llegase un día en que no fuera el más alto, el más guapo, el más brillante, y el que lucía la mujer más hermosa, era tanto como condenarle a los infiernos, y no se detenía a meditar en el hecho de que nadie puede mantenerse siempre en la cima ni aun pisoteando una montaña de cadáveres.
    Los años no perdonan, y con él parecían querer ensañarse con especial cariño.
    Si como dice el dicho, «A partir de los treinta cada cual es culpable de su propia cara», debía ser el más culpable del mundo.
    Yo tengo muchísimos más muertos sobre la conciencia de los que Criado Navas pudiera tener, pero soy así de feo desde chiquito.
    En mi caso la culpa es del hambre.
    Un hambre que supongo que ya me apretaba incluso desde antes de nacer.
    A mí la cara no va a cambiarme por muchas cosas que haga. Ramiro aseguraba que soy incapaz de expresar alegrías o tristezas.
    Tal vez si me hubiera visto con la mulata hubiera opinado de otra forma. Él sólo me conoció en la mala.
    El rostro de Criado Navas, por el contrario, lo reflejaba todo.
    Veo que te sorprende que le dedique tanto tiempo y tanto aliento. Ten en cuenta que fue la primera de mis víctimas con la que me sentí involucrado de un modo absolutamente personal.
    Como si se tratara de mi primer crimen y no del último, y eso marca la diferencia.
    Y además el suyo no fue un crimen cualquiera; fue una obra de arte, y pretendo que entiendas por qué hice las cosas que hice.
    Cuando advirtió que me olvidaba incluso de mi adorada «Soledad Alvarado» por servirle de ayuda y de consuelo comenzó a sincerarse.
    Me porté como un grandísimo hijo de puta, no hace falta que me lo digas.
    En el tiempo que pasé en la selva me enseñaron que para cazar jaguares hay que aprender a balar como una oveja o a rugir como un jaguar en celo.
    Carlos Alejandro se sentía más inseguro que nunca puesto que creía que todos le robaban y eso hacía que necesitase aferrarse a algo concreto.
    Y allí estaba yo, generoso y solícito; comprensivo y amable, utilizando sus mismas armas: aquellas que le ayudaban a considerarse necesario e importante; el hombre brillante a cuya sombra un desgraciado como yo tenía la obligación de sentirse feliz pese a que mi supuesta «fortuna» fuese diez veces superior que la suya.
    Le regalé un «Rolls-Royce» blanco para animarle.
    ¡Qué más me daba! El dinero era suyo.
    Fue un detalle muy de agradecer, y me lo agradeció en el alma, sobre todo cuando le señalé que a cambio no quería más que su amistad y poder continuar aprendiendo a su lado.
    Te garantizo que un agente de la DEA no regala un «Rolls-Royce» ni aun a sabiendas que va a atrapar a Pablo Escobar, que como sabes es el máximo responsable del «Cártel de Medellín» y el mayor criminal conocido.
    Si le quedaba alguna duda sobre mí, se le disipó en cuanto se puso al volante.
    Debió imaginar que yo era una mierda deslumbrado por su personalidad y que suspiraba por ser como él.
    Reconozco que como maestro en el arte de la adulación, Criado Navas era el mejor que se podía desearse y yo me comporté como un alumno aventajado.
    Estaba jugando con sus propia cartas y, modestia aparte, debo reconocer que las estaba jugando de puta madre.
    Le animé, le consolé, le hice creer que era la única persona de este mundo con la que me sentía realmente a gusto, sin contar a las putas, y acabé por convertirme en su amigo más íntimo.
    Y es que necesitaba algún tiempo para llevar a cabo cuanto tenía tan cuidadosamente calculado.
    Por último, cuando todo estuvo dispuesto, le llamé procurando que mi voz sonase harto alterada, como si en verdad me encontrase muy preocupado.
    Le pedí que acudiera de inmediato a un pequeño bar, cerca de su oficina, nos sentamos en la mesa más apartada, y cuando inquirió, nervioso, los motivos de tanta precipitada cita, le dejé caer encima una auténtica «bomba».
    Sentía muchísimo tener que comunicarle que mis «socios» de Bogotá me exigían que dejara de frecuentar su compañía, pues al parecer era «Un hombre marcado por la DEA».
    Se puso blanco y la copa le tembló en la mano.
    Añadí luego que a través de los contactos de que disponíamos en la «Agencia Antinarcóticos», habíamos tenido conocimiento de que un tal Rudy Santana, detenido en España con más de treinta kilos de «coca» había confesado que Carlos Alejandro Criado Navas era el jefe máximo de su organización, proporcionando detalles muy precisos sobre su forma de operar y la cantidad de «mercancía» que había conseguido introducir en el país en los dos últimos años.
    ¡Se cagó! ¡Te lo juro! Literalmente se cagó en los pantalones.
    Sufrió una descomposición que le obligó a correr al retrete, y cuando regresó olía a demonios y había envejecido otros diez años.
    Yo fingía estar profundamente preocupado.
    Le confesé entonces, ¡como si él no se lo imaginara!, que andaba metido en el negocio —pero a lo grande— y que al estar muy directamente relacionado con los que «En Verdad Contaban» no podía arriesgarme a que a través de «Un Pequeño Traficante» la Policía pudiera encontrar pistas que llevaran muchísimo más lejos.
    De mi expresión, más que de mis palabras, que le sonaron sin duda falsamente animosas, debió llegar a la conclusión de que el hecho de que le encarcelasen era ya sólo cuestión de horas.
    —Yo, por si acaso, salgo del país esta misma noche —añadí por último—. Y mi consejo es que desaparezcas en el acto, porque de lo contrario creo que no te permitirán dejarlo nunca más.
    Si has visto alguna vez un globo que se va arrugando hasta convertirse en una especie de preservativo usado, ése fue Criado Navas aquel día.
    Su mundo, su maravilloso mundo hecho de lujo, dinero, mujeres, «coca», champaña, prepotencia y desprecio hacia todo lo que no fuera «lo mejor de lo mejor», debió transformarse en su mente en una tétrica cárcel plagada de asesinos y drogadictos decididos a violarle, y puedes creerme que si en ese momento hubiese tenido muchos más cojones de los que tenía, habría optado por levantarse la tapa de los sesos.
    Yo disfrutaba.
    Es la verdad. ¿Por qué me voy a comportar como un hipócrita contigo? Creo que si en mi vida ha habido un día absolutamente perfecto, aparte de los que viví en Cartagena con mi mulata, fue sin duda aquel en que pasé como una apisonadora por encima de Carlos Alejandro Criado Navas y lo dejé como una plasta de perro en una acera.
    Y si alguna vez, fui sádico y cruel, fue también aquel día.
    ¡Era basura! Te lo juro; era pura basura sin valor para encarar sus propios crímenes.
    Rudy Santana, el «costeño» marica, e incluso el jamaicano, afrontaron su fin con un cierto coraje, conscientes de que todo el que juega se arriesga a que lo jodan y eso es lo justo, pero aquel niño bonito al que la vida le había puesto las cosas demasiado fáciles, debía imaginar que a él le tocaba estar en el bando de los que siempre ganan.
    Y nadie gana siempre, tú lo sabes.
    Sería demasiado injusto para los que siempre pierden.
    Lloriqueaba.
    ¿Puedes creerlo? ¡Lloriqueaba como un chiquillo al que su padre ha sorprendido haciéndose una paja, y te aseguro que me entraron ganas de arrearle un coñazo! Pero me limité a tranquilizarle haciéndole ver que si mantenía la calma y abandonaba los Estados Unidos de inmediato, las cosas se arreglarían, porque lo único que tenían contra él era la acusación de un «narcotraficante» que había sido cazado con las manos en la masa y sin pruebas concretas ningún país concedería su extradición.
    Le di a entender que siendo mi amigo y considerándole ya «uno de los nuestros», no tendría el más mínimo problema a la hora de rehacer su fortuna e incluso acrecentarla, pues estando en aquel negocio y habiendo demostrado tanto ingenio a la hora de buscar medios de transporte, un hombre tan brillante como él tendría ocasión de ganar «cientos de millones».
    Tal como esperaba, decidió aceptar mi invitación y escapar conmigo aquella misma noche.
    ¿Quiere creer que ni siquiera se acordó de Diana? Era tan cerdo que no le dedicó un solo pensamiento o tuvo el detalle de llamarla para aconsejarle que se largara del país.
    No estoy muy seguro.
    Puede que lo supiera, o puede que estuviera convencida que ganaba el dinero con los discos, ¡vete tú a saber! Pero cuando uno se está tirando a una mujer así, lo menos que debe hacer es intentar protegerla e impedir que la Policía le ponga la mano encima.
    Nunca ocurrió, ya que todo era un montaje, pero no quiero ni imaginar lo que podría pasar si alguien como Diana tuviese la mala suerte de caer en las garras de ciertos polizontes de Florida acusada de estar implicada en asuntos de «narcotráfico».
    Criado Navas optó por largarse únicamente con lo puesto, incluida la mierda, por lo que me vi obligado a entrar en unos almacenes a comprarle ropa limpia, y pasamos luego el resto de la tarde dando vueltas con el coche hasta llegar al convencimiento de que ningún agente de la DEA nos seguía.
    El miedo apesta.
    Se bañó en la playa y se cambió de ropa, pero te puedo asegurar que a los diez minutos sudaba de tal forma que olía a demonios, y daba la impresión de que toda la podredumbre que guardaba dentro le afloraba a través de los poros.
    Le pregunté por qué razón alguien como él se había metido en un asunto de drogas, pero no supo darme una respuesta válida.
    ¡La vida! —fue todo lo que dijo.
    ¡La vida! ¿Qué podía saber aquel pendejo de la vida? ¿Qué hubiera hecho Carlos Alejandro Criado Navas de tener que sobrevivir en las cloacas de Bogotá? No quiero ni pensarlo.
    Luego, poco antes de oscurecer, le asaltó la jaqueca.
    Si ya estaba pálido, a partir de aquel momento se puso verde, y cuando comprendió que le sobrevenía uno de sus famosos ataques, me suplicó que me detuviera en una farmacia y le comprase un potentísimo analgésico.
    Aquello facilitó mucho las cosas.
    Se tomó tres cápsulas y a los diez minutos balbuceaba como un idiota y no hacía más que golpearse la nuca en el «apoyacabezas» sin parar ni un momento de mascullar incoherencias.
    Puedes creerme si te digo que nunca he visto a nadie tan acabado.
    En esos momentos hubiese hecho buena pareja con María Luna. Ella en silencio, mirando un punto sin decir nada, y él con la cabeza como si fuera una de esas pelotas que se golpean con una raqueta y están atadas a una goma.
    Tuve que ayudarle a salir del coche y en cuanto se tumbó en la lancha quedó inconsciente.
    Era un hombre alto y fuerte, y te aseguro que durante las horas que siguieron sudé como jamás había sudado.
    Resultó harto difícil.
    Primero hacerme a la mar y conducir aquella diminuta lancha a través de la oscuridad, yo que de mar no entiendo un carrizo; luego, aproximarme sin ser visto ni oído, y por último, subir a un Carlos Alejandro Criado Navas que parecía como muerto, hasta las vigas de la caverna a seis metros de altura sobre la hélice.
    No son muchos los barcos construidos con las características del que nos había llevado a Miami, y fue por eso por lo que tuve que retrasar tanto el momento de llevar a cabo mis planes.
    Me costó cantidad, repito. Terminé muy cansado, pero cuando conseguí regresar a la playa, Carlos Alejandro Criado Navas dormía en una hamaca colgada sobre la hélice de un petrolero que al amanecer partía rumbo al Golfo Pérsico.
    Le dejé suficiente agua y comida, una linterna, y una carta que explicaba por qué estaba allí, así como el triste fin que había tenido el pobre, Román Morales y la desgraciada Luna Sánchez.




    Lo único que hice fue cumplir mi promesa sacándole del país.
    Ya sé que no especifiqué qué medio de transporte utilizaría, pero tampoco él lo especificó allá en Cartagena.
    Si hubiera sido un tipo con lo que hay que tener, tal vez hubiese logrado salvarse, pero me han contado que jamás se ha vuelto a saber de él, y si te digo la verdad, no me sorprende.
    A veces, en mitad de esas largas noches en que me quedo mirando el techo y recordando tantas cosas como me han ocurrido, trato de imaginarme cómo debió de ser su final y en ocasiones me arrepiento.
    Fue exagerado, lo admito.
    Una pasada que un miserable como Carlos Alejandro Criado Navas no se merecía.
    Hubiera bastado con un simple tiro entre los ojos en un callejón oscuro, pero a estas alturas sabes muy bien que hice todo aquello por distraerme.
    Por vengar a Luna y a Román, eso está claro, pero también fue en parte por diversión, y en parte un reto a mí mismo, pues quería demostrar que era algo más que un simple «sicario».
    «Elubri...» No; no es eso. «Elucubrar» ¡jodida palabra!, como yo lo hice en Miami en aquel tiempo, me sirvió no sólo para aplacar la ira que me devoraba las entrañas, sino sobre todo para comprobar que no era tan sólo una máquina de matar gente.
    Canijo, feo, ignorante, hijo de puta y asesino, son términos con los que por lo general se me describe, y además de todo eso sería harto estúpido si no admitiese que son en verdad los que mejor me cuadran.
    Me he convertido en una «escoria»; una basura de la que la sociedad haría bien en librarse, pero también me he convertido en uno de esos pedos que cuando estamos en el retrete nos recuerdan lo que estamos haciendo, y nos ayudan a comprender que esa mierda, por muy maloliente que sea, la hemos producido nosotros a base de triturar y corromper cosas que incluso olían bien y eran hermosas.
    Los «marginales» como yo, que nacen ya marginados porque así lo quiere la suerte o el destino, somos como una manzana que alguien muerde, se traga, le saca el sabor y el jugo, y al final se apresura a tirar de la cadena porque ya no es como al principio y eso le ofende.
    Somos una «lacra» que resulta imprescindible eliminar, pero que si no existiese te garantizo que tendrían que inventar a toda prisa.
    Al igual que un hombre no puede evitar ir dejando a su paso pequeñas montañas de excrementos, la sociedad va expulsando sus detritus, y a menudo somos tantos que amenazamos con aplastarla definitivamente.
    Si un respetable ejecutivo, un cantante de éxito, o el mismísimo Maradona se meten un toque de «coca» alguien tiene que proporcionársela, alguien recibe la orden de impedirlo, y alguien pretende impedir que se lo impidan, con lo que alguien mata y alguien muere, y así hasta el infinito.
    Si todo aquel que «esnifa» tomara conciencia de qué cantidad de vida ajena se está metiendo en el cuerpo con la «coca», quizá se guardaría muy bien de hacerlo, y si a pesar de ello no se detiene, no debe escandalizarse de que la sociedad produzca «escorias» como yo.
    O incluso como Carlos Alejandro Criado Navas.
    Dicen, y de ello me alegro, que el consumo de «coca» ha descendido de forma notable en los Estados Unidos en estos dos últimos años, y comienza a dejar de ser «la gracia de moda» entre la gente guapa.
    Te aclararé una cosa y no te sorprendas: no es que el consumo sea menor porque sea menor la demanda, sino porque al Gobierno ya no le interesa que sea tan grande la oferta.
    Para la Administración Reagan el negocio de la «coca» fue como un calco de lo que significó para la Administración Nixon, el negocio de la heroína: una forma de controlar Gobiernos y gobernantes.
    El Sha de Irán y los mandatarios de países como Turquía, Tailandia, Vietnam o Birmania estaban metidos hasta el cuello en el tráfico de heroína, y Nixon no sólo lo sabía, sino que lo apoyaba porque consideraba que siempre era preferible un heroinómano a un comunista.
    A Reagan, que tuvo siempre a Nixon como ejemplo, también le gustaba más un cocainómano que un comunista.
    Cuando el Congreso decidió cortar la ayuda militar a los «contras» que luchaban contra los «sandinistas», la CÍA montó la operación «Irán-contra» que estaba financiada en realidad con dinero de la «coca».
    De igual forma se consintió en que Jamaica se convirtiera en el primer abastecedor de marihuana de los Estados Unidos, puesto que sin los más de mil millones de dólares anuales que percibía por ese concepto, su economía se vendría abajo y el Primer Ministro, Seaga, fiel aliado anticomunista, podía hundirse y tal vez la isla caería en manos de simpatizantes de Fidel Castro.
    ¡No te sorprendas! Así es y no tiene vuelta de hoja.
    He estado tanto tiempo en esta mierda que sé de lo que hablo, y sé también que para Reagan la droga en sí no era perjudicial siempre que no fuese perjudicial para su Administración.
    Ahora las cosas han cambiado, y no es porque yo crea que el nuevo Presidente piense de otra manera, sino porque lo que en realidad ha cambiado es el entorno político.
    El comunismo agoniza, el «sandinismo» ha sido derrotado y Fidel Castro, ya no sueña con exportar su «Revolución», sino que se conforma con que la auténtica «Revolución» no llegue a las playas de su isla.
    En estos dos últimos años, la importancia estratégica de la «coca» ha descendido de modo notable y paralelamente ha descendido de forma lógica su demanda.
    Quedan, eso sí, los viejos traficantes que se resisten a perder sus ingresos, y que buscan nuevos mercados en Europa, pero ésa es ya otra historia de la que estoy al margen.
    Ni quiero, ni pienso verla.
    He visto ya demasiado, ¿no te parece? He hecho y he visto tantas cosas en tan pocos años, que a menudo mi vida se me antoja un exceso, pero un exceso de todo lo negativo que puede ofrecer la vida a un ser humano que nació sin embargo con idénticas esperanzas que cualquier otro.
    Después de lo de Miami dejé de interesarme por cuanto me rodeaba. Lo único que en verdad podría haberme hecho feliz hubiera sido recuperar a María Luna o volver a encontrarme con Abigail Anaya, pero no ocurrió nada de eso.
    Con Ramiro hablo por teléfono a menudo. Tiene dos hijos y con el dinero que recibe, y que sigue pensando que le envía Abigail, saca adelante El Refugio y a su familia. Ya es bastante.
    ¿Para qué? ¿Crees que le gustaría conocer el resto de mi historia? Ya te lo dije una vez; si saber es un mérito, ignorar puede llegar a ser una virtud.
    Supone que estoy bien, que aquí soy feliz a mi manera, y que algún día volveré a conocer a sus hijos y a ver de cerca cómo lo trata ahora la vida.
    Nunca le hablo de mi soledad y de que en este inmenso caserón tan sólo habitan las sombras de todos aquellos para los que el hecho de que yo consiguiera ser un «gamín» demasiado duro de roer, constituyó la peor de las desgracias.
    A veces he intentado hacer una lista, pero siento decirte que no consigo recordar ni cuántos fueron, ni cuáles eran sus nombres.
    En eso es en lo único que me falla la memoria, quizá porque es en lo único en que he querido que me falle.
    ¿A quién le importa? La mayoría eran hijos de puta que la sociedad me debe agradecer que haya dado de baja, y por contenta podría darse si hubiese muchos más como yo que le ahorrasen ensuciarse la manos.
    La edad y el tiempo me han permitido reflexionar sobre el papel que me tocó desempeñar, y aunque admito que fue el peor del reparto, debes reconocer que la película era tan mala que no valía la pena que me hubieran dado otro.
    Yo al menos acepto mis miserias y sé muy bien a qué achacarlas. La mayoría no tiene tanto valor o tanta suerte.
    Una puta.
    Salvo María Luna, nunca he tratado más que con putas, y ésta no es mejor ni peor que cualquier otra. Me hacen compañía una temporada, me roban lo que pueden, y un buen día se largan y vuelvo a quedarme solo.
    ¿Quién soportaría a alguien como yo si no fuera por dinero? Dinero es lo único que me sobra, a mí, que la mayor parte de mi vida no tuve ni para una triste «arepa».
    Luego llegaste tú con esa absurda idea de que contase mi historia y te lo agradezco. Hablar me ha servido de ayuda y de consuelo.
    Si algún día se publica todo esto y aunque yo no lo vea, quisiera dejar muy claro que pese a que fui un frío asesino especializado en ocultar cadáveres, digan lo que digan nada tuve que ver con la desaparición de don César Galindo y de sus chicas, y muchísimo menos con la de Abigail Anaya.
    El primero me caía harto pesado, pero sabes muy bien que al segundo lo adoraba.
    Y no es que intente defender mi buen nombre; es que si las cosas fueron así, nadie debe pretender que fueron de otra manera.
    Es posible que se me hayan pasado por alto algunas cosas; cosas que tal vez sean importantes para ti, y si es cierto eso que dicen de que en el momento de morir toda tu vida cruza por tu mente en un instante, intentaré hacerte saber si hubo algo más que mereciera la pena.
    Puede que te llegue cuando aún tengas el libro en la imprenta.
    «Lo bueno, si es breve, doblemente bueno, y lo malo, si es poco, mejor.» Mi vida puede haber sido de lo más hediondo que cabe imaginar, pero sabes bien que un cáncer de páncreas parece tener la sana intención de cortarla de cuajo.
    Y en verdad se me antoja un gran acierto, porque un «sicario» viejo y cansado puede llegar a ser tan patético como esas viejas putas que se paran en una esquina luciendo sus tetas flácidas y sus pintarrajeadas mejillas.
    Moriré siendo bastante rico y Ramiro y «El Sótano» no tendrán ya más problemas, pero quiero recordarte que no soy rico por matar, que eso siempre demostró ser un chato negocio, sino porque en un momento determinado empleé bien mi escaso cerebro y mi reconocida capacidad de sobrevivir bajo cualquier circunstancia.
    Si aquel maldito «Medio de Transporte» hubiera sido menos terrible, probablemente me hubiera limitado a entregar la «mercancía», cobrar mi parte y coger puerta de vuelta a Cartagena.
    Le hubiera advertido muy seriamente a la mulata, que si no se casaba conmigo le retorcería el pescuezo, y más tarde le habría hecho cinco chiquillos que jamás serían «gamines».
    Y con aquel dinero hubiese montado una preciosa «pizzería».
    Me has oído bien.
    Mi único sueño de niño, y ahora me atrevo a confesártelo fue pasar el resto de mi vida aspirando a todas horas el fantástico aroma de una pizza.

    FIN

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    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)