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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    ROTAR-VELOCIDAD

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    ALARMA 1

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    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

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    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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      60     80  

    100
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    ▪ Texto - Color y Cambio automático
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    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

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    Aumentar

    Reducir

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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
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    H= M= R=
    -------
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    PROGRAMAR ESTILO

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    H= M= E=
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    PROGRAMAR RELOJES


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    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪3


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    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    T 2 (3.3 seg)


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    T 6 (9.9 seg)


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    T 8 13.3 seg)


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    NEMESIS (Isaac Asimov)

    Publicado en enero 21, 2010


    A Mark Hurst,
    Mi inestimable corrector,
    Quien me supera, creo yo,
    En el afán por perfilar
    Mis manuscritos.


    NOTA DEL AUTOR
    Este libro no forma parte de las Series de la Fundación, de los Robots ni del Imperio. Tiene carácter independiente. He creído necesario hacer esta aclaración para evitar confusiones. Desde luego, algún día podría escribir una novela que relacionara ésta con las otras; pero pensándolo bien, considero que no debo hacerlo. La verdad es que no estoy seguro de cuánto tiempo podré seguir estrujándome el cerebro para concebir estas complejas historias de nuestro futuro.
    Hay otra cosa. Hace mucho tiempo tomé la decisión formal de seguir una regla fundamental en mis escritos: ser claro. He desechado cualquier tentación de escribir poéticamente o de modo experimental, o de cualquier otra forma que me permitiera (si fuera lo bastante bueno) obtener el Premio Pulitzer.
    He escrito con la mayor claridad y, de este modo, he establecido una cálida relación con mis lectores, y con los críticos profesionales... Bueno, que ellos piensen como quieran.
    De cualquier manera, mis historias se escriben por sí solas. Eso es lo que temo. En este caso me sorprendí al descubrir que ésta la estaba escribiendo en dos tiempos. Unos acontecimientos se producían en el presente del relato, y otros acontecimientos tenían lugar en el pasado, aunque se aproximaban progresivamente al presente. Estoy seguro de que el lector no tendrá dificultad alguna en comprenderlo, y ya que todos somos amigos, las cosas quedarán perfectamente claras.
    PRÓLOGO

    Él se hallaba allí sentado, solo, enclaustrado.
    Fuera estaban las estrellas. Y una estrella específica con su pequeño sistema de mundos. Él podía verla en la mente con más claridad que si pudiera abrir la opaca ventana para contemplarla tal cual era.
    Una estrella pequeña, rojiza, color de sangre, que evocaba destrucción y había sido bautizada con un nombre apropiado:
    ¡Némesis!
    Némesis, diosa de la venganza divina.
    Reflexionó de nuevo sobre la historia que oyó cierta vez cuando era niño... una leyenda, un mito, un cuento acerca de un diluvio universal que barrió a una Humanidad pecadora, degenerada, dejando sólo una familia con la cual recomenzar.
    En esta ocasión, nada de inundaciones. Sólo Némesis.
    La degeneración de la Humanidad había retornado y el Némesis que la visitaría era un juicio apropiado. No sería un diluvio. No una cosa tan simple como un diluvio.
    Incluso el resto que pudiera escapar... ¿adónde iría? ¿Por qué no le inspiraba lástima alguna? La Humanidad no podía continuar tal cual era. Estaba muriendo lentamente por culpa de sus propios desafueros. Y si trocase una muerte lenta, atroz, por otra mucho más rápida, ¿sería eso motivo suficiente para entristecerse?
    Aquí, girando a todas luces, un planeta, Némesis. Girando alrededor del planeta, un satélite. Girando alrededor del satélite, Rotor.
    Aquel diluvio antiguo arrastró consigo hacia la salvación un arca. Él tenía una noción muy vaga de lo que era un arca: pero Rotor podría ser su equivalente. Contenía una muestra de la Humanidad que permanecería a salvo y sobre cuya base se construiría un mundo nuevo y mucho mejor.
    Para el mundo antiguo sólo habría... ¡Némesis!
    Volvió a reflexionar acerca de ello. Una estrella enana roja moviéndose en su trayectoria. Ella y sus mundos estaban a salvo. No así la Tierra.
    Némesis se hallaba en camino... ¡hacia la Tierra!
    ¡Descargando su venganza!

    I. MARLENE

    1

    Marlene había visto el sistema solar cuando tenía poco más de un año. No lo recordaba, claro está.
    Había leído mucho al respecto, pero ninguna de esas lecturas le había hecho sentir que aquello pudiera haber sido jamás parte de ella, ni ella parte de aquello.
    Durante sus quince años de vida, había tenido sólo recuerdos de Rotor. Lo había creído siempre un mundo vasto. Después de todo, medía ocho kilómetros de una parte a otra. Desde que tenía diez años, ella lo había recorrido de cuando en cuando (una vez al mes si le era posible) para hacer ejercicio; y, en algunas ocasiones, había seguido las rutas de escasa gravedad para poder fluctuar un poco. Eso era siempre divertido. Entre fluctuaciones y caminatas, Rotor seguía adelante con sus edificios y parques, con sus granjas y, sobre todo, con su gente.
    Le costaba casi un día hacer ese recorrido; pero su madre no ponía objeciones. Afirmaba que Rotor era seguro a toda prueba. “No como la Tierra” solía decir. Pero sin explicar por qué la Tierra no era segura. Y cuando se le preguntaba el porqué, respondía: “Eso no importa.”
    Era la gente lo que menos le gustaba a Marlene. Según se decía, el nuevo censo revelaba la existencia de sesenta mil personas en Rotor. Demasiadas. Más que demasiadas. Cada una de ellas mostraba una careta. Marlene aborrecía ver esas caretas a sabiendas de que detrás había algo diferente. Y no le estaba permitido decir nada al respecto. Lo intentó varias veces siendo más joven; pero su madre se había encolerizado y le había dicho que no mencionara nunca más semejantes cosas.
    Cuando Marlene creció pudo ver con más claridad la falsedad; aunque eso le incomodó menos. Entretanto, había aprendido a darlo por supuesto y a pasar el mayor tiempo posible consigo misma y con sus propios pensamientos.
    Últimamente, éstos estuvieron puestos a menudo en Erythro, el planeta alrededor del cual giraron durante casi toda su vida. Ella no se explicaba por qué la asaltaban tales pensamientos, pero solía deslizarse fluctuando hasta la cubierta de observación a las horas más inadecuadas sólo para observar con mirada hambrienta el planeta, deseando estar allí... allí mismo, en Erythro.
    Su madre solía preguntarle, impaciente, qué motivaba ese deseo de habitar un planeta vacío, yermo. Ella no supo nunca darle respuesta. Porque lo ignoraba.
    —Sólo sé que quiero ir allí —contestaba.
    Ahora, Marlene lo estaba contemplando a solas en la cubierta de observación. Los rotorianos visitaban raras veces aquel lugar. Lo habrán visto todos ellos, supuso Marlene, y de resultas no comparten conmigo ese interés por Erythro.
    Allí estaba; una parte iluminada, la otra a oscuras. Ella recordaba, de un modo vago, que muchos años atrás la habían levantado en brazos para que lo viera surgir, y después le mostraron cómo aumentaba de tamaño sin cesar a medida que Rotor se le aproximaba con lentitud.
    ¿Era un recuerdo auténtico? Podría serlo. Después de todo, ella habría estado rondando ya los cuarenta años por aquel entonces.
    Pero ahora ese recuerdo, genuino o no, quedó anulado por otros pensamientos, por una comprensión creciente de la magnitud de un planeta. Erythro tenía doce mil kilómetros largos de diámetro, no ocho. Marlene no pudo concebir semejante tamaño. No le pareció tan grande en la pantalla ni se pudo ver plantando pie en él y tendiendo la vista a lo largo de centenares o incluso millares de kilómetros. Sólo supo que le gustaría muchísimo hacerlo.
    Aurinel no se interesaba por Erythro, lo cual la decepcionaba. Él decía tener otras cosas en las que pensar; como, por ejemplo, prepararse para la Universidad. Tenía diecisiete años y medio. Marlene acababa de cumplir los quince. No es una gran diferencia, se dijo, sobre todo pensando que las chicas nos desarrollamos más aprisa.
    O por lo menos debiéramos... Bajó la vista para mirarse y pensó con su habitual disgusto y desencanto que, por una razón o por otra, ella seguía pareciendo una chiquilla baja y rechoncha. Miró otra vez a Erythro, enorme, hermoso y con un suave resplandor rojizo donde estaba iluminado. Tenía tamaño suficiente para ser un planeta; pero, en verdad, como muy bien sabía ella, era sólo un satélite. Giraba alrededor de Megas. Y Megas, todavía mucho mayor, era el verdadero planeta, aunque todo el mundo diese tal nombre a Erythro. Los dos juntos, Megas y Erythro, y también Rotor giraban alrededor de la estrella Némesis.
    —¡Marlene!
    Marlene oyó la llamada a sus espaldas y reconoció la voz de Aurinel. Desde hacía un tiempo, la lengua se le pegaba cada vez más al paladar en presencia de él, y la causa de ese atasco le causaba perturbación. Le encantaba el modo que tenía Aurinel de pronunciar su nombre. Lo hacía como era debido, tres sílabas, Mar-le-ne, pero con un leve trino en la erre. Sólo el oírlo la enternecía.
    Dio media vuelta y, procurando no enrojecer, farfulló:
    —Hola, Aurinel.
    —Contemplando a Erythro ¿verdad? —le dijo él con una sonrisa.
    Marlene no respondió. Desde luego, eso era lo que había estado haciendo Todo el mundo sabía cuáles eran sus sentimientos acerca de Erythro.
    —¿Cómo es que estás aquí?
    (Dime que me estabas buscando, pensó.)
    —Tu madre me envió —dijo Aurinel.
    (¡Qué le vamos a hacer!)
    —¿Para qué?
    —Según dice ella, estás malhumorada y cada vez que te compadeces de ti misma subes aquí, de modo que yo debía venir a buscarte porque permanecer en este lugar serviría sólo para acongojarte más. Dime, ¿por qué estas malhumorada?
    —No lo estoy. Y si lo estuviera, mis motivos tendría.
    —¿Qué motivos? Vamos, ten ánimo. No eres ya una niña pequeña. Debes demostrar que posees capacidad suficiente para expresarte.
    —Sé articular palabras, gracias. Mis motivos son que me gustaría viajar.
    Aurinel se rió.
    —Tú has viajado, Marlene. Has viajado más de dos años luz. En toda la historia del sistema solar nadie ha viajado jamás una pequeña fracción de año luz... excepto nosotros. Así que no tienes derecho a quejarte. Eres Marlene Insigna Fisher, la viajera galáctica.
    Marlene dejó escapar una risa ahogada. Insigna era el apellido de soltera de su madre; y, cada vez que Aurinel pronunciaba seguidos los tres nombres, se cuadraba y hacía una mueca cómica. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Ella supuso que era porque estaba convirtiéndose en adulto y necesitaba hacer prácticas de dignidad.
    —No consigo recordar lo más mínimo de ese viaje —dijo Marlene—. Sabes que no me es posible hacerlo; y, si una cosa no se recuerda, significa que no tiene importancia. Estamos aquí, a dos años luz o más del Sistema Solar, y nunca volveremos.
    —¿Cómo lo sabes?
    —¡Vamos, Aurinel! ¿Has oído alguna vez a alguien hablar de volver?
    —Bueno, y aunque no lo hagamos, ¿a quién le importa? La Tierra es un mundo abarrotado, y todo el Sistema Solar se abarrota y avejenta por momentos. Salimos mejor librados aquí... dueños de todo cuanto contemplamos.
    —No, eso no es cierto. Contemplamos a Erythro, pero no descendemos a él para dominarlo.
    —Claro que sí. Hemos instalado una magnífica cúpula en Erythro. Lo sabes muy bien.
    —No para nosotros. Sólo para algunos científicos. Yo estoy hablando de nosotros. Ellos no nos permiten bajar allí.
    —Eso llegará a su debido tiempo —dijo animoso Aurinel.
    —Seguro, cuando yo sea una anciana. O esté muerta.
    —Las cosas no están tan mal. Sea como sea, sal de ahí, regresa a la realidad y satisface a tu madre. No puedo quedarme más aquí. Tengo qué hacer. Dolorette...
    Marlene notó un zumbido en los oídos. Y no oyó con claridad lo que Aurinel dijo después de eso. Le bastó con oír... ¡Dolorette! Marlene aborrecía a Dolorette, la cual era alta y... vacua.
    Aunque ¿por qué molestarse? Aurinel la había estado rondando y Marlene adivinaba, sólo con mirarlo, cuáles eran sus sentimientos acerca de Dolorette. Le habían enviado allí a buscarla y el hombre estaba desperdiciando su tiempo. Ella intuyó cómo se sentía Aurinel y cuánto anhelaba volver a esa... a esa Dolorette. (¿Por qué tendré siempre tanta capacidad para adivinar las cosas? ¡A veces resultaba aborrecible!)
    De súbito, Marlene deseó herirle, quiso encontrar palabras para causarle dolor. Palabras veraces, pensó. Ella no te mentiría.
    —Nosotros no regresaremos nunca más al Sistema Solar —dijo—. Y conozco el porqué.
    —¡Ah! ¿Cuál es? —y como Marlene vacilaba sin atreverse a hablar, él añadió—: ¿Tal vez un misterio?
    Marlene se sintió atrapada. Nadie esperaba que fuese ella quien lo revelara.
    —No quiero decirlo —balbuceó. Se supone que yo no lo sé. Pero sí quiso decirlo. En aquel instante deseó que todos se sintiesen mal.
    —Pero me lo dirás. Somos amigos ¿no es cierto?
    —¿Lo somos? —inquirió dubitativa, y luego manifestó—: Bien. Te lo diré. No volveremos más porque la Tierra va a ser destruida.
    Aurinel no reaccionó como ella esperaba. Estalló en un acceso de risa estridente. Le costó un rato dominarse mientras ella le fulminaba con la mirada.
    —¿Dónde oíste eso, Marlene? —le preguntó—. Has estado viendo otra vez películas escalofriantes.
    —¡Nada de eso!
    —¿Por qué dices semejante cosa?
    —Porque lo sé. Puedo intuirlo. Por lo que la gente piensa pero no lo dice, y por lo que hace cuando no sabe lo que está haciendo. Y por las cosas que me cuentan las computadoras cuando le hago las preguntas justas.
    —¿No existirá la posibilidad? —Aurinel juntó mucho dos dedos—. ¿Una pequeña posibilidad de que tu imaginación esté volando?
    —No, no hay tal posibilidad La Tierra no será destruida ahora mismo, quizá se tarde mil años... Pero será destruida. —Marlene hizo un gesto solemne de asentimiento con el rostro tenso—. Y nada podrá detenerlo.
    Dicho esto, dio media vuelta y se alejó, furiosa con Aurinel por haber dudado de ella. No, no era que hubiese dudado. Había sido algo peor que eso. La había tomado por loca. Y el resultado era que ella había dicho demasiado y no había obtenido nada a cambio. Todo le había salido mal.
    Aurinel se quedó mirándola con fijeza. Entretanto, la risa cesó de alterar su hermoso rostro juvenil, y cierto barrunto de inquietud le arrugó la piel entre las cejas.

    2

    Eugenia Insigna había alcanzado la edad madura durante la travesía hacia Némesis y en el curso de la larga estancia después de la llegada. Al correr de los años, ella había procurado tenerlo presente de forma periódica, diciéndose: Hago esto por la vida, y por la vida de nuestros hijos en un futuro ignoto.
    Siempre la abrumó ese pensamiento.
    ¿Por qué? Era como una consecuencia inevitable de lo que ellos habían hecho desde el momento en que Rotor abandonó el sistema solar. Cuantos se hallaban a bordo de Rotor (todos ellos voluntarios) lo habían sabido. Los que no tuvieron corazón para la separación eterna, abandonaron Rotor antes del despegue. Y entre estos tránsfugas estuvo...
    Eugenia no dio fin a ese pensamiento. La asaltaba a menudo y ella procuraba siempre no terminarlo.
    Ahora todos estaban aquí, en Rotor; pero ¿se podía llamar “hogar” a Rotor? Era hogar para Marlene, que no había conocido ninguna otra cosa. Pero ¿y para ella misma, para Eugenia? Hogar era Tierra, Luna, Sol, Marte y todos los mundos que habían acompañado a la Humanidad a lo largo de su historia y su prehistoria, los cuales escoltaron a la vida desde que surgió su primera chispa. Incluso ahora la asedió el pensamiento de que su “hogar” no estaba allí, en Rotor. Pero al fin y al cabo, ella había pasado los primeros veintiocho años de su existencia dentro del Sistema Solar y, entre los veintiuno y los veintitrés años, hizo un trabajo intelectual con licenciatura sobre la propia Tierra.
    ¡Cuán extraño era que el pensamiento sobre la Tierra la acechara de forma periódica para perdurar! Pues a ella no le había gustado la Tierra. No le habían gustado sus multitudes, ni su pobre organización, ni su combinación entre anarquía para las cosas importantes y fuerza estatal para las pequeñas. No le habían gustado sus arrebatos de mal tiempo, ni sus cicatrices sobre la corteza terrestre, ni su exorbitante océano. Ella había vuelto a Rotor con una gratitud desbordante, y con un nuevo marido a quien intentó convencer de las excelencias de su querido y pequeño mundo giratorio... y hacer que la comodidad sistemática de éste fuera tan grata para él como para ella. Pero él se había percatado sólo de su exigüidad.
    —Agotas tus posibilidades en seis meses —había dicho.
    Y ella no pudo retener su interés mucho más de ese tiempo. ¡Ah, qué se le iba a hacer...!
    Pero eso se solucionaría. No para ella, pues Eugenia Insigna estaba perdida para siempre entre mundos; pero sí para las niñas. La pequeña Eugenia había nacido en Rotor y podría vivir sin la Tierra. Marlene había nacido, o casi nacido, en Rotor, y podría vivir sin el Sistema Solar... exceptuando la vaga impresión de haber tenido su origen allí.
    En cambio, sus hijos no conocerían siquiera eso ni sentirían la menor preocupación. Para ellos, la Tierra y el Sistema Solar serían una cuestión mítica, y Erythro un mundo en rápido desarrollo.
    Al menos, Eugenia lo esperaba así. Marlene tenía ya esa extraña obsesión con Erythro que se había adueñado de ella en los últimos meses, y podía desaparecer con la misma rapidez que había surgido.
    En resumidas cuentas, quejarse sería el colmo de la ingratitud.
    Nadie habría podido imaginar un mundo habitable en órbita alrededor de Némesis. Las condiciones que creaban esa habitabilidad eran notables.
    Si se calcularan tales probabilidades y se les sumara la proximidad de Némesis al Sistema Solar, habría que negar toda posibilidad de que tal cosa hubiera sucedido.
    Eugenia Insigna se volvió hacia los partes diarios que la computadora, con la paciencia infinita propia de su condición, esperaba para darle. Sin embargo, antes de que pudiera formular una pregunta, su recepcionista le transmitió una señal y habló con voz suave en el diminuto altavoz prendido del hombro izquierdo de su vestidura.
    —Aurinel Pampas desea verte. No ha concertado cita alguna.
    Insigna hizo un gesto de contrariedad; pero recordó al instante que lo había enviado en busca de Marlene.
    —Déjale pasar —dijo.
    Echó una mirada fugaz al espejo y comprobó que su apariencia era tolerable. Creyó parecer más joven de sus cuarenta y dos años, y esperó que otros lo vieran del mismo modo.
    Parecía una bobada preocuparse por su apariencia debido a que un muchacho de diecisiete años estaba a punto de entrar; pero Eugenia Insigna había visto cómo la pobre Marlene miraba a aquel muchacho, y había adivinado lo que esa mirada dejaba traslucir. A Insigna no le pareció que Aurinel, tan propenso a admirar también su propia apariencia, viera en Marlene, la cual no había podido desembarazarse todavía de su adiposidad infantil, otra cosa que no fuera una chiquilla divertida. No obstante, si Marlene hubiera de afrontar un fracaso así, había que evitar que creyera que su madre era partícipe de ese fracaso por haberse mostrado algo más que afable con el muchacho.
    De cualquier modo ella me culpará, pensó suspirando Insigna mientras el muchacho entraba con una sonrisa que no lograba disimular su timidez de adolescente.
    —Bien, Aurinel —dijo ella—. ¿Encontraste a Marlene?
    —Sí, señora. Justo donde me dijo que estaría, y le expliqué que a usted no le gustaba que estuviese allí.
    —¿Y cómo se siente la chica?
    —Si le interesa saberlo, doctora Insigna... No sé si será depresión o alguna otra cosa, pero le ronda por la cabeza una idea bastante rara. Tal vez a ella no le guste que se lo cuente a usted.
    —Bueno, tampoco me agrada a mí hacer que la vigilen espías; pero ella tiene ideas extrañas con frecuencia: y eso me preocupa. Por favor, cuéntame lo que te dijo.
    Aurinel meneó la cabeza.
    —Está bien, pero no le diga que lo sabe por mí. Esta vez su idea es demencial de verdad. Marlene dijo que la Tierra va a ser destruida.
    Esperó que Insigna se riera. Sin embargo no lo hizo. Por el contrario, tuvo una explosión de enfado.
    —¡Cómo! ¿Qué la ha inducido a decir tal cosa?
    —Lo ignoro, doctora Insigna. Ella es muy inteligente, ya sabe: pero tiene esas ideas descabelladas.
    Insigna le interrumpió.
    —Sí, tal vez fuera eso. Ella tiene un extraño sentido del humor... Así que escúchame. No quiero que repitas tal cosa por ahí. No deseo que se propale una historia tonta. ¿Me entiendes?
    —Por supuesto, señora.
    —Te lo digo en serio. Ni una palabra.
    Aurinel asintió enérgicamente.
    —Pero gracias por contármelo, Aurinel. Es importante que lo hayas hecho. Hablaré con Marlene y averiguaré qué la inquieta... sin necesidad de revelarle que tú me lo dijiste.
    —Gracias —respondió Aurinel—. Pero sólo una cosa más, señora.
    —¿De qué se trata?
    —¿Se va a destruir la Tierra?
    Durante un instante Insigna lo miró absorta y luego hizo una risa forzada.
    —¡Claro que no! Ahora puedes irte.
    La doctora lo contempló mientras se marchaba, al tiempo que pensaba que le hubiera gustado haber sido capaz de responder con una negativa más convincente.

    3

    Janus Pitt tenía una apariencia impresionante, lo cual le había ayudado en su ascenso al poder como comisario de Rotor. En los primeros días de la formación de los Establecimientos, hubo una oportunidad favorable para las personas de talla mediana. Por entonces se había pensado en establecer requisitos más modestos para el espacio y los recursos per cápita. Más adelante se estimó innecesaria esta medida precautoria y fue desechada; pero esa tendencia persistía en los genes de los primeros establecimientos y el rotoriano medio seguía siendo un centímetro o dos más bajo que los ciudadanos ordinarios de establecimientos ulteriores.
    No obstante, Pitt era alto, con pelo gris acerado rostro alargado, ojos de un azul profundo y un cuerpo que se conservaba todavía en buena forma pese al hecho de tener ya cincuenta y seis años.
    Pitt levantó la vista y sonrió al entrar Eugenia Insigna; pero sintió el leve embate de intranquilidad, ya usual. Había algo en Eugenia que causaba siempre inquietud e incluso prevención. Ella tenía esas Causas (con mayúscula) con las que resultaba difícil bregar.
    —Gracias por recibirme, Janus, pese a lo inmediato de mi visita.
    Pitt colocó su computadora en posición de espera y se respaldó en la butaca adoptando, deliberadamente, un aire de sosiego.
    —Vamos —dijo—, no hay ceremonias entre nosotros. Venimos juntos desde muy lejos.
    —Y hemos compartido muchas cosas —agregó Insigna.
    —Así es. ¿Cómo sigue tu hija?
    —De ella vengo a hablar. ¿Estamos escudados?
    Pitt enarcó las cejas.
    —¿Escudados? ¿Qué hay que escudar y de quién?
    Sus propias preguntas le hicieron recordar la extraña posición en que se encontraba Rotor. Solo en el Universo para todo propósito práctico. El Sistema Solar distaba más de dos años luz, y tal vez no existiera ningún otro mundo portador de inteligencia en un radio de centenares de años luz o, según todo lo que se sabía, millones de años luz.
    Quizá los rotorianos tuvieran accesos de soledad e incertidumbre, pero se veían libres de todo temor acerca de una interferencia exterior. Bueno, pensó Pitt, de casi todo temor.
    —Sabes bien lo que se necesita escudar —dijo Insigna—. Fuiste tú quien insistió siempre en el secreto.
    Pitt activó el escudo y dijo:
    —¿Es preciso que volvamos a eso? Por favor, Eugenia, todo quedó acordado. Lo convinimos cuando partimos hace catorce años. Sé que cavilas acerca de ello de cuando en cuando...
    —¿Cavilo acerca de ello? ¿Y por qué no? Es mi estrella —alzó un brazo como si apuntara hacia Némesis—. Es mi responsabilidad.
    Pitt apretó las mandíbulas y pensó: ¿Tendremos que pasar por esto otra vez?
    —Estamos escudados —dijo—. Explícame ahora lo que te inquieta.
    —Marlene. Mi hija. Por una razón o por otra, ella lo sabe.
    —¿Qué sabe?
    —Lo de Némesis y el Sistema Solar.
    —¿Cómo puede saberlo ella... a menos que se lo hayas contado?
    Insigna abrió los brazos en actitud defensiva.
    —No le he dicho nada, por supuesto; pero no necesito hacerlo. No sé cómo se las arregla, pero Marlene parece oír y ver todo. Y con las pequeñeces que oye y ve, forja sus ideas. Ha tenido siempre la facultad de hacerlo, pero este último año ha sido mucho peor.
    —Bueno; en definitiva, ella hace conjeturas y a veces tiene atisbos atinados. Dile que se equivoca y verás cómo no vuelve a hablar de ello.
    —Pero se lo ha contado ya a un joven, el cual vino a decírmelo. Aurinel Pampas. Un amigo de la familia.
    —¡Ah, sí! Por alguna razón me he fijado en él. Pues no tienes más que aconsejarle que no escuche fantasías inventadas por una niña pequeña.
    —No es una niña pequeña. Tiene ya quince años.
    —Para él es una niña pequeña, te lo aseguro. Te he dicho que estoy al tanto de ese joven. Según mi impresión, el muchacho progresa de forma acelerada hacia la edad adulta, y recuerdo que, cuando yo tenía sus años, las chicas quinceañeras, sobre todo si eran...
    —Te comprendo —dijo con amargura Insigna—. Sobre todo si eran bajas, rollizas y vulgares. ¿Acaso importa que ella sea también inteligentísima?
    —Para ti y para mí... sin duda. Pero no para Aurinel. Hablaré con el chico. Tú ten una conversación con Marlene. Dile que su idea es ridícula, que no tiene nada de cierta, y que no conviene propalar por ahí cuentos de hadas.
    —Pero ¿qué pasará si resulta ser cierto?
    —Ésa no es la cuestión. Mira, Eugenia, tú y yo hemos ocultado durante años esa posibilidad, y es mejor que continuemos ocultándola.
    »Si se corre la voz, todo serán exageraciones y habrá sentimientos desorbitados acerca del asunto, sentimientos inútiles, lo cual sólo servirá para distraernos de un trabajo que ha requerido todo nuestro tiempo desde que abandonamos el Sistema Solar y que quizá continúe requiriéndolo durante generaciones por venir.
    Ella lo miró... consternada, incrédula.
    —¿Es que no sientes nada de verdad por el Sistema Solar, por la Tierra, el mundo que fue origen de la Humanidad?
    —Sí, Eugenia, tengo todo tipo de sentimientos al respecto. Pero son viscerales y no puedo permitirles que me desequilibren. Abandonamos el Sistema Solar porque pensamos que iba siendo hora de que la Humanidad se diseminara. Otros nos seguirán, estoy seguro: tal vez ya nos hayan seguido. Hemos hecho de la Humanidad un fenómeno galáctico y no debemos seguir pensando en función de un único sistema planetario. Nuestro trabajo está aquí.
    Durante un momento, ambos se miraron fijamente; luego, Eugenia dijo con cierto tono de desesperanza:
    —Me has hecho callar una vez más. ¡Me estas haciendo callar desde hace tantos años...!
    —Sí, pero el año próximo tendré que hacerlo otra vez, y al siguiente. Tú no quieres resignarte, Eugenia, y me cansas. Con la primera vez debiera haber bastado.
    Se volvió de nuevo a su computadora.

    II. NÉMESIS

    4

    La primera vez que él la hizo callar había tenido lugar dieciséis años antes, el 2220, aquel año emocionante en el que se abrieron para ellos las posibilidades de la Galaxia.
    Por entonces, el pelo de Janus Pitt tenía un color castaño oscuro y él no era todavía comisario del Rotor, aunque todo el mundo lo veía ya como el hombre del futuro. En esa época, Pitt dirigía el Departamento de Exploración y Comercio. Por otra parte, la Sonda Lejana estaba bajo su responsabilidad y era, en gran medida, el resultado de sus acciones.
    Significaba la primera tentativa para proyectar materia a través del espacio mediante un propulsor con hiperasistencia. Que se supiera, sólo el Rotor había desarrollado la hiperasistencia, y Pitt había sido el defensor más acérrimo del secreto.
    Él mismo había dicho en una asamblea del Consejo:
    —El Sistema Solar está abarrotado. Cada vez son más los Establecimientos espaciales para los que no resulta fácil encontrar un lugar. Incluso el cinturón de asteroides es sólo una mejora pasajera. Muy pronto se hallara atestado hasta la incomodidad. Y, lo que es más, cada Establecimiento tiene su equilibrio ecológico propio, y a este respecto estamos divergiendo bastante. Se estrangula el comercio por temor de captar los vestigios de parásitos o elementos patógenos de algún otro. La única solución, compañeros concejales, es abandonar el Sistema Solar... sin fanfarria, sin anuncios. Marchémonos y busquemos un nuevo hogar donde podamos constituir un mundo nuevo con nuestra propia Humanidad, nuestra propia sociedad, nuestro propio modo de vida. No es posible hacerlo sin la hiperasistencia... Lo que poseemos. A su debido tiempo, otros Establecimientos aprenderán esa técnica e iniciarán también la marcha. El Sistema Solar será como un diente de león despepitado, y sus diversos componentes se disgregarán por el espacio. Pero si nosotros nos vamos primero, encontraremos un mundo, quizás, antes de que nos imiten otros. Podremos establecemos con solidez, de modo que cuando los demás nos sigan y quizás encuentren nuestro nuevo mundo, tengamos la fuerza suficiente para enviarlos a otra parte. La Galaxia es inconmensurable y debe de haber sin duda otros lugares.
    Se hicieron objeciones, claro está, y algunas feroces. Hubo quienes arguyeron por temor... Les daba miedo abandonar lo familiar. También los hubo que se resistían por sentimiento... Un fuerte sentimiento hacia el planeta natal. Y no faltaron los que se resistían por idealismo... Por el deseo de divulgar esos conocimientos para que otros pudieran también marchar.
    Pitt había tenido pocas esperanzas de hacer prevalecer su criterio.
    Y si lo consiguió fue porque Eugenia le había facilitado el argumento decisivo. El hecho de que la doctora Insigna acudiera primero a él, había sido un golpe increíble de la fortuna.
    Por aquel entonces, ella era muy joven, sólo veintiséis años, estaba casada, pero no embarazada. La mujer mostraba excitación, agitación, e iba cargada con hojas de computadora.
    Pitt recordaba haber fruncido el ceño ante su intrusión. Él era secretario del Departamento y ella... Bueno, ella era un don nadie, si bien, tal como iban a evolucionar los acontecimientos, aquél sería el último instante en que ella fuese un don nadie.
    Por lo pronto, él no lo entendió así, claro está, y se incomodó con la intolerable irrupción. Se acobardó ante la exaltación evidente de la joven. Temió que se propusiera hacerle pasar por las infinitas complejidades de lo que quiera que tuviese entre manos; y, además, con un entusiasmo que sin duda le dejaría exhausto. No, ella debería dejar un sumario breve a alguno de sus ayudantes.
    Y decidió decírselo así.
    —Veo, doctora Insigna, que trae unos cuantos datos con el propósito de hacérmelos revisar. Me agradará dedicarles un rato a su debido tiempo. ¿Por qué no se los deja a alguno de mis colaboradores?
    Tras decir esto, le señaló la puerta y esperó con verdadera ansia que ella diera media vuelta y se moviese en esa dirección. (Años después, se preguntaba algunas veces qué habría sucedido si ella le hubiese hecho caso. Sólo de pensarlo se le helaba la sangre).
    Pero ella dijo:
    —No, no, señor secretario; debo verle a usted y a nadie más —su voz temblaba como si no pudiera soportar la excitación—. Es el mayor descubrimiento que se ha hecho desde... desde... —renunció a terminar la frase—. ¡Es lo más grande!
    Pitt miró dubitativo las hojas que ella sostenía. Las vio agitarse por el temblor pero no experimentó la misma agitación. Estos especialistas creían siempre que unos cuantos micro avances en su microcampo trastornarían el sistema.
    —Esta bien, doctora —aceptó resignado—. ¿Podrá explicármelo con la mayor concisión posible?
    —¿Estamos a salvo, señor?
    —¿A salvo de qué?
    —De que nos oigan. No quiero que nadie se entere hasta estar segura... por completo. Debo revisarlo una vez y otra hasta que no me quede la menor duda. Aunque, en realidad, no tengo duda alguna. Lo que digo parece no tener sentido, ¿verdad?
    —No, no lo tiene —respondió con frialdad Pitt mientras colocaba la mano sobre un contacto—. Ya no puede escucharnos nadie. Ahora cuénteme.
    —Esta todo aquí. Se lo mostraré.
    —No. Primero explíquemelo, con palabras. Y brevedad.
    Ella hizo una inspiración profunda.
    —Señor secretario, he descubierto la estrella más próxima a nosotros.
    Sus pupilas se dilataron, su respiración se aceleró.
    —La estrella más próxima es Alpha Centauri y eso se conoce desde hace siglos —respondió Pitt.
    —Es la estrella más próxima que hemos conocido; pero no la más próxima que podemos conocer. Yo he descubierto una que está más cerca. El Sol tiene una compañera distante. ¿Es usted capaz de creérselo?
    Pitt la estudió atento. Un caso típico. Quienes eran lo bastante jóvenes, lo bastante entusiastas y lo bastante inexpertos, explotaban siempre de forma prematura.
    —¿Está segura?
    —Lo estoy. De verdad. Permítame enseñarle los datos. Es lo más emocionante que ha acontecido en la Astronomía desde...
    —Si es que ha acontecido. Y no me enseñe los datos. Los estudiaré más tarde. Primero cuénteme. Si hay una estrella mucho más cercana que la Alpha Centauri ¿por qué no ha sido descubierta hasta ahora?¿Por qué se la eligió a usted para hacerlo, doctora Insigna?
    Pitt comprendió que estaba abusando del sarcasmo, pero ella no pareció prestar atención a su tono porque estaba demasiado excitada.
    —Hay una razón clara. Se halla detrás de una nube oscura, un soplo de polvo cósmico que se interpone entre la estrella acompañante y nosotros. Sin la absorción del polvo sería una estrella de octava magnitud y se habría hecho visible sin duda. El polvo merma la luz y la hace de magnitud decimonona, perdida entre muchos millones de otras estrellas tenues. No había ninguna razón para verla. Nadie la miraba. Se encuentra en el distante cielo meridional de la Tierra, de modo que, en los día previos al Establecimiento, casi ningún telescopio podía apuntar siquiera en esa dirección.
    —Y siendo así, ¿cómo ha conseguido verla usted?
    —Por la Sonda Distante. Fíjese, esa Estrella Vecina y el Sol están cambiando de posiciones relativas entre sí, claro está. Según supongo, ella y el Sol están girando muy despacio alrededor de un centro de gravedad común en un período de millones de años. Hace algunos siglos esas posiciones deben de haber sido tales que podríamos haber visto la Estrella Vecina en todo su esplendor a un lado de la nube; pero, así y todo, habríamos necesitado un telescopio, y los telescopios tienen sólo seis siglos de antigüedad... es decir, son menos antiguos que las gentes en aquellos lugares de la Tierra desde donde habría sido visible la Estrella Vecina. Dentro de algunos siglos se la verá otra vez con claridad brillando al otro lado de la nube de polvo. Pero nosotros no hemos necesitado una espera de siglos. La Sonda Lejana nos la ha mostrado ahora.
    Pitt sintió en su interior un punto de ignición, un foco recóndito irradiando calidez desde lo más hondo.
    —¿Quiere decir usted que la Sonda Lejana fotografió la sección del cielo en que se halla la tal Estrella Vecina y que la Sonda Lejana profundizó en el espacio lo suficiente para ver alrededor de la nube y detectar la Estrella Vecina en todo su esplendor?
    —Exacto. Encontramos una estrella de octava magnitud en un lugar donde no podía haber ninguna estrella de octava magnitud, y el espectro fue el de una enana roja. No es posible ver estrellas enanas rojas a gran distancia, así que ésta debía de estar muy cerca.
    —Sí; pero ¿por qué más cerca que la Alpha Centauri?
    —Como es natural, estudié la misma área del cielo vista desde el Rotor y la estrella de octava magnitud no apareció allí. Sin embargo, había bastante cerca de ese lugar una estrella de decimonona magnitud que no estaba presente en la fotografía tomada por la Sonda Lejana. Supuse que esa estrella de decimonona magnitud era la estrella de octava magnitud, oscurecida, y atribuí el hecho de que ninguna de las dos ocupara, exactamente el mismo lugar, al efecto del desplazamiento paraláctico.
    —Sí, eso lo comprendo. Un objeto próximo parece ocupar distintos lugares sobre un fondo distante cuando se observa desde distintos ángulos.
    —Eso es. Pero las estrellas están tan distantes que, aun en el caso de que la Sonda Lejana se alejara una fracción considerable de un año luz, ese cambio de posición no ocasionaría una traslación perceptible en las estrellas distantes, pero sí en las cercanas. Y respecto a esa Estrella Vecina, se produjo una traslación enorme. Quiero decir, comparativamente. Inspeccioné el cielo para comprobar las posiciones diferentes de la Sonda Lejana en su viaje hacia el exterior.
    Hubo tres fotografías tomadas durante esos intervalos cuando el dispositivo se hallaba en el espacio normal, y la Estrella Vecina fue irradiando luminosidad creciente a medida que la Sonda la enfocaba más y más hacia el borde de la nube. A juzgar por el desplazamiento paraláctico, la Estrella Vecina estará a una distancia de dos años luz o poco más. Lo cual equivale a la mitad de la distancia de Alpha Centauri.
    Pitt la miró caviloso y, en el largo silencio que siguió, aumentaron la inquietud e incertidumbre de ella.
    —Secretario Pitt —dijo por fin Insigna—, ¿quiere usted ver ahora los datos?
    —No —contestó él—. Me doy por satisfecho con lo que me ha dicho. Ahora necesito formularle algunas preguntas. Si la he entendido bien, me parece que la posibilidad de que alguien se concentre en una estrella de decimonona magnitud e intente calcular su paralaje y determinar su distancia, es desdeñable.
    —Cero, por así decirlo.
    —¿Hay otro medio de percibir que una estrella oscura está muy cerca de nosotros?
    —Puede tener un movimiento propio... para una estrella. Quiero decir que, si la observamos con fijeza, su movimiento la hará cambiar de lugar en el cielo siguiendo una línea más o menos recta.
    —¿Sería perceptible eso en este caso?
    —Tal vez. Pero no todas las estrellas tienen un gran movimiento propio, incluso aunque estén cerca de nosotros. Se mueven en tres dimensiones, y nosotros vemos el movimiento propio en una proyección bidimensional. Puedo explicarle...
    —No, sigo fiándome de su palabra. ¿Tiene un gran movimiento propio esa estrella?
    —Se requeriría algún tiempo para determinarlo. Poseo algunas fotografías antiguas de esa parte del cielo y me ha sido posible detectar un movimiento propio apreciable. Hace falta trabajar más.
    —¿Pero cree usted que tiene el tipo de movimiento propio que se haría ostensible para un astrónomo si éste descubriera por casualidad la estrella?
    —No, no lo creo.
    —Entonces es posible que nosotros, en Rotor, seamos los únicos que conocemos la Estrella Vecina, pues somos también los únicos que han lanzado la Sonda Lejana. Ése es su campo, doctora Insigna. ¿Conviene usted conmigo en que somos los únicos que hemos lanzado una Sonda Lejana?.
    —La Sonda Lejana no es un proyecto muy secreto, señor secretario. Nosotros hemos aceptado experimentos de otros Establecimientos, y discutido ese renglón con todos, incluso con la Tierra que, en estos últimos tiempos, no muestra demasiado interés por la Astronomía.
    —Sí, ellos se la ceden a los Establecimientos, lo cual es razonable. Pero, ¿acaso algún otro Establecimiento ha lanzado una Sonda Lejana y lo ha mantenido en secreto?
    —Lo dudo mucho, señor. Para eso se necesitaría hiperasistencia, y nosotros hemos ocultado celosamente la técnica de la hiperasistencia. Si alguien la tuviese, estaríamos enterados, pues eso requeriría la realización de ciertos experimentos en el espacio que delatarían el hecho.
    —Según el Convenio de la Ciencia Abierta, todos los datos obtenidos mediante la Sonda Lejana han de ser objeto de publicación. ¿Significa eso que usted ha informado ya...?
    Insigna le interrumpió indignada.
    —¡Claro que no! Necesitaría reunir mucho más material antes de publicar nada. Lo que tengo ahora es sólo un resultado preliminar que le he transmitido a título confidencial.
    —Pero usted no es el único astrónomo que trabaja con la Sonda Lejana. Supongo que habrá mostrado esos resultados a otros.
    Insigna enrojeció y desvió la mirada. Luego, dijo con tono defensivo:
    —No, no lo he hecho. Yo advertí este dato. Le seguí la pista. Elaboré su significado. ¡Yo! Y quiero asegurarme de que obtengo todo el mérito. Hay sólo una estrella que está próxima al Sol y quiero figurar en los anales de la historia como su descubridora.
    —Podría haber otra todavía más cercana.
    Pitt se permitió la primera sonrisa de aquella entrevista.
    —Se la habría conocido desde hace mucho. Incluso mi estrella sería conocida si no fuera por la presencia de esa tenue nube ocultadora tan desusada. Que haya otra estrella más cercana es una imposibilidad absoluta.
    —Entonces todo se reduce a esto, doctora Insigna: usted y yo somos los únicos que conocemos la Estrella Vecina. ¿Estoy en lo cierto? ¿Nadie más?
    —Sí, señor. Sólo usted y yo hasta ahora.
    —Nada de hasta ahora. Debe seguir siendo un secreto entre nosotros hasta que yo esté preparado para revelárselo a otras personas muy específicas.
    —Pero el convenio... el Convenio de la Ciencia Abierta...
    —Se ha de pasar por alto. Todo tiene siempre ciertas excepciones. Su descubrimiento afecta a la seguridad del Establecimiento. Si la seguridad del Establecimiento resulta afectada, no se nos podrá exigir que divulguemos el descubrimiento, ¿acaso hemos divulgado la hiperasistencia?
    —Pero la existencia de la Estrella Vecina no tiene relación alguna con la seguridad del Establecimiento.
    —Sí la tiene, doctora Insigna. Quizás usted no se dé cuenta, pero ha desvelado algo que puede cambiar el destino de la especie humana.
    Ella se quedó allí, inerte, mirándole con pasmo.
    —Siéntate. Nosotros somos conspiradores, tú y yo, y debemos ser amigos. Desde ahora tú serás Eugenia para mí cuando estemos solos, y yo Janus para ti.
    Insigna titubeó.
    —No lo considero correcto.
    —Tendrá que ser así, Eugenia. No podemos conspirar en términos fríos y ceremoniosos.
    —Pero yo no quiero conspirar con nadie sobre nada, y eso es lo que esto significa. No veo la finalidad de mantener secretos los hechos concernientes a la Estrella Vecina.
    —Te asusta la posibilidad de perder todo el mérito, supongo yo.
    Por un instante Insigna vaciló y luego dijo:
    —Puedes apostar hasta la última pieza de tu computadora a que es así, Janus. Quiero todo el mérito.
    —Por el momento, olvida que existe la Estrella Vecina —dijo él—. Como sabes, desde hace bastante tiempo vengo insistiendo en que Rotor debiera abandonar el Sistema Solar. ¿Cuál es tu opinión al respecto? ¿Te gustaría dejar el Sistema Solar?
    Eugenia se encogió de hombros.
    —No estoy segura. Sería muy grato ver por primera vez algunos objetos astronómicos a corta distancia... Pero es también un poco estremecedor, ¿no crees?
    —¿Te refieres a abandonar el hogar?
    —Sí.
    —Es que no abandonarías el hogar. El hogar es esta Rotor —Pitt señaló con el brazo de un lado a Otto—. Él iría contigo.
    —Incluso así, señor Sec... Incluso así, Janus, Rotor no representa por sí solo el hogar. Tenemos un vecindario, los otros Establecimientos, el planeta Tierra, todo el Sistema Solar.
    —Es un vecindario multitudinario. Tarde o temprano algunos tendrán que marchar, tanto si lo quieren como si no. Antaño hubo una época sobre la Tierra en que ciertos pueblos se vieron obligados a cruzar cordilleras y océanos. Hace dos siglos, los pueblos de la Tierra tuvieron que abandonar su planeta camino de los Establecimientos. Esto es sólo otro paso adelante en una historia muy antigua.
    —Lo comprendo, pero hay también algunos pueblos que no han marchado jamás, que se apegan todavía a la Tierra. Hay pueblos que han vivido en pequeñas regiones de la Tierra durante incontables generaciones.
    —Y tú quieres ser uno de esos sedentarios.
    —Creo que Crile, mi marido, sí lo quiere. Se muestra muy reacio acerca de tus opiniones, Janus.
    —Bueno, en Rotor tenemos libertad de expresión y pensamiento, de modo que él puede mostrar disconformidad si le place. Y hay otra cosa que me gustaría preguntarte. Cuando la gente, en Rotor o cualquier otro lugar, proyecta distanciarse del Sistema Solar, ¿adónde se propone ir por lo general?
    —A Alpha Centauri, por supuesto. Es la estrella que todo el mundo cree más cercana. Ni con la hiperasistencia podríamos ir más aprisa que la velocidad de la luz, y por tanto requeriríamos cuatro años.
    »Cualquier otro lugar exigiría mucho más tiempo, y cuatro años representan ya un viaje bastante largo.
    —Supón que fuera posible viajar incluso más aprisa, e imagina que pudieras llegar mucho más allá de Alpha Centauri. ¿Adónde irías entonces?
    Insigna se detuvo a pensar un rato y por fin dijo:
    —Me figuro que también a Alpha Centauri, pues seguiría siendo la más próxima. De noche, las estrellas que viéramos serían las mismas. Estaríamos más cerca de casa si quisiéramos regresar. Además, Alpha Centauri A, la mayor del sistema de tres estrellas Alpha Centauri, es, virtualmente, una gemela del Sol. Alpha Centauri B es más pequeña pero no demasiado. E incluso si desestimaras a Alpha Centauri C, una enana roja, tendrías todavía dos estrellas por el precio de una, dos juegos de planetas por así decirlo.
    —Supón que un Establecimiento ha partido hacia Alpha Centauri y, al encontrar allí una habitabilidad decente, decide establecerse y crear un mundo nuevo, mientras que, en el Sistema Solar, se tiene noticia de tal acontecimiento. ¿Adónde irían los siguientes establecimientos una vez optaran por abandonar el Sistema Solar?
    —A Alpha Centauri —contestó sin vacilar Insigna.
    —Así que la especie humana propendería a dirigirse hacia el lugar evidente. Y, si un Establecimiento tuviera éxito, otros le seguirían sin dilación, hasta que el nuevo mundo estuviese tan abarrotado como el viejo, hasta que hubiese muchos pueblos con muchas culturas y, a su debido tiempo, muchos establecimientos con muchas ecologías.
    —Entonces habría llegado el momento de moverse hacia otras estrellas.
    —Pero, escucha, Eugenia, el éxito en un lugar atraerá siempre a otros Establecimientos. Una estrella, un buen planeta, será punto de congregación.
    —Supongo que sí.
    —Pero, si vamos a una estrella que diste un poco más de dos años luz, la mitad de la distancia de Alpha Centauri, y nadie lo sabe salvo nosotros, ¿quién nos seguirá?
    —Nadie, hasta que averigüe lo de la Estrella Vecina.
    —Eso puede tardar muchísimo. Durante ese largo período, todos se congregarán en Alpha Centauri o en cualquiera de las escasas opciones que les queden. No se percatarán nunca de una estrella enana roja en su umbral; o, si se percatan, la descartarán como inadecuada para la vida humana... es decir, mientras no sepan que unos seres humanos la han convertido ya en una empresa próvida.
    Insigna miró dubitativa a Pitt. —¿Pero qué significa todo eso? Supón que vamos a la Estrella Vecina sin que lo sepa nadie, ¿cuál es la ventaja?
    —La ventaja es que podremos llenar el mundo. Si hay un planeta habitable...
    —No lo habrá. No alrededor de una estrella enana roja.
    —Entonces podremos utilizar cualquier materia prima que exista allí para construir cierto número de Establecimientos.
    —¿Quieres decir que habrá más espacio para nosotros?
    —Sí. Mucho más espacio que si ellos acudieran en rebaño detrás de nosotros.
    —Así tendríamos un poco más de tiempo, Janus. Llegaría un momento en que habríamos llenado el espacio disponible en la Estrella Vecina. Aunque estuviésemos solos. Tardaríamos quinientos años en vez de doscientos. ¿Cuál sería la diferencia después de todo?
    —Toda la diferencia que te sea posible concebir, Eugenia. Permite a los Establecimientos que se aglomeren como desean, y tendremos un millar de culturas diversas, acarreando consigo todas las rivalidades e inadaptaciones inherentes a la desalentadora historia de la Tierra. Si disponemos de tiempo para estar allí a solas, podremos construir un sistema de Establecimientos que sea uniforme en cultura y ecología. Será una situación mucho mas propicia... menos caótica, menos anárquica.
    —Y menos interesante. Menos diversificada. Menos viva.
    —Nada de eso. Nosotros la diversificaremos. Estoy seguro. Los distintos establecimientos tendrán sus diferencias; pero habrá por lo menos una base en común desde la cual surgirán esas diferencias. Por eso será un grupo de establecimientos mucho más sano. Aunque me equivoque, verás que merece la pena intentar el experimento ¿Por qué no dedicar una estrella a ese desarrollo razonado para ver si funciona?
    »Podemos elegir una enana roja desdeñable, que no interesa a nadie, y usarla para comprobar si podemos crear un tipo de sociedad nuevo y, a ser posible, mejor.
    Tras una pausa, Pitt continuó:
    —Veamos lo que nos es posible hacer cuando nuestras energías no sufran desgaste y quebranto por la acción de diferencias culturales inútiles, y nuestra biología global no se vea pervertida constantemente por extrañas intrusiones ecológicas.
    Insigna se sintió conmovida. Aunque el experimento no fuese positivo, la Humanidad habría aprendido una cosa: que eso no daba resultado. ¿Y si funcionaba? Pero al fin meneó la cabeza.
    —Es un sueño vano. La Estrella Vecina será descubierta por otros conductos aunque nos esforcemos para guardar el secreto.
    —¿Pero qué proporción de tu descubrimiento fue accidental, Eugenia? Ahora sé sincera. Acertaste a avistar la estrella. Acertaste a compararla con lo que podías ver en otro mapa. Sólo eso. ¿No te podría haber pasado inadvertida por completo? ¿Y no podría pasar inadvertida a otros en circunstancias similares?
    Insigna no contestó, pero la expresión de su rostro satisfizo a Pitt.
    La voz de él se suavizó, se hizo casi hipnótica.
    —Y si hay un retraso de sólo cien años, si se nos conceden nada más que cien años para crear una nueva sociedad, seremos ya lo bastante grandes y fuertes para protegernos y hacer que otros pasen de largo hacia mundos distintos. No necesitaremos ocultarnos por más tiempo.
    Insigna siguió sin reaccionar.
    —¿Te he convencido? —inquirió Pitt.
    La doctora pareció estremecerse.
    —No del todo.
    —Entonces reflexiona sobre ello. Sólo te pediré un favor. Mientras lo piensas, no digas ni una palabra a nadie acerca de la Estrella Vecina, y déjame los datos relacionados con ella para ponerlos a buen recaudo. No los destruiré. Te lo prometo. Los necesitaremos si vamos a visitarla. ¿Te comprometerás hasta ese extremo, Eugenia?
    —Si —dijo al fin con voz tenue, y luego se animó—. Pero escucha una cosa. Necesito reservarme la facultad de dar nombre a la estrella. Le daré un nombre, pues en definitiva es mi estrella...
    Pitt sonrió condescendiente.
    —¿Cómo quieres que se llame? ¿La estrella de Insigna? ¿La estrella Eugenia?
    —No, no soy tan insensata. Deseo que sea llamada Némesis.
    —¿Némesis? ¿NÉ-ME-SIS?
    —Sí.
    —Y eso... ¿por qué?
    —Allá por el siglo XX hubo un breve período de especulación sobre la posibilidad de una estrella vecina cercana al Sol. No se llegó a ninguna conclusión por entonces. No se encontró ninguna estrella vecina; pero los periódicos se refirieron a ella como Némesis. Yo quisiera honrar a esos audaces pensadores...
    —Némesis... ¿No hubo una diosa griega llamada así? ¿Y, por cierto, bastante desagradable?
    —La diosa de la venganza, del castigo justificado. Se incorporó al lenguaje como una palabra un tanto florida. La computadora la llamó “arcaica” cuando la consulté.
    —¿Y por qué la llamarían Némesis esos veteranos?
    —Algo relacionado con la nube cometaria. Al parecer, en sus evoluciones alrededor del Sol; Némesis atravesaba esa nube e inducía rayos cósmicos que aniquilaban grandes porciones de la vida terrestre cada veintidós millones de años.
    Pitt pareció atónito.
    —¿Es cierto eso?
    —No, no lo es. La sugerencia no subsistió; pero, de todas formas, quiero que su nombre sea Némesis. Y que quede constancia que yo la bauticé.
    —Te lo prometo, Eugenia. El descubrimiento es tuyo, y así constará en nuestros registros. A su debido tiempo, cuando el resto de la Humanidad descubra la región “nemesiana”... ¿crees que se podría llamar así?, ¿sabrá quién hizo el descubrimiento y cómo ocurrió?. Tu estrella, tu Némesis, será la primera estrella, aparte del Sol, que brille sobre una civilización humana cuyo origen estuvo en otro lugar.
    Pitt la miró marchar y se sintió bastante confiado. Ella se avendría.
    Permitirle dar nombre a la estrella había sido el toque perfecto.
    Sin duda Eugenia querría ir a su propia estrella. Sin duda le atraería la idea de crear, alrededor de ella, una civilización lógica y ordenada de la cual se derivaran civilizaciones por toda la Galaxia.
    Y entonces, justo cuando debiera haberse recreado con el resplandor de un futuro dorado le sacudió un estremecimiento de horror que era impropio de él.
    ¿Por qué Némesis? ¿Por que se le habría ocurrido a Eugenia llamarla como la diosa de la venganza?
    Se sintió lo bastante débil como para considerarlo casi un mal augurio.

    III. MADRE

    6

    Era la hora de cenar, e Insigna tenía uno de esos momentos en que la atemorizaba un poco su propia hija.
    Ese talante se había acentuado últimamente y ella no podía explicarse el porqué. Quizá fuera la creciente tendencia de Marlene al silencio, a la introversión, a dar la impresión de que estaba siempre comulgando con pensamientos demasiado hondos para ser exteriorizados.
    Algunas veces, el temor inquietante de Insigna se mezclaba con la sensación de culpabilidad. Por su falta de paciencia maternal con la chica. Por la percepción excesiva de los defectos físicos de la muchacha.
    Era cierto que Marlene no tenía la belleza convencional de su madre ni el atractivo montaraz y nada convencional de su padre.
    Marlene era baja... y achaparrada. Insigna no encontraba otra palabra que conviniera mejor a la pobre Marlene.
    Y pobre, por supuesto. Este era el adjetivo que ella utilizaba casi siempre en el pensamiento y que apenas podía callar en su conversación. Baja. Achaparrada. Rolliza sin ser obesa... Así era Marlene.
    No había en ella nada que tuviera gracia. Su cabello era castaño oscuro, más bien largo y muy lacio. Su nariz era un poco bulbosa, su boca se curvaba ligeramente hacia abajo en la comisura, su barbilla era pequeña. Tenía siempre una actitud pasiva, replegándose en sí misma. Estaban los ojos, desde luego, grandes y de un negro brillante, con cejas oscuras y perfiladas que se arqueaban sobre ellos, y largas pestañas que parecían casi artificiales. Sin embargo, los ojos no podían paliar por si solos todo lo demás, por muy fascinantes que llegaran a ser en algunos rarísimos momentos. Desde que Marlene cumplió los cinco años, Insigna supo que la pequeña no atraería jamás a ningún hombre por su aspecto físico, y ello se había hecho cada vez más evidente al pasar el tiempo. Aurinel le había lanzado miradas lánguidas durante su infancia, atraído a todas luces por su inteligencia precoz y su luminoso entendimiento. Y Marlene se había mostrado tímida y complacida en su presencia, aunque percibiera sólo muy vagamente que había algo atrayente en un objeto llamado “chico”, pero sin saber a ciencia cierta qué podría ser. En los dos últimos años, Insignia creía observar que Marlene había esclarecido al fin, en su mente, el significado de “chico”. Su lectura omnívora de libros y las sesiones audiovisuales de películas demasiado viejas para su cuerpo aunque no para su mente, le habían ayudado sin duda a hacerlo; pero Aurinel había crecido también y sus hormonas empezaban a ejercer influjo sobre él de modo que los meros escarceos no eran ya lo que le interesaban. Aquella noche, durante la cena, Insignia preguntó:
    —¿Y cómo ha sido tu jornada, querida?
    —Puedes estar tranquila. Aurinel vino a buscarme, y supongo que te informaría. Siento que te tomes la molestia de seguirme los pasos.
    Insigna suspiró:
    —Pero, Marlene, es que no puedo evitar pensar algunas veces que te sientes desgraciada. ¿No es natural que eso me preocupe? Te pasas demasiado tiempo sola.
    —Me gusta estar sola.
    —Pues no lo demuestras. No das señales de felicidad por el hecho de estar sola. A muchas personas les gustaría ser amigables contigo, y tú serías mas feliz si les dejaras serlo. Aurinel es tu amigo.
    —Era. Estos días esta muy ocupado con otras personas. Hoy eso se ha hecho evidente. Me enfureció. ¿Te lo imaginas todo encandilado porque pensaba en Dolorette?
    —Escucha, Marlene, no puedes culpar a Aurinel —dijo Insigne—. Dolorette tiene su edad.
    —Físicamente —farfulló Marlene—. ¡Menuda cabeza de chorlito!
    —Lo físico cuenta mucho a su edad.
    —Él no lo disimula. Eso le convierte también en un cabeza de chorlito. Cuanto más babea sobre Dolorette tanto más hueca tiene la cabeza. Puedo atestiguarlo.
    —Pero él sigue creciendo, Marlene, y cuando sea un poco mayor descubrirá cuáles son las cosas importantes de verdad. Tú crecerás también, ya sabes...
    Marlene miró con fijeza burlona a Insigna. Luego dijo:
    —Vamos, madre. Tú no crees lo que estás intentando insinuar. No te lo crees ni por un instante.
    Insigna se sonrojó. De súbito se le ocurrió que Marlene no estaba haciendo conjeturas. Lo sabía a ciencia cierta. Pero... ¿cómo lo sabía?
    Ella había hecho su observación con la mayor sinceridad posible, había procurado sentirlo. Pero Marlene lo vislumbró sin el menor esfuerzo.
    Además, no era la primera vez. Insigna había empezado a creer que Marlene sopesaba las inflexiones, los titubeos, los movimientos, y sabía siempre lo que uno no quería que supiera. Tal vez fuera esa facultad lo que hacía que Insigna sintiera cada vez más temor de Marlene. A uno no le agrada ser de cristal ante la mirada displicente de otra persona. Por ejemplo, ¿qué había dicho ella para hacer creer a Marlene que la Tierra estaba condenada a la destrucción?
    Sería preciso abordar esa cuestión y discutirla. Insigna sintió una fatiga súbita. Si no le fuera posible engañar nunca a Marlene ¿para qué intentarlo?
    —Está bien —dijo—. Vamos al grano, querida. ¿Qué es lo que quieres?
    —Rotor no es todo lo que hay, madre.
    —Por descontado. Pero sí es todo lo que hay a más de dos años luz.
    —No, madre, no es así. A menos de dos mil kilómetros está Erythro
    —Eso cuenta muy poco. Allí no puedes vivir.
    —Hay gente viviendo allí.
    —Sí, pero bajo una cúpula. Un grupo de científicos e ingenieros vive en ese lugar porque está haciendo un trabajo científico necesario. La cúpula que les cobija es mucho más pequeña que Rotor. Y si te sientes atrapada aquí, ¿qué no sentirías allí?
    —En Erythro hay un mundo entero fuera de la cúpula. Algún día la gente se diseminará y vivirá por todo el planeta.
    —Tal vez. Pero no es una cosa que se pueda tener por cierta, ni mucho menos.
    —Estoy convencida de que lo es.
    —Aunque lo fuera, requeriría siglos.
    —Pero se ha de comenzar. ¿Por qué no puedo formar parte de ese comienzo?
    —Eres un poco ridícula, Marlene. Aquí tienes un hogar muy confortable. ¿Cuándo empezó todo esto?
    Marlene apretó los labios y luego dijo:
    —No estoy segura. Hace unos meses. Pero va de mal en peor. No puedo soportar la vida aquí, en Rotor.
    Frunciendo el ceño, Insigna miró a su hija. Y pensó: Ella siente que ha perdido a Aurinel, se le ha roto el corazón para siempre, se marchará creyendo que al hacerlo así lo castiga. Se condenará al exilio en un mundo yermo y él lo sentirá...
    Sí, ese curso de ideas era muy verosímil. Recordó cuando ella tenía quince años. El corazón es tan frágil a esa edad que un ligero golpe puede resquebrajarlo. Los adolescentes se curan aprisa pero ninguna chica de quince años quiere o puede creerlo, a la sazón. ¡Quince años! Fue después, bastante después, cuando... ¡No valía la pena pensar en eso!
    —¿Qué es lo que te atrae de Erythro, Marlene? —inquirió.
    —No lo sé muy bien. Es un mundo vasto. ¿Acaso no es natural querer un mundo vasto... como —vaciló unos instantes antes de pronunciar las dos últimas palabras pero haciendo un esfuerzo las soltó—: la Tierra?
    —¡Cómo la Tierra! —Insigna habló con vehemencia—. Tú no has estado jamás allí. ¡No sabes nada acerca de la Tierra!
    —He visto mucho sobre ella, madre. Las filmotecas están llenas de películas en las que se presenta la Tierra. Eso era cierto. Durante algún tiempo Pitt había creído que se deberían confiscar esas películas... incluso destruirlas. Él opinaba que escapar del Sistema Solar significaba “escapar”; era erróneo sustentar un romanticismo artificioso acerca de la Tierra. Insigna lo había refutado con energía, pero ahora le pareció comprender de repente el criterio de Pitt.
    —Marlene —dijo—, no puedes guiarte por esas películas. Todas ellas idealizan las cosas. La mayoría se refieren a un pasado remoto, cuando las cosas en la Tierra iban mejor. Y, además, no fue nunca tan bueno como lo pintan.
    —Incluso así.
    —No, no “incluso así”. ¿Sabes lo que es la Tierra? Un tugurio inhabitable. Por eso muchas personas la han abandonado para constituir los Establecimientos. Personas que renunciaron al inmenso y espantoso mundo de la Tierra por los pequeños Establecimientos civilizados. Nadie quiere ir en la otra dirección.
    —Hay billones de personas que viven todavía en la Tierra.
    —Eso es lo que la hace un hervidero inhabitable. Los que están allí la abandonan en cuanto pueden. Ésa es la razón de que se hayan construido tantos Establecimientos y todos estén tan abarrotados. Esa es la razón de que nosotros hayamos abandonado el Sistema Solar para venir aquí, querida.
    Marlene dijo en voz baja:
    —Padre era un terrícola. Él no abandonó la Tierra aunque pudo haberlo hecho.
    —No, no lo hizo. Se quedó atrás.
    Insigna frunció el ceño e intentó mantener el tono de naturalidad.
    —¿Por qué, madre?
    —Vamos, Marlene. Ya hemos hablado de eso. Muchas personas se quedaron en casa. No quisieron dejar los lugares con los que estaban identificados. Casi todas las familias que hay en Rotor tuvieron hogares en la Tierra. ¿Quieres volver a la Tierra? ¿Se trata de eso?
    —No, madre. Ni mucho menos.
    —Aunque quisieras ir, te encuentras a más de dos años luz y no puedes hacerlo. Seguramente lo entiendes.
    —Claro que lo entiendo. Sólo intentaré hacer constar que aquí mismo tenemos otra tierra. Es Erythro. Ahí es a donde quiero ir, ahí es adonde me muero por ir.
    Insigna no pudo contenerse. Casi con horror, se oyó a sí misma decir:
    —Así que deseas separarte de mí, como hizo tu padre.
    Marlene dio un respingo; pero se serenó y planteó:
    —¿Es cierto, madre, que él se separó de ti? Quizá las cosas hubieran sido diferentes si tu comportamiento hubiese sido otro —luego, añadió muy tranquila como si anunciase que había acabado de cenar—: Tú le empujaste a ello, ¿no es cierto, madre?


    IV. PADRE

    7
    Resultaba extraño, o quizás estúpido, que ella fuera capaz de hacerse un daño insoportable a sí misma con pensamientos de ese tipo después de catorce años.
    Crile medía un metro ochenta; cuando, en Rotor, la talla media para hombres estaba un poco por debajo de uno setenta. Eso, por sí solo (como en el caso de Janus Pitt) le daba un aura dominante de fortaleza, que se mantenía bien una vez pasada la época en que ella reconoció, sin querer confesárselo, que no podía confiar en su entereza. Él tenía también un rostro roqueño: nariz y pómulos prominentes, barbilla poderosa... un aire inexplicable de hambre y salvajismo. Todo en él hablaba de recia masculinidad. Ella podía casi olerlo cuando se le acercaba, y la fascinación la había dominado al instante.
    Por aquel tiempo Insigna era todavía una estudiante diplomada de Astronomía, que estaba completando su curso en la Tierra en espera de regresar a Rotor para obtener las calificaciones que le permitieran trabajar en la Sonda Lejana. Ella soñaba con los notables avances que la Sonda Lejana iba a permitir (pero sin imaginar jamás que ella misma sería la artífice del más sorprendente).
    Entonces conoció a Crile y descubrió, ante su propia confusión que estaba locamente enamorada de un terrícola... ¡Un terrícola! De la noche a la mañana abandonó todo pensamiento sobre la Sonda Lejana y se mostró dispuesta a permanecer en la Tierra sólo para estar con él.
    Insigna recordaba todavía como él la había mirado asombrado y le había dicho:
    —¿Quedarte aquí conmigo? Yo preferiría ir a Rotor contigo.
    Le fue imposible imaginar que él quisiera abandonar su mundo por ella.
    Después de todo, las normas de inmigración eran estrictas. Tan pronto como un Establecimiento tenía una población importante, se cerraba a la inmigración. Primero, porque no podía sobrepasar cierto limite definido respecto al número de habitantes que podía albergar con comodidad. Segundo, porque hacía esfuerzos descomunales para mantener la estabilidad de su equilibrio ecológico. Las personas que llegaban con negocios importantes de la Tierra, o incluso de otros Establecimientos, debían soportar un tedioso proceso de descontaminación, un cierto grado de aislamiento y una salida obligatoria y lo más presurosa posible.
    No obstante, él llegó allí de la Tierra. Cierta vez, lamentó las semanas de espera que formaban parte de la descontaminación, e Insigna se había alegrado en secreto de su persistencia. Era evidente que aquel hombre debía de quererla mucho para someterse a eso.
    Sin embargo, hubo períodos en que Crile pareció retraído y desatento, y ella se preguntó qué le habría impulsado a salvar esos obstáculos para llegar a Rotor. Quizá la fuerza que le movía no fuera ella sino la necesidad de escapar de la Tierra. ¿Habría cometido un crimen?¿Se habría deshecho de un enemigo mortal? ¿Habría huido de una mujer que empezaba a cansarle? Nunca se atrevió a preguntárselo. Y él no le brindó información jamás.
    Incluso después de permitírsele la entrada en Rotor, se planteó la cuestión de cuánto tiempo podría quedarse. La Oficina de Inmigración tendría que concederle un permiso especial para hacerse ciudadano de pleno derecho en Rotor; y por lo general eso no era factible.
    Insigna descubrió alicientes adicionales para la fascinación en todas las cosas que hacía a Crile Fisher inaceptable para los rotorianos.
    Descubrió que su origen terrestre le prestaba un encanto que lo convertía en diferente. Los rotorianos auténticos propenderían a despreciarlo por alienígena, fuese ciudadano o no; pero a ella le pareció que eso incluso sería una fuente de excitación erótica. Lucharía por él, y triunfaría contra un mundo hostil.
    Cuando Crile intentó buscar cualquier tipo de trabajo que le permitiese ganar dinero y ocupar un nicho en la nueva sociedad, fue ella quien le sugirió que, si se casase con una mujer rotoriana (rotoriana por tres generaciones), conseguiría un poderoso incentivo para que la Oficina de Inmigración le concediese la ciudadanía plena. Así pues, después de un compromiso rotoriano típicamente largo, se casaron.
    La vida continuó sin grandes cambios. Él no fue un amante apasionado; pero tampoco lo había sido antes del matrimonio. Le ofreció un afecto abstraído, un ardor ocasional que la mantuvo en un estado constante de felicidad relativa pero en la que no estaba inmersa.
    Crile no fue nunca cruel ni descortés, había renunciado a su mundo por ella, y soportado inconvenientes considerables para estar a su lado. Sin duda eso contaba a su favor, e Insigna lo tenía presente. No obstante, aun con la ciudadanía plena que le fue concedida después del matrimonio, quedó un germen de insatisfacción dentro de él. Insigna se dio cuenta, y no podía culparlo por completo. Aunque él se hubiera convertido en ciudadano de pleno derecho no era un rotoriano nato, y muchas de las actividades más interesantes en Rotor le estuvieron vedadas. Ella no sabía cuáles habían sido sus estudios, pues Crile nunca hizo la menor mención acerca de su formación. No parecía inculto, y ser autodidacta no constituía una deshonra; pero Insigna sabía que los pobladores de la Tierra no veían la enseñanza superior como una condición ineludible, al igual que lo hacían las poblaciones de los Establecimientos.
    Ese pensamiento la inquietaba. No le importaba que Crile Fisher fuera un terrícola, y se enfrentaba con amigos y colegas por tal causa. Ahora bien, no sabía si podría afrontar el hecho de que fuese un terrícola inculto.
    Nadie había insinuado que lo fuera, y él escuchaba paciente los relatos sobre su trabajo con la Sonda Lejana. Desde luego ella no había puesto a prueba su preparación instándole a discutir los detalles técnicos, Sin embargo, algunas veces él hacía preguntas o comentarios respecto a determinadas cosas, y ella los apreciaba porque conseguía siempre convencerse a sí misma de que eran preguntas y comentarios inteligentes.
    Fisher tenía un empleo en una de las granjas, un trabajo absolutamente respetable, e incluso esencial, pero no muy significativo en la escala social. Él no se quejaba ni se rebelaba contra ella, eso había que reconocérselo; pero no hablaba nunca de ello ni daba la menor muestra de satisfacción. Y se apreciaba siempre en él cierto aire de descontento.
    Por consiguiente, Insigna aprendió a reprimir toda expresión de ánimo, como “¿qué tal te fue hoy en el trabajo, Crile?”.
    Las pocas veces que lo hizo, al principio, la contestación fue un escueto, “no hubo nada de particular”. Y a eso se redujo todo, salvo un breve gesto de fastidio.
    Insigna hubo de reconocer que sus temores iban contra toda evidencia y que eran más un ejemplo de su propia inseguridad que de la de su marido. Fisher no daba muestras de impaciencia cuando ella se creía obligada a comentar el trabajo de la jornada. Algunas veces le preguntaba incluso, con interés desvaído, sobre la hiperasistencia; pero Insigna sabía poco o nada al respecto.
    Crile se interesaba por la política rotoriana y mostraba la impaciencia de un terrícola ante la insignificancia de sus entresijos. Ella luchaba consigo misma para disimular su disgusto.
    Con el paso del tiempo, se abrió un silencio entre ambos, roto sólo por discusiones inocuas sobre las películas que habían visto, los compromisos sociales que habían cumplido y los pequeños cambios de la vida.
    Ello no ocasionó una infelicidad patente. El pastel se tornó aprisa pan blanco; pero había cosas peores que el pan blanco.
    Incluso tenía una pequeña ventaja. Trabajar en condiciones de seguridad rigurosa significaba no hablar con nadie sobre el trabajo propio; pero ¿cuántas personas se las arreglaban para susurrar pequeñas confidencias a esposa o marido? Insigna no lo había hecho así, debido tan sólo a que tenía muy escasas ocasiones de sentirse tentada, pues su trabajo exigía poco en materia de seguridad.
    Pero cuando su descubrimiento de la Estrella Vecina quedó sometido súbitamente, sin el menor aviso, al secreto más estricto, ¿podría ella haberlo hecho? Sin duda alguna, hubiera sido natural revelarle a su marido aquel gran descubrimiento que inscribiría su nombre en los textos de Astronomía mientras la Humanidad existiese. Podría habérselo contado antes que a Pitt. Podría haber llegado radiante diciéndole:
    —“¡Adivina lo que ha pasado! ¡Adivínalo! Nunca lo adivinarás”.
    Pero no lo hizo. No se le ocurrió que Fisher estuviese interesado. Tal vez él hablara con otros acerca de su tarea, incluso con los granjeros o los trabajadores del metal laminado; pero no con ella.
    Así pues, no le costó ningún esfuerzo abstraerse de hacer mención alguna de Némesis. El asunto quedó muerto entre ambos, no se echó de menos porque no existió, hasta aquel día espantoso en que su matrimonio se vino abajo.

    8

    ¿Cuándo se pasó ella con armas y bagajes al lado de Pitt? Al principio, a Insigna le horrorizó la idea de mantener en secreto la existencia de la Estrella Vecina; le causó profunda intranquilidad la perspectiva de distanciarse del Sistema Solar con un destino del que no se sabía nada salvo la situación. No podía evitar ver como una falta de ética y una indecencia deshonrosa el hecho de disponerse a crear, de forma furtiva, una nueva civilización de la que se excluiría al resto de la Humanidad. Insigna había cedido por consideración a la seguridad del Establecimiento; pero se propuso luchar en privado con Pitt y someter a su atención diversos puntos de controversia, los elaboraba mentalmente hasta que le parecían infalibles e irrefutables; pero luego, por alguna inexplicable razón, no los exponía jamás.
    Él tomaba siempre... siempre la iniciativa.
    En los primeros momentos, Pitt le dijo:
    —Ahora debes recordar, Eugenia, que descubriste más o menos por casualidad la estrella acompañante y que cualquiera de tus colegas puede hacer lo mismo.
    —No es probable...
    —No, Eugenia, no vamos a depender de probabilidades. Hemos de ir sobre seguro. Tú tienes que procurar que nadie mire en esta dirección, que nadie pretenda examinar las hojas de computadora que le revelarían la situación de Némesis.
    —¿Cómo puedo hacer tal cosa?
    —Muy sencillo. He hablado con el comisario y, a partir de ahora, tendrás bajo tu mando absoluto la investigación con la Sonda Lejana.
    —Pero eso significará que seré promocionada por encima de...
    —Sí, significará un progreso en cuanto a responsabilidad, sueldo y posición social. ¿Tienes algo que objetar a cualquiera de esas cosas?
    —No tengo ninguna objeción al respecto —dijo Insigna mientras su corazón empezaba a latir aprisa.
    —Estoy seguro de que podrás desempeñar con sobrada competencia el cargo de astrónomo jefe; pero tu misión principal será procurar que el trabajo sea lo mejor y lo más importante posible; siempre y cuando no tenga nada que ver con Némesis.
    —Pero escucha, Janus, no lograrás mantenerlo en secreto eternamente.
    —Ni me lo propongo. Tan pronto como salgamos del Sistema Solar se sabrá a dónde nos dirigimos. Hasta entonces, sólo podrían estar enterados unos pocos, y se enterarán lo más tarde posible.
    En otra ocasión, Pitt le planteó:
    —¿Qué me dices de tu marido?
    Insigna se puso enseguida a la defensiva.
    —¿Qué ocurre con mi marido?
    —Según tengo entendido es un terrícola.
    Insigna apretó los labios.
    —Es de origen terrícola; pero también ciudadano rotoriano.
    —Comprendo. Supongo que no le habrás dicho nada de Némesis.
    —Nada en absoluto.
    —¿Te ha contado alguna vez ese marido tuyo por qué abandonó la Tierra y se esforzó tanto para hacerse ciudadano rotoriano?
    —No, no lo ha hecho. Y yo no se lo he pedido.
    Insigna titubeó un poco. Luego, decidió decir la verdad...
    —Sí, algunas veces.
    Pitt sonrió.
    —Quizá yo debiera contártela.
    Y lo hizo; pero a poco. Y nunca de una forma enojosa. No fue jamás una revelación brutal, sino un goteo continuo en sus diversas conversaciones.
    Sirvió para hacerla salir de su caparazón intelectual. Al fin y al cabo, la vida en Rotor facilitaba demasiado la abstracción para considerar solo los asuntos rotorianos.
    Pero gracias a Pitt, a lo que le contó y a las películas que le sugirió que viera, Insigna tuvo una noción clara de la Tierra y sus billones de habitantes, de su hambre y de su violencia endémicas, de sus drogas y su alienación. Entonces empezó a verla cual un pozo abismal de miseria, algo de lo que urgía huir. Dejó ya de preguntarse por qué se habría ido Crile Fisher. Por el contrario, se preguntó por qué eran tan pocos los terrícolas que seguían su ejemplo.
    Ahora bien, los Establecimientos no eran mucho mejores. Ella percibió cómo se encerraban en sí mismos, cómo se prohibía a la gente que se trasladara libremente de uno a otro. Ningún Establecimiento quería la fauna y flora microscópica de otro. El comercio decaía poco a poco y quedaba cada vez más a la merced de naves automatizadas con cargamentos esterilizados a conciencia.
    Los Establecimientos disputaban entre sí y demostraban un aborrecimiento recíproco. Los Establecimientos circunmarcianos no eran mucho mejores. Sólo en la zona asteroidal los Establecimientos se multiplicaban de modo libre; pero incluso éstos desconfiaban cada vez más de todos los Establecimientos internos.
    Insigna comenzó a sentirse más conforme con Pitt, y hasta llegó a ver cada vez con mayor entusiasmo la huida de esa miseria intolerable para iniciar un sistema de mundos donde hubieran sido erradicadas las semillas del sufrimiento. Una nueva partida, una nueva oportunidad.
    Luego, se encontró con que un bebé estaba en camino y su entusiasmo empezó a decaer. Arriesgarse con Crile a una larga travesía le había parecido una experiencia útil. Pero arriesgar a un infante, un pequeño ser...
    Pitt se mostró imperturbable. La felicitó.
    —Nacerá aquí y tú dispondrás de algún tiempo para habituarte a la situación. Tardaremos año y medio en prepararnos para la marcha. Cuando llegue ese momento, verás cuán afortunada has sido al no tener que esperar por más tiempo. El niño no tendrá ningún recuerdo de la miseria de un planeta arruinado y de una Humanidad desesperadamente dividida. Conocerá sólo un mundo nuevo con un entendimiento cultural entre sus miembros. ¡Un niño afortunado! Mi hijo y mi hija están ya crecidos... y marcados.
    Una vez más, Insigna empezó a pensar igual que él y, al nacer Marlene, incluso le impacientó el retraso por temor de que la niña se contagiara del atestado engendro que era el Sistema Solar.
    Por aquella época, ella se hallaba ya por completo al lado de Pitt.
    Para gran alivio de Insigna, Fisher pareció fascinado por Marlene.
    Ella no le había creído con madera de padre. Sin embargo, el hombre se desvivió por la pequeña y asumió gustoso su parte de los deberes inherentes a su educación. Hasta pareció volverse más jovial.
    Durante la época en que Marlene se aproximaba a su primer cumpleaños se propagó por el Sistema Solar el rumor de que Rotor se proponía abandonarlo, lo cual ocasionó casi una crisis que afectó a todo el sistema. Pitt, que estaba ya en camino para el Comisariato, dejó entrever un regocijo feroz.
    —Bueno ¿qué pueden hacer ellos? —dijo—. No tienen ningún medio para detenernos, todas sus acusaciones de deslealtad, junto con su exhibición de chovinismo respecto al Sistema Solar, servirán sólo para entorpecer sus investigaciones sobre hiperasistencia, lo que nos vendrá muy bien.
    —Pero yo me pregunto, Janus, cómo pudo salir a la luz pública —dijo Insigna.
    Él sonrió.
    —Yo mismo me ocupé de eso. A estas alturas, no me importa que averigüen el “hecho” de nuestra partida, siempre y cuando no conozcan nuestro destino. Después de todo, habría sido imposible ocultarlo por mucho tiempo. De todos modos, deberemos someter a votación el asunto, ¿comprendes? Y en cuanto los rotorianos se enteren de nuestra partida, también se enterará el resto del sistema.
    —¿Una votación?
    —Claro, por supuesto. Piénsalo bien. No podemos emprender la marcha con un Establecimiento cargado de gentes demasiado temerosas o que sientan demasiada añoranza de su propio Sol. Así no lo conseguiríamos jamás. Sólo queremos a nuestro lado a quienes estén dispuestos a hacerlo, que incluso se sientan deseosos.
    Él tuvo toda la razón. La campaña para conseguir que se aprobara la decisión de abandonar el Sistema Solar comenzó casi de inmediato, y el hecho de que la noticia se hubiese filtrado ya, sirvió como un amortiguador para atenuar la acción fuera de Rotor... y también dentro.
    Algunos rotorianos se exaltaron ante la perspectiva; otros se atemorizaron.
    Fisher reaccionó con enorme desagrado, y un día dijo:
    —Esto es demencial.
    —Es inevitable —replicó Insigna adoptando, cauta, una actitud neutral.
    —¿Por qué? No hay ninguna razón para empezar a vagar entre las estrellas. ¿Adónde iríamos? No hay ningún sitio al que ir...
    —Ahí fuera hay billones de estrellas.
    —Sí; pero ¿cuántos planetas? No sabemos de ningún planeta habitable en ninguna parte, y muy pocos de otra especie. Nuestro Sistema Solar es el único hogar que conocemos.
    —La exploración está en la sangre de la Humanidad.
    Esta era una de las frases favoritas de Pitt.
    —Eso es una sandez romántica. ¿Acaso alguien puede creer que las gentes voten afirmativamente para separarse de la Humanidad y desvanecerse en el espacio?
    —A mi entender, Crile —dijo Insigna—, en Rotor predomina ese sentimiento.
    —Eso es propaganda del Consejo. ¿Piensas de verdad que la gente votará para abandonar la Tierra? ¿Abandonar el Sol? ¡Jamás! Si se llega a ese extremo, volveremos a la Tierra.
    Insigna sintió que se le encogía el corazón.
    —¡Ah, no! ¿Acaso deseas uno de esos tornados, o galernas o mistrales o como quiera que los llaméis? ¿Acaso quieres témpanos de hielo, y lluvia y viento aullante?
    Él enarcó las cejas.
    —No es tan malo como lo describes. Hay tormentas algunas veces; pero se pueden predecir. La verdad es que resultan interesantes cuando no se exceden. Es fascinante... un poco de frío, otro poco de calor y algunas precipitaciones. Te proporcionan variedad. Te mantienen vivo. Y, por otra parte, piensa en lo variadas que son las cocinas.
    —¿Cocinas? ¿Cómo puedes decir eso? Una gran mayoría de gente en la Tierra se muere de inanición. Nos pasamos la vida reuniendo cargamentos de alimentos para enviarlos a la Tierra.
    —Algunas personas padecen hambre. Pero eso no tiene carácter universal.
    —Pues bien, no esperarás que Marlene viva en tales condiciones.
    —Millones de niños lo hacen.
    —¡La mía no será uno de ellos! —exclamó iracunda Insigna.
    Ahora había puesto todas sus esperanzas en Marlene, la cual se acercaba ya a los diez meses de edad, tenía dos dientes menudos en la encía superior, otros dos en la inferior, podía moverse por ahí agarrada a las varas de sus andaderas, y contemplaba el mundo con ojos inteligentes e inquisitivos.
    Fisher seguía prendado a todas luces de su poco agraciada hija. Más prendado que nunca. Cuando no estaba haciéndola saltar sobre sus rodillas, la contemplaba embelesado y elogiaba la belleza de sus ojos. Se centraba en su único rasgo atractivo que, según él, suplía con creces la falta de todo lo demás.
    Sin duda Fisher no volvería a la Tierra si ello implicase abandonar para siempre a Marlene. Por una razón o por otra, Eugenia no confiaba en que él la prefiriese a la Tierra, aunque la amase y se hubiese casado con ella; pero sin duda Marlene sería el ancla determinante.
    ¿Sin duda?

    9

    Un día después de la votación, Eugenia Insigna encontró a Fisher lívido de furia.
    —¡Fue una votación amañada! —farfulló a punto de ahogarse.
    —¡Chis! Despertarás a la niña.
    Por unos instantes, él gesticuló y contuvo la respiración de forma ostensible. Insigna se tranquilizó un poco y susurró:
    —No hay duda de que la gente quiere irse.
    —¿Votaste a favor de la partida?
    Ella reflexionó. Sería inútil intentar aplacarlo con una mentira, porque había dejado ver bien a las claras sus sentimientos.
    —Si —respondió.
    —Te lo ordenó Pitt, supongo.
    Aquello la cogió por sorpresa.
    —¡No! Estoy capacitada para tomar mis propias decisiones.
    —Pero tú y él...
    Crile dejó la frase sin terminar.
    Insigna sintió que le subía la presión sanguínea.
    —¿Qué quieres decir? —exclamó, encolerizada a su vez.
    ¿Pretendía acusarla de infidelidad?
    —Ese... ese político. Ambiciona el Comisariato a cualquier precio. Todo el mundo lo sabe. Y tú te propones ascender con él. La lealtad política te llevará a alguna parte, ¿verdad?
    —¿Adónde me llevará? No hay ninguna parte a la que yo quiera llegar. Soy astrónomo, no político.
    —Has sido promocionada, ¿no es cierto? Te han permitido saltar por encima de otras personas más maduras y experimentadas.
    —A costa de mucho trabajo, creo yo.
    ¿Cómo podría ella defenderse ahora sin tener que contarle la verdad?
    —Estoy seguro de que te gusta creerlo así. Pero fue por mediación de Pitt.
    Insigna hizo una profunda inspiración.
    —¿A qué nos conduce todo esto?
    —¡Escucha! —la voz de él fue moderada, como lo había sido desde que ella le recordó que Marlene estaba durmiendo—. Me es imposible creer que todo un Establecimiento de gente quiera arriesgarse a viajar mediante la hiperasistencia. ¿Cómo puedes saber lo que sucederá? ¿Cómo puedes estar segura de que eso dará buen resultado? Nos podría matar a todos.
    —La Sonda Lejana funcionó bien.
    —¿Había cosas vivientes en esa Sonda Lejana? Y, si no las había, ¿acaso puedes saber cómo reaccionarán las cosas vivientes con la hiperasistencia? ¿Qué sabes tú acerca de la hiperasistencia?
    —Ni palabra.
    —¿Y por qué no? Estás trabajando allí, en el laboratorio. No en las granjas, como yo.
    Tiene envidia, pensó Insigna. Y dijo:
    —Cuando dices laboratorio pareces insinuar que todos nosotros estamos apiñados en una habitación. Ya te lo he explicado. Yo soy astrónomo y no sé nada de hiperasistencia.
    —¿Quieres decir que Pitt no te comenta nada al respecto?
    —¿Sobre hiperasistencia? Ni él mismo lo sabe.
    —¿Pretendes decirme que nadie lo sabe?
    —No pretendo decirte eso, claro está. Los expertos del espacio lo saben. Vamos, Crile, lo saben los que tienen que saberlo. Los demás no.
    —Así pues, es un secreto para todos excepto para unos cuantos especialistas.
    —Exacto.
    —Entonces tú ignoras por completo si la hiperasistencia es segura. Sólo lo saben los hiperespecialistas del espacio. ¿Y qué te hace pensar que ellos lo saben?
    —Supongo que lo han experimentado.
    —¡Lo supones!
    —Es una suposición razonable. Ellos nos aseguran que no hay duda alguna.
    —Y ellos no mienten jamás, imagino.
    —Es que ellos viajarán también, y además estoy segura de que tienen experiencia.
    Crile la miró entornando los ojos.
    —Ahora estás segura. La Sonda Lejana era tu juguete. ¿Pusieron ellos formas vivientes a bordo?
    —Yo no intervine en ese proceso. Sólo trabajé con los datos astronómicos que obtuvimos.
    —No estás respondiendo a mi pregunta sobre las formas vivientes.
    Insigna perdió la paciencia.
    —Mira, no me agrada que se me someta a un interrogatorio inacabable, y el bebé está empezando a inquietarse. Por mi parte, tengo también una pregunta o dos. ¿Qué te propones hacer? ¿Piensas acompañarnos?
    —No estoy obligado. Las condiciones de la votación son que si alguien no quiere viajar, no tiene por qué hacerlo...
    —Sé que no tienes por qué hacerlo. Pero... ¿lo harás? Seguramente no querrás destruir la familia.
    Insigna intentó sonreír al decir eso; pero no pareció muy convincente.
    Fisher dijo despacio y algo sombrío.
    —Pero tampoco quiero abandonar el Sistema Solar.
    —¿Prefieres abandonarme a mí? ¿Y a Marlene?
    —¿Por qué habría de abandonar a Marlene? En el caso de que tú quieras arriesgarte en ese experimento disparatado, ¿por qué arriesgar también a la niña?
    Insigna dijo ceñuda:
    —Si yo voy, Marlene irá. Métete eso en la cabeza, Crile. ¿Adónde la llevarías tú? ¿A un Establecimiento asteroidal a medio terminar?
    —Claro que no. Yo soy de la Tierra y puedo volver allí si lo deseo.
    —¿Volver a un planeta agonizante? ¡Qué gran idea!
    —Le quedan aún muchos años de vida, te lo aseguro.
    —Entonces, ¿por qué lo dejaste?
    —Creí que así mejoraría mi posición. Ignoré que venir a Rotor significaba un pasaje de ida hacia ninguna parte.
    —¡No hacia ninguna parte! —explotó Insigna al límite de su aguante—. Si supieses a dónde vamos no te mostrarías tan dispuesto a regresar.
    —¿Por qué? ¿Adónde va Rotor?
    —A las estrellas.
    —A perderse en el olvido.
    Se miraron fijamente. Marlene abrió los ojos y dejó escapar un leve maullido de indefensión. Fisher miró al bebé y dijo con tono más suave:
    —No tenemos por qué separamos, Eugenia. Desde luego, yo no quiero abandonar a Marlene. Y tú tampoco. Ven conmigo.
    —¿A la Tierra?
    —Sí. ¿Por qué no? Allí tengo amigos. Incluso ahora. Como mi esposa, no tendrás ninguna dificultad para introducirte. La Tierra no se preocupa tanto acerca del equilibrio ecológico. Allí viviremos en un planeta gigantesco, no en una pequeña y apestosa burbuja perdida en el espacio.
    —No. Allí viviríamos en una burbuja gigantesca, enormemente apestosa. No. Jamás.
    —Entonces deja que me lleve a Marlene. Si tú juzgas que el viaje merece el riesgo, porque eres astrónoma y quieres estudiar el Universo, eso es asunto tuyo; pero el bebé debería quedarse aquí, en el Sistema Solar, a salvo.
    —¿A salvo en la Tierra? No seas ridículo. ¿Era ésa toda la finalidad de esta historia? ¿Una artimaña para llevarte a mi bebé?
    —Nuestro bebe...
    —Mi bebé. Márchate. Quiero que te marches; pero no puedes tocar a mi bebé. Me dices que conozco bien a Pitt, y así es. Lo conozco bien. Eso quiere decir que puedo arreglarlo para enviarte a los asteroides tanto si lo quieres como si no, y allí podrás encontrar tu camino de regreso a esa deleznable Tierra tuya. Ahora, sal de mi alojamiento y busca un lugar para dormir hasta que te enviemos fuera. Cuando me hagas saber dónde estás, te expediré tus efectos personales. Y no creas que podrás volver. Este lugar estará bajo vigilancia.
    En el momento de decir eso, Insigna, con el corazón inundado de amargura, fue toda sinceridad. Pudo haberle suplicado, engatusado, exhortado... Pero no lo hizo. Le lanzó una mirada dura, implacable y le mandó salir de allí. Fisher se marchó. Ella le envió sus cosas. Y él se negó a ir con Rotor.
    Fue enviado lejos. Y Eugenia supuso que habría vuelto a la Tierra.
    Crile se apartó para siempre de ella y de Marlene.
    Insigna lo echó y él se fue para siempre.

    V. EL DON

    10

    Insigna se sentó cavilosa, profundamente sorprendida de su propia actitud. Ella no había contado nunca esa historia a nadie, aunque hubiese vivido con ella presente casi a diario durante catorce años.
    No había soñado siquiera con contársela a nadie jamás. Supuso que la llevaría consigo a la tumba.
    No era que fuese vergonzosa en modo alguna... Pero era reservada. Y he aquí que se la había contado, con todo detalle y sin reservas... a su hija adolescente, a alguien que, hasta el momento de iniciar su relato, había considerado una chiquilla... la persona menos adecuada para escucharla.
    Y ahora esa chiquilla la miró solemne con sus ojos negros... sin pestañear, con una mirada seria, increíblemente adulta, y por fin dijo:
    —Entonces lo echaste, ¿verdad?
    —En cierto modo, sí. Pero yo estaba furiosa. Él quería llevarte a la Tierra. —Hizo una pausa y añadió irresoluta—: ¿Lo entiendes?
    —¿Tanto me querías? —preguntó Marlene.
    Insigna respondió indignada:
    —¡Por supuesto!
    Y entonces, ante la mirada serena de aquellos ojos, se detuvo para pensar lo impensable. ¿Había querido, de verdad, a Marlene?.
    Reaccionó con calma y dijo:
    —Desde luego. ¿Por qué no habría de quererte?.
    Marlene movió la cabeza y, por un instante, apareció una expresión hosca en su rostro.
    —Según creo no fui un bebé encantador. Quizás él me quisiera. ¿Te sentías desgraciada porque me quería más que a ti? ¿Te quedaste conmigo sólo porque él me quería?
    —¡Qué cosas tan horribles estás diciendo! No fue así ni mucho menos —dijo Insigna sin saber a ciencia cierta si lo creía o no. Discutir esas cosas con Marlene no estaba resultando consolador. La muchacha estaba desarrollando cada vez más esa horrorosa facultad de ver a través de ella. Insigna ya se había apercibido antes, pero lo atribuyó a las insinuaciones ocasionalmente certeras de una niña desdichada.
    Pero aquello estaba sucediendo con creciente frecuencia, y ahora Marlene pareció blandir el escalpelo de forma deliberada.
    —Escucha, Marlene —dijo Insigna—, ¿qué te hizo pensar que yo había echado a tu padre? Sin duda yo no he dicho jamás nada ni te he dado motivo alguno para creerlo así.
    —A decir verdad, ignoro cómo sé las cosas, madre. Algunas veces hablaste de padre conmigo, o con otra persona delante de mí, y siempre parecía que lamentabas algo. Algo que quisieras poder descartar.
    —¡Ah! ¿Sí? Nunca he sentido eso.
    —Y poco a poco, cuanto más acumulo esas impresiones, tanto más reveladoras se hacen. Es tu forma de hablar, tu forma de exteriorizar los pensamientos...
    Insigna examinó atenta a su hija y luego preguntó de súbito:
    —¿En qué estoy pensando?
    Marlene dio un ligero respiro y dejó escapar una risa ahogada. No era una chica propensa a reír y, por lo general, no pasaba de esa risa ahogada.
    —Eso es fácil —respondió—. Piensas que yo sé lo que estás pensando; pero te equivocas. Yo no leo el pensamiento. Sólo traduzco palabras y sonidos, expresiones y movimientos. Porque las personas no pueden preservar lo que creen oculto. Y yo las vigilo largo rato.
    —¿Por qué? ¿Por qué sientes la necesidad de vigilarlas?
    —Porque, cuando yo era pequeña, todo el mundo me mentía. Me decían lo bonita que era. O te lo decían a ti cuando yo estaba escuchándolas. Todas tenían una expresión estática que parecía decir, “la verdad es que no lo creo en absoluto”. Y ni ellas mismas parecían darse cuenta de eso. Al principio, yo no podía creer que no se dieran cuenta. Pero luego dije para mí, “me imagino que les resulta más cómodo hacer creer que están diciendo la verdad”.
    Marlene hizo una pausa y luego, de sopetón, preguntó a su madre:
    —¿Por qué no le dijiste a padre a dónde nos dirigíamos?
    —No pude. El secreto no me pertenecía.
    —Quizá si lo hubieses hecho, él nos habría acompañado.
    Insigna negó enérgicamente con la cabeza.
    —No, no lo habría hecho, él había tomado la firme decisión de regresar a la Tierra.
    —Pero, si se lo hubieses dicho, madre, el comisario Pitt no le habría permitido marchar ¿verdad? Padre hubiera sabido demasiado.
    —Por entonces Pitt no era comisario —explicó Insigna sin percatarse de lo insignificante de su observación. Y añadió con inesperada energía—: Yo no lo habría querido de esa manera. ¿Tú sí?
    —No lo sé. Me es imposible imaginar cómo se habría comportado él si se hubiera quedado.
    —Pero a mí sí me es posible.
    Insigna se sintió como si estuviera ardiendo de furia otra vez. Volvió mentalmente a aquella última conversación, a las últimas palabras suyas gritando furiosa a Fisher que se fuera, que debía irse. No, no había habido error. Ella no lo habría querido como un prisionero, forzado a ser un miembro de Rotor. Ella no le había querido hasta ese punto. Y, en definitiva, tampoco le había aborrecido hasta ese punto.
    Cambió aprisa de tema, pues no quiso dar tiempo a que su expresión se alterara.
    —Esta tarde has trastornado a Aurinel. ¿Por que le dijiste que la Tierra iba a ser destruida? Él vino a mí con esa invención, y pareció muy preocupado.
    —Te hubiera bastado con decirle que soy una chiquilla y que nadie hace caso de las chiquillas. Él te habría creído sin más aclaraciones.
    Insigna pasó por alto eso. Tal vez fuera una buena idea no decir nada a nadie a fin de evitar la verdad.
    —¿Crees, realmente, que la Tierra va a ser destruida?
    —Lo creo. A veces tú hablas sobre la Tierra y dices “¡pobre Tierra!”. Casi siempre dices “pobre Tierra”.
    Insigna se sintió enrojecer. ¿Hablaba, verdaderamente, de la Tierra en esos términos?
    —Bueno ¿por qué no? —respondió—. Está superpoblada, agotada, llena de odio, hambre y miseria. Me da pena el mundo. Pobre Tierra.
    —No, madre. No lo dices así. Cuando lo dices... —Marlene levantó la mano como si quisiera atrapar algo, tantear algo sin que sus dedos pudieran aferrarlo.
    —Bien, Marlene, termina.
    —Lo tengo muy claro en el pensamiento pero no sé como expresarlo con palabras.
    —Sigue intentándolo. Necesito saberlo.
    —Lo dices de un modo que no puedo evitar el pensamiento de que te sientes culpable... como si el yerro fuese tuyo.
    —¿Por qué? ¿Qué crees que he hecho?
    —Te lo oí decir una vez, cuando estabas en el observatorio. Miraste a Némesis y entonces me pareció que Némesis estaba relacionada con ello. Así pues, pregunté a la computadora lo que significaba Némesis, y ella me lo dijo. Es algo que destruye sin piedad, algo que inflige castigo. Némesis es la venganza.
    —Eso no fue lo que motivó el nombre —exclamó Insigna.
    —Tú la bautizaste —dijo Marlene serena e inexorable.
    Eso no era ya ningún secreto desde que dejaron atrás el Sistema Solar. Por entonces Insigna había aceptado el mérito de haberla descubierto y bautizado.
    —Precisamente porque la bauticé, sé que ése no fue el motivo de que le diera el nombre.
    —Entonces ¿por qué te sientes culpable, madre?
    (Silencio... Más vale así si no quieres decir la verdad.)
    Insigna dijo al fin:
    —¿Cómo supones que se destruirá la Tierra?
    —No lo sé, pero creo que tú sí lo sabes, madre.
    —Estamos jugando a los despropósitos, Marlene, de modo que vamos a dejarlo por ahora. Sin embargo, quiero asegurarme de que comprendas bien que no debes hablar de esto a nadie... y tampoco de tu padre. Que no volverás a mencionar ese disparate sobre la destrucción de la Tierra.
    —Si no quieres que lo haga no lo haré, claro está; pero lo de la destrucción no es un disparate.
    —Yo digo que lo es. Lo definiremos como disparate.
    Marlene asintió.
    —Creo que saldré a observar un rato —dijo con aparente indiferencia—. Después me iré a la cama.
    —¡Muy bien!
    Insigna miro cómo su hija se marchaba.
    Culpable, pensó. Me siento culpable. Lo llevo escrito en la cara como una bandera de brillantes colores. Cualquiera que me mire puede verlo. No, cualquiera no. Sólo Marlene. Ella tiene ese don.
    Marlene había de tener algo para compensar todas sus carencias.
    La inteligencia no era suficiente. No ofrecía la necesaria compensación, así que poseía ese don de interpretar las expresiones, las entonaciones, los rictus casi imperceptibles, de modo que ningún secreto estaba seguro ante ella.
    ¿Desde cuando habría guardado para sí ese peligroso atributo?
    ¿En qué momento lo habría sabido? ¿Sería algo que se acrecentaba con la edad? ¿Por qué le permitía ella surgir ahora, para atisbar desde detrás de la cortina que parecía haber tenido corrida sobre él, y para usarlo como un proyectil contra su madre?.¿Sería porque Aurinel la había rechazado de forma definitiva y, en consecuencia, ella daba golpes a ciegas?
    Culpable, pensó Insigna. ¿Por qué no habría de sentirme culpable? Toda la culpa es mía. Debiera haberlo sabido desde el principio, desde el instante del descubrimiento... pero no quise saberlo.

    VI. APROXIMACIÓN

    11

    ¿Cuándo lo había sabido? ¿Desde el instante en que dio el nombre de Némesis a la estrella? ¿Había intuido lo que era y lo que significaba?¿Le había puesto nombre, según costumbre, sin pensamientos preconcebidos?
    Cuando ella vio por primera vez la estrella, el acto del descubrimiento fue lo único que contó. En su cabeza no quedaba espacio para nada que no fuera la inmortalidad. Era su estrella. La estrella de Insigna. Había estado tentada de llamarla así. ¡Qué excelso había sonado aquello, a pesar de que ella lo rechazara a regañadientes haciendo una mueca de falsa modestia! ¡Y cuán insoportable sería ahora si ella hubiese caído en la trampa!
    Tras el descubrimiento llegó la tremenda exigencia del secreto por parte de Pitt, y luego los preparativos febriles para la Partida. ¿Sería así como se la llamaría a algún día en los libros de historia? ¿La Partida? ¿Capitalizada?
    Más tarde, después de la Partida, hubo dos años en los que la nave saltó sin cesar dentro y fuera del hiperespacio... Mas los cálculos interminables inherentes a esa hiperasistencia requerían sin cesar datos astronómicos cuya aportación estaba supervisada por ella. La densidad y composición de la materia interestelar era absorbente por sí sola...
    Ella no había podido pensar con detalle sobre Némesis en ningún instante de esos cuatro años; no le había sido posible apuntar ni una vez hacia lo evidente.
    ¿Era posible eso? ¿O era que se retraía, sencillamente, de lo que no quería ver? ¿No se habría refugiado, de forma deliberada, en el secreto; en la huida y en la agitación que se le ofrecían?
    Pero llegó un tiempo en que el último período hiperespacial se quedó atrás, cuando ellos desaceleraron durante un mes mediante una granizada inicial de átomos de hidrógeno a los que golpearon con tal velocidad que se convirtieron en partículas de rayos cósmicos.
    Ningún vehículo espacial ordinario habría podido aguantar aquello; pero Rotor estaba envuelto en una gruesa capa de tierra que había sido reforzada para la travesía y que absorbía las partículas.
    Uno de los hiperespacialistas le había asegurado que llegaría un tiempo en que sería posible penetrar y abandonar el hiperespacio a velocidades ordinarias.
    —Habiendo hiperespacio en primer lugar —le había dicho el hombre—, no se requiere una nueva penetración conceptual. Todo es cuestión de ingeniería.
    ¡Tal vez! Sin embargo, los restantes hiperespacialistas consideraron la noción como un escape de estrella.
    Cuando vislumbró la espantosa verdad, Insigna corrió a Pitt. Este había tenido poco tiempo para ella en el año anterior, lo cual le parecía comprensible. Había cierta tensión que se hacía más evidente a medida que aumentaba la agitación del viaje y la gente descubría que dentro de unos meses estaría en la vecindad de otra estrella. Entonces tendría el problema constante de la supervivencia durante un largo período, y cerca de una extraña estrella enana roja sin la menor garantía de que hubiera material planetario suficiente que sirviera como fuente de recursos y, por descontado, como lugar para vivir.
    Janus Pitt no tenía ya el aspecto de un hombre joven aunque su pelo fuera todavía oscuro y su rostro estuviese terso. Habían transcurrido sólo cuatro años desde que Insigna fue a él con la noticia sobre la existencia de Némesis. No obstante, sus ojos tenían una mirada huidiza, como si tuviera la impresión de que le habían arrebatado el jubiloso entusiasmo y sus inquietudes quedaban desnudas ante el mundo.
    Él era ya comisario electo. Quizás eso fuera la causa de muchas de sus preocupaciones; pero ¿quién podría asegurarlo? Insigna no había conocido nunca el poder auténtico... ni la responsabilidad que le acompañaba; aunque algo le decía que eso ejercería la presión suficiente para amargar la vida de quien lo tuviera.
    Pitt le sonrió distraído. Ambos se habían visto forzados a estar unidos cuando compartían un secreto en el que, al principio, nadie y luego casi nadie participaba. Ellos habían hablado sin reservas cuando no podían hacerlo con ninguna otra persona. Sin embargo, después de la Partida, al revelarse el secreto, los dos se habían distanciado otra vez.
    —Janus —dijo ella—, existe algo que me está corroyendo y por eso he decidido venir a ti. Se trata de Némesis.
    —¿Hay algo nuevo? ¡No puedes decirme ahora que no está donde pensabas! Pues se halla ahí mismo, a menos de dieciséis billones de kilómetros. Podemos verla.
    —Sí, lo sé. Pero cuando la descubrí a una distancia de dos años luz largos, di por supuesto que era una estrella acompañante, que Némesis y el Sol estaban trazando círculos alrededor de un centro de gravedad común. Una cercanía tan patente sería casi dramática.
    —Muy bien. ¿Y por qué no pueden ser dramáticas las cosas de cuando en cuando?
    —Porque, pese a esa cercanía, a todas luces está claro que dista demasiado para ser una estrella acompañante. La atracción gravitatoria entre Némesis y el Sol es debilísima, tan débil que las perturbaciones gravitatorias de otras estrellas vecinas harían inestable la órbita.
    —Pero Némesis está ahí.
    —Sí, más o menos entre nosotros y Alpha Centauri.
    —¿Qué tiene que ver con esto Alpha Centauri?
    —El hecho es que Némesis no dista de Alpha Centauri mucho más que del Sol. También podría ser una estrella acompañante de Alpha Centauri. Lo más probable, cualquiera que sea su sistema, es que la presencia de otra estrella está alterándola ahora o la ha alterado ya.
    Pitt miró pensativo a Insigna y tamborileó con los dedos sobre el brazo de su butaca.
    —¿Cuánto tiempo requiere Némesis para dar una vuelta alrededor del Sol... suponiendo que sea su acompañante?
    —No lo sé. Tendría que trabajar con su órbita. Debiera haberlo hecho antes de la Partida, pero entonces habían muchas otras cosas que me ocupaban, y ahora también... pero no tengo disculpa.
    —Bueno, haz un cálculo aproximado.
    Tras breve reflexión, Insigna dijo:
    —Si es una órbita circular, Némesis requerirá unos cincuenta millones de años para dar una vuelta alrededor del Sol o, si queremos ser más exactos, alrededor del centro de gravedad del sistema mientras el Sol hace un circuito similar. La línea entre los dos, al tiempo que se mueven, pasará siempre por ese centro. Por otra parte, si Némesis sigue una órbita eminentemente elíptica y se encuentra ahora en su punto más distante... como debe ser, pues si se aventurara más lejos ya no sería, como es lógico, una estrella acompañante... entonces será tan sólo, quizá, veinticinco millones de años.
    —Así pues, la última vez que Némesis ocupó esa posición, más o menos entre Alpha Centauri y el Sol, Alpha Centauri debió de haber tenido una posición muy diferente a la que tiene ahora. Alpha Centauri se movería entre veinticinco y cincuenta millones de años, ¿no es verdad? ¿Cuánto sería eso?
    —Una buena fracción de un año luz.
    —¿Significaría eso que ésta es la primera vez que dos estrellas se disputan a Némesis? ¿Y que habría estado trazando círculos pacíficamente hasta ahora?
    —Ni la menor probabilidad, Janus. Incluso si descartas a Alpha Centauri, hay otras estrellas. Ahora puede haber llegado una estrella; pero tiene que haber otra a una distancia interferente en alguna parte de su órbita en el pasado. La órbita es inestable, eso es todo.
    —Entonces ¿qué está haciendo aquí, en nuestra vecindad, si no traza una órbita alrededor del Sol?
    —Exacto —dijo Insigna.
    —¿Qué quieres decir con “exacto”?
    —Si trazamos una órbita alrededor del Sol se movería a una velocidad, referida al Sol, de ochenta o cien metros por segundo, según sea la masa de Némesis. Eso es un movimiento muy lento para una estrella, y por tanto parecería ocupar el mismo sitio durante largo tiempo. En consecuencia, permanecería largo tiempo detrás de la nube, sobre todo si ésta se mueve en la misma dirección referida al Sol. Con un movimiento tan lento y una luz tan amortiguada, no es de extrañar que no se le haya visto hasta ahora. Sin embargo...
    Insigna hizo una pausa.
    Pitt, que no parecía esforzarse por disimular su enorme interés, suspiró y dijo:
    —¡Vamos! ¿Por qué no vas al grano?
    —Bien, si no traza una órbita alrededor del Sol, estará sujeta a un movimiento independiente cuya velocidad referida al Sol será de cien kilómetros por segundo aproximadamente. Es decir, mil veces más rápida que si estuviera en órbita. En estos momentos, se halla en nuestra vecindad; pero seguirá moviéndose, pasará al Sol y no volverá nunca más. Ahora bien, sea como sea, permanece detrás de la nube y apenas se aparta de su posición.
    —¿Cómo puede suceder tal cosa?
    —Hay una dirección en la que puede moverse a buen ritmo; sin embargo no parece apartarse de su posición en el cielo.
    —¡No me digas que está vibrando hacia delante y hacia atrás!
    Insigna curvó los labios.
    —Por favor, Janus, no intentes bromear conmigo. Eso no tiene gracia. Némesis podría estar moviéndose más o menos directamente hacia el Sol. No oscilaría a derecha y a izquierda de forma que no parecería cambiar de posición, pero vendría hacia nosotros, es decir hacia el sistema Solar.
    Pitt la miró atónita.
    —¿Hay pruebas de eso?
    —Todavía no. No hubo ninguna razón para tomar el espectro de Némesis cuando fue descubierta. Sólo después de observar el paralaje el análisis espectral hubiera tenido sentido; y por entonces no se me ocurrió hacerlo. Si mal no recuerdo, me pusiste a la cabeza del proyecto Sonda Lejana, y me dijiste que desviara la atención general de Némesis. Por aquellas fechas no pude disponer un análisis espectral minucioso, y desde la Partida... Bueno, no lo he hecho. Pero ahora investigaré ese asunto, puedes estar seguro.
    —Permíteme una pregunta. ¿No se produciría el mismo efecto de inmovilidad si Némesis se alejase “directamente” del Sol? Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que se mueva hacia el Sol o se aleje de él, ¿no es cierto?
    —El análisis espectral nos lo dirá. Una desviación roja de las líneas espectrales significará que hay una recesión; una desviación violeta, aproximación.
    —Pero ya es demasiado tarde. Si tomas ese espectro, te dirá que se nos está aproximando, porque nosotros nos aproximamos a ella.
    —Ahora mismo yo no tomaría el espectro de Némesis. Si se aproxima al Sol, éste se aproximará ella, y nosotros tendremos presente nuestra velocidad. Además, estamos reduciendo velocidad, y dentro de un mes o así nos moveremos con tanta lentitud que nuestro movimiento no alterara de forma notable los resultados espectrométricos.
    Durante medio minuto Pitt pareció ensimismarse mirando fijamente la despejada mesa mientras su mano golpeaba parsimoniosa la terminal de la computadora. Por fin dijo sin molestarse en levantar la vista:
    —No. No es necesario hacer esas observaciones. No quiero que te preocupes más por ese asunto, Eugenia. Es un problema inexistente, así que olvídalo.
    Agitó la mano indicándole con claridad que podía irse.

    12

    El aliento de Eugenia dejó oír un sonido sibilante cuando tuvo que pasar por la nariz de ventanillas coléricamente apretadas. Ella dijo con voz ronca:
    —¿Cómo te atreves, Janus? ¿Cómo te atreves?
    —¿Atreverme a qué? —inquirió ceñudo Pitt.
    —¿Cómo te atreves a ordenarme que salga de tu despacho? ¿Me tomas por un mecánico de computadora? Si yo no hubiese descubierto Némesis, nosotros no estaríamos aquí. Tú no serías comisario electo. Némesis es mía. Yo tengo algo que decidir al respecto.
    —Némesis no es tuya. Es de Rotor. Así que, por favor, vete ahora y déjame despachar los asuntos del día.
    —Janus —dijo ella alzando la voz—, te digo una vez más, con toda probabilidad, Némesis se mueve hacia nuestro Sistema solar.
    —Y yo te digo una vez más que hay sólo un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea así. E incluso si se encamina hacia el Sistema Solar... que ya no es el “nuestro” sino el “suyo”... no me digas que va a chocar con el Sol. No te creeré si lo dices. En su historia de casi cinco billones de años, el Sol no se ha encontrado jamás con una estrella, ni siquiera de lejos. Las probabilidades contra las colisiones estelares, incluso en las zonas relativamente abarrotadas de la Galaxia, son enormes. Yo no seré astrónomo, pero por lo menos sé eso.
    —Las probabilidades son sólo probabilidades, Janus, no hechos fehacientes. Es concebible, pese a su improbabilidad, que Némesis y el Sol choquen; pero reconozco que eso es dificilísimo que ocurra. Lo malo es que una aproximación cercana, incluso sin colisión, podría ser funesta para la Tierra,
    —¿Qué significa una aproximación cercana?
    —No lo sé. Eso requeriría una gran labor con la computadora.
    —Está bien. Entonces ¿qué sugieres si nos tomamos la molestia de hacer las observaciones y computadorizaciones necesarias, y si descubrimos que la situación está, en verdad, preñada de peligros para el Sistema Solar? ¿Se lo comunicaremos al Sistema Solar?
    —Pues... sí. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?
    —¿Y cómo se lo comunicaríamos? No tenemos ningún medio de hipercomunicación. Y, aunque lo tuviéramos, ellos no poseen sistema alguno para recibir hipermensajes. Si enviamos un mensaje luminal de cualquier otro tipo... luz, microondas, neutrinos modulados... se requerirán dos años para alcanzar la Tierra, suponiendo que tengamos un destello lo bastante intenso o lo bastante coherente. Y aun así, ¿cómo nos enteraríamos de que les había llegado? Si lo recibiesen y se molestaran en contestar, esa respuesta requeriría otros dos años para estar aquí. ¿Y cuál sería el resultado final del aviso? Tendríamos que decirles dónde está Némesis y ellos verían que la información procede de esta dirección. Entonces, se perdería toda finalidad de nuestro secreto, el plan para establecer sin interferencias una civilización homogénea alrededor de Némesis.
    —Cualquiera que sea el coste, Janus, ¿serías capaz de no advertírselo?
    —¿A qué viene tanta preocupación? Aunque Némesis se moviera hacia el Sol, ¿cuánto tiempo tardaría en alcanzar el Sistema Solar?
    —Podría llegar a las cercanías del Sol dentro de cinco mil años.
    Pitt se respaldó en su butaca y examinó a Insigna con cierto regocijo irónico.
    —Cinco mil años. ¿Sólo cinco mil años? Escucha, Eugenia, hace doscientos cincuenta años que el primer terrícola plantó el pie sobre la Luna. Han transcurrido dos siglos y medio y aquí estamos ante la estrella más próxima. A este ritmo, ¿dónde nos encontraremos dentro de otros dos siglos y medio? En cualquier estrella que se nos antoje. Y dentro de cinco mil años, cincuenta siglos, nos habremos diseminado por toda la Galaxia, salvo la presencia de otras formas de vida inteligente. Profundizaremos hacia otras galaxias. Cuando hayan transcurrido cinco mil años, la tecnología habrá progresado hasta el punto de que, si el Sistema Solar se encontrara en serias dificultades, todos sus establecimientos y su entera población planetaria podrían despegar hacia espacios más profundos y hacia otras estrellas.
    Insigna meneó la cabeza.
    —No creas que el progreso tecnológico significa poder vaciar el Sistema Solar con un simple ademán, Janus. Trasladar a billones de personas sin caos y sin una pérdida tremenda de vidas humanas; requerirá una larga preparación. Si ellos van a hallarse en peligro mortal de aquí a cinco mil años, necesitan saberlo “ahora”. Nunca es demasiado pronto para empezar a planificar.
    —Tienes muy buen corazón, Eugenia, así que te ofreceré un compromiso —dijo Pitt—. Supón que empleamos cien años para establecernos aquí, multiplicarnos y crear un racimo de Establecimientos lo bastante fuertes y estables para encontrarnos seguros. Entonces podremos investigar el destino de Némesis y, si fuere necesario, advertir al Sistema Solar. Ellos tendrán todavía casi cinco mil años para prepararse. Sin duda un pequeño retraso de un siglo no tendrá resultados fatales.
    Eugenia suspiró.
    —¿Es ésa tu visión del futuro? ¿La Humanidad disputándose sin tregua las estrellas? ¿Cada grupo pequeño intentando establecerse con supremacía sobre esta estrella o sobre aquélla? ¿Aborrecimiento, recelo y conflictos inacabables, similares a los que tuvimos en la Tierra durante milenios, extendiéndose por la Galaxia a lo largo de otros milenios más?
    —Mira, Eugenia, yo no tengo visión alguna. La Humanidad hará lo que plazca. Disputará, como dices, o establecerá, quizás un imperio galáctico, o hará cualquier otra cosa. Yo no puedo dictaminar lo que va a hacer la Humanidad ni pretendo darle forma. Para mí cuenta sólo este Establecimiento y este siglo para instalarlo en Némesis.
    »Para entonces tú y yo estaremos muertos, a salvo, y nuestros sucesores resolverán el problema de advertir al Sistema Solar... si se hiciese necesario. Yo procuro ser razonable, no emocional, Eugenia. Tú eres también una persona razonable. Reflexiona sobre ello.
    Insigna lo hizo así. Estuvo sentada allí un buen rato mirando sombría a Pitt mientras éste esperaba con una paciencia casi exagerada.
    Por fin ella dijo:
    —Está bien. Comprendo tu punto de vista. Continuaré analizando el movimiento de Némesis referido al Sol. Quizá podamos olvidar todo este asunto.
    —No. —Pitt alzó un dedo amonestador—. Recuerda lo que te he dicho antes. No se harán esas observaciones. Si resulta que el Sistema Solar está en peligro, no habremos ganado nada. Entonces deberemos hacer lo que insisto que hagamos en cualquier caso: pasar un siglo fortaleciendo la civilización de Rotor: Por el contrario, si descubres que hay riesgo, la conciencia te remorderá, te consumirán la aprensión, y la culpabilidad. La noticia se propalará y debilitará la resolución de los rotorianos, muchos de los cuales son tan sentimentales como tú. Entonces perderemos una gran coyuntura. ¿Me entiendes?
    Insigna guardó silencio, y él añadió:
    —Bien. Ya nos veremos.
    Una vez más, el gesto de la mano le indicó claramente que debía marcharse.
    Esta vez Insigna se fue, y Pitt, mirándola marchar, pensó: se está volviendo insoportable.

    VII. ¿DESTRUCCIÓN?

    13

    Marlene observó a su madre con mirada de búho. Puso buen cuidado en mantener una expresión inane, pero dentro sintió complacencia y sorpresa. Al fin su madre le había relatado los acontecimientos referentes a su padre y al comisario Pitt. Estaba siendo tratada como una persona adulta.
    Marlene dijo:
    —Yo habría estudiado los movimientos de Némesis sin tener en cuenta lo que dijera el comisario Pitt, madre; pero veo que tú no lo hiciste así. Tu sensación de culpabilidad lo evidencia.
    —Puedo habituarme a la sensación de que llevo la culpabilidad como una etiqueta en la frente —respondió Insigna.
    —Nadie oculta sus sentimientos —comentó Marlene—. Si se observa bien, serán siempre perceptibles, otros no podrían hacerlo.
    Marlene lo había aprendido poco a poco y con gran dificultad. Las personas no miraban, no se apercibían, no se preocupaban. Ellas no vigilaban los rostros y los cuerpos, los sonidos, las actitudes y los pequeños hábitos nerviosos.
    —A decir verdad, Marlene, no debieras observar así —dijo Insigna como si sus pensamientos siguieran cursos paralelos; pasó un brazo por la espalda de la chica para atenuar la posible aspereza de sus palabras—. Las personas se ponen nerviosas cuando esos enormes ojos oscuros tuyos las contemplan inquisitivos. Respeta la intimidad de la gente...
    —Sí, madre —dijo Marlene mientras percibía sin esfuerzo que Eugenia intentaba protegerse, pues se ponía nerviosa preguntándose cuánto revelaba sin querer en cada momento.
    Entonces Marlene preguntó:
    —¿Cómo se explica que, no obstante todos tus sentimientos de culpabilidad acerca del Sistema Solar, no hicieses nada?
    —Hay varias razones, Molly.
    »Molly” no, pensó angustiada Marlene. ¡Marlene! ¡Marlene! ¡Marlene! Tres sílabas. Acentuada la segunda. ¡Ya soy mayor!
    —¿Qué razones? —inquirió malhumorada.
    ¿Es que su madre no podía percibir la oleada de hostilidad que la invadía cuando empleaba ese apelativo infantil? Sin duda le retorcía las facciones, le hacía contraer los ojos, le agitaba los labios. ¿Por qué no se fijaba la gente? ¿Por qué no miraba?
    —Para empezar, Janus Pitt fue muy convincente. Por mucha hostilidad que sientas hacia ellos, él te convence siempre de que tiene muy buenas razones para respaldar sus puntos de vista.
    —Si eso es cierto, madre, debe de ser un hombre extraordinariamente peligroso.
    Insigna pareció desligarse de sus pensamientos para lanzar una mirada curiosa a su hija.
    —¿Por qué dices eso?
    —Todo punto de vista puede estar respaldado por buenas razones. Si alguien las capta aprisa y las presenta de forma convincente, podrá persuadir a cualquiera de cualquier cosa, y eso es peligroso.
    —Reconozco que Janus Pitt posee esa facultad. Me sorprende que entiendas de estas cosas.
    Marlene pensó: Porque tengo sólo quince años y tú estás habituada a considerarme una niña.
    En voz alta manifestó:
    —Se aprende mucho observando a las personas.
    —Si; pero recuerda lo que te he advertido. Controla esa vigilancia.
    —Jamás.
    —Así que el señor Pitt te persuadió.
    —Me hizo ver que no es perjudicial esperar un poco.
    —¿Y tú no sentiste siquiera la curiosidad de estudiar Némesis y comprobar con exactitud hacia dónde se dirige? Deberías haberla sentido.
    —La sentí; pero eso no es tan fácil como te imaginas. El Observatorio se halla en funcionamiento constante. Tienes que esperar tu turno para utilizar los instrumentos. Aunque yo sea jefe, no puedo emplearlos a mi antojo. Así que cuando alguien los utiliza, no puedo mantenerlo en secreto. Todos sabemos para qué y por qué se usan.
    »Había muy pocas posibilidades de que yo pudiera elaborar un espectro bien detallado de Némesis y de Sol y de utilizar la computadora del Observatorio para los indispensables cálculos, sin que la gente supiera al instante lo que estaba haciendo. Asimismo sospecho que Pitt ha destacado unas cuantas personas en el Observatorio para vigilarme.
    »Si yo me pasara de la raya, él lo sabría al instante.
    —Pero no podría hacerte nada por eso, ¿verdad?
    —No podría hacerme fusilar por traición, si es a lo que te refieres... Pero podría quitarme de mi cargo en el Observatorio y hacerme trabajar en las granjas. Lo cual no me gustaría nada. Un poco después de que yo tuviera mi breve charla con Pitt, descubrimos que Némesis tiene un planeta... o una estrella acompañante. Hasta el presente día, seguimos sin decidir cómo la llamaremos. Las separaba tan sólo una distancia de cuatro millones de kilómetros, y el objeto acompañante no radiaba lo más mínimo en la luz visible.
    —Estás hablando de Megas, ¿verdad, madre?
    —Sí. Es una palabra antigua que significa “grande”, y para un planeta es muy grande, bastante más que el planeta más grande del Sistema Solar, Júpiter. Pero muy pequeña para una estrella. Algunos creen que Megas es una enana parda —se interrumpió y, contrayendo los ojos, escrutó a su hija como si dudara de pronto de su capacidad para asimilar esos datos—. ¿Sabes lo que es una enana parda, Molly?
    —Me llamo Marlene, madre.
    Insigna se sonrojó un poco.
    —Si. Siento que se me olvide algunas veces. No puedo evitarlo ¿sabes? Hubo un tiempo en el que tuve una querida niñita que se llamaba Molly.
    —Lo sé. Y la próxima vez que yo tenga seis años podrás llamarme Molly cuanto quieras.
    Insigna se rió.
    —¿Sabes lo que es una enana parda, Marlene?
    —Lo sé, madre. Una enana parda es un cuerpo pequeño semejante a una estrella con una masa demasiado pequeña para desarrollar temperaturas y presiones que desencadenan la fusión del hidrógeno en su interior; pero con la masa suficiente para ocasionar reacciones secundarias que la mantengan caliente.
    —Exacto. No está nada mal. Megas se halla en la divisoria. No es un planeta muy caliente ni una enana parda muy apagada. No irradia luz visible pero tiene ricas emisiones en la zona infrarroja. No se asemeja a nada de lo que hemos estudiado. Fue el primer cuerpo planetario extrasolar... Es decir, el primer planeta fuera del Sistema Solar que hemos sido capaces de estudiar con detalle, y el Observatorio quedó inmerso en él. Yo no habría tenido la menor oportunidad de trabajar sobre el movimiento de Némesis aunque hubiese querido y, para decirte la verdad, me olvidé de ello por aquel tiempo. Megas me interesó tanto como a todo el mundo, ¿comprendes?
    Marlene gruñó.
    —Resultó que fue el único cuerpo planetario importante girando alrededor de Némesis: pero eso fue suficiente. Tenía cinco veces la masa...
    —Lo sé, madre. Cinco veces la masa de Júpiter y una trigésima parte de la masa de Némesis. La computadora me enseñó eso hace mucho.
    —Claro, querida. Y no es más habitable que Júpiter: menos si acaso. Ello nos decepcionó al principio, a pesar de que no esperáramos un planeta habitable girando alrededor de una estrella enana roja. Si un planeta estuviera lo bastante cerca de una estrella como Némesis, la influencia de las mareas le forzaría a dar la misma cara a Némesis en todo tiempo.
    —¿No es eso lo que hace Megas, madre? ¿Quiero decir, mirando siempre con una cara a Némesis?
    —Si, lo hace, lo cual significa que tiene un lado cálido y otro frío, con el cálido muy caliente. Podría estar al rojo vivo si no fuera porque la circulación de su densa atmósfera tiende a igualar algo las temperaturas.
    »Por ese motivo y por el calor interno de Megas, incluso el lado frío está muy caliente. Hubo muchas cosas acerca de Megas que fueron únicas en la experiencia astronómica. Y entonces descubrimos que Megas tenía un satélite o, si prefieres conceptuar a Megas como una estrella muy pequeña, tenía un planeta... Erythro.
    —Alrededor del cual gira Rotor, lo sé. Pero, madre, han pasado once años desde que hubo todo ese alboroto acerca de Megas y Erythro. ¿No has conseguido, a lo largo de ese tiempo, echar una ojeada a los espectros de Némesis y del Sol? ¿No has hecho tus pequeñas conjeturas?
    —Bueno...
    —Sé que las has hecho —se apresuró a decir Marlene.
    —¿Por mi expresión?
    —Por todo acerca de ti.
    —Puedes llegar a ser una persona muy incómoda, Marlene. Sí, las he hecho.
    —¿Y qué?
    —Sí, se encamina hacia el Sistema Solar.
    Hubo una pausa. Luego Marlene dijo muy bajo:
    —¿Y lo golpeará?
    —No, según revelan mis cifras. Estoy segura de que no golpeará al Sol, ni a la Tierra y, en definitiva, a ninguna parte significativa del Sistema Solar. Pero no necesitará hacerlo, ¿comprendes? Aun en el caso de que pase de largo, destruirá, probablemente, a la Tierra.

    14

    Para Marlene estuvo muy claro que a su madre no le agradaba hablar de la destrucción de la Tierra, que había fricciones internas cuyo influjo la hacían reprimirse en su conversación, y que por su gusto, cesaría de hablar al instante.
    La expresión del rostro, la forma de apartarse un poco de ella como si quisiera marcharse, su manera de lamerse con delicadeza los labios como si quisiera quitarse el mal gusto de las palabras... Todos estos fueron datos esclarecedores para Marlene.
    Pero ella no quiso que su madre se interrumpiera. Necesitaba saber más.
    —Si Némesis pasa de largo —dijo con tono suave—, ¿cómo destruirá la Tierra?
    —Déjame explicártelo. La Tierra gira alrededor del Sol, lo mismo que Rotor gira alrededor de Erythro. Si en el Sistema Solar estuviesen solos la Tierra y el Sol, la Tierra seguiría la misma trayectoria casi eternamente. Digo “casi” porque, según se sabe, irradia ondas gravitatorias que merman su momento y le hacen dar vueltas con muchísima lentitud hacia el Sol. Podemos desentendernos de eso. Hay otros factores interferentes, porque la Tierra no está sola. La Luna, Marte, Venus, Júpiter y todo objeto en la vecindad la atrae. Esa atracción es ínfima comparada con la del Sol, de modo que la Tierra permanece más o menos en su órbita. Ahora bien, las atracciones menores que varían de forma complicada en dirección e intensidad, a medida que los diversos objetos se mueven, introducen cambios menores en la órbita de la Tierra. La Tierra se mueve lentamente hacia dentro y hacia fuera, su inclinación axial vira y cambia levemente su sesgo, la excentricidad se altera algo y así sucesivamente. Se puede demostrar, y se ha demostrado, que todos esos cambios menores son cíclicos. No progresan en una dirección sino que se mueven hacia delante y hacia atrás. Ello significa que la Tierra, en su órbita alrededor del Sol, se estremece un poco de doce formas diferentes. Todos los cuerpos del Sistema Solar se estremecen del mismo modo. Los estremecimientos de la Tierra no le impiden sustentar la vida. En los peores momentos puede haber una edad glacial o una desaparición del hielo con el consiguiente descenso o ascenso del nivel del mar; no obstante, la vida ha sobrevivido a todo durante más de tres billones de años. Pero, supongamos ahora que Némesis se precipita y pasa de largo, que no se acerca más de un mes luz o algo así. Eso sería menos de un trillón de kilómetros. Requeriría numerosos años para pasar... y, al hacerlo, propinaría un empujón gravitatorio al sistema. Le haría estremecerse de forma notable; pero luego, cuando hubiese pasado, los estremecimientos menguarían.
    —Pareces creer que sería mucho peor de lo que dejas entrever —observó Marlene—. ¿Por qué ha de ser tan malo que Némesis propine un pequeño estremecimiento adicional al Sistema Solar si después se ha de normalizar todo otra vez?
    —Bien, ¿se normalizará otra vez en el mismo sitio exactamente? Ése es el problema. Si la posición de equilibrio de la Tierra es un poco diferente... un poco más distante del Sol, un poco más cercana, si su órbita es un poco más excéntrica y su eje está un poco más inclinado, o menos... ¿cómo afectará eso al clima terrestre? Un cambio mínimo podría convertirla en un mundo inhabitable.
    —¿No te es posible calcularlo por anticipado?
    —No. Rotor no es un buen lugar para hacer cálculos. Él se estremece también... y no poco. Se requeriría mucho tiempo y harían falta considerables cálculos para deducir desde aquí, con precisión, por medio de mis observaciones, la trayectoria que sigue Némesis... Y no estaremos seguros hasta que ésta llegue mucho más cerca del Sistema Solar, lo cual ocurrirá mucho después de que yo esté muerta.
    —Así que no puedes decir, de un modo exacto, lo cerca que pasará Némesis del Sistema Solar.
    —Resulta casi imposible calcularlo. Es preciso tener presente el campo gravitatorio de cada estrella cercana a menos de doce años luz. Al fin y al cabo, el menor efecto no calculado puede ocasionar tal desviación en unos dos años luz, que el paso calculado ya como una colisión, o poco menos, sea un fallo total. O viceversa.
    —El comisario Pitt dice que todas las personas que se hallan en el Sistema Solar podrán abandonarlo, si lo desean, cuando llegue Némesis. ¿Es cierto?
    —Podría serlo. Pero ¿cómo puede vaticinar nadie lo que sucederá dentro de cinco mil años? ¿Qué giros históricos tendrán lugar y cómo afectarán a la cuestión? Sólo cabe esperar que todo el mundo salga y se ponga a salvo.
    —Aunque no se les advierta, lo averiguarán por sí mismos —opinó Marlene sin la necesaria confianza en sí misma para hacer notar a su madre el truismo astronómico—. Tienen que hacerlo. Némesis se acercará cada vez más y, al cabo de algún tiempo, se hará inconfundible, y ellos podrán calcular su trayectoria con mucha más exactitud cuando esté más cerca.
    —Pero dispondrán de mucho menos tiempo para preparar su escape... si fuere necesario.
    Marlene se miró la punta de los pies y dijo:
    —No te enfades conmigo, madre. Pero me parece que sigues descontenta, e incluso en el caso de que todos salgan del Sistema Solar y se pongan a salvo. Hay otra cosa que no te gusta. Por favor, dímela.
    —No me gusta que todo el mundo abandone la Tierra. La idea no me agrada aunque lo hagan de forma ordenada con suficiente antelación y sin bajas. No quiero que se abandone a la Tierra.
    —Supón que sea necesario.
    —Entonces se hará. Me inclino ante lo inevitable. Pero no por eso ha de gustarme.
    —¿Te sientes sentimental acerca de la Tierra? Estudiaste allí, ¿verdad?
    —Me licencié en Astronomía allí. No me gustó la Tierra; pero eso no importa. Es el lugar donde se han originado los seres humanos. ¿Sabes lo que quiero decir, Marlene? Aunque no me gustara mucho cuando estaba allí sigue siendo el mundo en el que la vida se desarrolló a lo largo de los eones. Para mí no es solo un mundo sino también una idea, una abstracción. Quiero que siga existiendo por amor al pasado. No sé si puedo aclararlo más.
    —Padre era terrícola —recordó Marlene. Insigna apretó un poco los labios—. Y volvió a la Tierra.
    —Así lo dijo el registro. Supongo que lo haría.
    —Entonces yo soy terrícola a medias. ¿No es así?
    Insigna frunció el ceño.
    —Todos nosotros somos personas de la Tierra, Marlene. Mis tatarabuelos vivieron en la Tierra toda su vida. Mi bisabuela nació en la Tierra. Todos, sin excepción, descendemos de gente de la Tierra. Y no sólo los seres humanos. Cada partícula de vida, desde un virus hasta un árbol, procede de la vida terrestre.
    Marlene dijo:
    —Pero sólo lo saben los seres humanos. Y algunos están más cercanos que otros. ¿Piensas a veces en padre incluso ahora? —Marlene levantó la vista por un instante y al ver el rostro de su madre dio un respingo—. No es asunto mío. Eso es lo que ibas a decirme.
    —Así lo había sentido; pero no he de dejarme guiar por mis sentimientos. Después de todo, tú eres su hija. Sí, pienso en él algunas veces.
    Hizo un leve encogimiento de hombros.
    Tras una pausa Insigna añadió.
    —¿Y tú, piensas en él, Marlene?
    —No tengo nada en lo que pueda pensar. No lo recuerdo. Nunca he visto un holograma ni nada.
    —No, no tiene sentido...
    —Pero cuando yo era más pequeña solía preguntarme por que algunos padres permanecían con sus hijos cuando tuvo lugar la Partida, y otros no. Pensé que los que no se marchaban quizá no tenían cariño a sus hijos y que padre no me lo tenía a mí.
    Insigna la miró fijamente.
    —Nunca me contaste eso.
    —Fue un pensamiento privado cuando yo era pequeña. Pero, al hacerme mayor supe que eso era más complicado de lo que parecía.
    —No deberías haber pensado así nunca. No es cierto. Yo te lo habría demostrado si hubiese tenido la más mínima idea de...
    —A ti no te gusta hablar sobre esos tiempos, madre. Y lo entiendo.
    —Lo habría hecho de todas formas si hubiese conocido esas ideas tuyas; si hubiese podido leer en tu cara como tú lo haces en la mía. Él te quería. Y te habría llevado consigo si se lo hubiese permitido. La culpa de que vosotros dos estéis separados es mía, de verdad.
    —Suya también. Él debiera haberse quedado con nosotras.
    —Bueno, debiera, pero ahora que los años han pasado puedo ver y entender sus problemas un poco mejor que entonces. Después de todo, yo no estaba abandonando mi casa; mi mundo venía conmigo.
    »Tal vez esté a dos años luz de la Tierra, pero estoy todavía en casa, en Rotor, donde nací. Para tu padre era diferente; él nació en la Tierra, no en Rotor, y supongo que no pudo soportar la idea de abandonarla por completo y para siempre. También pienso en ello algunas veces. Aborrezco la idea de que la Tierra quede desierta. Hay billones de personas a las que se les rompería el corazón si la abandonaran.
    Por un momento, hubo silencio entre ambas. Luego, Marlene dijo:
    —Me pregunto ¿qué estará haciendo padre ahora mismo allá en la Tierra?
    —¿Cómo podría decírtelo, Marlene? Veinte trillones de kilómetros es un camino largo, muy largo, y catorce años es un período también larguísimo.
    —¿Supones que vivirá todavía?
    —No podemos saber ni eso siquiera —repuso Insigna—. La vida puede ser muy corta en la Tierra —y como si se diera cuenta de que no estaba hablando para sí, agregó—. Estoy segura de que vive, Marlene. Tenía una salud excelente cuando se marchó. Ahora se estará aproximando a los cincuenta tan sólo —y murmuró enternecida—: ¿Le echas de menos, Marlene?
    Marlene negó con la cabeza. No puedes echar de menos lo que no has tenido nunca.
    Pero tú lo viste, madre, pensó. Y lo echas de menos.

    VIII. AGENTE

    15

    Aunque parezca extraño, Crile Fisher tuvo necesidad de habituarse a la Tierra... o volverse a habituar. No se le ocurrió que Rotor había llegado a ser una parte de él en cuestión de cuatro años escasos. Había sido su ausencia más larga de la Tierra, pero no lo bastante para olvidarse de ella.
    Estaban el mero tamaño de la Tierra, el horizonte distante recortándose en el cielo y no volviéndose hacia arriba entre brumas. Estaban las multitudes, la gravedad inalterable, la sensación de una atmósfera abrumadora y desbocada, de temperatura ascendente y descendente, de naturaleza sin control.
    No era que él necesitase experimentar todo eso para sentirlo. Incluso cuando se encontraba en su alojamiento, sabía que aquello estaba ahí fuera, y la idea de los peligros que representaba impregnaba su espíritu, lo invadía por así decirlo. O podría ser que la habitación fuese demasiado pequeña, que estuviese demasiado abarrotada, y que el empuje del sonido resultara demasiado inconfundible, como si lo inyectaran a presión una multitud y un mundo decadentes.
    Era extraño que él hubiese añorado tanto la Tierra durante aquellos años en Rotor y que ahora, de vuelta a ella, echara de menos a Rotor con idéntica intensidad. ¿Se pasaría la vida queriendo estar donde no estaba?
    La luz de aviso destelló y el zumbido se dejó oír. Parpadeó... Las cosas en la Tierra tendían a parpadear; mientras que en Rotor todo era constante, de una eficacia casi agresiva.
    —Entre —dijo en voz baja pero lo bastante alta para activar el dispositivo de apertura.
    Garand Wyler entró (Fisher había adivinado que sería él) y lo miró con una expresión divertida.
    —¿Te has movido de ahí desde que me fui, Crile?
    —He ido de acá para allá. He comido. He pasado bastante tiempo en el baño.
    —Me alegro por ti. Eso significa que estás vivo aunque no lo parezcas.
    Hizo una amplia mueca. Piel tersa y bronceada, ojos oscuros, dientes blancos, pelo espeso y crespo.
    —¿Cavilando acerca de Rotor? —inquirió.
    —Pienso en él alguna vez que otra.
    —Siempre me estoy proponiendo preguntar pero nunca me decido a hacerlo. Fue Blancanieves sin los siete enanos ¿verdad?
    —Blancanieves —dijo Fisher—. Nunca vi una persona negra allí.
    —En tal caso que tengan buen viaje. ¿Sabes que ellos se fueron? —Fisher tensó los músculos y casi saltó de su asiento, pero resistió el impulso. Asintió.
    —Dijeron que lo iban a hacer.
    —Y dijeron la verdad. Se esfumaron. Les estuvimos observando mientras pudimos; captamos su radiación. Luego, cobraron velocidad con esa hiperasistencia suya y, en una fracción de segundo, cuando aún podíamos detectarlos con claridad, desaparecieron. Todo se cortó.
    —¿Los captaste cuando retornaron al espacio?
    —En varias ocasiones. Cada vez más débilmente. Viajaron a la velocidad de la luz, y después de tres destellos en el radar, al hiperespacio y vuelta al espacio, se encontraron demasiado lejos para que los captáramos.
    —Así lo eligieron —dijo con amargura Fisher—. Echaron a patadas los votos negativos... como yo.
    —Siento que no estuvieses allí. Debieras haberlo visto. Fue interesante contemplarlo. Como sabes, hubo algunos obstinados que insistieron hasta el último instante en que la hiperasistencia era un fraude, dijeron que todo estaba amañado por alguna razón.
    —Rotor tenía la Sonda Lejana. Ellos no podrían haberla enviado tan lejos como lo hicieron sin la hiperasistencia.
    —¡Amañado! Eso fue lo que dijeron los obstinados.
    —Fue genuino.
    —Sí, ahora lo reconocen. Todos ellos. Cuando Rotor se desvaneció en los instrumentos, no hubo ya ninguna explicación. Cada Establecimiento estuvo observando. Ningún error. Se desvaneció en todos los equipos de instrumentos al mismo tiempo. Lo más irritante es que no podamos saber a dónde ha ido.
    —A Alpha Centauri, supongo. ¿Qué otro sitio si no?
    —La Oficina sigue pensando que tal vez no sea Alpha Centauri y que tú pudieras saber algo al respecto.
    Fisher pareció molesto.
    —Se me desproveyó de información durante todo el camino hacia la Luna y regreso. No he retenido nada.
    —Claro. Estamos enterados de eso. No es nada acerca de lo que sepas. Ellos quieren que hable contigo, de amigo a amigo, y compruebe si sabes alguna cosa que no creas saber. Puede surgir algo sobre lo que no hayas reflexionado. Estuviste cuatro años allí, casado, tuviste un hijo. No pudo haberte pasado inadvertido todo.
    —¿Cómo que no? Si hubiesen tenido la más leve noción de que yo perseguía algo, me habrían dado la patada. El mero hecho de tener procedencia terrestre me convertía ya en terrible sospechoso. Si no me hubiese casado, probando así que me proponía ser rotoriano, me habrían despachado. Y en realidad, se me mantuvo a distancia de todo cuanto fuera susceptible de crítica o afectara a la sensibilidad.
    Fisher miró a lo lejos.
    —Y dio resultado. Mi mujer era sólo astrónomo. No pude elegir, compréndelo. No pude poner un anuncio en holovisión proclamando mi deseo de entablar relaciones con una señorita que fuese hiperespacialista. Si hubiese conocido a alguna, habría hecho todo lo posible para engancharla bien aunque hubiera parecido una hiena; pero no conocí a ninguna durante mi estancia allí. La tecnología estaba tan protegida que, según creo, mantenían en un aislamiento completo a todas las personas clave. Me imagino que todas ellas llevarían máscara y usarían nombres codificados en los laboratorios. Cuatro años... sin detectar el menor indicio ni descubrir jamás nada. Y supe que ello significaría el fin de mi relaciones con la Oficina.
    Se volvió hacia Garand y añadió con apasionamiento súbito:
    —Las cosas empeoraron tanto que acabé siendo como un palurdo. La sensación de fracaso fue abrumadora.
    Wyler, sentado al otro lado de la mesa frente a Fisher, se balanceó hacia atrás sobre las patas traseras de su silla pero cuidando de sujetarse a la mesa para que el balanceo no fuera excesivo.
    —Crile —dijo—, la Oficina no puede permitirse delicadezas, pero tampoco es insensible del todo. Ellos lamentan haberte abordado así; sin embargo, estaban obligados. Yo lamento tener que desempeñar este trabajo. Y también estoy obligado. A todos nos preocupa que hayas fracasado y no nos trajeras nada. Si Rotor no se hubiese marchado, podríamos pensar que no había nada para traer. Sin embargo ellos se marcharon. Y contaron con hiperasistencia. No obstante, tú volviste a nosotros sin nada.
    —Lo sé.
    —Ahora bien, eso no significa que queramos expulsarte o desembarazarnos de ti. Esperamos poder utilizarte todavía... Así pues, necesito asegurarme de que no hubo malicia en tu fracaso.
    —¿Qué significa eso?
    —Debo estar en condiciones de decirles que no fracasaste por ninguna debilidad personal. Después de todo te casaste con una mujer rotoriana. Por cierto, ¿era bonita? ¿Le tenías afecto?
    Fisher gruñó:
    —En verdad, lo que me estás preguntando es si por amor a una mujer rotoriana no estaría yo protegiendo deliberadamente a Rotor y ayudando a guardar su secreto.
    —Bien —contestó sin alterarse Wyler—. ¿Lo hiciste así?
    —¿Cómo puedes preguntarme tal cosa? Si yo hubiese decidido ser rotoriano me habría marchado con ellos. A estas horas estaría perdido en el espacio y tal vez no me encontraras jamás. Pero no hice eso. Abandoné Rotor y volví a la Tierra a sabiendas de que mi fracaso podría destruir mi carrera.
    —Apreciamos tu lealtad.
    —Hay en ello más lealtad de la que piensas.
    —Reconocemos que, probablemente, amabas a tu esposa y que por sentido del deber, te viste obligado a abandonarla. Ello te favorecería si pudiésemos estar seguros...
    —No tanto por mi mujer como por mi hija.
    Wyler examinó pensativo a Fisher.
    —Sabemos que tienes una hija de un año, Crile. Dadas las circunstancias, quizá no debieras haber confiado un rehén tan particular a la fortuna.
    —Convengo en ello. Pero yo no puedo comportarme como si fuera un autómata bien engrasado. A veces las cosas suceden contra tu voluntad. Y una vez nació la niña y la tuve durante un año...
    —Eso es comprensible. Pero fue sólo un año. En realidad, muy poco tiempo para establecer unas relaciones...
    —Tal vez creas comprenderlo, pero no lo comprendes.
    —Entonces explícate, y lo intentaré.
    —Se trató de mi hermana ¿sabes? Mi hermana menor.
    Wyler asintió.
    —Se la menciona en tu expediente computado. Rose, si mal no recuerdo.
    —Roseanne. Murió hace ocho años en las algaradas de San Francisco. Tenía sólo diecisiete años.
    —Lo siento.
    —Ella no se pronunció por ninguno de los dos bandos. Fue uno de esos espectadores inocentes, más expuestos a sufrir daño que los propios manifestantes o los agentes. Al fin encontramos su cuerpo, y entonces tuve algo para incinerar.
    Wyler, un poco violento, guardó silencio.
    Por fin, Fisher continuó:
    —Ella tenía sólo diecisiete. Nuestros padres murieron... —al decir esto movió la mano hacia un lado como indicando que no quería tocar esa cuestión— cuando mi hermana tenía cuatro años y yo catorce. Trabajé después del colegio y procuré que no le faltaran alimento, vestido y comodidad, incluso aunque yo no los tuviera. Aprendí por mi cuenta programación... si bien eso no bastara tampoco para vivir de una forma decente... Y entonces, cuando ella cumplió los diecisiete sin haber hecho daño jamás ni a un alma, sin conocer siquiera la causa de toda aquella lucha y de aquel griterío, se vio atrapada, sencillamente.
    —Ahora entiendo por qué te presentaste voluntario para Rotor —dijo Wyler.
    —¡Ah, sí! Durante un par de años. Me alisté en la Oficina para tener ocupada la mente y también porque creí que allí encontraría situaciones peligrosas. Por algún tiempo esperé hallar la muerte haciendo al tiempo algo útil de paso. Cuando se discutió el problema de colocar un agente en Rotor, me presenté voluntario. Deseaba abandonar la Tierra.
    —Y ahora estás de vuelta. ¿Lo lamentas?
    —Sí, un poco; pero Rotor me asfixiaba. Con todos sus defectos, la Tierra ofrece «espacio». ¡Si hubieras conocido a Roseanne, Garand! No puedes ni imaginártelo. No era bonita ¡pero tenía unos ojos...! —los propios ojos de Fisher enfocaron el pasado, con una leve arruga entre las cejas como si estuviese forzando la vista para percibir una imagen clara—. Ojos hermosos pero alucinantes. Me parecía imposible sostener su mirada sin sentirme nervioso. Ella podía ver a través de ti. No sé si entiendes lo que quiero decir.
    —A decir verdad, no —respondió Wyler. Fisher no le hizo caso.
    —Ella sabía siempre cuándo mentías o estabas ocultando la verdad. Uno no podía guardar silencio sin que ella adivinara cuál era la causa.
    —¡No irás a decirme ahora que era telepática!
    —¿Cómo? ¡Ah, no! Ella solía decir que leía las expresiones y escuchaba las entonaciones. Afirmaba que nadie consigue disimular lo que está pensando. Por mucho que te rías no puedes ocultar el trasfondo trágico; ninguna sonrisa es suficiente para encubrir la amargura. Ella intentaba explicarlo pero yo no lograba captar nunca lo que aquello significaba. Roseanne era algo especial, Garand. Me tenía pasmado de admiración. Y entonces nació la niña, Marlene.
    —¿Y qué pasó?
    —Tenía los mismos ojos.
    —¿El bebé tenía los mismos ojos que tu hermana?
    —No inmediatamente, pero vi cómo evolucionaban. Cuando cumplió los seis meses, esos ojos me sobrecogieron.
    —¿También a tu mujer?
    —Nunca percibí que se mostrara afectada; pero, al fin y al cabo ella no era hermana de Roseanne. Marlene apenas lloraba; era muy tranquila. Recuerdo que Roseanne, de pequeña, era igual. Y Marlene no daba tampoco señales de convertirse en una chica guapa. Era como si Roseanne hubiese vuelto a mí. Así comprenderás lo difícil que resultó todo.
    —¿Te refieres a regresar a la Tierra?
    —Sí, hacer eso y dejarlas atrás. Fue como perder por segunda vez a Roseanne. Ahora no la veré nunca más. ¡Nunca más!
    —No obstante, regresaste.
    —¡Lealtad! ¡Deber! Pero, si quieres saber la verdad, estuve a punto de no hacerlo. Quedé plantado allí, hecho pedazos. ¡Pedazos! Quise desesperadamente permanecer con Roseanne... Marlene. Ya ves, hasta confundo los nombres. Y Eugenia, mi mujer, me dijo con tono apesadumbrado, «si supieras adónde nos encaminamos, no estarías tan presto a la marcha». En ese instante no deseé marcharme. Le pedí que me permitiera por lo menos llevarme a Ro...Marlene. También se negó. Y entonces, cuando yo podría haber cedido y tomar la decisión de quedarme, ella se enfureció y me ordenó marchar. Y me fui.
    Wyler miró caviloso a Fisher.
    —«Si supieras adónde nos encaminamos, no estarías tan presto a la marcha.» ¿Es eso lo que dijo ella?
    —Sí, eso es lo que dijo. Y cuando pregunté «¿por qué? ¿Adónde va Rotor?», ella dijo: «a las estrellas».
    —Eso no puede ser, Crile. Tú sabías que ellos proyectaban ir a las estrellas; pero ella dijo «si supieras adónde nos encaminamos». Hubo algo que ignorabas. ¿Qué fue lo que ignorabas?
    —¿Qué estás diciendo? ¿Cómo puede saber nadie lo que ignora?
    Wyler lo descartó con un encogimiento de hombros.
    —¿Referiste eso a la Oficina durante la cancelación de instrucciones?
    Fisher reflexionó unos instantes.
    —Creo que no. Ni siquiera pensé en ello hasta que te conté la escena que casi me indujo a quedarme —cerró los ojos y dijo muy despacio—: No, ésta es la primera vez que hablo de eso. Es la primera vez que me permito pensar en ello.
    —Está bien. Entonces, ahora que lo has pensado, ¿adónde iba Rotor? ¿Oíste algún comentario en ese sentido? ¿Algún rumor? ¿Alguna conjetura?
    —Se suponía que iba a Alpha Centauri. ¿Adónde si no? Es la estrella más próxima.
    —Tu mujer es astrónomo. ¿Qué dijo ella al respecto?
    —Nada. Nunca comentaba ese asunto.
    —Rotor expidió la Sonda Lejana.
    —Lo sé.
    —Y tu mujer formaba parte del proyecto... como astrónomo.
    —Cierto; pero tampoco hablaba de eso jamás, ponía buen cuidado en no hacerlo. Si yo hubiese mostrado una curiosidad insana y demasiado patente, mi misión habría abortado.
    —Pero, como astrónomo, ella conocería el destino. Y llegó al extremo de decir, «si supieras...». ¿No lo ves? Ella sabía que si lo supieras, también...
    Fisher no pareció interesado.
    —Puesto que ella no me contó lo que sabía, no puedo decírtelo.
    —¿Estás seguro? ¿Ninguna observación casual cuyo significado te pasara inadvertido a la sazón? Después de todo, tú no eres astrónomo y ella pudo decir algo que no te fuera posible detectar. ¿Recuerdas algo que dijera ella y te desconcertara?
    —No se me ocurre nada.
    —¡Piensa! Podría ser que la Sonda Lejana hubiese localizado un sistema planetario alrededor de una o de las dos estrellas similares al Sol, las Alpha Centauri ¿no?
    —No puedo decírtelo.
    —O planetas en torno a cualquier otra estrella. Fisher se encogió de hombros.
    —¡Piensa! —le apremió Wyler—. ¿Tienes algún indicio para suponer que ella quisiera significar, «te crees que vamos a Alpha Centauri; pero hay planetas girando a su alrededor y nosotros nos dirigimos a ellos»? También podría haber querido dar a entender, «crees que vamos a Alpha Centauri pero nos dirigimos hacia otra estrella que estamos seguros de que será un planeta útil». Eso o algo parecido.
    —Me es imposible recordarlo.
    Por un momento Garand Wyler apretó los carnosos labios. Luego dijo:
    —Te diré lo que ocurrirá, Crile, viejo. Ahora hay tres cosas que van a suceder. Primera, se te someterá a otra cancelación de instrucciones. Segunda, según sospecho habrás de persuadir al Establecimiento Ceres para que nos permita utilizar su telescopio asteroidal a fin de inspeccionar minuciosamente cada estrella dentro de los cien años luz del Sistema Solar. Y, tercera, necesitaremos azuzar a nuestros hiperespacialistas para que salten un poco más alto y más lejos. Ya verás como es eso lo que sucederá.

    IX. ERYTHRO

    16

    Había épocas en que Janus Pitt encontraba algún rato libre una vez al cabo de cierto tiempo, o una vez al cabo de demasiado tiempo le parecía a él, para respaldarse en su butaca, solo y silencioso, y dar descanso a la mente.
    Eran momentos en los que no había órdenes por dar, ni información que absorber, ni decisiones inmediatas que tomar, ni granjas por visitar, ni fábricas por inspeccionar, ni regiones del espacio por penetrar, ni nadie a quien ver, ni nadie a quien escuchar, ni nadie a quien combatir, ni nadie a quien alentar...
    Y siempre que se presentaban tales ocasiones, Pitt se permitía el lujo superlativo menos extinguible: compadecerse a sí mismo.
    No era que él quisiera nada diferente de lo existente. Había proyectado para toda su vida adulta ser comisario por creer que nadie podía gobernar Rotor como él; ahora que era comisario, seguía pensando lo mismo.
    ¿Pero por qué no podía encontrar entre todos los insensatos de Rotor uno cuya vista alcanzara tanto como la suya? Habían transcurrido catorce años desde la Partida y no había todavía nadie que pudiera ver lo inevitable; ni siquiera después de sus prolijas explicaciones.
    Allá en el Sistema Solar, alguien desarrollaría, más bien temprano que tarde, la hiperasistencia tal como lo habían hecho los hiperespacialistas de Rotor... y quizás incluso de forma más alambicada. Algún día la Humanidad trasladaría sus millones y billones de personas a sus centenares y millares de Establecimientos para colonizar la Galaxia; y ésa sería una época brutal.
    Sí, la Galaxia era inmensa. ¡Cuántas veces no habría oído él eso! Y por añadidura había otras galaxias. Pero la Humanidad no se expandiría de manera uniforme. Siempre habría algunos sistemas estelares que, por cualquier razón, serían mejores que otros y, en consecuencia, se lucharía por ellos. Si hubiese diez confluirían en uno de los sistemas estelares, y sólo uno.
    Tarde o temprano, ellos descubrirían Némesis y los colonizadores aparecerían... ¿Cómo sobreviviría entonces Rotor?
    Sólo si Rotor ganase la mayor cantidad de tiempo posible, crease una civilización sólida y se expandiera de forma razonable. Si tuviesen el tiempo suficiente, podrían asentarse en un grupo de estrellas. De lo contrario, Némesis no bastaría por sí sola... Había que hacerla inexpugnable.
    Pitt no soñaba con conquistas universales ni de ninguna otra clase. Lo único que quería era una isla de tranquilidad y seguridad para sobrellevar los días en que la Galaxia se incendiase y sumiera en el caos como resultado de las ambiciones conflictivas.
    Pero sólo él lo veía así. Sólo él soportaba el peso de lo insoslayable. Tal vez viviera otros veinticinco años y pudiera conservar el poder durante ese tiempo, bien fuera como comisario o como estadista veterano, cuya palabra fuese decisiva. Sin embargo, moriría cuando llegase la hora, y entonces ¿a quién podría transmitir su clarividencia?
    Pitt sintió un arrebato de compasión por sí mismo. Había laborado durante muchos años, laboraría muchos más y, no obstante, nadie lo apreciaba... de verdad. De cualquier forma, todo llegaría a su fin y la Idea se asfixiaría en el océano de la mediocridad cuyas olas lamían sin cesar los tobillos de los pocos que podían ver más allá de los años.
    Catorce años desde la Partida y ¿cuándo se había podido sentir discretamente confiado? Se iba a dormir cada noche con el temor de que le despertase muy temprano la noticia de que otro Establecimiento había llegado allí... de que Némesis había sido descubierta.
    Se pasaba cada día con una parte recóndita de él desinteresada de lo que indicaba la agenda, sólo tendiendo el oído por si escuchaba... las palabras fatales.
    Catorce años y ellos seguían sin estar a salvo. Se había construido un Establecimiento adicional: Nuevo Rotor. Ya vivía gente en él; pero era un mundo nuevo, por supuesto. Olía aún a pintura como suele decirse. Otros tres Establecimientos estaban en diversas fases de construcción.
    Muy pronto, o como máximo dentro de una década, aumentaría el número de Establecimientos en construcción, y todos recibirían la más antigua de las órdenes: ¡sed fecundos y multiplicaos!
    Con el ejemplo de la Tierra ante su vista, con la certidumbre de que cada Establecimiento tenía una capacidad limitada, no para derrochar, la procreación había estado siempre bajo un control estricto en el espacio. Aquí, las necesidades inmutables de la aritmética se enfrentaban con la fuerza tal vez irresistible del instinto, y la inmovilidad triunfaba. Pero al aumentar el número de Establecimientos, llegaría un momento en que se necesitaría más gente, mucha más, y se podría dar rienda suelta al impulso de producirla.
    Ello tendría carácter temporal, por supuesto. Por muchos Establecimientos que hubiera, se podrían llenar sin esfuerzo con una población que duplicara fácilmente su número cada treinta y cinco años o menos. Y cuando el ritmo de la formación de Establecimientos sobrepasara su punto de inflexión y empezara a disminuir, sería mucho más difícil hacer entrar al genio en su redoma que sacarlo de ella.
    ¿Quién sería capaz de prever semejante cosa y se prepararía para afrontarla una vez hubiese desaparecido él?
    Y también estaba Erythro, el planeta alrededor del cual giraba Rotor, de tal forma que la inmensa Megas y la rojiza Némesis salían y se ponían siguiendo un intrincado esquema. ¡Erythro! Esto había sido un interrogante desde el principio.
    Pitt recordaba bien los primeros días de su entrada en el sistema nemesiano. La limitada complicación de la familia planetaria de Némesis se había revelado lentamente a medida que Rotor corría al encuentro de la estrella enana roja.
    Megas había sido descubierta a una distancia de cuatro millones de kilómetros de Némesis, sólo quince veces inferior a la distancia entre Mercurio y el Sol del Sistema Solar. Megas recibía más o menos la misma cantidad de energía que la Tierra de su Sol, pero con una intensidad menor de luz visible y una intensidad mayor de infrarrojos.
    Sin embargo, Megas no era habitable, como se percibía incluso a primera vista. Un gigante gaseiforme con una cara mirando siempre a Némesis. Tanto su rotación como su revolución duraban veinte días. La noche perpetua en una mitad de Megas la enfriaba sólo de forma moderada ya que su propio calor interno llegaba hasta la superficie. El día perpetuo en la otra mitad era de una masa mayor y un radio menor que los de Júpiter y cuarenta veces la de la Tierra.
    Némesis no tenía ningún otro planeta importante.
    Pero cuando Rotor se le acercó más y pudo ver con claridad creciente a Megas, la situación se alteró de nuevo.
    Fue Eugenia Insigna quien participó la noticia a Pitt, aunque el descubrimiento no fuera suyo. Éste había aparecido en las fotografías ampliadas por la computadora y fue puesto en conocimiento de Eugenia como astrónomo jefe. Ella había corrido muy agitada a la cámara del comisario para hacérselo saber a Pitt.
    Empezó hablando con naturalidad, y mantuvo un tono mesurado aunque algo tembloroso por la emoción.
    —Megas tiene un satélite —dijo.
    Pitt enarcó un poco las cejas; pero se limitó a contestar:
    —¿Acaso no era de esperar? Los gigantes gaseiformes del Sistema Solar tienen hasta una veintena de satélites.
    —Desde luego, Janus; pero éste no es un satélite ordinario. Es grande.
    Pitt continuó impasible.
    —Júpiter tiene cuatro satélites grandes.
    —Quiero decir grande de verdad, con tamaño y masa casi equiparable a los de la Tierra.
    —Ya veo. Interesante.
    —Más que eso. Mucho más que eso, Janus. Si ese satélite girase directamente alrededor de Némesis, el influjo de las mareas ocasionaría que sólo una cara mirase a Némesis, y entonces sería inhabitable. En lugar de eso sólo una cara mira a Megas, mucho más fría que Némesis. Por añadidura la órbita del satélite se inclina considerablemente hacia el ecuador de Megas. Esto significa que, en el cielo del satélite, Megas se deja ver sólo desde un hemisferio y se mueve hacia el Norte y hacia el Sur con un ciclo de más o menos un día, mientras que Némesis atraviesa el cielo saliendo y poniéndose también con un ciclo de un día. Un hemisferio tiene doce horas de oscuridad y doce de luz. El otro tiene lo mismo pero, durante su día, Némesis queda eclipsada con frecuencia media hora cada vez, con el enfriamiento compensado por el calor módico de Megas. Durante las horas oscuras en ese hemisferio, la oscuridad queda atemperada por la luz reflejada de Megas.
    —Entonces el satélite tiene un cielo interesante. Fascinante para los astrónomos.
    —No es sólo un solaz astronómico, Janus. Cabe la posibilidad de que el satélite tenga una temperatura uniforme en el sector derecho para los seres humanos. Puede ser un mundo habitable.
    Pitt sonrió.
    —Todavía más interesante. Sin embargo, tal vez no tenga nuestro tipo de luz ¿verdad? —Insigna asintió.
    —Eso es bastante posible. Tendrá un sol rojizo y un cielo oscuro porque no habrá luz de onda corta para difundir. Y presentará un paisaje rojizo, supongo yo.
    —En ese caso, ya que tú bautizaste a Némesis y uno de los tuyos bautizó a Megas, me adjudicaré el privilegio de bautizar al satélite. Llamémosle Erythro, lo cual, si mal no recuerdo, está relacionado con la palabra griega que significa «rojo».
    Bastante tiempo después, la noticia siguió siendo fehaciente. Se localizó un cinturón asteroidal más allá de la órbita del sistema Megas-Erythro, y esos asteroides resultaron ser a todas luces una fuente idónea de material para construir más Establecimientos.
    Cuando se aproximaron a Erythro, la naturaleza de su habitabilidad apareció cada vez más favorable. Erythro apareció como un planeta de mar y tierra, si bien sus mares, a juzgar por las apreciaciones preliminares de su cubierta nubosa, divisada con la luz visible e infrarroja, parecieron menos profundos que los océanos terrestres, y las cordilleras, realmente impresionantes, fueron muy pocas. Fundándose en cálculos adicionales, Insigna aseguró que el clima general del planeta sería apropiado para la vida humana.
    Y luego, cuando el vuelo de aproximación les llevó hasta una distancia desde la que se podía estudiar con precisión, por vía espectroscópica, la atmósfera de Erythro, Insigna le dijo:
    —La atmósfera de Erythro es un poco más densa que la terrestre y contiene oxígeno libre, un dieciséis por ciento, más un cinco por ciento de argón y el resto nitrógeno. Habrá pequeñas cantidades de bióxido de carbono pero no las hemos detectado todavía... Lo importante es que se trata de una atmósfera respirable.
    —Cada vez suena mejor —dijo Pitt—. ¿Quién pudo imaginarlo cuando localizamos a Némesis?
    —Cada vez suena mejor para el biólogo. Pero quizá no sea tan bueno para Rotor en general. Un contenido apreciable de oxígeno libre en la atmósfera es un indicio seguro de vida.
    —¿Vida? —exclamó Pitt sintiéndose momentáneamente estupefacto ante tal pensamiento.
    —Vida —reiteró Insigna, sintiendo un placer aparentemente perverso al recalcar las posibilidades—. Y, si hay vida, posiblemente vida inteligente, quizás haya incluso una civilización desarrollada.
    17

    Lo que siguió fue una pesadilla para Pitt. No sólo hubo de vivir con la aprensión terrible de su propia gente terrestre persiguiéndole y alcanzándole, superior en número sin duda y, con mucha probabilidad, en tecnología, sino que ahora era acompañada por un temor todavía mayor. Ellos podrían estar aproximándose a una civilización antigua y avanzada, violando una civilización capaz de suprimirlos sin pensarlo dos veces, en un arrebato de fastidio, como suele ocurrirle al ser humano; podía aplastarlos como un mosquito que silba demasiado cerca del oído.
    Mientras continuaban acercándose a Némesis, Pitt dijo a Insigna con aire de profunda preocupación:
    —¿Es que la existencia de vida implica, verdaderamente, la necesidad de oxígeno?
    —Es una inevitabilidad termodinámica, Janus. En un planeta similar a la Tierra... y por lo que sabemos Erythro lo es, el oxígeno libre no puede existir, tal como sucede en cualquier campo gravitatorio similar al terrestre, una roca queda suspendida por sí sola en el aire. Por lo pronto, si el oxígeno está presente en la atmósfera, se combinará de manera espontánea con otros elementos del suelo cediendo energía. Tan sólo seguiría existiendo en la atmósfera si algún proceso procurara energía y regenerara sin cesar el oxígeno libre.
    —Eso lo entiendo, Eugenia, pero ¿por qué tiene que significar vida el proceso suministrador de energía?
    —Porque en la Naturaleza no se ha encontrado jamás nada que haga ese trabajo, salvo la acción fotosintética de las plantas verdes que utilizaban la energía solar para liberar oxígeno.
    —Cuando dices que «en la Naturaleza no se ha encontrado jamás nada», te refieres al Sistema Solar. Éste es otro sistema con un sol diferente y un planeta distinto en condiciones que no son las mismas. Tal vez las leyes de la termodinámica sean todavía válidas; pero ¿qué sucederá si hay algún proceso químico que no hemos encontrado en el Sistema Solar y que forma aquí el oxígeno?
    —Si te gusta apostar —dijo Insigna—, no apuestes.
    Lo que hacía falta eran pruebas, y Pitt hubo de esperar a que aparecieran esas pruebas.
    Para comenzar, Némesis y Megas demostraron tener unos campos magnéticos debilísimos, lo cual no produjo apenas comentarios, pues así se había esperado ya que la estrella y el planeta giraban muy despacio. Erythro, con un período rotacional de veintitrés horas y dieciséis minutos (igual al período de su revolución alrededor de Megas), tenía un campo magnético similar en intensidad al terrestre.
    Insigna manifestó su satisfacción.
    —Al menos no necesitamos preocuparnos por los efectos peligrosos de la radiación desde campos magnéticos intensos. El viento estelar de Némesis es, a juzgar por todos los indicios, mucho menos intenso que el del Sol. Buena cosa, porque ello significa que podríamos detectar a cierta distancia la presencia o ausencia de vida en Erythro. Por lo menos vida tecnológica.
    —¿Por qué llegas a esa conclusión? —inquirió Pitt.
    —No es nada probable que la tecnología alcance un alto nivel sin un uso abundante de radioondas, una radiación que se difundiría en todas direcciones desde Erythro. Nosotros deberíamos saber diferenciar entre eso y una radiación de radioondas casuales desde el propio planeta, cuando tal radiación natural fuera menor, considerando que su campo magnético es débil.
    —He estado pensando que eso puede ser innecesario —dijo Pitt—, que puede haber razones para creer que no exista vida en Erythro, a pesar de que tenga una atmósfera de oxígeno.
    —¡Ah! Me gustaría saber cómo es posible hacer tal cosa.
    —Lo he pensado mucho. ¡Escucha! ¿No dijiste que el influjo de las mareas retardan la rotación de Némesis, Megas y Erythro? ¿Y no dijiste que, de resultas, Megas se ha distanciado de Némesis y Erythro se ha distanciado de Megas?
    —Sí.
    —Por consiguiente, si volvemos la vista hacia el pasado, Megas habrá estado una vez más cerca de Némesis, y Erythro más cerca de Megas y también de Némesis. Eso significa que Erythro habrá estado demasiado caliente para tolerar la vida y sólo se ha hecho apto para ella en épocas recientes. Así pues, no puede haber transcurrido el tiempo suficiente para el desarrollo de una civilización tecnológica.
    Insigna rió afable.
    —Buena conjetura. Debo apreciar tu ingenio astronómico... Pero no es una hipótesis lo bastante buena. Las estrellas enanas rojas tienen larga vida y Némesis podría haberse formado en la primera juventud del universo... Digamos hace quince billones de años. Entonces, el influjo de las mareas habría sido muy poderoso al principio, cuando los cuerpos estaban más próximos, y el distanciamiento habría tenido lugar durante los primeros tres o cuatro billones de años. El influjo de la marea decrece como la tercera potencia de la distancia y, en los últimos diez billones de años o así, no habrá habido grandes cambios, y eso sería tiempo más que suficiente para crear varias civilizaciones tecnológicas, una tras otra. No, Janus, dejémonos de especulaciones. Esperemos y veamos si podemos detectar alguna radiación de radioondas.

    Más cerca de Némesis

    Ahora fue, a simple vista, un minúsculo orbe rojo pero, aunque borrosa, podía ser percibida sin dificultad. Por una cara Megas era visible como un punto rojizo. En el telescopio se mostraba como algo menos que media fase, lo cual resultaba del ángulo que formaba con Rotor y Némesis.
    Ganó brillantez con el tiempo, e Insigna informó:
    —Buena noticia para ti, Janus. No se ha detectado todavía ninguna radiación sospechosa de radioondas cuyo origen pueda ser tecnológico.
    —Magnífico.
    Pitt sintió que una oleada de alivio le inundaba como si fuera un calor físico.
    —Ahora bien, no saltes de alegría —le advirtió Insigna—. Ellos podrían utilizar menos radiación de la que esperamos. Les sería muy fácil encubrirla. Incluso podrían emplear otra cosa en lugar de radioondas.
    La boca de Pitt se frunció en una leve sonrisa.
    —¿Sugieres eso en serio?
    Insigna, insegura, se encogió de hombros.
    —Porque si te gusta apostar —dijo Pitt—, no apuestes.

    Más cerca todavía de Némesis

    Ahora Erythro era a simple vista un orbe grande con una Megas hinchada cerca de él y Némesis al otro lado del Establecimiento. Rotor había ajustado su velocidad para mantener el paso con Erythro, el cual mostraba a través del telescopio nubes viajeras desarticuladas en las familiares formas espirales de un planeta con temperatura y atmósfera similares a las terrestres y, por consiguiente, se le debería suponer un clima parecido, por lo menos vagamente, al de la Tierra.
    —No hay indicios de luz en la cara nocturna de Erythro —dijo Insigna—. Eso debería complacerte, Janus.
    —La ausencia de luz no es acorde con una civilización tecnológica, supongo.
    —Ciertamente, no.
    —Entonces déjame jugar a abogado del diablo —propuso Pitt—. Una civilización con un sol rojo y una luna tenue, ¿no podría producir también una luz artificial tenue?
    —Pudiera ser tenue en la región visible; pero Némesis es rica en el campo infrarrojo, y cabría esperar que la luz artificial fuera igualmente rica. Sin embargo, lo que detectamos de infrarrojo es planetario. Aparece con más o menos uniformidad sobre toda la superficie sólida, mientras que la luz artificial procediendo en abundancia de concentraciones de población, tendría focos dispersos por el resto.
    —Entonces olvídalo, Eugenia —dijo muy ufano Pitt—. No hay civilización tecnológica. Tal vez eso haga menos interesante en cierto modo a Erythro, pero no puedes querer que nos enfrentemos con nuestros iguales, o tal vez nuestros superiores. Tendríamos que retirarnos e ir a otra parte, pero no tenemos ningún sitio adonde ir y, si lo tuviéramos, quizá no hubieran suficientes reservas de energía. Tal como están las cosas, podemos quedarnos.
    —Hay todavía abundante oxígeno en la atmósfera y, por tanto, existe la certeza de que haya vida en Erythro. Sólo falta una civilización tecnológica. Eso significa que necesitamos bajar ahí y estudiar sus formas de vida.
    —¿Para qué?
    —¿Cómo puedes preguntarlo, Janus? Si encontramos otra muestra de vida ahí, independiente por completo de la vida desarrollada en la Tierra... ¡cuántos tesoros no habrá para nuestros biólogos!
    —Ya veo. Estás hablando de curiosidad científica. Bien, las formas de vida no escaparán, supongo. Más adelante habrá tiempo suficiente para eso. Primero lo principal.
    —¿Qué puede tener prioridad sobre el estudio de una forma inédita de vida?
    —Sé razonable, Eugenia. Nosotros hemos de establecernos ahí. Debemos construir otros Establecimientos. Debemos crear una sociedad grande y bien ordenada, mucho más homogénea, capaz de entenderse a sí misma y más pacífica que todas las existentes en el Sistema Solar.
    —Para eso necesitaremos reservas de material, lo que nos lleva otra vez a Erythro, donde nos será necesario estudiar las formas de vida...
    —No, Eugenia. Posarse sobre Erythro y despegar otra vez zafándonos de su campo gravitatorio será demasiado costoso en el momento actual. La intensidad de los campos gravitatorios de Erythro y Megas... no olvides a Megas... es bastante grande incluso aquí en el espacio. Uno de los nuestros la calculó a petición mía. Tendremos un problema para obtener nuestras reservas incluso del cinturón asteroidal; pero, así y todo, eso será menos dificultoso que obtenerlas de Erythro. Si nos estacionamos en el cinturón asteroidal, las acciones serán incluso más efectivas con arreglo al precio. El cinturón asteroidal estará allá donde construyamos nuestros Establecimientos.
    —¿Estás proponiendo que nos desentendamos de Erythro?
    —Por algún tiempo, Eugenia. Cuando seamos fuertes, cuando nuestras reservas energéticas sean mucho mayores, cuando nuestra sociedad sea estable y crezca, tendremos tiempo suficiente para investigar las formas de vida de Erythro y, con toda probabilidad, su insólita química.
    Pitt sonrió aplacador, comprensivo con Insigna. Sabía que debía aplazar todo lo posible la cuestión secundaria sobre Erythro. Si no contuviera ninguna sociedad tecnológica, sus otros recursos y formas de vida podrían esperar. Las hordas perseguidoras del Sistema Solar representaban el verdadero enemigo.
    ¿Por qué no veían los demás lo que era preciso hacer? ¿Por qué se perdían con tanta facilidad por caminos laterales e inútiles?
    ¿Cómo podía él exponerse a morir y dejar desprotegidos a esos insensatos?

    X. PERSUASIÓN

    18

    Así que ahora, doce años después de descubrirse la inexistencia de civilizaciones tecnológicas en Erythro, doce años durante los cuales no apareció de repente ningún Establecimiento de la Tierra para desbaratar el nuevo mundo que se estaba construyendo poco a poco, Pitt podía saborear esos raros momentos de descanso. Y, no obstante, incluso en esos raros momentos, le asaltaban las dudas. Se preguntaba si Rotor no habría salido mejor librado de haber prevalecido su primera resolución; es decir, si no hubiesen permanecido en órbita alrededor de Erythro y si no hubiesen construido la Cúpula en Erythro.
    Cuando Pitt estaba recostado en su mullida butaca, mecido por los campos represores, con un aura de paz a punto de adormecerle, oyó un suave zumbido que le hizo volver de mala gana a la realidad.
    Abrió los ojos (no se había apercibido de que los tenía cerrados) para mirar el pequeño parche visual en la pared opuesta. El toque de un contacto lo magnificó en la holovisión.
    Era Semyon Akorat, por descontado. Allí estaba el hombre con su cabeza calva en forma de bala. (Akorat se afeitaba el flequillo oscuro pensando, con acierto, que unos cuantos pelos fugitivos harían parecer todavía más patético el desierto en el centro, mientras que un cráneo bien formado, no afeado por la interrupción, podría tener un aspecto casi majestuoso.) Allí estaba él, pues, con su mirada inquieta que parecía siempre inquieta incluso aunque no hubiese motivo para inquietarse. Pitt lo encontraba antipático, no porque flaqueara en lealtad o eficiencia (el hombre no podría mejorar en ninguno de los dos sentidos), sino por la respuesta condicionada. Akorat presagiaba siempre una interrupción de su intimidad, una interferencia en sus pensamientos, una necesidad de hacer lo que él hubiera preferido no hacer. En suma, Akorat estaba a cargo de sus audiencias y dictaminaba quién podía verlo y quién no.
    Pitt frunció el ceño un poco. No pudo recordar que tuviese ninguna audiencia; pero como él solía olvidarlo confiaba en la memoria de Akorat.
    —¿Quién es? —inquirió resignado—. Nadie importante, espero.
    —Nadie de verdadera significación —contestó Akorat, pero quizá fuera mejor que la vieras.
    —¿Está al alcance del oído esa persona?
    —Comisario —exclamó Akorat con tono de reproche, como si se le acusara de desatender sus obligaciones—, claro que no. Se halla al otro lado de la pantalla.
    El hombre acostumbraba a hablar con enorme precisión, lo cual era un alivio para Pitt. No existía nunca la posibilidad de confundirse con sus palabras.
    —¿Ella? —dijo Pitt—. Entonces supongo que será la doctora Insigna. Bien; atente a mis instrucciones. Nada de entrevistas sin previa concertación. Ya he tenido demasiado de ella por algún tiempo, Akorat. A decir verdad, demasiado de ella durante los últimos doce años. Inventa cualquier excusa. Dile que estoy meditando. No, no se lo creerá, dile que...
    —No es la doctora Insigna, comisario. Si hubiese sido no le habría molestado. Es su hija.
    —¿Su hija? —durante unos instantes Pitt se esforzó por rememorar su nombre—. ¿Quieres decir Marlene Fisher?
    —Si. Como es natural, le dije que estabas atareado, y ella contestó que debiera avergonzarme de contar mentiras, pues mi expresión revelaba que eso era una mentira total, y que mi voz era demasiado tensa para decir la verdad —el hombre soltó todo eso con indignada voz de barítono—. Según asegura ella, cuando sepas que está esperando la recibirás. ¿La recibirás, comisario? Esos ojos suyos me desconciertan, la verdad.
    —Ya he oído hablar de esos ojos suyos. Bien, envíemela, envíemela e intentaré sobrevivir a esos ojos. Pensándolo bien, ella tiene que dar algunas explicaciones.
    Marlene entró. (Notablemente serena, pensó Pitt, pero con el recato adecuado y sin actitud de desafío.)
    La joven tomó asiento, dejó caer las manos sobre el regazo y espero de forma ostensible a que Pitt tomara la palabra. Él dejó esperar un poco mientras la examinaba algo abstraído. Cuando la chica era más joven, él la había visto algunas veces; pero casi nunca desde entonces. Tenía pómulos anchos y cierto desgarbo general; pero unos ojos admirables, cejas bien formadas y también largas pestañas.
    —Bien, Miss Fisher, me han dicho que querías verme —dijo Pitt—. ¿Me permites preguntarte por qué?
    Marlene lo miró con ojos impávidos y pareció encontrarse a sus anchas.
    —Comisario Pitt —dijo—. Según tengo entendido, mi madre le ha contado que yo dije a un amigo mío que la Tierra va a ser destruida.
    Las cejas de Pitt descendieron fruncidas hasta unos ojos más bien ordinarios.
    —Sí, me lo dijo. Y espero te diría a ti que no debes hablar más de una forma tan disparatada acerca de esas cuestiones.
    —Sí, me lo dijo, comisario; pero no hablar sobre ello no significa que no sea así; y llamarlo disparate no lo convierte en disparate.
    —Yo soy comisario de Rotor, Miss Fisher, y entre mis funciones figura la de preocuparme por esas cuestiones; así pues, debes dejarlo por completo a mi cargo, tanto si es verdad como si no, tanto si es disparatado como si no lo es. ¿De dónde sacaste la idea de que la Tierra va a ser destruida? ¿Acaso te lo dijo tu madre?
    —No de forma directa, comisario.
    —Pero sí indirectamente, ¿verdad?
    —Ella no pudo evitarlo, comisario. Cada persona habla de mil formas distintas. Está la elección de palabras. Están la entonación, la expresión, el parpadeo y el movimiento de ojos, pequeños trucos como el de aclararse la garganta y muchas cosas más. ¿Comprende lo que quiero decir?
    —Sé muy bien lo que quieres decir. Yo mismo observo esas cosas.
    —Y se enorgullece mucho de eso, comisario. Cree hacerlo muy bien, y ésa es una de las razones por las que es comisario.
    Pitt pareció sorprendido.
    —Yo no he dicho eso, jovencita.
    —Con palabras no, comisario. No haría falta que lo hiciera.
    Los ojos de Marlene se fijaron en los suyos. No hubo el menor rastro de una sonrisa en su rostro pero la ironía asomó a sus ojos.
    —Está bien, Miss Fisher, ¿es eso lo que has venido a decirme?
    —No, comisario. Vine porque, últimamente, mi madre encuentra muchas dificultades para verle. No, ella no me lo dijo así. Me limité a deducirlo. Pensé que tal vez usted quisiera verme a mí en su lugar.
    —Conforme, ya estás aquí. Ahora cuéntame lo que has venido a decirme.
    —A mi madre le entristece la posibilidad de que la Tierra sea destruida. Mi padre está allí, ya sabe.
    Pitt sintió un amago de cólera. ¿Cómo era concebible que un asunto exclusivamente personal afectara al bienestar de Rotor y a todo lo que pudiera ser de él en el futuro? Pese a su probada eficiencia, sobre todo por haber descubierto Némesis, esa Insigna se estaba convirtiendo en un lastre alrededor de su cuello con su indefectible tendencia a encaminarse siempre por la senda equivocada. Y ahora, cuando él había decidido no verla nunca más, le enviaba a su demencial hija.
    —¿Acaso tienes la impresión de que la destrucción a que te refieres ocurrirá mañana o el año próximo? —preguntó.
    —No, comisario, sé que eso sucederá dentro de cinco mil años o poco más.
    —Siendo así, tu padre habrá desaparecido para entonces, igual que tu madre, y que yo, y que tú. Y cuando todos nos hayamos ido, transcurrirán todavía casi cinco mil años antes de la destrucción prevista para la Tierra y, posiblemente, para otros planetas del Sistema Solar, si es que tal destrucción tiene lugar, lo cual puede no ocurrir.
    —Es la idea del hecho, comisario, no el momento en que suceda.
    —Tu madre te habrá dicho que, mucho antes de que llegue ese momento, los pueblos del Sistema Solar se apercibirán de ello, de lo que, según tú, va a pasar, y tomarán sus medidas. Además, ¿cómo podemos quejarnos de la destrucción planetaria? Todo mundo la afronta tarde o temprano. Aunque no haya colisiones cósmicas, cada estrella debe pasar por una fase de gigante cósmico y destruir a sus planetas. Todos los planetas mueren algún día, al igual que los seres humanos. La longevidad planetaria es algo mayor, pero a eso se reduce todo. ¿Lo has entendido, señorita?
    —Sí, lo entiendo —dijo muy seria Marlene—. Tengo buenas relaciones con mi computadora.
    (Apuesto cualquier cosa a que las tiene, pensó Pitt; y luego, demasiado tarde, intentó reprimir la leve sonrisa sardónica que había animado su rostro. Con toda probabilidad ella la utilizaría para interpretar su actitud.)
    Así que dijo con tono terminante:
    —Entonces hemos llegado al fin de nuestra conversación. Hablar de destrucción es disparatado; y aunque no lo fuera, no tiene nada que ver contigo, y tú no debes comentarlo nunca mas, pues de lo contrario no sólo tú sino también tu madre os veréis en dificultades.
    —No hemos llegado todavía al fin de nuestra conversación, comisario.
    A pesar de que Pitt empezaba a perder la paciencia, dijo con mucha calma:
    —Querida Miss Fisher, cuando tu comisario dice que es el fin, lo es cualquiera que sea tu opinión.
    Dicho esto se levantó a medias; pero Marlene siguió sentada.
    —No lo es porque quiero ofrecerle algo que usted apreciará mucho.
    —¿El qué?.
    —Desembarazarse de mi madre.
    Pitt se dejó caer en su butaca desconcertado de verdad.
    —¿Qué quieres decir con eso?
    —Si tiene la bondad de escucharme, comisario, se lo diré. Mi madre no puede seguir viviendo así. Le preocupa la Tierra y el Sistema Solar y piensa algunas veces en mi padre. Cree que Némesis puede ser la diosa Némesis del Sistema Solar, y puesto que ella la bautizó, se siente responsable. Es una persona emocional, comisario.
    —¿Sí? Tú lo has percibido, ¿verdad?
    —Y ella le fastidia a usted. Le recuerda de cuando en cuando unos asuntos que la afectan mucho y de los que usted no quiere saber nada, así que se niega a verla y desea que se marche. Usted puede enviarla fuera, comisario.
    —¡Ah! ¿Sí? Tenemos otro Establecimiento. ¿Debo enviarla a Nuevo Rotor?
    —No, comisario. Envíela a Erythro.
    —¿Erythro? ¿Y por qué enviarla allí? ¿Sólo porque quiero librarme de ella?
    —Ese sería su motivo. Sí, comisario. Ahora bien, no sería el mío. La quiero en Erythro porque ella no puede trabajar de verdad en el Observatorio. Los instrumentos parecen estar siempre ocupados, y ella siente que se la vigila sin cesar. Lo cual la incomoda. Además, Rotor no es una buena base para las mediciones aquilatadas. Gira con demasiada rapidez e irregularidad para una buena medición.
    —Te las sabes todas. ¿Acaso te lo explicó así tu madre? No, no necesitas decírmelo. Ella no te lo dijo directamente ¿verdad? Sólo de forma indirecta.
    —Sí, comisario. Además está mi computadora.
    —¿Ésa con la que tienes buenas relaciones de amistad?
    —Sí, comisario.
    —Crees, pues, que ella podrá trabajar mejor en Erythro.
    —Sí, comisario. Aquello será una base más estable. Y ella podría hacer el tipo de mediciones que la convenciesen de que el Sistema Solar sobrevivirá. Incluso aunque encuentre algo distinto, requerirá largo tiempo para asegurarse de eso. Cuando eso llegue, usted se habrá desembarazado de ella.
    —Veo que tú quieres también desembarazarte de ella, ¿no es así?
    —Ni mucho menos, comisario —dijo con compostura Marlene—. Deseo ir con ella. Usted se desembarazará también de mí, lo cual le complacerá incluso más que desembarazarse de ella.
    —¿Qué te hace pensar que quiero desembarazarme también de ti?
    Marlene le lanzó una mirada sombría, sin parpadear.
    —Vamos, comisario, es así, pues ahora sabe que no tengo dificultad para interpretar sus pensamientos más recónditos.
    De pronto Pitt sintió la necesidad apremiante de librarse de aquel monstruo.
    —Déjame pensarlo —dijo volviendo la cabeza.
    Temió estar comportándose como un niño con ese movimiento evasivo, pero no quiso que aquella horrible jovenzuela le leyera la cara como si fuese un libro abierto.
    Al fin y al cabo era la verdad. Él quería librarse de madre e hija a la vez. Por lo referente a la madre, había pensado ya, ciertamente, en desterrarla a Erythro. Pero como ella no habría querido ir allá, habría habido una gresca de lo más desagradable y él no tenía estómago para esas cosas. Ahora, sin embargo, su hija le había sugerido un motivo por el que ella querría de verdad ir a Erythro y eso cambiaba las cosas.
    —Si tu madre lo desea en realidad, —dijo muy despacio.
    —Lo desea en realidad, comisario. No me lo ha hecho saber, e incluso es posible que no haya pensado todavía en ello, pero quiere ir. Lo sé bien. Confíe en mí.
    —¿Acaso tengo otra elección? ¿Y a ti te apetece ir también?
    —Mucho, comisario.
    —Entonces lo dispondré sin tardanza. ¿Estás satisfecha?
    —Sí, comisario.
    —Y ahora ¿podemos dar ya por terminada la entrevista?
    Marlene se levantó e inclinó la cabeza en una graciosa reverencia que, en teoría, tenía una intención respetuosa.
    —Gracias, comisario.
    Dicho esto dio media vuelta y se marchó. Al cabo de varios minutos después de su marcha, Pitt se atrevió a relajar los músculos que habían mantenido la impavidez de su rostro hasta casi dolerle.
    No habría sido permisible dejarla deducir, por cualquier cosa que él dijera, hiciera o aparentara, el pormenor decisivo que sólo él y otra persona conocían acerca de Erythro.

    XI. ÓRBITA

    19

    La hora de tranquilidad para Pitt había concluido; pero él no quiso que terminará aún. Con toda arbitrariedad, canceló sus audiencias de la tarde. Quiso más tiempo para pensar.
    En particular, deseó pensar sobre Marlene.
    Su madre, Eugenia Insigna Fisher, constituía un problema y, de hecho, éste se había multiplicado durante los últimos doce años. Ella era emocional y llegaba a conclusiones prematuras más allá de lo que cualquier persona razonable toleraría. Sin embargo, era también un ser humano; se la podía conducir y controlar; se la podía refrenar y recluir entre las confortables paredes de la lógica; y aunque fuera turbulenta a ratos se podía lograr que permaneciera tranquila.
    No ocurría lo mismo con Marlene. Pitt no dudaba que la chica era un monstruo; pero estaba contentísimo de que ella se hubiese delatado tontamente con el fin de ayudar a su madre en una ocasión tan trivial. En verdad, ella era inexperta y le faltaba la sabiduría necesaria para disimular sus facultades hasta que pudiera utilizarlas de forma realmente devastadora.
    Pero se haría cada vez más peligrosa a medida que creciera, y por consiguiente sería preciso detenerla ahora. Y la detendría ese otro monstruo, Erythro.
    Pitt se adjudicó ese mérito. Desde el principio él había catalogado a Erythro como un monstruo. Éste tenía su propia expresión reveladora, la reflexión de la luz sanguínea de su estrella, una expresión que era ominosa y amenazante.
    Cuando ellos alcanzaron el cinturón asteroidal, a cien millones de millas de la órbita donde Megas y Erythro giraban alrededor de Némesis, él había dicho lleno de confianza:
    —Éste es el lugar.
    No había esperado encontrar dificultades. El enfoque racional no admitía otra cosa. Némesis distribuía poco calor y poca luz entre los asteroides. La pérdida de calor y luz naturales era desdeñable, pues Rotor tenía al completo la microfusión funcional. De hecho, resultaba beneficiosa. Con su luz rojiza atenuada casi hasta la insubsistencia, no pesaba en el corazón, ni oscurecía la mente ni hacía estremecerse el alma.
    Por añadidura, una base en el cinturón asteroidal los colocaría en un área en la que los efectos gravitatorios de Némesis y Megas serían débiles, y donde, en consecuencia, la maniobrabilidad ocasionaría un gasto menor de energía. Sería más sencillo minar los asteroides y, considerando la luz sutil de Némesis, habría gran cantidad de elementos volátiles en esos pequeños cuerpos.
    ¡Idóneo!
    No obstante, la gente de Rotor manifestó con una mayoría abrumadora que quería poner el Establecimiento en órbita alrededor de Erythro. Pitt se esforzó por advertirles que se bañaría en una deprimente e irritante luz roja, que les atraparía la tenaza firme de Megas y Erythro y que, por añadidura, deberían seguir yendo a los asteroides en busca de materias primas.
    Pitt lo discutió, irritado, con Tambor Brossen, el ex comisario a quien él había sucedido. Brossen, que se mostraba más bien harto, estaba disfrutando con su nuevo papel como estadista veterano mucho más de lo que jamás disfrutara siendo comisario (Se le había oído decir que él no compartía el placer de Pitt a la hora de tomar decisiones.)
    Brossen se había reído de su preocupación por emplazar allí el Establecimiento. No lo hizo abiertamente, claro está, sino de una forma afable, con los ojos. Y dijo:
    —Escucha, Janus, no es necesario que te creas obligado a educar a Rotor para que esté de plena conformidad contigo. Deja por una vez que el Establecimiento elija su camino; así todos se hallarán mejor dispuestos para dejarte elegir en otras ocasiones tu propio camino. Si quieren estar en órbita alrededor de Erythro, permíteles estarlo.
    —Pero eso no tiene sentido, Tambor. ¿Es que no lo entiendes?
    —Claro que lo entiendo. También entiendo que, durante toda su existencia, Rotor ha estado siempre en órbita alrededor de un mundo importante. Eso es lo que les parece adecuado a los rotorianos y eso es lo que quieren tener otra vez.
    —Nosotros estuvimos en órbita alrededor de la Tierra. Erythro no es la Tierra; no se asemeja en nada a la Tierra.
    —Es un mundo y tiene más o menos el mismo tamaño. Posee tierra y mar. Una atmósfera con oxígeno. Podríamos viajar millares de años luz antes de encontrar un mundo tan parecido a la Tierra. Te lo digo otra vez. Deja que la gente se salga con la suya.
    Pitt había seguido el consejo de Brossen aunque algo en su interior gruñera disconforme a todo lo largo del camino. Nuevo Rotor estaba también en órbita alrededor de Erythro, así como los otros en vías de construcción. Desde luego los Establecimientos en el mundo asteroidal estaban ya sobre las mesas de dibujo; pero al público le faltaba claramente el ánimo necesario para llevarlo a buen fin.
    Todo eso había sucedido desde el descubrimiento de Némesis, y esa órbita alrededor de Erythro era lo que Pitt consideraba el error más garrafal de Rotor. Aquello no debiera haber sucedido. Y sin embargo, sin embargo, ¿no podría él haberlo impuesto incluso en Rotor? ¿Debió haberse esforzado más? ¿Y no había acarreado eso unas nuevas elecciones y su consiguiente desplazamiento?
    La nostalgia era el gran problema. Las personas tendían a mirar hacia atrás y él no lograba siempre hacerles volver la cabeza para mirar hacia delante. Ahí estaba el ejemplo de Brossen.
    Éste había fallecido siete años antes, y Pitt estuvo junto a su lecho de muerte. Era el único que había captado las últimas palabras del anciano moribundo. Brossen le había hecho señas para que se le acercara más. Luego, le tendió una mano achacosa con la piel seca como el papel. Aferrándole sin fuerzas susurró:
    —¡Qué brillante era el sol de la Tierra!
    Acto seguido murió.
    Y como los rotorianos no podían olvidar lo brillante que había sido antaño el Sol y lo verde que había sido antaño la Tierra, clamaban desesperados contra la lógica de Pitt y exigían que Rotor estuviera en órbita alrededor de un mundo que no era verde y que giraba alrededor de un sol sin el menor brillo.
    Aquello significaba la pérdida de diez años en la cadencia del progreso. Si hubiesen estado emplazados en el cinturón asteroidal desde el comienzo, tendrían ya diez años de adelanto. Pitt estaba convencido de ello.
    Eso bastaba por sí sólo para emponzoñar sus sentimientos respecto a Erythro; pero había además otras cuestiones mucho peores, muchísimo peores.

    XII. CÓLERA

    20

    Y sucedió que Crile Fisher, habiendo dado a la Tierra su primera pista de que había algo peculiar acerca del destino de Rotor, optó por procurarle una segunda pista.
    Ahora hacía ya dos años que había vuelto a la Tierra, lo suficiente para que Rotor se disparara cada vez más en su pensamiento. Eugenia Insigna era sólo un recuerdo más bien desconcertante (¿Qué sentimiento le habría inspirado?). Pero Marlene continuaba significando amargura. Él se daba cuenta de que, en su pensamiento, no podía separarla de Roseanne. La hija de un año, a la que recordaba bien, y la hermana de diecisiete años, no menos presente en su memoria, se fundían hasta construir una sola personalidad.
    La vida no era dificultosa. Percibía una pensión generosa. Incluso le habían dado trabajo, un sencillo puesto administrativo donde tomaba decisiones ocasionales que no afectaban jamás a nada de importancia. Ellos le habían perdonado (al menos en parte, pensó) por haber recordado esa observación de Eugenia: «Si supieses a dónde nos dirigimos»
    Sin embargo, tenía la impresión de que se le mantenía bajo vigilancia pese a todo, lo cual le ofendía cada vez más.
    Garand Wyler aparecía de cuando en cuando, siempre amigable, siempre inquisitivo, siempre volviendo de una forma o de otra al tema de Rotor. Ahora, se presentaba una vez más y planteaba el tema de Rotor, como Fisher esperaba que hiciese.
    —Han pasado casi dos años —dijo Fisher frunciendo el ceño—. ¿Qué queréis de mí?
    Wyler meneó la cabeza.
    —No puedo decirte que lo sepa, Crile. Todo cuanto tenemos es esa observación de tu mujer. Por supuesto, no es suficiente. Ella debe de haber dicho algo más en los años que pasaste a su lado. Haz memoria sobre las conversaciones que tuvisteis; las charlas que surgían entre vosotros dos. ¿No hay nada ahí?
    —Es la quinta vez que me preguntas eso, Garand. Se me ha interrogado. Se me ha hipnotizado. Se me ha sometido a un análisis de la mente. Se me ha exprimido y no me queda ni gota. Dejadme marchar y acometer otra empresa. O dadme una nueva misión. Ahí fuera hay centenares de Establecimientos con amigos que confían unos en otros, y enemigos que se espían unos a otros. ¿Quién puede decir que alguno de ellos no sepa algo e incluso ignore que lo sabe?
    —Para ser franco contigo, viejo amigo —dijo Wyler—, nosotros nos hemos movido en esa dirección, y también nos hemos concentrado en la Sonda Lejana. No la tiene ningún otro Establecimiento. Sólo Rotor está capacitado para ella. Cualesquiera hayan sido los hallazgos de Rotor, deben figurar entre los datos de la Sonda Lejana.
    —Bien. Revisa esos datos. Habrá los suficientes para mantenerte atareado durante años. En cuanto a mí se refiere, dejadme en paz. Todos vosotros.
    —Es cierto que tenemos ahí suficiente para ocuparnos durante años —admitió Wyler—. Rotor facilitó gran cantidad de datos con arreglo al Convenio de Ciencia Abierta. Sobre todo tenemos sus fotografías estelares en cada campo de longitud de onda. Las cámaras de la Sonda Lejana pudieron alcanzar casi cada área del cielo. Nosotros las hemos estudiado con todo detalle; sin embargo, no hemos encontrado nada de interés.
    —¿Nada?
    —Hasta ahora nada; pero, según dices, podemos continuar estudiándolo durante años. Desde luego, tenemos ya varios antecedentes con los que los astrónomos están encantados. Los mantienen felices y distraídos, aunque ni un solo antecedente, ni el menor barrunto parece querer ayudarnos a averiguar a dónde se dirigieron. Hasta ahora no. Por ejemplo, me imagino que no hay absolutamente nada que nos induzca a creer que haya planetas siguiendo una órbita alrededor de una gran estrella o del sistema Alpha Centauri. Ni hay tampoco ninguna estrella inesperada semejante al Sol de la que no sepamos en nuestra vecindad. ¿Qué podría ver la Sonda Lejana que nosotros no veamos desde el Sistema Solar? Estaba sólo a dos o tres meses luz. Ello no implica diferencia alguna. Sin embargo, varios de nosotros presienten que Rotor debe de haber visto algo, y además con bastante celeridad. Lo que nos trae otra vez a ti.
    —¿Por qué a mí?
    —Porque tu ex esposa fue la cabeza del proyecto Sonda Lejana.
    —No tanto. Se la nombró astrónomo jefe después de que se recogieran los datos.
    —Ella fue más tarde la cabeza, y sin duda una parte importante durante el proceso. ¿No te contó nunca nada de lo que habían encontrado en la Sonda Lejana?
    —Ni una palabra. Aguarda. ¿Dijiste que las cámaras de la Sonda Lejana podían alcanzar casi cada área del cielo?
    —Sí.
    —¿Cuánto significa «casi cada área»?
    —Ellos no confían en mí hasta el punto de dejarme darte cifras exactas. Me figuro que será como mínimo un noventa por ciento.
    —¿O algo más?
    —Tal vez algo más.
    —Me pregunto.
    —¿Qué te preguntas?
    —En Rotor teníamos un tipo llamado Pitt que administraba las cosas.
    —Lo sabemos.
    —Pero yo creo saber cómo procedería él. Entregaría cada vez unos pocos datos de la Sonda Lejana ateniéndose al Convenio de la Ciencia Abierta; pero apenas lo justo. Y por la causa que fuera, cuando Rotor se marchó, habrá habido algunos datos, el diez por ciento o menos, que él no tendría tiempo de entregaros. Y ése sería el importante diez por ciento o menos.
    —¿Quieres decir la parte que nos diría a dónde fue Rotor?
    —Quizá.
    —Lo malo es que no lo tenemos.
    —Claro que lo tenéis.
    —¿Cómo llegas a esa conclusión?
    —Hace un momento te preguntaste por qué habríais de esperar ver en las fotografías de la Sonda Lejana algo que no pudieseis ver en los registros del Sistema Solar. Siendo así, ¿por qué desperdiciáis tiempo con lo que ellos os entregaron? Levantad un mapa de la parte del cielo que ellos no os entregaron y estudiad ese sector en vuestros propios mapas. Preguntaos si hay allí algo que podría parecer diferente en un mapa de la Sonda Lejana y por qué. Eso es lo que haría yo —de forma inesperada, levantó la voz hasta convertirla en formidable grito—. Vuelve allá. Diles que examinen la parte del cielo que no tienen.
    Wyler murmuró pensativo:
    —Embrollado.
    —No. No lo es. Clarísimo. Te bastará con encontrar a alguien en la Oficina que haga con su cerebro algo más que sentarse, y llegarás a alguna parte.
    —Ya veremos —dijo Wyler.
    Y le tendió la mano. Fisher gruñó y no quiso estrechársela.
    Pasaron varios meses antes de que Wyler hiciera una nueva aparición, y Fisher no le dio la bienvenida. Él había estado de un talante tranquilo en aquel día de asueto, incluso había leído un libro.
    Fisher no era una de esas personas que conceptuaban el libro como una abominación del siglo XX, para las que sólo el medio audiovisual era civilizado. Sostener un libro, pensaba él, la acción de volver sus páginas, la capacidad para perderse en reflexiones sobre lo que acabas de leer e incluso dormitar y despabilarte, sin encontrarte, un centenar de páginas más allá como ocurre con una película, o cerca ya del fin, tenían algo de trascendental. Fisher opinaba que el libro era la más civilizada de las dos modalidades.
    Así que le fastidió aún más que le arrancaran de su grato letargo.
    —¿Qué ocurre ahora, Garand? —inquirió con poca afabilidad. Wyler no perdió su educada sonrisa, y dijo entre dientes:
    —Lo hemos encontrado, exactamente como dijiste.
    —¿Encontrado el qué? —dijo Fisher sin conseguir recordar. Luego, dándose cuenta de lo que se trataba, agregó presuroso—: No me digas nada que se suponga no debo saber. No quiero enredarme nunca más con la Oficina.
    —Demasiado tarde, Crile. Se te necesita. El propio Tanayama te quiere ante su presencia.
    —¿Cuándo?
    —En cuanto puedas llegar allí.
    —En tal caso cuéntame lo que ocurre. No quiero verme ante él en ayunas.
    —Eso es lo que me propongo hacer. Hemos estudiado cada porción del cielo que la Sonda Lejana no nos procuró. Al parecer, los investigadores se preguntaron, como previste, qué era lo que las cámaras de la Sonda Lejana podían ver, y que el Sistema Solar no viera. La respuesta evidente fue un desplazamiento de las estrellas más cercanas y, una vez se metieron eso en la cabeza, los astrónomos descubrieron una cosa inaudita, algo que no pudieron haber predicho.
    —¿El qué?
    —Encontraron una estrella muy tenue con un paralaje de bastante más de un segundo de arco.
    —No soy astrónomo. ¿Es desusado eso?
    —Significa que esa estrella está sólo a la mitad de distancia de Alpha Centauri.
    —Pero has dicho «muy tenue».
    —Está oculta tras una pequeña nube de polvo, según me han dicho. Escucha. Tú no eres astrónomo, pero tu mujer en Rotor sí lo era. Quizá la descubriese ella. ¿No te dijo nunca nada al respecto?
    Fisher negó con la cabeza.
    —Ni una palabra. Desde luego.
    —¡Dime!
    —En los últimos meses hubo mucha agitación acerca de ella. Una especie de revuelo.
    —¿No preguntaste la causa?
    —Supuse que se debería a la partida inminente de Rotor. Ella estaba muy emocionada con la marcha y eso me enloqueció.
    —¿Por causa de tu hija?
    Fisher asintió.
    —Esa agitación pudo haber sido causada también por la nueva estrella. Todo encaja. Por descontado, ellos van a esa nueva estrella. Y si tu mujer la ha descubierto, irán a «su» estrella. Eso explicaría parte de su afán por marchar. Tiene sentido ¿no?
    —Tal vez. No puedo decir que no lo tenga.
    —Pues bien, por eso quiere verte Tanayama. Y está encolerizado. No contigo al parecer, pero encolerizado.

    21

    Más tarde, aquel mismo día, pues no era momento para aplazamientos, Crile Fisher se encontró en la Junta Terrestre de Indagación, conocida entre sus funcionarios por el sencillo nombre de Oficina.
    Kattimoto Tanayama, quien había dirigido la Oficina durante más de treinta años, estaba avejentándose a marchas forzadas. Las holografías de él (no había muchas) habían sido tomadas varios años antes, cuando su pelo era todavía suave y negro, su cuerpo recto, su expresión vigorosa.
    Ahora el pelo era gris, el cuerpo (nunca alto) estaba algo encorvado y tenía cierto aire de fragilidad. Estaría alcanzando, según pensó Fisher, el punto en que le convendría considerar la jubilación si resultase concebible que intentara hacer algo que no fuera morir con las botas puestas. Fisher observó que sus ojos, entre los contraídos párpados, tenían una mirada tan penetrante y sagaz como siempre.
    Fisher encontró cierta dificultad para entenderse con él. La universalidad del inglés en la Tierra era toda la que podía tener un idioma, pero éste tenía sus variedades, y la de Tanayama no era la variedad norteamericana a la que estaba habituado Fisher.
    —Bien, Fisher —dijo con frialdad Tanayama—, nos ha fallado usted en Rotor.
    Fisher no vio la finalidad de discutir sobre la cuestión; y en cualquier caso no vio la finalidad de discutir con Tanayama.
    —Sí, director —respondió sin la menor entonación.
    —No obstante, usted podría tener todavía información para nosotros.
    Fisher suspiró para sus adentros y contestó:
    —He sido sometido una vez y otra al proceso para despojarme de instrucciones.
    —Me lo han dicho, y además yo ya lo sé. Sin embargo, no se le ha preguntado todo, y tengo una pregunta a la cual quiero me responda.
    —¿Dígame, director?
    —¿Durante su estancia en Rotor, ha percibido usted algo que le induzca a creer que la jefatura rotoriana odia a la Tierra?
    Fisher alzó las cejas cuanto pudo.
    —¿Odio? Yo vi muy claro que la gente de Rotor, como la de todos los Establecimientos, creo yo, desdeña a la Tierra, la desprecia por su decadencia, brutalidad y violencia. Pero ¿odio? Francamente, no creo que ellos piensen en nosotros lo suficiente para odiarnos.
    —Hablo de la jefatura, no de la multitud.
    —También yo, director. Nada de odio.
    —No hay otra forma de explicárselo.
    —¿Explicarse el qué, director? Si se me permite preguntarlo.
    Tanayama levantó la vista para mirarlo incisivo. La fuerza de su personalidad era tal que uno se daba cuenta raras veces de lo menudo que era.
    —¿Sabe usted que esa estrella nueva se mueve en nuestra dirección? ¿Absolutamente en nuestra dirección?
    Fisher, sorprendido, miró de reojo a Wyler; pero éste, sentado entre sombras, lejos de la luz que entraba por la ventana, no pareció mirar hacia parte alguna.
    Tanayama, que estaba de pie, dijo:
    —Bueno, siéntese, Fisher, si eso le ayuda a pensar. También me sentaré yo.
    Tomó asiento sobre el borde de la mesa dejando colgar sus cortas piernas.
    —¿Sabía usted algo sobre el movimiento de esa estrella?
    —No, director. Yo no conocía siquiera la existencia de la estrella hasta que el agente Wyler me lo dijo.
    —¿Es cierto? Sin duda en Rotor se sabe.
    —Si es así, nadie me lo dijo.
    —Su esposa estaba emocionada y contenta en el período previo a la marcha de Rotor. Así se lo dijo usted al agente Wyler. ¿Cuál fue la razón?
    —El agente Wyler piensa que podría ser porque ella descubrió la estrella.
    —Y quizás ella conociera el movimiento de la estrella y se sintiera satisfecha pensando en lo que puede sucedernos.
    —No veo por qué hubiera de hacerla feliz ese pensamiento, director. Debo decirle que ignoro en realidad si ella conocía lo del movimiento de la estrella, e incluso si ésta existía. Que yo sepa, nadie en Rotor se hallaba enterado de la existencia de la estrella.
    Tanayama lo miró pensativo mientras se frotaba ligeramente un lado de la barbilla como si quisiera aliviar un leve picor.
    Luego dijo:
    —Según tengo entendido, los ocupantes de Rotor eran todos euros, ¿verdad?
    Fisher abrió ojos de asombro. Hacía mucho tiempo que no oía ese vulgarismo y jamás en boca de un funcionario gubernamental. Recordó el comentario de Wyler poco después de su regreso a la Tierra sobre lo de que Rotor era «Blancanieves». Él lo había tomado como una muestra de sarcasmo pueril y no le había prestado atención.
    —No lo sé, director —dijo disgustado—, no los estudié a todos ellos. Ignoró quiénes fueron sus ascendientes.
    —Vamos, Fisher. No tiene necesidad de estudiarlos. Juzgue por sus apariencias. Durante su estancia en Rotor, ¿encontró usted algún rostro que fuera afro, o mongo o hindo? ¿Encontró alguna complexión oscura? ¿Algún repliegue epicántico?
    Fisher explotó:
    —¡Se está remontando usted al siglo XX, director! —Si se le hubiese ocurrido una expresión más enérgica, la habría empleado—. Yo no me detengo a pensar cosas, y nadie en la Tierra debiera hacerlo. Me sorprende que usted lo haga, y no creo que eso le ayudase a conservar su cargo si se supiera.
    —No se recree con esos cuentos de hadas, agente Fisher —dijo el Director moviendo un nudoso dedo de un lado a otro—. Estoy hablando de realidades. Sé que en la Tierra hacemos caso omiso de toda variación entre nosotros, al menos exteriormente.
    —¿Sólo exteriormente? —inquirió Fisher.
    —Sólo exteriormente —afirmó Tanayama con frialdad—. Cuando las gentes de la Tierra van a los Establecimientos, se seleccionan a sí mismas mediante la variación. ¿Por qué habrían de hacer eso si aseguran desconocer toda variación? En cualquier Establecimiento, todos son iguales; pero si hay alguna mezcla, aquellos que estén en inferioridad numérica se sentirán incómodos o se les hará sentirse incómodos, por lo cual se trasladarán a otro Establecimiento donde no exista tal inferioridad numérica. ¿No ocurre así?
    Fisher comprendió que no podía negarlo. Ocurría así, y por una razón o por otra él lo había considerado natural sin hacerse preguntas.
    —La naturaleza humana —dijo—. Los afines se apegan a los afines. Ello crea buena vecindad.
    —La naturaleza humana, por descontado. Los afines se apegan a los afines porque odian y desprecian a los no afines.
    —También hay Establecimientos mo... mongo.
    Fisher tropezó con la palabra y se apercibió de que podría haber ofendido al director, hombre peligroso y muy susceptible. Tanayama no parpadeó siquiera:
    —Lo sé bien, pero los euro son quienes dominaron el planeta en épocas recientes y no pueden olvidarlo ¿verdad?
    —Quizá los otros no puedan olvidarlo tampoco, y ellos tienen más motivos para odiar.
    —Pero fue Rotor el que escapó volando del Sistema Solar.
    —Coincidiendo con el hecho de que ellos habían descubierto la hiperasistencia.
    —Y fueron a una estrella cercana, conocida sólo por ellos, una que se dirige hacia nuestro Sistema Solar y puede pasar lo bastante cerca para desbaratarlo.
    —Ignoramos que ellos lo sepan, o que conozcan siquiera la estrella.
    —Claro que la conocen —aseguró Tanayama con lo que pareció casi un gruñido—. Y se marcharon sin advertírnoslo.
    —Con todo respeto, director, eso es ilógico. Si se proponen establecerse en una estrella que con su aproximación desbaratará nuestro Sistema Solar, el propio sistema de la estrella quedará también desbaratado.
    —Ellos pueden escapar fácilmente, incluso aunque construyan más Establecimientos. Nosotros tenemos que evacuar todo un mundo con ocho billones de personas. Una tarea mucho más dificultosa.
    —¿Con cuánto tiempo contamos?
    Tanayama se encogió de hombros.
    —Varios miles de años, según me dicen.
    —Eso es un plazo muy largo. Podría no habérseles ocurrido, concebiblemente, que fuera necesario advertirnos. A medida que se aproxime la estrella, se la descubrirá sin necesidad de aviso.
    —Y entonces tendremos también menos tiempo para la evacuación. Su descubrimiento de la estrella fue accidental. Nosotros habríamos tardado largo tiempo en hallarla si no hubiese sido por la observación indiscreta que le hizo a usted su esposa, y por su propia sugerencia, excelente en verdad, de que analizáramos la parte del cielo que había sido omitida. Rotor contaba con que nuestro descubrimiento tuviera lugar lo más tarde posible.
    —Pero, director, ¿por qué habrían de querer ellos semejante cosa? ¿Odio puro y sin motivo alguno?
    —No sin motivo. Para que el Sistema Solar con su pesada carga de gente no euro sea destruido. Para que la Humanidad pueda iniciar una nueva partida sobre una base homogénea y exclusiva de gente euro. ¿Qué le parece eso? ¿Eh?
    Anonadado y falto de argumentos, Fisher meneó la cabeza.
    —Imposible. Inconcebible.
    —¿Qué otra cosa podría haberles inducido a no avisarnos?
    —Podría ser que ellos no conocieran el movimiento de la estrella.
    —Imposible —dijo irónicamente Tanayama—. Inconcebible. No hay ninguna explicación de lo que ellos han hecho, salvo su voluntad de vernos destruidos. Pero nosotros descubriremos también el viaje hiperespacial, y nos moveremos hacia esa nueva estrella y los encontraremos. Y entonces ajustaremos cuentas.

    XIII. CÚPULA

    22

    Eugenia Insigna acogió la notificación de su hija con una risa entrecortada de incredulidad. ¿Cómo es posible dudar de la cordura de una hija joven si no quieres poner en duda la capacidad de tu propio oído?
    —¿Qué dijiste, Marlene? ¿Qué significa eso de que yo voy a Erythro?
    —Se lo pedí al comisario Pitt, y él dijo que lo arreglaría.
    Eugenia pareció confusa.
    —Pero ¿por qué?
    Dejando entrever un poco de irritación, Marlene contestó:
    —Porque dijiste que quieres realizar mediciones astronómicas aquilatadas y que no te es posible conseguirlo con la suficiente precisión desde Rotor. Y sí puedes hacerlo desde Erythro. Pero veo que no estoy respondiendo a tu verdadera pregunta.
    —Tienes razón. Te estoy preguntando por qué el comisario Pitt ha dicho que lo arreglará. Se lo he pedido varias veces, y él me lo ha negado siempre. Se muestra reacio a permitir que alguien vaya a Erythro excepto algunos especialistas.
    —Yo se lo planteé de otra forma, madre —Marlene vaciló un momento—. Le dije que sabía cuánto deseaba desembarazarse de ti y que ésta era su oportunidad.
    Insigna contuvo el aliento con tanto ímpetu que se atragantó un poco y empezó a toser. Luego, con ojos llorosos, inquirió:
    —¿Cómo pudiste decir tal cosa?
    —Porque es cierto, madre. No lo habría dicho si no lo fuera. Le he oído hablar de ti y te he oído hablar de él; la cosa está tan clara que tú misma podrás verla, lo sé. Él está fastidiado contigo y desea que dejes de molestarle, cualesquiera sean las causas de esa molestia. Tú las conoces.
    Insigna apretó los labios y dijo:
    —¿Sabes una cosa, querida? Desde ahora voy a confiártelo todo. Me desconcierta que te pases el tiempo indagando para descubrir esto y lo otro.
    —Lo sé, madre —Marlene bajó los párpados—. Lo siento.
    —Pero sigo sin entender. No necesitabas explicarle que está fastidiado conmigo. Él lo sabe de sobra. Siendo así, ¿por qué no me ha enviado antes a Erythro cuando se lo he pedido tantas veces?
    —Porque le repugna tener nada que ver con Erythro, y librarse de ti no le parecía suficiente para vencer su desagrado respecto a ese mundo. Sólo que esta vez no eres únicamente tú. Somos tú y yo. Ambas.
    Insigna se inclinó hacia delante y plantó las manos sobre la mesa.
    —No, Molly... Marlene, Erythro no es el lugar adecuado para ti. Yo no permaneceré allí toda la vida. Haré mis mediciones y volveré, y tú estarás aquí esperándome.
    —Me temo que no, madre. Está claro que él está dispuesto a dejarte marchar porque es el único medio de desembarazarse de mí. Por eso se prestó a enviarte allí cuando le pedí que fuéramos ambas, y no dio su conformidad cuando le pediste ir sola. ¿Lo ves?
    Insigna frunció el ceño.
    —No, no lo veo. De verdad. ¿Qué tienes que ver tú con eso?
    —Cuando estábamos hablando y le aseguré saber que le gustaría desembarazarse de nosotras dos, su rostro se quedó de piedra. Ya sabes, él puede borrar toda expresión de él. Supo que yo podía interpretar expresiones y hacer pequeñeces parecidas, y no quiso que le adivinara los sentimientos, supongo. Pero eso es también una revelación involuntaria y me dice muchas cosas, ¿comprendes? Además, uno no puede disimular todo. Por ejemplo, los ojos parpadean, incluso sin que te enteres.
    —Así que tú sabías que él quería desembarazarse también de ti.
    —Peor que eso. Le asusto.
    —¿Por qué habrías de asustarle?
    —Porque, según supongo, le revienta que yo sepa lo que él no quiere dejarme saber —y añadió con un suspiro de resignación—: Muchas personas se enfadan por eso conmigo.
    Insigna asintió.
    —Me es fácil comprenderlo. Tú haces que la gente se sienta desnuda, mentalmente desnuda, quiero decir, como si un viento frío soplase a través de su mente.
    Luego, miró con fijeza a su hija.
    —A veces yo misma me siento así. Mirando al pasado creo que tú me has perturbado desde que eras muy pequeña. Me dije repetidas veces que eras, sencillamente, de una inteligencia desu...
    —Y creo serlo —la interrumpió Marlene.
    —Eso también, sí; pero fue a todas luces algo más que tu inteligencia; aunque yo no lo viera con claridad. Dime, ¿te molesta hablar de ello?
    —Contigo no, madre —contestó Marlene. Pero hubo una nota de cautela en su voz.
    —Bien; entonces, cuando eras más joven y descubriste que tú podías hacer eso y otros niños no e incluso otros adultos, ¿por qué no viniste a mí y me lo contaste?
    —A decir verdad lo intenté una vez pero tú te mostraste impaciente. Quiero decir que no abriste la boca, pero pude deducir que estabas muy atareada y no podías ocuparte de tonterías infantiles.
    Insigna abrió mucho los ojos.
    —¿Dije tonterías infantiles?
    —No lo expresaste así, pero lo dejaste ver con tu forma de mirarme y entrelazar las manos.
    —Debieras haber insistido en contármelo.
    —Yo era sólo una niña pequeña. Y tú te sentías desgraciada casi todo el tiempo acerca del comisario Pitt y acerca de padre.
    —Deja en paz eso. ¿Hay algo más que quieras contarme ahora?
    —Sólo una cosa —pidió Marlene—. Cuando el comisario Pitt dijo que podríamos marchar, su forma de decirlo me hizo pensar que se dejaba algo en el tintero, algo que no quería decir.
    —¿Y qué era, Marlene?
    —Ahí está el quid, madre. No sé leer el pensamiento y por tanto lo ignoro. Sólo puedo basarme en cosas externas, y eso deja a veces las cosas entre penumbras. Sin embargo...
    —¿Dime?
    —Tengo la impresión de que la cosa que él callaba era más bien desagradable, tal vez incluso maligna.

    23

    Prepararse para ir a Erythro exigió a Insigna bastante tiempo. Hubo asuntos en Rotor que no pudieron ser abandonados a medio resolver. Fue preciso tomar disposiciones en el departamento de astronomía, dar instrucciones a otros, nombrar astrónomo jefe interino a su jefe asociado y celebrar consultas finales con Pitt quien, cosa extraña, no se mostró nada comunicativo respecto a la cuestión.
    Por último, Insigna se lo planteó durante su informe final antes de marchar.
    —Mañana me voy a Erythro, como ya sabrás —dijo.
    —Perdón, no te he escuchado.
    El hombre levantó la vista del informe que ella le había entregado y que él había estado mirando fijamente, si bien Insigna estaba segura de que no lo había leído. (¿No estaría contagiándose de los trucos de Marlene aunque sin saber cómo aplicarlos? No empezaría a creer que podía penetrar bajo la superficie cuando, en realidad no era cierto.)
    Repitió paciente:
    —Mañana me voy a Erythro, como sabrás.
    —¿Es ya mañana? Bueno, volverás a su debido tiempo, de manera que esto no es un adiós. Cuídate. Considéralo como unas vacaciones.
    —Me propongo trabajar en el movimiento de Némesis a través del espacio.
    —¡Ah, eso! Bueno —Pitt hizo un ademán con ambas manos como si apartara algo de poca monta—. Como gustes. Un cambio de ambiente es similar a unas vacaciones aunque continúes trabajando.
    —Quiero darte las gracias por permitir esto, Janus.
    —Tu hija me lo pidió. ¿Sabías que ella me lo pidió?
    —Lo sabía. Me lo dijo el mismo día. Yo le contesté que no tenía derecho a molestarte. Fuiste muy tolerante con ella.
    Pitt gruñó.
    —Es una chica poco común. No me importó complacerla. Esto es sólo temporal. Haz tus cálculos y regresa.
    Ella pensó: Ha mencionado dos veces mi regreso. ¿Cómo lo interpretaría Marlene si estuviese aquí? ¿Algo maligno, según dice? Pero ¿el qué?
    —Volveremos —dijo impávida ella.
    —Espero que con la noticia de que Némesis resultará inofensiva dentro de cinco mil años a partir de hoy.
    —Eso lo decidirán los hechos —contestó severa. Y se retiró.

    24

    Parece extraño, pensó Eugenia Insigna. Ella distaba dos años luz del lugar del espacio en el que había nacido. Sin embargo, había viajado dos veces con naves espaciales y sólo para hacer viajes sencillísimos. Desde Rotor a la Tierra y vuelta a Rotor.
    Seguía sin sentir gran deseo de viajar por el espacio. Marlene era la fuerza propulsora de esa travesía. Era ella quien había actuado por su cuenta para ver a Pitt y persuadirle hasta hacerle sucumbir a esa extraña forma de chantaje. Y era ella quien estaba excitada de verdad con ese extraño afán suyo por visitar Erythro. No obstante, cada vez que Insigna se acobardaba ante la idea de abandonar el seguro, pequeño y cómodo Rotor para sumirse en el vasto mundo vacío de Erythro, tan raro y amenazador, a seiscientos cincuenta mil kilómetros de distancia (casi dos veces la que había entre Rotor y la Tierra); el entusiasmo de Marlene era lo que la animaba.
    La nave que las llevaría a Erythro no era ni graciosa ni majestuosa. Era funcional. Pertenecía a una pequeña flota de cohetes que servían como transbordadores y salían disparados bajo la consistente atracción gravitatoria de Erythro, o regresaban sin osar ceder a ella lo más mínimo, y en ambas direcciones se abrían paso por una indómita atmósfera, acolchada, ventosa e imprevisible.
    Insigna no creía que el viaje fuera placentero. Durante su mayor parte, todos serían ingrávidos, y dos días seguidos de ingravidez resultarían sin duda tediosos.
    La voz de Marlene la sacó de sus elucubraciones.
    —Vamos, madre. Nos están esperando. El equipaje, y todo lo demás, ha sido ya embarcado.
    Insigna se puso en marcha. Cuando pasaba al compartimiento estanco, su último e inquietante pensamiento, como era de prever, fue éste: ¿Pero por qué se mostrará Janus Pitt tan dispuesto a dejarnos marchar?
    25

    Siever Genarr gobernaba un mundo tan grande como la Tierra. O, para ser más precisos quizá, gobernaba «directamente» una región bajo una cúpula que cubría tres kilómetros cuadrados. Sin embargo, el resto de ese mundo, más o menos quinientos millones de kilómetros cuadrados de tierra y mar, no estaba ocupado por seres humanos. Asimismo, tampoco lo ocupaba ninguna otra cosa viviente por encima de la escala microscópica. Por tanto, si se consideraba un mundo gobernado por las formas multicelulares de vida que lo ocupaban, los centenares que vivían y trabajaban en la región bajo la cúpula eran los gobernantes, y Siever Genarr la persona que imperaba sobre ellos.
    Genarr no era un hombretón pero sus facciones enérgicas le daban un aspecto impresionante. Cuando joven eso le había hecho parecer mayor de lo que era, y ahora, casi cincuentón, las cosas se nivelaban. Tenía nariz larga y bolsas bajo los ojos. El pelo le empezaba a encanecer. La voz, sin embargo, tenía un resonante y musical tono de barítono. (En tiempos había pensado en la carrera teatral, pero su apariencia le condenó a representar ocasionales papeles de carácter, y su talento como administrador tuvo prioridad.)
    Era, en parte, ese talento lo que le había mantenido durante diez años bajo la Cúpula de Erythro que él había visto crecer desde una estructura indefinible de tres habitaciones hasta la expansiva estación de minería e investigación que era ahora.
    La Cúpula tenía sus desventajas. Pocas personas permanecían largo tiempo. Había turnos, pues casi todos los que llegaban allí se consideraban exiliados y deseaban, con más o menos intensidad, regresar a Rotor. Y muchos encontraban la luz rojiza de Némesis amenazadora o sombría aun cuando la iluminación dentro de la Cúpula fuera alegre y hogareña como la de Rotor.
    Tenía también sus ventajas. Genarr celebraba verse apartado de la tumultuosa política rotoriana que, al paso de los años, parecía cada vez más introvertida y anodina. Y lo que era más importante, se veía lejos de Janus Pitt a cuyas opiniones él se oponía de forma general y en vano.
    Desde el principio, Pitt se había opuesto enérgicamente a cualquier colonia en Erythro e incluso a que Rotor siguiera una órbita alrededor de éste. Ahí, al menos, Pitt había sido derrotado por una opinión pública abrumadora; pero él se había ocupado de que la Cúpula anduviera por lo general hambrienta de fondos, lo que retardaba su crecimiento. Si Genarr no hubiese desarrollado con éxito la Cúpula como una abastecedora de aguas para Rotor (mucho más barata que la obtenida de los asteroides), Pitt podría haberla aplastado.
    Sin embargo, el hecho de que Pitt pretendiera ignorar todo lo posible la existencia de la Cúpula significaba que intervenía raras veces en la gestión administrativa de Genarr, lo que convenía a éste en todos sentidos, incluyendo el terreno húmedo de Erythro.
    Así pues, fue una sorpresa para él que Pitt se molestara en participarle personalmente la llegada de dos visitantes, en lugar de dejar que esa información siguiera la rutina habitual del papeleo. Por añadidura, Pitt había tratado con todo detalle del asunto a su manera tajante y arbitraria, que no dejaba ningún margen para la discusión ni siquiera el comentario; y además la conversación había sido escudada.
    Todavía resultó más sorprendente que una de las personas llegadas a Erythro fuera Eugenia Insigna.
    Antaño, varios años antes de la Partida, ambos habían sido buenos amigos; pero luego, tras los felices tiempos universitarios (Genarr los recordaba melancólicos como bastante románticos), Eugenia había ido a la Tierra para obtener su licenciatura y había vuelto a Rotor con un terrícola. Genarr no la había visto apenas (salvo una vez o dos a cierta distancia) puesto que ella se había casado con Crile Fisher. Y cuando el matrimonio optó por la separación poco antes de la Partida, Genarr había tenido su propio trabajo y ella el suyo, de modo que no se les había ocurrido jamás renovar viejos lazos.
    Genarr había pensado en ello algunas veces, quizá; pero Eugenia, al parecer, estaba sumida en la tristeza y con una hija pequeña por criar, de manera que él había preferido abstenerse de toda intrusión. Luego, se le envió a Erythro, y ello puso fin incluso a la posibilidad de renovar su amistad. Tuvo vacaciones periódicas en Rotor pero ya no se encontró a sus anchas jamás. Subsistieron algunas viejas amistades rotorianas, aunque sólo de una forma tibia.
    Ahora Eugenia llegaba con su hija. De momento Genarr no recordaba el nombre de la chica ni creía haberlo conocido jamás. Ahora la muchacha debería tener unos quince años, y él se preguntaba, con un extraño estremecimiento, si estaría empezando a parecerse a Eugenia cuando era joven.
    Genarr miró por la ventana de su despacho con un aire casi furtivo. Se había acostumbrado a la Cúpula de Erythro y no la miraba ya con ojo crítico. Era el hogar de unos trabajadores de ambos sexos adultos, ningún niño, Los trabajadores de turno firmaban contrato por un período de semanas, y acaso meses, regresando a veces para cumplir otro turno, y a veces no. Excepto él mismo y cuatro más, que por alguna razón preferían la Cúpula, no había ningún trabajador permanente.
    Ni había nadie que se enorgulleciera de la Cúpula como residencia ordinaria. Se la mantenía limpia y ordenada por pura necesidad, pero tenía también cierto aire artificial. Era una exhibición excesiva de líneas y arcos, planos y círculos. Le faltaba irregularidad, le faltaba el caos de la vida permanente en la que una habitación, o incluso sólo una mesa, se adapta a las sinuosidades y fluctuaciones de una personalidad particular.
    Y ahí estaba él mismo, por supuesto. Su mesa y su habitación eran fiel reflejo de su persona hecha de ángulos y planos. Eso era, quizás, otra razón por la que se encontraba a gusto en la Cúpula de Erythro, cuya geometría escueta armonizaba con la forma de su espíritu.
    Pero ¿qué opinaría sobre ella Eugenia Insigna? (Le reconfortó hasta cierto punto que Eugenia hubiese recobrado su apellido de soltera.) Si ella seguía siendo como la recordaba, se recrearía con la irregularidad, con el toque inesperado de frivolidad, pese a su calidad de astrónomo.
    ¿Y si hubiese cambiado? ¿Cambiaban esencialmente las personas? ¿No la habría amargado, dislocado, la deserción de Crile Fisher?
    Genarr se rascó el pelo de la sien, que ya se había agrisado, y pensó que tales conjeturas eran inútiles, ociosas. Vería pronto a Eugenia, pues había dado orden de que la llevaran a su presencia en cuanto llegase.
    ¿No debiera haber ido a recibirla?
    ¡No! Ya lo había discutido consigo mismo media docena de veces. No debería parecer demasiado ansioso; eso no convendría a la dignidad de su cargo.
    Pero entonces Genarr pensó que ésa no era ni mucho menos la razón. Él no quiso ponerla violenta; no quiso hacerle pensar que era todavía el mismo admirador incómodo e incompetente que se replegó de manera tan desmañada ante la apariencia gallarda del terrícola. Y después de haber visto a Crile, Eugenia no le había lanzado nunca más ni una mirada, no le había mirado con seriedad jamás.
    Genarr repasó por encima el mensaje de Janus Pitt. Seco, condensado, como eran siempre sus mensajes, y con ese tono indefinible de autoridad, como si la posibilidad de desacuerdo no fuese sólo inaudita, sino también inconcebible.
    Y ahora percibió que Pitt hacía más hincapié en la joven hija que en la madre. Estaba sobre todo esa explicación suya diciendo que la hija había manifestado profundo interés por Erythro, y por tanto, si deseaba explorar su superficie, se le debería dar el correspondiente permiso.

    26

    Y allí apareció ella. Catorce años mayor desde la fecha de la Partida, veinte años mayor que cuando disfrutaba de su juventud con anterioridad a Crile, aquel día en que ambos fueron al Área de Granjas C y alcanzaron los niveles en gravedad reducida, y ella se había reído cuando él intentó dar una voltereta lenta y, habiendo medido mal la distancia, cayó de bruces. (En realidad, pudo haberse hecho daño; pues, aunque la sensación de peso decreciera, no ocurría lo mismo con la masa y la inercia y ello hacía posible una lesión. Por fortuna no hubo de sufrir tal humillación.)
    Eugenia pareció también más vieja pero no había engordado demasiado, y su pelo, ahora más corto y liso, le daba cierto aire prosaico, si bien conservaba todavía su animado color castaño oscuro.
    Cuando la mujer avanzó hacia él, le hizo latir un poco más aprisa el corazón delator. Eugenia le tendió ambas manos y él las cogió.
    —Siever —dijo ella—, te he traicionado y estoy muy avergonzada.
    —¿Traicionado, Eugenia? ¿De qué estás hablando?
    ¿De qué estaría hablando? ¡No se refería a su matrimonio con Crile!
    —Debería haber pensado en ti cada día —declaró—. Debería haberte enviado mensajes dándote noticias mías, debería haber insistido en venir a visitarte.
    —¡En lugar de ello, no me dedicaste ni un solo pensamiento!
    —¡Oh, no soy tan mala! No creas eso ni por un instante. Pensé en ti de tanto en tanto. A decir verdad, no te olvidé jamás. Es sólo que mis pensamientos no me indujeron nunca a hacer nada.
    Genarr asintió. ¿Qué remedio le quedaba?
    —Sé que has estado muy atareada. Y yo me he pasado el tiempo aquí, perdiéndome de vista y, por tanto condenado al olvido.
    —Al olvido no. Apenas has cambiado, Siever.
    —Ésa es la ventaja de parecer viejo y rugoso a los veinte años. A tenor de eso no se cambia jamás, Eugenia. El tiempo pasa y uno parece un poco más viejo, un poco más rugoso. No lo suficiente para que importe.
    —Vamos, te empeñas en ser cruel contigo mismo para que las mujeres de corazón tierno salten en tu defensa. En eso no has cambiado lo más mínimo.
    —¿Qué ha sido de tu hija, Eugenia? Me han dicho que iba a venir contigo.
    —Y ha venido. Puedes estar seguro. Erythro es su idea del paraíso por alguna razón que me es imposible desentrañar. Ha ido a nuestro alojamiento para asearlo y desempaquetar nuestros bártulos. Es ese tipo de jovencita. Seria. Sentido de la responsabilidad. Práctica. Obediente. Posee lo que alguien me describió cierta vez como todas las virtudes antipáticas.
    Genarr se rió.
    —Yo me encuentro a gusto con ellas. ¡Si supieras cuánto me esforcé en mi tiempo por cultivar al menos un vicio atrayente! Pero he fracasado siempre.
    —Bueno, me figuro que cuando uno crece necesita más virtudes antipáticas y menos vicios atrayentes. Pero ¿por qué te retiraste permanentemente a Erythro, Siever? Según tengo entendido la Cúpula de Erythro necesita alguien que la administre; pero tú no serás el único en Rotor que puede desempeñar esa función, supongo yo.
    —A decir verdad, me agrada pensar que lo soy —contestó Genarr—. Ahora bien, en cierto modo disfruto de esto, y me tomo algunas veces unas vacaciones cortas para ir a Rotor.
    —¿Y no se te ocurrió nunca venir a verme?
    —El hecho de que yo tenga vacaciones no significa que las tengas tú. Según sospecho, estás mucho más ocupada que yo, y lo has estado desde que descubriste Némesis. Pero me siento decepcionado. Quiero conocer a tu hija.
    —La conocerás. Se llama Marlene. Para mí es Molly, la verdad; pero ella no me deja llamarla así. A los quince años se ha hecho sumamente intolerante, no temas. Si he de ser sincera, al principio no la quise aquí. ¿Cómo podríamos rememorar el pasado en su presencia?
    —¿Quieres rememorar, Eugenia?
    —Algunas cosas sí, Genarr.
    Titubeó antes de decir:
    —Siento que Crile no se uniera a la Partida.
    La sonrisa de Insigna se petrificó.
    —Algunas cosas sí, Siever —dio media vuelta, caminó hasta la ventana y miró por ella—. Por cierto, tienes aquí un lugar muy afiligranado. Lo poco que he visto es impresionante. Luces deslumbrantes. Calles de verdad. Edificios de buen tamaño. Y, no obstante, allá en Rotor apenas se habla de la Cúpula. ¿Cuántas personas viven y trabajan aquí?
    —Eso varía. Hay épocas tranquilas y épocas agitadas. Hemos llegado a tener hasta novecientas personas. En este momento, somos quinientas dieciséis. Conocemos a cada individuo presente. No es fácil. Cada día ves que unos llegan y otros se marchan.
    —Excepto tú.
    —Y algunos más.
    —¿Y por qué la Cúpula, Siever? Al fin y al cabo la atmósfera de Erythro es respirable.
    Genarr proyectó el labio inferior y, por primera vez, rehuyó su mirada.
    —Respirable pero no verdaderamente confortable. El nivel de luz es deficiente. Cuando abandonas la Cúpula te bañas en una luz rojiza tendiendo a anaranjada cuando Némesis está alta en el cielo. Es bastante intensa. Te permite leer. Sin embargo, no parece natural. Después de todo, tampoco parece natural Némesis. Da la impresión de ser demasiado grande. Muchas personas la creen amenazadora y piensan que su luz rojiza la hace parecer colérica. De hecho, Némesis es peligrosa, al menos hasta cierto punto. Como su resplandor no es cegador, hay tendencia a mirarla y buscar manchas solares. Los infrarrojos pueden dañar fácilmente la retina. Por eso las personas que salen al descubierto llevan un casco especial entre otras cosas.
    —Entonces la Cúpula es un dispositivo para mantener dentro la luz normal, por decirlo así, más que para preservarse contra lo de fuera.
    —No nos preservamos siquiera del aire. El aire y el agua que circulan en la Cúpula provienen de las reservas planetarias de Erythro. Ahora bien, como es natural procuramos preservarnos de algunas cosas —explicó—. Mantenemos fuera las prokaryotes. Ya sabes, las pequeñas células verdiazules.
    Insigna asintió pensativa.
    —Ésa ha resultado ser la explicación de que haya oxígeno en el aire. Había vida en Erythro, incluso vida omnígena, pero era de naturaleza microscópica, equivalente sólo a las formas más simples de vida celular en el Sistema Solar —y, tras una pausa añadió—: ¿Son de verdad prokaryotes? Sé que se les llama así, pero también reciben ese nombre nuestras bacterias. ¿Son verdaderamente bacterias?
    —Si son equivalentes a algo en la historia de la vida del Sistema Solar, será a las cianobacterias; es decir, las que hacen la fotosíntesis. Éstas poseen nucleoproteína, pero con una estructura fundamentalmente diferente de la que prevalece en nuestras formas de vida. Ellas tienen también una especie de clorofila que carece de magnesio y actúa de tal forma en los infrarrojos que las células tienden a ser incoloras en vez de verdes. Enzimas diferentes determinan minerales en proporciones diferentes. Sin embargo, por su apariencia externa se asemejan a las células terrestres lo suficiente para ser llamadas prokaryotes. Según tengo entendido, algunos abogan por la palabra «erythryotes». Para nosotros, que no somos biólogos, prokaryotes suena bastante bien.
    —¿Y tienen la suficiente eficacia en su acción para originar el oxígeno en la atmósfera de Erythro?
    —Absolutamente. Ninguna otra cosa podría explicar su existencia aquí. Por cierto, Eugenia, puesto que eres astrónomo ¿puedes decirme cuál es la última noción sobre la antigüedad de Némesis?
    Insigna se encogió de hombros.
    —Las enanas rojas son inmortales, o poco menos. Némesis podría ser tan vieja como el Universo. No obstante, seguirá así sin cambios aparentes durante otro centenar de billones de años. Lo más que podemos hacer es calcularlo mediante el contenido de elementos menores que componen su estructura. Suponiendo que sea una estrella de la primera generación y no haya comenzado con nada salvo hidrógeno y helio, tendrá diez billones largos de años, dos veces más que la edad del Sol del Sistema Solar.

    28

    Ver a Marlene por primera vez representó un impacto para Siever Genarr, empeorado por el hecho de que la chica lo miró con expresión hosca como si supiese perfectamente que él había recibido un impacto y el porqué.
    La realidad fue que no había nada en ella que la pudiese identificar como hija de Eugenia, nada de la belleza, nada de la gracia, nada del encanto. Sólo esos ojos grandes y relucientes que ahora le taladraban, y además no eran tampoco los de Eugenia; pero sí el único rasgo fisonómico en que superaba a su madre.
    Sin embargo, hubo de rectificar poco a poco su primera impresión. Las acompañó para el té y el postre, y Marlene se comportó con propiedad absoluta. Una gran señora, e inteligente a todas luces. ¿Qué era lo que había dicho Eugenia? ¿Las virtudes antipáticas? No tanto, no tanto. Le pareció que la muchacha anhelaba amor, como suele ocurrirles a las personas sin atractivo. Como le ocurría a él mismo. Una oleada súbita de compañerismo le invadió.
    Al cabo de un rato, Genarr dijo:
    —Me pregunto, Eugenia, si me sería posible hablar a solas con Marlene.
    —¿Alguna razón especial, Siever? —preguntó Eugenia intentando expresarse con naturalidad.
    —Bueno, fue Marlene quien habló con el comisario Pitt y fue ella quien le indujo a que os permitiera venir aquí. Como comandante de la Cúpula, dependo de lo que diga y haga el comisario Pitt, y apreciaré mucho lo que Marlene pueda decirme sobre esa entrevista. Creo que ella hablaría con más libertad si estuviéramos solos los dos.
    Genarr miró a Insigna mientras ésta se marchaba, y luego se volvió hacia Marlene, quien entre tanto había ocupado una gran butaca en un rincón de la habitación y se perdía en su mullido porte. Entrelazaba las manos sobre el regazo, al tiempo que sus hermosos ojos oscuros miraban serios al comandante.
    Genarr dijo con acento de buen humor en la voz:
    —Tu madre parecía un poco nerviosa al dejarte aquí conmigo. ¿Estás también nerviosa?
    —Ni mucho menos —repuso Marlene—. Y si mi madre estaba nerviosa, es por usted, no por mí.
    —¡Por mí! ¿Cuál puede ser la razón?
    —Ella teme que yo pueda decir algo ofensivo para usted.
    —¿Lo harías, Marlene?
    —No adrede, comandante. Procuraré abstenerme.
    —Estoy seguro de que lo conseguirás. ¿Sabes por qué quiero hablar contigo a solas?
    —Usted dijo a mi madre que quería averiguar cómo fue mi entrevista con el comisario Pitt. Eso es cierto; pero desea saber también cómo soy.
    Genarr frunció algo el ceño.
    —Es natural que quiera conocerte mejor.
    —No es eso —se apresuró a contestar Marlene.
    —¿Qué es entonces?
    Marlene desvió la mirada.
    —Lo siento, comandante.
    —¿El qué, sientes?
    Marlene hizo un gesto, de contrariedad y guardó silencio.
    —Vamos, Marlene —la animó afable Genarr—, ¿hay algo que marche mal? Debes decírmelo. Es importante para mí que hablemos con sinceridad. Si tu madre te advirtió que cuidaras tus palabras, olvídalo. Si te dio a entender que yo soy sensitivo y me ofendo fácilmente, olvídalo también, por favor. De hecho te ordeno que hables con toda franqueza y no te preocupes de mi susceptibilidad. Debes obedecer mi orden porque soy el comandante de la Cúpula de Erythro.
    Marlene rió de repente.
    —Le interesa de verdad averiguar cosas sobre mí ¿no?
    —Claro que sí.
    —Porque usted se pregunta cómo puedo tener esta apariencia siendo hija de mi madre.
    Genarr abrió de par en par los ojos.
    —Yo no he dicho semejante cosa.
    —No necesitó hacerlo. Usted es un viejo amigo de mi madre. Ella me lo contó. Estuvo enamorado de ella. Como no lo ha superado todavía, usted esperaba que yo me pareciera a mi madre de joven, así que cuando me vio, dio un respingo y se replegó en sí mismo.
    —¿Lo hice? ¿Fue tan ostensible?
    —Fue un gesto inapreciable porque usted es un hombre educado y procura reprimirse; pero estaba ahí. Me fue fácil verlo. Luego miró a mi madre y otra vez a mí. Y entonces hubo el tono de sus primeras palabras a mí. Todo estuvo muy claro. Usted pensó que yo no me parecía lo más mínimo a mi madre y quedó decepcionado.
    Genarr se recostó en su butaca y murmuró:
    —Eso es admirable.
    Un gran regocijo iluminó el rostro de Marlene.
    —Lo dice de verdad, comandante. ¡Lo dice de verdad! No se ha ofendido. Ni se encuentra incómodo. Se siente contento. Usted es la primera persona. ¡La primera persona! Incluso mi madre muestra desagrado,
    —Aquí no importa ni el gusto ni el desagrado. Eso es por como se tome lo irrelevante cuando uno se topa con lo extraordinario. ¿Cuánto tiempo has estado facultada para leer el lenguaje de los gestos, Marlene?
    —Siempre, pero mejoro sin cesar. Creo que cualquiera es capaz de hacerlo si presta atención y piensa.
    —No es así, Marlene. No resulta tan fácil hacerlo. No lo creas. ¿Y dices que amo a tu madre?
    —De eso no hay duda, comandante. Cuando usted está cerca de ella lo delata con cada mirada, cada palabra, cada rictus.
    —¿Supones que ella lo nota?
    —Lo sospecha, pero no le quiere.
    Genarr desvió la mirada.
    —Nunca me quiso.
    —Es por mi padre.
    —Lo sé.
    Marlene titubeó antes de decir:
    —Pero creo que ella se equivoca. ¡Si pudiera verle tal como le estoy viendo ahora!
    —Pero, por desgracia, no puede. Sin embargo, me alegra que tú sí. Eres hermosa.
    Marlene se ruborizó. Luego exclamó:
    —¡Lo dice de verdad!
    —Por supuesto.
    —Pero...
    —Me es imposible mentirte, ¿no es así? Por consiguiente no lo intentaré. Tu cara no es hermosa. Tu cuerpo no es hermoso. Pero tú eres hermosa, y eso es lo que importa. Y puedes decir que lo creo de verdad.
    —Sí, lo digo.
    Marlene sonrió con una felicidad tan genuina que incluso su rostro mostró un asombro distante y súbito de belleza.
    Genarr sonrió también y dijo:
    —¿Qué? ¿Hablamos ya acerca del comisario Pitt? Ahora que te conozco como una jovencita de sagacidad poco común, me parece aún más importante hacerlo. ¿Estás dispuesta?
    Marlene apretó un poco las manos sobre el regazo, sonrió modesta y dijo:
    —Sí, tío Siever. No te importa que te tutee y te llame así ¿verdad?
    —En absoluto. De hecho, me siento honrado. Ahora cuéntame cosas del comisario Pitt. Él me ha enviado instrucciones para que preste a tu madre toda la cooperación posible y ponga a su disposición nuestro equipo astronómico. ¿Para qué supones que es eso?
    —Mi madre necesita hacer mediciones aquilatadas del movimiento de Némesis relativo a las estrellas, y Rotor es una base demasiado inestable para tales mediciones. Erythro se presta mucho mejor.
    —¿Es reciente ese proyecto suyo?
    —No, tío Siever. Ella ha procurado recoger los datos necesarios durante una larga temporada, según me dijo.
    —Entonces ¿por qué no pidió tu madre mucho antes el traslado aquí?
    —Lo hizo; pero el comisario Pitt se lo negó.
    —¿Y por qué ha consentido ahora?
    —Porque quiere desembarazarse de ella.
    —De eso estoy seguro, sobre todo si ella le importuna con sus problemas astronómicos. Pero él estará cansado de eso desde hace mucho. ¿Por qué la envía aquí ahora?
    Marlene bajó la voz.
    —Quiere desembarazarse también de mí.

    XIV. PESCANDO

    29

    Habían transcurrido cinco años desde la Partida. Crile Fisher lo encontraba difícil de creer, pues le parecía que había pasado mucho más tiempo, infinitamente más. Rotor no quedaba en el pasado sino en otra vida distinta por completo, una vida que él podía contemplar tan sólo con creciente incredulidad. ¿Había vivido realmente allí? ¿Había tenido una esposa?
    Sólo recordaba con claridad a su hija, e incluso eso contenía cierto elemento de confusión, pues a veces le parecía recordarla como una adolescente.
    Desde luego el problema estaba agravado por el hecho de que, en los últimos tres años, desde que la Tierra descubrió la Estrella Vecina, su vida había sido febril. Él había visitado siete Establecimientos nada menos.
    Todos ellos estaban habitados por colonos de su propia pigmentación, que hablaban más o menos su lenguaje y compartían más o menos su orientación cultural. (Esa era la ventaja de la variedad de la Tierra. La Tierra podía proporcionar un agente similar por su apariencia y cultura a la población general de cualquier Establecimiento.)
    Desde luego, su capacidad de adaptación a los distintos Establecimientos tenía también un límite. Por mucho que él se asemejara superficialmente a su población, tenía un acento distinto, era incapaz de permanecer tan airoso como ellos bajo los cambios de atracción gravitatoria, no podía avanzar fluctuando como ellos con una gravedad reducida. Se traicionaba a sí mismo de mil maneras en cada Establecimiento que visitaba, y ellos le mantenían un poco a distancia aunque hubiera pasado por una cuarentena y un tratamiento médico antes de permitírsele entrar en el Establecimiento propiamente dicho.
    Desde luego él permanecía en cada uno de ellos sólo varios días, a lo sumo unas cuantas semanas. Jamás se esperaba de él que permaneciese en un Establecimiento con carácter más o menos permanente o que constituyese una familia como había hecho en Rotor.
    Estaba de vuelta desde hacía tres semanas. No se le decía ni palabra sobre una nueva misión, y tampoco podía afirmarse que le interesara. Estaba cansado de tanto desasosiego, de no encajar en ninguna parte, de fingirse turista.
    Y ahí estaba Garand Wyler, su viejo amigo y colega, recién llegado de un Establecimiento propio y mirándole fijamente con ojos fatigados. La piel oscura de su graciosa mano relucía a la luz cuando alzó la manga por un momento hasta la nariz y luego la dejó caer.
    Fisher sonrió a medias. Él conocía ese gesto, pues también lo había hecho. Cada Establecimiento tenía su propio olor característico, lo cual dependía de los cultivos que tenía, las especias que usaba, los perfumes que le afectaban, incluso la naturaleza misma de la maquinaria y de los lubricantes que utilizaba. Ello dejaba pronto de advertirse; pero, de vuelta a la Tierra, el olor del Establecimiento se adhería a uno con fuerza. Aunque la persona se bañara y sus ropas se lavasen bien para que los demás no lo percibieran, uno notaba el olor encima de sí.
    —Bienvenido —saludó Fisher—. ¿Cómo estuvo esta vez tu Establecimiento?
    —Terrible... como siempre. El viejo Tanayama tiene razón. Lo que más temen y aborrecen todos los establecimientos es la variedad. Ellos no quieren diferencias de gustos, apariencias, maneras y vida. Se seleccionan a sí mismos para la uniformidad a despecho de toda variedad.
    —Estás en lo cierto —dijo Fisher—. Es una pena.
    —Eso es una forma benigna e insensible de expresarlo «Una pena.» «¡Caramba, se me cayó la fuente! ¡Ah, una pena!» «Mi sello de contacto se ha estropeado. ¡Ah, una pena! » Aquí estamos hablando de la Humanidad. Aquí estamos hablando sobre la larga lucha de la Tierra para encontrar un modo de convivencia entre todas las culturas, todas las apariencias. No es perfecta todavía; pero, comparada con lo que había hace un siglo, es gloria pura. Y entonces, cuando tenemos la oportunidad de movernos por el espacio, echamos a rodar todo y retornamos al oscurantismo. Y tú dices que «es una pena». ¡Vaya reacción ante algo que es una tragedia inmensa!
    —Conforme —admitió Fisher—. Pero a menos que puedas recomendarme algo que se pueda hacer, ¿qué importa el modo más o menos elocuente de denunciarlo? Estuviste en Akruma, ¿verdad?
    —Sí —repuso Wyler.
    —¿Tenían ellos noticias acerca de la Estrella Vecina?
    —Por descontado. Que yo sepa, la noticia ha llegado ya a cada Establecimiento.
    —¿Les preocupó?
    —Ni un pelo. ¿Por qué habría de hacerlo? Ellos han calculado millares de años. Mucho antes de que la Estrella Vecina esté en un lugar próximo y parezca peligrosa, lo cual no es absolutamente seguro, como sabes, ellos podrán emigrar. Todos podrán hacerlo. Admiran a Rotor, y sólo están esperando la ocasión de largarse.
    Wyler frunció el ceño, su tono fue amargo.
    —Todos se marcharán y nosotros nos quedaremos empantanados —prosiguió—. ¿Cómo vamos a construir los Establecimientos suficientes para ocho billones de seres humanos con objeto de evacuarlos?.
    —Te estás expresando como Tanayama. ¿De qué nos servirá perseguirlos y castigarlos o destruirlos? Nosotros seguiremos todavía aquí, empantanados como siempre. ¿Acaso nos iría mejor si ellos se quedaran cerca como buenos chicos y afrontaran con nosotros a la Estrella Vecina?
    —Muestras mucha frialdad al respecto, Crile. Tanayama está que arde y yo le secundo. Se halla lo bastante indignado para hacer pedazos la Galaxia si fuera necesario, y para desarrollar por nuestra cuenta la hiperasistencia. Él la quiere con objeto de perseguir a Rotor y hacerle volar fuera del espacio; pero, aunque eso no dé resultado, necesitaremos la hiperasistencia para sacar de la Tierra a todos las personas que sea posible si la Estrella Vecina nos fuerza a ello. Así pues, Tanayama está procediendo como es justo aunque sus móviles sean erróneos.
    —Supón que tenemos hiperasistencia y luego nos encontramos con que tenemos sólo tiempo y recursos para evacuar un billón de personas. ¿Cuál ha de ser el billón que salga? ¿Y qué sucederá si los encargados del salvamento atienden sólo a las personas afines?
    —No cabe ni pensarlo —gruño Wyler.
    —Exacto —convino Fisher—. Celebramos que nosotros podamos habernos ido mucho antes de que se den los primeros pasos.
    —Si vamos a eso —arguyó Wyler bajando de repente la voz—, es posible que se hayan dado ya los primeros pasos. Sospecho que tenemos ahora mismo hiperasistencia, o estamos a punto de tenerla.
    La expresión de Fisher dejó entrever un profundo cinismo.
    —¿Qué te hace pensarlo? ¿Sueños? ¿Intuición?
    —No. Conozco a una mujer cuya hermana tiene amistad con alguien de la plantilla del Viejo. ¿Te basta con eso?
    —Por supuesto que no. Tendrás que darme algo más sustancial.
    —No estoy en condiciones de hacerlo. Mira, Crile, soy amigo tuyo. Sabes que te ayudaré a recobrar tu posición en la Oficina.
    Crile asintió.
    —Lo sé y agradezco tus esfuerzos. Por mi parte he procurado devolverte el favor de tanto en tanto.
    —Lo has hecho así y lo aprecio. Ahora lo que quiero es darte cierta información que se supone es confidencial y que, según creo, encontrarás útil e importante. ¿Estás dispuesto a aceptarla sin comprometerme?
    —Siempre dispuesto.
    —Desde luego, sabes muy bien lo que hemos estado haciendo, ¿no?
    —Sí —contestó Fisher.
    Era el tipo de pregunta vacua, retórica que no requería contestación.
    Durante cinco años, agentes de la Oficina (Fisher entre ellos a lo largo de los tres últimos) habían estado rebuscando en los montones de basura informativa acumulados por los Establecimientos. Carroñeros.
    Todos los Establecimientos trabajaban en la hiperasistencia, al igual que la Tierra, desde que corrió la voz de que Rotor la tenía, y ciertamente desde que Rotor lo demostró abandonando el Sistema Solar.
    Era presumible que la gran mayoría de los Establecimientos, quizá la totalidad, habían obtenido alguna noción de lo que hizo Rotor.
    Según el Convenio de Ciencia Abierta, cada una de esas nociones debería haber sido puesta al descubierto y, si se hubiesen reunido todas ellas, tal vez habría habido hiperasistencia práctica para todo el mundo. Sin embargo, eso era pedir demasiado a todas luces en este caso particular. Resultaba imposible predecir cuáles serían los efectos secundarios resultantes de la nueva técnica, y ningún Establecimiento podía perder la esperanza de ser el primero en ese campo y, de este modo, ganar una ventaja importante sobre los demás. Así que cada cual atesoraba lo que tenía, suponiendo que tuviera algo..., y ninguno creía tener lo suficiente.
    La propia Tierra, con su elaborada Junta Terrestre de Indagación, husmeaba sin distinción todos los Establecimientos. La Tierra estaba pescando, y Fisher era uno de los pescadores.
    Wyler dijo midiendo las palabras:
    —Hemos reunido todo lo que tenemos y me figuro que es suficiente. Podremos conseguir viajar con hiperasistencia. Y me imagino que saldremos hacia la Estrella Vecina. ¿No te gustaría estar en esa travesía cuando se emprenda la marcha hacia allí?
    —¿Por qué he de querer estar en ella, Garand? Suponiendo que haya tal travesía, lo cual dudo.
    —Estoy seguro de que la habrá. No puedo dejarte saber cuál es mi fuente; pero créeme bajo palabra, es fiable. Y, desde luego, tú querrás hacer ese viaje. Podrías ver a tu mujer. O, si no, a ella..., a tu pequeña.
    Fisher se agitó inquieto. Le pareció que pasaba la mitad de sus días intentando no pensar en esos ojos. Marlene tendría ahora seis años, hablaría con una serenidad deliberada..., como Roseanne. Vería a través de las personas..., como Roseanne.
    —Estás diciendo sandeces, Garand —sentenció—. Aunque se emprendiese ese vuelo, ¿por qué habrían de dejarme participar en él? Enviarían especialistas de cualquier tipo. Además, si hay alguna persona que el Viejo quiera descartar, esa persona seré yo. Me ha permitido reingresar en la Oficina y me ha confiado tareas, conforme; pero ya sabes cómo es él acerca de los fracasos, y yo le defraudé en Rotor.
    —Sí, pero ésa es, precisamente, la cuestión. Eso ha hecho de ti un especialista. Si él se propone perseguir a Rotor, ¿cómo puede olvidarse de incluir al único terrícola que ha vivido allí durante cuatro años? ¿Quién entendería mejor Rotor y quién sabría mejor cómo tratar con sus ocupantes? Pídele una audiencia. Haz hincapié sobre eso; pero recuerda, se supone que no sabes que tenemos hiperasistencia; Habla sólo de posibilidades, haz uso del subjuntivo. Y no me mezcles en manera alguna. Se supone que tampoco sé nada de eso.

    30

    Al día siguiente, mientras Fisher se preguntaba si le convendría arriesgar todo en una entrevista con Tanayama, se le ahorró el trabajo de tomar una decisión. Se ordenó su comparecencia.
    El director daba raras veces la orden de comparecer a un mero agente. Había muchos delegados para allanar el camino. Y si un agente era convocado por el Viejo, ello no significaba casi nunca una buena noticia. Así que Crile Fisher se preparó con sombría resignación para una misión como inspector de las fábricas de fertilizantes.
    Tanayama levantó los ojos y lo miró desde detrás de su mesa. Fisher le había visto sólo en raras y breves ocasiones durante los tres años transcurridos desde que la Tierra descubrió la Estrella Vecina. No daba la impresión de haber cambiado. Había sido una persona tan menuda y apergaminada durante tanto tiempo que parecía no haber lugar para más cambios físicos. Tampoco había menguado la sagacidad de sus ojos ni se había alterado la mueca mustia de sus labios. Podría ser incluso que el hombre vistiera la misma ropa que llevó tres años antes. Fisher no pudo asegurarlo.
    Pero si la voz áspera fue también la misma, el tono resultó sorprendente.
    Al parecer, y en contra de una improbabilidad astronómica, el Viejo le había llamado para elogiarle.
    El Viejo dijo con su extraña y no del todo desagradable distorsión del inglés planetario:
    —Usted ha actuado bien, Fisher. Quiero que lo oiga de mis propios labios.
    Fisher, de pie y muy erguido (no le había invitado a sentarse) reprimió un leve respingo de sorpresa.
    El director continuó:
    —No puede haber una celebración pública de esto, ni desfile bajo los rayos láser, ni procesión holográfica. Pero se lo digo yo.
    —Es más que suficiente, director. Se lo agradezco.
    Tanayama le miró fijamente con los ojos entornados. Por fin preguntó:
    —¿Es eso cuanto tiene que decir? ¿Ninguna pregunta?
    —Supongo, director, que usted me dirá lo que necesito saber.
    —Usted es un agente, un hombre capaz. ¿Qué ha averiguado por su cuenta?
    —Nada, director. No pretendo hacer ninguna averiguación salvo lo que se me mande que averigüe.
    La pequeña cabeza de Tanayama se inclinó en un leve gesto de asentimiento.
    —Una respuesta apropiada, pero yo busco las inapropiadas. ¿Cuáles son sus conjeturas?
    —Usted parece complacido conmigo, director, y por consiguiente puede ser que haya aportado cierta información que le resulta útil.
    —¿En qué sentido?
    —A mi juicio nada sería tan útil como captar la técnica de la hiperasistencia.
    La boca de Tanayama formó la exclamación «ah» sin emitir sonido alguno.
    —¿Y qué más? —dijo—. Suponiendo que sea así, ¿qué debemos hacer a continuación?
    —Viajar a la Estrella Vecina. Localizar a Rotor.
    —¿No se le ocurre nada mejor? ¿A eso se reduce todo? ¿No ve usted más allá?
    En ese momento Fisher decidió que sería una estupidez no arriesgarse. Tal vez no se le brindara jamás una oportunidad tan favorable.
    —Una cosa mejor es que, cuando la primera nave terrestre salga del Sistema Solar por medio de la hiperasistencia, yo esté en ella.
    Apenas dijo eso, Fisher tuvo la certeza de haber perdido el juego... o al menos de no haberlo ganado. El rostro de Tanayama se ensombreció.
    —¡Siéntese! —exclamó con tono imperioso.
    Fisher oyó el movimiento lento de la butaca que, detrás de él, se le aproximaba obedeciendo a las palabras de Tanayama, palabras que su primitivo motor asociado a la computadora podía entender.
    Fisher tomó asiento sin mirar hacia atrás para asegurarse de que la butaca estaba allí. Si lo hubiera hecho, habría sido insultante, y en aquel preciso momento Tanayama no estaba para insultos.
    —¿Quiere estar en esa nave? —inquirió Tanayama.
    Fisher se esforzó por mantener un tono neutro.
    —Tengo una esposa en Rotor, director.
    —Una esposa a la que usted abandonó hace cinco años. ¿Cree que ella le reservará una buena acogida?
    —Tengo una hija, director.
    —Que tenía un año cuando usted se marchó. ¿Cree que sabe que tiene un padre? ¿O que le interesa?
    Fisher guardó silencio. Ésas eran las preguntas que él se había hecho sin cesar a sí mismo.
    Tanayama hizo una breve pausa y continuó:
    —Pero no habrá ningún vuelo a la Estrella Vecina. No habrá ninguna nave para que usted vaya en ella.
    Una vez más, Fisher hubo de disimular su sorpresa.
    —Discúlpeme, director, usted no dijo que tuviéramos hiperasistencia, dijo «suponiendo que la tengamos...». Y yo debiera haberlo apercibido de su elección de palabras.
    —Sí, debiera haberlo hecho. Debiera hacerlo siempre. No obstante, nosotros tenemos hiperasistencia. Ahora podemos movernos por el espacio, tal como ha hecho Rotor; o al menos lo haremos una vez hayamos construido el vehículo y nos aseguremos de que su diseño es adecuado y tiene todos los elementos funcionales..., lo cual tal vez requiera un año o dos. Pero entonces ¿qué? ¿Sugiere usted en serio que la conduzcamos a la Estrella Vecina?
    Fisher dijo cauteloso:
    —Sin duda eso es una opción, director.
    —Pero inútil. Reflexione, hombre. La Estrella Vecina se encuentra a más de dos años luz. Por muy hábil que sea nuestro empleo de la hiperasistencia, tardaremos más de dos años en llegar allí. Nuestros teorizantes me dicen ahora que, si bien la hiperasistencia permitirá a una nave viajar más aprisa que la luz durante breves períodos de tiempo (tanto más breves cuanto mayor la velocidad), el resultado final será siempre que no podrá alcanzar ningún punto del espacio más aprisa que la luz cuando ambos partan del mismo punto de origen.
    —Pero si es así...
    —Si es así, usted se verá obligado a permanecer en los exiguos alojamientos de una nave espacial con otros tripulantes durante más de dos años. ¿Cree que podrá resistirlo? Usted sabe que las naves pequeñas no han hecho nunca largos viajes. Lo que necesitamos es un Establecimiento, una estructura lo bastante grande para proveer un medio ambiente aceptable..., como Rotor. ¿Cuánto tiempo requerirá eso?
    —No sé decirle, director.
    —Quizá diez años si todo marcha bien..., si no hay impedimentos ni contratiempos. Recuerde, hace casi un siglo que no construimos Establecimientos. Todos los de creación reciente los han hecho otros Establecimientos. Si empezamos a construir uno de repente, llamaremos la atención de todos los ya existentes, y es preciso evitar eso. Además, si se puede construir tal Establecimiento, equiparlo con hiperasistencia y enviarlo a la Estrella Vecina en un vuelo de dos años largos, ¿qué hará cuando llegue allí? A semejanza de un Establecimiento, será vulnerable y fácil de destruir si Rotor tiene naves de combate..., que las tendrá sin duda. Rotor tendrá más naves de las que nosotros podamos transportar en nuestro Establecimiento viajero. Después de todo, ellos llevan ya tres años allí, y pueden estar doce más antes de que lleguemos nosotros. Del primer golpe, pulverizarán por el espacio a nuestro Establecimiento.
    —En tal caso, director...
    —No más conjeturas, agente Fisher. En tal caso necesitamos auténticos viajes hiperasistenciales para movernos a la distancia que queramos con tanta brevedad como nos apetezca.
    —Discúlpeme, director; pero ¿es posible tal cosa? ¿Siquiera en teoría?
    —Eso no lo debo decir yo. Necesitamos científicos que se concentren en el asunto, y no los tenemos. Desde hace un siglo o más, la Tierra viene sufriendo una fuga de cerebros hacia los Establecimientos. Así que ahora debemos invertir esa corriente. Es preciso hacer incursiones por los Establecimientos, en el buen sentido, y persuadir a los mejores físicos e ingenieros para que vengan a la Tierra. Podemos ofrecerles mucho, pero hay que hacerlo con cautela. No debemos ser demasiado ostensibles; pues, de lo contrario, los Establecimientos nos cortarán el paso. Ahora...
    El hombre hizo una pausa y examinó caviloso a Fisher, el cual se agitó inquieto y murmuró:
    —Dígame, director...
    —El físico que ha captado mi interés es un tal T. A. Wendel, quien según han dicho, es el mejor hiperespecialista del Sistema Solar...
    —Los hiperespecialistas de Rotor fueron quienes descubrieron la hiperasistencia.
    Fisher no pudo evitar cierto tono seco en su voz.
    Tanayama hizo caso omiso, y continuó:
    —Los descubrimientos pueden obedecer a un feliz accidente, y una mente inferior puede avanzar dando tropezones mientras que otra superior se toma su tiempo para establecer fundamentos firmes. Eso ha sucedido con frecuencia en la Historia. Por añadidura, Rotor tiene sólo lo que se ha demostrado es, en definitiva, un impulso equivalente a la velocidad de la luz. Yo quiero un impulso superlumínico, que supere la velocidad de la luz. Y quiero a Wendel.
    —¿Y desea que yo vaya a buscarlo?
    —Buscarla. Es una mujer. Tessa Anita Wendel, del Adelia.
    —¡Ah!
    —Ésa es la razón de que le necesite para este trabajo. Al parecer...—Tanayama pareció experimentar cierto regocijo aunque su expresión facial no lo denotara—, usted es irresistible para las mujeres.
    Las facciones de Fisher se endurecieron.
    —Perdone si le contradigo, director; pero no lo estimo así. Ni lo he visto nunca de ese modo.
    —Sea como sea, los informes son persuasivos. La Wendel es una mujer de mediana edad, cuarenta y tantos años, divorciada dos veces. No será demasiado difícil convencerla.
    —Para ser franco, señor, encuentro que la misión es desagradable y, en estas circunstancias, es posible que otro agente sea más adecuado para la tarea.
    —Pero de todas formas le quiero a usted. Si teme que no actúe su personalidad atractiva y seductora, abordarla esquivando la cara y arrugando la nariz, suavizaré las cosas para usted, agente Fisher. Usted fracasó en Rotor; pero sus servicios desde entonces lo han compensado en parte. Ahora puede compensarlo por completo. Sin embargo, si no trae a esa mujer, el fracaso será aún mayor que el de Rotor, y usted no tendrá jamás la oportunidad de compensarlo. Ahora bien, como no quiero que actúe dominado sólo por la aprensión, añadiré algo prometedor. Traiga a la Wendel y, cuando se construya la nave superlumínica y sea encaminada hacia la Estrella Vecina, usted irá en ella si lo desea.
    —Haré cuanto pueda —contestó Fisher. Y haría cuanto pudiese aunque no hubiese motivos para la aprensión ni para las promesas.
    —Excelente respuesta —dijo Tanayama permitiéndose una sonrisa desvaída—, y, sin duda bien ensayada.
    Fisher se marchó con el convencimiento de que se le había enviado a la expedición de pesca más crucial de su vida.

    XV. PLAGA

    31

    Mientras tomaban el postre, Eugenia sonrió a Genarr:
    —Pareces tener una vida grata aquí.
    Genarr sonrió a su vez.
    —Bastante grata pero propensa a la claustrofobia. Vivimos en un mundo inmenso; sin embargo, me hallo circunscrito a la Cúpula. La gente de aquí tiende a ser introvertida. Cuando conozco a alguien interesante, se marcha al cabo de dos meses o tres como máximo. Por lo general esta gente de la Cúpula me aburre casi todo el tiempo, aunque tal vez no tanto como yo a ella. Por esa razón tu llegada y la de tu hija habría sido una buena noticia para holovisión, aunque se hubiera tratado de cualquier otra persona. Imagina siendo tú...
    —Adulador —respondió entristecida Insigna.
    Genarr se aclaró la garganta.
    —Marlene me previno por mi propio bien..., compréndelo, diciendo que no has superado todavía...
    Pero Insigna le cortó la palabra de golpe.
    —No puedo decir que la holovisión me haya prestado atención.
    Genarr desistió.
    —Fue sólo una manera de hablar —explicó—. Preparamos una pequeña fiesta para mañana noche y entonces se te presentará oficialmente y todo el mundo tendrá la oportunidad de conocerte.
    —Y comentar mi apariencia, mi gusto para vestirme, y murmurar sobre lo que quiera que se sepa acerca de mí.
    —Estoy seguro de ello. Pero Marlene recibirá también una invitación, y eso significa, supongo yo, que podrás saber mucho más sobre nosotros que nosotros sobre ti. Además, tu información será mucho más fiable.
    Insigna pareció intranquila.
    —¿Es que Marlene actuó?
    —¿Quieres decir que si leyó mi lenguaje del cuerpo? Sí, señora.
    —Le advertí que no lo hiciera.
    —No creo que pueda evitarlo.
    —Tienes razón. No puede. Pero le advertí que no te lo revelara. Y al parecer lo hizo.
    —¡Ah, sí! Le ordené que lo hiciera. A decir verdad, se lo mandé en mi calidad de comandante.
    —Bueno, lo siento. Puede llegar a ser muy molesto.
    —Pero no lo fue. Para mí no. Compréndelo, Eugenia, por favor. Me gusta tu hija. Me gusta mucho. Tengo la impresión de que la chica tiene una vida miserable por ser alguien que sabe demasiado, y no gusta a nadie. Y el que ella haya desarrollado lo que calificaste de virtudes antipáticas es poco menos que un milagro.
    —Quedas advertido. Ella te cansará. Y tiene sólo quince años.
    Genarr dijo:
    —Según tengo entendido hay cierta ley que impide para siempre a las mujeres evocar su vida cuando tenían quince años. Ella mencionó por casualidad a un muchacho, y tal vez sepas que el tormento de un amor no correspondido suele ser tan hondo a los quince como a los veinticinco, quizás incluso más. Si bien tus años adolescentes pueden haber sido soleados, teniendo en cuenta tu apariencia. Recuerda también que Marlene se halla en una situación adversa. Sabe que no es bien parecida y sabe al mismo tiempo que es inteligente. Ella siente que la inteligencia debería compensar con mucho la falta de belleza; pero comprende que no es así, por tanto se subleva inútilmente, sabiendo muy bien que eso no le favorece.
    —Vaya, Siever —dijo Insigna afectando despreocupación—, estás hecho un psicólogo.
    —No, ni mucho menos. Es sólo que lo entiendo. Yo mismo he pasado por ello.
    —¡Oh...!
    Insigna pareció confusa.
    —No te preocupes, Eugenia. No me propongo lamentar mi mala suerte ni intento inducirte a que simpatices con un alma lastimera, rota..., porque no lo soy. Tengo cuarenta y cinco años, no quince, y he hecho las paces conmigo mismo. Si hubiese sido apuesto y estúpido cuando tenía quince años o veintiuno, como deseaba por aquellos días, ahora habría dejado de ser apuesto sin la menor duda; pero sería todavía estúpido. Así que, a largo plazo, yo he triunfado, y lo mismo le ocurrirá a Marlene, estoy seguro... si es que hay un largo plazo.
    —¿Qué quieres decir, Siever?
    —Marlene me ha dicho que habló con nuestro buen amigo Pitt, y que se antagonizó adrede con él para que se sintiera deseoso de enviarte a Erythro porque así se desembarazaba también de ella.
    —No lo apruebo —declaró Insigna—. No porque manipule a Pitt, pues creo que Pitt no es tan fácil de manipular. Sino por intentar hacerlo. Marlene está llegando a unos extremos en que se cree capaz de manejar marionetas, y eso puede acarrearle serios percances.
    —No quiero asustarte, Eugenia, pero creo que Marlene afronta ya un serio percance. Por lo menos, así lo espera Pitt.
    —Vamos, Siever, eso es imposible. Tal vez Pitt sea obstinado y autoritario, pero no tiene nada de malévolo. No atacará a una chica adolescente sólo porque ésta se aventure a practicar con él unos juegos disparatados.
    Entre tanto, la cena había concluido pero las luces continuaron algo amortiguadas en el alojamiento más bien elegante de Genarr. Eugenia reaccionó con un leve fruncimiento de ceño cuando su interlocutor se inclinó hacia delante para cerrar el contacto que activaba el escudo.
    —¿Secretos, Siever? —inquirió con una risa forzada.
    —Sí, la verdad, Eugenia. Tendré que jugar otra vez a la psicología. Tú no conoces a Pitt tanto como yo. He competido con él y ésa es la razón de que yo esté aquí. Él quiso desembarazarse también de mí. Sin embargo, en mi caso la separación fue suficiente. Puede no serlo en el de Marlene.
    Otra risa forzada.
    —Vamos, Siever. ¿Qué estás diciendo?
    —Escucha, y lo entenderás. Pitt es reservado. Tiene una aversión contra cualquiera que adivine lo que él intenta hacer. Experimenta una sensación de poder al marchar por un camino ignoto y arrastrar consigo a otros, todos ellos desprevenidos.
    —Quizá tengas razón. Él guardó el secreto de Némesis, y me obligó a mí a hacerlo.
    —Él posee muchos secretos, más de los que tú y yo sabemos, estoy seguro. Pero ahí tenemos a Marlene, para quien los móviles y pensamientos ocultos de una persona están tan claros como el día. Nadie se siente a gusto con eso, y Pitt menos que nadie. Por eso la ha enviado aquí, y también a ti, puesto que no podía despacharla sin ti.
    —Está bien. ¿Y qué resulta de eso?
    —¿No supondrás que él quiera que vuelva, verdad?
    —Eso es paranoia, Siever. ¿Acaso crees que él intenta mantenerla en un exilio permanente?
    —Puedes creerlo, en cierto modo. Mira, Eugenia, no conoces la historia inicial de la Cúpula como yo la conozco, y como la conoce Pitt. Muy pocos más la conocen. La que sí conoces es la propensión de Pitt a lo secreto, y eso funciona también aquí. Primero necesitas comprender por qué permanecemos encerrados en la Cúpula sin hacer el menor esfuerzo para colonizar Erythro.
    —Ya me lo explicaste. La naturaleza de la luz...
    —Esa es la explicación oficial, Eugenia. Descarta la luz; es algo a lo que podemos habituamos. Considera todo lo demás que tenemos: un mundo con una gravedad normal, una atmósfera respirable, una escala de temperaturas agradables, ciclo climático que recuerda la Tierra, ninguna forma de vida por encima de la fase prokaryote y con nada infeccioso por parte de esas prokaryotes. Sin embargo, no movemos ni un dedo para colonizar este mundo aunque sólo sea de forma limitada.
    —Bien. Entonces dime por qué no lo hacéis.
    —En los primeros días de la Cúpula, la gente salió con libertad absoluta para explorar el exterior. Nadie tomó precauciones especiales, se respiró el aire y se bebió el agua.
    —Bueno ¿y qué?
    —Y algunos de ellos cayeron enfermos. Mentalmente y de forma crónica. No fue una locura violenta..., sino divorciada de la realidad. Unos cuantos mejoraron con el tiempo; pero ninguno, que yo sepa, se ha recuperado por completo. Al parecer no es nada contagioso, y se les cuida en Rotor, sin llamar la atención.
    Eugenia frunció el ceño.
    —¿No te lo estarás imaginando, Siever? Yo no he oído ni palabra al respecto.
    —Te recuerdo otra vez la propensión de Pitt al secreto. Eso no era nada que tuvieses necesidad de saber. No era cosa de tu departamento. Yo sí tenía necesidad de saberlo, porque se me había enviado aquí para solucionarlo. Si yo fracasara, quizá nos viésemos obligados a abandonar por completo Erythro, y entonces nos envolvería a todos un velo de temor y descontento.
    Genarr quedó silencioso un momento y luego añadió:
    —No debiera contarte esto. En cierto modo estoy quebrantando mi juramento oficial. No obstante lo hago por Marlene.
    Un gesto de honda aprensión ensombreció el rostro de Eugenia.
    —¿Qué estás diciendo? ¿Que Pitt...?
    —Estoy diciendo que Pitt puede haber pensado que Marlene caiga con lo que llamamos «plaga erythrótica». Eso no la mataría. Ni siquiera la haría caer enferma de la forma convencional sino que le causaría el suficiente desorden cerebral para anular quizá su peculiar don, que es lo que Pitt quiere.
    —Pero eso es horrible, Siever. Inconcebible. Someter a una niña...
    —No estoy diciendo que haya de suceder así, Eugenia. El hecho de que Pitt lo quiera no significa que lo consiga. En cuanto llegué aquí, implanté métodos drásticos de protección. Nosotros no salimos al aire libre sin ponernos un equivalente de los trajes protectores, y no permanecemos fuera más tiempo del necesario. Además, hemos mejorado los procedimientos de filtración en la Cúpula. Desde que impuse esas medidas hemos tenido sólo dos casos, ambos leves.
    —¿Pero cuál es la causa, Siever?
    Genarr soltó, no sin esfuerzo, una breve carcajada.
    —Lo ignoramos. Eso es lo peor. No podemos reforzar nuestras defensas. Minuciosos análisis demuestran que no hay nada en el aire ni en el agua que parezca ser el causante. Ni en el suelo, después de todo tenemos el mismo suelo aquí, en la Cúpula; no nos es posible aislarnos de él. Por otra parte, filtramos escrupulosamente el aire y el agua. No obstante, muchas personas han respirado el aire puro erythrótico y bebido el agua pura erythrótica sin consecuencia alguna.
    —Entonces serán las prokaryotes.
    —Es posible. Todos nosotros las hemos ingerido o respirado sin darnos cuenta, y las hemos utilizado en experimentos con animales. No sucedió nada. Además, si fueran las prokaryotes se supone que la plaga sería contagiosa y, como te he dicho, no lo es. Hemos experimentado con la radiación de Némesis, y eso no parece causar daño. Es más, una vez, sólo una, alguien que no había salido nunca, la contrajo dentro de la Cúpula. Es un misterio
    —¿No tienes ninguna teoría?
    —¿Quién, yo? No. Me conformo con haberla detenido virtualmente. Sin embargo, mientras desconozcamos la naturaleza y la causa de la plaga, no podemos estar nunca seguros de que no se reproduzca. Se hizo una sugerencia...
    —¿Cuál?
    —Un psicólogo me trasladó esa sugerencia y yo se la pasé a Pitt. Él adujo que quienes contraían la dolencia eran más imaginativos que los indemnes, más por encima de lo común en cuestiones mentales. Más inteligentes, más creativos, menos corrientes. Según su sugerencia, cualquiera que fuese la causa, los cerebros más notables fueron los menos resistentes, los más afectados por los trastornos.
    —¿Crees que puede ser así?
    —No lo sé. Lo malo es que no hay otra distinción. Ambos sexos fueron atacados más o menos por igual, y no se pudo encontrar ninguna propensión clara en función de la edad, la educación y los rasgos físicos generales. Desde luego, las víctimas de la plaga constituyen una muestra relativamente pequeña, así que las estadísticas no son reveladoras. Pitt pensó que podríamos seguir adelante guiándonos por esa sugerencia; y, en años recientes, no ha venido a Erythro nadie que no fuera un palurdo, no sin inteligencia, entiéndeme, pero un empollón. Como yo. Soy el sujeto idóneo para la inmunidad de la plaga, un cerebro ordinario ¿No crees?
    —Vamos, Siever, tú no eres...
    —Por otra parte —dijo Genarr sin hacer caso de su protesta—, yo diría que el cerebro de Marlene se sale de lo ordinario.
    —¡Ah, sí! Ya veo a dónde vas a parar.
    —Es posible que cuando Pitt descubrió la facultad de Marlene y escuchó la solicitud de ésta para ir a Erythro, viera sin tardanza que, accediendo a esa petición, podría librarse de una mente que él había reconocido instantáneamente como peligrosa.
    —Es evidente, pues, que debemos marchamos..., volver a Rotor.
    —Sí; pero estoy seguro que Pitt os lo impedirá durante algún tiempo. Puede aducir que esas mediciones tuyas son vitales y deben completarse; entonces no podrás utilizar la plaga como una excusa. Si lo intentas, él te someterá a un examen mental. Sugiero que termines lo antes posible esas mediciones y, en cuanto a Marlene, tomaremos todas las precauciones concebibles. La plaga se ha extinguido, y la sugerencia de que los cerebros poco comunes son particularmente vulnerables es sólo eso, una sugerencia y nada más. No hay ninguna razón para pensar que no podamos salir del atolladero. Cuidaremos la seguridad de Marlene y lograremos frustrar a Pitt.
    Insigna miró con fijeza a Genarr sin verlo realmente; sintió que se le hacía un nudo en el estómago.

    XVI. HIPER ESPACIO

    32

    Adelia era un Establecimiento mucho más agradable de lo que jamás lo fuera Rotor.
    Crile había visitado ya seis Establecimientos aparte de Rotor, y todos habían sido más agradables que éste. (Fisher hizo una pausa momentánea para repasar la lista de nombres y suspiró. Eran siete, no seis. Estaba perdiendo el norte. Quizá todo aquello fuera demasiado para él.)
    Cualquiera que fuese el número, Adelia era el Establecimiento más grato de todos los que había visitado. Quizá no por su aspecto. Rotor había sido un Establecimiento más antiguo, que había logrado constituirse en una suma de tradiciones, por decirlo así, lo cual favorecía su eficiencia, dando la impresión de que cada persona conocía exactamente su lugar, estaba satisfecha de eso y laboraba con éxito.
    Desde luego, Tessa estaba allí, en Adelia. Tessa Anita Wendel. Crile no había puesto manos a la obra todavía, quizá porque la calificación que le diera Tanayama de hombre irresistible para las mujeres le había trastornado. Por mucho que ello pareciera una nota de buen humor (o sarcasmo) le obligaba, casi contra su voluntad, a ir con tiento. Esta vez un fracaso sería doblemente censurable a los ojos de alguien que le creía, aunque sin gran sinceridad, muy hábil en el trato con las mujeres.
    Habían transcurrido dos semanas desde que se asentó en el Establecimiento, antes de que consiguiera conocerla. Nunca dejaba de maravillarle que, en cualquier Establecimiento, uno lograra arreglárselas siempre para echar el ojo a cualquiera, aunque su experiencia le hubiese acostumbrado a la pequeñez de un Establecimiento, a lo reducido de su población, a la manera en que todo el mundo conocía a todo el mundo dentro de su círculo y también a casi todo el mundo fuera de ese círculo.
    Sin embargo, cuando él la vio, Tessa Wendel resultó ser bastante impresionante. La descripción de Tanayama como una mujer de edad mediana, divorciada dos veces (con un rictus en sus marchitos labios al decirlo, como si impusiera una tarea nada grata a Fisher), le había hecho imaginarse una mujer áspera, de facciones duras, quizá con un tic nervioso y una actitud cínica o hambrienta frente a los hombres.
    Tessa no se parecía a eso lo más mínimo, desde la moderada distancia a que la vio por primera vez. Era casi tan alta como él y morena, con melena lisa. Parecía muy alerta y tenía la sonrisa fácil. Pudo atestiguarlo. Su ropa era de una sencillez refrescante, como si se desviviera por evitar los perifollos. Era evidente que procuraba conservar la esbeltez y su figura era todavía sorprendentemente juvenil.
    Fisher se encontró preguntándose por qué se habría divorciado dos veces aquella mujer. Se apresuró a suponer que se habría cansado de los hombres, más bien que a la inversa; aunque el sentido común le dijera que la incompatibilidad podía darse en contra de todas las probabilidades.
    Fue preciso asistir a un acto social en el cual también estuviera presente ella. El hecho de ser un terrícola creó ciertas dificultades; pero en todo el Establecimiento había gente que estaba más o menos a sueldo de la Tierra. Una de esas personas se ocuparía de que se le «lanzara», para emplear la expresión que solía aplicarse a ese rito.
    Por fin llegó el momento en que él y la Wendel estuvieron frente a frente, y ella le observó pensativa barriéndolo con la mirada de arriba abajo y luego otra vez hacia arriba, a lo que siguió la inevitable pregunta:
    —Usted viene de la Tierra, ¿no es cierto, Mr. Fisher?
    —Sí, doctora Wendel. Y lamentaré sobremanera que eso la ofenda.
    —No me ofende. Supongo que habrá sido descontaminado.
    —Vaya que sí. Casi hasta la muerte.
    —¿Y por qué se ha aventurado a sufrir el proceso de descontaminación para venir aquí?
    A lo que Fisher respondió sin mirarla con demasiada insistencia pero atento para detectar el efecto de sus palabras:
    —Porque me habían dicho que las mujeres adelianas eran particularmente hermosas.
    —Y ahora me imagino que usted volverá allá para desmentir semejante rumor.
    —Por el contrario, acaba de ser confirmado.
    —Usted es un buscador, ¿no lo sabía?
    Fisher ignoró lo que significaba «buscador» en el lenguaje coloquial de Adelia; pero como la Wendel sonreía decidió que el primer intercambio había ido bien.
    ¿Sería porque era irresistible? Recordó de repente que él no había intentado nunca ser irresistible con Eugenia. Sólo había buscado un medio para su lanzamiento en la dificultosa sociedad rotoriana.
    «La sociedad adeliana no es tan dificultosa —pensó—; pero mejor será no exagerar mi irresistibilidad.» Sin embargo, sonrió tristemente para sí.

    33

    Un mes después, Fisher y la Wendel se encontraron ya lo bastante a gusto el uno con el otro para pasar algún rato juntos en un gimnasio de baja gravedad. Fisher casi había disfrutado del entrenamiento; pero sólo casi, porque no había conseguido nunca adaptarse a los ejercicios gimnásticos en baja gravedad lo suficiente para evitar el mal del espacio. En Rotor no se prestaba tanta atención a esas cosas, y en general se le había excluido de ellas porque no era un rotoriano nato. (Eso era legal, pero la costumbre solía ser más fuerte que la legalidad.)
    Tomaron un ascensor hasta el nivel de alta gravedad, y Fisher sintió que el estómago se le asentaba. Ambos llevaban el mínimo de ropa. Fisher tuvo la impresión de que la mujer se sentía tan afectada por su cuerpo como por el suyo.
    Después de la ducha, ambos se pusieron albornoces y se retiraron a uno de los compartimientos privados, donde encargaron un pequeño refrigerio.
    —En la gravedad baja no eres nada malo para un terrícola, Crile —dijo la Wendel—. ¿Estás disfrutando con tu estancia en Adelia?
    —Sabes que sí, Tessa. Un terrícola no se podrá acostumbrar nunca por completo a un mundo tan pequeño; pero tu presencia compensa muchas desventajas.
    —Sí. Eso es, exactamente, lo que diría un buscador. ¿Cómo es Adelia comparada con Rotor?
    —¿Con Rotor?
    —¿O con los otros Establecimientos donde has estado? Puedo enumerarlos todos, Crile.
    Fisher sintió desconfianza.
    —¿Qué has hecho? ¿Investigar mi pasado?
    —Claro está.
    —¿Acaso soy tan interesante?
    —Yo encuentro interesantes a todos los que se desviven por demostrar su interés hacia mí. Quiero conocer el porqué. Excluyendo la posibilidad del sexo, por supuesto. Eso se toma como una concesión adicional.
    —Entonces ¿por qué me intereso yo por ti?
    —Supongamos que me lo cuentas. ¿Por qué fuiste a Rotor? Estuviste allí el tiempo suficiente para casarte y tener una hija; luego, te marchaste a toda prisa antes de que el Establecimiento se largara. ¿Temiste quedarte estancado toda tu vida en Rotor? ¿No te gustó aquello?
    Fisher pasó de la sensación de desconfianza a la de acoso.
    —A decir verdad —respondió—, Rotor no me gustó mucho porque yo no les gusté a ellos, como terrícola, quiero decir. Y tienes razón. No quise quedarme estancado allí toda mi vida como un ciudadano de segunda clase. Otros Establecimientos son más comprensivos con nosotros. Adelia lo es.
    —Sin embargo, Rotor tenía un secreto que procuraba preservar de la Tierra, ¿no es cierto?
    Los ojos de la Wendel parecieron relucir de puro regocijo.
    —¿Un secreto? Supongo que te refieres a la hiperasistencia.
    —Sí, me refiero a eso. Y me figuro que eso era lo que perseguías.
    —¿Quién? ¿Yo?
    —Sí, tú, por descontado. ¿Lo conseguiste? Quiero decir que por eso te casaste con una científica rotoriana, ¿no es verdad?
    Apoyando la cara en sus puños y afirmando los codos sobre la mesa, la mujer se inclinó hacia él.
    Fisher negó con la cabeza y contestó cauteloso:
    —Ella no me dijo jamás ni una palabra sobre hiperasistencia. Estás totalmente equivocada acerca de mí.
    La Wendel hizo caso omiso de esa observación y continuó:
    —Y ahora quieres obtener esa información de mí. ¿Cómo proyectas hacerlo? ¿Piensas casarte conmigo?
    —¿La obtendría si me casara contigo?
    —No.
    —Entonces el matrimonio parece quedar descartado, ¿no crees?
    —Lástima —murmuró sonriente la Wendel.
    —¿Me haces esas preguntas porque eres una hiperespacialista?—inquirió Fisher.
    —¿Dónde te han dicho que yo sea eso? ¿Allá en la Tierra antes de que vinieras aquí?
    —Apareces en la lista de Adelian Roster.
    —¡Ah, también me investigaste a mí! Qué extraña pareja somos. ¿Observaste que se me cita como una física teórica?
    —Se citan también tus trabajos, y puesto que varios de los títulos contienen la palabra «hiperespacial» te hacen parecer, a mi juicio, una hiperespacialista.
    —Sí; pero, así y todo, soy física teórica, y por tanto mi planteamiento del hiperespacialismo es puramente teórico. No lo he llevado nunca a la práctica.
    —Pero Rotor lo hizo. Me pregunto si eso no te molestará. Después de todo alguien en Rotor se te adelantó.
    —¿Por qué habría de molestarme? La teoría es interesante; pero su aplicación no lo es. Si leyeras mis trabajos, y no sólo los encabezamientos, verías que digo con toda llaneza que la hiperasistencia no merece esfuerzo alguno.
    —Los rotorianos fueron capaces de llevar una nave a la profundidad del espacio y estudiar las estrellas.
    —Estás hablando de la Sonda Lejana. Eso permitió a Rotor hacer mediciones de paralaje respecto a diversas estrellas comparativamente distantes, pero ¿les resarce tal cosa del gasto que hicieron? ¿Hasta dónde llegó la Sonda Lejana? ¿Sólo unos pocos meses luz? En verdad, no muy lejos. En cuanto se refiere a la Galaxia, la posición extrema de la Sonda Lejana, la de la Tierra y la línea imaginaria trazada entre ambas equivalen a un punto en el espacio.
    —Ellos hicieron algo más que despachar la Sonda Lejana. Todo el Establecimiento se marchó.
    —Lo hicieron, es cierto. Eso ocurrió en el 22, así que ahora hace seis años que se han ido. Y todo cuanto sabemos es que se marcharon.
    —¿No te parece suficiente?
    —Claro que no. ¿Adónde iban? ¿Siguen todavía vivos? ¿Pueden estar vivos aún? Los seres humanos no se han aislado nunca en un Establecimiento. Han tenido siempre a la Tierra en su vecindad, y también a otros Establecimientos. ¿Pueden sobrevivir unas cuantas decenas de millares de seres humanos solos en el Universo, ocupando un pequeño Establecimiento? No sabemos en absoluto si eso es una posibilidad psicológica. Yo creo que no.
    —Según me imagino, ellos tenían el propósito de encontrar un mundo donde les fuera posible la vida. No permanecerían en el Establecimiento.
    —Vamos, ¿qué mundo podrían encontrar? Hace seis años que se marcharon. Existen exactamente dos estrellas que ellos podrían haber alcanzado a estas alturas, pues la hiperasistencia puede moverlos tan sólo a una velocidad media equivalente a la de la luz. Una es Alpha Centauri, un sistema de tres estrellas, a 4.3 años luz de aquí; una de ellas es una enana roja. Luego está la estrella de Barnard, una enana roja solitaria a 5.9 años luz de aquí. Cuatro estrellas: una similar al Sol, otra algo similar al Sol y dos enanas rojas. Las dos similares al Sol forman parte de un binario moderadamente próximo, y por consiguiente no es probable que tengan un planeta similar a la Tierra en una órbita estable. ¿Adónde irán, pues? No lo conseguirán, Crile. Lo siento. Sé que tu esposa y la niña están en Rotor, pero no lo conseguirán.
    Fisher conservó la serenidad. Él sabía algo que la mujer ignoraba. Lo de la Estrella Vecina, pero ésa era también una enana roja.
    —Entonces crees que el vuelo interestelar es imposible ¿no?
    —En la práctica, sí, y siempre y cuando que la hiperasistencia sea todo cuanto haya.
    —Lo dices como si la hiperasistencia no fuera todo cuanto hay, Tessa.
    —Puede ser todo cuanto hay. Pero no hace mucho pensábamos que incluso eso era imposible, y para ir aún más lejos. Ahora bien, al menos podemos soñar con verdaderos vuelos hiperasistenciales y velocidades superlumínicas. Si pudiésemos avanzar tan aprisa como deseamos y durante tanto tiempo como queremos, quizás el Universo se convirtiera en un inmenso sistema solar y todo él podría ser nuestro.
    —Es un hermoso sueño. ¿Pero es posible?
    —Desde el vuelo del Rotor hemos celebrado conferencias de todos los Establecimientos sobre ese asunto.
    —¿Sólo todos los Establecimientos? ¿Y qué hay de la Tierra?
    —Asistieron observadores de la Tierra, pero hoy día la Tierra no es un paraíso para los físicos.
    —¿A qué conclusiones se llegó en esas conferencias?
    La Wendel sonrió.
    —No eres físico.
    —Deja aparte lo más intrincado. Tengo curiosidad.
    Ella se limitó a sonreírle.
    Fisher apretó el puño sobre la mesa.
    —Olvida esa teoría tuya de que soy una especie de agente secreto en busca de tu información. Tengo una hija perdida por ahí, Tessa. Dices que, probablemente, ella esté muerta. Pero ¿y si vive? ¿Hay alguna posibilidad de...?
    La sonrisa de Wendel se desvaneció.
    —Lo siento. No pensé en eso. Pero sé práctico. Es tarea imposible buscar un Establecimiento en un volumen de espacio representado por una esfera que ahora mismo tiene un radio de seis años luz y crece sin cesar con el tiempo. Se requirió más de un siglo para encontrar el décimo planeta, y éste era mucho más grande que Rotor, y fue preciso peinar un volumen de espacio mucho más reducido.
    —La esperanza es lo último que se pierde —objetó Fisher—. ¿Es posible el auténtico vuelo hiperespacial? Te bastará con decir sí o no.
    —Muchos dicen que no, si quieres saber la verdad. Puede haber unos pocos que aseguren poder decir sí, pero tienden a susurrarlo.
    —¿Hay alguien que diga que sí en voz alta?
    —Sólo una persona, que yo sepa. Yo misma.
    —¿Lo crees posible? —exclamó atónito Fisher, y no tuvo necesidad de fingir—. ¿Lo dices a la luz del día o es algo que murmuras en la oscuridad de la noche?
    —Tengo algunas publicaciones sobre el tema. Uno de esos artículos de los que sólo lees el titulo. Nadie osa mostrarse conforme conmigo, claro está; además, me he equivocado antes varias veces. Pero ahora creo estar en lo cierto.
    —¿Por qué suponen los otros que te equivocas?
    —Eso es lo peor. Es una cuestión de interpretación. La hiperasistencia según el modelo rotoriano, cuyas técnicas han sido aceptadas y comprendidas en general por los Establecimientos, depende de este hecho: el producto de la relación entre velocidad de la nave y velocidad de la luz multiplicada por el tiempo es una constante donde la relación entre velocidad de la nave y velocidad de la luz es mayor que uno.
    —¿Qué significa eso?
    —Significa que, cuando vas más aprisa que la luz, cuanto más aceleres, más breve será el tiempo en que puedas mantener tal velocidad y más largo el tiempo en que debas ir más despacio que la luz antes de recibir un nuevo impulso. En definitiva, resulta que tu velocidad promedio al recorrer una determinada distancia no es mayor que la velocidad de la luz.
    —¿Y qué más?
    —Así parece como si interviniera el principio de la incertidumbre y, según sabemos todos, no se debe tontear con el principio de la incertidumbre. Si interviniera el principio de la incertidumbre, el auténtico vuelo hiperespacial sería teóricamente imposible, y casi todos los físicos se han venido abajo en esa parte del argumento mientras que el resto ha seguido perorando. Sin embargo, mi opinión es que lo que interviene ahí «parece» ser el principio de incertidumbre pero no lo es, y que por consiguiente, el auténtico viaje hiperespacial no ha quedado anulado.
    —¿No se puede dar solución al asunto?
    —Probablemente no —dijo la Wendel sacudiendo la cabeza—. Los Establecimientos no se hallan interesados ni mucho menos en deambular por ahí con mera hiperasistencia. Nadie está dispuesto a repetir el experimento rotoriano y viajar durante años hasta encontrar la muerte. Por otra parte, no existe tampoco ningún Establecimiento que quiera invertir cantidades increíbles de dinero, recursos y esfuerzos para perfilar una técnica que, según la gran mayoría de expertos en ese terreno, es teóricamente imposible.
    Fisher se inclinó hacia delante.
    —¿Y no te molesta eso?
    —Claro que me molesta. Soy física y me gustaría probar que mi opinión sobre el Universo es la correcta. Sin embargo, he de aceptar los límites de lo posible. Requerirá sumas enormes, y los Establecimientos no me darán nada.
    —Pero, Tessa, aunque los Establecimientos no estén interesados, la Tierra sí lo está, y por cualquier cantidad.
    —¿De verdad? —Tessa sonrió, al parecer divertida, y alargando la mano, acarició con lentitud y sensualidad el pelo de Fisher—. Pienso que algún día podríamos ir a la Tierra.

    34

    Fisher le cogió la muñeca y le apartó la mano de su cabeza.
    —¿Me has dicho la verdad acerca de tu criterio sobre el vuelo hiperespacial?
    —Por completo.
    —Entonces la Tierra te necesita.
    —¿Por qué?
    —Porque la Tierra quiere el vuelo hiperespacial y tú eres la única física importante que lo cree factible.
    —Si sabes eso, Crile, ¿a qué viene el interrogatorio?
    —No lo he sabido hasta que me lo has dicho. La única información que se me ha facilitado acerca de ti es que eres la física más genial entre los que viven hoy día.
    —¡Oh, lo soy, lo soy! —exclamó burlona la Wendel—. Y se te envió aquí para reclutarme.
    —Se me envió para persuadirte.
    —¿Persuadirme para hacer qué? ¿Para ir a la Tierra? Un lugar superabarrotado, sucio, empobrecido, arrasado por una atmósfera incontrolable. ¡Qué idea tan tentadora!
    —Escúchame, Tessa. La Tierra no está hecha de una pieza. Puede ser que tenga todos esos defectos, pero hay partes muy hermosas y pacíficas que son todo cuanto verías. No sabes, realmente, cómo es la Tierra. No has estado nunca allí, ¿verdad?
    —Jamás. Soy adeliana, nacida y educada aquí. He estado en otros Establecimientos; pero nunca allí. Gracias.
    —Entonces no puedes saber cómo es la Tierra. No puedes saber que es un mundo inmenso. Un mundo real. Aquí vives enclaustrada en una caja de juguete, una superficie de varios kilómetros cuadrados con un puñado de personas. Vives en una miniatura que has usado hasta el agotamiento y que no puede ofrecerte nada más. En cambio, la Tierra tiene una superficie de más de seiscientos mil kilómetros cuadrados. Cuenta con ocho billones de seres humanos. Tiene una variedad infinita, gran parte de ella muy mala, pero otra es muy buena.
    —Y toda ella muy pobre. Y no tiene ciencia.
    —Porque los científicos, y con ellos la ciencia, se han trasladado a los Establecimientos. Por eso te necesitamos a ti y a otros. Regresa a la Tierra.
    —Sigo sin ver el porqué.
    —Porque nosotros tenemos metas, ambiciones, deseos. Los Establecimientos tienen bastante con sentirse muy satisfechos de sí mismos.
    —¿Qué tienen de bueno esos deseos, ambiciones y metas? La física es una empresa costosa.
    —La riqueza per cápita de la Tierra es pobre, lo reconozco. Individualmente somos pobres, pero ocho billones de personas contribuyen a salir de la pobreza, pueden amasar una suma tremenda. Nuestros recursos, aun habiendo sido malbaratados, son todavía enormes, y podemos encontrar más dinero y más fuerza laboral que todos los Establecimientos juntos, si son para algo que creamos totalmente necesario. La Tierra siente la necesidad absoluta del vuelo hiperespacial. Ven a la Tierra, Tessa, y se te tratará como al más preciado de esos recursos, necesitamos tener un cerebro genial. Y es lo único que no podemos obtener con nuestros propios medios.
    —No estoy segura de que Adelia me deje marchar —objetó la Wendel—. Puede que sea un Establecimiento satisfecho de sí mismo, pero conoce también el valor de los cerebros.
    —No pueden prohibirte que asistas a una asamblea científica en la Tierra.
    —Y una vez allí quieres decir que no necesitaré volver, ¿eh?
    —No tendrás queja respecto al trato. Estarás mucho más cómoda que aquí. Se te atenderá a todos tus deseos y preferencias. Más que eso, dirigirás el proyecto hiperespacial y tendrás un presupuesto ilimitado para hacer pruebas de cualquier clase, experimentos, observaciones...
    —¡Vaya! ¡Me propones un soborno principesco!
    Fisher dijo muy serio:
    —¿Se te ofrece algo más?
    —Me pregunto una cosa —dijo la Wendel—. ¿Por qué te enviaron a ti? ¿Un hombre atractivo como tú? ¿Esperan que lleves a casa una física avejentada, susceptible, frustrada, atraída por tu cuerpo como un pez muerde el anzuelo?
    —No sé lo que piensa la gente que me envió, Tessa; pero eso no es lo que pienso yo. No estás avejentada, como bien sabes. No creo por un instante que seas susceptible ni que estés frustrada. Esto no tiene nada que ver con el hecho de que seas hombre o mujer, persona avejentada o juvenil.
    —¡Qué lástima! Supongamos que me muestro recalcitrante y reafirmo mi deseo de no ir a la Tierra. ¿Cuál será, entonces, tu última medida de persuasión? ¿Reprimir tu desagrado ante el proceso y hacerme el amor?
    La Wendel cruzó los brazos sobre los magníficos senos y le miró inquisitiva.
    Fisher dijo cauteloso, eligiendo las palabras:
    —Una vez más, me es imposible decir qué habrán pensado quienes me enviaron. Hacer el amor no fue parte de mis instrucciones implícitas y tampoco de mis intenciones; aunque, si lo hubiese sido, te aseguro que no hubiese sentido ningún desagrado ante la perspectiva. Sin embargo, pienso que tú verías las ventajas desde el punto de vista de la física, y yo no te denigraría suponiendo que necesitas algo más.
    —¡Qué equivocado estás! —exclamó la Wendel—. Veo las ventajas desde el punto de vista de la física y ansío aceptar la oferta y perseguir a la mariposa del vuelo hiperespacial por los corredores de lo posible, pero no deseo renunciar a tus mejores esfuerzos de persuasión. Quiero todo.
    —Pero...
    —En suma, si me quieres, deberás pagarme. Persuádeme como si fuese recalcitrante, lo mejor que sepas. De lo contrario, no iré a la Tierra. ¡Vamos! ¿Para qué supones que estamos aquí, en un compartimiento privado? ¿Para qué crees que son los compartimientos privados? Hemos hecho ejercicio, nos hemos duchado, hemos comido y bebido un poco, conversado y experimentado cierto placer con todas esas cosas, y ahora se nos brinda la oportunidad de experimentar con otras. Insisto. Persuádeme para que vaya a la Tierra.
    Al roce de su dedo, la luz del compartimiento privado se amortiguó de forma sugestiva.

    XVII. ¿SEGURA?

    35

    Insigna se sintió inquieta. Era Siever Genarr quien había insistido en que se consultara con Marlene sobre el asunto.
    —Tú eres su madre, Eugenia, no puedes evitar pensar en ella como si fuese una niña pequeña —dijo—. Una madre requiere cierto tiempo para darse cuenta de que no es una emperatriz absolutista, de que su hija no forma parte de su propiedad.
    Eugenia Insigna esquivó su mirada benigna y dijo:
    —No me sermonees, Siever. Tú no tienes hijos. Es fácil ser grandilocuente para referirte a los hijos de los demás.
    —¿Te parezco grandilocuente? Lo siento. Digamos que no estoy ligado de una forma tan emocional como tú a la memoria de una criatura. Me gusta mucho la chica, pero no tengo ninguna imagen de ella en el pensamiento, excepto la de una jovencita en pleno desarrollo con una mente excepcional. Ella es importante, Eugenia. Tengo la extraña impresión de que es mucho más importante que tú y que yo. Es preciso contárselo.
    —Es preciso mantenerla segura —le contradijo Insigna.
    —Conforme; pero también se le debe preguntar qué medio le parece mejor para su seguridad. Ella es joven e inexperta; pero tal vez sepa mejor que nosotros lo que se debe hacer. Discutámoslo entre todos como si fuésemos tres adultos. Prométeme, Eugenia, que no intentarás hacer uso de tu autoridad materna.
    —¿Cómo puedo prometer tal cosa? —replicó la mujer con amargura—. Pero hablemos con ella.
    Así que los tres se reunieron en el despacho de Genarr, la habitación escudada, y Marlene, mirando rápida de uno a otro, apretó mucho los labios y murmuró desalentada:
    —No me va a gustar esto.
    —Temo que sean malas noticias —dijo Insigna—. Te lo explicaré sin rodeos. Estamos considerando la conveniencia de regresar a Rotor.
    Marlene pareció estupefacta.
    —¿Pero y tu importante trabajo, madre? No puedes abandonarlo. Si bien veo que no tienes esa intención. Entonces, ¡no lo entiendo!
    —Marlene —Insigna habló despacio y con énfasis—. Estamos considerando la conveniencia de que tú regreses a Rotor. Sólo tú.
    Tras esas palabras hubo unos instantes de silencio mientras Marlene escrutaba los rostros de ambos. Luego, dijo casi susurrante:
    —¿Hablas en serio? No puedo creerlo. No quiero regresar a Rotor. Jamás. Erythro es mi mundo. Aquí deseo estar.
    —Marlene —empezó a decir su madre con voz estridente.
    Genarr levantó la mano hacia Insigna e hizo un leve gesto negativo con la cabeza. Ella enmudeció, y Genarr inquirió:
    —¿Por qué deseas tanto estar aquí, Marlene?
    Y Marlene respondió categórica:
    —Porque sí. A veces uno siente hambre de una determinada comida. Sólo sabes que deseas comerla. No puedes explicar el porqué. Sólo la quieres. Yo tengo hambre de Erythro. No sé por qué, pero lo quiero. No necesito explicarlo.
    —Deja que tu madre te cuente lo que sabemos nosotros —dijo Genarr.
    Insigna estrechó la mano fría e indiferente de Marlene entre las suyas, y dijo:
    —Marlene, ¿recuerdas que antes de partir hacia Erythro me contaste tu conversación con el comisario Pitt?
    —Sí.
    —Entonces me dijiste que cuando él nos dio autorización para ir a Erythro, se guardó para sí algo. Tú no supiste lo que ese algo era, pero te pareció más bien desagradable, casi maligno.
    —Sí, lo recuerdo.
    Insigna vaciló, y los ojos grandes y penetrantes de Marlene endurecieron su mirada. La muchacha bisbiseó como si estuviera hablando consigo misma, sin darse cuenta de que estaba exteriorizando sus pensamientos más recónditos.
    Parpadeo óptico en la cabeza. Mano próxima a la sien. Se aparta.
    El sonido se extinguió aunque los labios continuaron moviéndose.
    Luego, con sonora protesta, inquirió:
    —¿Acaso tenéis la impresión de que algo no funciona bien en mi mente?
    —No —se apresuró a contestar Insigna—. Todo lo contrario, querida. Sabemos que tu mente es extraordinaria y que queremos que siga así. He aquí la historia.
    Marlene escuchó, con lo que pareció profundo recelo, el relato sobre la plaga Erythro, y al final dijo:
    —Veo que crees en lo que me has contado, madre, pero podría ser que alguien te haya dicho una mentira.
    —Ella lo supo por mí —terció Genarr—, y te aseguro, fundándome en mi experiencia personal, que es toda la verdad. Ahora dime si estoy contando la verdad.
    Marlene lo aceptó sin reservas y avanzó unos pasos:
    —Entonces, ¿por qué estoy, especialmente, en peligro? ¿Por qué corro más riesgo que tú o mi madre?
    —Como te ha dicho tu madre, Marlene, la plaga propende a atacar a las personas más imaginativas, más fantaseadoras. Ciertos indicios hacen creer a algunos que las mentes poco comunes son las más indefensas ante la plaga, y como la tuya es la más excepcional que jamás haya conocido yo, me parece posible que estés peligrosamente indefensa. El comisario ha enviado instrucciones disponiendo que goces de plena libertad en Erythro, que te permitamos ver y experimentar todo cuanto desees, incluso explorar el exterior de la Cúpula. Eso parece mucha benignidad por su parte. ¿No pretenderá él exponerte al exterior con el deseo, con la esperanza, de que sucumbas a la plaga?
    Marlene lo consideró sin dar la menor señal de emoción.
    —¿Es que no lo ves, Marlene? —inquirió Insigna—. El comisario no se propone matarte. Nosotros no le acusamos de eso. Él pretende sólo inutilizar tu mente porque le causas inconveniencias. Te resulta muy fácil averiguar cosas sobre él y sobre sus propósitos; no quiere que los conozcas y no tolerará tal cosa. Es un hombre de muchos secretos.
    —Si el comisario Pitt intenta hacerme daño —dijo Marlene tras un largo silencio—, ¿por qué queréis enviarme de nuevo a él?
    Genarr alzó las cejas.
    —Ya te lo hemos explicado. Aquí estás en peligro.
    —Allí estaría también en peligro, con él. ¿Qué no hará él a continuación, si desea de verdad destruirme? Pero si cree que aquí resultaré eliminada, se olvidará de mí. Me dejará en paz, ¿No os parece? Por lo menos mientras yo esté aquí ¿no?
    —Pero la plaga, Marlene. Recuerda la plaga —dijo Insigna intentando estrecharla entre sus brazos.
    Marlene se zafó del abrazo.
    —No me preocupa la plaga.
    —Pero te hemos explicado.
    —No importa lo que me hayáis explicado. Aquí no estoy en peligro. Ni mucho menos. Conozco bien mi mente. He vivido con ella toda mi vida. La entiendo. Y no está en peligro.
    —Sé razonable, Marlene —dijo Genarr—. Por muy estable que seas, estás expuesta a la enfermedad y al deterioro. Puedes contraer meningitis, tener síntomas de epilepsia, un tumor cerebral o, a su debido tiempo, senectud. ¿Puedes escapar a esos riesgos sólo porque te sientas segura de que no te sucederá nada de eso?
    —No estoy hablando de nada de tales cosas. Estoy hablando de la plaga. Y eso no me afectará.
    —No puedes afirmar semejante cosa, querida. Nosotros no sabemos siquiera lo que es la plaga.
    —Sea lo que sea, no me afectará.
    —¿Como puedes asegurarlo, Marlene? —preguntó Genarr.
    —No lo sé.
    Insigna sintió que perdía la paciencia. Cogió por los codos a Marlene.
    —Debes hacer lo que se te dice, Marlene.
    —No, madre, tú no lo entiendes. En Rotor me sentí atraída por Erythro. Ahora que me encuentro aquí, me atrae más que nunca. Quiero quedarme. Estaré segura aquí. No quiero volver a Rotor. Allí estaré menos segura.
    Genarr alzó la mano interrumpiendo lo que Insigna se hallaba a punto de decir.
    —Propongo un compromiso, Marlene. Tu madre está aquí para hacer ciertas observaciones astronómicas. Eso le llevará algún tiempo. Prométenos que, mientras ella esté atareada, tú te conformarás con la permanencia dentro de la Cúpula, tomarás todas las precauciones que parezcan sensatas y te someterás a exámenes periódicos. Si no detectamos ningún cambio en el funcionamiento de tu cerebro podrás esperar aquí, en la Cúpula, hasta que tu madre termine, y entonces lo discutiremos otra vez. ¿Conforme?
    Marlene inclinó la cabeza para cavilar. Por fin dijo:
    —Está bien; pero ten presente una cosa, madre. Yo lo descubriré. Y no se te ocurra hacer un trabajo apresurado en lugar de uno bueno. También lo descubriré.
    Insigna contestó frunciendo el ceño:
    —No habrá tretas, Marlene, y no creas que yo haría a propósito mala ciencia, ni siquiera por ti.
    —Lo siento, madre. Sé que me encuentras irritante.
    Insigna exhaló un hondo suspiro.
    —No voy a negarlo; pero, irritante o no, Marlene, eres mi hija. Te quiero, y deseo verte a salvo. ¿Qué? ¿Estoy mintiendo a ese respecto?
    —No, madre, no estás mintiendo. Pero créeme si te digo que estoy a salvo. Desde que estoy en Erythro me siento feliz. Nunca fui feliz en Rotor.
    —¿Y por qué te sientes feliz? —inquirió Genarr.
    —No lo sé, tío Siever. Pero sentirse feliz es suficiente aunque no se sepa por qué. ¿No te parece?

    36

    —Das la impresión de estar fatigada, Eugenia —dijo Genarr.
    —Corporalmente, no, Siever. Sólo por dentro después de dos meses de cálculos. No sé cómo le fue posible a los astrónomos de la época preespacial hacer lo que hicieron sin nada más que las primitivas computadoras. Y si vamos a eso, Kepler elaboró las leyes del movimiento planetario con nada más que logaritmos, y además se consideró afortunado de que éstos hubiesen sido inventados poco antes.
    —Disculpa a este lego en astronomía, pero yo pensé que hoy día los astrónomos daban sus directrices a los instrumentos, se iban a dormir y, al cabo de unas horas, despertaban para encontrar todo nítidamente impreso y esperándoles en la mesa.
    —Ojalá fuera así. No sabes con cuánta precisión he tenido que calcular la velocidad real de Némesis y la del Sol relacionadas entre sí para saber, exactamente, dónde y cuándo lo dos alcanzarán su máxima aproximación. ¿Sabes que el error más minúsculo sería suficiente para hacernos creer que Némesis no haría daño a la Tierra cuando en realidad la destruiría, y viceversa? Ya sería bastante malo —prosiguió enfebrecida Insigna—, si Némesis y el Sol fueran los únicos cuerpos en el Universo; pero hay estrellas cercanas, todas ellas moviéndose. Doce por lo menos son lo bastante masivas para surtir un leve efecto en Némesis, en el Sol o en ambos. Leve pero suficientemente intenso, si se desestima, para ocasionar un error de kilómetros en un sentido o en otro. Y si quieres exactitud absoluta, habrás de conocer con considerable precisión la masa de cada estrella, su posición y su velocidad.
    »Es un problema de quince cuerpos, Siever, enormemente complicado. Némesis pasará a través del Sistema Solar y surtirá un efecto perceptible en varios planetas. Desde luego, mucho dependerá de la posición real de cada planeta en su órbita cuando Némesis pase por allí, y de cuánto se desviará bajo la influencia de la gravedad de Némesis, y de cómo esa desviación afectará a su atracción sobre los otros planetas. Por cierto, también se ha de calcular el efecto de Megas.
    Genarr la escuchó con expresión grave.
    —¿Y cuál es la suma total, Eugenia?
    —Así las cosas, creo que el efecto será hacer un poco más excéntrica la órbita actual de la Tierra, y un poco más pequeño el eje semimayor.
    —¿Y qué significa eso?
    —Significa que la Tierra se hará demasiado caliente para ser habitable.
    —¿Y qué sucederá con Megas y Erythro?
    —Nada mensurable. El Sistema Nemético es mucho más pequeño que el Sistema Solar y por tanto se mantiene unido con más consistencia. Aquí no habrá trastornos significativos, pero en la Tierra sí.
    —¿Cuándo sucederá eso?
    —Dentro de cinco mil veinticuatro años más o menos, Némesis alcanzará el punto de máxima aproximación. El efecto se extenderá durante veinte o treinta años mientras Némesis y el Sol se aproximan y se separan.
    —¿Habrá colisiones o algo parecido?
    —No existe casi ninguna probabilidad de nada significativo. No habrá colisiones entre los cuerpos mayores. Desde luego, algún asteroide solar podría golpear a Erythro o un asteroide nemético golpear a la Tierra. Aunque hubiese pocas probabilidades de eso, sería catastrófico para la Tierra si sucediera. Sin embargo, no habrá ninguna ocasión de calcularlo hasta que las estrellas estén muy cerca una de otra.
    —Pero, en cualquier caso, se hará necesaria la evacuación de la Tierra, ¿no es así?
    —¡Ah, sí!
    —No obstante, ellos tienen cinco mil años para hacerla
    —Cinco mil años no es mucho tiempo para disponer la evacuación de ocho billones de personas. Se les debe prevenir.
    —Y si no se les previene, ¿no lo averiguarán ellos mismos?
    —¿Quién sabe cuándo? E incluso si lo averiguaran pronto, nosotros deberíamos facilitarles la técnica de la hiperasistencia. La necesitarán.
    —¿Y si no es así?
    —También estoy seguro de que dentro de un siglo o menos se establecerá comunicación entre Rotor y la Tierra. Después de todo, si tenemos hiperasistencia para el transporte también la tendremos, a su debido tiempo, para la comunicación. O enviaremos un Establecimiento a la Tierra y habrá todavía tiempo.
    —Hablas como Pitt.
    Genarr chasqueó la lengua.
    —Él no puede equivocarse siempre, compréndelo.
    —Él no querrá comunicar. Lo sé.
    —Tampoco podrá salirse con la suya siempre. Aquí en Erythro tenemos una Cúpula a pesar de que él se opuso. E incluso si no le vencemos en eso, él morirá algún día. La verdad, Eugenia, no te preocupes tanto en este momento acerca de la Tierra. Tenemos intereses más inmediatos. ¿Sabe Marlene que estás a punto de acabar?
    —¿Cómo podría evitar que lo supiera? Según parece, el progreso exacto de mi trabajo está escrito en mi forma de recogerme una manga o de cepillarme el pelo.
    —¿Se hace cada vez más perceptiva, verdad?
    —Sí. También te has apercibido ¿eh?
    —Claro que sí. Aunque haga tan poco tiempo que la conozco.
    —Supongo que parte de ello se debe a su desarrollo progresivo. Quizá la percepción le crezca a medida que le crecen los pechos. Además, ella se pasó casi toda su vida intentando ocultar su facultad por no saber qué hacer con ella, y porque le creaba problemas. Ahora que ha perdido ese temor, se exterioriza y expande, por decirlo así.
    —O porque, por la razón que sea, como dice ella, le gusta estar en Erythro, y esa complacencia acrece sus percepciones.
    —He tenido una idea acerca de eso, Siever —dijo Insigna—. No quiero importunarte con mis locuras. Tiendo a acumular tribulaciones sobre Marlene, sobre la Tierra, sobre todo lo imaginable. ¿Dirías que un toque de la plaga la está haciendo aún más perceptiva?
    —No creo que se pueda dar respuesta a esa pregunta, Eugenia, pero si su percepción acrecentada es el efecto de la plaga, no parece afectar lo más mínimo a su equilibrio mental. Y puedo asegurarte que ninguno de los que padecieron la plaga durante toda nuestra estancia aquí mostró síntomas ni remotamente parecidos al don de Marlene.
    Insigna suspiró.
    —Gracias. Eres consolador. Y gracias también por ser tan cariñoso y amigable con mi hija.
    La boca de Genarr se curvó en una sonrisa algo ladeada.
    —Eso es fácil. Me he encariñado mucho con ella.
    —¡Qué natural lo haces parecer! Ella no es una chica que guste. Lo reconozco aunque sea su madre.
    —Yo la encuentro de mi gusto. Siempre he preferido el cerebro a la belleza en las mujeres, a menos que pueda tener ambas cosas, como en tu caso, Eugenia.
    —Hace veinte años tal vez habría podido ser —dijo Eugenia con otro suspiro.
    —Mis ojos han envejecido al mismo tiempo que tu cuerpo, Eugenia. Ellos no ven cambio alguno. Pero no importa que Marlene no sea hermosa. Es tremendamente inteligente, incluso aparte de su percepción.
    —Sí, eso es cierto. Y me consuela, aunque ella resulte a veces sobremanera enfadosa.
    —Bueno; respecto a eso, temo que Marlene continuará siendo una carga, Eugenia.
    Insigna le lanzó una mirada penetrante.
    —¿En qué sentido?
    —Ella me ha dicho muy claro que estar dentro de la Cúpula no le basta. Quiere ir ahí afuera, al suelo verdadero del mundo tan pronto como hayas concluido tu trabajo. ¡E insiste!
    Insigna le miró horrorizada.

    XVIII. SUPERLUMÍNICO

    37

    Tres años en la Tierra habían envejecido a Tessa Wendel. Su cutis se había curtido un poco. Se veía el comienzo de una papada y también bolsas oscuras bajo los ojos. Sus pechos se habían hecho algo pendulares y su cintura había engrosado.
    Crile Fisher sabía que ahora Tessa estaba cerca de la cincuentena y tenía cinco años más que él. Pero no parecía mayor de lo que era. Conservaba todavía la hermosa figura de una mujer madura (como él había oído decir a alguien refiriéndose a ella); pero no podía pasar ya por una mujer de treinta y tantos años como le ocurría cuando él la conoció en Adelia.
    Tessa se apercibía también de ello, y tan sólo hacía una semana le había hablado con amargura al respecto.
    —Es por ti, Crile —le había dicho una noche cuando ambos estaban en la cama (aparentemente los momentos en que ella se daba más cuenta de su envejecimiento.)—. La culpa es tuya. Dijiste: «Magnífico. Enorme. Variedad. Siempre algo nuevo. Inextinguible.»
    —¿Acaso no lo es? —había contestado él, sabiendo lo que ella encontraba censurable pero deseando dejarla airear una vez más sus sentimientos.
    —No, por lo que se refiere a la gravedad. En todo este planeta hinchado e imposible encuentras la misma atracción gravitatoria. Arriba en el aire, abajo en la mina, aquí, allá, por todas partes, la misma G, la misma G, la misma G. Te podría matar de puro aburrimiento.
    —No conocemos algo mejor, Tessa.
    —Tú conoces algo mejor. Has estado en los Establecimientos. Allí puedes escoger la atracción gravitatoria que te convenga. Puedes hacer ejercicio en baja gravedad. Puedes aligerar de cuando en cuando la tensión ejercida sobre tus tejidos. ¿Cómo es posible vivir sin eso?
    —Aquí en la Tierra también hacemos ejercicio.
    —¡Por favor! Lo hacéis con esa atracción, esa atracción sempiterna tirando de vosotros. Os pasáis el tiempo luchando contra ella en vez de permitir la interacción entre vuestros músculos. No podéis dar grandes saltos, ni volar, ni fluctuar. No podéis dejaros caer con la gravedad máxima ni elevaros con la mínima. Y esa atracción incesante tira de vosotros hacia abajo de forma que os encogéis y arrugáis; en suma, envejecéis. ¡Mírame a mí! ¡Mírame a mí!
    —Te miro tan a menudo como puedo —repuso Fisher con tono solemne.
    —Entonces no lo hagas. Si lo haces me apartarás de ti. Y si haces eso volveré a Adelia.
    —No, no volverás. ¿Qué harás allí después de haberte ejercitado con baja gravedad? Tu trabajo de investigación, tus laboratorios, tu equipo, todo está aquí.
    —Formaré un nuevo equipo.
    —¿Y te mantendrá Adelia con el estilo al que te has acostumbrado ahora? Claro que no. Deberás reconocer que la Tierra no te escatima nada, que estás obteniendo todo cuanto necesitas. ¿Acaso no tengo razón?
    —¿Razón? ¡Traidor! No me dijiste que la Tierra tenía ya hiperasistencia. Tampoco me dijiste que ellos han descubierto la Estrella Vecina. De hecho, me dejaste pontificar sobre la inutilidad de la Sonda Lejana de Rotor y nunca me hiciste saber que ella había descubierto algo más que unos cuantos paralajes. Te quedaste ahí sentado riéndote de mí como el despiadado miserable que eres.
    —Yo debería habértelo dicho, Tessa; pero ¿y si decidías no venir a la Tierra? No siendo mío el secreto, me era imposible revelártelo.
    —Pero ¿y después de llegar a la Tierra?
    —Tan pronto como empezaste a trabajar, a trabajar de verdad, te lo revelamos.
    —Ellos me lo revelaron, y me dejaron estupefacta haciéndome que me sintiera ridícula. Tú podías habérmelo advertido para no hacerme pasar por una idiota. Debería haberte matado; pero ¿qué podía hacer yo? Eres como un tóxico. Y sabías serlo cuando me sedujiste sin piedad para hacerme venir a la Tierra.
    Esto era un juego que ella se empeñaba en jugar, y Fisher conocía bien su papel. Así que dijo:
    —¿Te seduje? Tú insististe. No quisiste hacerlo de ninguna otra forma.
    —¡Embustero! Te me impusiste. Fue una violación; impura y compleja. Y ahora, te propones hacerlo otra vez. Lo percibo en esos horribles ojos tuyos llenos de lujuria.
    Hacía meses que ambos jugaban a eso, y Fisher sabía que ocurría así cuando ella estaba satisfecha con su actividad profesional. Después él preguntó:
    —¿Has hecho algún progreso?
    —¿Progreso? Tal vez puedas llamarlo así —la mujer estaba jadeando—. Tengo una demostración que pondré a prueba mañana ante tu decadente y anciano terrícola, Tanayama. El hombre me ha estado acosando sin piedad.
    —Es un individuo despiadado.
    —Es un individuo estúpido. Uno diría que aunque una sociedad no conozca la ciencia debería saber algo sobre ciencia, sobre su forma de funcionar. Si ellos te conceden un crédito global de un millón por la mañana, no pueden esperar nada definido en la tarde del mismo día. Deberían tener paciencia por lo menos hasta la mañana siguiente y darte toda la noche para trabajar en ello. ¿Sabes lo que me dijo la última vez que hablamos cuando le anuncié que tal vez me fuera posible mostrarle algo?
    —No, no me lo has contado. ¿Qué te dijo?
    —Uno pensaría que él dijese, «es sorprendente que en sólo tres años usted haya encontrado la solución de algo tan asombroso como nuevo. Debemos concederle enorme crédito, y el peso de la gratitud que nos inspira usted es inconmensurable». Eso es lo que uno pensaría que dijese.
    —No; ni en un millón de años me creería que Tanayama dijese semejante cosa. ¿Qué te dijo en realidad?
    —Dijo: "Así que usted ha conseguido algo al fin después de tres años. Debería habérmelo imaginado. ¿Cuánto tiempo cree usted que me queda de vida? ¿Acaso piensa que he estado manteniéndola, pagándole y poniéndole un ejército de ayudantes y trabajadores para que usted produzca algo después de mi muerte y me sea imposible ver?" Eso fue lo que dijo, y te aseguro que me gustaría retrasar la demostración hasta que él muera. Para mi propia satisfacción; pero supongo que el trabajo debe anteponerse a todo.
    —¿Tienes de verdad algo que le satisfará?
    —Sólo el vuelo superlumínico. El auténtico vuelo superlumínico; no ese disparate de la hiperasistencia. Ahora tenemos algo que nos abrirá las puertas del Universo.

    38

    El lugar donde laboraba el equipo investigador de Tessa Wendel con el propósito de conmocionar el Universo había sido preparado para ella antes de que se la reclutara para venir a la Tierra. Estaba en el interior de un vasto reducto montañoso, aislado totalmente de la bullente población terrestre y, dentro de él, se había construido una auténtica ciudad de investigación.
    Ahora Tanayama estaba allí, sentado en una butaca motorizada. Sólo sus ojos, entre los párpados entreabiertos, parecían vivos mirando a un lado y a otro.
    Él no era ni mucho menos la figura suprema en el Gobierno de la Tierra, ni siquiera la figura suprema presente allí; pero había sido y seguía siendo la fuerza suprema detrás del proyecto y todo el mundo le abría paso automáticamente.
    Sólo la Wendel pareció no dejarse intimidar.
    La voz de él pareció un susurro rasposo.
    —¿Qué veré aquí, doctora? ¿Una nave?
    —Nada de naves, director —respondió ella—. Aún quedan años para las naves. Tengo sólo una demostración; pero es emocionante. Verá la primera demostración pública del auténtico vuelo superlumínico, algo muy superior a la hiperasistencia.
    —¿Y cómo voy a ver eso?
    —Según tengo entendido, director, usted ha sido informado.
    Tanayama tosió de forma desgarradora y hubo de hacer una pausa para recobrar el aliento.
    —Intentaron hablarme —dijo—; pero quiero saberlo por usted. —Sus ojos siniestros e inflexibles se clavaron en ella— Usted está a cargo —añadió—. Es su esquema. Explíquese.
    —No puedo explicarle la teoría. Eso requeriría demasiado tiempo, director. Y le cansaría.
    —No quiero saber nada de teorías. ¿Qué voy a ver?
    —Lo que verá usted son dos recipientes de cristal cúbicos. El contenido de ambos es un vacío absoluto.
    —¿Por qué un vacío?
    —El vuelo superlumínico se puede iniciar sólo en el vacío, director. De lo contrario, el objeto concebido para moverse más aprisa que la luz arrastraría materia consigo aumentando el gasto de energía y reduciendo la capacidad de control. Debe terminar también en el vacío; pues, de otra forma, el resultado puede ser catastrófico porque...
    —Olvide el «porqué». Si ese vuelo superlumínico suyo debe comenzar y terminar en el vacío, ¿cómo habremos de utilizarlo?
    —Si se hace necesario, primero para salir al espacio exterior mediante el vuelo ordinario, y después para trasladarse al hiperespacio ordinario; luego, hace el movimiento final mediante el vuelo ordinario.
    —Eso requiere tiempo.
    —Ni siquiera el vuelo superlumínico es factible de forma instantánea, pero si usted puede moverse desde el Sistema Solar hasta una estrella situada a cuarenta años luz en cuarenta días y no cuarenta años, sería una ingratitud refunfuñar sobre el lapso de tiempo.
    —Está bien. Veamos pues. Usted tiene dos recipientes de cristal cúbico. ¿Qué me dice de ellos?
    —Son proyecciones holográficas. Verdaderamente, les separan tres mil kilómetros a través del cuerpo de la Tierra, cada uno en un baluarte montañoso. Si la luz viajara de uno a otro a través de un vacío despejado, tardaría una milésima de segundo, un milisegundo, en hacer la travesía. Nosotros no utilizaremos luz, claro está. Suspendida en el centro del cubo de la izquierda y mantenida en el espacio mediante un poderoso campo magnético, hay una pequeña esfera que es, verdaderamente, un minúsculo motor hiperatómico. ¿La ve usted, director?
    —Veo algo allí —dijo Tanayama—. ¿Es eso todo lo que tiene usted?
    —Si se fija bien, verá que desaparece. La cuenta atrás ha comenzado.
    Fue un susurro en el oído de cada persona, y cuando se llegó a cero, la esfera desapareció de un cubo y reapareció en el otro.
    —Recuerde —dijo la Wendel— que esos cubos distan entre sí tres mil kilómetros. El mecanismo horario muestra que la duración entre la partida y la llegada fue un poco más de diez microsegundos, lo cual significa que la travesía se efectuó a casi cien veces la velocidad de la luz.
    Tanayama levantó la vista.
    —¿Cómo puedo comprobarlo? Todo este asunto podría ser una triquiñuela concebida para engañar a alguien a quien usted toma por un anciano crédulo.
    —Escuche, director —replicó muy seria la Wendel—, aquí hay centenares de científicos, todos de probada reputación y muchos de ellos terrícolas. Ellos le mostrarán todo cuanto quiera ver usted, le explicarán cómo funcionan los instrumentos. Aquí no encontrará usted nada que no sea ciencia íntegra y bien hecha.
    —Aun cuando todo eso sea como usted dice, ¿qué significa en definitiva? Una pelotita, una bola de pimpón viajando unos cuantos miles de kilómetros. ¿Es eso lo que ha conseguido usted al cabo de tres años?
    —Lo que ha visto usted es, quizá, más de lo que nadie tiene derecho a esperar. Ciertamente, lo que ha visto usted tiene el tamaño de una pelota de pimpón y ha viajado no más de tres mil kilómetros, pero es auténtico vuelo superlumínico, tan verdadero como si hubiésemos movido una nave estelar desde aquí hasta Arcturo a cien veces la velocidad de luz. Lo que ha visto usted es la primera demostración pública de auténtico vuelo superlumínico en la historia de la Humanidad.
    —Pero lo que yo quiero ver es la nave estelar.
    —Tendría que esperar para eso.
    —No tengo tiempo. No tengo tiempo —masculló Tanayama en una voz que fue apenas un ronco murmullo.
    Un acceso de tos le estremeció otra vez.
    La Wendel dijo en una voz tan baja que quizá la oyera sólo el propio Tanayama:
    —Nada puede mover el Universo, ni su voluntad siquiera.

    39

    Los tres días consagrados a la burocracia en lo que era conocido de forma oficiosa como la Hiper Ciudad, habían transcurrido de una manera opresiva y ahora los intrusos se habían ido.
    —Así y todo —dijo Tessa Wendel a Crile Fisher—, necesitaré dos o tres días más para recuperamos y volver a trabajar con plena intensidad —pareció exhausta y contrariadísima al agregar— : ¡Qué anciano tan vil!
    Fisher no tuvo dificultad para adivinar que se refería a Tanayama.
    —Es un viejo enfermo.
    La Wendel le lanzó una mirada colérica.
    —¿Acaso le estás defendiendo?
    —Sólo establezco un hecho, Tessa.
    Ella alzó un dedo amonestador.
    —Estoy segura de que esa miserable reliquia no era menos irracional en días ya lejanos, cuando no estaba enfermo ni era viejo. ¿Durante cuánto tiempo ha sido director de la Oficina?
    —Es una institución. Más de treinta años. Y antes de eso fue subdirector durante casi el mismo tiempo y, probablemente, la verdadera fuerza detrás de tres o cuatro directores o, mejor dicho, testaferros. Y por mucho que envejezca o enferme, él seguirá siendo director hasta la muerte... y tal vez dos o tres días más después de ésta, mientras la gente espera para asegurarse de que no se levanta de entre los muertos.
    —Crees que todo esto es muy gracioso, me figuro.
    —No; pero ¿qué puedes hacer sino reírte ante el espectáculo de un hombre que, sin poseer plenos poderes, incluso sin ser conocido por el gran público, ha mantenido atemorizados y sometidos a todos los componentes del Gobierno durante casi medio siglo, simplemente porque controla con mano firme los infamantes secretos de cada cual y no vacilaría en usarlos si se le desafiara?
    —¿Y ellos le aguantan?
    —¡Ah, sí! No hay ninguna persona en el Gobierno que se haya mostrado dispuesta a sacrificar su propia carrera, solamente por la oportunidad de derribar a Tanayama.
    —¿Tampoco ahora, cuando su dominación sobre todas las cuestiones debe de empezar a atenuarse?
    —Estás muy equivocada. Tal vez su presa ceda con la muerte; pero hasta que tenga lugar su muerte cierta, esa presa suya no se atenuará jamás. Será lo último que desaparezca, existirá incluso algún tiempo después de que se haya parado su corazón.
    —¿Qué impulsa así a la gente? —exclamó la Wendel llena de aversión—. ¿No existe el deseo de renunciar a tiempo para tener la oportunidad de morir en paz?
    —No será Tanayama quien lo haga. Jamás. No diría yo que soy un íntimo suyo; pero durante los quince años que he establecido contacto de cuando en cuando con él, no he salido nunca del proceso sin resultar malparado. Yo le conocí cuando él era todavía vigoroso, y supe siempre que nunca se detendría. Para responder a tu primera pregunta, las cosas que impulsan a diferentes personas son también diferentes, pero en el caso de Tanayama es el odio.
    —Ya me lo imaginaba —dijo la Wendel—. Se trasluce. Nadie tan odioso puede dejar de odiar. Pero ¿a quién odia Tanayama?
    —A los Establecimientos.
    —¡Ah! ¿Sí? —la Wendel recordó que ella misma era una colonizadora de Adelia—. Tampoco he oído jamás que un colonizador diga alguna palabra amable sobre la Tierra. Y tú conoces mi sentir sobre cualquier lugar sin gravedad.
    —No estoy hablando de desagrado, Tessa, ni de aversión o desdén. Estoy hablando de odio ciego, al rojo vivo. Casi todos los terrícolas aborrecen a los Establecimientos. Porque todos tienen los últimos inventos. Constituyen una población tranquila, poco densa, acomodada clase media. Tienen alimentos abundantes, diversiones muy variadas, tiempo nada malo y desconocen la pobreza. Tienen autómatas que conservan celosamente fuera de la vista. Es natural que las personas que se creen desheredadas detesten a quienes parecen tener todo. Me parece que a él le gustaría ver destruidos todos los Establecimientos, sin excepción.
    —¿Por qué, Crile?
    —Según mi teoría, lo que le irrita no es ninguna de las cosas que he enumerado. Lo que no puede soportar es la homogeneidad cultural de los Establecimientos. ¿Sabes lo que quiero decir?
    —No.
    —Los habitantes de los Establecimientos se seleccionan a sí mismos. Seleccionan a personas como ellos. En cada Establecimiento hay una cultura compartida, e incluso hasta cierto punto una apariencia física compartida. Por otra parte, la Tierra es, y ha sido a lo largo de la historia, una mezcla bárbara de culturas, todas enriqueciéndose unas a otras, compitiendo unas con otras, recelando unas de otras. Tanayama y muchos otros terrícolas, yo mismo por ejemplo, consideramos que tal mezcla es una fuente, y sentimos que la homogeneidad cultural de los Establecimientos nos debilita y, a la larga, reduce nuestra longevidad potencial.
    —Bueno, entonces ¿por qué aborrecer a los Establecimientos por poseer algo que consideráis una desventaja? ¿Nos odia Tanayama por nuestra prosperidad y al mismo tiempo por nuestra decadencia? Eso no tiene sentido.
    —No necesita tenerlo. ¿Quién se molestaría en odiar si ello hubiese de ser resuelto primero con cordura? Quizá, sólo quizá, Tanayama tema que los Establecimientos tengan éxito y demuestren que la homogeneidad cultural es una buena cosa después de todo. O tal vez piense que los Establecimientos se proponen la destrucción de la Tierra, tal como él mismo pretende destruir a los Establecimientos. El asunto de la Estrella Vecina le ha enfurecido.
    —¿Te refieres al hecho de que Rotor descubriera la Estrella Vecina y no nos informara al resto?
    —Más que eso. Ellos no se molestaron en advertirnos que se dirige hacia el Sistema Solar.
    —Pueden no haberlo sabido, supongo yo.
    —Tanayama no creería jamás eso. Estoy seguro de que él intuye que lo sabían y se guardaban deliberadamente de advertirnos, esperando que ello nos cogiera desprevenidos y la Tierra o la civilización terrestre fuera destruida.
    —¿Se ha llegado a la conclusión de que la Estrella Vecina se aproximará lo suficiente a nosotros para hacernos daño? No he oído tal cosa. Según tengo entendido, casi todos los astrónomos piensan que pasará a una distancia lo bastante grande para dejarnos indemnes. ¿Acaso has oído algo distinto?
    Fisher se encogió de hombros.
    —No. Sólo sé que eso acrecienta el odio de Tanayama hasta el punto de hacerle creer que ahí acecha el peligro. Y, a partir de eso, pasamos lógicamente a la idea de que el vuelo superlumínico es lo que necesitamos para localizar en otra parte un mundo similar a la Tierra. Entonces podremos trasladar a otro mundo el mayor número posible de pobladores de la Tierra... si no sobreviene lo peor. Reconozco que eso es razonable.
    —Lo es; pero no hay por qué imaginar destrucción, Crile. Parece natural que la Humanidad quiera extenderse hacia el exterior, incluso aunque la Tierra permanezca intacta. Nosotros nos trasladamos a los Establecimientos y, lógicamente, el siguiente paso será alcanzar las estrellas. Para dar ese paso necesitamos el viaje superlumínico.
    —Sí; pero Tanayama encontrará que eso es una forma muy fría de enfocar las cosas. La colonización de la Galaxia es algo que, creo yo, él quiere dejar a las generaciones venideras. Lo que desea para su propia satisfacción es encontrar a Rotor y castigarlo por haber abandonado el Sistema Solar sin la menor consideración para el resto de la comunidad humana. Él quiere vivir para verlo, y por eso te hostiga sin cesar, Tessa.
    —Puede hostigarme cuanto le apetezca, pero no le servirá de nada. Es un moribundo.
    —No sé. Los tratamientos médicos modernos pueden hacer maravillas, y estoy seguro de que los médicos se desvivirán por Tanayama.
    —La medicina moderna tiene también sus límites. He consultado con los médicos.
    —¿Y te han atendido? Yo suponía que las cuestiones sobre la salud de Tanayama eran secreto de Estado.
    —No para mí, dadas las circunstancias, Crile. Me dirigí al equipo médico que asiste aquí al Viejo, y les expuse mi deseo de construir una nave capaz de transportar seres humanos a las estrellas; les dije también que quería hacerlo antes de que Tanayama muriera. Les pregunté cuánto tiempo tendría para ello.
    —¿Y qué te contestaron?
    —Que un año. Eso fue lo que me dijeron. Como máximo. Me exhortaron a darme prisa.
    —¿Podrás hacerlo en un año?
    —¿En un año? Claro que no, Crile, y me alegro. Me ilusiona la certeza de que esa persona ponzoñosa no vivirá para verlo. ¿Por qué pones esa cara, Crile? ¿Acaso te molesta que haga una observación tan cruel?
    —Es una observación pueril, Tessa. Ese viejo, por muy ponzoñoso que sea, ha realizado todo esto. Él ha hecho posible la Hiper Ciudad.
    —Sí; pero para sus propósitos exclusivos, no los míos. Y no los de la Tierra ni los de la Humanidad. Y tengo derecho también a mi puerilidad. Estoy segura de que el director Tanayama no se apiadó ni una sola vez de nadie a quien considerara su enemigo, ni aflojó ni una dina la presión de su pie sobre la garganta de ese enemigo. E imagino que tampoco espera piedad ni gracia de nadie. Probablemente, despreciaría a cualquiera que se la ofreciera por creerlo pusilánime.
    Fisher siguió mostrándose desazonado.
    —¿Cuánto durará, Tessa?
    —¿Quién puede decirlo? Podría no tener término. Incluso aunque todo marchara razonablemente bien, no veo que pueda durar menos de cinco años.
    —¿Y por qué? Tienes ya el vuelo superlumínico ¿no?
    La Wendel se enderezó en su asiento.
    —No, Crile. No seas ingenuo. Todo lo que tengo es una demostración de laboratorio. Puedo tomar un objeto ligero, una pelota de pimpón, en la cual un diminuto motor hiperatómico representa el noventa por ciento de la masa, e imprimirle un movimiento superlumínico. Ahora bien, una nave con personas a bordo, es una cosa muy diferente. Tendremos que asegurarnos. Un plazo de cinco años para eso es un cálculo optimista. Ten presente que con anterioridad a los días de las computadoras modernas y el tipo de simulaciones que ellas hacen posible, cinco años sería un sueño irrealizable. Podrían haber sido incluso cincuenta años.
    Crile Fisher meneó la cabeza y enmudeció.
    Tessa Wendel lo miró pensativa, y luego dijo casi malhumorada:
    —¿Pero qué te pasa? ¿A qué viene tanta prisa?
    Fisher contestó aplacador:
    —Estoy seguro de que estás tan interesada como el primero en solucionar esto; pero yo añoro una nave hiperespacial funcional.
    —¿Tú más que cualquier otro?
    —Sí, un poco más.
    —¿Por qué?
    —Me gustaría ir a la Estrella Vecina.
    Ella lo fulminó con la mirada.
    —¿Por qué? ¿Te hace soñar con la posibilidad de encontrar a la esposa que abandonaste?
    Fisher, que no había discutido nunca sobre Eugenia con Tessa Wendel, no tuvo la menor intención de caer ahora en la trampa.
    —Tengo allí una hija —dijo—. Creo que puedes entenderlo, Tessa. Tú tienes un hijo.
    Y así era. El chico tenía veinte y tantos años, asistía a la Universidad de Adelia y escribía de tanto en tanto a su madre.
    Las facciones de la Wendel se suavizaron.
    —Escucha, Crile —dijo—, no acaricies falsas esperanzas sobre esto. Puesto que ellos descubrieron la Estrella Vecina, será allí adonde se dirijan, te concedo eso. Sin embargo, con la mera hiperasistencia, el viaje les costará más de dos años. No podemos estar seguros de que Rotor sobreviva a esa travesía. Y aunque sea así, las posibilidades de encontrar un planeta conveniente alrededor de una estrella enana roja serán nulas o poco menos. De haber sobrevivido hasta ese momento, podrían haber proseguido viaje en busca de un planeta conveniente. Pero ¿hacia dónde? ¿Y cómo los encontraríamos?
    —Imagino que ellos sabían que no cabía esperar un planeta aprovechable alrededor de la Estrella Vecina. Por consiguiente, ¿no se habrán preparado, sencillamente, para poner a Rotor en una órbita conveniente alrededor de la Estrella?
    —Incluso en el caso de que sobrevivieran al vuelo y se trasladaran en una órbita alrededor de la Estrella, sería una vida estéril. Durante largo tiempo, no tendrían posibilidad de continuar en una forma compatible con la civilización. Necesitas prepararte para lo peor, Crile. ¿Qué pasará si conseguimos organizar la expedición a la Estrella Vecina y no encontramos nada de nada o, a lo sumo, el casco vacío de lo que quede de Rotor?
    —En tal caso —respondió Fisher—, habría que resignarse. Pero sin duda existirá alguna probabilidad de que ellos sobrevivan.
    —¿Y de que encuentres a tu hija? Querido Crile, ¿crees razonable fundar tus esperanzas en eso? Aunque Rotor sobreviva y también tu hija, ella tenía sólo un año cuando la abandonaste, y eso fue en el 22. Si ella apareciese ante ti ahora tal como es hoy día, tendría diez años, y si fuésemos a la Estrella Vecina en el momento más favorable, tendría quince. No te conocería. Y, en definitiva, tampoco la conocerías tú.
    —¡Qué más dan diez años, o quince o cincuenta! Yo la vi, Tessa, y la conocería.

    XIX. PERMANENCIA

    40

    Marlene sonrió titubeante a Siever Genarr. Se había habituado a invadir su despacho cuando se le antojaba.
    —¿Te interrumpo en tu tarea, tío Siever?
    —No, querida, éste no es un trabajo arduo. Fue concebido para que Pitt pudiera librarse de mí, así que lo acepté y lo conservé para poder librarme de Pitt. Esto es algo que no confieso a cualquiera; pero me siento impulsado a decirte la verdad, ya que tú descubres siempre la mentira.
    —¿Te asusta eso, tío Siever? Asustó al comisario Pitt y habría asustado a Aurinel... si le hubiese dejado saber hasta dónde puedo llegar.
    —A mí no me asusta, Marlene, porque he renunciado a la defensa, ¿comprendes? Me he convencido de que estoy hecho de cristal en lo que se refiere a ti. En verdad, resulta tranquilizador. Mentir es un trabajo complicado cuando te detienes a pensar en ello. Si la gente fuera verdaderamente perezosa, nunca mentiría.
    Marlene sonrió otra vez.
    —¿Es ésa la razón por la que te gusto? ¿Porque te hago posible ser perezoso?
    —¿No puedes entreverlo tú?
    —No. Yo puedo entrever que te gusto, pero no puedo entrever por qué te gusto. Tu forma de comportarte me demuestra que te gusto; pero el motivo está oculto dentro de tu mente, y todo cuanto me es posible detectar algunas veces son sentimientos vagos. No llego hasta ahí —reflexionó unos instantes—. A veces deseo poder hacerlo.
    —Me alegro de que no puedas. Las mentes son lugares sucios, malsanos, incómodos.
    —¿Por qué dices eso, tío Siever?
    —Experiencia. No tengo tu habilidad natural pero he tratado con la gente mucho más tiempo que tú. ¿Te gustan las interioridades de tu mente, Marlene?
    La muchacha pareció sorprendida.
    —No lo sé. ¿Por qué no habrían de gustarme?
    —¿Te gusta todo cuanto piensas? ¿Todo cuanto imaginas? ¿Todo impulso que te mueve? Ahora sé sincera. Aunque yo no pueda interpretar tus reacciones, sé sincera.
    —Bueno, a veces pienso en hacer cosas que no querría hacer de verdad. Pero no a menudo, esto es cierto.
    —¿No a menudo? No olvides que estás acostumbrada a tu propia mente. Apenas la sientes. Es como la ropa que llevas puesta. No percibes su roce porque estás habituada a él. Tu pelo se te eriza por la nuca, pero tú no lo adviertes. Si alguien te tocara el pelo de la nuca, te daría un repeluzno y no lo soportarías. En la mente de cualquier otra persona podría haber pensamientos que no serían peores que los tuyos; pero al tratarse de los pensamientos de otro, no te gustarían. Por ejemplo, a ti podría no gustarte que me gustaras... si supieses por qué me gustas. Es mucho mejor y más plácido aceptar mi inclinación como algo que existe, y no hurgar mi mente en busca de motivos.
    A lo que Marlene replicó sin poder evitarlo:
    —¿Por qué? ¿Cuáles son los motivos?
    —Bueno, me gustas porque una vez yo fui tú.
    —¿Qué quieres decir?
    —No quiero decir que fui una jovencita con hermosos ojos y el don de la percepción. Quiero decir que fui joven y pensé que era vulgar y que mi vulgaridad no gustaba a nadie. Y supe que era inteligente y no pude entender por qué tampoco gustaba a nadie mi inteligencia. Consideraba injusto que se me despreciara por una mala cualidad y no se me estimara por mi cualidad buena.
    »Me sentí dolido y furioso, Marlene, y resolví no tratar jamás a otros como la gente me trataba a mí; pero no he tenido muchas oportunidades para poner en práctica esa buena resolución. Entonces te conocí y viniste cerca. No eres ni mucho menos tan vulgar como era yo, y sí mucho más inteligente que lo que yo fui jamás; pero no me importa que me superes —le dirigió una amplia sonrisa—. Es como darme a mí mismo una segunda oportunidad... con ventajas. Pero, vamos, no creo que hayas venido para hablarme de eso. Tal vez no sea perceptivo a tu manera, pero eso sí puedo verlo.
    —Bueno... se trata de mi madre.
    —¡Ah! —Genarr frunció el entrecejo expresando un interés súbito, evidente y casi doloroso—. ¿Qué hay de ella?
    —Está a punto de terminar aquí su proyecto, ya sabes. Si regresa a Rotor querrá que le acompañe. ¿Debo hacerlo?
    —Eso me parece. ¿Es que no quieres?
    —No, no quiero, tío Siever. Creo importante que yo permanezca aquí. Por tanto, me gustaría que dijeses al comisario Pitt que te agradaría tenernos aquí. Puedes inventarte cualquier excusa que sea admisible. Y el comisario se alegrará de permitirnos permanecer, estoy segura, especialmente si le explicas que madre ha descubierto que Némesis destruirá la Tierra.
    —¿Te lo ha dicho ella, Marlene?
    —No, no lo hizo; pero no necesitó hacerlo. Puedes indicarle al comisario que, probablemente, madre le importunará de forma continua con su insistencia de que avise al Sistema Solar.
    —¿No se te ha ocurrido que Pitt podría sentirse inclinado a no hacerme caso? Si se figura que quiero conservaros a Eugenia y a ti aquí, en la Cúpula de Erythro, es capaz de haceros regresar a Rotor sólo para fastidiarme.
    Marlene respondió sin alterarse:
    —Estoy segura de que el comisario preferirá mucho más complacerse a sí mismo teniéndonos aquí, que desagradarte a ti haciéndonos regresar. Además, tú quieres a madre aquí porque... le tienes afecto.
    —Sí, mucho. Me parece que durante toda mi vida. Pero tu madre no me tiene afecto a mí. Tú me dijiste, hace ya algún tiempo, que tu padre ocupa todavía todos sus pensamientos.
    —Cada día le gustas más, tío Siever. Le gustas muchísimo.
    —Gustar no es amar, Marlene. Estoy seguro de que ya lo has descubierto.
    Marlene enrojeció.
    —Estoy hablando de personas viejas.
    —Como yo.
    Genarr echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Luego, dijo:
    —Lo siento, Marlene. Es sólo que las personas viejas creen que los jóvenes no saben nada del amor; y las jóvenes creen que las viejas se han olvidado del amor. ¿Y sabes una cosa? Ambas están equivocadas. ¿Por qué crees que es tan importante permanecer en la Cúpula de Erythro, Marlene? ¿No será porque te gusto?
    —Claro que me gustas —dijo muy seria Marlene—. Y mucho. Pero quiero quedarme aquí porque me agrada Erythro.
    —Ya te he explicado que éste es un mundo peligroso.
    —No para mí.
    —¿Tienes todavía la certeza de que la plaga no te afectará?
    —Claro que no.
    —¿Pero cómo puedes saberlo?
    —Lo sé, eso es todo. Lo he sabido siempre, incluso cuando estaba en Rotor. No he tenido ningún motivo para pensar lo contrario.
    —No, no lo tuviste. Pero ¿y después de que te contáramos lo de la plaga?
    —Eso no cambió las cosas. Me siento completamente segura aquí. Incluso más que en Rotor.
    Genarr movió despacio la cabeza.
    —Debo reconocer que no lo entiendo —escrutó el solemne rostro, los ojos oscuros, casi ocultos por las magnificas pestañas—. Sin embargo, permíteme leer tu lenguaje del cuerpo, Marlene... si me es posible. Tú quieres salirte con la tuya a cualquier precio, es decir, permanecer en Erythro.
    —Eso es —respondió sin ambages Marlene—. Y espero que me ayudes.

    41

    Eugenia Insigna ardió por dentro de cólera. Su voz no fue desmedida pero sí intensa.
    —Él no puede hacer esto, Siever.
    —Sí que puede, Eugenia —respondió Genarr—. Es el comisario.
    —Pero no un gobernante absolutista. Tengo mis derechos de ciudadana, y uno de ellos es la libertad de movimiento.
    —Si el comisario desea decretar un estado de urgencia, sea con carácter general o individual, los derechos de los ciudadanos quedarán abolidos. Ésa es más o menos la esencia de lo que dice la Ley de Instauración del 24.
    —Pero es una burla de todas nuestras leyes y tradiciones, que datan del establecimiento de Rotor.
    —Conforme.
    —Y si organizo un escándalo por esto, Pitt se encontrará...
    —Por favor, Eugenia. Escúchame. Déjalo estar. De momento ¿por qué Marlene y tú no os quedáis aquí, sencillamente? Sabes que se os acoge con sumo gusto.
    —¿Qué estás diciendo? Eso equivale al encarcelamiento sin acusación, ni procesamiento ni juicio. Nos vemos obligadas a permanecer por tiempo indefinido en Erythro a causa de un ucase arbitrario...
    —Hazlo sin objetar, por favor. Será preferible.
    —¿Por qué preferible? —Eugenia habló con infinito desprecio.
    —Porque Marlene, tu hija, se halla muy interesada en que lo hagas así.
    Eugenia pareció perpleja.
    —¿Marlene?
    —La semana pasada vino a mí llena de sugerencias para que yo embaucara al comisario y le indujera a ordenar que vosotras dos permanezcáis aquí, en Erythro.
    Insigna medio se levantó de su asiento con enorme irritación.
    —¿Y le seguiste la corriente?
    Genarr negó enérgico con la cabeza.
    —No. Ahora escúchame. Todo cuanto hice fue notificar a Pitt que tu trabajo aquí ha terminado y que yo no sabía a ciencia cierta si él tenía el propósito de hacerte volver a Rotor con Marlene o dejarte aquí. Fue un comunicado absolutamente neutral, Eugenia. Se lo enseñé a Marlene antes de expedirlo y ella quedó satisfecha. Dijo, y cito, «si le das a elegir, él optará por dejarnos aquí». Y, al parecer, así lo ha hecho.
    Insigna se echó hacia atrás.
    —Vamos a ver, Siever, ¿es que sigues de verdad los consejos de una chica de quince años?
    —Yo no veo a Marlene tan sólo como una chica de quince años. Pero dime, ¿por qué te interesa tanto regresar a Rotor?
    —Mi trabajo...
    —No hay ninguno. No habrá trabajo ninguno si Pitt no te quiere allí. Aun suponiendo que él te permita regresar, te encontrarás con que alguien te ha remplazado. Por otra parte, aquí tendrás instrumentos que puedes usar... que has usado. Después de todo, viniste aquí para hacer lo que no podía hacerse en Rotor.
    —¡Mi trabajo no importa! —gritó Insigna con demoledora inconsistencia—. ¿No ves que quiero volver por la misma razón que él desea dejarme aquí? Busca la destrucción de Marlene. Si yo hubiese sabido lo de la plaga de Erythro antes de partir, no habríamos venido jamás. No quiero arriesgar la mente de Marlene.
    —Su mente es lo último que yo quisiera arriesgar —declaró Genarr—. Antes me arriesgaría yo mismo.
    —Pero si nos quedamos aquí, correrá peligro.
    —Marlene no lo cree así.
    —¡Marlene! ¡Marlene! Pareces creerla una diosa. ¿Qué sabe ella?
    —Escúchame, Eugenia. Tratémoslo de una forma racional. Si me pareciera de verdad que Marlene estuviese en peligro, os haría volver a Rotor de la manera que fuese; pero primero escúchame. No hay ninguna megalomanía en Marlene ¿verdad?
    Insigna empezó a temblar. Su apasionamiento no remitió.
    —No sé qué quieres decir.
    —¿Acaso tiende ella a presentar grandiosas reivindicaciones fantásticas, que sean ridículas a todas luces?
    —Claro que no. Ella es muy razonable... ¿Por qué haces esas preguntas? Sabes que ella no presenta reivindicaciones que...
    —Que no sean justificadas. Lo sé. Ella no ha alardeado nunca de su facultad perceptiva. Las circunstancias se la impusieron más o menos.
    —Sí. ¿Pero cuál es la finalidad de todo esto?
    Genarr continuó impertérrito:
    —¿Se ha jactado alguna vez de poseer extraños poderes intuitivos? ¿Se ha expresado en alguna ocasión como si estuviera segura de que algo muy particular iba a suceder o no iba a suceder por la sencilla razón de que ella estaba segura?
    —No, claro que no. Ella se aferra a las pruebas. No hace declaraciones extravagantes sin poderlo probar.
    —No obstante, en cierto aspecto, sólo en cierto aspecto ella lo hace. Está segura de que la plaga no puede afectarla. Asevera que experimentó ya esa confianza suprema, esa certidumbre de que Erythro no puede dañarla, ya en Rotor, y que su convicción aumentó cuando llegó a la Cúpula. Ella está decidida, absolutamente decidida, a permanecer aquí.
    Insigna abrió mucho los ojos y se llevó una mano a la boca. Dejó escapar un sonido inarticulado y luego dijo:
    —En tal caso...
    Y se quedó mirándole fijamente.
    —Sí —murmuró Genarr alarmado de súbito.
    —¿Es que no lo ves? ¿No es éste el primer el golpe de la plaga? Su personalidad está cambiando. Su mente está resultando afectada.
    Genarr quedó petrificado por un instante, pero luego manifestó:
    —No, no puede ser. En todos los casos de plaga no se ha detectado nunca nada semejante. Esto no es la plaga.
    —Si su mente difiere de todas las demás, resultará afectada de forma diferente.
    —¡No! —exclamó desesperado Genarr—. Me es imposible creerlo. Y no lo creeré. Si Marlene dice que es inmune, creo que es inmune y que su inmunidad nos ayudará a resolver el problema de la plaga.
    —¿Es eso lo que te hace querernos aquí, Siever? ¿Usarla como instrumento contra la plaga?
    —No. No os quiero aquí para usarla. Sin embargo, ella quiere quedarse y puede llegar a ser una herramienta tanto si lo deseamos como si no.
    —¿Y sólo porque ella quiere quedarse estás dispuesto a permitírselo? ¿Sólo porque ella quiere quedarse por algún deseo perverso que no puede explicar y en el que ni tú ni yo vemos razón o lógica? ¿Crees en serio que se le debe permitir quedarse aquí por el simple hecho de que lo desea? ¿Cómo te atreves a decirme eso?
    Haciendo un esfuerzo Genarr contestó:
    —A decir verdad, yo mismo me siento tentado en esa dirección.
    —Para ti es fácil sentirse tentado. Ella no es tu hija. Es la mía. Y es lo único...
    —Lo sé —concluyó él—. Es lo único que te queda de... Crile. No me mires así. Sé que no te has sobrepuesto nunca a tu pérdida. Comprendo cómo te sientes.
    Pronunció con ternura las últimas palabras, y pareció querer acariciar la cabeza abatida de Insigna.
    —De todas formas, Eugenia, si Marlene desea de verdad explorar Erythro, creo que nada podrá detenerla en definitiva. Y ella está absolutamente convencida de que la plaga no afectará a su cerebro; quizás esa actitud mental lo impida. La agresiva salud y confianza de Marlene pueden ser su mecanismo de inmunidad mental.
    Insigna respingó, sus ojos brillaron enfebrecidos.
    —Estás diciendo disparates y no tienes derecho a ceder ante ese súbito arrebato de romanticismo en una niña. Ella es una extraña para ti. Tú no la quieres.
    —No es una extraña para nada y sí la quiero. Lo que es más importante, la admiro. El amor no me daría esa confianza profunda que tolera el riesgo; pero la admiración sí. Reflexiona sobre ello.
    Ambos permanecieron sentados mirándose de hito en hito.

    XX. PRUEBA

    42

    Con su tenacidad habitual, Kattimoro Tanayama sobrevivió al año que se le había asignado, y siguió viviendo durante una buena parte del siguiente, antes de que la batalla terminara. Cuando le llegó la hora, abandonó el campo de batalla sin una palabra ni un signo, de modo que los instrumentos registraron la muerte antes de que ningún espectador pudiera verla venir.
    El hecho causó poco revuelo en la Tierra y ninguno en los Establecimientos, pues el Viejo había realizado siempre su trabajo a escondidas del público, lo cual le hizo aún más fuerte. Los que trataban con él fueron quienes conocieron su poder, y aquellos que más dependían de su fortaleza y su política fueron quienes sintieron más alivio al verle marchar.
    La noticia llegó enseguida a Tessa Wendel por medio del canal especial establecido entre su cuartel general y la Ciudad del Mundo. Por diversas razones, el hecho de que fuese noticia esperada durante meses no amortiguó el trauma.
    ¿Qué ocurriría ahora? ¿Quién sucedería a Tanayama y cuáles serían los consecuentes cambios? Ella había estado largo tiempo haciendo conjeturas sobre esa cuestión; pero hasta ese momento el asunto no pareció tener verdadero significado. Evidentemente y a pesar de todo, la Wendel (y quizá cuantos estaban comprometidos) no había esperado de verdad la muerte del Viejo.
    Ella buscó consuelo en Crile Fisher. Era lo bastante realista para saber que no era su cuerpo, claramente de mediana edad (dentro de dos meses alcanzaría la increíble cincuentena) lo que retenía a Fisher, el cual tenía ahora cuarenta y tres años. El esplendor de la juventud había menguado también algo en su caso, pero esto no se evidenciaba tanto en un hombre. Como quiera que fuese, él quedó retenido y la Wendel pudo hacerse todavía ilusiones de que era ella quien le retenía en la teoría y en la práctica, sobre todo cuando se daban esas ocasiones en que lo retenía de verdad.
    —Bueno. ¿Y ahora qué? —planteó a Fisher.
    —No representa sorpresa alguna, Tessa —respondió Fisher—. Debería haber ocurrido mucho antes.
    —De acuerdo; pero es ahora cuando ha sucedido. Su determinación ciega fue lo que mantuvo en marcha este proyecto. Ahora estás preocupada. Pero no creo que tengas motivo para ello. El proyecto seguirá adelante. Una cosa de esta magnitud adquiere vida propia y no es posible detenerlo.
    —¿Te has detenido a calcular cuánto cuesta esto, Crile? Habrá un nuevo director de la Junta Terrestre de Indagación, y el Congreso Global elegirá sin duda a alguien a quien pueda controlar. No habrá un nuevo Tanayama ante cuya presencia se acobarden... Al menos en un futuro previsible. Luego, echarán un vistazo a su presupuesto, y como no lo cubrirá la mano nudosa de Tanayama, verán que hay metros en tinta roja y querrán recortarlo.
    —¿Cómo pueden hacerlo? Ellos han gastado ya mucho. ¿Van a cortarlo sin poder presentar resultado alguno? Eso sería un verdadero error.
    —Pueden echarle la culpa a Tanayama. Dirán que era un loco, un ególatra impulsado por su obsesión. Lo cual será cierto en considerable medida, como nosotros dos sabemos. Y ahora ellos, que no son responsables de nada, harán que la Tierra recobre la cordura y abandone algo que el planeta no puede permitirse.
    Fisher sonrió.
    —Tessa, amor mío, tu agudeza para penetrar el pensamiento político es, probablemente, inferior a tu genio excepcional de hiperespacialista. El director de la Oficina es, en teoría y para el público, un funcionario con poderes limitados que, presuntamente, se halla bajo el control absoluto del Presidente General y del Congreso Global. Estos funcionarios, supuestamente poderosos y designados por elección, no pueden entrever que Tanayama los gobernaba a todos y los acobardaba hasta el punto de hacerles temer que el corazón les latiera sin su permiso. Si lo hicieran, revelarían que son unos cobardes, unos pusilánimes incapaces, y se arriesgarían a perder sus cargos en la siguiente elección. Ellos tendrán que continuar el proyecto. Sólo harán cortes cosméticos.
    —¿Cómo puedes estar tan seguro? —masculló la Wendel.
    —Porque me he pasado la vida observando a la burocracia y tengo larga experiencia, Tessa. Además, detenernos sería como invitar a todos los Establecimientos a que se nos adelanten..., para profundizar en el espacio y dejarnos atrás como lo hizo Rotor.
    —¡Ah! ¿Y cómo harán eso?
    —Considerando tu conocimiento de la hiperasistencia ¿no crees inevitable su avance hacia el vuelo superlumínico?
    La Wendel miró sardónica a Fisher.
    —Crile, cariño, tu agudeza para penetrar lo hiperespacial es, probablemente, pareja a tu habilidad inigualable para engatusar con secretos. ¿Es eso lo que opinas de mi trabajo? ¿Que es una consecuencia inevitable de la hiperasistencia? ¿No has captado el hecho de que la hiperasistencia es una consecuencia natural del relativismo? No permite todavía viajar más aprisa que la velocidad de la luz. Moverse a velocidades superlumínicas requiere un auténtico salto en el pensamiento y la práctica. No llega de una forma natural, y así se lo he explicado a diversas personas del Gobierno, los cuales se han quejado de la lentitud y del gasto, y he tenido que exponerles las dificultades. Ellas lo recuerdan ahora, y no les importaría nada detenernos en este momento. No puedo azuzarles diciéndoles de repente que alguien podría ganamos la carrera.
    Fisher movió la cabeza.
    —Desde luego puedes decirles eso, y además ellas te creerían porque sería la verdad. Se nos podría superar con mucha facilidad.
    —¿No has escuchado lo que te he dicho?
    —Lo he escuchado, pero te dejaste algo. Tolera un poco de sentido común, sobre todo en alguien a quien acabas de llamar hábil engatusador.
    —¿De qué estás hablando, Crile?
    —Ese enorme salto desde la hiperasistencia al vuelo superlumínico es sólo un salto enorme si uno comienza por el principio como hiciste tú. Sin embargo, los Establecimientos no están comenzando por el principio. ¿Crees de verdad que ellos no saben nada sobre nuestro proyecto, sobre la Hiperciudad? ¿Crees que yo, y mis colegas terrestres, somos los únicos engatusadores con secretos en el Sistema Solar? Los colonizadores tienen sus engatusadores, los cuales trabajan tanto como nosotros y con la misma eficacia. Por lo pronto, ellos saben que estás en la Tierra casi desde tu llegada a ella.
    —¿Y qué si lo saben?
    —Sólo esto. ¿Crees que ellos no tienen computadoras que les dirán que has escrito y publicado documentos en este campo? ¿Y crees que no tienen acceso a tales documentos? ¿Imaginas que no los han leído con sumo detenimiento y que no han descubierto que, a tu parecer, las velocidades superlumínicas son teóricamente posibles?
    La Wendel se mordió el labio y dijo:
    —Suena...
    —Sí, reflexiona sobre ello. Cuando escribiste tus pensamientos acerca de la velocidad superlumínica, estuviste haciendo conjeturas. Virtualmente representa una minoría de uno al creerlo posible. Nadie lo tomó en serio. Pero ahora vienes a la Tierra y te quedas aquí. Te pierdes de vista de repente y no vuelves a Adelia. Tal vez ellos no conozcan todos los detalles de lo que estás haciendo, pues la seguridad establecida para este proyecto es tan rigurosa como lo ha permitido la paranoia de Tanayama. No obstante, el mero hecho de que hayas desaparecido es sugerente, y no puede haber ninguna duda, a la luz de tus publicaciones, sobre la naturaleza de tu trabajo.
    »Algo como la Hiperciudad no puede ser un secreto absoluto. Las increíbles sumas de dinero invertidas dejan un rastro perceptible. Así que cada Establecimiento está rebuscando escurriduras y residuos que puede convertirse muy bien en fracciones de conocimiento. Y cada fracción le procura indicios que le permitirá progresar mucho más aprisa que tú. Diles todo eso, Tessa, si surgiera la cuestión de poner fin al proyecto. Nos superarán en la carrera si dejamos de correr. Ese pensamiento hará que la nueva gente se mantenga tan entusiasmada con el asunto como Tanayama, si no más, pues tiene el mérito de ser la verdad.
    La Wendel guardó silencio durante largo rato mientras Fisher la observaba atento.
    —Tienes razón, mi querido engatusador —dijo ella al fin—. Cometí el error de conceptuarte, de forma irreflexiva, más como amante que como consejero.
    —¿Por qué han de excluirse mutuamente ambos conceptos? —inquirió Fisher.
    —Pero yo sé muy bien —continuó la Wendel— que tú tienes tus motivos particulares.
    —Aunque sea verdad, ¿qué importa eso mientras corran paralelos a los tuyos?

    43

    Una delegación de congresistas llegó a su debido tiempo junto con Igor Koropatsky, el nuevo director de la Junta Terrestre de Indagación, el cual había ocupado durante años cargos subalternos en la Oficina, de modo que no resultaba un completo desconocido para Tessa Wendel.
    Era un hombre tranquilo con pelo gris y ralo, nariz un poco bulbosa, y doble papada. Parecía bien alimentado y bondadoso. Sin duda era también sagaz pero carecía, evidentemente, de la intensidad casi enfermiza de Tanayama. Eso se podía ver a un kilómetro.
    Los congresistas le acompañaron, por supuesto, como para demostrar que este sucesor era propiedad suya y estaba bajo su control. Y sin duda esperando que iba a seguir siendo así. Tanayama había representado una lección duradera y amarga.
    Nadie sugirió que se pusiera fin al proyecto. Por el contrario, predominó la preocupación de apresurarlo..., si fuera posible.
    Los cautelosos tanteos de la Wendel para acentuar la posibilidad de que los Establecimientos superaran a la Tierra, fueron aceptados sin rodeos, casi no se comentaron por parecer palmarios.
    Koropatsky, a quien se permitió actuar como portavoz y asumir la responsabilidad, dijo:
    —Doctora Wendel, no le pediré una larga gira oficial por la Hiperciudad. He estado aquí antes y es más importante que pase algún tiempo reorganizando la Oficina. No pretendo ser irrespetuoso con mi distinguido predecesor; pero el traslado de un importante cuerpo administrativo desde una persona a otra requiere mucha reorganización, en particular si el mandato del predecesor ha sido de una duración considerable. Ahora bien, yo no soy, por naturaleza, un hombre ceremonioso. Hablemos, pues, con toda franqueza y confianza, y le formularé algunas preguntas que espero usted me conteste de una forma que sea comprensible para un hombre de mis modestos alcances en materia científica.
    La Wendel asintió.
    —Haré cuanto pueda, director.
    —Bien. ¿Cuándo espera usted tener en marcha una nave estelar superlumínica?
    —Comprenda, director, que ésa es una pregunta que carece de respuesta. Estamos a merced de dificultades y accidentes imprevistos.
    —Demos por supuestos los accidentes y las dificultades razonables.
    —En tal caso, puesto que hemos completado el sector ciencia y nos queda sólo la ingeniería, si hay suerte tendremos una nave dentro de tres años..., quizá.
    —En otras palabras, usted estará lista en 2236.
    —Desde luego no antes.
    —¿Cuántas personas transportará?
    —De cinco a siete, supongo.
    —¿Hasta donde llegará?
    —Hasta donde deseemos, director. Eso es lo más hermoso de la velocidad superlumínica. Como pasamos a través del hiperespacio, donde las leyes físicas ordinarias no tienen aplicación, ni siquiera la conservación de energía, no cuesta más esfuerzo recorrer mil años luz que uno.
    El director se agitó inquieto.
    —No soy físico pero me resulta difícil aceptar un medio ambiente sin limitaciones. ¿Acaso no hay cosas que no se puedan hacer?
    —Existen limitaciones. Necesitaremos un vacío y una intensidad gravitatoria por debajo de cierto punto si hemos de entrar en el hiperespacio y salir de él. Con la experiencia, encontraremos sin duda limitaciones adicionales que habrán de ser determinadas mediante vuelos de prueba. Los resultados podrían imponer nuevos aplazamientos.
    —Una vez tengamos la nave, ¿a dónde nos llevará el primer vuelo?
    —Parece prudente no permitir que el primer vuelo vaya más allá del planeta Plutón, por ejemplo, pero tal vez algunos lo consideren una pérdida inadmisible de tiempo. En cuanto tengamos la tecnología requerida para llegar a las estrellas, la tentación de visitar una será irresistible.
    —¿Nos dirigiremos a la Estrella Vecina?
    —Ése sería el objetivo lógico. El director Tanayama quiso visitarla; pero debo hacer constar que hay otras estrellas mucho más interesantes. Sirio se halla tan sólo a cuatro veces esa distancia, y eso nos daría la oportunidad de observar desde más cerca a una estrella enana blanca.
    —Doctora Wendel; creo que la Estrella Vecina debe ser el objetivo, aunque no necesariamente por los motivos de Tanayama. Supongamos que usted viaja hasta cualquier otra estrella, y regresa. ¿Cómo probaría que ha estado en ella?
    La Wendel pareció atónita.
    —¿Probar? No lo entiendo.
    —Quiero decir que cómo rebatiría las acusaciones de que el supuesto vuelo fue una ficción.
    —¿Una ficción? —La Wendel se levantó enfurecida—. ¡Eso es insultante!
    La voz de Koropatsky se hizo dominante de repente.
    —Siéntese, doctora Wendel. No se le acusa de nada. Estoy intentando prever una situación posible y preservarme contra ella. La Humanidad se mueve por el espacio desde hace casi tres siglos. No es un episodio olvidado por completo en la historia, y mi subdivisión del Globo lo recuerda muy bien. Cuando los primeros satélites ascendieron en aquellos días oscuros del confinamiento terrestre, hubo quienes insistieron en que todo lo que presentaban esos satélites era ficción. Según se dijo en algunos medios, las fotografías de la cara oculta de la Luna fueron una falsificación. Incluso las primeras imágenes de la Tierra desde el espacio fueron tachadas de falsificaciones por unos cuantos que creían que la Tierra era plana. Ahora, si la Tierra asegura poseer el vuelo superlumínico, nosotros podemos encontrar unas dificultades idénticas.
    —¿Por qué, Director? ¿Por qué habría de creer nadie que mentimos sobre una cosa semejante?
    —Mi querida doctora Wendel, usted es una ingenua. Desde hace más de tres siglos Albert Einstein ha sido el semidiós que inventó la Cosmología. Generación tras generación las gentes se han habituado al concepto de que la velocidad de luz es un límite absoluto.
    »Y no quieren de ninguna forma renunciar a él Incluso el principio de la causalidad parece haber sido violado... y el hecho de que la causa precede al efecto es el pensamiento básico más arraigado. Eso por una parte.
    »Por otra, doctora Wendel, los Establecimientos podrían encontrar de utilidad política convencer a sus pueblos y también a los terrícolas de que nosotros estamos mintiendo. Eso nos confundirá, nos acarreará múltiples polémicas, nos hará perder tiempo y les brindará más de una oportunidad para adelantarnos. Por todo eso le pregunto si se puede presentar alguna prueba sencilla de que cualquier vuelo emprendido por usted es auténtico e irrefutable.
    La Wendel contestó con tono glacial:
    —Permitiríamos a los científicos que inspeccionaran nuestra nave una vez regresáramos, director. Explicaríamos las técnicas empleadas...
    —No, no, no. Por favor. No siga por ese camino. Eso convencería sólo a unos científicos tan bien informados como usted.
    —Bueno, entonces cuando regresáramos traeríamos fotografías del cielo, y las estrellas más próximas mostrarían posiciones algo diferentes de las que tienen entre sí. Por el cambio de las posiciones algo relativas, sería posible calcular con exactitud dónde estuvimos en relación al Sol.
    —También sólo para científicos. Nada convincente para la persona ordinaria.
    —Traeremos imágenes cercanas de cualquier estrella que visitemos. Ésta será diferente del Sol en todos los aspectos.
    —Pero eso se hace en cada programa trivial de holovisión sobre viajes interestelares. Es el pequeño cambio de la ciencia-ficción épica. No sería más que un programa Capitán Galaxia.
    —En tal caso —dijo la Wendel apretando los dientes con exasperación—, no sé de ningún otro medio. Si la gente no quiere creer, no creerá. Es un problema que debe solucionar usted. Yo sólo soy una científica.
    —Vamos, vamos, doctora. Temple su temperamento, por favor. Cuando Colón volvió de su primer viaje hace siete siglos y medio, nadie le acusó de falsificación. ¿Por qué? Porque trajo consigo personas nativas de las nuevas playas que había visitado.
    —Eso está muy bien, pero las probabilidades de encontrar mundos portadores de vida y de traer especímenes, son muy escasas.
    —Quizá no. Como usted sabe, se cree que Rotor ha descubierto la Estrella Vecina con su Sonda Lejana, y poco después ha abandonado el Sistema Solar. Puesto que no ha regresado, cabe la posibilidad de que haya viajado hasta la Estrella Vecina para permanecer allí y, de hecho, esté todavía en ella.
    —Así lo creyó el director Tanayama. Sin embargo, ese viaje con hiperasistencia les habrá costado más de dos años. Puede ser que un accidente, un fallo científico o un problema psicológico les haya impedido completar el viaje. Eso explicaría también que no regresara jamás.
    —No obstante —insistió sin alterarse Koropatsky—, puede haber llegado a destino.
    —Incluso en el caso de que haya llegado, es probable que esté en órbita, sencillamente, alrededor de la estrella, ante la ausencia segura de un mundo habitable. Y en pleno aislamiento, las tensiones psicológicas que no le detuvieron durante el recorrido le detendrán entonces, y es probable que ahora sea sólo un Establecimiento muerto girando siempre alrededor de la Estrella Vecina.
    —Siendo así, usted verá ya que ése debe ser el objetivo, porque una vez esté usted allí, buscará a Rotor, vivo o muerto. De la forma que sea, usted debe traer algo rotoriano a todas luces, y entonces será muy fácil para todo el mundo creer que usted ha ido a las estrellas y ha regresado —Koropatsky sonrió de oreja a oreja—. Incluso lo creería yo, y eso sería la respuesta a mi pregunta sobre cómo probaría usted que ha hecho el viaje superlumínico. Entonces ésa será su misión, para lo cual, no tema, la Tierra seguirá buscando el dinero, los recursos y los trabajadores que necesite.
    Y terminada aquella cena, durante la cual no se plantearon los puntos técnicos, Koropatsky dijo a la Wendel con el tono más amigable posible aunque no exento de cierto deje glacial:
    —De todos modos, recuerde que tiene sólo tres años para hacerlo. Como máximo.

    44

    —¿Entonces no fue necesaria mi ingeniosa estratagema? —dijo Crile Fisher algo apenado.
    —No, ellos tomaron la determinación de continuar sin la amenaza de que otros se les adelantaran. Lo único que les inquietó, y que no había parecido intranquilizar nunca a Tanayama, fue la necesidad de afrontar posibles acusaciones de impostura. Supongo que Tanayama quiso sólo destruir Rotor. Si se consiguiera eso, el mundo podría seguir gritando «ficción» todo lo que quisiese.
    —Él habría exigido que la nave trajera algo para demostrarle que Rotor había sido destruido. Y, de paso, le habría servido también como prueba ante el mundo. ¿Qué clase de individuo es el nuevo director?
    —El reverso de Tanayama. Parece blando, casi apocado; pero tengo la impresión de que el Congreso Global lo encontrará tan difícil de manejar como lo fue el Viejo. Koropatsky necesita afirmarse en su cargo, eso es todo.
    —Por lo que me has contado sobre la conversación, me parece más razonable que Tanayama.
    —Sí, pero me sigue sublevando esa sugerencia de... impostura. ¡Imagínatelo! ¡Sospechar que los vuelos espaciales sean ficticios! Eso no puede deberse a otra cosa, probablemente, que a la falta de sensibilidad de los terrícolas respecto al espacio. No existe la menor sensibilidad. Porque vosotros no abandonáis jamás este mundo infinito. Quienes lo han hecho representan una fracción microscópica.
    Fisher sonrió.
    —Bueno, yo pertenezco a esa fracción microscópica que ha abandonado esto. Lo he hecho a menudo. Y tú eres una colonizadora. Así que ninguno de nosotros está ligado al planeta.
    —Eso es cierto —admitió la Wendel mirándolo de soslayo—. A veces pienso que tú no recuerdas mi condición de colonizadora.
    —Jamás la olvido, créeme. No voy por ahí rezongando « ¡Tessa es una colonizadora! ¡Tessa es una colonizadora! » Pero sé en todo momento que lo eres.
    —Sin embargo, ¿acaso lo sabe alguien más? —Tessa trazó un arco imaginario con la mano como si quisiera abarcar un volumen circundante indefinido—. Aquí está la Hiperciudad rodeada de un cerco increíblemente compacto y ¿para qué? Contra los colonizadores. Su objeto es salir ahí fuera mediante un vuelo superlumínico antes de que los colonizadores tengan tiempo siquiera para arrancar. ¿Y quién está a cargo de todo el proyecto? Una colonizadora.
    —¿Es ésta la primera vez que se te ocurre eso al cabo de tus cinco años con el proyecto?
    —No. Lo pienso de cuando en cuando. Es sólo que no lo entiendo. ¿No les asusta confiar en mí?
    Fisher se rió.
    —No, la verdad. Eres una científica.
    —¿Y qué?
    —Pues que los científicos están conceptuados como mercenarios sin lazos con sociedad alguna. Da a un científico un problema fascinante y todo el dinero, equipo y ayuda que necesite para solventar el problema, y ese científico no se preocupará lo más mínimo por la fuente de semejante asistencia. Sé veraz. A ti te tiene sin cuidado la Tierra, Adelia y los Establecimientos en su conjunto..., incluso como conjunto. Sólo quieres concretar los detalles del vuelo superlumínico y, aparte de eso, no guardas lealtad a nadie.
    La Wendel replicó altiva:
    —Eso es un estereotipo y no todo científico se ajusta a él. Yo podría no ajustarme.
    —Estoy seguro de que ellos se han apercibido también de eso, y te someten, probablemente, a una vigilancia constante, Tessa. Tal vez algunos de tus colaboradores más cercanos tengan, como una parte de su trabajo, la misión de supervisar de forma permanente tus actividades e informar con puntualidad al Gobierno.
    —Espero que no te estés refiriendo a ti mismo.
    —No me digas que no has pensado nunca que yo podría mantenerme cerca de ti representando mi papel como engatusador con secretos.
    —A decir verdad, se me ha ocurrido esa idea..., en algunas ocasiones.
    —Pero no es ése mi trabajo. Según sospecho, me mantengo demasiado cerca de ti para inspirar confianza. Estoy seguro de que se informa también de mí y de que se sopesa meticulosamente mi actividad. Mientras te haga feliz...
    —Tienes mucha sangre fría, Crile. ¿Cómo puedes bromear con semejante cuestión?
    —Aquí no hay nada de broma. Estoy procurando ser realista. Si te cansas de mí algún día, perderé mi función. Una Tessa desgraciada puede ser una Tessa improductiva, así que se me desenganchará de ti y se allanará el camino para mi sucesor. Después de todo, tu contento vale para ellos mucho más que el mío, y reconozco que es muy razonable que sea así. ¿Ves mi realismo?
    La Wendel alargó la mano de pronto para acariciar la mejilla de Crile.
    —No te preocupes. Creo haberme habituado demasiado a ti para cansarme ahora de tu compañía. Con la sangre caliente de mi juventud, yo solía cansarme de los hombres y los descartaba; pero ahora...
    —Es un esfuerzo excesivo ¿eh?
    —Si prefieres verlo así... También podría haberme enamorado...a mi manera.
    —Comprendo lo que quieres decir. El amor con sangre fría puede ser sedante. Pero me figuro que éste no es el momento apropiado para demostrarlo. Primero necesitas cavilar sobre ese intercambio verbal con Koropatsky y arrojar de ti esa impresión ponzoñosa acerca de imposturas.
    —Lo conseguiré un día de éstos. Pero hay otra cosa. Hace un momento te dije que las personas terrestres no tienen sensibilidad para el espacio.
    —Sí, lo recuerdo.
    —Pues bien, ahí tienes un ejemplo. Koropatsky no posee sensibilidad, ni la más mínima, para apreciar la magnitud absoluta del espacio. Él habló de ir a la Estrella Vecina y encontrar a Rotor. Ahora bien, ¿cómo se ha de hacer eso? De tanto en tanto localizamos un asteroide y lo perdemos antes de poder calcular su órbita. ¿Sabes cuánto tiempo cuesta localizar otra vez al asteroide perdido, incluso con todos nuestros dispositivos e instrumentos modernos? A veces, años. El espacio es vasto, incluso en la vecindad inmediata de una estrella, y Rotor es pequeño.
    —Sí, pero nosotros buscamos un asteroide entre centenares de miles. Rotor, al ser un Establecimiento funcionando, emitirá una radiación notable, lo cual será fácil de detectar.
    —Eso en el caso de que Rotor sea un establecimiento que funcione. ¿Y si no lo es? Entonces se habrá convertido en un asteroide más, y encontrarlo puede significar una tarea inmensa. Es posible que en un período razonable de tiempo no tengamos el menor éxito.
    Fisher no pudo evitar que su cara se descompusiera.
    La Wendel dejó escapar un leve sonido de congoja y, acercándosele le pasó el brazo por la abatida espalda.
    —¡Oh, querido! Tú conoces la situación. Debes afrontarla.
    Fisher respondió con voz ahogada:
    —Lo sé. Pero ellos pueden haber sobrevivido ¿verdad?
    —Pueden haberlo hecho —dijo la Wendel con voz levemente cadenciosa—. Y, si fuera así, tanto mejor para nosotros. Como indicaste hace un momento, sería fácil localizarlos mediante su radiación de partículas. Y más que esa...
    —¡Ah! ¿Si?
    —Koropatsky quiere que traigamos algo para demostrar que hemos encontrado Rotor; pues, según él, ésa sería la mejor evidencia de que hemos visitado el espacio profundo y regresado de él recorriendo varios años luz en unos cuantos meses a lo sumo. Ahora bien... ¿qué podríamos traer que fuera convincente? Supón que encontramos algunos trozos de metal o cemento a la deriva. Un fragmento cualquiera no serviría. Un pedazo de metal sin nada que lo identifique como rotoriano sería algo que podríamos haber llevado con nosotros. Incluso aunque consiguiéramos hallar una pieza que fuese característica de Rotor, algún artefacto que pudiera existir sólo en un Establecimiento, la gente podría decir que era una falsificación.
    »Sin embargo, si Rotor fuese un Establecimiento viviente, en funcionamiento, intentaríamos persuadir a algún rotoriano para que nos acompañase de vuelta. Un rotoriano puede ser identificado como tal. Huellas dactilares, esquemas retinales, análisis del ADN... Habría incluso personas en otros establecimientos, o en la Tierra, que reconocerían al rotoriano que nos acompañase. Koropatsky hizo hincapié sobre ese punto. Comentó que Colón, a la vuelta de su primer viaje, trajo consigo a americanos nativos. Por supuesto... —la Wendel exhaló un hondo suspiro mientras proseguía— lo que podamos traer, animado o inanimado, tiene un limite. Algún día poseeremos naves estelares tan grandes como Establecimientos, pero la primera, salida de nuestras manos, será pequeña... y primitiva comparada con lo que vendrá después. Tal vez pudiéramos traer sólo un rotoriano. Más de uno sería demasiado para nuestras posibilidades, así que deberemos escoger el idóneo.
    —Mi hija Marlene —se apresuró a decir Fisher.
    —Quizás ella no quisiera venir. Sólo podremos traer a alguien que esté dispuesto a regresar. Habrá de ser sólo uno entre miles; pero si ella no quiere venir...
    —Marlene querrá venir. Si me dejas hablar con ella. La convenceré de una forma o de otra.
    —Tal vez su madre no lo desee.
    —La persuadiré como sea —insistió tozudo Fisher—. Lo conseguiré de algún modo.
    La Wendel suspiró otra vez.
    —No puedo dejar que concibas esperanzas, Crile. ¿No ves que no podemos traer a tu hija aunque esté dispuesta a venir?
    —¿Por qué no? ¿Por qué no?
    —Ella tenía un año cuando se marchó. No recuerda nada del Sistema Solar. Nadie del Sistema Solar podría identificarla. Es muy poco probable que hayan quedado datos que puedan ser revisados, independientemente, en otro lugar del sistema. No, necesitaríamos una persona de mediana edad por lo menos, alguien que haya visitado otros Establecimientos o, mejor todavía, la Tierra.
    Tras una pausa agregó con voz tensa:
    —Tu esposa nos podría convenir. ¿No me dijiste una vez que ella hizo parte de sus estudios en la Tierra? Ahí sí habría datos y ella sería identificable. Pero, para ser sincera, me gustaría más traer a otra persona.
    Fisher guardó silencio.
    La Wendel murmuró, casi con timidez:
    —Lo siento, Crile. Las cosas no salen como yo hubiera querido.
    Y Fisher respondió lleno de amargura:
    —Sólo hace falta que mi Marlene viva. Entonces veremos lo que se puede hacer.

    XXI. EXPLORACIÓN DEL CEREBRO

    45

    —Lo siento —dijo Siever Genarr mirando a madre e hija con una expresión que parecía suplicar perdón prescindiendo de las palabras—. Yo había dicho a Marlene que este trabajo no es muy agobiante, y entonces, casi de forma inmediata, padecimos una pequeña crisis respecto a las reservas de energía, y me vi obligado a aplazar esta conferencia nuestra. Sin embargo, la crisis ha terminado, y no ha sido gran cosa ahora que podemos verla de forma retrospectiva. ¿Me perdonáis?
    —Por descontado, Siever —dijo Eugenia Insigna, claramente inquieta—. Pero no diré que hayan sido tres días fáciles. Presiento que cada hora de nuestra estancia aquí acrecienta el peligro de Marlene.
    —Yo no temo a Erythro lo más mínimo, tío Siever —declaró la joven.
    —Y yo procuraré representar el papel de agente honrado y satisfaceros a ambas —dijo Genarr—. Dejando aparte lo que Pitt haga abiertamente, hay mucho que puede hacer de forma indirecta; y por tanto es peligroso, Eugenia, que tu temor de Erythro te induzca a no tomar en consideración el atrevimiento e ingenio de Pitt. Para comenzar, si vuelves a Rotor transgredirás su reglamento de urgencia, y él podrá encarcelarte, o enviarte al exilio en Nuevo Rotor, o incluso devolverte aquí.
    »Por lo que se refiere a Erythro, no debemos infravalorar el peligro de la plaga, aun cuando parezca haberse extinguido en su primera forma virulenta. Me desazona tanto como a ti, Eugenia, poner en peligro a Marlene.
    —No hay riesgo alguno —murmuró exasperada la muchacha.
    —Escucha, Siever —dijo Insigna—, no creo que debamos seguir discutiendo sobre Marlene en su presencia.
    —Te equivocas. Quiero hacerlo en su presencia. Intuyo que ella sabe mejor que ninguno de nosotros dos lo que debe hacer. Ella es la responsable de su mente, y nosotros debemos entrometernos lo menos posible.
    Insigna dejó escapar un sonido inarticulado, pero Genarr prosiguió implacable:
    —La quiero presente en esta discusión porque necesito su input. Necesito su opinión.
    —Pero tú conoces ya su opinión —argumentó Insigna—. Ella quiere ir ahí fuera, y tú estás diciendo que debemos permitirle hacer lo que le plazca, porque es mágica en cierto modo.
    —Nadie ha dicho ni una palabra sobre magia ni sobre una posible autorización para dejarla salir. Me atrevo a sugerir que sería bueno que hiciésemos experimentos con todas las precauciones debidas.
    —¿En qué sentido?
    —Para empezar, me gustaría una exploración de cerebro. —Genarr se volvió hacia Marlene—. ¿Comprendes por qué es necesario eso, Marlene? ¿Tienes alguna objeción?
    Marlene frunció un poco el ceño.
    —Ya me han hecho exploraciones de cerebro. Todo el mundo las ha sufrido. No te permiten iniciar los estudios sin una exploración de cerebro. Cada vez que te sometes a un examen médico completo...
    —Lo sé —la interrumpió con tono amable Genarr—. Durante los tres últimos días no he perdido el tiempo por completo. Aquí tengo — dijo al tiempo que ponía la mano sobre un montón de cintas de computadora a la izquierda de su mesa — la computación de cada exploración de cerebro que te han hecho.
    —Pero no has dicho todo, tío Siever —dijo muy tranquila Marlene.
    —¡Ah! —exclamó con aire triunfal Insigna—. ¿Qué nos oculta, Marlene?
    —Está un poco nervioso acerca de mí. No se halla conforme por completo con mi sensación de que estoy a salvo. Se siente inseguro.
    —¿Cómo puedes decir eso, Marlene? —protestó Genarr—. No tengo la menor duda acerca de tu seguridad.
    Pero Marlene, arrebatada por lo que acababa de vislumbrar de repente, exclamó:
    —Creo que por eso esperaste tres días, tío Siever. Razonaste contigo mismo hasta estar seguro de que yo no percibiría tu incertidumbre. Sin embargo, no te sirvió de nada. Todavía puedo verla.
    —Si resulta tan aparente, Marlene, es sólo porque te estimo tanto que el más leve riesgo se me antoja insufrible.
    Insigna terció encolerizada:
    —Si el más leve riesgo se te antoja insufrible ¿cuáles crees que serán mis sentimientos como madre? Así que, en tu incertidumbre consigues exploraciones de cerebro violando la intimidad médica de Marlene.
    —Necesité averiguarlo. Y lo hice. Son insuficientes.
    —¿Insuficientes en qué sentido?
    —En los primeros días de la Cúpula, cuando la plaga golpeaba una vez y otra, una de nuestras preocupaciones principales era concebir un scanner de cerebro más aquilatado y una computadora programada con más eficiencia para interpretar los datos. Esto no ha sido transferido nunca a Rotor. Pitt, con su deseo exagerado de ocultar la plaga, se opuso a la aparición súbita de un scanner cerebral más perfecto en Rotor, lo cual podría haber suscitado preguntas y rumores inconvenientes. Era ridículo, a mi parecer; pero en esto, como en otras muchas cosas, Pitt se salió con la suya. Por consiguiente, Marlene, tú no has pasado nunca por una apropiada exploración de cerebro, y quiero que se te haga una con nuestro dispositivo.
    Marlene se echó hacia atrás.
    —No.
    Un rayo de esperanza iluminó el rostro de Insigna.
    —¿Por qué no, Marlene?
    —Porque cuando el tío Siever dijo eso... se mostró de súbito mucho más inseguro.
    Genarr replicó:
    —No, eso no es... —pero enmudeció, alzó los brazos y los dejó caer desalentado—. ¿Para qué molestarse? Querida Marlene, si parecí inseguro de repente fue porque necesitamos una exploración exhaustiva del cerebro para que sirva como un estándar de la normalidad mental. Entonces, si quedas expuesta a Erythro y, de resultas, sufres aunque sólo sea la más leve distorsión mental, se la podrá detectar mediante la exploración del cerebro, aun cuando nadie pueda percibirla al mirarte o hablar contigo. Pues bien, apenas menciono una exploración minuciosa de cerebro pienso en la posibilidad de detectar un cambio mental que sería inhallable de otro modo... y semejante pensamiento desencadena una preocupación automática. Eso es lo que has percibido. Vamos, Marlene, ¿cuánta incertidumbre detectas? Exprésalo de forma cuantitativa.
    —No mucha, pero está ahí. Lo malo es que sólo puedo decir que estás inseguro. No me es posible descifrar por qué. Tal vez esa exploración especial del cerebro sea peligrosa.
    —¿Cómo va a serlo? Ha sido ya empleada... Escucha, Marlene, tú sabes que Erythro no te hará daño. ¿No sabes también que tampoco te lo hará la exploración del cerebro?
    —No, no lo sé.
    —Entonces, ¿sabes que te hará daño?
    —¿Cómo puedes estar tan segura acerca de Erythro y nada segura acerca de la exploración del cerebro?
    —Lo ignoro. Sólo sé que Erythro no me hará daño; pero no puedo asegurar que la exploración del cerebro no me lo haga. O que me lo haga.
    La sombra de una sonrisa animó el rostro de Genarr. No hizo falta ser muy agudo para percibir su enorme alivio.
    —¿Por qué te reconforta tanto eso, tío Siever? —inquirió Marlene.
    —Porque si estuvieras inventando tus sentimientos intuitivos por el deseo de darte importancia, por puro romanticismo o por alguna especie de ilusión, los aplicarías a todo. Pero no lo haces. Escoges y seleccionas. Sabes algunas cosas y no sabes otras. Ello me induce mucho más a creerte cuando afirmas que estás segura de que Erythro no te hará daño, y por tanto no temo ya que la exploración de cerebro revele algo perturbador.
    Marlene se volvió hacia Eugenia.
    —Tiene razón, madre. Él se siente mucho mejor y yo me siento mucho mejor. ¡Resulta tan evidente...! ¿Es que no puedes verlo?
    —Poco importa lo que vea yo —dijo Insigna—. Pero no me siento mejor.
    —¡Oh, madre! —murmuró Marlene; y luego, dijo en voz alta a Genarr—: Me someteré a la exploración.

    46

    —Esto no es sorprendente —murmuró Siever Genarr.
    Estaba observando los gráficos de la computadora con sus dibujos intrincados, casi florales, a medida que se movían lentamente hacia dentro y hacia fuera. Eugenia Insigna, a su lado, los miraba muy atenta pero sin entender nada.
    —¿Qué es lo que no te sorprende, Siever? —preguntó.
    —No puedo explicártelo como es debido porque no estoy familiarizado con su jerga. Y si Ranay D'Aubisson, que es nuestro gurú local para estas cuestiones, nos lo explicara, ni tú ni yo la entenderíamos. Sin embargo, sí me indicó esto...
    —Parece la concha de un caracol.
    —El color la hace resaltar. Es una medida de complejidad más que una indicación directa de forma física, según dice Ranay. Esta parte es atípica. Por lo general no la encontramos en los cerebros.
    El labio inferior de Insigna tembló.
    —¿Quieres decir que ella ha resultado ya afectada?
    —No, claro que no. Dije atípica, no anormal. Desde luego, yo no necesitaría explicarle eso a un observador científico experimentado. Deberás reconocer que Marlene es diferente. En cierto modo celebro que la concha de caracol esté ahí. Si su cerebro fuera completamente típico, deberíamos preguntarnos por qué ella parece ser lo que es; de dónde proviene la perceptividad. ¿La finge con astucia o somos imbéciles nosotros?
    —¿Pero cómo sabes que no es algo..., algo...?
    —¿Enfermizo? ¿Cómo puede serlo? Hemos reunido todas las exploraciones de cerebro a lo largo de su vida desde la infancia. Lo atípico está siempre presente.
    —Nunca se me informó. Nadie lo señaló jamás.
    —Claro que no. Las primeras exploraciones fueron del tipo usual, bastante primitivo y no lo mostraron, al menos de forma que saltara a la vista. Pero como tenemos por fin esta adecuada exploración de cerebro y podemos ver con claridad los detalles, nos será posible retroceder hasta los primeros y sacarlo a la luz. Ranay lo ha hecho ya. Te digo, Eugenia, que esta técnica avanzada para explorar el cerebro debiera ser estándar en Rotor. Al suprimirla, Pitt realizó uno de sus actos más disparatados. Es costosa, por descontado.
    —La pagaré —murmuró Insigna.
    —No seas boba. Estoy incluyendo esto en el presupuesto de la Cúpula. Después de todo, puede contribuir a desvelar el misterio de la plaga. Bien, aquí lo tienes. Se ha escudriñado el cerebro de Marlene con mayor complejidad que nunca. Si ella ha resultado afectada, se reflejará en la pantalla por muy insignificante que sea la lesión.
    —¡Cuánto me aterra esto, no puedes hacerte ni idea! —exclamó Insigna.
    —No me extraña, te lo aseguro. Pero ella se muestra tan confiada que me pongo de su lado sin poder remediarlo. Estoy convencido de que esa sensación tan firme de seguridad tiene algún significado.
    —¿Cómo puede tenerlo?
    Genarr señaló la concha de caracol.
    —Tú no tienes eso, y tampoco yo, así que ninguno de los dos está en condiciones de decir dónde y cómo adquiere ella esa sensación de seguridad. Pero la tiene y, por tanto, nosotros debemos autorizarle la salida a la superficie.
    —¿Por qué hemos de hacerle correr riesgos? ¿Quieres explicarme por qué hemos de hacer que corra riesgos?
    —Hay dos razones. Primera, ella parece llena de determinación, y tengo la impresión de que obtendrá tarde o temprano... lo que esté decidida a hacer. En tal caso, deberíamos darle ánimo y enviarla fuera, puesto que no podremos detenerla por mucho tiempo. Segunda, es posible que, de resultas, averigüemos algo sobre la plaga. No puedo predecir lo que será; pero cualquier cosa, por insignificante que parezca, que pueda facilitar información adicional referente a la plaga, tendrá un gran valor.
    —No para la mente de mi hija.
    —No se llegará a ese extremo. Por un lado, incluso aunque yo tenga fe en Marlene y no vea el menor riesgo, haré cuanto pueda para minimizarlo y así te quedarás tranquila. En principio, no la dejaremos salir a la superficie durante algún tiempo. Puedo llevarla en un vuelo sobre Erythro, por ejemplo. Ella verá lagos y planicies, colinas y desfiladeros. Iríamos incluso hasta el borde del mar. Todo eso tiene una belleza pura..., lo he visto una vez, pero está yermo. Ella no verá vida por parte alguna... Sólo los prokaryotes en el agua, que son invisibles, claro está. Puede ser que esa aridez uniforme le desagrade y le haga perder por completo su interés por el exterior. Sin embargo, si insiste todavía en salir y sentir bajo sus pies el suelo de Erythro, procuraremos que se ponga un traje «E».
    —¿Qué es un traje «E»?
    —Un traje Erythro. Es un modelo sencillo..., como un traje espacial salvo que no necesita contener aire a presión contra un vacío. Es una combinación impermeable de plástico y textil, muy ligera, que no obstaculiza el movimiento. El casco, con su escudo de infrarrojos, es algo más complicado, y hay una reserva artificial de aire y ventilación. En suma, la persona vestida con un traje «E» no queda expuesta al medio ambiente de Erythro. Por añadidura, alguien la acompaña.
    —¿Quién? ¡Yo no la confiaría a nadie que no fuera yo misma!
    Genarr sonrió.
    —No se me ocurriría ningún acompañante menos adecuado. Tú no sabes nada sobre Erythro, la verdad, y además te asusta. No me atrevería a dejarte salir. Mira, la única persona en quien podemos confiar no eres tú sino yo.
    —¿Tú?
    Insigna lo miró boquiabierta.
    —¿Por qué no? Aquí nadie conoce Erythro mejor que yo, y si Marlene es inmune a la plaga también yo lo soy. Durante mis diez años en Erythro no he sido afectado lo más mínimo. Además de eso, sé pilotar una aeronave, lo cual significa que no necesitaremos piloto. Si salgo con Marlene, podré también vigilarla de cerca. Si ella hace algo anómalo, la traeré a la Cúpula y la someteré a una exploración de cerebro más aprisa que la luz.
    —Y será ya demasiado tarde a pesar de todo.
    —No; no por necesidad. No debes ver la plaga como una cuestión de todo o nada. Ha habido casos leves, incluso muy leves, y personas que resultaron ligeramente afectadas pueden hacer una vida normal dentro de lo razonable. Nada le sucederá. Estoy seguro.
    Insigna quedó silenciosa en su butaca. Parecía pequeña e indefensa.
    Obedeciendo a un impulso, Genarr la rodeó con el brazo.
    —Vamos, Eugenia, olvídate de esto por una semana. Te prometo que ella no saldrá en una semana por lo menos..., y algo más que eso si consigo mermar su resolución mostrándole Erythro desde el aire. Durante el vuelo, permanecerá encerrada en la aeronave y tan segura como aquí. Por lo pronto, te diré una cosa... Tú eres astrónomo, ¿verdad?
    Ella lo miró y dijo desalentada.
    —Sabes que lo soy.
    —Entonces eso significa que no miras nunca las estrellas. Los astrónomos no lo hacen jamás. Ellos miran sólo sus instrumentos. Ahora es de noche sobre la Cúpula, así que vamos arriba, a la cubierta de observación, y contempla el panorama. Hace una noche muy clara, y no hay nada como mirar las estrellas para sentir quietud y paz. Confía en mí.

    47

    Era cierto. Los astrónomos no miraban las estrellas. No tenían necesidad de hacerlo. Daban instrucciones a telescopio, cámaras y espectroscopios por medio de la computadora, que a su vez recibía instrucciones por vía de la programación.
    Los instrumentos hacían el trabajo, los análisis, las simulaciones gráficas. El astrónomo se limitaba a formular preguntas. Luego, estudiaba las respuestas. Para eso no se necesitaba mirar las estrellas.
    Pero entonces, pensó ella, ¿cómo se mira ociosamente las estrellas? ¿Se puede hacer cuando se es astrónomo? El mero paisaje estelar te intranquilizaría. Había trabajo que hacer, preguntas que formular, misterios que resolver y, al cabo de un rato, uno volvía a su taller, ponía en funcionamiento algunos instrumentos y, mientras tanto, se distraía leyendo una novela o contemplando un espectáculo por holovisión.
    Insigna susurró todo eso a Siever Genarr mientras éste iba de un lado a otro por su despacho asegurando cabos sueltos antes de marchar. (Él era un revisor proverbial de cabos sueltos, como Insigna recordaba de días lejanos, cuando eran jóvenes. En aquel entonces, esa costumbre la había irritado, aunque tal vez debiera haberla admirado. Siever tiene muchas virtudes, pensó, y Crile, por el contrario...)
    Se substrajo sin compasión a sus pensamientos y los apuntó en otra dirección.
    Ente tanto, Genarr manifestó:
    —A decir verdad, yo no utilizo con mucha frecuencia la cubierta de observación. Siempre parece haber otra cosa que hacer. Y cuando lo hago, me encuentro a menudo demasiado solo ahí arriba. Será agradable tener compañía. ¡Vamos!
    Y abrió la marcha hacia un pequeño ascensor. Era la primera vez que Insigna tomaba un ascensor en la Cúpula, y por un instante creyó estar de vuelta en Rotor..., si no fuera porque no percibió ningún cambio en la atracción seudo gravitatoria ni se sintió oprimida ligeramente contra la pared por el efecto Coriolis, como le ocurría en Rotor.
    —Hemos llegado —dijo Genarr haciendo una seña a Insigna para que saliera.
    Ella salió, curiosa, a una cámara vacía, y casi al mismo tiempo se echó hacia atrás.
    —¿Estamos expuestos aquí? —inquirió.
    —¿Expuestos? —exclamó desconcertado Genarr—. ¡Ah! Quieres decir que si nos estamos dando de cara con la atmósfera de Erythro. ¿Es eso? No, no. No tengas miedo Nos hallamos encerrados en un hemisferio de cristal diamantino al que nada puede arañar. Un meteorito lo aplastaría, desde luego, pero los cielos de Erythro están libres, virtualmente, de meteoritos. En Rotor tenemos un cristal idéntico, ya sabes. Sin embargo..., la calidad no es la misma y tampoco el tamaño.
    Esto último lo dijo enorgullecido.
    —Te tratan bien aquí —dijo Insigna acariciando otra vez el cristal como si quisiera asegurarse de su existencia.
    —Deben hacerlo si quieren que la gente venga a este lugar —luego, volviendo a la burbuja añadió—: A veces llueve sobre ella, por supuesto. Pero cuando el cielo se despeja, se seca aprisa. Como siempre quedan residuos, una mezcla detergente especial limpia la burbuja durante el día. Siéntate, Eugenia.
    Insigna tomó asiento en una butaca muelle y cómoda que se inclinó obedeciendo a una leve presión suya, de modo que ella se encontró mirando hacia arriba. Oyó el murmullo suave de otra butaca cuando el peso de Genarr la empujó hacia atrás. Y entonces la tenue luz nocturna, que había resplandecido lo suficiente para dejar ver las butacas y las pequeñas mesas en la habitación, se extinguió. En la oscuridad de un mundo deshabitado, el cielo sin nubes y de un negro tan intenso que parecía terciopelo, se llenó de chispas fulgurantes.
    A Insigna se le cortó el aliento. Ella sabía, en teoría, cómo era el cielo. Lo había visto en gráficos y mapas, en simulaciones y fotografías..., en todos sus aspectos y formas, excepto en la realidad. Se sorprendió a sí misma desdeñando los objetos interesantes, las rarezas que podían causarle desconcierto, los misterios que parecían exigirle la vuelta al trabajo. No se fijó en ningún objeto determinado sino en el efecto que todos juntos componían.
    En la remota prehistoria, pensó, el estudio de su apariencia, y no de las propias estrellas, fue lo que procuró las constelaciones y el comienzo de la astronomía a los antiguos.
    Genarr tenía razón. La paz, cual una telaraña tenue, imperceptible, la envolvió.
    Al cabo de un rato, Insigna dijo casi adormecida:
    —Gracias, Genarr.
    —¿Por qué?
    —Por ofrecerte a salir con Marlene. Por arriesgar tu mente para cuidar de mi hija.
    —No arriesgo mi mente. No nos sucederá nada a ninguno de los dos. Además..., ella me inspira un sentimiento paternal. Al fin y al cabo, Eugenia, tú y yo estamos juntos desde hace mucho tiempo y creo... haber tenido siempre un alto concepto de ti.
    —Lo sé —repuso ella sintiendo los aguijonazos de la culpabilidad.
    Siempre había sabido cuáles eran los sentimientos de Genarr... Él no había podido disimularlos jamás, lo cual le había inspirado resignación antes de conocer a Crile, y enojo después.
    —Si te he herido alguna vez en tus sentimientos, Siever, lo siento de verdad.
    —No lo necesitas —dijo afable Genarr.
    Se hizo un largo silencio mientras la sensación de paz se acentuaba, e Insigna se encontró anhelando seriamente que no entrara nadie y rompiera el extraño sortilegio de serenidad que la atenazaba.
    Entonces Genarr dijo:
    —Tengo una teoría para explicar por qué la gente no quiere subir aquí, a la cubierta de observación. Ni en Rotor. ¿Has percibido alguna vez que tampoco se utiliza mucho en Rotor la cubierta de observación?
    —A Marlene le gustaba ir algunas veces —informó Insigna—. Me dijo que allá arriba se encontraba sola por lo general. Este último año o así, me contó que le gustaba observar a Erythro. Entonces debí haberle prestado más atención...
    —Marlene es una persona insólita. Según creo, lo que ahuyenta a casi toda la gente y la disuade de subir aquí es eso.
    —¿El qué?
    —Eso —repitió Genarr, y señaló un lugar en el cielo, pero con la oscuridad ella no pudo distinguir hacia dónde se dirigía su brazo—. Esa estrella tan brillante; la más brillante del cielo.
    —¿Te refieres al Sol..., nuestro Sol... el Sol del Sistema Solar?
    —Exacto. Es un entrometido. Si no fuera por esa estrella brillante, el cielo sería más o menos el mismo que vemos desde la Tierra. Alpha Centauri está un poco descolocada y Sirio tiene una ligera derivación, pero nosotros no nos apercibimos de ello. Dejando a un lado esas pequeñeces, el cielo que contemplas es lo que vieron los sumerios hace cinco mil años. Todo excepto el Sol.
    —¿Y crees que el Sol ahuyenta a la gente de la cubierta de observación?
    —Sí, quizá no se abstengan de un modo consciente; pero creo que a todos les inquieta verlo. Se tiende a pensar que el Sol se halla muy distante, que es inalcanzable, que forma parte de un universo completamente diferente. Sin embargo, está ahí en el cielo, resplandeciente, exigiendo nuestra atención, recordándonos nuestra culpabilidad por haber huido de él.
    —¿Y por qué no suben a la cubierta de observación los adolescentes y los niños? Ellos saben poco o nada del Sol y del Sistema Solar.
    —Los demás les damos un ejemplo negativo. Cuando todos nos hayamos ido, cuando no haya nadie en Rotor para quien el Sistema Solar sea algo más que una frase, el cielo parecerá pertenecer otra vez a Rotor, creo yo, y este lugar estará abarrotado..., si todavía existe.
    —¿Crees que puede dejar de existir?
    —No estamos en condiciones de percibir el futuro, Eugenia.
    —Hasta ahora parece que estamos prosperando y creciendo.
    —Sí, es cierto; pero esa estrella brillante, el entrometido, es lo que me preocupa.
    —Nuestro viejo Sol. ¿Qué puede hacernos? Él no puede alcanzarnos.
    —Claro que puede. —Al decir esto Genarr miró fijamente la brillante estrella en el cielo occidental—. Las personas que dejamos atrás en la Tierra y en los Establecimientos descubrirán tarde o temprano Némesis. Tal vez lo hayan hecho ya. Y tal vez hayan desarrollado la hiperasistencia. Opino que ellos deben haber descubierto la hiperasistencia poco después de nuestra marcha. Nuestra desaparición les debe de haber estimulado mucho.
    —Partimos hace catorce años. ¿Por qué no están ya aquí ellos?.
    —Quizá les haga vacilar la idea de un vuelo de dos años. Saben que Rotor lo intentó; pero ignoran que hemos tenido éxito. Pueden pensar que nuestros restos se hallan esparcidos por todo el espacio desde el Sol hasta Némesis.
    —A nosotros no nos faltó el coraje para intentarlo.
    —Claro que no. ¿Pero crees que Rotor habría hecho el intento si no hubiese sido por Pitt? Fue él quien nos empujó a todos los demás, y dudo que haya otro Pitt en los Establecimientos o, si me apuras, en la Tierra. Sabes que Pitt no me gusta. Desapruebo sus métodos, su moral o su falta de ella, su tortuosidad, su astucia despiadada para enviar a una chica como Marlene hacia lo que él espera sea su destrucción. No obstante, si nos atenemos a los resultados, Pitt pasará a la historia como un gran hombre.
    —Como un gran líder —le corrigió Insigna—. Tú eres un gran hombre, Siever. Hay una diferencia evidente.
    Se hizo otra vez el silencio hasta que Genarr murmuró:
    —Me paso el tiempo esperando a que ellos vengan aquí en nuestra persecución. Ese es mi principal temor, y parece acrecentarse cuando el entrometido brilla sobre mí. Ahora se cumplen catorce años desde que abandonamos el Sistema Solar. ¿Qué han estado haciendo ellos durante ese tiempo? ¿No te lo has preguntado nunca, Eugenia?
    —Jamás —susurró medio dormida—. Mis preocupaciones son más inmediatas.

    XXII. ASTEROIDE

    48

    ¡Día 22 de agosto de 2235! La fecha significó algo para Crile Fisher, pues era el cumpleaños de Tessa Wendel. Para ser exactos, su quincuagésimo tercero. Ella no mencionó esa fecha ni su significado..., quizá porque le enorgulleciese su apariencia juvenil en Adelia o tal vez porque pensase en los cinco años que le llevaba a Fisher.
    Pero la diferencia relativa de sus edades no importó a Crile.
    Aunque no le hubiese atraído su inteligencia y su vigor sexual, Tessa tenía la llave para alcanzar a Rotor, y él lo sabía.
    Ahora había finas arrugas alrededor de sus ojos, y una acusada flacidez en la parte superior de sus brazos; pero su cumpleaños no mencionado, representó un triunfo para ella, de modo que Tessa entró contoneándose en el apartamento, cuyo lujo había aumentado con los años, y se dejó caer en su robusto sillón con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
    —Ha ido tan suave como el espacio interestelar. Perfección absoluta.
    —Me hubiera gustado estar allí —manifestó él.
    —Y a mí también, Crile; pero estamos sometidos a un reglamento estricto y, por si fuera poco, te estoy iniciando en más cosas de las que debiera.
    El objetivo había sido Hypermnestra, un asteroide mediocre situado en una posición conveniente, no demasiado cerca de otros asteroides por el momento y, lo que era más importante, no demasiado cerca de Júpiter. Además no lo reclamaba ningún Establecimiento ni lo visitaba nadie. Por añadidura, estaban las dos primeras sílabas del nombre que, aun siendo trivial, parecía representar una meta adecuada para un vuelo superlumínico a través del hiperespacio.
    —Doy por supuesto que has conducido la nave sana y salva hasta allí.
    —A unos diez mil kilómetros de distancia. Hubiera sido fácil situarla más cerca; pero no quisimos arriesgamos a una intensificación de su campo gravitatorio, aunque fuera débil. Y regreso, por supuesto, al lugar previsto. La escoltaron, como es lógico, dos aeronaves ordinarias.
    —Supongo que los Establecimientos estuvieron al acecho.
    —Claro está. Pero una cosa es ver cómo la nave se desvanecía instantáneamente, y otra muy distinta averiguar a dónde iba; determinar mi marcha a una velocidad similar a la de la luz o a varios múltiplos de ella, y sobre todo, descubrir cómo se ha logrado. Así pues, lo que ellos vieran carece de importancia.
    —No poseían ningún medio para averiguar cuál era el destino, a menos que la seguridad hubiera fallado lo cual, al parecer, no sucedió. Si lo hubiesen sabido o adivinado, seguiría sin servirles para nada. En suma, todo fue muy satisfactorio, Crile.
    —Es evidente que representa un paso de gigante.
    —Y con otros pasos de gigante adicionales esperándonos. Fue la primera nave capaz de transportar un ser humano y superar la velocidad de la luz. Pero, como sabes, iba tripulada... si es ésa la palabra justa... por un robot.
    —¿Actuó con éxito el robot?
    —Por completo, pero eso no es muy significativo, salvo que demuestra nuestra capacidad para transferir una masa bastante voluminosa hasta allí y hacerla regresar en una sola pieza... al menos una pieza en la macroescala. Se requerirán varias semanas de inspección para asegurarnos de que no ha sufrido ningún daño peligroso en la microescala. Nos espera todavía la tarea de construir naves mayores, de asegurarnos que se incorporan los sistemas sustentadores de la vida y de que funcionan bien, así como la de multiplicar las condiciones de seguridad. Un robot es capaz de soportar tensiones que los seres humanos no pueden.
    —¿Y se mantiene el calendario?
    —Hasta ahora sí. Hasta ahora. Dentro de otro año, o un año y medio... Si no sobrevienen desastres o accidentes inesperados... seremos capaces de sorprender a los rotorianos, suponiendo que todavía existan.
    Fisher respiró y la Wendel pareció avergonzada.
    —Lo siento. Me he propuesto no decir cosas como ésa; pero se me escapan algunas veces.
    —No te preocupes —la tranquilizó Fisher—. ¿Se ha acordado definitivamente que yo iré en el primer viaje a Rotor?
    —Si, suponiendo que pueda haber acuerdos definitivos para algo que no tendrá lugar hasta dentro de un año o más. No hay forma de prevenirse contra las necesidades y los cambios súbitos.
    —Pero hasta ahora..., ¿se está en eso?
    —Al parecer Tanayama dejó una nota diciendo que se te había prometido una litera... Fue muy correcto, más de lo que yo esperaba. Koropatsky tuvo la amabilidad de decirme lo de la nota hoy, después del magnífico vuelo, cuando me pareció que sería una buena ocasión para sugerir esa posibilidad.
    —¡Estupendo! Tanayama me lo prometió de palabra. Celebro que lo pusiera por escrito.
    —¿Te importa decirme por qué te hizo esa promesa? Tanayama me pareció siempre una persona que no da nada por nada.
    —Tienes razón. Conseguí el viaje a condición de que te hiciera volver a la Tierra para seguir trabajando en las velocidades superlumínicas. Creo recordarás que llevé a cabo esa tarea con éxito total.
    La Wendel resopló.
    —Dudo que fuera sólo eso lo que moviera a tu Gobierno. Koropatsky dijo que no se sentiría obligado por las promesas de Tanayama, en general; pero que tú habías vivido en Rotor durante algunos años y tus especiales conocimientos podrían ser aprovechables. A mi parecer, tus conocimientos especiales después de trece años podrían haberse diluido; pero no se lo dije así porque me sentí feliz después de la prueba y decidí que, por el momento, te amaba.
    Fisher sonrió.
    —Siento gran alivio, Tessa. Y espero que tú estés también en el primer vuelo. ¿Dejaste bien sentado eso?
    La Wendel retiró un poco la cabeza, como si quisiera ver mejor a Fisher.
    —Eso fue mucho más difícil, amigo mío. Ellos se prestaron gustosos a dejarte correr ese peligro; pero respecto a mí dijeron que no podían prescindir de mi colaboración. «¿Quién llevaría adelante el proyecto si le sucediera algo?», arguyeron. Les contesté: «Cualquiera de los veinte subordinados míos que saben tanto como yo sobre los vuelos superlumínicos y cuyas mentes son más jóvenes y despiertas.»
    —Quizás haya algo de cierto en lo que dicen. ¿Por qué habrías de arriesgarte?
    —Hay tres sólidas razones —contestó la Wendel—. Por un lado quiero el mérito de capitanear el primer vuelo a velocidad mayor que la de la luz. Por otro, tengo la curiosidad de ver esa estrella y me molestará que los rotorianos lleguen primero si... — Se calló a tiempo, y luego continuó — : Y por último, y más importante, deseo abandonar la Tierra, o al menos así lo creo.
    Dijo esto entre auténticos gruñidos.
    Más tarde, cuando ambos se tendieron juntos en la cama, ella dijo:
    —Si llega ese momento y nos hallamos finalmente allí..., ¡qué maravillosa sensación será!
    Fisher no contestó. Él estaba pensando en una niña con enormes y extraños ojos. También pensó en su hermana, y las dos parecieron fundirse hasta ser una sola cuando el sueño le venció.

    XXIII. VIAJE AÉREO

    49

    Los viajes de larga duración por la atmósfera planetaria eran algo que los colonizadores no aceptaban como parte de su sociedad. En un Establecimiento, las distancias eran bastante reducidas, de modo que los ascensores, las piernas y, ocasionalmente, el carro eléctrico eran todo cuanto se necesitaba. Para los viajes entre Establecimientos, se utilizaba el cohete.
    Muchos colonizadores, al menos en el Sistema Solar, habían recorrido tantas veces el espacio que el avance a través de él les resultaba casi tan familiar como andar. Sin embargo, era raro el colonizador que hubiera visitado la Tierra, donde existía sólo el viaje atmosférico, y que hubiera hecho uso de la aeronáutica.
    Los colonizadores, que podían afrontar el vacío como si fuera un amigo, un hermano, experimentaban un terror cerril cuando esperaban sentir el silbido del aire a lo largo de un vehículo sin ningún apoyo sobre tierra.
    No obstante, en ocasiones, el viaje aéreo era una necesidad insoslayable en Erythro. Este era un mundo grande como la Tierra, y al igual que ésta tenía una atmósfera bastante densa y respirable. Había libros de referencia sobre viajes disponibles en Rotor, e incluso varios inmigrantes de la Tierra tenían experiencia aeronáutica.
    Así pues, la Cúpula poseía dos pequeñas aeronaves algo ramplonas y primitivas, no dadas a las grandes aceleraciones ni a las maniobras bruscas, pero servibles.
    De hecho, la propia ignorancia de Rotor respecto a la ingeniería aeronáutica, era útil en un aspecto. Las aeronaves de la Cúpula estaban mucho más computadorizadas que cualquier avión equivalente de la Tierra. Siever Genarr prefería ver esas aeronaves como unos complicados autómatas que, por casualidad, habían sido construidos con forma de aeronaves. El clima de Erythro era mucho más benigno que el de la Tierra, puesto que la escasa intensidad de la radiación emitida por Némesis era demasiado insuficiente para generar tormentas grandes y violentas, de modo que la aeronave robot tenía menos probabilidades de afrontar una turbulencia. Muchas menos probabilidades.
    De resultas, cualquiera podía pilotar las burdas aeronaves de la Cúpula. Sencillamente, uno decía al avión lo que quería que hiciera y así se hacía. Si el mensaje era confuso o parecía peligroso al cerebro automatizado de la aeronave, éste pedía esclarecimiento.
    Genarr observó cómo Marlene se encaramaba a la cabina del avión con cierta inquietud natural aunque no el terror manifiesto de Eugenia Insigna, quien contemplaba la escena desde una distancia respetable.
    —No te acerques más —le había ordenado él con mucha seriedad—. Sobre todo si vas a dar la impresión de que estás presenciando el comienzo de una calamidad insoslayable. Asustarás a la chica.
    A Insigna le pareció que había buenas razones para sentir pavor. Marlene era demasiado joven y no podía recordar un mundo donde los viajes aéreos eran moneda corriente. Ella había subido con bastante tranquilidad a un cohete para venir a Erythro; pero... ¿cómo reaccionaría ante este viaje inaudito a través del aire?
    No obstante, Marlene se encaramó a la cabina y ocupó su asiento con una expresión de serenidad absoluta.
    ¿Sería posible que no hubiese captado la situación?
    —Marlene querida —dijo Genarr—, tú sabes muy bien lo que vamos a hacer, ¿verdad?
    —Sí, tío Siever. Vas a enseñarme Erythro.
    —Desde el aire, ya sabes. Volaremos a través del aire.
    —Sí, ya lo dijiste.
    —¿Te inquieta esa idea?
    —No, tío Siever, pero a ti si parece inquietarte, y mucho.
    —Sólo por ti, querida.
    —Me encuentro perfectamente.
    La joven volvió su rostro impávido hacia Genarr, mientras éste se encaramaba y ocupaba su asiento.
    —Puedo comprender que madre se preocupe —dijo la muchacha—, pero tú estás más preocupado que ella. Consigues disimularlo mejor dándote aires de imperturbable; pero si pudieras verte lamiéndote los labios te abochornarías. Piensas que, si sucede algo malo, la culpa será tuya, y no puedes soportar ese pensamiento. Pero de todas formas no va a suceder nada.
    —¿Tan segura estás de eso, Marlene?
    —Absolutamente segura. Nada me dañará en Erythro.
    —Dijiste lo mismo acerca de la plaga, pero ahora no estamos hablando de eso.
    —No importa de lo que estamos hablando. Nada me hará daño en Erythro.
    Genarr movió la cabeza incrédulo e inseguro, y al instante deseó no haberlo hecho, pues sabía que ella leía eso con tanta facilidad como si apareciese escrito con grandes letras mayúsculas en la pantalla de la computadora. Después de todo, ¿qué más daba? Si se hubiese reprimido y hubiera actuado como si estuviese hecho de bronce fundido, ella se habría dado cuenta del mismo modo.
    Así pues, dijo:
    —Entraremos en un compartimiento estanco y permaneceremos ahí un rato para poder comprobar la sensibilidad del cerebro de la aeronave. Luego, atravesaremos otra puerta y entonces el avión se remontará. Habrá un efecto de aceleración y te sentirás oprimida hacia atrás. Al poco, nos moveremos en el aire con nada debajo de nosotros. Espero que me hayas entendido, ¿eh?
    —No tengo miedo —dijo Marlene tranquila.

    50

    La aeronave mantuvo su curso a través de un paisaje yermo de ondulantes colinas.
    Genarr sabía que Erythro estaba geológicamente vivo, y sabía también que los estudios que se habían hecho de aquel mundo denotaban que había habido períodos de su historia en que fue montañoso. Quedaban todavía montañas acá y acullá en el hemisferio cis-Megan, el hemisferio desde donde el círculo abultado del planeta Megas, alrededor del cual Erythro giraba en su órbita, parecía colgar casi inmóvil del cielo.
    Sin embargo aquí, en el hemisferio trans-Megan, las llanuras y las colinas eran los principales rasgos de los grandes continentes.
    Para Marlene, que no había visto nunca una montaña, las colinas, incluso las más bajas, fueron impresionantes.
    Desde luego, había arroyos en Rotor y, desde la altura en que sobrevolaban Erythro, estos otros ríos no parecían diferentes.
    Genarr pensó: Marlene se sorprenderá cuando los vea a corta distancia.
    Marlene miró curiosa hacia Némesis, que había pasado su marca del mediodía y declinaba hacia el Oeste.
    —Se está moviendo, ¿no es verdad, tío Siever? —preguntó.
    —Se está moviendo —dijo Genarr—, o por lo menos Erythro está girando en relación con Némesis; pero gira sólo una vez al día mientras que Rotor lo hace una vez cada dos minutos. En comparación, Némesis, vista desde aquí, desde Erythro, se mueve menos de una setentava parte más aprisa de lo que parece estar moviéndose vista desde Rotor. Desde aquí parece hallarse inmóvil, en comparación; pero esa inmovilidad no es completa.
    Luego, echando una ojeada a Némesis, dijo:
    —Tú no has visto nunca el Sol de la Tierra, ya sabes, el del Sistema Solar; o, si lo has visto, no lo recuerdas porque eras un bebé a la sazón. El Sol era mucho más pequeño visto desde la posición de Rotor en el Sistema Solar.
    —¿Más pequeño? —exclamó sorprendida Marlene—. La computadora me ha dicho que Némesis era más pequeña.
    —En realidad, lo es. Sin embargo, Rotor está mucho más cerca de Némesis que jamás lo estuvo del Sol en los viejos tiempos, de modo que Némesis parece mayor.
    —Distamos cuatro millones de kilómetros de Némesis, ¿verdad?
    —Sí, pero nosotros estamos a ciento cincuenta millones de kilómetros del Sol. Si distáramos eso de Némesis, obtendríamos menos del uno por ciento de la luz y el calor que recibimos ahora. Si estuviéramos tan cerca del Sol como lo estamos de Némesis, nos vaporizaríamos. El Sol es mucho más grande, brillante y caliente que Némesis.
    Marlene no miró a Genarr; pero, al parecer, su tono de voz le resultó suficiente:
    —Por tu tono de voz, tío Siever, creo que deseas estar otra vez cerca del Sol.
    —Nací allí, así que algunas veces siento añoranza.
    —Pero si el Sol es tan caliente y brillante, debe resultar peligroso.
    —Nosotros no lo mirábamos. Y tú no deberías mirar a Némesis tanto rato. Desvía la mirada, querida.
    No obstante, Genarr echó otra ojeada a Némesis, la cual fluctuaba roja y vasta en el cielo occidental, su diámetro aparente, a cuatro grados de arco, ocho veces más que el del Sol visto desde la antigua posición de Rotor, era un sereno circulo, de luz roja; pero Genarr supo que, en ocasiones, comparativamente raras, se inflamaba y durante unos minutos dejaba ver en aquella cara imperturbable una mancha blanca que hacía daño a la vista. Las moderadas manchas solares, de un rojo oscuro, eran más comunes pero no tan perceptibles.
    Murmuró una orden al avión y éste viró lo suficiente para dejar atrás Némesis, fuera del campo visual.
    Marlene dirigió una última y pensativa mirada a Némesis; luego volvió la vista hacia el panorama de Erythro que se extendía abajo, y dijo:
    —Es curioso cómo te habitúas al color rojizo de todo. Al cabo de un rato no te parece tan rojizo.
    Genarr había observado ya eso mismo. Sus ojos captaban diferencias de tinte y sombras de modo que el mundo empezaba a parecer menos monocromático. Los ríos y los pequeños lagos eran menos rojizos y oscuros que el suelo, y el cielo era oscuro. La atmósfera de Erythro dispersaba muy poco la luz encarnada de Némesis.
    Sin embargo, lo más desesperanzador acerca de Erythro era la aridez de la tierra. Rotor, aunque en muy pequeña escala, tenía campos verdes, grano amarillo, frutos de diversos colores, animales que producían murmullos, todos los colores y sonidos de la morada y las estructuras humanas.
    Aquí había sólo silencio e inanimación.
    Marlene frunció el entrecejo.
    —En Erythro hay vida, tío Siever.
    Genarr no pudo saber si Marlene había hecho una aseveración, formulado una pregunta o adivinado su pensamiento mediante el lenguaje del cuerpo. ¿Deseaba saber algo o buscaba confirmación?
    —Cierto —respondió—. Muchísima vida. La vida lo impregna todo. No sólo el agua. También hay prokaryotes viviendo en las películas de agua alrededor de las partículas de tierra.
    Pasado un rato, el océano hizo su aparición frente a ellos, en el horizonte. Primero como una sencilla línea oscura; luego, una banda que se agrandó a medida que el vehículo aéreo se le aproximaba.
    Genarr, con disimulo, miró de reojo a Marlene para estudiar su reacción. Ella había leído cosas sobre los mares de la Tierra, por supuesto, y debía de haber visto imágenes en la holovisión; pero nada de eso podía preparar a nadie para la experiencia real. Genarr, que había estado una vez (¡una vez!) en la Tierra como turista, había visto el borde de un océano. Sin embargo, no había sobrevolado uno jamás sin la presencia de tierra alrededor, y no estaba seguro de sus propias reacciones.
    La masa líquida pasó rauda bajo ellos, y ahora la tierra firme fue la que se encogió hasta ser sólo una fina línea y acabar desapareciendo. Genarr miró hacia abajo con una extraña sensación en la boca del estómago. Recordó un verso de un poema épico arcaico: «El mar color vino tinto» Debajo, el océano pareció, ciertamente, una masa ondulante de vino tinto, con reflejos rojizos acá y allá. No hubo puntos de referencia identificables en aquella vasta masa de agua, y ningún lugar donde tomar tierra. La esencia misma de la «localización» se esfumó. No obstante, él sabía que, cuando quisiera regresar, le bastaría dar instrucciones a la nave para que los hiciese volver a tierra firme. La computadora del avión seguía la pista de la posición con un cálculo exacto de la velocidad y la dirección, y sabría dónde estaba la Tierra..., e incluso la Cúpula.
    Pasaron por debajo de unas nubes densas, y el océano se tornó negro. A una palabra de Genarr, el aparato se elevó sobre las nubes.
    Némesis brilló otra vez y la vista del océano desapareció. En su lugar, hubo un mar de gotas de agua rojizas saltando alrededor, algunos jirones de niebla desfilaron ante la ventanilla.
    Luego, las nubes parecieron abrirse y dejaron ver otra vez retazos de mar color vino tinto.
    Marlene contempló todo con la boca entreabierta, casi sin aliento. Por fin dijo en un susurro:
    —Todo eso es agua, ¿verdad, tío Siever?
    —Miles de kilómetros en todas las direcciones, Marlene... y con diez kilómetros de profundidad en algunos lugares.
    —Si uno se cae ahí supongo que se ahogará.
    —No te inquietes por eso. Este vehículo no caerá en el océano.
    —Sé que no —contestó Marlene muy segura de sí misma.
    Le podría ofrecer otra vista a Marlene, pensó Genarr.
    La chica le interrumpió en su cavilación.
    —Te estás poniendo nervioso otra vez, tío Siever.
    A Genarr le divirtió la manera en que estaba aprendiendo a dar por supuesta la penetración de Marlene.
    —No has visto nunca Megas —dijo—, y me preguntaba si convendría que te lo mostrara. Fíjate, sólo una cara de Erythro mira a Megas, y la Cúpula está construida en la cara de Erythro que no lo mira, de modo que Megas no está nunca en nuestro cielo. Ahora bien, si continuamos volando en esta dirección entraremos en el hemisferio cis-Megas y aparecerá alzándose sobre el horizonte.
    —Me gustaría verlo.
    —Entonces lo verás; pero prepárate. Es grande. Grande de verdad. Casi dos veces tan ancho como Némesis y parece casi a punto de caer sobre nosotros. Algunas personas no pueden soportar su vista. Sin embargo, no caerá. Porque no puede. Recuérdalo bien.
    Siguieron adelante aumentando la altitud y la velocidad. El océano quedó abajo en rugosa uniformidad, oscurecido a ratos por las nubes.
    Algún tiempo después, Genarr dijo:
    —Si miras al frente y un poco a la derecha, verás que Megas empieza a mostrarse en el horizonte. Nos dirigiremos hacia él.
    Al principio, pareció un pequeño parche de luz a lo largo del horizonte, pero fue creciendo despacio hacia arriba, como si se hinchara. Luego, el arco creciente de un círculo muy rojo se elevó sobre el confín. Era bastante más oscuro que Némesis, la cual se veía todavía detrás del aparato, hacia la derecha y algo baja en el cielo.
    Cuando Megas aumentó de tamaño, se vio muy pronto que lo que se revelaba no era un círculo completo de luz sino algo más de un semicírculo.
    Marlene dijo interesada:
    —Eso es lo que se conoce como las «fases» ¿verdad?
    —Exacto. Nosotros vemos sólo la parte iluminada por Némesis. Mientras Erythro gira alrededor de Megas, Némesis parece acercársele, y vemos cada vez menos porción de la mitad iluminada del planeta. Luego, cuando Némesis se desliza casi completamente por encima o por debajo de Megas, aparece sólo una fina curva de luz como límite de Megas; eso es todo cuanto vemos de su hemisferio iluminado. Algunas veces, Némesis se coloca realmente detrás de Megas. Entonces, sobreviene el eclipse de Némesis, y todas las estrellas tenues se dejan ver en la noche, no sólo las brillantes que apreciamos aunque Némesis esté presente en el cielo. Durante el eclipse, ves un gran círculo oscuro carente de estrellas, y eso te indica el lugar donde está Megas. Cuando Némesis empieza a reaparecer por el otro lado, comienzas a ver otra vez una fina curva de luz.
    —¡Qué maravilloso es esto! —exclamó Marlene— Como un espectáculo en el cielo. Y mira Megas..., con todas esas franjas moviéndose.
    Las franjas se extendían a través de la porción iluminada del globo, espesas y broncíneas, salpicadas de tonalidades anaranjadas, y retorciéndose muy despacio.
    —Son bandas de tormenta —explicó Genarr—. Con velocidades terroríficas que soplan en todas direcciones. Si te fijas bien, verás manchas que se forman y dilatan, se trasladan aprisa y se diluyen hasta desaparecer.
    —Es como un espectáculo de holovisión —dijo embelesada Marlene—. ¿Por qué la gente no se pasa el tiempo contemplando esto?
    —Los astrónomos lo hacen. Ellos lo observan mediante instrumentos computadorizados localizados en este hemisferio. Yo mismo lo he visto en nuestro Observatorio. Escucha, nosotros teníamos un planeta como éste allá en el Sistema Solar. Se llamaba Júpiter y era incluso mayor que Megas.
    Entre tanto, el planeta se había elevado por completo sobre el horizonte, semejante a un balón hinchado que, por alguna causa, se hubiera desinflado a lo largo de su mitad izquierda.
    —Es fascinante —dijo Marlene—. Si la Cúpula estuviera construida en esta cara de Erythro, todo el mundo podría verlo y disfrutar.
    —La verdad es que no, Marlene. No parece que sea así. Megas desagrada a casi todas las personas. Como te he dicho, muchas tienen la impresión de que se va a caer, y eso las aterroriza.
    —Sólo unas pocas tendrán esa sensación estúpida —replicó impaciente Marlene.
    —Sólo unas pocas al principio, pero esas sensaciones estúpidas suelen ser contagiosas. El pavor se generaliza, y ciertas personas que no se asustarían si estuviesen solas, se atemorizan bajo la influencia del vecino. ¿Nunca te has dado cuenta de esa particularidad?
    —Sí —dijo ella con cierta amargura—. Si un chico cree que algo es bonito, todos le secundan. Y empiezan a competir...
    Entonces se calló como si se avergonzara.
    —El miedo contagioso es una de las razones por las que construimos la Cúpula en el otro hemisferio. Otra es que con Megas siempre presente en el cielo se complican las observaciones astronómicas en este hemisferio. Pero creo que va siendo hora de regresar. Ya conoces a tu madre. Estará aterrada.
    —Llámala y dile que estamos bien.
    —No necesito hacerlo. Esta aeronave emite señales sin cesar. Ella sabe que estamos bien... físicamente. Pero no es eso lo que la tiene preocupada —dijo él tocándose la sien con un gesto significativo.
    Marlene se hundió en su asiento y una expresión de profundo descontento ensombreció su rostro.
    —¡Cuánto duele eso! Sé que todo el mundo dirá, «es porque te quiere». Pero resulta tan molesto... ¿Por qué no puede creerme cuando le digo que estaré bien?
    —Porque te quiere —contestó Genarr mientras indicaba por lo bajo a la aeronave que regresara a casa—. Lo mismo que tú quieres a Erythro.
    El rostro de Marlene resplandeció.
    —¡Ah, sí! ¡Cuánto lo quiero!
    —Sí, sí. Se te nota en todo momento.
    Y Genarr se preguntó cómo reaccionaría Eugenia Insigna ante eso.

    51

    Reaccionó con furia.
    —¿Qué quieres decir con que ella quiere a Erythro? ¿Cómo puede querer a un mundo muerto? ¿No le habrás lavado el cerebro? ¿Hay alguna razón por la que la hayas inducido a quererlo?
    —Sé razonable, Eugenia. ¿Crees que es posible lavar el cerebro a Marlene para inducirla a creer esto o aquello? ¿Has conseguido hacerlo alguna vez?
    —Entonces, ¿qué sucedió?
    —En verdad, intenté exponerla a situaciones que la desagradaran o la asustaran. Si quieres llamarlo así, me esforcé por «lavarle el cerebro» para que le repeliera Erythro. Sé por experiencia que los rotorianos criados en el mundo exiguo del Establecimiento aborrecen la espaciosidad infinita de Erythro; no les gusta la rojez de su luz, ni les agrada Némesis. A casi todos les disgusta Megas. Todas esas cosas propenden a deprimirlos y sobrecogerlos. Yo mostré todo eso a Marlene, la llevé por encima del océano, y luego lo bastante lejos para mostrarle Megas sobre el horizonte.
    —¿Y qué?
    —Pues que nada la inquietó. Dijo haberse habituado a la luz roja hasta no encontrarla tan roja ni tan horrible. El océano no la asustó lo más mínimo, y lo mejor de todo es que encontró que Megas era divertido e interesante.
    —No puedo creerlo.
    —Pues créelo. Es la verdad.
    Eugenia se sumió en reflexiones. Luego, dijo a regañadientes:
    —Tal vez eso sea una señal de que ella está ya infectada con la... la...
    —¿Con la plaga? Dispuse otra exploración de cerebro tan pronto como regresamos. No tenemos todavía el análisis completo, pero la inspección preliminar no revela cambios. En un caso de plaga, aunque sea leve, el gráfico de la mente cambia de forma notable y apreciable. Marlene no muestra nada de eso. Sin embargo, se me ha ocurrido una idea interesante. Sabemos que Marlene es perceptiva, que puede apreciar toda clase de pequeños detalles. Los sentimientos fluyen desde otros hacia ella. ¿Pero has detectado alguna vez algo que pareciera seguir el sentido inverso? ¿Fluyen los sentimientos desde ella hacia otros?
    —No comprendo a dónde quieres llegar.
    —Ella sabe cuándo me siento inseguro y un poco ansioso, por mucho que yo procure disimularlo, y cuándo estoy tranquilo e impávido. Ahora bien, ¿habrá algún medio por el que ella pueda forzarme a sentirme inseguro y un poco ansioso..., o tranquilo e impávido? Si ella detecta, ¿no podrá también imponer?
    Insigna lo miró fijamente.
    —Eso me parece una locura —dijo.
    La incredulidad la hizo atragantarse.
    —Quizá. ¿Pero no te has percatado nunca de ese efecto en presencia de Marlene? Piensa sobre ello.
    —No necesito pensar. Nunca me he percatado de semejante cosa.
    —No —masculló Genarr—. Supongo que no. A ella le encantaría hacer que te sintieras menos nerviosa acerca de su persona; y eso, desde luego, no lo consigues. Sin embargo... Lo cierto es que, si nos circunscribimos a la facultad perceptiva de Marlene, ésta ha aumentado desde su llegada a Erythro. ¿Estás de acuerdo?
    —Si. Lo estoy.
    —Pero hay algo más. Ahora ella es intensamente intuitiva. Sabe que es inmune a la plaga. Está segura de que en Erythro nada la dañará. Miró el océano con la convicción de que la aeronave no se hundiría en él arrastrándola consigo. ¿Adoptaba esa actitud allá en Rotor? ¿No se ha mostrado dubitativa e insegura en Rotor cuando había buenas razones para sentirse así, y tal como lo haría cualquier otro adolescente?
    —¡Sí! Es cierto.
    —Pero aquí ella es una chica nueva. Absolutamente segura de sí misma. ¿Por qué?
    —Lo ignoro.
    —¿Le estará afectando Erythro? No, no me refiero a nada semejante a la plaga. ¿Habrá algún otro efecto? ¿Algo totalmente diferente? Te diré por qué lo pregunto. También lo siento yo.
    —¿Qué sientes?
    —Cierto optimismo acerca de Erythro. No me importa la desolación ni ninguna otra cosa. No es que antes sintiera un tremendo hastío de eso, ni que Erythro me hiciera sentirme mal, pero no me gustó nunca el planeta. Sin embargo, en este viaje con Marlene, lo encontré más grato que nunca durante mis diez años de estancia aquí. Tal vez sea posible, pensé, que el regocijo de Marlene surta efectos contagiosos, o que ella me lo imponga de alguna forma. O que cualquier otra particularidad de Erythro que la afecte a ella, me esté afectando también a mí..., en su presencia.
    Insigna dijo sarcástica:
    —Creo, Siever, que harías mejor disponiendo una exploración de cerebro para ti.
    Genarr enarcó las cejas.
    —¿Piensas que no lo he hecho? Desde que estoy en este lugar, me someto a un chequeo periódico. No ha habido ningún cambio salvo los inherentes al proceso natural de envejecimiento.
    —¿Pero has comprobado el gráfico de tu mente tras regresar del viaje aéreo?
    —Claro está. Fue lo primero que hice. No soy un insensato. El análisis completo se halla todavía pendiente, pero el trabajo preliminar no muestra cambio alguno.
    —Entonces, ¿qué te propones hacer ahora?
    —Lo lógico. Marlene y yo saldremos de la Cúpula y nos pasearemos por la superficie de Erythro.
    —¡No!
    —Tomaremos las precauciones debidas. Yo he estado ya ahí fuera.
    —Tú quizá —dijo obstinada Insigna—. Ella no. Ella jamás.
    Genarr suspiró. Giró con su butaca y contempló la ventana simulada en la pared de su despacho como si quisiera atravesarla y escrutar la rojez del exterior. Luego, miró a Insigna.
    —Ahí fuera hay un mundo inmenso e inédito —dijo—. No pertenece a nadie ni a nada salvo a nosotros mismos. Nosotros podemos tomar ese mundo y desarrollarlo mediante las lecciones que nos ha enseñado la pésima e insensata administración de nuestro mundo original. Podemos edificar esta vez un mundo bueno, limpio, decente. Podemos habituarnos a la rojez. Podemos aportarle vida con nuestros propios animales y plantas. Podemos hacer que florezcan el mar y la tierra e iniciar al planeta con su propio curso de evolución.
    —¿Y la plaga? ¿Qué me dices de eso?
    —Podemos eliminar la plaga y hacer de Erythro el lugar idóneo para nosotros.
    —Si eliminamos el calor y la gravedad, si alterásemos la composición química, podríamos hacer también de Megas el lugar idóneo para nosotros.
    —Si, Eugenia, pero reconoce que la plaga no es semejante al calor, la gravedad y la composición química.
    —No obstante, la plaga es igual de letal a su manera.
    —Creo haberte dicho ya, Eugenia, que Marlene es la persona más importante que tenemos.
    —Para mí lo es, sin duda.
    —Ella es importante para ti por la sencilla razón que es tu hija. Para el resto de nosotros es importante por lo que puede hacer.
    —¿Qué puede hacer ella? ¿Interpretar nuestro lenguaje del cuerpo? ¿Divertiros con sus trucos?
    —Ella está convencida de su inmunidad ante la plaga. Si es cierto, nos podría enseñar a...
    —Si es cierto. Eso es fantasía infantil, y tú lo sabes. No intentes agarrar telarañas.
    —Ahí fuera hay un mundo, y yo lo quiero.
    —Al final, estás hablando como Pitt. ¿Arriesgarás a mi hija por ese mundo?
    —En la historia de la Humanidad se ha arriesgado mucho más por mucho menos.
    —Más vergüenza para la historia de la Humanidad. Y en cualquier caso, soy yo quien debe decidir. Marlene es hija mía.
    Genarr dijo con una voz apagada que pareció expresar una pena infinita:
    —Te quiero, Eugenia. Te perdí una vez. Soñé con que quizá pudiera deshacer el entuerto. Pero ahora temo que voy a perderte otra vez y de forma permanente. Porque, ya ves, debo decirte que no eres tú quien ha de decidir. Ni siquiera yo. Es Marlene. Lo que ella decida hacer, lo hará, de una forma o de otra. Y como ella podría poseer la facultad de ganar un mundo para la Humanidad, pienso ayudarle a hacer lo que desee, a pesar tuyo. Debes aceptarlo así, por favor, Eugenia.

    XXIV. DETECTOR

    52

    Crile Fisher examinó la Superlumínica con expresión glacial. La veía por primera vez. Una mirada rápida a Tessa Wendel le hizo comprender al instante que ella estaba sonriendo con lo que sólo podía interpretarse como orgullo de propietaria.
    Estaba allí, en una inmensa caverna, protegida por una maraña triple de barreras de seguridad. Había otros seres humanos presentes, pero casi toda la fuerza laboral se componía de autómatas (no humanoides) escrupulosamente computadorizados.
    En su día, Fisher había visto muchas naves espaciales. Infinidad de modelos empleados para infinidad de fines, pero no había visto nunca una como la Superlumínica... Jamás había contemplado ninguna con una apariencia tan repelente.
    Si la hubiese visto sin saber lo que era, no habría adivinado jamás que se trataba de una nave espacial. ¿Qué debería, pues, decir?
    Por una parte, él no quería irritar a la Wendel. Por otra, ella aguardaba ansiosa su opinión, y esperaba a todas luces el elogio.
    Así que le dijo en tono un poco apagado:
    —Tiene una especie de gracia horripilante... semejante a una avispa.
    Ella sonrió al oír la frase «gracia horripilante», y Fisher creyó haber escogido bien las palabras. Pero entonces Tessa preguntó:
    —¿Qué quiere decir eso de «semejante a una avispa»?
    —Me refería a un insecto. Sé que en Adelia no estáis muy familiarizados con los insectos.
    —Sabemos cosas acerca de los insectos —replicó la Wendel—. Tal vez no tengamos la profusión caótica de la Tierra; pero...
    —No creo que tengáis avispas. Insectos que pican. Su forma es como la de... —y señaló hacia la Superlumínica—. Tienen también una protuberancia delantera y otra trasera, unidas por una fina conexión.
    —¿De verdad? —Tessa miró la Superlumínica con un interés nuevo y súbito—. Cuando puedas, búscame la imagen de una avispa. Quizá me sea posible entender mejor el diseño de una nave..., o viceversa, que no vendrá mal.
    Fisher preguntó:
    —Entonces ¿a qué viene esa forma si no te la inspiró la avispa?
    —Necesitamos buscar una geometría que haga aprovechar al máximo las posibilidades de que toda la nave se mueva como una unidad. El hipercampo tiende a extenderse cilíndricamente hacia fuera hasta el infinito y hay que poner ciertas limitaciones a esa tendencia. Por otra parte, no conviene hacerlo por entero. De hecho, no puedes hacerlo, así que es preciso acordonarlo en las protuberancias.
    »El campo está justamente dentro del casco, lo mantiene encerrado ahí un campo electromagnético intenso y alterno... Pero tú no querrás que te explique todas estas cosas, ¿verdad?
    —Más bien, no —admitió Fisher con una leve sonrisa—. Ya he oído bastante, creo yo. Pero, puesto que por fin se me autoriza a ver esta...
    —Vamos, no te ofendas —dijo la Wendel rodeándole la cintura con un brazo—. Aquí se ha impuesto la estricta e ineludible necesidad de saber. Hubo momentos en que ellos detestaban hasta verme rondar por los contornos. Imagino que se pasaron el tiempo refunfuñando acerca de esta sospechosa colonizadora que se mostraba demasiado fisgona. Sin duda les hubiera gustado que yo no hubiese sido quien tenía que diseñar el hipercampo, porque entonces podrían haberme echado a patadas. Sin embargo, ahora las cosas se han aligerado hasta el punto de permitirme disponer tu visita para verla. Después de todo, tú estarás en la nave a su debido tiempo, y yo quería que vinieras para admirarla — titubeó unos instantes y añadió — : Y para admirarme.
    Él la miró de frente y dijo:
    —Sabes que te admiro, Tessa, sin necesidad de eso.
    Luego, la abrazó.
    —Continúo envejeciendo, Crile —comentó ella—. El proceso no quiere detenerse, ni más ni menos. También estoy espantosamente satisfecha de ti. Hace ya siete años que estoy contigo, va para los ocho, y no he sentido el proverbial deseo de comprobar cómo son otros hombres.
    —¿Acaso es eso una tragedia? —preguntó Fisher—. Quizá sea el hecho de que el proyecto te ha sorbido el seso. Ahora que la nave está terminada, tendrás probablemente una sensación de alivio, y tiempo suficiente para reanudar la cacería.
    —No. No siento ese deseo. Sencillamente no lo siento. ¿Pero qué me dices de ti? Sé que te he descuidado a ratos.
    —No importa. Me parece bien que me descuides por tu trabajo. Deseo esa nave tanto como tú, querida, y mi única pesadilla es que, cuando esté terminada por completo, tú y yo seamos demasiado viejos para viajar en ella —Fisher sonrió otra vez, en esta ocasión con ostensible remordimiento—. En tu preocupación por la edad creciente, Tessa, pienso que también yo he dejado hace mucho de ser un chiquillo. Dentro de dos años cumpliré los cincuenta. Pero hay una pregunta que me he resistido a formular por temor a la decepción, aunque tenga que hacerla de todas formas.
    —Pregunta.
    —Tú lo dispusiste todo para que se me permitiera ver la nave, para que se me admitiera en este sancta sanctórum. Aunque me sea imposible explicarme el porqué, no creo que Koropatsky lo hubiera permitido si el proyecto no estuviese próximo a su terminación. La seguridad le obsesiona casi tanto como a Tanayama.
    —Sí, por lo que se refiere al hipercampo, la nave está lista.
    —¿Ha volado ya?
    —Todavía no. Quedan todavía cosas por hacer; pero no relacionadas con el hipercampo.
    —¿Habrá vuelos de prueba, supongo?
    —Con tripulación, claro está. No hay forma de hacerlo sin tripulantes si se quiere averiguar cómo funcionan los sistemas de apoyo a la vida. Ni siquiera los animales nos proporcionarían la garantía necesaria.
    —¿Quiénes irán en el primer vuelo?
    —Voluntarios elegidos entre los operarios del proyecto que reúnan las debidas condiciones.
    —¿Y acerca de ti?
    —Yo seré la única persona que no irá voluntaria. Debo ir. No puedo confiar a nadie más la toma de decisiones en caso de urgencia.
    —Entonces, ¿iré también yo? —preguntó Crile.
    —No, tú no.
    La cólera ensombreció el semblante de Fisher.
    —Se convino que...
    —No en los vuelos de prueba, Crile.
    —¿Cuándo terminarán entonces?
    —Es difícil determinarlo. Depende de los percances que puedan surgir. Si todo marcha con la mayor fluidez posible, dos o tres vuelos bastarán. Cuestión de meses.
    —¿Cuándo tendrá lugar el primer vuelo de prueba?
    —Eso no lo sé, Crile. Estamos trabajando todavía con la nave.
    —Dijiste que se hallaba lista para partir.
    —Sí, por lo que respecta al hipercampo. Pero estamos instalando detectores neurónicos.
    —¿Y eso qué es? Jamás he oído mencionarlos.
    La Wendel no le dio una respuesta directa. Miró a su alrededor, serena y cavilosa, luego dijo:
    —Estamos llamando la atención, Crile, y sospecho que tu presencia pone nerviosas a algunas personas. Vámonos a casa.
    Fisher no se movió.
    —¿Debo entender que te niegas a discutirlo conmigo? ¿Aunque tenga importancia vital para mí?
    —Lo discutiremos... en casa.

    53

    Crile Fisher se mostró inquieto, su furia se acrecentó. Se negó a tomar asiento y se cernió sobre Tessa Wendel que, encogiéndose de hombros se había sentado en el sofá modular blanco y le miraba ceñuda.
    —¿Por qué tanto enfado, Crile?
    Los labios de Fisher temblaron. Él los apretó y marcó un compás de espera antes de contestar, como si se esforzara por conservar la calma mediante puro esfuerzo muscular.
    Por fin dijo:
    —Cuando se forme una tripulación sin mí, se sentará precedente. Nunca se me incluirá. Debe quedar bien entendido desde el principio que yo estaré siempre en la nave hasta que alcancemos la Estrella Vecina... y a Rotor. No quiero que se me descarte.
    —¿Por qué llegar a conclusiones precipitadas? —le reprochó la Wendel—. No se te dejará atrás en el momento crucial. La nave todavía no está dispuesta para la partida.
    —Dijiste que la nave se hallaba lista —le recordó Fisher—. ¿Qué son esos detectores neurónicos que has mencionado tan de repente? ¿Acaso un dispositivo para mantenerme callado, distraído, y entonces despachar la nave antes de que me aperciba de mi exclusión? Eso es lo que están haciendo ellos. Y tú colaboras en el juego.
    —Estás loco, Crile. El detector neurótico es una idea mía, impuesta a instancias mías.
    Ella le miró sin pestañear desafiándole a que replicara.
    —¡Idea tuya! —explotó él—. Pero...
    Tessa levantó la mano para hacerle callar.
    —Es algo en lo que hemos estado trabajando al mismo tiempo que con la nave. Esto no entra en el campo de mi experiencia, pero he espoleado a los neurofísicos para que lo conciban. ¿Deseas saber cuál es la razón? Precisamente que te quiero en la nave cuando ésta parta hacia la Estrella Vecina. ¿Es que no lo ves?
    Él negó con la cabeza.
    —Adivínalo, Crile. Lo verías si no te cegara la rabia por un motivo insano. Está clarísimo. Es un «detector neurótico». Detecta a distancia la actividad nerviosa. La compleja actividad nerviosa. En suma, detecta la presencia de inteligencia.
    Fisher la miró pasmado.
    —¿Te refieres a lo que los médicos usan en los hospitales?
    —Por supuesto. Es una herramienta rutinaria en medicina y psicología para detectar los desórdenes mentales precoces... Pero a la distancia de un metro. Yo la necesito a distancias astronómicas. No es nada nuevo. Es algo antiguo con un radio de acción creciente. Si Marlene vive, Crile, estará en el Establecimiento, en Rotor. Y Rotor se hallará allí, por alguna parte, girando alrededor de la estrella. Te dije que no sería fácil de localizar. Si no lo encontramos pronto, ¿cómo podremos estar seguros de que no se halla allí... y de que no nos ha pasado inadvertido como una isla en el océano o un asteroide en el espacio? ¿Deberemos seguir buscando durante meses o años hasta convencernos de que no lo hemos pasado de largo, de que no está verdaderamente allí?
    —Y el detector neurónico...
    —Encontrará a Rotor.
    —¿Y no será difícil de detectar...?
    —No, no lo será. El universo está inundado por ondas de luz y radio más toda clase de radiaciones, y nosotros necesitaremos distinguir una fuente de entre millares o millones. Se puede hacer, pero no es sencillo y puede requerir mucho tiempo. Ahora bien, captar la precisa radiación electromagnética asociada a las neuronas en una compleja relación, es algo único. No es posible que encontremos más de una fuente idéntica a ésa... Y, si es así, se deberá a que Rotor ha construido otro Establecimiento. Ahí lo tienes. Estoy tan deseosa de encontrar a tu hija para ti, como tú lo estás de encontrarla para ti mismo ¿Y por qué obraría yo así si no anhelase tenerte con nosotros en el vuelo? Tú estarás allí.
    Fisher pareció abrumado.
    —¿Y forzaste todo el proyecto para lograr eso?
    —Tengo un poder considerable sobre ellos, Crile. Y todavía hay más. Esto es sumamente confidencial. Por esa razón, no pude revelártelo ante la nave.
    —¿Ah? ¿Y de qué se trata?
    La Wendel dijo con cierto tono de ternura:
    —He estado cavilando más tiempo del que crees, Crile. No puedes imaginar cuánto deseo evitarte decepciones. ¿Qué pasará si no encontramos nada en la Estrella Vecina? ¿Qué ocurrirá si un barrido de los cielos nos dice que no hay ninguna forma de vida inteligente en su vecindad? ¿Deberemos volver a casa e informar que no hemos encontrado ni rastro de Rotor? Vamos, Crile, no te dejes vencer por una de tus depresiones. Al mencionar que tal vez no encontremos inteligencia en la Estrella Vecina, no quiero dar a entender que Rotor y su gente no hayan sobrevivido.
    —¿Qué otra cosa puede significar?
    —Ellos podrían haber quedado tan insatisfechos con la Estrella Vecina que hubiesen decidido dirigirse hacia otra parte. Quizá se hayan detenido el tiempo suficiente para minar algunos asteroides y adquirir nuevos materiales que necesitarán en la construcción y la restauración de los motores de microfusión. Luego, se pondrían en marcha.
    —Y si fuera así, ¿cómo podemos saber dónde se encuentran?
    —Han transcurrido casi catorce años desde su partida. Con la hiperasistencia ellos habrán podido viajar sólo a la velocidad de la luz. Si han alcanzado alguna estrella y se han instalado en su vecindad, será por fuerza una estrella que diste de nosotros catorce años luz como máximo. No hay muchas de ésas. A velocidad superlumínica podremos visitar cada una de ellas. Con los detectores neurónicos conseguiremos determinar si Rotor está en la cercanía de alguna de ellas.
    —En este momento ellos podrían encontrarse vagando por el espacio entre las estrellas. ¿Cómo los detectaríamos en tal caso?
    —No podríamos; pero al menos aumentarían un poco nuestras probabilidades si investigáramos con los detectores neurónicos una docena de estrellas en seis meses, y no perderíamos el tiempo explorando una estrella en una búsqueda inútil. Si fracasamos... y habremos de arrostrar un posible fracaso... por lo menos regresaremos con datos considerables sobre una docena de estrellas diferentes... Una enana blanca, una estrella caliente blanquiazul, otra similar al Sol, una binaria próxima y así sucesivamente. No es probable que realicemos más de un viaje en nuestra vida, así que ¿por qué no hacer uno bueno y pasar a la historia con un éxito inmenso, Crile?
    —Supongo que tienes razón, Tessa —contestó pensativo Crile—. Peinar una docena de estrellas sin encontrar nada será ya bastante malo, pero explorar la vecindad de una sola estrella y regresar pensando que Rotor podría haber estado en cualquier otra parte accesible pero que no hemos tenido tiempo para su exploración, sería mucho peor.
    —Exacto.
    —Procuraré recordarlo —dijo entristecido Crile.
    —Otra cosa. El detector neurótico podría detectar inteligencia que no fuera de origen terrestre. No debiéramos perdérnoslo por nada del mundo.
    Fisher pareció sorprendido.
    —Pero eso no es probable ¿verdad?
    —Nada probable; no obstante, si sucediera, mayor razón para no perdérnoslo. Particularmente, si está a catorce años luz de la Tierra. En el universo no puede haber nada tan interesante como la presencia de otra forma de vida inteligente... o tan peligroso. Nos gustaría averiguarlo.
    —¿Cuál es la posibilidad de detectarla si no es de origen terrestre? —inquirió Fisher—. Los detectores neurónicos están ajustados para captar, únicamente, inteligencia humana. Me parece que si ya nos costaría lo nuestro detectar vida en una forma extraña, más valdría no mencionar la inteligencia.
    La Wendel dijo:
    —Podemos ser incapaces de reconocer vida; pero, a mi juicio, no es posible que nos pase inadvertida la inteligencia, y lo que nosotros buscamos no es vida sino inteligencia. Fuese cual fuere la inteligencia, por muy extraña e irreconocible que nos parezca, requerirá una estructura compleja, sumamente compleja..., al menos tan compleja como el cerebro humano. Es más, tiene muchísimas probabilidades de requerir la interacción electromagnética. La atracción gravitatoria resulta demasiado débil; las interacciones nucleares intensas y débiles son de alcance demasiado corto. Respecto a este nuevo hipercampo con el que estamos trabajando para el vuelo superlumínico no existe en la Naturaleza, que sepamos, pero sí cuando lo concibe la inteligencia. El detector neurótico puede captar un campo electromagnético muy complejo que implicará inteligencia cualquiera que sea la forma o la composición química utilizada para moldear esa inteligencia. Y nosotros deberemos estar prestos a aprender o a correr. Por lo que se refiere a la vida no inteligente que no sea peligrosa para una civilización tecnológica como la nuestra, cualquier forma de vida extraña, incluso en la fase del virus, será interesante.
    —¿Y por qué mantener secreto todo eso?
    —Porque sospecho... Bueno, en realidad sé que el Congreso Global nos querrá de vuelta cuanto antes para estar seguros de que el proyecto ha tenido éxito y poder construir mejores modelos de nave superlumínica basándose en nuestra experiencia con este prototipo. Por otra parte, si las cosas marchan bien, yo quisiera ver el universo y hacerles esperar. No digo que me proponga hacerlo, pero quiero que me quede esa opción. Si ellos supieran que tengo tales planes... si lo presintiesen siquiera... intentarían, según sospecho, formar la tripulación con otras personas a quienes consideren más dóciles a sus ordenes.
    Fisher esbozó una vaga sonrisa.
    —¿Qué te pasa, Crile? —preguntó la Wendel—. Supón que no encontramos ni rastro de Rotor o de su gente. ¿Te gustaría volver a la Tierra con esa decepción? ¿Rendirte después de tocar el universo con la yema de los dedos?
    —No. Me pregunto cuánto se tardará en instalar los detectores y todas las demás cosas con que sueñas. Dentro de dos años cumpliré los cincuenta. A esa edad, los agentes que trabajan para la Oficina son retirados del servicio activo. Se les asignan empleos burocráticos en la Tierra y no se les permite hacer vuelos espaciales.
    —¿Y qué?
    —Dentro de poco más de dos años, no reuniré ya las condiciones para el vuelo. Me dirán que soy demasiado viejo, y entonces el universo no se encontrará al alcance de mis dedos.
    —¡Tonterías! Ellos me permiten ir, y ahora mismo tengo más de cincuenta.
    —Tú eres un caso especial. Es tu nave.
    —Tú eres también un caso especial puesto que insistiré en tu participación. Además, ellos no encontrarán con tanta facilidad gente competente para ir en las Superlumínica. Ya nos costará lo nuestro persuadirles de que se presenten voluntarios. Y deberán ser voluntarios; no podemos arriesgamos a dejar este viaje en manos de reclutas mal dispuestos y asustadizos.
    —¿Por qué no habrá voluntarios que quieran ir?
    —Porque son terrícolas, mi querido Crile, y el espacio es un horror para casi todos los terrícolas. El hiperespacio es todavía más horripilante, y ellos se echarán atrás. Quedaremos tú y yo. Necesitaremos, pues, tres voluntarios más, y créeme si te digo que tendremos dificultades para encontrarlos. He sondeado ya a muchos y lo único que he obtenido es una promesa a medias de dos personas muy aceptables: Chao Li Wu y Henry Jarlow. Todavía no he conseguido hallar a la tercera. Aunque hubiera, contra lo que creo probable, una docena de voluntarios, ellos no te descartarían en favor de cualquier otro, porque yo insistiría en que vinieras conmigo como embajador ante los rotorianos... si ello fuere necesario. Y si eso no es suficiente, te prometo que la nave partirá antes de que cumplas los cincuenta.
    Ahora Fisher sonrió con alivio patente y dijo:
    —Te quiero, Tessa. Sabes que te quiero de verdad.
    —No —respondió la Wendel—. No sé que me quieras de verdad, sobre todo cuando lo dices con ese tono, como si la admisión te hubiese cogido por sorpresa. Es muy extraño, Crile, pero durante los casi ocho años transcurridos desde que nos conocemos, vivimos juntos y hacemos el amor, no has dicho nunca una cosa así.
    —¡Ah! ¿No?
    —Créeme, he escuchado muy bien. ¿Sabes qué otra cosa es extraña? Yo no he dicho nunca que te quisiera; y sin embargo, te quiero. Esto no empezó así. ¿Qué supones que ha sucedido?
    Fisher dijo en voz baja:
    —Puede ser que nos hayamos enamorado mutuamente de una forma tan gradual que no nos hemos enterado. Eso sucede a veces ¿no crees?
    Se sonrieron mutuamente, tímidos, como si se preguntaran qué debían hacer al respecto.

    XXV. SUPERFICIE
    54

    Eugenia Insigna sintió aprensión. Más que eso.
    —Te lo aseguro, Siever, no he dormido bien ni una noche desde que la llevaste en el avión —su voz se aflautó hasta lo que, en una mujer de carácter menos firme, pudiera haber sido descrito casi como un lloriqueo—. ¿Es que el vuelo a través del aire... hasta el océano y regreso, para aparecer aquí después del anochecer... no fue suficiente para ella? ¿Por qué no la detienes?
    —¿Por qué no la detengo? —murmuró Siever despacio, como si estuviera estudiando la pregunta— ¿Por qué no la detengo? Escucha, Eugenia, ¿no crees que hemos dejado atrás la fase de nuestra capacidad para detener a Marlene?
    —Eso es ridículo, Siever. Casi cobarde. Tú te escondes detrás de ella, haciéndola pasar por omnipotente.
    —¿Y no lo es? Tú eres su madre. Ordénale que se quede dentro de la Cúpula.
    Insigna apretó los labios.
    —Ella tiene quince años. No me gusta ser tirana.
    —Todo lo contrario. Te encantaría ser tirana. Pero, si lo intentas, ella te mirará con esos extraordinarios ojos suyos y te dirá algo parecido a esto: «Te sientes culpable, madre, por haberme privado de mi padre, y por tal razón crees que el universo está conspirando para privarte de mí como castigo, lo cual es una superstición tonta.»
    Insigna frunció el ceño.
    —Eso es la mayor estupidez que jamás he oído, Siever. No siento nada semejante, ni nunca podría sentirlo.
    —Claro que no. Yo estaba inventando. Pero Marlene no lo hará. Ella sabrá, por el temblor de tu pulgar o el movimiento de tu paletilla o de cualquier otra cosa, lo que te está incordiando, y te dirá que estás demasiado ocupada buscando medios para defenderte, lo cual será muy cierto y muy humillante, y tú cederás ante ella antes que dejarla deshojando las capas externas de tu psique.
    —¡No me digas que eso es lo que te ha sucedido a ti!
    —No tanto, porque ella me aprecia y yo he procurado hablarle de forma muy diplomática. Pero, si la enfado, me estremece pensar cómo me trituraría. Mira, yo he conseguido hacerle considerar un aplazamiento. Concédeme ese mérito. Ella quiso salir de inmediato después del viaje aéreo. Yo pude aplazarlo hasta fin de mes.
    —¿Cómo lo hiciste?
    —Pura astucia, te lo aseguro. Estamos en diciembre. Le dije que dentro de tres semanas comenzará el Año Nuevo, al menos si nos regimos por el calendario de la Tierra, ¿y qué mejor manera de celebrar el comienzo del 2237, le pregunté, que empezar la nueva era de la exploración y el asentamiento de Erythro? Ya sabes, ella ve bajo esa luz su propia penetración del planeta... como el principio de una nueva edad. Lo cual lo empeora si cabe.
    —¿Por qué lo empeora?
    —Porque ella no lo ve como un capricho personal sino como algo de importancia vital para Rotor, quizás incluso para la Humanidad. No hay nada como satisfacer tu placer personal y pensar que es una contribución noble al bienestar general. Eso disculpa todo. Yo mismo lo he hecho, tú también, y todo el mundo. Pitt más que cualquiera de los que conozco. Probablemente, él está convencido de que respira sólo para aportar bióxido de carbono al mundo vegetal de Rotor.
    —¿Así que la has hecho esperar valiéndote de su megalomanía?
    —Sí, y así disponemos de una semana más para ver si algo podrá detenerla. Sin embargo, sospecho que mi petición no la engañó. Se mostró conforme con la espera; no obstante dijo: «Tú crees que si me entretienes recobrarás, al menos un poco, el afecto de mi madre, ¿no es verdad, tío Siever? Pues nada acerca de ti me indica que atribuyas la más mínima importancia a la llegada del Año Nuevo.»
    —¡Qué grosería tan insoportable, Siever!
    —Insoportable pero acertada, Eugenia.
    Insigna desvió la mirada.
    —¿Mi afecto? ¿Qué puedo decir...?
    Genarr se apresuró a replicar.
    —¿Por qué decir nada? En el pasado te he dicho que te quiero, y descubro que al envejecer... no han habido grandes cambios. Pero ese problema es mío. Tú no has sido nunca desleal conmigo. Jamás me diste motivo de esperanza. Y si yo soy lo bastante insensato para no poder aceptar una respuesta negativa, ¿por qué has de preocuparte?
    —Me preocupa que te sientas desgraciado por alguna causa.
    —Eso cuenta mucho en este caso —Genarr consiguió sonreír—. Es muchísimo mejor que nada.
    Insigna desvió la mirada otra vez y con toda deliberación volvió al tema de Marlene.
    —Pero, Siever, si Marlene adivinó tu verdadero motivo, ¿por qué se conformó con el aplazamiento?
    —No te gustará lo que voy a revelarte, pero mejor será decir la verdad. Éstas son las palabras de Marlene: «Esperaré hasta el Año Nuevo, tío Siever, porque quizás así complazca a madre, y yo estoy de tu parte.»
    —¿Dijo eso?
    —No se lo reproches, por favor. Sin duda alguna, la he fascinado con mi ingenio y encanto, y ella cree estar haciéndote un favor.
    —Mi hija es una casamentera —dijo Insigna debatiéndose a todas luces entre el fastidio y el regocijo.
    —Se me ocurrió que, si te esforzaras por mostrar cierto interés en mí, podríamos persuadirla de que hiciera muchas cosas que ella cree idóneas para propiciar ese interés... si bien habría de ser algo auténtico pues, de lo contrario, descubriría la ficción. Por otra parte, si fuera auténtico, ella creería innecesario hacer sacrificios para fomentar algo que ya existe. ¿Entiendes?
    —Entiendo que si no fuera por la perceptividad de Marlene, tu aproximación a mí sería positivamente maquiavélica.
    —¡Has dado en el clavo, Eugenia!
    —Pues bien, ¿por qué no hacer lo adecuado? Encerrarla y, a su debido tiempo, meterla en el cohete de regreso a Rotor.
    —Atándola de pies y manos, supongo. Aparte de no creer que podamos hacer tal cosa. He conseguido captar la visión de Marlene. Estoy empezando a pensar en colonizar Erythro... todo un mundo al alcance de la mana.
    —Y respirando sus extrañas bacterias, ingiriéndolas en los alimentos y en el agua.
    Insigna hizo una mueca de repugnancia.
    —¿Y qué? Aquí mismo las aspiramos, comemos y bebemos hasta cierto punto. No podemos eliminarlas por completo de la Cúpula. Y, si vamos a eso, en Rotor hay bacterias que también aspiramos, bebemos y comemos.
    —Sí, pero estamos adaptados a la vida de Rotor. Ésas son partículas extrañas a la vida.
    —Tanto más seguro. Si nosotros no nos hubiésemos adaptado a ellas, tampoco se habrían adaptado ellas a nosotros. No hay ningún indicio de que puedan ser parásitos nuestros. Son, sencillamente, muchas partículas innocuas de polvo.
    —Y la plaga.
    —Ésa es la verdadera dificultad, desde luego, incluso en el caso de algo tan simple como permitir que Marlene salga de la Cúpula. Tomaremos precauciones, por supuesto.
    —¿Qué clase de precauciones?
    —Por lo pronto, ella llevará un traje protector. Además, yo la acompañaré. Le serviré de canario.
    —¿Qué quiere decir de «canario»?
    —Era una artimaña que tenían en la Tierra hace varios siglos. Los mineros llevaban canarios, ya sabes, esas pequeñas aves amarillas, a la mina. Si el aire se enrarecía, el canario moría antes de que los hombres resultaran afectados, y entonces éstos, conocedores ya del problema, salían del túnel subterráneo. Dicho con otras palabras, si yo empiezo a actuar de forma extraña se nos llevará adentro sin tardanza.
    —Pero ¿qué pasará si ella resulta afectada antes que tú?
    —No creo que ocurra eso. Marlene se siente inmune. Lo ha afirmado tantas veces que he empezado a darle crédito.
    55

    Eugenia Insigna no había esperado nunca con tan dolorosa concentración la llegada del Año Nuevo. También era cierto que tampoco tuvo nunca motivo para ello. A fin de cuentas, el calendario era una resaca residual, eliminada dos veces.
    En la Tierra, el año había comenzado con la delimitación de las estaciones y las fiestas asociadas a ellas... solsticio de verano, solsticio de invierno, siembra, recolección... mediante los nombres que se hubiese elegido para ellas.
    Recordaba Insigna que Crile le había explicado las complejidades del calendario, y se había deleitado con ellas a su manera sombría y solemne, como le ocurría con todo cuanto le recordase la Tierra. Ella le había escuchado entre entusiasmada y recelosa. Lo primero porque deseaba compartir su interés por si eso contribuyera a unirlos más; lo segundo porque temía que su interés por la Tierra lo distanciara de ella, como ocurrió al fin y a la postre.
    Le parecía extraño experimentar todavía esa angustia. ¿Más amortiguada ahora? Tuvo la sensación de que en realidad, no podía recordar la cara de Crile, que ahora recordaba sólo el recuerdo ¿Era nada más que la rememoración de una rememoración lo que se estaba interfiriendo entre ella y Siever Genarr?
    Sin embargo, esa rememoración de una rememoración era lo que ahora mantenía asociado a Rotor con el calendario. En Rotor, él y todos los Establecimientos en el sistema Tierra-Luna (con exclusión de los pocos que giraban alrededor de Marte o los que habían sido construidos en el cinturón asteroidal) acompañaban a la Tierra en su trayectoria alrededor del Sol. No obstante, el año sin estaciones carecía de significado. A pesar de todo, seguía conservándose, junto con los meses y las semanas.
    Rotor tenía también el día determinado artificialmente, a razón de veinticuatro horas durante las cuales se permitía que la luz solar entrara la mitad de ese tiempo, y se bloqueaba en la otra mitad. Se lo habría podido determinar con cualquier medida de tiempo, pero se había optado por la duración de un día terrestre para dividirlo en veinticuatro horas de sesenta minutos cada una y cada minuto compuesto por sesenta segundos. (Así, al menos, los días y las noches tenían, uniformemente, doce horas de duración.)
    Había habido movimientos ocasionales entre los Establecimientos para adoptar un sistema que consistía en numerar los días y agruparlos en decenas o múltiplos de diez, es decir, decadías, hectodías, kilodías; y, en dirección contraria, decidías, centidías, milidías; pero eso era verdaderamente imposible.
    Los Establecimientos no podían imponer su propio sistema porque eso habría reducido el comercio y las comunicaciones al caos. Ni había ningún sistema unificado posible salvo el de la Tierra, donde vivía todavía el noventa y nueve por ciento de la población humana y al cual se asociaba aún, por los lazos de la tradición, el uno por ciento restante. La rememoración mantenía unidos a Rotor y a todos los Establecimientos con un calendario que, intrínsecamente, carecía de significado para ellos.
    Pero ahora Rotor había abandonado el Sistema Solar y era un mundo aislado y solitario. No existían días, meses ni año en el sentido terrestre. No había siquiera una luz solar que diferenciase el día de la noche, pues Rotor brillaba con luz diurna artificial y se oscurecía hasta una débil luz cada doce horas. La rigurosa precisión no resultaba rota siquiera por el oscurecimiento y el alumbramiento graduales en los límites, que podrían simular los crepúsculos matutinos y vespertinos. No parecía haber necesidad de ello. Y dentro de esta división para todo Establecimiento, cada hogar conservaba su iluminación individual en cada momento, según conviniera a sus necesidades o caprichos; pero contaba los días con arreglo al calendario del Establecimiento... que era el mismo de la Tierra.
    Incluso aquí, en la Cúpula de Erythro, donde había un día y una noche naturales cuyo empleo casual correspondía a las personas trabajadoras, la duración del día, no coincidente con la del Establecimiento, permanecía todavía asociada a la de la Tierra (la rememoración de una rememoración) que se empleaba en los cálculos oficiales.
    Ahora se intensificaba el movimiento para descartar el día como la única medida básica del tiempo, Insigna sabía que Pitt era partidario de adoptar el sistema decimal para la medición del tiempo. No obstante, ni siquiera él se atrevía a hacer una sugerencia oficial por miedo a suscitar una ardiente oposición.
    Pero quizá no para siempre. Las unidades, tradicionalmente desordenadas, de semanas, días y meses parecían menos importantes. En su trabajo astronómico, Insigna empleaba los días como las únicas unidades significativas. Llegaría un momento en que el calendario antiguo se extinguiría y, en un lejano futuro, surgirían sin duda nuevos métodos para medir el tiempo... quizás un calendario galáctico estándar.
    Por lo pronto, ella se encontraba jalonando el tiempo con un Año Nuevo que empezaba de forma arbitraria. Al menos en la Tierra el Año Nuevo comenzaba con el solsticio, de invierno en el hemisferio austral y de verano en el boreal. Estaba relacionado con la órbita de la Tierra alrededor del Sol, lo que en Rotor nadie recordaba bien salvo los astrónomos.
    Sin embargo, aunque Insigna fuera astrónomo, hoy el Año Nuevo estaba relacionado sólo con la aventura de Marlene sobre la superficie de Erythro, una fecha elegida por Siever Genarr porque implicaba un retraso razonable, y aceptada por Insigna porque le preocupaba la noción que una adolescente tenía de lo romántico.
    Eugenia salió del abismo de sus cavilaciones para encontrarse de pronto con que Marlene la estaba mirando solemne. (¿Cuánto tiempo llevaría la chica en el aposento? ¿O era que ella se había enredado tanto con esa maraña interna que le habían pasado inadvertidas sus pisadas?)
    —Hola, Marlene —dijo casi en un susurro.
    —No eres feliz, madre —aseveró la joven con aplomo.
    —No necesitas ser superperceptiva para verlo, Marlene. ¿Estás todavía decidida a salir de Erythro?
    —Sí. Por completo.
    —¿Por qué, Marlene, por qué? ¿Puedes explicarlo de forma que me sea posible entenderlo?
    —No; porque tú no quieres entenderla. Es una llamada para mí.
    —¿Quién te llama?
    —Erythro. Me quiere ahí fuera.
    El rostro por lo general taciturno de Marlene pareció iluminarse con una felicidad secreta.
    —Cuando hablas así, Marlene —dijo con aspereza Insigna—, tengo la impresión de que has sido ya afectada por la... la...
    —¿La plaga? No lo estoy. El tío Siever dispuso que se me hiciera otra exploración de cerebro. Le dije que no había necesidad; pero él contestó que era preciso realizarla para tener constancia antes de partir. Pues bien, mi estado no puede ser más normal.
    —Las exploraciones de cerebro no lo revelan todo —aseguró Insigna frunciendo el ceño.
    —Tampoco lo hace el miedo de una madre —replicó Marlene, y agregó con más ternura—: Por favor, madre, sé que quieres retrasar esto, pero no admitiré retraso alguno. El tío Siever lo ha prometido. Pienso salir aunque llueva, aunque haga mal tiempo. En esta época del año no hay tormentas ni temperaturas extremadas. No las hay en casi ninguna época. Es un mundo maravilloso.
    —Pero yermo... muerto. Exceptuando los gérmenes —dijo desdeñosa Insigna.
    —Sin embargo, algún día le infundiremos vida de nosotros mismos —Marlene miró a lo lejos con expresión soñadora—. Estoy segura de ello.

    56

    —El traje «E» es una indumentaria —dijo Siever Genarr. No necesitas ofrecer resistencia a la presión. No es un traje de inmersión espacial. Tiene un casco, una reserva de aire comprimido regenerable y una pequeña unidad térmica que mantiene una temperatura confortable. Además era hermético, por descontado.
    —¿Me sentará bien? —inquirió Marlene mirando, disgustada, el tosco material seudotextil.
    —No es elegante —reconoció Genar con ojos chispeantes—. No está hecho para la belleza sino para lo práctico.
    Marlene dijo con cierta exasperación.
    —No me interesa parecer guapa, tío Siever. Pero tampoco quiero ir arrastrándolo por ahí como un fantasmón. Si dificulta el caminar, no valdrá la pena ponérselo.
    Eugenia Insigna la interrumpió después de haber seguido la conversación con semblante algo pálido y desencajado.
    —El traje es necesario para protegerte, Marlene. No me importa que lo arrastres por ahí.
    —Pero no hace falta que sea incómodo ¿verdad, madre? La protección será la misma aunque me siente bien.
    —A decir verdad, éste te sentará bastante bien —dijo Genarr—. Es lo mejor que hemos podido encontrar. Al fin y al cabo, tenemos solamente tamaños para adultos —volvió la cabeza hacia Insigna—. Ahora no los usamos mucho. Hubo una época, tras la extinción de la plaga, en que hacíamos algunas exploraciones; pero conocemos ya muy bien las inmediaciones, y en nuestras raras salidas solemos utilizar los vehículos herméticos «E».
    —Me gustaría que ahora utilizarais un vehículo cerrado «E».
    —¡No! —protestó Marlene, molesta a todas luces ante semejante sugerencia—. He salido ya con un vehículo. Quiero andar. Quiero... sentir el suelo.
    —Estás loca —sentenció Insigna.
    Marlene replicó:
    —¿Quieres dejar de sugerir...?
    —¿Dónde está tu percepción? No me estaba refiriendo a la plaga. Quise decir lisa y llanamente loca, sólo loca en el sentido ordinario. Quise decir... Por favor, Marlene, vas a conseguir que yo también me vuelva loca —a continuación se dirigió a Siever—. Si estos trajes «E» son tan antiguos ¿cómo sabes que no transpirarán?
    —Porque los hemos probado, Eugenia. Te aseguro que todos se hallan en buenas condiciones. Recuerda, yo salgo con ella y me pongo también un traje.
    Estaba claro que Insigna buscaba objeciones.
    —Y supón que de repente necesitáis...
    Hizo un gesto con la mano.
    —¿Orinar? ¿Es eso lo que quieres decir? Ya lo hemos previsto, aunque no sea cómodo. Sin embargo, no se dará esa circunstancia. Hemos vaciado la vejiga y estaremos en forma durante varias horas... o deberemos estarlo. Además, no nos aventuraremos demasiado lejos, y en caso de urgencia podremos volver a la Cúpula. Ahora tenemos que partir, Eugenia. Las condiciones ahí fuera son buenas, y necesitamos aprovecharlas. Vamos, Marlene, déjame ayudarte a ponerte el traje.
    —¡No te muestres tan contento! —le recriminó Insigna.
    —¿Por qué no? Para ser franco contigo, me gusta también salir. La Cúpula acaba por parecer una prisión, ya sabes. Tal vez si todos saliéramos un poco más, nuestra gente soportaría mejor los largos turnos en la Cúpula. Ya está, Marlene, sólo te falta ajustarte el casco.
    La joven titubeó.
    —Sólo un minuto, tío Siever.
    Se acercó a Insigna con los brazos abiertos de pies a cabeza y voluminosa.
    Insigna la examinó cabizbaja.
    —Madre —dijo—. Una vez más, te pido que tengas calma, por favor. Te quiero, y no haría esto ni te causaría tanta ansiedad sólo para divertirme. Lo hago porque sé que estarás bien y que no existen motivos para que te alarmes. Apuesto cualquier cosa a que tú quieres ponerte también un traje «E» para poder salir y no perderme ni un instante de vista, pero no necesitas hacerlo.
    —¿Por qué no, Marlene? ¿Cómo podré perdonarme si te ocurre algo y no estoy presente para ayudarte?
    —No me ocurrirá nada. Y aunque así fuese, que no será, ¿qué podrías hacer para evitarlo? Además, Erythro te asusta tanto que, probablemente, tu mente está abierta a toda clase de efectos anómalos. Además ¿qué pasaría si la plaga te afectase a ti? ¿Cómo podría vivir yo con ese remordimiento?
    —Tiene razón, Eugenia —la apoyó Genarr—.Yo permaneceré a su lado, y lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí y conservar la calma. Todos los trajes «E» están equipados con radio. Marlene y yo podremos comunicarnos y mantener contacto con la Cúpula. Te prometo que, si ella se comporta de una forma extraña, cualquiera que sea, si hay el más mínimo barrunto de anomalía, la haré regresar sin demora a la Cúpula. Y si yo mismo siento cualquier anormalidad, volveré al instante trayéndome conmigo a Marlene.
    Insigna meneó la cabeza y no pareció muy convencida mientras observaba cómo se colocaba el casco a Marlene, y luego a Genarr.
    Como todos se hallaban ante el principal compartimiento estanco, Eugenia pudo seguir de cerca las manipulaciones. Ella conocía muy bien el dispositivo para cerrar, pues de otro modo no hubiera podido ser una colonizadora.
    Allí estaba el delicado mecanismo para controlar la presión del aire y asegurarse de que había un lento transvase de aire desde la cúpula hacia fuera, jamás desde Erythro hacia dentro. Se comprobaba a cada momento, por medio de computadora, para tener la certeza de que no había fugas.
    Por fin se abrió la puerta interna. Genarr entró en el compartimiento estanco e hizo señas a Marlene para que le siguiera. Ella lo hizo así y la puerta se cerró. Ambos se perdieron de vista al instante. Insigna sintió con toda claridad cómo se alteraban los latidos de su corazón.
    Entonces observó atenta los controles y supo exactamente cuándo se abría la puerta exterior y poco después volvía a cerrarse. La holopantalla cobró vida y la doctora pudo ver a las dos figuras con extraños trajes, plantadas sobre el suelo árido de Erythro.
    Uno de los ingenieros le entregó un diminuto auricular, e Insigna se lo insertó en el oído derecho. Luego, le colocaron sobre la cabeza un micrófono también minúsculo.
    Oyó que una voz decía «contacto radio», y al punto sonó la voz familiar de Marlene:
    —¿Me oyes, madre?
    —Sí, querida —contestó Insigna.
    Notó que su propia voz sonaba seca, anormal.
    —Ya estamos aquí fuera y es maravilloso. No puede ser más agradable.
    —Sí, querida —repitió Insigna sintiéndose vacía, perdida. Se preguntó si volvería a ver a su hija con una mente normal.

    57

    Siever Genarr sintió casi júbilo cuando pisó la superficie de Erythro. Detrás de él se alzaba la pared inclinada de la Cúpula; pero Siever siguió dándole la espalda, pues una vista tan poco «erythroniana» menoscabaría el sabor del mundo.
    ¿Sabor? Extraña palabra para aplicar a Erythro, pues de momento no tenía el menor significado. Él vivía bajo la protección de su casco, respiraba el aire purificado y acondicionado dentro de la Cúpula. En el interior de aquel refugio no podía oler el planeta ni saborearlo.
    Sin embargo, había un contacto que le infundía una extraña felicidad. Sus botas crujían un poco sobre el suelo. La superficie de Erythro no era rocosa pero sí algo guijosa y, entre los guijos, se percibía lo que sólo podía ser descrito como suelo. Desde luego había agua y aire en abundancia, que se habrían encargado de desmenuzar la roca primaria. Y quizá las omnipresentes prokaryotes, en sus incontables trillones, hubieran contribuido con su paciente trabajo al correr de billones de años.
    El suelo estaba blando. Había llovido el día anterior, la llovizna lenta y constante de Erythro... o al menos de esa porción de Erythro. Se notaba una superficie todavía húmeda, y Genarr imaginaba las partículas de suelo, las pizcas de arena y marga, cada una con su envoltura sutil de agua que había sido renovada. Dentro de esa película, las células prokaryóticas vivían felices, absorbiendo la energía de Némesis, fabricando proteínas complejas con las más simples, mientras que otras prokaryotes, indiferentes a la energía solar, utilizaban el contenido energético de las otras, que en sus incalculables millones morían a cada momento.
    Marlene caminó a su lado. Levantó la mirada y Genarr le dijo afable:
    —No mires directamente a Némesis, Marlene.
    La voz de Marlene le sonó natural. No denotó tensión ni temor alguno. Más bien un regocijo tranquilo.
    —Estoy mirando las nubes, tío Siever —contestó.
    Genarr alzó la vista hacia el cielo oscuro, donde, si se guiñaba durante un rato, era posible detectar un leve fulgor verde amarillento, sobre cuyo fondo las alígeras nubes de bonanza captaban la luz de Némesis y la reflejaban en un esplendor anaranjado.
    El ambiente de Erythro era de una quietud espeluznante. No había nada que emitiera sonido. Ninguna forma de vida cantaba ni rugía, gruñía ni mugía, trinaba ni graznaba. No había hojas que provocaran rumores ni insectos que zumbaran. En las raras tormentas, se dejaba oír el estampido del trueno; el viento suspiraba entre los ocasionales cantos rodados... si soplaba con la suficiente fuerza. Sin embargo, en un día tranquilo como éste, todo era silencio.
    Genarr habló para asegurarse de que esta tranquilidad era real y de que él no se había quedado sordo de repente. (Aunque tuviera la seguridad de que no era así porque oía su propio aliento.)
    —¿Te encuentras bien, Marlene?
    —Me encuentro maravillosamente. Hay un arroyuelo ahí delante.
    Marlene apresuró el paso hasta romper casi en una carrera estrafalaria por culpa de su traje «E».
    —Cuidado, Marlene —le previno él—. Puedes resbalar.
    De pronto, la voz de Eugenia Insigna sonó en el oído de Genarr.
    —¿Por qué corre Marlene, Siever? —y enseguida añadió—: ¿por qué corres, Marlene?
    Marlene no se molestó en contestar, pero Genarr dijo:
    —Sólo quiere echar un vistazo a un arroyo un poco más adelante, Eugenia.
    —¿Se encuentra bien?
    —Claro que sí. Esto es de una belleza sobrenatural. Al cabo de un rato no te parece yermo siquiera... Más bien como una pintura abstracta.
    —Ahórrate la crítica de arte, Siever. No la dejes alejarse de ti.
    —No te preocupes. Estoy en contacto permanente con ella. Ahora mismo está oyendo lo que dices, y si no contesta es porque no quiere que la molesten con cosas sin importancia. Cálmate, Eugenia. Marlene está disfrutando. No lo estropees.
    Genarr se hallaba convencido de que Marlene disfrutaba lo suyo. Y él también hasta cierto punto.
    Marlene corrió arroyo arriba a lo largo del cauce. Genarr no creyó urgente seguirla. Dejémosla que disfrute, pensó.
    La Cúpula se hallaba construida sobre una formación rocosa; pero, en esa dirección, la comarca estaba atravesada por mansos arroyos que, treinta kilómetros más allá, componían un río bastante caudaloso cuya corriente desembocaba en el mar.
    Los arroyos tenían plena utilidad, por supuesto. Proveían a la Cúpula con sus reservas naturales de agua, una vez eliminadas las prokaryotes (o mejor sería decir «muertas»). En los primeros días de la Cúpula, algunos biólogos se habían opuesto al exterminio de las prokaryotes; pero eso era ridículo. Los diminutos corpúsculos eran tan increíblemente numerosos en el planeta y se reproducían tan aprisa para paliar la merma que no existía en el proceso de asegurar las reservas de agua el menor riesgo de que pudieran ser dañados de modo significativo. Luego, una vez iniciada la plaga, se generalizó una hostilidad vaga pero intensa contra Erythro y desde entonces a nadie le preocupó lo que se hiciera con las prokaryotes.
    Por supuesto, ahora que la plaga no parecía ser amenazadora ni mucho menos, resurgían los sentimientos generosos. Genarr simpatizaba con ellos; pero, si se impusieran ¿de dónde sacaría la Cúpula su provisión de agua?
    Sumido en esas reflexiones, Genarr dejó de vigilar a Marlene, de tal modo que el grito repentino le ensordeció.
    —¡Marlene! Siever, ¿qué está haciendo Marlene?
    Entonces él levantó la vista y, cuando se disponía a contestar de modo automático que todo marchaba bien y no había cuidado, divisó a la chica.
    Por unos instantes no pudo percibir lo que estaba haciendo.
    Pero pronto se dio cuenta. Marlene se había desatado el casco y se lo estaba quitando. A renglón seguido parecía dispuesta a salir de su traje «E».
    ¡Era preciso detenerla!
    Genarr intentó llamarla a gritos; pero, en el horror de la urgencia, le falló la voz. Intentó correr a ella. Sus piernas parecieron de plomo y no respondieron apenas al apremio de su voluntad.
    Fue como si padeciera una pesadilla en la que ocurriesen cosas horribles y él se viera impotente para atajarlas. O quizá su mente, bajo la presión de los acontecimientos, se estuviera disociando de su cuerpo.
    Genarr se preguntó empavorecido: ¿no será que me está afectando la plaga? Y si es así ¿qué será de Marlene ahora que ha decidido exponerse a la luz de Némesis y al aire de Erythro?

    XXVI. PLANETA

    58

    Crile Fisher había visto sólo dos veces a Igor Koropatsky durante los tres años transcurridos desde que éste ocupó el cargo que antes había tenido Tanayama y se convirtió en jefe, aunque no titular, del proyecto.
    Sin embargo, no le costó nada reconocerlo cuando la foto entrada le transmitió su imagen. Koropatsky conservaba todavía su corpulencia majestuosa. Vestía bien, lucía una corbata grande, vaporosa, de última moda.
    Por su parte, Fisher había holgado durante toda la mañana y casi no estaba presentable; pero uno no podía negarse a recibir a Koropatsky aun cuando no se le hubiese anunciado su visita.
    Fisher activó la discreta imagen «¡Alto!». La figura en cartón de un anfitrión acogedor (o anfitriona, pues se había dado una ambigüedad convencional al sexo) alzó con delicadeza una mano en un gesto interpretado, universalmente, como «sólo un instante», sin recurrir a la aspereza de las palabras.
    Fisher tuvo un momento para peinarse y ajustarse la ropa. Pudo haberse afeitado; pero consideró que Koropatsky hallaría insultante cualquier demora.
    La puerta se deslizó sobre su corredera y Koropatsky entró. Con una sonrisa conciliadora dijo:
    —Buenos días, Fisher, siento invadir así sus lares, créame.
    —Nada de invasión, director —respondió Fisher esforzándose por parecer sincero—; pero si desea ver a la doctora, me temo que ella esté ya en la nave.
    Koropatsky gruñó.
    —Pensé encontrarla aquí, la verdad. Entonces no me queda más opción que hablar con usted. ¿Puedo sentarme?
    —No faltaba más, director —respondió Fisher lamentando no haber ofrecido asiento a Koropatsky antes de que éste lo sugiriera—. ¿Le apetece tomar algo?
    —No —Koropatsky se palmoteó el abdomen—. Me peso cada mañana y eso me basta para quitarme el apetito... casi. Escuche, Fisher, no he tenido nunca la oportunidad de hablar con usted de hombre a hombre, y conste que lo he deseado.
    —Será un placer para mí, director —masculló Fisher comenzando a sentirse intranquilo.
    ¿A qué vendría todo eso?
    —Nuestro planeta está en deuda con usted.
    —Si usted lo dice, director...
    —Usted estuvo en Rotor antes de que éste se marchara.
    —Hace catorce años de eso, director.
    —Lo sé. Usted se casó en Rotor y tuvo una hija.
    —Sí, director —murmuró Fisher.
    —Pero volvió a la Tierra antes de que Rotor abandonara el Sistema Solar.
    —Sí, director.
    —Algo que se le dijo allí a usted... y que usted repitió aquí... más otra sugerencia hecha por usted, permitió que la Tierra descubriera la Estrella Vecina.
    —Si, director.
    —Y fue usted quien trajo a la Tierra a la doctora Tessa Wendel desde el Adelia.
    —Sí, director.
    —Y usted posibilitó que ella trabajara aquí durante ocho años, y además la hizo feliz, ¿eh?
    Koropatsky rió entre dientes, y Fisher se sintió como si el director le hubiese dado un codazo en las costillas como suelen hacer los hombres cuando se conchaban.
    —Nos llevamos bien, director —dijo cauteloso Fisher.
    —Pero no se han casado.
    —Estoy ya casado, director.
    —Y separado desde hace catorce años. El divorcio es una solución rápida.
    —También tengo una hija.
    —Que seguiría siendo su hija aunque se casase otra vez.
    —Sería sin duda un formalismo superfluo.
    —Bueno, quizás —admitió Koropatsky—. Y tal vez resulte mejor así. Como usted sabe, la nave superlumínica está lista para viajar. Esperamos lanzarla a principio de 2237.
    —Así me lo ha dicho la doctora Wendel, director.
    —Los detectores neurónicos han sido instalados y funcionan bien.
    —Eso me han dicho, director.
    Koropatsky puso una mano sobre la otra en el regazo e inclinó ponderoso su enorme cabeza. Luego, miró rápido a Fisher e inquirió:
    —¿Sabe usted cómo funcionan?
    Fisher negó con la cabeza.
    —No, señor. No sé nada sobre las diversas funciones de la nave.
    Koropatsky asintió de nuevo.
    —Tampoco yo. Tenemos que aceptar la palabra de la doctora Wendel y de nuestros ingenieros. Sin embargo, falta todavía una cosa.
    —¿Ah?
    (Una ansiedad glacial asedió a Fisher. ¿Más retrasos?)
    —¿Qué es lo que falta, director? —preguntó.
    —Comunicaciones. Yo diría que si hay un dispositivo para que la nave se traslade mucho más aprisa que la luz, debería haber también un dispositivo que emitiera ondas, o cualquier otro transmisor de mensajes asimismo más rápido que la luz. A mi parecer, sería más fácil emitir un mensaje superlumínico que pilotar una nave superlumínica.
    —No sé qué decirle, director.
    —No obstante, la doctora Wendel me asegura que lo cierto es todo lo contrario; que no existe todavía ningún método para la comunicación superlumínica eficaz. Lo habrá a su debido tiempo, asevera; pero no ahora. Y no desea esperar a que haya tal comunicación pues dice que eso podría requerir largo tiempo.
    —Tampoco deseo esperar yo, director.
    —Claro. Yo ansío el progreso y el éxito. Hemos esperado ya muchos años y rabio por ver cómo despega esa nave y regresa. Pero ello significa que, una vez parta la nave, quedaremos sin contacto.
    Inclinó caviloso la cabeza, y Fisher mantuvo un silencio discreto.
    (¿A qué venía todo esto? ¿Qué se proponía el viejo oso?)
    Koropatsky levantó la vista y miró a Fisher.
    —¿Sabe usted que la Estrella Vecina se traslada en nuestra dirección?
    —Sí, director, lo he oído decir; pero, según una opinión generalizada, pasará de largo a una distancia suficiente para dejarnos incólumes.
    —Así queremos que opine la gente. Ahora bien, lo cierto es que la Estrella Vecina pasará lo bastante cerca para causar serias perturbaciones al movimiento orbital de la Tierra.
    Durante unos instantes, la consternación hizo enmudecer a Fisher.
    —¿Y destruirá el planeta?
    —Físicamente, no. Pero el clima nuestro cambiará lo suficiente para que la Tierra deje de ser habitable.
    —¿Es seguro eso? —preguntó Fisher resistiéndose a creerlo.
    —Que yo sepa, los científicos no están seguros de nada. Sin embargo, parecen estar lo bastante próximos a la certidumbre para considerar necesario que empecemos a tomar medidas. Tenemos cinco mil años de plazo y hemos concebido el vuelo superlumínico... suponiendo que la nave funcione.
    —Si la doctora Wendel dice que funcionará, director, estoy convencido de que así será.
    —Esperemos que su confianza no sea inmerecida. Sin embargo, incluso cinco mil años con vuelo superlumínico no nos dejan mucho margen. Necesitaremos construir ciento treinta mil Establecimientos como Rotor para sacar de la Tierra a ocho billones de personas, más los suficientes animales y plantas que permitan establecer mundos habitables. Eso requerirá veintiséis arcas de Noé por año a partir de hoy. Suponiendo que no aumentara la población durante los próximos cinco mil años.
    —Quizá podamos alcanzar ese promedio de veintiséis por año —dijo cauteloso Fisher—. Nuestra experiencia y pericia se acrecentarán con los siglos y el control de la natalidad ha dado buenos resultados durante décadas.
    —Eso está bien. Ahora contésteme a esto: si enviamos la población terrestre al espacio para instalarla en ciento treinta mil Establecimientos, utilizando los recursos de la Tierra más los de la Luna, Marte y los asteroides, y abandonamos el Sistema Solar a los caprichos gravitatorios de la Estrella Vecina, ¿a dónde irán todos esos Establecimientos?
    —No lo sé, director.
    —Deberemos encontrar planetas lo bastante similares a la Tierra para acoger a nuestra vasta población sin requisitos prohibitivos respecto a la formación de suelo. Y debemos también pensar en ello ahora, no dentro de cinco mil años.
    —Aunque no encontráramos planetas aceptables, podríamos poner en órbita los Establecimientos alrededor de estrellas propicias.
    Sin poder evitarlo, Fisher hizo movimientos circulares con el dedo.
    —Mi querido amigo, eso no podría ser.
    —Con el debido respeto, director, está siendo ya aquí, en el Sistema Solar.
    —Ni mucho menos. Aquí, en el Sistema Solar, hay un planeta que a despecho de todos los Establecimientos, contiene el noventa y nueve por ciento de la especie humana. «Nosotros» somos todavía humanos, y los Establecimientos son sólo una especie de pelusa que nos rodea. ¿Puede existir por sí sola la pelusa? No tenemos ninguna prueba de que sea así, y yo creo que no.
    —Tal vez tenga razón usted, director.
    —¿Tal vez? No hay duda acerca de ello —exclamó acalorado Koropatsky—. Los colonizadores afectan desprecio por nosotros, pero nuestra existencia ocupa todos sus pensamientos. Nosotros somos su historia. Somos su modelo. Somos la fuente inagotable a la que pueden volver una vez y otra para recobrar vigor. Abandonados a su suerte se marchitarían.
    —Es posible que sea como usted cree, director; pero el experimento no ha sido puesto a prueba jamás. No hemos afrontado nunca una situación en la que los Establecimientos intentaran existir sin un planeta.
    —Claro que hemos afrontado esa situación, al menos analógicamente. En la historia primigenia de la Tierra los seres humanos colonizaron Islandia, los nórdicos colonizaron Groenlandia, los amotinados colonizaron la isla de Pitcairn, los polinesios colonizaron la isla de Pascua... ¿Y cuál fue el resultado? Los colonizadores se marchitaron, algunos se extinguieron por completo. Estancamiento permanente. No se desarrolló ninguna civilización excepto en el área continental o en las islas muy próximas a los continentes. La Humanidad necesita espacio, tamaño y variedad así como un horizonte, una frontera. ¿Lo ve claro usted?
    —Sí, director —repitió Fisher.
    (¿Para qué discutir al pasar de cierto punto?)
    —Así pues... —Koropatsky plantó el índice derecho sobre la palma de la mano izquierda con aire doctoral— debemos encontrar un planeta, o por lo menos un planeta como punto de partida. Lo cual nos lleva a Rotor.
    Sorprendido, Fisher alzó las cejas.
    —¿A Rotor, director?
    —Sí. ¿Qué les ha sucedido durante los catorce años transcurridos desde que se marcharon?
    —La doctora Wendel opina que tal vez no hayan sobrevivido.
    (Sintió una punzada al decirlo. Siempre sentía esa punzada dolorosa cuado pensaba en ello)
    —Conozco la opinión de la doctora. Hemos conversado varias veces y he aceptado sin discusión lo que ella dice. Pero me gustaría saber qué opina usted.
    —Yo no tengo opinión, director. Sólo espero con todas mis ansias que ellos hayan sobrevivido. Dejé una hija en Rotor.
    —Quizá la tenga todavía. ¡Piense! ¿Qué puede haber allí para destruirlos? ¿El mal funcionamiento de alguna de las partes? Rotor no es una nave sino un Establecimiento que, durante sus cincuenta años de vida, no ha tenido ningún percance grave. Ha viajado a través del espacio vacío entre nosotros y la Estrella Vecina. ¿Y qué puede ser menos dañino que el espacio vacío?
    —Un pequeño agujero negro... un cuerpo asteroidal no detectado...
    —¿Existe alguna prueba? Según me dicen los astrónomos, eso es mera suposición con probabilidad casi nula. ¿Será algo relacionado con las propiedades inherentes al hiperespacio lo que pueda haber destruido a Rotor? Durante años, nosotros hemos estado experimentando con el hiperespacio y no hemos visto nada inherente a él que sea peligroso. Por tanto, cabe suponer que Rotor alcanzó sano y salvo la Estrella Vecina... si ése es el lugar adonde fue, y todos parecen convenir en que sería absurdo suponer su marcha a otra parte.
    —Yo quisiera pensar que ha llegado sano y salvo allí.
    —Pero entonces surge esta pregunta: Si Rotor está a salvo en la Estrella Vecina, ¿qué se propone hacer allí?
    —Existir.
    (La palabra se quedó a medio camino entre la afirmación y la interrogación.)
    —Pero ¿cómo? ¿Girando alrededor de la Estrella Vecina? ¿Un Establecimiento solitario en un viaje inacabable alrededor de una estrella enana roja? No lo creo. Acabarían marchitándose, y no tardarían mucho en percatarse de ello. Estoy seguro de que se marchitarían aprisa.
    —¿Para morir? ¿Es ésa su conclusión, director?
    —No. Renunciarían a la empresa y volverían a casa. Reconocerían su fracaso y se pondrían a salvo. Sin embargo, no lo han hecho así. ¿Y sabe usted lo que he estado pensando? He estado pensando que ellos han encontrado un planeta habitable en la Estrella Vecina.
    —Pero no puede haber ningún planeta habitable alrededor de una estrella enana roja, director. Hay escasez de energía, o bien es tanta la proximidad que el efecto de las mareas resulta excesivo —Fisher hizo una pausa y masculló avergonzado—: Me lo ha explicado la doctora Wendel.
    —Sí, también me lo han explicado los astrónomos; pero...
    —Koropatsky meneó la cabeza dubitativo —la experiencia me ha enseñado que, por muy seguros que se sientan los científicos, la Naturaleza tiene siempre medios para sorprenderlos. Sea como sea, ¿sabe usted por qué le permitimos ir en este viaje?
    —Sí, director. Su predecesor prometió que se me daría autorización para recompensar los servicios prestados.
    —Yo tengo una razón mejor. Mi predecesor, que por cierto era un gran hombre, un hombre admirable, fue también al final un hombre enfermo. Sus enemigos pensaron que se había vuelto paranoico. Según él, Rotor había descubierto el peligro que corría la Tierra y se había largado sin advertírnoslo porque quería la destrucción de la Tierra. Por tanto debía ser castigado. Ahora bien, él se ha ido y yo estoy aquí. No soy viejo, ni enfermizo ni paranoico. Suponiendo que Rotor esté a salvo y se halle en la Estrella Vecina, no tengo la menor intención de hacerle daño.
    —Lo celebro. ¿Pero eso no es algo que debería discutir usted con la doctora Wendel, director? Ella será quien capitanee la nave.
    —La doctora Wendel es una colonizadora. Usted, un terrícola leal.
    —La doctora Wendel ha trabajado con lealtad durante años en el proyecto superlumínico.
    —El hecho de que sea leal al proyecto está fuera de duda. Pero ¿es leal a la Tierra? ¿Podemos contar con ella para que interprete fielmente las intenciones de la Tierra respecto a Rotor?
    —¿Me permite preguntar, director, cuáles son las intenciones de la Tierra respecto a Rotor? Doy por supuesto que no se tiene ya la intención de castigar al Establecimiento por haberse olvidado de advertirnos.
    —Exacto. Lo que queremos ahora es asociación, fraternidad, sólo nos guía el más entrañable de los sentimientos. Una vez establecida la amistad, debe de haber un regreso rápido con toda la información que sea posible sobre Rotor y su planeta.
    —No cabe duda de que si se le dice eso a la doctora Wendel, si se le explica todo con detalle, ella lo llevará a cabo.
    Koropatsky rió entre dientes.
    —Cabría suponerlo así; pero ya sabe usted cómo son las cosas. Ella es una mujer que no está en el florecer de la juventud. Una mujer hermosa... no le encuentro el menor defecto... pero avanzando ya en la cincuentena.
    —¿Y qué?
    (Fisher se creyó ofendido.)
    —Ella sabe que cuando regrese con la experiencia vital de un vuelo superlumínico superado, será más valiosa que nunca para nosotros; que se la necesitará para diseñar nuevos vehículos que superen la velocidad de la luz, mejores, más perfectos. Sabe que deberá entrenar a personas jóvenes como pilotos de esas naves. Ella está segura de que, cuando llegue ese momento, no le permitiremos nunca más aventurarse otra vez en el hiperespacio, porque será demasiado valiosa para correr riesgos, sencillamente. Por consiguiente, antes de regresar la doctora caerá en la tentación de continuar explorando. Tal vez desee no renunciar a la emoción de ver nuevas estrellas, penetrar nuevos horizontes. Pero no podemos dejarla correr más riesgos, aparte del que entraña descubrir a Rotor, obtener información y regresar. Tampoco podemos permitirnos la pérdida de tiempo. ¿No lo comprende usted? —Y su voz se endureció.
    Fisher tragó saliva.
    —Sin duda usted no tiene ninguna razón para...
    —Tengo todas las razones del mundo. La doctora Wendel ha ocupado siempre una posición muy delicada aquí... como colonizadora. Espero que lo entienda usted. Entre todas las personas de la Tierra, ella es la única de la que dependemos, y es una colonizadora. Ha sido objeto de un minucioso perfil psicológico. Se la ha estudiado de forma exhaustiva, con su conocimiento y sin él, y tenemos la certeza de que, si se le ofrece la oportunidad, seguirá explorando. Y no tendrá comunicación con nosotros. No sabremos dónde se hallará ni lo que estará haciendo. No sabremos siquiera si está viva.
    —¿Y por que me cuenta todo eso a mí, director?
    —Porque sabemos que usted ejerce gran influencia sobre ella. La doctora se dejará guiar por usted... si usted se muestra firme.
    —Quizás exagere usted mi influencia, director.
    —Estoy seguro de que no es así. También se le ha estudiado mucho a usted, y sabemos muy bien cuánto le estima la buena de la doctora... Quizá más de lo que usted imagine. Asimismo sabemos que usted es un hijo leal de la Tierra. Usted podría haberse marchado con Rotor, haberse quedado con su esposa y con su hija; pero prefirió la Tierra a riesgo de perderlas. Por añadidura, actuó así a sabiendas de que mi predecesor podría considerarle un fracasado por no traer información referente a la hiperasistencia, y de que su carrera podría muy bien venirse abajo. Eso me dice que puedo contar con usted para tener bajo control firme a la doctora Wendel, hacer que vuelva a nosotros lo antes posible y traernos esta vez... esta vez... la información que necesitamos.
    —Lo intentaré, director.
    —Lo dice con poca convicción —observó Koropatsky—. Por favor, entienda usted la importancia de lo que le estoy pidiendo. Necesitamos saber qué están haciendo ellos, cuánta es su fuerza y cuál el aspecto del planeta. Una vez sepamos todo eso, sabremos lo que debemos hacer, cuánta fuerza nos hace falta y para qué tipo de vida debemos prepararnos. Porque, escuche Fisher, necesitamos un planeta y lo necesitamos ahora. No tenemos más solución que ocupar el planeta de Rotor.
    —Suponiendo que exista —dijo con voz ronca Fisher.
    —Mejor será que exista —murmuró Koropatsky—. La supervivencia de la Tierra depende de ello.

    XXVII. VIDA

    59

    Siever Genarr abrió despacio los ojos y parpadeó a la luz. Le costó un poco enfocar las imágenes y no pudo percibir con nitidez lo que llenaba su campo visual.
    La imagen se perfiló poco a poco, y Genarr reconoció pronto a Ranay D'Aubisson, la neuróloga jefe de la Cúpula.
    —¿Marlene...? —inquirió Genarr con voz débil.
    La D'Aubisson pareció sombría.
    —Ella se encuentra bien al parecer. Eres tú quien me preocupa ahora mismo.
    Una punzada de aprensión estremeció los órganos vitales de Genarr. Intentó mitigarla con su sentido del humor negro y dijo:
    —Entonces debo de haber salido más malparado de lo que pensaba si el Ángel de la Plaga está aquí.
    Y como la D'Aubisson no respondió nada, Genarr preguntó acuciante:
    —¿Es así?
    Ella pareció despertar a la vida. Alta y angulosa, se inclinó sobre él; las finas arrugas que rodeaban sus penetrantes ojos azules se hicieron más profundas cuando le miró entre guiños.
    —¿Cómo te sientes? —inquirió sin responder a su pregunta.
    —Fatigado. Muy fatigado. Aparte de eso, bien. ¿No?
    La inflexión enfática sirvió como repetición de su primera pregunta.
    —Has dormido durante cinco horas —le informó ella, todavía sin contestarle.
    Genarr gimió.
    —Sea como sea, estoy cansado. Y necesito ir al baño.
    Dicho esto empezó a debatirse para incorporarse.
    A una señal de D'Aubisson, un joven se le acercó presuroso y con sumo respeto lo cogió por el codo; pero Genarr lo rechazó indignado.
    —Por favor, deja que te ayuden —pidió la D'Aubisson—. No hemos hecho todavía el diagnóstico.
    Cuando regresó a la cama diez minutos después, dijo arrepentido:
    —No hay aún diagnosis. ¿Has hecho una exploración de cerebro?
    —Sí, claro. Al instante.
    —¿Y qué?
    Ella se encogió de hombros.
    —No encontramos nada de importancia, pero te hallamos dormido. Haremos otra cuando estés despabilado. Y se te someterá a diversas observaciones.
    —¿Por qué? ¿No es suficiente la exploración del cerebro?
    Las cejas grises de ella se alzaron.
    —¿Crees que lo es?
    —Déjate de juegos. ¿Adónde vas a parar? Dilo sin rodeos. No soy un niño.
    La D'Aubisson suspiró.
    —Los casos de plaga que hemos tenido mostraron rasgos interesantes en la exploración de cerebro; pero no pudimos compararlo nunca con el estado anterior a la plaga, porque ninguno de los pacientes había sido explorado con anterioridad a la infección. Cuando establecimos una rutina y se generalizó el programa de exploración para todos los residentes en la Cúpula, no hubo ya casos inconfundibles de plaga. ¿Lo sabías?
    —Deja de tenderme trampas —protestó malhumorado Genarr—. Claro que lo sabía. ¿Acaso piensas que he perdido la memoria? Entonces deduzco..., porque puedo también deducir ¿sabes?, aunque tengas mi exploración de días pasados y puedas compararla con la que acaban de hacer, no encuentras nada significativo. ¿No es eso?
    —Evidentemente, no tienes nada más a primera vista; pero podríamos encontrarnos con lo que cabría considerar una situación subclínica.
    —¿A pesar de no encontrar nada?
    —Podría pasar inadvertido cualquier cambio sutil que no busquemos de forma específica. Después de todo, te desvaneciste, y tú no eres una persona dada a los desvanecimientos, comandante.
    —Entonces haz otra exploración ahora que estoy despierto; y si hay algo tan sutil que escapa a tu atención, me resignaré a vivir con ello. Pero cuéntame acerca de Marlene. ¿Estás segura de que se halla bien?
    —Dije que parece encontrarse bien, Comandante. A diferencia de ti, ella no mostró nada anómalo en su comportamiento. No se desvaneció.
    —¿Y está a salvo dentro de la Cúpula?
    —Sí, te trajo ella misma antes de que perdieras el conocimiento ¿No lo recuerdas?
    Genarr se sonrojó y farfulló algo.
    La mirada de la D'Aubisson se hizo sardónica.
    —Explícanos, exactamente, qué es lo que recuerdas, comandante. Cuéntanos todo. Cualquier detalle puede ser importante.
    La incomodidad de Genarr aumentó al intentar recordar. Parecía como si hubiese transcurrido mucho tiempo, y los pormenores aparecieron borrosos, al igual que si se tratase de rememorar un sueño.
    —Marlene se estaba quitando el traje «E» —empezó diciendo, y luego inquirió inseguro—: ¿No fue así?
    —Ni más ni menos. Ella entró sin él y hubimos de enviar a alguien para recogerlo.
    —Bueno, cuando observé lo que estaba haciendo intenté detenerla, por supuesto. Recuerdo que la doctora Insigna llamó y me alertó.
    Marlene se hallaba bastante lejos de mí, cerca del arroyo. Traté de gritarle; pero, ante lo inesperado de la situación, no logré emitir ni un sonido al principio. Procuré llegar a ella cuanto antes para... para...
    —Corriste hacia ella —le ayudó la D’Aubisson.
    —Sí, pero... pero...
    —Pero te encontraste con que no podías correr. Estuviste casi en un estado de parálisis. ¿Acierto?
    Genarr asintió.
    —Sí. Más bien. Intenté correr pero... ¿Has tenido alguna vez una de esas pesadillas en que te persiguen y, por alguna razón, te es imposible mover las piernas y correr?
    —Sí. Todos las hemos tenido. Suceden por lo general cuando se te enredan los brazos o las piernas entre las sábanas.
    —Pues me sentí como en un sueño. Por fin recuperé la voz y la llamé; pero estoy seguro de que, sin el traje «E», ella no pudo oírme.
    —¿Sentiste desfallecimiento?
    —No. La verdad. Sólo me sentí indefenso y confuso. Como si fuera inútil intentar correr. Entonces Marlene me vio y se me acercó con gran rapidez. Sin duda se dio cuenta de que yo tenía problemas.
    —Ella no pareció tener dificultad para correr, ¿verdad?
    —No vi que la tuviera. Ella pareció llegar hasta mí... Entonces... Seré sincero contigo, Ranay. No recuerdo nada en absoluto a partir de ese instante.
    —Llegasteis juntos a la Cúpula —dijo con calma la D'Aubisson—. Ella te ayudaba, te sostenía. Una vez dentro de la Cúpula te desvaneciste, y ahora... aquí estás.
    —¿Crees que tengo la plaga?
    —Creo que experimentaste algo anormal; pero no logro encontrar nada en tu exploración de cerebro. Estoy desconcertada. Eso es todo.
    —Fue el trauma de ver en peligro a Marlene. ¿Por qué habría de quitarse el traje «E» a no ser que estuviera...?
    Genarr enmudeció de repente.
    —A no ser que estuviera sucumbiendo a la plaga. ¿No es eso?
    —Reconozco que me asaltó esa idea.
    —Pero ella parece sentirse muy bien. ¿Te gustaría dormir un poco más?
    —No. Estoy despabilado. Hazme otra exploración de cerebro y procura que sea negativa, porque ahora que me he desahogado me encuentro mucho mejor. Y luego, pequeña arpía, iré a ocuparme de mis asuntos.
    —Aunque la exploración de cerebro sea aparentemente normal, comandante, tú te quedarás en la cama durante veinticuatro horas por lo menos. En observación, ¿comprendes?
    Genarr lanzó un gruñido teatral.
    —No puedes hacerme eso. Me será imposible quedarme aquí contemplando el techo durante veinticuatro horas.
    —No tendrás que hacerlo. Te instalaremos un atril para que puedas leer un libro o distraerte con la holovisión. Incluso se te permitirá recibir un visitante o dos.
    —Supongo que los visitantes serán también para observarme.
    —Es concebible que luego se les interrogue acerca de la cuestión. Y ahora montaremos el equipo para la exploración de cerebro —la doctora dio media vuelta, pero se volvió al instante con una sonrisa que suavizó algo las angulosidades de su rostro—. Es posible que estés bien, comandante. Tus reacciones me parecen normales. Pero necesitamos asegurarnos, ¿no crees?
    Genarr gruñó y, mientras la D'Aubisson se alejaba, hizo una mueca burlona a sus espaldas. Decidió que aquello era también una reacción normal.

    60

    Cuando Genarr abrió otra vez los ojos lo que vio fue que Insigna le observaba entristecida.
    Él mostró sorpresa y empezó a incorporarse.
    —¡Eugenia!
    Insigna le sonrió pero sin perder la expresión triste.
    —Me dijeron que podía entrar, Siever —murmuró—. Me aseguraron que te encontrabas bien.
    Genarr sintió alivio. Aunque él supiera que se encontraba bien, fue muy grato oír que alguien refrendaba su opinión.
    —Claro que sí —dijo con petulancia—. Exploración de cerebro normal, dormido. Exploración de cerebro normal, despierto. Exploración de cerebro normal para siempre. Pero ¿cómo está Marlene?
    —Su exploración de cerebro es también normal.
    Pero el hecho de que fuera así no pareció hacerla cambiar de talante.
    —Como ves, fui el canario de Marlene, como te había prometido —dijo Genarr—. Lo que quiera que fuese me afectó antes que a ella — y en seguida cambió de tono, pues no era momento para fanfarronadas —. Eugenia — murmuró —. No sé cómo disculparme. Para comenzar, no vigilé a Marlene, y luego el horror me paralizó hasta tal punto que perdí toda iniciativa. Fallé por completo, y eso después de haberte dicho con gran aplomo que me cuidaría de ella. Francamente, no tengo disculpa.
    Insigna no cesó de negar con la cabeza.
    —No, Siever. No fue culpa tuya. Y me alegro mucho de que ella te ayudara a regresar.
    —¿Que no fue culpa mía?
    Genarr quedó sin habla. ¡Desde luego la culpa era suya!
    —Claro que no. El hecho de que Marlene se quitara estúpidamente el traje o tú fueras incapaz de actuar aprisa no tiene importancia. Hay algo mucho peor. Muchísimo peor. Estoy segura.
    Genarr se sintió anonadado. ¿Qué podía haber que fuese peor?
    —¿Qué quieres decir?
    Acto seguido saltó de la cama pero se vio de repente las piernas desnudas y el extravagante camisón que llevaba, y arrebatando la manta se envolvió en ella.
    —Siéntate y cuéntamelo, por favor —pidió—. ¿Se encuentra bien Marlene? ¿No me estarás ocultando algo acerca de ella?
    Insigna se sentó y contempló con mirada solemne a Genarr.
    —Ellos dicen que se encuentra bien. La exploración de cerebro es absolutamente normal. Quienes conocen bien la plaga afirman que la chica no muestra síntoma alguno.
    —Entonces, ¿por qué estás sentada ahí como si fuera el fin del mundo?
    —Creo que lo es, Siever. De éste.
    —¿Qué significa eso?
    —No puedo explicártelo. No me es posible razonarlo. Tendrás que hablar con Marlene para comprenderlo. Ella sigue su propio camino, Siever. No está intimidada por lo que hizo. Se empeña en que le es imposible: explorar apropiadamente Erythro... o «experimentarlo» según su propia expresión. Dice que no tiene intención de ponerse el traje «E» nunca más.
    —En tal caso no se le permitirá salir.
    —¡Oh, pero Marlene declara que lo hará! Y con gran aplomo. Siempre que me plazca, dice. Y sola. Se culpa por haberte dejado acompañarla. Ella no es insensible acerca de lo que te ha sucedido, créeme. Eso la ha impresionado. Y se alegra de haber llegado a tiempo para ayudarte. Incluso se le saltaron las lágrimas cuando habló de lo que pudiera haber sucedido si no te hubiese conducido a tiempo hasta la Cúpula.
    —¿Y eso no la hace temer nada?
    —No. Ahí está lo más extraño. Ahora ella está segura de que tú corriste peligro, de que cualquiera habría corrido peligro. Mas ella no. Se muestra tan convencida, Siever, que yo sería capaz de... —meneó la cabeza y murmuró—: No sé qué hacer...
    —Ella es una chica positiva por naturaleza, Eugenia. Debes saberlo mejor que yo.
    —¡No tan positiva...! Es como si supiera que no podemos detenerla.
    —Quizá podamos. Hablaré con ella, y si me sale con un «tú no puedes detenerme», la enviaré de vuelta a Rotor... sin pérdida de tiempo. Yo me había puesto de su parte; pero después de lo que me ha sucedido fuera de la Cúpula, mucho me temo que habré de ser riguroso.
    —Pero no lo serás.
    —¿Por qué? ¿A causa de Pitt?
    —No. Sólo quiero decir que no lo serás.
    Genarr la miró pensativo, luego rió inquieto.
    —¡Vamos, no he caído tan bajo su embrujo! Tal vez me sienta como un tío afable, Eugenia; pero no tan afable como para dejarla arrostrar el peligro. Todo tiene sus límites, y ya verás cómo sé imponerme —hizo una pausa y añadió alicaído—: Tú y yo parecemos haber cambiado de campo. Antes eras tú quien insistía en detenerla, en tanto que yo lo veía imposible. Ahora es al revés.
    —Eso es porque el incidente ahí fuera te ha asustado, y lo experimentado desde entonces me ha asustado a mí.
    —¿Qué has experimentado desde entonces, Eugenia?
    —Cuando ella regresó a la Cúpula, yo intenté imponer los límites. Le dije, «jovencita, no te atrevas a hablarme así otra vez, pues de lo contrario no sólo se te prohibirá abandonar la Cúpula sino también tu habitación. Te encerraré ahí, y se te atará si se hace necesario, y luego nos embarcaremos en el primer cohete hacia Rotor». Ya ves, estuve lo bastante furiosa como para amenazarla en serio.
    —Bien hecho. ¿Y qué respondió ella? Yo apostaría cuanto tengo a que no estalló en sollozos. Sospecho que haría rechinar los dientes y te desafiaría. ¿Acierto?
    —No. Apenas hube pronunciado esas palabras los dientes me empezaron a castañetear y quedé sin habla. Las náuseas me dominaron.
    Frunciendo el ceño Genarr dijo:
    —¿Estás sugiriendo que, a tu juicio, Marlene posee un extraño poder hipnótico que nos impide llevarle la contraria? Eso es imposible, no cabe duda. ¿Acaso has percibido con anterioridad algo semejante en ella?
    —No, claro que no. Ni siquiera lo percibo ahora; Ella no tiene nada que ver con eso. Debo haber parecido estar muy indispuesta en el momento de desafiarla, lo cual la asustó a todas luces. Se mostró muy preocupada. Ella no pudo haberlo causado de ninguna forma, y actuó en consonancia. Cuando vosotros dos estabais fuera de la Cúpula, ella se quitaba el traje sin mirar hacia ti. Te daba la espalda. Lo sé porque yo estaba viéndolo todo. Sin embargo, te hallaste impotente para impedírselo y, cuando ella comprendió que estabas en dificultades, corrió a ayudarte. Reaccionó de esta forma porque fue incapaz de hacerte deliberadamente una cosa así.
    —Pero entonces...
    —Aguarda, no he terminado. Después de que yo la amenazara, o más bien que fracasara en mi intento de amenazarla, no me atreví a decirle nada que no fuera absolutamente trivial. Pero puedes estar seguro de que no la perdí de vista, aunque con disimulo para no despertar su recelo. En cierta ocasión, Marlene conversó con uno de tus centinelas... Los tienes por todas partes.
    —En teoría, la Cúpula es un destacamento militar —gruñó Genarr—. Pero los centinelas se limitan a mantener el orden, a prestar ayuda cuando se necesita...
    —Sí, ya me lo imagino —dijo Insigna con cierto desprecio—. Ahí se ve la mano de Janus Pitt buscando un medio para manteneros a todos bajo vigilancia y control... pero dejemos eso. Marlene y el centinela hablaron durante un rato. Me pareció que discutían. Después de que Marlene se fuera, me dirigí al centinela y le pregunté qué le había dicho mi hija. Al principio, el hombre se resistió pero por fin logré hacérselo soltar. Me explicó que ella quería obtener una especie de pase que le otorgara libertad de movimiento en la Cúpula para entrar y salir. Entonces le dije: «¿Que le contestó usted?» «Que eso se debería gestionar en la Comandancia», respondió él, «pero que yo procuraría ayudarle». Yo me indigné. ¿Qué quiere decir con procurar ayudarle?», le imprequé. «¿Cómo pudo hacerle tal ofrecimiento?» Él contestó: «Tuve que hacerlo así, señora. Cada vez que intentaba explicarle la imposibilidad de hacerlo, me sentí indispuesto.»
    Genarr escuchó el relato sin pestañear y luego dijo:
    —¿Me estás diciendo que Marlene hace eso de forma inconsciente, que quien se atreva a contradecirla sentirá malestar físico, y que ella no sabe siquiera que es responsable de ello?
    —No, claro que no. Me es imposible concebir que ella haga semejante cosa. Si eso fuese una facultad subconsciente suya, se habría manifestado ya en Rotor, y desde luego no ha sucedido nunca nada de ese estilo. Además, no se trata de una contradicción cualquiera. Anoche, durante la cena, ella intentó servirse postre por segunda vez, y yo, olvidando por completo mi propósito de no enfadarla, dije con aspereza: «¡No, Marlene!». Ella mostró enorme rebeldía, pero se resignó, y yo no experimenté la menor indisposición. Te lo aseguro. Creo que es en lo relacionado con Erythro cuando no se la puede contradecir.
    —¿Pero por qué supones eso, Eugenia? Pareces tener alguna idea al respecto. Si yo fuese Marlene, leería tus pensamientos como en un libro y te diría cuál es esa idea; pero, puesto que no lo soy, debes decírmelo tú.
    —No creo que sea Marlene quien hace todo eso. Es... el propio planeta.
    —¡¿El planeta?!
    —¡Sí, Erythro! El planeta controla a Marlene. Si no, ¿por qué muestra ella tanto aplomo al decir que es inmune a la plaga y que no sufrirá daño alguno? Y también nos controla al resto de nosotros. Tú resultaste maltrecho cuando intentaste detener a mi hija. Yo también. Y asimismo el centinela. En los primeros días de la Cúpula, muchas personas sufrieron daños porque el planeta temió la invasión, y por tanto desencadenó la Plaga. Entonces, cuando todos os quedasteis dentro de la Cúpula, él aflojó las clavijas y la plaga cesó. ¿Ves cómo encaja todo?
    —¿Crees, entonces, que el planeta quiere a Marlene sobre su superficie?
    —Así parece.
    —¿Y por qué?
    —No lo sé. Ni pretendo desentrañarlo. Sólo te estoy explicando cómo están las cosas.
    La voz de Genarr se suavizó.
    —Tú comprendes sin duda, Eugenia, que el planeta no puede hacer nada. Es un bloque de roca y metal. Te estás poniendo mística.
    —No, Siever, no tengo la menor intención de hacerme pasar por una mujer boba e indefensa. Soy una científica de primer orden y no hay nada místico en mi forma de pensar. Cuando digo el planeta, no quiero decir roca ni metal. Quiero decir que lo impregna una poderosa forma de vida.
    —Entonces tendría que ser invisible, porque éste es un mundo yermo con ningún signo de vida por encima de las prokaryotes, y no hablemos de inteligencia.
    —¿Qué sabes acerca de este mundo yermo, como le llamas? ¿lo habéis explorado como es debido? ¿Lo habéis sondeado de punta a cabo?
    Genarr negó despacio con la cabeza. Y dijo con tono suplicante:
    —¿Estás cayendo en la histeria, Eugenia?
    —¿Lo estoy? Piénsalo bien y dime si puedes encontrar otra explicación. Te digo que la vida en este planeta, sea la que sea, no nos quiere aquí. Estamos condenados. ¿Qué desea de Marlene? —su voz tembló—. Eso me es imposible imaginarlo.

    XXVIII. DESPEGUE

    61

    Oficialmente, había sido un nombre muy elaborado; pero las pocas personas terrícolas que tuvieron ocasión de mencionarlo hablaron de una Estación Cuarta. A juzgar por el nombre, se dedujo al instante que antes había habido tres objetos similares... ninguno de los cuales estaba ya en uso. Habían sido víctimas del canibalismo. Existía también una Estación Quinta que no fue terminada jamás y se había convertido en un pecio.
    Cabía dudar que la vasta mayoría de la población terrestre hubiese pensado nunca en la existencia de la Estación Cuarta, que derivaba lentamente alrededor de la Tierra en una órbita muy distante de la que seguía la Luna.
    Las primeras estaciones habían sido pistas terrestres de lanzamiento para los Establecimientos primitivos. Luego, los propios colonizadores se encargaban de construir Establecimientos, y la Estación Cuarta se usó para los vuelos terrestres a Marte.
    Sin embargo, sólo tuvo lugar uno de esos vuelos marcianos, pues resultó que los colonizadores estuvieron mucho mejor dotados psicológicamente para los vuelos largos (por vivir en mundos que eran enormes naves espaciales cerradas). La Tierra se los cedió con un suspiro de alivio.
    Ahora, la Estación Cuarta se utilizaba raras veces para propósitos que no fueran el de mantener un asidero de la Tierra en el espacio, a fin de simbolizar el hecho de que los colonizadores no eran los únicos poseedores de la vastedad más allá de la atmósfera terrestre.
    Pero ahora la Estación Cuarta tenía una aplicación.
    Una inmensa nave de carga había partido abarrotada en su dirección, llevando consigo el rumor (entre los Establecimientos) de que se hacía otra tentativa, la primera en el siglo XXIII, para asentar un equipo terrestre en Marte. Según unos, una mera explosión; según otros, el asentamiento de una colonia terrestre en Marte con el fin de desviar a los pocos Establecimientos en órbita alrededor del planeta. Y, según unos terceros, el designio de establecer una avanzada en un asteroide importante no reclamado todavía por ningún Establecimiento.
    Lo que la nave transportaba de verdad en su bodega era la Superlumínica y la tripulación que la dirigía hacia las estrellas.
    Aunque Tessa Wendel hubiese estado ligada al planeta durante ocho años, asumía con mucha calma la experiencia espacial, como lo haría cualquier colonizador de nacimiento. En principio, las naves espaciales se asemejaban mucho más a un Establecimiento que al planeta Tierra. Por esa razón Crile Fisher se hallaba algo más intranquilo de lo que había estado en muchos otros vuelos espaciales precedentes.
    Esta vez, algo más que lo antinatural del espacio contribuyó a acrecentar la tensión a bordo de la nave.
    —No puedo soportar la espera, Tessa —dijo Fisher—. Nos ha costado años alcanzar este punto, la Superlumínica está lista y, no obstante, seguimos esperando.
    La Wendel lo miró cavilosa. Ella no había pretendido nunca comprometerse hasta tal punto con Crile. Había deseado tener momentos de reposo a fin de dar descanso a su mente asediada por la complejidad del proyecto y poder así volver al trabajo con más frescura e intuición. Era lo que había intentado; pero había terminado con mucho más que eso.
    Ahora se encontraba ligada sin remedio a Crile, de modo que los problemas de él eran también los suyos. Los años de espera se disolverían en la nada, y le inquietaba la desesperación que seguiría a la inevitable decepción. Ella había intentado, con muy buen juicio, arrojar un jarro de agua fría sobre sus sueños, había intentado enfriar su recalentada esperanza de una reunión con su hija. Pero sin éxito. Más bien lo contrario, pues durante el pasado año él había visto con acrecentado optimismo esa posibilidad sin ninguna razón aparente... o al menos ninguna que quisiera explicarle.
    Por último Tessa comprobó (aliviada) que Crile no esperaba ver a su esposa sino sólo a su hija. Lo que ella no había entendido nunca era esa añoranza por una hija que había dejado de ver de bebé. Pero Crile no se mostró nunca dispuesto a explicar nada y ella no había querido sondear en el asunto. ¿Para qué? Estaba segura de que la niña no se encontraba viva, de que nadie se hallaba vivo en Rotor. Si Rotor estaba cerca de la Estrella Vecina, sería una tumba gigantesca vagando para siempre por el espacio... Jamás podría ser encontrado salvo por alguna coincidencia increíble. Iba a ser preciso esforzarse para que Crile se mantuviera firme y activo tan pronto como la inevitable perspectiva se hiciese una realidad patente.
    —Queda sólo una espera de dos meses... a lo sumo —dijo Tessa intentando engatusarle—. Puesto que hemos esperado años, no te costará tanto hacerlo durante dos meses más.
    —La espera de años es lo que hace insoportable la de dos meses—masculló Fisher.
    —Plantéatelo de otra forma —le aconsejó la Wendel—. Aprende a doblegarte ante la necesidad. El Congreso Global no nos autorizará a ir antes. Los Establecimientos han puesto los ojos en nosotros, y no podemos estar seguros de que todos ellos se conformen con la idea de que nos encaminamos hacia Marte. Sería extraño que lo hicieran considerando los pobres resultados de la Tierra en el espacio. Si no hacemos nada durante dos meses, ellos supondrán que tenemos dificultades... algo que están muy dispuestos a creer con gran complacencia... Entonces, cesarán de prestarnos atención.
    Fisher meneó la cabeza enfurecido.
    —¿A quién le importa que ellos sepan a dónde vamos? Nosotros desapareceremos y ellos tardarán años en hacer posible el vuelo superlumínico... Para esas fechas, tendremos una flota de naves superlumínicas y avanzaremos rápidamente para conquistar la Galaxia.
    —No lo des por sentado. Es más fácil imitar y mejorar que hacer el original. Y el Gobierno de la Tierra, considerando su pobre historial en el espacio desde que los Establecimientos alcanzaron la madurez, es evidente que se afana para establecer una primacía indiscutible por razones psicológicas —la científica se encogió de hombros—. Además necesitamos tiempo para realizar más pruebas con la Superlumínica en condiciones de baja gravedad.
    —Esas pruebas no tienen fin jamás ¿verdad?
    —No seas impaciente. Ésta es una técnica tan nueva e inexplorada y tan diferente a todo cuanto ha tenido jamás la Humanidad, que es natural por demás pensar en nuevas pruebas, y más cuando estamos todavía un poco inseguros sobre el modo en que el movimiento dentro y fuera del espacio resulta afectado por el nivel de intensidad del campo gravitatorio. Hablando en serio, Crile, no puedes culparnos de ser cautelosos. Al fin y al cabo, hace apenas una década se consideraba imposible, en teoría, el vuelo superlumínico.
    —Se exagera todo, incluso la cautela.
    —Tal vez. A su debido tiempo yo decidiré si hemos hecho cuanto cabe hacer dentro de lo razonable, y entonces despegaremos. Te prometo, Crile, que no esperaremos de forma irrazonable. Ni exageraré la cautela.
    —Así lo espero.
    La Wendel lo miró dubitativa.
    —¿Sabes una cosa, Crile? Desde hace un tiempo, no eres tú mismo. Durante los dos últimos meses pareces estar ardiendo de impaciencia. Te calmaste por algún tiempo, y luego te agitaste otra vez. ¿Ha sucedido algo que yo no sepa?
    Fisher se tranquilizó de súbito.
    —No ha sucedido nada. ¿Qué puede haber sucedido?
    A la Wendel le pareció que él se había calmado demasiado aprisa, que se había esforzado sobremanera para afectar una naturalidad muy sospechosa.
    —He intentado advertirte, Crile, que no es probable que encontremos a Rotor como un mundo en funcionamiento, ni siquiera que lo encontremos. No encontraremos a tu... no es probable que encontremos vivo a ninguno de sus ocupantes —Tessa esperó mientras él guardaba un terco silencio, y luego agregó—: ¿No te he prevenido sobre esa... posibilidad?
    —A menudo —dijo Fisher.
    —Sin embargo, ahora pareces esperar con ansia lo que crees será una feliz reunión. Es peligroso alimentar esperanzas que lo más probable es que no se conviertan en realidad. ¿Qué ha causado tan de repente esa nueva actitud? ¿Has hablado con alguien que tenga un optimismo injustificable?
    Fisher enrojeció.
    —¿Por qué he de hablar con alguien para eso? ¿Acaso no puedo llegar por mi cuenta a una conclusión referente a ese asunto o a cualquier otro? El hecho de que yo no sepa tanta física teórica como tú, no es razón para que me tengas por subnormal o memo.
    —No, Crile —dijo la Wendel—, jamás pensé semejante cosa de ti, ni la insinué siquiera. Cuéntame lo que crees acerca de Rotor.
    —Nada demasiado profundo ni sutil. Me pareció tan sólo que no hay nada en el espacio vacío que pueda haber destruido Rotor. Es fácil decir que quizá se encuentre únicamente el casco muerto de un Establecimiento, suponiendo que Rotor haya alcanzado la Estrella Vecina. ¿Pero qué puede haberlo destruido de un modo o de otro una vez allí? Te desafío a describir un escenario específico de esa destrucción... ya sea a causa de colisiones, inteligencias alienígenas... o cualquier otra cosa.
    —No puedo, Crile —repuso muy seria la Wendel—. No tengo visiones extrasensoriales de lo que haya sucedido. Es sólo la propia hiperasistencia. Es una técnica engañosa. Créeme bajo palabra. No usa el espacio ni el hiperespacio de un modo uniforme, se desliza por la superficie de contacto, bamboleándose a un lado o a otro durante breves períodos, quizá pasando del espacio al hiperespacio y viceversa varias veces por minuto. Por consiguiente, el paso de uno a otro puede tener lugar un millón de veces o más durante el viaje desde aquí a la Estrella Vecina.
    —¿Y qué?
    —Sucede que la transición es mucho más peligrosa que el vuelo uniforme en el espacio o el hiperespacio. No sé hasta qué punto los rotorianos han aplicado la teoría hiperespacial; pero hay probabilidades de que lo hayan hecho de una forma rudimentaria; pues de lo contrario habrían desarrollado sin duda el verdadero vuelo superlumínico. En nuestro proyecto, para el que he elaborado con gran detalle la teoría hiperespacial, hemos conseguido definir el efecto ejercido sobre los objetos materiales por el paso del espacio al hiperespacio y viceversa. Si un objeto es un punto, no habrá tensión durante la transición. Ahora bien, si un objeto no es un punto... si es una proporción dilatada de materia como podría serlo una nave, habrá siempre un período finito de tiempo durante el cual una parte de ella estará en el espacio y otra en el hiperespacio. Ello creará una tensión... cuyo grado dependerá del tamaño del objeto, su estructura física, su velocidad de transición y así sucesivamente. Incluso para un objeto tan grande como Rotor, el peligro resultante de una transición sencilla... o una docena si se quiere, será tan reducido que podrá desestimarse.
    »Cuando la Superlumínica viaje a la velocidad superior a la luz hacia la Estrella Vecina, nos expondremos a hacer doce transiciones o tal vez tan sólo dos. Será un vuelo seguro. En cambio, en un vuelo con hiperasistencia habrá un millón de transiciones durante el mismo viaje... ¿comprendes? Las probabilidades de una tensión fatal aumentan muchísimo.
    Fisher pareció horrorizado.
    —¿Es segura la probabilidad de una tensión fatal?
    —No, no hay nada seguro. Es una cuestión de estadística. Una nave puede sufrir un millón de transiciones, o un billón, sin que suceda nada. Pero también puede resultar destruida a la primera transición. Y las probabilidades aumentan aprisa con el número de transiciones. Así, pues, sospecho que Rotor se embarcó en este viaje sabiendo muy poco acerca de los peligros de la transición. Si hubiera tenido un mayor conocimiento, no habría partido jamás. Por tanto, hay muchas probabilidades de que haya experimentado cierta tensión que le haya debilitado lo suficiente para llegar «cojeando» a la Estrella Vecina, y una probabilidad de que haya sufrido una tensión lo bastante fuerte para borrarlo por completo de la existencia. Por consiguiente, podríamos encontrar un casco o podríamos no encontrar nada.
    —O podríamos encontrar un Establecimiento que ha sobrevivido —dijo con rebeldía Fisher.
    —Lo admito. O podríamos luchar contra la fatalidad y resultar destruidos, por lo cual tampoco se encontraría nada. Te ruego no te prepares para lo cierto sino para lo probable. Y recuerda que quienes reflexionan sobre este asunto sin un conocimiento sólido de la teoría hiperespacial no tienen probabilidades de llegar a conclusiones razonables.
    Deprimido a todas luces, Fisher cayó en un silencio profundo, mientras la Wendel le observaba inquieta.

    62

    Tessa Wendel encontró que la Estación Cuarta era un entorno fantasmal, como si alguien hubiese construido un Establecimiento pequeño pero equipado para ser tan sólo una combinación de laboratorio, observatorio y plataforma de lanzamiento. No tenía granjas, ni viviendas, ni ninguna de las dependencias propias de un Establecimiento por pequeño que fuese. No estaba equipada siquiera con un spin que procurase un adecuado campo seudogravitatorio.
    De hecho, no era más que una nave espacial afectada de acromegalia. Resultó evidente que, aunque pudiese estar ocupada con carácter permanente, siempre y cuando se contase con un suministro ininterrumpido de alimentos, aire y agua (había cierto reciclaje pero poco eficaz), ningún individuo podría permanecer allí por mucho tiempo.
    Crile Fisher comentó irónico que la Estación Cuarta era como una estación espacial anticuada de los primeros tiempos de la era del espacio, que por alguna misteriosa circunstancia había sobrevivido hasta el siglo XXIII.
    Sin embargo, en cierto aspecto era única. Ofrecía una vista panorámica del sistema Tierra-Luna. Desde los Establecimientos que giraban alrededor de la Tierra, raras veces se veían los dos cuerpos en su verdadera relación. Pero desde la Estación Cuarta, la Tierra y la Luna no distaban nunca entre sí más de quince grados. Y como la Estación Cuarta giraba alrededor del centro de gravedad de ese sistema (lo cual equivalía más o menos a girar alrededor de la Tierra), el panorama cambiante de ambos mundos, en posición y fase, así como el tamaño cambiante de la Luna (según estuviese sobre el lado de la Tierra correspondiente a la Estación o sobre el opuesto), eran una maravilla sin fin.
    EI Sol está interceptado automáticamente por el dispositivo Ecart (la Wendel tuvo que preguntar para saber que esa abreviatura significaba dispositivo Eclipse Artificial), y sólo cuando el Sol se movía demasiado cerca de la Tierra o la Luna, se malograba la vista en el cielo de la Estación.
    Se pusieron de relieve los antecedentes de la Wendel como habitante de un Establecimiento, por lo mucho que ella disfrutó contemplando la interacción Tierra-Luna. Más que nada, según explicó, porque evidenciaba que no se hallaba ya en la Tierra.
    Así se lo dijo a Fisher, quien reaccionó con una sonrisa agria. Él la había sorprendido echando miradas furtivas a derecha e izquierda al decirlo.
    —Veo que no te importa revelármelo aunque yo sea un terrícola y pueda tomarlo a mal —le dijo—. Pero no temas, no haré correr la voz.
    —Yo te confiaría cualquier cosa, Crile —le contestó ella sonriendo feliz.
    Fisher había cambiado mucho desde aquella conversación crucial cuando alcanzaron la Estación Cuarta. Se mostraba sombrío, sí; pero había desaparecido la expectación febril sobre lo que podría no ser.
    —¿Crees de verdad que, a estas alturas del juego, ellos te guardan rencor por tu condición de colonizadora? —preguntó él.
    —Claro que sí. Ellos no olvidan jamás. Son de miras tan estrechas como yo, y yo no olvido nunca que ellos son personas de la Tierra.
    —Sin duda olvidas que soy un hombre terrícola.
    —Eso es porque eres Crile y no encajas en ninguna categoría que no sea la de Crile. Y yo soy Tessa. Y eso pone el punto final.
    Fisher dijo pensativo:
    —Escucha, Tessa, ¿te ha desagradado alguna vez el hecho de haber concebido el vuelo superlumínico para la Tierra en vez de haberlo hecho para tu propio Establecimiento, Adelia?
    —¡Pero si no lo he hecho para la Tierra ni lo habría hecho para Adelia en otras circunstancias! Lo hice por mí en ambos casos. Tuve un problema que resolver y terminé con éxito el trabajo. Ahora pasaré a la historia como inventora del vuelo superlumínico, y esto es lo que he hecho por mí. Aunque pueda parecer jactanciosa, lo he hecho también por la Humanidad. Poco importa en qué mundo se ha realizado el descubrimiento, entiéndeme. Alguna persona o personas en Rotor inventaron la hiperasistencia, pero ahora la tenemos todos los Establecimientos. A fin de cuentas, también tendrán todos los Establecimientos el vuelo superlumínico. Cuando tiene lugar un avance, sea donde sea, se beneficia en última instancia la Humanidad.
    —Sin embargo, la Tierra lo necesita más que los Establecimientos.
    —¿Te refieres a la aproximación de la Estrella Vecina, lo cual es fácilmente evitable para un Establecimiento mediante la huida, si se hace necesario, pero no para la Tierra? Bueno, dejaré ese problema a los líderes de la Tierra. Les he facilitado la herramienta, y ellos deben idear métodos para usarla a su mejor conveniencia.
    —Tengo entendido que despegamos mañana —dijo Crile.
    —Sí, por fin. Ellos harán grabaciones holográficas y nos procurarán el resultado final. Sin embargo, no se sabe cuándo será notificado al gran público y a los Establecimientos.
    —No podrá ser hasta después de nuestro regreso —comentó Fisher—. Sería una insensatez publicarlo si no están seguros de que regresaremos. Va a ser también una espera angustiosa para ellos, puesto que no tendrán ningún contacto con nosotros. Cuando los astronautas se plantaron sobre la Luna, estuvieron en comunicación con la Tierra todo el tiempo.
    —Cierto —admitió la Wendel—. Pero cuando Colón se aventuró por el Atlántico, los monarcas españoles no supieron nada de él hasta que regresó al cabo de siete meses.
    —Ahora la Tierra se juega mucho más de lo que se jugara España hace siete siglos y medio. Es una verdadera lástima que no tengamos comunicación superlumínica, ya que tenemos vuelo superior a la velocidad de la luz.
    —Opino lo mismo. Igual que Koropatsky. Ha estado asediándome para que solucionara lo de la telecomunicación; pero yo le dije que yo no soy una maravillosa fuerza sobrenatural que pueda crear por arte de magia todo cuanto se le antoje a cualquiera. Una cosa es impulsar una masa a través del hiperespacio y otra muy distinta impulsar una radiación. Son cosas que se rigen por leyes diferentes incluso en el espacio ordinario, de tal manera que Maxwell no concibió sus ecuaciones electromagnéticas hasta dos siglos después de que Newton ideara su ecuación gravitatoria. Algún día nosotros concebiremos la comunicación superlumínica, pero eso está por llegar.
    —Lástima —murmuró pensativo Fisher—. Es posible que el vuelo superlumínico no sea práctico sin la comunicación correspondiente.
    —¿Por qué no?
    —La falta de comunicación a mayor velocidad que la luz corta el cordón umbilical. ¿Acaso los Establecimientos podrían vivir lejos de la Tierra, lejos del resto del mundo... y sobrevivir?
    La Wendel frunció el ceño.
    —¿Qué significa esa nueva filosofía?
    —Sólo una idea. Como eres una colonizadora, Tessa, y estás habituada a ello, puede no ocurrírsete que vivir en un Establecimiento no es verdaderamente natural para los seres humanos.
    —¡Ah! ¿Sí? Nunca me pareció antinatural.
    —Eso es porque no has vivido realmente en uno. Has estado viviendo en todo un sistema de Establecimientos entre los cuales había un gran planeta con billones de habitantes. Una vez los rotorianos alcanzasen la Estrella Vecina, ¿no podrían pensar que vivir en un Establecimiento aislado no era satisfactorio? De ser así, regresarían sin duda a la Tierra. Pero no lo han hecho. ¿No será porque han encontrado un planeta donde vivir?
    —¿Un planeta habitable girando alrededor de una estrella enana roja? No hay cosa menos probable;
    —La Naturaleza tiene medios para engañarnos y trastocar unos axiomas supuestos. Supón que hay allí un planeta habitable. Debería ser estudiado con minuciosidad.
    —¡Ah! ¡Empiezo a adivinar lo que sugieres! —dijo la Wendel—. Se te ocurre que la nave podría llegar a la Estrella y encontrar allí una especie de planeta habitable. Entonces nosotros tomaríamos buena nota, descubriríamos desde cierta distancia que está inhabitado y emprenderíamos una exploración concienzuda. Tú querrías que desembarcáramos e iniciáramos una búsqueda mucho más precisa o intentáramos por lo menos hallar a tu hija. ¿Pero qué hacer si nuestro detector neurónico no encuentra ni rastro de inteligencia en ninguna parte dentro del sistema planetario al que pertenezca la Estrella Vecina? ¿Seguir indagando en los diversos planetas?
    Fisher vaciló antes de contestar:
    —Claro que no. Me parece que, si dan señales de ser habitables, deberemos estudiarlos. Necesitamos saber cuanto podamos acerca de un planeta semejante. Quizá tengamos que evacuar pronto la Tierra, y nos hace falta saber a dónde podemos llevar a nuestra gente. Eso quizá no tenga importancia para ti, puesto que los Establecimientos tienen la facultad de trasladarse sin necesidad de evacua...
    —¡Crile! ¡No me trates como a una enemiga! Ni me veas de repente como a una colonizadora. Soy Tessa, ¿recuerdas? Si hay un planeta, lo investigaremos todo lo que podamos, te lo prometo. Pero si lo hay y está ocupado por los rotorianos... Bueno, tú pasaste algunos años en Rotor, Crile, y debes conocer a Janus Pitt.
    —Lo conozco. No hablé nunca con él, pero mi es... ex esposa trabajó para él. Según ella, es un hombre muy capaz, inteligente y enérgico.
    —Muy enérgico. Nosotros supimos también de él en otros Establecimientos. Si su plan fuera encontrar para Rotor un lugar oculto al resto de la Humanidad, no podría hacer mejor elección que ir a la Estrella Vecina, pues se halla muy cerca y su existencia no había sido conocida hasta ahora por nadie excepto por ellos. Y si por alguna razón él quisiera un sistema entero para sí mismo, siendo como es Janus Pitt, temería la posibilidad de que le siguieran y le desbarataran su monopolio. Si acertara a encontrar un planeta útil que Rotor pudiese aprovechar, él rechazaría toda intrusión con la mayor contundencia.
    —¿A dónde vas a parar? —inquirió Fisher pareciendo turbado, como si ya supiera a dónde iba a parar.

    XXIX. ENEMIGO

    63

    Al igual que todos los habitantes que permanecían un tiempo en la Cúpula, Ranay D'Aubisson visitaba con periodicidad Rotor. Era necesario... Un toque hogareño, un retorno a las raíces, una acumulación de energía renovada.
    Esta vez, sin embargo, la D'Aubisson se «trasladó hacia arriba» (la expresión usual para el paso de Erythro a Rotor) un poco antes de lo programado. Lo cierto era que el comisario Pitt la había llamado a su presencia.
    La doctora se acomodó en el despacho de Janus Pitt, y sus expertos ojos percibieron las leves señales de envejecimiento que se habían producido en aquel hombre desde que lo vio por última vez hacía años. Pues en el curso ordinario no tenía muchas ocasiones de verlo.
    Sin embargo, su voz le pareció tan vigorosa como siempre y sus ojos tan penetrantes. Tampoco observó ninguna disminución del vigor mental.
    Pitt dijo:
    —He recibido su informe sobre el incidente fuera de la Cúpula y apruebo la cautela con que usted expuso su diagnosis de la situación. Pero ahora dígame de forma extraoficial ¿qué le sucedió, exactamente, a Genarr?. Esta habitación está escudada así que puede hablar con plena libertad.
    La D'Aubisson dijo con sequedad:
    —Temo que mi informe, aun siendo cauteloso, refleje la verdad absoluta. De verdad no sabemos lo que le sucedió al comandante Genarr. La exploración del cerebro reveló cambios, pero éstos fueron minúsculos y no respondieron a nada de lo que conocemos por nuestra experiencia. Además, remitieron en seguida.
    —¿Pero no le sucedió algo?
    —¡Ah, sí! Sin embargo, ésa es la cuestión. No nos podemos referir a nada más que a «algo».
    —¿Quizás alguna variedad de la plaga?
    —En este caso no encontramos ninguno de los síntomas que hemos detectado durante el pasado.
    —Pero, en tiempos de la plaga, la exploración de cerebro era todavía un procedimiento relativamente primitivo. En el pasado usted no habría podido detectar los síntomas que detecta ahora, así que podría ser una variedad benigna de la plaga, ¿no es cierto?
    —Podríamos considerarlo así; pero no existen pruebas evidentes y, sea como sea, ahora Genarr es una persona normal.
    —Parece normal, supongo, pero no sabemos si podría haber una recaída.
    —Tampoco hay ninguna razón para suponer que la haya.
    Una sombra de impaciencia cruzó por el rostro del comisario.
    —Está usted contradiciéndome, D'Aubisson. Sabe muy bien que el puesto de Genarr tiene considerable importancia. La situación en la Cúpula es siempre precaria, puesto que no sabemos nunca cómo ni cuándo puede presentarse otra vez la plaga. La valía de Genarr estribaba en su aparente inmunidad a ella; pero ahora da la impresión de que ya no se le puede considerar inmune. Ha sucedido algo, y debemos estar preparados para reemplazarlo.
    —Esa decisión le corresponde a usted, comisario. Yo no puedo sugerir, como médico, que haya necesidad de sustituirlo.
    —No obstante, espero que usted lo mantenga bajo estrecha observación y tenga presente la posibilidad de que eso ocurra.
    —Lo consideraré como una parte de mis obligaciones.
    —Bien. Y, si ha de haber una sustitución, la considero especialmente a usted como posible sustituta.
    —¿A mí?
    Un leve destello de emoción animó el rostro de la doctora antes de que pudiera reprimirlo.
    —Sí. ¿Por qué no? Se sabe de sobra que no me ha entusiasmado nunca el proyecto de Colonizar Erythro. Siempre he creído necesario conservar la movilidad de la Humanidad y no dejarnos atrapar otra vez por el sometimiento a un gran planeta. No obstante, sería aconsejable colonizar el planeta, no como un lugar elegido fundamentalmente para poblarlo, sino más bien considerándolo una vasta fuente de recursos... Como tratamos a la Luna en el antiguo Sistema Solar. Pero será imposible hacerlo si la plaga pende sobre nuestras cabezas, ¿no le parece?
    —No, no podremos, comisario.
    —Así pues, nuestra verdadera tarea, para empezar, es solventar ese problema. La plaga se extinguió hace poco, y así lo aceptamos... Pero este último incidente nos demuestra que el peligro no ha pasado. Tanto si Genarr sufrió un ataque de la plaga como si no, le afectó sin duda algo, y quiero que ahora se dé absoluta prioridad al asunto. Usted sería la persona idónea para dirigir tal proyecto.
    —Acepto con sumo gusto esa responsabilidad. Significará sólo seguir haciendo lo que intento hacer pero con mayor autoridad. Sin embargo, me cuesta suponer que yo sea comandante de la Cúpula de Erythro.
    —Como dice usted, esa decisión me corresponde. Imagino que usted no rechazaría el puesto si se le ofreciera ¿eh?
    —No, comisario. Me sentiría muy honrada.
    —Sí, estoy seguro —dijo con sequedad Pitt—. ¿Y qué le sucedió a la chica?
    Por unos instantes la D'Aubisson pareció turbada ante el cambio súbito del tema. Le faltó poco para tartamudear, al repetir:
    —¿La chica?
    —Sí, la chica que salió con Genarr de la Cúpula, la que se quitó el traje protector.
    —¿Marlene Fisher?
    —Sí, así se llama. ¿Qué le sucedió?
    La D'Aubisson titubeó.
    —¡Pues nada, comisario!
    —Ya lo dice en el informe. Pero ahora se lo pregunto. ¿Nada?
    —Nada detectable por la exploración de cerebro o cualquier otro reconocimiento.
    —Es decir, mientras que Genarr, con el traje «E» era víctima de un mal misterioso, la chica, esa Marlene Fisher, sin traje «E» no sufría daño alguno. ¿Es eso?
    La D'Aubisson se encogió de hombros.
    —Así es. No fue afectada lo más mínimo, que yo sepa.
    —¿No lo considera extraño?
    —Ella es una joven extraña. Su exploración de cerebro...
    —Conozco su exploración de cerebro. Y conozco también sus peculiares facultades. ¿Las ha percibido usted?
    —¡Ah, sí! Por descontado.
    —¿Y cómo interpreta usted esas facultades? ¿Adivinación del pensamiento tal vez?
    —No, comisario. Eso es imposible. El concepto de telepatía es mera fantasía. La verdad es que me gustaría que fuese adivinación del pensamiento, porque entonces no sería peligroso. Siempre es posible controlar los pensamientos.
    —Entonces, ¿qué tiene ella de peligroso?
    —Aparentemente, lee el lenguaje del cuerpo, y esto no podemos controlarlo. Cada gesto y ademán hablan por sí solos.
    La doctora habló con cierta amargura que no escapó a la percepción de Pitt, el cual preguntó:
    —¿Tuvo usted alguna experiencia personal al respecto?
    —Sin duda —la D’Aubisson pareció sombría—. Es imposible estar cerca de esa joven sin experimentar desasosiego ante su hábito de la percepción.
    —Sí. ¿Pero qué sucedió?
    —Nada que tuviera excesiva importancia; pero resultó fastidioso.
    La D'Aubisson se sonrojó por un momento y apretó los labios como si se propusiera desafiar a su interrogador. Pero ese momento pasó, y ella dijo casi susurrante:
    —Después de que hube examinado al Comandante de la Cúpula, Genarr, Marlene me preguntó por su estado. Le dije que él no había sufrido ningún daño grave y que se esperaba su recuperación total. Entonces ella me dijo, «¿por qué se siente usted decepcionada?». Eso me aturdió, y respondí, «no estoy decepcionada, sino complacida». Ella asintió, «pero usted está decepcionada. Se ve muy claro. E impaciente». Era la primera vez que me encontraba frente a su modo de reaccionar, aunque lo hubiera oído comentar a otros, y no se me ocurrió nada más que desafiarla. «¿Por qué habría de estar impaciente yo? ¿Por qué?». Entonces ella me miró solemne con esos ojos suyos tan enormes, tan oscuros y tan inquietantes, y dijo: «parece ser que es acerca del tío Siever...».
    Pitt la interrumpió.
    —¿Tío Siever? ¿Hay algún lazo familiar?
    —No. Creo que es sólo una expresión afectuosa. Ella dijo, «parece que es acerca del tío Siever, y me pregunto si usted no querrá reemplazarlo como comandante de la Cúpula». Al oír aquello, di media vuelta y me alejé.
    —¿Cómo se sintió usted cuando ella le dijo eso? —preguntó Pitt.
    —Furiosa. Naturalmente.
    —¿Porque ella la había calumniado? ¿O porque tenía razón?
    —Bueno, en cierto modo...
    —No, no evada la pregunta, doctora. ¿Tenía ella razón o no? ¿Estaba usted lo bastante decepcionada con la recuperación de Genarr como para que esa joven lo captara, o fue simple acierto de su peculiar imaginación?
    Las palabras parecieron salir forzadas de los labios de la D'Aubisson.
    —Ella percibió algo que estaba realmente ahí —la doctora miró desafiante a Pitt—. Soy sólo humana y tengo también mis impulsos. Usted mismo ha insinuado ahora que podría ofrecerme el puesto, y de ello se deduce que me considera cualificada para desempeñarlo.
    —Estoy seguro de que se la calumnió de espíritu... si no de hecho —dijo Pitt sin la menor muestra de buen humor—. Pero ahora veámoslo así... Tenemos a esta joven que es peculiar, que es muy extraña, como lo demuestra la exploración de cerebro y su propio comportamiento... y además, parece no estar afectada por la plaga. Evidentemente, debe de haber una conexión entre su patrón neurónico y su resistencia a la plaga. ¿No podría sernos una herramienta útil para estudiar la plaga?
    —No puedo decirle. Aunque lo admito como concebible.
    —¿Y no podríamos ponerlo a prueba?
    —Quizá. Pero ¿cómo?
    Pitt dijo en voz baja:
    —Exponiéndola todo lo posible a la influencia de Erythro.
    —Eso es lo que ella quiere, en definitiva —dijo cavilosa la D'Aubisson—. Y el comandante Genarr parece dispuesto a permitírselo.
    —Bien. Entonces usted prestará el apoyo médico, ¿no?
    —Ya entiendo. ¿Y si la joven contrae la plaga?
    —Debemos recordar que la solución del problema es más importante que el bienestar de un individuo. Hemos de conquistar un mundo, y para eso habremos de pagar un precio, triste pero necesario.
    —¿Y si Marlene resulta destruida sin que ello nos ayude a entender la plaga o combatirla?
    —Debemos afrontar ese riesgo —afirmó Pitt—. Al fin y al cabo, podría ser también que ella quedara incólume, y que al ser analizadas concienzudamente las causas, descubriéramos el medio para abrirnos paso en el desentrañamiento de la plaga. En tal caso, ganaremos sin pérdida alguna.
    Después de que la D'Aubisson se marchara a su apartamento rotoriano, fue cuando la resolución férrea de Pitt le permitió pensar en sí mismo como el enemigo declarado de Marlene Fisher.
    La victoria auténtica debería significar la destrucción de Marlene y la inalterabilidad de la plaga. Con un solo golpe se desembarazaría de una muchacha enojosa que algún día podría engendrar criaturas como ella, y de un mundo enojoso que algún día podría producir una población nada deseable, tan dependiente e inmovilista como lo fue en su día la población de la Tierra.

    64

    Los tres se sentaron juntos en la Cúpula de Erythro. Siever Genarr vigilante, Eugenia Insigna profundamente preocupada y Marlene Fisher impaciente a todas luces.
    Insigna dijo:
    —Ahora recuérdalo Marlene, no mires fijamente a Némesis. Sé que te han advertido del peligro de los infrarrojos; pero también es un hecho que Némesis es una estrella de fulgor moderado. A veces hay una explosión en su superficie y una ráfaga de luz blanca. Sólo dura un minuto o dos; pero no obstante es suficiente para dañarte la retina; y no puedes saber cuándo sucederá.
    —¿Saben los astrónomos cuándo sucederá? —inquirió Genarr.
    —Hasta ahora no. Es uno de los muchos aspectos caóticos de la naturaleza. No hemos descubierto todavía las leyes que rigen la turbulencia estelar, y algunos de entre nosotros creen que no las podremos deducir nunca por completo. Son demasiado complejas.
    —Interesante —comentó Genarr.
    —No es que no estemos agradecidos a los fulgores. El tres por ciento de la energía que alcanza a Erythro desde Némesis resulta de esos fulgores.
    —No parece gran cosa.
    —Lo es, sin embargo. Sin los fulgores, Erythro sería un mundo glacial donde la vida resultaría mucho menos fácil. Los fulgores crean problemas para Rotor, el cual debe ajustar rápidamente su uso de la luz solar siempre que hay un fulgor, así como fortalecer su campo de absorción de partículas.
    Mientras ambos hablaban, Marlene miró de uno a otro, y finalmente terció con cierta exasperación:
    —¿Cuánto tiempo pensáis continuar así? Sólo lo hacéis para tenerme sentada aquí. Lo intuyo sin el menor esfuerzo.
    Insigna se apresuró a decir:
    —¿A dónde irás cuando estés ahí fuera?
    —Sólo a dar una vuelta. Hasta el pequeño río o arroyuelo o lo que quiera que sea.
    —¿Por qué?
    —Porque es interesante. Agua fluyendo en campo abierto, y no puedes ver el final, y sabes que no se la impulsa hasta sus orígenes.
    —Pero se hace así —dijo Insigna—. De ello se encarga el calor de Némesis.
    —Eso no cuenta. Quiero decir que no lo hacen seres humanos. Además sólo quiero plantarme allí y contemplarlo.
    —No bebas de él —ordenó tajante Insigna.
    —No pienso hacerlo. Puedo aguantar una hora sin beber. Si tengo hambre, sed... o cualquier otra cosa, regresaré. Estás organizando un alboroto por nada.
    Genarr sonrió.
    —Supongo que aspiras a reciclar todo aquí, en Cúpula.
    —Sí, desde luego. ¿No lo querría cualquiera?
    La sonrisa de Genarr se ensanchó.
    —Escucha, Eugenia, estoy seguro de que vivir en los Establecimientos ha cambiado de forma permanente a la Humanidad. Ahora se nos ha inculcado a todos la necesidad de reciclaje. En la Tierra tirábamos las cosas suponiendo que se reciclarían por sí solas aunque a veces no lo hicieran, por descontado.
    —Eres un soñador, Genarr —dijo Insigna—. Es posible que los seres humanos aprendan buenos hábitos si se les presiona; pero apenas aflojas la presión reaparecen las malas costumbres. Es más fácil ir cuesta abajo que cuesta arriba. Eso se llama la segunda ley termodinámica; y si alguna vez colonizamos Erythro, creo que en un instante lo llenaremos de inmundicias desde un extremo al otro.
    —No, no lo haremos.
    —¿Por qué no, querida? —dijo Genarr con un cortés tono inquisitivo.
    Marlene contestó imperiosa e impaciente:
    —Porque no lo haremos. ¿Puedo salir ahora?
    Genarr miró a Insigna y le aconsejó:
    —Dejémosla marchar, Eugenia. No podremos retenerla siempre. Además, por si te sirve de consuelo, Ranay D'Aubisson, que acaba de regresar de Rotor, repasó todos los antecedentes desde el principio y me dijo ayer que la exploración del cerebro de Marlene parece tan estable que ella está convencida de que no sufrirá ningún daño en Erythro.
    Marlene, que se había vuelto hacia la puerta como si dispusiera a atravesar la recámara, dio media vuelta.
    —Aguarda, tío Siever, casi me olvido. Debes tener mucho cuidado con la doctora D’Aubisson.
    —¿Por qué? Es una excelente neuróloga.
    —No me refiero a eso. Cuando tuviste esos trastornos después de tu paseo ahí fuera, ella pareció complacida. Y muy decepcionada cuando mejoraste.
    Insigna se mostró sorprendida y se apresuró a preguntar:
    —¿Por qué piensas eso?
    —Porque lo sé.
    —Pero sigo sin entenderlo. ¿Te llevas bien con la D'Aubisson, Siever?
    —Claro que sí. Nos entendemos muy bien. Nunca hubo una palabra más alta que otra. Pero si Marlene dice...
    —¿Es que no se puede equivocar Marlene?
    —En este caso, no —aseguró sin tardanza la joven.
    —Estoy seguro de que tienes razón, Marlene —convino Genarr, y dirigiéndose a Insigna añadió—: La D’Aubisson es una mujer ambiciosa. Si me sucede algo, ella representará la opción lógica para mi sucesión. Ha acumulado una gran experiencia aquí abajo, y es sin duda la persona mejor dotada para enfrentarse a la plaga si ésta levantara otra vez la cabeza. Por añadidura, ella es mayor que yo y tal vez piense que no puede perder mucho más tiempo. Yo no le reprocharía que deseara sucederme ni que se le ensanchara el corazón durante mi dolencia. Hay muchas probabilidades de que ella no perciba a conciencia sus propios sentimientos.
    —Sí los percibe —dijo agorera Marlene—. Los conoce de pe a pa. Ten cuidado, tío Siever.
    —Bien, lo tendré. ¿Estás ya dispuesta?
    —Claro que lo estoy.
    —Entonces te acompañaré hasta la recámara. Ven con nosotros, Eugenia, e intenta mostrarte menos trágica.
    Y así fue como Marlene salió por primera vez a la superficie de Erythro, sola y sin protección. Era el 15 de Enero de 2237, a las 9:20 horas de la Tierra, y al mediodía, hora de Erythro.

    XXX. TRANSICIÓN

    65

    Crile Fisher trató de reprimir su emoción, intentó mantener la misma expresión calmosa de los demás.
    No sabía dónde estaba Tessa Wendel. No podía hallarse lejos, pues la Superlumínica era relativamente pequeña. Sin embargo, estaba dividida en compartimientos, de tal manera que la persona que se encontraba en uno de ellos no veía a quien ocupase otro.
    Los otros tres miembros de la tripulación fueron sólo pares de manos para Fisher. Cada uno de ellos tenía algo que hacer, y todos lo hicieron. Sólo Fisher no tuvo ninguna tarea específica salvo tal vez la de no interponerse en el camino de los demás.
    Lanzó miradas casi furtivas a los otros tres (dos hombres y una mujer). Los conocía lo suficiente para trabar conversación y había hablado a menudo con ellos. Todos ellos eran jóvenes. El mayor, Chao-li Wu, tenía treinta y ocho años y era hiperespacialista. Le seguía Henry Jarlow, de treinta y cinco, y Merry Blankowitz, el bebé del equipo, de veintisiete años y con la tinta todavía húmeda en su diploma de doctora.
    La Wendel tenía cincuenta y cinco, era antigua en comparación; pero también la inventora, la diseñadora y la semidiosa del vuelo.
    Fisher era quien podía ser encasillado como el instrumento. En su próximo cumpleaños, ya no muy lejano, alcanzaría la cincuentena, y por otra parte no poseía ningún adiestramiento especializado. No tenía derecho a encontrarse en aquella nave, ni por su juventud ni por sus conocimientos.
    Pero él había estado una vez en Rotor. Y eso importaba. Y la Wendel lo quería con ella, lo cual importaba todavía más. También lo quisieron así Tanayama y Koropatsky, quienes importaban sobre todo.
    La nave estaba haciendo su camino bamboleante a través del espacio. Fisher podía atestiguarlo aunque no hubiese ninguna indicación física que lo denotase. Él podía sentirlo con los zarcillos de los intestinos... si los hubiese. Y pensó enorgullecido: Yo he estado en el espacio mucho más tiempo que todos ellos juntos, muchas más veces y en muchas más naves. Puedo asegurar que esta nave no tiene nada de elegante sólo con sentirla. Ellos no pueden.
    La Superlumínica carecía por fuerza de elegancia. Las fuentes energéticas normales que mantenían a las naves espaciales ordinarias moviéndose a través del vacío, estaban apiñadas y recortadas en la Superlumínica. Y había de ser así, pues la mayor parte de la nave debía acoger a otros motores hiperespaciales.
    Así pues, era como un ave marina que anadease torpemente en tierra porque había sido creada para el agua.
    De pronto apareció la Wendel un poco sudorosa y con el pelo algo revuelto.
    —¿Marcha todo bien, Tessa? —inquirió Fisher.
    —¡Ah, sí, perfectamente!
    La mujer descansó el trasero sobre una de las convenientes depresiones en la pared (muy útiles, considerando la ligera seudogravedad mantenida dentro de la nave) y agregó:
    —Sin problemas.
    —¿Cuándo nos moveremos dentro del hiperespacio?
    —Faltan pocas horas. Queremos alcanzar las coordenadas apropiadas con todas las fuentes gravitatorias adecuadas retorciendo el espacio según los cálculos.
    —¿Para que podamos darle con exactitud el margen previsto?
    —Eso es.
    —Visto así, el viaje hiperespacial no parece muy práctico—contestó Fisher—. ¿Qué pasará si no sabes dónde está cada cosa, o si la premura te impide calcular cada retorcimiento gravitatorio?
    Con una sonrisa inesperada, la Wendel miró a Fisher.
    —No me has dirigido nunca una pregunta semejante. ¿Por qué lo haces ahora?
    —Porque no he participado nunca en un vuelo hiperespacial. Dadas las circunstancias, me planteo con suma urgencia la cuestión, ¿comprendes?
    —Durante años me he planteado con la máxima urgencia imaginable esa cuestión y muchas más. Bienvenido al club.
    —Pero contéstame.
    —Lo haré gustosa. Por lo pronto, hay dispositivos que miden la intensidad gravitatoria de todo, en los aspectos escalar y tensional, en cualquier punto del espacio, tanto si conoces la vecindad como si no. El resultado no es tan preciso como lo sería si midieses concienzudamente cada fuente gravitatoria y las sumaras todas; pero es bastante aproximado... lo cual bastará si el tiempo es inapreciable. Y si el tiempo es todavía más inapreciable y necesitas pulsar el botón hiperespacial, por decirlo así, y esperas de la buena suerte que la gravitación no sea muy significativa y adolezca sólo de un leve error, la transición irá acompañada de algo equivalente, más o menos, a una sacudida. Será como cruzar un umbral y tropezar con el dedo gordo. Si podemos evitarlo nos felicitaremos; pero de lo contrario no será fatal por necesidad. Por supuesto nos gustaría un paso lo más sedoso posible en el primer intento de transición... Aunque sólo fuera por nuestra tranquilidad psicológica.
    —¿Y qué pasará si con las prisas piensas que la gravitación es desdeñable y resulta no serlo?
    —Sólo te cabe esperar que eso no suceda.
    —Tú hablaste de tensiones durante la transición. Ello significa que nuestra primera transición podría ser fatal, incluso aunque se diera margen a la gravedad.
    —Podría serla, pero las probabilidades contrarías a una transmisión determinada son enormes.
    —Y aunque no fuera fatal, ¿podría ser desagradable?
    —Eso es más difícil de decir porque requiere un juicio subjetivo. Comprende que aquí no interviene aceleración alguna. En la hiperasistencia, la nave ha de abrirse camino hacia arriba a velocidad reducida, e incluso a intervalos más allá, mediante el empleo de un campo hiperespacial de energía limitada. La eficiencia es módica, las velocidades altas, los riesgos grandes y, francamente, no sé cuáles pueden ser las incomodidades.
    »En nuestro tipo de vuelo superlumínico, empleamos un campo hiperespacial de energía elevada, hacemos la transición a velocidades normales. En un instante determinado podemos viajar a mil kilómetros por segundo sin aceleración. Y puesto que no hay aceleración, no lo notamos.
    —¿Cómo puede no haber aceleración cuando en un instante multiplicas la velocidad por millones?
    —Porque la transición es el equivalente matemático de la aceleración. Sin embargo, mientras que tu cuerpo responde a la aceleración, no lo hace a la transición.
    —¿Cómo puedes saberlo?
    —Enviando animales a través del hiperespacio desde un punto a otro. Ellos están en el espacio sólo una mínima fracción de un microsegundo, pero la transición entre espacio e hiperespacio es lo que nos preocupa, y hay una en cada dirección, incluso durante el paso más breve posible a través del hiperespacio.
    —¿Habéis enviado animales?
    —Claro. Una vez alcanzaron el punto de recepción, los animales no pudieron contarnos cómo estaban las cosas; pero se hallaban allí sanos y salvos. Quedó muy claro que no habían sufrido daño alguno. La probamos con docenas de animales muy diversos. La intentamos incluso con monos; todos ellos sobrevivieron a la perfección... salvo un caso.
    —¡Ah! ¿Y qué sucedió en ese caso?
    —El animal apareció muerto, con unas mutilaciones grotescas; pero la causa fue un error en la programación. No la transición, ni mucho menos. A nosotros puede sucedernos una cosa parecida. No es probable, pero posible. Equivaldría a cruzar un umbral, tropezar con el eslabón, caer de bruces y romperte el cuello. Tales cosas han sucedido, por descontado, pero no son de esperar cada vez que cruzas el umbral. ¿Conforme?
    —Me figuro que no tengo elección —dijo taciturno Fisher—. Conforme.
    Dos horas y veintisiete minutos después, la nave entró sin dificultad en el hiperespacio. A bordo, nadie lo sintió, y desde ese instante tuvo lugar el primer vuelo a velocidades muy superiores a las de la luz.
    La transición se hizo el 15 de enero de 2237 a las 21:20, hora de la Tierra.

    XXXI. NOMBRE

    66

    ¡Silencio!
    Marlene se deleitó... Más aún cuando podía romperlo si quisiera. Se agachó para coger un guijarro y lo lanzó contra una roca. El objeto dejó oír un ruido sordo, cayó al suelo y quedó inmóvil.
    Ella se sintió absolutamente libre y segura aunque hubiese abandonado la Cúpula con la misma ropa que solía llevar en Rotor.
    Había caminado directamente desde la Cúpula hacia el arroyo, y sin fijarse en el terreno para tomar referencias.
    Las últimas palabras de su madre habían sido más bien un ruego:
    Por favor, Marlene, has dicho que te quedarías a la vista de la Cúpula, recuérdalo bien.
    Ella le había dirigido una sonrisa fugaz pero sin prestar atención. Tal vez se quedara a la vista y tal vez no. No pensaba dejarse intimidar cualesquiera fuesen las promesas que le habían forzado a hacer para mantener la paz. Después de todo, llevaba un emisor de ondas.
    Se la podría localizar en cualquier momento. Ella misma podría utilizar el receptor incorporado para buscar la dirección del emisor de la Cúpula.
    Si sufriera cualquier accidente... una caída o una lesión cualquiera... ellos podrían acudir a recogerla.
    Si la golpeara un meteorito... Bueno, quedaría muerta. Nadie podría hacer nada al respecto... aunque se quedase a la vista de la Cúpula. A pesar de la idea inquietante de los meteoritos, todo era maravillosamente tranquilo sobre Erythro. En Rotor había siempre ruido. Dondequiera que fueses, el aire vibraba y te martilleaba con ondas sonoras los fatigados oídos. Y aún sería peor en la Tierra, con sus ocho billones de personas y trillones de animales, con sus tormentas y precipitaciones de agua desde el cielo y el mar. Cierta vez que ella intentó oír una grabación titulada Ruidos de la Tierra, había dado un respingo y se cansó en seguida.
    Pero aquí, en Erythro, reinaba un silencio maravilloso.
    Mientras pensaba así, Marlene llegó al arroyo y contempló cómo el agua circulaba ante su vista con un leve burbujeo. Cogió un canto rodado y lo lanzó a la corriente; se oyó un leve chapuzón. Los sonidos no estaban prohibidos en Erythro, sólo amortiguados como adornos ocasionales que sirvieran para hacer más precioso el silencio circundante.
    Luego estampó un pie sobre la fina arcilla en la margen del arroyo. Oyó un leve eco, y dejó la impresión vaga de un huella. Se agachó, recogió agua con una mano y la arrojó en el suelo. Este se humedeció y oscureció en diversos puntos, bermellón sobre un fondo rosado. Marlene añadió más agua; por último plantó su zapato izquierdo sobre la mancha oscura y apretó. Cuando lo levantó, había dejado una huella profunda.
    Como había algunos pedruscos en el lecho del arroyo, ella los aprovechó a modo de puente para cruzar hasta la otra orilla.
    Luego, reanudó la marcha caminando enérgica, balanceando los brazos, haciendo inspiraciones profunda. Sabía muy bien que el porcentaje de oxígeno era algo inferior al de Rotor. Si corriera se cansaría pronto. Pero le faltó el impulso para correr. Si corriera, agotaría más aprisa su mundo.
    ¡Quería examinarlo todo!
    Miró hacia atrás. El abultamiento de la Cúpula era visible, sobre todo la burbuja donde se alojaban los instrumentos astronómicos. Eso la irritó. Quiso alejarse lo suficiente para poder volverse y ver sólo el horizonte como un círculo admirable, aunque irregular, sin la intrusión de ningún indicio de presencia humana (salvo ella misma).
    ¿Debería llamar a la Cúpula? ¿Debería advertir a su madre que se perdería de vista durante un rato? No, porque le pondrían objeciones. Ellos podrían recibir las ondas de su transmisor. Y sabrían que estaba viva y coleando. Decidió que, si la llamaran, no haría caso. ¡Caramba! Deberían dejarla en paz.
    Sus ojos se adaptaron a la rojez de Némesis y del terreno en torno suyo. No era meramente rosado; había también sombras y luces en tonos purpúreos y anaranjados, casi amarillentos en algunos lugares. A su debido tiempo, se convertiría en una nueva paleta de colores para sus sentidos agudizados, tan abigarrada como Rotor, pero más sedante.
    ¿Qué sucedería si algún día la gente se estableciese en Erythro, introduciendo vida, edificando ciudades? ¿Lo estropearía todo? ¿O habrían escarmentado con la Tierra y emprenderían un camino diferente, asimilando este mundo nuevo e intacto y transformándolo en algo compaginable con sus afanes?
    ¿Los afanes de quién?
    Ahí radicaba el problema. Personas diferentes tendrían ideas diferentes. Disputarían entre sí y perseguirían fines irreconciliables. ¿No sería mejor dejar vacío a Erythro?
    ¿No se debería a un atavismo rememorativo de la Tierra? ¿No alentaría en sus genes una propensión a habitar mundos inmensos e infinitos, una nostalgia que un espacio urbano, pequeño y artificial no podía calmar? ¿Cómo se explicaba eso? Sin duda la Tierra se diferenciaba totalmente de Erythro si se exceptuaba la similitud de tamaño. Y si la Tierra estaba en sus genes, ¿por qué no habría de estarlo en los de todo ser humano?
    Pero debía de haber alguna explicación. Marlene meneó la cabeza como si quisiera aclarar los pensamientos, y giró sin cesar sobre sí misma, al igual que si estuviera en medio de un espacio infinito. En Rotor podían verse acres de cereales y huertos de árboles frutales; una bruma verdosa y ambarina; y también la irregularidad de líneas rectas inherente a las estructuras humanas. Sin embargo, aquí, en Erythro, se veía el suelo ondulante salpicado con peñas de todos los tamaños como si las hubiera esparcido una mano gigantesca; formas extrañas y silentes, con hilos de agua acá y allá fluyendo entre ellas. Y ni rastro de vida si no se cortaban las miríadas de minúsculas células similares a gérmenes que mantenían llena de oxígeno la atmósfera gracias al suministro de energía proporcionado por la luz roja de Némesis.
    Y Némesis, como cualquier enana roja, continuaría vertiendo su energía dosificada durante doscientos o trescientos billones de años, atesorando su fuerza energética y procurando que Erythro y sus diminutas prokaryotes estuviesen calientes y cómodas a lo largo de todo ese tiempo. Mucho después de que la Tierra y el Sol hubiesen muerto y otras estrellas brillantes, nacidas todavía más tarde, muriesen también, Némesis seguiría brillando sin cambiar, y Erythro giraría alrededor de Megas sin cambiar tampoco, y las prokaryotes vivirían y morirían aunque sin cambiar en esencia.
    Desde luego, los humanos no tenían derecho a invadir este mundo inalterable para cambiarlo. Sin embargo, si ella estuviese sola en Erythro, necesitaría alimento... y compañía.
    Podría ir de cuando en cuando a la Cúpula para abastecerse, y satisfacer la necesidad de ver a otras personas; no obstante, podría pasar casi todo su tiempo a solas con Erythro. Ahora bien, ¿no la seguirían otros? ¿Cómo podría impedirlo? Y con otros, aunque fuesen muy pocos, ¿no se arruinaría irremediablemente el Edén? ¿Acaso no se estaría arruinando ya porque ella misma lo había invadido... sólo ella?
    ¡No! gritó.
    Dio voces a pleno pulmón en un súbito y afanoso experimento para comprobar si podía hacer temblar la extraña atmósfera y obligarla a transportar las palabras hasta sus oídos.
    Marlene oyó su propia voz, pero en el terreno llano no hubo eco. Su grito se extinguió apenas emitido.
    Marlene empezó a girar otra vez. La Cúpula fue sólo una sombra tenue en el horizonte. Casi se podía descartar; aunque no del todo. Quiso que no fuera visible en absoluto. No deseaba tener ante la vista, salvo su propia persona y Erythro.
    Oyó el leve suspiro del viento, y dedujo que éste había cobrado velocidad. No fue lo bastante fuerte para dejarse sentir, y su temperatura no bajó ni fue desagradable.
    Fue sólo un leve ah-h-h-h.
    Ella lo emitió regocijada:
    ¡Ah-h-h-h!
    Luego, levantó la vista y miró curiosa el cielo. Los meteorólogos habían anunciado que haría un día claro. ¿Sería posible que las tormentas se presentaran de repente sobre Erythro? ¿Soplaría el viento hasta hacerse incómodo? ¿Navegarían nubes por el cielo y comenzaría a caer la lluvia antes de que ella regresara a la Cúpula?
    Eso era tonto, tan tonto como los meteoritos. Desde luego, en Erythro llovía; pero en ese momento había sólo unas cuantas nubes etéreas y vaporosas allá en lo alto. Se movían con pereza sobre el cielo limpio y oscuro. No parecían anunciar una tormenta.
    Ah-h-h-h, susurró el viento, ah-h-h-h ay-y-y-y.
    Fue un sonido doble, y Marlene frunció el ceño ¿Qué podría producir semejante sonido? No lo haría el viento, sin duda. Para ello tendría que pasar por alguna obstrucción y silbar al hacerlo. Pero por allí no se veía nada parecido.
    Ah-h-h-h ay-y-y-y uh-h-h-h.
    Ahora el sonido fue triple, con el acento en la segunda emisión.
    Marlene miró a su alrededor, extrañada. No pudo constatar de donde provenía. Para hacer ese sonido, algo tenía que vibrar pero ella no vio nada, no sintió nada.
    Erythro parecía vacío y silencioso. No pudo hacer sonido alguno.
    Ah-h-h-h ay-y-y-y uh-h-h-h.
    Otra vez. Más claro que antes. Fue como si estuviera dentro de su propia cabeza y, al pensarlo, le pareció que el corazón se le encogía y se estremeció. Sintió que se le ponía la carne de gallina en los brazos; no necesitó mirarlos.
    No podía haber nada malo en su cabeza. ¡Nada!
    Aguardó expectante a oírlo otra vez, y le llegó. Más fuerte. Todavía más claro. De repente, hubo un tono de autoridad en él, como si estuviera practicando y mejorando por momentos.
    ¿Practicando? ¿Practicando el qué?
    Y de manera involuntaria, por completo involuntaria pensó: Parece como si alguien que no puede pronunciar las consonantes, quisiera decir mi nombre.
    Como si su pensamiento hubiese sido una señal, o hubiese desencadenado otro espasmo de poder, o hubiera quizás agudizado su imaginación, oyó decir...
    Mah-h-h ley-y-y nuh-h-h.
    Maquinalmente, sin saber lo que estaba haciendo, alzó ambas manos y se tapó los oídos.
    Sin emitir sonido alguno, pensó: Marlene.
    Y entonces llegó el sonido, remedándola:
    Mah r-ley-nuh.
    Luego se repitió, casi con soltura, casi con naturalidad:
    Marlene.
    Ella se estremeció y reconoció la voz. Era Aurinel, Aurinel de Rotor, a quien no había visto desde aquel día que ella le dijo que la Tierra sería destruida. Desde entonces había pensado pocas veces en él... pero siempre con dolor cuando lo hacía.
    ¿Por qué estaba oyendo su voz en un lugar donde él no estaba presente? ¿Por qué oía una voz donde no había nada?
    Marlene.
    Entonces Marlene se rindió. ¡Era la plaga de Erythro, la que ella dio por seguro que no la tocaría!
    Corrió a ciegas hacia la Cúpula sin detenerse a pensar dónde se hallaba.
    No supo que estaba gritando.

    67

    Ellos la llevaron adentro. Percibieron su inesperada llegada a la carrera. Dos centinelas con traje «E» y casco salieron al instante y la localizaron por sus gritos.
    Pero los gritos cesaron antes de que la alcanzaran. La carrera se aminoró y cesó también. Y eso ocurrió antes de que ella pareciera darse cuenta de que se le acercaban.
    Cuando los dos llegaron a su altura, Marlene los miró y les sorprendió preguntando:
    —¿Sucede algo?
    Ninguno contestó. Una mano se alargó para cogerla del codo, y ella la apartó de un manotazo.
    —No me toque —dijo—. Iré a la Cúpula si es eso lo que quieren; pero puedo caminar.
    Y Marlene caminó muy tranquila entre ambos. Se mostró muy segura de sí misma.

    68

    Eugenia Insigna, con labios resecos y pálidos, se esforzó por no parecer enloquecida.
    —¿Qué sucedió ahí fuera, Marlene?
    —Nada. Nada de nada —contestó la muchacha.
    Sus ojos oscuros parecían desmesurados e insondables.
    —No digas eso. Estabas corriendo y gritando.
    —Quizá lo haya hecho; pero sólo durante un rato, un rato muy breve. Escucha, todo estaba tan callado que al cabo de cierto tiempo me sentí como si estuviera sorda. Sólo silencio, imagínate. Así que di una patada, y corrí sólo para oír el ruido, y grité...
    —¿Sólo para oír el ruido que hacías?—inquirió Insigna frunciendo el entrecejo.
    —Sí, madre.
    —¿Esperas que me lo crea, Marlene? Porque no es así. Nosotros percibimos los gritos, y no eran gritos para hacer ruido. Eran gritos de terror. Algo te asustó.
    —Ya te lo he dicho. El silencio. La posible sordera.
    Insigna se volvió hacia la D'Aubisson.
    —¿Es posible, doctora, que si una persona no oye nada, nada en absoluto, y está habituada a oír cosas sin cesar, llegue a imaginar que sus oídos perciben algo de manera que pueda considerar útil ese sentido?
    La D'Aubisson hizo una sonrisa forzada.
    —Una forma pintoresca de exponerlo; pero es cierto que la privación sensorial puede producir alucinaciones.
    —Eso me perturbó, supongo —manifestó Marlene—... Pero después de oír mi propia voz y mis propias pisadas me tranquilicé. Preguntad a los dos centinelas que vinieron a recogerme. Yo estaba absolutamente tranquila cuando ellos llegaron, y les seguí hasta la Cúpula sin complicaciones. Pregúntales, tío Siever.
    Genarr asintió.
    —Ya me lo han contado. Además, nosotros vimos lo que sucedía. Entonces todo está bien. Se acabó.
    —No se acabó, ni mucho menos —dijo Insigna con rostro todavía pálido... de espanto, o de cólera; o de ambas cosas—... Ella no saldrá más. El experimento ha concluido.
    —¡No, madre! exclamó agraviada Marlene.
    La D'Aubisson alzó la voz como queriendo prevenir un violento encontronazo de voluntades entre madre e hija.
    —El experimento no ha concluido, doctora Insigna. No se trata de que ella salga o no. Todavía tenemos que examinar las consecuencias de lo sucedido.
    —¿Qué quiere decir? —preguntó enérgica Insigna.
    —Quiero decir que está muy bien hablar de voces imaginarias porque el oído no está acostumbrado al silencio; pero sin duda puede haber otra razón para imaginar voces. Es el principio de cierta inestabilidad mental.
    Insigna quedó pasmada.
    —¿Se refiere a la plaga de Erythro? —inquirió con voz sonora Marlene.
    —No tiene por qué ser eso —contestó la D'Aubisson... No tenemos ninguna prueba evidente; sólo existe una posibilidad. Así que necesitamos otra exploración de cerebro. Es por tu propio bien.
    Marlene miró con ojos inquisitivos a la D'Aubisson. Luego dijo:
    —Usted espera que yo tenga la plaga. Usted quiere que yo tenga la plaga.
    La D'Aubisson se puso tiesa y su voz se quebró.
    —Eso es ridículo. ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa?
    Pero ahora fue Genarr quien miró con fijeza a la D'Aubisson mientras le decía:
    —Escucha, Ranay, hemos discutido ya esta cuestión insignificante sobre Marlene, y si ella dice que quieres que tenga la plaga es porque debes haberte delatado de alguna forma. Es decir, suponiendo que Marlene sea seria y no lo diga sólo por miedo o cólera.
    —Lo he dicho en serio —insistió Marlene—... Ella estaba casi burbujeando de gozosa expectación.
    —Bien, Ranay—dijo Genarr con creciente frialdad—. ¿Es cierto eso?
    —Veo lo que quiere decir la chica —dijo la D'Aubisson frunciendo el ceño—. Hace años que no estudio un caso reciente de plaga. Y cuando lo hacía, cuando la Cúpula era primitiva, pues acababa de ser montada, yo no tenía virtualmente ningún medio apropiado para estudiarlo. Desde el punto de vista profesional, yo acogería encantada la oportunidad de hacer un estudio exhaustivo de un caso de plaga empleando técnicas e instrumental modernos para descubrir, quizá la verdadera causa, la verdadera curación y la verdadera prevención. Eso es motivo suficiente para sentir emoción, sí. Es una emoción profesional que esta jovencita, incapaz de leer el pensamiento y sin la menor experiencia en tales cosas, interpreta como regocijo. No es nada simple.
    —Puede no ser simple —dijo Marlene—, pero sí malévolo. Y ahí no me confundo.
    —Pues te confundes. La exploración de cerebro debe hacerse y se hará.
    —No —dijo casi gritando Marlene—. Usted tendrá que hacérmela a la fuerza o darme sedante, y entonces no será válida.
    Insigna dijo con voz trémula:
    —No quiero que se haga nada contra su voluntad.
    —Esto es algo que va más allá de lo que ella quiera o deje de querer. —empezó a decir la D'Aubisson, pero se interrumpió y retrocedió dos pasos llevándose la mano al abdomen.
    —¿Qué le sucede? —preguntó al punto Genarr.
    Entonces, sin esperar una respuesta y dejando que Insigna condujera a la D'Aubisson hasta el sofá más próximo y le ayudara a sentarse, se volvió hacia Marlene y le pidió apremiante:
    —Da tu aprobación a ese test, Marlene.
    —No quiero. Ella dirá que tengo la plaga.
    —No lo haré. Te lo garantizo. A menos que la tengas de verdad.
    —No la tengo.
    —Estoy seguro de que no, y la exploración de cerebro lo demostrará. Confía en mí, Marlene. Por favor. —Marlene miró de Genarr a la D'Aubisson y luego a la inversa.
    —¿Y podré ir otra vez a Erythro?
    —Claro que sí. Siempre que lo desees. Si estás normal... y tú tienes la seguridad de estar normal, ¿no es verdad?
    —Tengo una seguridad total.
    —Entonces la exploración de cerebro lo demostrará.
    —Sí, pero ella dirá que no puedo salir otra vez.
    —¿Tu madre?
    —Y la doctora.
    —No se atreverán a detenerte. Ahora di sólo que permitirás la exploración de cerebro.
    —Está bien. Puede hacerla.
    Ranay D'Aubisson hizo un esfuerzo para levantarse.

    69

    La D'Aubisson realizó un análisis concienzudo de la exploración de cerebro mientras Siever Genarr observaba.
    —¡Curioso gráfico! —masculló la D'Aubisson.
    —Eso ya lo sabíamos —le recordó Genarr—. La cuestión es saber si no hay cambios.
    —Ninguno—informó la D'Aubisson.
    —Pareces decepcionada.
    —No empieces otra vez con eso, comandante. Hay cierta decepción profesional. Me gustaría estudiar la situación.
    —¿Cómo te sientes?
    —Ya te lo he explicado.
    —Quiero decir físicamente. Fue muy raro el colapso que sufriste ayer.
    —No fue un colapso. Fue una tensión nerviosa. No estoy acostumbrada a que me acusen de querer que alguien padezca una enfermedad grave...
    —¿Qué sucedió? ¿Una alteración de indigestión?
    —Podría ser. Dolores abdominales, en cualquier casa Y vértigo.
    —¿Te ocurre a menudo, Ranay?
    —No—respondió con aspereza la doctora—. Ni tan poco se me acusa a menudo de conducta poco profesional.
    —Sólo una excitable jovencita. ¿Por qué te lo tomaste tan en serio?
    —¿Te importa que cambiemos de tema? Ella no acusa ninguna señal de cambio en la exploración del cerebro. Si era normal antes, sigue siéndolo ahora.
    —En tal caso ¿cuál es tu opinión profesional? ¿Puede continuar explorando Erythro?
    —Puesto que, al parecer, no ha resultado afectada, no tengo ningún motivo para prohibírselo.
    —¿Y estás dispuesta a ir todavía más allá y enviarla fuera?
    La actitud de la D'Aubisson se hizo aún más hostil.
    —Tú sabes que he ido a ver al comisario Pitt.
    Aquello no sonó como una pregunta.
    —Sí, lo sé—respondió con mucha calma Genarr.
    —Él me pidió que dirigiera un nuevo proyecto concebido para estudiar la plaga Erythro. Y se concederá una generosa asignación a ese estudio.
    —Creo que es una buena idea y que eres la persona idónea para dirigir tal estudio.
    —Gracias. Sin embargo, él no me nombró comandante en tu lugar. Por consiguiente, te corresponde decidir, comandante, si Marlene Fisher puede ser autorizada para salir a Erythro. Yo me limitaré a hacerle una exploración si presenta signos de anormalidad.
    —Me propongo dar permiso a Marlene para explorar libremente Erythro siempre que lo desee. ¿Me prestas tu apoyo en eso?
    —Ya que te he dado mi opinión médica y, por tanto, sabes que ella no tiene la plaga, no haré nada para detenerte. Pero la orden para hacerlo así deberá ser tuya exclusivamente. Si se ha de poner por escrito algo, deberás firmarlo tú.
    —No intentarás detenerme, ¿eh?
    —No tengo ningún motivo para hacerlo.

    70

    La cena dio fin y una música suave se dejó oír al fondo. Siever Genarr, que había tenido buen cuidado en hablar de otras cosas a una inquieta Eugenia Insigna, dijo:
    —Esas palabras son de Ranay D'Aubisson, pero la fuerza que hay tras ellas es de Janus Pitt.
    La intranquilidad de Insigna aumentó.
    —¿Lo crees de verdad?
    —Sí. Y también deberías creerlo tú. Conoces mejor que yo a Janus, supongo. ¡Lástima! Ranay es una doctora competente, tiene una mente profunda y es buena persona; pero también ambiciosa... como lo somos todas de una forma o de otra... Por tanto, se la puede corromper. Verdaderamente, quiere pasar a la historia como la persona que erradicó la plaga de Erythro.
    —¿Y para lograrlo haría correr riesgos a Marlene?
    —No se prestaría a ello en el sentido de que quiera hacerlo o lo ansíe, sino en el sentido de... bueno, si no queda otro recurso.
    —Pero tiene que haber otros recursos. Enviar a Marlene contra el peligro, como un procedimiento experimental, es monstruoso.
    —No desde su punto de vista, y ciertamente no desde el de Pitt. Se dará por bien perdida una mente si ello sirve para rescatar un mundo y hacerlo habitable para millones de seres humanos. Es una forma despiadada de verlo; sin embargo, las generaciones futuras podrían hacer una heroína de la Ranay por haber sido despiadada, y convenir con ella en que vale la pena perder una mente o mil... si así se requiere.
    —Claro, y si no son sus propias mentes.
    —Desde luego. A lo largo de la historia, los seres humanos han estado dispuestos a hacer sacrificios a expensas de otras personas. Pitt lo haría. ¿O no lo crees?
    —De Pitt sí lo creo —respondió enérgica Insigna—. ¡Y pensar que he trabajado con él durante todos estos años!
    —Entonces sabrás que él le daría a esto un sentido muy moralista. «El mayor bien para el mayor número», diría. Ranay reconoce haber hablado con él en su reciente visita a Rotor, y Pitt se lo dijo así con unas palabras o con otras; estoy tan seguro de ello como de que ocupo esta butaca.
    Insigna dijo con amargura:
    —¿Y qué diría si Marlene se expusiera y resultara destruida... y sin embargo la plaga quedara sin conocerse? ¿Qué diría él si la vida de mi hija quedase reducida, inútilmente, a la vacuidad? ¿Y qué diría la doctora D'Aubisson?
    —La doctora lo lamentaría. Estoy seguro de eso.
    .¿Porque no sería acreedora al mérito de haber hallado el método de curación?
    —Desde luego, pero lo lamentaría también por Marlene... y me atrevo a decir que se sentiría culpable. Ella no es un monstruo. En cuanto a Pitt...
    —Él es un monstruo.
    —Yo no diría tanto; pero tiene una visión de túnel. Ve sólo su plan para el futuro de Rotor. Si algo se tuerce, desde nuestro punto de vista, él se dirá sin duda que Marlene habría trastocado sus planes. En cualquier caso, considerará que todo ha sucedido para bien de Rotor. Y no pesará mucho en su conciencia.
    Insigna meneó despacio la cabeza.
    —¡Cuánto me gustaría que nos hubiésemos equivocado, que ni Pitt ni la doctora D'Aubisson fuesen culpables de semejante cosa!
    —A mí también me gustaría, pero confío en Marlene y en su perspicacia para traducir el lenguaje del cuerpo. Ella dijo que a Ranay le encantaba la posibilidad de tener una oportunidad para estudiar la plaga. Acepto el juicio de Marlene sobre esto.
    —La doctora D'Aubisson dijo sentirse feliz por razones profesionales —le recordó Insigna—. A decir verdad, me lo creo en cierto modo. Después de todo yo soy también una científica.
    —¡Vaya si lo eres! —exclamó Genarr, y una sonrisa llenó de arrugas su rostro campechano— Estuviste dispuesta a abandonar el Sistema Solar y emprender un viaje problemático a través de los años luz para adquirir conocimientos astronómicos, a sabiendas de que todo ello podría concluir con la muerte de todas las personas a bordo de Rotor.
    —Me parece que había muy pocas probabilidades de eso.
    —Las suficientes para hacer correr riesgos a tu hija de un año. Debías haberla dejado con tu hogareño marido para asegurarte de que estaba a salvo, aunque ello hubiese significado no verla nunca más. En lugar de eso arriesgaste su vida, no sólo por el mayor beneficio de Rotor, sino también el mayor beneficio tuyo.
    —Cállate, Siever. Eso es muy cruel.
    —Sólo pretendo demostrarte que, si se tiene suficiente ingenio, se puede ver casi todo desde dos puntos de mira opuestos. Sí, la D'Aubisson llama placer profesional el poder estudiar la dolencia; pero Marlene dice que la doctora es malévola, y una vez más confío en las palabras elegidas por Marlene. —La boca de Insigna se curvó hacia abajo por las comisuras de los labios.
    —Entonces supongo que ella quiere ver otra vez a Marlene fuera, en Erythro.
    —Sospecho que sí; pero es lo bastante cauta para insistir en que yo dé la orden y además la ponga por escrito. Quiere asegurarse de que sea yo y no ella quien resulte culpable si algo sale mal. Está empezando a pensar como Pitt. Nuestro amigo Janus es contagioso.
    —En tal caso, Siever, no debes enviar fuera a Marlene. ¿Por qué hacerle el juego a Pitt?
    —Al contrario, Eugenia. Esto no es nada simple. Debemos enviarla fuera.
    —¡Cómo!
    —No hay elección posible, Eugenia. Y tampoco hay peligro para ella. Fíjate, ahora creo que tenías razón cuando sugeriste que alguna forma de vida impregnaba el planeta y podía ejercer cierto poder sobre nosotros. También señalaste que yo resulté afectado, y asimismo tú y el centinela cuando nos opusimos de un modo o de otro a Marlene. Y vi claramente que lo mismo le sucedió a Ranay. Cuando Ranay intentó imponer la exploración de cerebro a Marlene, se encogió de dolor. Y cuando convencí a Marlene de que aceptara la exploración de cerebro, Ranay se recuperó al instante.
    —Pues bien, ahí lo tienes, Siever. Si hay una forma de vida maligna en el planeta...
    —Un momento, Eugenia. Yo no he dicho que tenga que ser maligna. Aunque esa forma de vida, sea lo que sea, originara la plaga, según habías sugerido tú, ahora se ha detenido.
    —Dijiste que eso era porque parecíamos conformarnos con permanecer dentro de la Cúpula; pero si la forma de vida fuera de verdad maligna, nos habría borrado del mapa y no habría accedido a lo que me parece haber sido un compromiso civilizado.
    —No creo que sea seguro enjuiciar las acciones de una forma de vida totalmente extraña e inferir de eso sus emociones o intenciones. Lo que la mueva puede estar al margen de nuestro entendimiento.
    —Conforme, Eugenia, pero no está haciendo daño a Marlene. Todo cuanto ha hecho sirvió para protegerla, para escudarla contra las interferencias.
    —Si es así, ¿por qué se asustó ella, por qué empezó a correr gritando hacia la Cúpula? No creo ni por un instante ese cuento suyo de que el silencio la puso nerviosa, lo cual la indujo a hacer algún ruido para romperlo.
    —Eso es difícil de creer. Ahora bien, la cuestión es que el pánico acabó pronto. Cuando sus presuntos salvadores la alcanzaron, ella no pudo mostrarse más normal. A mi juicio, algo que la forma de vida hizo, asustó a Marlene... me imagino que esa forma de vida tiene pocas probabilidades de entender nuestras emociones como nosotros las suyas... Pero, al ver lo que había causado, procedió a tranquilizarla. Eso explicaría lo sucedido y demostraría una vez más la naturaleza humana de esa forma de vida.
    Insigna frunció el ceño.
    —Lo malo de ti, Siever, es esa terrible tendencia a pensar bien de todo el mundo... y de toda cosa. No me fío de tu interpretación.
    —Te fíes o no, comprenderás que no podemos oponernos a Marlene. No sé qué quiere hacer; pero ella lo hará venciendo toda oposición, gimiendo de dolor o medio inconsciente si fuera necesario.
    —¿Pero qué es esa forma de vida?
    —No lo sé, Eugenia.
    —Y lo que más me asusta ahora es esto: ¿qué quiere de Marlene?
    Genarr movió la cabeza.
    —Tampoco lo sé, Eugenia.
    Se miraron impotentes.

    XXXII. PERDIDOS

    71

    Crile Fisher contempló pensativo la refulgente estrella.
    Al principio había sido demasiado brillante para la contemplación ordinaria. Le había echado alguna ojeada que otra para ver una luminosa imagen accidental. Tessa Wendel, que estaba desesperada acerca de los acontecimientos, le había reprendido y había mencionado la lesión que podía ocasionar en la retina; así que él había hecho más opaco el visor para reducir la brillantez de la estrella a niveles soportables. Eso apagaba el fulgor de las otras estrellas hasta dejarlo en un débil centelleo deslustrado.
    La estrella brillante era el Sol, por supuesto.
    Se encontraba más lejos de lo que ningún ser humano lo hubiera visto nunca (exceptuando a la gente de Rotor en su viaje de distanciamiento del Sistema Solar); estaba dos veces más lejos del punto desde el que uno lo vería en Plutón, de modo que no mostraba su orbe y brillaba con la paciencia de una estrella.
    No obstante, superaba en cien veces la brillantez de la Luna llena, vista desde la Tierra, y esa brillantez centuplicada se concentraba en un punto radiante. No era extraño, pues, que uno no pudiera soportar la contemplación directa y sostenida a través de un cristal sin el adecuado filtro.
    Ello hacía variar las cosas. Por lo general, el Sol no era nada digno de admiración. Resultaba demasiado brillante para mirarlo, era demasiado impar en su posición. La porción menor de su luz, que la atmósfera diseminaba en el azul celeste, era suficiente para anular a las demás estrellas, y aunque estas estrellas no resultaran eclipsadas (como en el caso de la Luna, por ejemplo), se sometían tanto al avasallamiento del Sol que no cabía comparación alguna.
    Sin embargo, aquí, en la profundidad insondable del espacio, el Sol se había amortiguado hasta el punto de permitir la comparación. La Wendel había dicho que, desde este punto privilegiado, el Sol era ciento sesenta veces más brillante que Sirio, el objeto más brillante en el cielo. Era, quizá, veinte millones de veces más brillante que las estrellas más pálidas, distinguibles a simple vista. Eso, por comparación, hacía aún más maravilloso al Sol que cuando brillaba sin rival posible en el cielo de la Tierra.
    Crile no tenía gran cosa que hacer salvo contemplar el cielo, pues la Superlumínica iba a la deriva, sencillamente. Lo había estado haciendo durante dos días, dos días de marcha a la deriva por el espacio con modestas velocidades de cohete.
    A esa velocidad, se requerían treinta y cinco mil años para alcanzar la Estrella Vecina... suponiendo que siguieran la dirección adecuada. Y no era así.
    Esta circunstancia había convertido a la Wendel, dos días antes, en la imagen lívida de la desesperación.
    Hasta entonces, no había habido percance alguno. Cuando estuvieron listos para entrar en el hiperespacio, Fisher había tensado los músculos temiendo el posible dolor, el ramalazo desgarrador de agonía, la oleada súbita de tenebrosidad eterna.
    Nada de eso había sucedido. Todo fue demasiado rápido para experimentar algo. Habían entrado en el hiperespacio y emergido de él en el mismo instante. Las estrellas habían parpadeado en esquemas diferentes, sin que en ningún momento se percibiera que perdían su primer esquema ni pasaban al segundo.
    Fue un alivio por partida doble. No sólo porque él siguió vivo, sino también por comprender que, si algo hubiera marchado mal y él hubiese muerto, le habría sobrevenido una muerte tan súbita que le hubiera sido imposible darse cuenta. Habría quedado muerto en el acto.
    Su alivio fue tan inmenso que no se percató de que Tessa había abandonado rauda la sala de motores dejando escapar un gemido de contrariedad y desconcierto.
    Llegó desmelenada... No porque tuviera ni un pelo fuera de su sitio, sino desmelenada por dentro. Con ojos desorbitados miró fijamente a Fisher como si no le reconociera.
    —El esquema no debiera haber cambiado —dijo.
    —¿No debiera...?
    —No nos hemos movido lo bastante lejos. O no debiéramos hacerlo. Sólo 1,3 millares de años luz. Eso no habría sido suficiente para alterar el esquema estelar observado a simple vista. Sin embargo —la Wendel se estremeció e hizo una inspiración profunda— las cosas no están tan mal como pudieran haberlo estado. Temí que nos hubiésemos desviado para movernos hacia fuera miles de años luz.
    —¿Habría sido posible eso, Tessa?
    —¡Claro que lo habría sido! Pues si nuestro paso a través del hiperespacio no estuviese sometido a un control férreo, un error de mil años luz sería tan fácil como de uno.
    —En tal caso —comentó Fisher— nos será también fácil volver a...
    La Wendel se anticipó a su conclusión.
    —No, no podríamos regresar. Si nuestros controles fueran tan inconscientes, cada paso que hiciéramos sería un viaje incontrolado que terminaría en cualquier punto fortuito, y no encontraríamos jamás el camino de vuelta.
    Fisher frunció el ceño. Toda la euforia que había sentido al atravesar el hiperespacio y regresar sano y salvo, empezó a disiparse.
    —Pero cuando enviaste afuera objetos de ensayo, los hiciste regresar intactos.
    —Tenían una masa mucho menor y se les hizo recorrer una distancia mucho más corta. Pero, como te he dicho, las cosas no están tan mal. Resulta que hemos recorrido la distancia adecuada. Las estrellas conservan el esquema correcto.
    —¡Pero si han cambiado! Las he visto cambiar.
    —Porque tenemos una orientación diferente. El eje longitudinal de la nave ha virado sus buenos veintiocho grados. Dicho con otras palabras, por la razón que sea, hemos seguido una trayectoria curva en vez de recta.
    La estrella brillante, la estrella faro, entró en el visor y lo cruzó.
    Fisher parpadeó.
    —Ése es el Sol —dijo la Wendel dando respuesta a su mirada de asombro.
    —¿Hay alguna explicación razonable para el hecho de que la nave siga una curva al pasar? —inquirió Fisher—. Si Rotor hizo lo mismo, ¡quién sabe a dónde habrá ido a parar!
    —O a dónde iremos a parar nosotros. Porque no tengo ninguna explicación razonable. De momento —Tessa lo miró confusa a todas luces—. Si nuestras hipótesis son correctas, deberíamos haber cambiado de posición pero no de dirección. Deberíamos habernos movido en línea recta, una línea recta euclidiana, pese al relativismo de la curva espacio-tiempo porque nosotros no estábamos en espacio-tiempo, ¿comprendes? Debe de haber un error en la programación de la computadora... o un error en nuestras hipótesis. Espero sea lo primero; puesto que eso tiene fácil corrección.

    Transcurrieron cinco horas. La Wendel volvió a entrar frotándose los ojos. Fisher levantó la vista intranquilo. Había estado viendo una película pero sin el menor interés. Había estado contemplando las estrellas, dejando que su esquema le hipnotizara igual que un anestésico.
    —¿Qué hay, Tessa?
    —Ningún error en la programación, Crile.
    —Entonces las hipótesis deben de ser erróneas.
    —Sí, pero ¿en qué sentido? Nos sería posible hacer un número infinito de hipótesis. ¿Cuáles serían las correctas? No podríamos comprobarlas una tras otra. No terminaríamos jamás y nos perderíamos sin esperanza.
    Se hizo un largo silencio y por fin la Wendel dijo:
    —Si hubiese sido la programación, habría cabido la posibilidad de calificarlo de equivocación estúpida. Lo habríamos corregido sin averiguar nada pero habríamos estado a salvo. Sin embargo ahora, si hemos de retornar a los fundamentos, tendremos una oportunidad de descubrir algo verdaderamente importante, pero si fallamos tal vez no encontremos nunca más el camino de regreso agarró la mano de Fisher... ¿Lo entiendes, Crile? Algo está mal, y si no descubrimos lo que es, no habrá ningún medio... salvo alguna casualidad increíble... que nos permita hallar el camino hacia casa. Por mucho que nos esforcemos, podemos cometer una equivocación tras otra, lo cual entrañará la muerte cuando nuestro período cíclico falle, o nuestras reservas de energía se agoten o una desesperación profunda nos arrebate el deseo de vivir. Y he sido yo quien te ha arrastrado a esto. Pero la verdadera tragedia sería la pérdida de un sueño. Si no regresamos, ellos no sabrán nunca cuál ha sido el destino de la nave. Quizá deduzcan que la transición ha sido fatal, y por tanto, tal vez no vuelvan a intentarlo nunca más.
    —Pero deberán hacerlo si esperan escapar de la Tierra.
    —O quizá se resignen y, acobardados, se sienten a esperar que la Estrella Vecina complete su aproximación y pase de largo haciéndoles morir poco a poco —levantó la vista y parpadeó; su rostro pareció presa de una fatiga horrible—. Y eso será también el fin de tu sueño.
    Crile apretó los labios y no dijo nada.
    Casi con timidez, la Wendel añadió:
    —Pero me tendrás a mí por muchos años, Crile. ¿No seré suficiente si tu hija... tu sueño se esfuma?
    —Yo podría preguntarte: ¿seré suficiente si el vuelo superlumínico se esfuma?
    No pareció haber una respuesta fácil para ninguno de los dos; pero la Wendel dijo:
    —Tú eres lo mejor después de lo primero, pero has sido un segundón magnífico. Gracias.
    Fisher se emocionó.
    —Pareces haber hablado por mí, Tessa, diciendo algo que yo no habría creído al principio. Si yo no hubiese tenido una hija, habrías sido sólo tú la primera. Casi deseo...
    —No desees eso. Lo mejor después de lo primero es suficiente.
    Y se cogieron de la mano para contemplar muy callados las estrellas.
    Hasta que Merry Blankowitz asomó la cara por el portón.
    —Capitana Wendel, Wu tiene una idea. Me dice que la tuvo hace largo rato pero que vaciló en mencionarla.
    La Wendel se puso en pie.
    —¿Por qué vaciló?
    —Dice que cierta vez te sugirió esa posibilidad pero que la rechazaste diciéndole que no fuera insensato.
    —¿Hice eso? ¿Y por qué está tan convencido de que yo no me equivoco nunca? Ahora le escucharé, y si es una buena idea le romperé el cuello por no habérmela impuesto antes.
    Dicho esto, la Wendel salió a escape.

    72

    Fisher sólo pudo hacer una cosa durante el día y medio que siguió: esperar. Todos comieron juntos como hacían siempre, pero en silencio. Fisher no creyó que ninguno de ellos durmiera. Él se limitó a dar unas cabezadas para despertar con desesperación renovada.
    ¿Cuánto tiempo podremos continuar así?, pensó durante el segundo día mientras admiraba la belleza de aquel punto radiante e inalcanzable en el cielo que muy poco tiempo antes le procuró calor e iluminó su camino en la Tierra.
    Tarde o temprano todos morirían. La tecnología moderna del espacio les prolongaría la vida. El reciclaje era muy eficiente. Incluso el alimento duraría largo tiempo si ellos se conformaban con el insípido pastel de algas que terminaría siendo su único manjar. Asimismo los motores de microfusión generarían energía durante largo tiempo. Pero sin duda nadie querría prolongar la vida a través del largo período que la nave les facilitaría.
    Siendo cierta una muerte solitaria, extinguiéndose de forma lenta, difícil y sin esperanza, lo más racional sería emplear los dispositivos ajustables para anular el metabolismo.
    Ese era el método de suicidio preferido en la Tierra. ¿Por qué no habría de serlo también a bordo de la nave? Si lo querías, podías ajustar la dosis para un día completo de vida relativamente normal, vivir ese día conocido de antemano con la máxima alegría posible. Hacia el fin de la jornada, te adormecerías con toda naturalidad. Bostezarías y soltarías tus resortes para mantenerte alerta, pasando a un adormecimiento tranquilo de sueños reconfortantes. El adormecimiento se haría cada vez más profundo, los sueños se desvanecerían poco a poco y tú no despertarías nunca más. Jamás se había concebido una muerte tan amable.
    Y entonces, al cumplirse el segundo día desde la transición que había seguido una línea curva en vez de recta, Tessa irrumpió en la cámara a las 17.00, hora de la nave, con ojos desorbitados y respiración anhelante. Su melena oscura, salpicada desde el pasado año con toques de gris, estaba revuelta.
    Fisher se levantó consternado.
    —¿Malas noticias?
    —¡No! ¡Buenas! —contestó ella dejándose caer sobre una butaca.
    Fisher no estuvo seguro de haberla oído bien, pensó que quizás ella estuviese expresándose de modo irónico. La miró pasmado y vio que la mujer se rehacía.
    —¡Buenas! —repitió la Wendel— ¡Excelentes! ¡Extraordinarias! Estás mirando a una idiota, Crile. No creo que jamás me reponga de esto.
    —Bueno, ¿qué ha sucedido?
    —Chao Li Wu tenía la respuesta. La había tenido todo el tiempo. Y me la comunicó. Hace meses. Tal vez un sueño. Yo la desestimé. Ni siquiera le escuché con atención —hizo una pausa para tomar aliento, pues la excitación había roto por completo el ritmo natural de su discurso—. Lo malo fue —continuó— que me creí la autoridad suprema en vuelos superlumínicos y estuve convencida de que nadie podía decirme nada que no supiese o que no hubiese previsto. Y si alguien me sugería algo que me pareciera extraño, yo daba por hecho que la idea era errónea y presuntamente idiota. ¿Entiendes lo que quiero decir?
    —He conocido personas así —declaró Fisher con expresión sombría.
    —Todos somos así alguna vez si las circunstancias lo favorecen —murmuró la Wendel—. Por esa razón los revolucionarios de la ciencia, jóvenes y temerarios, se convierten en viejos fósiles al cabo de unas cuantas décadas. Su imaginación se anquilosa con un egocentrismo petrificado... y ése es su final. Ahora es el mío. Pero dejemos eso. Requerimos todo un día para desentrañarlo de verdad, ajustar las ecuaciones, programar la computadora, montar los necesarios simulacros, recorrer a ciegas caminos y captar nuestra propia onda. Debería habernos costado una semana, pero todos nos espoleábamos unos a otros como maníacos.
    La Wendel enmudeció como si quisiera recobrar el aliento. Fisher esperó a que continuara, y le cogió la mano para darle ánimo.
    —Esto es complejo —prosiguió ella—. Déjame explicártelo. Mira, nosotros vamos desde un punto del espacio a través del hiperespacio hasta otro punto del espacio en un tiempo cero. Pero hay un sendero que debemos tomar para hacerlo, y cada vez es un sendero diferente, lo cual depende de ambos puntos, el de partida y el de destino. Nosotros no observamos el sendero, realmente no lo seguimos según el procedimiento espacio-tiempo. La vía existe de una forma bastante incomprensible. Es lo que llamamos un «sendero virtual». Yo misma ideé ese concepto.
    —Si no lo observas y no lo experimentas, ¿cómo sabes que está ahí?
    —Porque se puede calcular mediante las ecuaciones que utilizamos para descubrir el movimiento a través del hiperespacio Las ecuaciones nos proporcionan el sendero.
    —¿Es posible saber algo que las ecuaciones describen y cuya calidad es patente? Podría ser sólo... matemáticas.
    —Podría serlo. Así lo pensé yo. Y lo desestimé. Fue Wu quien sugirió su posible significado, tal vez hace un año, y yo, como una idiota perfecta, lo descarté. Un sendero virtual, dije, tiene una existencia virtual. Si no se puede medir, no pertenece al reino de la ciencia. ¡Qué miope fui! Cuando pienso en ello no puedo soportarme a mí misma.
    —Está bien. Supongamos que el sendero virtual tiene una especie de existencia. ¿Qué ocurre entonces?
    —En tal caso, si el sendero virtual está trazado cerca de un cuerpo grande, la nave sufrirá efectos gravitatorios. Esta fue la primera verdad asombrosa, el primer concepto inédito y útil: que la gravitación puede dejarse sentir a lo largo del sendero virtual —encolerizada, la Wendel agitó el puño—. Yo misma lo vi en cierto modo; pero aduje que si la nave avanzase a muchas veces la velocidad de la luz, la gravitación no tendría tiempo suficiente para dejarse sentir en un grado mensurable. Por consiguiente, según mi suposición, el viaje seguiría una trayectoria recta euclidiana.
    —Sin embargo, no fue así.
    —A todas luces. Y Wu lo explicó. Imagina que la velocidad de la luz está en punto cero. Todas las velocidades inferiores a la de la luz tendrían magnitudes negativas, y todas las velocidades superiores tendrían magnitudes positivas. Por consiguiente, en el universo ordinario donde vivimos, todas las velocidades serían negativas, según esa estipulación matemática, y de hecho, deben ser negativas. Ahora bien, el universo ha sido construido con arreglo a los principios de la simetría. Si una cosa tan fundamental como la velocidad del movimiento es siempre negativa, otra cosa no menos fundamental deberá ser siempre positiva, y Wu sugirió que ésa otra cosa era la gravitación. En el universo ordinario hay siempre atracción. Cada objeto con masa atrae a cualquier otro objeto con masa.
    »Sin embargo, si algo marcha a una velocidad superlumínica, es decir, más aprisa que la luz, su velocidad será positiva y esa otra cosa que era positiva habrá de hacerse negativa. Dicho con otras palabras, a velocidad superlumínica, la gravitación es una fuerza repelente.
    »Cada objeto con masa repele a cualquier otro objeto con masa. Wu me lo sugirió así hace mucho tiempo, y yo no quise escucharle. Me entró por un oído y me salió por otro.
    —¿Pero cuál es la diferencia, Tessa? —se interesó Crile—. Si vamos a enormes velocidades superlumínicas y la atracción gravitatoria no tiene tiempo para afectar a nuestro movimiento, tampoco lo hará la repulsión gravitatoria.
    —¡Ah, es que no sucede así, Crile! Ahí estriba la belleza del caso. Y también lo invierte. En el universo ordinario de velocidades negativas, cuanto mayor sea la velocidad relativa a un cuerpo atrayente, tanto menos afectará la atracción gravitatoria a la dirección del movimiento. En el universo de velocidades positivas, el hiperespacio, cuanto más aprisa marchamos en relación con un cuerpo repelente, tanto más afecta la repulsión gravitatoria a la dirección del movimiento. Eso no tiene sentido para nosotros, puesto que estamos habituados a la situación existente en el universo ordinario, pero tan pronto como te ves obligado a cambiar los signos de más a menos y viceversa, encuentras que cada cosa encaja en su sitio.
    —Matemáticas, sí. ¿Pero hasta qué punto puedes confiar en las ecuaciones?
    —Confrontas tus cálculos con los hechos. La atracción gravitatoria es la más débil de todas las fuerzas tanto como lo es la repulsión gravitatoria a lo largo de los senderos virtuales. Dentro de la nave y dentro de nosotros mismos, cada partícula repele a todas las partículas mientras estamos en el hiperespacio; pero esa repulsión no puede hacer nada contra las otras fuerzas que las mantienen unidas y «no» han cambiado de signo. No obstante, nuestro sendero virtual desde la Estación Cuarta hasta aquí nos llevó cerca de Júpiter, cuya repulsión a lo largo del sendero hiperespacial virtual fue tan intensa como lo habría sido su atracción a lo largo de un sendero espacial no virtual.
    »Nosotros calculamos cómo afectaría la repulsión gravitatoria de Júpiter a nuestro sendero a través del hiperespacio, y ese sendero se curvó tal como habíamos observado. La corrección de mi ecuación por Wu no sólo lo simplifica sino que también hace que funcione bien.
    —¿Y rompiste el cuello a Wu según prometiste?
    La Wendel se rió recordando su amenaza.
    —No, no lo hice. A decir verdad, le di un beso.
    —No te culpo.
    —Desde luego, ahora nos importa más que nunca regresar sanos y salvos, Crile. Hace falta informar de este avance en el vuelo superlumínico, y Wu ha de recibir los merecidos honores. Bien es verdad que él se fundó en mi trabajo; pero continuó haciendo lo que yo no había pensado hacer jamás. Considerar las consecuencias, quiero decir.
    —Yo puedo verlas —dijo Fisher.
    —No, no puedes —replicó ella—. Ahora, escúchame. Rotor no tuvo problemas con la gravitación porque bordeó, meramente, la velocidad de la luz... un poco por encima unas veces, un poco por debajo otras... de tal modo que los efectos gravitatorios, tanto si eran positivos como negativos, atrayentes o repelentes, fueron de una exigüidad inconmensurable. Nuestro verdadero vuelo superlumínico, a muchas veces la velocidad de la luz, es lo que hace imperativo el tener presente la repulsión gravitatoria. Mis propias ecuaciones son inútiles. Llevarán a las naves a través del hiperespacio; pero no en la dirección deseada. Y eso no es todo. He pensado siempre que había cierto peligro inevitable al emerger del hiperespacio... La segunda mitad de la transición. ¿Pero qué pasaría si emergieses en un objeto ya existente? Habría habido una explosión enorme que destruiría la nave y todo cuanto contenía en una billonésima de segundo.
    »Naturalmente, nosotros no emergemos frente a una estrella porque sabemos dónde están situadas las estrellas y cómo evitarlas. Pero hay asteroides por centenares de millares y cometas por centenares de billones en la vecindad de cada estrella. Y rozar uno de ellos, representa un peligro mortal.
    »Lo único que nos salvaría en la situación que yo he creído ver antes de hoy, es la ley de las probabilidades. El espacio es tan vasto, tan inmenso que las probabilidades de chocar contra un objeto mayor que un átomo o, a lo sumo, una mota de polvo son mínimas, casi inapreciables. Sin embargo, si se hacen muchos viajes a través del hiperespacio, tropezar con la materia es una catástrofe en acecho.
    »En las condiciones actuales, como sabemos, las probabilidades son cero. Nuestra nave y cualquier objeto de gran tamaño se repelerían recíprocamente y tenderían a apartarse. No es probable que arremetamos a ciegas contra nada letal. Todo se alejará, automáticamente, de nuestro sendero.
    Fisher se rascó la frente.
    —¿Y no nos apartarán también de nuestro sendero? ¿No alterarán nuestro curso de forma inesperada?
    —Sí, pero los objetos pequeños que, probablemente, encontraremos, alterarán nuestro sendero de forma muy limitada y podremos rectificarlo con facilidad. Es un pequeño precio que hay que pagar por la seguridad.
    La Wendel hizo una profunda inspiración y se desperezó con deleite.
    —Me siento fantástica. ¡Qué sensación causaremos cuando regresemos a la Tierra!
    Fisher rió entre dientes.
    —¿Sabes una cosa, Tessa? Poco antes de que entraras aquí, yo estaba forjando en mi cabeza un morboso cuadro sobre nuestra irremediable perdición; veía nuestra nave vagando para siempre con cinco cuerpos muertos a bordo hasta que al final la encontraran unos seres inteligentes, quienes llorarían la evidente tragedia en el espacio.
    —Pues bien, no sucederá así, puedes darlo por seguro, querido —dijo sonriente la Wendel.
    Se abrazaron.

    XXXIII. MENTE

    73

    Eugenia Insigna pareció desconsolada.
    —¿Has decidido de verdad salir otra vez, Marlene?
    —Madre —respondió la muchacha perdiendo por momentos la paciencia—, lo dices como si hubiera llegado a esta decisión hace cinco minutos tras un largo período de incertidumbre. Durante mucho tiempo he estado segura de que ahí, en Erythro es donde quiero estar. No he cambiado de idea y no cambiaré.
    —Tienes el convencimiento de que ahí estás segura, lo sé bien y reconozco que no te ha sucedido nada hasta ahora; pero...
    —Me siento segura en Erythro —la interrumpió Marlene—. Y también atraída hacia él. El tío Siever lo comprende.
    Eugenia miró a su hija como si quisiera volver a hacer objeciones; pero en lugar de eso movió la cabeza. Marlene había tomado una decisión y no había quien la detuviera.

    74

    Esta época es la más calurosa en Erythro, pensó Marlene, lo bastante calurosa para acoger con gusto la brisa. Las nubes grisáceas navegaban algo más aprisa por el cielo y parecían más densas.
    Se había predicho lluvia para el día siguiente, y Marlene pensó que sería agradable estar bajo ella y observar lo que sucedía. Chapotearía en el arroyuelo, humedecería las peñas, reblandecería y enfangaría el suelo.
    Entre tanto, se encaramó a una peña lisa próxima al arroyo, la barrió con la mano y se sentó muy despacio. Desde allí, contempló el agua fluyendo en torno a las peñas que la rodeaban, y se dijo que la lluvia sería como tomar una ducha.
    Pero la ducha provendría de todo el cielo, así que no se podría salir de ella. Se preguntó de pronto: ¿Habrá dificultad para respirar?
    No, no era probable. En la Tierra llovía sin parar, o por lo menos con frecuencia; y, que ella supiera, nadie se había ahogado. No, sería como una ducha. Y bajo una ducha puedes respirar.
    Ahora bien, la lluvia no estaría caliente, y a ella le gustaba la ducha caliente. Se recreó pensando en ello. Allí había mucho silencio, mucha tranquilidad, y ella podría descansar sin que nadie la viera. Sin que la vigilaran. Sin tener que interpretar. ¡Era estupendo no tener que interpretar!
    ¿Qué temperatura tendría? Se refería a la lluvia. ¿Por qué no habría de tener la agradable temperatura de Némesis? Desde luego, ella se mojaría; y cuando se salía toda mojada de una ducha, se tenía siempre frío. Además la lluvia empaparía también su ropa.
    Pero sería una tontería llevar ropa bajo la lluvia. Uno no llevaba ropa en la ducha. Si lloviese, se quitaría la ropa. Eso sería lo lógico.
    ¿Pero dónde la pondría? Cuando uno se duchaba la dejaba en el ropero. Aquí, en Erythro tal vez se la pudiera colocar debajo de una roca, o construir una caseta donde meter su ropa los días lluviosos. Después de todo, ¿para qué llevar ropa cuando llueve?
    ¿Y si hace un día soleado?
    Deseas llevar ropa si hace frío, por supuesto. Pero ¡en días de calor...!
    Entonces ¿por qué la gente llevaba ropa en Rotor, donde hacía siempre calor? No la llevaba en las piscinas... Esto hizo recordar a Marlene que la gente joven con cuerpos esbeltos y bien formados era la primera en quitarse la ropa... y la última en volver a ponérsela.
    Las personas como ella no se quitaban la ropa en público. Tal vez fuera ésa la razón de que la gente llevara ropa. Para ocultar su cuerpo.
    ¿Por qué la mente no tenía formas vistosas para que pudieses exhibirlas? Además, cuando lo hacías, no le gustaba a la gente. La gente se deleitaba contemplando cuerpos bien formados, pero hacía ascos a las mentes bien formadas. ¿Por qué?
    Pero aquí en Erythro, sin ningún espectador, ella podría quitarse la ropa siempre que la temperatura fuese benigna. Y no habría nadie que la señalara con el dedo o se riera de ella.
    La realidad era que podría hacer lo que se le antojara porque tenía todo un mundo confortable a su disposición, un mundo vacío, un mundo señero que la rodeaba y envolvía cual una enorme y suave manta, y sólo... silencio.
    Marlene se sintió cada vez más libre. Su mente lo esbozó de modo suave, para que incluso eso interfiriera lo menos posible.
    Silencio.
    Pero de pronto, se enderezó. ¿Silencio?
    Ahora bien, ella había acudido allí para escuchar otra vez la voz. Sin gritar esta vez. Ni espantarse. ¿Dónde estaba la voz?
    Y como si la hubiese llamado, como si le hubiese dado un silbido para atraerla...
    —¡Marlene!
    El corazón se le sobresaltó un poco; pero se mantuvo firme. No debería dar ninguna señal de miedo o turbación.
    Miró a su alrededor y luego dijo con mucha calma:
    —Dime dónde estás, por favor.
    —No es necera... necesario... hablar para hacer vibrar el aire.
    La voz era la de Aurinel; pero no se expresó ni mucho menos como Aurinel. Daba la impresión de que hablar le resultaba difícil, si bien se percibía que cada vez lo sería menos.
    —Esto mejorará —murmuró la voz.
    Marlene no había dicho nada. Y siguió sin pronunciar palabra. Se redujo a pensar éstas: No tengo que hablar. Sólo necesito pensar.
    —Sólo necesitas ajustar el esquema. Ya lo estás haciendo.
    —Pero yo te oigo hablar.
    —Estoy ajustando tu esquema. Es como si me oyeras.
    Marlene se lamió los labios. No debería dejarse asustar, sino mostrar mucha calma.
    —No hay nada de que... de quien asustarse —dijo la voz.
    Esta vez no fue ni mucho menos la de Aurinel.
    Ella pensó: —Tú oyes todo ¿verdad?
    —¿Acaso te molesta?
    —Sí, mucho.
    —¿Por qué?
    —No quiero que sepas todo. Deseo reservarme algunos pensamientos. (Marlene procuró no pensar que así era como los demás reaccionaban ante ella, deseosos de preservar la intimidad de sus sentimientos, pues estuvo segura de que el pensamiento se manifestaría tan pronto como ella se esforzara por ocultarlo.)
    —Pero tu esquema no es como el de otros.
    —¿Mi esquema?
    —El esquema de tu mente. Otros son... enmarañados... laberínticos... El tuyo es... espléndido.
    Marlene se lamió otra vez los labios y sonrió. Cuando su mente podía ser percibida se la veía espléndida. Experimentó una sensación de triunfo y pensó con desdén en las chicas que tenían sólo... formas externas.
    La voz en su mente preguntó:
    —¿Es íntimo ese pensamiento?
    Marlene habló casi en voz alta:
    —Sí lo es.
    —Puedo detectar cierta diferencia. No responderé a tus pensamientos íntimos.
    Marlene se sintió hambrienta de elogios.
    —¿Has visto muchos esquemas?
    —He sentido muchos desde que vosotros, las cosas huma... nas, llegasteis.
    No ha estado muy segura de la palabra, pensó Marlene. La voz no dio respuesta y la joven se sorprendió. Al parecer, la sorpresa había sido una sensación íntima, pero ella no la había declarado abiertamente como íntima para sus adentros. Quizá lo íntimo fuera íntimo tanto si ella lo pensaba como si no. La mente había dicho que podía detectar la diferencia; y resultaba evidente que era así. Lo demostraba el esquema.
    La voz no respondió tampoco a eso. Ella tendría que hacer una pregunta específica para evidenciar que no era un pensamiento íntimo.
    —¿Se revela en el esquema, por favor?
    Ella no necesitaría especificar. La voz sabría de qué estaba hablando.
    —Se revela en el esquema. Todo se revela en tu esquema porque está muy bien diseñado.
    A Marlene le faltó muy poco para ronronear. Había obtenido los elogios solicitados. Ahora lo justo sería devolver el cumplido.
    —El tuyo también está muy bien diseñado.
    —Eso es diferente. Mi esquema se dilata. Es simple en cada punto, y sólo complejo cuando se lo toma como conjunto. El tuyo es complejo desde el principio. No hay simplicidad en él. Y también se diferencia de otros de tu especie. Los demás son... laberínticos. No es posible intercambiar ideas con ellos... comunicarse. Una adaptación es perjudicial porque el esquema es frágil. Yo no lo sabía. Porque mi esquema no es frágil.
    —¿Es frágil el mío?
    —No. Se ajusta bien.
    —Tú has intentado comunicarte con otros, ¿verdad?
    —Sí.
    La plaga Erythro.
    (No hubo respuesta. El pensamiento fue íntimo.)
    Marlene cerró los ojos, hizo esfuerzos por tantear con su mente hacia fuera, intentó localizar la fuente de esa mente externa que la penetraba lo hizo de una forma que ni ella misma entendió; quizá todo estuviera mal hecho, quizá no hiciera nada en definitiva. Tal vez la mente se riera de su torpeza... suponiendo que supiera lo que era la risa.
    Tampoco ahora hubo respuesta.
    Marlene pensó: Piensa en algo.
    Le llegó el inevitable pensamiento: ¿Qué he de pensar?
    No provino de parte alguna. No provino de aquí, ni de allá, ni de acullá. Provino del interior de su mente.
    Ella pensó (disgustada con su propia insuficiencia):
    —¿Cuándo sentiste el esquema de mi mente?
    —En el nuevo contenedor de seres humanos.
    —¿En Rotor?
    —En Rotor.
    Marlene tuvo una inspiración súbita.
    —Me quisiste. Me llamaste.
    —Sí.
    ¡Por supuesto! ¿Qué la había impulsado si no a visitar Erythro? ¿Qué la había inducido si no a contemplar Erythro con tanta añoranza aquel día en que Aurinel se le acercara para decirle que su madre la buscaba?
    Marlene apretó los dientes. Creyó preciso seguir preguntando.
    —¿Dónde estás tú?
    —En todas partes.
    —¿Eres el planeta?
    —No.
    —Déjate ver.
    —Aquí.
    Y de repente la voz tuvo una dirección.
    Marlene se encontró mirando absorta el arroyo, y se dio cuenta, de súbito, que mientras había estado comunicando con la voz dentro de su mente, el arroyo había sido lo único que le había hecho sentir algo. No se había apercibido de ninguna de las cosas circundantes. Era como si su mente se hubiese replegado dentro de sí misma para hacerse más sensitiva hacia lo único que la llenaba.
    Y ahora el velo se levantó. El agua se movió a lo largo de las peñas, burbujeando sobre ellas, arremolinándose hasta formar un pequeño torbellino en un espacio delimitado por varias de aquellas burbujas. Las pequeñas pompas giraron y se rompieron mientras se formaban otras nuevas perfilando un dibujo que no cambiaba en esencia aunque los detalles menores no se repitieran ni una vez.
    Luego, las burbujas se rompieron una tras otra sin ruido, y el agua quedó lisa, carente de rasgos distintivos; pero todavía girando. ¿Cómo podía saber que giraban si no tenía ningún rasgo distintivo?
    Porque se deslizaban muy levemente bajo la luz rosada de Némesis. En efecto, giró, y ella pudo ver cómo lo hacía porque los reflejos trazaban arcos en espiral y al final se fundían. Sus ojos quedaron prendados de ello, siguieron muy despacio las volutas, que se fueron concentrando hasta componer la caricatura de un rostro, dos huecos oscuros a modo de ojos, un tajo por boca.
    Se perfiló cada vez más mientras ella observaba fascinada.
    Por fin se definió como un rostro auténtico que la miraba fijamente con ojos vacíos y, sin embargo lo bastante real para ser reconocible.
    Era la cara de Aurinel Pampas.

    75

    Caviloso y mesurado, Siever Genarr dijo, haciendo un esfuerzo para tratar con calma del asunto:
    —¿Así que te marchaste en ese momento?
    Marlene asintió:
    —La otra vez me marché cuando oí la voz de Aurinel. Esta vez me he marchado al ver la cara de Aurinel.
    —No te lo reprocho...
    —Me estás siguiendo la corriente, tío Siever.
    —¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Patearte? Déjame seguirte la corriente... si me place. Está claro que la mente, como tú lo llamas, captó la voz y el rostro de Aurinel de tu propia mente. Ambas cosas deben de haber estado muy claras en tu cerebro. ¿Hasta dónde llegaba tu intimidad con Aurinel?
    Ella lo miró recelosa:
    —¿Qué quieres decir con intimidad?
    —Nada terrible. ¿Teníais amistad?
    —Sí. Claro.
    —¿Estabas enamoriscada de él?
    Marlene reflexionó y apretó los labios. Al fin dijo:
    —Supongo que lo estaba.
    —Usas un tiempo pasado. ¿Ya no lo estás?
    —Bueno, ¿de qué me sirve? Él me tiene por una niña. Tal vez una hermana menor.
    —Una idea nada antinatural, dadas las circunstancias. Pero tú piensas todavía en él... Y por esa razón has creído oír su voz, y luego ver su cara.
    —¿Qué quieres decir con eso de que he creído? Fueron una voz real y una cara real.
    —¿Estás segura?
    —¡Por supuesto!
    —¿Has contado algo de esto a tu madre?
    —No. Ni una palabra.
    —¿Por qué no?
    —¡Oh, tío Siever! Ya la conoces. Yo no podría soportar tanto... nerviosismo. Ahora me dirás que todo es por lo mucho que me quiere. Lo sé, pero eso no resuelve las cosas.
    —Te has mostrado dispuesta a contármelo, Marlene, y yo también te quiero sin la menor duda.
    —Tienes razón, tío Siever, pero tú no eres un tipo excitable. Tú analizas las cosas con lógica.
    —¿He de aceptarlo como un cumplido?
    —Ésa ha sido mi intención.
    —En tal caso, examinemos lo que has descubierto y hagámoslo con lógica.
    —Está bien, tío Siever.
    —Veamos. Para comenzar, en este planeta hay algo vivo.
    —Sí.
    —Y no es el propio planeta.
    —No, en manera alguna. Él lo negó.
    —Pero, al parecer, es una cosa viviente.
    —Tengo la impresión de que es una cosa viviente. Por desgracia, tío Siever, lo que yo capto no es como se supone ha de ser la telepatía. Ni la adivinación del pensamiento. Son, pues, impresiones que te asaltan al instante, como el que mira la totalidad de un cuadro en lugar de los pequeños detalles de luz y sombra que lo componen.
    —Esta impresión es la de una cosa viviente, ¿eh?
    —Sí.
    —¿E inteligente?
    —Muy inteligente.
    —Pero no tecnológica. No hemos encontrado nada tecnológico en el planeta. Esa cosa viviente no es visible, ni aparente... es como si se limitara a vegetar... Piensa... razona... pero no hace nada. ¿No es así?
    Marlene titubeó.
    —No puedo afirmarlo por completo, pero es posible que sea como dices.
    —Y entonces llegamos nosotros. ¿Cuándo supones que esa cosa viviente se dio cuenta de nuestra llegada?
    Marlene meneó la cabeza.
    —Me es imposible decirlo.
    —Está bien, querida. Eso te detectó cuando estabas todavía en Rotor. Y debió darse cuenta de que una inteligencia invadía el sistema nemesiano cuando estábamos todavía a gran distancia. ¿Tuviste esa impresión?
    —No lo creo, tío Siever. Creo que él no sabía nada de nosotros hasta que descendimos a Erythro. Eso atrajo su atención, y fue entonces cuando exploró alrededor y encontró a Rotor.
    —Quizá tengas razón. Entonces experimentó con esas nuevas mentes que había sentido en Erythro. Sin duda eran las primeras que sentía aparte de la suya. ¿Cuánto tiempo habrá vivido, Marlene? ¿Tienes alguna idea?
    —A decir verdad no, tío Siever, pero mi impresión es que él ha vivido largo tiempo, tal vez tanto como el planeta.
    —Tal vez. En cualquier caso, por mucho que haya vivido, ésta es la primera vez que se encuentra inmerso entre muchas otras mentes muy diferentes de la suya. ¿Te suena bien esa deducción, Marlene?
    —Sí.
    —Así que la cosa viviente experimentó con las mentes nuevas y, como sabía tan poco acerca de ellas, las dañó. Por tanto surgió la plaga Erythro.
    —Sí —exclamó Marlene con súbita animación—. Él no me habló directamente de la plaga, pero la impresión fue intensa. Esa experimentación original fue la causa.
    —Y cuando se dio cuenta de que estaba causando daño, la interrumpió.
    —Sí. Por eso no tenemos ahora plaga Erythro.
    —Y de ahí se infiere que esta mente es benévola, que tiene sentido de la ética tal como la entendemos nosotros, y que no desea dañar nuestros cerebros.
    —¡Sí! —aprobó entusiasmada Marlene—. Estoy segura de eso.
    —¿Pero qué es esta forma de vida? ¿Un espíritu? ¿Algo inmaterial? ¿Algo incomprensible para nuestros sentidos?
    —No puedo saberlo, tío Siever —suspiró Marlene.
    —Bien, déjame repetir lo que la cosa viviente te dijo —propuso Genarr—. Detenme si me equivoco. Dijo que su esquema «se dilata», que «está en cada lugar y sólo es complejo en su conjunto», y que «no es frágil». ¿Voy bien?
    —Sí.
    —Y la única vida que hemos encontrado en Erythro son las prokaryotes, esas minúsculas células parecidas a bacterias. Si no admito nada que sea espiritual e inmaterial, he de quedarme con esas prokaryotes. Es muy posible que las pequeñas células que parecen separadas entre sí formen parte de un organismo que abarca el mundo. Entonces, el esquema de la mente se dilataría. Sería sencillo en cada lugar, y complejo sólo cuando se lo viese como un conjunto. Y no sería frágil, porque aunque muriesen grandes secciones de él, el organismo mundial resultaría poco afectado en su conjunto.
    Marlene miró pasmada a Genarr.
    —¿Quieres decir que he estado hablando con gérmenes?
    —No puedo asegurarlo, Marlene. Es sólo una hipótesis; pero encaja a la perfección, y no se me ocurre ninguna otra cosa que lo explique tan bien. Además, Marlene, si consideramos los billones de células que componen tu cerebro veremos que cada una de ellas, tomada de forma independiente, no es gran cosa, la verdad. Tú eres un organismo en el que todas las células cerebrales se hallan apiñadas. ¿Acaso es tan extraño que hables con otro en el que todas las células cerebrales están separadas y entrelazadas mediante, digamos, radioondas?
    —No lo sé —murmuró Marlene, perturbada a todas luces.
    —Pero planteemos otra cuestión, que es muy importante. ¿Qué quiere de ti esa forma de vida, sea lo que sea?
    Marlene pareció sorprendida.
    —Puede hablar conmigo, tío Siever. Puede transferirme sus ideas.
    —¿Sugieres, pues, que sólo quiere tener a alguien con quien hablar? ¿Supones que, cuando aparecimos aquí, esa cosa se dio cuenta por primera vez de que estaba sola?
    —No lo sé.
    —¿No tuviste ninguna impresión en ese sentido?
    —No, no la tuve.
    —Eso podría destruirnos —ahora Genarr pareció estar hablando consigo mismo—. Si se cansara de ti o si le aburrieras, podría destruirnos sin esfuerzo.
    —¡No, tío Siever!
    —Pero a mí me hizo daño cuando intenté romper tu conexión con la mente del planeta. E hizo daño a la doctora D'Aubisson, a tu madre y al centinela.
    —Sí, pero os dañó a todos lo mínimo imprescindible para que no os interpusierais en mi camino. No pasó de ahí.
    —Esa cosa llega a tales extremos para tenerte fuera, en la superficie, a fin de poder hablar contigo y de que tú le hagas compañía.
    —Quizá la razón sea algo que no podemos entender —sugirió Marlene—. Quizás él tenga una mente tan diferente que le impida explicar sus razones o hacerlas comprensibles para nosotros.
    —Pero su mente no es tan diferente que le impida conversar contigo. Recibe ideas de ti y te transmite ideas suyas, ¿no es verdad? Vosotros dos os comunicáis.
    —Sí.
    —Y él te entiende lo suficiente para intentar congraciarse contigo adoptando la voz y el rostro de Aurinel.
    Marlene bajó la cabeza y clavó la mirada en el suelo.
    Genarr prosiguió con tono afable:
    —Puesto que él nos entiende, nosotros debemos ser capaces de entenderle; y, siendo así, debes averiguar qué quiere de ti. Es muy importante averiguarla ¡Quién sabe lo que él puede estar planeando! Y no tenemos otro medio de hacerlo como no sea por tu mediación, Marlene.
    La muchacha empezó a temblar.
    —No sé cómo hacerlo, tío Siever.
    —Limítate a comportarte como hasta ahora. La mente parece ser amigable contigo, y tal vez se explique.
    Marlene examinó por un instante a Genarr. Luego declaró:
    —Estás asustado, tío Siever.
    —Por descontado. Estamos tratando con una mente mucho más poderosa que la nuestra. Y si ella decide que no nos necesita, puede deshacerse de nosotros.
    —No me refiero a eso, tío Siever. Estás asustado por mí.
    Genarr vaciló.
    —¿Tienes todavía la seguridad de encontrarte a salvo en Erythro, Marlene? ¿Te sientes segura cuando hablas con esa mente?
    Marlene se levantó y respondió casi con altanería.
    —Claro que sí. No hay riesgo alguno. No me dañará.
    La chica pareció de un aplomo supremo, pero el corazón de Genarr se vino abajo. Lo que la joven pensara tenía escaso valor, porque su mente había sido ajustada por la mente de Erythro. ¿Podré confiar ahora en ella?, se preguntó.
    Después de todo, ¿por qué esa mente constituida por trillones y trillones de prokaryotes no podía tener una agenda propia como, por ejemplo, la de Pitt? ¿Y por qué esa mente, en su ansiedad por cumplir esa agenda, no podía mostrar la misma doblez que Pitt?
    En suma, ¿qué pasaría si esa mente mintiera a Marlene por razones que sólo ella conocía?
    ¿Hacía bien él enviando a Marlene al encuentro con esa mente en semejantes condiciones?
    ¿Pero acaso importaba que él tuviera razón o no? ¿Es que tenía otra elección?

    XXXIV. CERCA

    76

    Perfecto —dijo Tessa Wendel—. Perfecto, perfecto, perfecto.
    Hizo un ademán como si estuviera clavando algo en la pared con firmeza y vigor—. Perfecto.
    Crile Fisher supo a lo que se refería. Habían atravesado el hiperespacio dos veces en dos direcciones diferentes. Las dos veces Crile había observado que el esquema de las estrellas cambiaba un poco. Las dos veces, él había buscado el Sol, encontrándolo algo más pálido la primera vez, y ligeramente más brillante la segunda. Empezó a sentirse como veterano trotamundos hiperespacial.
    —Presiento que el Sol nos está molestando —dijo.
    —¡Ah, sí! Pero de una forma calculable, de una manera que la interferencia física es un placer psicológico... No sé si entiendes lo que quiero decir.
    Fisher contestó, asumiendo el papel de abogado del diablo:
    —El Sol está muy distante, ya sabes. El efecto gravitatorio debe acercarse mucho a cero.
    —Cierto —reconoció la Wendel—; pero muy cerca de cero no es cero. Es un efecto mensurable. Atravesamos dos veces el espacio, con el sendero virtual aproximándose primero oblicuamente al Sol y luego retrocediendo en otro ángulo. Wu había hecho ya los cálculos, y el sendero que seguimos se ajustó a ellos hasta los puntos decimales que se pueda pedir dentro de lo razonable. Ese hombre es un genio. Entreteje atajos en el programa de la computadora de un modo increíble.
    —Lo creo —murmuró Fisher.
    —Así que ahora no hay duda, Crile. Mañana podemos estar junto a la Estrella Vecina. Incluso hoy... si nos damos verdadera prisa. No muy cerca, claro está. Durante un tiempo razonable navegaremos por las proximidades de la estrella como medida precautoria. Además, no conocemos la masa de la Estrella Vecina con la suficiente precisión para jugárnosla en una aproximación muy directa. No queremos salir despedidos de forma inesperada y tener que buscar otra vez el camino —Movió la cabeza en un gesto de admiración—. ¡Ese Wu...! Estoy tan contenta con él que me es imposible describirlo.
    Fisher dijo cauteloso:
    —¿Estás segura de no sentirte un poco molesta?
    —¿Molesta? ¿Por qué? —La Wendel miró asombrada a Fisher y añadió—: ¿Crees que tengo envidia?
    —Bueno, no lo sé. Existe la posibilidad de que Chao Li Wu acapare el mérito del vuelo superlumínico..., quiero decir, de los detalles importantes... y tú seas olvidada o se te recuerde sólo como una precursora.
    —No, ni mucho menos, Crile. Me complace que te inquietes por mí; pero los cabos están bien atados. Mi trabajo ha sido registrado con todo detalle. Las matemáticas del vuelo superlumínico son mías. También he contribuido a los detalles de la ingeniería, aunque otros se lleven el mérito de diseñar la nave, porque les corresponde. Lo que Wu ha hecho fue añadir un factor corrector a las ecuaciones básicas. Importantísimo, por supuesto, y ahora podemos ver que el vuelo superlumínico no habría sido realizable sin él; pero eso es sólo como el azúcar glaseado sobre el pastel. Y el pastel sigue siendo mío.
    —Estupendo. Me siento feliz si estás segura de eso.
    —A decir verdad, Crile, ahora espero que Wu tome las riendas en el desarrollo del vuelo superlumínico. El hecho es que mis mejores años han pasado ya... científicamente, quiero decir. Sólo científicamente, Crile.
    Fisher hizo una alegre mueca.
    —Pero, como científica, marcho cuesta abajo. El trabajo que he hecho ha sido el fruto de los conceptos que yo tenía cuando era una estudiante recién graduada. Me he pasado veinticinco años más o menos extrayendo conclusiones, y he ido lo más lejos que puedo ir. Lo que se necesita ahora son conceptos flamantes, ideas inéditas para extender las actividades a un territorio ignoto. Yo no puedo ir más allá.
    —Vamos, Tessa, no te pases de modesta.
    —Ése no ha sido nunca uno de mis defectos, Crile. Necesitamos a la juventud para las nuevas ideas. No es sólo porque sean cerebros jóvenes, sino porque son cerebros nuevos. Wu posee un genoma que no ha aparecido en la Humanidad hasta ahí. Ha tenido experiencias que son esencialmente suyas... y de nadie más. Y puede tener nuevas ideas. Desde luego las fundamenta en lo que yo he hecho antes que él, y debe mucho a mis enseñanzas. Él es un discípulo mío, Crile, una criatura de mi intelecto. Todo cuanto él hace bien, se refleja en mí. ¿Envidia de él, dices? Me enorgullezco de sus éxitos. ¿Qué te ocurre, Crile? No pareces feliz.
    —Soy feliz si tú lo eres, Tessa, cualquiera que sea mi aspecto. Lo malo es tener la sensación de que estás endilgándome la teoría del avance científico. ¿Acaso la historia de la ciencia, como cualquier otra, no registra casos en que existió la envidia, en que los maestros detestaron a sus discípulos porque éstos les aventajaron?
    —Seguro. Yo podría citarte de memoria media docena de casos notorios, pero son excepciones muy raras, y el hecho es que ahora mismo no me siento así. No tengo por imposible que algún día pierda la paciencia con Wu y el universo; pero de momento no ocurre así, y me propongo saborear estos instantes mientras... ¡Oh! ¿Qué pasa ahora?
    La Wendel pulsó el contacto a "Recepción" y Merry Blankowitz dejó ver en el transmisor su rostro joven, con proporciones tridimensionales.
    —Capitana —dijo dubitativa—, tenemos ahora mismo una discusión y me pregunto si podríamos consultarte.
    —¿Algo defectuoso con el vuelo?
    —No, capitana. Es sólo una polémica sobre estrategia.
    —Ya veo. Bueno no necesitas venir aquí. Yo iré a la sala de motores.
    La Wendel borró el rostro.
    —La Blankowitz no suele mostrarse nunca tan seria —masculló Fisher—. ¿Tienes idea de lo que puede alterarla así?
    —No pienso hacer conjeturas. Iré y lo averiguaré —contestó ella.
    Hizo señas a Fisher para que la siguiera.

    77

    Los tres estaban sentados en la sala de motores, todos sobre asientos asegurados escrupulosamente al suelo, pese al hecho de que se hallaban sometidos a gravedad cero. Lo mismo podrían haber estado sentados cada uno en una pared, pero eso habría menoscabado la seriedad de la situación, y además habría significado una falta de respeto ante su capitán. Desde hacía mucho, se había concebido un complejo sistema de etiqueta para la gravedad cero.
    A la Wendel no le gustaba la gravedad cero. Y si ella hubiera querido imponer sus privilegios de capitana, habría dispuesto que la nave estuviese en rotación incesante para generar un efecto centrífugo que hubiera originado cierta sensación de gravedad. Sabía muy bien que era más fácil computar el curso del vuelo cuando la nave mantenía reposo, tanto de traslación como de rotación, respecto al universo como conjunto; pero calcularlo a una velocidad rotatoria constante no presentaba demasiadas dificultades.
    No obstante, imponer tal movimiento habría sido una falta de respeto hacia la persona encargada de la computadora. Una vez más la etiqueta.
    Tessa Wendel ocupó su asiento, y Crile Fisher observó sin quererlo (sonriendo para sus adentros) que la mujer daba algunos bandazos. Pese a sus antecedentes como habitante de Establecimiento, Tessa no se había habituado nunca a mover las piernas en el espacio. Sin embargo, él (y hubo otra sonrisa secreta... esta vez de satisfacción), no obstante su condición de terrícola, se podía mover en gravedad cero como si la conociera desde su nacimiento.
    Chao Li Wu hizo una inspiración profunda. Tenía un rostro ancho... del tipo que parecía pertenecer a un cuerpo corto; pero el hombre sobrepasaba la estatura media. Su pelo era negro, muy liso, y los ojos oblicuos por demás.
    —¿Quieres escucharme, capitana? —preguntó con tono afable.
    —¿Qué ocurre, Chao Li? —inquirió la Wendel—. Si vas a decirme que ha surgido algún problema en la programación, caeré en la tentación de estrangularte.
    —Nada de problemas, capitana. Ningún problema en absoluto. Por el contrario, es tal la ausencia de problemas que me hace pensar que esto ya se ha acabado, y por tanto es aconsejable el regreso a la Tierra. Me gustaría proponerlo así.
    —¿Regresar a la Tierra? —La Wendel tardó un poco en decir esto porque necesitó cierto tiempo para expresar estupefacción—. ¿Por qué? No hemos terminado todavía nuestra tarea.
    —Yo creo que sí, capitana —dijo Wu con creciente impasibilidad—. Para empezar, no sabíamos cuál era nuestra tarea. Hemos elaborado un sistema práctico de vuelo superlumínico, cosa que no teníamos cuando abandonamos la Tierra.
    —Lo sé muy bien. ¿Qué hay con eso?
    —No tenemos medios de comunicación con la Tierra. Si seguimos ahora hacia la Estrella Vecina y nos sucede algo, si cualquier cosa sale mal, la Tierra no tendrá vuelo superlumínico práctico, y cualquiera sabe cuándo lo tendrá otra vez. Ello podría afectar seriamente a la evacuación de la Tierra cuando la Estrella Vecina se le aproxime. Creo importante que volvamos allá y expliquemos lo que hemos aprendido.
    La Wendel, que le había escuchado con aire grave, dijo:
    —Ya entiendo. ¿Y tú, Jarlow, qué opinas sobre esto?
    Henry Jarlow era alto, rubio y adusto. Había en su rostro una melancolía permanente que daba una falsa impresión de su carácter, y sus dedos largos (que al parecer no tenían nada de delicados) eran mágicos cuando trabajaban las entrañas de las computadoras y de casi todos los instrumentos de a bordo.
    —Creo, francamente, que las palabras de Wu son razonables —dijo—. Si tuviésemos comunicación superlumínica, enviaríamos la información a la Tierra y seguiríamos adelante. Lo que sucediera después no tendría importancia para nadie excepto para nosotros. Tal como están las cosas, no se puede examinar la corrección gravitatoria.
    —¿Y tú, Blankowitz? —preguntó con gran calma la Wendel.
    Merry Blankowitz se agitó inquieta. Era una joven menuda con larga melena negra cortada en flequillo sobre las cejas. Entre eso, la delicadeza de su estructura ósea y sus movimientos ágiles y nerviosos, parecía una Cleopatra en miniatura.
    —A decir verdad, no lo sé —respondió—. No tengo un criterio muy definido al respecto, pero los hombres parecen haberme convencido. ¿No crees importante que llevemos información a la Tierra? En este viaje hemos comprobado unos efectos cruciales y necesitamos más naves y mejores con computadoras concebidas para registrar la corrección gravitatoria. Entonces podremos hacer una sola transición entre el Sistema Solar y la Estrella Vecina, y realizarla bajo intensidades gravitatorias más pujantes, del modo que sea posible empezar más cerca de Sol y terminar más cerca de la Estrella Vecina sin necesidad de malgastar semanas de navegación aproximativa en ambos puntos. Considero que la Tierra necesita saberlo.
    —Ya veo —dijo la Wendel—. Me parece que la cuestión es saber si sería aconsejable llevar ahora mismo a la Tierra la información sobre la corrección gravitatoria. Escucha, Wu, ¿es eso, verdaderamente tan esencial como tú lo presentas? No ideaste la corrección aquí, en la nave. Si mal no recuerdo, la discutiste conmigo hace meses —se detuvo un momento a pensar—. Casi un año.
    —Realmente, no la discutimos, capitana. Tú te impacientaste conmigo, según recuerdo, y no quisiste escucharme.
    —¡Sí, reconozco que me confundí! Pero tú la pusiste por escrito. Te dije que redactaras un informe oficial, y que yo lo repasaría cuando tuviese tiempo —levantó la mano—. Sé que no tenía nunca tiempo para hacerlo, y no recuerdo siquiera haberlo recibido; pero me imagino, Wu, que tú, siendo como eres, prepararías con detalle el informe y harías todos los razonamientos y análisis matemáticos que cualquiera pudiera desear. ¿No es así, Wu? ¿Y no quedó debidamente registrado el informe?
    Los labios de Wu parecieron apretarse. Pero el tono de su voz no varió lo más mínimo.
    —Sí, preparé ese informe, pero fue mera especulación, y supuse que nadie le prestaría atención..., tal como hiciste tú, capitana.
    —¿Por qué iba a ser así? No todos son tan estúpidos como yo, Wu.
    —Aunque le prestaran atención, seguiría siendo especulación. Cuando regresemos, podremos presentar las pruebas.
    —En el momento en que exista la especulación, siempre habrá alguien para obtener las pruebas. Ya sabes cómo funciona la ciencia.
    —Wu dijo con lentitud, empleando un tono significativo:
    —Alguien...
    —Ahora conocemos ya la naturaleza de tu preocupación, Wu. No te inquieta que la Tierra no tenga el método práctico del vuelo superlumínico. Te inquieta que la tenga en su día pero que el mérito no sea tuyo. ¿Me equivoco?
    —Nada de eso, capitana. Un científico tiene pleno derecho a preocuparse por asuntos de prioridad.
    La Wendel ardió de indignación.
    —¿Has olvidado que yo soy la capitana de esta nave y la encargada de tomar decisiones?
    —No lo he olvidado —contestó Wu—; pero esto no es una embarcación del siglo XVIII. Aquí todos somos científicos ante todo, y debemos tomar decisiones de una forma democrática. Si la mayoría desea regresar...
    —Alto —exclamó Fisher—. Antes de continuar, ¿tenéis inconveniente en que yo diga algo? Soy la única persona que no ha hablado, y si hemos de ser democráticos, quiero hacer uso de la palabra. ¿Puedo, capitana?
    —Adelante —autorizó la Wendel mientras su mano derecha se cerraba y abría como si ansiara agarrar por la garganta a alguien.
    Fisher dijo:
    —Hace siete siglos y medio, Cristóbal Colón navegó rumbo oeste desde España. A su debido tiempo, descubrió América, aunque él mismo no supiera nunca lo que había hecho. Durante la travesía, descubrió que la desviación de la brújula magnética del verdadero Norte, la llamada «declinación magnética», variaba con la longitud. Esto fue un hallazgo importante y, de hecho, el primer descubrimiento puramente científico realizado en el curso de aquel viaje marítimo. Ahora bien, ¿cuántos saben que Colón descubrió la variación de la declinación magnética? En realidad, nadie. Así pues, supongamos que, al descubrir esa variación, Colón decidiera, a mitad de camino, volver a casa para hacer tan feliz revelación al rey Fernando y a la reina Isabel, preservando su prioridad como descubridor del fenómeno. Resulta concebible que los monarcas acogieran con interés ese descubrimiento y más tarde enviaran otra expedición bajo el mando de, digamos, Américo Vespucio, quien alcanzaría entonces América. En tal caso, ¿quién recordaría que Colón había hecho tal o cual descubrimiento acerca de la brújula? Nadie ciertamente. ¿Quién recordaría que Vespucio había descubierto América? Todo el mundo. Así que vosotros queréis de verdad regresar, ¿eh? Sólo unos pocos recordarán, os lo aseguro, el descubrimiento de la corrección gravitatoria como un pequeño efecto secundario del viaje superlumínico. Pero la tripulación de la siguiente expedición que alcance la Estrella Vecina será glorificada como la primera en alcanzar una estrella mediante el vuelo superlumínico. Vosotros tres, incluido tú, Wu, seréis acreedores apenas a una reseña accesoria. Quizá penséis que, para recompensaros por ese gran descubrimiento de Wu, se os seleccionará para una segunda expedición; pero mucho me temo que no sea así. Porque mirad, Igor Koropatsky, director de la Junta Terrestre de Indagación que os espera de vuelta a la Tierra, está particularmente interesado en la información sobre la Estrella Vecina y su sistema planetario. Y explotará como el Krakatoa cuando sepa que hemos estado en sus inmediaciones y que vosotros tres os amotinasteis, lo cual es un delito extremadamente grave aunque no naveguemos con una embarcación del siglo XVIII.
    »Y en vez de constituir la próxima expedición, no veréis nunca más el interior de un laboratorio. Podéis darlo por seguro. Lo que tal vez veáis, a pesar de vuestra eminencia científica, es el interior de una cárcel. No perdáis de vista la furia de Koropatsky. Así que vosotros tres reflexionad sobre ello y decidid. O la Estrella Vecina. O regreso a casa.
    Se hizo un gran silencio. Durante un rato nadie dijo nada.
    —Bueno —dijo con aspereza la Wendel—. Creo que Fisher ha explicado de forma muy clara la situación. ¿No tiene nada que decir ninguno de vosotros?
    La Blankowitz respondió con voz apagada:
    —A decir verdad, yo no me he detenido nunca a pensarlo. Creo que debemos seguir adelante.
    —También lo creo así —gruñó Jarlow.
    —¿Qué dices tú, Chao Li Wu?
    Wu se encogió de hombros.
    —No me opondré al resto.
    —Celebro oír eso. Este incidente queda olvidado por cuanto se refiere a las autoridades de la Tierra; pero mejor será que no haya una repetición ni ninguna acción que pudiera ser conceptuada como sediciosa.

    78

    De vuelta en su cuartel general, Fisher dijo:
    —Espero no te haya importado mi intromisión. Temí que explotaras sin resultado alguno.
    —No; estuvo bien. A mí no se me habría ocurrido la analogía con el viaje de Colón, que por cierto fue perfecta. Gracias, Crile.
    Tessa le cogió la mano y se la apretó.
    Él sonrió apenas.
    —Tuve que justificar de algún modo mi presencia a bordo y en la nave.
    —La has justificado de sobra. No puedes imaginarte cuánto me disgustó la actuación de Wu justo cuando yo acababa de contarte lo feliz que me hacía su hallazgo y cuán merecedor era él del correspondiente reconocimiento. Yo me sentía muy noble por mi buena disposición a compartir el mérito, por la ética de investigación científica que reconoce los merecimientos de cada cual, y entonces va él y antepone su orgullo personal al proyecto.
    —Todos somos humanos, Tessa.
    —Lo sé. Y comprobar que el interior de ese hombre tiene lagunas éticas no altera el hecho de que su mente científica sea de una sagacidad tremenda.
    —Debo reconocer, a pesar mío, que mis propios argumentos tuvieron como fundamento un deseo privado más que el bien público, por decirlo así. Quiero ir a la Estrella Vecina por razones que no tienen la menor relación con el proyecto.
    —Lo comprendo. Y sigo estándote agradecida.
    A Fisher le impresionó ver lágrimas en los ojos de ella, y que se viera obligada a parpadear para contenerlas.
    Entonces la besó.

    79

    Fue sólo una estrella, demasiado pálida todavía para distinguirse entre las demás. A Crile le hubiera pasado inadvertida si no fuera porque había pulsado el canal que apuntaba hacia ella en círculos concéntricos y radios.
    —Te decepciona verla como una estrella cualquiera, ¿verdad? —dijo.
    Cuando sus facciones recobraron la expresión natural, el rostro dejó entrever el malhumor que parecía sentir.
    Merry Blankowitz, la única persona a su lado en el tablero de observación, dijo:
    —No es más que eso, Crile. Una estrella.
    —Quiero decir que parece una estrella muy pálida... aunque estemos tan cerca.
    —Cerca es una forma de hablar. Distamos todavía una décima de año luz, lo que no es verdaderamente cerca: Sólo ocurre que la capitana es cautelosa. Yo me hubiera acercado mucho más a la Superlumínica. Me gustaría que estuviésemos ya mucho más próximos. Resulta difícil la espera.
    —Antes de esta última transición, Merry, eras partidaria de volver a casa.
    —No del todo. Ellos me indujeron a serlo. Apenas terminaste tu pequeño discurso me sentí como una completa burra. Di por supuesto que si regresábamos, volveríamos una segunda vez; pero, desde luego, tú aclaraste la situación. ¡Ah! ¡Deseo tanto utilizar el DN!
    Fisher supo lo que era el DN. Se trataba del detector neurónico.
    Él sintió la misma agitación. Detectar inteligencia equivaldría a saber que habían encontrado algo infinitamente más importante que todos los metales y rocas, hielos y vapores que pudieran descubrir.
    Preguntó dubitativo:
    —¿Es posible experimentarlo desde aquí?
    Merry negó con la cabeza:
    —No. Necesitaríamos estar mucho más cerca. Y no podemos costear a esta distancia. Tardaríamos un año más o menos. Tan pronto como la capitana se asegure de lo que podemos averiguar desde aquí acerca de la Estrella Vecina, haremos otra transición. Espero que dentro de dos días como máximo estemos a dos o tres unidades astronómicas de la Estrella Vecina, y entonces podremos empezar a hacer observaciones, a ser útiles. Es una sensación opresiva, como un peso muerto.
    —Sí —dijo con sequedad Fisher—. Lo sé.
    Un gesto de preocupación ensombreció el rostro de la Blankowitz.
    —Lo siento, Crile. No me estaba refiriendo a ti.
    —Pues podías haberlo hecho. Nunca seré de utilidad por mucho que nos acerquemos a la Estrella Vecina.
    —Si detectamos inteligencia, serás útil. Podrás hablarles. Eres rotoriano y necesitamos esa capacidad.
    Fisher sonrió taciturno.
    —Rotoriano sólo unos pocos años.
    —Eso basta, ¿no?
    —Ya veremos —y cambió adrede de tema—. ¿Estás segura de que funcionará el detector neurónico?
    —Absolutamente segura. Podemos localizar a cualquier Establecimiento en órbita sólo por su radiación de plexonas.
    —¿Qué son las plexonas, Merry?
    —Un nombre que inventé para designar el complejo fotón característico del cerebro de los mamíferos. Fíjate, podríamos detectar caballos si no distásemos demasiado de ellos, pero podemos detectar cerebros humanos en masa a distancias astronómicas.
    —¿Y por qué plexonas?
    —Por «complejidad». Algún día..., ya lo verás, algún día se trabajará con las plexonas no sólo para detectar vida sino también para estudiar el funcionamiento profundo del cerebro. Asimismo he inventado un nombre para eso..., «plexofisiología». O quizá «plexoneurónica».
    —¿Consideras tan importantes los nombres? —inquirió Fisher.
    —Claro que sí. Te proporcionan un medio para hablar de un modo conciso. No necesitas decir, «ese campo de la ciencia que estudia eso y lo de más allá». Te basta con decir, «plexoneurónica»... Sí, incluso suena mejor. Es una abreviatura. Te ahorra tiempo para dedicarlo a cuestiones más importantes. Además... —Merry titubeó.
    —¿Además qué?
    —Las palabras llegan en alud. Si ideo un nombre y arraiga, eso bastará para ganarme una reseña en la historia de la ciencia. Ya sabes, la palabra «plexona» fue introducida por Merrilee Augina Blankowitz con ocasión del vuelo inaugural más veloz que la luz de la Superlumínica. No es probable que se me cite en ninguna otra parte por ninguna otra razón, y me contentaré con eso.
    Fisher dijo:
    —Escucha, Merry, ¿qué pasará si detectas tus plexonas y no hay seres humanos por los alrededores?
    —¿Te refieres a la vida alienígena? Eso sería todavía más emocionante que detectar personas. Pero no hay muchas probabilidades, la verdad. Se han sufrido decepciones una vez y otra. Pensamos que podrá haber al menos formas de vida primitivas en la Luna, en Marte, en Calisto, en Titán... Pero nunca se encontró nada. La gente ha especulado sobre todo tipo de vida esotérica... Galaxias vivientes, nubes de polvo vivientes, vida en la superficie de la estrella de neutrones... Se han hecho toda clase de conjeturas. No hay pruebas de nada de eso. No. Si yo detecto algo, será vida humana, estoy convencida de ello.
    —¿No estarías detectando las plexonas emitidas por las cinco personas a bordo de esta nave? ¿No ahogaríamos nosotros cualquier cosa que detectásemos a millones de kilómetros?
    —Eso es una complicación, Crile. Necesitamos equilibrar el DN para que nosotros cinco quedemos excluidos, y eso es una operación delicada. La más mínima fuga eclipsará todo cuanto detectemos en otra parte. Algún día, Crile, el DN automatizado será proyectado al hiperespacio para que detecte plexonas en los más diversos lugares. No habrá seres humanos en su vecindad y eso las hará por lo menos dos o tres grados de magnitud más sensitivas que todo cuanto podamos hacer ahora, obligados siempre a tener en cuenta nuestra presencia, inevitable en todas partes. Descubríamos dónde existe inteligencia mucho antes de que nos acerquemos al lugar.
    En ese instante apareció Chao Li Wu. Miró con cierto desagrado a Fisher y preguntó indiferente:
    —¿Qué hay de la Estrella Vecina?
    —No mucho a esta distancia —contestó la Blankowitz.
    —Bueno, probablemente mañana, o pasado mañana, haremos otra transición y entonces veremos.
    —Será emocionante ¿verdad? —dijo la Blankowitz.
    —Lo será... si encontramos a los rotorianos —respondió Wu y, mirando a Fisher añadió—: ¿los encontraremos?
    Si había sido una pregunta dirigida a Fisher, éste no respondió a ella. Se redujo a mirar impasible a Wu.
    ¿Los encontraremos? pensó.
    La larga espera concluiría pronto.

    XXXV. CONVERGIENDO

    80

    Según se ha hecho ya constar, Janus Pitt no solía permitirse la autocompasión. Si acaso, él conceptuaría semejante cosa como una muestra despreciable de debilidad e inmoderación. Sin embargo, algunas veces le sublevaba y entristecía el hecho de que las gentes de Rotor estuviesen demasiado dispuestas a confiarle las decisiones desagradables.
    Había un Consejo, cierto, debidamente elegido y concienzudamente comprometido a dictar leyes y tomar decisiones. Todas menos las importantes, las que se referían al futuro de Rotor.
    Ésas se las dejaba a él.
    Y no tenía siquiera plena conciencia de lo que hacía. Sencillamente desestimaba los asuntos de importancia, los declaraba inexistentes mediante un acuerdo general tácito.
    Se encontraban todos en un sistema vacío, construyendo sin prisa nuevos Establecimientos, convencidos en su ensimismamiento de que el tiempo se extendía ante ellos hasta el infinito.
    Por todas partes prevalecía la calmosa presuposición de que, una vez ellos hubiesen llenado ese nuevo cinturón asteroidal (lo cual sucedería al cabo de generaciones, es decir, una cuestión sin importancia inmediata para ninguno de los presentes), la técnica de la hiperasistencia se habría perfeccionado hasta el punto de hacer relativamente fáciles la búsqueda y la ocupación de nuevos planetas.
    El tiempo existía en abundancia. El tiempo se fundía con la eternidad.
    Sólo quedaba Pitt para considerar el hecho de que el tiempo era corto, de que, en un momento dado, sin el menor aviso, el tiempo podría llegar a su fin.
    ¿Cuándo descubrirían Némesis allá en el Sistema Solar? ¿Cuándo se decidiría algún Establecimiento a seguir el ejemplo de Rotor?
    Eso tendría que ocurrir algún día. Némesis, moviéndose inexorable en dirección al Sol, alcanzaría tarde o temprano ese punto (todavía distante, por supuesto, pero bastante próximo) en que la gente del Sistema Solar necesitaría ser ciega para no verla.
    La computadora de Pitt (a cargo de una persona que tenía el convencimiento de estar solucionando un problema cuyo interés era sólo académico) había calculado que, al finalizar el milenio, se haría inevitable el descubrimiento de Némesis, y entonces los Establecimientos empezarían a dispersarse.
    Pitt se había planteado si irían a Némesis los Establecimientos.
    La respuesta era negativa. Para esas fechas, la hiperasistencia sería mucho más eficaz y barata. Los Establecimientos tendrían un conocimiento mayor de las estrellas próximas. Sabrían cuáles de ellas tenían planetas y de qué tipo. No se molestarían en investigar una estrella enana roja, sino que se encaminarían hacia las estrellas similares al Sol.
    Entonces la Tierra quedaría abandonada a su suerte y se desesperaría. Temerosa del espacio, presa ya de la degeneración y hundiéndose aún más en el fango y la miseria, a medida que transcurría el milenio y se hacía aparente el fatal destino de Némesis, ¿qué sería de sus habitantes? Ellos no podían emprender largos viajes. Eran terrícolas, ligados a la superficie. Necesitarían aguardar a que Némesis se acercara lo suficiente. No les sería posible abrigar esperanzas de marchar a parte alguna.
    Pitt tenía la visión estremecedora de un mundo desquiciado intentando encontrar seguridad en el sistema más consistente de Némesis, tratando de encontrar refugio en una estrella de suficiente estabilidad para mantenerlo unido mientras destruía a su paso el del Sol.
    Era una visión terrible y, no obstante, inevitable.
    ¿Por qué no podría Némesis haberse apartado del Sol? ¡Cómo habría cambiado todo entonces! El descubrimiento de Némesis habría sido algo menos probable con el tiempo. Y si, a pesar de todo, hubiese tenido lugar, Némesis habría sido menos deseable, y menos posible como refugio. Si estuviese retrocediendo, la Tierra no necesitaría siquiera un refugio.
    Pero ése no era el caso. Los terrícolas llegarían tarde o temprano; una chusma degenerativa de la más diversa ralea y de cultura anómala acabaría invadiéndolo todo. ¿Qué podrían hacer los rotorianos sino destruirla mientras estuviese todavía en el espacio? ¿Pero tendrían ellos un Janus Pitt que les demostrara la imposibilidad de hacer otra elección? ¿Tendrían de tanto en tanto un Janus Pitt para asegurarse de que Rotor poseía el armamento y la resolución necesarios para afrontar eso cuando llegase la hora?
    Sin embargo, el análisis de la computadora mostraba, después de todo, un optimismo engañoso. El descubrimiento de Némesis por el Sistema Solar, decía la computadora, debe llegar, aproximadamente dentro de un milenio. ¿Pero qué significaba ese «aproximadamente dentro»? ¿Y si el descubrimiento llegase mañana? ¿Y si hubiese llegado ya tres años antes? ¡Tal vez ahora algún Establecimiento, tanteando para dar con la estrella más próxima por no saber nada útil acerca de las distantes, estuviese siguiendo la estela de Rotor!
    Cada día Pitt se despertaba preguntándose: ¿Sería hoy la fecha?
    ¿Por qué se le reservaba a él semejante pesadumbre? ¿Por qué todo el mundo dormía sereno, confiado en una eterna tranquilidad, mientras sólo él debía arrostrar cada día la posibilidad de un destino fatal?
    Había hecho ya algo al respecto, por descontado. Había establecido un Servicio de Exploración por todo el cinturón asteroidal, un cuerpo con la misión de supervisar los receptores automatizados que barrían constantemente el cielo, y de detectar a la mayor distancia posible los abundantes residuos energéticos de cualquier Establecimiento que se aproximara.
    Organizar bien todo eso había requerido su tiempo; pero desde hacía ya doce años se investigaba concienzudamente cada retazo de información sospechosa. De cuando en cuando, algo parecía lo bastante problemático para dar cuenta a Pitt. ¡Dejad que lo resuelva él, dejadle sufrir, dejadle tomar las decisiones más trascendentales!
    Era en este punto cuando la conmiseración por sí mismo se hacía lacrimosa; y entonces solía agitarse inquieto ante la posibilidad de mostrar debilidad.
    Ahora, por ejemplo, estaba esto. Pitt manoseó el informe que su computadora había descifrado y que había inspirado esa inspección mental y aflictiva de su servicio continuo, que el pueblo rotoriano no valoraba y soportaba mal.
    Este era el primer informe que se le presentaba en cuatro meses, y su importancia se le antojaba mínima. Una fuente de energía sospechosa se estaba aproximando; pero, a juzgar por su distancia probable, se trataba de una fuente pequeñísima. Una fuente cuatro grados de magnitud menor de lo que cabría esperar de un Establecimiento. Era una fuente tan minúscula que apenas se la podía separar del ruido.
    Podría haberle ahorrado esto. La indicación de que su peculiar esquema para la longitud de onda parecía hacerlas de origen humano, resultaba ridícula. ¿Cómo podían asegurar tal cosa acerca de una fuente tan débil? ¡Sólo cabía decir que no era un Establecimiento y, por tanto, no podía ser de origen humano cualquiera que fuese el esquema para la longitud de onda!
    Esos idiotas de los exploradores deberían abstenerse de fastidiarme con nimiedades, pensó Pitt.
    Con aire petulante apartó de sí el malhadado informe, y cogió el último parte de Ranay D’Aubisson. Esa chica, Marlene, no tenía la plaga, ni siquiera ahora. Se empeñaba, disparatadamente, en arriesgarse empleando procedimientos cada vez más audaces... Y sin embargo permanecía indemne.
    Pitt suspiró. Quizá no tuviese tanta importancia. Si la chica se mostraba deseosa de permanecer en Erythro y se quedaba allí, eso podría ser tan ventajoso como hacerla sucumbir a la plaga. En tal caso, Eugenia se vería forzada a no moverse también de Erythro, y él se desembarazaría de ambas. Sin duda, se sentiría más seguro si la D'Aubisson se hiciera cargo de la Cúpula, en lugar de Genarr, y supervisase a la madre y a la hija. Eso habría que arreglarlo en un futuro próximo; pero de tal forma que no hiciese de Genarr un mártir.
    ¿Sería prudente nombrarlo comisario de Nuevo Rotor? Eso pasaría por ser un ascenso, y resultaba muy poco probable que el hombre rechazase el cargo porque ello equivaldría a darle un rango comparable con el suyo. ¿Y no podría ocurrir que Genarr se tomara demasiado en serio su poder? ¿Había otra alternativa?
    Sería preciso dedicarle un tiempo de reflexión.
    ¡Qué ridiculez! Cuánto más fácil hubiera sido todo si esa chica, Marlene, hubiese hecho una cosa tan sencilla como contraer la plaga.
    Reprimiendo un espasmo de irritación por la resistencia de Marlene ante tal cosa, Pitt cogió otra vez el informe sobre la fuente de energía.
    ¡Había que ver aquello! Le importunaban por un mísero soplo de energía. ¡No pensaba tolerarlo!
    Pitt introdujo un memorando en la computadora para su transmisión inmediata. ¡Que no se le molestara más con minucias! ¡Y que mantuviesen los ojos bien abiertos para los Establecimientos!

    81

    A bordo de la Superlumínica, los descubrimientos llegaron uno tras otro igual que una serie de martillazos.
    Cuando se encontraban todavía a gran distancia de la Estrella Vecina, se hizo evidente que ésta poseía un planeta.
    ¡Un planeta! —gritó Fisher con tono tenso de triunfo—. ¡Lo sabía...!
    —No —se apresuró a contestarle Tessa Wendel—. No es lo que crees. Hay planetas y planetas, métetelo en la cabeza, Crile. Virtualmente cada estrella tiene alguna especie de sistema planetario. Después de todo, la mitad o más de las estrellas en la Galaxia son sistemas de estrellas múltiples, y los planetas son sólo estrellas que resultan demasiado pequeñas para ser estrellas, ¿comprendes? Ese planeta que vemos no es habitable. Si lo fuera, no lo veríamos a esta distancia, especialmente a la luz tenue de la Estrella Vecina.
    —¿Quieres decir que es una gigante gaseosa?
    —Claro que lo es. Me habría sorprendido más no hallar ninguno que encontrar uno.
    —Pero si hay un planeta grande habrá también otros pequeños.
    —Tal vez —reconoció la Wendel—, aunque apenas habitables. Una de dos, serán demasiado fríos para la vida, o su rotación estará bloqueada y mostrarán sólo una cara a la estrella, lo que los hará demasiado cálidos por un lado y demasiado fríos por el otro. Todo lo que Rotor podría hacer, si se encontrara ahí, sería colocarse en órbita alrededor de la estrella o, quizás, alrededor de la gigante gaseosa.
    —Eso podría ser exactamente lo que ha hecho.
    —¿Durante todos estos años? —la Wendel se encogió de hombros—. Es concebible, supongo; pero no cuentes con ello, Crile.

    82

    Los siguientes martillazos fueron aún más sorprendentes.
    —¿Un satélite? —dijo Tessa Wendel—. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué ha de ser asombroso que esta gigante gaseosa tenga uno?
    —No es un satélite parecido a nada de lo existente en el Sistema Solar —explicó Henry Jarlow—. Tiene más o menos el tamaño de la Tierra... Según las medidas que he podido tomar.
    —Bien —dijo la Wendel manteniendo su actitud indiferente—. ¿Y qué se infiere de eso?
    —Nada, necesariamente respondió Jarlow—. Pero ese satélite muestra unos rasgos peculiares. ¡Cuánto me gustaría ser astrónomo!
    —De momento —dijo la Wendel—, a mí me gustaría que alguien en la nave lo fuera; pero continúa, por favor. No eres un ignorante absoluto en astronomía.
    —La cuestión es que, al girar alrededor de una gigante gaseosa, le muestra sólo una cara, lo cual significa que todos los lados de él dan cara a la Estrella Vecina en el curso de su revolución alrededor de la gigante gaseosa. Y la naturaleza de la órbita es tal que, a mi entender, la temperatura del mundo se halla en la fase del agua líquida. Y tiene una atmósfera. Ahora bien, ninguna de las sutilezas están al alcance de mi tacto. Como he dicho, no soy astrónomo. Sin embargo, a mi parecer, hay bastantes probabilidades de que el satélite sea un mundo habitable.
    Crile Fisher recibió esa noticia con una amplia sonrisa.
    —No me sorprende —dijo—. Igor Koropatsky predijo la existencia de un planeta habitable. Lo hizo sin contar con datos sobre el asunto. Fue sólo una cuestión de deducción.
    —¿Dijo tal cosa Koropatsky? ¿Cuándo habló contigo?
    —Poco antes de nuestra partida. Según razonó él, no era probable que le sucediera nada a Rotor en su camino hacia la Estrella Vecina y, puesto que no regresó, debió de haber encontrado un planeta para colonizar. Y ahí lo tenemos.
    —¿Y por qué te contó todo eso a ti, Crile?
    Fisher hizo una pausa para reflexionar, y luego dijo:
    —A él le interesaba que el planeta fuese explorado para un posible uso futuro por la Tierra cuando llegase el momento de evacuar nuestro viejo planeta.
    —¿Y por qué no me lo contó a mí? ¿Tienes alguna idea?
    —Según supongo, Tessa —continuó él con suma cautela—, pensó que yo sería más impresionable y mostraría mayor afán por explorar el planeta.
    —A causa de tu hija.
    —Él conocía la situación, Tessa.
    —¿Y por qué no me dijiste antes eso?
    —No estuve seguro de que te lo debiera contar. Pensé que sería mejor esperar y ver si Koropatsky tenía razón. Puesto que la tuvo, te lo digo ahora. Según su razonamiento, el planeta debe ser habitable.
    —Es un satélite —comentó la Wendel, enfadada a todas luces.
    —Una distinción que no implica diferencia.
    —Escucha, Crile. Nadie parece considerar mi posición en todo esto. Koropatsky te llena la cabeza de memeces para hacernos explorar ese sistema y luego regresar con noticias a la Tierra. Wu está ansioso porque regresemos con información incluso antes de alcanzar el sistema. Tú esperas ansioso la reunión con tu familia cualesquiera sean las consideraciones que se opongan a ello. En todo esto parece pensarse muy poco en el hecho de que yo soy la capitana y tomo las decisiones.
    La voz de Fisher se hizo suave y serena, tratando de calmar suspicacias.
    —Sé razonable, Tessa. ¿Qué decisiones hay que tomar? ¿Cuáles son tus preferencias? Dijiste que Koropatsky me llenó la cabeza de memeces; pero no es así. El planeta existe. O el satélite... si lo prefieres. Es preciso explorarlo. Su existencia puede significar vida para la Tierra. Ése puede ser un hogar para la Humanidad futura. Y una pequeña parte de la Humanidad puede estar ya ahí.
    —Sé razonable tú, Crile. Un mundo puede tener la temperatura y el tamaño adecuados y, no obstante, ser inhabitable por una variedad de razones. Al fin y al cabo, supón que tenga una atmósfera venenosa, o sea muy volcánico, o tenga un alto grado de radiactividad. Tiene sólo una estrella enana roja para recibir luz y calor, y está en la vecindad inmediata de una gran gigante gaseosa. No es un entorno normal para un mundo similar a la Tierra. ¿Cuáles pueden ser los efectos de ese entorno anómalo?
    —Pese a todo, es preciso explorarlo aunque sea sólo para asegurarse de que es inhabitable.
    —Para eso tal vez no sea necesario pasarse —dijo taciturna la Wendel—. Nos acercamos más y juzgaremos mejor. Por favor, Crile, trata de no anticiparte a los datos. Tu decepción me sería insoportable.
    Fisher asintió.
    —Lo intentaré... Sin embargo, Koropatsky dedujo la existencia de un planeta habitable cuando todo el mundo me decía que eso era totalmente imposible. Tú también, Tessa. Una vez y otra. Pero ahí lo tenemos, y podría ser habitable. Así que permíteme concebir esperanzas mientras pueda. Quizá la gente de Rotor se encuentre ahora en ese mundo, y quizá mi hija también.

    83

    Chao Li Wu dijo con cierta indiferencia:
    —La capitana está furiosa de verdad. Lo último que ella hubiera querido es encontrar aquí un planeta... un mundo, quiero decir, puesto que no nos permite llamarlo planeta... un mundo quizás habitable. Ello significa que deberemos explorarlo y regresar para informar. Sabes que no es eso lo que ella quiere. Esta es su única oportunidad de profundizar en el espacio. Una vez concluya nuestro viaje, ella habrá terminado para siempre. Otros trabajarán con la técnica superlumínica; otros explorarán el espacio. Ella se retirará para desempeñar sólo un cargo de asesora. Y lo odiará.
    —¿Qué me dices de ti, Chao Li? ¿Se te brindará la oportunidad de salir otra vez al espacio? —preguntó la Blankowitz.
    Wu titubeó.
    —No estoy seguro de querer ir vagabundeando por el espacio. No me da por la exploración. Pero... ¿sabes una cosa? Anoche me asaltó la disparatada idea de establecerme aquí... si es habitable. ¿Qué piensas tú?
    —¿Establecerme aquí? No, por supuesto. No digo que me guste estar ligada para siempre a la Tierra. Pero me agradaría volver allá, al menos una temporada antes de partir otra vez.
    —He estado cavilando acerca de eso. Este satélite es uno entre... digamos diez mil. ¿Quién se imaginaría un mundo habitable en un sistema de enana roja? Se debería explorar. Yo estoy dispuesto incluso a dedicarle mi tiempo y dejar que otro vuelva a la Tierra para que se cuide de mi prioridad acerca del efecto gravitatorio. ¿Te prestarías a proteger mis intereses, Merry?
    —Claro que sí, Chao Li. Y también la capitana Wendel. Ella tiene todos los datos, con firmas y testigos.
    —Entonces me quedo tranquilo. Y creo que la capitana se equivoca al querer explorar la Galaxia. Podría visitar un centenar de estrellas sin ver un mundo tan desusado como éste. ¿Por qué molestarse con la cantidad cuando se tiene al alcance la calidad?
    —Por mi parte —dijo la Blankowitz—, creo que lo que la perturba es la hija de Fisher. ¿Qué pasará si la encuentra?
    —¿Y qué? Se la podrá llevar consigo a la Tierra. ¿Por qué habría de importarle eso a la capitana?
    —Hay también una esposa, ya sabes.
    —¿Has oído que él la mencione alguna vez?
    —Eso no significa que no...
    La boca de la Blankowitz se cerró de súbito porque acababa de oírse un ruido fuera. Poco después, Crile Fisher entró y saludó con la cabeza a ambos.
    La Blankowitz dijo presurosa como si quisiera anular la conversación anterior.
    —¿Ha terminado Henry con la espectroscopia?
    Fisher negó con la cabeza.
    —No puedo decirte. El pobre hombre está nervioso. Teme interpretar las cosas al revés, supongo.
    —Vamos —terció Wu—. La computadora hace toda la interpretación. Henry se puede escudar con ella.
    —¡No, no puede! —replicó enfervorizada la Blankowitz—. ¡Me gusta eso! Vosotros, los teorizantes, creéis que todo cuanto hacemos los observadores es manejar la computadora, darle una palmadita o dos, decir «buen perrito» y luego leer los resultados. Lo que la computadora dice depende de lo que pongas en ella, y jamás oí que un teorizante reciba una observación que no le gusta sin culpar al observador. Ni una sola vez les he escuchado decir «algo no funciona bien en esa compu...».
    —¡Alto ahí! —interrumpió Wu— No llenemos de recriminaciones esta cámara. ¿Acaso me has oído alguna vez culpar a los observadores?
    —Si no te gustaron las observaciones de Henry...
    —Las acepto de todas formas. No tengo ninguna teoría acerca de ese mundo.
    —Y ésa es la razón de que admitas cuanto él te entregue.
    En ese momento entró Henry Jarlow, seguido por Tessa Wendel.
    Él parecía una nube que no supiera si debía llover o no.
    —Muy bien, Jarlow —dijo la Wendel—, ya estamos todos aquí. Ahora cuéntenos. ¿Qué aspecto tiene?
    —Lo malo es —dijo Jarlow— que la luz de esa endeble estrella no tiene los suficientes ultravioletas para levantar ampollas en la piel de un albino. He tenido que trabajar con microondas, lo cual me ha dicho al instante que hay vapor de agua en la atmósfera de ese mundo.
    La Wendel desechó aquello con un impaciente encogimiento de hombros.
    —No necesitamos que nos cuentes eso. Un mundo tan grande como la Tierra y con una temperatura adecuada para el agua líquida, tendrá sin duda agua y, por consiguiente, vapor de agua. Eso le hace subir un grado en las posibilidades de habitabilidad. Pero sólo un grado que ya era de esperar.
    —¡Ah, no! —replicó molesto Jarlow— Es habitable. De eso no hay duda.
    —¿Porque tiene vapor de agua?
    —No. Tengo algo mejor que eso.
    —¿El qué?
    Jarlow lanzó miradas sombrías a los otros cuatro y dijo:
    —¿Creeríais que un mundo es habitable si lo vieseis habitado?
    —Sí, creo que me sentiría inclinado a pensarlo así —dijo flemático Wu.
    —¿Pretendes decirme que, desde esta distancia, puedes ver si está habitado? —inquirió con aspereza la Wendel.
    —Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo, capitana. Hay oxígeno liberado en la atmósfera... y abundante. ¿Puedes decirme cómo es posible eso sin la fotosíntesis? ¿Y decirme cómo puede haber fotosíntesis sin la presencia de vida? ¿Y cómo un planeta puede ser inhabitable si posee el oxígeno productor de vida?
    Por unos instantes reinó un silencio mortal. Luego, la Wendel dijo:
    —Eso es muy improbable, Jarlow. ¿Estás seguro de no haber confundido la programación?
    La Blankowitz enarcó las cejas mirando a Wu como si quisiera decirle, «¿lo ves?».
    Jarlow replicó muy tieso:
    —Nunca he confundido una programación, como quieres dar a entender; pero desde luego estoy dispuesto a admitir rectificaciones si alguien cree conocer mejor que yo el análisis de los infrarrojos atmosféricos. No es campo de mi competencia, pero he seguido con sumo cuidado las directrices de Blanc y Nkrumah al respecto.
    Crile Fisher, que había ganado aplomo desde el incidente provocado por la propuesta de Wu para volver a casa, no vaciló en exponer su criterio.
    —Escucha —dijo—, eso será confirmado o negado cuando nos acerquemos más. Pero entretanto ¿por qué no aceptar el análisis del doctor Jarlow y ver hasta dónde nos lleva? Si hay oxígeno en la atmósfera de ese satélite, deberemos suponer que está formado como la Tierra, ¿no?
    Todos los ojos se volvieron hacia él.
    —¿Formado como la Tierra? —exclamó con mirada vacía Jarlow.
    —Sí, formado como la Tierra. ¿Por qué no? Tenéis ese mundo que es adecuado para la vida si no fuera porque su atmósfera, compuesta por bióxido de carbono y nitrógeno, es similar a la de los mundos sin vida, como Marte y Venus; pero cuando echéis algas en el océano podréis decir muy pronto, «adiós, bióxido de carbono» y «hola, oxígeno». O tal vez tengáis otra solución. Yo no soy un experto.
    Todos siguieron mirándolo.
    Fisher prosiguió:
    —La razón que me induce a hacer tal sugerencia es que recuerdo los coloquios sobre la formación de tierra en las granjas de Rotor. Yo trabajaba allí. Incluso había algunos seminarios sobre la formación de tierra a los que yo asistía por creerlos relacionados con el programa de hiperasistencia. No fue así, pero al menos me informé sobre la formación de tierra.
    Por fin Jarlow dijo:
    —En todo cuanto oíste sobre la formación de tierra, Fisher, ¿no recuerdas por ventura si alguien dijo cuánto tiempo requeriría eso?
    Fisher abrió los brazos.
    —Explícalo tú, doctor Jarlow.
    —Está bien. Rotor requirió dos años para llegar aquí... si es que ha llegado. Si todo Rotor fuera de alga sólida, se le sumergiera en el océano, viviera, creciera y produjera oxígeno, me imagino que requeriría varios milenios para alcanzar el nivel actual en el que, según mis cálculos, el contenido de oxígeno es del dieciocho por ciento con leves trazas de bióxido de carbono. Y si tuviera unas condiciones sumamente favorables, serían quizá centenares de años. Desde luego, requeriría mucho más de trece. Y, por supuesto, las algas terrestres se adaptan a las condiciones de la Tierra. En otro mundo, las algas podrían no crecer o hacerlo con suma lentitud hasta su adaptación. Trece años no significarían cambio alguno.
    Fisher pareció imperturbable.
    —¡Ah! Pero allí hay montañas de oxígeno y ningún bióxido de carbono, de modo que, si eso no obedece a la acción de Rotor, ¿a qué obedece? ¿No se os ocurre que debemos presuponer que hay vida no terrestre en ese mundo?
    —Es lo que yo he empezado a pensar —dijo Jarlow.
    La Wendel respondió:
    —Es lo que todos hemos pensado de inmediato. La vegetación local está sometida a fotosíntesis. Ello no significa ni por un instante que los rotorianos estén en ese mundo o que hayan alcanzado siquiera ese sistema.
    Fisher evidenció fastidio.
    —Bien, capitana —dijo con exagerada ceremonia—, debo hacer observar que ello no significa tampoco que los rotorianos no estén en ese mundo o no hayan alcanzado ese sistema. Si el planeta tiene vegetación propia, quiere decir que no se requiere formación de tierra y que los rotorianos pueden establecerse allí sin más preámbulos.
    —No sé... —dijo la Blankowitz—. Yo diría que no hay ninguna probabilidad razonable de que la vegetación de un planeta extraño sirva para nutrir a seres humanos. Dudo de que los seres humanos pudieran digerirla y, si lo hacían, que fueran capaces de asimilarla. Sin duda habría muchas probabilidades de que fuese venenosa. Y si existiese vida vegetal, existiría también vida animal; y no sabemos cuáles serían las consecuencias de eso.
    —Aun siendo así —dijo Fisher—, resultaría posible que los rotorianos nos acotaran un terreno, eliminaran dentro de él la vida nativa y sembraran sus propias semillas. Y me imagino que esa plantación alienígena... si os parece bien denominarla así... crecería con los años.
    —Una suposición tras otra —gruñó la Wendel.
    —En cualquier caso —dijo Fisher—, es inútil sentarse aquí para imaginar escenarios, cuando lo lógico será explorar ese mundo lo mejor que podamos... y desde la menor distancia posible. Incluso desde su propia superficie... si tal cosa fuera factible.
    —Yo estoy de acuerdo por completo —dijo Wu con inusitada energía.
    La Blankowitz se manifestó también:
    —Soy biofísica, y si hay vida en el planeta deberemos explorarlo, sea lo que sea lo que tenga.
    La Wendel fue mirando de uno en otro y, enrojeciendo un poco, dijo:
    —Supongo que debemos hacerlo.

    84

    —Cuanto más nos acerquemos y más información acumulemos —dijo Tessa Wendel—, tanto más confuso será todo. ¿Hay alguna duda de que esto parece un mundo muerto? No hay iluminación en el hemisferio nocturno; no hay ningún signo de vegetación ni de otra forma de vida.
    —Ningún signo sobresaliente —puntualizó con frialdad Wu—; pero algo debe ocurrir ahí para que se mantenga el oxígeno en el aire. Como no soy químico, no se me ocurre ningún proceso químico que pueda hacer ese malabarismo. ¿Se le ocurre a alguien? —y, sin esperar respuesta, prosiguió—: De hecho, dudo mucho que un químico pudiera ofrecer una explicación química. Si el oxígeno está ahí, debe de ser un proceso biológico el que lo produce. No sabemos de ninguna otra cosa.
    La Wendel dijo:
    —Si decimos eso, estaremos juzgando a partir de nuestra experiencia con una atmósfera que contiene oxígeno. La de la Tierra. Tal vez se rían de nosotros algún día. Podría resultar que la Galaxia está sembrada de atmósferas con oxígeno, y entonces pasaríamos a la historia como unos cándidos a causa de nuestra experiencia con el único planeta que es un fenómeno y tiene una fuente biológica de oxígeno.
    —No —objetó encolerizado Jarlow—. No puedes ir por ese camino, capitana. Puedes describir todo tipo de escenarios, pero no esperar que las leyes de la Naturaleza cambien según tu conveniencia. Si quieres tener una fuente no biológica de una atmósfera conteniendo oxígeno, deberás proponer un mecanismo ad hoc.
    —Pero —objetó la Wendel— no hay rastros de clorofila en la luz reflejada por ese mundo.
    —¿Por qué habría de haberla? —protestó Jarlow—. Hay probabilidades de que se haya formado una molécula algo diferente bajo la presión selectiva de la luz procedente de la estrella enana roja. ¿Se me permite una sugerencia?
    —Hazla, por favor —murmuró amargada la Wendel—. Hasta ahora no has hecho otra cosa.
    —Muy bien. En verdad, todo cuanto podemos decir es que el suelo de ese mundo parece estar completamente desprovisto de vida. Eso no tiene el menor significado. Hace cuatrocientos millones de años el suelo de la Tierra era igualmente estéril, pero el planeta tenía una atmósfera de oxígeno y vida abundante.
    —Vida marina.
    —Sí, capitana. La vida marina no tiene nada de malo. Y eso incluye las algas y sus equivalentes, plantas microscópicas que pasarían perfectamente por fábricas de oxígeno. Las algas en los mares terrestres producen el ochenta por ciento del oxígeno que va a la atmósfera cada año. ¿Acaso no lo explica eso todo? Explica el oxígeno de la atmósfera, y también explica la aparente falta de vida en el suelo. Asimismo significa que podemos explorar sin miedo ese planeta posándonos sobre la superficie estéril del mundo, y estudiando el mar con los instrumentos que llevamos... Dejando el trabajo minucioso a futuras expediciones que dispongan del equipo conveniente.
    —Sí; pero los seres humanos son animales terrestres. Si Rotor ha alcanzado este sistema habrá intentado colonizar el suelo, y no hay señales de tal colonización. ¿Es necesario de verdad proceder a la investigación de este mundo? —preguntó la capitana.
    —¡Ah, si! —se apresuró a contestar Wu—. No podemos regresar con un puñado de deducciones. Necesitamos algunos hechos. Pudiera haber sorpresas.
    —¿Esperas alguna? —inquirió algo irritada la Wendel.
    —Poco importa que la espere o no. ¿Acaso podemos volver a la Tierra y decirles que, sin echar siquiera una mirada, estuvimos seguros de que no habría sorpresas? Eso no sería muy razonable.
    —Me parece —dijo la Wendel— que tu cambio de idea ha sido bastante drástico. No hace mucho estabas dispuesto a regresar sin que nos acercáramos siquiera a la Estrella Vecina.
    —Si mal no recuerdo —replicó Wu—, se me hizo cambiar de idea. Sea como sea, debemos explorar, dadas las circunstancias. Sé, capitana, que es fácil caer en la tentación de aprovechar esta oportunidad para visitar unos cuantos sistemas de estrellas; pero ahora tenemos a la vista un mundo que parece habitable, y debemos regresar a la Tierra con la máxima información posible sobre algo que pudiera ser mucho más importante para nuestro planeta en un sentido práctico que una especie de catalogación de las estrellas más próximas. Además... —al decir esto señaló, casi con gesto de sorpresa, por el gran visor— quiero echar una ojeada de cerca a ese mundo. Tengo la sensación de que será completamente seguro.
    —¿Una sensación? —inquirió sardónica la Wendel.
    —Es permisible tener intuiciones, capitana.
    Merry Blankowitz dijo con voz algo ronca:
    —Yo tengo también mis intuiciones, capitana, y me hallo algo inquieta.
    La Wendel miró asombrada a la joven y le preguntó:
    —¿Estás llorando, Blankowitz?
    —No, no exactamente, capitana. Sólo es que me siento muy intranquila.
    —¿Por qué?
    —He estado utilizando el DN.
    —¿El detector neurónico? ¿Para ese mundo vacío? ¿Por qué?
    —Porque vine aquí para utilizarlo —respondió la Blankowitz...Y porque ésa es mi función.
    —Y los resultados han sido negativos, claro —se adelantó a completar la Wendel—. Lo siento, Blankowitz. Ya se te ofrecerán nuevas oportunidades si visitamos otros sistemas de estrellas.
    —Pero ésa es la cuestión, capitana. El resultado no ha sido negativo. Detecto inteligencia en ese mundo, y por eso estoy tan inquieta. Es un resultado ridículo, y no sé lo que marcha mal.
    —Quizás el artilugio no funcione —terció Jarlow—. Es tan moderno que no me sorprendería su falta de eficacia.
    —¿Pero por qué no funciona? ¿Nos está detectando a nosotros, aquí, en la nave? ¿O me está dando, sencillamente, un positivo falso? Lo he comprobado. La pantalla protectora se halla en perfectas condiciones, y si el detector neurónico diese un positivo falso, yo lo encontraría también en otros lugares. Por ejemplo, no hay respuesta positiva de la gigante gaseosa, ni de la Estrella Vecina, ni de los puntos elegidos al azar en el espacio, pero cada vez que le hago barrer el satélite, obtengo una respuesta.
    —¿Quieres decir que en ese mundo donde no podemos detectar vida, tú detectas inteligencia?
    —Es una respuesta mínima. Apenas puedo captarla.
    —¿Qué me dices del punto expuesto por Jarlow, capitana? —intervino Fisher—. Si hay vida en el océano de ese mundo y no la detectamos porque el agua es opaca, podría haber vida inteligente, y quizá sea eso lo que detecta la doctora Blankowitz.
    —Fisher tiene razón —apoyó Wu—. Después de todo, no es probable que la vida en el mar, por muy inteligente que sea, tenga una tecnología. No se puede tener fuego dentro del mar. La vida no tecnológica no se hace muy evidente pero puede ser inteligente. Ahora bien, una especie, por muy inteligente que sea, no es de temer sin tecnología, sobre todo si no puede abandonar el mar y nosotros permanecemos en tierra. Sólo hace más interesante las cosas y más imperativa la necesidad de investigar.
    La Blankowitz dijo con fastidio:
    —Todos vosotros estáis hablando tanto y tan aprisa que no me dejáis decir ni una palabra. Todos estáis equivocados. Si hubiese vida humana inteligente, yo obtendría una respuesta positiva sólo de los océanos. Y la obtengo de todas partes con la misma uniformidad. Tierra y mar. No lo entiendo en absoluto.
    —¿También en tierra? —inquirió con evidente incredulidad la Wendel—. Debe de haber algún error.
    —Creo poder explicarlo —dijo Fisher.
    Todas las miradas se volvieron hacia él haciéndole adoptar una actitud defensiva.
    —No soy un científico, claro está —advirtió—; pero eso no significa que no pueda ver algo que resulta evidente. Hay inteligencia en el mar pero no podemos verla porque está oculta bajo las aguas. Está bien, eso tiene sentido. Pero hay también inteligencia en tierra. Asimismo oculta. Es subterránea.
    —¿Subterránea? ¿Por qué había de ser subterránea? No hay nada nocivo en el aire, ni en la temperatura, ni en nada de lo que podemos detectar. ¿Existe alguna razón para ocultarse?
    —La luz, por lo pronto —contestó contundente Fisher—. Estoy hablando de los rotorianos. Suponed que ellos colonizaron el planeta. ¿Por qué habrán de querer permanecer bajo la luz roja de la Estrella Vecina, una luz en la que no florecería la vida vegetal rotoriana y ellos mismos se deprimirían? Bajo tierra, tendrían luz artificial que les favorecería, así como a sus plantas. Además...
    Fisher hizo una pausa, y la Wendel le apremió:
    —Adelante. ¿Qué más?
    —Bueno, necesitáis entender a los rotorianos. Ellos viven dentro de un mundo. Es a lo que están acostumbrados y lo que consideran normal. No encontrarían cómodo sentirse pegados a la piel externa del mundo. Así pues, excavarían como una cosa natural.
    La Wendel dijo:
    —Estás insinuando que el detector neurónico de la Blankowitz ha detectado la presencia de seres humanos bajo la superficie del planeta.
    —Sí. ¿Por qué no? El grosor del suelo entre sus cavernas y la superficie es lo que debilita la respuesta de lo que mide el detector neurónico.
    —Pero la Blankowitz obtiene más o menos la misma respuesta de la tierra y del mar —objetó la Wendel.
    —Por el planeta entero. Es muy uniforme —dijo la Blankowitz.
    —Está bien —continuó Fisher—. Inteligencia nativa en el mar, rotoriana bajo tierra. ¿Por qué no?
    —Aguardad —intervino de pronto Jarlow—. Tú obtienes respuestas por todas partes. ¿No es verdad, Blankowitz?
    —Por todas partes. He detectado unos ligeros altibajos, pero la respuesta es tan exigua que no puedo estar segura. Sin duda parece haber una inteligencia por todos los lugares del planeta.
    —Supongo que eso es posible en el mar. ¿Pero cómo puede serlo en la tierra? Por lo visto te figuras que en trece años, ¡trece años nada más!, los rotorianos han excavado una red de túneles bajo toda la superficie de ese mundo. Si tú obtuvieses respuesta de un área, o incluso de dos... muy pequeñas, tomando una fracción mínima de la superficie del mundo... yo consideraría la posibilidad de que los rotorianos excavasen. ¿Pero toda la superficie? ¡Por favor! Eso cuéntaselo a tu tía.
    Wu dijo:
    —¿Debo suponer, Henry, que estás sugiriendo una inteligencia alienígena subterránea por toda la superficie del planeta?
    Jarlow respondió:
    —No creo que podamos llegar a otra conclusión a menos que consideremos completamente ineficaz el dispositivo de Blankowitz.
    —En tal caso —dijo la Wendel me pregunto si es seguro ir abajo e investigar. Una inteligencia alienígena no es por fuerza una inteligencia amigable, y la Superlumínica no está equipada para hacer la guerra.
    —No creo que debamos renunciar —insistió Wu—. Es preciso averiguar qué tipo de vida inteligente está presente ahí y como podrá interferir, si se da el caso, en los planes que forjemos para evacuar la Tierra y venir aquí.
    —Hay un lugar —explicó Blankowitz— donde la respuesta es un poco más intensa que en otras partes. No mucho. ¿Debo intentarlo otra vez?
    —Adelante. Inténtalo —le indicó la Wendel—. Nosotros podemos examinar minuciosamente los alrededores y luego decidir si descendemos o no.
    Wu sonrió condescendiente.
    —Estoy seguro de que no habrá peligro alguno.
    —Pero no consigo encontrarlo —insistió la Blankowitz—. Eso es lo inquietante. En suma, no lo entiendo —luego, murmuró como si ella se hallase extenuada— : Es muy débil, por supuesto, pero está ahí.
    La Wendel se limitó a fruncir el ceño.

    85

    Lo más peculiar acerca de Saltade Leverett (según la opinión de Janus Pitt) era que le encantaba el cinturón asteroidal. Al parecer, había ciertas personas que disfrutaban de verdad con el vacío, que adoraban lo inanimado.
    —No me desagrada la gente —solía justificarse Leverett—. Puedo obtener todo cuanto deseo de ella a través de la holovisión... Puedo hablar, escucharla, reír... Puedo hacer todo excepto tocarla y olerla. ¿Y quién quiere hacer eso? Además, estamos construyendo cinco Establecimientos en el cinturón asteroidal y puedo visitar cualquiera de ellos para saciarme de gente y olerla. ¿Y de qué me sirve eso?
    Más tarde, cuando él llegó a Rotor, la «metrópoli», como insistió en llamarle, se pasó el tiempo mirando a derecha e izquierda como si temiera que la gente le asfixiara.
    Incluso contempló con recelo las sillas y las ocupó restregándose sobre el asiento como si esperara neutralizar el aura que hubiera dejado allí el trasero precedente.
    Janus Pitt había pensado siempre en él como el comisario idóneo para el Proyecto Asteroidal. Y, efectivamente, ese cargo le procuraba libertad plena en todo lo referente al cerco exterior del Sistema Nemesiano, el cual incluía no sólo los Establecimientos en vías de construcción sino también el Servicio de Exploración.
    Aquel día ambos habían terminado su almuerzo en el alojamiento privado de Pitt, pues Saltade preferiría pasar hambre a almorzar en un comedor que estuviese frecuentado por el público (aunque fuera sólo una tercera persona desconocida para él). A Pitt le había sorprendido hasta cierto punto que Leverett se aviniera a comer con él.
    Lo estudió con disimulo. Leverett era tan flaco y correoso, daba tal impresión de estar compuesto por tendones y cartílagos, que no parecía haber sido nunca joven ni tener probabilidades de hacerse viejo. Sus ojos eran de un azul desvaído, su pelo de un amarillo pajiza
    —¿Cuándo fue la última vez que estuviste en Rotor, Saltade? —preguntó Pitt.
    —Hace casi dos años, y me parece muy descortés por tu parte, Janus, que me hagas pasar este trago.
    —¿Por qué? ¿Qué he hecho yo? No te he convocado; pero, ya que estás aquí, viejo amigo, sé bienvenido.
    —Más valdría que me hubieses convocado. ¿Qué significa ese mensaje que enviaste diciendo que no se te molestara con pequeñeces? ¿Acaso has alcanzado un punto en el que te sientes tan grande que quieres sólo cosas grandiosas?
    La sonrisa de Pitt fue un poco forzada.
    —No sé de qué estás hablando, Saltade.
    —Ellos tenían un informe para ti. Detectaron una ligera radiación proveniente del exterior. Así pues, te lo enviaron. Y tú lo devolviste junto con un memorando de esos tuyos tan especiales diciendo que no se te molestara.
    —¡Ah, eso!
    (Pitt lo recordó. Había sido un momento de irritación y compasión de sí mismo. Él tenía derecho a irritarse algunas veces, no faltaba más.)
    —Bueno —dijo—, vosotros os encargáis de vigilar la llegada de Establecimientos. No deberían molestarme con asuntos de menor importancia.
    —Si es ésa tu actitud, conforme. Pero resulta que ellos han encontrado algo que no es un Establecimiento y no quieren darte cuenta a ti. Me han informado a mí y me han pedido que te lo transmita, pese a tu orden de que no se te moleste con minucias. Se figuran que mi tarea es habérmelas contigo, Janus. Pero yo preferiría no hacerlo. ¿Te estás convirtiendo en un tipo arisco en tu poderosa vejez?
    —No sigas por ese camino, Saltade. ¿Qué es lo que te han comunicado? —inquirió Pitt con algo más que una sombra de malhumor.
    —Han localizado una nave.
    —¿Qué quieres decir con una... nave? ¡No será un Establecimiento!
    Leverett alzó una mano nudosa.
    —Nada de Establecimiento. Dije una nave.
    —No entiendo...
    —¿Qué hay que entender? ¿Acaso necesitas una computadora? Si es así, ahí está la tuya. Una nave es un vehículo que surca el espacio con una tripulación a bordo.
    —¿De qué tamaño?
    —Podría transportar media docena de personas, supongo.
    —Entonces será una de las nuestras.
    —No lo es. Se sabe dónde está cada una de las nuestras. Esta no es de factura rotoriana, sencillamente. Tal vez el Servicio de Exploración se haya resistido a hablar contigo sobre el caso; pero ha hecho cierto trabajo por su cuenta. Ninguna computadora en el sistema ha estado relacionada con la construcción de una nave como ésa, y nadie puede haber construido una nave así sin la intervención de computadoras en alguna fase del trabajo.
    —Entonces... ¿Cuál es tu conclusión?
    —Que no es una nave rotoriana. Procede de alguna otra parte. Mientras hubo una leve posibilidad de que hubiese sido fabricada por nosotros, mis muchachos guardaron silencio y no te molestaron, según tus instrucciones. Cuando se comprobó de forma definitiva que no era una de las nuestras, me pasaron la información y dijeron que se te debería notificar; pero que ellos no lo iban a hacer. Ya sabes, Janus, que a partir de cierto punto pisotear a las personas es contraproducente.
    —Cállate —le cortó malhumorado Pitt—. ¿Cómo puede no ser rotoriana? ¿De dónde podría proceder si no?
    —Creo que proviene del Sistema Solar.
    —¡Imposible! Una nave de ese tamaño, según la describes, con media docena de personas a bordo no podría haber realizado semejante viaje desde el Sistema Solar. Aunque ellos hubiesen descubierto la hiperasistencia, lo cual es muy concebible, media docena de personas encerradas en un angosto recinto durante dos años largos no podrían terminar vivas la travesía. Quizás haya algunas tripulaciones ejemplares, bien adiestradas y particularmente aptas para esa tarea, que puedan hacer ese viaje y terminar sanas y salvas, al menos en parte. Pero nadie del Sistema Solar se arriesgaría a eso. Sólo un Establecimiento completo, un mundo en sí mismo ocupado por personas habituadas a ello desde su nacimiento, podría emprender una travesía interestelar y hacerlo bien.
    —No obstante —insistió Leverett—, aquí tenemos una nave pequeña de fabricación no rotoriana. Eso es un hecho, y no tienes más remedio que aceptarlo así, créeme. ¿De dónde piensas que provienen? La estrella más cercana es el Sol. También es un hecho. Si no proviniese del Sistema Solar, provendría de otro sistema de estrellas, y ese trayecto requeriría mucho más de dos años largos. Y si dos años largos es un imposible, cualquier otra cosa lo será más.
    —Supón que no sean humanos —sugirió Pitt—. Supón que ésas son otras formas de vida con otra psicología, y que pueden resistir largos viajes en angostos recintos.
    —O supón que son seres de este tamaño... —Leverett mostró el pulgar y el índice separados apenas un centímetro— y que la nave es como un establecimiento para ellos. Pues bien; no es así. No son alienígenas. No son menudencias. Esa nave no es rotoriana pero sí humana. Nosotros esperamos que los alienígenas se diferencien por completo de los seres humanos y construyan naves totalmente distintas de las humanas. Esa nave es una vehículo humano de punta a cabo, incluido el número codificado de serie en su costado, escrito con el alfabeto terrestre.
    —¡No me dijiste eso!
    —No creí que fuese necesario.
    —Puede ser una nave humana, pero estar automatizada —dijo Pitt—. Podría llevar autómatas a bordo.
    —Podría... —admitió Leverett—. En tal caso, deberíamos pulverizarla, ¿no? Si no lleva seres humanos a bordo, no habrá problemas éticos. Se destruirá una propiedad; pero, después de todo, ellos son intrusos.
    —Lo consideraré —contestó Pitt.
    Leverett sonrió de oreja a oreja.
    —No lo hagas. Esa nave no ha pasado dos años o más viajando por el espacio.
    —¿Qué quieres decir?
    —¿Has olvidado en qué condiciones se hallaba Rotor cuando llegamos aquí? Pasamos más de dos años haciendo esa travesía, y la mitad del tiempo marchamos por el espacio normal con una velocidad inferior a la de la luz. A esa velocidad la superficie quedó desgastada por la colisión con átomos, moléculas y partículas de polvo. Ello requirió muchas reparaciones y pulimento si mal no recuerdo. ¿No te acuerdas tú?
    —¿Y esa nave? —inquirió Pitt sin molestarse en decir si se acordaba o no.
    —Tan pulida como si hubiese recorrido unos cuantos millones de kilómetros a velocidades ordinarias.
    —Eso es imposible. No me importunes con estos juegos.
    —Nada de imposible. Unos cuantos millones de kilómetros a velocidades ordinarias es todo lo que ha hecho. El resto del camino... hiperespacio.
    Pitt empezó a perder la paciencia.
    —¿De qué estás hablando?
    —Vuelo superlumínico. Lo han conseguido.
    —Eso es teóricamente imposible.
    —¿Lo es? Bueno, si conoces algún otro modo de explicar todo esto, adelante.
    Pitt lo miró boquiabierto.
    —Pero...
    —Lo sé. Los físicos dicen que es imposible. No obstante ésos lo tienen, sea como sea. Ahora déjame decirte una cosa. Si ellos tienen el vuelo superlumínico, tendrán también la comunicación superlumínica. Entonces el Sistema Solar sabe que están aquí, y sabe lo que está sucediendo. Si pulverizamos esa nave, el Sistema Solar se enterará y, al cabo del tiempo, surgirá del espacio una flota de naves similares; pero esta vez disparándonos.
    —Entonces... ¿qué harías tú?
    Por unos instantes, Pitt se sintió incapaz de pensar.
    —¿Qué se puede hacer salvo reservarles una acogida amigable y averiguar lo que son, quiénes son, lo que están haciendo y lo que desean? Ahora bien, opino que ellos se proponen posarse en Erythro.
    —Nosotros deberemos hacerlo también para hablarles.
    —¿En Erythro?
    —Si ellos están en Erythro, Janus, ¿dónde quieres que estemos nosotros? Hemos de hablar con ellos. Hemos de aprovechar esa oportunidad.
    Pitt notó que su cerebro empezaba a funcionar otra vez.
    —Puesto que lo estimas necesario, ¿querrás hacerlo tú mismo? Con una nave y su tripulación, claro está.
    —¿Quieres decir que tú no lo harás?
    —¿Como comisario? No puedo ir allá abajo para recibir a una nave desconocida.
    —Impropio de la dignidad oficial. Ya veo. Así que yo he de hacer frente sin ti a los alienígenas, o a las menudencias, o a los autómatas, o a quienesquiera que sean.
    —Por supuesto estaré en contacto constante, Saltade, con voz e imagen.
    —Pero a distancia.
    —Sí. Ten presente que la misión cumplida por tu parte será adecuadamente recompensada.
    —¡Ah! ¿Sí? En tal caso...
    Leverett lanzó una mirada calculadora a Pitt.
    Pitt aguardó un momento y luego preguntó:
    —¿Vas a fijar un precio?
    —Voy a sugerir un precio. Si deseas que me encuentre con esa nave en Erythro, quiero Erythro.
    —¿Qué significa eso?
    —Quiero Erythro como mi hogar. Estoy cansado de los asteroides. Estoy cansado de la exploración. Estoy cansado de la gente. He tenido más que suficiente. Quiero un mundo entero y vacío. Quiero construir una agradable vivienda, obtener alimentos y accesorios de la Cúpula, tener mi propia granja y mis propios animales, si consigo criarlos bien.
    —¿Desde cuándo ambicionas eso?
    —No lo sé. Ha estado naciendo dentro de mí. Desde que vine aquí y eché un buen vistazo a Rotor con todas sus multitudes y sus ruidos, Erythro me pareció cada vez más apetecible.
    Pitt frunció el entrecejo.
    —Entonces ya sois dos. Eres exactamente igual que esa chica medio loca.
    —¿Qué chica medio loca?
    —La hija de Eugenia Insigna. Supongo que conoces a Insigna.
    —¿La astrónoma? Claro que sí. Pero no a su hija.
    —Completamente loca. Quiere quedarse en Erythro.
    —Eso no me parece una locura. Al contrario, lo considero muy razonable. De hecho, si ella quiere quedarse en Erythro, yo podría aguantar a una mujer...
    Pitt alzó el índice.
    —He dicho «chica».
    —¿Qué edad tiene?
    —Quince.
    —¡Ah! Bueno se hará mayor. Por desgracia yo también.
    —Ella no es una de tus enloquecedoras beldades.
    —Si me echas una buena mirada, Janus, tampoco lo soy yo. ¿Aceptas mis condiciones?
    —¿Quieres que se registre en la computadora?
    —Puro formulismo, ¿eh, Janus?
    Pitt no sonrió.
    —Está bien. Procuraremos observar dónde se posa esa nave, y te prepararemos para Erythro.

    XXXVI. ENCUENTRO

    86

    Eugenia Insigna dijo con un tono que hacía pensar que estaba debatiéndose entre el desconcierto y el descontento:
    —Esta mañana Marlene estaba cantando. Cantaba una canción que dice: «Hogar, hogar en las estrellas, donde todos los mundos se mecen en libertad... »
    —Conozco la canción —dijo Siever Genarr—.Te la cantaría si supiera la música.
    Ambos acababan de terminar el almuerzo. Ahora almorzaban juntos cada día, algo que Genarr aguardaba expectante y con tranquila satisfacción aunque Marlene fuera, invariablemente, el tema de conversación y Genarr intuyera que Insigna recurría a él sólo por desesperación, pues ¿con quién, si no, podía hablar sin reservas sobre la cuestión?
    Sin embargo, a él no le importaba. Cualquier pretexto era bueno.
    —Antes no la he oído nunca cantar —comentó Insigna—. Siempre pensé que no sabía. Y la verdad es que tiene una agradable voz de contralto.
    —Debe ser señal de que ahora se siente feliz... o emocionada, o satisfecha... o cualquier otra cosa. Tengo la impresión de que ella ha encontrado su lugar en el universo, su única razón para vivir. Casi todos nosotros, Eugenia, seguimos adelante buscando un significado personal de la vida y acabamos conformándonos con cualquier cosa desde la desesperación clamorosa hasta la serena resignación. Yo mismo soy el tipo sereno y resignado.
    Insigna consiguió sonreír.
    —Sospecho que no piensas eso de mí.
    —Tú no eres dada a la desesperación clamorosa, Eugenia; pero tiendes a seguir luchando en batallas perdidas.
    Ella dejó caer los párpados.
    —¿Te refieres a Crile?
    —Si es lo que crees, no hay más que hablar —dijo Genarr—. Pero, a decir verdad, yo estaba pensando en Marlene. Ella ha salido una docena de veces. Le encanta. Eso la hace feliz. Sin embargo, tú te quedas sentada aquí forcejeando con el terror. ¿Qué es lo que te preocupa al respecto, Eugenia?
    Insigna caviló mientras paseaba el tenedor por el plato. Al fin dijo:
    —Es la sensación de pérdida. Lo injusto de esta cuestión. Crile hizo su elección y yo lo perdí. Marlene ha hecho su elección y la estoy perdiendo... si no a causa de la plaga, en favor de Erythro.
    —Lo sé.
    Él hizo ademán de cogerle la mano y Eugenia se la entregó con cierto aire de ensimismamiento, mientras decía:
    —Marlene se halla cada vez más ansiosa por salir a ese yermo absoluto, y cada vez menos interesada en estar con nosotros. A su debido tiempo encontrará algún medio para vivir ahí fuera y retardar de forma creciente su regreso, hasta desaparecer.
    —Es muy probable que tengas razón; pero la vida entera es una sinfonía de sucesivas pérdidas. Uno pierde su juventud y sus padres, sus amores y sus amigos, sus comodidades, su salud y, por último, su vida. Negar la pérdida significa que, además de perderlo todo, pierdes el dominio de ti mismo y la tranquilidad de espíritu.
    —Ella no fue nunca una criatura feliz, Siever.
    —¿La culpas por eso?
    —Yo debiera haber sido más comprensiva.
    —Nunca es demasiado tarde para empezar. Marlene quería un mundo entero y ahora lo tiene. Quería transformar lo que ha sido siempre una penosa facultad personal en un método para comunicarse directamente con otra mente. Y ahora lo ha conseguido. ¿La forzarías a que renunciase a eso? ¿Intentarías evitar la pérdida de su presencia más o menos continua, infligiéndole una pérdida bastante mayor de lo que tú y yo podemos concebir... la utilización legítima de su insólito cerebro?
    Insigna rió un poco, aunque sus ojos estuvieran anegados de lágrimas.
    —Eres tan persuasivo, Siever, que podrías convencer a un conejo para que saliera de su madriguera.
    —¿Lo crees así? Sin embargo, mis discursos no fueron nunca tan efectivos como los silencios de Crile.
    —Hubo otras influencias —explicó Insigna, y frunció el entrecejo—. No importa. Ahora tú estás aquí, Siever, y eres un gran consuelo para mí.
    Genarr dijo entristecido:
    —Esa es la señal más segura de que he alcanzado mi edad actual, que me consuela ser un consuelo para ti. El fuego apenas arde ya cuando, en lugar de pedir esto o aquello, sólo pedimos consuelo.
    —Sin duda eso no es malo.
    —No hay nada malo en el mundo. Me figuro que muchas parejas que han pasado por los arrebatos de pasión y los ritos del éxtasis sin encontrar consuelo mutuo, tal vez deseen cambiar todo eso por el consuelo. No lo sé. Las victorias calladas, sigilosas, son esenciales pero pasan inadvertidas.
    —¿Cómo tú, mi pobre Siever?
    —Vamos, Eugenia, toda mi vida he intentado evitar la trampa de la autocompasión, y no debes tentarme sólo para ver cómo me retuerzo.
    —¡Oh, Siever! ¡No quiero ver cómo te retuerces!
    —¡Vaya! Eso era, precisamente, lo que quería oírte decir. ¿Ves lo listo que soy? Pero, escucha, si deseas un sustituto para la presencia de Marlene, estoy dispuesto a dejarme ver siempre que necesites consuelo. Incluso un mundo entero para mí no me induciría a apartarme de tu lado... si tú no quisieras que me fuera.
    Ella le apretó la mano.
    —No te merezco, Siever.
    —No emplees eso como un subterfugio para no tenerme, Eugenia. Estoy dispuesto a sacrificarme por ti, y no debieras impedirme hacer la inmolación suprema.
    —¿No has encontrado a otra que fuera más merecedora de eso?
    —No la he buscado. Ni he notado entre las mujeres de Rotor un gran interés por mí. Además, ¿qué haría yo con un objeto más merecedor de eso? ¡Qué insustancial sería brindarme como una ofrenda merecida! ¡Cuánto más romántico sería pasar por una ofrenda inmerecida, ser el regalo del cielo!
    —¡Ser cual un dios en tu condescendencia con lo indigno!
    Genarr asintió con energía:
    —Me gusta eso. Sí. Ésa es la imagen que me seduce.
    Insigna rió de nuevo; pero esta vez con más espontaneidad.
    —Tú estás también loco. Y, fíjate, nunca me he dado cuenta.
    —Tengo profundidades recónditas. Cuando me vayas conociendo mejor... tomándote tu tiempo, claro está...
    Le interrumpió el súbito zumbido del receptor de mensajes.
    Genarr frunció el ceño.
    —Ahí lo tienes, Eugenia. Te he llevado al extremo... aunque no recuerde siquiera cómo lo hice... en que estabas dispuesta a arrojarte en mis brazos, y nos interrumpen. ¡Ay, ay! Su voz cambió de repente... Es de Saltade Leverett.
    —¿Quién es?
    —No lo conoces. Casi nadie lo conoce. Es el hombre más parecido a un ermitaño que he visto en mi vida. Trabaja en el cinturón asteroidal porque le gusta. Hace años que no veo al viejo golfo. Pero no sé por qué le llamo «viejo», ya que tiene mi edad. Además viene sellado, según veo. Así pues, lo bastante secreto para pedirte que te retires antes de que lo abra.
    Insigna se levantó al instante, pero Genarr le hizo señas para que se sentara.
    —No seas boba. El secreto es la enfermedad de la burocracia. No le presto la menor atención.
    Dicho esto, apretó el pulgar sobre la hoja; luego, el otro pulgar en el sitio apropiado y las letras comenzaron a aparecer.
    —He pensado a menudo que si una persona careciera de pulgares...
    Tras estas palabras enmudeció.
    Todavía mudo, le pasó el mensaje.
    —¿Estoy autorizada a leerlo?
    Genarr movió negativamente la cabeza.
    —Claro que no. Pero ¿a quién le importa? Léelo.
    Ella lo hizo así, casi de una sola ojeada. Al terminar levantó la vista.
    —¿Una nave alienígena? ¿A punto de posarse aquí?
    Genarr asintió.
    —Al menos eso es lo que dice.
    —¿Y qué hay de Marlene? —exclamó angustiada Insigna... Está ahí afuera.
    —Erythro la protegerá.
    —¿Cómo estás tan seguro? Es posible que sea una nave de alienígenas. Auténticos alienígenas. No humanos. Esa cosa de Erythro puede no tener poder sobre ellos.
    —Nosotros somos alienígenas para Erythro; sin embargo él nos controla con facilidad.
    —Debo ir allá.
    —¿De qué servirá...?
    —Debo estar con ella. Acompáñame. Ayúdame. La traeremos a la Cúpula.
    —Si se trata de invasores omnipotentes y malévolos, no estaremos seguros siquiera dentro de...
    —¡Oh, Siever! ¿Acaso es éste el momento para la lógica? Por favor. Debo estar con mi hija.

    87

    Ellos habían tomado fotografías y ahora estaban estudiándolas. Tessa Wendel movió la cabeza.
    —Increíble. Es un mundo absolutamente desolado. Excepto esto.
    —Inteligencia por doquier —dijo Merry Blankowitz con el entrecejo fruncido—. Ahora que estamos tan cerca, la cuestión es irrebatible. Desolado o no, ahí hay inteligencia.
    —Pero con máxima intensidad en esa cúpula. ¿De acuerdo?
    —Máxima intensidad, capitana. Perceptible a todas luces. Y muy conocida. Fuera de la cúpula hay ligeras diferencias, y no estoy segura de lo que eso significa.
    —Nunca hemos detectado más inteligencia superior que la humana, de modo que... —dijo Wu.
    La Wendel se volvió hacia él.
    —¿Opinas que la inteligencia fuera de la cúpula no es humana?
    —No hay ninguna otra conclusión posible, puesto que todos convenimos en que los seres humanos no pueden haberse enterrado por todas partes al cabo de trece años.
    —¿Y la cúpula? ¿Es humana?
    —Eso es una cosa totalmente diferente y no depende de las plexonas de Blankowitz. Ahí vemos instrumentos astronómicos. La cúpula, o parte de ella, es un observatorio astronómico.
    —¿Acaso las inteligencias alienígenas no pueden ser también astrónomos? —inquirió algo sardónico Jarlow.
    —Por supuesto —contestó Wu—; pero con instrumentos propios. Cuando veo lo que me parece un aparato de exploración por infrarrojos computarizado, muy similar al tipo que se ve en la Tierra... Bueno, expongámoslo de otra forma. Olvidemos la naturaleza de la inteligencia. Veo instrumentos que han sido fabricados en el Sistema Solar, o que han tomado como muestra unos diseños creados en el Sistema Solar. De eso no cabe la menor duda. Me resulta difícil concebir que las inteligencias alienígenas, sin contacto con seres humanos, fabriquen semejantes instrumentos.
    —Muy bien —aceptó la Wendel—. Estoy de acuerdo contigo, Wu. Sea lo que sea lo que existe en ese mundo, lo cierto es que hay o hubo seres humanos bajo esa cúpula.
    —No digas «seres humanos», capitana —la corrigió con aspereza Crile Fisher—. Son rotorianos. No puede haber otros seres humanos en ese mundo, excluyéndonos a nosotros.
    —Tampoco tiene respuesta eso —dijo Wu.
    —Es una cúpula muy pequeña —murmuró Blankowitz—. Rotor debe de tener miles de personas.
    —Sesenta mil —concretó Fisher.
    —No pueden caber todas dentro de esa cúpula.
    —Por lo pronto puede haber otras cúpulas —sugirió Fisher—. Podríamos volar mil veces alrededor del mundo sin apercibirnos de múltiples objetos.
    —Pero en este lugar es donde cambia el tipo de plexona. Si hubiese otras cúpulas similares, yo habría localizado unas cuantas, estoy segura —explicó la Blankowitz.
    —Otra posibilidad —continuó Fisher— es que lo que vemos sea sólo una porción mínima de toda una estructura que tal vez mida varios kilómetros bajo la superficie.
    —Los rotorianos llegaron en un Establecimiento —dijo Wu—. Quizás ese Establecimiento exista todavía. Y tal vez haya muchos. Esta cúpula puede ser sólo una mera avanzadilla.
    —No hemos visto Establecimiento alguno —recordó Jarlow.
    —Tampoco hemos mirado —replicó Wu—. Nos hemos concentrado por completo en este mundo.
    —No he localizado inteligencia en ninguna otra parte de este mundo —declaró Blankowitz.
    —¿Te has preocupado por hallarla? —insistió Wu—. Sería necesario explorar los cielos para localizar un Establecimiento o dos; pero tú, una vez detectadas las plexonas de este mundo, no miraste en ninguna otra parte.
    —Lo haré si lo crees necesario.
    —Si hay Establecimientos, ¿por qué no los hemos localizado? Nosotros no hemos hecho nada para ocultar nuestras emisiones de energía. Después de todo, creíamos a ciencia cierta que este sistema de estrellas estaba vacío.
    —Ellos pueden haber tenido también un exceso de confianza, capitana —objetó Wu—. Y como tampoco nos han buscado, les hemos pasado inadvertidos. O, si nos han detectado, se preguntarán quiénes...o qué... somos y dudarán acerca de las medidas que deben tomar, al igual que nosotros. Ahora bien, yo digo que conocemos un lugar en la superficie de este gran satélite donde debe de haber seres humanos, y creo que hemos de descender para establecer contacto con ellos.
    —¿Crees que sería seguro hacer eso? —inquirió Merry Blankowitz.
    —A mi juicio, sí —contestó con firmeza Wu—. Ellos no nos dispararán en cuanto nos vean. Querrán saber más sobre nosotros antes de hacerlo. Por otra parte, si no nos atrevemos a hacer otra cosa que permanecer aquí en la incertidumbre, no habremos conseguido nada, de modo que lo mejor será volver a casa y contar lo que hemos descubierto. La Tierra enviará toda una flota de naves superlumínicas; pero no nos agradecerá que hayamos vuelto con una información tan escasa. Pasaremos a la historia como la expedición que se acoquinó —les dirigió una sonrisa maliciosa—. Ya ves, capitana, que he aprendido unas cuantas lecciones de Fisher.
    —¿Crees, entonces, que deberíamos descender y establecer contacto? —preguntó la Wendel.
    —Exacto.
    —¿Y tú, Blankowitz?
    —Siento curiosidad. No por la cúpula sino por la posible vida alienígena. También quisiera averiguar algo acerca de ella.
    —¿Jarlow?
    —Me gustaría que tuviéramos armas adecuadas o hipercomunicación. Si nos borran del mapa, la Tierra no habrá obtenido nada en absoluto de nuestro viaje. Entonces, puede ser que alguien más venga aquí tan poco preparado como nosotros y no menos inseguro. Ahora bien, si sobrevivimos al contacto, podremos regresar con conocimientos importantes. Supongo que deberíamos aventurarnos.
    —¿No piensas pedir mi opinión, capitana? —murmuró muy sumiso Fisher.
    —Me figuro que tú querrás el descenso para ver a los rotorianos.
    —Justo. Por consiguiente, me permito sugerir... que descendamos con el mayor sigilo posible y que yo abandone la nave para hacer un reconocimiento. Si algo sale mal, despegaréis para regresar a la Tierra, dejándome atrás. Yo no soy indispensable. La nave, en cambio, debe volver a su base.
    Al instante, la Wendel dijo con facciones tensas.
    —¿Por qué tú?
    —Porque conozco a los rotorianos —respondió Fisher—. Y porque quiero ir.
    —También yo —manifestó Wu—. Deseo ir contigo.
    —¿Para qué han de arriesgarse dos? —inquirió Fisher.
    —Para mayor seguridad. Porque, en caso de conflicto, uno podría escapar mientras que el otro le cubría la retirada. Y sobre todo, porque, como dices, tú conoces a los rotorianos. Por tanto tu criterio pudiera estar desvirtuado.
    —Entonces descenderemos —decidió la Wendel—. Fisher y Wu abandonarán la nave. Si Fisher y Wu estuvieran en desacuerdo por alguna razón, Wu será quien tome las decisiones.
    —¿Por qué? —preguntó indignado Fisher.
    —Según ha dicho Wu, conoces a los rotorianos y tus decisiones pudieran estar desvirtuadas —dijo la Wendel mirando con firmeza a Fisher—. Y yo estoy de acuerdo con él.

    88

    Marlene era feliz. Se sentía como si unos brazos afectuosos la estrecharan, la protegieran y la escudaran. Podía ver la luz rojiza de Némesis y percibir el viento en las mejillas. Podía contemplar las nubes que oscurecían a ratos el gran globo de Némesis o parte de él, de modo que la luz se atenuaba y se tornaba grisácea.
    Pero ella podía ver igual de bien con la luz gris que con la roja, y captaba las sombras y medias tintas, las cuales componían unos dibujos fascinantes. Y aunque el viento se hiciera fresco cuando la luz de Némesis se extinguía, ella no sentía nunca frío. Era como si Erythro le agudizara la vista y calentara el aire alrededor de su cuerpo cuando se hacía necesario, como si la cuidara solícito en todo.
    Y ella podía hablar con Erythro. Se había propuesto pensar en las células que componían la vida de Erythro como si fuesen el propio Erythro. Como el planeta. ¿Por qué no? ¿Qué otra cosa cabía hacer? Una por una, las células eran sólo células, tan primitivas (quizá mucho más) como las células individuales de su propio cuerpo. Pero todas las células prokaryotes juntas formaban un organismo que envolvía el planeta en incontables trillones de minúsculas piezas conectadas entre sí, las cuales llenaban, penetraban y aferraban el planeta, y podían ser vistas como el planeta propiamente dicho.
    ¡Qué extraño! pensaba Marlene. Esta forma gigantesca de vida no debe de haber sabido, con anterioridad a la llegada de Rotor, que existiese una cosa viviente aparte de ella. Sus interrogaciones y sensaciones no existían exclusivamente en su mente. Algunas veces Erythro se alzaba ante su vista cual una voluta de humo gris que se solidificaba hasta representar una figura humana espectral de borroso contorno. Entonces se manifestaba siempre una sensación de fluidez. Ella no podía verlo; pero sentía sin lugar a dudas que millones de células invisibles desaparecían cada segundo para ser remplazadas sin pausa por otras. Ninguna célula prokaryote podía existir largo rato fuera de su envoltura liquida, de modo que cada una era sólo una parte evanescente de la figura, pero ésta era todo lo permanente como quisiera, y no perdía jamás su identidad.
    Erythro no tomó nunca más la forma de Aurinel. Se percató por intuición de que eso resultaba perturbador. Ahora sus apariciones eran neutrales, variando ligeramente, según las ocurrencias del pensamiento de Marlene. Erythro se adaptaba a los delicados cambios de su trayectoria mental mucho mejor que ella misma, según pudo juzgar Marlene. Y la figura se ajustaba a eso. Entonces, cuando ella intentaba enfocarla e identificarla, se transformaba suavemente en algo distinto. A veces, ella lograba captar algunos trazos: la curva de la mejilla de su madre, la nariz enérgica del tío Siever, rasgos de chicas y chicos que había conocido en el colegio...
    Era la interacción de una sinfonía. No exactamente una conversación entre ellos sino más bien un ballet mental que ella no podía describir; algo infinitamente sedante, de variedad inacabable. Apariencia cambiante... voz cambiante... pensamiento cambiante.
    Era una conversación de dimensiones tan varias que la posibilidad de retornar a una comunicación consistente sólo en lenguaje la dejaba exhausta, desanimada. Su don de sentir mediante el lenguaje del cuerpo hacía florecer algo que ella no había imaginado nunca. Los pensamientos podían ser objeto de un intercambio mucho más rápido y profundo que mediante la crudeza burda del lenguaje.
    Erythro se lo explicaba, más bien la llenaba, mediante el sobresalto de los encuentros con otras mentes. ¡Mentes! Plural. Una más podría haber sido captada sin dificultad. Otro mundo. Otra mente.
    Pero el encuentro con muchas mentes, atropellándose unas a otras, cada una de ellas diferente, superponiéndose en un espacio reducido... Inconcebible.
    Los pensamientos que penetraban la mente de Marlene cuando Erythro se manifestaba, podían ser expresados con palabras sólo de una forma distante y nada satisfactoria. Detrás de esas palabras, desbordándolas y asfixiándolas, estaban las emociones, los sentimientos, las vibraciones neurónicas que estremecían a Erythro y le hacían reorganizar los conceptos.
    Él había experimentado con las mentes... Las sentía. No como un ser humano interpretaría lo que era «sentir», sino como algo totalmente distinto que podía ser abordado desde gran distancia mediante la palabra y el concepto humanos. Si algunas de las mentes ajadas, decadentes, se tornaban desagradables, entonces Erythro cesaba de explorar al azar las mentes y buscaba otras que ofrecieran resistencia al contacto.
    —¿Y me encontraste a mí? preguntó Marlene.
    —Te encontré.
    —¿Por qué? ¿Por qué me buscaste? —inquirió ansiosa.
    La figura osciló y se tornó más difusa.
    —Sólo para encontrarte.
    Eso no era una respuesta.
    —¿Por qué quieres que esté contigo?
    La figura empezó a extinguirse y el pensamiento fue fugaz.
    —Sólo para estar conmigo.
    Y después desapareció.
    Sólo desapareció su imagen. Marlene sintió todavía su protección, su envoltura cálida. ¿Por qué había desaparecido? ¿La habría disgustado con sus preguntas?
    Entonces oyó un sonido.
    En un mundo vacío es posible catalogar al instante los sonidos, pues no son muchos. Hay el sonido del agua corriente y el gemido, más delicado, de la brisa. Están los ruidos previsibles que uno mismo hace, ya sea una pisada, el roce de la ropa o el leve silbido del aliento.
    Marlene oyó algo que no era nada de eso, y se volvió en aquella dirección. Por encima de las peñas, a su izquierda, apareció la cabeza de un hombre.
    Su primer pensamiento fue, por supuesto, que alguien había venido de la Cúpula para recogerla, lo que provocó un arrebato de cólera. ¿Por qué se empeñarían en seguir buscándola? En adelante, se negaría a llevar un emisor de ondas, y entonces ellos no podrían localizarla a menos que emprendieran la búsqueda a ciegas.
    Pero no reconoció el rostro y estuvo segura de que, a esas alturas, conocía ya a todos los ocupantes de la Cúpula. Tal vez no los distinguiera por sus nombres o sus particularidades personales, pero sus rostros le resultaban familiares.
    Ella no había visto nunca aquella cara en la Cúpula.
    Los ojos la miraban con fijeza. La boca estaba un poco entreabierta, como si la persona jadeara. Y entonces, quienquiera que fuese, descendió de la altura y corrió hacia ella.
    Marlene se quedó mirándole. La protección que sentía en torno suyo era sólida. No tuvo miedo alguno.
    El hombre se detuvo a una distancia de tres metros, sin dejar de mirarla, inclinándose hacia delante como si hubiera alcanzado una barrera que no pudiera atravesar, que le impidiera seguir adelante.
    Por fin exclamó con voz ahogada:
    —¡Roseanne!

    89

    Marlene lo miró asombrada, estudiándolo a conciencia. Sus movimientos fueron ansiosos y dejaron entrever un sentido de propiedad: posesión, intimidad, mía, mía, mía...
    Ella dio un paso atrás. ¿Cómo era posible semejante cosa? ¿Por qué habría de...?
    El recuerdo oscuro de una holoimagen que había visto cierta vez cuando era muy pequeña...
    Y por fin no pudo negarlo por más tiempo. Aunque pareciera imposible, inimaginable...
    Ella se arrebujó en la manta protectora e invisible y murmuró:
    —¿Padre?
    El hombre corrió a su encuentro como si quisiera estrecharla entre sus brazos, y ella retrocedió de nuevo. Él hizo alto, se tambaleó y se llevó la mano a la frente como si luchara contra el vértigo.
    —Marlene —rectificó—. Quiero decir Marlene.
    Marlene observó que lo pronunciaba mal. Dos sílabas. Pero eso era propio de él. ¿Cómo podía saberlo?
    Un segundo hombre apareció y se detuvo junto a él. Tenía pelo negro y lacio, ojos oblicuos, piel cetrina. Marlene no había visto nunca un hombre de semejante apariencia. Le miró boquiabierto y tuvo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca.
    El segundo hombre dijo al primero con un tono suave de incredulidad:
    —¿Así que ésta es tu hija, Fisher?
    Marlene abrió ojos como platos. ¡Fisher! ¡Aquél era su padre!
    Crile no miró al otro hombre. Sólo a ella.
    —Sí.
    El otro dijo con creciente blandura:
    —A la primera en el clavo, ¿eh Fisher? Vienes aquí y la primera persona con quien te encuentras es tu hija.
    Fisher pareció hacer un esfuerzo para apartar su mirada de la muchacha; pero no lo consiguió.
    —Creo que es así, Wu. Escucha, Marlene, tu apellido es Fisher ¿verdad? Tu madre es Eugenia Insigna. ¿Me equivoco? Yo me llamo Crile Fisher y soy tu padre.
    Y avanzó con los brazos abiertos.
    Marlene tuvo la certeza de que la mirada anhelante en el rostro de su padre era sincera; pero retrocedió otra vez y preguntó con frialdad:
    —¿Cómo es que estás aquí?
    —Vine de la Tierra para buscarte. ¡Para buscarte! Después de tantos años...
    —¿Por qué querías buscarme? Me abandonaste cuando yo era un bebé.
    —Hube de hacerlo, pero tuve siempre el propósito de volver por ti.
    De pronto otra voz áspera, acerada les interrumpió diciendo:
    —¿Así que volviste por Marlene? Y por nada más.
    Apareció Eugenia Insigna, erguida, pálida, los labios casi lívidos, las manos trémulas. Detrás de ella, Siever Genarr, como atónito pero manteniéndose en segundo plano. Ninguno de los dos llevaba traje protector.
    Insigna dijo atolondrada, casi histérica:
    —Pensé que sería gente de algún Establecimiento, gente del Sistema Solar. Pensé que podrían ser formas de vida alienígena. Barajé todas las posibilidades imaginables. Me asaltaron innumerables pensamientos al enterarme de que se había posado una nave extraña.
    —No se me ocurrió, sin embargo, que Crile Fisher volviera. ¡Y para buscar a Marlene!
    —Vine con otros en una misión importante. Éste es Chao Li Wu, un compañero de viaje. Y... y...
    —Y nos hemos encontrado ¿Se te ocurrió por ventura que pudieras encontrarme? ¿O tus pensamientos fueron sólo para Marlene? ¿Cuál es esa misión tuya tan importante? ¿Buscar a Marlene?
    —No. Eso no era la misión. Sólo mi deseo.
    —¿Y yo?
    Fisher dejó caer los párpados.
    —Vine por Marlene.
    —¿Viniste por ella? ¿Para llevártela?
    —Pensé qué...
    Fisher no pudo seguir.
    Wu le observó extrañado. Genarr caviló ceñudo y colérico.
    Insigna se volvió de repente hacia su hija.
    —Marlene, ¿estarías dispuesta a irte con este hombre?
    —No iré a ninguna parte con nadie —contestó la joven sin alterarse.
    —Ahí tienes la respuesta, Crile —dijo Insigna—. No tienes derecho a abandonarme con mi niña de un año y regresar al cabo de tres lustros para decir, «por cierto, ahora me la llevaré». Sin pensar ni una vez en mí. Ella es hija tuya biológicamente pero nada más. Ella es mía por el derecho que me dan quince años de cariño y cuidados.
    —No tiene sentido disputar sobre mí, madre-interrumpió Marlene.
    Chao Li Wu se adelantó un paso.
    —Discúlpenme. He sido presentado pero no me han presentado a nadie. ¿Quién es usted, señora?
    —Eugenia Insigna Fisher —Eugenia señaló a Crile—. Fui su esposa... antaño.
    —¿Y ésta es su hija, señora?
    —Sí. Marlene Fisher.
    Wu hizo una leve inclinación.
    —¿Y quién es este caballero?
    Genarr respondió:
    —Soy Siever Genarr, comandante de la Cúpula que ve usted detrás de mí en el horizonte.
    —¡Ah! Excelente, comandante, me gustaría hablar con usted. Siento que esto parezca una discusión familiar, pero no tiene nada que ver con nuestra misión.
    —¿Y cuál es su misión? —gruñó otra voz nueva.
    Avanzando hacia ellos apareció una figura de pelo blanco, boca crispada y empuñando algo que tenía mucha similitud con un arma.
    —Hola, Siever —dijo pasando de largo ante Genarr.
    Genarr pareció sorprendido.
    —¡Saltade! ¿Qué haces aquí?
    —Represento al comisario Janus Pitt de Rotor. Y ahora le repito mi pregunta, señor. ¿Cuál es su misión? ¿Y cuál es su nombre?
    —Al menos dar mi nombre es cosa fácil —contestó Wu—. Doctor Chao Li Wu. ¿Y el suyo, señor?
    —Saltade Leverett.
    —Le saludo. Venimos en son de paz —dijo Wu echando una ojeada al arma.
    —Así lo espero —se puso torvo Leverett—. Traigo conmigo cinco naves, y todas ellas tienen a la suya en sus puntos de mira.
    —¡Caramba! —exclamó Wu—. ¿Toda una flota para esa pequeña cúpula?
    —Esa pequeña cúpula es sólo una diminuta avanzadilla —explicó Leverett—. Yo tengo la flota. No espere conseguir nada con un farol.
    —Creo en su palabra —convino Wu—. Pero nuestra pequeña nave proviene de la Tierra. Llegó aquí porque tiene la capacidad suficiente para el vuelo superlumínico. ¿Sabe lo que quiero decir? Viajar más aprisa que la luz.
    —Sé lo que significa esa palabra.
    Genarr preguntó de improviso:
    —¿Dice la verdad el doctor Wu, Marlene?
    —Sí, tío Siever —respondió la chica.
    —Interesante —murmuró Genarr.
    Wu continuó muy tranquilo.
    —Me encanta que esta joven dama confirme mis palabras. ¿Debo suponer que ella es una experta de Rotor en vuelo superlumínico?
    —Usted no necesita suponer nada —dijo impaciente Leverett—. ¿Por qué está usted aquí? No se le ha invitado.
    —No, no se nos ha invitado. No esperábamos encontrar a nadie que vetara nuestra presencia. Pero le ruego encarecidamente que no se deje dominar por el mal genio. Cualquier movimiento falso por su parte hará que nuestra nave desaparezca en el hiperespacio.
    Marlene se apresuró a decir:
    —Él no está seguro de eso.
    Wu frunció el ceño.
    —Estoy lo bastante seguro. E incluso, aunque usted consiga destruir la nave, nuestra base en la Tierra sabrá dónde estamos porque estará recibiendo informes continuos. Si nos sucediera algo, la próxima expedición estará compuesta por cincuenta cruceros de batalla superlumínicos. No se arriesgue a eso, señor.
    —No es así —le contradijo Marlene.
    —¿El qué no es así, Marlene? —inquirió Genarr.
    —Cuando él ha manifestado que su base en la Tierra sabía dónde se hallaba, no era así, y él lo sabía.
    —Eso es suficiente para mí —dijo Genarr—. Escucha, Saltade, esta gente no tiene hipercomunicación.
    La expresión de Wu no cambió.
    —¿Confían ustedes en las conjeturas de una adolescente?
    —No es conjetura sino certidumbre. Te lo explicaré más tarde, Saltade. Debes creer en mi palabra.
    —Pregunta a mi padre —propuso de súbito Marlene—. Él se lo explicará.
    La muchacha no sabía a ciencia cierta cómo podría estar enterado su padre de ese don suyo... porque, a buen seguro, ella no lo había tenido, o por lo menos no lo había revelado, cuando tenía un año; pero el conocimiento de él estaba claro. Era como si se lo dijera a voces, aunque los demás no pudieran oírlo.
    —Es inútil, Wu —le aconsejó Fisher—. Marlene puede ver a través de nosotros.
    Por primera vez, la impasibilidad de Wu pareció flaquear. El hombre frunció el ceño y preguntó con acidez:
    —¿Cómo puedes saber nada acerca de esta chica aunque sea tu hija? No la has visto desde que era un bebé.
    —Yo tenía una hermana menor... —murmuró Fisher.
    Genarr dijo con súbita clarividencia:
    —Entonces viene de familia. Interesante. Bien, doctor Wu, como puede ver usted, tenemos aquí una herramienta que no tolera los faroles. Así pues, seamos francos el uno con el otra. ¿Por qué han venido ustedes a este mundo?
    —Para salvar al Sistema Solar. Puesto que esta jovencita parece poseer la máxima autoridad, pregúntele si estoy diciendo la verdad esta vez.
    —Desde luego —respondió Marlene—, está diciendo la verdad, doctor Wu. Conocemos ese peligro. Mi madre lo descubrió.
    Wu aplicó:
    —Y también lo hemos descubierto nosotros, señorita, sin ayuda de su madre.
    Saltade Leverett miró a los presentes de uno en uno y dijo:
    —¿Puedo preguntar de qué están hablando ustedes?
    —Escúchame, Saltade —contestó Genarr—, Janus Pitt sabe todo al respecto. Lamento que no te lo haya contado; pero si te comunicas ahora con él, lo hará. Dile que estamos negociando con una gente que sabe cómo viajar más aprisa que la luz; dile también que podríamos llegar a cerrar un trato.

    90

    Los cuatro se acomodaron en el alojamiento particular que tenía en la Cúpula Siever Genarr, quien intentó conservar su sentido de la historia sin que le abrumara. Era el primer caso de una negociación interestelar. Si ninguno de los cuatro fuera famoso por otra cosa, sus nombres sonarían en los pasillos de la historia galáctica por esta razón única.
    Dos frente a dos.
    Por el lado del Sistema Solar, la Tierra (a decir verdad, nadie hubiera dicho que la decadente Tierra estaría representando al Sistema Solar por haber descubierto el vuelo superlumínico en vez de uno de los avanzados y dinámicos Establecimientos) personificada por Chao Li Wu y Crile Fisher.
    Wu se mostró locuaz y sugerente. Era un matemático que poseía, sin duda alguna, agudeza pragmática. Por su parte, Fisher (y Genarr no pudo acostumbrarse a la idea de que lo estaba viendo otra vez) se sentó muy callado, perdido en cavilaciones y aportando muy poco. Saltade Leverett, receloso e inquieto al verse en tan estrecho contacto con aquellos tres, se mantenía no obstante firme. Y, aunque carecía de la locuacidad de Wu, no tuvo la menor dificultad para manifestarse con claridad.
    Respecto a Genarr, estuvo tan callado como Fisher, pero esperando que los demás solucionaran el asunto... Porque él sabía algo que los otros tres desconocían.
    A todo esto había anochecido y las horas transcurrían. Primero se había servido el almuerzo, más tarde la cena. Había habido descansos para aliviar la tensión y, durante uno de ellos, Genarr salió para hablar con Eugenia Insigna y Marlene.
    —No marcha mal —informó—. Ambos campos tienen mucho que ganar.
    —¿Qué me dices de Crile? —preguntó nerviosa Eugenia—. ¿Ha puesto sobre el tapete la cuestión de Marlene?
    —Francamente, Eugenia, ése no es tema de discusión y él no lo ha suscitado... Creo que es un asunto que le hace sufrir mucho.
    —Como debe ser —dijo con amargura Eugenia.
    Genarr titubeó.
    —¿Qué opinas tú, Marlene?
    La chica lo miró con ojos oscuros e insondables.
    —Yo estoy ya de vuelta, tío Siever.
    —Eres un poco insensible —murmuró Genarr.
    Pero Insigna le gritó:
    —¿Por qué no habría de serlo? La abandonó en la infancia.
    —No soy insensible —dijo pensativa Marlene—. Si puedo arreglarlo para darle alguna tranquilidad de espíritu, lo haré. Pero no le pertenezco, ¿comprendes? Ni a ti tampoco, madre. Lo siento, pero yo pertenezco a Erythro. Ya me dirás lo que se decide, ¿verdad tío Siever?
    —Te lo prometo.
    —Es importante.
    —Lo sé.
    —Yo debería estar ahí para representar a Erythro.
    —Me imagino que Erythro está ahí, pero tú formarás parte de él antes de que esto termine. Aunque yo no pueda asegurártelo, Marlene, te lo garantizo; creo que Erythro se ocupará de eso.
    Tras estas palabras regresó a su puesto para reanudar el debate.
    Ahora Chao Li Wu se respaldó en el asiento, sus astutas facciones no mostraron señales de cansancio.
    —Permítanme recapitular —pidió—. Sin vuelo superlumínico, esta Estrella Vecina, o si quieren la llamaré Némesis como hacen ustedes, es la estrella más próxima al Sistema Solar, de modo que cualquier nave haciendo el recorrido hacia las estrellas está obligada a detenerse primero aquí. Ahora bien, una vez toda la Humanidad tenga el vuelo superlumínico, la distancia no será ya un factor esencial y los seres humanos no buscarán la estrella más próxima sino la más cómoda. Se iniciará la búsqueda de estrellas similares al Sol que tengan a su alrededor, por lo menos, un planeta semejante a la Tierra. Némesis quedará al margen.
    »Hasta ahora, Rotor parece haber rendido culto al secreto para mantener apartados a otros y reservarse este sistema estelar; pero ya no tendrá necesidad de seguir haciéndolo. No sólo los otros Establecimientos desdeñarán este sistema sino que tal vez el propio Rotor no lo necesite. Puede buscar por su cuenta, si lo desea, estrellas similares al Sol. En los brazos espirales de la Galaxia hay billones de estrellas semejantes.
    »Para que Rotor tenga el vuelo superlumínico, se les podría ocurrir a ustedes apuntarme con un arma y exigirme que les dijera todo cuanto sé. Soy un matemático teórico, y mi información es limitada. Incluso aunque ustedes capturaran nuestra nave, averiguarían muy poco de ella. Lo que deben hacer ustedes es enviar una delegación de científicos e ingenieros a la Tierra, donde se les instruirá adecuadamente.
    »A cambio, nosotros les pedimos este mundo que llaman Erythro. Según tengo entendido, ustedes no lo ocupan, salvo la presencia de esta cúpula cuya finalidad es la investigación astronómica entre otras materias. Ustedes están viviendo en Establecimientos.
    »Mientras los Establecimientos del Sistema Solar pueden deambular en busca de planetas similares al Sol, la gente de la Tierra no puede hacerlo. Somos ocho billones de personas a las que se deberá evacuar dentro de unos cuantos millares de años. A medida que Némesis se aproxime al Sistema Solar, Erythro será cada vez más útil como estación de paso para colocar a la población terrestre hasta el momento en que encontremos mundos similares a la Tierra para transferirlo allí.
    »Nosotros regresamos a la Tierra con un rotoriano de su elección como prueba de que hemos estado aquí. Se construirán más naves y éstas vendrán a visitarles... Pueden estar seguros de que lo harán porque necesitamos a Erythro. Entonces llevaremos a sus científicos para que aprendan la técnica del vuelo superlumínico, una técnica que transmitiremos también a los demás Establecimientos. ¿Resume esto de forma adecuada lo que hemos decidido?
    —Las cosas no son tan fáciles —objetó Leverett—. Erythro deberá cobrar carácter terrestre si ha de acoger un número respetable de personas de la Tierra.
    —Sí, he omitido adrede los detalles —dijo Wu—. Estos habrán de ser también negociados, pero no por nosotros.
    —Cierto. El comisario Pitt y el Consejo habrán de decidir por parte de Rotor.
    —Y el Congreso Global por parte de la Tierra, pero con tantas cosas en juego no es previsible el fracaso.
    —No obstante, hacen falta garantías. ¿Hasta dónde podemos confiar en la Tierra?
    —Más o menos hasta donde la Tierra puede confiar en Rotor, me imagino. La puntualización de las garantías puede requerir un año. O cinco. O diez. En cualquier caso, la construcción de naves suficientes con las cuales comenzar, requerirá años; pero nosotros tenemos un programa que durará varios miles de años, y que terminará con el imperioso abandono de la Tierra y dará comienzo a la colonización de la Galaxia.
    —Suponiendo que no haya que tener presentes a otras inteligencias competidoras —gruñó Leverett.
    —Una hipótesis que podemos aceptar hasta que nos veamos forzados a abandonarla. Eso es para el futuro. Ahora, ¿consultarán ustedes con su comisario? ¿Elegirán ustedes su rotoriano para que nos acompañe y nos permitirán partir lo antes posible hacia la Tierra?
    Fisher se inclinó hacia delante.
    —¿Puedo sugerir que mi hija Marlene sea la...?
    Pero Genarr no le dejó terminar la frase.
    —Lo siento, Crile. He consultado con ella. Marlene no quiere abandonar este mundo.
    —Si su madre va con ella, quizás...
    —No, Crile. Su madre no tiene nada que ver con ello. Aunque tú quisieras llevarte a Eugenia y ésta decidiera ir contigo, Marlene seguiría en Erythro. Y si tú decidieras quedarte aquí, tampoco te serviría de nada. Marlene está perdida para ti, y también para su madre.
    Fisher dijo encolerizado.
    —Es sólo una niña. Ella no puede tomar decisiones.
    Por desgracia para ti, y para Eugenia, y para todos los presentes, y quizá para toda la Humanidad, ella puede tomar esa decisión. De hecho, le he prometido que, cuando terminemos aquí, como creo que ya lo hemos hecho, le daremos cuenta de nuestras decisiones.
    —No lo estimo necesario —objetó Wu.
    —Vamos, Siever —terció Leverett—, nosotros no tenemos que pedir permiso a una niña.
    —Escúchenme, por favor —pidió Genarr—. Es necesario, y nosotros debemos seguirle la corriente. Permítanme hacer un experimento. Sugiero que Marlene comparezca aquí de modo que podamos notificarle lo que hemos decidido. Si alguno de ustedes no lo cree aconsejable, que se ausente. Que se levante y se marche.
    —Pienso que has perdido el sentido, Siever —protestó Leverett—. No me propongo sentarme a jugar con una adolescente. Hablaré con Pitt. ¿Dónde tienes el transmisor?
    Diciendo esto se levantó, y casi al instante se tambaleó y se desplomó.
    —¡Mr. Leverett...! —exclamó alarmado Wu.
    Leverett rodó sobre sí mismo y alzó un brazo.
    —Que alguien me ayude.
    Genarr le prestó asistencia y le hizo sentarse otra vez en la butaca.
    —¿Qué te ha sucedido? —preguntó.
    —No estoy seguro —dijo Leverett—. Durante unos instantes, tuve un dolor de cabeza cegador.
    —Tanto que no fuiste capaz de abandonar la habitación. —Genarr se volvió hacia Wu—. Puesto que usted no estima necesario ver a Marlene, ¿le importaría salir de la estancia?
    Con mucho tiento y sin perder de vista a Genarr, Wu se levantó de su butaca, dio un respingo y volvió a sentarse.
    —Quizá sea mejor ver a la jovencita —dijo en tono cortés.
    —Debemos hacerlo —dijo Genarr—. Lo que esa jovencita desea es ley, por lo menos en este mundo.

    91

    —¡No! —dijo Marlene con tal apasionamiento que casi fue un alarido—. No podéis hacerlo.
    —¿El qué no podemos hacer? —inquirió Leverett, y sus cejas blancas casi se unieron en el entrecejo.
    —Utilizar a Erythro como estación de paso... ni ninguna otra cosa.
    Leverett la miró furioso y recogió los labios como para hablar, pero Wu intervino.
    —¿Por qué no, joven? Es un mundo vacío, no utilizado.
    —No está vacío. Ni tampoco sin utilizar. Díselo, tío Siever.
    Genarr explicó:
    —Lo que Marlene quiere decir es que Erythro está ocupado por innumerables células prokaryotes facultadas para la fotosíntesis. Por esa razón hay oxígeno en la atmósfera de Erythro.
    —Muy bien —aceptó Wu—. ¿Y eso qué importa?
    Genarr se aclaró la garganta.
    —Por sí sola, cada una de esas células es tan primitiva como pueda serlo la vida por encima del virus; pero al parecer, no se las puede tratar de forma individual. En conjunto, constituyen un organismo de enorme complejidad. Abarca todo el mundo.
    —¿Un organismo? —preguntó Wu optando por la cortesía.
    —Un organismo único, y Marlene le ha dado el nombre del planeta puesto que la compenetración es muy íntima.
    —¿Habla usted en serio? —se asombró Wu—. ¿Cómo sabe usted todo eso acerca del organismo?
    —Principalmente a través de Marlene.
    —¿A través de la jovencita que... tal vez sea algo histérica?
    Genarr le reconvino alzando un dedo.
    —No diga nada contra ella. No estoy seguro de que Erythro... el organismo... tenga sentido del humor. Lo sabemos sobre todo a través de Marlene... aunque no por completo. Cuando Saltade Leverett se levantó para marcharse, se desplomó. Cuando usted se levantó a medias, tal vez para hacer lo mismo, se sintió claramente indispuesto. Ésas son las reacciones de Erythro. Él protege a Marlene actuando de forma directa sobre las mentes. Durante los primeros días de nuestra existencia en este mundo, él causó, por inadvertencia, una pequeña epidemia de dolencia mental que nosotros dimos en llamar la plaga Erythro. Y temo que, si lo desea, puede causar un daño mental irreversible, y que incluso puede matar. No intente hacer esa prueba, por favor.
    —¿Quieres decir que no es Marlene quien...? —se interesó Fisher.
    —No, Crile. Marlene tiene ciertas facultades, pero no llegan al extremo de hacer daño. El peligro es Erythro.
    —¿Cómo evitaremos ese peligro? —inquirió Crile.
    —Para empezar, escuchando cortésmente a Marlene. Después, permitiendo que sea yo quien hable con ella. Al menos Erythro me conoce. Y créeme cuando hablo de querer salvar a la Tierra. No deseo lo más mínimo acarrear la muerte a billones de personas —Se volvió hacia Marlene—. Tú comprendes, Marlene, que la Tierra está en peligro, ¿verdad? Tu madre te demostró que la aproximación de Némesis podría destruirla.
    —Lo sé, tío Siever —dijo angustiada Marlene—, pero Erythro se pertenece a sí mismo.
    —Quizá quiera compartir esa posesión, Marlene. Por lo pronto permite que la Cúpula permanezca aquí, en el planeta. No parece que le perturbemos mucho.
    —Pero en la Cúpula hay menos de mil personas y todas se mantienen aquí dentro. A Erythro no le importa la Cúpula porque así puede estudiar las mentes humanas.
    —Podría estudiarlas mucho mejor cuando los terrícolas viniesen aquí.
    —¿Ocho billones nada menos?
    —No, no todos los ocho billones. Ellos vendrán aquí para establecerse temporalmente y luego seguirán camino hacia otra parte. Aquí sólo habrá una fracción de la población. Y por un tiempo determinado.
    —Serán millones. Estoy segura de que lo serán. No podrán quedarse apretujados en una cúpula y ser abastecidos allí con alimentos, agua y cuanto necesiten. Será preciso distribuirlos por todo Erythro, al que habría que dar características terrestres. Erythro no podrá sobrevivir.
    —¿Estás segura de eso?
    —Yo no lo haría. ¿Y tú?
    —Significaría la muerte de billones de seres.
    —Yo no puedo evitarlo. —Marlene apretó los labios y luego dijo—: Hay un procedimiento diferente.
    Leverett inquirió con voz enronquecida:
    —¿De qué está hablando la chica? ¿Cuál es el procedimiento diferente?
    —Marlene lanzó una mirada fugaz en dirección a Leverett y después se volvió hacia Genarr:
    —No lo sé. Erythro sí lo sabe. Al menos... al menos dice que el conocimiento está aquí, pero no puede explicarlo.
    Genarr alzó los brazos para detener lo que podría haber sido un alud de preguntas.
    —Dejadme hablar.
    Luego dijo con mucha clama:
    —Tranquilízate, Marlene. Es inútil que te preocupes por Erythro. Sabes que él puede protegerse a sí mismo contra cualquier cosa. Aclárame lo que quisiste decir con eso de que Erythro no puede explicarlo.
    Marlene abrió la boca intentando recuperar el aliento.
    —Erythro sabe que el conocimiento está aquí, pero él no tiene experiencia humana, ni ciencia humana ni razonamientos humanos. Él no entiende nada.
    —Entonces, el conocimiento se halla en las mentes presentes aquí, ¿verdad?
    —Sí, tío Siever.
    —¿No puede él sondear las mentes?
    —Les haría daño. Yo puedo sondear mi mente sin dañarla.
    —Así lo espero —dijo Genarr—. Pero... ¿tienes el conocimiento?
    —No, claro que no. Sin embargo, él puede emplear mi mente como una sonda entre los demás presentes. La tuya. La de mi padre. Todas.
    —¿Es seguro eso?
    —Erythro cree que lo es, pero... ¡oh!, tío Siever, tengo miedo.
    —Esto es una locura sin la menor duda —musitó Wu.
    Genarr se llevó un dedo a los labios.
    Fisher se puso en pie.
    —Marlene, no debes...
    Genarr le hizo callar con un ademán furioso.
    —No puedes hacer nada, Crile. Aquí hay riesgo para billones de seres humanos... lo estamos diciendo una vez y otra... y debemos dejar que el organismo haga lo que pueda. Marlene.
    A la chica se le pusieron los ojos en blanco y pareció caer en trance.
    —Sujétame, tío Siever —susurró.
    Luego, se acercó tambaleante a Genarr, quien la aferró con fuerza.
    —Marlene... cálmate... todo saldrá bien.
    Se sentó despacio en la butaca sujetando todavía el joven cuerpo rígido.

    92

    Fue como una silenciosa explosión de luz que anuló al mundo. Nada existió más allá de ella.
    Genarr no tuvo conciencia siquiera de ser Genarr. Tampoco existió el yo. Sólo hubo una bruma luminosa de gran complejidad que, a modo de interconexión, se fue extendiendo y disgregándose en fibras que adoptaron la misma complejidad a medida que se separaban.
    Un torbellino y un repliegue, y luego una expansión al aproximarse otra vez. Más y más, de forma hipnótica, como algo que hubiese existido siempre y siempre existiría, sin fin.
    Una caída inacabable en una abertura que se ensanchó cuando eso se aproximó sin hacerse más ancha. Cambio continuo sin alteración. Pequeños abultamientos desplegándose hasta alcanzar nueva complejidad.
    Y así sin cesar. Ningún sonido. Ninguna sensación. Ni siquiera vieron. Conciencia de algo que tenía las propiedades de la luz sin ser luz. Fue la mente adquiriendo percepción de sí misma.
    Y luego, de un modo doloroso... si hubiese habido en el universo una cosa llamada dolor... y con un sollozo... si hubiese existido tal sonido en el universo... todo se atenuó y giró en espiral, cada vez más aprisa, hasta formar un punto de luz que centelleó y se esfumó.

    93

    El universo fue inoportuno al recobrar su existencia. Wu se estiró y dijo:
    —¿Ha experimentado esto alguien más?
    Fisher asintió.
    —Bueno, yo soy creyente —declaró Leverett—. Si esto es locura, todos nosotros estamos locos.
    Genarr sujetaba todavía a Marlene. Se inclinó sobre ella con gesto de dolor. La respiración de la muchacha era entrecortada.
    —Marlene. Marlene.
    Fisher hizo un esfuerzo para ponerse de pie.
    —¿Se encuentra bien ella?
    —No puedo asegurarlo —masculló Genarr—. Está viva pero eso no basta.
    Los ojos de la joven se abrieron para clavar la mirada en Genarr.
    Pero estaban vacíos, ausentes.
    —Marlene —bisbiseó desesperado Genarr.
    —Tío Siever —musitó a su vez ella.
    Genarr recobró el aliento. ¡Al menos le había reconocido!
    —No te muevas —le pidió él—. Espera a que todo termine.
    —Ya ha terminado. ¡Qué contenta estoy de que haya terminado!
    —¿Te encuentras bien?
    Ella guardó silencio un momento y luego dijo:
    —Sí, me encuentro muy bien. Erythro dice que estoy muy bien.
    —¿Encontraste ese conocimiento oculto que se supone poseemos nosotros? —preguntó Wu.
    —Sí, doctor Wu, lo encontré —Marlene se pasó la mano por la frente sudorosa—. Verdaderamente era usted quien lo tenía.
    —¿Yo? —exclamó vehemente Wu—. ¿Cuál es?
    —Yo no lo entiendo —dijo Marlene—. Tal vez lo comprenda usted si se lo describo.
    —¿Describir el qué?
    —Algo que es gravedad repeliendo las cosas en lugar de atraerlas.
    —¡Sí, repulsión gravitatoria! —exclamó Wu—. Es parte del vuelo superlumínico —hizo una inspiración profunda y enderezó el cuerpo—. Yo mismo realicé ese descubrimiento.
    —Bueno —dijo Marlene—; entonces, si se pasa cerca de Némesis en vuelo superlumínico habrá una repulsión gravitatoria. Cuanto más aprisa se mueva uno, tanto mayor será la repulsión.
    —Eso es. La nave resultará repelida.
    —¿No sería repelida Némesis en la dirección contraria?
    —Sí, en relación inversa a la masa, pero el movimiento de Némesis sería inconmensurablemente pequeño.
    ¿Y qué pasaría si se repitiese una vez y otra durante centenares de años?
    —El movimiento de Némesis seguiría siendo muy pequeño.
    —Sin embargo, su trayectoria sufriría un leve cambio y, al cabo de muchos años luz, la distancia aumentaría y Némesis pasaría lo bastante lejos de la Tierra para que ésta no resultara dañada.
    —Bueno... —murmuró Wu.
    —¿Se podría concebir algo de esa especie? —preguntó Leverett.
    —Podríamos probar. Un asteroide circulando a velocidades ordinarias, penetrando el hiperespacio durante una trillonésima de segundo para salir de él a velocidad ordinaria y recorrer un millón y medio de kilómetros... Los asteroides alrededor de Némesis moviéndose siempre dentro del hiperespacio por el mismo lado...
    —Durante unos momentos se perdió en cavilaciones. Luego, añadió con actitud defensiva:
    —Si hubiera tenido algún tiempo para pensar, eso se me habría ocurrido.
    —Puede usted apuntarse todavía ese mérito —dijo Genarr—. Después de todo, Marlene se lo extrajo de la mente.
    Luego miró a los otros tres.
    —Bien, caballeros, a menos que haya un terrible error, olvidemos lo de utilizar Erythro como estación de paso. Además de que él no lo permitiría, no hay motivo para preocuparse por la evacuación de la Tierra... si aprendemos a hacer uso pleno y adecuado de la repulsión gravitatoria. Creo que la situación ha mejorado mucho desde que hicimos intervenir a Marlene.
    —Tío Siever —murmuró Marlene.
    —Dime, querida.
    —¡Tengo mucho sueño!

    94

    Tessa Wendel miró con expresión seria a Crile Fisher.
    —No ceso de decirme, «está de vuelta». Por alguna razón inexplicable pensé que, cuando hubieses encontrado a los rotorianos, ya no volverías.
    —Marlene fue la primera persona... ¡la primera persona que encontré! —Él miró al vacío, y la Wendel no lo molestó. Crile necesitaría meditar. Ambos tenían mucho que pensar en otros sentidos.
    Se llevaban consigo a una rotoriana: Ranay D'Aubisson, una neurofísica. Veinte años antes, ella había trabajado en un hospital de la Tierra. Sin duda habría quienes la recordasen y reconociesen. También habría registros que servirían para identificarla. La mujer sería una prueba viviente de lo que ellos habían hecho.
    Por otra parte, Wu era una persona distinta. Estaba lleno de planes para usar la repulsión gravitatoria y corregir así el movimiento de la Estrella Vecina.
    (Ahora él la llamaba Némesis; pero si él pudiese formular un plan para moverla, aunque sólo fuera un poco, ya no sería, ni mucho menos, la diosa de la venganza de la Tierra.)
    Además, Wu había ganado en modestia. No quería que se le atribuyera el mérito del descubrimiento. Lo cual le parecía increíble a la Wendel. Wu decía que el proyecto había sido elaborado en conferencia y no quería añadir nada más.
    Por añadidura, el hombre proyectaba volver al Sistema Nemesiano... y no sólo poner en marcha el proyecto. Quería estar allí.
    Aunque tenga que ir andando, dijo.
    La Wendel se dio cuenta de que Fisher la estaba mirando con el ceño fruncido.
    —¿Por qué no creíste que yo volvería, Tessa?
    Ella decidió hablar claro.
    —Tu esposa es más joven que yo, Crile, y se aferra a tu hija. Yo estaba segura de eso. Y, desesperada al ver cuánto querías tener a tu hija, pensé...
    —Que me quedaría con Eugenia porque era la única salida, ¿no?
    —Algo parecido.
    Fisher negó con la cabeza.
    —Eso no habría acabado así, de cualquier forma que fuese. Al principio creí que era Roseanne... mi hermana. Sobre todo los ojos; pero había también otros rasgos que la asemejaban a Roseanne. Sin embargo, ella era mucho más que Roseanne. No era humana, Tessa, no es un ser humano. Te lo explicaré más tarde. Yo...
    Meneó la cabeza.
    —No te preocupes, Crile —lo calmó la Wendel—. Ya me lo explicarás cuando te plazca.
    —No ha sido una pérdida total. La he visto. Está viva. Goza de buena salud. Me figuro, a fin de cuentas, que yo no quería nada más. Por alguna razón, después de mi experiencia, Marlene vino a ser eso... Marlene. Tessa, tú eres todo cuanto quiero para el resto de mi vida.
    —¿Conformándote con lo menos malo, Crile?
    —Conformándome con lo estupendo, Tessa. Pediré el divorcio. Nos casaremos. Dejaré Rotor y Némesis a Wu. Tú y yo permaneceremos en la Tierra o en el Establecimiento que prefieras. Los dos tendremos buenas pensiones y podremos abandonar la Galaxia y sus problemas a otros. Hemos hecho ya lo suficiente, Tessa. Es decir, si lo deseas también tú.
    —Se me hace difícil la espera, Crile.
    Una hora después, se hallaban el uno en brazos del otro.

    95

    —Me alegro mucho de no haberme encontrado allí —dijo Eugenia Insigna—. No ceso de pensar en ello. Pobre Marlene. ¡Qué asustada debe de haber estado!
    —Sí, lo estaba. Pero lo consiguió, hizo posible la salvación de la Tierra. Ahora, ni siquiera Pitt puede hacer nada al respecto. En cierto modo, eso ha anulado el trabajo de toda su vida. No sólo carece de sentido su proyecto para constituir en secreto una nueva civilización, sino que por añadidura, debe ayudar a supervisar el proyecto para la salvación de la Tierra. Rotor no se mantiene ya oculto. Se puede alcanzar en cualquier momento, y cada sector de la Humanidad en la Tierra, y fuera de ella, se revolverá contra nosotros si no nos unimos a la raza humana. Eso no podría haber sucedido sin Marlene.
    Pero Insigna no pensó en las grandes significaciones.
    —Sin embargo, cuando ella se asustó de verdad —dijo—, recurrió a ti, no a Crile.
    —Sí.
    —Y fuiste tú quien la sujetó. No Crile, ¿verdad?
    —Sí. Pero escucha, Eugenia, no hagas nada sublime de esto. Ella me conocía, y a Crile no.
    —Te muestras inclinado a razonarlo, Siever. Es tu estilo. Pero celebro que ella recurriera a ti. Él no la merece.
    —De acuerdo. Él no la merece. Y ahora... por favor, Eugenia, dejemos el asunto. Crile se marcha. No volverá nunca más. Ha visto a su hija. Ha presenciado su contribución a la salvación de la Tierra. No le guardo rencor, y tampoco deberías guardárselo tú. Así que, si no te importa, cambiemos de tema. ¿Sabes que Ranay D'Aubisson se marcha con ellos?
    —Sí, todo el mundo habla de eso. No sé por qué, pero no la echaré de menos. Nunca me pareció muy afecta a Marlene.
    —Tampoco lo fuiste tú a veces, Eugenia. Es una gran oportunidad para la Ranay. Tan pronto como se apercibió de que la llamada plaga Erythro no era un campo de estudio útil, su trabajo se vino abajo. Por el contrario, en la Tierra podrá introducir la exploración moderna del cerebro y hacer una gran carrera.
    —Está bien. Me alegro por ella.
    —Pero Wu regresará aquí. Un hombre genial. Su cerebro fue lo que proporcionó el hallazgo. Fíjate, estoy seguro de que cuando vuelva aquí para elaborar el Efecto de Repulsión, su verdadero deseo será permanecer en Erythro. El organismo Erythro le ha captado, al igual que a Marlene. Y lo más gracioso es que, según creo, ha captado también a Leverett.
    —¿Qué sistema emplea a tu juicio, Siever?
    —¿Quieres decir que por qué ha captado a Wu y no a Crile? ¿Por qué a Leverett y no a mí?
    —Bueno, es fácil ver que Wu es un hombre mucho más lúcido que Crile. Sin embargo tú, Siever, eres mucho mejor que Leverett. No es que quiera perderte, ni mucho menos.
    —Gracias. Supongo que el organismo Erythro posee un criterio muy peculiar. Incluso creo tener una idea vaga de lo que pudiera ser.
    —¿De verdad?
    —Sí. Cuando se sondeó mi mente, quiero decir a través de Marlene, el organismo Erythro penetró en mí. Me imagino que entonces atisbé sus pensamientos. No de forma consciente, por supuesto; pero cuando todo terminó, parecía saber cosas que no sabía antes. Marlene posee un raro talento que la faculta para comunicarse con el organismo, y por tanto le posibilita a él el uso de su cerebro para sondear otros cerebros. Pero, según creo, eso es sólo una ventaja práctica. Él la elige para algo mucho más desusado.
    —¿Qué puede ser?
    —Imagínate, Eugenia, que eres un trozo de cuerda. ¿Cómo te sentirías si te encontrases de forma inesperada con un trozo de encaje?
    —Imagínate que eres un círculo. ¿Cómo te sentirías si te encontrases con la maqueta de una esfera? Erythro conoce sólo un tipo de mente.
    »La suya. Su mente es inmensa, pero muy burda. Es lo que es porque la forman trillones y trillones de unidades celulares unidas entre sí por lazos muy flojos. Entonces se encuentra con mentes humanas cuyas unidades celulares son comparativamente pocas; pero enlazadas por un número increíble de interconexiones... de complejidad no menos increíble. Encaje en lugar de cuerda. El organismo debe de haber quedado abrumado ante tanta belleza. Y habrá encontrado que la mente de Marlene es la más bella de todas. Esa fue la razón de que la captara. ¿No harías tú lo mismo... si se te brindase la oportunidad de adquirir un Rembrandt o un Van Gogh auténtico? Ésa fue la razón de que la protegiera con tanto celo. ¿No habrías tú protegido una gran obra de arte? No obstante, él la hizo correr un riesgo por el bien de la Humanidad. Fue duro para Marlene, pero bastante noble por parte del organismo. Sea lo que sea, yo veo así el carácter del organismo Erythro. Lo conceptúo como un conocedor de arte, un coleccionista de mentes hermosas.
    Insigna se rió.
    —A ese tenor, Wu y Leverett tienen unas mentes muy hermosas.
    —Probablemente, ambas le sirven a Erythro. Y continuará seleccionándolas cuando vengan los científicos de la Tierra. Mira, acabará teniendo una colección de seres humanos fuera de lo común. El grupo Erythro. Él puede ayudarles a encontrar nuevos hogares en el espacio y, al final, quizá la Galaxia tenga dos clases de mundos. Los de terrícolas y los mundos de pioneros, mucho más eficaces, los auténticos surcadores del espacio. Me pregunto cómo funcionará eso. Seguramente el futuro residirá en ellos. Cosa que lamento sin poder explicármelo.
    —No pienses más en ello —le apremió Insigna—. Deja que la gente del futuro se las entienda con el futuro a medida que vaya llegando. Ahora mismo, tú y yo somos seres humanos juzgándose uno a otro con raseros humanos.
    Genarr sonrió satisfecho, su agradable rostro hogareño se iluminó.
    —Celebro eso, porque encuentro que tu mente es hermosa y quizá tú encuentres que la mía también lo es.
    —¡Oh, Siever! Siempre fue así. Siempre.
    La sonrisa de Genarr se heló un poco.
    —Pero hay otros tipos de belleza, lo sé bien.
    —Para mí ya no. Tú posees todos los tipos de belleza, Siever. Hemos perdido la mañana, tú y yo. Pero podemos aprovechar todavía la tarde.
    —En tal caso, ¿qué más puedo desear, Eugenia? Doy por bien perdida la mañana... si podemos compartir la tarde.
    Sus manos se tocaron.

    EPÍLOGO

    Una vez más, Janus Pitt se sentó allí solo, enclaustrado.
    La estrella enana roja no era ya una máquina de muerte. Sólo una estrella enana roja a la que podría apartar del camino una Humanidad cada vez más arrogante, que iba ganando sin tregua poder.
    Pero Némesis existía todavía, aunque no fuera ya la estrella. Durante billones de años, la vida en la Tierra había estado aislada, realizando por separado su experimento, cobrando auge y hundiéndose, floreciendo y sucumbiendo a vastas extinciones. Quizás hubiera otros mundos en los que existiese la vida, cada uno de ellos aislado a lo largo de billones de años.
    Todos los experimentos, o casi todos, habían representado fracasos. Uno o tal vez dos fueron éxitos y valieron por el resto.
    Pero eso sería sólo si el universo fuese lo bastante grande para aislar todos los experimentos. Si Rotor, su arca, hubiese quedado aislado tal les ocurrió a la Tierra y al Sistema Solar, podría haber sido el que funcionara.
    Sin embargo, ahora...
    Pitt apretó enfurecido los puños, presa de la desesperación. Pues él sabía que la Humanidad iría de una estrella a otra, al igual que había ido de un continente a otro; y antes de una región a otra. No habría aislamiento, ni experimentos independientes del todo. Su grandioso experimento había sido descubierto y condenado al fracaso.
    Continuarían prevaleciendo la misma anarquía, la misma degeneración, los mismos pensamientos irreflexivos a corto plazo, las mismas disparidades culturales y sociales... a lo ancho y largo de la Galaxia.
    ¿Qué habría entonces? ¿Imperios galácticos? ¿Todos los pecados y las locuras existentes en un mundo diseminados por él en millones de mundos? ¿Con cada infortunio y cada dificultad horriblemente magnificados?
    ¿Quién sería capaz de hacer imperar el sentido común en nuestra Galaxia cuando nadie lo tenía en un mundo solitario? ¿Quién aprendería a interpretar las tendencias y prever el futuro en toda una Galaxia repleta de humanidad bullente?
    En verdad, Némesis había llegado.

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      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
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              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
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      - IZQUIERDA - 1 - 2

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      - TODO EL SIDEBAR
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      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

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      - Quitar

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     √

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      - Quitar




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      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

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