EN BUSCA DEL AJI PERFECTO
Publicado en
enero 21, 2010
CONDENSADO DE OUTSIDE (JUNIO DE 1997). © 1997 POR MARIAH PUBLICATIONS CORP., DE SANTA FE, NUEVO MÉXICO.Acompañe a este porfiado coleccionista a recorrer el mundo...
Por Randy Wayne White. Fotografía de Tony ArruzaHACE UN PAR DE AÑOS, en verano, llevé a un experto en ajíes a recorrer el pequeño huerto que tenía en la parte posterior de mi casa, en la costa oeste de Florida. El hombre era un auténtico amante del ají, lo cual significaba que cuanto más picante era una variedad, más le gustaba.
—Éstos siempre me han deleitado —dijo al ver unos pimentitos rojos que había yo arrancado a hurtadillas de un arbusto en las Bahamas—. Macháquelos —agregó mientras se los echaba a la boca como si fueran dulces—: le dan buen sabor a la cerveza.En seguida nos acercamos a varias plantas provenientes del sureste de Asia que daban unos gruesos frutos morados. Yo nunca había tenido el valor de probarlos; aquel hombre, en cambio, le hincó el diente a uno con pasmosa sangre fría.Quien diga que los ojos humanos no transmiten emociones no ha visto a un valiente comer un espécimen de la variedad Capsicurn chínense (los frutos de las plantas del género Capsicurn contienen capsicina, la sustancia que produce el picor): los globos oculares casi se salen de su órbita, como si una demoniaca presión interna los empujara hacia fuera.—¡Madre de Dios! —clamó, cuando por fin pudo volver a articular palabra—. ¡Qué bueno estuvo!Yo nunca he participado en esos estúpidos ritos machistas que obligan al que come ají a fingir que no está sufriendo. Tampoco me han interesado las salsas que deben servirse con cuentagotas. Coleccionar semillas de ají y salsas picantes, en cambio, se ha convertido para mí en una afición obsesiva. En los viajes que he hecho por el mundo —Cuba, Australia, Indonesia, Fiyi— me he dedicado a recolectar semillas de ají para sembrarlas en mi jardín.He aprendido a apreciar el sabor y el olor de ciertos ajíes, y me fascina la larga e intrincada historia que hay detrás de este condimento.De acuerdo con algunos arqueólogos, los indígenas del Nuevo Mundo han cultivado y consumido ajíes durante unos 6500 años. Un navegante que acompañó a Colón en su segundo viaje a América escribió acerca de los ajíes y refirió que "los caribes y los indios comen esos frutos como nosotros comemos manzanas". Fueron los aztecas quienes dieron el nombre de chiles a los pimientos picantes.En lo que hoy son las Antillas, así como en Centro y Sudamérica, los europeos recolectaron dos variedades principales: C. annuum y C. chínense. Las semillas de esos ajíes originales quizá fueron llevadas por las antiguas rutas comerciales marítimas —desde América hasta Europa, África, la India, Tailandia y China—, donde eran vendidas o intercambiadas por comerciantes que no sabían que con ello iban a revolucionar el arte culinario de todo el mundo.En la actualidad existen varias asociaciones promotoras de esta planta e incontables amantes del ají que se comunican a través de Internet.En Fiyi conocí a un hombre de la India que me dijo que el ají era un afrodisiaco bien conocido. Su familia cultivaba unos ajíes parecidos a los jalapeños, a los cuales había dado su nombre (Bombay no recuerdo qué) y de los que se había vuelto adicto.—Los como todo el día —me comentó—, y apenas puedo concentrarme en el trabajo pues todo el tiempo estoy pensando en hacer el amor. Mi esposa y yo estamos desesperados.—¿Y por qué no deja de comerlos? —le pregunté.Me miró lleno de furia, como si hubiera yo dicho una blasfemia.—¿Que deje de comer ají? —exclame»—. ¿Por qué? ¿Por una mujer?Sí, quizá no fue muy cortés conmigo, pero aun así quise tener algunos de los ajíes de esa familia. Me regalaron unas semillas que sembré en mi huerto y que se convirtieron en unas plantas muy bonitas, con un fruto en forma de plátano que primero fue verde, luego amarillo y al final rojo.La sensación de ardor que el ají produce en la boca y que se propaga por todo el cuerpo tal vez sea la razón por la que se cree que aviva el deseo sexual. No se sabe con certeza si el ají es afrodisiaco o no (quienes lo comemos abrigamos la esperanza de que lo sea), pero sí se conocen sus beneficios para la salud.El ají contiene más vitamina C que las frutas cítricas y puede ayudar a prevenir la formación de coágulos de sangre en venas y arterias; hay pruebas de que la capsicina mitiga el dolor de piel causado por algunos trastornos nerviosos y por la diabetes, y unos investigadores de la Universidad Nacional de Singapur señalan que el ají quizá también ayude a prevenir las úlceras gástricas.El picor que se experimenta al comerlo desencadena la secreción de endorfinas, sustancias analgésicas que provocan una euforia similar a la que sienten los corredores de grandes distancias, los cuales tal vez no hayan descubierto aún que podrían sentirse igualmente bien con una cerveza fría y un par de ajíes habaneros.La búsqueda de ajíes me obsesiona tanto, que en ocasiones me ha llevado a sitios recónditos y peligrosos. En una pequeña dársena en la isla de Manga, muy cerca de Cartagena, Colombia, descubrí una salsa verde (muy picante, pero no demasiado) que olía a vinagre y a la flor machacada de la planta. Se llamaba Ají Amazona y era la mejor salsa que había probado hasta entonces.Al oírme elogiar esa delicia, el propietario de la dársena, un australiano expatriado, me dijo:—Está muy buena, ¿verdad? Conozco al tipo que la hace.La pequeña fábrica estaba cerca de allí, así que fui en taxi a comprar una caja. El dueño, Jorge Araujo, se dedicaba a la venta de ajíes al por mayor cuando se produjo un "milagro": la polinización cruzada accidental de un pimiento de Cayena y una variedad local llamada pipón que a nadie le gustaba. El nuevo espécimen resultó ser una maravilla.—Tenía un olor divino y un color muy vivo que no había visto en ningún otro ají—contó Araujo.Al final decidió llamar "Amazona" al híbrido, por la región donde cree él que se originaron todos los ajíes.—Si quiere saber más de los ajíes, venga conmigo —me dijo.Mientras me llevaba en su coche a los sembrados, me contó de los graves problemas que tenían en esa región con los bandidos. Por mi parte, me había enterado de que los guerrilleros colombianos estaban secuestrando hasta 1000 personas al año a fin de pedir dinero por ellas. Araujo señaló que, de hecho, no estábamos lejos de una zona que no era muy segura.En otra ocasión, en las tierras altas del interior de Vietnam, contraté a un conductor para que me llevara de Pleyku a Saigón. El tipo resultó ser un cafre del volante, a quien no le importaba en absoluto el riesgo de provocar una carnicería en el camino por conducir a gran velocidad.Al descubrir en el asiento una bolsita repleta de ajíes negruzcos, supuse que este hombre temerario y yo podíamos tener algo en común. Pensé que si lograba persuadirlo de convertir nuestro viaje en una sana excursión en busca de semillas de ají, tal vez reduciría un poco la velocidad.Reaccionó con entusiasmo a mi sugerencia. Sí, sabía dónde podíamos encontrar semillas, así que pisó hasta el tope el pedal del acelerador.Antes de emprender ese viaje, un amigo de origen vietnamita me había enseñado lo que tenía que decir cuando quisiera ir más despacio. Entonces pronuncié la palabra:—¡Nhanh! ¡Nhanh!El conductor me sonrió mientras tomaba la siguiente curva a la mayor velocidad que pudo.—¡Nhanh! ¡Nhanh! —grité.Pasamos como bólidos por cerros y poblados, haciendo huir despavoridos a gallinas, perros y ciclistas. Finalmente me deslicé en el asiento hasta quedar tendido en el piso del vehículo, resignado al inevitable choque.Pero nada malo ocurrió. Encontramos más de esos ajíes negruzcos, que picaban terriblemente, y llegamos ilesos a Saigón.Días después descubrí que mi perverso amigo había querido jugarme una broma al enseñarme justamente la palabra contraria a despacio.—Pedazo de bobo —me dijo—. Nhanh significa más rápido.—Buena broma —repuse—. Oye, prueba uno de estos ajíes que traje: son tan dulces como la calabaza.