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enero 21, 2010
Por Hugh O’NeillEL DICE
CONDENSADO DE "A MAN CALLED DADDY: A CELEBRATION OF FATHERHOOD." © 1996 POR HUGH O'NEILL, PUBLICADO POR RUTLEDGE HILL PRESS, DE NASHVILLE, TENNESSEE.PAPA AL AGUATODO EL MUNDO conoce las exigencias físicas de la maternidad. Sin embargo, y dicho esto con el debido respeto, una vez que el bebé cumple un año de edad, la paternidad se convierte en el Triatlón para Hombres de Hierro. Es papá quien carga con los niños hasta el coche, quien se sube con ellos a la montaña rusa, quien se los monta en hombros para pasearlos. El embarazo no es miel sobre hojuelas; eso nadie lo discute. Pero, ¿qué me dicen de tener que llevar entre 13 y 30 kilos colgados del cuello durante siete u ocho años? Y lo peor de todo es que las tribulaciones de la paternidad suelen surgir cuando uno menos lo espera.
Cierto día de vacaciones, después de que fuimos a visitar un acuario, mis hijos, Josh y Rebecca, tuvieron la ocurrencia de pedirme algo:—Papá, ¿nos llevas a pasear en las lanchas de pedales? Por favor, ¿sí?Muchas otras familias surcaban las aguas del puerto subidas en esos artefactos, así que no tuve escapatoria.—Son ocho dólares, más cinco de depósito —me dijo una adolescente que llevaba puesta una gorra de marinero—. Regrese a las 5:22, o le cobraremos media hora adicional.—Entendido —repuse—. Aquí estaremos a las 5:22.Bajamos luego por la pasarela del embarcadero, donde un capitán de puerto de 17 años nos arrojó chalecos salvavidas.—El alquiler de la lancha termina a las 5:22 —repitió, y de un empujón nos hizo salir del embarcadero.Los primeros minutos tuvimos un viaje tranquilo. Los chicos iban encantados, y mi esposa, Jody, me miraba como si ésa fuera la vida que había soñado.Sin embargo, yo iba pensando en algo que ellos no sabían: tratar de avanzar sobre aguas tan mansas en una embarcación como aquélla obligaba a hacer un consumo de energía tan grande como para alumbrar una ciudad entera. Aunque pedaleaba con todas mis fuerzas, había perdido la sensibilidad desde las caderas hasta la punta de los pies.—¿Estás bien, cariño? —me preguntó Jody al percibir algo en mi cara.Traté de responder "Perfectamente" con un desenfadado movimiento de mano.—Hugh —insistió ella—, me sentiría mejor si dijeras algo. Volví a mover la mano. —Papá, ¿por qué esta lancha no llega tan lejos como las otras? —intervino Josh, a la vez que señalaba un grupo de botes a cierta distancia.De repente el cielo se encapotó. El mar empezó a picarse. Miré alrededor y vi una flotilla de padres que, con el rostro enrojecido, pedaleaban furiosamente contra el viento, en una carrera desesperada contra el inminente chubasco y contra el reloj.No lo logré. A las 5:23 Rebecca exclamó:—¡Ay, papá!Cuando por fin desembarcamos, casi me hundo en el agua. Me mojé la pierna izquierda hasta el muslo, y uno de mis zapatos se hundió cinco brazas. Cuando salí, tropecé y me clavé una astilla en la rodilla. Todos los hombres a mi alrededor bajaban tambaleantes de las lanchas y se desplomaban. El imberbe capitán de puerto me miró como si estuviera a punto de mencionar el cargo extra.—Ni se te ocurra —le advertí gruñendo.Me quité los empapados pantalones y me senté tras el volante. Cuando nos detuvimos en la caseta de peaje, iba yo en calzoncillos y con un solo zapato. Jody se apresuró a cubrirme con una manta.—¿Todo bien, señora? —le preguntó el cobrador a mi mujer luego de mirarme.—Mi papá se quitó los pantalones —respondió Becky, solícita.—No debería conducir descalzo, señor —me aconsejó, mirando con disimulo el interior del coche.Pisé el pedal del acelerador y me alejé de allí a toda velocidad.—¿Van a meter a la cárcel a mi papá, mami? —inquirió Becky.—Si hacen eso, no quiero perdérmelo —agregó Josh.—Nadie va a ir a la cárcel —la tranquilizó Jody, riéndose.Claro, pensé, es fácil para ti —que llevas la ropa seca y no guardas más que un vago recuerdo del parto— encontrarle el lado chusco a esto.Con todo, oír a los niños revivir nuestra frenética carrera contra el reloj fue un bálsamo para mi ánimo. Mientras convertían el incidente en anécdota —"El día que papá condujo sin pantalones"—, mi corazón, mis pulmones y mis cuadríceps empezaron a aliviarse... y a prepararse para la siguiente jornada.ELLA DICE
© POR TRISH VRADENBURG. CONDENSADO DE "LADIES HOME JOURNAL" (NOVIEMBRE DE 1990), DE NUEVA YORK. ILUSTRACIONES: TOM PAYNE.MAMA TIENE LA ULTIMA PALABRACADA VEZ que surgen problemas con mis hijos, me quejo entristecida de que siempre fueron cariñosos y obedientes... hasta el día de hoy. Mi esposo asegura que tengo memoria selectiva, y está en lo cierto. Vivir con adolescentes y dar a luz son experiencias parecidas. Ninguna mujer pasaría por ellas más de una vez si pudiera recordar el dolor.
Tengo dos herederos: una hija de 19 años y un varón de 17. Cuando eran pequeños, me trataban con reverencia. Para ellos yo era un ser poderoso, admirable, infalible. Sin embargo, esa canonización no me preparó para vivir años después con un par de adolescentes.Hace poco le pregunté a mi hijo qué recuerdos guardaba de su infancia. Supuse ingenuamente que se soltaría evocando con nostalgia sus más sentidas añoranzas.Meditó unos segundos su respuesta y luego dijo:—Era bajo de estatura.—¿Eso es todo? —inquirí, incrédula—. ¿Sólo eso recuerdas?Se limitó a encogerse de hombros, como si quisiera decir: "¿De qué otra cosa podría acordarme?"Era evidente que mi pedestal se había hecho añicos. Dediqué interminables horas a reflexionar sobre lo que debía decir y a tratar de entender por qué nunca daba yo en el blanco. Yo quería una relación viva, estrecha; ellos, una benefactora muda. Yo deseaba verlos dar y compartir; ellos, que fuera yo realista.Pese a todo, persistí. Me sentaba con mi hijo a ver partidos de fútbol en la televisión, lo cual me resultaba casi tan interesante como ver dormir una polilla. Con sus amigos, él era abierto y locuaz; conmigo, hasta el intercambio de miradas estaba vedado. Me consideraba afortunada si conseguía sacarle un gruñido cuando le preguntaba algo.Los expertos aseguran que la comunicación es fundamental. Aunque los adolescentes nos rechacen, hay que hacerles saber que nos importa mucho lo que sienten y piensan. Así pues, les hacía a mis hijos preguntas tan profundas como "¿Qué tal te fue hoy?" Y soportaba esos suspiros impacientes y sabiondos que, traducidos a palabras, significan: "Es increíble que a la edad que tienes no sepas nada de nada mientras yo sé mucho de todo, pero supongo que como eres mi madre eso te justifica".Cuando creí que no podía volverme más estúpida, mi hija se marchó a la universidad. Confiando en que eso iba a iniciar una época completamente nueva, esperé con impaciencia el Día de Acción de Gracias.—Regresa a las 2 —le dije cuando ella se disponía a salir la primera noche que volvió a casa.—¿Acaso estás diciendo que hay toque de queda? —repuso indignada.Asentí con un firme movimiento de cabeza.—¡Es el colmo! ¡Ya no soy una niña! ¡No puedes tratarme así!Cuando contesté, la que habló por mi boca fue mi madre:—Mientras vivas en mi casa, tendrás que respetar mis reglas.Cuando mamá decía eso me parecía muy irracional, pero que yo lo dijera sonaba absolutamente sensato.A esto siguió una tanda de recriminaciones y luego un portazo. Era claro que mi hija no nos acompañaría en la cena de acción de gracias.—No quieres soltarnos las riendas —me echó en cara al día siguiente.—No es verdad —repliqué, consciente de que ella tenía razón.—Las cosas ya no son como cuando tú tenías mi edad —continuó.—Te equivocas —respondí.En esto sí acertaba yo.Lo más difícil de ser padre o madre es admitir que el ciclo realmente se repite. Yo anhelaba lo mismo que hoy desea mi hija: independencia absoluta, respeto irrestricto y apoyo económico ilimitado. A veces lo obtenía, a veces no.Mi hija y yo finalmente comprendimos que esta fase de nuestra relación, como cualquier otra, tardará un tiempo en llegar a buen fin.—Apenas puedo creer que hayamos discutido esta primera vez que nos vino a visitar —le comenté a mi esposo unos días después—. Antes de que ingresara a la universidad, nunca tuvimos un desacuerdo.Los hombres inteligentes saben cuándo quedarse callados.