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diciembre 25, 2009
Deseo Ferviente – El mayor anhelo de Moe Norman era ganar la aceptación de los jugadores a los que admiraba.Pese a las adversidades, llegó a convertirse en uno de los más grandes golfistas de la historia.
Por Bruce SelcraigUNA CALUROSA MAÑANA, en un club campestre situado cerca de Orlando, Florida, un hombre robusto y canoso se abre paso entre la multitud reunida para la exhibición del día. Quienes no conocen a este señor de mirada maliciosa podrían suponer que no es más que otro bronceado golfista deseoso de mejorar su promedio.
A pesar del bochorno, viste con suéter negro de cuello alto, y un pantalón verde limón. Como siempre, en el bolsillo izquierdo lleva dos pelotas de golf —ni una más, ni una menos—, y en la muñeca izquierda, tres relojes puestos a la misma hora.Se coloca en posición y rápidamente eleva varias pelotas, que alcanzan unos 65 metros. Al principio los espectadores no parecen impresionados, pero luego observan que las pelotas han caído en el mismo sitio.—Cada golpe igual que el anterior —canturrea el golfista—. Igual que el anterior...Con un palo más largo envía al aire dos docenas de pelotas que recorren casi 140 metros y caen tan cerca unas de otras, que podrían cubrirse todas con una sábana. Después saca el mayor de sus palos y lanza una lluvia de pelotas que caen a unos 230 metros: todas en un rectángulo, de césped donde no cabrían más de dos coches.Asombrada, la gente aplaude.—¡Directo y perfecto! —exclama el golfista—. ¡Eso es: directo y perfecto!Quienes conocen a Moe Norman ya no se sorprenden ante estos increíbles despliegues de precisión. Para numerosos aficionados y profesionales del golf, este canadiense de 70 años es un personaje casi mítico. Fuera del ámbito deportivo, en cambio, pocos han oído siquiera su nombre, y menos aún conocen la historia de su lucha para obtener aceptación en el único mundo que él comprende.UNA FRÍA MAÑANA de enero de 1935, Moe Norman, de cinco años, jugaba con un amigo y un trineo doble en la ladera de una colina cubierta de hielo cerca de su casa, en Kitchener, Ontario. Deslizándose velozmente cuesta abajo, el trineo llegó hasta la calle y quedó bajo las ruedas de un coche que pasaba.
Los niños se salvaron de milagro y corrieron a casa llorando. Moe no salió ileso: una rueda del vehículo le desvió un pómulo al rozarle la cara. A falta de dinero para pagar un tratamiento médico, sus padres sólo pedían a Dios que no hubiese sufrido daño cerebral.Al ir creciendo, el niño empezó a mostrar comportamientos extraños y a tartamudear. Su hermano mayor, Ron, advirtió que Moe se asustaba demasiado cuando afrontaba situaciones inesperadas. Muchas noches lo oyó sollozar en la cama, desconsolado por algún desaire real o imaginario que había sufrido.En la escuela, Moe no hallaba lugar entre los otros niños. Desesperado por ganar amigos y aceptación, se ponía a hacer gracejadas, pero a menudo los resultados eran contraproducentes: pellizcaba y abrazaba con tal fuerza a sus compañeros, que éstos lo apartaban a empujones. Se ridiculizaba a sí mismo y hasta acuñó su propio mote: Moe el Zonzo.Cobró fama de mal estudiante en todas las materias, menos en una: en matemáticas no tenía rival. Asombraba a todos memorizando complicadas fórmulas y multiplicando mentalmente y al instante números de dos cifras.Cuando no hacía payasadas, evitaba el trato con los demás. Con el tiempo se fue sumiendo en un aislamiento profundo, aunque, paradójicamente, fue en la soledad donde encontró sus mayores alegrías.Durante años, en la cima de la colina del accidente, pasó miles de horas golpeando una pelota de golf con un hierro oxidado con mango de madera que había hallado en la casa. Allí, en el solitario y mágico mundo del golf, encontró una razón para despertar cada día.EN LOS AÑOS 40, Kitchener era un pujante pueblo fabril en el que los hijos de los trabajadores tenían poco interés o dinero para jugar al golf, deporte más propio de gente rica. Pero a Moe le encantaba, y a menudo se saltaba comidas, clases y tareas en casa para irse a un campo a lanzar pelotas: 500 o más cada día.
Cuando tenía unos 15 años, consiguió empleo de caddie en un club campestre, pero lo despidieron por arrojar a los árboles los palos de un magnate que le daba malas propinas. Entonces decidió concentrarse en el juego, e iba a afinar su técnica en un campo de golf público de las cercanías. Dejó la escuela cuando cursaba el décimo grado, y al cumplir los 19 años se convenció de que había recibido un don excepcional: el de poder enviar una pelota de golf a donde quisiera.A los veintitantos años se fue de casa, y mientras se ganaba el sustento con una serie de trabajos mal pagados, se las arregló para competir en torneos de golf de aficionados por todo Canadá. La primera vez que lo vieron jugar, a fines de los años 40, los espectadores no sabían qué pensar de ese tipo estrafalario de pelo pajizo y dientes torcidos.Moe seguía siendo juguetón, casi infantil, y su técnica autodidáctica era muy poco ortodoxa. Con las piernas bien separadas, se plantaba junto a la pelota como un beisbolista al bate, y asía el palo no con los dedos, como se enseña a la mayoría de los golfistas, sino con las palmas, como si sostuviera un mazo.Pocos aficionados lo tomaban en serio. Algunos se reían al verlo junto al tee. Sin embargo, al poco tiempo iban a fijarse en él por algo más que sus peculiaridades.Reconocido como un superdotado que podía lanzar la pelota con increíble exactitud, se convirtió en la sensación del circuito canadiense de golfistas aficionados. Tan sólo en un año estableció nueve marcas y ganó 17 de 26 torneos.Aunque su fama crecía, seguía siendo muy tímido y creyendo que no merecía tanta atención; en vez de pavonearse, se aislaba. En 1955 ganó el Abierto de Aficionados de Canadá, en Calgary, pero no acudió a recibir el premio. Unos amigos lo encontraron más tarde a la orilla de un río, refrescándose los pies.Esa victoria le dio derecho a participar en uno de los más prestigiosos torneos de golf: el de Maestros. Cuando recibió la invitación, tenía apenas 26 años y aún pasaba el invierno trabajando en un salón de bolos de Kitchener. Era la gran oportunidad, no sólo de representar a su país, sino de demostrar a los incrédulos que no era un excéntrico con suerte de principiante.Sin embargo, sus viejos demonios no le daban reposo: se sintió como un intruso entre algunos de los ases del golf. Jugó muy mal en la primera ronda, y peor aún el segundo día, así que se marchó a un campo cercano a practicar.Mientras lanzaba pelotas, notó a alguien a sus espaldas.—¿Me permite darle un pequeño consejo? —le preguntó Sam Snead, afamado golfista estadounidense.No hizo más que sugerirle un leve cambio en la forma de golpear con el hierro largo, pero para Moe fue toda una revelación.Decidido a aprovechar el consejo, permaneció en el campo toda la tarde, lanzando pelotas hasta que las manos se le llagaron y ampollaron. Al otro día no pudo asir ni un palo y, humillado, se retiró del torneo.VOLVIÓ POR SUS FUEROS un año después, al ganar nuevamente el Abierto de Aficionados de Canadá, y a este triunfo siguieron muchos otros.
La Real Asociación Canadiense de Golfistas le ofreció subsidiar sus gastos de viaje, pero como esto contravenía las normas del amateurismo, decidió hacerse profesional. Su primer logro en la categoría fue ganar el Abierto de Ontario.Al debutar como profesional actuó con el mismo desparpajo que en sus años de aficionado. Si la gente reía, hacía aún más payasadas. Era tan rápido al jugar, que preparaba y hacía el tiro en unos tres segundos. A veces se tendía a medio campo y fingía dormir hasta que los demás jugadores lo alcanzaban.A sus admiradores les gustaba el espectáculo, mas no a algunos de sus rivales de la Asociación de Golfistas Profesionales (AGP) de Estados Unidos. En el Abierto de Los Ángeles de 1959, varios jugadores lo arrinconaron en el vestuario y le dijeron que se dejara de bufonadas y mejorara su técnica y su guardarropa.El incidente, afirman sus amigos, fue un duro golpe para él. Algunos creen que lo hizo perder la confianza en sí mismo y lo obligó a alejarse del circuito de golf estadounidense. Moe ansiaba ganar la aceptación de los jugadores a quienes tanto admiraba, pero por ser diferente de ellos había recibido un castigo.Dado que jamás desafió a astros del golf como los estadounidenses Jack Nicklaus y Arnold Palmer, tuvo poco reconocimiento fuera de Canadá, pero en su país alcanzó gran éxito. En el circuito de la AGP canadiense (y en torneos menores en Florida) obtuvo 54 triunfos y estableció 33 marcas. En tanto que la mayoría de los golfistas de primer orden no logran más que unos cuan-tos hoyos en uno a lo largo de su vida, Moe hizo al menos 17.Entre los años 60 y los 70 ganó un torneo tras otro, pero a principios de los 80 su entusiasmo por competir empezó a declinar; obtuvo pocos triunfos y se sumió en la depresión'. Nunca fue rico, ni parecía importarle el dinero, ya que prestó miles de dólares a golfistas principiantes sin jamás molestarse en cobrar.En bancarrota y casi olvidado, pasó meses buscando dónde vivir, primero en ruinosos apartamentos y más tarde en pensiones y moteles baratos. No fueron pocas las veces en que durmió en el coche. De no haber sido por la generosidad de sus amigos (y por un golpe de buena suerte), se habría perdido para siempre en las sombras del olvido.MOE NUNCA tuvo teléfono, tarjetas de crédito ni casa. Pocos sabían dónde localizarlo, y él rara vez hablaba con desconocidos. Por eso Jack Kuykendall, fundador de una empresa llamada Natural Golf Corp., tardó dos años en encontrarlo.
Dio con él en Florida. Le dijo que era físico y que había pasado años buscando la técnica perfecta para jugar al golf... hasta que descubrió que el canadiense llevaba 40 años poniéndola en práctica.Moe aceptó hacer una demostración de su estilo en una clínica patrocinada por Natural Golf Corp. La noticia se propagó rápidamente en el círculo golfístico, y al poco tiempo las revistas deportivas celebraban las proezas del misterioso genio del "golpe asesino".Un admirador de Norman, Wally Uihlein, presidente de la fábrica de pelotas de golf Tideist Footjoy Worldwide, anunció en 1995 que su empresa rendiría tributo a Moe con una subvención vitalicia de 5000 dólares mensuales. Cuando el canadiense, perplejo, preguntó qué debía hacer para ganar ese dinero, Uihlein contestó:—Nada. Ya lo hizo.Dos semanas después, Moe fue elegido para entrar en el Salón de la Fama del Golf de Canadá. Hoy en día, empero, sigue siendo casi desconocido fuera de su país. Para los amantes del juego, en cambio, es el más grande héroe anónimo del golf, el solitario enigmático a quien el famoso Lee Treviño alguna vez llamó: "El mejor golpeador de pelota que jamás he visto".Muchos coinciden con Jack Kuykendall en que, si alguien le hubiera echado una mano a Moe hace 40 años, "su nombre sería tan famoso como el de Babe Ruth".EN EL ESTACIONAMIENTO de un club campestre de Florida, Norman está agachado en su Cadillac gris rebuscando en un montón de cintas de motivación. Parece nervioso y con prisa, pero cuando se sienta tras el volante, se detiene a reflexionar sobre su vida, su familia y su pasión.
El sol lo hace entrecerrar los ojos. "Todos querían que fuera feliz a su manera", señala, alzando la cabeza, "pero lo fui a la mía. Ahora, todas las noches, antes de acostarme, me siento en un rincón del cuarto, a oscuras, y me digo: Soy dueño de mi vida. Soy dueño de mi vida".Entonces cierra la portezuela y baja un poco el vidrio de la ventanilla. Cuando le pregunto a dónde va, su rostro se ilumina.—A lanzar pelotas —dice, y antes de irse repite—: A lanzar pelotas.Eso es, en efecto, lo que alegra y alegrará siempre sus días.