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noviembre 28, 2009
CONDENSADO DE "REMEMBEB, REMEMBER". PUBLICADO POR LYNN THIBODEAU. © 1978 POR CARILLON BOOKS.Tras la sonrisa de la fortuna se ocultaba una angustiosa disyuntiva
Por John GriggsSUCEDIÓ poco antes de la Segunda Guerra Mundial. La nuestra era la única familia, en aquel pueblo neoyorquino, que no tenía automóvil. Hacíamos a diario nuestras compras en un desvencijado cochecito de mimbre de dos ruedas, del que tiraba un decrépito caballito Shetland al que mi madre había dado el nombre de Barkis, en memoria del personaje de David Copperfield. Barkis era un costal de huesos y ofrecía una estampa cómica y lastimosa. Cada uno de los golpes de sus hendidos cascos proclamaba nuestra pobreza.
Porque éramos pobres. El sueldo de mi padre, que trabajaba como empleado en una agencia de operaciones bursátiles, nos habría sostenido en modesta prosperidad de no ser porque la mitad de sus emolumentos se iba en mantener a varios parientes enfermos y sin recursos, y en cubrir sus gastos médicos. Las cosas habían llegado a tal punto que nuestra casa estaba hipotecada hasta los cimientos, y había inviernos en que el abacero tenía que darnos crédito.Mi madre solía consolar a la familia diciendo:—Cuando se tiene carácter, se tiene una fortuna. Si vivimos con poco cultivamos nuestros recursos íntimos y formamos una cuenta bancaria espiritual.A lo que yo replicaba siempre amargamente:—Con eso no puedes comprar un automóvil.No obstante, en todo lo demás lograba hacernos llevadera la austeridad. Nuestro hogar tenía no sé qué hechizo. Mi madre conocía el secreto para aprovechar unos cuantos metros de calicó y un poco de pintura en donde más falta hacían. Pero el garaje seguía haciendo las veces de caballeriza.Llegó, de súbito, un momento de esos que prenden fuego en el alma y que habría de consumir mi vergüenza en una llamarada de gloria.Un automóvil Buick sedán nuevo llevaba ya varias semanas en el escaparate de la tienda más importante de la Calle Mayor. Y en la última noche de gala de la feria del distrito debía rifarse aquel Buick. Tras mirar durante un rato los fuegos de artificio, me quedé en las sombras y al margen de la muchedumbre, en espera del suceso culminante: el anuncio del número que ganaría el vehículo. Este, montado sobre una plataforma especial y adornado con banderines, resplandecía a la luz de los reflectores. La multitud contuvo el aliento mientras el alcalde metía la mano en una fuente de cristal y extraía el billete premiado.Ni en la más loca de mis ilusiones se me había ocurrido pensar que la buena suerte fuera a sonreírle a la única familia del pueblo que no tenía auto. ¡Pero por el altavoz se oyó el nombre de mi padre! Me abrí paso entre la gente y llegué hasta la plataforma. El alcalde había entregado ya las llaves del coche a mi padre, quien partió en él entre aclamaciones.Me dirigí a casa con más rapidez que nunca, y en el camino me imaginé al volante del Buick, llevando a mi novia al baile de la escuela. En la casa sólo la sala tenía las luces encendidas. A la puerta estaba el coche; la ventana del frente resplandecía. Del garaje se oyó un resoplido de Barkis.Sin aliento, me detuve y pasé la mano por la lisa superficie del coche, abrí la portezuela y entré. Su lujoso interior despedía ese maravilloso olor de los automóviles nuevos. Examiné el fulgurante tablero de instrumentos. Volví la cabeza para admirar el espectáculo que ofrecía el asiento trasero, y percibí por la ventanilla posterior la vigorosa figura de mi padre. Iba y venía por la acera. Descendí, cerré de un golpe la portezuela y me acerqué a él.
"¡Déjame tranquilo!" me ordenó ásperamente.Si me hubiera propinado un garrotazo en la cabeza no me habría sentido peor. Desconcertado, entré en casa.Mi madre salió a mi encuentro en la sala:—No te preocupes. Tu padre está viéndoselas con un problema de ética. Tendremos que esperar a que dé con la solución correcta.—¿Qué tiene que ver la ética con el Buick?—Que, después de todo, tal vez no sea nuestro el automóvil. Ese es el problema.—¿Qué problema puede haber? —grité, histérico— ¡Anunciaron por el altavoz que papá se lo ganó!—Ven, hijo.Sobre la mesa, a la luz de la lámpara, estaban los talones de los billetes 348 y 349. El 348 era el afortunado.—¿Notas la diferencia entre los dos? —me preguntó.Los examiné cuidadosamente.—La única que encuentro es que el 348 ganó.—Examina bien el 348 contra la luz de la lámpara.No tuve que mirarlo mucho para descubrir allí una K escrita débilmente con lápiz en una de las esquinas.—¿Ves esa K?—A duras penas.—Corresponde a Kendrick.—¿ Kendrick ? ¿Jim Kendrick ? ¿El jefe de papá?—Sí.Y mamá me explicó que mi padre le había preguntado a Jim si quería comprar un billete. Jim había mascullado: "¿Por qué no?" y había reanudado su trabajo. Quizá no se hubiera vuelto a acordar de ello siquiera. Después, papá había comprado dos billetes de su propio peculio, y marcado el 348 con la K de Kendrick. Era una ligera marca apenas perceptible; podía borrársele con sólo pasar el dedo por encima.A mis ojos, la cosa no daba motivo a discusión. Jim Kendrick era multimillonario; poseía más de diez automóviles; vivía en una quinta, atendido por un buen equipo de criados, entre ellos dos choferes. Para él, un coche más significaba menos que para nosotros otro freno para los arneses de Barkis.—¡Papá tendrá que quedarse con él! -chillé.—Sólo sé que tu padre hará lo correcto —concluyó mi madre con calma.Por fin se oyeron los pasos de mi padre en el pórtico. Contuve la respiración. Se dirigió sin vacilar al comedor, tomó el teléfono y marcó un número. El aparato de Kendrick repiqueteó varias veces, hasta que un criado contestó. Por lo que oímos decir á mi padre, comprendí que había sido necesario despertar a Kendrick.
Este se molestó porque lo arrancaron de su sueño y no estuvo nada amable. Mi padre se vio obligado a explicarle el asunto de principio a fin. El día siguiente por la tarde los dos choferes se presentaron a bordo de una camioneta. Antes de llevarse el Buick, entregaron a mi padre una caja de cigarros puros.No llegamos a hacernos de un automóvil hasta que alcancé la edad adulta. Pero, con el correr del tiempo, el aforismo de mi madre adquirió un nuevo sentido: "Cuando se tiene carácter, se tiene una fortuna". Al pasar revista a los años pasados, pienso que nunca fuimos más ricos que cuando mi padre hizo aquella llamada.