EL NAUFRAGIO QUE AMENAZÓ A UN CONTINENTE
Publicado en
noviembre 28, 2009
Por Rudolph Chelminsky
El Amoco Cádiz, buque cisterna de gran capacidad, de la American Oil Company (Amoco), de 334 metros de eslora por 51 de manga y 230.000 toneladas de desplazamiento, avanzaba trabajosamente hacia el norte, en lucha contra un mar encrespado, aguaceros y tempestad en el extremo superior del golfo de Vizcaya.
Cargaba 257.403.000 litros de petróleo crudo y seguía a velocidad de 11 nudos un rumbo que lo llevaría, frente a la península francesa de Bretaña, a embocar el canal de la Mancha, y al puerto de su destino: Rotterdam. Entonces empezó una pesadilla cuyo desastre final pocos habrían podido imaginar.
JUEVES, 16 de marzo de 1978. Todos coincidirían luego en que aquel fue el peor tiempo con que navegaron jamás. A las 6 de la mañana el capitán del gran barco, Pasquale Bardari, de 35 años de edad, cedió en su esfuerzo por conciliar el sueño. Las olas que castigaban la cubierta de popa habían soltado de sus amarras varios barriles de aceite lubricante, y estos rodaban con gran estruendo en una danza de consecuencias imprevisibles. Al llegar al puente, Bardari ordenó reducir la velocidad y orzar a babor hasta que la proa quedó casi directamente contra el viento.
Entonces, aun cuando las olas quebraban contra la proa, la cubierta de popa quedaba a sotavento, y así el contramaestre Rosario Strano y el ingeniero jefe Salvatore Melito reunieron una cuadrilla de marineros y durante 90 minutos se dedicaron a perseguir los barriles vagabundos sobre la resbaladiza cubierta roja. A las 7:30 ya tenían todo asegurado.
Entonces el capitán volvió a poner al Amoco Cádiz rumbo al nordeste y ordenó a la sala de máquinas aumentar la potencia. Pronto pasarían frente a la isla francesa de Ouessant y luego de un corto tiempo de esquivar el tráfico del Canal, él y sus 40 hombres llegarían a la bahía de Lyme, en la costa sur de Inglaterra, para las operaciones de descargue. Era aquel el último día de un viaje de más de cinco semanas iniciado en el golfo Pérsico, donde había tomado su carga.
A LAS 8 de esa misma mañana, el capitán Hartmut Weinert recibió una llamada telefónica de Hamburgo. Weinert, un corpulento alemán de 37 años, se encontraba a bordo de su remolcador de salvamento, el Pacific, en la bahía de Brest, en la costa bretona. Le ordenaban dirigirse al paso de Calais y ayudar a otro remolcador que tenía dificultades para halar un aparejo de prospección petrolera. Sin pérdida de tiempo ordenó a los 19 tripulantes ocupar sus puestos.
El Pacific no era un barco pequeño; medía 70 metros de longitud y sus máquinas tenían potencia de 10.000 caballos, pero al lanzarse a 14,5 nudos entre olas enormes, parecía más una pelota de ping-pong que un pesado remolcador.
AQUELLA mañana el Cádiz tuvo que echar mano dos veces más de su capacidad de viraje. La primera a las 8:30, porque se soltaron en la cubierta de proa una manga de incendio y otros dos barriles de lubricante, y entonces el capitán Bardari desvió el rumbo 20 grados a estribor durante los 10 minutos que se necesitaron para que la tripulación los asegurara. Apenas había vuelto a tomar su rumbo, cuando a las 9:30, dice, alcanzó a ver un pequeño buque cisterna que iba hacia él por la ruta "de subida" del esquema de separación de tráfico con el cual las naciones ribereñas del canal de la Mancha tratan de poner un poco de orden en la encrucijada donde se registra el mayor movimiento mundial de grandes buques. Bardari se movió a estribor. Cuando ya había esquivado el peligro se, encontró a 12 kilómetros de tierra, mucho más cerca de lo que hubiera querido estar.
Por otra parte, el viento, siempre caprichoso en las vecindades de Ouessant, había soplado toda la mañana por el sudoeste, pero entonces empezó a cambiar al noroeste, directamente contra la costa.
A las 9:45, cuando Bardari escudriñaba con sus gemelos las rutas de navegación, el timonel Francesco Fede le informó que el barco estaba derivando a la izquierda por proa. Había corregido el curso hacia estribor, pero el buque no viró. El capitán y Fede observaron, mudos de asombro, que aunque Fede mantenía firmemente la rueda a 20 grados a estribor, el indicador del ángulo del timón en el cuadro de mando que tenían enfrente, giraba lentamente a la izquierda hasta marcar babor.
Capitán, dijo el timonel, "hemos perdido el control".
Bardari miró el indicador, luego tomó el manubrio del telégrafo de la sala de máquinas y rápidamente lo pasó a LENTO ADELANTE y, después de reflexionar un momento, a ALTO. Tomó en seguida el teléfono y llamó a la sala de control: "Tenemos un problema con el mecanismo de dirección. Está trabado a babor. Avisen inmediatamente al ingeniero jefe".
Sabía, tanto por observación como por las indicaciones del radar, que estaba rodeado de embarcaciones. Ahora, como se lo mostraba el indicador, el sistema de dirección había enloquecido y, como un automóvil en una supercarretera, el buque iba a virar completamente sabe Dios rumbo a dónde.
EL GENIO EN LA BOTELLA
DE TODOS los sistemas que lleva un gran barco petrolero moderno, pocos son tan ingeniosos y en apariencia tan perfectos como el motor de dirección. Básicamente, este no es otra cosa que una gran mano de acero que opera una palanca, del mismo modo en que uno mueve la caña para modificar la posición de un timón; pero el del Amoco Cádiz mide 13 por 8 metros y pesa poco menos de 160 toneladas. Para mover esta plancha rectangular contra un mar de fondo, se necesita una máquina de inusitada potencia.
La solución moderna es un mecanismo hidráulico, que permite multiplicar la presión ejercida por unidades relativamente pequeñas y funciona así: cuando se hace girar la rueda en el puente, se accionan dos bombas en la bodega; estas impelen aceite a presión por una tubería que lleva a un "cruce de tráfico" hidráulico, conocido como caja de distribución. Allí las válvulas dirigen el aceite, según se requiera, a cuatro gigantescos y bruñidos émbolos, gruesos como postes de teléfono, y que están enlazados en pares opuestos, como apuntando los unos contra los otros. Entre ellos se encuentra la barra del timón, pieza de acero de unos tres metros de longitud. Cuando actúan los dos juegos de bombas sobre los cuatro émbolos, el gran timón puede girar de un extremo a otro en menos de medio minuto aun cuando el barco esté navegando a toda velocidad.
La energía hidráulica que se obtiene con estos sistemas encierra un elemento de alta peligrosidad, como es el desarrollo de altas presiones. Es un genio muscular embotellado, y cuanto más fuerte el empuje de los émbolos contra la barra, tanto mayor el esfuerzo del demonio por escapar. Los constructores y diseñadores navales tienen que estar seguros de que sus tuberías, acoplamientos y conexiones sean absolutamente perfectos.
Durante los cuatro primeros años de su vida, el sistema de dirección del Cádiz no dio problemas. El amplio "piso de navegación" no necesitaba atención permanente; bastaba una comprobación diaria y una rectificación semanal del nivel del aceite en el tanque de gravedad. Con los tanques, tubos y cilindros llenos, la máquina funcionaba eficientemente, zumbando sola en el lenguaje de los motores eléctricos y de las bombas que impulsan aceite. Pero de vez en cuando, al martillar las olas contra el timón, se sentían titánicos porrazos y golpes. Cada vez que una ola grande golpeaba el timón, las bombas aumentaban automáticamente la cantidad de aceite para contrarrestar la fuerza del mar. Y cada vez que esto ocurría aumentaba la presión.
LOS ARRECIFES DE PORTSALL
CUANDO Michele Calise, un primer ingeniero adjunto, llegó al piso de navegación, vio aceite por todas partes: el piso estaba cubierto, la maquinaria chorreaba, y se formaban charcos contra los mamparos cuando el barco se inclinaba a un lado. Lo más grave era un surtidor de aceite que, en forma de abanico y más alto que un hombre, salía de la caja de distribución.
Andando con mucho cuidado para no resbalar en el piso, Calise llegó hasta una plataforma a la altura del pecho, que hay en el extremo delantero de la maquinaria de dirección. Era evidente que la fuga tenía su origen en la unión de un tubo de acero de siete centímetros y medio de diámetro, que venía de la bomba de babor, con la caja de distribución. La bomba, como un soldado de limitada inteligencia e insobornable disciplina, trataba desesperadamente de obedecer al timonel, que le ordenaba volver a centrar el timón, para lo cual enviaba grandes cantidades de aceite... pero este se salía por la rotura. Calise paró rápidamente la bomba, pero al instante la bomba de estribor empezó a alimentar activamente el surtidor de aceite, pues para eso estaba programada mediante un diseño autoprotector.
Calise trepó a la plataforma y vio que el tubo no estaba roto, sino que la pestaña circular que lo mantenía contra la caja de distribución sé había soltado. Cinco de los seis pernos se habían partido. Desvió la cara para protegerse del chorro de aceite, y empezó a cerrar las válvulas para contener el escape.
Minutos después llegó presuroso el ingeniero jefe Melito, y vio un espectáculo aterrador. El aceite, que seguía saltando con toda fuerza, tapizaba la cubierta. La barra del timón oscilaba con el vaivén del buque y ahora era ella la que controlaba los émbolos.
Melito se deslizó por la cubierta hasta la plataforma, subió y ordenó a Calise que, mientras él se encargaba de las válvulas, fuera a cerrar otro par que había en la parte posterior de la caja de distribución. En esta forma lograron aislar la bomba de babor y detener el escape. Poco a poco fue disminuyendo el chorro de aceite, pero era indispensable purgar de inmediato el debilitado sistema de aire, llenarlo otra vez de aceite y controlar el enloquecido timón.
Cubiertos de aceite y peligrosamente encaramados sobre los cilindros de los émbolos, cuatro mecánicos abrían y cerraban los grifos de purga al ritmo de los émbolos, con la esperanza de que estos expelieran el aire al retroceder en sus cilindros, y luego absorbieran aceite del tanque en el movimiento de salida. Durante unos momentos pareció dar resultado, pero luego todo se descompuso: el proceso se invirtió y el mecanismo empezó a absorber aire y arrojar aceite. El ingenioso diseño se estaba destruyendo a sí mismo.
Mientras tanto, Bardari había hecho la primera llamada "de seguridad". De los tres grados de alarma de la radio, el mensaje de seguridad es el menos urgente, pues sólo significa que existe un peligro para la navegación.
A las 10:05, veinte minutos después de haberse cerrado la máquina principal, el Cádiz había perdido su impulso y girado a babor hasta quedar con la proa en dirección sudsudeste. Derivaba hacia la costa. Los oficiales que estaban en el puente alcanzaban a distinguirla en los intervalos entre los aguaceros que durante todo el día azotaron el área.
En el curso de los 45 minutos siguientes, el capitán Pasquale Bardari, que ya había visitado el piso de navegación, telefoneó tres o cuatro veces más. Lo único que Melito podía informarle en cada oportunidad era que estaban trabajando. Pero cuando el segundo contramaestre bajó, a eso de las 10:30, le sorprendió la cantidad de metal que volaba por todas partes. La máquina se desintegraba.
Por fin, poco después de las 11, el capitán Bardari pidió a su radio-operador que llamara a la Radio Brest y preguntara si habría remolcadores disponibles. Francia carece de servicio de guardacostas, y ninguna compañía de salvamento marítimo contaba con remolcadores estacionados en la zona de Brest. El único que se encontraba cerca era el Pacific.
El capitán Weinert tomaba su almuerzo con bastante incomodidad por el bamboleo de la embarcación, cuando el operador de radio le informó acerca del petrolero. Weinert subió al puente y viró el Pacific en redondo para dirigirse a Ouessant. Calculó que tardaría una hora en llegar hasta el buque averiado. Al terminar el viraje, el Pacific estaba justamente frente a la boya que marca los bajíos de un pintoresco puerto pesquero llamado Portsall.
La mayor parte de los habitantes de Portsall viven del mar: pescan, recogen mariscos o cosechan algas. La bahía, casi perfectamente circular, está bien protegida del mar abierto y se encuentra rodeada por tierras altas arenosas a la izquierda y por casas de blanco estuco a la derecha. Directamente al frente, a través de la bahía, está el mar abierto y el área marcada en los mapas como Roches de Portsall (arrecifes de Portsall).
CUATRO HORAS DECISIVAS
EN ESTE punto la historia del Amoco Cádiz se divide en dos líneas: según los recuerdos del capitán Bardari por una parte, y del capitán Weinert por la otra. El conflicto básico entre estas dos líneas divergentes atañe al Formulario Abierto de Lloyd's (LOF son sus siglas en inglés). Es este un contrato de cuatro páginas, preparado por la firma Lloyd's de Londres para una proyectada operación de salvamento y tiene unos espacios en blanco que los capitanes pueden llenar con su nombre y el de su embarcación. Aceptado el formulario, empieza el trabajo de llevar a lugar seguro al buque incapacitado. La cuestión de honorarios ni siquiera se menciona. Por el LOF los signatarios se comprometen, en caso de que no puedan después ponerse de acuerdo sobre este punto, a aceptar la decisión de una junta de arbitraje en Londres, compuesta por peritos neutrales y de criterio objetivo. El propósito del formulario es evitar que mientras tienen lugar las discusiones se pierda tiempo, propiedades o vidas en alta mar.
Poco después de mediodía, cuando llegó el Pacific, Weinert preguntó por radio:
—Supongo que trabajaremos según el LOF.
Bardari dice que contestó:
—No. Quiero que me diga cuánto costará remolcarme hasta la bahía de Lyme.
Weinert le explicó que su compañía trabajaba únicamente con el LOF en casos como este, y que las tarifas se fijaban con anticipación en las oficinas de la empresa, para tareas específicas. Tratándose de un salvamento, exigían el Formulario de Lloyd's; la sede de su compañía en Hamburgo le tenía prohibido ofrecer cualquier otra cosa. Bardari dice que insistió en que necesitaba el precio del remolque.
Weinert dio una vuelta al Cádiz, observándolo y equilibrando mentalmente marea, viento y oleaje, para ver cuál sería la mejor manera de hablar. Una vez más propuso el LOF, y Bardari lo rechazó una vez más.
Se encuentra usted en una situación muy peligrosa, capitán, le dijo Weinert, "y necesita un remolcador".
Ya lo sé (recuerda que le contestó el otro). A esto repuso: "Primero déjeme pasar un cabo y luego podemos hablar sobre el tipo de contrato".
Hasta el día de hoy Weinert sostiene que Bardari rechazó su propuesta y le sugirió que se pusiera en contacto con las oficinas de la American Oil Company (Amoco) en Chicago. El capitán Bardari afirma que, después de haberse negado al principio a darle el precio del remolque, Weinert por fin le dijo okay ("Está bien") y pasó el cable a bordo. Acaso Bardari, quien hablaba en un idioma extranjero, lo mismo que Weinert (toda la comunicación entre el Cádiz y el Pacific se llevó a cabo en inglés), se haya aferrado al mágico okay sin entender el resto del mensaje.
Las cosas se habrían facilitado si Bardari hubiera aceptado desde el principio el LOF. Esta es una tradición del mar y no resulta deshonrosa para un capitán, si bien cuesta más que un remolque de precio fijo.
Según el criterio oficial de la Amoco, el capitán Bardari era en todo momento el patrón del buque y tenía plena libertad para tomar la decisión que le pareciera mejor. Pero es de conocimiento público que Bardari estuvo en comunicación por radioteléfono con sus oficinas de Chicago durante todo el día y la noche. Además, mientras el gran barco petrolero derivaba peligrosamente en dirección a la costa bretona, de las oficinas de la Amoco en Chicago estuvieron haciendo llamadas a toda Europa, hablando con la voz de la autoridad, en busca de un remolque para el capitán.
En todo caso, un cable de remolque quedó tendido entre las dos embarcaciones a la 1:30 de la tarde, pero según el capitán y los oficiales del Cádiz, Weinert, al no poder lograr que Bardari aceptara el LOF, convino primero en un remolque, pasó el cable, haló un poco para mostrar que sí lo podía hacer, y luego desaceleró su máquina y empezó a chantajear al petrolero. Según esta versión, el capitán Bardari lo amenazó: "Si corta el cable, llamaré al servicio de guardacostas".*
La versión de Weinert es totalmente distinta. Dice que durante todo ese tiempo estuvo halando con toda la fuerza que se atrevía a aplicar, pero el Pacific no era suficientemente fuerte para vencer las corrientes, los vientos y el inmenso peso del Cádiz. Este se movió un poco, pero el cable del remolque empezó a azotar y rechinar peligrosamente de modo que arrió más cable y el petrolero derivó otra vez. De nuevo haló, y el Cádiz viró de 10 a 20 grados, pero no más. Entonces comprendió que lo mejor era retenerlo en espera del remolcador que iba ya en camino.
Asegura el capitán Bardari que en este punto, a las 2:35 de la tarde, aceptó el LOF. Weinert lo desmiente y los documentos lo apoyan. A bordo del Cádiz se encontraba un inglés de barba negra, Lesley John Maynard, especialista en seguridad, llegado días antes por helicóptero. La cronología que llevó Maynard revela que a las 2:35 el LOF fue rechazado una vez más. Luego, a las 3:55, Bardari sostuvo una conversación de cinco minutos por radioteléfono con el gerente de operaciones marinas de la Amoco en Chicago. El capitán estaba colocando en su sitio los audífonos de la radio cuando Maynard entró al cuarto de radio.
—Bueno, ya está resuelto —dijo el capitán—. Ya aceptó Chicago.
—De acuerdo —repuso Maynard— informaré al remolcador.
Por la radio VHF (muy alta frecuencia) del puente, anunció la aceptación y pidió al Pacific que empezara a remolcar. El Pacific deseaba una reconfirmación legal, y fue sólo entonces —cuatro vitales horas después de su llegada—, a las 4:15, cuando Bardan envió un mensaje por medio del repetidor de la playa, aceptando las condiciones del remolcador.
Nada pareció cambiar. Los túneles gemelos de acero que encierran las hélices del Pacific ocultaban la espuma de las hélices tradicionales. La única señal de remolque era el cable que colgaba de la proa del Cádiz al remolcador a unos 750 m de distancia, meciéndose en las inmensas olas. Al observar a este con sus gemelos, Maynard llegó a la conclusión de que no halaba.
Sin embargo lo hacía, y tanto que la gran cadena con que el cable se unía al Cádiz se rompió. A las 4:16 el capitán Bardari oyó "un retorcimiento" y miró hacia proa. El cable se había desprendido.
UN ULTIMO INTENTO
LA SITUACIÓN, que ya era mala, se hizo súbitamente desesperante. "Tendremos que tratar de maniobrar a popa", dijo el capitán Bardari, y telefoneó a Melito para pedirle que aplicara toda la potencia posible en contramarcha. A bordo del Pacific el capitán Weinert dejó que su remolcador derivara mientras la tripulación recogía con el malacate el aparejo de remolcar. Esta vez tendría que tratar de halar al Cádiz por la popa, pues la proa estaba hacia tierra, y no era esa la dirección en que querían ir. Resultaba imposible ponerla contra el viento, de modo que ahora lo mejor era amarrar a popa, halar con la ayuda de las propias máquinas del Cádiz puestas en contramarcha, y retenerlo lejos de la costa hasta que llegara el otro remolcador.
Sin embargo, con tan mal tiempo la labor de armar otro aparejo de remolque se realizó con una lentitud desesperante. Lo que debiera haber tardado no más de media hora duró casi dos y media y apenas a las 7 —cuando ya había cerrado la noche— el Pacific estuvo por fin preparado para hacer otro esfuerzo. Todos sabían que sería el último.
Desde la rotura del primer cable, el Cádiz había derivado más de seis kilómetros en dirección nornordeste, acercándose así de flanco a la costa. Ahora que Weinert estaba en posición, todo se descompuso otra vez. Los que actuaron en este drama están apasionadamente en desacuerdo en cuanto a lo que ocurrió o quién tuvo la culpa; pero cualquiera sea la verdad, el resultado final fue que por lo menos cinco cables, y tal vez seis o siete, se arrojaron del Pacific hasta que uno de ellos pudo asegurarse a bordo del Cádiz. En este proceso se perdió otra hora. Cuando el cable estuvo al fin amarrado y el equipo de remolcar armado, el petrolero estaba a punto de zozobrar.
Mientras tanto, Bardan había optado por una medida de última hora. Pasadas las 7:30, resolvió echar ancla. Es una exageración decir que las anclas son inútiles en un supertanque (siempre cumplen su función en la calma del golfo Pérsico), pero a cualquier velocidad mayor de un nudo, apenas tienen un valor simbólico. En ese momento el Arnaco Cádiz derivaba, a razón de unos dos nudos y se bamboleaba y cabeceaba fuertemente.
Bajo el agua, las 22 toneladas de hierro de alta calidad del ancla barrieron el fondo arenoso y pedregoso de la plataforma continental francesa, y pasó poco tiempo antes de que se trabara en un bloque de sólido granito y se partiera por la base como si fuera de pasta. Momentos después la segunda uña corrió igual suerte.
Amarrados el uno al otro, el Cádiz y el Pacific derivaron pasando de la boya que marcaba los bajíos de Portsall, donde el remolcador había virado para volver atrás nueve horas y media antes. El capitán Weinert recuerda claramente que vio pasar la boya frente a su timonera a pesar de la acción de las hélices. No había habido tiempo para soltar suficiente cable. En estas circunstancias convenía halar con cuidado y mantener su máquina en DESPACIO ADELANTE. Una velocidad superior rompería de nuevo la conexión. Haló en dirección al norte, pero otra vez todo marchó mal. Había tenido la intención de mantener al Cádiz en aguas profundas con ayuda de su gran hélice en contramarcha, pero el petrolero había virado en redondo para colocarse en dirección contraria a la que él quería. Tendría que hacer girar su popa alejándose de la costa. A las 8:57 el Pacific había estado halando dos minutos en ese esfuerzo. Weinert se comunicó por radio con Bardari para pedirle que pusiera su máquina en contramarcha.
¡No! exclamó el capitán Bardari. Habían pasado de la boya. En cualquier momento podían encallar. Él quería marchar hacia adelante. En el momento de máximo peligro los dos capitanes estaban completamente en desacuerdo.
Luego, a las 9:04 se oyó por el trasmisor-receptor portátil la voz del capitán Bardari, seria y extrañamente ceremoniosa: "Capitán, hemos encallado".
ESTERTORES DE AGONIA
ENCALLÓ de popa, elevándose llevado por una inmensa ola sobre la cúspide de un escollo para caer luego sobre este y clavarse en él. La roca le abrió el casco, penetró profundamente en la compleja red de tubería y maquinaria de la sala de bombas, y perforó el mamparo posterior del tanque de carga número 4.
El resultado fue espectacular e inmediatamente perceptible en el puente. "Se oyó un gran crujido", recuerda Maynard. "Se sintió un fuerte golpe de aire que provenía de los ventiladores de la sala de bombas. Las puertas se abrieron con violencia, y en cuestión de ocho segundos el frente del puente quedó cubierto de petróleo crudo".
Hubo cierto pánico, reconoce un tripulante. "Todos estábamos preparados con nuestros chalecos salvavidas y fuimos a observar lo que ocurría. El mar se veía realmente espantoso. Al mismo tiempo empezamos a oler el gas que salía de la bodega rota. Mientras tratábamos de botar las lanchas salvavidas, el capitán en el puente lanzaba cohetes, y como había mucho gas teníamos miedo. Una radio o cualquier chispa eléctrica podía causar una explosión. Lo primero que hicimos fue apagar todas las luces".
Todo conspiraba para hacer el naufragio del Cádiz lo peor posible. Marzo es el mes de las mareas más altas del año. El extraordinario nivel de las aguas permitió al petrolero pasar por encima de muchos escollos que lo habrían podido detener más lejos de la costa.
A las 9:30 el Cádiz terminó sus andanzas. Chocó primero de popa con el escollo que le abrió el fondo bajo la sala de máquinas. Esta vez ya no podía haber ninguna ola suficientemente alta para ponerlo otra vez a flote.
Comenzó una espera aterradora y angustiosa de dos horas y media para que empezara el salvamento. El capitán Bardari hizo llevar al puente el trasmisor de urgencia de los botes salvavidas. Su generador, accionado con un manubrio de mano, emitía una señal automática de 12 rayas seguidas por un doble SOS. Teóricamente tenía un alcance de 80 km pero no recibía ninguna respuesta, ni siquiera del Pacific. El aparato estaba descompuesto.
A las 10:30 llegó el segundo remolcador. Navegando con gran valor y exponiéndose a muchos riesgos, el capitán Martin Winter había logrado adelantar media hora el tiempo de su llegada, pero aun así, ya era demasiado tarde.
Ya golpeado por las olas y el viento, el Amoco Cádiz se parte en dos en los arrecifes de Portsall
EL SALVAMENTO
ENTONCES el mar tomó una decisión por la tripulación del Cádiz, cuando una inmensa ola se lanzó sobre la superestructura, levantó la lancha salvavidas de babor que colgaba de sus pescantes, y la volvió astillas. La lancha de estribor estaba a barlovento de la tormenta y por tanto no se podía botar, de modo que solamente quedaban dos vías de salvación: o salir en helicóptero, o echarse a nadar.
Los tripulantes estaban en una situación lamentable: desconsolados, muertos de frío y medio asfixiados por respirar los gases de los hidrocarburos, y temiendo que en cualquier momento ocurriera una explosión. El capitán Bardari esperó una media hora más, y al fin se resolvió a correr el riesgo: pidió al operador de radio que bajara a su cuarto y accionara el trasmisor de emergencia de baterías. Todos contuvieron el resuello. El hombre bajó al cuarto de radio, encendió el aparato, tocó el manipulador Morse. No hubo explosión. Trabajando a la luz de una linterna eléctrica y ofuscado por los gases, mandó el primer SOS, y con gran alegría recibió inmediatamente acuse de recibo.
Doce minutos después de que se recibió el SOS, el primer helicóptero, el Bravo Alpha, levantó el vuelo al mando del teniente René Martin, quien ni siquiera sabía qué era lo que iba a buscar y pensó que se trataría de algún barco pesquero. Cuando llegó, sólo vio una luz, pero era suficiente: el Pacific iluminaba con su poderoso reflector de 3000 vatios la superestructura del buque náufrago. Martin descendió, dio una vuelta y condujo su helicóptero a lo largo del sendero que le indicaba el haz del reflector. Ya estaba casi encima del Amoco Cádiz cuando se dio cuenta de que se trataba de un supertanque petrolero.
Para apreciar la habilidad de un piloto como Martin, deben tomarse en cuenta los obstáculos que se le presentaban: era de noche y la visibilidad variaba de mala a pésima; los vientos soplaban con fuerza siete y ráfagas de ocho, nueve y hasta diez. La temperatura apenas pasaba de cero grados, por lo cual la precipitación cambiaba intempestivamente entre cellisca y lluvia; como tenía que volar tan bajo, las olas que azotaban al Cádiz lo alcanzaban a él en el aire y, en efecto, cuando re-gresó a su base, la tripulación de tierra encontró que la parte inferior del aparato estaba salpicada de petróleo crudo y que de las ruedas colgaban algas marinas.
Martin colocó el helicóptero a una altura de 10 metros sobre el puente y dio a su paracaidista Guy Le Nabat la orden de actuar. Este se acomodó el arnés de nailon bajo los brazos, hizo una seña al operador del malacate, y salió por la portezuela. Inmediatamente lo envolvió la nauseabunda nube de hidrocarburos, pero efectuó el descenso a la perfección. Al pisar el puente, puso orden e indicó a los tripulantes que avanzaran de uno en uno.
A las 12:35 ya habían subido a 28 sobrevivientes, uno más de la capacidad máxima teórica del helicóptero, y otro aparato estaba en camino. La Dirección Aeronaval francesa se apuntó esa noche una marca mundial: 28 personas salvadas en 43 minutos.
MARTIN revoloteó sobre el buque náufrago durante un cuarto de hora, hasta que llegó su amigo Michel d'Escayrac en el Bravo Kilo. "Era como una niebla de gases de petróleo", recuerda d'Escayrac. "Mi aproximación me llevó más cerca de la superestructura de lo que había estado Martin, de modo que cuando me encontraba a la altura de operar el malacate las extremidades de mis rotores tal vez no distaban 10 metros del mástil del radar. A la izquierda yo no veía nada, fuera de una lluvia de espuma de tiempo en tiempo".
Martin regresó a la base, desembarcó a sus 28 pasajeros y se reabasteció de combustible, sin parar los motores. Pocos minutos después de la 1:30 de la madrugada se encontraba otra vez sobre Portsall y se había unido a d'Escayrac, que mientras tanto había salvado a otros nueve hombres. Bravo Alpha recogió a los últimos cinco tripulantes y al paracaidista pero el capitán se negó a abandonar el barco y Maynard optó por acompañarlo.
A las 4 el casco del Cádiz se partió en dos. "Yo estaba en el ala del puente", recuerda Maynard. "Me pareció ver relámpagos. El buque se rompía en dos con un rechinar de metal y un aguacero de chispas que duró unos 10 minutos. El metal se desgarraba y fulguraba, llameaba y estallaba. Llamé al capitán Bardari y en seguida disparé las tres últimas bengalas que nos quedaban".
Pero no debieron su salvación a estas bengalas, sino a la preocupación del contramaestre Strano, quien, encontrándose ya en la base aérea y sabiendo que el Cádiz no podía resistir en medio de la tormenta, presentó el caso en forma tan convincente al comandante de la base, que este accedió a mandar otra vez el Bravo Alpha, pilotado por el cabo Michel Omnes. Esta vez los dos marinos ya no podían negarse a ser conducidos a tierra. Sin incidente fueron izados con el malacate y a las 5:05 se dirigían ya al puerto de salvación, tras observar por última vez hacia donde se hallaba su barco. Por entre la lluvia y la oscuridad no veían nada, fuera de manchas de espuma blanca sobre la superficie de las olas.
El Cádiz siguió retorciéndose y sus entrañas metálicas rechinaban al mismo tiempo que producía esporádicas lluvias de chispas en lo que quedaba de aquella noche, pero no explotó. Para Bretaña probablemente habría sido mejor que lo hubiera hecho.
LA COSTA
LA COSTA más septentrional de la península bretona no tiene ni la belleza de Normandía ni el romántico atractivo de la Cote d'Azur. Es una región de pesca costera, por lo general a la vista de tierra: se sale y se entra en la bahía con las mareas y se hace una cotidiana pesca de lenguado, turbo, salmonete, robalo, caballa, raya. Más cerca de los arrecifes se encuentran cangrejos y berberechos, lo mismo que la pequeña pero muy apreciada langosta bretona. En muchos de los esteros hay criaderos de ostras y apenas por debajo del nivel de la pleamar, prendidas a las rocas y los guijarros, se encuentran como el 90 por ciento de las algas marinas que se cosechan en Francia y que se utilizan en la preparación de fertilizantes y espesadores industriales.
El efecto del naufragio en esta costa fue espantoso. El Cádiz entregó su cargamento en Portsall tal como lo había tomado en el golfo Pérsico. Era tanto, ofrecido con tanta liberalidad, que el petróleo llegó puro a la bahía de Portsall.
Los hidrocarburos gaseosos satirraban el aire aquella mañana, y el simple hecho de respirar lo enfermaba a uno. En la pleamar la bahía era un plácido lago negro, y en la bajamar el cieno, los rompeolas, las playas y el fondo de las embarcaciones quedaron cubiertos de una capa negra y brillante. Lo más terrible era el silencio. El pulso de la resaca, con el cual viven los bretones tan íntimamente como con el propio, quedó reducido a un golpeteo asordinado, suave, enfermizo.
El casco del gran barco se rompió en varios puntos, y durante los días siguientes los mamparos que separaban los tanques de carga fueron cediendo uno por uno. No sólo salió petróleo por el fondo abierto, sino que como flota en el agua, el petróleo crudo también se escapaba por las escotillas abiertas y por los conductos de ventilación.
El tiempo se compuso durante los tres días que siguieron al naufragio, y entonces se hicieron un montón de planes optimistas. El primero era remolcar el petrolero, o por lo menos su porción delantera, y llevarlo lejos de los escollos a un puerto de descarga. El segundo proponía traer una flota de petroleros más pequeños a su lado, para sacar con bombas el petróleo que quedaba. Otro proyecto consistía en instalar bombas en tierra y llevar mangas sobre pontones hasta el barco náufrago. Pero antes de que se pudiera hacer nada, volvió la tormenta a Bretaña. El miércoles, 22 de marzo, cinco de los tanques del Cádiz sufrían pérdidas en grandes cantidades, y el jueves los ocho restantes se habían abierto. Ya para el viernes, una semana después del naufragio, se calculaba que el buque tanque había vomitado del 85 al 90 por ciento de su cargamento.
Durante las primeras 24 horas el petróleo simplemente flotó hacia la costa para contaminar una zona de seis a ocho kilómetros a la redonda; y cuando el Amoco Cádiz hubo terminado su obra, unos 400 kilómetros de costa estaban contaminados.
Alcatraz muerto, víctima del petróleo
El precio que pagó la naturaleza es deprimente, como era de esperar. Hasta donde se puede calcular en estos momentos, perecieron 20.000 aves y por lo menos otros tantos peces; del 20 al 50 por ciento de las ostras fueron aniquiladas. Las almejas, berberechos, percebes, caracoles, cangrejos y otros habitantes del fondo, que perecieron, llegan á millones y su ambiente tardará muchos años en eliminar el petróleo que lo degrada.
Aturdidos y adoloridos, Portsall primero y luego todos los demás pueblos heridos de la costa bretona, empezaron a libertarse de la sucia invasión. Las herramientas de que disponían eran palas, rastrillos, baldes de plástico y cubos para basura. Es una ironía constatar cómo en los meses que siguieron al desastre se demostró que esas eran las mejores herramientas que existen para rea-lizar tal labor. La mayoría de los equipos modernos fracasaron lamentablemente.
No es posible hacer una cuenta exacta del número de personas que tomaron parte en la limpieza, pero generalmente se acepta la cifra de 10.000 en la cual se incluyen marinos en sus botes, soldados, obreros asalariados, voluntarios y, desde luego, la población local. Constituían un ejército heterogéneo, pero trabajaron con admirable devoción. Cuando encalló el Torrey Canyon en las costas de Inglaterra (el mayor derrame de petróleo hasta el caso del Cádiz) los ingleses removieron el petróleo con fuertes detergentes. Pero las playas "limpiadas" en esa forma alrededor del Torrey Canyon se convirtieron en un desierto; y con este ejemplo en la memoria, las autoridades francesas eligieron, muy sensatamente, un método más lento y difícil. Física y espiritualmente era agotador llenar baldes y llevarlos a los puntos de concentración; pero la remoción manual de la inmundicia resultó ser sin duda la más saludable para la flora y la fauna.
Unos 600 voluntarios extranjeros (belgas en su mayor parte, pero también ingleses, holandeses y alemanes) pasaron sus vacaciones de Pascua bajo la lluvia y niebla de Bretaña, metidos entre el petróleo crudo durante el día y tiritando en tiendas de campaña sin calefacción durante la noche. Tampoco se deben olvidar las familias francesas que espontáneamente contribuyeron con donaciones de dinero y ropa, ni los fabricantes que regalaron botas, impermeables, y otros equipos para la limpieza.
Pero los verdaderos héroes fueron los bretones mismos, quienes después de una breve reacción de desconsuelo, procedieron a dar la batalla contra la invasión con una energía y una decisión que hacen honor a las mejores tradiciones francesas de valor indomable en la adversidad. Ellos fueron los que limpiaron sus playas y sus caletas con palas y baldes y mangas de incendio, y quienes enjugaron el petróleo con paja, trapos y periódicos viejos. La imagen de la lucha contra la contaminación no es la de los helicópteros que interminablemente sobrevolaban el buque náufrago, ni la de los botes de dispersión de la Marina, que perseguían manchas de petróleo. Es la de una fila de ancianos en sus botes pesqueros, cuya silueta se destaca contra el horizonte gris barriendo pacientemente un brillante bajío de marea con raspadores de madera.
"... barriendo pacientemente un bajío de marea con raspadores de madera"
EPILOGO
CUALESQUIERA que sean los efectos ecológicos a largo plazo de este derramamiento de petróleo, el peor de que se tenga noticia, la historia del Cádiz ofrece una lección clara y objetiva sobre el orgullo, la avaricia y la petulancia humanas, una especie de catecismo conciso al que podrán referirse las futuras generaciones. En esta historia casi nadie queda bien. Hubo tantos errores de cálculo, de auto-engaño y de chapucería, que la culpa (si ese es el término apropiado) tiene que considerarse virtualmente generalizada.
En 1977 se perdieron en diversos accidentes 336 buques en total. Tan cierto como que el aceite pesa menos que el agua, las máquinas inventadas por el hombre son falibles. Los buques gotean, se incendian o chocan unos con otros, pierden sus sistemas de gobierno, sus motores o sus timones, embisten restos sumergidos de anteriores naufragios (que abundan en el canal de la Mancha). La vida marina, más que la terrestre, está llena de factores imponderables.
Pero hay una cosa cierta: teniendo en cuenta el número de buques cisterna que se apretujan en el limitado espacio de las rutas del petróleo, el estado actual del diseño náutico, y los múltiples peligros inherentes en el comercio, no sólo puede ocurrir otra vez un desastre, sino que ocurrirá... a menos que estemos dispuestos a hacer algo por evitarlo.
*Muchos capitanes ignoran que Francia no tiene guardacostas.