EL DIA QUE LA PAZ LLEGO A PARIS
Publicado en
noviembre 28, 2009
CONDENSADO DE “PARISI PARISI" © 1976. 1977 POR IRWIN SHAW Y © 1976. 1977 POR RONALD SEARLE. PUBLICADO POR WEIDENFIELD & NICHOLSON. LONDRES (INGLATERRA). ILUSTRACIÓN: ISA BARNETT.El novelista Irwin Shaw, que fue a Francia en 1951 para unas breves vacaciones y terminó viviendo en París durante 25 años, relata aquí la liberación de esa capital, hecho del que se cumplen 35 años en este mes.
POR IRWIN SHAWLA PRIMERA vez que vi París fue el 25 de agosto de 1944, día de su liberación. Yo servía en una unidad fotográfica del Cuerpo de Trasmisiones, integrada, además, por dos fotógrafos y un chofer, todos nosotros soldados rasos, o PFC (soldado de primera clase). Nuestro jeep iba adornado de flores, regalo de los habitantes de los villorrios por los que habíamos pasado en nuestra marcha hacia París, y llevábamos un pequeño cargamento de tomates, manzanas y botellas de vino que nos habían arrojado mientras avanzábamos lentamente entre las multitudes que derribaban las barricadas que había en nuestro camino. Al detenernos en la plaza antes de la iglesia de Nuestra Señora, un muchacho que iba en el camión que nos precedía alzó la vista hacia los chapiteles y exclamó asombrado: "¡Pensar que hace un mes estaba en Brooklyn!"
Los prisioneros alemanes pasaban incesantemente en gran número, custodiados por sonrientes miembros de las F.F.I. o Forces Francaises de l'lntérieur (Fuerzas Francesas del Interior, o Movimiento de la Resistencia), pero aparte de recibir unos cuantos insultos picantes, que proferían los más animosos entre la muchedumbre, y de tener que resignarse a oír cantar La marsellesa 15 veces por hora, no eran molestados. Entre los prisioneros había muchos oficiales de alto rango, de la guarnición de París, quienes vestían bonitos uniformes y trataban de parecer muy dignos. Tenían que hacer un gran esfuerzo. Es mucho más fácil aparentar dignidad cuando los oficiales se rinden a soldados, en presencia de otros soldados, que en medio de una ciudad llena de habitantes verbosos y recién liberados, los más de ellos mujeres, que han odiado a esos ofi-ciales durante cuatro años y que pasan la mitad de su tiempo besando a los vencedores y la otra mitad buscando la manera de romper las vallas para darle rápidamente un golpe al oficial de más alto grado en la columna de cautivos.Desde donde se halla la Ópera llegó repentinamente el sonido de ametralladoras. En campo abierto uno podía llegar a escuchar el ruido de las armas, como lo más natural, pero en la ciudad resultaba amenazante y extraño, especialmente en medio de edificios ornados con banderas y una población que festejaba en las calles. Tomamos por la ribera derecha del Sena hacia el rumbo del que parecía proceder el tableteo. Súbitamente las calles quedaron desiertas y en alguna parte, entre una calle y otra, terminó la fiesta y recomenzó la guerra.Detuvimos nuestro jeep cerca del Louvre. Se quedaron allí el chofer y un fotógrafo, el otro fotógrafo (el soldado Philip Drell) y yo, fuimos a pie hacia la Rué de Rivoli. De vez en vez el largo, amplio y desierto bulevar era barrido por fuego de ametralladora y había disparos esporádicos de tiradores emboscados en las calles laterales. Pegados a las paredes de los edificios llegamos hasta una tienda que había sido convertida en puesto de primeros auxilios de las F.F.I. Algunas enfermeras voluntarias, que llevaban camillas ensangrentadas, corrían incesantemente hacia afuera, para recoger heridos. Vestidas de larga bata blanca y haciendo ondear grandes banderas con una cruz roja, corrían de un lado a otro, arremolinándose en forma atropellada con su estilo femenino, y parecían un grupo de gaviotas enloquecidas.EN LA distancia, tres o cuatro enormes columnas de humo ennegrecían el cielo. Le dije a Drell que debíamos ir a algún lugar elevado y tomar desde allí algunas fotografías. Un francés que estaba en la puerta del puesto de primeros auxilios nos dijo, en inglés, que nos podía llevar a un punto apropiado. Agachados, los tres corrimos por la Rué de Rivoli hasta una calle lateral desierta. "Fíjense en las ventanas", nos advirtió. "Los francotiradores pasan constantemente de una a otra". Veíamos las ventanas con la conocida e incómoda sensación que se experimenta en cualquier poblado donde hay todavía tiradores emboscados y donde los edificios tienen un número extravagante de ventanas.
El francés se ofreció a llevar la carabina de Drell, para que este tuviera ambas manos libres y pudiera manejar mejor su cámara. "¡Ah!" dijo el francés, acariciando con admiración el arma. "Es muy bonita. ¡Tan ligera! ¿Me la podrían regalar?" Le explicamos que no podíamos donar carabinas, así porque sí, a la población civil de Francia, y él suspiró con resignación.Se abrió una puerta y un hombre con un brazalete de las F.F.I. salió inesperadamente de un edificio con una fachada de arcos. En uno de los pilares de la arcada se había pintado una cruz roja. Entramos y vi que estábamos en un teatro. Al subir por las escalinatas observé también que el vestíbulo había sido trasformado en un improvisado hospital. Nuestro guía nos explicó que era actor y que había trabajado en ese lugar.—Esta es la Comedia Francesa, el más grande teatro de Francia —observó.—Sí —respondí—; lo sé.Afuera, crecía el fragor del combate y señalé hacia el techo para indicar al actor que me urgía llegar a la azotea.Subimos por las escalinatas y vimos los bustos de los grandes actores y actrices de Francia que adornan cada rellano.—No comprende usted —me dijo en tono doctoral—. Este es el teatro más famoso del mundo.—Sí, sí, comprendo —contesté, tratando cortésmente de que apresurara el ascenso—. Sé todo acerca de la Comedia Francesa. Yo mismo escribo obras teatrales.—¡Un autor teatral! —exclamó, complacidísimo— ¡Un autor teatral norteamericano! ¡Maravilloso! —me estrechó la mano y empezó a descender— Debe venir abajo a conocer a los artistas.Lo detuve. Afuera, el tiroteo era nutrido, como si se hubiese llegado a una nueva crisis.—Más tarde —le prometí—. Después que hayamos tomado nuestras fotografías.Volvió de mal grado sobre sus pasos y nos condujo a la azotea. Los techos de París, desde lo alto de la Comedia Francesa, parecían peligrosamente desnudos y solitarios. Drell tomó sus fotografías, después de deliberados preparativos y de ajustar el diafragma de su lente. Inmediatamente, algún tirador oculto nos hizo un disparo. El proyectil pasó silbando feamente entre nosotros. El francés comentó: "Fue un tiro muy abierto, probablemente de mujer". Fue ese el único hombre que conocí durante la guerra que podía determinar el sexo de un tirador por el silbido del proyectil, al pasar junto a él.Bajamos al vestíbulo. Fuertes rayos de sol, en los que bailaba el polvo, penetraban en la semioscuridad, en diversos lugares. Aquí y allá, los hombres que se hallaban tendidos en el suelo, en filas, se quejaban y las enfermeras circulaban entre los heridos, muy ocupadas. El francés nos informó que todas las enfermeras eran actrices, las más de ellas pertenecientes a la compañía de la Comedia Francesa. Llevaban vestidos claros y suaves, y el efecto general, con los marcados contrastes de luz y sombra, las manchas pálidas de los cuerpos heridos, los montones de vendajes ensangrentados, dos hombres muertos, cubiertos con banderas francesas, y las graciosas jovencitas que llevaban palanganas y jeringas de un lado a otro, era el de una pintura de Goya, con modelos escogidos por Samuel Goldwyn.DRELLy yo emprendimos el regreso a la Rué de Rivoli. El fuego había cesado, y desde todas las calles laterales miles de personas, al vernos avanzar ilesos, lo interpretaban como una señal de victoria, y salían en tropel, aplaudiéndonos, vitoreándonos, besándonos, tanto los hombres como las mujeres, sin distinción. De todos los centenares de personas que me besaron ese día, entre ellas, supongo, algunas muchachas bonitas, recuerdo con mayor claridad a un hombre pequeño, obeso, de mediana edad —uno de los pocos hombres obesos que vi en París— quien me estrechó y me besó con todo el fervor de un marido que ha vuelto a los brazos de su amante esposa después de cinco años de guerra.
De la multitud emanaba un intenso aroma y la diversidad de olores, pronunciados o suaves, al su-ceder un beso a otro, resultaba deslumbrante e irreal para un soldado que durante los dos meses anteriores había vivido en el campo, entre cieno y polvo.El chofer y el otro fotógrafo esperaban junto al jeep. Se veían elegantes y limpios, y se habían peinado.—¿Que les ocurrió? —pregunté.—Una anciana salió de uno de los edificios —explicó el chofer—, se nos quedó mirando y dijo: "Están ustedes sumamente sucios", entró en el edificio y volvió con una palangana y una jarra de agua, jabón y toalla, e hizo que nos laváramos. Después, se fue.PASAMOS lentamente en el jeep por entre la bullanguera multitud, al lado de tanques alemanes en llamas, hasta la Plaza de la Concordia, que se llenaba de gente. Seguíamos viendo el humo que producían las explosiones de los proyectiles de mortero, al estallar a intervalos regulares. En la Cámara de Diputados, 300 o 400 alemanes trataron de rendirse a Drell, quien por toda arma llevaba su cámara, pero muy norteamericano, insistió en que no podía aceptar la rendición y logró que los alemanes conviniesen en que los retratara rindiéndose a los franceses. Se entablaron las negociaciones: Drell hablaba en yiddish, el idioma más parecido a una lengua franca que él y los alemanes pudieron encontrar.Después de la rendición, los alemanes se formaron en filas, en el patio. Habían llegado muchos corresponsales y fotógrafos y el revuelo en busca de recuerdos fue bullicioso.SALIMOS de allí, con un racimo de muchachas pegadas al jeep, y hallamos el Hotel Scribe, en donde se nos había ordenado que nos presentáramos.Mientras descargábamos nuestro vehículo se acercó un francés y me estrechó la mano. Vestía con esforzada pulcritud, pues su ropa estaba muy raída, y parecía más acongojado que contento por los acontecimientos del día.—Tengo una hermana en Brooklyn —me dijo—. No la he visto en nueve años. No ha sabido de mí en cuatro —miró en torno suyo nerviosamente, se inclinó un poco y continuó en voz muy baja—: Soy judío. ¿Le será posible a usted escribirle en mi nombre, empleando su correo ?—Sin duda —respondí, y anoté el domicilio de su hermana—. ¿Qué quiere que le diga?Me miró como si lo anonadara la magnitud de la oportunidad que se le presentaba. Frunció el ceño, concentrándose intensamente.—Dígale que estoy vivo.DRELL y yo entramos en el hotel, y haciendo gala de esplendidez, pedimos dos habitaciones amplias, sabiendo que serían contados los días del soldado raso en París, pero con el firme propósito de aprovechar al máximo la ocasión. No había agua caliente, lo que no impidió disfrutar del baño. Mientras me hallaba allí, quitándome la mugre y el sudor de ese día tan largo, y escuchando a la muchedumbre que abajo, en la calle, celebraba el triunfo, pude sentir que se iniciaba en Europa una nueva era de coraje, honestidad y gratitud.Poco antes de quedarme dormido recordé lo que había oído decir en esa tarde trascendental a un recluta norteamericano: "Hoy la guerra debería de terminar".