Publicado en
octubre 19, 2025
En un barrio tranquilo vivía un anciano solitario al que llamábamos "El Dentista". Él nos daba una moneda brillante a cambio de cada diente de leche que se nos caía, con una regla: "Nunca miren o toquen los dientes una vez que son míos. Lo que se ha dado, no se recupera."
Mi amigo Alex y yo, movidos por la curiosidad, forzamos la entrada de su casa un día de verano. Dentro, el aire era denso y metálico. En lugar de muebles, la sala estaba llena de estantes metálicos cubiertos por miles de frascos de vidrio, cada uno con una etiqueta con un nombre y una fecha.
Eran frascos llenos de un líquido amarillento, cada uno conteniendo un diente de leche.
Buscamos nuestros nombres. Cuando Alex encontró su frasco, nos dimos cuenta del horror: el diente estaba roto en un ángulo antinatural, no se había caído de forma natural, sino que había sido arrancado. Junto a él, flotaba un diminuto fragmento de encía.
En ese momento, la cerradura de la puerta giró. El anciano había regresado.
Huimos de la casa en un pánico ciego.
Semanas después, Alex enfermó gravemente. Sufría de misteriosas infecciones óseas y dentales. Su condición se deterioró rápidamente hasta que murió esa temporada.
Yo estoy vivo, pero sé que el anciano no solo compraba los dientes. Él reclamaba el espíritu o la salud de los niños que rompían su pacto. Yo, al tocar y ver los dientes de Alex, lo había condenado. Desde entonces, vivo con la certeza de que el horror no era un juego de niños, sino un trato real con algo antiguo y maligno.
Fin
Fuente del texto: IA-Gemini