EL MECHERO (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
mayo 04, 2025
Cuento danés, seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Un soldado iba desfilando por la carretera principal: ¡Uno, dos! ¡Uno, dos! Llevaba su mochila a la espalda y un sable a su costado, pues había estado en la guerra y ahora volvía a su casa.
Entonces, se encontró por la carretera con una vieja bruja que era absolutamente repugnante. El labio inferior le colgaba justo hasta el pecho. Ella le dijo:
—¡Buenas tardes, soldado! Vaya un sable más bonito y una mochila más grande llevas. ¡Tú sí que eres un soldado de verdad! Ahora tendrás todo el dinero que quieras poseer.
—Te lo agradezco, vieja bruja —dijo el soldado.
—¿Ves ese árbol grande de allí? —dijo la bruja señalando un árbol que estaba apartado de ellos—. Por dentro está completamente hueco. Tienes que trepar hasta la copa; desde allí verás un agujero por el que te puedes dejar caer y podrás llegar hasta lo más profundo del árbol. Te ataré una cuerda al cuerpo para que pueda tirar de ti y volverte a sacar cuando me llames.
—¿Y qué voy a hacer allí abajo? —preguntó el soldado.
—¡Recoger dinero! —dijo la bruja—. Mira: cuando llegues al suelo del árbol, te encontrarás en una gran sala totalmente iluminada, pues hay encendidas más de trescientas lámparas. Luego verás tres puertas; podrás abrirlas, pues la llave está puesta. Si entras en la primera cámara, verás que en medio, en el suelo, hay una gran caja. Encima de la caja habrá un perro con unos ojos tan grandes como tazas de té. Pero no tienes que preocuparte por eso. Te daré mi delantal de cuadros azules, que tendrás que extender en el suelo. Luego, rápidamente, coge el perro, ponlo encima de mi delantal, abre la caja y coge todos los chelines que quieras. Son de cobre. Si prefieres plata, tienes que entrar en la siguiente habitación. Pero allí hay un perro que tiene unos ojos tan grandes como ruedas de molino. Tú no te preocupes por eso. ¡Colócalo encima de mi delantal y coge el dinero! Si, por el contrario, lo que quieres tener es oro, también lo po—drás conseguir, y además todo lo que quieras llevar, si entras en la tercera habitación. El perro que hay allí sentado encima del cajón del dinero tiene unos ojos tan grandes como torres. Te aseguro que es un perro muy malo. ¡Pero tú por eso no tienes que preocuparte! Lo único que tienes que hacer es colocarlo encima de mi delantal. De esta forma, no te hará nada y podrás coger de la caja todo el oro que quieras.
—Eso no está nada mal —dijo el soldado—. Pero ¿qué te tengo que dar a cambio, vieja bruja? ¡Porque seguro que por nada no lo haces!
—Sí —dijo la bruja—, no quiero ni un solo chelín. Lo único que tienes que coger para mí es un viejo mechero que se dejó olvidado mi abuela la última vez que estuvo allí abajo.
—Bueno, pues entonces átame la cuerda alrededor del cuerpo —dijo el soldado.
—Aquí está —dijo la bruja—. Y aquí tienes mi delantal de cuadros azules.
El soldado trepó entonces al árbol, se deslizó por el agujero y llegó, tal como la bruja le había dicho, a la gran sala que había abajo, en la que había muchos cientos de lámparas encendidas.
Entonces abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el perro de los ojos como tazas de té mirándole fijamente.
—Eres un animalito muy simpático —dijo el soldado.
Lo colocó encima del delantal de la bruja y cogió tantos chelines de cobre como le cupieron en el bolsillo, cerró luego la caja, volvió a colocar al perro encima de ella y entró en la otra habitación. ¡Efectivamente! Allí estaba el perro de los ojos como ruedas de molino.
—No deberías mirarme de esa manera —dijo el soldado— o se te van a salir los ojos.
Acto seguido, puso al perro encima del delantal de la bruja. Pero cuando vio la cantidad de dinero de plata que había en la caja, tiró todo el dinero de cobre que llevaba y se llenó los bolsillos y la mochila solamente de plata. Luego entró en la tercera cámara. ¡No! ¡Aquello sí que era horrible! El perro que había allí dentro tenía en verdad unos ojos tan grandes como torres, y se movían en su cabeza igual que si fueran ruedas.
—¡Buenas tardes! —dijo el soldado llevándose la mano a la gorra, pues jamás había visto un perro como aquél.
Después de pasar un rato observándolo con algo más de detalle, pensó que ya era suficiente, lo bajó al suelo y abrió la caja. ¡Válgame Dios qué cantidad de oro había allí! Con eso se podía comprar toda la ciudad, todos los lechones de azúcar de las pasteleras, todos los soldados de plomo, todos los látigos y todos los caballos de balancín que había en el mundo entero. ¡Sí, allí sí que había oro! El soldado tiró pues todo el dinero de plata con el que había llenado sus bolsillos y su mochila y cogió oro en su lugar; sí, llenó todos los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas, de tal manera que apenas podía andar. ¡Ahora sí que tenía dinero! Puso al perro encima de la caja, salió, cerró la puerta y gritó hacia arriba por el hueco del árbol:
—¡Súbeme ya, vieja bruja!
—¿Tienes también el mechero? —preguntó la bruja.
—¡Caray! —dijo el soldado—. ¡Se me había olvidado completamente!
Entonces fue y lo recogió. La bruja tiró de él y lo subió; allí estaba otra vez, en la carretera principal, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra llenos de oro.
—¿Qué vas a hacer con el mechero? —preguntó el soldado.
—Eso a ti no te importa —dijo la bruja—. Ya tienes el dinero. ¡Ahora dame el mechero!
—¡De eso nada! —dijo el soldado—. ¡Como no me digas ahora mismo que vas a hacer con él, desenvainaré mi sable y te cortaré la cabeza de un tajo!
—No —dijo la bruja.
Entonces el soldado le cortó inmediatamente la cabeza de un tajo. ¡Cómo la dejó! Envolvió todo su dinero en el delantal de ella, se lo cargó a la espalda como si fuera un fardo, se guardó el mechero en el bolsillo y se fue derecho a la ciudad.
¡Era una ciudad magnífica! Entró en la posada más elegante, pidió que le dieran la mejor habitación de todas y su comida favorita; ahora era un hombre rico.
Al criado que le tuvo que limpiar las botas, le pareció que para ser un señor tan rico aquellas botas estaban sorprendentemente viejas. Pero es que todavía no se había comprado unas nuevas; al día siguiente, se compró unas botas como es debido y ropa bonita. El soldado se había convertido en un señor distinguido, así que la gente le contó las cosas maravillosas que había en la ciudad, le hablaron de su rey y de lo hermosísima que era su hija, la princesa.
—¿Dónde se la puede ver? —preguntó el soldado.
—Es absolutamente imposible verla —dijeron todos—. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado por muchos muros y muchas torres. Nadie excepto el rey puede entrar y salir de allí, pues le profetizaron que se casaría con un vulgar soldado, cosa que el rey no puede consentir.
«¡Pues a mí me gustaría verla!», pensó el soldado; pero de ninguna manera consiguió que le dieran permiso.
Ahora se lo pasaba muy bien: iba al teatro, paseaba en coche por el jardín del rey y daba mucho dinero a los pobres. ¡Aún recordaba de tiempos pasados lo mal que se pasa cuando no se tiene ni un chelín! Él ahora era rico, llevaba una ropa muy bonita y tenía muchos amigos que le decían que era un hombre admirable, un auténtico caballero. El soldado estaba muy contento. Pero como gastaba dinero cada día y jamás ganaba nada, al final ya no le quedaron más que dos chelines, así que tuvo que dejar la hermosa habitación en la que había vivido y trasladarse arriba, a una pequeña cámara que había en el desván. Tenía que limpiarse él mismo las botas y coserlas con una aguja de zurcir. Ninguno de sus amigos iba a verle, pues había que subir muchas escaleras.
En cierta ocasión la noche era oscura, pero él no podía comprarse ni siquiera una vela. Entonces se acordó de que al mechero que había cogido en el árbol hueco en el que le había ayudado a meterse la bruja le quedaba un trocito de mecha. Buscó el mechero y sacó el trocito de mecha; pero en cuanto le dio a la rueda y saltaron chispas de la piedra, se abrió la puerta de golpe. Apareció el perro que tenía los ojos tan grandes como tazas de té, que él había visto debajo del árbol, y dijo:
—¿Qué ordena mi amo?
—Pero ¿qué es esto? —preguntó el soldado—. ¡Desde luego es un mechero extraordinario si puedo conseguir así lo que yo quiera! ¡Consigúeme algo de dinero! —le dijo al perro.
En un abrir y cerrar de ojos, el perro se había marchado y había vuelto sosteniendo en su boca una gran bolsa llena de chelines.
¡Ahora el soldado se daba cuenta de lo magnífico que era aquel mechero! Si golpeaba la rueda una vez, venía el perro que estaba encima de la caja del dinero de cobre; si la golpeaba dos veces, venía el que tenía el dinero de plata, y si la golpeaba tres veces, venía el que custodiaba el oro. Entonces el soldado se volvió a mudar a la hermosa habitación de abajo y apareció de nuevo con ropa muy bonita. Todos sus amigos le reconocieron enseguida y le tuvieron en mucha estima.
Un día, el soldado pensó: «Desde luego, es bastante extraño que no se pueda ver a la princesa. Todos dicen que es muy bella, pero ¿de qué le sirve si siempre tiene que estar en su gran palacio de cobre que tiene tantas torres? ¿Es que no voy a poder verla de ninguna forma? A ver, ¿dónde está mi mechero?». Le dio a la rueda y, ¡zas!, se presentó el perro que tenía los ojos como tazas de té.
—Ya sé que estamos en plena noche —dijo el soldado—, pero me gustaría muchísimo ver a la princesa, aunque no fuera más que un momento.
El perro salió inmediatamente por la puerta y, antes de que el soldado se diera cuenta siquiera, regresó con la princesa. Iba sentada a lomos del perro, estaba dormida y era tan hermosa que cualquiera podía darse cuenta de que efectivamente era una princesa. El soldado no pudo evitar darle un beso, pues era un soldado de la cabeza a los pies. Después, el perro se marchó con la princesa. Pero cuando se hizo de día y el rey y la reina estaban tomando el té, la princesa dijo que la noche anterior había tenido un sueño rarísimo sobre un perro y un soldado; que ella había montado sobre el perro y que el soldado la había besado.
—¡Podría ser una bonita historia! —dijo la reina.
A la noche siguiente, una de las viejas damas de la corte tuvo que velar junto a la cama de la princesa para ver si realmente se trataba de un sueño o de alguna otra cosa.
El soldado tenía unas ansias extraordinarias de volver a ver a la princesa, de modo que el perro llegó por la noche, la recogió y se la llevó lo más deprisa que pudo. Pero la vieja dama de la corte se calzó unas botas de agua y salió corriendo detrás de él a toda velocidad.
Cuando vio que desaparecían en el interior de una gran casa, se dijo que ya había descubierto el lugar al que se llevaban a la princesa, y con un trozo de tiza pintó una gran cruz en la puerta. Luego se fue a casa y se acostó; el perro volvió también con la princesa. Al ver que en la puerta de la casa donde vivía el soldado había una cruz pintada, cogió un trozo de tiza y pintó cruces en todas las puertas de la ciudad. Demostró ser muy listo, pues ahora la dama de la corte ya no podría encontrar la puerta, dado que había cruces en todas.
Por la mañana temprano, el rey, la reina, la vieja dama de la corte y todos los oficiales fueron a ver dónde había estado la princesa.
—¡Allí es! —exclamó el rey al ver la primera puerta que tenía una cruz pintada.
—No, es allí, querido esposo —dijo la reina al ver la segunda puerta provista de una cruz.
—¡Pero allí hay una! ¡Y allí otra! ¡Y allí otra! —dijeron todos; había cruces en todas las puertas. Entonces se dieron cuenta de que no les serviría de nada buscar.
Pero la reina era una mujer extraordinariamente lista que no se conformaba con saber montar en carroza. Cogió sus grandes tijeras de oro, cortó un trozo de tela de seda en trozos y cosió una bolsita muy mona. La llenó de sémola fina, la ató en la espalda de la princesa y después le hizo un pequeño agujero a la bolsa para que así la sémola se fuera esparciendo por todo el camino que siguiera la princesa.
Por la noche volvió otra vez el perro, cargó a la princesa sobre su lomo y se fue corriendo con ella adonde vivía el soldado, que la quería muchísimo y hubiera deseado ser un príncipe para poderla tomar por esposa. El perro no se dio cuenta en absoluto de que la sémola se iba esparciendo desde el palacio a la ventana del soldado, hasta donde él había subido por la pared cargado con la princesa. Por la mañana, el rey y la reina pudieron descubrir sin dificultad dónde había estado su hija, y entonces detuvieron al soldado y le metieron en prisión.
Así que allí estaba él ahora. ¡Huy, qué oscuro y aburrido era aquello! Le dijeron:
—Mañana serás ahorcado.
Oír aquello no fue precisamente divertido, y se había dejado el mechero en la posada. Por la mañana, pudo ver a través de los barrotes de hierro que la gente se apresuraba a salir de la ciudad para ver cómo le ahorcaban. Oyó tambores y vio desfilar a los soldados.
Todo el mundo salía corriendo; entre ellos había también un aprendiz de zapatero que llevaba puesto un mandil de cuero y unas pantuflas; corría tan al galope que una de las pantuflas salió volando y fue a golpear contra el muro desde donde, a través de los barrotes, estaba el soldado mirando.
—¡Eh, tú, aprendiz de zapatero! ¡No hace falta que te des tanta prisa! —le dijo el soldado—. ¡No empezará hasta que no esté yo allí! Pero si vas corriendo adonde vivía y recoges mi mechero, te daré cuatro chelines. ¡Pero tienes que correr como un loco!
El aprendiz de zapatero quería conseguir los cuatro chelines, así que corrió a por el mechero, se lo dio al soldado y... ¡Sí! ¡Ahora veremos lo que pasó entonces!
Fuera de la ciudad había un gran patíbulo amurallado; a su alrededor estaban los soldados y cientos de miles de personas. El rey y la reina estaban sentados en un suntuoso trono enfrente de los jueces y de todo el consejo. El soldado había subido ya la escalera. Pero cuando fueron a ponerle la soga alrededor del cuello, dijo que a los pobres pecadores siempre se les concedía un último deseo inocente antes de ejecutar su condena. Siguió diciendo que le gustaría fumarse una pipa de tabaco; que, al fin y al cabo, sería su última pipa en este mundo. El rey contestó entonces que no podía negárselo, así que el soldado cogió su mechero y giró la rueda ¡una vez y dos y tres! Entonces aparecieron allí los tres perros: el de los ojos tan grandes como tazas de té, el de los ojos como ruedas de molino y el que tenía los ojos tan grandes como una torre.
—¡Ayudadme para que no me ahorquen! —dijo el soldado.
Los perros se arrojaron inmediatamente sobre el juez y sobre todo el consejo, agarraron a uno de las piernas, a otro de la nariz, y los lanzaron por los aires a tantas brazas de altura que cuando volvieron a caer se hicieron completamente pedazos.
—¡No! ¡No quiero! —dijo el rey; pero el perro más grande lo cogió a él y también a la reina y los tiró como a los demás. Los soldados entonces se asustaron y todo el pueblo gritó:
—¡Buen soldado, tú debes ser nuestro rey y quedarte con la hermosa princesa!
A continuación, los soldados los sentaron en la carroza real; los tres perros iban bailando por delante de la misma gritando: «¡Hurra!». Los muchachos silbaban entre los dedos y los soldados presentaban armas. La princesa salió de su palacio de cobre y se convirtió en reina, ¡y aquello le encantó! Las bodas duraron ocho días y los perros también estuvieron sentados a la mesa mirando con ojos de asombro.
Fin