NAVE DE SOMBRAS (Alfred Elton van Vogt)
Publicado en
febrero 25, 2025
Existen temas recurrentes. Este, digámoslo ya desde ahora, es uno de ellos. Cuando el lector termine el relato se preguntará: ¿otra vez? Pero si lo hemos incluido es porque creemos que aún esos mismos temas recurrentes pueden ofrecer nuevos aspectos si son tratados por un maestro. E indudablemente, Van Vogt lo es.
D'Ormand se dio cuenta de que era muy distinto decidir en la Tierra el hacer algo y llevarlo a cabo en el espacio intergaláctico. Durante seis meses había estado alejándose del sistema solar, apartándose de la gigantesca espiral que era nuestra galaxia. Y ahora había llegado el momento de zambullirse en el tiempo.
Algo estremecido, D'Ormand dispuso los controles de la máquina del tiempo para el año 3.000.000 D. de C. y luego, con su mano en el activador, dudó. Según Hollay, las rígidas leyes que controlaban el fluir del tiempo en los planetas no serían tan rígidas en la obscuridad sin soles, y por consiguiente allí sería fácil escapar de ellas. Primero, había dicho Hollay, había que acelerar la nave hasta la velocidad máxima, para así crear la máxima tensión posible en la substancia misma que componía el espacio. Luego, había que actuar.
¡Ahora!, pensó D'Ormand, sudando, Y bajó con fuerza la palanca. Hubo un estremecimiento mareante, y un acerado chirriar de metal deformado. Y luego de nuevo la tranquila sensación del vuelo.
A D'Ormand le oscilaba la visión, pero se daba cuenta, mientras luchaba contra las náuseas de su cerebro, de que en un instante sería capaz de ver de nuevo. Sonrió con la hosca tensión de un hombre que ha arriesgado su vida y ha salido triunfante.
La vista le volvía repentinamente. Ansioso, se inclinó hacia el tablero de control de la máquina del tiempo, y luego se echó hacia atrás, anonadado: no estaba allí.
Miro a su alrededor, incrédulo. Pero aquella no era una nave grande, que exigiese un escrutinio detallado. Era una sala con un motor, un catre, los tanques de combustible y los servicios. Nada podía esconderse en ella. La máquina del tiempo no estaba allí.
Aquello había sido el sonido de metal desgarrado que había oído: la máquina, escapando por el tiempo, dejando la nave atrás, Había fracasado. Seguía gruñendo para sus adentros cuando percibió un movimiento con el rabillo del ojo. Se volvió con un doloroso movimiento de su cuerpo. En la parte superior de la placa visora vio la nave negra.
Una sola mirada, y D'Ormand supo que, fuera cual fuese la razón de la desaparición de la máquina del tiempo, no había fracasado.
La nave estaba cerca de él. Tan cerca, que al principio creyó que era la proximidad lo que la hacía visible. Y entonces, logró aprehender la extraña realidad de su estado sin luz. Miró, y por primera vez la fascinación irrumpió arrolladora en su mente, con el conocimiento de que aquello debía ser una nave del año 3.000.000 D. de C.
La fascinación desapareció ante un estremecimiento de duda que se concretó en una inquietud. Al pronto, no sólo el hecho de poder verla pareció antinatural, sino también la nave misma.
Esta podía haber surgido de alguna pesadilla. Tenia al menos tres kilómetros de largo, casi uno de ancho, y un espesor de unos treinta centímetros; era un vehículo adecuado únicamente para un mar tan negro como el del mismo espacio. Era una plataforma que flotaba en la noche del vacío interestelar.
Y en aquella amplia cubierta se veían hombres y mujeres de pie. Estaban desnudos, y nada, ninguna barrera, por tenue que fuera, protegía sus cuerpos del frío del espacio. Y no podían estar respirando en aquel vacío sin aire. Pero, no obstante, vivían.
Vivian, y estaban de pie en aquella amplia cubierta negra. Y le miraban, y le hacían señas. Y le llamaban. La más extraña llamada que jamás hubiera sido hecha a un mortal. No era un pensamiento, sino algo más profundo, más fuerte, más conmovedor. Era como el repentino darse cuenta de que el cuerpo tiene hambre o sed. Creció como el ansia del drogadicto.
Debía posar su espacionave en la plataforma. Debía descender y ser uno de ellos. Debía... era un deseo primitivo, irrefrenable y terrible...
Apresuradamente, la espacionave empezó a descender. Acto seguido, con la misma terrible ansia, sintió deseos de dormir. D'Orrnand tuvo tiempo para una desesperada idea propia: tengo que huir, fue el aviso intempestivo. Tengo que irme, irme. En seguida. El sueño le llegó en medio de un miedo horrendo.
¡Silencio! Yacía con los ojos cerrados en un mundo tan silencioso como...
D'Ormand no podía encontrar ninguna comparación mental. No la había. No había experimentado nada en toda su existencia que pudiera compararse a aquel intenso silencio, aquella absoluta ausencia de sonido que le oprimía como... De nuevo no hubo comparación. Sólo existía el silencio.
Extraño, pensó; y le llegó el primer impulso remoto de abrir los ojos. El impulso se desvaneció, y quedó en su mente la convicción de que él, que había pasado tantos meses sólo en una nave espacial, tenia que conocer todo el significado del silencio.
Sólo que en el pasado siempre había existido el débil siseo de la inhalación y exhalación de sus pulmones, el ocasional sonido absorbente de sus labios en un tubo de caldo nutritivo, y los movimientos de su cuerpo. Esto era... ¿qué?
Su cerebro no le daba una definición. Abrió los ojos. Al principio, la visión solo le ofreció una mínima variante sensitiva. Estaba yaciendo parcialmente sobre su costado, parcialmente sobre su espalda. Cerca, ocultando las estrellas, había una mancha con forma de torpedo de unos nueve metros de largo y tres y medio de alto. Aparte de esto, no había nada más en su línea de visión que estrellas y la obscuridad del espacio.
Bastante normal. No tenía miedo. Su mente y su vida parecían muy lejanas. La memoria era un añadido aún más remoto. Pero, tras un momento, goteó en la superficie de su voluntad el deseo de localizar su posición física con respecto a lo que le rodeaba.
Recordaba pesadamente que había habido una nave obscura. Y luego el sueño. Ahora, estrellas, y la noche interestelar. Debía de seguir aún sentado en la silla de mando, contemplando la placa visora y la visión celeste que mostraba.
Pero, D'Ormand arrugó mentalmente el entrecejo, no estaba sentado. Estaba echado de espaldas, mirando hacia arriba, hacia arriba... hacia un cielo lleno de estrellas y una masa de algo que parecía como otro navío espacial.
Displicentemente, su cerebro arguyó contra esta impresión. Pues el suyo era el único navío espacial terrestre en aquella parte del Universo. No podía haber una segunda nave. Y con esto, D'Ormand se encontró en pie. No tenía consciencia de haberse levantado. Un instante antes se hallaba recostado de espaldas, ahora se hallaba de pie, tambaleándose...
Se hallaba sobre una ancha cubierta, junto a su nave espacial. La cubierta, y todo lo demás, resultaban muy visibles, aunque de una forma penumbrosa, en todo su largo y ancho. Y a su alrededor, por todas partes, cerca y lejos, había hombres y mujeres desnudos: de pie, sentados, echados, que no le prestaban la menor atención.
Estaba arañando... arañando con dedos insensibles la compuerta de la espacionave, tratando de abrirla por simple fuerza bruta.
Tras un periodo de tiempo en el que no pensó, su experiencia de espacionauta comenzó a controlar los movimientos desesperados y automáticos de su cuerpo. Se dio cuenta de que estaba estudiando ávidamente el mecanismo de cierre, tirando de él con cuidado, a modo de prueba. Luego se echó hacia atrás, contemplando la pequeña nave en su totalidad.
Y al fin le llegó a D'Ormand, de alguna reserva de calma aún no usada, la fuerza de voluntad y la habilidad para caminar tranquilamente alrededor de la nave, contemplando su interior por los ojos de buey. El interior era un recinto en penumbras repleto de familiares mecanismos y formas metálicas, cuya visión le volvió a traer un espasmo de frenesí, que esta vez resultó más fácil combatir.
Finalmente se quedó en pie, muy quieto, manteniendo toda idea ajena apartada de su mente, y pensando fijamente en una sola cosa, un pensamiento tan grande que necesitaba todo su cerebro para contenerlo, para equilibrarlo, y para comprender la inmensa realidad del mismo.
Y se le hizo más difícil, no más fácil, el aferrar la idea de que estaba en la nave plataforma. Su cerebro comenzó a retorcerse, a escurrírsele en chorros de duda, miedo e incredulidad. Pero siempre regresaba, tenía que hacerlo. No había ningún lugar cuerdo al que ir. Y no había nada, absolutamente nada que hacer, sino esperar allí hasta que sus captores mostrasen con su acción cual era el destino que le deparaban.
Se sentó. Y esperó.
Pasó al menos una hora, una hora diferente de cualquier otra de la historia del mundo: un hombre del año 2975 D. de C. contemplando una escena de una nave espacial de treinta mil siglos después.
La única cosa era, y tardó la hora completa en comprenderlo, que no había nada que contemplar excepto la misma e increíble escena básica. Nadie parecía darse la menor cuenta de que estaba en la nave. Ocasionalmente, en la penumbra, un hombre pasaba caminando, una figura que se movía recortándose contra las estrellas, claramente visible como lo era la totalidad de la cubierta obscura y su cargamento de seres suprahumanos.
Pero nadie se acercó para satisfacer su creciente ansia, su necesidad de información. Finalmente le llegó, con un shock estremecedor, la convicción de que debía ser él quien realizase la aproximación, quien forzase la situación mediante su acción personal.
Bruscamente, se sintió asombrado de haber estado medio recostado, medio sentado allí, mientras se escapaban los preciosos minutos. Debía de haber estado totalmente atontado, y no resultaba extraño.
Más aquello había terminado. En un estallido de determinación, saltó en pie. Y entonces, estremeciéndose, dudó. ¿Pensaba en realidad acercarse a uno de los tripulantes de aquella nave de la noche, y hacerle preguntas por transmisión de pensamiento?
Lo que le aterrorizaba era lo inusitado de la situación. Aquella gente no era humana. Tras tres millones de años, su relación con él no tenía más significado que la que pudiera haber con los monos de su propio tiempo, y eso que compartían su ascendencia.
Tres millones de años, 16 X 1010 minutos; y cada pocos segundos de aquella inconcebible extensión de tiempo, alguien había nacido, alguien había muerto, y la vida se había desarrollado en su tremenda y sobrecogedora forma hasta que allí, tras impensables eones, se hallaba el hombre definitivo. Allí estaba la evolución llevada a tales límites que el espacio mismo había sido conquistado por algún impensable y maravilloso desarrollo de adaptación biológica... Maravilloso pero tan simple, que en un único periodo de sueño él, un extraño, había sido milagrosamente transformado al mismo estado.
Allí, el pensamiento de D'Ormand hizo una pausa. Sintió una repentina intranquilidad, la aguda y molesta conciencia de que no podía tener la menor idea de cuánto tiempo había estado dormido. Podían haber sido años, o siglos. El tiempo no existe para un hombre que duerme.
De pronto, le parecía más importante que nunca el descubrir que era lo que estaba pasando. Su mirada cayó sobre un hombre que caminaba lentamente a unos treinta metros de distancia.
Alcanzó la figura en movimiento; y entonces, en el último instante, se echó hacia atrás, amedrentado. Demasiado tarde. Su mano, adelantada, había tocado la carne desnuda.
El hombre se volvió y miró a D'Ormand. Con un gesto contorsionado, éste soltó el brazo que no se le resistía. Se echó hacia atrás ante aquellos ojos que le lanzaban llamas como puntos incandescentes que apareciesen a través de rendijas.
Curiosamente, no fue la índole demoníaca de la misma mirada lo que hizo que oleadas de miedo recorriesen los nervios de D'Ormand. Fue el alma que atisbaba a través de aquellos ojos ardientes: un espíritu extraño, ignoto, que lo contemplaba con incomprensible intensidad.
Luego el hombre se dio la vuelta y se marchó.
D'Ormand estaba temblando. Pero, al cabo de un momento, supo que no podía echarse atrás. No se permitió el pensar en ello, simplemente camino hacia delante y se puso al lado del alto y enigmático paseante. Caminaron, pasando junto a grupos de hombres y mujeres y, ahora que se movía entre ellos, D'Ormand se fijó en un detalle que antes se le había escapado: las mujeres superaban a los hombres en proporción de tres a uno. Por lo menos.
Pasó la extrañeza ante esto. Él y su compañero siguieron en aquel paseo tan insólito. Caminaron junto al borde de la nave, Obligándose a sí mismo a comportarse de forma casual, D'Ormand dio un paso hacia un lado y miró hacia abajo, al abismo que se extendía hasta una profundidad de un billón de años luz.
Comenzó a sentirse mejor. Hurgó en su mente, buscando algún método con que superar el abismo mental entre el extraño ser y él. Debía de haber sido mediante la telepatía que le habían forzado a aterrizar con su espacionave. Si se concentraba ahora en una idea, quizá recibiera una respuesta.
Su línea de pensamiento cesó porque, en aquel momento, se dio cuenta, aunque no por primera vez, de que seguía vestido. Pero, de pronto, pensó en ello desde el siguiente ángulo: Ellos lo habían dejado vestido. ¿Cuál era la intención de eso?
Siguió caminando, con la mente en blanco, la cabeza inclinada, contemplando sus piernas enfundadas en pantalones y, junto a él las piernas desnudas del delgado hombre que caminaba rítmicamente.
D'Ormand sólo se dio vaga cuenta del momento en que comenzaron a llegarle las primeras impresiones, por lo muy gradualmente que lo hicieron. Había el pensamiento de que la hora de la batalla se acercaba; y de que debía mostrar su valía antes de entonces, para así poder vivir para siempre en la nave. De lo contrario, sufriría el exilio.
Fue como un quantum mental: en un instante, sólo tenía una vaga consciencia de aquella desdibujada y extraña masa de ideas; al instante siguiente, su mente dio un frenético salto a una nueva comprensión de su posición.
El efecto de la advertencia se hizo más fuerte. Bruscamente atemorizado, D'Ormand corrió hacia su espacionave, y tiró de la inamovible puerta hasta que comprendió que no le ofrecía ninguna posibilidad de huida. Exhausto, se sentó en la cubierta. Se asombró ante la magnitud de su miedo. Pero no había duda alguna acerca de la causa del mismo. Había recibido información y un aviso. Un aviso gélido, seco y cortante como el acero: tenía que ajustarse a la forma de ser de la nave antes de que se llevase a cabo alguna fantástica batalla, y, de mostrarse apto, viviría allí para siempre.
...¡Para siempre! Era esa parte de la idea lo que, durante varios minutos, había hecho tambalearse los cimientos de su razón. El estado de ánimo cedió ante el obscuro paso de los minutos. Repentinamente, le pareció imposible el haber comprendido correctamente el pequeño flujo de ideas que le había sido dirigido. Una batalla que se aproximaba, eso no tenía sentido. ¡Mostrarse apto, o sufrir el exilio! ¿Sufrir el qué? D'Ormand estrujó su cerebro, pero el significado le volvió de nuevo: exilio. Finalmente decidió, con fría lógica, que podía significar la muerte.
Yació, con su rostro retorcido por una obscura mueca. Se sintió violentamente irritado consigo mismo. Que estúpido tonto había sido, perdiendo la serenidad en medio de una conversación exitosa.
Pues había sido exitosa. Había solicitado información, y le había sido dada. Debía haber seguido adelante, manteniendo firme su mente, concentrándose en un centenar de preguntas diferentes y sucesivas: ¿Quiénes eran? ¿Adónde iba la nave? ¿Cuál era el mecanismo de propulsión de aquella gigantesca plataforma? ¿Por qué había tres mujeres por cada hombre?
Seguían sus pensamientos. Por la misma intensidad de los mismos, se había colocado en una posición parcialmente sentada... y, a no más de metro y media de distancia, había una mujer.
D'Ormand se dejó caer lentamente sobre la cubierta. Vio que los ojos de la mujer relucían mirándolo sin pestañear. Al cabo de un minuto, intranquilo, D'Ormand se volvió de espaldas. Yació tenso, mirando hacia arriba, hacia el brillante círculo de la galaxia que había abandonado hacía ya tanto. Los puntos de luz que formaban la gloriosa espiral refulgente parecían mucho más lejanos que nunca.
La vida que había conocido, de largos y rápidos viajes a los lejanos planetas, de agradables semanas pasadas en remotos lugares del espacio, le parecía ahora irreal. Y más lejana en su espíritu de lo que estaba en el tiempo y en el espacio.
Con un esfuerzo. D'Ormand se concentró. No era momento para sentir nostalgia. Tenia que meterse en la cabeza que se enfrentaba con una crisis. La mujer no había llegado simplemente para mirarlo. Se presentaban problemas, y tenía que enfrentarse con ellos. Con repentina fuerza de voluntad, dio la vuelta sobre sí mismo y de nuevo dio la cara a la mujer. Por primera vez, la estudió.
Era bastante agradable contemplarla. Su rostro era juvenil, bello. Su cabello era obscuro. Necesitaba ser peinado, pero no estaba demasiado desgreñado, y su aspecto descuidado no era desagradable. Su cuerpo...
D'Ormand se puso en pie. Hasta aquel momento, no se había fijado en la diferencia entre ella y las demás: estaba vestida, Llevaba un vestido largo, obscuro y ceñido, que resultaba incongruente por la forma en que sus pies desnudos salían por debajo de la voluminosa falda.
¡Vestida! Ahora ya no había duda. Aquello le estaba destinado. Pero, ¿qué era lo que se esperaba que hiciera?
Desesperado, D'Ormand miro a la mujer. Los ojos de ella eran como gemas muertas que le devolvieran la mirada. Notó una repentina curiosidad: ¿qué increíbles pensamientos se estaban produciendo detrás de aquellas brillantes ventanas de su mente? Eran como puertas cerradas tras las cuates había la imagen mental de un mundo tres millones de años más viejo que el suyo.
La idea era estremecedora. Sus nervios se estremecían espasmódicamente. Pensó: la mujer es el cátodo, el hombre el ánodo. Toda la energía surgía de su relación, especialmente dado que el ánodo podía establecer conexiones con tres o más cátodos.
D'Ormand obligó a su mente a hacer una pausa en ese instante. ¿Había pensado en aquello? Jamás.
Un estremecimiento le recorrió. Una vez más, el extraño método neural de comunicación de aquella gente le había llegado sin que se diera cuenta. Y esta vez sabía que de una a cuatro mujeres podían establecer relación con un hombre. Lo que parecía explicar porque había tantas mujeres.
Comenzó a disminuir su excitación. ¿Y bien? Eso seguía sin explicar por qué aquella mujer estaba tan cerca de él. A menos que ella fuera alguna fantástica oferta.
D'Ormand estudio de nuevo a la mujer. Y tuvo la primera idea sardónica en muchos meses. Pues, tras doce años de evadir las tentaciones de jóvenes casaderas, al final estaba atrapado. No había nada que le indicase que aquella mujer no había venido a casarse con el.
Las amenazas del hombre le habían dejado bien claro que estaba trabajando con un límite de tiempo. Se arrastró hacia ella, la tomó en sus brazos, y la besó. Pensó que en una crisis, la acción debía ser directa, no premeditada, sin remordimientos.
Al cabo de un momento, olvidó aquello. Los labios de la mujer eran suaves y pasivos. No había resistencia en ellos ni, por otra parte, parecía tener idea alguna sobre el significado de los besos. El apretar sus labios contra los de ella era como el besar a un niñito; había la misma inocencia inconmensurable.
Sus ojos, ahora tan cercanos a los suyos, eran estanques iluminados de incomprensión y falta de resistencia, de una pasividad tan grande que era anormal. Resultaba tremendamente claro que la joven jamás había oído hablar de besos. Sus ojos brillaban mirándole con una extraña indiferencia... que cesó.
Asombrosamente, cesó. Aquellos lagos de luz se ensancharon, y mostraron claramente una expresión de asombro. Y ella se apartó con un rápido y suave movimiento que, de alguna grácil manera, la hizo ponerse en pie. Instantáneamente, se dio la vuelta y se marchó. Se convirtió en una figura de sombras que no miraba hacia atrás.
D'Ormand la siguió inquieto con la vista. Había una parte de él que deseaba sentir una satisfacción irónica por la derrota que había infligido, pero, con cada segundo que pasaba, fue creciendo la convicción de que él había sido el derrotado. Era él quien estaba actuando contra reloj. Y su primer intento de ajustarse a la vida de la nave de sombras había sido un fracaso.
Su inquietud se desvaneció, pero no desapareció del todo. Y D'Ormand no hizo esfuerzo alguno por apartarla totalmente. Valía la pena recordar que le habían hecho una advertencia. Una advertencia que quizá significara algo o tal vez no, pero era estúpido pensar que no significaba nada.
Yació de espaldas, con los ojos cerrados. No estaba reaccionando bien. Había estado todo un periodo en el interior de la vida pura de iir, y aún no estaba sintonizando.
¡Eh! D'Ormand se estremeció. Él no había pensado aquello.
Se incorporó, abriendo los ojos. Luego, se volvió a dejar caer. Hombres con ojos de fuego formaban un burdo círculo a su alrededor. No tenía tiempo para preguntarse cómo se habían reunido tan rápidamente.
Actuaron. Uno de ellos adelanto la mano. De la nada apareció destellando un cuchillo, un cuchillo que brillaba en cada molécula de su larga hoja. Simultáneamente, los otros saltaron hacia adelante, agarraron a D'Ormand, y lo mantuvieron inmóvil. Acto seguido, aquel cuchillo vivo cayó hacia su pecho.
Trató de gritarles. Su boca, su rostro y los músculos de su garganta se esforzaron en una convulsiva pantomima del había, pero no surgieron sonidos. La noche sin aire del espacio se burlaba de su humano horror.
D'Ormand se echó hacia atrás en aterrorizada anticipación de agonía, cuando la hoja atravesó su piel y comenzó a cortar. No había ni dolor, ni siquiera sensación alguna. Era como morir en un sueño, exceptuando el realismo de su agitación y su forcejeo, al tiempo que contemplaba con anonadado terror la trayectoria del cuchillo.
Le sacaron el corazón; y D'Ormand lo contempló alucinado mientras uno de los demonios lo mantenía en su mano, y parecía examinarlo.
Inverosímilmente, el corazón yacía en la palma del monstruo, yacía latiendo con un lento y rítmico pulsar.
D'Ormand cesó de luchar. Corno un pájaro fascinado por los ojos opalinos de una serpiente, contempló la vivisección de su propio cuerpo.
Al fin, con un cierto resto de cordura, vio que estaban volviendo a colocar en su sitio cada órgano tan pronto como lo habían observado. Algunos lo observaban más tiempo que los otros... y finalmente no tuvo duda de que habían realizado mejoras en ellos.
De su cuerpo le llegaron conocimientos. Aún en aquel primer momento, comprendió de una forma vaga que el único impedimento que existía ahora para una perfecta recepción de esos conocimientos era que los estaba traduciendo en pensamientos. La información era toda ella emoción. Cosquilleaba a lo largo de sus nervios, centelleaba con sutiles inflexiones, prometía un millón de extrañas alegrías en la existencia.
Lentamente, como un intérprete que no comprende un idioma, D'Ormand transformaba aquel maravilloso flujo en formas mentales. Y, al hacerlo, lo cambiaba. Parecía arrebatarle el brillo. Era como estrujar la vida de algún vivaracho animalillo, y luego contemplar con desencanto su cadáver.
Pero los hechos, duros y desprovistos de su belleza, fluían a su cerebro: ellos eran los iir. Aquella plataforma no era una nave: era un campo de fuerzas. Iban a donde querían que fuese. La mayor alegría de la existencia era identificarse con la energía vital, lo que había sido reservado a los hombres por la naturaleza. La energía catódica de las mujeres era necesaria para el establecimiento del campo, pero el hombre, el factor anódico, era el único centro de gloriosa energía.
La fuerza de la energía dependía de la unidad de propósito de cada miembro de la nave; y, como era inminente la batalla con otra nave plataforma, resultaba vital que los iir alcanzasen la medida más grande posible de unión y pureza de existencia; pues solo así serían capaces de acumular la reserva de energía extra necesaria para la victoria.
Él, D'Ormand, era un factor perturbador. Ya había convertido temporalmente a una mujer en inútil como fuerza catódica. Tenía que ajustarse... rápidamente.
El maravilloso cuchillo se apartó de su carne, desvaneciéndose en la nada de la que había sido sacado y los hombres se retiraron a las sombras como fantasmas desnudos.
D'Ormand no hizo intento alguno de seguir su marcha a través de la noche. Se sentía exhausto, con su cerebro desmoronado por la fría violencia de la acción que había sido llevada a cabo con él.
No tenia ilusiones. Durante algunos minutos su mente tambaleante y sumergida había estado tan cerca de la locura que, aún ahora, iba a ser difícil no caer en ella. Jamás en toda su vida se había sentido tan deprimido, lo cual ya era un signo seguro de ese peligro.
Un pensamiento entró lentamente en su demolida mente: seguramente, la habilidad de vivir en el espacio era producto de una evolución muy radical llevada a cabo durante un tremendo periodo de tiempo. Y sin embargo, los iir lo habían ajustado a él, que no había sufrido dicha evolución. Era extraño.
No importaba, Allí estaba, en el Infierno, y el que la lógica le dijese que no era posible no le servía de nada. Tenía que ajustarse mentalmente. ¡En seguida!
D'Ormand saltó, poniéndose en pie. La acción, producto de una firme voluntad, le hizo darse cuenta repentinamente de algo que no había notado antes: la gravedad.
Era aproximadamente de un G, calculó rápidamente. Y no era que hubiera nada inusitado en ella en un sentido físico. La gravedad artificial había sido cosa común hasta en su propio tiempo. Era simplemente que, aunque los iir no se dieran cuenta de ello, su misma existencia indicaba su origen terrestre. Pues, de otra manera, ¿por qué iban a necesitar algo así unos seres que vivían en las más obscuras regiones del espacio? ¿Por qué, puestos ya a imaginar, necesitaban siquiera una nave? Se permitió a sí mismo una triste sonrisa ante la evidencia de que los seres humanos seguían siendo ilógicos tras tres millones de años, y se sintió mejor por este breve instante de humor, tras lo cual aparto la paradoja de su mente.
Se dirigió directamente a su nave espacial. No es que hubiera ninguna esperanza para el en la misma. Era simplemente que, ahora, iba a estudiar cada posibilidad, explorar cada probabilidad, y no podía olvidar su nave.
Pero le invadid la desilusión, una envolvente marea de desencanto. Tiró, y ejerció toda la fuerza posible, pero el mecanismo no reaccionó a sus esfuerzos. Finalmente, atisbó por uno de los ojos de buey; y su cerebro le golpeó las paredes del cráneo, al ver algo que, en sus anteriores y más frenéticas exploraciones, no había contemplado dado que los instrumentos no estaban al alcance de su vista, Había un brillo: los indicadores de energía estaban iluminados con su débil resplandor.
La energía estaba conectada.
D'Ormand se asió con tal fuerza al ojo de buey que tuvo que obligarse a si mismo a relajarse antes de que su mente pudiera aferrar el tremendo significado de aquello. La energía estaba conectada, De alguna manera, al posarse en aquella plataforma obscura, quizá en un último y terrible deseo de escapar, había dejado los controles conectados. Pero entonces... y un enorme asombro anonadó a D'Ormand... ¿por qué su nave no había salido lanzada? Debía tener una terrible velocidad latente.
Esto sólo podía significar que la fuerza de gravedad de la plataforma no debía de tener la más mínima relación con la idea que de la misma se había hecho al principio. Sí, para él era de un G; pero para una máquina impulsada por una gran energía motriz, debía de suministrar la suficiente gravitación como para mantenerla sujeta.
Los iir no eran responsables de que no pudiera entrar en su nave. Por meros motivos de seguridad, las compuertas de aire de aquellas navecillas espaciales no se abrían mientras la energía estaba conectada. Así era como estaban construidas. Tan pronto como la energía descendiese por debajo de un punto determinado, la puerta respondería de nuevo a una simple manipulación.
Lo único que tenía que hacer era seguir con vida hasta que se abriese de nuevo, y entonces usar al máximo su energía de emergencia para escapar de aquella plataforma. Desde luego, la plataforma no podría retenerlo si utilizaba la máxima presión de sus motores atómicos.
La esperanza era demasiado grande para permitir que ninguna duda la matara. Tenía que creer en que podría escapar, y que entretanto sería capaz de hallar a la joven, aplacarla, y examinar aquella cuestión de la energía de aquel Universo anódico. Tenía que sobrevivir a la batalla.
Pasó el tiempo. Era una figura vestida con el color de la noche en aquel mundo de obscuridad, errando, buscando a la joven a la que había besado, mientras sobre él la brillante galaxia cambiaba visiblemente de posición.
El fracaso lo hizo desesperarse. En dos ocasiones, D'Ormand se dejó caer junto a grupos compuestos por un hombre y varias mujeres. Esperó junto a ellos a que entablasen comunicación, o que le ofrecieran otra mujer. Pero no llegó información. Ninguna mujer lo miró siquiera.
D'Ormand sólo podía pensar en una explicación para su absoluta indiferencia: debían de saber que ahora deseaba adaptarse a la norma. Y eso les satisfacía.
Determinado a sentirse más animado, D'Ormand regresó a su nave. Tiró del mecanismo de la compuerta de aire. Al ver que no se accionaba, se recostó sobre la dura cubierta, justo cuando la plataforma empezó a agitarse con gran fuerza.
No sintió dolor, pero el tirón debió de tener unas proporciones enormes. Estaba deslizándose a lo largo de la cubierta, cinco metros... diez... treinta. Todo pasaba con gran rapidez y se veía muy desdibujado, y aún estaba echado en el suelo, tratando de reunir su desperdigada mente en un tono coherente, cuando vio la segunda nave.
La nave era una plataforma que parecía tener más o menos el mismo tamaño que aquella en la que él estaba. Llenaba todo el cielo hacia su derecha. Estaba bajando en ángulo; y ésta debía de ser la causa por la que la nave iir había girado tan violentamente: para enfrentarse con su oponente a un mismo nivel.
La mente de D'Ormand estaba palpitando como un motor, y sus nervios se estremecían. Aquello era una locura, una pesadilla. Lo que estaba sucediendo no podía ser real. Tremendamente excitado, se irguió parcialmente para ver mejor el gran espectáculo.
Bajo él, la plataforma iir giro de nuevo. Esta vez se notó una débil sacudida, Cayo de bruces, pero sus manos pararon el golpe. Instantáneamente, se puso en pie de nuevo, contemplando con interés febril.
Vio que las enormes plataformas habían quedado al mismo nivel una de la otra. Estaban juntas, cubierta con cubierta. En la gran extensión de la segunda nave había hombres y mujeres, desnudos, indistinguibles de los iir; y el propósito táctico de las maniobras iniciales resultaba ahora, o así le parecía a D'Ormand, claro.
Iba a ser un antiguo y enormemente sangriento abordaje, al estilo de los antiguos piratas.
D'Ormand pensó que tenía que esforzarse... Bajo ninguna circunstancia debía ser un factor perturbador en los grandes acontecimientos que estaban a punto de producirse en los silenciosos cielos.
Temblando de excitación, se sentó. Su acción fue como una llamada. Salida de la noche, la joven llegó hacia él. Llegó a la carrera. Aún llevaba puesto el traje obscuro. Era una molestia de la cual apenas si parecía darse cuenta. Se abalanzo sobre la cubierta, frente a él. Sus ojos brillaban como grandes óvalos de ámbar a causa de la excitación, y, D'Ormand lo notó con un estremecimiento, por el miedo.
Al siguiente instante, sus nervios cosquillearon y vibraron por el peso y la intensidad de las formas emocionales que le proyectaba: a ella le habían dado otra oportunidad. Si él podía usarla ahora con éxito para convertirse en un centro anódico, esto ayudaría a conseguir la gran victoria; y ella no sería enviada al exilio. Tenia que expiar el haber disminuido las fuerzas de la pureza al haberle agradado lo que él le había hecho.
Había más, pero fue en ese punto cuando la mente de D'Ormand cesó de traducir. Se quedó sentado, lleno de asombro. Realmente no había pensado en ello antes, pero de pronto recordó que el hombre le había dicho que ya había incapacitado temporalmente a una mujer como centro nodal.
¡Por un solo beso!
Así que la vieja, viejísima relación entre hombres y mujeres no había, pues, perdido su potencia. Tuvo una repentina visión de sí mismo corriendo de un lado para otro, como un ladrón en la noche, robando besos a cada mujer que pudiera hallar, y desorganizando totalmente la nave obscura.
Con un convulsivo esfuerzo mental, aparto la idea de su cabeza. ¡Tonto y estúpido imbécil!, se dijo a sí mismo. Tener ideas como aquella, cuando cada elemento de su cuerpo tenía que estar esforzándose en la tremendamente importante idea de cooperar con aquella gente y seguir con vida. Se obligaría a sí mismo a estar a la altura de lo que le pedían.
La joven le empujó violentamente. D'Ormand volvió a la realidad. Por un instante, se resistió. Luego, comprendió su propósito: sentarse con las piernas cruzadas, cogerla, y abandonarse mentalmente...
Físicamente, D'Ormand hizo lo que ella quería. La contempló arrodillándose frente a él. Finalmente, ella tomó sus manos entre las suyas, y cerró los ojos. Parecía como si estuviese rezando.
Vio que en todas partes los hombres y las mujeres estaban formando grupos en los que el hombre se sentaba con las piernas cruzadas y las mujeres se arrodillaban. Al principio, a causa de la penumbra, le resultó difícil ver exactamente como se arreglaban dos o más mujeres con un solo hombre. Pero, casi inmediatamente, vio uno de esos grupos a su izquierda. Simplemente, los cuatro formaban un pequeño círculo, una cadena de manos unidas.
La mente y la mirada de D'Ormand fueron hacia la segunda nave. Allí también las mujeres y los hombres estaban sentados con las manos unidas.
A D'Ormand le pareció que en aquel momento las estrellas estaban mirando, forzando la vista, una escena que jamás habían visto, lo más definitivo en lo referente a preparativos de una batalla. Con un terrible y malhumorado cinismo, esperó que finalizasen aquellas escenas purificatorias, de plegaria antes de la batalla, esperando que brillasen en el vacío espacio los cuchillos, y que fueran manejados por las ansiosas manos que probablemente ya estuvieran deseando entrar en acción.
Cinismo ante el hecho por completo deprimente de que, tras tres millares de años, aún seguía habiendo guerra. ¡Una guerra totalmente cambiada, pero guerra!
Fue en aquel obscuro momento cuando se convirtió en un centro anódico. Notó un estremecimiento en su cuerpo, algo que pulsaba. Era una descarga eléctrica, una agonía de ardor. Era una llama cantarina que crecía en intensidad, y crecía, y crecía. Se convirtió en algo exultante, y tomó un caleidoscopio de formas físicas.
El espacio se hizo visiblemente más brillante. La galaxia destello hacia él. Soles que habían sido nebulosos puntos en el inmenso cielo se agrandaron hasta tomar un tamaño monstruoso cuando su mirada los toco, disminuyendo de nuevo a simples puntos cuando paso de largo.
La distancia se disolvió. Todo el espacio se hizo pequeño, abandonándose a aquel poder supranatural que tenía. Un billón de galaxias, un cuatrillón de planetas mostraron sus innumerables secretos ante su tremenda visión.
Vio cosas innombrables antes de que su colosal mente regresase de aquella inconcebible zambullida en el infinito. De regreso de nuevo a la nave obscura, donde vio, en aquella forma sin límites, el propósito de la batalla que se estaba llevando a cabo. Era una batalla de mentes, no de cuerpos; y la vencedora sería aquella nave cuyos tripulantes lograsen utilizar la energía de ambos navíos para fundirse con la fuerza universal.
La autoinmolación era la gran meta de cada una de las tripulaciones. El unirse por siempre con la Gran Causa, y el bañar por siempre jamás el espíritu de uno en la energía eterna, el...
¿El qué?
El temblor revulsivo surgió de dentro, de muy dentro de D'Ormand, y cesó el éxtasis. Fue así de rápido. Tuvo una fugaz y vívida comprensión de que, en su loco horror ante el destino que los iir consideraban como una victoria, había soltado las manos de la muchacha, roto el contacto con la energía universal. Y ahora, estaba sentado allí, en la obscuridad.
D'Ormand cerró los ojos, y cada uno de sus nervios se estremeció, luchando contra la renovación de aquel repugnante estremecimiento. ¡Qué destino más diabólico e increíble! ¡Y lo más terrorífico era lo cerca que había estado de no poder escapar del mismo!
Porque los iir habían estado a punto de ganar. Iban a lograr disolverse, que era el destino que ansiaban... Finalmente, D'Ormand pensó que aquella sensación anódica no era mala en si misma, pero que no estaba dispuesto espiritualmente para formar una sola cosa con las grandes fuerzas de la obscuridad.
¿Obscuridad? Su mente hizo un alto. Por primera vez fue consciente de algo que no había notado previamente debido a la intensidad de su alivio emotivo: ya no estaba sentado en la cubierta de la nave iir. Ya no había ninguna cubierta.
Y todo estaba horriblemente obscuro.
Con un movimiento convulsivo, D'Ormand giró sobre si mismo... y vio la segunda nave obscura. Estaba muy alta en los cielos, perdiéndose en la distancia. Se desvaneció mientras la miraba.
Así que la batalla había terminado. Pero ¿qué pasaba ahora?
¡Obscuridad! ¡Rodeándole por todas partes! E instantáneamente tuvo la certidumbre de lo que había sucedido: los iir habían triunfado. Ahora estaban en su gloria, porciones en éxtasis de la misma energía universal. Y, desaparecidos sus creadores, la plataforma había regresado a un estado energético más elemental, esfumándose. Pero, ¿qué había sucedido con su nave espacial?
El pánico cayó en oleadas sobre D'Ormand. Por un momento luchó desesperadamente por ver al mismo tiempo en todas direcciones, forzando su vista contra la noche que lo envolvía. En vano. Y, en medio de su búsqueda, le llegó la comprensión de lo que había sucedido.
La espacionave debía de haber partido en el mismo instante en que se disolvía la plataforma. Con su enorme velocidad latente, con la energía conectada, la nave había salido lanzada a ciento cincuenta mil kilómetros por segundo.
Estaba solo en la inmensa noche, flotando en el espacio intergaláctico.
Aquello era el exilio.
La primera y terrible emoción de sus temores se fue apartando, capa a capa, siendo absorbida por su cuerpo. Los pensamientos que lo acompañaron llegaron a su final lógico, y pasaron cansinos a un almacén de cosas olvidadas situado en algún lugar de su cerebro.
Habría mucho de esto, pensó D'Ormand hoscamente. Lo que quedaba de su futuro cuerdo sería una interminable serie de sensaciones y pensamientos, cada uno de los cuales se desvanecería con el paso de las horas. Le llegarían imágenes mentales de la joven.
El pensamiento de D'Ormand se quebró. Frunció el entrecejo ante una frenética idea, y giro la cabeza en uno y otro sentido. Finalmente, vio la silueta de ella, débilmente recortada contra una remota y nebulosa galaxia.
Tras un movimiento frenético e inútil, estimó que estaba bastante cerca, a no más de tres metros y medio. Gradualmente flotarían el uno hacia el otro, y comenzarían a girar de la misma manera que los cuerpos celestes mayores, pero su órbita sería muy cercana.
Sería lo bastante cercana, por ejemplo, como para que pudieran establecer un circuito catódico-anódico, y con aquel poder inmenso, propio de los dioses del Olimpo, localizaría su espacionave, y en un relámpago llegaría hasta ella, entrando en la misma.
Así finalizaron la noche y la soledad.
Dentro de la espacionave, D'Ormand se atareó, calculando su posición. Se daba perfecta cuenta de que la joven estaba junto a él, pero el trabajo exigía toda su atención. Primero debía localizar con un paciente método experimental su nueva posición galáctica, mediante aquel gran faro de los cielos que era Antares. A partir de él sería fácil hallar la posición, en el año 3.000.000 D. de C., de la gloriosa Mira.
Mira no estaba allí.
D'Ormand tiró de sus dedos, asombrado; luego se alzó do hombros. Betelgeuse le serviría igualmente.
Pero Betelgeuse no le sirvió. Había una enorme estrella roja de sus dimensiones a más de ciento tres años luz más acá de donde debiera haber estado la supergigante. Pero aquello era ridículo Una tal cosa requeriría un cambio de todos sus datos.
D'Ormand comenzó a temblar. Con una pluma temblorosa, calculó la posición del Sol según la devastadora posibilidad que acababa de caer, anonadante, sobre él.
No había ido en absoluto al futuro, sino al pasado. Y la máquina del tiempo debía de haber funcionado bastante mal, pues le había enviado aproximadamente a 37.000 años A. de C.
Los procesos mentales de D'Ormand sufrieron una gran pausa. ¿Y los hombres?
Con un esfuerzo, D'Ormand se volvió hacia la joven. Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, y le hizo un gesto para que se arrodillara y le cogiera las manos. Un instante de poder anódico llevaría la nave y su contenido hasta la Tierra, y exploraría la totalidad de esta.
Vio con clara sorpresa que la muchacha no se movía hacia él. Sus ojos, de color marrón suave en la difusa luz, lo miraban fríamente.
No parecía comprenderle. D'Ormand se puso en pie, caminó hacia ella, la tiró del brazo y le hizo un gesto hacia el suelo.
Ella se soltó de un tirón. D'Ormand la contempló, asombrado. Y, mientras se daba cuenta de que ella estaba determinada a no volver a ser nunca más un auxiliar catódico, se adelantó le echó los brazos alrededor del cuello, y lo beso.
D'Ormand la apartó de un empellón. Luego, anonadado por su propia brutalidad, le dio unas palmadas en el brazo. Con lentitud, regresó a la silla de control. Comenzó a calcular orbitas, las fuerzas deceleradoras de los soles más cercanos, y la cantidad de energía que quedaba en sus motores. Averiguó que le llevaría siete meses, lo bastante como para enseñarle a la chica los rudimentos de su idioma.
Su primera palabra coherente fue su propia versión de su nombre. Ella le llamaba Ardam, una distorsión que hizo tambalear la mente de D'Ormand, y que le decidió en cuanto al nombre que le daría a ella.
Para cuando aterrizaron en un vasto planeta virgen, repleto de bosques verdes, el ansioso sonido de su balbuceante voz había hecho desaparecer casi por completo todo lo extraño que había en ella.
Y para entonces, le resultaba más fácil pensar en ella como Eva, la madre de todos los hombres.
Fin
Ship of darkness, © 1961 by Ziff-Davis Publishing Co.