MÁS ALLÁ DE LA SENDA (Corín Tellado)
Publicado en
febrero 28, 2025
ARGUMENTO
Una vida joven, pletórica y hermosa maltratada por el destino y el orgullo de una gran familia, se apaga. La muerte de Lidia genera en su hermano Clark una sed de venganza tan grande que toda su vida está destinada apagarla. En su intento por hundir a la familia Wright le llevará a conocer al amor de su vida.
CAPÍTULO I
Una lluvia incesante manaba del cielo gris produciendo en los cristales un ruido metálico.
Lidia Geogley alzóse en la cama.
—Te lo pido por Dios, Clark. Por el alma de nuestros padres, por ese muchacho que acaba de morir, por lo que más quieras en el mundo.
La figura rígida que de espaldas a ella miraba con tenacidad la calle oscura, iluminada a veces por un haz de luz, se volvió bruscamente.
—¿Crees que tengo cariño hacia algo? ¡Bah!
—Escucha, Clark, yo te juro que no fue toda la culpa de él…
—¡Calla!
Un suspiro estremeció el cuerpo que ya tenía muy poca vida. El llamado Clark avanzó lentamente.
—¿Por qué vas a morir? ¿Quién te mata? —un silencio. Se oyó el suspiro de agonía de la mujer—. Te mata él. ¿Crees que podré olvidarlo? Jamás. ¡Jamás! Vengaré tu muerte, Lidia. ¿Cómo? ¡Qué importa! ¿Mañana? ¿Dentro de mil años? ¡Bah! Recordaré siempre este momento y la venganza se alzará en mi corazón exigiéndome matar como te han matado a ti…
—Por mi hijo, Clark…
—No hables —lanzó una risotada que más bien pareció un sollozo—. El deshonor de la familia… ¿Por qué lo nombras? Ha sido un bien que Dios se lo haya llevado, Lidia.
—Si él viviera yo no hubiera muerto.
El hombre se sacudió sin violencias. Parecía cansado. Era joven, tendría apenas veinte años. Era un chiquillo y sin embargo, la vida ya le había azotado enseñándole a reaccionar como un hombre.
La mujer de rostro bello pero ajado por la amargura estaba cada vez más pálida. La mano larga y morena de Clark Geogley rozó la frente femenina. Estaba fría. Le quedarían apenas unos minutos de vida.
Apretó los labios, de entre ellos salió una sorda sentencia:
—Frank Wright me recordará algún día, Lidia, puedes estar segura.
—Yo voy a olvidar porque me muero. Déjalo todo así.
No dio explicaciones. No dijo lo que pensaba. ¿Para qué? Ni ella hubiera comprendido la inmensa amargura que se adueñaba de su corazón ni él sabría definir lo que experimentaba en aquel momento viendo cómo la vida de su hermana se alejaba cada vez más.
—Él no tuvo la culpa —musitó la enferma, como si quisiera incorporarse en el lecho—. Fueron sus padres, Clark. Ellos eran demasiado orgullosos para consentir que su primogénito se uniera para toda la vida a una muchacha como yo.
—¿Qué te echaban en cara? ¡La carencia de aristocracia! —soltó una risita sardónica que parecía rasgar su propio corazón y añadió entre dientes, con intensidad—. Un hombre cuando es caballero y tiene corazón ha de cumplir con su deber por encima de todo. Frank Wright me recordará algún día, te lo juro por la memoria de ese hijo que acabas de perder. Voy a llamar a un médico. Voy a llevarte al campo; aquí terminarías muriendo tal como anhelas. Yo necesito que vivas, ¿lo oyes? ¡Lo necesito!
Avanzó hasta el lecho, inclinó el busto hacia delante.
—¡Lidia, Lidia! Por el amor de Dios alza ese ánimo. Si mueres…
La enferma quiso abrir la boca. De pronto un ahogo entorpeció sus movimientos y la voz no pudo articularse.
—¡Lidia! —gritó ronco—. Hermana mía —bajó la voz y acarició con su mano larga y morena la frente que poco a poco iba quedando fría—. Te vengaré —dijo la voz descompuesta por el dolor—. Tú has sido víctima de tu propio pecado; pero ellos, todos esos Wright me recordarán algún día y llorarán como tú has llorado…
Todo había terminado. Una vida joven, pletórica y hermosa maltratada por el destino y el orgullo de una gran familia…
—Aunque pasen miles de años me recordaréis —exclamó ahogadamente—. Aunque tenga que arrastrarme, aunque me vea precisado a alcanzar la popularidad con mi propia destrucción espiritual, llegaré a vuestro regio palacio para vengar la muerte de mi hermana.
II
—Este año bien has podido olvidar la tradición, papá. Cuánto mejor hubiera sido quedarnos en Londres. Precisamente nos traes aquí ahora que salgo del colegio deseosa de lucir mis largas faldas en los salones aristocráticos.
—Siempre hemos pasado las Pascuas en este castillo, querida mía. Tu mamá ha sido aquí muy feliz y no le pesa desplazarse al castillo un mes cada año.
Dora Wright sacudió su linda cabeza de rizos negros y sus ojos claros, grandes y brillantes se oscurecieron momentáneamente.
—¿Por qué no me has dejado con Frank, papá?
—No hubiera sido prudente. Además, él y su esposa piensan hacer un crucero esta misma semana. Tal vez hacia las Pascuas se hallen con nosotros. —Sacudió la ceniza del cigarro y añadió suavemente—: Te aseguro que lo pasarás bien. En este condado se ven cosas muy curiosas y tipos muy originales. Montada a caballo puedes recorrerlo en dos horas. Si yo fuera joven te acompañaría, pero ya tengo muchos años.
Dora se puso en pie.
—Seguiré tu consejo, papá. Al fin y al cabo, un mes pasa pronto.
—Así es, querida.
* * *
Atravesó la colina como una flecha. Erguida sobre el caballo de pura raza parecía más bella, más arrogante y distinguida.
Suspiró. Soltó las riendas y el potro enfiló alegremente la colina hasta detenerse en el pequeño montículo que separaba la senda. Allá a lo lejos, al terminar la senda ondulante, se alzaba una linda casita; supuso que sería la del guarda de sus inmensos dominios. Era blanca, bonita, de una sola planta.
Espoleó de nuevo el caballo. Lanzóse senda adelante hasta detenerse en un recodo.
Miró hacia abajo. Una sonrisa feliz distendió sus labios. Un hombre alto y corpulento ascendía lentamente. Una camisa de cuadros rojos y negros aprisionaba el busto ancho y fuerte, dejando al descubierto el pecho; una zamarra de cuero sobre ella y los oscuros pantalones sujetos en las piernas por altas botas de montar. La escopeta al hombro y colgado de la cintura, el morral.
Dora vio cómo apretaba la pipa entre sus dientes níveos y lanzaba una última mirada en torno, continuaba su camino ascendente. Caminó lentamente hasta alcanzar el lugar donde ella se encontraba, jinete en su noble bruto.
Caminaba con la cabeza erguida. Parecía no ver nada, su andar majestuoso y lento le dijo a Dora que no se hallaba ante el guarda.
Al llegar ante ella la miró vagamente.
—Hola —saludó aspirando con fuerza—. El camino no es duro, pero para quien no se halla acostumbrado resulta un poco pesado —la mirada seria y enigmática no se alteró, sacudió el morral y dijo lentamente—: Es la primera vez que me dedico a cazar por estos lugares. ¿Cree que perderé el tiempo?
La hablaba con naturalidad, como si la conociera de toda la vida.
Dora miró de nuevo al hombre. Era arrogante y había algo en su figura que seducía a la vez que emocionaba…
—Es posible —repuso sencillamente—. Papá siempre dice que jamás cazó un conejo. De todos modos los cazadores profesionales nunca pierden el tiempo. En nuestros bosques siempre hay caza.
—¿Cuáles son?
—Los que se ven al otro lado. Tendrá que caminar un buen rato. ¿No tiene caballo?
—No lo necesito por ahora.
Ella continuaba erguida en la silla. Clark Geogley colocó la escopeta sobre el césped y se sentó tranquilamente sobre una piedra.
—Creía que mis vacaciones iban a resultar muy aburridas —dijo de pronto—. Ignoraba que en estos contornos hubiera mujeres lindas.
—¿Es un piropo?
Clark levantó la cabeza y después de mirarla por espacio de minutos, soltó la risa. Era una risa bronca y un poco desagradable.
—No suelo piropear a nadie —repuso sin prisas—. Digo lo que veo y nada más. Le aseguro que no me animaba otro objeto. ¿Cómo se llama?
No lo hubiera dicho si la pregunta hubiera sido formulada con otro acento. Bajo la sonrisa apenas iniciada de aquella boca había algo que la impulsaba a comportarse con naturalidad.
—Dora. Dora Wright.
Ni un músculo se crispó en el rostro del hombre. Diríase que aquel apellido no le decía nada.
—Es usted hija de lord Wright, ¿verdad?
—¿Le conoce?
El hombre sacudió la pipa. Púsose en pie.
—Será cosa de no perder la mañana. Sí, le conozco de oídas. Yo me llamo Clark Geogley. A sus órdenes, lady Wright.
Disponíase a continuar su camino. El potro de la muchacha pareció saltar.
—¿Es usted el famoso explorador Clark Geogley?
El hombre no parpadeó. Quitóse la pipa de la boca y asintió sin palabras.
—Oh, mi padre siempre está hablando de usted. ¿Irá a visitarle alguna vez?
—Iré un día cualquiera. Adiós, lady Wright.
Colocó la escopeta y se alejó sin prisas.
Dora lo contempló hasta que hubo desaparecido.
¡Hablaban tanto los periódicos de las proezas de aquel hombre famoso!
III
—¿Sabes quién vive aquí, papá? Clark Geogley.
—¿El explorador?
—Así es.
El caballero se puso en pie y contempló a su hija fijamente.
—Me parece que has visto visiones. Hace apenas dos semanas que los periódicos hablaban de su llegada de África.
—Estará descansando. Me encontré con él por casualidad. Es muy tratable.
—¿Has creído acaso que era un ser extraordinario? En realidad lo es, pero en la vida real no dejará de ser un hombre como otro cualquiera.
—Es un superhombre, ¿verdad, papá?
—No cabe duda de que es un ser privilegiado y muy inteligente. Además es millonario. Pertenece a una familia humilde, pero su fama de explorador le abrió todas las puertas. Me gustaría charlar con él —añadió entusiasmado.
—Le dije que viniera a hacerte una visita y repuso que lo haría un día cualquiera.
* * *
Aquella tarde de nuevo, el jinete en el pura sangre cruzó el sendero. Al otro lado solo había la casita solitaria. Pensó que el guarda le daría razón de la existencia de Clark Geogley y a galope traspasó la distancia que la separaba.
La casita era blanca, limpia y luminosa. Se hallaba rodeada de un pequeño jardín árido y estéril.
Detuvo el potro y saltó al césped. La figura del propio Clark apareció en el umbral embutido en los mismos pantalones de montar y el busto aprisionado en un jersey de cuello subido.
Llevaba la pipa en la boca y sus ojos serios de mirada honda aparecían más enigmáticos que nunca.
—Hola —saludó con naturalidad—. La caza ha sido abundante, lady Wright. La invito a merendar conmigo.
Avanzó hacia él, dejándose caer en un banco de tosca madera.
—Creía que el guarda vivía aquí.
—No. Esta casita la compré el año pasado con objeto de disfrutar de mis bien merecidas vacaciones. No pude ver realizado mis deseos porque nos hallábamos en la jungla y el trabajo era intenso. Este año es diferente. Dispongo de un invierno entero para mí solo.
—Los periódicos dicen que no tiene usted familia.
Sentóse a su lado. Encendió la pipa y fumó con fruición.
—Nunca tuve familia. Creo que nací solo por obra y gracia. Soy feliz, libre como un pajarillo.
Se hallaba un poco nerviosa, pero hablaba con él con naturalidad, como si se conocieran de siempre.
—Mi padre se sentirá muy honrado con su visita.
—Iré un día cualquiera. ¿Por qué supuso que aquí vivía un guarda?
—No lo sé, me lo pareció. Tiene que ser muy interesante vivir en la jungla, ¿verdad?
La cabeza de Clark se volvió un tanto. Clavó la saeta de sus ojos brillantes en la faz bonita y dijo, apartando de nuevo su mirada inquietante.
—A veces lo es.
—¿Otras no?
—No. El peligro acecha a cada instante. En un momento puede aparecer un reptil y clavarlo en el sitio para siempre. Existen momentos preciosos, en particular cuando contempla las puestas de sol, la selva parece encenderse y las plantas tropicales adquieren vigor porque los rayos candentes han debilitado su poder y pueden respirar con más amplitud —hizo una pausa y sacudiendo la ceniza de la pipa, la miró al fondo de los ojos, como si pretendiera bucear en ellos hasta saciarse—. Si algún día me caso llevaré a mi mujer a la selva y viviré intensamente entre sus peligros, alzando a cada instante la tienda de campaña, durmiendo con un ojo abierto y otro cerrado, con la mujer apretada en los brazos, defendiéndola de todos los peligros, queriéndola cada minuto más.
Un estremecimiento casi imperceptible, sacudió el cuerpo de la muchacha. El acento de aquella voz parecía penetrar poco a poco en su alma. Se puso en pie y sacudió la fusta.
Ella alargó la mano apresuradamente. Clark la estrechó con un apretón cálido y turbador que la dejó temblorosa.
—La invito mañana a salir de caza. Espero que su padre se lo permitirá.
—Vaya a visitarle y se lo diremos. Si se lo pide usted es posible que me lo permita.
Subió al caballo ayudada por él que presentó la palma de la mano con una gentileza digna de encomio. Dora colocó allí el pie y saltó sobre el potro.
—Esta tarde iré a visitar a lord Wright.
Se alejó el caballo. Dora sobre la silla iba rígida y estremecida.
* * *
Se hallaban todos en el salón. Lord Wright hundido en una butaca contemplaba a su hijo Frank. Más allá, Dora y su cuñada Kim charlaban de mil cosas distintas.
En aquel momento un criado anunció la llegada de Clark Geogley.
Al oír aquel nombre la figura de Frank se irguió temblorosa.
—¿De qué conoces a ese hombre, papá? —preguntó con voz extraña.
Lord Wright se encogió de hombros al tiempo de ponerse en pie.
—Vive al otro lado de la senda. Viene casi todas las tardes a charlar conmigo. Somos buenos amigos. Hace una semana que Dora le encontró en el valle y desde entonces los tres nos hemos hecho grandes amigos.
Frank con el rostro demudado trató de adquirir de nuevo su soltura habitual.
—¿Es que no te gusta ese muchacho, Frank?
—No le he visto en mi vida. Sé tan solo que…
—¿Es posible que te hayas puesto nervioso?
La mano temblorosa de Frank se agitó en el aire.
—No digas tonterías, papá.
La arrogante figura del explorador penetró en el salón. El lord avanzó hacia él. Al pasar ante su hijo le dio unas palmadas en el brazo, como si le causara risa su nerviosismo. Frank inclinóse rápidamente y dijo entre dientes:
—Estuve locamente enamorado de una mujer llamada Lidia Geogley, tal vez lo recuerdes.
La faz de lord Wright se atirantó de tal modo que quedó rígido. Detuvo sus pasos y lanzó una penetrante mirada sobre su hijo.
—En Londres hay muchos Geogley.
Continuó avanzando. Estrechó la mano que Clark le tendía y colocando sobre el hombro del explorador su brazo con familiaridad, lo llevó suavemente ante Frank y su esposa. Hizo las presentaciones, escrutando con secreta ansiedad la faz de su nuevo amigo. Nada vio en ella que denunciara la existencia de una mujer muerta… Guio los ojos hacia su hijo y le vio pálido, demudado, haciendo inauditos esfuerzos por adquirir serenidad.
—Ea, vamos a merendar —exclamó alegremente, como si quisiera demostrarle a su hijo que su nerviosismo no tenía fundamento. Tal vez Frank lo entendió así, ya que adquirió de nuevo el dominio sobre sí mismo.
La merienda transcurrió con naturalidad. Frank intentaba por todos los medios hallar un rasgo en aquel rostro enérgico que guardara afinidad con aquella mujer que había amado hasta creer enloquecer cuando la perdió…
Clark se comportaba con sencillez, no denunciando en forma alguna lo que sentía su corazón. ¿Sentía algo en realidad? Posiblemente, no, ya que su faz seria aparecía tan rígida y natural como siempre.
Al finalizar la merienda, lord Wright encendió un habano y amparado en sus espesas volutas preguntó con absoluta indiferencia:
—¿Tiene usted familia, Clark? Me gustaría invitarla a pasar las Navidades con nosotros.
Ni un músculo se crispó en la faz del explorador Diríase que desconocía el sentido de la pregunta y sin embargo…
—Estoy solo en el mundo.
—¿Siempre?
—Siempre. Fui el único vástago de una familia humilde. Estudié en Londres. Después me propusieron un viaje a África y nunca más volví a mi ciudad natal. Tengo treinta años y no recuerdo a mis padres. Debía ser muy joven cuando murieron.
Aspiró con fuerza el humo del habano. Por encima de sus espesas volutas contempló a Dora. Le sonrió. Miró después a Frank; ya no estaba pálido.
A las seis de la tarde se despidió de la aristocrática familia.
—¿Vive solo?
—A veces es consoladora la soledad —repuso, encogiéndose de hombros.
—¿No te atiende nadie? —inquirió la esposa de Frank.
—Un hombre que está acostumbrado a dormir sobre las venenosas plantas de la jungla y a confeccionarse por sí solo el yantar, no precisa que nadie le atienda.
Ya solos de nuevo comentaron su extraña manera de ser; dijo la esposa de Frank:
—Es un hombre muy interesante, pero encuentro en él algo indefinible. Diríase que la vida le es indiferente.
—Se apellida Geogley —repitió obstinado Frank.
Lord Wright rezongó algo entre dientes y cogiendo a su hijo por el brazo se lo llevó lejos del salón.
—Eres un mentecato —exclamó con rabia—. ¿Qué te importa a ti eso? Aquello pasó.
Frank tiró el cabello hacia atrás y sacudió nervioso la ceniza del cigarro que fumaba.
—Ha pasado, sí, pero a mí siempre me parece que todo aquello está presente. Yo la quería, padre, tú lo sabes. ¿Qué me importaba a mi su dinero, su raza, su carencia de sangre azul? —apretó la boca y añadió sordamente—: Me has casado con esta mujer. La estimo, pero no la amo. Yo quería a aquella.
—¡Cállate, insensato! Aquella mujer murió. Tu nombre y tu fortuna nunca podrían unirse a una mujer humilde.
—No murió, padre. La matamos nosotros. ¡Ah, si el mundo pudiera dar una vuelta! ¿Crees que oiría tu mandato? No, jamás; este peso que llevo sobre la conciencia no lo pueden aliviar mi mujer ni mi hijo… Mis noches en claro, mis remordimientos…
—¡Eres un imbécil! ¿Me oyes? Si vuelves a nombrar a esa muchacha soy capaz de…
Pasóse una mano por la frente y se irguió altivo ante su hijo.
—Siempre creí que tenías más dignidad. ¡Quieres que tu mujer se ría de ti! Sal de aquí y jamás, ¿lo oyes?, jamás vuelvas a nombrar tu ridículo amor hacia una mujer muerta.
IV
¿Le amaba? ¡Era tan joven; tan inexperta! ¿Qué sabía ella de amor? ¿Acaso el mudo lenguaje de aquellos ojos que en realidad no pretendían decir nada, le rasgaban el corazón introduciendo en él un sentimiento más intenso que el de la amistad?
No quiso interrogarse. Entregóse a la amistad de aquel hombre con fe absoluta, como si él fuera su propio «yo», dejando ante Clark al descubierto su propia alma, sus anhelos de jovencita (tenía diecinueve años), sus ansias de vivir y de gozar.
Aquella tarde corrió por la senda atravesando la colina en ágiles saltos. La figura de Frank se interpuso ante ella. Detuvo su carrera y le contempló interrogante.
—Estás pálido. ¿Qué te pasa? ¿Has reñido de nuevo con papá?
Frank tiró el cigarrillo que fumaba nerviosamente y lo aplastó con el pie.
—¿Qué sientes hacia ese hombre? No, no me mires así, Dora. Eres joven, ¿sabes? Otra muchacha como tú también lo era…
Se impacientó. ¿Por qué Frank le decía aquellas cosas?
—¿A dónde vas a parar? Te aseguro que no tengo intención de oír tus sermones. A papá le agrada que yo sostenga amistad con el explorador, y a mí me gusta.
—Nuestro padre siempre ha sido un perfecto egoísta.
—¡Frank!
—Puedes seguir, Dora. Tal vez algún día recuerdes estas palabras. Tú estás enamorada de ese hombre. Yo también lo estuve de una mujer. Era joven, casi una niña. Poseía la mirada más angelical que he contemplado jamás. Era ingenua y era confiada… —pasóse una mano por la frente y dio media vuelta—. Sigue tu camino, Dora. Tal vez yo soy un sentimental.
Dora corrió hacia él y apretó nerviosamente su brazo.
—¿Es que no amas a tu esposa? ¿Es que hubo en tu vida otra mujer?
—La hubo.
Respiró trabajosamente. ¿Qué drama ocultaba la sonrisa siempre triste de su hermano? ¿Acaso lord Wright fue culpable de su infelicidad?
—Sentémonos en el sendero, Frank. Deseo que me cuentes esa historia.
—Es una historia triste, Dora. No sé por qué la recuerdo ahora, cuando desde hace mucho tiempo pretendo tenerla oculta en lo más profundo de mi corazón. Fui víctima de mi propia cobardía. Tal vez ella murió creyéndome culpable… No supe dónde estaba, ¿sabes? —gritó más que dijo—. Lord Wright se había apresurado a quitarla de mi camino. Según él era un obstáculo en mi vida de aristócrata…
Guardó un penoso silencio. Dora espiaba sus menores gestos. Escuchaba anhelante, con el alma en la boca.
—Yo la quería, Dora, la quería…
Una figura ancha y fuerte se perfiló en el crepúsculo de la tarde.
—Buenas tardes, amigos míos.
¿Había oído? ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?
La faz de Frank quedó rígida. Hundió las manos en los bolsillos de la zamarra y emitió una sonrisa que quiso ser amable:
—Hola, Clark; Dora iba hacia tu casita. Tienes que perdonarme; la he detenido aquí. ¿Paseas?
Miró a Dora, después a Frank. Sonrió.
—La tarde está fría; voy a regresar.
Un perro lobo saltó olfateando alrededor de los dos hermanos.
—Me lo mandaron ayer —dijo Clark con aquella inflexión profunda que jamás se alteraba—. Me encontraba muy solo en la casita del valle. Hubiera sido más conveniente un perro de caza; pero ahora los tengo descansando. Este es el que tengo en mi casa de Londres.
Frank tiró el cigarro lejos de sí y después de acariciar el perro se alejó agitando la mano. Dora le siguió con los ojos. Quedaba acongojada. ¿Por qué su padre no le había dejado ser feliz con la mujer que amaba?
—Quiere mucho a su hermano —dijo la voz de Clark, no como interrogante, sino como afirmación.
Se volvió para mirarle. Encontró en aquellos ojos pardos una expresión extraña.
—Sí, le quiero mucho.
—¿Quiere que demos un paseo?
—Bueno.
Caminaron en silencio. El perro saltaba en torno.
—¿Por qué ha venido al valle en esta época? —preguntó Clark de pronto—. Es la más bonita para disfrutarla en Londres.
—Mi padre guarda la tradición familiar.
—Ya. ¿No tiene amores en Londres?
Nunca le había hecho aquella clase de preguntas. ¿Por qué se interesaba ahora? Lanzó una mirada sobre la faz inalterable. Sonreía sutilmente, enseñando los dientes nítidos.
—He salido del colegio hace seis meses. Mi padre quiso que completara allí mi educación.
Algo se le interpuso entre los pies enredándolos. La figura del hombre se inclinó, alzándola en vilo.
—¿Se ha lastimado?
—No sé. Ha sido en el pie.
Clark se arrodilló sobre el césped y cogió aquel pie entre sus manos. Un hilillo de sangre resbalaba desde la rodilla a la bota.
—No ha sido nada importante —dijo sin moverse—. Sus labios absorbieron la sangre roja.
Tembló. ¿Por qué sentía aquel escozor en el corazón? ¿Por qué la boca ardorosa se posaba como una caricia sobre su carne lastimada?
—Deje, por favor. Pasará pronto.
Se alzó él. Sus ojos pardos nunca habían mirado tan intensamente.
—¿Ya no duele? —preguntó bajito, con aquel acento que la trastornaba.
No respondió; no pudo hacerlo porque los ojos del hombre estaban dentro de los de ella buceando con imperiosa posesión.
¿Por qué? ¿Por qué no protestó? ¿Por qué no se alejó de él si presentía lo que iba a suceder?
Experimentó una sensación extraña. Pensó que estaba llegando a un camino vedado y, sin embargo, no se apartó. Él estaba allí, la miraba, y le parecía que era el amor…
—¿Me temes? —preguntó de nuevo la voz de modulación bronca—. ¡Eres tan chiquilla!
Le traspasó el calor de sus manos. Temblaron de impotencia entre las de él.
Ahogó sus pensamientos. Clark, con sus pupilas hondas y su cara de rasgos un poco duros, la miraba extrañamente al fondo de los ojos.
No dijo nada. Su rostro fue aproximándose lentamente. Tal vez esperaba que ella retrocediera, pero ignoraba que Dora era demasiado chiquilla para leer en sus ojos la inmensa amargura que le atenazaba el corazón. Cogió al fin la cara bonita entre sus manos morenas y la apretó febril.
—Eres linda —dijo en un susurro que hubiera estremecido a otra menos sensible, cuanto más a ella que era carne hecha sensibilidad—. Tienes unos ojos que parecen estrellas. ¿Por qué tiemblas? ¿Acaso me amas? ¿Siente algo tu corazón? ¿Por qué arden tus pupilas?
El perro ladró desesperadamente. Allá a lo lejos aparecía de nuevo la nube de agua. Unas gotas dulces acudían envueltas en las sombras de la noche.
La muchacha suspiró. Los brazos de Clark se cerraron sobre aquella cintura flexible y la cabeza femenina quedó apretada sobre el hombro fuerte del hombre.
Los labios jugosos quedaron presos en la boca de él. Creyó que iba a morir en aquel momento. Era la primera vez que la besaba un hombre, pero nunca creyó que un simple beso le robara la tranquilidad y casi la vida.
—Has de perdonarme —dijo la voz fuerte, tan tenuemente que pareció un gemido inarticulado.
Una figura de hombre se destacó de entre las sombras.
—¡Frank!
—Vengo a buscarte, Dora —dijo Frank con tristeza—. Ya es tarde.
Apartó los ojos de su hermana. ¿Había presenciado la escena? La faz de Clark, rígida e inalterable, no se inmutó. Lanzó una breve mirada sobre el heredero de lord Wright y sacando la pipa del bolsillo de su zamarra de cuero procedió a llenarla. Después silbó al perro y este acudió saltando gozoso.
Miró a Dora. Le sonrió.
—Buenas noches —deseó, dando la vuelta.
Alejóse sin volver la cabeza, con su paso largo y enérgico.
Un silencio que solo interrumpían los pasos recios que cada vez se percibían más lejos, siguió a su marcha.
Frank Cogióla por el brazo y blandamente caminó chapoteando sobre la hierba.
—Frank, yo…, yo…
Frank apretó el brazo que cerraba su mano.
—No hables —pidió dulcemente—. Eres muy joven, querida mía… Piensa solo en esto: eres muy joven, excesivamente joven para comenzar a sufrir por amor.
—No le amo, Frank. Tal vez estoy obsesionada.
Una sonrisa triste distendió los labios viriles. La frente aparecía plegada en una profunda arruga.
—Fui joven, Dora. Amé apasionadamente. También amparado en la noche besé sus labios… —hizo una rápida transición, como si quisiera ahuyentar aquellos penosos recuerdos y sacudió la cabeza—. Ten cuidado. Cuando el corazón siente, el cerebro ejerce una utilidad nula, querida Dora. Aprisiona tu corazón y aquilata su sentir antes de entregar tu cariño.
Llegaban al castillo. Sus muros grises parecían más misteriosos y altivos que nunca.
Dora alzó la mano y prendió la de Frank, apretándola apasionadamente entre las suyas.
—Yo no quiero amar, Frank —murmuró ahogadamente—, y no obstante, presiento que ya entregué mi corazón.
—Eres demasiado apasionada. Frena ese ímpetu, Dora. Las almas grandes como la tuya han de medir sus sentimientos antes de entregarlos. No sé por qué, pero lo cierto es que tengo miedo; miedo tal vez infundado, sin sentido, pero lo tengo… No quiero que sufras como ella sufrió…
—Dime lo que pasó, Frank. Dime la verdad; tal vez ella me enseñe a defenderme del peligro que pueda correr sintiéndome enamorada…
—Frank, Dora, ¿por qué no entráis? ¿No veis que está lloviendo?
La voz de Kim alteró las facciones de Frank.
—Vamos, Dora. Otro día, cuando tenga más tiempo, te contaré lo que deseas saber.
V
Continuaban saliendo todas las mañanas. El bosque era un refugio maravilloso para sus confidencias.
Dora vivía hundida de lleno en su infantil inconsciencia. Había olvidado las confidencias de su hermano. No acertaba a vislumbrar la sombra de amargura que enturbiaba los ojos de Frank cada mañana que ella, enfundada en el traje de amazona, salía al encuentro del hombre que la esperaba.
¿Por qué temía? Lidia no tenía padres que la respaldaran. Nunca le había preguntado por ellos e incluso ignoraba todo lo relacionado con su familia. Entonces solo supo que la quería y creyó lo más que suficiente para hacerla feliz…
En cambio, Dora era una aristócrata, poseía un gran capital y su posición en la elevada sociedad inglesa era más que suficiente para afianzar su poderío de mujer.
Las lluvias habían cesado. Se aproximaban las Navidades. Clark había sido invitado al castillo, acogiendo la invitación con una sonrisa de asentimiento.
Se lo dijo una mañana a su padre.
—¿Y qué? —gritó el caballero con el rostro descompuesto—. ¿Qué insinúas? ¿Crees que tu hermana es una pobre Lidia Geogley? Iluso, más que iluso. A una muchacha como Dora no la dejará nadie. ¿Quieres comparar? Además, ya es hora de que vayas olvidando eso. Siempre pensé que mi heredero era un hombre fuerte de corazón y de voluntad. Y sin embargo, estoy comprobando que eres un ridículo sentimental. Anda, lárgate por ahí y no me vengas con tonterías.
Se alzó violento. Era una injusticia que su padre le tratara de aquella manera.
—Siempre me creí un hombre de corazón y de voluntad, tal como has supuesto. Lo perdí todo cuando tú me lo quitaste exigiéndome un matrimonio que me repugnaba. ¿Crees que has ganado el cielo? No hiciste más que aumentar tus caudales, pero han menguado considerablemente en mi corazón. Me has amargado la vida; has conseguido que me vea ante mis propios ojos como un muñeco sin personalidad. He sido víctima de tu ambición, padre, y eso lo tengo clavado en el corazón, mientras un hálito de vida conserve en mi pecho. No sé cómo, pero lo cierto es que tengo el presentimiento que de una forma u otra vas a pagarlo. Yo, en tu lugar, vigilaría a tu hija. La vida suele ofrecer jugadas muy ruines. Tú se la jugaste a una muchacha desamparada. ¿Por qué no pueden jugártela a ti?
—¡Cállate, insensato! ¿Cómo te atreves a juzgar a tu hermana como a una cualquiera? Lidia Geogley… ¡Maldita sea tu estampa! ¿Por qué no moriste con ella? ¿Por qué, cuando vinieron a depositar su cadáver ante mi puerta, no te maté? ¡Márchate! ¡Déjame solo! ¿Lo oyes? ¡Quiero estar solo!
En otra época, Frank hubiera desaparecido temeroso. Entonces era un chiquillo. Ahora ya era un hombre, con sus sufrimientos dentro del alma, sus desazones y sus amarguras. Irguió el cuerpo ante el autor de sus días y dijo lentamente, con rabia que apenas si podía contener:
—Lidia solo tenía un defecto: ser pobre. Era joven, hermosa, pura y honrada, como tu propia hija. No la trates como a una cualquiera porque aún hoy, después de nueve años, la tengo dentro de mi ser y soy capaz de matar a quien mancille su noble recuerdo. Cuando su cadáver apareció en nuestra sala de recepciones cubierto de flores y rodeada de cirios, en vez de compadecerte la hiciste enterrar como si fuera una de nuestras doncellas. Yo no he olvidado esto, padre. No lo olvidaré jamás, como tampoco he destruido el papel que acompañaba el cuerpo de Lidia. Lo tengo aquí; si quieres, aún puedes verlo. Dice sencillamente lo siguiente. Lo sé de memoria, porque ese peso no se aparta jamás de mi corazón.
«Recordad que el cuerpo de esta mujer ha de ser vengado. Aunque transcurran mil años, lloraréis lo que ella lloró. ¡Lo juro!».
—¡Cállate! ¿Lo oyes? Cállate y vete. No quiero verte. ¡Rompe ese papel!
Estaba lívido, de pie en mitad de la estancia. Los ojos altivos parecían salir de las órbitas. Una sacudida terrible estremecía su cuerpo. Extendió el brazo y señaló la puerta.
Frank, muy lentamente, dio la vuelta y se alejó.
* * *
Una explosión atronó el bosque y un pájaro de múltiples colores rodó por las ramas de un árbol y cayó rígido sobre el césped.
—Lo ha matado, Clark —gritó la muchacha, apareciendo tras unos arbustos y corriendo al lugar del «crimen».
En dos zancadas Clark se colocó a su lado. Arrodillados ambos sobre la hierba, contemplaron al animalito.
—Es precioso —murmuró ella con ternura, al tiempo de alzarlo con sus manos y pegar las suaves plumas contra su cara—. Me da mucha pena, Clark, no puedo remediarlo.
—Es que tienes un gran corazón.
Alzó la linda cabeza y le miró a los ojos. Parpadeó nerviosa. La mirada de aquellos ojos poderosos y serios siempre la estremecían produciendo en su ser deseos indefinidos, temores que no sabía a qué atribuir.
—¿Lo duda? —preguntó atragantada.
Clark sentóse en la hierba y cruzó las piernas con naturalidad.
—No lo dudo. Tienes un corazón grande que sabe sentir. —Una rápida transición, y luego—: Escucha. Dora, te voy a decir lo que pienso. Siéntate a mi lado. La caza por hoy ha terminado. Para juego ya estuvo bien, ¿no te parece?
Sentóse a su lado, temblorosa y emocionada.
—Vamos a tutearnos, Dora. Es una tontería que continuemos tratándonos como extraños. Tú sabes lo que yo siento y yo sé lo que sientes tú.
¿Sentir? ¿Sentía algo en realidad?
Se atrevió al fin y le contempló interrogante.
—¿No sientes nada? —preguntó él, arrastrándose hasta quedar a su lado.
—No sé.
—Entonces me has engañado.
Estaba aturdida. ¿Qué deseaba decir? ¿Acaso había leído en su corazón?
—De nuevo he de decirte que eres bonita. Tienes vida en los ojos y pasión en el corazón. ¿Cuánto me amas?
Obstinada, quedó con los ojos clavados en el césped. Los dedos morenos alzaron la barbilla.
—¿Temes? ¿Por qué no lo dices?
No se le ocurrió pensar que él no hablaba de su cariño. Se obstinaba en no mencionarlo. ¿Lo hacía deliberadamente, o es que en realidad no experimentaba nada hacia ella? Y si era así, ¿por qué la maltrataba con sus miradas y sus susurros velados, que aun cuando aparentaban no decir nada, decían tanto, tanto…?
—¡Chiquilla!
La quemó con sus ojos, crispó las manos sobre el rostro bonito que apretaba nerviosamente entre sus dedos y acercó su cara.
—Te regalo el pájaro de colores para que recuerdes esta mañana. ¿Lo quieres?
Quiso apartar su mirada. ¿Qué expresaban aquellos ojos pardos que jamás se alteraban, que siempre miraban de la misma manera: con intensidad, con poderío, con la seguridad de la posesión absoluta?
Era preciso hacer un último esfuerzo. Intentó incorporarse. Sujetóla por la cintura. Colocó la cabeza femenina sobre su pecho e inclinó la cabeza hacia adelante. Un mechón de cabellos rubios rozó su frente.
—¿Vendrás a verme por la tarde? Irás, ¿verdad? Sí, sé que lo harás.
¿Ir a su casa? ¡Claro que iría! ¿Qué importaba que la voluntad se empeñara en contenerla si el corazón la empujaba hacia él? ¡Iría!, iría aunque supusiera que allí encontraría la muerte.
—Déjame, por favor… —pidió en un susurro.
¿Por qué? ¿Por qué aquellos ojos la sugestionaban hasta el punto de robarle la voluntad? Además, no le hablaba del amor que él podía experimentar hacia ella… ¿Qué más daba? Estaba queriendo con toda su alma.
Trató de moverse. Se lo impidió con el gesto.
—Después…
—¡Oh, no! Te lo ruego…
La besó con imperio, sin tener en cuenta sus protestas. Intentó defenderse. ¿Para qué? Él era poderoso…
La besó tanto y tan intensamente que creyó que el mundo finalizaba allí.
No tuvo fuerzas para moverse. En aquel momento acababa de entregar su corazón para toda la vida. Nunca más volvería a recuperarlo porque había de faltarle la voluntad suficiente de afianzar su rebeldía.
Se incorporó de un salto y arrodillada sobre el césped dejó al descubierto todo el ímpetu de su corazón joven.
—Te quiero —dijo con fuerza, aspirando hondo, porque le parecía que el aire escapaba de sus pulmones.
Era tonta la emoción que experimentaba.
—Te quiero. No me preguntes desde cuándo ni cómo fue. ¡Qué importa!
¿Los ojos del hombre se emocionaron? ¿Su boca tembló a causa de la ternura que ella pudiera inspirarle? Nada de esto.
El alzóse despacio y la apretó en sus brazos.
—Eres deliciosa.
¿Por qué no había entusiasmo en las palabras? ¿Por qué no había emoción en el acento de la voz bronca?
Quedó estremecida dentro del círculo breve de aquellos brazos. Suspiró con fuerza. Una cosa ardiente recogió aquel suspiro.
Después…
—Esta tarde merendaremos juntos en mi casita. Ve, Dora, no te olvides…
Cogió la escopeta y echó a andar.
—Vendrás —dijo la voz del hombre.
VI
Aquellas visitas a la casita que se alzaba al otro lado de la senda se hicieron diarias, normales. Si en principio sintió algún reparo, después las consideró como una cosa natural.
Cuando jinete sobre el caballo salía del parque del castillo era una cosa corriente que Frank se hallara de pie sobre el pequeño montículo.
* * *
Había comenzado a nevar aquella tarde.
La Nochebuena se presentaba helada con su gema característica.
Clark, en mangas de camisa, los cabellos mal peinados y en zapatillas sus pies, ahora muy cerca de la chimenea encendida, miraba con ojos entornados la figura de Dora, cuyo cuerpo encorvado sobre sí misma permanecía acurrucado en una esquina de la salita. La atmósfera se hallaba caldeada, fuera continuaba nevando.
—¿Por qué lloras? No tiene la menor importancia. Me quieres, ¿verdad?
La voz del hombre sonaba hueca. No existía en su acento matiz alguno que delatara la emoción.
Un rostro anegado en llanto se irguió ante él.
—Pienso que no tienes corazón, Clark.
El aludido se puso en pie. La cogió rudo entre sus brazos.
—Esta casa sabe demasiadas cosas, Dora. Voy a destruirla.
—¿Lo ves? Eres un canalla.
Ahogó la voz con sus labios poderosos.
—¡Calla! ¿Por qué te atormentas? Somos libres, Dora. Yo soy un hombre; tú…
—Ahora soy una mujer —atajó con voz ahogada—. Hace apenas un mes era una chiquilla.
—La experiencia es bonita.
Se apartó de su lado. Su espalda chocó contra el muro de la pared.
Relucieron sus ojos.
Él encendió la pipa y la contempló desde su imponente altura.
—Esta experiencia es bochornosa —gritó en el paroxismo de su dolor.
Clark consultó el reloj.
—Son las siete de la tarde, querida. Fíjate, es completamente de noche. Tu padre se enojará.
—¡Clark!
El hombre se volvió lentamente. Sus ojos parecieron más metálicos que nunca.
—¿Por qué gritas de este modo? ¿No te das cuenta que eres una aristócrata? Si lord Wright te oyera le desagradaría.
Corrió hacia él. Se apretó contra su pecho.
—Clark, ¿ya no me quieres? ¿No comprendes que no volveré al castillo mientras no me jures que vas a ser mi marido?
Clark aspiró el humo con fruición. La apartó blandamente de su lado.
—No tengo madera para casado, Dora. Me gustan demasiado todas las mujeres. Tú eres muy bonita.
—¡Clark! —exclamó, loca de desesperación.
Le contempló con ojos de alucinada.
—¿Por qué te pones así, querida mía?
¿Hablaba en serio? ¿Estaría burlándose de ella? ¿Cómo era posible después de haberle entregado todo su corazón, su ser, toda ella…?
—Clark, estoy mirándote y no me pareces tú.
—¿Por qué? Bah, estás un poco impresionada.
Le miró con ojos de alucinada. Vio cómo avanzaba hacia la puerta y la abría lentamente.
—Ya no nieva, Dora. Puedes marchar.
—¿Así? ¿Te has vuelto loco?
La contempló interrogante. Sus pupilas casi estaban ocultas por los párpados.
—¿Qué tiene de particular? —interrogó lentamente—. Supongo que no será un caso extraordinario.
Un sollozo estranguló la garganta de la muchacha. Clark avanzó hacia ella.
—No llores —dijo en un susurro—. No seas tontita. Todo se olvida fácilmente. La vida es tan juguetona…
—¡Dios mío! ¿Hablas en serio?
—Claro.
Se soltó de sus brazos. Secó el llanto de un manotazo.
—Te has burlado de mí —gritó desesperadamente—. Has pisoteado mi inocencia para mofarte ahora.
—No seas dramática. Escucha, oigo pasos. Frank viene a buscarte. Si no tratas de borrar las huellas del llanto y serenar tu estado nervioso, temo que tenga que verme precisado a decir alguna tontería.
Unos golpes sonaron en la puerta.
Abrió Clark.
—¿Lady Wright está aquí, señor Geogley? —preguntó la voz respetuosa de un criado.
En el interior de la salita se oyó un suspiro de alivio. Clark emitió una risita ahogada.
—Sí, está aquí. Se disponía a marchar en este momento.
—Lord Wright me rogó le dijera que nos acompañara usted a pasar la Nochebuena en el castillo.
—Temo que hoy no pueda ser. Subiré mañana.
Buscó los ojos de él con insistencia. Se le entregaron, pero no pudo leer en ellos nada de lo que esperaba.
El criado chapoteó en la nieve. Se alejaba, discretamente.
Clark, apoyado en el umbral de la puerta, con gesto indolente contemplaba con los párpados entornados la figura encogida de la muchacha.
Esta irguió el bello busto y sus pupilas llamearon.
—Me has engañado —dijo con entonación desesperada—. Me ha destrozado el corazón y las ansias de vivir. Lo sabes, ¿verdad, Clark? No quiero creer que todo lo hayas hecho deliberadamente porque me hubiera vuelto loca… ¡Qué tonta he sido, qué tonta!
—Hoy estás muy nerviosa, querida. Espero que mañana te habrás calmado.
—Estoy asombrada de tu sangre fría —repuso, adquiriendo una entereza de la cual ella misma se asombraba—. Espero que mañana las cosas se arreglarán de otra manera.
Clark golpeó la pipa sobre la recia madera de la puerta y emitió una risita ahogada.
—Sí, es de suponer que mañana pensemos de distinto modo.
Quiso leer en el acento de aquella voz algo espantoso. ¡Qué cínico era y qué oscuro vio su porvenir! Aun sin desearlo, recordó los consejos de Frank. Ya todo lo había perdido.
Avanzó unos pasos. La boca se hallaba tan apretada que parecía una sola raya.
—No pretenderás olvidarme, ¿verdad? —interrogó casi sin voz—. Te he dado mi vida, Clark, todo mi ser y todo mi amor. Si ahora me faltaras…
—El criado puede impacientarse, querida —repuso sin entusiasmo alguno—. Mañana podrás continuar esta conversación.
Avanzó hacia la puerta. Cruzó ante él serena y altiva.
Le gustó así, dentro de su majestuosa serenidad. Era un alma grande, recia y valiente. ¡Si no fuera ella! No supo o no pudo contenerse. La mano larga y morena se extendió casi sin proponérselo y cogiéndola por el brazo la atrajo blandamente hacia sí.
El cuerpo bonito quedó rígido, parecía una estatua exenta de vibraciones, sin vida, sin calor.
—A pesar de todo —dijo, con voz enronquecida—, jamás tuve en mis brazos una mujer como tú.
Se sentía impotente. Hubiera querido alejarse, sin embargo quedó muda, quieta, esperando anhelante una nueva expresión de cariño.
La mirada honda se clavó en la suya con avaricia, con rabia y a la vez apasionado salvajismo.
—Vete, vete —masculló, soltándola—. Lo que más me ha satisfecho en la vida fueron tus besos. No quiero volver a probar ese embrujador brebaje porque… Vete, anda, y no me juzgues demasiado severamente. Los hombres a veces parecemos malos y no somos más que simples instrumentos del Destino.
La empujó hacia fuera. Antes de que Dora pudiera reaccionar se vio sola en medio de la nieve, cubierta con un capuchón, el criado erguido en una esquina del sendero blanco. La puerta de aquella casa donde tan feliz había sido, creyó que no solo cerraba la casita, sino también su corazón…
VII
Pálida, con ojos brillantes y la boca sonriendo sutilmente, sostuvo las miradas inquisidoras que parecían traspasarle el alma.
—No es hora de andar sola por los campos, Dora —juzgó severa la voz paterna—. Ve a cambiarte. Vamos a cenar. —Una rápida transición. No había notado su desesperación—: ¿Y Clark, no viene a terminar con nosotros la velada?
—Vendrá mañana. Dijo que no quería abusar de tu gentileza.
Dio la vuelta. Se alejó lentamente. Llevaba en el corazón la mirada penetrante de Frank.
«Ya lo sabe. Ya leyó en mi corazón. Ya entró en él y está al tanto de mi martirio».
Había que encontrar la fortaleza suficiente para hacer frente a su desgracia. La encontró en sus rezos. Dios se la dio.
Volvió al salón. Un retoque en el rostro fue suficiente para ocultar su palidez marmórea. Los ojos sonreían. Allí en el fondo de las pupilas había algo, algo profundo e insondable que las enturbiaba.
«Mañana a primera hora atravesaré la senda. He de ver a Clark y decirle muchas cosas… Hoy solo él habló. Yo no dije nada. Le haré comprender y me atenderá».
—¿En qué piensas, hija?
Alzó la cabeza.
«Mi padre está ciego. Pero Frank ya lo sabe. ¡Oh, Dios mío, qué ciega he sido, qué ciega!».
—No pensaba en nada, papá. Tengo imperiosos deseos de regresar a Londres. ¡Esto es tan aburrido!
Los ojos de Frank se clavaron inquisidores en los suyos. Le hurtó la mirada. Una sonrisa triste distendió los labios finos de Frank.
—Creí que la compañía de Clark Geogley resultaba altamente interesante para ti.
Se estremeció sacudida por una impresión fortísima. Inclinó la cabeza, trató de sonreír.
«He de ser valiente. He de soportarlo todo hasta la muerte. Si el mundo terminara aquí…».
—Y lo es, pero a veces en un lugar tan inhóspito… todo llega a cansar.
Frank alzó la cabeza del plato y la miró de nuevo. Ahora su sonrisa era una mueca desagradable.
La cena transcurrió en el mayor de los martirios. Terminó al fin. Los dejó solos con una excusa. Cerró la puerta por dentro y apretando las manos contra el corazón se dejó caer ante una imagen.
—Yo no tuve la culpa —rezó quedito, elevando sus ojos húmedos hacia la imagen, que parecía mirarla severamente—. Ha sido el destino, él y yo… Dios mío, si Tú pudieras ayudarme. ¡Al menos dame fuerzas para discernir el carácter del hombre a quien entregué mi vida!
Ocultó la cabeza entre las manos y sollozó como si tuviera el alma en la boca.
Retorcióse desesperadamente. Apretó las manos sobre la boca y permaneció así minutos, horas; siglos le parecieron, mientras poco a poco iba perdiendo la poca fortaleza que aún le quedaba.
Quedó muda y estremecida ante aquellas maderas calcinadas. De su nido de amor no quedaba nada. Todo yermo, frío, rodeado de nieve y ceniza manchando los copos blancos.
—La vi arder ayer noche —dijo la voz inexpresiva de Frank a su espalda.
No se volvió. ¿Para qué? Él hubiera comprendido su desesperado dolor y no deseaba perder la poca fortaleza que aún le quedaba.
«Esta casita sabe demasiadas cosas. Habrá que destruirla».
Se volvió brusca. Sus dedos nerviosos se clavaron en el brazo de Frank.
—No es verdad, no lo es —gritó enloquecida—. ¿Dónde está él?
Frank la apretó en sus brazos. Acarició una y otra vez el rostro descompuesto.
—Lo vi todo desde el montículo, Dora. Leí en tus ojos algo terrible ayer noche y quise comprobar si en realidad no me había equivocado.
Dora encogió las piernas y cayó sobre la nieve.
—Estoy despierta, ¿verdad, Frank?
Igual que ella. Así debió sentirse Lidia cuando su padre le prohibió bajo pena de destierro volver a ver a aquella inocente criatura. ¿Quién era Clark?
—Estás despierta —dijo muy bajo—. Vi cómo Clark ayer noche, y aprovechando que la nieve cesaba, rociaba la casa con un líquido inflamable… Después, cuando las llamas se alzaron violentas, su figura rígida, casi macabra, refulgió a través de ellas. Le vi reír, Dora. Parecía la figura del mismo diablo. En sus ojos quise ver los de Lidia Geogley. Me pareció que una muerta lanzaba una maldición. Cuando las llamas fueron amortiguando su impetuosidad, Clark, sin más compañía que su perro lobo, se alejó de la casita, atravesó la colina y cruzó la senda. Más Allá quedaba la inocencia de una criatura, pero eso para Clark no tenía la menor importancia. Había cumplido su venganza, lo demás, ¿qué importaba?
Se alzó de la nieve, pálida y temblorosa.
—¿Y yo? ¿Y yo, qué haré? —gritó desesperadamente, desgarrado el corazón.
Frank pasó una mano por la frente y limpió el frío sudor que le perlaba.
—Ella era una simple modistilla —dijo Frank por toda respuesta, dejándose caer sobre un tronco calcinado—. La vi y me sentí de tal forma atraído hacia ella que nunca más volví a pensar en otra mujer… Era tan pura, tan linda, tan inocente…
La figura de Dora se alzó ante él. Parecía una estatua. No había dolor en sus pupilas ni amargura en las comisuras de sus labios crispados, sino en toda ella una indiferencia tal que rayaba en la idiotez. Estaba muerta, débil e impotente para analizar su dolor.
Él la comprendía y la amaba más que nunca, con un cariño que hubiera saltado por encima de todo para defenderla y ampararla.
—Siéntate a mi lado, Dora. Necesitas recobrar de nuevo el dominio de ti misma.
Una sonrisa que fue una mueca repuso a sus palabras.
—El dominio se me lo llevó él, Frank. ¿Crees que tendré valor para recuperarme?
—Es preciso. Yo también lo tuve. Al menos, si no adquirí la tranquilidad espiritual…
Ella cortó con un gesto.
—Yo no hubiera sido cobarde —dijo sordamente—. Por encima de todo me casaría con el hombre que amo.
Era ingrata con él y lo comprendió así, frenando su rabia.
—Perdona, Frank —musitó con un hilillo de voz—. Estoy enloquecida… ¿Quieres decir que la mujer que tú amaste y Clark Geogley, eran hermanos?
—Lo presentí el mismo día que nos presentaron. Él adivinó mi sospecha e hizo todo lo posible para borrarla. Lo consiguió a medias. Me di cuenta de la dolorosa verdad cuando tú llegaste a casa, ayer noche.
VIII
Oyó la voz de su hermano como si se hallara muy lejos de allí. Le pareció que la voz venía de ultratumba, balbuciente, cortada por un amargo dolor.
—No sé por qué, pero lo cierto es que me empeñé en tener ocultas aquellas relaciones. No voy a ser largo, Dora, ¡qué importan los detalles! El compendio, es suficiente para que comprendas y juzgues el comportamiento de Clark Geogley…
—Yo nunca podré juzgar a Clark, Frank. Le he dado toda mi vida y nunca la recuperaré. No me interesa recuperarla. Si él ha sido malo, yo fui mala también, porque presintiendo el golpe final le entregué mi cariño pese a todo. Y si de nuevo volviera a enfrentarme con él, no encontraría la voluntad suficiente para negarle mi cariño porque es suyo, porque lo ganó, porque yo se lo di consciente de mi propia amargura. Si es en realidad hermano de la mujer que vosotros matasteis, ¿por qué voy a juzgarlo? El corazón del hombre sabe esperar y guardar, Frank. Tú, en su lugar, hubieras obrado tal vez del mismo modo. Mírame a mí: joven, inocente, casi una criatura, y sin embargo… Lo único que puedo reprocharle es que escogió la víctima más débil.
Frank inclinó la cabeza y suspiró ahogadamente.
—Puedes continuar, Frank —pidió ella de nuevo, con voz sin alteraciones.
—Cuando lord Wright se enteró de mis relaciones con la modistilla se opuso tenazmente. Me amenazó. Juró que me desterraría; tenía entonces veinte años y no supe enfrentarme con él —pasó una mano por la frente y arrugó la cara—. Luché cuanto me fue posible. Aún vivía mamá y se unió a lord Wright para amonestarme, hasta el punto de prohibirme que continuara viéndola. Un día sé que mi padre fue a verla. No sé lo que le dijo. Desde aquel día perdí el contacto con ella. Supe que pasaba hambre, que su desgracia era infinita… Una noche apareció su cadáver en nuestra sala de recepciones, cubierto de flores y rodeado de cirios. Nunca supe quién lo había traído. Mi padre bramó como un condenado. La hizo enterrar como si fuera una de nuestras doncellas y todo lo demás es ya muy doloroso. Creí volverme loco. Un papel se hallaba preso en las manos amarillas de la muerta. Decía que se vengarían de nosotros y que lloraríamos tanto como había llorado ella. No tenía firma, pero yo adiviné que aquellas letras habían sido trazadas por una mano temblorosa que sentía el dolor intensamente. Tuvo que ser Clark. Es un Geogley, y aunque mi padre dice que en Inglaterra existen muchos Geogley, yo tuve la vaga impresión de que me encontraba ante el hermano de la mujer que quise más que a mi propia vida.
Calló. Su hermana permanecía muda y quieta, con los ojos vagando por la casita que ya no existía.
* * *
Lord Wright no adivinó nada. Vivía al margen de todo.
Un día, la noche de regresar a Londres, miró a su hija y dijo enojado:
—En vez de reponerte, querida, has desmejorado. Me disgusta que tu hermosura no pueda lucir con todo su esplendor en nuestros salones.
Un comentario carente de ternura. Dora no se hacía ilusiones respecto al cariño que su padre pudiera experimentar hacia ellos.
Nada repuso. Encogióse de hombros con indiferencia. Ahora todo le era indiferente.
Sentía los ojos de Frank siempre clavados en su figura. Frank se creía culpable del dolor de ella. Nunca se lo había dicho, pero el drama íntimo que sostenían los dos, además de convergir en el mismo punto, tenía la misma base…
La figura alta y esbelta de Frank se unió a ella.
—No puedo dormir.
—Tu esposa sospechará que te sucede algo.
Una risa sardónica dio respuesta a sus palabras.
—Kim es una mujer tranquila, Dora. Los problemas psicológicos de su marido la tienen sin cuidado.
Surgió un silencio.
—¿Qué harás cuando llegues allí, Dora?
—¿Te refieres a Londres?
—Sí.
—¡Bah! ¿Qué puedo hacer? Este mes en el campo fue una experiencia espantosa. Ahora…
No terminó la frase. Encogióse de hombros y apretó la boca.
—Yo buscaré a Clark. Le hablaré.
—No lo harás. Te lo ruego, te lo exijo si es preciso.
—¿Por qué?
—Lo ignoras todo —declaró con rabia—. No quiero que nadie se inmiscuya en mi drama íntimo. Hubiera sido más doloroso.
—Tienes un corazón valeroso, Dora.
—Nunca pensé que pudiera tenerlo hasta que sucedió esto. Yo no culpo a Clark. Le quiero tan solo. Tal vez su mismo drama es acaso más doloroso que el mío.
—¿Supones que se haya enamorado de ti?
—No lo supongo, lo afirmo.
—¿Entonces?
La vio estremecerse. ¡Cuánto le quería, y qué noble y linda era!
—¿Esperas llegar a casarte con él?
Se encogió de hombros.
—Al menos si no me caso con él tengo el consuelo de saber que jamás seré de otro.
—Papá te obligará, Dora, lo sé. Nuestra familia nunca tuvo en su seno una mujer estéril.
La respuesta de Dora fue aguda.
—Yo no soy como tú, Frank. A mí no me domina mi padre. Si no quiero casarme, no habrá fuerza humana que me haga desistir, lo juro.
—Dora…
—Voy a retirarme —dijo con fuerza—. Necesito descansar.
Se alejó apresuradamente. Frank con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta de cuero y la espalda apoyada sobre el muro gris, permaneció aún varios minutos.
¿Qué había sucedido entre su hermana y Clark Geogley? ¿Acaso tenían fundamento sus sospechas? Dora no trató de negarlo. Una indiferencia absoluta parecía envolver su corazón. ¿Qué esperaba?
Se retiró a su aposento.
Kim alzóse en el lecho y le miró enojada.
—Desde que hemos llegado al valle pareces una sombra. ¿Qué te pasa?
—Nada en absoluto.
—No pretenderás que lo crea, ¿verdad?
—Me es indiferente.
—Sí, ya lo sé. Me gustaría saber qué tienes metido en la cabeza.
—Buenas noches, querida. No pretendía molestarte… Tenía aquí los cigarrillos y los necesito.
A la mañana siguiente, el regio automóvil de lord Wright se alejaba en dirección a Londres.
IX
—No puedo tolerarlo, Dora. Es inconcebible que te portes de ese modo tan estúpido e incomprensible. Una vez y otra he dicho que te quiero ver disfrutar de la vida como todas las jóvenes de tu edad. ¿Qué te has propuesto? Hace seis meses que hemos regresado del campo y desde entonces no has salido ni una sola vez. Antes eras la más divertida y hermosa de nuestra selecta sociedad. Hoy ni eres divertida ni hermosa, porque esta tristeza que de continuo anega tu mirada te resta belleza. Siento decirte, hija mía, que voy a dar una gran fiesta con la cual abrirás la cáscara en que intentas meterte herméticamente. Espero que en lo sucesivo no desdeñes ninguna invitación. Deseo verte casada, alegre y satisfecha de la vida. Una lady Wright ha de dar ejemplo de vitalidad y vigor físico y moral. No me irás a decir que esta vez también vas a rehusar divertirte. Espero que esta fiesta sea para ti la iniciación de muchas más.
Después de aquellas palabras dichas con acento glacial, lord Wright dejó sola a su hija. Evidentemente creía tenerlo todo dicho con aquello a lo cual no admitía réplica.
Quedó sola en el saloncito, hundida en una butaca, con la cabeza inclinada sobre el pecho y un abatimiento total en las pupilas que algún día habían sido luminosas.
Púsose en pie. ¡Si pudiera saber dónde estaba él! Al menos tendría el consuelo de reprocharle su conducta. Pero ni eso. Parecía que la figura del explorador se había evaporado.
Cogió un periódico. Lo estrujó en sus manos nerviosas. Siempre tenían que decir algo de él, y sin embargo, cuanto más lo recordaba y lo veía reproducido en aquellos papeles, más lejos lo sentía de su corazón. Y no es que se alejara de él, no; es que su silencio le demostraba que para Clark su amor había sido un simple galanteo sin trascendencia.
Se estremeció. El timbre del teléfono repiqueteaba insistente.
—Diga…
No podía ser, y sin embargo…
—No te habrás ido, ¿verdad? ¡Dora…, Dora!
Apretó las manos nerviosamente sobre el auricular.
«No contestes. Retírate. De nuevo te hallarás hundida en el lodazal de su brujo cariño, de donde no podrás salir nunca jamás».
Ahogó la voz lastimera de su conciencia. ¿De dónde sacaría el valor para seguir su consejo?
—¡Clark!
Aquel nombre pareció un beso en sus labios. Un beso intenso y agotador que la dejaba exhausta.
—No te has ido; estás ahí. Te espero abajo. Ven.
¿Negarse? Hubiera sido absurdo, puesto que durante seis meses esperó anhelante aquel momento. Verle de nuevo. Contemplar su figura arrogante, imponente, seductora y misteriosa…
—Ahora mismo, Clark.
—Te espero, querida.
Colgó. Apretó el corazón; parecía escapársele del pecho.
Su padre la miraba desde el umbral.
«Tal vez él tenga la culpa de todo, de mi perdición, mi amargura y mi desesperanza».
—Voy a salir. Me espera Clark.
La faz del caballero se iluminó.
—¿Ya ha venido? Dile que tengo imperiosos deseos de hablar con él unos minutos. Invítale a cenar de mi parte. Al mismo tiempo puedes participarle la fiesta que piensas celebrar.
Nada repuso. Se alejó un tanto.
La voz de su padre sonó un poco burlona:
—Ahora me explico por qué no salías. Me congratulo de ello, querida; Clark Geogley será un marido excelente para ti.
Se le encogió el corazón. ¡Si aquel hombre supiera…! Avanzó sin responder. Alejóse apresuradamente.
* * *
Aunque lo deseara no podría evitarlo. El corazón estaba destrozado y su sensibilidad completamente debilitada.
—No seas tontina —musitó cerrando en sus manos largas aquellas otras que temblaban de impotencia—. ¿Me has recordado?
Lloraba… Era una tontería, pero lo cierto era que sentía unas ganas atroces de llorar y estaba haciéndolo.
Secó sus lágrimas con sus besos cálidos, lentos.
—Vamos a divertirnos —murmuró colocándose ante el volante.
El auto rodó suavemente por el asfalto.
—No quiero ir adonde haya gente, Clark. Tenemos mucho que decirnos.
Estaba como siempre. Al volver sus ojos grises hacia ella aún le parecieron más enigmáticos y profundos. Bajo aquella mirada nunca se sabía lo que se guardaba. El misterio que emanaba de él la atraía más.
—Te llevaré a mi piso. Espero que te guste.
¿A su piso? ¿Debía ir? La energía del acento le demostró una vez más que era de todo punto inútil rechazar la proposición.
Calló. Recostada en el asiento, cerró los ojos.
«Estoy comportándome como la más perfecta imbécil. Clark se reirá de mí. Me llamará tonta. Además, ¿por qué no le reprocho su conducta? ¿Por qué no le hago recordar aquellos días del valle, cuando solos los dos me hizo comprender que el amor era una cosa secundaria para él?».
—Estás más bonita que nunca. La sombra de melancolía que nubla tus ojos, te proporciona mayor encanto. Eres una mujer deliciosa, querida mía.
Nada de lo que ella esperaba. Ni un recuerdo para el pasado, ni una disculpa para su conducta…
El auto se detuvo majestuoso. Saltó el hombre a la acera.
—¿Vamos, querida?
¿Debía? ¡Si tuviera valor! Pero ¿de dónde sacarlo? Después de todo, ¿qué más daba una cosa que otra? ¿No le había dado toda su vida?
—Querida…
Se apeó torpemente. La mano de Clark cayó brusca sobre su brazo.
—Parece que estás asustada, como si fuéramos extraños el uno para el otro.
Obraba con naturalidad, con la absoluta convicción del que posee algo rotundamente suyo.
Dora sintióse más pequeña e insignificante que nunca. En otro tiempo creía poseer una personalidad acusadísima. Hoy, aquella quedaba anulada por la de él, que era poderosa y absorbente.
—No estoy asustada —observó con un hilillo de voz—. Tal vez me siento impresionada.
—Eres muy sensible, querida mía —se inclinó hacia ella y mirándole al fondo de los ojos murmuró tan quedo que pareció un susurro—: Por eso te llevo dentro del corazón.
—¿Lo tienes?
—¿Corazón?
La mirada de él vagó en torno suyo después de ver la afirmación de aquellas pupilas sinceras.
—Lo tengo inmenso —exclamó, mientras apretaba nerviosamente el brazo femenino—. Muchas veces no quisiera tenerlo.
X
—Aunque no es una morada como la tuya, es bonita y confortable. Mi nido de mágicos recuerdos y nostalgias.
Él tenía una copa en la mano, ella bebía a pequeños sorbitos de otra transparente que él le ofrecía.
—¿Sueñas alguna vez, Clark?
—Alguna vez. Soy humano y sensible.
—¿Trabajas aquí?
—Sí. Ahora estoy escribiendo una memoria de mis muchos viajes.
—¿A quién lo vas a dedicar?
La respuesta fue rápida. Dejóla un poco suspensa en principio, pero después… Sintió un golpetazo en el corazón y la vergüenza que jamás hasta entonces había sentido porque creyó, en su misma inocencia, que el amor disculpaba su ligereza.
—A la blanca casita de la senda que ya no existe.
Un silencio siguió a sus palabras. Dora bebió de un golpe todo lo que quedaba en la copa y se levantó para depositarla sobre el mueble.
Unos brazos la prendieron por la cintura. La respiración ardiente quemó su garganta.
—¿Te disgusta? Esa dedicatoria dirá para los dos cosas inefables. ¿Recuerdas?
La locura de un beso robó de sus labios un mundo de anhelos.
—Tienes que recordar —dijo la voz del hombre, muy bajo—. Los dos lo recordamos.
Intentaba enamorarla, volverla aún más loca de lo que ya estaba. Lo experimentaba de la misma forma que él desea, y no obstante…
—Déjame. Estoy tan susceptible esta temporada…
—Es que no estaba a tu lado.
—Cuanto más estás, menos segura me siento de mí misma.
—Eso es amor.
Se separó de él blandamente.
—No me inquietes, te lo ruego.
—Es que el amor es inquietud, querida.
—Para mí es desesperación —dijo muy bajo.
Luego dejóse caer de nuevo sobre el diván y quedó muda y quieta. Sus bellos ojos azules parecían más diáfanos y puros que nunca. La mirada era melancólica, pero allí en el fondo había algo tan intenso y doloroso que por un momento el hombre se sintió culpable de su amargura. Fue solo un momento.
—A veces la desesperación que produce el amor no es más que el prólogo de una incesante experiencia de sentimiento inefable.
Se irguió temblorosa. En aquel momento le odiaba con toda su alma grande y pisoteada por su sarcasmo.
—Tus besos llegarán a repugnarme —dijo ahogadamente—. Llegaré a odiarlos, Clark. Le desesperación puede ser lo que tú dices cuando se tiene fe en el ser amado, del cual recibimos el prólogo que retratas; pero cuando solo una parte es la que ama…
—Cállate. Un hombre como yo…
—Un hombre como tú no sabe amar. Busca tan solo el desquite, la venganza. Lo sé todo, Clark. Me lo contó Frank aquella noche. Tal vez adivinó lo sucedido… Fue bochornoso. Me has maltratado, pisoteaste mis sanos principios. Me has endurecido el corazón. ¿Por qué buscaste la víctima más débil? Has dado un paso en falso, Clark, y lo siento por ti, porque yo ya estoy destrozada espiritualmente. Si me pidieras que me casara contigo, no creas que hubiera rehusado. ¡Qué me importa una cosa u otra! ¡Bah! ¡La vida ya dio todo lo que tenía que dar! Lucharé hasta la muerte si es preciso, pero…
—¡Termina! —pidió imperioso.
¿Terminar? ¿Qué tenía que decir? «Serás mi marido aunque me cueste la vida, aunque tenga que esperar mil años. Pero lo serás. Además, te haré olvidar la venganza. Te haré comprender que lo más sublime en esta vida es el perdón». ¿Cómo decirle todo aquello? No, no se lo diría.
Le dio la espalda. Pegó la frente al cristal.
—Mi padre lo ignora todo. Dijo que fueras a hacerle una visita y que tuvieras en cuenta que próximamente se celebrará una gran fiesta en su casa.
—Tu padre es un hombre muy inteligente —repuso sin la menor emoción en el centro de su voz profunda—. Sin embargo, no lo fue cuando rechazó a Lidia Geogley.
Se volvió bruscamente.
—¿Lo confiesas?
Clark lanzó el cigarro al suelo y lo pisoteó sin piedad. Por un momento su ecuanimidad brilló por su ausencia. Se recuperó al pronto. Encendió precipitadamente otro cigarrillo y la miró sonriente:
—¿Por qué no? Era mi hermana. La vi retorcerse de dolor sobre el lecho. Vi sus ojos llorar y eran tan puros y azules como los tuyos. Tenía un corazón tan grande como el mundo y un alma blanca y pura como la de un niño.
No había en el acento ardor alguno. Las palabras cuanto más sentido llevaban más fríamente eran pronunciadas. Tan solo aquellos labios que siempre se plegaban en un rictus de asombrosa indiferencia, se apretaban ahora, como si mordieran las palabras.
—Frank no fue culpable —repuso ella con intensidad—. Aún hoy siente la nostalgia del ser amado.
Una carcajada brusca, terrible, puso fin a su respuesta. La figura de Clark, alta e imponente, pareció crecer ante ella.
—Si yo amara —exclamó con los ojos brillantes—, no habría fuerza humana que me hiciera dejar al ser amado. O se ama o no se ama, muchacha. Yo soy hombre, sé hasta dónde puede llegar un ser como yo, lo que puede esperar de la vida y lo que esta ha de ofrecerme. Si amara a una mujer como Lidia continuaría amándola por encima de mi padre, de la miseria, de la repulsión de toda la Humanidad y hasta por encima del mundo mezquino que me censurara. ¿Qué se busca en la mujer? ¿La continuación de una raza inextinguible o la comunidad de dos almas para todo el resto de la existencia? ¿Qué puede ofrecernos la parte material, cuando existe otra parte procedente del espíritu que tiene infinitamente más valor? ¿Crees que cuando te beso veo sus labios? Ni los veo ni los siento… Beso tu alma y tu corazón, por encima de todas las miserias humanas. Te veo al desnudo y me recreo en esa parte sensible que es la verdadera felicidad. ¿Crees que sin esto puede ser feliz un hombre? No. Hoy existen miles de mujeres dispuestas a satisfacer los deseos materiales. La parte espiritual solo puede ofrecerla una sola mujer, ¿entiendes?, una mujer. Yo hubiera pisoteado el corazón de mi padre, despreciado sus órdenes; trabajaría como un condenado antes de olvidar a la mujer que me dio la vida y toda su alma. Tu hermano no hizo nada de eso y yo juré que algún día lloraría como lloró ella…
Era sincero. Lo hubiera dado si quisiera de verdad, pero Dora Wright era para él una simple venganza. ¿Existía algo más? Difícil hubiera resultado averiguarlo.
Si hasta entonces le había querido, oyéndole hablar, el corazón de Dora se había entregado por completo. Era el primer hombre y era el primer amor.
—Mi hermano tenía veinte años —dijo en un suspiro ahogado.
La risa del hombre rompió de nuevo el silencio que reinaba en los ámbitos. Era una risa desagradable, bronca y odiosa.
—Cuando yo tenía veinte años, pequeña Dora, ya sabía lo que era el honor y la dignidad… Me sentí tan herido como lo estoy ahora.
Hizo una brusca transición y, aplastando el cigarrillo sobre el cenicero de bronce, dijo, ya completamente repuesto:
—¿Por qué hablamos de esto? Actualmente somos nosotros dos. Lo demás no nos interesa.
Dora suspiró con fuerza. Ahogó el llanto que acudía a sus ojos y dijo suavemente:
—Tengo que hablar, Clark, porque para ti soy un instrumento.
—Un instrumento maravilloso que me tiene totalmente enloquecido.
¿Era sincero? Hurgó en su mirada. ¿Había cariño? ¿Indiferencia?
—¡Oh, te ruego que me dejes! Estoy desconcertada.
—Porque no sabes entregarte a la felicidad.
—¿Crees que sabrías dármela?
—Estoy completamente seguro.
La arrastró hacia sí. La apretó fuertemente contra su pecho y la miró a los ojos.
—No ves en ellos el alma, ¿verdad, Clark?
—¿Por qué no, si sé que la tienes inmensa?
De nuevo aquella mirada enigmática haciendo un daño infinito. De nuevo su voz exenta de matices hondos.
—Déjame, déjame —pidió con un hilillo de voz—. Nunca pensé que pudiera perder así la personalidad.
—¿Qué importa? La tengo yo por los dos. Cuando estábamos en la solitaria casita del valle…
—Calla. ¡No lo recuerdes!
—Sin embargo, eres la misma. Yo siento igual.
—No me quieres.
—¿Penetraste en mi corazón?
Le tenía inclinado hacia ella, hundiendo con saña cruel sus ojos en los suyos. La mirada no ardía, pero aun así quemó su corazón.
—No me mires así; me haces daño. Es muy tarde. Voy a marcharme.
Dio la vuelta. Avanzó lentamente hacia el umbral del despacho.
—Clark, desde hoy me pasearé con todos los amigos que reclaman mi presencia. No quiero verme sometida a ti. Déjame ser sincera una vez más y permite que te diga que tengo miedo de mí misma. No puedo continuar en esta situación porque…
—Dame la cara, Dora —pidió el hombre por toda respuesta.
Se hallaba tras su espalda. Las manos largas prendían fuertemente su cintura.
—Mírame, Dora. Sé valiente una vez más.
Le miró.
—Lo exijo, ¿me entiendes? Exijo que vivas solo para mí.
¿Por qué no replicó como merecía? Un nudo le atenazaba la garganta. Aquella indiferencia que exigía como dueño y señor…
De nuevo le dio la espalda. Los brazos de Clark hicieron un simple movimiento y el cuerpo menudo de la muchacha quedó envuelto en el dogal de unos brazos enloquecidos.
—Me perteneces, Dora. ¡Me perteneces! ¡No lo olvides jamás!
La continuación fue una escena que la dejó muda e inerte. La fuerza del hombre la dominaba hasta el punto de sentirse pequeñita e insignificante entre sus brazos. El calor de aquellos labios dejóla más dominada.
—Déjame, déjame —pidió ahogada—. Llegaré a odiarte con toda mi alma.
—Ni tú puedes odiarme ni yo te odiaré jamás aunque me lo proponga. Creo que hemos nacido el uno para el otro.
La casita del valle apareció ante los ojos asustados. El hombre sonrió.
—Igual que allí —susurró intensamente—. Igual igual…
XI
¿Cínico? ¿Farsante? ¿Sincero?
Odiaba a su padre y, sin embargo, allí estaba departiendo con él como si fueran los mejores amigos del mundo.
Habían terminado de cenar. En el salón ante una tabla de ajedrez ambos reían. Ella, hundida en un diván, los contemplaba con el corazón desgarrado.
—¿No juegas, querida?
La voz odiosamente inalterable llegó a sus oídos, produciéndole un dolor inenarrable.
—No —repuso secamente.
—Déjala, Clark —intervino lord Wright con indiferencia—. Estos días parece que está en la luna.
«No tiene entrañas este hombre», pensó Clark.
Lanzó una risita sardónica y continuó moviendo las piezas.
Dora se puso en pie. Alejóse apresuradamente. Los ojos de Clark la siguieron interrogantes. Luego volvió al juego, poniendo en él toda su atención.
Cuando se despidió de lord Wright, no preguntó por ella. La encontró en la terraza.
—Espero que sea la última vez que aceptas una invitación de mi padre. Estás haciendo escarnio de nosotros.
—La noche te ha deslumbrado, querida mía, y no dices más que tonterías.
Cogió las manos viriles y las apretó con fuerza.
—Te lo ruego, Clark.
Alzó las manos que apretaban las suyas y las llevó a los labios. Besólas con mimo en las palmas temblorosas.
Así era peor de soportar. De cualquier forma la seducía.
—No tengo inconveniente en complacerte, querida, siempre que podamos continuar viéndonos. ¿Irás?
—No, no y mil veces no. ¿De nuevo allí, en la intimidad de aquel piso?
Se desprendió de él y echó a correr. Su figura perdióse tras la terraza. Clark encogióse de hombros y sonrió escéptico.
* * *
En sus manos era una cera moldeable. Ni la voluntad ni su firme propósito lograron apartarla del camino emprendido. Sabía que caminaba hacia el abismo y no tenía valor ni fuerzas que pudiera contener su ímpetu de muchacha irreflexiva.
No fue a su piso, pero llegó él a buscarla. Y desde aquel día quedó aún más presa en el subyugante poder que de él emanaba.
Transcurrieron los días. El amor de Dora se había hecho incontenible.
Una noche los dos de pie en la terraza del palacio de la muchacha, se miraron frente a frente.
—¿Cómo terminará esto, Clark? —preguntó atragantada.
—¿Qué importa? No existe mayor satisfacción que las situaciones imprecisas. Yo soy feliz así. ¿Tú no lo eres?
¿Podía decirle que no? Hubiera mentido.
Clark no esperó respuesta. Su vigor anulábala rotundamente.
Comenzó a vérseles en reuniones, bailes, fiestas y paseos. Hablaron los periódicos de aquel futuro matrimonio, se comentó de lo lindo siempre asociándolos juntos. Y un día corrió la voz de que Dora Wright, la elegante muchacha, la mujer más rica de Inglaterra, visitaba a su novio en su piso de soltero.
¿De dónde procedía el comentario? ¿Dónde tuvo su manantial la crítica? ¿Qué ojos lo vieron? Nadie absolutamente. Sin embargo, la voz corrió por todos los círculos y pronto fue del dominio público.
* * *
Llegó al piso sofocada y temblorosa.
Lo hacía con naturalidad. Si un día le había repugnado aquella forma de obrar, ahora ya no le daba la menor importancia, porque Clark se había encargado de hacerle ver lo natural del hecho. ¿Lo era? Naturalmente que no, pero Dora, con sus dieciocho años, no disponía del juicio suficiente que le hiciera comprender lo inadecuado de su proceder.
Le encontró solo, sentado en una butaca con las piernas colocadas en una mesa. Ni siquiera se puso en pie.
—¿Cómo tan temprano, querida? Acabo de levantarme.
—Toma —exclamó sordamente, entregándole un arrugado papel—. Lee esto y después juzga.
Clark se puso en pie con indolencia. Quitóse la pipa de la boca y, frunciendo el ceño, leyó sin demasiado entusiasmo:
«Aún está a tiempo, Dora Wright. No continúe hundida en el lodazal donde con naturalidad la metió Clark Geogley. Se tiene conocimiento de sus visitas al piso de ese hombre. ¿Por qué no lo deja? Yo la amo, la quise desde que la tuve en mis brazos en aquel baile, donde usted por primera vez vestía galas de mujer. Huya de la vida de Clark Geogley. Le conozco bien; sé que sus amores con él no le reportarán ningún beneficio. Los comentarios toman cada vez mayor incremento y llegarán muy pronto a convertirse en críticas acerbas que la dejarán en muy mal lugar. ¿Dónde está Frank? Lo averiguaré y poniéndole al corriente de su ligereza, estoy seguro que vendrá a poner coto a esto o a romperle el corazón a ese canalla, que amparado en su fama de hombre famoso, destroza la juventud de una jovencita angelical. Su más rendido admirador.
»Un amigo».
Clark dobló el papel con parsimonia y, sin mirarla, encendió un fósforo y lo aproximó al anónimo.
—No lo hagas —gritó Dora desgarradoramente.
Las cejas de Clark se unieron de una forma espantosa.
—No lo hagas —repitió la muchacha con voz atragantada, cogiendo con sus manos el fósforo encendido—. No he venido a que quemaras el papel, sino a saber tu opinión, a recibir una disculpa, a…
Una risita irónica cortó sus palabras.
—No continúes, muchacha. ¿Dónde y cuándo has bailado con él?
—¿Tienes celos, Clark?
El hombre no soltó la carcajada, pero la expresión burlona de su faz cetrina dejóla desarmada y dolorida. Bajó los ojos y, apretando los labios, permaneció callada.
—Eres una ingenua, querida.
Cogió el papel y avanzando hasta la chimenea lo arrojó con indiferencia.
—¡Clark!
—¿Es que deseabas conservarlo para un museo? Entiendo que es de muy mal gusto ese… parrafito. En lo sucesivo te ruego que los guardes para ti si no quieres que los destruya. ¿Qué deseas tomar, querida mía?
Se estremeció violentamente. Fue hacia él conteniendo a duras penas su desconcierto y su dolor y le cogió la cara con ambas manos.
—Eres un desalmado, Clark.
Evidentemente aquel hombre ejercía un poder extraño sobre la débil muchacha. Y lo sabía y se gozaba en ello para hacer más cruda su venganza.
Pero una tarde, Dora no acudió a la cita. Llamó por teléfono. Le dijeron que la señorita había salido y que no había dejado ningún recado para él.
Paseóse agitado en todas las direcciones de su aposento. Parecía una fiera.
Y no es que la quisiera, porque se había hecho el firme propósito de dejar a la deriva su corazón mientras conquistaba el de ella. Es que su autoridad de hombre fuerte y dominador no podía concebir que Dora obrara sin haberle participado antes el objeto de su silencio.
Salió a la calle y vagó durante horas y horas.
A la noche fue a casa de ella. Necesitaba saber lo que le había sucedido.
Encontró a lord Wright hundido en una butaca del saloncito de la planta baja, con los ojos fijos en el suelo y la frente plegada en una profunda arruga.
—Buenas noches.
El caballero se puso en pie y estrechó la mano de Clark efusivamente.
«No sabe nada», pensó Clark satisfecho.
—Hola, muchacho. Estoy muy disgustado. ¿Has visto hoy a mi hija?
—A eso venía precisamente. Habíamos quedado en salir juntos y…
Lord Wright extrajo un arrugado papel del bolsillo y se lo entregó en silencio.
Clark leyó verdaderamente contrariado:
«Me voy al castillo, papá. Te ruego que me dejes sola. Necesito descansar. Estoy desorientada y espero que en el castillo pueda lograr un poco de tranquilidad. Te ruego, te suplico si es preciso, que me dejes sola en aquella morada hasta que por mí misma comprenda que puedo volver a ser la misma muchacha de antes. Un abrazo de tu hija,
»Dora».
Por espacio de minutos permaneció con el pliego entre sus manos. Después suspiró con fuerza y se lo entregó a su compañero.
—¿Qué piensas, muchacho?
—Déjela allí, tal vez lo necesita. Entretanto yo voy a realizar un viaje de placer por el norte de Francia.
Por primera vez, lord Wright lo contempló con ojos inquisidores.
—¿Qué relaciones existen entre tú y mi hija?
La pregunta cogióle de sorpresa. No obstante, cobró de nuevo el dominio sobre sí mismo y soltó una discreta carcajada.
—Le he pedido a su hija que fuera mi esposa y dijo que tenía que pensarlo… Probablemente estará haciéndolo en el castillo.
Luego alargó la mano y lord Wright estrechóla cariñosamente.
—Feliz viaje, querido. Espero que pronto veas realizados tus deseos. De buen grado me hubiera reunido con Dora, pero ahora me es de todo punto imposible porque pertenezco al Gobierno y tenemos actualmente mucho trabajo.
XII
Frank, con el rostro descompuesto, miraba a su padre, quien hundido en una butaca, parecía mucho más viejo, más agotado; toda aquella arrogancia tan natural en él parecía haber desaparecido.
—No tenía intención de hacerte partícipe de estas intrigas, pero puesto que tú has sido el promotor de todo, ahí las tienes. Hoy toda la sociedad se burla de nosotros. Nadie ignora lo sucedido con aquella muchacha desamparada. ¿Quién lo dijo? ¡Bah! Clark Geogley es un hombre inteligente, le sobran argumentos y acierto suficiente para que la bola continúe rodando, rodando hasta que vuelto cara arriba narre la verdad. Tu hija, la víctima más débil, la que en forma alguna debiera ser responsable de nuestra canallada, es la que paga las consecuencias. Aquí tienes; doce cartas, algunas firmadas por puño y letra de altos personajes amigos tuyos que, considerando tu edad, se dirigieron a mí para que con energía pusiera fin a esas oscuras relaciones. Dora fue débil. Bien la advertí, pero me temo que ya era demasiado tarde. Y tú, con ese egoísmo de caballero por encima de todo, la has dejado a su libre albedrío, sin sospechar que la pobre chiquilla se debatía en un mar de confusiones, hasta que, sin poder contener por más tiempo su desesperación, fue a refugiarse en el castillo, lejos de las murmuraciones y la vergüenza. Creyó tal vez que poniendo tierra por medio su voluntad obedecería, pero vuelvo a decirte que temo muy justificadamente que sea demasiado tarde. Ahí tienes a Lidia Geogley, padre. Piensa en tu hija y recuerda a la muchacha muerta. No tuviste compasión de su juventud irreflexiva y ese hombre juró vengarla y la vengó. Hoy Dora vive la misma desesperación que su hermana hace diez años. ¡Ah, si el mundo diera dos vueltas y me la mostrara viva! Por encima de ti, de tu dinero, tu nombre, por encima del mismo mundo me hubiera casado con ella… Ahora Dora está padeciendo como padeció Lidia. Tal vez se muera como ella y sobre tu conciencia llevarás siempre ese estigma hasta que mueras.
Se irguió lord Wright; su faz había adquirido una energía imponente. Bajo la sombra de sus ojos iguales a los de su hija, se apreciaba una resolución inquebrantable.
—Nunca creí que el cariño de un hijo llegara tan hondo, Frank —murmuró desalentado—. Comprendo tus reproches y no te censuro; todo lo merezco. Para purgar mi culpa voy a dar un paso definitivo. Voy a ir a casa de Clark Geogley.
—¿Te has vuelto loco?
—Soy padre, Frank. Nunca lo supe hasta este momento.
Frank se aproximó a él y cogiendo las manos, temblorosas, del caballero las llevó a sus labios.
—Gracias, padre —dijo muy bajo.
Lord Wright apretó los labios. Dio un paso hacia delante. Detúvose en el umbral.
—Pediré mi dimisión, Frank. Nos iremos al valle una temporada. Es preciso que las lenguas callen y para ello tendremos que dejar que pase mucho tiempo.
* * *
Hallábase tras la mesa del despacho hojeando unas páginas que sueltas permanecían esparcidas por la mesa.
Entró un criado y le entregó una tarjeta.
—Que pase —ordenó sin inmutarse.
Sabía a lo que venía lord Wright. Lo estaba esperando desde hacía varios días.
Apareció en el umbral y la sonrisa sarcástica de Clark se acentuó aún más.
—Buenos días —saludó el caballero con naturalidad.
Si Clark había imaginado la llegada de lord Wright aparatosa, desesperada y amenazadora, se llevó un tremendo chasco. Su gallarda figura, su porte señorial, su majestad de caballero de la corte continuaba agudizado en su elegante persona.
Clark, un poco impresionado a su pesar, irguióse y alargó la mano. La mano señorial de lord Wright quedó firme, extendida a lo largo del cuerpo.
La boca de Clark se apretó fríamente. Sus facciones se endurecieron. La llaga que nunca había cerrado completamente pareció abrir un hoyo terrible en su corazón.
—¿Y bien?
Lord Wright dejóse caer en un sillón frente a la mesa de despacho y Clark se sentó de nuevo en el sillón giratorio…
—Siento mucho que hayamos llegado a este extremo —dijo el caballero pausadamente—. La verdad es que nunca pensé que Clark Geogley se burlara de mi amistad tan descaradamente.
Clark nada repuso. Tan solo la sonrisa de sus labios se acentuó más.
—Usted sabe —continuó— que este paso que estoy dando hoy es impropio de mi honor.
—Al contrario, lo considero muy propio de su honor.
—¿Y conoce también el objeto de mi visita?
—Lo imagino.
—Entonces dígame que responde a ello.
—No me apartaré de su hija mientras ella me quiera. Y sé que me quiere hasta el punto de saltar por encima de todo por conseguir mi cariño.
Una mueca que quiso ser sonrisa floreció en los labios del noble. Aquella situación le repugnaba, mas era evidente que por su honor y el de su hija soportaría aquella vejación y otras mucho mayores.
—De ello se desprende que usted no la quiere.
—Nunca me detuve a preguntármelo —repuso fríamente—. Lo consideré innecesario.
—Es un halago que hubiera congratulado a mi hija de haberlo oído.
—Ella está dentro de mis interioridades.
—Una expresión que quiere ser altisonante, pero que no deja de ser rotundamente vulgar. Señor mío —añadió sin transición—, no vengo a rogarle que deje de ver a mi hija, vengo a exigirle, ¿me entiende usted? Vengo a exigirle que se case con ella.
Evidentemente la faz de Clark Geogley era tan dura como el granito. Permaneció quieto, rígido el rostro, impasible la mirada. Diríase que esperaba aquellas palabras y, sin embargo, nada más lejos de la realidad.
—Siento decirle que esto no sucederá nunca. Hace diez años yo tenía una hermana que trabajaba para ganarse el sustento. Era bonita, pura, tan bella e inocente como Dora Wright.
—¡Basta! —gritó el caballero con el rostro lívido—. Sé esa historia como si fuera la mía propia.
—Me congratulo de ello. Deseaba decirle que de Lidia Geogley no se compadeció más que su hermano, ¿comprende usted? Ella murió atormentada, desesperada en aquel lecho que se le hacía una cárcel. Hubo un niño, ¿sabe? Un niño que murió unas semanas antes que su madre. Eso lo ignoraba, ¿verdad? También su hijo desconocía ese incidente. Puedo querer a su hija con toda mi alma. Creo que ya la estoy queriendo, pero antes de casarme con ella, soy capaz de dejarme morir de inanición. Si es que lo ignoran, deseo que sepan lo que sufre una mujer cuando entrega su amor a un canalla. Tenía entonces veinte años y solo un cariño en el mundo. Ustedes se burlaron de ella, la escarnecieron, la mataron —gritó poniéndose en pie, descompuesto por primera vez en su vida—. ¡La mataron! ¿Qué me reprocha? Juré vengarla y he cumplido mi juramento. ¿Cree que soy feliz? —lanzó una risotada que parecía un gemido y añadió, mirando muy de cerca al hombre que le contemplaba tembloroso—: No lo soy, no. Amo a su hija desesperadamente, pero jamás seré su marido. Siento lo que ella sufre porque es como si sufriera yo. Pero sabré dominar el corazón y lanzar todo ese cariño al fondo de un pozo insondable. Quiero que el ilustre lord Wright sienta la misma afrenta que sentí yo cuando la vi abandonada, sola y medio muerta de desesperación.
Avanzó hacia la puerta y la abrió fríamente.
—Eso es todo lo que tengo que decirle, lord Wright —dijo señalándole la puerta—. Usted puede comprender que a un hombre que durante diez años esperó este momento le importará muy poco continuar con el corazón endurecido hasta la eternidad.
Lord Wright púsose en pie y avanzó hacia él. Le miró fijamente.
—Eres duro como una roca, Clark —murmuró lentamente, sin dejar de mirarle—. Eres duro, pero al mismo tiempo eres admirable. Contra los designios de Dios no hay que oponerse. Tú estás señalado para hacer la felicidad de Dora Wright y aunque te empeñes en domeñar el cariño que te guía hacia ella no podrás. Un día te sentirás cansado y dejarás de luchar contra ti mismo. Tal como dices, el hombre que supo esperar diez años ha de saber guardar en el corazón un amor hasta la eternidad.
XIII
La reacción de Clark fue brusca y espontánea.
Nadie hubiera dicho que aquel hombre podía reaccionar de aquella manera. Tan solo Dora, que le conocía bien, sabía hasta dónde llegaría Clark sosteniendo su cariño, sin entregarse a él como le pedía su corazón recio y vigoroso.
Llegó al valle. Llamó en el castillo. Le abrió un sirviente.
—Jura que no lo dirás jamás —pidió imperioso, cuando terminó de hablar—. Júralo. Si hablas, te mataré.
No pensaba hacerlo, pero estaba seguro de que con la amenaza la boca de aquel hombre quedaría sellada para siempre.
Entró en el lujoso vestíbulo. En dos zancadas estuvo ante ella. La vio divina, dentro de su melancólica tristeza.
—No puedo —confesó vencido—. No puedo más, Dora. Te entregué mi corazón pensando que era invulnerable. Y no obstante es como todos.
Una escena conmovedora. La mujer se entregó al hombre con toda su pura grandeza.
La voz ronca habló durante miles de minutos que a ella le parecieron segundos.
—No lo dirás jamás, ¿verdad? Por nada del mundo lo dirás. Júralo, Dora. Por la memoria de tu madre, que no es culpable de nada. Por mi cariño, por mi derrota…
La muchacha lloró muy quedo, vencida dentro del breve círculo de aquellos brazos.
—Tu claudicación, Clark, me dice mucho más que tu elocuencia. ¿Cómo voy a decirlo si te voy a entregar mi vida? ¿Si quieres que ellos sufran, que paguen el daño que te han hecho; por qué me buscas?
—Porque te necesito en mi vida. Porque te quiero.
Sublime expresión en la boca de un hombre como aquel.
—Vamos, Dora. Ellos llegarán mañana y para entonces quiero que sepas defenderte y defenderme sin descubrir jamás nuestro sublime secreto.
Dos sombras se deslizaron sigilosamente por el jardín. El auto arrancó raudo, perdiéndose en las amplias avenidas.
Dos horas después aquellas mismas figuras penetraban en el castillo.
—¡Dios te lo pague! —murmuró el hombre con fuerza, hundiéndola en sus brazos—. ¡Dios te lo pague!
—No lo diré, aunque me maten, Clark, pero tú no te apartes jamás de mi vida. Aunque tenga que sufrir las mayores vejaciones, teniendo tu cariño cerca, ¿qué me importa lo demás? Te lo he dado todo, Clark, y te daré la vida si me la pides. No olvidaré jamás esta noche. ¡Jamás!
* * *
Llegó primero Frank. Lord Wright había de cumplir algunos compromisos en la corte y aún transcurrirían algunos días antes de que acudiera al valle.
—Hola, Dora. Papá vendrá uno de estos días.
—¿Por qué? Te aseguro que no lo necesito. ¡Estoy tan tranquila aquí!
—¡Cuánto sufres!
La sonrisa de Dora se ocultó rápidamente. Recordó la figura del hombre amado, su apasionamiento, que quedó todo al descubierto ante su cariño… Domeñó su inmensa felicidad y dijo muy bajo, bajando los ojos:
—Dios me recompensará, Frank. También tú has sufrido.
—Papá fue a verle.
—Nunca pensé que su orgullo se domeñase hasta ese extremo.
Frank la contempló fijamente.
—Dora —exclamó extrañado—. ¿Es que no estás arrepentida de haber puesto tu corazón en Clark Geogley?
—¿Arrepentida? ¿Acaso no me conoces, Frank? Cuando yo le di el corazón no me hice ninguna pregunta. Lo di todo, ¿comprendes?, absolutamente todo, y no tengo intención de recuperarlo.
—¡Dora!
La joven se aproximó a la ventana y contempló con ojos soñadores la inmensa senda que se extendía interminable hacia lo lejos.
¿Quién había construido de nuevo la casita de madera? La había visto días antes cuando, desesperada, quiso rememorar los días felices que había vivido con él dentro de aquel breve recinto.
—Me dejas asombrado, Dora —dijo Frank, tras ella—. Imaginaba encontrarte desesperada, y no solo me equivoqué en ese sentido, sino que hasta me pareces alegre, dispuesta a saltar por encima de todo, con tal de conseguir el amor de Clark.
—Y así es.
—¿No tienes dignidad, Dora?
—¿Para qué la quiero? Si me falta él, tanto se me da una cosa como otra.
—Hablaré con Clark. Me arrastraré, si es preciso, ante él, pero tiene que dejarte tranquila.
—No me, dirás que eso corresponde a una elegante dignidad.
—En efecto, pero por tu honra soy capaz de todo.
—En manos de Clark Geogley no hubiera salido muy mal parada.
—¡Dora!
Ya no era una llamada al sentido común de la muchacha joven e inexperta, era un grito ahogado de indignación.
—¡Dora! —llamó con fuerza.
La muchacha quedó detenida en el umbral. No volvió la cabeza, pero interrogó sin moverse:
—¿Qué deseas?
«Frank sufre como un condenado. No lo merece y, sin embargo, yo nada puedo hacer para evitar su sufrimiento».
¿No podía hacer nada? Una simple palabra y el corazón de Frank hubiera quedado tranquilo y exento de amarguras. Mas era evidente que Dora antes se dejaría destrozar que pronunciar aquella palabra que era su dulce y sublime secreto.
—No puedo creer que hayas perdido toda la dignidad, Dora —murmuró Frank, dolorido.
La respuesta de Dora fue muda. Diríase que no le había oído.
—¿Adiviné la verdad, Dora?
Ahora sí que la cara bonita le mostró toda su pureza. Los ojos azules se abrieron desmesuradamente.
—Nunca —repuso ahogadamente—. ¿Cómo te atreves, Frank? Lidia Geogley fue vuestra víctima, pero Clark es un caballero por encima de todo y me ha respetado aún contra el odio que llevaba acumulado en su corazón.
Después dio media vuelta y le dejó solo.
* * *
Frank se había marchado aquella mañana.
¿Por qué le había mentido a Frank con tanto aplomo? ¿De dónde había sacado el valor?
«Me lo dio su cariño y su recuerdo», díjose dulcemente, mientras de nuevo rememoraba la noche aquella cuando en realidad comenzó una existencia feliz, al lado del hombre que sigilosamente penetraba por la tapia del jardín como un vulgar enamorado.
Fue entonces cuando conoció a Clark, tal como era, sin dobleces, exento de aquella indiferencia glacial que le rasgaba el corazón.
—Estoy asombrada, querido —murmuró una noche, cuando sola con él sentada en mitad de la senda, se miraba en sus pupilas ardientes—. Eres un niño grande. Muchas veces me parece que soy una vieja a tu lado.
—Estoy purificado, reina mía. He vivido con un solo objeto en mi vida y la existencia no destruyó del todo mis buenos principios. Nunca pensé que fuera a claudicar ante unos ojos azules, brillantes como zafiros. Mi derrota, reina, ha sido la más maravillosa del mundo.
Después de aquello el hombre grande se dejaba querer como un chiquillo.
Volvía sola al castillo, sola y embriagada de su cariño. Los ojos de un criado la miraban fijamente, como si escrutaran en su corazón.
—¿Qué ves, Dimas? —preguntó una tarde.
El fámulo parpadeó nervioso como cogido en falta. Pareció dudar. Después murmuró torpemente:
—Temo que lo sepa lord Wright.
—No te preocupes, querido amigo. Si lord Wright lo hubiera sabido, sería el hombre más feliz del mundo.
Otra de aquellas tardes, Dimas se detuvo ante ella y preguntó de repente:
—¿Dónde ha sido, lady Wright?
En principio no le entendió. Luego soltó una alegre carcajada y dijo:
—En la capilla de un pueblecito próximo. Fue maravilloso, amigo mío.
Dimas respiró satisfecho.
Algunos días después y antes de que regresara Frank, Dimas salió una mañana vestido elegantemente, en consonancia con su posición. Volvió al anochecer. Buscó a la joven.
—Muy guapo vienes, Dimas. ¿Puede saberse el objeto de tu salida?
El fámulo, con los ojos llenos de lágrimas, le entregó un pliego de papel sellado y firmado.
—Tengo el deber de velar por mi señorita —balbuceó nervioso—. Milady ha de perdonarme, pero Dimas, el fiel criado, deseaba saber ciertamente dónde había sido.
La respuesta de Dora fue un beso estampado en la mejilla rugosa.
—Gracias, Dimas. Espero que ahora sabrás callar con mayor razón. Dame ese papel. Probablemente no lo necesite, pero lo guardaré en prueba de tu fidelidad.
XIV
Detuvo el potro y penetró rápidamente en la casita de madera.
—¡Clark! —gritó con voz ahogada.
La esbelta figura del explorador salió de uno de los pequeños departamentos de la casita y la miró apasionadamente.
—¡Oh, Clark, me ha dicho Dimas que has cometido la insensatez de instalarte definitivamente aquí! ¿No lo harás, verdad?
El hombre, en silencio, con los ojos ardientes brillando como ascuas, fue aproximándose lentamente.
—¿Es que te asusta la felicidad, reina? ¡Pequeña mía! Construyeron la casita por orden mía, solo con objeto de estar más a tu lado. No me irás a decir que flaquean tus fuerzas.
—Cuánto los odias, Clark —murmuró la voz débil—. ¿Qué te propones, Clark? ¿Crees que durante mucho tiempo podré sostener esta situación? Aunque te quiera con toda mi alma, aunque consienta morir por tu amor, aunque ellos me maten, un día cualquiera mis fuerzas flaquearán. Era feliz, Clark, sabiendo que estabas en el próximo poblado; era infinitamente dichosa esperándote por las noches en mitad de la senda, pero así… ¿No comprendes que desafías a mi padre? Cuando sepa que la casita está habitada por ti será capaz de matarme antes de consentir que podamos vernos. ¡Oh, Clark, si me hubieras preguntado…!
—No necesito hacerlo, reina. Nunca odié a nadie en mi vida como les odio a ellos. De buen grado mi corazón no quisiera odiar y, sin embargo…
Hizo una rápida transición y la prendió apasionadamente en sus brazos. Apretóla contra su pecho.
—Te quiero —susurró ella con apasionamiento—. Por ti soy capaz de todo, Clark. Pero ellos no te comprenden y temo, temo y no sin razón.
—¿Temes? Reina mía, estando yo a tu lado, ¿a quién puedes temer? ¿Quieres que demos un largo viaje?
—¡Clark!
—No te alteres, Dora. Estoy hablando en serio. Ellos creerán que obramos dominados por Satanás, pero Dios, ese Ser al que invoqué para llegar a tu corazón bendecirá nuestra huida y no nos abandonará en el camino emprendido.
—No, no. ¿Cómo voy a destrozar así el corazón de mi padre? Nunca, ¡nunca!
El hombre quedó callado. Apartóse de su lado y, dejándose caer en un banco de tosca madera, encendió parsimonioso la pipa. Alzó los párpados indolentemente:
—No me mires así —gritó ella con desesperación—. Me parece que nada ha variado, que todo continúa igual que aquella noche nevada que salí de esta casa con el corazón traspasado. ¿Por qué eres así? ¡Cómo voy a odiar a los míos si hubiera sido injusta! Además, lo llevo dentro del corazón. ¿Aún pretendes hundir nuestro honor en el cieno? Después de todo, Clark, yo soy una Wright, ¿comprendes?
Clark no se inmutó. Diríase que esperaba aquella reacción desde hacía mucho tiempo. Quitóse la pipa de la boca y sonrió de aquella forma tan desagradable que llenaba de ira a la muchacha.
—Ya veo que continúas siendo de ellos, Dora. Lo siento. Creí que al entregarme tu corazón me lo habías dado todo, hasta el cariño a los tuyos. Llámame egoísta si quieres, pero lo cierto es que yo te quiero toda y te conseguiré por encima de tu padre y de tu hermano. No eres una Wright, muchacha —añadió poniéndose indolentemente en pie—. La noche que te casaste conmigo me lo diste todo y todo lo quiero.
—Sí —exclamó ella, retorciéndose las manos desesperadamente—. Te lo di todo, pero me juraste que te ocultarías en el poblado y que no torturarías a mi padre jamás. Soy una chiquilla, Clark —añadió desalentada—. En realidad estaba enloquecida y no sé con seguridad lo que juré. Continuaré sosteniendo el juramento por encima de todo, pero exijo de ti que seas prudente y que te alejes de esta casa. Sabes tan bien como yo que si continúas aquí no habrá fuerza humana que me contenga y vendré a reunirme a tu lado. Sabes también las consecuencias que esto podría acarrear, ¿verdad?, y eso es lo que te interesa. He tenido una conferencia con mi padre y me ha prohibido terminantemente cruzar contigo una palabra en el caso de que acudieras al valle. Ignoraba que estabas ya aquí. Tú eres mi marido. Daría la vida por tu cariño, no lo ignoras. Toda mi juventud y mi inocencia la puse en este amor. Pero tampoco puedes ignorar que le debo la vida a mi padre y que le quiero con toda la ternura que tengo acumulada en mi corazón.
—Me has dicho que era toda mía.
—Estaba ciega, Clark —exclamó en el paroxismo de su dolor—. Son dos cariños diferentes. A ti te quiero como a hombre, a él como a padre. Juré aquella noche, pero ignoraba el significado de mi juramento. Además, estos días he meditado profundamente y llegué a la conclusión de que si me quisieras de verdad, como aseguras, olvidarías la venganza. Si llegaras a mi padre normalmente, como un caballero, le contaras la verdad, toda la verdad sin omitir detalle, mi padre te perdonaría y te acogería con los brazos abiertos. Pero no solo no pretendes eso, sino que te gozas en la destrucción de nuestro honor. No, Clark, esto no puede seguir así y por eso he venido a verte. Cuando Dimas me dijo que estabas aquí, instalado para una temporada, creí enloquecer. Frank y mi padre llegarán mañana. Me ha prohibido verte y no te veré.
—Eso quiere decir…
—No me mires así —gritó desesperadamente—. Crees que te vengas de ellos y a quien destrozas es a mí.
—Marchemos.
—¿Y dejar en entredicho mi nombre? Jamás. Di antes que eres mi marido, di que una noche viniste medio enloquecido a pedirme que fuera tu esposa, di que salimos juntos, que nos casamos, que me pediste un juramento y que yo, cegada por tu cariño deslumbrante, juré sin saber qué juraba. Di todo esto y después me iré contigo hasta el fin del mundo; hasta la selva incluso, para vivir en una tienda de campaña teniendo por toda techumbre un trozo de cielo y por almohada una roca.
—¡Jamás! ¡Lidia no me lo hubiera perdonado!
—¿Y crees que así puedo llegar a tu corazón?
El hombre soltó una carcajada que nunca como en aquel momento resultó tan desagradable.
—En tu corazón estoy desde el primer día, Dora. No lo ignoras. Has nacido para ser exclusivamente mía, muchacha, no habrá fuerza humana que tuerza nuestros destinos.
—Sí —dijo desalentada—. Todo esto lo sabes y aun así continúas aprovechándote de mi debilidad. Temo, Clark, que, pese a todo, no solo llegue a olvidarte, sino que terminaré aborreciéndote.
Dio un paso hacia la puerta. La figura corpulenta se le interpuso.
—¿Marchas?
—Marcho, sí. Y no volveré.
Sintióse apretada con salvajismo. En los labios creyó que caía una plancha de fuego.
—Volverás —rugió el hombre, descompuesto—. Has de volver. ¡Volverás! ¡Di que volverás!
Por primera vez en su vida desde que lo conocía, quiso ser fuerte y lo fue.
—No volveré —juró, reluciendo en los ojos una expresión indómita—. No volveré jamás. Has de ir tú a buscarme.
Saltó hacia atrás y como un gamo subió al caballo y desapareció en la inmensa senda.
* * *
Tirada sobre el diván del saloncito contiguo a su alcoba, el cuerpo bonito parecía un montón de gasas.
Habían transcurrido muchos minutos desde que le dejó solo en la casita de madera y aún continuaba con el corazón encogido.
Se le presentaba un dilema al que creía imposible discernir.
Por un lado, el cariño a su padre. Le quería porque lo sabía bueno, egoísta en el fondo, pero ¿qué padre no lo es para sus hijos? Por otro lado, el amor del hombre que le había enseñado a vivir con apasionamiento.
De pronto se incorporó. Los follajes del próximo jardín se movían. La ventana estaba abierta. Sobre ella se proyectó una sombra y antes de que pudiera lanzar un grito, el cuerpo de Clark quedó erguido en mitad de la estancia.
—Esto es solo para demostrarle que lo haré cuantas veces quiera, aun estando aquí tu queridísimo padre —dijo la voz extrañamente inalterable.
La figura de Dora quedó erguida en mitad de la estancia. Los ojos del hombre se volvieron despacio. La miró sin parpadear. Era evidente que analizaba la hermosura de la mujer, que en aquel momento se mostraba en todo su esplendor.
Hizo un esfuerzo. Tenía una voluntad poderosa.
—Estás bonita —dijo, mordiendo las palabras.
—¡Clark!
—Hasta otro día, querida. Estás muy favorecida, pero no me interesas.
Saltó de la ventana al jardín, Un ruido seco, unos pasos recios que se alejaban y después un impresionante silencio.
Tirada sobre el lecho, quedó muchos minutos hasta que la voz enronquecida dijo lentamente:
—Eres mi esposa, Dora, y te quiero con toda mi alma.
—¡Clark!
Aquel grito de dolor quedó ahogado por la fuerza suprema de él. Le aborreció con toda su alma. ¿Qué cariño era el suyo? ¿Es que la quería tan solo de aquella manera?
XV
Quedóse asustada y desconcertada al mismo tiempo. ¿Cómo era posible que su padre cometiera tamaña locura?
—Hola, querida mía. ¿Qué tal te encuentras? Estás más desmejorada. Mira, te traigo a estos amigos para que lo pases mejor. Vamos a organizar algunas fiestas y es de esperar que levantes el ánimo.
Estrechó manos sin cesar. Una congoja terrible le atenazaba el corazón. ¿Qué diría Clark cuando lo supiera?
—¿Por qué lo has hecho, papá? —preguntó tan pronto estuvieron solos—. Dada mi situación, hubiera sido más prudente dejarme sola en el castillo.
—No seas chiquilla. Una muchacha como tú no debe dar demasiada importancia a una crítica que ya perdió actualidad. Espero que entre esos aristocráticos muchachos encuentres a tu futuro marido.
—¿Con este objeto has hecho las invitaciones?
—Este es el primero —repuso seco—. Otro, el de que comprueben por sí mismos que la existencia de Clark Geogley en tu vida tuvo tanta duración como una ráfaga de viento.
Tembló. ¿Podría soportarlo?
—Eso es una insensatez, padre —repuso desalentada—. Clark Geogley sigue en mi corazón como el primer día. Ni me casaré con ninguno de esos candidatos, ni me interesa que comprueben…
—¡Cállate! —rugió fiero—. Cuando fui a ver a tu… amigo Clark, después de oírle, aún le dije que era admirable. En el fondo me lo parece, desde luego, al saber algunas cosas…, entre ellas que no tenía un centavo… —recalcó, sin escrúpulo alguno—, desistí de ello, y hoy juro que antes te quiero ver muerta que casada con él.
Se irguió altanera.
—Yo no soy Frank, padre, tú lo sabes. Quiero a Clark Geogley y si no llego a convertirme en su esposa —aquí la voz tembló solo por un momento—, no me casaré con ningún otro.
—Mi autoridad…
—En este caso es nula, lord Wright.
—¡Insensata!
Erguido ante ella, su padre parecía un juez.
—Siento que la versión que corría respecto a Clark haya sido falsa, papá. Después de todo, tanto peor para él, mas es evidente que si con esto has querido destruir mi cariño hacia él, equivocaste el camino, porque desde hoy le quiero más. Yo no taso el cariño por libras, lord Wright. Me sale del corazón y no pregunta cuánto cuesta, porque el precio del mío lo paga otro corazón.
Un ruido seco y cortante sonó en la estancia. La mano de lord Wright había cruzado, por primera vez en su vida, la mejilla femenina. No se encogió. Valiente y digna, esperó una nueva bofetada que no llegó.
—Me dijo Frank que reaccionarías como un padre cariñoso. Veo que también esta vez te guio el egoísmo. Lo siento por ti —concluyó dignamente.
La sacudió violentamente por los hombros.
—Clark está aquí, en su casita de madera. Buenas tardes, padre.
* * *
Quedó anonadado. ¿Clark allí? Lanzó un juramento y se dirigió a la habitación de Frank.
—¿Sabías que Clark Geogley estaba aquí? —preguntó fiero.
Frank, que tras los cristales oteaba el bosque, se volvió rápidamente.
—¿Clark aquí? ¿Quién te lo ha dicho?
—Tu hermana.
Pasó ante su padre sin hacer ningún comentario. Lord Wright mesóse los cabellos y después, adquiriendo su soltura acostumbrada, salió de la alcoba y se reunió a sus invitados en el jardín.
El caballo de Frank se alejaba raudo en dirección recta, hacia el fondo del valle.
Con el rostro pálido, llegó frente a la casita de madera. Antes era más sólida, pero ahora mucho más bonita.
Clark fumaba tranquilamente su pipa, sentado en un banco de piedra al pie del umbral. Al ver a Frank, no se movió. Quitóse la pipa de la boca y esperó pacientemente que Frank llegara a su lado.
—Buenos días, Frank —saludó sin inmutarse—. No esperaba tu grata visita tan de mañana.
—Sin embargo, sabías que vendría.
El explorador encogióse de hombros.
Hizo un gesto de indiferencia, pero no sonrió.
—Siempre hemos sido buenos amigos. Naturalmente que esperaba tu visita.
Se puso en pie. El otro hallábase frente a él con los ojos clavados en la faz impasible.
—Nunca hemos sido amigos y lo sabes —dijo Frank, Con los dientes apretados—. Yo a ti te odio y tú a mí…
—Te desprecio —terminó Clark, con pausada voz.
El pecho de Frank pareció hincharse.
—Por otra parte, Frank —añadió lentamente—, no me explico el fin de ese odio. En realidad, debiera ser yo quien te odiara a ti. Y ya lo ves, me eres completamente indiferente.
—¿Por qué persigues a mi hermana? ¿No es precisamente por ese odio enconado que sientes hacia nosotros?
Clark fumó apasionadamente. Su rostro cetrino quedó oculto entre las espesas volutas. Luego hizo un gesto vago y su voz sonó normal.
—Puede que sea una insensatez, pero la verdad es que quiero a tu hermana. No habrá fuerza humana que me aparte de ella, Frank. Se lo participé a tu padre cuando fue a verme. No pareció desagradarle la idea de que algún día me convirtiera en su yerno. Ciertamente no cuento casarme con ella, pero me gusta tanto, que me será de todo punto imposible dejar el valle mientras ella esté aquí. Y si marcháis, la seguiré… —Hizo un movimiento brusco con la mano cortando la interrupción del otro y añadió pausadamente—: Si has venido a pedirme que me vaya, malgastas el tiempo, Frank. No me iré.
Frank apretó los puños.
—Tenía en mi corazón un recuerdo imborrable por tu hermana muerta. Puede que te cause risa, pero lo cierto es que la quise con todas las potencias de mi ser. Si conforme tenía veinte años hubiera tenido seis más, no hubiera habido fuerza humana que me hiciera alejarme de ella.
—¿Adónde vas a parar? Ese cuento es muy viejo, Frank, y me molestaría que continuaras con un tema que perdió actualidad.
—Para mí nunca la hubiera perdido si tú no apareces en nuestra vida.
—No pretenderías que dejara a Lidia sin vengar. ¿Qué me reprochas? Imagina a tu querida Lidia sin amigos, sin consuelo, con un hijo sin padre.
—¡No!
—Sí. Murió unas semanas antes que su madre.
Un sudor frío bañó la frente ancha de Frank. Lo ignoraba. Si hasta entonces había mantenido los remordimientos, ¿qué haría en adelante?
—Yo… yo lo ignoraba.
—Es muy cómodo olvidar cuando nos conviene. Creo que no tengo más que decirte, Frank. Respecto a marchar del valle, no lo haré mientras vosotros estéis aquí. Y si marcháis, os seguiré hasta el fin del mundo.
Frank había quedado aplanado. Sus ojos ya no tenían aquel brillo de desafío que los animaba al llegar al fondo del valle.
—Deseaba decirte, Clark —dijo, adquiriendo de nuevo una energía falsa—, que con tu proceder llegaré a olvidar el recuerdo de tu hermana.
—Estoy seguro que lo necesita. Tal vez te está maldiciendo.
—No sabía maldecir. No se parecía a ti.
—Por el contrario, éramos iguales. Puedes marcharte, Frank. A fe mía que me estás cansando.
Quiso dar un último golpe y, subiendo sobre el caballo, manifestó:
—Insisto en que no era como tú. A ella le tenía sin cuidado mi dinero. A ti te seduce el de lord Wright.
¿La respuesta de Clark? Digna de él. Dio un formidable salto y cogiendo por las solapas a Frank, le hizo bajar de la silla con una terrible sacudida.
Zarandeólo brutalmente. Si hasta entonces no había salido de su ecuanimidad, en aquel momento, era el Clark de los malos momentos. Sus ojos llameaban, la boca terriblemente apretada sobre la pipa parecía ansiosa de destrozar y las manos continuaban agarrotadas sobre los hombros del asustado heredero de lord Wright.
Adquirió rápidamente la serenidad y aunque no le soltó, la faz perdió la rigidez que la desfiguraba.
—Explícate mejor, mequetrefe. ¿Que yo deseo vuestro asqueroso dinero? ¡Por mil diablos! ¿Y qué hago yo con el mío?
—Tú no tienes un centavo.
Primero quedó con la boca abierta, después soltó tal carcajada que enseñó hasta la garganta.
—En mi vida oí semejante disparate. Anda, lárgate si no quieres que pierda la paciencia. Escucha —dijo burlón—, en lo sucesivo, puedes abstenerte de acudir a mí en demanda de auxilio. Hice mi santa voluntad desde que tengo uso de razón y continuaré así hasta el fin de mis días.
—Te has propuesto destrozar nuestro honor, Clark, y vas camino de conseguirlo. Tenemos la casa llena de invitados. Aunque no sea más que por la memoria de tu hermana…
—¡Calla, insolente! ¿Cómo te atreves a nombrarla?
Inclinó el busto y sacudió la pipa sobre una piedra. Luego le miró con desprecio y penetrando en la casita, cerró la puerta con un brusco golpe.
Momentos después, el galope del caballo se perdía a lo lejos, amortiguado cada vez más.
Los ojos de Clark chocaron con el cuerpo que, hundido en un sillón de mimbre, parecía desmayado.
—Dora, ¿cuándo has venido?
—Hace un momento. Vi salir a Frank y me escurrí por la puerta de servicio, atravesé el bosque y penetré por la ventana.
—¡Querida!
La muchacha se puso en pie e hizo un gesto con la mano impidiendo que se acercara. Parecía cansada y dolorida.
—¿Cómo piensas en realidad, Clark? ¿Ya has conseguido que ellos se rebajaran a ti? ¿Vas a continuar atormentándonos mucho tiempo? Estoy cansada de luchas, Clark. Quizá sea la última vez que vengo a verte. Tampoco tú podrás subir al castillo. Tenemos la casa llena de invitados. Aún estimo en algo mi honor.
—Es el mío, Dora.
—Pero se ignora. Para los efectos es mi dignidad la que está en juego.
—Pequeña mía…
—No, Clark. Con arrumacos no me convences. Me debato en un mar de confusiones. Aquí, la víctima soy yo.
—¿Y mi cariño? ¿No te dice nada mi amor?
Los ojos tristes brillaron apasionadamente.
—Alguna vez me lo dicen todo, y ahora…
La empujó blandamente hacia la puerta.
—Vete, anda. No quiero que continúes un minuto más a mi lado. Te buscarán y quiero que no te encuentren aquí. Nos veremos en otro momento…
La apretó en sus brazos.
Cuando sola ascendía por el bosque empinado, su corazón iba henchido de ternura, pero el alma continuaba doliendo…
XVI
De pie tras la balaustrada de la terraza, contemplaba con ojos vagos las evoluciones de los invitados en el jardín.
—¿No venís, amigos? —gritó alegremente Bob, el hijo de lord Bryce.
Algunos se sumaron al grupo. Lord Wright apareció tras su hija. Traía el rostro demudado y sus ojos claros miraron a su hija como estiletes que traspasan la piel.
—Únete a ellos —murmuró con voz sorda.
—No me divertiré.
—¿Y qué importa? Eso me tiene sin cuidado. Vete con ellos y mide bien tus pasos, porque si a mis oídos llega que te encuentras con Clark Geogley, será la última vez que tus ojos contemplan la luz del día. Además, escucha esto —añadió tan fríamente que la carne de Dora pareció crisparse de rabia—. Nunca, ¿lo oyes? Nunca consentiré que te cases con ese hombre. Antes de que finalice el verano y tus invitados se marchen —recalcó, mordiendo las palabras—, has de ser la prometida de Anthony Shyme. Lo exijo, ¿me entiendes? ¡Lo exijo!
No le miró, descendió lentamente las escalinatas y se unió a sus invitados en el jardín.
—¿Nos acompañas, Dory? —preguntó, satisfecho, el mismo Anthony, con los ojos reluciendo como estrellas.
—Deseo refrescarme un poquito.
La respuesta, un poco seca, dejó al muchacho suspenso.
Dora, bonita y gentil, caminaba lentamente al lado de una amiga.
—Estás triste, ¿verdad? —preguntó Gloria, dulcemente.
Dora distendió la boca en una sonrisa tenue.
—¿Se me nota mucho?
—¿Es que lo estás, en realidad?
—Amo a Clark Geogley y mi padre no consentirá jamás que me case con él —dijo sencillamente, con una naturalidad que resultó abrumadora.
—Se han lanzado muchas versiones sobre eso, mi querida Dora. ¿Cuál es la real?
—¡Bah! La que tú supones seguramente.
—Es que si doy crédito a las habladurías…
—¿Por qué no terminas? ¿Crees que me afecta? Ya estoy curtida.
—Dora, no pareces la misma. ¿Dónde está tu optimismo?
—Cuando se ama, Gloria, y no se puede ser feliz, el optimismo es un factor de menguada importancia y utilidad nula.
—Escucha, Dora. Según tengo entendido, tu padre no veía con malos ojos ese matrimonio. ¿Por qué cambió de parecer?
Dora encogió los hombros con indiferencia y dijo con desdén:
—Mi padre es un hombre muy positivo, querida mía. Parece ser que le han dicho que Clark no tenía un chelín…
—Eso no tiene la menor importancia. Clark es millonario. Ganó muchísimo dinero con sus viajes.
Dora nada repuso. Llegaban al lago.
—¿Dónde está ahora, Dora?
—¿Te refieres a Clark? Está aquí en el valle, en la casita, al otro lado de la senda.
—¡No es posible!
—Sí lo es. A Clark no le arredra la lucha. Es valiente y me quiere. A su manera, pero me quiere.
—¿Y te quejas? Yo, en tu lugar…
No pudo terminar la frase. Ante ellas estaba Tony enseñando la blancura inmaculada de sus dientes perfectos.
—¿No os bañáis?
Gloria se alejó al encuentro de sus amigos. Quedó sola con él.
—Daría media vida por apartar de tus ojos esa melancolía.
Por toda respuesta, Dora hizo una pregunta que resultó un poco brusca y desconcertante para el hombre que la escuchaba y cuyos ojos azules se ocultaron bajo los párpados nerviosos.
—¿Por qué me escribiste aquel anónimo? ¿Creíste, acaso, que mi amor por Clark había de desaparecer después de leer tu misiva?
—¡Dora!
—¡Oh, es inútil que lo niegues, querido! Sé leer entre líneas. No soy partidaria de los anónimos, Tony. Cuando hay que dar la cara se da, ¿comprendes? No, no me mires de este modo. Mi padre ha dicho que antes de que finalice el verano he de ser tu prometida. ¡Qué iluso es y qué tonto eres tú! Ni veinte hombres como tú lograrían hacerme olvidar a Clark Geogley. Le amo, Tony, y es inútil que continúes haciéndome la corte.
El rostro de Tony estaba lívido.
—No me mires de este modo —añadió la muchacha con indiferencia—. Es una tontería que continúes negando ser el autor de aquel papelucho.
—Yo, en tu lugar, no lo hubiera confesado. Denotas poca dignidad.
—¿Es esa tu respuesta, Tony?
—La más acertada.
A lo lejos ladró un perro. El cuerpo de Dora se crispó terriblemente.
Era inconfundible. Tras el perro lobo, la figura de Clark iba a aparecer de un momento a otro.
—Es el perro de Clark —dijo, mirando retadora la faz extrañada de Tony—. Clark está en el valle. Sí, sí —añadió nerviosamente—. Tengo a Clark aquí y le quiero. Puedes decírselo a mi padre.
El perro lobo saltó de entre los arbustos y corrió hacia ella alegremente, moviendo la cola y emitiendo aullidos de satisfacción.
—Quieto, «León». Sé buenecito.
—Se nota a la legua que te ve muy a menudo, Dora. Voy a creer lo que se dijo…
—¡Cállate! —dijo con fuerza.
La voz era sorda, pero tan intensa que por un momento Tony quedó desconcertado. «León» le contemplaba con ojos vidriosos, como si comprendiera.
Sobre el lago quedaron muchos rostros contemplando la escena. Sentada en la orilla, Gloria y sus compañeros miraban la fuerte estampa de Clark, quien, tras Dora y Tony, permanecía quieto, con los ojos entornados.
—Buenas tardes a todos —dijo con su inflexión profunda y bronca.
Dora se puso de un salto en pie. Tony quedó envarado, sentado en el césped.
Clark no miró a Dora. Caminó lentamente hacia la orilla y se sentó junto a Gloria.
—Creo que todos nos conocemos —exclamó con naturalidad.
—Hasta hemos bailado juntos —repuso una de las muchachas—. ¿Qué haces por aquí, Clark?
—Entretengo el ocio. Tengo vacaciones y me dispongo a aprovecharlas.
Soltó una carcajada y alargando el brazo hacia atrás, cogió la mano que Dora dejaba caer a lo largo del cuerpo con desaliento.
—Siéntate con nosotros, querida. ¿No te bañas?
En la manera cómo Clark apretó su mano, notó que este estaba lleno de ira. ¡Le conocía tan bien! Supo que estaba realizando un gran esfuerzo para no estallar.
—¿No te bañas? —preguntó, ladeando la cabeza hacia ella.
—No me baño —repuso nerviosamente.
Todos estaban pendientes de ellos dos. Si hasta entonces nadie había creído la existencia de unas relaciones oscuras entre ellos, desde aquel momento no lo dudarían.
Jamás experimentó tanta humillación. La veían al desnudo. Pensaban en lo que no existía.
«¡Es mi marido! —tuvo deseos de gritar—. ¿Qué me censuráis?».
Se puso en pie de un salto. Apretó los puños. La boca pareció crisparse. Una sombra de amargura cruzó la mirada, que por un momento brilló húmeda.
Algo iban a saber, algo terrible o tal vez sublime. El cuerpo gentil de Dora Wright se alzó sobre si mismo. Aspiró hondo. Le faltaban las fuerzas. Jamás podría continuar soportando aquella humillación. Tony la miró con desprecio. Fue el acicate que pinchó su lengua y ya no pudo contenerse.
—¿Por qué me miráis así? —gritó con toda su alma, desgarrada por la desesperación—. Soy tan pura como vosotras. Ese hombre es…
Una figura corpulenta se alzó de un salto y brusca fue hacia ella.
—¡Cállate! —rugió la voz descompuesta—. Cállate, insensata.
—He de decirlo…
Ya no había fuerza en la modulación apagada. La figura de Clark, alta y vigorosa, la aplastaba con su poder. Nunca como en aquel momento comprendió de la forma que se hallaba derrotada. Él la vencía con sus ojos. Con una sola mirada de aquellas pupilas autoritarias, la voluntad de Dora desaparecía.
—Nunca te odié tanto como esta mañana —dijo al fin, dando la vuelta y desapareciendo entre los arbustos.
Por espacio de minutos, la mirada del hombre permaneció fija en el lugar por donde había desaparecido ella. Después dio la vuelta. La faz mostraba una serenidad natural, exenta de alteraciones.
—Os acompaño en el baño, queridas amigas —dijo con voz extrañamente normal.
Muchos ojos se clavaron en él, extrañados. Clark pareció no notarlo. Tan solo cuando Tony se puso en pie e hizo intención de caminar hacia el bosque, avanzó lentamente y cogiéndole por un brazo murmuró suavemente:
—¿Adónde vas, Tony? Ella sabe muy bien el camino del bosque y el de su castillo. Tú te bañarás con nosotros, ¿verdad?
La boca de Tony se apretó con fuerza.
—Eres un canalla, Clark Geogley.
La mano de Clark se alzó en el aire. Se movió indolentemente.
—Te perdono y no doy por oídas esas tonterías. Cállate si no quieres probar mis puños. Te aseguro que no son nada suaves.
—¡No callaré! También yo quiero a esa mujer.
Por la faz de Clark cruzó una ráfaga destructora.
—A esa mujer solo puedo quererla yo, ¿me oyes? Y que sea la última vez que la nombras ni con el pensamiento. Esta mujer me pertenece. Es conveniente que no lo olvides.
* * *
Tiróse sobre el césped, bajo un árbol. Estaba dolorida y atormentada. Se horrorizó. ¿Cómo no había tenido valor para hablar?
—Levántate —dijo la voz imperiosa.
Se levantó como impulsada por un resorte. No, en aquel momento él no la dominaba.
—Si llegas a hablar…
No le dejó concluir.
Irguióse ante él y le miró con sus ojos azules.
—No callaré jamás. ¿Lo oyes? No continuaré callando. No mereces que calle. Eres un canalla. Has consentido que esos muchachos duden de mi honor. Has humillado mi dignidad de mujer. Me has pisoteado.
—No me has comprendido jamás —exclamó con los dientes apretados.
—¿No te he comprendido? —rio, desalentada—. Por encima de todo eres vengativo, por encima de todo, aunque me ames con toda tu alma, has de vengar a tu hermana muerta… Di que soy tu mujer… ¡Dilo!
Los ojos del hombre parecieron echar lumbre. La voz que llegó a los oídos femeninos fue una terrible sentencia:
—Eres igual que ellos. Sin embargo, yo te quiero. No me preguntes cómo ni por qué. Pero por encima de todo eso está ella, la muchacha inocente que ellos mataron.
—No continúes —gritó nerviosamente—. No continúes. Lo sé.
Una reacción brusca alteró las facciones varoniles. La cogió por los hombros y la sacudió furiosamente.
—Soy avaricioso de tu cariño. Te quiero para mí solo, bien lo sabes. Te he visto cerca de ese mentecato. Y tú eres mía. ¡He de demostrar que eres un objeto de mi exclusiva pertenencia!
—¡Un objeto! —exclamó, dando un paso hacia atrás. Eso soy para ti.
Apretóla contra su pecho. Oprimió nervioso el rostro pálido, ahora alterado terriblemente.
—¡No lo dirás! —rugió, mordiendo las palabras—. No lo dirás porque…
Una lágrima brilló en los ojos bonitos de ella.
—Dora —murmuró el hombre, ahogadamente—. Eres lo más puro que hay en mi vida. ¡Si tú supieras de la forma que estás dentro de mi corazón!
¿Iba de nuevo a vencerla? No. Sentía demasiado dolorido el corazón.
—No puedo creerte, Clark —dijo desalentada—. Aunque quiera, no puedo creerte. Déjame marchar.
Aún la silueta de Dora no se había perdido entre los árboles, cuando los bañistas aparecieron en un claro del bosque.
Mordióse los labios. De nuevo les habían visto. Tuvo deseos de detenerles y decirles la verdad, pero se contuvo. El recuerdo de Lidia, pálida y desencajada, tendida en un pobre lecho, debatiéndose entre la vida y la muerte, crispó su corazón cerrándolo al perdón.
XVII
Aquella noche, Gloria subió a su cuarto.
Dora hallábase vestida, sentada en la cama con la cara entre las manos, cuando la puerta se abrió y su amiga se recostó en el umbral.
—Pasa, Gloria, y cierra de nuevo la puerta.
La joven sentóse sobre la alfombra con las piernas encogidas.
—Siempre has sido una chica de voluntad firme. ¿Por qué has callado esta mañana? ¿Qué tenías que decir, Dora?
—¡Bah! Soy muy impresionable, Gloria. Ellos estaban haciendo juicios temerarios. Tú misma me mirabas con ojos de censura.
—Es que…
—¡Oh, no prosigas! Lo adivino todo.
—No, Dora. No quiero que adivines lo que no existe. Yo encontré extraña tu actitud. Temí que ellos…
—Lo hicieron igual. No te preocupes.
—Eso no es lo peor. Tal vez alguno habló ante tu padre. Sería terrible.
Dora mordióse los labios.
—¿Tú qué crees? —preguntó de repente.
—Yo, Dora, creo lo que tú me digas.
—Es que yo no puedo decirte nada.
Podía decírselo a Gloria. Al menos, era un desahogo que necesitaba.
«¡No lo dirás! ¡No lo dirás!».
Aspiró con fuerza. Le faltaba el aire. Ya no era ella ni su sombra.
—¿Están bailando? —preguntó precipitadamente, sabedora de que jamás tendría fuerza para hablar de aquello que la atormentaba—. ¿Vamos a acompañarles, Gloria?
Gloria la contempló con admiración. ¡Cuánta voluntad tenía para algunas cosas y, no obstante, para aquello que debiera tenerla, le faltaba!
—Vamos —dijo con naturalidad.
* * *
A lo lejos y en la serenidad callada de la noche, oyóse potente el ladrar de un perro.
Todos los rostros se volvieron hacia la muda y pálida Dora, cuyo rostro quedaba amparado en la oscuridad.
—Es él, Dora —murmuró muy bajo su compañera.
La joven no respondió.
—¿Qué ocultas, Dora? Yo creo en ti, con firmeza, con absoluta precisión; pero aun así, pienso que…
—Calla, Gloria. Me estás lastimando.
El ladrar del perro se oía cada vez más cerca. El baile había cesado. De pronto, el can irrumpió en la avenida. Corrió velozmente hacia la temblorosa Dora.
En la terraza, los rostros se miraban entre sí. La figura de lord Wright se destacó brusca en la puerta del salón. Un fogonazo iluminó la noche. Un disparo y el perro lobo de Clark Geogley rodó muerto por el césped. Oyóse un grito ahogado, una exclamación terrible y el cuerpo de Dora cayó de nuevo sobre el césped, abrazando la cabeza quieta del animal.
—¡Dora! —gritó la voz potente de lord Wright—. ¡Ven a casa inmediatamente!
Púsose en pie con una serenidad extraña. Quedó erguida ante el autor de sus días. Este la alcanzó con el brazo y la metió dentro del salón.
Entretanto, en el jardín, la figura de Clark puso fin a los comentarios.
Todos le contemplaron suspensos, esperando, tal vez, un acceso de furor. Pero no fue así. Clark avanzó lentamente hasta el perro, y miró burlonamente a todos cuantos le rodeaban.
—Lord Wright es demasiado precipitado. La noche le cegó. Este perro no es mi «León». Es el perro guardián del castillo. Lo solté a propósito. La estratagema ha salido bien. ¿Verdad, amigos?
Se inclinó y sacudió la cabeza del animal, volviéndola hacia arriba.
—¿Lo veis? Es casi como mi perro, pero no es el mismo. Lord Wright tenía en mucha estima a su querido «Turco».
Dio media vuelta.
—Nunca he visto hombre más particular —dijo una de las muchachas, siguiendo con los ojos la figura espléndida—. ¿Qué creéis que puede existir entre él y Dora?
—Nada —repuso Gloria con fuerza—. El explorador es raro y tal vez sería capaz de cualquier cosa, pero Dora es una muchacha exquisita y ama a Dios por encima de todo.
—¿Crees que con eso das una explicación? Puede ser muy exquisita y amar a Dios sobre todas las cosas y, sin embargo, estar enamorada de Clark.
—Lo está —dijo bruscamente Tony—. Que exista algo más que un amor, eso es aparte, pero que Dora ama con toda su alma al explorador, eso lo ve un ciego.
* * *
Amparada en la noche, saltó la ventana y traspasó el pequeño montículo hasta alcanzar la senda. No miró hacia atrás. Corría como loca. Y es que en realidad iba enloquecida. Aquella situación no podía prolongarse mucho tiempo.
—¿Adónde vas, querida?
Detúvose en seco. No volvió la cabeza.
—Iba a decirte adiós —dijo lentamente, dando media vuelta y quedando ante él.
Se hallaba sentado en la vereda, con el cayado entre las piernas y la misma sonrisa despectiva en los labios.
—No quiero saber más de ti, Clark. Esta noche te has retratado como el hombre más cruel de la tierra. Sabías que mi padre mataría a tu perro e hiciste la estratagema para que el muerto resultara ser el suyo. Queríamos mucho a nuestro «Turco», Clark. Vivía con nosotros desde que era un cachorro. Lo has matado tú a sangre fría, porque deliberadamente fuiste a buscarlo y lo incitaste para que penetrara en el parque.
—Se ve, querida, que tu perro representaba más que yo para ti.
—Me alegro de haberte encontrado aquí, Clark. Y doy la vuelta.
—¿Así?
—¿Qué más quieres?
—No creo en tu desilusión. Además, no la admitiría aunque hubiera creído en ella. Formas parte de mi vida.
—Ya tu lenguaje no me entusiasma. Dices las cosas con muy poca vida y sientes con los sentidos, no con el corazón.
Una burlona carcajada cortó sus palabras.
—No podrás olvidarme jamás —dijo con fuerza—. Yo conseguiré que no me olvides.
—Estás equivocado. Buenas noches, Clark.
Dio media vuelta. Una mano se cerró sobre su brazo, apretándolo tan fuerte que le hizo daño.
—¡Suéltame!
—Di que me quieres. ¿Me oyes? Exijo que me lo digas.
—No lo siento, por eso no puedo decirlo.
—¡Dilo, Dora! ¡Dilo! ¡Has de sentirlo, porque yo lo mando! ¡Has de sentirlo!
—No supiste ganarlo, Clark Geogley —dijo una voz muy cerca de ellos.
Ambos se volvieron bruscamente. El rostro pálido y rígido de Frank les miraba fijamente.
—¿Por qué has venido? —gritó Clark, con los dientes apretados.
—Deseaba contemplar tu derrota. No has sabido ganar el amor de mi hermana, Clark. Ha sido una lástima.
Contra lo que esperaba Frank, en el pecho de Dora alzóse una rebeldía extraña. Recordó los momentos vividos a su lado. Rememoró la ternura de Clark cuando, ajeno a los sentimientos de venganza, se dedicaba solo a quererla con la ternura de un niño grande.
—Quiero a Clark, Frank. Nos has entendido mal.
—¡Dora!
La muchacha no pudo responder. Un sollozo estranguló su garganta y dando un salto desapareció, perdiéndose en las sombras de la noche.
Esta vez Clark no soltó una carcajada. Estaba demasiado impresionado para tomar las cosas a risa.
—Eres un hombre de suerte —dijo Frank con ironía, al tiempo de dar la vuelta y desaparecer por donde se había alejado su hermana.
Clark dejóse caer de nuevo sobre el césped y ocultó la cara entre las manos.
Añoró la quietud serena de un hogar dichoso, el amor de una mujer sencilla y amante, las caricias infantiles de los hijos…
Púsose en pie y muy despacio se perdió senda adelante hasta su casita.
Quedó quieto en el umbral. Un mundo de asombro plasmóse en su rostro.
—No me mire con ese asombro, Clark Geogley. Soy Gloria, la amiga de Dora. Me ha visto usted muchas veces.
Reaccionó rápidamente. Se estaba portando como un perfecto chiquillo.
—Siéntese. No son horas para andar sola por estos lugares.
—Volveré tranquilamente.
Clark hallábase de pie ante ella, preguntándose el objeto de la visita de aquella elegante muchacha.
—Quiero mucho a Dora, ¿comprende usted? —exclamó sin rodeos—. La quiero y la admiro.
—¿Y bien?
—He comprobado que sufre desesperadamente y vengo a rogarle que se aleje usted de su vida.
El asombro cómico de Clark no tuvo límites.
—Es absurdo —dijo divertido—. Totalmente absurdo e inconcebible. Si yo le falto a Dora se morirá como una flor sin agua. Yo nací para Dora y ella nació para mí. —Aspiró fuerte y encendiendo un cigarrillo expulsó una perfumada voluta y añadió suavemente—: Usted sabe todo lo sucedido con mi hermana y Frank Wright. Me empeñé en que fuera conocido en sus más mínimos detalles. Pero la figura de lord Wright está muy bien relacionada, es un personaje importante y lo sucedido hace diez años no le restó personalidad alguna. —Rio tenuemente—. Es la primera vez en mi vida que hablo con el corazón en la mano. El hecho de que usted haya salido en defensa de la inocencia de Dora dice muy bien en favor de usted y me anima a ser sincero. Tenía veinte años cuando murió Lidia y no sé si la poca edad o su estado agónico en plena juventud, me hicieron odiar a la Humanidad. Trabajé en los quehaceres más ínfimos. Me vi harapiento, destrozado. Ansié el poderío, la riqueza… Un día cualquiera me propusieron un viaje a los lugares más intrincados de África. No dudé. ¿Qué podía hacer? No tenía amigos ni parientes, ni nadie que llorara por mí en el caso de que me destrozara una fiera. No volví de aquel viaje hasta diez años después. Cuando pisé la tierra patria, era famoso. No tenía millones, pero podía mantener a una mujer y ser feliz en un hogar modesto. Aquí me dieron un premio y una condecoración. Luché cuando la guerra como un león y gané más honores y más dinero. Cuando todo volvió a la normalidad, me enfrenté con los Wright. Compré estos terrenos, alcé una casita y me vine aquí, sabiendo de antemano que los Wright realizaban un viaje al castillo todos los años por Navidad. Mi plan era muy otro, se lo aseguro.
Volvió a fumar con fruición y sonrió.
—¿No fuma usted?
—Deme un cigarrillo. Esto es muy interesante.
Alargó la pitillera.
—Hay un refrán que dice que salió por lana y llegó trasquilado —sonrió Clark de nuevo—. Eso me ha sucedido a mí. Me enamoré como un loco de Dora. Fue terrible. Ella también se enamoró de mí.
—¿Por qué no se casa?
La cabeza de Clark se alzó rápidamente.
—Lord Wright no lo hubiera consentido jamás —dijo ambiguamente.
—De todas formas, y pese a lo que me ha contado, he de decirle que la reputación de Dora está sufriendo considerablemente. Es conveniente que renuncie usted a ella.
—¿Renunciar a ella? ¡Jamás!
—¿Por qué, entonces, no olvida sus deseos de venganza?
Clark quedó pensativo. Movió la cabeza y agitó la mano en el aire.
—Es absurdo, pero ya los olvidé.
Se puso en pie.
—Señorita, juro que jamás fui tan sincero como esta noche. Si alguna vez fui malo, para Dora siempre guardé lo mejor de mi ser. Nunca pensé que pudiera quererla tanto y tan intensamente. Probablemente me decida a pedir su mano.
Aquí había un mundo de cruda ironía.
—Lord Wright no le atenderá —murmuró la muchacha con pena.
—Se equivoca. La reputación de su hija está muy comprometida.
Pero se equivocó. Lord Wright había recibido afrenta tras afrenta y le aborrecía tanto como antes le apreciaba.
XVIII
Llegó al castillo cuando creyó que encontraría a lord Wright solo con su hijo.
—Quiero ver a lord Wright —díjole a Dimas, cuyos ojos le miraban extrañados.
Lord Wright apareció en aquel momento en la terraza seguido de Frank.
Al ver a Clark, el caballero soltó una maldición y bajó apresuradamente las escalinatas.
Dimas se alejó rápido. Quedó solo y erguido. No tenía miedo. Jamás diría que sus deseos de venganza habían desaparecido, pero daríalo a comprender. Si no le atendían, mala suerte.
—¿Qué buscas aquí? —preguntó lord Wright, casi atragantado por la indignación—. ¿Es que aún te parece poco el daño que nos has hecho?
—He de confesar que fue menguado para lo que contaba…
—¡Insolente!
—No he venido a recibir sus insultos —repuso Clark, sin salir de su habitual ecuanimidad—. Deseo hablar con usted.
—Conmigo ya lo tienes todo hablado. No te admitiré en mi casa jamás. ¿Acaso buscas un perdón?
La carcajada de Clark sonó un poco brusca.
—Hubiera sido absurdo tratándose de mí. Vengo a pedirle la mano de su hija —dijo muy lentamente, como si la cosa le causara una diversión terrible.
El rostro del caballero se tornó pálido.
—Eres un cínico. Y me asombra tu descaro. Fíjate bien y no olvides esto: antes quiero ver muerta a mi hija que saberla tu esposa. Y antes soportaré toda clase de humillaciones que verla convertida en tu mujer. Ahora puedes marcharte.
Clark se inclinó burlonamente. Les miró después con los ojos relucientes, y dijo con voz sorda:
—No os olvidéis jamás que obré con nobleza. Si sucede algo, yo no seré el responsable.
La mano de lord Wright se alzó violentamente dispuesta a cruzar la cara del osado, mas los dedos crispados de Frank contuvieron su ímpetu.
—Repórtate, padre. Casa a Dora con Clark. Es lo más conveniente.
—¡Jamás! Un día lo hubiera visto con gusto. Hoy, la idea me horroriza.
Clark, mudo, con una sonrisa de fina ironía en los labios, continuaba de pie sobre el césped.
—Puedes marcharte —gritó el caballero, sin poder contener su furor—. No quiero verte más delante de mí. Deja a mi hija. Nunca consentiré que se case contigo. ¡Nunca!
Esta vez, Clark no esperó más. Dio media vuelta y echó a andar en línea recta.
—Has hecho mal —murmuró Frank, desalentado—. Un enemigo como Clark Geogley es peligroso.
—Antes la quiero ver muerta que casada con él.
* * *
Todos se hallaban en el interior del lago. Dora, sola, tirada cuan larga era, permanecía sobre el césped.
Se sentó a su lado.
—Vengo a ver a tu padre —dijo, muy bajo—. Le pedí tu mano… Dijo que antes quería verte muerta que casada conmigo. Como ves, el Destino es un niño juguetón e incongruente.
—¿Por qué haces estas comedias? Es absurdo, incomprensible.
—Deseaba saber a qué atenerme. Ahora ya lo sé.
—¿…?
—Me marcho del valle y deseo llevarme a mi esposa.
—¡No, no lo harás!
Juntó las manos. Apretó las de él. Le contempló con ojos suplicantes.
—Por lo que más quieras, no me empujes a cometer algo de lo que pueda arrepentirme toda la vida. Por lo que más quieras, Clark.
—Lo que más quiero es a ti —repuso, imperturbable.
—Si me quisieras, ¡qué diferentemente hubieras obrado, Clark!
—¡Bah! Tratándose de tu padre, es una tontería obrar de otro modo.
—Ve y dile la verdad. Di que te has casado conmigo. Dile que…
Irrumpió el grupo en el pequeño recinto.
—Sal al bosque esta tarde —dijo Clark, muy bajo—. He de verte por última vez.
Se ahogaba, y no podía responder, porque la hubieran oído aquellos odiosos e importunos invitados.
—Esta tarde vamos a hacer una excursión. ¿Eres de la partida, Clark?
—No, Gloria; lo siento mucho, pero he de preparar mis cosas, porque mañana me voy.
—¿Qué te marchas?
Muchos ojos le contemplaron incrédulos.
Quedó tan dolorida, que no supo si estaba allí o en el purgatorio pagando sus culpas.
—¿Por qué se va? —preguntó Gloria cuando caminaban de regreso a casa—. ¿No te lo ha dicho?
—No. Fue a pedir mi mano. Mi padre se la negó. Es absurdo.
—Absurdo, ¿por qué?
Retorcióse las manos con rabia.
—¡Oh, no me preguntes! Estoy medio loca. No comprendo la mitad de las cosas. No sé lo que me pasa. Si continúo así, creo que voy a enloquecer.
—Habla con tu padre. Díselo.
—Decirle, ¿qué?
—Lo que te pasa, lo que sientes.
—¡Bah! No me comprendería.
Y era verdad. ¿Cómo iba a comprenderla?
—Dejemos eso —pidió débilmente.
* * *
No debiera haber ido, pero fue. Gloria resguardó su espalda. De otra forma, no hubiera podido salir del castillo sola y con la luz del sol. Salieron juntas. Gloria quedó bajo la sombra de un árbol. Ella, temblorosa y emocionada, se perdió en la espesura del bosque.
—Estoy aquí, Dora —dijo Clark, saliendo de entre las matas—. Hace más de media hora que te espero.
—No pude venir antes.
—Sentémonos.
—¿Va a ser muy largo?
—Dora, antes no hacías estas preguntas tan fuera de lugar. Voy a creer que has dejado en realidad de quererme.
—Clark, no te comprendo —murmuró, desalentada.
—Nunca me comprendes y es una lástima. De todas formas —añadió sin transición—, lo único que tienes que comprender es que te quiero.
—¿Es cierto eso, Clark?
—No sé si es una desgracia o una ventura, pero es cierto.
—¡Dios te lo pague, Clark! —murmuró fascinada, cogiendo con sus manos las de él—. Pero no te irás, Clark. Hablaré con mi padre, le diré la verdad y me perdonará.
—No te perdonará. Tratará, por el contrario, de anular el matrimonio, y eso jamás.
—¿Pretendes, entonces, que te siga?
—Eres mi esposa. Díselo a tu padre, si te parece. Ya nada me interesa. Solo quiero que vengas conmigo y que renuncies a los tuyos.
—¡Clark!
El hombre apretó febrilmente sus manos.
—Has de renunciar, Dora. Di lo que quieras, pero sígueme aunque sea al fin del mundo, donde te espera la felicidad.
¿Cómo era posible que pretendiera aquello? Clark estaba muy cerca de ella.
—No seas cruel ni me exijas lo que nunca podré realizar. Le hablaré a mi padre. Si quieres le diré toda la verdad sin omitir detalle, pero no me pidas que me vaya contigo echando por tierra el nombre de mi padre, que tanto estimo.
—Eres mi esposa —gritó él, cada vez más excitado.
—Pero no lo sabe nadie, Clark. Ve tú al castillo. Habla con lord Wright. Mide tus palabras, domeña esa endemoniada altanería, y habla serenamente de hombre a hombre… De otra forma no me iré contigo. He de llevar la cabeza muy alta. Para martirio ha sido suficiente lo que llevo soportado. No más luchas, no más críticas…
—Bien, Dora. Esto es todo lo que deseaba saber. Si no renuncias a los tuyos desde hoy para siempre, nunca más pienses en mí, porque yo no te recordaré.
Creyó enloquecer. Púsose en pie y quedó temblorosa, muy cerca de él.
—Tú nunca me has querido —dijo con fuerza—. No tienes corazón.
—Óyelo aquí. Está loco, desesperado, esperando tu respuesta definitiva.
—Renuncia a la venganza, ahuyenta de tu corazón todo rencor. Vete, si quieres. Puede que algún día te sientas arrepentido, y quién sabe, tal vez para entonces sea demasiado tarde, porque yo desde hoy haré y diré lo que quiera mi padre. Si anula el matrimonio, si nos divorcia… Seré una momia, Clark —añadió con amargura—. Te amo más que a mi vida, es cierto, pero jamás renunciaré a los míos. ¿A qué fin había de hacerlo? Ellos fueron buenos. Si mi padre cometió un día un error, caro lo ha pagado. Renunció a su brillante carrera en el reino, renunció al mundo y a la felicidad personal solo por mí. Se siente avergonzado, Clark, y todo te lo debe a ti. ¿Aún quieres más? No, nunca seguiré tus pasos si no los inicias como Dios manda. Amo a Dios Nuestro Señor con tanta fe como si me amara a mí misma. No iré jamás por encima de sus santas enseñanzas. Si me quieres de verdad, renuncia a tu venganza y quiéreme con sencillez, como yo te quiero.
La respuesta de Clark fue muda.
—Es tarde, Clark, he de marcharme. Gloria me espera ahí cerca.
—Vete, Dora. Yo no te seguiré. Me marcho esta misma noche.
Retrocedió medio trastornada. Apretó con sus manos el rostro de él, que permanecía impasible.
—Clark, por mi cariño, por eso que dices sentir hacia mí, por lo que más quieras en el mundo.
Los brazos fuertes cayeron a lo largo del cuerpo. Rodearon después la cintura fina…
—Lo que más quiero en el mundo es tu corazón, Dora.
—Por él, vete al lado de mi padre, dile que te has casado. Que aquella boda en la callada noche de verano fue tu primera claudicación. Dile la verdad, Clark. Por el amor de Dios.
La respuesta fue un beso en la boca fresca. La besó suavemente, con reverencia, como nunca había hecho.
—Eres lo más grande del mundo —dijo, roto el dique de su amargura—. Pero también Lidia era lo más grande del mundo y la mataron los tuyos.
—¿Todavía?
—Siempre —dijo, desesperado—. Siempre tendré presente el suave rostro de aquella dulce muchacha que confió en un hombre y murió por él. Lidia se dejó morir. Dora, vive como si yo te faltara.
La soltó. Pasó una mano por la frente y quedó rígido.
—No puedo, no. No puedo —clamó desesperadamente—. Aunque me lo propongo, no puedo; lo tendré siempre presente. No puedo perdonarles y, sin embargo, mi corazón es tuyo.
—Clark, si trataras de pensar tan solo en mí…
—Ya pienso —gritó más que dijo—. Ya pienso, pero aunque no quiera, aquello otro está siempre dentro de mi ser y se interpone entre los dos.
Dio la vuelta.
«Le pierdo para siempre. Y yo le quiero, le amo con toda mi alma, pero ¿y ellos? ¿Cómo voy a dejarles?».
—¡Dora!
Se volvió sobresaltada. ¡Estaba tan lejos de allí!
—He visto a Clark marchar a lo largo del bosque y pensé que me necesitarías.
Como una sonámbula se aproximó a ella. Caminaron juntas, primero en silencio; después…
—Se marcha esta noche. Quiere que le siga.
—¡Es una locura, Dora! No le seguirás, ¿verdad?
—No, claro que no, y sin embargo…
—¿Qué?
—No tendría nada de particular.
—¿Te has vuelto loca, Dora?
—¿Por qué? Dime, Gloria, ¿qué harías tú si estuvieras locamente enamorada de un hombre?
—Nada que fuera en contra de mí misma. Cásate con él. Dada la situación de las casas, no creo que lord Wright se oponga tenazmente a ello. Tú eres una mujer. Clark…
—¡Calla! No sigas. Clark pretende que renuncie a los míos. Él nunca será capaz de olvidar.
Continuaron caminando. Al fin, y cuando alcanzaba la verja de la finca. Dora dijo, sin mirar a su compañera:
—Clark y yo nos casamos hace dos meses.
Gloria detuvo sus pasos. Cogió el brazo de Dora y la hizo dar media vuelta.
—¿Es cierto eso, Dora?
—Lo es. Se lo diré a mi padre esta misma noche. Si pretende anular mi matrimonio, entonces por encima de todo y con la venia de Dios Nuestro Señor, me iré con mi marido. Yo no renunciaré a mi padre, pero si renuncia él…, nada puedo hacer.
—Es lo más grande que oí en mi vida —repuso Gloria, emocionada—. Habla con tu padre, Dora. Después, obra según el corazón te dicte.
* * *
—He de hablarte, papá. ¿Puedes escucharme esta noche?
—¿Tan interesante es lo que tienes que decirme?
Desde algún tiempo a aquella parte, lord Wright no reía jovial. Estaba siempre taciturno y malhumorado. Muchas veces Dora le compadecía.
—Me gustaría que Frank estuviera presente —dijo por toda respuesta.
Frank se puso en pie inmediatamente.
Los tres penetraron en el saloncito particular del caballero.
—Tú dirás, hija.
Había más amargura en la voz que entusiasmo.
Dora sintióse un poco violenta. No sabía cómo abordar la cuestión. Parpadeó nerviosamente bajo la mirada inquisidora de su padre y dijo lentamente, como un balbuceo:
—Quiero a Clark. Espero me des tu permiso para casarme con él.
Contra lo que esperaba, lord Wright no se inmutó. Hizo un gesto de cansancio y se sentó más cómodo.
—¿Crees que lo merece, Dora?
Aquella pregunta hízole cobrar nuevas fuerzas.
—¿Hubieras consentido de saber que lo merecía?
—Escucha, Dora. Estoy seguro que muchas veces, tanto tú como Frank habéis dudado de mi cariño de padre. Ignoráis que el egoísmo de un padre para sus hijos está muy justificado. Yo quería para vosotros lo mejor del mundo. Cuando Frank me dijo que deseaba casarse con Lidia Geogley, se lo prohibí terminantemente. Hoy comprendo que cometí una falta tremenda. Un día te dije que no te casarías jamás con Clark porque no tenía un chelín… —Hizo un movimiento con la mano y encogió los hombros—. En realidad, nunca me interesó demasiado que lo tuviera o no. Tan solo deseaba alejarte de él, sin comprender que para un alma grande como la tuya, la carencia de capital no tenía absolutamente ninguna importancia.
Dora le oía silenciosamente con ansiedad; Frank permanecía quieto, con los ojos clavados en el suelo.
—Esta mañana, Clark vino a pedirme tu mano. Le eché. No sé si serás feliz a tu lado, Dora, pero las cosas han llegado a un extremo que no nos queda más remedio que consentir.
—¡Papá!
El caballero agitó la mano en el aire.
—Pero antes, Dora, Clark ha de venir a mi lado y me dirá que jamás volverá a recordar la existencia de su hermana muerta. Es la única condición que pongo. Si Clark olvida, te casarás con él. De lo contrario, marcharemos mañana mismo tú y yo y jamás volveremos a Londres.
Nadie lo interrumpió. Lord Wright miró a su hijo y sonrió con tristeza.
—Anda, Frank. Levanta ese ánimo y vete a la casita del otro lado de la senda. Dile a Clark Geogley lo que acabamos de hablar, y si desea entrar en nuestra familia y ama verdaderamente a Dora, que jure que jamás volverá a atormentarnos con sus recuerdos macabros. Puedes decirle también que si pretendía vengarse, ya lo consiguió con creces.
Dio la vuelta. Llegó al umbral. Detuvo sus pasos y sus ojos velados por la humedad vagaron en torno a sus dos hijos silenciosos.
—Nunca pensé que un hombre como yo sufriera tanto en tan poco tiempo.
Dora se alzó, impulsiva. Fue hacia él.
—Papá, si yo te hice daño, perdóname.
La mano temblorosa de lord Wright posóse como una caricia sobre la cabeza leonada.
—Tú amas, Dora. Yo fui joven y sé lo que es esto. Estás perdonada.
Se fue lentamente. Los hermanos se contemplaron silenciosos.
Interrumpióles un criado.
—El señor les ruega que suban ambos a sus habitaciones particulares.
Se miraron interrogantes. ¿Habría cambiado de parecer?
—Levanta ese ánimo, Dora, y vamos allá.
* * *
Su estupor no tuvo límites cuando observaron que su padre no se hallaba solo. De pie en mitad de la estancia, con las manos en los bolsillos y una sonrisa en la boca, se hallaba Clark Geogley.
—No pude más, Dora —murmuró con voz temblorosa de emoción—. Tengo que salir al amanecer para Londres y antes quise contarle a tu padre la verdad. Hice todo lo posible por olvidarte y no pude, mi querida esposa. En la pura quietud de la casita blanca y ante Dios Nuestro Señor, aprendí el camino que ahora estoy siguiendo. Vengo a buscarte, y tu padre me dio su bendición. Dios se lo pague.
Frank jamás había parecido más extrañado. Aproximóse a ellos y les miró como un alucinado.
—¿Es que estáis casados? —preguntó con la lengua atragantada.
Lord Wright se puso en pie. Tenía el rostro radiante.
—Así es, Frank. Tu rebelde hermana acaba de proporcionarme la mayor alegría de mi vida. Mañana aparecerá en todos los periódicos la asombrosa noticia. Será un golpe tremendo para quien dudó de las relaciones de mi hija. Idos, hijos míos. Idos y que Dios os bendiga. Yo me encargaré de poner a los invitados al corriente de todo. He perdonado, Clark, y me has perdonado. Estoy satisfecho. El haber venido a mí como vienen los hombres, dice muy bien en favor tuyo. Estimo, además, en lo que vale, que hayas domeñado tu orgullo por el amor de mi hija. Olvidaré lo pasado y miraremos tan solo hacia lo lejos, hundiendo nuestras esperanzas en el porvenir.
Un simple abrazo, una recomendación, y la pareja salió hacia el vestíbulo. La mirada de los ojos pardos era más diáfana, más pura, Ya no había en ella aquella fiereza oculta que denunciaba un orgullo indomable. Ahora la iluminaba una sonrisa tierna y confiada, llena de amor.
Dora temblaba como una criatura. Las emociones recopiladas en tan corto espacio de tiempo la habían dejado exhausta, con una felicidad demasiado intensa para soportarla fácilmente.
Frank, con los ojos húmedos, dejó al descubierto la nobleza de su corazón. Aproximóse a Clark y apretó nervioso sus manos.
—Ahora estaré más cerca de ella, Clark —dijo tan solo.
Y bastó aquello para que lord Wright comprendiera, de una vez para siempre, de la forma que su hijo quería aún el recuerdo de una muerta. Nunca como en aquel momento lamentó su error. No obstante, se hallaba dispuesto a hacerse perdonar, admitiendo en su hogar a Clark Geogley como si fuera un hijo y alzando en el panteón familiar la tumba de aquella mujer que no había respetado ni aun después de muerta.
Momentos después las dos figuras muy juntas se perdían senda abajo, seguidos por un criado.
La senda parecióles más corta, más recta y luminosa.
—Ha finalizado la lucha, querida mía —dijo la voz del hombre, tan quedo que pareció un susurro—. Nunca estuve tan satisfecho de mí mismo. No precisamente por ellos, sino por ti, porque con esta claudicación te demuestro hasta dónde alcanza mi apasionado cariño. Te quiero de tal modo, Dora, que si te perdiera…
—¡Calla! No me perderás nunca. ¡Nunca!
* * *
Lord Wright no tuvo paciencia para esperar a la mañana siguiente.
Bajó al salón donde se reunían sus invitados y de pie en mitad de la estancia habló durante mucho rato mirando a uno y a otro hasta que, satisfecho, alzó una copa y pidió un brindis por la felicidad de los esposos.
Gloria comprendió muchas cosas en aquel momento. Tony recibió una satisfacción. En el fondo, era un muchacho noble y apreciaba a Dora hasta el punto de no recibir con la noticia una nueva desilusión.
Algunos momentos después regresó Dimas y se reunió con su señor en la habitación alta donde lord Wright se había ya retirado, dispuesto a descansar.
—¿Qué deseas, Dimas?
El criado titubeó un momento. Después dijo nerviosamente, como un balbuceo:
—Yo lo sabía todo, milord. Me lo dijeron la noche en que ambos salieron del castillo para casarse. No hablé antes porque… porque…
El caballero soltó una carcajada.
—Quedas disculpado, gran canalla. Has sido un encubridor, pero te perdono por la inmensa satisfacción que siento en este momento. Puedes ir a dormir tranquilo. Yo voy a descansar también.
—Gracias, milord.
* * *
Parecía que nada había variado, y sin embargo…
Ya no había dique que contuviera su gran cariño. La casita del otro lado de la senda aparecía envuelta en las brumas de la noche.
Todo permanecía en silencio. La voz fuerte de Clark murmuró muy queda:
—Saldremos en seguida, Dora. Nos espera un auto en el próximo pueblo.
—Me estaría aquí toda la vida, Clark mío. ¡Toda mi vida!
Unos brazos fuertes rodearon la cintura flexible. La atrajo hacia sí. Buscó la cabeza leonada y hundió sus pupilas ardientes en las de ella.
—Aquí, en la selva, en Londres o donde quiera, será igual, pequeña mía, porque nos amaremos hasta la muerte. ¡Si supieras lo que hay en mi corazón para ti!
—¡Dímelo! —pidió juguetona.
Claro que se lo dijo… ¡Y de qué forma!
Creyó que Clark ya no podría revelarse de ninguna forma, y no obstante, en aquel momento que la besaba con inmensa ternura en la boca robándole el corazón entero, le vio diferente, entregándole toda su alma, todo su ser.
F I N
Título original: Más allá de la senda
Corín Tellado, 1952