LA NAVE ERA DORADA... ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! (Cordwainer Smith)
Publicado en
febrero 28, 2025
La agresión empezó muy lejos.
La guerra con Raumsog se desencadenó casi veinte años después del gran escándalo Gatuno que —así pareció en un momento —iba a privar a todo el planeta Tierra de la droga santaclara, desesperadamente vital. Fue una guerra corta, y también una guerra amarga.
La Tierra, vieja, corrupta, sabia, fatigada, luchó con armas ocultas, pues sólo así podía sostenerse una soberanía tan antigua, soberanía que desde hacía mucho tiempo había pasado a ser meramente nominal entre las muchas comunidades humanas. La Tierra venció al fin, y los otros fueron derrotados, porque para los gobernantes de la Tierra no había nada más importante qué la propia supervivencia. Y esta vez llegaron a pensar que estaban definitiva y verdaderamente amenazados.
El común de las gentes sólo se enteró de la guerra con Raumsog cuando de pronto renacieron unas viejas y disparatadas leyendas, que hablaban de naves doradas.
I
Los señores de los Instrumentos se reunieron en la Tierra. El presidente de turno miró alrededor y luego dijo:
—Bien, caballeros, Raumsog nos sobornó a todos.
A todos nos pagó, uno por uno. Yo mismo recibí seis onzas de stroon puro. ¿Hizo alguno de ustedes mejor negocio?
Los consejeros dijeron las sumas de los distintos sobornos.
El presidente se volvió al secretario.
—Registre los sobornos en el acta, y titúlela "extraoficial".
Los otros asintieron gravemente.
—Ahora tenemos que luchar, y no habrá sobornos que puedan impedirlo. Raumsog ha estado amenazando atacar a la Tierra. Hasta el día de hoy las amenazas no significaron nada para nosotros, pero como es obvio no permitiremos que nos ataquen.
—¿Y cómo piensa detenerlo, señor presidente? —gruñó un anciano de rostro triste —. ¿Sacando las naves doradas?
—Exacto.
El presidente tenía una expresión de absoluta seriedad.
Hubo un murmullo de asombro en la sala. Las naves doradas habían sido utilizadas muchos siglos antes, contra una forma extraña de vida. Las habían ocultado luego en algún lugar del no-espacio, y sólo unos pocos funcionarios terrestres autorizados conocían toda la verdad. Ni siquiera en el nivel de los Señores de los Instrumentos se sabía con exactitud qué eran esas naves.
—Una nave bastará —dijo el presidente de los Señores de los Instrumentos. Una nave bastó.
II
El dictador señor Raumsog, del planeta Raumsog, lo supo de veras algunas semanas después.
—Imposible —dijo —. Imposible. No hay naves de ese tamaño. Las naves doradas son un cuento. Nadie vio nunca ninguna fotografía.
—Aquí tiene una fotografía, señor —dijo el subordinado.
Raumsog la miró.
—Un truco, Una foto arreglada. Las dimensiones están mal. Nadie tiene una nave de ese tamaño. No se podría construir, y además sería imposible manejarla. No puede haber una cosa así...
El dictador balbuceó algunas frases más antes de advertir que los otros no lo miraban, vueltos hacia las fotos.
Raumsog se calmó.
El más osado de los oficiales habló de nuevo:
—Esa nave tiene ciento cincuenta millones de kilómetros de largo, Alteza. Resplandece como un fuego, pero es tan veloz que no podemos acercarnos. Llegó al centro de nuestra flota, tocando casi las naves, y se quedó allí durante veinte o treinta milésimos de segundo. Pensamos; ahí está. Vimos señales de vida a bordo; unos haces luminosos se movieron, examinándonos; luego, naturalmente, la nave volvió al no-espacio. Ciento cincuenta millones de kilómetros, Alteza. A la vieja Tierra le quedan todavía aguijones, y no sabemos qué está haciendo esa nave.
Los oficiales miraron al superseñor con angustiada confianza.
Raumsog suspiró.
—Si es necesario luchar, lucharemos. Quizá podamos destruir esa nave. Después de todo ¿qué significa el tamaño en el espacio, entre las estrellas? ¿Qué importa que tenga quince kilómetros, o quince millones de kilómetros, o ciento cincuenta millones? —Raumsog suspiró otra vez —. Sin embargo, he de admitir que ciento cincuenta millones de kilómetros es todo un tamaño. No sé qué irán a hacer con esa nave.
No, no lo sabía.
III
Es extraño —extraño y hasta espantoso —lo que el amor por la Tierra puede hacer a los hombres, Tedesco, por ejemplo.
La reputación de Tedesco era grande. Hasta entre los capitanes de viaje, que no tenían esas preocupaciones, Tedesco era conocido por las ropas, y la forma altanera con que llevaba el manto de rango y las insignias enjoyadas. Tedesco era conocido también por un aspecto lánguido y una lujosa vida sibarítica. El mensaje encontró a Tedesco en su estado habitual. Tedesco flotaba en la corriente de aire, mientras la electricidad le estimulaba los centros de placer del cerebro, y estaba tan absorto que había descuidado y olvidado la comida, las mujeres, las ropas y los libros. Había olvidado todo placer que no fuese el placer de la electricidad en el cerebro.
Tanto era así que Tedesco estaba conectado a la corriente desde hacía veinte horas, desobedeciendo claramente las reglas que establecían un máximo de seis horas de placer.
Sin embargo, cuando llegó el mensaje, transmitido al cerebro de Tedesco por medio de un cristal infinitesimal —olocado allí para recibir mensajes tan secretos que ni siquiera los pensamientos podían interceptarlos —, cuando llegó al mensaje, Tedesco luchó atravesando capas sucesivas de deleite e inconsciencia.
Las naves de oro... las naves doradas..., la Tierra esté en peligro.
Tedesco luchó. La Tierra está en peligro. Torciendo la cara en una mueca de felicidad alcanzó a apretar el botón que interrumpía la corriente. Y con un suspiro de frío realismo echó una mirada al mundo de alrededor y se puso a trabajar. Poco después estaba listo para ver a los Señores de los Instrumentos.
El presidente de los Señores de los Instrumentos envió al señor almirante Tedesco a capitanear la nave dorada. La nave misma, casi mayor que cualquier estrella, era una increíble monstruosidad. Siglos antes había ahuyentado a agresores no humanos, venidos de un olvidado rincón de las galaxias.
El señor almirante caminaba de un lado a otro en el puente. La cabina era pequeña, de siete metros por diez. El puente de mando no media más de treinta metros. Todo el resto era una dorada burbuja artificial, una espuma delgada e increíblemente rígida, atravesada por pequeños alambres que daban la impresión de un metal sólido y de poderosas defensas.
La nave media realmente ciento cincuenta millones de kilómetros de largo. Todo lo demás era falso, un simulacro gigantesco, el espantapájaros más grande que hubiese podido concebir una mente humana.
La nave había descansado durante siglos en el no-espacio, entre las estrellas, esperando a que la necesitasen. Ahora iba, desvalida y sin defensas, al encuentro del belicoso y enloquecido dictador Raumsog, y de una horda de muy reales y combativas naves.
Raumsog había violado las normas del espació. Había matado a operadores de la transfixión. Había encarcelado a capitanes de viaje. Había recurrido a la ayuda de renegados y aprendices para saquear las inmensas naves interestelares, y las había armado luego hasta los dientes. En un sistema que no había conocido la guerra verdadera, y mucho menos la guerra contra la Tierra, los planes de Raumsog parecían adecuados.
Raumsog había sobornado, había trampeado, había mentido públicamente. Esperó a que la amenaza doblegara a la Tierra, y luego atacó.
El ataque cambió a la Tierra. Bribones corruptos se transformaron en lo que eran normalmente: los conductores y defensores de la humanidad. Tedesco mismo había sido un elegante petimetre. La guerra lo convirtió en un capitán agresivo, que empuñaba la nave más grande de todos los tiempos como si fuera una raqueta de tenis.
Tedesco irrumpió con fuerza y rapidez entre la flota de Raumsog. Llevó la nave hacia la derecha, al norte, arriba, del otro lado. Apareció ante las naves enemigas y las eludió: fue, hacia abajo, arriba, a la derecha, alejándose. Apareció otra vez. Un disparo certero del enemigo podía destruir la ilusión, y de ella dependía la seguridad misma de los hombres.
La tarea de Tedesco consistía en evitar que el enemigo disparara. Tedesco no era tonto.
Hacia su propia y extraña clase de guerra, pero no podía dejar de preguntarse dónde estaría librándose la guerra verdadera.
IV
Al príncipe Lovaduck le habían dado ese curioso nombre porque a un chino, antepasado suyo, le gustaban los patos, los patos a la pequinesa; la suculenta piel de pato evocaba en Lovaduck el sueño ancestral de un éxtasis culinario.
Otra antepasada, una dama inglesa, había dicho: "Señor Lovaduck, te cae bien", y habían adoptado el nombre orgullosamente, como apellido de familia. El señor Lovaduck tenía una nave pequeña. La nave era diminuta y llevaba un nombre muy simple y amenazador: Cualquiera.
La nave no estaba matriculada en los registros del espacio y el mismo Lovaduck no dependía del Ministerio de Defensa. La embarcación estaba anotada bajo el nombre de "vehículo" en la Oficina de Estadística e Investigación del Tesoro Terrestre. Las defensas de Lovaduck eran muy primarias. La nave tenía como tripulante a un idiota cronopático, que llevaba a cabo las maniobras fundamentales.
Junto con este idiota viajaba también un monitor. El monitor, como de costumbre, iba siempre sentado, rígido, catatónico, distraído, insensible; pero tenía un cerebro que grababa de modo inconsciente todo cambio mecánico operado en la nave. El monitor estaba preparado para destruir a Lovaduck, al idiota cronopático y a la nave misma si intentaban rebelarse o escapar a la autoridad de la Tierra. La vida de un monitor era difícil, pero mucho mejor que la muerte por asesinato, la alternativa habitual. Un monitor no creaba dificultades. Lovaduck disponía además de una pequeña colección de armas, armas seleccionadas con cuidado meticuloso para la atmósfera, el clima y las condiciones precisas del planeta de Raumsog. Llevaba también a bordo un talento psiónico, una pobre niña loca que lloraba día y noche y a quien los Señores de los Instrumentos se habían negado cruelmente a curar, pues ella era más eficaz así, desvalida, que integrada normalmente en la comunidad de los hombres.
La niña era una interferencia etiológica de clase tres.
V
Lovaduck llevó la pequeña nave hasta cerca de la atmósfera del planeta Raumsog.
Había pagado una buena cantidad por la capitanía de aquella nave, y pensaba recobrarla.
Y la recobraría, sobradamente, si triunfaba en la aventurada misión.
Los Señores de los Instrumentos eran los gobernantes corruptos de un mundo corrupto, pero habían aprendido a poner la corrupción al servicio de las necesidades civiles y militares y no tenían ganas de admitir un fracaso. Si Lovaduck fallaba, era mejor que no volviese nunca. Ningún soborno podría salvarlo. Ningún monitor lo dejaría escapar. Si vencía, en cambio, podía llegar a ser casi tan rico como un noraustraliano o un comerciante de stroon.
Lovaduck materializó la nave y esperó un momento a que las ondas de radio tocaran el planeta. Fue hasta el otro lado del puente de mando y abofeteó a la niña. La niña se excitó, y cuando ya parecía frenética, Lovaduck le metió en la cabeza un casco, conectado con el sistema de comunicaciones de la nave; las peculiares radiaciones psiónicas dé la niña barrieron todo el planeta.
La niña era capaz de cambiar la suerte. Lo consiguió: durante unos pocos instantes, en todos los lugares del planeta, debajo del agua y encima, en el cielo y el aire, la suerte falló un poco. Hubo peleas, accidentes; el número de desgracias alcanzó los límites de la mera probabilidad. Todo esto ocurrió en el mismo minuto. La noticia de la conmoción llegó a Lovaduck en el instante en que intentaba cambiar la nave de posición. Este era el momento más crítico, Lovaduck se dejó caer hasta la atmósfera. Lo detectaron en seguida, y unas armas voraces lo buscaron en el espacio, armas tan potentes que podían abrasar el aire y transformar todo el planeta en un chillido de alarma.
La Tierra no tenía defensas contra esas armas.
Lovaduck no se defendió. Tomó por los hombros al idiota cronopático, le retorció el cuerpo, y el idiota escapó llevándose la nave. La nave retrocedió tres, cuatro segundos en el tiempo, a un periodo apenas anterior. Todos los instrumentos del planeta Raumsog dejaron de funcionar. No había terreno posible de operaciones.
Lovaduck estaba preparado. Disparó las armas. Las armas no eran nobles.
Los Señores de los Instrumentos trataban de actuar como caballeros y mostraban amor al dinero, pero en cuestiones de vida o muerte el dinero ya no les importaba tanto, ni la reputación, ni siquiera el honor. Luchaban como los animales del antiguo pasado de la Tierra: luchaban para matar. Lovaduck había disparado contra el planeta una combinación de venenos orgánicos e inorgánicos, de alta velocidad de dispersión. Esa misma noche morirían diecisiete millones de personas, novecientos cincuenta milésimos de los habitantes de Raumsog.
Lovaduck abofeteó otra vez al idiota cronopático. El monstruo gimoteó. La nave retrocedió dos segundos más.
Mientras lanzaba otras cargas de veneno, Lovaduck sintió que los dispositivos automáticos lo buscaban allá arriba.
Fue al otro lado del planeta, retrocediendo de nuevo, dejó caer una última carga de cancerígenos, y llevó instantáneamente la nave al no espacio, a la nada más remota. Allí Raumsog no podía alcanzarlo.
VI
La nave dorada de Tedesco avanzó serenamente hacia el planeta moribundo, y las naves de combate de Raumsog la rodearon y dispararon. La nave dorada esquivó los disparos, mostrando una capacidad de maniobra sorprendente en una embarcación tan inmensa, mayor que cualquiera de los soles de aquella región del espacio. Pero entretanto, las estaciones de radio informaban:
—La capital ha enmudecido.
—Raumsog ha muerto.
—No hay respuesta del norte.
—La gente muere en las estaciones transmisoras.
La flota se puso en marcha, intercambiando mensajes, y comenzó a rendirse. La nave dorada apareció una vez más, y desapareció, quizá para siempre.
VII
El señor Tedesco volvió a sus habitaciones, y a la corriente estimuladora de los centros de placer. Estaba acomodándose en la corriente de aire, y de pronto detuvo la mano que iba a conectar la electricidad.
Tedesco comprendió, entonces, que ya había sentido placer. La imagen de la nave dorada y lo que él mismo había logrado solo, arteramente, sin que ninguno de los mundos elogiara esa hazaña solitaria —le daban más placer aún que los estímulos eléctricos. Y se acomodó en la corriente de aire y pensó en la nave dorada, y el placer que sintió entonces fue mayor que ningún otro placer conocido.
VIII
En la Tierra, los Señores de los Instrumentos admitieron graciosamente que la nave dorada había destruido toda forma de vida en el planeta Raumsog. Los muchos mundos de los hombres rindieron homenaje a los Señores de los Instrumentos. Lovaduck, el idiota, la niña y el monitor fueron llevados al hospital, y allí les borraron de las mentes el recuerdo de todo lo que habían hecho.
El mismo Lovaduck se presentó luego a los Señores de los Instrumentos. Tenía la impresión de haber navegado en la nave dorada, y no recordaba más. Nada sabía de un idiota cronopático. Y nada recordaba de un pequeño "vehículo". Los Señores de los Instrumentos le otorgaron las más altas condecoraciones, le pagaron mucho dinero, y a Lovaduck le corrieron las lágrimas por la cara. Los Señores le dijeron:
—Has servido y ahora eres libre. Tendrás la bendición y el agradecimiento eternos de los hombres... Lovaduck salió de allí pensando que el servicio tenía que haber sido muy importante. Luego, en los siglos que le quedaron de vida, siguió preguntándose cómo era posible que un hombre cualquiera pudiese ser un héroe tan formidable y no recordar por qué.
IX
En un planeta muy remoto, pusieron en libertad a los sobrevivientes de un crucero de Raumsog. Por órdenes especiales y directas de la Tierra, les habían desordenado los recuerdos para que no revelaran las peculiaridades de la derrota. Un obstinado periodista persiguió un tiempo a un astronauta. Al cabo de muchas horas de mucho beber, la respuesta del sobreviviente continuaba siendo la misma:
—La nave era dorada... ¡oh! ¡oh! ¡oh! La nave era dorada... ¡oh! ¡oh! ¡oh!
Fin
Tema original
Golden the Ship Was... Oh! Oh! Oh!, 1959