LA CONDESA DE SANCERRE O LA RIVAL DE SU HIJA (Marqués de Sade)
Publicado en
febrero 28, 2025
ANÉCDOTA DE LA CORTE DE BORGOÑA
Carlos el Temerario, Duque de Borgoña, enemigo eterno de Luis XI, siempre dedicado a sus proyectos de venganza y ambición, llevaba en su séquito a casi todos los caballeros de sus estados, y todos a su lado por las riberas del Soma, se ocupaban sólo en vender o morir dignos de su jefe, olvidando bajo sus banderas los placeres de su patria. La corte borgoñesa era triste, los castillos desiertos; ya no se veía brillar, en los magníficos torneos de Dijon o de Autun, a aquellos caballeros de pro que los iluminaban antiguamente, y las bellezas, abandonadas, olvidaban incluso el deseo de gustar, del que no podían ser objeto aquéllos. Temblando por la vida de esos guerreros queridos, en sus rostros radiantes sólo se reflejaban las preocupaciones y las inquietudes, cuando antes, animadas por el orgullo, en medio de la arena, tantos valientes hacían gala, ante sus damas, de pericia y valor.
Siguiendo a su príncipe en la batalla, probándole su adhesión y lealtad, el conde de Sancerre, uno de los mejores generales de Carlos, procuraba no olvidar nada para la educación de su hija Amélie y dejar crecer sin inquietud el tierno entusiasmo que esta jovencita sentía por el castellano de Monrevel, que un día debía poseerla y que desde su infancia la idolatraba. Monrevel, de veinticuatro años de edad, que había hecho ya varias campañas bajo la vigilancia del duque, en consideración a este matrimonio acababa de obtener su permanencia en Borgoña, y su espíritu joven tenía necesidad de todo el amor que le inflamaba para no dejarse irritar por el retraso que estos arreglos significaban para el éxito de sus armas. Pero Monrevel, el más gallardo caballero de su siglo, el más amable y el más valiente, sabía amar como sabía vencer; favorito de las Gracias y del dios de la guerra, robaba a éste lo que aquéllas exigían y se coronaba sucesivamente con los laureles que le prodigaba Belona y con los mirtos que el Amor ceñía en su frente.
¡Ah! ¿Quién merecía más que Amélie los momentos que Monrevel robaba a Marte? La pluma escaparía a quien quisiera pintarla... En efecto, ¿cómo bosquejar ese talle fino y delgado, del que cada movimiento era una gracia, esa figura fina y deliciosa de la que cada gesto era un sentimiento? Pero ¡cuántas virtudes embellecían, aparte de éstas, a aquella criatura celestial que apenas alcanzaba a cumplir su cuarto lustro! El candor, la bondad, el amor filial... En fin, se hacía imposible decidir si Amélie encantaba más por bellezas de su alma o de su cuerpo.
Pero, ¿cómo, Dios mío, era posible que semejante muchacha hubiera recibido la vida del vientre de una madre tan cruel y de un carácter tan peligroso? Bajo una faz hermosa todavía, bajo su aspecto noble y majestuoso, la condesa de Sancerre escondía un alma celosa, imperiosa, vindicativa y capaz, en una palabra, de todos los crímenes a los que pueden arrastrar estas pasiones.
Demasiado célebre en la corte de Borgoña, por el relajamiento de sus costumbres, y por sus galanterías, muy pocos eran los disgustos con los que no hubiera hecho sufrir a su marido.
Semejante madre no podía ver sin envidia crecer ante sus ojos los encantos de su hija y veía a Monrevel, enamorado de ella, con una secreta pena. Por el momento todo lo que había podido hacer era imponer silencio a los sentimientos que la jovencita sentía por Monrevel, y pese a las intenciones del conde, había obligado siempre a su hija a no confesar lo que sentía por el esposo que le destinaba su padre. A esta curiosa mujer le parecía que para ella sería un consuelo hacer ignorar a dicho amante la pasión que la ultrajaba; pero si constreñía los sentimientos de Amélie, estaba muy lejos de hacer lo mismo con los suyos, y sus ojos lo hubiesen revelado todo a Monrevel si el joven guerrero hubiese querido leer en ellos..., si no le pareciera que un amor distinto al de Amélie se convertiría para él más en una ofensa que en un motivo de satisfacción.
Desde hacía un mes, por orden de su esposo, la condesa recibía en su castillo al joven Monrevel, sin que ella hubiera empleado, durante este intervalo, un solo instante a otra cosa que disimular los sentimientos de su hija y a hacer brillar los suyos. Pero aun cuando Amélie se callara, aun cuando se constriñera, M sospechaba que los arreglos del conde de Sancerre no disgustaban a la hermosa muchacha y se atrevía a creer que no hubiera sido sin pena que Amélie hubiese visto a otra en posesión de la esperanza de pertenecerle un día.
—¿Cómo es posible, Amélie, decía Monrevel a la bella enamorada en uno de los cortos instantes en los que no estaba obsesionado por las celosas miradas de la señora de Sancerre, cómo es posible que pese a la seguridad de ser un día el uno para el otro no se os permita ni siquiera decirme si ese proyecto os contraría o si tengo la felicidad de que no os desagrada del todo? ¡Cómo es eso! ¡Alguien se opone a que el amante que sólo piensa en hacerse digno de procurar vuestra felicidad se entere de si puede pretenderlo!
Pero Amélie se limitaba a mirar tiernamente a Monrevel, suspiraba y se reunía con su madre, de la que no ignoraba que podía temer cualquier cosa si alguna vez las expresiones de su corazón se atrevieran a manifestarse en sus labios.
Tal era el estado de las cosas, cuando llegó un correo al castillo de Sancerre, y dio conocimiento de la muerte del conde bajo los muros de Beauvais, el mismo día que se levantó el sitio; Lucenai, uno de los caballeros de ese general, traía, llorando, aquella triste noticia, a la que iba adjunta una carta del Duque de Borgoña a la condesa. Se excusaba en ella de que sus desgracias le impidieran extenderse en los consuelos que entendía debía darle, y le instaba expresamente a seguir las intenciones de su marido en relación con la alianza que éste había deseado entre su hija y Monrevel, de apresurar aquel himeneo, y, quince días después de que hubiera sido consumado, le mandara este joven héroe, puesto que no podía, dada la situación de los asuntos de la guerra, prescindir en su ejército de un valiente guerrero como Monrevel.
La condesa se vistió de luto y no hizo pública la recomendación de Carlos; contrariaba demasiado sus deseos para que dijera una sola palabra. Despidió a Lucenai y recomendó más que nunca a su hija que ocultara sus sentimientos y que incluso los ahogara, puesto que nada hacía apremiante un himeneo... que ahora no se celebraría jamás.
Cumplidas estas disposiciones, la celosa condesa, viéndose libre de las trabas que se oponían a sus sentimientos desenfrenados por el admirador de su hija, sólo se ocupó de los medios para enfriar al joven por Amélie e inflamarlo por ella.
Sus primeras gestiones consistieron en apoderarse de todas las cartas que Monrevel pudiese dirigir al ejército de Carlos, reteniéndole en su casa, irritando su amor con una especie de esperanza lejana, frustrada metódicamente, que desesperándole, le cautiva, aprovechando de inmediato el estado en que ponía su ánimo, para disponerle poco a poco en su favor, imaginando, como mujer astuta, que lo que el amor no podía obtener, lo conseguiría el despecho.
Una vez segura de que no saldría ninguna carta del castillo sin que ella lo viera, la condesa propagó falsos rumores. Decía a todo el mundo, incluso sordamente al castellano de Monrevel, que Carlos el Temerario, al comunicarle la muerte de su esposo, le emplazaba a que casara a su hija con el señor de Salins, al cual ordenó venir para concluir el himeneo en Sancerre, añadiendo con aires de secreto y dirigiéndose a Monrevel, que tal acontecimiento no enojaría a Amélie, la cual suspiraba desde hacía cinco años por Salins. Habiendo puesto así un puñal en el corazón de Monrevel, mandó venir a su hija y le dijo que todo cuanto hacía era apropósito para apartar al castellano de ella, que le recomendaba que apoyara aquel proyecto, no queriendo en ningún modo semejante alianza, y que, atendido esto, era mejor tomar un pretexto como este del que se servía más que una ruptura sin fundamento; pero que no por ello sería más desgraciada su querida hija, puesto que ella le prometía que, a cambio de este ligero sacrificio, la dejaría libre de realizar la elección que más le pluguiera.
Amélie quiso contener su llanto ante tan crueles órdenes; pero la naturaleza, más fuerte que la prudencia, la hizo caer de rodillas ante la condesa; la conjuró a que por lo que más quisiera no la separara de Monrevel, que cumpliera las intenciones de un padre que ella había adorado y al que le obligaban a llorar tan amargamente.
Tan fascinante mujer no derramaba una lágrima que no recayera sobre el corazón de su madre.
—¡Como!, dijo la condesa, intentando vencerse de mejor conocer los sentimientos de su hija, ¿hasta tal punto os domina esa desdichada pasión que no podéis sacrificarla? ¿Y si vuestro amante hubiera sufrido la misma desgracia que vuestro padre, si hubieseis tenido que llorarle como a él?
—¡Oh, señora, respondió Amélie, no me sugiráis una idea tan desoladora! Si Monrevel hubiera perecido, yo le hubiera seguido inmediatamente, no creáis que mi padre no me sea también muy querido, y mi pena por haberlo perdido hubiese sido eterna de no tener la esperanza de ver un día mis lágrimas enjuagadas por la mano del esposo que él me designaba; sólo para este esposo me he conservado; sólo a causa de él he superado la desesperación en que me sumió la noticia espantosa que acabábamos de recibir. ¿Queréis entonces desgarrar mi corazón con tal crueles propósitos?
—Pues bien, dijo la condesa que comprendía que la violencia no haría si no irritar a aquella que sus manejos le obligaban a calmar, de todos modos, fingid lo que yo os propongo, puesto que no podéis dominaros, y decid a Monrevel que amáis a Salins; este será un medio para saber si realmente él os quiere; la mejor manera de conocer a n amante es dándole celos. Si Monrevel se despecha y os abandona, ¿no estaréis satisfecha de haber comprobado que estabais engañada amándole?
—¿Y si la pasión se hace todavía más viva?
—Entonces, puede que sea yo quien ceda, ¿acaso no conocéis cuáles son vuestros derechos sobre mi corazón?
La tierna Amélie, consolada con estas últimas palabras, no cesó de besar las manos de aquella que la traicionaba, de aquella que, en el fondo, la miraba como a su más mortal enemiga... en fin, de aquella que mientras hacía correr el bálsamo hasta el fondo del corazón alarmado de su hija, no albergaba en el suyo más que sentimientos de odio y horribles proyectos de venganza.
No obstante, Amélie se compromete de aquello que se le exige; no sólo promete fingir que quiere a Salins, sino que asegura incluso que se servirá de este medio para someter el corazón de Monrevel a las últimas pruebas, con la única condición de que su madre no ha de llevar las cosas demasiado lejos, y detenerlas en el momento en que estén convencidas de la constancia y el amor del castellano. La señora de Sancerre promete todo lo que le piden; y pocos días después dice a Monrevel que le parece extraño que no teniendo ninguna esperanza razonable de pertenecer a su hija, quiera enterrarse durante tanto tiempo en Borgoña mientras toda la provincia está bajo las banderas de Carlos; y al decirle esto le deja discretamente leer las últimas palabras de la carta del duque, que decía, como hemos visto: «Me mandaréis a Monrevel, porque no puedo, dado el estado de mis asuntos de guerra, prescindir por más tiempo de semejante valiente.» Pero la pérfida condesa se guarda mucho de dejarle ver nada más.
—¡Pero cómo, señora!, dijo el castellano desesperado, así que me sacrificáis; ¿es pues seguro que debo renunciar a esos deliciosos proyectos que eran todo el encanto de mi vida?
—En realidad, Monrevel, su ejecución sólo hubiera hecho vuestra desgracia. ¿Seríais capaz de amar a una infiel? Si alguna vez Amélie os permitió la esperanza, sin duda os engañó, puesto que su amor por Salins es una realidad.
—¡Ay de mí, señora!, dijo el joven héroe dejando escapar algunas lágrimas, comprendo que nunca debí creer que Amélie me amaba; pero ¿pude imaginar que amase a otro?...
Y pasando con rapidez del dolor a la desesperación:
—No, repuso furioso, no, que no se figure que va a abusar de mi credulidad; está por encima de mis fuerzas soportar tamaños ultrajes; y puesto que le desagrado, puesto que no tengo nada que temer, ¿por qué he de poner límites a mi venganza?... Iré el encuentro de Salins; iré a buscar hasta el último extremo de la tierra a ese rival que me ultraja, que detesto, su vida me responderá de sus insultos, o yo perderé la mía bajo sus golpes.
—No, Monrevel, exclamó la condesa, no; la prudencia no me permite tolerar tales cosas; id mejor cuanto antes hacia Carlos, si os atrevéis a concebir semejante proyecto, pues espero a Salins dentro de pocos días, y debo oponerme a que os encontréis en mi casa... A menos, no obstante, prosiguió la condesa con un poco de violencia, que no hubieseis dejado de ser peligroso para él, por la victoria segura que hubieseis alcanzado sobre vuestros sentimientos. ¡Oh, Monrevel!... si vuestra elección hubiese recaído sobre otro objetivo... juzgando que ya no sois de temer en mi castillo, yo sería la primera que prolongarais vuestra estancia...
Y prosiguiendo en seguida lanzando miradas incendiarias al castellano:
—Pero ¿qué? ¿Acaso en estos lugares sólo Amélie puede pretender la felicidad de amaros? Cuán poco conocéis los corazones que os rodean, si suponéis que sólo el suyo ha sido capaz de haber sentido cuánto valéis. ¿Podéis suponer un sentimiento lo bastante sólido en el alma de una chiquilla? ¿Se sabe lo que se piensa? ¿Se sabe a su edad lo que se quiere?... Creedme, Monrevel, hace falta un poco más de experiencia para saber amar como es debido. ¿Una seducción es una conquista? ¿Se triunfa de quien no sabe defenderse?... ¡Ah! ¿Acaso la victoria no es más halagadora cuando el objeto atacado, conociendo todas las astucias que pueden librarle de vos, no opone a vuestros ataques más que su corazón y no combate más que cediendo?
—¡Oh, señora!, interrumpió el castellano que veía demasiado bien a dónde quería llegar la condesa, ignoro las cualidades que hay que tener para ser capaz de amar como es debido; pero lo que sé perfectamente es que Amélie tiene todas las que deben hacérmela adorar, y que jamás amaré a ninguna otra.
—En este caso os compadezco, prosiguió la señora de Sancerre con acritud, pues no solamente no os quiere sino que ante la certeza de esta situación inalterable de vuestro espíritu, me veo obligada a separaros para siempre.
Y pronunciando estas palabras, se fue bruscamente.
Sería difícil describir el estado de Monrevel, alternativamente devorado por el dolor y presa de la inquietud, los celos y la venganza; no sabía a cuál de estos sentimientos entregarse con mayor ardor, tan imperiosamente se hallaba devorado por todos ellos. Finalmente corre a los pies de Amélie...
—Oh, vos, a quien jamás he dejadote adorar un instante, exclamó deshaciéndose en llanto. ¿Debo creerlo?... ¡Me traicionáis!... Otro va a haceros feliz..., otro va a quitarme el único bien por el cual hubiese cedido el imperio de la tierra si me perteneciera... ¡Amélie, Amélie...! ¿Es verdad que me sois infiel y que ese Salins va a poseeros?
—Me enoja que os lo hayan dicho, Monrevel, respondió Amélie decidida a obedecer a su madre y para no agriarle y conocer si realmente el castellano la amaba con sinceridad, pero si este fatal secreto se descubre hoy, no por ello merezco menos vuestros amargos reproches; no habiéndoos dado jamás una esperaza, ¿cómo podéis acusarme de haberos traicionado?
—Confieso, cruel, que lo que decís es demasiado cierto; jamás logré comunicar a vuestra alma la más ligera chispa del fuego que devoraba la mía, y es por haberla juzgado por un momento según mi corazón que me atreví a sospechar de un error que es sólo consecuencia del amor; vos jamás lo sentisteis por mí. Efectivamente, Amélie, ¿de qué me quejo? Pues bien, es verdad que no me traicionáis, que no me sacrificáis; pero despreciáis mi amor... y me hacéis el más desgraciado de los hombres.
—En verdad, Monrevel, no concibo cómo pueda hacerse gala de tanto entusiasmo en la inseguridad.
—¡Cómo! ¿No es verdad que debíamos unirnos?
—Así lo querían, pero ¿era esa la razón para que yo lo desease? Nuestros corazones, ¿obedecen a las intenciones de nuestros padres?
—Entonces, ¿yo hubiera hecho vuestra desgracia?
—En el momento de decidir, yo os hubiese dejado leer en mi corazón y vos no me habríais forzado.
—¡Oh cielos! ¡He aquí mi sentencia! Debo juraros..., debo alejarme y sois vos quien desgarra por gusto el corazón de quien quería adoraros sin cesar. Está bien: huiré de vos, pérfida; iré a buscar con mi príncipe los medios rápidos de huiros mejor todavía, y desesperado por haberos perdido, iré a morir a su lado, en los campos de la gloria.
Tras estas palabras, Monrevel se fue, y la triste Amélie, que se había hecho una violencia extrema para someterse a las intenciones de su madre, no habiendo ya nada que le oprimiera, se echó a llorar en cuanto se sintió sola.
«Oh, tú, a quien adoro. ¡Qué debes pensar de Amélie!, exclamó para sí. ¿Con qué sentimientos reemplazas ahora en tu corazón todos aquellos con que correspondías a mi fuego? Cuántos reproches me haces, sin duda, y cuán merecedora soy de ellos. Jamás te confesé mi amor, es verdad..., pero bisojos te lo decían de sobra y si yo retrasaba la declaración por prudencia, no por ello dejaba de cifrar mi felicidad en dejarla estallar... ¡Oh, Monrevel, Monrevel!, qué suplicio el de una amante que no se atreve a confesar su fuego al que es el más digno de encenderlo..., a la que se obliga a fingir..., a reemplazar por la indiferencia el sentimiento que la devora.»
La condesa sorprendió a Amélie en esta situación de consternación.
—He hecho lo que habéis querido, señora, le dijo; el castellano ya está sufriendo. ¿Qué más queréis?
—Quiero que esta ficción continúe, repuso la señora Sancerre, quiero ver hasta qué punto Monrevel os es adicto... Escuchadme, hija mía, el castellano no conoce a su rival... Clotilde, la más adicta de mis doncellas, tiene un joven pariente de la edad y el tipo de Salins; voy a introducirlo en el castillo; pasará por ser aquel que fingimos que vos amáis hace seis años, pero estará aquí misteriosamente, sólo lo veréis en secreto y a escondidas mías..., Monrevel sólo tendrá sospechas..., sospechas que yo cuidaré de alimentar y entonces juzgaremos de los efectos de su amor en la desesperación.
—¡Oh, señora! ¿Para qué todas esas ficciones?, respondió Amélie. No dudéis más de los sentimientos de Monrevel, acaba de darme las más fuertes seguridades y le creo con toda mi alma.
—Debo deciros, prosiguió la infame mujer, siguiendo siempre su indigno plan, que me escriben del ejército que Monrevel dista mucho de poseer las virtudes de un valiente y digno caballero... Os lo digo con pena, pero rediscute su valor; el duque está engañado, ya lo sé; pero los hechos son claros como la luz... Se le vio huir en Monthéry... —¡él, señora!, gritó la señorita de Sancerre, ¡él capaz de semejante debilidad! No lo imaginéis, os engañan: Brezé recibió la muerte de su mano*... Él huir..., lo vería y no lo creería... No, señora, no; partió de aquí en dirección a la batalla; le habíais permitido que besara mi mano; esta misma mano adornó su casco con el nudo de su cinta... Me dijo que sería invencible; llevaba mi imagen en el corazón, es incapaz de haberla manchado...; no lo ha hecho.
—Sé, dijo la condesa, que los primeros rumores fueron a favor suyo; se os ocultó los segundos... Nunca el senescal murió por sus manos, y más de veinte han sido los guerreros que han visto huir a Monrevel... ¡Qué os importa, Amélie! Esta prueba nunca más será sanguinaria, yo sabré detenerle a tiempo... Si Monrevel es un cobarde, ¿querríais darle la mano? Pensad además que en una cosa donde sólo manda mi voluntad, tengo derecho a imponeros condiciones; el duque se opone a que Monrevel sea ahora vuestro esposo, lo reclama de nuevo; si a pesar de todo esto quiero ceder a vuestros deseos, por lo menos vos debéis ceder algo a los míos.
Terminadas estas palabras, la condesa salió dejando a su hija sumida en un mar de perplejidades.
«Monrevel un cobarde, se decía Amélie, llorando, no; jamás lo creeré... Eso no es posible, me ama... ¡Le he visto con mis propios ojos oponerse a los peligros de un torneo, y con la certeza de que yo le pagaría con una mirada, vencer todo cuanto a él se oponía!... Esas miradas que le daban valor le han seguido por las praderas de Francia, yo he estado siempre bajo las suyas y es bajo las mías que él ha combatido; mi amante tiene tanto valor cuanto amor me depara; estas dos virtudes deben encontrarse hasta el exceso en un alma donde nada impuro entró jamás... No importa, mi madre lo quiere, obedeceré..., guardaré silencio, esconderé mi corazón a aquel que lo posee por entero, pero jamás sospecharé del suyo.»
Varios días transcurrieron así, durante los cuales la condesa preparó sus trampas y durante las cuales Amélie no cesó de representar el personaje que se le imponía, por muy doloroso que le fuese; por fin, la señora de Sancerre hizo decir a Monrevel que viniese a encontrarla en secreto, ya que tenía algo importante que comunicarle... Y entonces se decidió a declararse enteramente, a fin de no sentir remordimientos, si la resistencia del castellano la empujaba al crimen.
—Caballero, le dijo en cuanto le vio entrar, seguro como lo debéis estar ahora del menosprecio de mi hija y la felicidad de vuestro rival, necesariamente he de atribuir a otra causa la prolongación de vuestra estancia en Sancerre, cuando vuestro jefe os llama a su lado; confesadme, pues, sin fingir, el motivo que puede reteneros... ¿Será el mismo, Monrevel, que el que también me hace desear que permanezcáis aquí?
Aun cuando aquel joven hubiese sospechado desde largo tiempo atrás el amor de la Condesa, no solamente no se lo había comunicado jamás a Amélie, sino que, desesperado de haberlo hecho nacer, buscaba la forma de escondérselo a sí mismo. Presionado por esta pregunta, que resultaba demasiado clara para que no pudiera permitirse no comprenderla:
—Señora, respondió poniéndose colorado, vos conocéis las cadenas que me sujetan y si os dignarais estrecharlas en lugar de romperlas, sin duda yo sería el más feliz de los hombres...
Fuese por fingimiento o por orgullo, la señora de Sancerre tomo esta respuesta a su favor:
—Hermoso y dulce amigo, le dijo atrayéndolo hacia su sillón, estas cadenas se harán fuertes cuando vos queráis... ¡Ah!, desde hace mucho tiempo cautivan mi corazón; cuando me hayáis mostrado vuestro deseo, adornarán mis manos: heme aquí libre, y si deseo perder mi libertad por segunda vez, vos sabéis con quien...
Monrevel tembló al oír estas palabras, y la condesa, que no perdía uno solo de sus movimientos, abandonándose furiosamente a los transportes de su ardor, le reprocho en los términos más duros la indiferencia con la que siempre había correspondido al fuego que por él ardía.
—¿Podías ocultarte esta llama que iluminaba tus ojos, ingrato? Podías ignorarla, gritó; ¿ha pasado un solo día de tu juventud en el que no hayas hecho explotar estos sentimientos que con tanta insolencia desprecias? ¿Había en la corte de Carlos un solo caballero que me interesara tanto como tu? Orgullosa de tus éxitos, sensible a tus desgracias, ¿cogías jamás un laurel sin que mi mano lo entrelazara con mirtos?, ¿Tu espíritu formuló un solo pensamiento que al instante yo no compartiera? Tu corazón, ¿un sentimiento que no fuera mío? Festejada por todas partes, viendo a mis pies a toda la Borgoña, rodeada de adoradores, embriagada de incienso, ¿no se volvían todos mis votos hacia Monrevel, que los ocupaba todos, puesto que yo despreciaba todo lo que no fuera él? Y cuando yo te adoraba, pérfido, tu mirada se desviaba de la mía..., locamente enamorado de una niña... sacrificándome a una indigna rival..., tú me has hecho odiar a mi propia hija... Sentía todas sus actitudes y no había una que no rompiera mi coraz6n y, sin embargo, no podía odiarte... Pero, ¿qué esperas ahora?... Que por lo menos el despecho te entregue a mí, si el amor no pudo lograrlo... Tu rival esta aquí, mañana puedo hacerlo triunfar, mi hija me urge. ¿Qué esperanza te queda entonces, que loca esperanza te puede cegar todavía?
—La de morir, señora, respondió Monrevel, y el remordimiento de haber podido hacer nacer en vos sentimientos que no esta en mi poder compartir, y la pena de no poder inspirarlos al único objeto que reinará siempre en mi corazón.
La señora de Sancerre se contuvo. El amor, la soberbia, la taimería, la venganza, la dominaban con demasiado imperio para no imponerle la necesidad de fingir. Un alma abierta y franca se hubiera exaltado; una mujer vindicativa y falsa tenía que emplear el arte, y la condesa echó mano de él.
—Caballero, dijo con un despecho forzado; me hacéis sufrir el primer desaire de mi vida; vuestros rivales se sorprenderían, solo yo no me sorprendo; no; me hago justicia... Podría ser vuestra madre, caballero. ¿Cómo, siendo así, pude pretender vuestra mano?... No os molestaré más, Monrevel, cedo a mi afortunada rival el honor de encadenaros y, no pudiendo ser vuestra esposa, seré siempre vuestra amiga. ¿Os opondréis a ello? ¡Cruel! ¿Me negareis ese título?
—¡Oh, señora! ¡Cómo reconozco en ese proceder toda la grandeza de vuestro corazón!, respondió el castellano, seducido por aquellas apariencias engañosas. ¡Ah!, creed que todos los sentimientos de mi corazón que no sean de amor os pertenecerán para siempre, dijo, precipitándose a los pies de la condesa, no tendré en el mundo mejor amiga, seréis a la vez mi protectora y mi madre y os consagraré sin cesar todos los momentos en que la embriaguez de mi amor por Amélie no me retenga a sus pies.
—Quedaré muy halagada con lo que me quede, Monrevel, repuso la condesa, incorporándolo, tan caro nos es todo lo que viene de quien amamos; sin duda, sentimientos más vivos me hubieran emocionado más; pero desde el momento que no debo pretenderlos, me contentaré con esa amistad sincera que ahora me juráis y yo os corresponderé con la mía... Escuchad, Monrevel, voy a daros desde este momento una prueba de los sentimientos que os juro: conocéis el deseo que tengo de hacer triunfar vuestro amor, y de saberos eternamente cautivo junto a mi... Vuestro rival está aquí, nada es más cierto: conociendo la voluntad de Carlos, ¿podía yo negarle la entrada al castillo? Todo lo que podré obtener por vos... por vos, cuyos designios él ignora, es que él sólo aparecerá disfrazado, ya lo está, y que sólo verá a mi hija con misterio. ¿Qué partido queréis que tomemos en tal circunstancia?
—EI que me indica mi corazón, señora, la única gracia que me atrevo a implorar a vuestros pies es el permiso de disputar mi amada a mi rival como el honor inspira a un guerrero como yo.
—Ese partido no puede conveniros, Monrevel; no conocéis al hombre con quien vais a disputar. ¿Le habéis visto jamás en la palestra del honor? Vergonzosamente escondido en el fondo de su provincia, Salins sale por primera vez en su vida para casarse con mi hija. No concibo cómo Carlos pudo imaginar semejante elección: así lo quiere..., nada podemos decir; pero lo repito, Salins, al que se tiene por un traidor, no querrá batirse con toda seguridad... Si conoce vuestros proyectos, si se entera de vuestras gestiones, ¡oh, Monrevel!, tiemblo por vos... Dejadme reflexionar por unos días, os comunicaré lo que resulte; no obstante, quedaos aquí y yo esparciré diferentes rumores sobre los motivos que os retienen.
Monrevel, muy satisfecho para lo poco que obtiene, sin imaginar siquiera que puedan engañarle, porque su corazón honesto y sensible jamás ha conocido los caminos retorcidos, besa una vez más las rodillas de la condesa, y se retira menos dolorido.
La señora de Sancerre aprovecha estos instantes para dar las órdenes pertinentes para el éxito de sus pérfidas intenciones. El joven pariente de Clotilde, secretamente introducido en el castillo, vestido como un paje de la casa, actúa tan bien, que Monrevel no puede menos que percibirle. Cuatro criados desconocidos se encuentran al mismo tiempo en la casa y pasan por ser domésticos del conde de Sancerre vueltos a su casa tras la muerte de su patrón; pero la condesa tiene buen cuidado de hacer saber, a Monrevel, que aquellos extranjeros son el séquito de Salins. A partir de aquel momento, el caballero apenas puede hablar con su amada; si se presenta en su departamento, las doncellas le rechazan; si intenta abordarla en el parque, o en los jardines; ella escapa o está con su rival: tantos inconvenientes son demasiado violentos para la ardorosa alma de Monrevel: a punto de desesperarse, aborda por fin a Amélie a quien el falso Salins apenas acaba de dejar.
—¡Cruel!, le dice, sin poder contenerse más, ¿me despreciáis hasta el extremo de querer estrechar delante de mi los lazos siniestros que van a separarnos? Y cuando todo depende sólo de vos, cuando estoy a punto de ganar a vuestra madre, de vos recibo el golpe que me destroza. ¡Ay de mí!
Amélie, prevenida de las luces de esperanza que la condesa había dado a Monrevel y creyendo que todo esto ha de conducir al feliz desenlace de la comedia que le hacen representar, Amélie, digo, continúa fingiendo; responde a su amante que él es muy dueño de ahorrarse el doloroso espectáculo que parece temer, y que ella es la primera en aconsejarle que vaya a olvidar con Belona todas las penas que le da el amor: pero, haya dicho la condesa lo que quiera, se guarda mucho de dar la impresión de que duda del valor de su enamorado. Amélie conoce demasiado a Monrevel para dudar de él; le ama demasiado en el fondo de su corazón para permitirse siquiera jugar con una cosa tan sagrada.
—Entonces, es cosa hecha y debo abandonaros, dice el castellano mojando con sus lagrimas las rodillas de Amélie que se atreve a estrechar por ultima vez; tenéis poder Para ordenarme tal cosa. Pues bien: yo sabré obedeceros. Pueda el feliz mortal a quien os dejo conocer el precio de lo que le cedo. Pueda él haceros tan feliz como merecéis serlo. Amélie, hacedme conocer vuestra felicidad, es la única gracia que os pido, y seré menos desgraciado cuando os sepa en el seno de la felicidad.
Amélie no pudo oír estas últimas palabras sin sentirse emocionada... Lágrimas involuntarias le traicionaron, y Monrevel, estrechándola entonces entre sus brazos:
—¡Feliz momento para mi!, exclama. He podido leer cierto pesar en ese corazón que durante tanto tiempo creí mío. ¡Oh, mi querida Amélie! Entonces no es verdad que amáis a Salins, puesto que os dignáis llorar a Monrevel. Decid una palabra, Amélie, sólo una palabra; y sea cual sea la cobardía del monstruo que os roba a mi, o le forzaré a que se bata, o le castigaré a un tiempo por su falta de valor y por atreverse a elevarse hasta vos.
Pero Amélie se había repuesto: amenazada de perderlo todo, sentía demasiado bien al mantener el papel que le habían encargado para atreverse a flaquear un instante.
—No disfrazaré más las lágrimas que habéis sorprendido, caballero, dijo con firmeza, Pero interpretáis mal la causa: puede habérmelas hecho derramar un gesto de lástima por vos sin que el amor tenga nada que ver con ello. Acostumbrada desde hace tanto tiempo a veros, puedo sentir pena de perderos sin que ningún sentimiento más tierno que el de la simple amistad fundamente en mí este pesar.
—¡Oh, justo cielo!, dijo el castellano, me arrancáis hasta el consuelo en el que hallaba paz mi corazón por un momento... ¡Amélie!, cuan cruel sois con aquel que jamás cometió otro error que el de adoraros... Entonces, ¿sólo a la compasión debo estas lágrimas de las que me sentí tan satisfecho hace un instante? ¿Es este el único sentimiento que debo esperar de vos?...
Alguien se acerca, y nuestros dos amantes son forzados a separarse; uno desesperado sin duda, el otro con el alma desgarrada por una comedia tan cruel..., pero sin embargo, contenta de que un hecho cualquiera le privara de soportarla más rato aún.
Muchos días transcurrieron aún, y la condesa los aprovecha para disponer sus últimas baterías, hasta que Monrevel volviendo una tarde del fondo de los jardines a donde su melancolía le había conducido, encontrándose solo y sin armas, fue atacado por sorpresa por cuatro hombres que parecían querer atentar contra su vida. No abandonándole en ningún momento su valor en tan peligrosa circunstancia, se defiende, aleja a los enemigos que le acosan, pide auxilio y se libera ayudado por los sirvientes de la condesa, que llegan en cuanto le oyen. La dama de Sancerre, informada del peligro que acaba de correr..., la pérfida Sancerre, que sabía mejor que nadie de qué mano partía el artificio, ruega a Monrevel que pase a su apartamento antes de retirarse a sus habitaciones.
—Señora, le dice el castellano abordándola, ignoro quienes son los que amenazan mis días; pero nunca creí que en vuestro castillo alguien se atreviera a atacar a un caballero sin armas...
—Monrevel, respondió la condesa, dándose cuenta de que estaba todavía agitado, me es imposible preservaros de estos peligros, sólo puedo ayudaros a defenderos de ellos... Se ha volado a socorreros, ¿podía hacer otra cosa? Os las habéis con un traidor, ya os lo dije; en vano empleareis con él todos los procedimientos del honor, él no responderá y vuestra vida seguirá en peligro. Le quisiera lejos de mi casa, es evidente, pero ¿prohibir mi castillo a aquel que el duque de Borgoña quiere como mi futuro yerno? ¿A aquel a quien mi hija ama, en fin, y de quien es amada? Sed más justo, caballero, puesto que yo he sufrido tanto como vos; mesurad el interés que todo esto me inspira, la multitud de lazos que me ligan a vuestra suerte. El golpe parte de Salins, no puedo dudarlo; él esta informado de los motivos que os retienen aquí cuando todos los caballeros están junto a sus jefes; vuestro amor es desgraciadamente demasiado conocido, habrá encontrado indiscretos... Salins se venga, y comprendiendo demasiado bien que le es imposible deshacerse de vos de otro modo que por medio de un crimen, lo comete; viéndose derrotado, volverá a empezar. Oh dulce caballero, me estremezco..., me estremezco más que vos todavía.
—Pues bien, señora, replicó el castellano, ordenadle que se quite ese inútil disfraz, y dejad que le ataque en forma que le obligue a responderme... ¿Que necesidad hay de que Salins se disfrace, puesto que esta aquí por orden de su soberano; más aún, siendo amado por aquella que busca y protegido por vos, señora?
—Por mí; caballero..., no esperaba semejante injuria..., pero no importa, no es este el lugar y la hora de justificarse, respondamos solo a vuestras alegaciones, y veréis cuando lo haya dicho todo si comparto sobre esta elección el parecer de mi hija. Me preguntáis por que Salins se disfraza. En primer lugar yo se lo exigí, en atención a vos, y si perpetúa esa ficción es por temor a vos: os tome y os evita y sólo os ataca a traición... Queréis que consienta en dejaros batir, creed que no lo aceptará, Monrevel, ya os lo he dicho, y si se entera de vuestro deseo, tomará sus medidas y no podré responder ni siquiera de vos. Mi posición respecto a el es tal, que se me hace imposible incluso hacerle reproches por lo que os acaba de suceder; la venganza, pues, está sólo en vuestras manos, es solo a vos a quien pertenece, y os compadezco si no elegís la legitima después de la infamia que acaba de cometer. ¿Acaso con los traidores hay que respetar las leyes del honor? Y ¿como podéis buscar otros caminos que aquellos de los que ó1 se sirve, puesto que estáis seguro de que no aceptará ninguno de los que vuestro honor le ofrezca? Así, pues, caballero, no debéis prevenirle, ¿desde cuando la vida de un traidor es tan preciosa que no osáis quitársela sin combatir? Uno debe medirse con un hombre de honor; al que quiso privarnos de la vida, se lo manda matar; que en esto os sirva de regla el ejemplo de vuestros maestros: cuando el orgullo de Carlos de Borgoña, que hoy nos gobierna, tuvo motivo de queja del duque de Orleáns, ¿le propuso un duelo o lo mando asesinar? Este último partido le pareció el más seguro y lo tomó, y el mismo, ¿no lo repitió cuando el delfín tuvo quejas suyas, en Montereau? No se es ni menos honrado ni menos valiente por deshacerse de un truhán que atente contra la vida de uno... Si, Monrevel, si; quiero que mi hija sea vuestra, al precio que sea. No examinéis el sentimiento que me hace desear teneros cerca de mi..., sin duda, me avergonzaría..., y ese corazón mal curado... No importa, seréis mi yerno, caballero, lo seréis... Quiero veros feliz, incluso a costa de mi felicidad... Atreveos, ahora, a decirme que protejo a Salins; atreveos, dulce amigo, y tendré derecho a trataros por lo menos de injusto, puesto que ignoráis hasta tal extremo mis bondades con vos.
Monrevel, enternecido, se lanza a los pies de la condesa y le pide perdón por haberla juzgado mal... Pero asesinar a Salins le parece un crimen por encima de sus fuerzas...
—¡Oh, señora!, exclama llorando, jamás estas manos se atreverán a atacar a un ser que es mi semejante, y el asesinato, el peor de los crímenes...
—Deja de serlo si salva nuestras vidas... Pero ¡cuánta debilidad, caballero!... ¡Cuán fuera de lugar en un héroe! ¿Qué hacéis entonces, decidme, cuando vais al combate? Los laureles que os ciñen, ¿no son precio de muchos asesinatos? Os creéis con permiso de matar a los enemigos de vuestro príncipe, y tembláis por apuñalar al vuestro. ¿Cuál es la ley tiránica que puede establecer, para la misma acción, una diferencia tan enorme?; ¡Ah, Monrevel! O no debemos atentar nunca contra la vida de una persona, o si esta acción puede parecernos alguna vez legitima, es cuando la inspira la venganza de un insulto... Pero ¡qué digo, que me importa a mí! Tiembla, hombre débil y pusilánime y con el absurdo miedo a un crimen imaginario, abandona indignamente a la que amas en brazos del monstruo que te la roba; mira a tu miserable Amélie seducida, desesperada, traicionada, languidecer en el seno de la desgracia; escucha como te llama a su socorro, y tú, pérfido, prefieres cobardemente el infortunio eterno de aquella que amas a la acción justa y necesaria de arrancar la vida al vil verdugo de los dos.
La condesa, viendo que Monrevel vacilaba, acabó poniendo todo su empeño en allanar el horror que le aconsejaba y en hacerle sentir que cuando tal acción se hace tan necesaria, resulta muy peligroso no cometerla; en una palabra, que si no se apresura, no sólo en cualquier momento esta su vida en peligro, sino que lo esta además de verse arrebatar a su amada ante sus ojos, porque Salins, al notar que ella no le concede su beneplácito, seguro de complacer al duque de Borgoña, sean cuales sean los medios por los que se apodere de aquella a quien ama, quizá la rapte al primer momento, tanto más cuanto Amélie se presta a ello; en fin, inflama de tal modo el espíritu del joven caballero, que éste dice si a todo, y jura a los pies de la condesa que apuñalará a su rival.
Hasta aquí los propósitos de tan pérfida mujer parecen sospechosos, sin duda; las espantosas consecuencias de los mismos no harán sino aclarárnoslo demasiado.
Monrevel salió; pero sus resoluciones cambiaron pronto, y, porque la voz de la naturaleza combatía, a pesar suyo, lo que en su alma había de vengativo y no quiso decidirse a nada sin emplear antes las vías honestas que le dictaba el honor; al día siguiente envía una nota al supuesto Salins, y a la misma hora, recibe la siguiente respuesta:
«No me gusta batirme por lo que ya es mío; quien debe desear la muerte es el amante desdeñado por su amada; en cuanto a mi, amo la vida; ¿cómo no amarla si todos los instantes que la componen son preciosos para mi Amélie? Si tenéis afán de batiros, caballero, Carlos necesita héroes. ¡Corred a él! Creedme, los ejercicios de Marte os cuadran más que las dulzuras del amor; entregándoos a los primeros, adquiriréis gloria; los otros, sin que yo arriesgue nada, podrían costaros caros.»
El castellano, a la lectura de estas palabras, se estremeció de rabia.
—¡Traidor!, gritó. ¡Me amenaza, no se atreve a defenderse! Ahora, nada me detiene; pensemos en mi seguridad, ocupémonos de preservar al objeto de mi amor, no debo dudar ni un instante... Pero ¡que digo... gran Dios!, si ella le quiere..., si Amélie se abrasa por ese pérfido rival, ¿obtendré el corazón de mi amada quitándole la vida? ¿Me atreveré a presentarme ante ella con las manos manchadas de la sangre del que ella adora?... Ahora sólo le soy indiferente..., si voy más lejos, me odiará.
Tales eran las reflexiones del desgraciado Monrevel..., tales eran las ansias que le desgarraban, cuando alrededor de las dos horas de haber recibido la respuesta que acabáis de ver, la condesa le mando a decir que fuese a verla.
—A fin de evitar vuestros reproches, caballero, le dijo en cuanto entró, he tomado las medidas mis seguras para estar informada de cuanto ocurre; vuestra vida corre nuevos peligros, se preparan dos crímenes a un tiempo; una hora después de la puesta del sol, os seguirán cuatro hombres que no os dejaran hasta haberos apuñalado; Salins raptara al mismo tiempo a mi hija; si me opongo, informara al duque de mi resistencia, y se justificará hundiéndonos a los dos. Evitad el primer peligro haciéndoos escoltar por seis de mis hombres; os aguardan en la puerta... Cuando suenen las diez, dejad vuestras habitaciones y penetrad, solo, en la gran sala abovedada que comunica con las habitaciones de mi hija; a la hora justa que os preciso, Salins cruzará esa sala para ir donde Amélie; ella le espera, han de partir juntos antes de medianoche. Entonces..., armado con este puñal..., recibidle, Monrevel; quiero ver que lo tomáis de mis manos... Entonces, os digo, os vengaréis del primer crinen y evitaréis el segundo... Lo estáis viendo, hombre injusto, soy yo quien quiere armar al brazo que debe castigar al objeto de vuestro odio, yo os devuelvo aquella a quien amas... ¿Aún me abrumaréis con vuestros reproches?... Ingrato, he aquí como pago tu menosprecio... Ve, corre a la venganza, Amélie te espera en mis brazos...
—Dadme, señora, dice Monrevel, demasiado irritado para seguir dudando, dadme, nada impide ya que inmole a mi rival a mi rabia; le he propuesto las vías del honor y las ha rechazado, es un cobarde y debe sufrir su suerte... Dadme, os obedezco.
El castellano sale... Apenas ha dejado a la condesa, ésta se apresura a llamar a su hija.
—Amélie, le dice, ahora debemos asegurarnos del amor del caballero y debemos hacerlo, también respecto a su valor; toda otra prueba resultaría inútil; accedo por fin a vuestros deseos; pero como desgraciadamente no deja de ser cierto que el duque de Borgoña os destina a Salins...; como es posible que dentro de ocho días se encuentre aquí, si queréis pertenecer a Monrevel sólo os queda el recurso de escapar; es preciso que parezca que os rapta sin que yo lo sepa, que se autorice, para hacerlo, con los deseos de mi infeliz esposo; que niegue haber tenido nunca conocimiento del cambio de deseos de nuestro príncipe; que se case secretamente con vos en Monrevel y que vuele en seguida a excusarse ante el duque. Vuestro amante ha comprendido la necesidad de estas condiciones; las ha aceptado todas; pero he querido preveniros antes de que él os las comunique... ¿Qué os parecen tales proyectos, hija mía? ¿Encontráis en ellos algún inconveniente?
—Estarían llenos de ellos, respondió Amélie con tanto respeto como agradecimiento, si se ejecutasen sin vuestro acuerdo; pero puesto que os prestáis a ello, yo sólo debo besar vuestras rodillas para demostraros cuanto estimo todo lo que hacéis por mi.
—En ese caso, no perdamos un instante, respondió la pérfida dama para quien las lagrimas de su hija eran un nuevo ultraje. Monrevel está informado de todo; pero es esencial disfrazaros; sería imprudente que pudieseis ser reconocida antes de llegar al castillo de vuestro amante, y más enojoso todavía que os tropezarais tal vez con Salins, al que esperamos todos los días. Vestíos con estas ropas, siguió la condesa, presentándole las que habían servido para el pretendido Salins, y pasad de nuevo a vuestros aposentos cuando el centinela de la torre advierta que son las diez; es el instante indicado, aquel en que Monrevel irá a vuestra busca; los caballos estarán aguardando, y de inmediato partiréis los dos.
—¡Oh, respetable madre!, exclamó Amélie, precipitándose en los brazos de la condesa, si pudierais leer en el fondo de mi corazón los sentimientos con que me fortalecéis... Si pudieseis...
—No, no, dijo la señora de Sancerre desprendiéndose de los brazos de su hija. No, vuestro agradecimiento es inútil; puesto que vuestra felicidad se realiza, también se realiza la mía; ocupémonos ahora de vuestro disfraz.
La hora se acercaba; Amélie toma las ropas que le presentan; la condesa no olvida nada que pueda hacerle parecerse al joven pariente de Clotilde tomado por Monrevel como el señor de Salins; a fuerza de arte, a cualquiera engañaría. Al fin suena la hora fatal...
—Partid, dice la condesa, volad, hija mía; vuestro amante os aguarda...
Aquella inocente criatura teme que la necesidad de una rápida partida le impida ver de nuevo a su madre, y se arroja llorando en su seno. La condesa, lo bastante falsa para ocultar las atrocidades que medita, bajo extremas apariencias de ternura, besa a su hi j a y mezcla sus lagrimas con las de ella. Amélie se arranca a sus brazos, vuela a sus habitaciones; abre la funesta sala que ilumina apenas una débil claridad y en la que Monrevel con un puñal en la mano espera a su rival para derribarle. En cuanto ve aparecer a alguien, a quien cada detalle le hace tomar por el enemigo que busca, se lanza impetuosamente, golpea a ciegas, y deja en el suelo, en un mar de sangre, al objeto querido por quien lo hubiera dado todo.
—Traidor, exclama de inmediato la condesa, apareciendo con antorchas, he aquí como me vengo de tus desdenes. Reconoce tu error y vive luego si puedes.
Amèlie, que respira todavía, dirige, gimiendo, algunas palabras hacia Monrevel.
—Oh, dulce amigo, le dice, debilitada por el dolor y por la mucha sangre que pierde, ¿qué he hecho para merecer la muerte de tu mano? ¿Son estos entonces los lazos que me preparaba mi madre? Ve, nada te reprocho: el cielo me lo hace comprender todo en los últimos instantes... Monrevel, perdóname por haberte ocultado mi amor. Debes saber que me forzaba a ello: que por lo menos mis últimas palabras te convenzan de que jamás tuviste una amiga más sincera que yo..., que te quería más que a mi dios, más que a mi vida, y que expiro adorándote.
Pero Monrevel no oye nada. En el suelo, sobre el cuerpo ensangrentado de Amélie, con su boca pegada a la de su amante, intenta reanimar a aquella alma querida exhalando la suya abrasada de amor y desesperación... Alternativamente llora y se enfurece, alternativamente se acusa y maldice al execrable autor del crimen que él ha cometido... Levantándose por fin lleno de furor:
—¿Qué esperas, pérfida, de esta indigna acción?, dice a la condesa. ¿Esperabas hallar el cumplimiento de tus horribles deseos? ¿Has supuesto a Monrevel lo bastante débil para sobrevivir a aquella que adora?... Aléjate, aléjate; en el estado cruel en que me han puesto tus maldades, no respondería de no lavarlas con tu sangre...
—Hiere, dice la condesa extraviada, hiere, aquí esta mi pecho; imaginas que quiero la vida cuando la esperanza de poseerte me escapa para siempre... He querido vengarme, he querido deshacerme de una rival odiosa, no pretendo sobrevivir a mi crimen ni a mi desesperación. Pero que sea tu mano la que me quite la vida, quiero perderla bajo tus golpes... ¡Pues bien! ¿Que te detiene?... ¡Cobarde!, ¿todavía no te he ultrajado lo bastante?... ¿Que detiene ya a tu cólera? Enciende la antorcha de la venganza en esta sangre preciosa que te he hecho derramar y no soportes más a aquella a quien debes odiar sin que ella pueda dejar de adorarte.
—¡Monstruo!, grita Monrevel, no eres digna de morir..., no quedaría vengado... Vive para ser un horror en la tierra, vine para que los remordimientos te despedacen. Es preciso que cuanto viva conozca tus errores y te menosprecie, es necesario que a cada instante, horrorizada de ti misma, la luz del día te sea insoportable; pero sabe al menos que tus infamias no me separaran de aquella que adoro... Mi alma la seguirá a los pies del Padre Eterno. Los dos vamos a invocar contra ti.
Con estas palabras, Monrevel se apuñala y se lanza, entregando el último suspiro, en brazos de aquella que quiso y la abraza con tanta violencia que ningún esfuerzo humano les pudo separar... Los dos fueron puestos en el mismo féretro, y enterrados en la iglesia principal de Sancerre, donde todavía van los verdaderos amantes a derramar lágrimas sobre su tumba y a leer con ternura los siguientes versos, grabados en el mármol que les cubre, y que Luis XII se dignó componer:
Llorad amantes! Como vosotros, se amaron
sin que nunca se unieran en himeneo,
se ataron entre si con bellos lazos
que la venganza rompió para siempre.
Sólo la condesa sobrevivió a estos crímenes, pero fue para llorarlos durante el resto de su vida; se entregó a la más extremada devoción y murió diez años después, siendo monja en Auxerre, dejando edificado al convento por su conversión y enternecida por la sinceridad de su arrepentimiento.
Fin