EL ORANGUTÁN VUELVE A LA SELVA
Publicado en
febrero 24, 2025
Un famoso reportero y fotógrafo observa alguno de estos parientes nuestros, escasos ya, en un campo de supervivencia de la jungla de Borneo.
Por Carl Mydans (fue corresponsal y fotógrafo de Life de 1936 hasta la desaparición de esta revista, trabaja ahora por su propia cuenta en Oriente).
JUANA nunca me había tomado en cuenta. Al parecer siempre andaba en busca de algo; deambulaba inquieta entre las enredaderas y el follaje, y al hacerlo se pasaba distraídamente su cachorro de una cadera a la otra. Cada vez que trataba de acercarme, ella se alejaba cautelosa.
Pero una mañana la vi venir directamente hacia mí, enfundada en su abrigo de brillante color castaño rojizo. Trepó a un tronco tapizado de musgo y se sentó en él, en actitud de aceptar resignadamente mi presencia.
Le dije: "¡Buenos días!" Como respuesta, alzó su cachorro y se lo puso de espaldas en la cabeza, a manera de sombrero. Esbozó una ligera sonrisa; parecía esperar que la aplaudiera.
"¡Bravo!" exclamé. Entonces tomó a su cría por ambas patas y la dejó colgando de cabeza. El pequeño parecía sentirse a sus anchas observando mi figura al revés, con la mirada de sus ojos de color negro azabache en aquella carita del mismo color, tan lóbrega y pensativa como la de su madre. En seguida Juana se acomodó a su hijo bajo el brazo y se marchó de nuevo, como si aún tuviera mucho que hacer. Juana y su Juanito son orangutanes, ejemplares de la especie menos conocida entre los más cercanos parientes del hombre: los monos. Viven en el bosque de Sepilok, en el nordeste de Borneo. No son del todo salvajes, pero se pretende que pronto lo sean, pues tal es el propósito del extraordinario experimento que se hace allí.
En peligro de extinción. En otro tiempo por lo menos medio millón de orangutanes habitaban en una vasta zona de Asia, de las islas Célebes a China septentrional. Hoy su especie está en peligro de extinción: quedan entre cinco mil y diez mil orangutanes en todo el mundo. El hombre es su mayor enemigo; no sólo los caza desde la antigüedad por su carne y su piel, sino que invade inexorablemente su mundo arbóreo. Y es una triste ironía que el hombre, al ver estos monos tan graciosamente semejantes a él, tan irrisorias caricaturas suyas, los capture (casi siempre cuando todavía son cachorros, como Juanito) y mate a sus madres, con lo cual contribuye a la extinción de esas criaturas que él considera tan atractivas.
Se cree que la mitad de la población de orangutanes vive actualmente en parques zoológicos o en cautividad como animales domésticos. Dieron el primer paso en firme para ayudar a salvar la especie los zoólogo del departamento forestal del Estado malayo de Sabah, dirigidos por el ayudante G. Stanley de Silva, guarda de caza: juntos recuperan estos orangutanes de manos de particulares y les enseñan a ser de nuevo salvajes, de modo que puedan dejarlos libres en su medio natural, la selva húmeda o tropical, para que procreen en él.
El "laboratorio" en que se lleva a cabo este experimento es la misma selva higrofítica, vasto e impenetrable conglomerado de árboles saraya que se yerguen hasta tremendas alturas y forman con sus copas un "techo" de follaje; de especies de madera muy dura, de bambúes y palmeras, así como de una enmarañada maleza de arbustos de grueso tallo.
La tupida vegetación despide el aroma penetrante y grato de las plantas lozanas y húmedas. En un claro está la choza de madera, construida sobre pilotes de troncos; en ella se albergan los guardabosques que protegen a los orangutanes trasladados allí, a la vez que llevan un registro de su proceso de adaptación a la vida selvática.
El programa se puso en marcha en 1964, al promulgarse la ley que declara delito grave matar orangutanes o mantenerlos en cautividad. Para cumplir el programa se han obtenido hasta la fecha 51 animales. Dieciséis han muerto, pero, de los 35 restantes, 27 se han internado en la selva, donde deambulan, se procuran su alimento y se las ingenian para sobrevivir. Los otros ocho (Juana entre ellos) siguen volviendo a la cabaña, pues saben que allí les darán fruta. "Pueden cuidar de sí mismos", explica de Silva, "pero el vínculo con el hombre es difícil de romper. Cuando estemos seguros de que los animales ya son capaces de vivir sin nuestra ayuda, los llevaremos a zonas remotas de la selva".
Tímidos acróbatas. Los huesos encontrados en las Grandes Cuevas de Niah, en Borneo occidental, indican que quizá el hombre de la edad de piedra domesticó ya orangutanes. Se piensa que el nombre de este antropoide procede de dos palabras malayas que significan "hombre de la selva". Los machos son un poco más grandes que las hembras: miden aproximadamente 1,20 metros de estatura; sus fuertes músculos hacen que lleguen a pesar hasta 75 kilos. El pelaje es de un brillante color castaño rojizo, rígido como las fibras del coco, y cuando le da el sol a trasluz, toma un tono anaranjado intenso. Enmarca el rostro en un corto flequillo y unas patillas de mechones que les crecen hacia abajo, abultándoles el cuello. Y de este marco de vivo color asoman melancólicamente unas facciones negras y apergaminadas, capaces de adquirir gran expresividad. Los orangutanes difieren mucho entre sí en apariencia y personalidad, según pude comprobar en los pocos días que seguí a Juana por la selva. Cada orangután que observé era un individuo perfectamente diferenciado y único.
Estos grandes simios son solitarios, tímidos y excepcionalmente silenciosos. Nunca vi a Juana sin Juanito colgado de ella o a su alcance, pero, por lo demás, estaba siempre sola. Aunque suelen gritar si están enfurecidos o irritados, no emiten sonidos de alarma ni para reclamar territorio. Y cuando un orangután se topa con otro, al parecer no tiene nada que decirle.
Aparte el alimento, lo que quizá necesita más este animal es un medio arbóreo. (Confinado a vivir en el suelo, como ocurre con frecuencia en los parques zoológicos, languidece de tristeza y se le atrofian los músculos.) Se ha dicho que estos monos son melancólicos y letárgicos. Pero estos adjetivos no cuadran al extraño encanto de estas retraídas criaturas cuando trepan por la red de lianas y se desplazan lentamente con largos brazos y pies prensiles por el follaje de la selva en busca de frutas y hojas tiernas. Causa envidia al hombre que los observa en tierra ver que los pies les sirven como un segundo par de "manos", y sin embargo me asombró comprobar que los orangutanes semisalvajes fallan a menudo al tratar de agarrar las lianas mientras se columpian.
El orangután imita lo que ve hacer. Para el observador lego en la materia, el orangután semisalvaje soltado en la selva resulta idéntico al ejemplar silvestre. El zoólogo, en cambio, percibe no pocas diferencias entre uno y otro. Cierto día, por ejemplo, recorría yo la selva acompañado por de Silva, cuando intempestivamente bajó Juana de los árboles y se nos puso al lado. En un alarde teatral, a todas luces dedicado a mi acompañante, la orangutana partió en dos una rama seca y utilizó un pedazo a manera de maza para clavar el otro en la tierra, como un hombre que hincara la estaca de una cerca. "Si presenciara esto un antropólogo, se emocionaría muchísimo", me explicó de Silva. "¡Un animal salvaje que se sirve de un instrumento! Pero lo que usted está viendo no es un simio que haya descubierto el uso de un instrumento, sino que recuerda simplemente e imita algo que ha visto hacer a los humanos". Posteriormente vi cómo Juana alzó un tronco, se lo echó al hombro y empezó a andar como un leñador.
De todos estos monos trasladados a Sepilok, Juana es la que ha proporcionado material en mayor cantidad y más valioso para el estudio de su conducta. Es la veterana de Sepilok (vive allí desde 1964); ha abandonado muchas veces el centro (en dos ocasiones regresó preñada), pero siempre vuelve.
La mañana en que Juana se quedó mirándome muy atenta sentí que entablábamos una amistad duradera. En mis excursiones por la selva me acompañaba Sundang Sarim, joven guardabosque que sabía encontrarla incluso cuando ella deseaba ocultarse; la avistaba a gran altura, en el "techo" de follaje, y la llamaba gritándole en su melodiosa lengua malaya: "Juana, makan!, ¡Juana, makan!, ¡Juana, come!" Al gritar esto sostenía en alto la fruta que llevaba consigo para atraerla y que yo la viera de cerca.
Ataque sin provocación. La orangutana se mostraba más activa cada día; movía ramas de un lado a otro y se afanaba en acciones sin propósito definido. También comprobé en ella, con asombro, esa inconfundible expresión de fingida concentración de las personas cuando saben que las están fotografiando. Juana me parecía muy humana y sentí que habíamos llegado a establecer la relación entre fotógrafo y modelo que suele surgir entre nosotros los hombres.
Por ello me tomó desprevenido el ataque de Juana, y sobre todo que se ensañara con su amigo Sundang. Éste le daba plátanos y ella tenía la boca llena y blanca con la fruta, cuando, de pronto, lo derribó abalanzándose sobre él y le mordió con ferocidad una pierna. Esto resultaba doblemente extraño, pues se sabe que los orangutanes salvajes (si bien tienen desplantes amenazadores durante los cuales blanden ramas, gruñen y se golpean el pecho con las manos) en realidad atacan muy rara vez.
Sundang tuvo que ir al hospital. A la mañana siguiente, cojeando y con la pierna vendada, no mostraba mucho entusiasmo por internarse en la selva. Para que aquel percance no influyera negativamente en su carrera, lo insté a volver a la selva conmigo y, al cabo de un rato, cogió unos plátanos y ambos nos pusimos en camino.
Cuando vimos a Juana en lo alto de una red de lianas, al principio se negó a acudir a la llamada de "¡Juana, makan!" Pero al poco tiempo bajó apresuradamente hasta quedar colgada encima de nosotros. Había una mirada dulce e inquisitiva en aquel rostro apergaminado. Juanito tenía entre las negras manos una de las encallecidas manazas de su madre, así que ésta alargó el brazo libre hasta Sundang. ¿Era un ademán amistoso? Sundang avanzó nervioso y le entregó los plátanos. Juana peló los maduros frutos uno tras otro y se los comió, sin dejar de poner unos pedazos en la boca de la cría. Luego trepó a una rama alta y empezó a entrecruzar unas ramitas debajo de ella para construir un nido.
"Ahora se dormirá", me explicó Sundang mientras nos alejábamos. Miré hacia atrás y la vi acurrucarse en su lecho de hojas, mientras Juanito se le agarraba al pelaje del pecho. Nos contemplaba como si la hubiéramos desconcertado, igual que ella, con su inexplicable comportamiento, nos había desconcertado a nosotros.
De todo ello parece colegirse una esperanza razonable: cuando el hijo de Juana y las crías de otros orangutanes rehabilitados crezcan por su cuenta bajo el sombreado dosel de los sarayas, al aproximarnos los humanos se ocultarán tímidamente y se limitarán a observarnos desde sus altos y seguros refugios de ramas. Y si tal es el caso, no será probable que algún hombre tenga otra experiencia como la mía entre los orangutanes de Sepilok. Se considerará afortunado si logra atisbar uno de estos extraños animales que tanto nos han fascinado con sus rasgos insólitos, que nos recuerdan los nuestros y nos traen ecos de algo que debió de sernos vagamente familiar en un pasado remoto.
CONDENSADO DE "SMITHSONIAN" (NOVIEMBRE DE 1973), © 1973 POR LA INSTITUCIÓN SMITHSONIANA, 900 JEFFERSON DR., WASHINGTON, D.C. 20560. FOTOS: CARL MYDANS.