METTERNICH, ÁRBITRO DE EUROPA
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diciembre 16, 2024
Con la apariencia y los gustos de un petimetre, el canciller de Austria era un negociador incomparable. Su estilo de diplomacia personal y su ordenamiento de Europa siguen siendo pertinentes en nuestros días.
Por Francis Leary (escritor norteamericano que actualmente reside en París, ha escrito mucho sobre historia europea; entre sus obras figuran The Golden Longing, Fire and Morning y This Dark Monarchy).
EN 1848 la revolución cundía por toda Europa. Para oponerse a los abusos cada vez peores de la incipiente edad industrial, los pueblos clamaban por la libertad política, y el nacionalismo, como una incontenible marea, hacía que se tambalearan los tronos de la monarquía tradicional. La fiebre revolucionaria, iniciada en Francia, pronto se propagó por las grandes ciudades, Milán, Praga, Budapest y Viena, donde. lás muchedumbres armadas se lanzaron a las calles exigiendo el derecho del voto, la supresión de la censura y el fin de los regímenes policiacos. Un clamor dominaba entre todos: "¡Abajo Metternich!"
El blanco de tal estallido de furia popular ostentaba el título de canciller de Austria, pero su influencia llegaba hasta los más remotos confines de Europa. En un país tras otro había logrado sofocar las llamas revolucionarias y apuntalar el orden establecido. Durante más de 30 años el príncipe Clemens Wenzel Lothar von Metternich (cuyo nombre era símbolo de la reacción) había mantenido firmemente tapada la caja de Pandora de una Europa bajo la cual bullían las aspiraciones idealistas.
Tanto en sus modales como en su apariencia personal, Metternich era ante todo un petimetre del siglo XVIII que se regodeaba, como el pez en el agua, en la refinada sociedad de la corte. Había heredado de su madre la frente amplia, la nariz aguileña y los expresivos ojos azules que tanto agradaban a las damas. Cuidaba con el mayor esmero de sus trajes; su color favorito era el amarillo, emblema de la galantería. Bailaba muy bien y no tenía par en las artes cortesanas de la seducción. Para cualquier observador no era sino un buscaplaceres del mundo diplomático.
Sin embargo, tras la fachada del frívolo frecuentador de salones se ocultaba el realismo del estadista y la astucia del gran diplomático. Ferviente partidario de una comunidad europea que superara los estrechos intereses nacionalistas, fue el primer funcionario de Estado que demostró la posibilidad de establecer el equilibrio del poder mediante la negociación fría y ardua en la mesa de conferencias. No es mera coincidencia que Henry Kissinger, secretario de Estado norteamericano y premio Nobel de la Paz, dedicara su libro A World Restored a analizar con admiración los triunfos y la estrategia diplomática del canciller austriaco.
Metternich, nacido en 1773 en la ciudad renana de Coblenza, entonces sometida a la soberanía del Emperador de Austria, vino a un mundo aún semifeudal, dominado por un puñado de monarcas absolutos. Austria era una de las mayores potencias del tablero de ajedrez europeo; ocupaba gran parte de la Europa central y del norte de Italia, y tenía una población de 30 millones de habitantes, mayor que los 27 de Francia, los 12 de Gran Bretaña y los nueve de Prusia, aunque sólo la mitad de la población de Rusia, que por entonces ascendía a 60 millones de almas. Tal era el tablero que la revolución francesa haría volar por los aires.
El adversario. Metternich sufrió su primer contacto con la revolución cuando tenía 17 años y estudiaba en Estrasburgo, donde presenció cómo el populacho jacobino, dirigido por su propio tutor, atacó a los nobles y se apoderó a sangre y fuego del ayuntamiento. La violencia y el caos de aquellas jornadas le dejarían una impresión indeleble. "Desde entonces sentí que el adversario a quien yo debía combatir era la revolución", diría más tarde Metternich al evocar su vida de estudiante.
Su casamiento con Eleonore von Kaunitz, nieta del canciller de la emperatriz María Teresa, introdujo a Metternich en los círculos más íntimos de la nobleza austriaca y le abrió el camino hacia la cima del poder político, a Io que contribuyó en gran medida su amistad con Francisco II, nieto de María Teresa. El joven Emperador comenzó pronto a confiar plenamente en el certero juicio de su consejero en política exterior, y lo nombró embajador en Sajonia, en Prusia y en Francia. Austria y Francisco necesitaban del talento de Metternich, pues las arrolladoras victorias del general Bonaparte en nombre de la Francia revolucionaria y agresiva amenazaban a todos los Estados del continente. La posición de Austria, en el centro de Europa, la hacía especialmente vulnerable, y en 1809 se vio obligada a luchar sola contra Francia. Tras la batalla de Wagram, el emperador Francisco perdió todas sus posesiones en Italia, Dalmacia y los Países Bajos, con un total de ocho millones de súbditos, y los franceses incluso ocuparon a Viena durante cierto tiempo.
Francisco II decidió entonces confiar a Metternich el Ministerio de Asuntos Exteriores, a pesar de que sólo tenía 36 años. El nuevo ministro se propuso restablecer la antigua preponderancia de su país en Europa; para ello decidió aguardar a que se presentara una ocasión favorable y no luchar otra vez contra Francia sin contar con aliados poderosos.
Metternich había conocido y tratado a Napoleón durante los tres años de su gestión diplomática en París. Aunque el destino los enfrentó como a enemigos mortales, ambos se llevaban bien personalmente, hasta el punto de que Napoleón había alentado a Metternich en sus amoríos con Carolina, hermana del corso. El Emperador francés y el embajador austriaco se parecían en algunos aspectos. Metternich no podía haber esbozado un autorretrato mejor cuando escribió de Napoleón: "Sus intereses intelectuales lo llevaban siempre hacia lo positivo; rechazaba las ideas vagas y aborrecía por igual los sueños de los visionarios y las abstracciones de los teóricos".
Para legitimar y consolidar su trono y sus conquistas, el que se había proclamado a sí mismo Emperador de los franceses decidió unirse a una de las antiguas dinastías reales de Europa y eligió a los Habsburgo (que no podían desairar al "advenedizo corso"); pidió la mano de la archiduquesa María Luisa, hija del emperador Francisco II, alianza que fomentó Metternich como medio práctico de mantener a raya a Napoleón. El 11 de marzo de 1810 se celebró por poder el matrimonio en Viena. Después de la ceremonia, Metternich fue en seguida a París, donde observó con satisfacción que la alianza entre el Emperador francés y el inconstante y vanidoso zar Alejandro de Rusia estaba virtualmente rota. Metternich fomentó el conflicto entre Francia y Rusia y presenció complacido el desastre de la Grande Armée o Gran Ejército destruido en la retirada de Moscú.
"Mañana será demasiado tarde". En 1813 se concertó una temible alianza entre Rusia, Prusia e Inglaterra contra Napoleón, pero el ministro austriaco mantuvo a Austria en una prudente neutralidad. Preparaba ya la restauración de Europa y necesitaba más tiempo para robustecer los recursos económicos y militares del país. Tras las dos derrotas aliadas iniciales, se negoció un armisticio con Francia, que debía durar hasta el 20 de julio de 1813. El 26 de junio, poco antes de mediodía, Metternich llegó al cuartel general del Emperador francés, en Dresde, para celebrar con él una entrevista importantísima.
—La paz y el futuro de Europa dependen de Vuestra Majestad —dijo fríamente al Emperador—. Debéis aceptar límites a vuestro poder... o no conservaréis el trono. Hoy aún podéis hacer la paz. Mañana será demasiado tarde.
—¡Jamás cederé ni un palmo de terreno! —gritó Napoleón— No puedo permitírmelo. ¡Cuando ya no me teman, no me sostendré un solo día más!
Durante varias horas el Emperador francés vociferó y profirió vanas amenazas, pero por último convino en considerar su asistencia a una conferencia de paz que debía ser convocada por la "neutral" Austria. Metternich advirtió a Napoleón que, si no aceptaba la mediación de Austria, ésta tendría que poner fin a su neutralidad. El Emperador se encogió de hombros:
—Vosotros no iréis jamás a la guerra —afirmó con aplomo al despedirse aquella tarde de su antagonista.
Pero el Emperador se equivocaba; aunque, en efecto, Austria necesitaba todavía 20 días más después de la terminación de la tregua para concluir sus preparativos bélicos, Napoleón, a quien también le interesaba ganar tiempo para reforzar sus tropas, convino en prolongar el armisticio hasta el 10 de agosto. En el ínterin habría de reunirse en Praga la conferencia de paz convocada por Metternich. Pero el día 10 de agosto el emisario francés aún no había recibido sus credenciales y Metternich decidió que era el momento de la prueba de fuerza. Las credenciales llegaron el 12 de agosto, pero a medianoche del 10 Austria rompió las relaciones con Francia, y dos días después en las posiciones del Ejército austriaco en Bohemia se encendieron las fogatas tradicionales que anunciaban el estado de guerra.
La "batalla de las naciones", que se riñó el 15 de octubre de 1813, en Leipzig, constituyó un triunfo para los aliados. Seiscientos mil soldados invadieron a Francia y la flota británica bloqueó sus costas. Napoleón fue desterrado a la isla de Elba. El agradecido soberano austriaco otorgó a Metternich el título de Príncipe, y los aliados, en reconocimiento del papel fundamental desempeñado por Austria en la victoria, decidieron celebrar en Viena la conferencia de paz.
Política y placeres. Durante todo aquel verano y el maravilloso otoño de 1814 se reunieron en Viena los representantes de todos los Estados europeos, con excepción de Sajonia, que se había aliado a Napoleón. La deslumbrante asamblea estaba presidida por los jefes de cinco casas reinantes y representantes de 216 grandes familias nobiliarias. Las diversiones, organizadas por una comisión de festejos, consistieron, entre otras cosas, en bailes de máscaras, un torneo medieval y la primera audición de la Séptima Sinfonía de Beethoven, dirigida por el compositor. El Congreso siguió en sesiones, a ritmo más lento, todo aquel invierno y la primavera siguiente, y también durante aquellos meses fueron de la mano la política y los placeres. El elegante ministro de Asuntos Exteriores de Austria figuraba entre los asistentes como el Caballero de la Rosa, triunfador de las fiestas y árbitro de los problemas de Europa mientras besaba la mano a una dama encopetada y concertaba cita con otra. "Embriagado de amor, vanidad y orgullo, pierde las mañanas en el lecho, del cual no se levanta hasta las 10, así que no puede recibir a más de tres o cuatro de los muchísimos personajes que ansían verlo", anotó un historiador de la época.
Pero las apariencias eran engañosas. Metternich desempeñaba su trabajo más importante en las sesiones a puerta cerrada del Congreso, a las que asistían los seis grandes: Austria, Rusia, Prusia, Inglaterra, España y la Francia de los Borbones restaurados. Su objetivo principal era crear un orden conservador de Estados "legítimos" regidos por monarquías sólidamente establecidas. Esos Estados se pondrían de acuerdo en los principios comunes de soberanía para que ninguno de ellos pudiese en lo sucesivo quebrantar los cauces establecidos, como había hecho la Francia revolucionaria. Sin embargo, para lograr un equilibrio tan delicado era necesario contener las desmesuradas ambiciones de los gobernantes, y Metternich recurría a todos los recursos de su habilísima diplomacia para impedir que el Congreso terminara en choques violentos.
"El árbitro de Europa". El 7 de marzo, a las 4 de la madrugada, Metternich se retiró muy fatigado a sus habitaciones tras haber asistido a una larga sesión política; su secretario, que lo estaba esperando, le entregó un mensaje urgente.
"Eso puede esperar", dijo Metternich. Y se echó en la cama a dormir con sueños agitados hasta las 7 de la mañana. Al despertar recordó el mensaje y lo leyó. Contenía unas cuantas líneas lacónicas: ¡Napoleón había escapado de la isla de Elba!
Actuando con la celeridad que exigían las circunstancias, Metternich se entrevistó a las 8 con el emperador Francisco II, a las 8:15 con el Zar y a las 8:30 con el Rey de Prusia. A las 10 se reunieron los aliados en sesión solemne, reconciliados ante el peligro común del retorno triunfal de Napoleón. El Congreso se clausuró al mismo tiempo que los ejércitos se ponían en pie de guerra. El 18 de junio de 1815 terminó en Waterloo la fulgurante carrera de Napoleón, y al día siguiente se firmó el Tratado de Viena, que afectaba a todos los Estados europeos. Sus 121 artículos llevaban el sello vigoroso de Metternich: el legitimismo se entronizaba en todas partes y se ponían frenos al nacionalismo; se disponía también la celebración de consultas periódicas para garantizar el cumplimiento del tratado.
De haber muerto en 1815, Metternich habría ocupado un lugar señero en la historia, pero sobrevivió otros 44 años, de los cuales permaneció 33 en servicio activo elaborando un sistema que conservó la paz de Europa, aunque a costa de aplastar la libertad. En 1822 el Emperador lo nombró canciller. El "doctor de la Revolución", como se calificaba a sí mismo, había desplegado sus antenas para captar hasta el menor asomo de inquietud política y reaccionar con rapidez fulminante, como la araña ante la más leve vibración de su tela. Mediante su red de espías y el complejísimo servicio de mensajeros que estableció, Metternich se enteraba de una conversación sediciosa casi en el momento en que se desarrollaba. "La revolución es posible por un error del gobierno", declaraba. Y no estaba dispuesto a cometerlo.
Para reprimir los levantamientos más importantes que amenazaban su sistema, Metternich convocó varias conferencias o "congresos" de alto nivel entre las grandes potencias. Un congreso celebrado en 1821 autorizó a Austria a sofocar una revuelta en Italia. Para aplastar la revolución en España se convocó en 1822 a otro que decidió la intervención de Francia. Metternich tenía ideas muy personales acerca de esos cónclaves internacionales. "Los asuntos públicos no son otra cosa que seres humanos", decía.
Pero con el tiempo las aspiraciones populares reprimidas durante 30 años, merced al sistema de espías, censura, policía e intervención militar establecido por Metternich, se desbocaron en las revueltas de 1848. El 13 de marzo de aquel año las airadas turbas se arremolinaron en las calles de Viena y sus dirigentes presentaron un ultimátum al régimen de los Habsburgos: le daban tres horas de plazo para destituir al canciller Metternich.
A las 9 de la noche en punto, hora en que expiraba el plazo, apareció Metternich a las puertas del palacio del Hofburg y proclamó su dimisión. Los delegados del pueblo empezaron a aplaudir, pero Metternich los detuvo en seco: "Nada de ovaciones", advirtió. "Es mi deber dimitir en el momento en que mi presencia ha llegado a ser un obstáculo para el orden público".
La obra maestra. El ex canciller salió de Viena al día siguiente para viajar de incógnito en compañía de su familia. Durante su exilio en Inglaterra envió un sinnúmero de memorandos a su sucesor. La revolución austriaca fue aplastada ferozmente poco después de estallar, y Metternich regresó en 1851 a Viena, donde pasó los últimos ocho años de su vida como consejero del joven emperador Francisco José.
En cierto momento de desaliento escribió: "Nací demasiado pronto o demasiado tarde. Si hubiera nacido antes, habría disfrutado de la vida; de haber nacido más tarde habría contribuido a la reconstrucción. Ahora pierdo el tiempo en apuntalar edificios en ruinas". Sin embargo Metternich logró algo de valor perdurable. La Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, a la que asisten 35 países y que sigue reuniéndose en Ginebra, es en gran medida la versión contemporánea del Congreso de Viena, obra maestra de Metternich.
Henry Kissinger, artífice de tantas y tan sólidas victorias diplomáticas, ha escrito sobre la labor del canciller imperial: "Quizá no satisfizo cabalmente las esperanzas de una generación idealista, pero dio a esa generación algo a todas luces más valioso: un período de estabilidad que le permitió realizar sus esperanzas sin que estallara ninguna gran guerra ni la revolución continua".