ADORADA MÍA (Corín Tellado)
Publicado en
diciembre 13, 2024
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.
ARGUMENTO
Min detesta a su madrastra, una mujer déspota y sin sentimientos por la que no siente ningún aprecio. Min es inteligente, despierta e irónica y, sin proponérselo, consigue el trofeo más preciado; pero a veces la soledad y la nostalgia se apoderan de las personas más seguras, y solo el amor puede llenar los vacíos del alma. Después de la tristeza llega la felicidad para Min, una felicidad inmensa y tranquila que le traerá una nueva vida.
CAPÍTULO I
—¿Eres tú, Min? Ven hasta aquí, estoy en la terraza.
Min cruzó el lujoso vestíbulo, torció hacia la izquierda y empujó una puerta de cristales. Inclinada sobre una maceta, con la verde regadera entre las manos, estaba Natalia Selznick.
—¿Qué hay, Min?
La aludida se aproximó.
—¿Te ayudo?
Natalia alzó los ojos, sonrió y dejó la regadera a un lado.
—¡Ya terminé! —exclamó feliz—. ¿Fumamos un cigarrillo?
—Bueno.
—Vayamos al parque. En el sillón columpio estaremos mejor.
Bajaron una al lado de la otra. Natalia era rubia y frágil, de grandes ojos azules de bondadosa expresión. Min, morena, esbelta, flexible, de breve talle. Tenía los ojos grandes y rasgados, de color verde, y bajo el marco de sus negros cabellos, estos parecían más luminosos.
—¿Alguna novedad? —preguntó Natalia, dejándose caer en el columpio y extrayendo del bolsillo de la faldita azul una rica pitillera de pro.
—Lo de siempre.
—¿Qué tal Helen?
Min arrugó el entrecejo. Hundida en el columpio, al lado de su amiga, dejó de mirar a esta y fijó los ojos en el césped.
—Peor.
—¡Qué mujer!
—¿Sabes, Nat? Me gustaría volver a los tiempos de colegiala. Era... estupendo todo aquello.
Nat se echó a reír con desenfado.
—Yo, no.
—No tienes motivos, pero yo...
—Eso pasará.
—¿Cuándo?
—Pues cuando llegues a tu mayoría de edad o... —y aquí se regocijó por su ocurrencia—, o cuando te cases.
—No pienso casarme jamás.
—Extremista, no.
—Es lo que pienso hoy.
—Hace años yo pensaba quedarme en el convento, y ya ves. Nada más ver el mundo, este me apresó en sus redes, y... eso. Adiós vocación.
—Lo mío es distinto.
—Porque es tuyo.
—A ti no te tocó sufrir.
—De una forma u otra todos sufrimos. Ya ves, yo temo que Dick no Vuelva.
—Son temores infundados. Dick te ama.
—¿Fumas?
Le ofrecía un cigarrillo. Min lo encendió y aspiró de él con voluptuosidad.
—Fumas con ganas —se regocijó Natalia.
—Es que en casa no lo hago. Helen me lo haría tragar.
—Qué mujer más antipática es Helen. —Y bajando la voz—: Me causa extrañeza que sea una de las primeras damas del pueblo.
Su dinero.
—Es verdad. Pero también mi madre lo tiene y, no obstante, nadie se fijó en ella.
—Tu madre se ocupa solo de su hogar, de sus hijos y esposo. Helen, no tiene hijos ni esposo. Una viuda joven que quisiera volverse a casar. Y además, todos los centros de caridad dependen de ella. Es de risa, ¿no?
—Lo es.
—La mujer más piadosa, la más considerada, la más admirada... —sonrió como para sí sola, al tiempo de echar la cabeza hacia atrás y expeler el humo lentamente.
—Es lo que no puede tolerar en ti —rio Natalia con su habitual sinceridad. Que la eclipses.
—¿Que... qué?
—Eso.
—Pero, Nat. ¿Eclipsar yo a la gran dama?
—Con tu juventud, tu belleza... Porque eres muy bella, Min. Lo decía papá el otro día. «La chica de Robert Mithois es una auténtica belleza. Cuando tenga unos años más, será excepcional».
—Tonterías —respondió Min, con frialdad—. Tu padre me ve con ojos de cariño. No en vano era amigo de mi padre.
Se quedó callada, pensativa. Natalia inclinóse hacia ella y murmuró:
—Tu padre sería muy escritor y todo eso, en libros tendría fama, pero... tenía poca vista.
—Se enamoró.
—De una mujer que no lo merecía.
—¿Y qué es el amor?
—No empieces con tus escepticismos. Me pones carne de gallina.
—Mira, Nat. Te voy a decir algo que siempre pensé y nunca te dije. Adoré a mi madre. Era, y yo lo recuerdo muy vagamente, una mujer suave, frágil, llena de ternura. Mi padre buscó en ella el espíritu. Ahora que conozco un poco más la vida me doy cuenta de que mi madre fue para papá la ilusión espiritual de un buen escritor. Pero murió mi padre, papá vivió como una sombra. Dejó de escribir, se atormentó.
—Eso es lo que tú piensas —atajó Nat.
—Es lo que ocurrió, sin duda alguna. Por eso le disculpo. Dejó de ser un ente privilegiado. Se convirtió en un hombre vulgar, y este hombre se casó por segunda vez con una mujer hermosa y rica.
—No debes reprochárselo.
—Lo hice. Pero cuando murió le perdoné. El mundo puede creer que fuese feliz. Yo te digo que no. Nunca pudo volver a escribir. ¿Me entiendes? Con mi madre, papá conoció la perfección del amor. Fue un ser etéreo que vivió pendiente de una ilusión auténtica que tocaba todos los días. Con su segunda mujer fue un hombre que conoció el amor a secas.
—Ahondas demasiado.
—La vida me obliga a ello.
—¿Quieres que dejemos ese tema? No sé por qué te pregunto por Helen. Despierta en ti recuerdos que mejor estaban ahogados.
—¿Ahogados? No seas tonta. De momento nada más, pero los tengo presentes siempre como una espina dolorosa que tuviera hundida en la carne de un dedo y pugnara por sacarla sin conseguirlo, olvidándolo solo cuando duermes.
—¿Por qué no te haces escritora? Lo llevas en la sangre.
—No es fácil triunfar.
—Prueba.
—No sé lo que haré en el futuro. Por ahora, y mientras no llegue a mi mayoría de edad, prefiero adaptarme a esta vida simple y vulgar junto a mi tirana.
—La detestas.
—Con todas las ansias de mi ser. Y no solo la detesto por ser la segunda esposa de mi padre. Si le hubiera hecho feliz, nada le reprocharía. Pero sé que papá murió anhelando algo que jamás tuvo al lado de Helen.
—¿Qué te parece si olvidamos todo eso y nos vamos a dar un paseo? Tengo el auto junto al garaje.
—Vamos.
* * *
Se hallaba en la biblioteca. Buscaba un libro subida a una escalera.
—¿Qué haces ahí, Min? Baja.
—Busco un libro. El último que escribió mi padre.
—Los he quemado todos.
Min bajó de la escalera, la plegó y la apoyó contra la pared. Avanzó hacia su madrastra.
—¿Qué... dices?
—Los he quemado todos.
—¡Voy a odiarte, Helen! —exclamó con voz ronca.
La elegante dama sacudió su pañolito de encaje y se echó a reír con desenfado.
—Me odiaste siempre —dijo, alzándose de hombros—; pero no importa. A decir verdad, yo nunca te profesé simpatía; fuiste, junto con ese montón de papelotes absurdos, mi obsesión más temible.
—Ese pueblo que te admira —dijo Min, reconcentradamente—, esos hombres que se inclinan a tu paso, esos pobres que socorres, te odiarían si te conocieran como yo te conozco.
—Detesto las polémicas, querida. Sal de la biblioteca y ve a cortar un ramo de flores al jardín. Las necesito para el búcaro del salón. Recibiré una visita interesante esta tarde. Y te advierto —añadió con sequedad—, que pienso volver a casarme.
Min recobró la serenidad. Contempló a su madrastra con los ojos entornados. Era bella, arrogante y no aparentaba los treinta y cinco años que había cumplido recientemente. Hacía cinco que estaba viuda, y diez que se había casado con su padre; En aquel entonces ella tenía ocho, y supo desde el primer momento que odiaría siempre a aquella mujer. La odió, sí; pudo quererla. Una niña de ocho años se amolda pronto a una nueva madre. Pero Helen nunca lo fue. Muy al contrario, desde un principio fue su peor enemigo. La enviaron a un colegio, y allí estuvo hasta los diecisiete sin salir de Francia. Su padre la visitaba de vez en cuando y cada día parecía más envejecido.
Ni siquiera a la hora de su muerte la llamó. Le notificaron la muerte por medio de la superiora y esta misma le hizo saber que, por orden de su tutora, Helen Mithois, continuaría en el pensionado hasta los diecisiete años. No protestó. ¿Para qué?
—Supongo —dijo—, que una vez te cases podré marchar de aquí. Quiero ir a Nueva York, trabajar, vivir...
—No lo pienses. Has de estar a mi lado hasta tu mayoría de edad. Se lo prometí así a tu padre antes de morir.
—¿Y le prometiste asimismo atormentarme?
—¿Atormentarte? —rio Helen, regocijada—. Las muchachas de hoy sois incomprensibles. A mi lado no te falta nada. Has de saber —añadió despiadada—, que tu padre no dejó un centavo. Se lo gastó todo antes de morir. Y sus libros no producen dinero. Nadie los recuerda ya.
—Destruiste su fibra creadora, Helen, tú bien lo sabes. Te casaste con él sin amarlo. No supiste hacerle feliz.
—¿Te quieres callar?
—Sí. Lo prefiero.
—Déjame en paz. Y haz lo que te digo.
Salió, pasando por delante de ella. Helen la vio alejarse y la siguió con los ojos. Era... muy bella. Tenía una personalidad como la de Robert... Pero ¿qué importaba? De poco le sirvió a Robert tener personalidad si ella la doblegó con la suya. Haría otro tanto con la hija. Era... demasiado bella. Demasiado decidida, y allí la única persona bella y decidida tenía que ser ella.
—Buenos días, Ned.
—Muy buenos, señorita Min. Hay que aprovechar los últimos días de verano, ¿verdad?
—Eso es, Ned.
—¿No va hoy la señorita a la playa?
—Más tarde.
Se inclinó hacia ella y preguntó bajo:
—¿Ya sabe la señorita la noticia?
—¿Qué noticia, Ned?
—Lo que todo el mundo cuenta por ahí.
—Vivo muy al margen de los chismes. No me interesan mucho, Ned.
Este tenía las grandes tijeras entre las manos y procedía sin interrupción a podar unos rosales. Hablaba sin dejar de trabajar, y Min, a su lado, llevaba a cabo el trabajo de cortar lilas y dejarlas caer en el cesto, también sin dejar de atender al jardinero.
Ned ya no era joven. Hacía tiempo que cumplió los sesenta años. Según decía estaba al servicio de los Blany desde que Helen nació. Tenía, pues motivos para amar a su ama, pero Ned era lo bastante justo para admirar al difunto señor y apreciar extraordinariamente a su hija. Min también le apreciaba. Era quizá la única persona a quien profesaba afecto en aquella casa.
—Señorita Min, todo el mundo comenta la llegada de Olivier Nayfack.
—No le conozco.
—Lo sé. —Y bajando la voz—: Tiene su historia. ¿No quiere conocerla la señorita?
—No me interesa mucho, Ned. Pero si quiere contarla...
Desde la terraza gritó la voz irritada de Helen:
—¿Terminas, Min?
Sin volverse, contestó:
—Al instante.
—Te estoy esperando. Y tú, Ned, presta atención a tu trabajo y deja a la señorita en paz.
—Se la contaré otro día, señorita Min —dijo Ned, muy bajo—. Es... interesante.
Min pensó que no habla nada lo bastante interesante en aquella casa que mereciera su atención.
Llenó el cesto de flores, y con él en la mano se alejó hacia la entrada principal.
Era una enorme y rica mansión. El palacio se alzaba altivo y frío (se lo parecía a Helen) en medio de un extenso parque. Lo rodeaba una alta tapa, y la puerta principal se hallaba presidida por una ancha y soberbia escalinata de mármol blanco y negro.
Era, a no dudar, la casa más rica de aquel pueblo americano que distaba cincuenta kilómetros tan solo de Nueva York. La meta de Min era la próxima capital, Nueva York, sí, allí donde nació y dio los primeros pasos y conoció el amor de su madre...
—¿En qué diablos piensas? —se impacientó Helen—. Detén tu cerebro y coloca esas flores en los búcaros del salón. Y hazlo con cuidado. Espero una visita.
—La doncella lo hace mejor que yo.
—Pero yo prefiero que lo hagas tú. Y ten cuidado —amenazó con fría voz—. Si lo haces mal (sé que lo sabes hacer mejor que nadie) volverás a repetirlo hasta que me agrade.
—¿Me concedes el privilegio de saber?
—También concedo —cortó fríamente— una soberbia mal adjudicada a quien, como tú, carece con qué adornarla. Eres una miserable criatura, Min —añadió cortante—, y pretendes ser una princesa.
Min se mordió los labios, y siguió su camino hacia el salón.
Capítulo 2
—¿Entramos?
Min alzóse de hombros. Lanzó una breve mirada sobre su persona y dijo:
—¿No consideras que es muy elegante la sala para mi humilde indumentaria?
Natalia aplastó las manos sobre el volante y comentó:
—Tu orgullo es desmedido. Yo, en tu lugar, lo reservaba para mejor ocasión.
—La ocasión es esta. Me quemaría un solo billete de esa mujer.
—Pero tienes que reponer tu ropero.
—No con su dinero.
—Acepta, pues, el que te ofrece mi padre.
—Tampoco.
—Min, ¿razonamos?
—No hablemos de eso. Estoy razonando de continuo. Natalia refunfuñó, pero la otra no le hizo caso.
—Parece mentira que tu padre no te haya dejado un centavo.
—No lo poseía.
—Sus libros...
—Produjeron dinero una temporada. Mientras trabajó. Se casó con ella, dejó de escribir, se le olvidó. Y ningún editor pensó en reeditar sus obras. Me dejó en poder de Helen.
—Él murió creyendo a Helen una buena persona. ¿Has probado a tratarla con...?
—No pienso hacer nada para atraer su cariño. Si no se compadeció de una niña de ocho años, ¿cómo va a compadecerse de una mujer?
—Eso es verdad. ¿Bajamos? Con tu falda y tu chaqueta de lana, estás monísima. Tú, Min, no necesitas grandes adornos para gustar a la gente. Llamas la atención de los chicos. ¿Y sabes por qué?
Alzóse de hombros.
—No me interesa.
—Pues debiera interesarte. Después de todo no pensarás quedarte soltera.
—Solo me casaré con un hombre que tenga el dinero suficiente para cubrir a Helen y ahogarla.
—¡Min!
—Ya lo has oído. Para mí, el amor... es algo pasado de moda.
—Cuando estábamos en el pensionado, soñabas con el amor.
—Entonces, Nat, creía en todo lo bueno de esta vida. Creía en el ser humano y en su bondad.
—No todo el mundo es como Helen.
—¿No sabes? —rio, como si de pronto recordara—. Dice que piensa casarse de nuevo.
—Estupendo. Te dejará en paz.
—Al contrario. Se conoce que su tutela sobre mí le causa placer. Dijo que solo al cumplir mi mayoría de edad me permitiría marchar.
—¿Y si te casases?
Min se echó a reír al tiempo de saltar del auto. Dio la vuelta a este y se quedó apoyada en la portezuela, junto a Nat.
—Casándome —admitió, dejando de reír—, perdería la tutela sobre mí, pero no es cosa fácil encontrar un hombre que se case con una chica sin dote y dispuesta a vivir bien. Ese hombre, Nat —dijo con intensidad—, tendría que tener mucho dinero, y no creo que exista uno así capaz de cargar conmigo.
—Eres despiadada. Y, ¿sabes? Me estremezco al pensar en tu temperamento. Eres... demasiado apasionada. Y odias con la misma fuerza que amas.
—¿Entramos o no?
—Entremos.
Y descendió del auto. Cerró la portezuela y ambas avanzaron hacia la elegante sala de fiestas.
De pronto dijo Min:
—Me imagino lo que sería mi vida si al llegar aquí no te encontrase. En medio de mi amargura, Dios ha querido tenderme un cable para consolar mi soledad.
En aquel instante, un «Jaguar» escandaloso paró junto a ellas. Las dos se volvieron y se quedaron mirando al conductor del auto con expresión interrogadora.
El hombre descendió de un ágil salto. Era rubio, de un rubio cenizo. De acusadas facciones, duras estas y a la vez suaves. La suavidad, radicaba tal vez en los ojos grises. Eran grises, de mirar quieto, firme, penetrante, pero en el fondo tenían una extraña dulzura. Era de estatura corriente, de aspecto vulgar. Vestía ropas deportivas y las llevaba con despreocupación. No llevaba corbata, y por la camisa abierta se le veía el ancho pecho velludo, atlético.
—¿Quién es? —preguntó, Nat.
—Yo qué sé. Es la primera vez que le veo en el pueblo.
El hombre miró a Min de modo fijo. Y Min recibió la impresión de que la desnudaba.
—Vamos —dijo nerviosamente.
Y ambas desaparecieron tras la puerta encristalada.
* * *
El hombre las siguió. Min recibió la impresión de que le quemaba la espalda. Atravesaron la sala y fueron a sentarse ante la mesa que ocupaban siempre. El camarero se les aproximó.
—¿Qué van a tomar las señoritas?
—Té.
—¿Solo?
—Solo.
—Al instante.
Las miraban. Siempre ocurría igual. Natalia era hija de un opulento personaje. La otra, Min, era de una belleza sorprendente, y aun cuando vestía con sencillez ropas hechas por ella y Nat (esto nadie lo sabía), resultaba de un atractivo subyugador.
También las miraba el desconocido dueño del escandaloso «Jaguar». Y su mirada quieta, ni por un instante se apartó de Min.
—Le has fascinado.
—¡Bah!
—Parece hombre opulento.
—Vulgar.
—¿Granjero?
—Puede.
Se les acercó una amiga. Nat y Min dejaron de prestar atención al hombre que, recostado en el marco de una ventana, las contemplaba con atención.
—Hola, chicas, mucho habéis tardado hoy.
Se sentó frente a ellas. Ali estudió con ellas en el mismo pensionado. Conocía la historia de Min. A decir verdad, en el pueblo la conocía todo el mundo, pero no todos admitían la desconsideración de una dama que enriquecía constantemente el ropero de caridad, pagaba iglesias, socorría pobres y sonreía amablemente a todo el mundo.
—¿Habéis visto a Olivier Nayfack? —preguntó Ali.
—¿Quién es?
—El que entró cuando vosotras.
—No le conocemos.
—Ninguna de las tres habíamos nacido cuando Olivier andaba por aquí.
—¿Olivier? —preguntó Min de súbito—. Me suena ese nombre y no sé de qué.
—Sé su historia —rio Ali, triunfante, pues era su flaco desenterrar viejas historias—. ¿Os la cuento?
—Ya sé. Eso mismo me dijo hoy Ned. Pero luego no pudo contármelo. Me llamó Helen.
—Hace años, Olivier era el hijo de un molinero. ¿Conocéis el molino viejo, al otro lado de la colina? —preguntó Ali.
—Sí. Allí están construyendo una hermosa mansión:
—Exacto. Es de Olivier.
—¿Ese?
—Ese. Y por cierto, Min, no te quita ojo.
—Sigue con tu historia —se impacientó Nat, que también le gustaban los viejos cuentos.
—Allá va. Olivier era hijo...
—Eso ya lo has dicho.
—Pero, Nat...
—Sigue, caray.
—Dame un cigarrillo, Ali, antes de contarnos tu leyenda —pidió Min.
—No es una leyenda. Toma la pitillera.
—¿Y el mechero?
—Espera.
Iba a sacarlo, cuando Olivier se inclinó galante con el mechero encendido.
—¿Me permite?
Las tres se volvieron. Los ojos de Min se alzaron. Olivier parpadeó, pero se quedó mirando como hipnotizado, aquellos hermosos y ardientes ojos de mujer.
Ella aspiró de la llama. Expelió el humo.
—Gracias —dijo. Y dejó de prestarle atención.
Olivier alzó una ceja. Pero no se quedó allí. Despacio, dio la vuelta, atravesó la sala y salió.
—Has sido descortés —reprochó Ali.
—He sido como soy. ¿Qué hay de tu historia?
—¿No crees, Nat, que Min debiera de ser de otra manera?
—Si es así —rio Nat tranquilamente—, ¿cómo vamos a hacerla de otro modo? Además, que te tenga sin cuidado lo que hace Min. Sigue con tu historia. Era hijo de un molinero...
* * *
Ali alzóse de hombros.
—Pues, sí, No tenían un centavo. La vida era miserable. Por todo capital poseían el molino y los pelados terrenos que lo rodeaban.
—Huelgan detalles, Ali —cortó Min; con su brusquedad despiadada.
Ali puso cara de tonta.
—Si no cuento los detalles, no os haréis cargo de nada.
—Tenemos una imaginación fructífera —rio Nat—. Sigue.
—En aquel entonces —continuó Ali, haciendo caso omiso de las ironías de sus amigas— nadie en el pueblo consideraba al molinero y a su hijo. Eran aquí como...
—Simples gusanitos inmundos —cortó Min.
Ali abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Quién te lo ha dicho?
—No hace falta tener mucha imaginación para verlo así. No es preciso ser un lince.
—¿Sigo?
—Eso esperamos.
—Tenía el molinerito...
—¿Sabes que le cuadra mal el diminutivo? —rio Min burlonamente—. Yo diría molinerote.
—¿Porqué?
—Porque parece un atleta.
—Es que, según parece, hace años era delgadito y no tenía coche.
—Eso salta a la vista a través de lo que cuentas.
—Tenía diecisiete años.
—¿Otros diecisiete?
—Los mismos, caray. Y si continuáis mofándoos, no os cuento nada.
—Sigue.
—Tenía diecisiete...
—Ya lo has dicho, Ali —se impacientó Min—. Detesto tus tópicos.
—Pues...
—Déjala, Min. —Y mirando a Ali—: Sigue, querida. Tenía diecisiete años.
—Eso es. Había aquí una hermosa joven de más edad, pero eso no detuvo a Olivier. Se enamoró de ella perdidamente.
—Por lo visto, es enamoradizo.
—Min, por favor, no me interrumpas.
—Continúa.
—Ella pertenecía a una rica familia. Me estoy refiriendo a Helen.
—¡Caray!
—¡Muy interesante!
Y tanto Nat como Min se quedaron presas del relato de Ali. Esta, que notó el súbito interés de sus dos indiferentes amigas, se esponjó y siguió diciendo:
—Era, según me han dicho, el tal Olivier un mozo apasionado y luchador. Aparentaba más edad de la que tenía en realidad, y junto a Helen, que en aquel entonces era frágil y muy rubia, no se puso a pensar en la diferencia de clases ni en la edad que les separaba, pues parece ser que ella le llevaba dos años.
—O sea, que el tal Olivier tiene ahora treinta y tres años —observó Nat.
—Eso es. Pues se enamoró de ella como un loco y dicen que ella de él.
—¿De veras?
—No te burles, Min.
—Si no me burlo. Lo que pasa es que no creo a Helen capaz de amar a nadie.
—Tal vez amó demasiado en su adolescencia, y por eso no pudo amar de nuevo.
—Muy interesante, Ali. Sigue.
—Mientras la familia no lo supo, todo fue bien. Se veían a escondidas. Pero un día el padre de Helen se enteró. Llevó a su hija a un convento y Olivier huyó.
—¿Y el molinero?
—Murió de tristeza un año después.
—¿Y qué fue del molinerito?
—Se marchó a Texas. Y ya lo veis.
—¿Qué hemos de ver?
—Lo que hizo en estos años. Dicen que descubrió una mina dé oro o algo así, y cuenta los millones por docenas.
—Y ha venido a casarse con su amada que está viuda.
—Eso dicen, Nat. Y puede ser cierto.
—Claro que sí.
Un muchacho rubio vino a buscar a Ali, y esta marchó a bailar. Nat y Min se miraron.
—¿Qué?
—¿Qué, de qué?
—Por algo te dije que se iba a casar —dijo. Y poniéndose en pie—: ¿Marchamos?
—Si no hemos bailado —protestó Nat.
—No tengo ganas. Estoy pensando.
—Temo tus pensamientos.
Capítulo 3
Era media mañana. Min fumaba un cigarrillo tendida negligentemente en una extensible de la terraza. Vestía pantalones negros, largos hasta el tobillo, y una camisa a cuadros, de cuello camisero abierto este hasta el principio del seno. Parecía una artista de cine descansando de un rodaje agotador. Estiraba las piernas sobre una mesita de piedra y con las manos tras la nuca se balanceaba despreocupadamente.
Sintió el motor de un auto. No se movió. Sus ardientes ojos giraron en redondo y la boca emitió una sonrisa sarcástica.
Olivier Nayfack hacía acto de presencia. Le vio descender del auto y cruzar el parque. Pensó que Helen esperaba aquella visita desde el día anterior. Las flores del salón aún no estaban marchitas, pero a Olivier, seguramente, habían de importarle poco dichas flores.
Evidentemente, Min era una mujer madura cerebralmente, aunque en edad fuera casi una criatura. Ella no creía a Olivier el joven apasionado e impetuoso que se ocultaba en los riscos para esperar a su amada. En cambio, Helen, se esforzaba en detener el tiempo.
«Una infantil mujer —se dijo Min, regocijada—. Tal vez despierte de su infantilidad al ver a Olivier».
Este llegaba a lo alto de la terraza. Min no se movió. Él pareció asombrarse de verla allí. Sus ardientes ojos, asombradamente quietos, recorrieron a Min de pies a cabeza.
Ella, sin variar la postura, dijo con indiferencia:
—Soy... la hijastra. Olivier dio un paso al frente.
—¡Ah! —exclamó.
Y sus ojos, al clavarse en la joven, le produjeron a esta un extraño escalofrío.
—Toque el timbre, mister Nayfack —dijo ella con la misma despreocupación—. Una doncella le conducirá hasta... Helen.
Él dio otro paso al frente. Ya estaba a su lado. La miraba. Y era su mirada como una hoguera. Pero no por ello se inquietó Min. A fuerza de sufrir, Min estaba curada de espanto. Habían sido despiadados con ella. Ella lo era, pues, con los demás. Estaba endurecida.
—¿Por qué sabe usted que vengo a visitar a Helen?
—Lo sabe todo el mundo en el pueblo —rio burlona—. Es... una vieja historia.
Creyó que iba a ofenderlo. Odiaba a Helen, no solo por ser cruel para ella, sino porque no hizo feliz a su padre, y ahora odiaba a aquel hombre, motivo por el cual, tal vez Helen no pudo hacerle dichoso.
—¿No le gustan las viejas historias? —preguntó burlón.
—Las encuentro absurdas.
—Pero usted no es una joven absurda.
—Por supuesto que no...
—Pues sepa que yo diría que lo es.
Le midió con la mirada.
—Mister Olivier, el timbre está al alcance de su mano.
—Señorita...
—Mithois.
—Señorita Mithois, hemos de vernos en otro lugar. —E inclinándose un poco hacia ella, añadió con acento reconcentrado—: Me gusta usted. Vengo a buscar mujer a mi pueblo natal.
—Tiene usted a Helen esperando.
—Tal vez hemos esperado demasiados años. Además... —y sus ojos centellearon—, tendría que dejar de verla a usted para no recordarla.
Ella rio irónica y despiadada, dijo:
—Tiene usted mucho dinero, según dicen, mister Nayfack, y yo no poseo un centavo. Tenga cuidado. Su fortuna es tentadora.
—Es usted despiadada.
—Imito.
—¿A quién?
—A todos. El timbre, mister Nayfack. Él giró en redondo. Súbitamente se volvió. La delineó con la mirada y por primera vez Min enrojeció.
—Señorita Mithois, me está retando usted. Acepto el reto.
—Se equivoca, no lo reto. El timbre, mister Nayfack.
Inesperadamente, Olivier se acercó a ella. Sus ojos, en la persona de Min, eran un pecado.
—Hemos de continuar esta conversación. ¿Acepta un paseo esta tarde a las siete?
—Acepto.
—La recogeré en la sala donde ayer la vi por primera vez. A las siete.
Ella asintió con un movimiento de cabeza. Y con gran asombro le vio girar en redondo y marchar sin tocar el timbre.
* * *
—Estás loca.
—No.
—Pero, Min...
—Fue divertido observar el mal humor de Helen... Muy divertido, Nat.
—Me asustas. —Emitió esta un suspiro—. ¿Qué piensas hacer?
—Me interesa el molinerito, y puesto que yo le gusto a él de modo alarmante, Nat, voy a procurar salir de esta ratonera.
—¿Cómo?
—Por medio de ese hombre.
—¡Min!
—Y... —sus ojos relampaguearon. Los labios se apretaron con fuerza—. Sí, desbancaré a Helen por un lado... Es la primera vez que piso a Helen. Y te juro que no dudaré en aplastarla, si me es posible.
—Y a la vez te aplastas tú.
—¿Por qué? Tiene mucho dinero... No pienso engañarle. Estos tipos de hombres no son fáciles de engañar. No puedo sentir amor. No lo sentiré jamás.
—Pero ¿qué vas a hacer?
—Aún no lo sé. Te lo diré dentro de unos días.
Se iba.
—Min...
—No empieces a moralizar, Nat —rio Min tranquilamente—. Todo lo que tú puedes decirme lo sé yo. Pero es la primera vez que un arma de dos filos viene a mis manos y pienso blandiría sin piedad alguna.
—Con lo cual solo conseguirás hacerte desgraciada.
—¿Más de lo que soy? No dispongo de un centavo. Tengo que venir a tu casa a pintarme, me ayudas a hacer mis ropas y tengo que vender mis libros para conseguir las telas... Vivo a costa tuya, como el que dice, y tengo demasiado orgullo para que este estado de cosas continúe. Por lo tanto, si encuentro un hombre con que darle fin, le asiré entre mis dedos. Y esa arma llega a mí de manera inopinada.
—Ay, Min, qué miedo me das.
—No te preocupes por mí.
—¿Adónde vas?
—A encontrarme con Olivier.
—¿Y cuando lo sepa Helen?
—Ya te contaré la escena. Será divertida. Ha de parecerme muy ridícula, lo sé.
—Nunca amarás a Olivier.
—Claro que no. —Entonces...
—Tiene mucho dinero.
—¡Min!
—Deséame suerte, Nat —pidió tranquilamente—. Y no creas que soy un ser falso y absurdo. Pienso jugar con las cartas boca arriba. Es un tipo, ese molinero, digno de estudio. Y me parece, Nat, que a él también le gusta descubrir las cartas.
—Sé lo voy a decir a mis padres.
Min alzóse de hombros.
—No harás más que molestarte. Soltada la primera piedra no habrá quien la detenga y yo la he soltado.
—Mi padre sí.
—En este caso, nadie.
—Y ella, Helen...
—Menos.
—Le quitas el novio.
—Ella me quitó la ternura de mi padre. Le quitó a él la ilusión de vivir. Rompió su vocación de escritor. Mató a este y al hombre. No, Nat, no. No hay fuerza humana que me detenga. He leído en los ojos de ese hombre una profunda admiración. Me casaré con él si así lo desea.
—¿Y después?
—El cielo perdonará mi pecado. Hallaré la forma de hacerme perdonar. Y además, no pienso engañarlo.
* * *
El auto se alejaba. Olivier, al volante, fumaba en silencio. El pitillo ladeado en la comisura izquierda de su boca, despedía la espiral hacia Min. Ella también fumaba con la cabeza recostada en el asiento.
Aún no se habían dicho nada. Ella subió al auto, él lo puso en marcha. Ni Olivier preguntó adonde deseaba ir, ni ella demostró predilección por un lugar determinado. De pronto rompió Olivier el silencio.
—Nunca encontré una mina de oro.
—Me lo imagino.
—He luchado.
—Todos luchamos.
—Fue preciso.
—Ya.
—¿No te humilla?
—No.
—Eres una chica distinguida.
—¿Y qué importa? A la hora de las realidades, todos somos humanos. Hombres y mujeres tan solo.
—Me gustas.
—Ya me lo dijiste.
—Hoy te lo repito.
—En tus ojos lo vi.
—¿Sabes leer en los ojos?
—En los tuyos supe.
—Tengo mucho dinero.
—Me lo dijeron.
—Puedo comprar el pueblo.
—Detesto a los fanfarrones.
—Por eso me gustas.
—¿...?
—Por tu franqueza.
No se habían mirado una sola vez mientras hablaban. Diríase que lo hacían personas extrañas. Él escupió el cigarrillo. Lo hizo con fuerza, sin groserías, pero también sin disculparse. Ella siguió fumando.
—Quiero casarme contigo.
—Has venido a casarte con Helen. Has pensado en ella durante años. Supiste que se había casado, luego que quedó viuda. Has venido a recoger esas migajas que te han negado cuando eras molinero.
—No admito tus observaciones. Solo te digo que me gustas tú. Que voy a quererte hasta adorarte. Eres despiadada, pero yo sé qué dentro de todo esto está la mujer. Me interesa hallar en ti esa mujer que se oculta.
—No llevo careta. Te lo advierto.
—Todos la llevamos. Unos lo sabemos, otros no. Tú como los demás. Y me gusta tu franqueza.
—¿También te gustará saber que te desprecio?
—Lo sé.
—¡Ah! Lo sabes.
—Sí. Como desprecias a Helen. Mucho te ha lastimado.
—Como tú, te prohíbo que ahondes en mis sentimientos.
—He de ahondar hasta el fin de mis días. Has entrado en mí de modo súbito. Puede parecer absurdo, pero lo cierto es que te vi y te amé.
La miró al fin. Min lo hizo a su vez.
—¿Cómo te llamas?
—Min.
—Me gusta.
—Helen te esperaba ayer. Te está esperando hoy.
—Lo sé. Yo solo busco aquello que deseo. No hay lazo que me una al pasado. Tú lo rompiste. Vine aquí deseoso de verla. Hoy no me interesa. Solo tú.
—Yo no te quiero.
—Me querrás.
—Por ser lo que fuiste para Helen, te odiaré siempre.
—Pero te casarás conmigo.
—No lo sé.
—Piénsalo. Tu odio no me da miedo. Eres... demasiado niña para retener un sentimiento que no tiene fundamento. Espero tu respuesta toda la semana.
—¿Y por qué no más?
—Porque tengo mis asuntos en Texas. Poseo un rancho. Allí vivo.
—Dicen que estás alzando al otro lado de la colina una regia mansión.
—En efecto. Pero tengo aquí empleados que trabajan en mi lugar. Mi vida está allí. Esta mansión es para ofrecérsela a mi esposa cuando decida dejar el rancho.
—Y piensas que yo voy a seguirte a Texas.
—Sí... Lo espero. Y lo harás.
—Estás muy seguro.
—Sé que deseas la libertad. Sé muchas cosas de ti... Me interesas cada minuto más.
—¿Y vivirás sin amor?
—¿Por qué sin amor? El tuyo será mío.
—No lo tendrás nunca.
—Eres demasiado niña —y rio secamente.
—Estimó que tu vanidad me irrita.
—Pues no soy un ser irritante.
—Da la vuelta. He de volver a casa.
—Dentro de tres días te llamaré por teléfono. Si te decides antes, llámame tú a mí.
Ella no contestó.
Capítulo 4
La puerta se abrió de un empellón. Min, que se hallaba tendida en la cama, no se movió. Tan solo levantó la mirada.
—¡Min!
—Pasa, Helen. —Y serenamente—: ¿Deseas algo?
La mujer temblaba. Avanzó hasta situarse junto al lecho. Sus centelleantes ojos, fijos en el sereno rostro de Min, tenían algo de siniestro. No por ello la joven se inquietó. Era la primera vez que se hallaba por encima de Helen y la vencería aun a costa de su propia felicidad.
—¡Min!
Esta no se alteró. Diríase que continuaba sola en su alcoba. Solo los ojos, al alzarse hasta el rostro palidísimo de su madrastra, denotaban que conocía muy bien la presencia de Helen junto a su cama.
—Levántate de ahí, Min —ordenó, perdiendo el dominio sobre sí misma, lo cual regocijó íntimamente a Min, ya que era la primera vez que Helen perdía su frialdad de gran señora—. He dicho que te levantes, Min.
La joven se sentó en la cama. Retiró el cabello hacia atrás con un gesto maquinal, y se quedó mirando a Helen interrogadora.
—¿Qué ocurre? —preguntó con la mayor tranquilidad.
—Ocurren muchas cosas.
—Tú dirás.
—Ponte en pie.
—Imposible, Helen. Me duele la uña de un pie.
Helen alargó la mano. Iba a tocarla. Min hizo un movimiento y dijo breve:
—No me toques, Helen. Esta vez... no podrás vencerme. Y por favor —añadió suavemente—, deja tu mal humor. He de decirte que no te favorece nada. Tus facciones se alteran y con ello pronuncias las arrugas.
—Min..., si no te callas...
La muchacha alcanzó un cigarrillo de la mesita de noche y lo llevó a los labios. Iba a encenderlo cuando la mano de Helen se lo arrancó violentamente. Los bonitos ojos de Min brillaron retadores.
—Helen, te aconsejo que no lo vuelvas a hacer. Y escucha. Nada de lo que vengas a decirme me interesa. Supongo que ello se relacionará con tu exnovio...
—¡Min! —gritó Helen, perdiendo definitivamente el control—. Te voy a abofetear.
—Te librarás muy bien. Ya no soy una niña de ocho años. Entonces no me abofeteaste en plena cara, pero hiciste algo peor. Las consecuencias de tu desconsideración, las recoges ahora. Es... —rio—, bastante justo. Des pues de todo nadie escapa a su destino. Yo fui tu víctima. Hoy... desearía que tú lo fueras mía. —Y con una mirada burlona—: Pero tú, hallándote tan alta, ¿cómo vas a descender hasta el punto de ponerte a la altura de un insignificante gusanito como yo? Me voy a casar, sí. ¿Podrás tú impedirlo? —Y sin dejarla intervenir, añadió cortante—: Los años no pasan en vano, Helen. Tú has sido el gran amor de un muchacho inexperto. Te amó, pensó en ti y enriqueció con el ansia de poseerte. Pero ya no eres para él la novia blanca, la ilusión, el futuro. Eres una viuda que pasó por la vida como una nube. Yo... soy aquella novia que tú fuiste. ¿Me comprendes?
—¡No lo conseguirás nunca! —gritó.
—Lo he conseguido ya, Helen —replicó con flema—. Y lo curioso es que no hice nada por conseguirlo. Fue como si mis ojos tuvieran un poder magnético para tu molinero.
—Le has embaucado. Pero yo...
—Escucha, Helen, te casaste con mi padre amando a Olivier. Tú has sido infeliz por amar a Olivier. Has hecho de mí una criatura desventurada por amarlo a él.
—¡Basta! Si no te callas, Min, no soy dueña de mí.
—Tendrás que serlo, Helen. En lo sucesivo, todo habrá cambiado.
—¡Nunca! —gritó Helen, estremecida de ira—. ¡Nunca daré el consentimiento para tu boda!
—Lo obtendré de cualquier forma, y te advierto que, aun sin dinero, soy mujer de recursos. Ahora —añadió con falsa suavidad—, ¿puedes dejarme sola?
Helen la midió con la mirada, fue a decir algo, pero lo pensó, mejor y salió sin pronunciar palabra.
Minutos después, un criado era portador de una nota para Olivier Nayfack, hospedado en el único hotel decente del pueblo.
* * *
—¿Cómo estás, Helen?
Así, como si la hubiera visto el día anterior, y... hacia años, infinitos años que no se veían. Para ella, aquellos años habían sido una lucha encarnizada consigo misma y con los demás, a quienes había hecho víctimas de su propia desdicha.
—Siéntate, Olivier.
—He recibido una nota...
—Sí. Y observo que si no te llamo no hubieras venido.
—No, no hubiera venido —replicó el granjero con su habitual brusquedad.
—Según tengo entendido, un día traspasaste esa puerta. Fue... al día siguiente de llegar al pueblo.
Olivier se sentó. Campanudo y real, abrió las piernas. No era correcto, cortés ni galante. Era un hombre avezado al campo que luchó y venció en la vida. Pero seguía siendo el hombre que amó Helen por encima de todo.
Olivier encendió un cigarrillo y expelió el humo por boca y nariz. Con voz tonante dijo:
—En efecto. He venido aquí por ti. Pero otros ojos, Helen, se interpusieron en mi camino y fue como si detuvieran mi vida, y te advierto que no volveré a reanudarla hasta que Min sea mi mujer.
—Te olvidas que soy su tutora.
—Eso —e hizo un ademán indiferente—, no importa. Supongo que estarás deseando deshacerte de una pupila sin dinero.
—Te equivocas.
—De todos modos —rio cachazudo—, me casaré con ella cuando Min lo disponga. Fue como si todo el sol me diera en los ojos y entrara dentro de mí, inundando mi vida. Fue, te digo, como una revelación, la visión de esa muchacha. Y te aseguro, Helen, que la amo como un loco.
—Ella no te ama.
—No importa. Nada importa. Seré mía, mi mujer. Lo demás... ¡Bah!
—Se casa contigo por hacerme daño.
—Tal vez, pero se casa, ¿no comprendes? Será mía. Y hoy por hoy es el único deseo de mi vida. A su lado, la existencia ha de estar llena de emociones. Es una muchacha temperamental. Justo lo que yo necesito.
—Olivier, no te das cuenta del dañó que me estás haciendo.
—No. Pienso únicamente en el daño que tú me hiciste a mí, sin piedad alguna.
—Olivier —gimió—. ¿Es que te vengas?
Olivier se puso en pie y se echó a reír con flema.
—Helen —murmuró apreciativo—. Cuando me vengo de una persona, suelo ser violento, porque a sangre fría no me vengo nunca. Además, hace unos días, yo viajaba en un avión con la ilusión de hacerte mi esposa. Siento lo ocurrido, pero no siento haber hallado a Min en mi vida.
—Te hará desgraciado.
—No lo creas.
—No es una mujer como tú.
—Yo soy un hombre.
—Un hombre avezado a la lucha. Un hombre sin ilustrar. Has ganado dinero, eres rico, pero no te has preocupado de pulir tu cerebro. Este es como una selva sin explotar.
—¿No te lo dije? A la hora de la verdad, el amor no necesita enciclopedia. El amor no es académico, Helen.
—Pero no siempre estarás amando. Te sentirás humillado ante una muchacha distinguida que se educó en París, en un colegio aristocrático.
—Tengo derecho a tener a mi lado una muchacha así. La he ganado.
—Olivier...
—¿Dime?
—Algún día te acordarás de mis palabras de hoy.
—Es posible, pero ello no evitará que me case con la hija de tu fallecido marido.
—Eso es lo que no me perdonas.
—Te equivocas. Si permanecieras soltera, nuevamente me vería obligado a ti. Te has casado, no has sabido esperar..., estamos iguales los dos.
—Nunca amé a mi marido.
Olivier la miró con sus ojos quietos. Con voz bronca, dijo:
—Debiste amarlo. Era tu deber.
—¡Olivier!
—Tu deber, Helen. El deber de toda mujer. Y yo no soy un académico. No tuve tiempo para pulirme. Pero soy, un hombre honrado y te censuro.
—Olivier...
—Te censuro, Helen —siguió inflexible—. Soy lo bastante honrado como para...
Ella le atajó:
—Tampoco Min te ama a ti y se casará contigo.
—No me engaña. No me ama, me lo ha dicho, pero será mi esposa. Sé que llegará a amarme.
—Min es un ser despiadado.
—Yo también lo soy.
Se puso en pie.
—Olivier...
—Me voy, Helen. Siento que te haya defraudado. Pero he defraudado a mucha gente y aún defraudaré a mucha más. Nadie es perfecto. Adiós, Helen.
—¿Para siempre?
—Tal vez. He de volver a Texas a finales de esta semana.
—Con ella...
—Sí, con ella.
Y salió. Helen se quedó como una estatua, de pie en medio del salón.
* * *
—Min.
—Buenos días, mister Selznick, Nat me dijo que deseaba usted verme.
—Pasa y cierra la puerta. Siéntate frente a mí.
Lo hizo así. James Selznick alargó su pitillera y se la ofreció abierta a la amiga de su hija.
—Gracias.
—¿No fumas?
—Ahora, no.
—Te ayudará a despejar la cabeza.
—La tengo bien despejada. Gracias.
—Yo fumaré.
Lo encendió, expelió el humo y después miró fijamente a la impasible muchacha.
—Bien —empezó el padre de Natalia—. He apreciado mucho a tu padre. Fuimos buenos amigos.
—Lo sé.
—Recuerdo que cuando murió, yo fui a verle. Tenía la gran pesadilla de tu porvenir.
—Me lo imagino.
—Nunca pensé que te dejaría bajo el amparo de una mujer que no le hizo feliz.
—Pero me dejó.
—Sí. Fue... una gran equivocación. Min —añadió firmemente—, no puedes casarte con mister Nayfack.
—Me casaré.
—Min..., hace solo unos años, Olivier era en el pueblo...
—Lo sé. Un gusanito inmundo. Hoy es un hombre poderoso... ¿No encuentra usted eso de gran valor personal?
—Posiblemente, pero Dios creó a las criaturas para unirlas. Si bien estas criaturas han de tener algunos puntos de afinidad. Tú y Olivier no tenéis ninguno. Tú eres una chica exquisitamente bien educada. Olivier...
—Mister Selznick —cortó breve—. No pierda el tiempo. Diga lo que diga me casaré con Olivier.
—No le amas.
—¿Se lo he dicho a usted?
—Bien... No me lo has dicho, pero es algo que salta a la vista.
—Me casaré con él.
—Cometerás un gran error.
—Todos cometemos errores en la vida. No me puedo escapar a los designios de Dios. Seré la esposa de mister Nayfack y me iré con él a Texas. Y espero que usted sea mi padrino.
—No lo seré.
—Buscaré otro.
El caballero se puso en pie.
—Min, ¿sabes lo que haría si fuese tu padre?
—Me lo imagino, señor, pero no lo es.
—Pero puedo darte un consejo.
—No lo deseo. Se lo agradezco, pero prefiero pasarme sin él.
—Eres demasiado temperamental.
—Sí, eso decía mi padre. Tal vez por eso me dejó en poder de su esposa. Creyó hacerme un bien y se equivocó. Al lado de Helen mi temperamento se agudizó.
—¿Sabes lo que pienso, Min?
—No, señor.
—Te casas con Olivier solo por quitárselo a tu madrastra.
Min quedóse pensativa. De súbito se puso en pie, miró fijamente al padre de su amiga y dijo, cortante:
—No lo sé. Aunque usted me obligara a contestarle, no podría hacerlo. Uno de los motivos, es, desde luego, Helen, Pero hay otros muchos.
—Eres desconcertante, muchacha.
—Siento parecérselo así. ¿Ha dicho usted que no será mi padrino?
—Lo he dicho y lo sostengo.
—Perfectamente.
—Espera, Min.
Se volvió desde la puerta.
—Dígame, señor.
—¿Nunca... te alteras?
—Pocas veces, mister Selznick.
—Te doblegas.
—Aprendí desde muy joven.
—En cierto modo es una virtud. Pero en la vida eso te servirá de muy poco.
—¿Algo más, mister Selznick?
—Sí. ¿Podría disuadirte?
—No: Nadie podrá evitar mi destino.
—Puedes marchar, Min. Siento que seas así.
—¿Qué tal? —preguntó Nat, cuando vio entrar a su amiga en la alcoba.
—Perdiste el tiempo.
—¿Cómo?
—Te pedí que no le dijeras nada a tu padre. Se lo has dicho. ¿Para qué? ¿No me conoces lo bastante para saber que decido sola mi porvenir?
—Min... ¿Es que lo vas a hacer?
—Sí —dijo con firmeza—. Lo haré en seguida. Tu padre no quiere ser mi padrino. No importa. Iré sola.
—¡No, no! —gritó Nat—. Yo... te acompañaré.
—Gracias. No lo olvidaré nunca.
—Min..., ¿por qué eres así?
—Lo soy..., no sé por qué. Pero estoy contenta de ser así.
Capítulo 5
Entró en la cafetería. Iba sola, vestía sencillamente. No había lujo en su persona. Había únicamente una gran personalidad. Una personalidad inconmensurable. Era una belleza, pero eso hacía tiempo que lo sabían todos los habitantes del pueblo.
La contemplaba con curiosidad. La noticia de su boda con Olivier, había corrido como la pólvora en día festivo. Todos tenían una interrogante en la frente. ¿No era con Helen con quién venía a casarse el molinero? Incógnita.
Olivier le salía al encuentro. Ella le miró.
—Siento que hayas esperado —dijo.
—No importa. ¿Nos sentamos aquí o prefieres dar un paseo? Tengo el auto fuera.
—Demos un paseo.
Salieron juntos. Les siguieron los ojos y los comentarios. A Min no le importaban. Olivier los ignoraba.
Subieron al auto uno por cada portezuela. Olivier empuñó el volante. Y como en otra ocasión (era aquella la segunda vez que se veían a solas), puso el auto en marcha sin romper el silencio. Ella tampoco lo hizo.
Atravesaron el pueblo, se alejaron por una carretera solitaria. Era un paraje despoblado. Olivier frenó el auto. Cruzó los brazos sobre el volante y la miró. Min sostuvo valientemente la mirada ardiente. Él dijo, pensativo:
—Eres una niña por tu edad, y me da la impresión de que estoy ante una adulta abrumada de experiencia.
Con sencillez, replicó ella:
—Es la primera vez que paseo sola con un hombre.
—Y lo dices con indiferencia.
—¿Cómo quieres que lo diga?
—Es... maravilloso y tú no le das importancia alguna.
—Para mí no la tiene. No paseé con un hombre porque no tuve ocasión, no porque los esquivara.
—Min, va a ser difícil comprenderte.
—¿Y para qué comprenderme?
—¿Para qué? Tal vez para hacerte feliz. —Dudo, Olivier, que puedas hacerme feliz.
—¿Cómo?
—No eres hombre que encaje en mi temperamento.
—Pero te casas conmigo.
—Sí.
—¿Y por qué?
—Por muchas causas. Porque eres el hombre que hubiera hecho feliz a mi madrastra. Porque tienes dinero y porque podrás llevarme de aquí.
—No temes decepcionarme con tu sinceridad.
—Ante todo soy real, consciente y leal.
—¿Y no puedo esperar amor?
—No.
—¿Nunca?
—Creo que no —y le miró de frente—. Hace mucho tiempo que renuncié al amor.
—No has sufrido desengaños.
—No, pero he visto sufrir a una persona.
—¿La has visto?
—En realidad, no la he visto. No me lo permitieron. La sentí sufrir. Lo supe con certeza cuando conocí a Helen. Mi padre era un hombre exquisito. Era... extraordinario, excepcional, y murió siendo un pobre hombre.
—La culpa la tuvo tu padre. No Helen. A mí... —y lo dijo con brevedad, rotundamente—, tú no podrás hacerme desgraciado. Lo serás tú, tal vez, pero yo no.
—Me alegro de que seas tan optimista.
—Lo soy mucho. Llegué adonde llegué por ser como soy. Y otra cosa, Min. ¿Te das cuenta del paso que vas a dar? Yo te amo.
—No puedes amarme. Me has visto dos veces.
—Que es como si te viera toda la vida. Tal vez te presentí. Nada más verte comprendí que tú o nadie.
—¿Y bien?
—Soy un hombre real. Te lo advierto para que comprendas las cosas que en sí lleva esa realidad.
Ella se quedó impasible. Diríase que no lo había comprendido. Pero no era así. Era lo bastante inteligente para hacerse cargo de lo que la realidad de Olivier significaba.
—Me has oído, ¿verdad?
—Sí.
—Y sigues pensando igual.
—Exactamente.
—No digas después que soy un ser despiadado. Mi realidad es tan cruda —rio suavemente burlón—, que puede parecer despiadada.
—Te tomo así.
Se inclinó un poco hacia ella. Min vio los ojos ardientes, de un tono gris oscuro, casi pegados a su cara. Sintió como un raro escalofrío, pero no lo demostró. Siguió impasible junto a él. Olivier dijo.
—Temo, Min, que llegues a desconcertarme mucho. Y soy hombre claro, sencillo, sin reacciones psicológicas.
Ella no respondió. Olivier puso el auto en marcha y dijo breve:
—Nos casaremos pasado mañana. Yo me encargo de todo.
—Aún no contaste con la negativa de Helen. Es mi tutora.
—No hay fuerza humana que pueda enfrentarse con Olivier Nayfack cuando este desea alcanzar algo.
No respondió. El auto rodó de nuevo. Entraba en el pueblo. Eran las diez de la noche. Los faroles callejeros ponían una nota viva en el húmedo pavimento.
El escandaloso «Jaguar» de Olivier, se detuvo ante el palacio de Helen.
—Buenas noches —dijo Min.
Olivier la asió por un brazo y la hizo volverse hacia él.
—Min, quisiera besarte. Es un deseo insufrible.
Parpadeó bajo la mirada quieta. No dijo nada. Olivier apretó los dedos en el brazo femenino.
—No lo haré. Prefiero despertar tus deseos cuando ya seas mi esposa.
Nada respondió. Descendió del auto y se perdió en el oscuro parque. Olivier puso el auto en marcha y se alejó de aquel lugar.
Helen esperaba a Min en el vestíbulo.
—Min.
La joven la miró como ausente.
—¿Qué deseas?
—Nunca daré mi consentimiento.
—No habrá fuerza humana que evite esta boda. Te lo advierto para que no hagas el ridículo interponiéndote. Buenas noches. Hoy no bajo a cenar.
—¡Min!
—Buenas noches.
* * *
Solo Nat estaba a su lado. Era la madrina. Los demás, padrino, testigos e invitados, le eran desconocidos. Cuando la mano fuerte de Olivier asió la suya para ponerle el anillo, titubeó, pero al instante el anillo rodó por su dedo.
Salió del templo. Los curiosos presenciaban la ceremonia. No se inmutó. Nat la contemplaba asombrada.
—Min —le dijo en un aparte—. Me asombras.
—Yo también estoy asombrada.
—Es todo tan...
—Extraordinario.
—Tan... inesperado.
Nat lloraba. Era de una sensibilidad infantil. Min había llorado solo al morir su madre, pues algo le decía en su mente infantil lo que aquella pérdida significaba. Lloró aún mucho más cuando fue una niña casi consciente y supo que su padre se casaba de nuevo. Después... ya no volvió a llorar y se juró a sí misma no hacerlo por mucho que la vida la azotara.
—No llores, Nat —pidió—. Me descomponen las lágrimas. Además, nadie me obliga a casarme. Me casé yo porque quise.
—Sí, lo sé, pero...
—Cállate ya. Parece que se ha muerto un ser querido.
—Tú, Min —suspiró Nat—, eres ese ser...
—Pero no he muerto —protestó Min, enojada.
—¡Oh!
—¿De qué se trata? —preguntó tras ellas la voz bronca de Olivier.
Nat sorbió las lágrimas. Min sonrió.
—Min —dijo Olivier, sin reparar en el llanto de Nat—, nos iremos directamente a Nueva York. Allí tomaremos el avión. Pasado mañana estaremos en casa.
—Bien.
—Iremos a casa de Helen a recoger tu equipaje.
Min replicó con frialdad:
—He salido de casa de Helen para no volver nunca más. No necesito equipaje.
—Min...
—Tú cállate, Nat.
—Pero...
—¿Estás de acuerdo, Olivier?
—Naturalmente. Despídete de Nat. Yo voy a despedirme del padrino.
Se alejó.
—Min...
—Si no dejas de llorar, vas a irritarme.
—Es que debías ir a casa de Helen.
—Has de saber que cuando esta mañana salí de casa, solo Ned me besó. Helen me miró de arriba abajo y dijo: «No serás feliz. No lo mereces».
—¿Y lo mereces, Min?
—No seas estúpida. Claro que lo merezco. Al menos no haré nada ni diré nada que haga desgraciado a Olivier.
—No le darás tu amor.
—Olivier asegura que vivirá feliz sin él.
—Sois dos seres incomprensibles.
—Lo cual indica que no tendremos qué echarnos en cara el uno al otro.
—Solo me queda por desearte un feliz viaje.
—Así es mejor. Gracias, Nat.
—¿Y tu equipaje?
—¿Otra vez? Ya te he dicho que desde hoy rompo con todo el pasado.
—Pero vas sin ropa.
Despiadada, replicó:
—Me he casado con un millonario. Mi persona bien merece unos modelos principescos, y quiero adquirirlos.
—Min...
—No empieces otra vez, Nat.
La abrazó. Costaba aquello, sí, costaba contener las lágrimas, doblegar la emoción, pero Min sabía disciplinarse.
—Adiós, Nat.
—¡Oh, Min...! Yo...
La besó en la mejilla. Giró en redondo. Miró al frente con hipnotismo.
—Min...
—Vete ya, Nat. Olivier se acerca. —Y en voz baja, contenida—: No quiero que presencie mi debilidad. Mi personalidad me pertenece, Nat. No la cederé nunca.
—¡Oh, Min!
—Vete ya, te lo suplico.
Nat corrió hacia su coche, subió a él y sin volver la cabeza lo puso en marcha y se alejó.
Min giró de nuevo. Sus grandes ojos, brillantes, secos, se clavaron en el auto, en Nat, en la avenida, en todas partes menos en sí misma. En aquel su otro «yo» que se desgajaba, que gritaba de emoción, que quería llorar como cuando era niña. Pero firme en su obligada disciplina, se mantuvo inmóvil, quietos los ojos en el auto que ya no era más que una estela de polvo escandalosamente espeso.
—Min, cuando quieras.
Se volvió hacia Olivier, y sin decir palabra subió al auto.
Desde el bar les vieron alejarse. Nadie comprendió por qué se casaba ella así; ella, que tenía fama de belleza. Y lo era. Ella sí lo sabía. ¿O no lo sabía? Alzóse de hombros, despojándose, o intentando despojarse, de la emoción que por un instante quiso dominarla.
El auto se perdía en la carretera polvorienta. Cerca, Nueva York, lejos quedaba el pueblo. Y con él, un pasado despiadado que durante años la tuvo sojuzgada.
—¿Puedo hablar? —preguntó Olivier de pronto.
—Puedes.
—No es preciso que me contestes. Me gusta hablar cuando conduzco. Cuando voy solo, hablo igual y de vez en cuando miro hacia la derecha y busco la aprobación o la indiferencia de un acompañante imaginario. Este acompañante es hoy real. Escúchame.
No respondió.
Olivier encendió un cigarrillo, lo quitó luego de la boca y con él entre los dedos, colocó estos sobre el volante.
—Hace años que sueño con formar un hogar. Un hogar sencillo, con una mujer sencilla y unos hijos sanos.
—¿Siempre hablas de eso?
—No siempre. A veces, cuando estoy inquieto por un negocio, se lo explico a mi imaginario acompañante. Y aunque te parezca extraño, es grato hallar a solas una solución que luego llevo a la práctica y me proporciona el triunfo.
—Muy interesante.
—Hoy, Min, puedo hablar de mis aspiraciones personales. Perdí de muy niño a mi madre. Hasta los diecisiete años, que fue cuando salí del pueblo, hice de todo en el viejo molino. Lavé muchos platos, hice camas, lavé ropas en el río...
—Prefiero que te calles todo eso.
—Me gusta recordar. Eres mi mujer.
—Y te veo abrumadoramente vulgar bajo el aspecto mujeril.
Olivier rio tranquilamente.
—Soy un hombre, Min. No lo olvides nunca. El oficio del hombre no hace al hombre. Y yo, haga lo que haga, diga lo que diga, piense lo que piense, soy hombre.
Detuvo el auto. La miró. Min comprendió aquella mirada. Tal vez Olivier nunca comprendería las suyas, pero ella comprendía las de Olivier.
—Min...
—Sí, ya lo sé.
—¿Lo sabes? ¿Qué sabes?
—Lo que deseas.
—Tú.
—No.
—¿Nunca?
—Tal vez nunca. Pero mis gustos han de tenerte muy sin cuidado.
—Sí —asintió, atrayéndola hacia sí—. Muy sin cuidado.
Los besos fueron como llagas. Hicieron daño. Pero los soportó. Todo en ella se agitó, pero quedó de nuevo doblegado bajo el peso inconmensurable de su valentía. Y aquellos besos le hicieron sentir la aplastante personalidad de Olivier. De un Olivier que se revelaba fuerte y dominador. La soltó, puso el auto en marcha.
—Eres inconmovible —dijo—. No sé si podré vivir sin tu amor.
Capítulo 6
La cena concluía. El lujoso comedor del hotel ofrecía un brillante aspecto.
Min no llamaba la atención por su indumentaria. Esta era sencilla, y si la llevara otra mujer con menos soltura (Min la tenía plena) hubiera parecido una pueblerina. Pero Min era demasiado bella y joven para favorecer lo que no fuera atractivo.
La miraban, y bajo aquellas miradas masculinas, Min, conoció una nueva faceta del carácter de Olivier.
—Tú..., no mires.
—Pero...
—He dicho que no mires. Si me apuras mucho les rompo la cara a esos mirones. Eres... mi mujer.
Nunca decía mi esposa, y Min, a cada instante transcurrido, sentía con mayor claridad el gran paso irresponsable que había dado.
Su libertad, su cuerpo, su alma... Eran cosas todas ellas que debió reservar, aun por encima del odio que sentía hacia su madrastra. Pero no era Min una mujer que admitiera fácilmente sus errores. Al menos en voz alta, aunque en silencio los rumiara con desesperación. Y... empezaba a rumiarlos.
—No puedo evitar que me miren —replicó serenamente.
—Yo sí puedo evitarlo.
—¿...?
—Vamos.
Y se puso en pie.
—¿Vamos? ¿Dónde?
—A nuestro apartamiento.
—No terminé de comer.
—Has comido bastante —apuntó irritado—, no me gustan las mujeres gruesas.
—Eres...
—Ya sé cómo soy. No empiezo a conocerme ahora. Hace mucho tiempo que di por finalizado el estudio de mi persona.
Se puso en pie. Salió delante de él. Sintió las miradas admirativas tras ella. En el ascensor, Olivier apretó los puños.
—Esto, allí, podré evitarlo.
—No te creí un celoso.
—Lo soy.
—Si lo hubiera sabido —dijo desdeñosa—, tal vez no me hubiera casado contigo.
—Pero te has casado y eres mi mujer.
El ascensor se detuvo. Salió ella primero. Él la alcanzó, la asió por un brazo.
—Los hombres que aman son celosos. Y si no son celosos es que no aman.
—He vivido sojuzgada hasta ahora —dijo fría—. Lamentaría continuar igual.
—Será distinto. Te sojuzgaba una mujer. Hoy te sojuzga un hombre, y este hombre te proporcionará placer. Es muy distinto. —Abrió la puerta y añadió—: Pasa.
Decidió tomarlo a broma. Lo miró con ironía.
—¿No me pasas en brazos?
—No —dijo rotundo—. Detesto las comedias como tú a tu madrastra.
Apretó el botón de la luz. La alcoba era regia. Había un solo lecho, ancho y mullido. Min parpadeó de espaldas a él.
—Al fin solos —murmuró.
Y sintió deseos de dar gritos.
—No te mofes de esta soledad...
Se volvió hacia él.
—Olivier, te casaste conmigo sabiendo lo que ocurría.
—Sí.
—Pues no me atormentes. Toma lo que desees de mí, pero no me reproches el que yo no te dé nada.
—Eres despiadada.
—Tal vez.
—¿No temes que un día puedas amarme y yo te haya olvidado ya?
—No amaré nunca.
—Min, yo en tu lugar no diría eso.
Ella no respondió.
Él se quitó la americana y la lanzó con ira sobre una butaca. Fue hacia ella. Min no retrocedió.
—Olivier —dijo con fuerza—. Si me dejas sola te admiraré.
—No me admires, Min. No necesito tu admiración.
* * *
Abrió los ojos. Estaba sola. Se tiró del lecho y fue hacia el baño. Sintió un alivio indescriptible. Alzó el rostro y se miró al espejo. Este le devolvió un rostro semejante al de todos los días.
—El cambio surge dentro —se dijo en voz alta—. Externamente sigo siendo la misma, pero no lo soy; quisiera serlo, mas no lo soy.
Los besos de Olivier no se olvidaban fácilmente. Ni sus caricias, ni sus frases ahogadas, muy quedas. Entornó los párpados, ahogó los recuerdos. Era preciso olvidar todo. Vivir nada más. Olivier no era hombre fácil de doblegar. No lo pretendía, pero evitaría por todos los medios ser ella la doblegada.
—¿Dónde estás, Min?
Aquella voz... Se agitó.
—En el baño. Salgo al instante.
Era su voz, como todos los días. Una voz despreocupada, diferente, personal.
Salió envuelta en la felpa. Él la miró largamente. Eran bellos los ojos de Olivier. Ardientes como llamas; y sus labios de besos acariciadores. Se agitó de nuevo. Hizo un mohín. Él seguía mirándola.
—Buenos días —dijo.
—Hola.
—Tenemos todo dispuesto. Saldremos después de comer.
—Entonces me daría tiempo de ir a una casa de modas. Necesito equiparme.
—Cuando quieras.
Ella abrió el armario. Sacó una falda y una chaqueta.
Y seguía mirándola.
—No.
Se volvió hacia él.
—¿No qué?
—No te pongas eso. La casa de modas vendrá aquí.
—¿Estás loco? Eso te costará una fortuna.
—Para ti lo quiero —dijo cortante—. Y no creas que con eso pretendo lograr tu amor. Sé... que no lo tendré nunca. Me equivoqué contigo.
—Lo siento por ti.
—Por mí, no. Por ahora me basta con sentir el mío. El día que desee el tuyo y no me lo des..., te dejaré.
—Así —rio ella, disipando el nerviosismo—, como si fuera una americana rota.
—No. Una americana rota no la pongo. A ti..., como si fueras lo que eres.
—No me ofendas.
—Te amo demasiado. Es lo que siento.
—¿Amarme... tanto?
—Sí, amarte tanto.
Giró en redondo. Ya en la puerta dijo sin volverse:
—No te muevas de aquí. Pronto tendrás todo lo que deseas.
Lo tuvo una hora después. Era imposible dar un paso por la habitación. La camarera lo iba guardando en su baúl. Ella vestía un modelo de mañana gris. Un modelo que se amoldaba a su esbelta figura como un guante. Calzaba altos zapatos. Sobre el respaldo de una silla, había un rico abrigo de visón.
Cuando todo estuvo oculto en el baúl, despidió a la camarera. Al instante entró Olivier. Vestía como siempre ropa deportiva, y era su aspecto el de un granjero rico, despreocupado, apasionado y fuerte.
—Estás muy bien —dijo, delineándola con los ojos—. Pero tú estás bien con todo. No te asombras. ¿Vamos a almorzar?
Pasó ante él. Olivier apretó los puños. De súbito la asió por un brazo, le hizo dar la vuelta y la miró a los ojos con intensidad.
—Te quiero —dijo con suave voz—. Y tú lo sabes.
—Sí —asintió sin parpadear—. Lo sé.
—Pues no intentes abusar de mi amor.
—Nunca lo pretendí. Si lo dices por los regalos que acabas de hacerme.
—No, por mil demonios. Lo digo —y la besaba en la boca— por esto.
Y volvió a besarla de modo abrumador.
Min se desasió. Pasó delante de él y entró en el ascensor también antes que él.
—Comemos fuera —dijo Olivier, situándose a su lado—. Luego nos iremos al aeropuerto.
—¿Y el equipaje?
—Lo llevarán del hotel.
* * *
Llegaron de madrugada. Hacía frío. Min se envolvió en el visón y miró a un lado y a otro. Caras y caras desconocidas. Olivier, a su lado, también miraba. Entre dientes, dijo:
—Esos imbéciles no han recibido mi cable. Tendremos que dormir en la ciudad y salir de mañana para el poblado.
—¿Es... lejos?
—Bastante. No creas que te vas a encontrar con casinos y clubs. Allí hay granjas. La mía, la más rica. Y después, diseminadas por el valle, otras muchas; todas dependen de la mía.
—Serás —dijo burlona— como un reyezuelo.
—Al contrario. Soy amigo de todos y todos consideran a Olivier Nayfack. No te olvides que antes de ser millonario fui un molinero desvalido. Esto hace al hombre poderoso emprendedor, y reconoce la pobreza y las necesidades de los demás.
—No todos razonan como tú.
—Es que no todos son Olivier Nayfack —dijo sin jactancia.
No pensaba responder, pero aunque intentara hacerlo no hubiera podido, porque un hombre vestido con traje de montar, burdo pantalón de pana, zamarra de cuero y altas polainas, se acercaba a ellos.
—Ya creí que no vendrías, Mark.
—Hemos recibido el cable a última hora, amo Olivier. ¿Mistress Nayfack? —preguntó simpáticamente. Y como Olivier afirmara, exclamó—: Mucho gusto en conocerla, ama.
—Se llama Min.
—Pues bienvenida, ama Min.
No respondió. Olivier dijo:
—Es nuestro capataz. Se llama Mark.
—Gracias, Mark. Me alegro de conocerle.
—¿Dónde has dejado el jeep? —preguntó Olivier.
—Al fondo del parque, amo Olivier.
—Vamos, pues. Aquí tienes los tickets. Recoge el equipaje. Te esperaremos en el jeep.
Asió a Min por un brazo y tiró de ella, mientras Mark se alejaba silbando.
—Espero que seas más amable con los demás —rezongó Olivier—. Nos esperan para darte la bienvenida.
—Preferiría que no esperaran. Estoy cansada.
—Serán breves. Ya me conocen.
Llegaron junto al jeep.
—Sube.
Lo hizo. Deseaba cerrar los ojos y no pensar. Era esto casi imposible, pero lo lograba. Ya hemos dicho que la voluntad de Min era extraordinaria. Tan extraordinaria era, que por eso estaba allí.
Olivier se sentó ante el volante. Se volvió hacia ella.
—Irás mejor ahí. Cierra los ojos y trata de dormir.
—¿Nos falta mucho?
—Tres horas.
—¿Tres horas en jeep?
—Y por no muy buenos caminos. Esto es agreste, pero verdadero. Aquí hallé yo la compensación a mis sufrimientos infantiles.
—¿No puedes olvidar de una vez ese pasado de tu vida?
—No, porque forma parte de mi presente. —Y con súbita ternura que desconcertó a la joven, musitó—: Min, quisiera hacerte feliz. Quisiera que sintieras como yo esta plenitud, este desbordamiento. Yo..., haré todo lo posible por conseguir tu amor.
—Esta misma mañana has dicho...
—Estaba en Nueva York y acababa de pasar la noche junto a una mujer indiferente y a quien amaba.
Permaneció silenciosa.
Olivier añadió:
—No habrá mujer en el mundo capaz de desbancarte, Min. Tu indiferencia fue un acicate para mi, pero..., no abuses mucho de ella. Puede no desbancarte una mujer, pero puede desbancarte tu desdén.
—Nada te pedí.
—En efecto. Pero puedes pedírmelo aún.
La llegada de Mark con el equipaje evitó la violencia de una agria respuesta.
Mark colocó el equipaje en el jeep y este salió disparado. Amo y criado delante. Mark hablaba por los codos. Le refería a su amo todas las nuevas que habían tenido lugar durante su ausencia. Con el ruido del motor y la charla monótona de Mark, Min fue quedándose dormida.
Despertó sacudida suavemente por Olivier.
—¿Qué... qué ocurre?
—Hemos llegado.
—Dios mío, cómo me duelen los huesos.
—En seguida descansarás.
La luz del amanecer bañaba el valle. Min abrió del todo los ojos y se incorporó. Quedó parpadeante. A la luz tenue del amanecer la granja ofrecía un aspecto deslumbrador.
Los criados, peones de la finca, colonos, llenaban el patio alineándose a lo largo de este. Min no pestañeó, pero no por ello dejó de pensar que aquel patio más parecía una escalinata real donde los vasallos daban la bienvenida a su rey, que el patio de una granja.
Olivier descendió del vehículo y le dio la mano.
—Min —dijo suavemente—. Olvídate de las circunstancias en que nos casamos y pórtate con mis gentes como lo que eres. —Y con energía—: El ama.
Asintió sin palabras. En aquel momento se sentía hondamente impresionada.
Olivier le pasó la mano por los hombros y dio varios pasos al frente.
—Esta —dijo en voz alta— es vuestra ama.
La voz era sonora, grata al oído, y Min a su pesar, hubo de reconocerlo así.
Una niña de unos ocho años, morena y larguirucha, se destacó del grupo. Portaba un gran ramo de flores y a la rojiza luz del amanecer su figura parecía irreal.
—Para el ama —dijo con timidez—. Todos damos la bienvenida a los amos.
Recogió las flores y observó que Olivier tomaba a la niña en sus brazos, la alzó hasta su cara y la besó repetidas veces.
—Gracias, Chid. El ama agradece vuestras flores. —Y en voz alta, depositando a la niña en tierra—: Mañana es día de fiesta para la comarca. Muchachos, iros a descansar.
Min, de pie a su lado, se estremeció. Le había emocionado más el afecto de Olivier para la niña, que su despedida de Nat.
Sintió los dedos de Olivier en su brazo, y se sobresaltó. Miró a lo lejos. La casa ancha, larga e inmensa, se alzaba en medio del patio. Los terrenos que se divisaban a lo lejos, bajo la luz rojiza del amanecer, eran infinitos.
—Este es nuestro hogar, Min —dijo Olivier, conduciéndola hacia la imponente mansión—. Aquí tendrás tus hijos, crecerán, se harán hombres, y yo gozaré de ellos. Como ves no soy un hombre de comedia; conozco la responsabilidad que he adquirido al formar contigo una familia. Soy un hombre real, y como tal he de vivir.
No respondió.
Al llegar al inmenso vestíbulo él se detuvo y la miró de frente.
—Min, eres mi mujer. Quiero que pienses en ello desde este instante. Aquí no hay rencores ni odios. Aquí hay trabajo, comprensión, luchas y cariño. Espero que asimiles todo esto y des a tu esposo la felicidad que él está dispuesto a darte a ti.
—Yo... —titubeó.
Olivier no la dejó continuar. La empujó blandamente hacia la escalinata. Era de roble, y cubierta con una estera de arriba abajo.
—Te llevaré a tu habitación, Min. —Y con la súbita ternura que inquietaba a la joven, que no deseaba amar—: Nuestra alcoba. La de los dos. Donde yo deseo que vengan al mundo mis herederos.
Capítulo 7
—¿Tú no?
—Yo no.
Alzóse de hombros. Ella tenía sueño, deseaba descansar. Cerrar los ojos y quedarse así. La habitación era regia, muy distinta a la que había imaginado. Era aquella una casa de campo, cómoda, lujosa, confortable. Y en ella, Olivier era dueño y señor; como un reyezuelo para sus criados. ¿Y qué era ella allí? ¡Ah, sí! Una mujer de quien Olivier esperaba hijos. Ojalá el cielo se los concediera para dar a Olivier tranquilidad y a ella un estímulo para seguir viviendo.
—¿Es que no piensas descansar?
Estaba de pie en medio de la estancia. Olivier, medio derrumbado en una butaca, contemplaba la esbelta y hermosa figura femenina. Sus ojos, abatidos bajo los párpados, estaban quietos, apacibles.
—Min —dijo con bronca entonación—, me casé contigo porque me gustaste. Había sufrido mucho en la vida. Para conseguir todo esto —y alargó la mano haciendo un elocuente ademán—, he conocido días fatigosos, sin sueño, sin comida. Mojado bajo las lomas, apostado horas interminables en los pastos. Años que no olvidaré nunca. Aquí me endurecí. Aquí conocí el significado del dinero. Al verte, consideré que aquellas luchas significaban poco para el don, que el cielo me enviaba en compensación a mis fatigas.
—Si lo dices —atajó molesta, de que él fuera así—, para enternecerme..., pierdes el tiempo.
Olivier alzóse de hombros.
—No pretendo ablandarte. Tengo de ti lo que deseé. Pero es que al tenerte así, anhelé poseer, no solo tu cuerpo que es lo que no me puedes negar. Anhelé tu alma, tu vida, todo tu ser. De esa forma has entrado en mi vida, arrollándolo todo, y soy hombre, Min, que desea recibir cuando da.
—No hemos acordado eso —protestó irritada.
Y es que aquella nueva faceta de Olivier la impresionaba, y ella..., no deseaba impresionarse. No amaría nunca a Olivier. Lo soportaba, pero de eso a sentir complacencia con su proximidad, había un abismo.
—Cuando te pedí que te casaras conmigo, te deseaba tan solo. —Se puso en pie. La miró desde su altura—. Hoy te quiero tanto y de tal manera, que el solo pensamiento de perderte supone para mí una lenta agonía. Ya lo sabes.
—No me interesa saberlo, Olivier. Ya me conoces un poco. Y ese poco es lo bastante para darte cuenta de que nunca podré corresponder a tu apasionamiento.
—Te hablo con sencillez, Min —dijo sereno—. Espero que no me des una vida complicada. Y espero asimismo que sabrás comprender mis deseos. Tu frialdad fue un acicate para mi hombría, para mi deseo... Tu frialdad futura puede ser una mortaja para mi amor, y estás muy sola...
—Tú pretendes impresionarme...
—No. Solo pretendo hacerte comprender qué en la vida del amor, solo hay mujer y hombre. En esa efímera vida sentimental, no entra la inteligencia, la cultura, el dinero. Solo el amor y el cambio de sexos. Ten eso siempre muy presente. Tu educación es superior. La mía..., es deficiente. Pero eso no importa. Nada importa, excepto el amor y la intensidad dé este.
Se dirigía a la puerta.
—Voy al despacho —dijo concluyendo—. Tengo muchos asuntos pendientes. —Se volvió, la miró con sus quietos ojos, y añadió bajo, con un acento de voz que estremeció a Min—: Preferiría quedarme a tu lado, pero prefiero que medites en lo que te he dicho.
—No tengo nada que meditar, Olivier. Cuando decidí casarme contigo..., ya sabías lo que iba a ocurrir.
—Creí saberlo. Pensé que podía hacer de ti una amante tan solo. Al conocerte, al poseerte..., comprendí que no eras una mujer más, eres, por el contrario, la única mujer. Y cuando un hombre ama así...
—Prefiero que te marches.
—Sí, ya me voy. Pero volveré.
Salió y cerró tras de sí. Min apretó los labios y se encerró en el baño. Un tropel dé locas sensaciones la agitaban, pero aquella amalgama, de su cerebro se disipó bajo la tibieza del baño.
Se tendió en el lecho. La persiana estaba echada y por una rendija entraban los rayos del sol. Miró el reloj. Eran las siete de una mañana para ella crucial en su vida. Una mañana que no olvidaría jamás.
Cerró los ojos. La venció el sueño y el cansancio. Creyó que habían transcurrido minutos cuando unos labios suaves, cálidos, se posaron en su boca. Abrió los ojos.
—Tendrás que amarme, Min —dijo una voz suave, a su lado—. Tendrás que amarme mucho.
* * *
Vestía pantalones color beige, calzaba mocasines negros y cubría el busto con un suéter rojo vivo, descotado y sin mangas, sujeto tan solo por breves tirantes. Los negros cabellos se peinaban con sencillez hacia atrás despojando el óvalo atrevido de su rostro, donde los ojos verdes tenían una rara e intensa luz. Era la primera vez que salía de su alcoba y eran las dos de un día deslumbrador.
«Debía estar triste, aburrida, desesperada —se dijo, pisando fuerte las escalinatas—. Y, no obstante, me siento feliz. Es absurdo, fuera de lugar. Debía sentir odio hacia el hombre que entró en mi vida adueñándose de mi persona, pero no lo siento. Por el contrario, siento una gran paz. Como si en ese instante empezara a vivir».
—El ama, ¿ha descansado bien?
Miró hacia el fondo del vestíbulo. Una menuda y redonda mujer de blancos cabellos le sonreía beatíficamente.
—Buenos días —saludó todo lo amable que pudo—. Sí, gracias. He descansado unas horas.
—Me llamo Susan. Soy ama de gobierno. La esperaba para ponerla al tanto de todo.
Min hizo un ademán elocuente con la fría mano.
—No se preocupe, Susan. Prefiero que siga usted llevando el peso de la casa. Yo... —añadió presurosa, observando el desencanto de Susan—, no estoy al tanto del gobierno de un hogar.
—La enseñaré —dijo Susan suavemente.
Todos eran bondadosos, sinceros, buenos. Seres sanos de espíritu. Y ella hubiera deseado que fueran fríos, déspotas, y hasta perversos. No quería dulzura, y la sentía en derredor como una caricia.
Ella odiaba la vida. Como odió a Helen. Sentía rencor por todos. La existencia no había sido amable, tal vez por eso la detestaba. Y le dolía aquella verdad que encontraba al fin, y en la cual no podía creer porque la enseñaron a desconfiar de todo y de todos.
—Prefiero ignorarlo, Susan. —Y con sequedad—. Ordena que me sirvan el aperitivo en la terraza.
La anciana la contempló suspensa. Aquella linda muchacha tenía ojos de buena, y, no obstante... El amo merecía una mujer bondadosa, sencilla, cordial, y aquella muchacha no iba a serlo.
—Sí, ama.
—Prefiero que me llamen mistress Nayfack.
Susan parpadeó.
—Le servirán el aperitivo en seguida, mistress Nayfack.
Siguió su camino sin volverse. No preguntó por él. Había estado a su lado hasta las doce. A su lado. Lo odiaba por ser como era. Tan rudo en apariencia, y, sin embargo, tan suave, tan tierno, tan diferente. Sí, lo odiaba por eso, porque lo tenía todo para ser amado, y ella no deseaba amar. Había sido el novio de Helen. De aquella Helen que amando a Olivier se casó con su padre y lo hizo desgraciado.
—Muy mal hecho.
La voz era dura, fría la mirada. Bajo sus ojos se quedó impasible. Olivier estaba ante ella. Parecía burdo, ordinario. Vestía pantalón de montar, altas polainas, y cubría su fuerte tórax con una camisa escocesa, arremangada hasta el codo.
—Muy mal hecho —repitió, agitando la fusta—. Aquí eres el ama, debiste tomar las riendas del hogar que te entregaba Susan. Además...
—Hago lo que creo más conveniente. —Y con rudeza—: No compraste una criada, compraste una mujer, y a esta la tienes.
—Todo lo que haces es para que te odie.
—Lo prefiero a tu amor.
—Lo tendrás. Pero procura no despertar mi ira. Tengo mucha paciencia, pero cuando la pierdo... —dio la vuelta. Se alejaba escaleras abajo—. Tenlo presente. Cuando la pierdo me convierto en el más desconsiderado de los nombres.
Se quedó muy quieta. Dejóse caer en una silla de mimbre. Olivier montaba sobre un brioso corcel de negro pelo y se alejaba a galope.
—¿La sirvo aquí, mistress Nayfack? —preguntó una voz que no era la de Susan, tras ella.
Se volvió. Una muchacha joven, bonita, de sonrosadas mejillas, la miraba tímidamente.
—¿Cómo te llamas?
—Sally.
—Sírveme aquí, sí.
Tomó el aperitivo. Fumó luego un cigarrillo. Expelía el humo y contemplaba el conjunto. El parque estaba materialmente lleno de reses y hombres. Olivier gesticulaba entre ellos. El sol caía de plano sobre el patio y el emparrado. Bajo el emparrado estaba ella. Entrecerró los ojos. Aquel hombre que desde lo alto del caballo daba órdenes con voz bronca, era un ser distinto. Era aquel que ella imaginó. El otro hombre, el que conocía en la intimidad, era muy distinto. Se estremeció.
* * *
—No llores, Sally.
—Es que... no puedo remediarlo.
—Soñaste demasiado. El amo fue siempre cariñoso, considerado, pero no te amó nunca. Debiste pensarlo así.
—Él me miraba de modo distinto a las demás.
—Calla, Sally, calla. Eres demasiado inocente. Y después de conocer al ama...
—Sí, por eso lloro. Porque sé que está loco por ella. Y ella es tan fría, tan orgullosa...
—Calla, Sally.
Sally calló, y Min, desde la penumbra de su alcoba hubiera deseado oír más, infinitamente más.
La voz de Susan aún dijo:
—Ella, el ama es tan bonita...
—No es bonita, Susan —dijo la voz ahogada de la jovencita. Min alzó una ceja perpleja—. Es hermosísima.
—Por eso mismo.
—Pero no lo comprenderá.
—¡Qué sabes tú!
Min se estremeció, y empujó un poco la Ventana. La voz de Sally llegó a ella, clara y vibrante, llena de pesar.
—Es una mujer de capital. Él es sencillo.
—Eres demasiado niña. Anda, deja de llorar, y vamos a la cocina. Mitsi nos reclama.
Se alejaron las voces. Min se puso en pie y fue a tenderse en el lecho. Sally, aquella joven que no tendría más que su edad, amaba a Olivier. Indudablemente amaba como Olivier merecía ser amado. ¿Sintió Olivier en alguna ocasión, amor por aquella burda muchachita?
«Yo lo deslumbre. Tal vez el verdadero amor de Olivier es esta jovencita... Yo soy el deseo que se sacia a borbotones y un día llega a hastiar. ¿Estaré destinada a salir un día de aquí, derrotada, despreciada?».
Sonrió entre dientes. ¿Y qué importaba? Ella se había casado con el granjero por hacer daño a Helen. Y lo había conseguido. Lo demás, ella, sus esperanzas en la vida, Olivier, el amor de este o el deseo o lo que fuera, ¿qué importaban?
Echó la cabeza hacia atrás. Se quedó muy quieta. A las tres la avisaron para comer. Se levantó, lanzó una breve mirada al espejo. Se encontró bien.
En el comedor estaba Sally. La miró con detenimiento. ¿La había besado Olivier alguna vez? Se estremeció. Aquellos besos de Olivier... ¡Aquellos besos...!
—El amo no puede compartir su mesa.
Con frialdad preguntó:
—¿Qué dices?
—El amo Olivier come en el campo. Está seleccionando las reses que han de llevar al mercado pasado mañana.
—Sírveme —pidió con frialdad.
Comió sola. Se sintió deprimida, pero firme en su papel (hemos de advertir que Min no interpretaba su papel, ella creía ser así). Al levantarse de la mesa, pisó fuerte y caminó erguida, indiferente.
Al atardecer, Olivier penetró en la alcoba sudoroso y lleno de polvo.
—Hola.
—Pareces un peón.
—Eso soy. Un peón —añadió sin alterarse—. Con más dinero, pero peón al fin y al cabo. Hace pocos años era mi trabajo. Marcar reses y conducirlas a través de valles y cañadas.
—¿Lo dices para que te desprecie?
La miró extrañado. Se quitaba la ropa y la tiraba al suelo con energía.
—No sé el concepto que tendrás de la vida. Yo admiro a los hombres que de la nada han llegado lejos.
—Yo no.
—Ya sé que eres diferente.
Quiso hacer daño. Hacerle todo el daño que él no le hacía a ella.
—Hoy he conocido a tu amor pecador.
Olivier se quedó con la camisa en alto.
—¿Cómo?
—A Sally.
—¿Sally?
—Sí, parece ser que te ama mucho y tú alentaste esa ilusión.
Se acercó a ella en dos zancadas. Con el poderoso tórax al descubierto, velludo y ancho, parecía un tarzán.
—Oye —dijo, secamente—. No eres buena, Sally es una chiquilla. Temo que tus palabras la ofendan. Y no quiero —gritó—, ¿me oyes? No quiero. Ella no es bella como tú, pero tiene corazón. Tiene un gran corazón.
—¿Por qué si lo sabes, no te has casado con ella?
La miró de modo raro. Min, por primera vez se sintió pequeña a su lado.
—Min —dijo muy bajo—, no eres buena y eso me duele. Me duele... mucho.
Giró en redondo y se metió en el baño. Cuando salió, vestía pantalón de franela gris; le chorreaba el agua por la frente y mojaba la inmaculada camisa.
—Dentro de una hora cenamos —dijo—. Me retiraré temprano. Estoy cansado y mañana he de madrugar.
No respondió. Lo vio alejarse y se quedó muy quieta cuando la puerta se hubo cerrado tras él.
Cenaron juntos. Creyó que no iría a su lado. Pero Olivier fue. Y la quiso, y en silencio le demostró una vez más, que era hombre hábil, lleno de ternura y consideración. Así transcurrió todo aquel mes hasta que una noche, Olivier entró en la alcoba común y dijo:
—He de ir a Nueva York.
Capítulo 8
—¿Solo?
—Sí.
—¿Qué debo decirte?
—Nada. Te quedas aquí con mi gente. Odias el campo y cuanto en él hay. Me odias a mí, que formo parte de ese campo. Y odias lo que comes y lo que palpas.
—Creo —dijo, guardando natural reserva— que te extralimitas.
—Cada día te voy conociendo más. No hay en ti fibra sensible alguna. Lo siento, Min.
Mientras hablaba, iba metiendo ropa en la maleta. De vez en cuando la miraba a través del espejo. Era su mirada centelleante, a veces ardiente como una llama; otras, apagada, decepcionada.
—Espero que halles en Nueva York un consuelo a tu desconcierto.
—Ya no hay consuelo para mí —cerró la maleta de golpe y se sentó en el brazo de una butaca. La miró de frente—. Creí hallar en ti el compendio de todas mis ambiciones reunidas. No fue así. Ahora no hallo en ti ni la emoción de la repulsa inicial que era un acicate para mi amor. Ahora, Min, te habituaste a mi compañía, y tu frialdad, tu indiferencia me humillan cada día.
—¿Por... eso te vas?
—Me voy porque mis negocios lo requieren, pero volveré, y ojalá en estos días pueda pensar en ti de tal modo, que todo mi amor se trueque en odio...
—Es lo que esperas —indicó bajo.
—Es lo que deseo.
Se puso en pie. La contemplaba desde su altura.
—¿Qué debo hacer para que me ames?
—¡Ojalá pudiera amarte! —replicó con sencillez—. ¿Deseas que lo finja?
—No eres buena.
Se dirigió a la puerta. Allí se volvió.
—Vendré a buscar la maleta. Adiós, Min. Medita..., te lo ruego.
—Espera.
—¿Qué vas a decirme? ¿Que te alegras de mi marcha?
—Puede parecerte extraño —dijo pensativa—, pero no me alegro.
—Me hubiera postrado a tus pies, si con ello lograra desleír el hielo que nos separa.
Y salió sin esperar respuesta.
Transcurrió el día y la noche. Y muchas otras noches. Noches desconcertantes para Min, que, para más desconcierto, sentía la falta, la compañía del hombre impetuoso. Fueron días cargados de pesadillas y de dudas; dudas que no se disiparon durante aquellas seis noches blancas de su vida. Aquellas noches interminables, en que le era imposible cerrar los ojos.
Esperó una carta, un cable, una llamada telefónica. Nada, Mark, el capataz, le decía todas las mañanas:
«Es posible que llegue hoy». Pero transcurría el día y la noche, y otra nueva mañana y las mismas frases de Mark: «Llegará mañana».
Un día decidió escribir a Nat. Le debía carta. No se atrevía a escribir. Tenía miedo. Ante el papel se volcaría toda su incertidumbre y la vería ella misma al leerla de nuevo, y no quería.
Pero aquella tarde se dispuso a escribir. Después iría ella misma en el jeep a llevar la carta. Aún no había salido de la finca y deseaba despejarse, aspirar el puro aire de la campiña, conocer a aquellos seres que vivían de Olivier, que lo admiraban, que lo amaban.
«Queridísima Nat:
»A su debido tiempo recibí tu carta. No te contesté antes porque estaba saturándome de aire puro. Esto es bellísimo. Aquí hallas la verdad aunque no quieras. Olivier se ha ido a Nueva York por asuntos de maquinarias. No me extrañaría saber que iba a haceros una visita y ver las obras de la mansión que alza en el antiguo molino».
Al llegar aquí se estremeció de pies a cabeza, Helen... Sí, seguro que había ido a ver a Helen. Y le diría... Sí, le diría... Rompió la carta en diminutos trocitos y salió de la alcoba con ellos apretados en la mano. Atravesó el patio. Los criados la siguieron con los ojos. Era muy bella, cada día más. El color moreno de su cara daba a los ojos mayor luminosidad.
Se detuvo ante el riachuelo y dejó caer los trozos de papel uno a uno.
—Buenas.
Se volvió como si le pinchara un animal venenoso. Un hombre le sonreía desde el montículo. Era alto, delgado, elegante, vestía traje de montar y llevaba al hombro una escopeta y colgado del cinto el morral.
—Permítame que me presente, mistress Nayfack. Soy sir Basehar. Robert Basehar. Soy su vecino. He llegado aquí ayer mañana. La he visto desde mi casa.
* * *
Señalaba una casa alta, de recreo, delineada bajo la luz crepuscular.
Min alargó la mano y él se la besó respetuoso.
—Ya sé que Olivier está de viaje.
—Sí. ¿Conoce usted a mi marido?
—Naturalmente. ¿Quién no conoce aquí a su marido? El año pasado le vendí los últimos acres de tierra que poseía.
Ella se hallaba sentada junto al ribazo, frente al río. Robert se inclinó hacia ella y pidió con la desenvoltura que le era habitual:
—¿Puedo descansar un poco a su lado?
—Puede.
Lo hizo depositando la escopeta a su lado. Era un hombre atractivo, de mundo. Sus modales denunciaban al caballero elegante y despreocupado de la capital.
—Soy una mala cabeza —rio, como si estuviera satisfecho de serlo—. Lo dicen mis vecinos. ¿Ve usted esos terrenos que se pierden a lo largo del río? Hace unos años me pertenecían. Mis padres eran grandes admiradores de estas tierras. Mi padre fue un gran político y al retirarse se recluyó en estos valles, pero tuvo el poco acierto de dejarme a mí en la ciudad...
Hablaba mucho y le gustaba que le escucharan. Min lo catalogó en el grupo de los galanteadores indiferentes. Esos hombres, como hay muchos, que lo dicen todo y no sienten nada y que están orgullosos de sí mismos y tiran el dinero como si fuera arena... «Todo lo contrario de Olivier», pensó. Y ante la comparación se quedó íntimamente perpleja.
—En la ciudad —continuó Robert, sin preocuparse al parecer de los gustos de la hermosa mujer—, adoré cuanto de bello tenía la vida, hasta el extremo de serme odioso todo lo que no fueran mis propias aficiones. Fallecieron mis padres y vine aquí y vendí a Olivier media hacienda. Marché de nuevo.
—Gastó lo que le dio mi marido —cortó Min suavemente— y...
—¿Cómo lo sabe usted?
—Lo adiviné.
—Pues, sí, volví y le vendí lo que quedaba. Y. ahora vengo...
—A vender la casa.
—Exacto. ¿Cómo lo sabe?
—Es de suponer.
—Ciertamente. ¿No le gusta mi casa?
Min la contempló con los ojos entornados.
—No está mal.
—Si usted se lo pide, Olivier se la comprará. Tiene que amarla mucho.
—¿Y...?
Por primera vez, Robert pareció azorado ante la muda interrogante.
—Se nota. Al verla a usted... —titubeó—, hay que amarla sin medida.
Min se puso en pie.
—¿La ofendí?
—En modo alguno. Hablaré con Olivier de su deseo.
—Gracias. Es usted muy amable.
Se despidieron y caminó despacio hacia la finca. Robert la siguió con mirada admirativa.
«Condenado Olivier, qué suerte tiene», se dijo a media voz. Recogió la escopeta y se perdió en la senda.
Min, al llegar a casa, tropezóse con Mark que volvía.
—Llega en el tren de las diez treinta, mistress Nayfack.
Se estremeció.
No necesitó preguntar. Ya sabía quién llegaba.
—Mark —dijo por toda respuesta—, que esté listo el jeep. Yo iré a esperar al amo.
Mark abrió mucho los ojos.
—¿Sola?
—Sí, sola.
Y siguió su camino. Cuando al anochecer se dirigía hacia el cobertizo, bajo el cual Mark dejaría el jeep, pensó en Robert.
—Mark —dijo antes de subir al coche—, ¿qué clase de persona es sir Basehar?
Mark sonrió.
—Una mala cabeza, mistress Nayfack. Ha vendido todo el patrimonio. Solo le queda la casa.
—¿Es bonita?
—¡Bah! No nos servirá de mucho. ¿De veras va usted sola?
—Sí, hasta luego, Mark.
* * *
Descendió del tren. Llevaba en la mano un maletín y en el brazo colgado el gabán. Vestía de oscuro. Fuerte, atezado, de semblante adusto, nadie desconocía en él, al granjero desaliñado.
Parecía un hombre dispuesto a dar doce bofetadas seguidas sin inmutarse, y, no obstante, ella conocía la ternura que se ocultaba bajo aquella burda cara de hombre avezado al campo y a la lucha.
—Olivier —llamó.
Y algo en su interior la obligó a levantar la voz. Una voz fuerte, pero tremola, que desconocía ella misma.
El granjero se detuvo. Miró a un lado y a otro entre la gente que se apiñaba en la estación. Al divisarla fue a su encuentro.
—¿Tú? ¿Por qué?
—He venido...
Parpadeó.
—Ya lo veo.
—Pues...
—¿Sola?
—Sí.
—Vamos.
Y la asió por un brazo.
—No debiste venir —dijo.
Ella no contestó. Subió al jeep. El colocóse ante el volante. Lo puso en marcha.
—Bienvenido, mister Nayfack —dijeron algunas voces.
Olivier saludó aquí y allá. Cuando el coche se perdía en la campiña, dijo sin mirarla:
—No debiste venir tú. Pudo suceder algo en el tren y atrasar este o no llegar. Él regreso a la granja de noche no es una calle de ciudad.
—Voy habituándome.
—Aun así.
—Has llegado. No hubo impedimento. ¿Por qué pensar en lo que pudo ocurrir si no ocurrió?
No respondió. Llevaba los dientes apretados. La vista fija en el paisaje.
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó ella para romper el embarazoso silencio.
—Bien.
—¿Fuiste a...?
—¡No!
Ella parpadeó. Su voz sonó titubeante:
—No sabías lo que iba a preguntarte.
—Sí.
—Creí que ibas a ir.
—No fui.
Otro silencio. Lo rompió él con brusquedad:
—¿No me preguntas si logré olvidarte?
—Yo...
—No te olvidé. Te recordé con intensidad. Como un hambriento recuerda el pan que no puede conseguir.
No respondió. Olivier detuvo el auto y se volvió hacia ella.
—Eres —dijo, tomándola en sus brazos y apretándola contra sí— como un recreo en mi vida. Pero..., prefiero morir amando a no morir. Prefiero morir, sí, si la muerte es tu posesión. Sin ti..., no concibo la vida.
—Me... me...
—Ya sé que te hago daño. ¿Cuándo no te lo hago?
—Olivier...
—Sí, ya lo sé. Sé también que odias mis besos. No importa. Nada importa, sino que te tengo así. Eso sí importa.
La besó en plena boca. Eran los besos acaparadores, absorbentes, hondos y hábiles de Olivier. Aquellos besos que, a su pesar, echó de menos. Unos besos que llegaban al fondo de su ser, tras bañar como fuego todo cuanto de sensible había en ella. En ella que, quisiera o no, se desleía dentro del ser de Olivier. «¿Que era pecadora? —se preguntó—. ¿Una mujer amoral? No amo a Olivier, y, sin embargo, sus besos son para mí la máxima ansiedad. Algo sin lo cual no concibo la vida».
—Min, eres... la de siempre.
La soltó. Puso el auto en marcha. Los siguió un silencio.
—He conocido a sir Basehar —dijo ella de pronto. El auto dio un viraje violento.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué lo has conocido?
—En el riachuelo. Venía de caza. Me saludó.
Notó que se crispaba.
—Dijo que era tu amigo.
—Yo no tengo amigos. Ese..., menos que ninguno. —Y con intensidad—: No vuelvas a hablarme de él. Tú..., ya lo sabes.
—Es un caballero.
—Yo soy tu marido. Y te lo ordeno.
No respondió. Se divisaba la finca. Iban ya transcurridas muchas horas. La una de la madrugada marcaba un reloj, cuando el jeep se detuvo ante la finca. Salieron en tropel a saludarlo. A ella la ignoraron. Saludaban a Olivier. Él les sonreía, les daba palmadas en la espalda. Sally fue la última en acercarse. Min, sola junto a una maleta, clavó los ojos en la joven y en Olivier. Este se volvió. Miró con ternura a Sally, le tomó la mano entre las suyas, se la oprimió largamente y con suavidad dijo:
—Estás muy guapa, Sally.
Min giró en redondo. Por primera vez, algo se agitaba apasionadamente en su pecho. Se derrumbó sobre una silla. Transcurrieron los minutos. Cada paso, cada ruido, le producían un sobresalto, un raro anhelo. Todos los pasos cruzaban su puerta. Cuando aquellos se detuvieron, quedó tensa. Se abrió la puerta.
—Min.
Una voz queda, diferente, dijo:
—Estoy aquí.
Olivier cerró tras de sí, y avanzó hacia ella.
Capítulo 9
Se encontró con él en la terraza.
—Buenos días —saludó.
Olivier levantó los ojos. La mirada de estos hizo estremecer a la joven, y denso rubor cubrió su semblante. La mirada de Olivier era significativa, delatora, y Min experimentó la sensación de que Olivier la estaba besando en aquel instante. Mas no por ello demostró lo que sentía... Diríase que la mirada de Olivier, e incluso este mismo, no decían nada a su espíritu. Y si bien era cierto que no le decían amor, sí le decían de algo que era inquietud, pesar, incertidumbre, todo lo que Min nunca creyó sentir por un hombre.
Se hundió en una extensible y estiró las piernas. Llevaba estas enfundadas en bonitos pantalones negros, largos hasta el tobillo, y cubría el busto con una chaqueta blanca, abotonada hasta el cuello, por el cual asomaba un pañuelo de seda natural en tono blanco y negro. Su esbeltez se acentuaba bajo aquella ropa, y sintió los ojos de Olivier recorrer su cuerpo hasta los pies, de donde fueron ascendiendo lentamente. Era la mirada de Olivier, ardiente, escrutadora. Una mirada que besaba al contemplar, y Min se agitó.
—No me mires así —dijo fuerte, sin poderse contener.
Olivier descruzó las piernas. Estaba tendido en otra extensible, frente a ella, y fumaba un cigarrillo. Tiró este lejos, guardó silencio y, al fin, dijo, sin apartar los ojos de los de ella, adonde habían llegado en su lento recorrido:
—Eres mi mujer y, no obstante, tantas veces te veo, tantas me da la impresión de que eres aún mi novia. Una novia que nunca he tenido y a la que contemplaría de continuo con súbita y firme ilusión.
—¿Nunca... la has tenido?
—No, nunca.
—Solo pensabas en Helen...
Lo dijo con sequedad. Él sonrió. La sonrisa de Olivier no era como otras sonrisas de hombre. Era una mueca leve, melancólica, un poco forzada. Una sonrisa que daba a su moreno rostro una luminosidad extraña, para lo forzado que en sí llevaba.
—Ciertamente —afirmó pensativo, echando la cabeza hacia atrás y quedando con la vista fija en el deslumbrante firmamento—. Pensé en Helen desde que tuve cerebro adulto... Y... —volvió a sonreír—, lo tuve desde muy joven. Yo era un muchacho solitario, sin amigos, ni camaradas, sin madre...
Levantó súbitamente la cabeza y encontró la sonrisa. Esta vez era fría, indiferente.
—No trato de enternecerte —dijo burlón.
Y era una burla que a Min le pareció amarga.
—No es fácil que me enternezcas —replicó, pero estaba enternecida, aunque ella se empeñara en creer lo contrario.
—Mejor. ¿Continúo?
—Si ello te consuela...
—No me consuela, pero de pensar para mi a pensar en voz alta, prefiero esto último.
—Eres... un hombre extraño.
—No soy fino y delicado como tus amigos, pero tengo dinero y un pasado junto a una mujer que odias, y debido a ello te conseguí, lo cual no hubieran logrado tus amigos.
—No estamos hablando de mí.
—Es verdad. Perdona. Te decía que no tuve amigos ni nada. Mi padre no me comprendía. Nadie me comprendió nunca, excepto Helen.
—Pero no te casaste con ella.
—Cuando se sueña con una mujer tanto tiempo, dista mucho la realidad de la ilusión forjada. Además, antes de ver a Helen te conseguí a ti...
Nada dijo. Olivier se puso en pie y se acercó a la baranda. Aplastó las manos en ella, la apretó y hasta hizo un movimiento, como si quisiera arrancarla. Sin volverse, dijo con voz baja, extraña:
—Helen fue mi pasado de adolescente. Tú eres mi presente de hombre. Puede que la diferencia no te diga nada —se volvió bruscamente hacia ella—. A mí —añadió de modo indefinible— me dice mucho.
Giró en redondo y se internó en la casa. Minutos después salió de ella, enfundado en el burdo traje de montar.
* * *
—Mistress Nayfack, he tratado inútilmente de hallar a su esposó en la campiña. En vista de mi fracaso he venido a su casa.
—Siéntese, sir Basehar.
—Llámeme Robert.
—Bien, siéntese, Robert.
Lo hizo frente a ella. Había anochecido. Los mozos regresaban por la senda cantando a voz en grito. Era un crepúsculo teñido de rojo y la paz de la pradera ponía en el corazón de Min un extraño anhelo.
Olivier se había ido por la mañana y no regresó a comer. Susan le dijo que estaba marcando reses en la boca del cañón, al otro lado de la loma que se extendía lejos del cercado.
—¿Qué tal el campo, amiga mía? ¿Se encuentra bien en estos parajes? Se me antoja que no es usted mujer para vivir sojuzgada a un ambiente limitado.
—Me gusta esto.
—¿Fuma?
Y le alargaba la pitillera abierta. Tomó uno, Basehar se puso en pie y se inclinaba hacia ella ofreciendo lumbre, cuando la fuerte figura de Olivier, cubierto de polvo y sudor, apareció junto a ellos. Los dos se sobresaltaron. Min no se movió. Robert giró en redondo y exclamó con su habitual desenvoltura:
—Amigo Olivier, ¿dónde diablos te metes?
Olivier no le miraba. Delineaba a su esposa. Vestía esta un modelo de tarde de los que había adquirido en Nueva York. Estaba pintada sabiamente y su aspecto era, no el de la esposa de un granjero, sino el de una elegante dama de la ciudad. Estaba bella como nunca. La falda del modelo era ajustada y modelaba sus caderas de modo insinuante. Olivier, sin parpadear, contempló el bello conjunto de la mujer a quien poseía y, sin embargo, de quien apenas conocía nada. Era para él una extraña mujer, que poseía, sí, pero a quien, pese a su posesión, consideraba inalcanzable.
—Olivier —exclamó de nuevo Robert, que de psicólogo no tenía nada, pese a su mundología y elegancia—, ¿no me has oído?
Sin volverse, replicó Olivier:
—No quiero oírte.
—Pero Olivier...
—Ya lo sabes.
Continuaba mirando a Min, y esta se sobresaltó. Olivier era descortés, ella ya lo sabía, pero nunca lo había catalogado en el grupo de los groseros.
—Oye, Olivier —dijo Robert, extrañado—, yo creo...
Olivier se volvió en redondo. Su espalda cuadrada quedó ante los atónitos ojos de Min.
—No quiero verte junto a mi mujer, Robert. Ya lo sabes.
—Que me aspen si...
—Ni te compraré la casa. Has gastado toda la herencia de tus padres como si esta la adquirieras tú en una ruleta. Al menos te queda la casa, pues si no te la compro yo, no creo que haya sibarita que te dé dos centavos por ella.
—Con mi herencia hago lo que me da la gana.
—De acuerdo. Pero con mi mujer soy yo quien hace lo que quiere.
Min estuvo a punto de ponerse en pie y abofetearlo, pero sus nervios estaban demasiado alterados y supo que después de desbocarse no habría quien la contuviera, y buscó aquella fuerte voluntad que la ayudaría a dominarse. Y se dominó por el momento.
—Nadie quiere quitarte la mujer —dijo Robert casi cohibido—. Lo que deseo es tratar contigo de negocios.
—No hay negocio. Puedes marcharte, Robert.
—¿Me... despides? —balbució el otro.
—Eso es.
Robert, muy pálido, se inclinó hacia Min, que los escuchaba crispada.
—Mistress Nayfack, me pongo a sus pies.
Olivier saltó violento.
—Lárgate, Robert. Aquí no estamos en un salón elegante. Estamos en mi casa.
—Eres más bruto que tus reses bravas, Olivier —dijo Robert sin enfadarse. Y se marchó.
Olivier encendió un cigarrillo y lo mordió. Tirólo al suelo y lo pisó con saña. Después quedó con la vista fija en Min. Esta lo miró con desprecio y Olivier estuvo a punto de dar la patada a la extensible y lanzar a Min tras el petimetre despreocupado.
No lo hizo. Encendió otro cigarrillo, fumó de él y rápidamente lo lanzó lejos. En aquel momento, sin decir nada, si bien su mirada era harto elocuente, Min se puso en pie y pasó ante Olivier sin mirarlo. Olivier dio un paso hacia ella, pero se detuvo. Apretó los puños y volvióse hacia el patio. Su mirada ardiente recorrió el panorama crepuscular.
* * *
La puerta se abrió de pronto. Quedó en medio del umbral con las piernas extendidas, cruzados los brazos sobre el pecho y la mirada ardiente fija en ella.
—¡Dilo! —gritó—. Di lo que piensas de una vez. Soy un bruto, un patán, un grosero. ¿No es cierto?
Estaba serena. Ya no lo miraba con desprecio. Lo miraba tan solo, y aquella impasibilidad descompuso a Olivier de tal manera que, al cerrar la puerta, el espejo del tocador se vino al suelo con loco estrépito, partiéndose en cientos de pequeños trozos.
Min no miró hacia el espejo. Siguió mirándole a él, y Olivier avanzó hacia ella como una catapulta. La sujetó por los hombros, sacudióla. Min iba y venía sin dejar de mirarlo. Y era su actitud fría y aguda como un cuchillo.
—Dilo —gritó Olivier, de nuevo.
—Tú lo has dicho. Suéltame. Eres un grosero, sí, un desconsiderado. ¿En qué papel me dejaste ante un caballero?
Él la soltó como si su contacto quemara.
Retrocedió unos pasos, apoyó la espalda en la pared y con un pie dio pequeños empujones a los trozos de cristal.
—¡Un caballero! —repitió bajo—. ¿Así calificas tú a los hombres guapos, bien vestidos, que hablan académicamente?
—Yo no soy una ramera —replicó ella con sequedad— ni una de tus amigas del campo. Soy tu esposa, una mujer educada en un ambiente muy distinto, y no tolero que mi marido me deje en ridículo, solo porque es celoso.
—Indudablemente —apuntó Olivier, ya totalmente sereno—, los dos nos equivocamos. Tú por odiar a tu madrastra, yo por confiar en mi gran amor.
—En efecto, nos hemos equivocado. Deseo separarme de ti, Olivier. Salir de esta comarca. Ir lejos, muy lejos...
Pareció súbitamente indiferente.
—Hablaremos de ello en otra ocasión. Pero antes quiero que sepas que pasé hambre y frío, y lloré muchas veces teniendo pelo en la barba.
—No pretendas enternecerme.
Sonrió con una mueca, entre dolorosa y despectiva.
—Hace tiempo que desistí de ello. No eres tú mujer que se enternezca. Te digo esto porque quiero que sepas que si hubiera vendido el trozo de tierra y el viejo molino que me dejó mi padre, me hubiera evitado muchos sufrimientos, hambre y frío.
—Ya sé que desde tu pobreza fuiste un triunfador.
—Fui un hombre honrado que confió en la Providencia Divina y recordó a su padre constantemente, y amó el trozo de tierra donde nació. Por eso no vendí. Y si lo hubiera hecho, mi amargura y soledad me hubieran disculpado. Pero a ese hombre, ese hombre que compra un amor todos los días con el sudor de su padre muerto, ese hombre, Min, es despreciable, y si tú lo apruebas voy a despreciarte también. Y cuando tengas mi desprecio, te diré como le dije a él: Márchate.
—Hablas —dijo ella, doblegando su emoción, pues la habían impresionado sus palabras— como un profeta virtuoso, pero tus actos son los de un hombre corriente y vulgar, sin mundo.
—No necesito mundo para conocer a las gentes. Tú fuiste una persona más y contigo me equivoqué. Fue la primera vez.
Se alejaba hacia la puerta. Allí se detuvo. Su espalda cuadrada quedó ante los atónitos ojos de Min, cuyo corazón palpitaba sin cesar.
—Cuando quieras, Min..., nos separamos.
Ella abrió la boca, volvió a cerrarla. De súbito, la voz trémula añadió:
—Aún no te odio, Min. Aún eres... todo para mí. Pero temo que un día te odie como te amo hoy, y ese me sentiré desgraciado.
Seguía de espaldas. Ella, temblorosa, se apoyó en el borde del lecho. Los dedos tenían una rara crispación.
—Quisiera tener hijos tuyos, Min —dijo bajo, con la mano en el pomo de la puerta—. Muchos hijos. Y hacer de ellos seres felices. Todo lo contrario de lo que fui yo. Seres grandes de espíritu, aunque sean muy pequeños de talla. Hombres responsables que puedan formar una familia. Mujeres buenas, honradas, cristianas, que hagan dichosos a sus maridos. Y tenerte a ti, Min... —se volvió lentamente. Min parpadeó bajo los ojos melancólicos de Olivier—. Tenerte a ti, no como te tengo ahora a medias, no; entera y verdadera. Como yo sé que tú puedes ser, y que, en cambio, nunca lo fuiste para mí. Eso espero de ti, y si esta tarde te dejé en mal lugar..., discúlpame. Soy avaricioso de tu persona.
Ella no respondió. Se sentía aturdida, desconcertada. Olivier giró en redondo y asió de nuevo el pomo de la puerta.
—No toleraré que otro hombre te mire. Eres mía. —Y con dejó extraño—: Sí, aún lo eres.
Salió definitivamente, y Min oyó los fuertes pasos que se alejaban. Derrumbóse sobre una butaca y quedó con la vista fija en un punto inexistente.
Con tenue voz susurró:
—Nunca creí que existieran hombres así. Una quisiera odiar..., y no puede.
Ocultó la cara entre las manos y permaneció muy quieta. Miles de encontrados pensamientos bullían en su cerebro.
Cuando sonó la campana para la cena, se sobresaltó. Pero no acudió al comedor. Le era imposible probar bocado ni ver a Olivier, otra vez aquella noche.
Capítulo 10
—La comida está servida, mistress Nayfack —dijo Sally, desde el umbral.
Alzó los ojos. Estaba aún hundida en la butaca y no se movería de allí. No podría aunque quisiera.
—Me duele la cabeza —replicó—. Voy a retirarme a descansar.
Sally inclinó la cabeza, y salió cerrando tras de sí. Min quedó donde estaba. Encendió un cigarrillo y fumó de él con fruición, aprisa, como si todo su nerviosismo buscara en el cigarrillo un sedante. No lo halló. Bruscamente, se puso en pie y se aproximó a la ventana. Todo estaba oscuro, tan solo los faroles iluminaban un ángulo del patio. Hacía frío; empezaban las lluvias.
Se retiró de la ventana y volvió a la butaca. Pasaron los minutos. Espiaba cada ruido, cada paso, cada movimiento. De pronto sintió su soledad; una soledad extraña, dolorosa. Y al pensar en su infancia sintió que dejaba de odiar a Helen. Pensaba en ella sin rencor. Era la primera vez que le ocurría. Se asombró.
«¿Qué tiene que ver Helen en todo esto?», se preguntó, anonadada.
Los pasos de Olivier se aproximaban. Avanzaban por el pasillo. Se dio cuenta en aquel instante que deseaba tener a Olivier junto a sí. Lo deseaba intensamente, con ansia dolorosa. Pero los pasos cruzaron ante su puerta, se perdieron a lo lejos.
Llevóse las manos al pecho y quedó inmóvil con los ojos muy abiertos. Era aquella la primera vez que Olivier huía de su lado. La primera vez, y Min sintió que algo le faltaba. Algo muy hondo, muy necesario, tanto en su vida espiritual como material.
Derrumbóse sobre el lecho y ocultó la cara entre las manos, No lloró, pero algo apretaba su garganta como unas tenazas implacables.
Y por su vida desfiló todo su pasado. Su amargura de niña, su pena de adolescente, su desaliento de mujer. La muerte de su madre, el pensionado, Nat, la gran amiga... La boda de su padre, después, la incomprensión de Helen, su soberbia... Y su soledad, que de nuevo volvía a ella de la mano implacable del Destino.
Desearía llorar, dar gritos histéricos, pero no podía. Había llorado demasiado en la vida y esta la enseñó a doblegarse. Y se preguntó:
—¿Amo a Olivier? ¿Le amo o le compadezco? Quiero dormir —susurró—. Dormir mucho y no pensar. Creer que aún soy una hiña y que mamá viene a mi lado, me oprime la ropa sobre mi cuerpo y me besa en la frente. Esa sensación de ternura que, desde que la perdí, no volví a sentir.
Cerró los ojos con fuerza. Se durmió. Cuando abrió de nuevo los ojos, un ruido monótono, intermitente, llegaba claro a sus oídos. Tiróse del lecho y descalza fue hacia la ventana. Llovía. El parque estaba anegado. Los criados iban de las cuadras a los cobertizos. Con las ropas cubiertas con impermeables cruzaban el patio, desatascaban las alcantarillas de desagüe.
El panorama era triste. El cielo plomizo amenazaba tormenta. Min sintió una opresión interna. Y de nuevo aquel terrible deseo de llorar.
Se vistió precipitadamente. Se puso una falda de grueso paño y una chaqueta de punto. Anudó un pañuelo al cuello y calzó zapatos bajos. Se pintó apenas y su rostro juvenil tenía aquella mañana un encanto nuevo. Iba conociéndose a sí misma. Era como si estuviera perdida y de pronto hallara un sendero que la conducía a la verdad. Pero..., ¿no sería demasiado tarde aquella verdad que al fin encontraba y definía su futuro?
Descendió a paso lento. El vestíbulo estaba solitario. Entró en el comedor.
—Buenos días, señora...
—Buenos días, Susan. ¿Y... el amo?
—Ha ido a casa de sir Basehar.
Se sentó de golpe ante la bandeja del desayuno. ¿A casa de Robert? ¿A qué?
—¿Sirvo el desayuno?
—Sí, sí...
Y se quedó con la vista fija en sus propias manos.
* * *
Se ocultó en la biblioteca. Allí estaba cuando él entró. Fue directamente hacia ella. Se sentó enfrente. Cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Luego la miró. Ella creyó que iba a decirle algo de lo ocurrido la noche anterior, e incluso disculparse por su ausencia. Pero, contra lo que esperaba, él comentó con un acento de voz diferente:
—Estas aguas destrozan los sembrados. Mala cosecha se presenta. El agua es prematura.
—Has ido a casa de sir Basehar.
Levantó vivamente los ojos. Eran estos serenos, indiferentes. No fríos, simplemente desapasionados.
—Sí —admitió con naturalidad—. Le he comprado la casa.
Min parpadeó.
—¿Es que después de lo que dijiste anoche...?
Olivier hizo un ademán con la mano, como diciendo: «¿Crees que tiene dignidad?».
Con la voz añadió:
—Para esa clase de hombres solo cuenta el dinero. La dignidad no existe. —Y sin transición—: ¿No ha venido la Prensa? ¿La has visto por algún sitio?
—No la he visto. Nunca la leo. Además, te estoy hablando de sir Basehar.
—Ya te lo dije. En esos hombres la nobleza solo existe en el nombre. Una tradición entera tirada por los suelos o en poder de otro hombre, que ha de tener muy poco en cuenta la tradición de los demás.
—Ya. Tú tienes tu propia tradición.
—Exacto. Una tradición, que legaré a mis hijos y a los cuales enseñaré a conservar.
Se puso en pie. Parecía dispuesto a marchar. Vestía traje de montar, y las altas polainas aún estaban mojadas.
—Olivier...
Se aproximaba a la ventana. Sin volverse dijo:
—Sí.
—¿Sí, qué?
—Que te escucho.
—No tengo nada que decirte.
—¡Ah! Lo creí.
—Pues te equivocaste.
Se volvió hacia ella. Con las piernas abiertas y las manos en los bolsillos del pantalón, se la quedó mirando. Min sostuvo valientemente la mirada. Se daba cuenta de una cosa. Olivier había cambiado desde la noche anterior, y hasta al mirarla lo hacía de otro modo. Por un instante, Min se alarmó. Perder la devoción de Olivier sería, en aquellas circunstancias, peor que perder la vida. Pero no hizo alusión a ella. En aquel instante sabía que no sería comprendida. Y lo creía lógico.
—Me gustaría invitar a Nat —dijo Min de súbito.
—¿Tu amiga?
—La única que tengo.
—Ya.
—¿Puedo... hacerlo?
—Puedes. Así te encontrarás menos sola. Tendrás a tu lado una hermana que te comprenda. Alguien intelectual parecido a ti.
—No me siento desgraciada, Olivier, quiero que lo sepas.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
Asintió. Dio un paso al frente y se quedó erguido ante ella, dominándola desde su altura. Min lo vio distinto. No era un hombre suplicante ni rendido; era un hombre dominador, bravo, fuerte, luchador. Un hombre que nunca dejó de ser, pero que por su amor se había debilitado durante algún tiempo. Ahora volvía a ser el hombre que ella conoció y esto la inquietó sobremanera.
Estaba habituada a la ternura de Olivier, a su devoción, a sus besos hondos y hábiles, que eran para ella un consuelo indescriptible. Algo que no dio valor hasta que lo perdió. Y presintió en aquel instante, que estaba perdiendo a Olivier. Y esta conclusión la aterró, si bien nada dijo ni hizo que lo demostrara.
—No eres tú mujer que se lance a la aventura de un matrimonio sin conocer el resultado de este.
—No... te entiendo.
—Eres fría, calculadora, desapasionada...
—Ayer noche —dijo ahogadamente— dijiste lo contrario.
—Y pienso como ayer noche.
—Entonces...
—¿Qué importa que lo seas si te doblegas, si no quieres serlo? Eso te ocurre.
—Y tú te has cansado.
—No —atajó rotundo—. No me cansé. De ti —añadió con sencillez— no me cansaré nunca. Eres un eslabón que me ata a la vida. Tras conocerte, comprendí que hasta entonces no había vivido. Y si tú me faltas, tampoco viviría... Eso eres tú para mí, pero no quiero retenerte. Ni sojuzgarte, ni obligarte a lo que no deseas. Desde ahora..., seremos buenos amigos. Eso tan solo.
—Eres... muy amable.
—Al contrario. Soy muy egoísta. Tenerte como te tuve hasta ahora creí que era fácil. No lo es para un hombre como yo, que exige de la vida y de los seres, tanto como da. Y prefiero conservarte como un objeto de lujo, a gastarlo sin que por su parte me dé utilidad.
Giró en redondo y salió de la biblioteca sin volver la cabeza.
* * *
—Sigo sin comprenderte, Olivier.
Él dio la vuelta. Habían transcurrido muchas horas desde que se vieron en la biblioteca. En aquel instante, él leía la Prensa en la salita de la planta baja. Ella estaba en la puerta. Olivier retiró el periódico y se la quedó mirando interrogante.
—¿Qué dices?
Avanzó y se sentó frente a él.
—Dijiste que yo no me lanzaba a la aventura de un matrimonio.
—En efecto. Sin conocer el resultado de este. No puedo reprocharte nada. No me has engañado. Yo acepté tus condiciones creyendo que sería fácil llevarlas a la práctica. No lo fueron.
—Tengo que decirte algo, Olivier. Tal vez ello cambie el rumbo de las cosas.
—No habrá nada capaz de hacerme cambiar. O con amor o nada.
—Así, cortante.
—Cortante.
—¿Para todo eres así?
—Cuando lo decido, sí.
—Está bien...
—¿Tenías algo que decirme?
—He cambiado de parecer.
Salió del salón. No la retuvo. Le extrañó no ver a Olivier en el comedor aquella noche. No preguntó por él. Era Sally quien la servía y le dio apuro preguntar, denotando con su pregunta que ignoraba todo lo relacionado con su marido. Pasó las primeras horas de la noche sentada en el borde de una butaca, oyendo todos los pasos que cruzaban ante su puerta. Los de Olivier no pasaron. Se encogió sobre sí misma y tuvo, como la noche anterior, tremendos deseos de llorar. Pero aun así no admitió que lo amaba.
A la mañana siguiente, esperó encontrarlo en el comedor. No estaba. Susan preparaba el desayuno.
—Hace un día espléndido, señora —dijo Susan—. En contraste con el frío de ayer, luce el sol, y los muchachos trabajan en los campos.
—Sí. Hace un hermoso día.
Susan la contempló con simpatía.
—Ha desmejorado, señora. Tendrá que comer más.
—No tengo mucho apetito.
—Entonces, cuando regrese el amo va a encontrarla desmejorada y me regañará.
«Cuando regrese el amo...». ¿Es que se había ido?
No preguntó. Pero subió a su alcoba y se dispuso a escribir a Nat, y esta la compadecería y acudiría a su lado. Estaba segura de que Nat no desoiría su llamada.
«Mi queridísima Nat:
»Recibí tu carta, y no contesté a ella porque nada tenía que decirte. Hoy..., es distinto. Voy a tener un hijo. Olivier no lo sabe, aún. Intenté decírselo, pero me arrepentí... Tenías tú razón. No es fácil vivir al lado de un hombre lleno de virtudes, sin amarlo. Y yo creo que amo a Olivier. Es algo... Pero prefiero contártelo aquí. Ven a mi lado. Lee esta carta a tus padres y ellos te darán su consentimiento. Ven a pasar las Navidades junto a mí. Te necesito mucho, Nat. Estoy desorientada y sola, ¿sabes? Muy sola, pese a estar tan acompañada. Ven, querida.
»Tu amiga que te abraza,
»Min».
Dobló la carta, la metió en un sobre, puso la dirección en este y descendió hacia el vestíbulo.
—Mark —llamó, saliendo a la terraza—. Prepárame un caballo. Voy al pueblo a echar una carta.
—Iré yo, ama.
Ya no le molestaba que la llamaran ama. Al contrario, le agradaba. Algo hondo, grato, entraba en ella como una llamarada, cuando recordaba que, pese a todo, pertenecía a Olivier, a aquel hombre viril y reconcentrado que sabía amar como ningún otro.
Prefiero dar un paseo, Mark. Te ruego que me ensilles el caballo.
—Está bien, pero al amo no le gustará. Además, el amo llega al anochecer. La partida de reses ya salió hacia su destino y él regresará.
Ya sabía dónde estaba. En los montes, seleccionando el ganado. Sintió como una corriente eléctrica recorrerla toda, a la sola suposición de que Olivier regresara y la besara. Sí, la besaba de aquel modo... Los besos de Olivier eran como su persona. Cálidos, verdaderos, hondos, llegando al fondo mismo de su ser.
Minutos después galopaba al pueblo próximo.
Capítulo 11
—Otra cosa, Olivier. El negocio ha sido redondo.
—No más, amigo —rio Olivier—. Ya estuvo bien. —Y sin transición—: ¿No habrá un caballo para mí?
—¿Dónde tienes a «Lucero»? Ayer recorrías los pastos a su grupa.
—Lo vendí —dijo Olivier con sencillez—. Me pagaron por él el doble de su valor y decidí venderlo.
—Así amasaste tú el dinero...
Era un grupo de granjeros. Olivier era el más joven y el más rico de todos. Parecía satisfecho, si bien en el fondo de las pupilas había una lucecita de melancolía, la evidencia de su triunfo económico, que apagaba un tanto aquel anhelo que era meta en su vida de hombre, pero no de granjero. El granjero estaba allí, el hombre había quedado en la granja, junto a Min.
—Mirad —exclamó uno—. Vaya mujer. No es del pueblo ni de la comarca. Y se apea ante la estafeta de Correos.
Olivier encendía un cigarrillo y no miró. Tenía una mujer, la amaba como un loco aunque renunciara a ella por deber de hombría, y no le importaban las demás. Otro de los granjeros lanzó un silbido.
—¡Vaya cuerpo!
—Y qué ropa, cómo se amolda a su figura —dijo otro. Un tercero ponderó:
—Jamás he visto perfección de líneas igual.
Olivier se volvió y lanzó una exclamación ahogada. Todos se volvieron hacia él. Olivier tenía el pitillo apretado entre los dientes y miraba como hipnotizado hacia Min, que parecía dispuesta a montar de nuevo.
—¿Qué te ocurre?
Olivier los miró y con voz serena dijo:
—Es mi mujer.
—¿Tu...?
—Sí. Adiós.
—Oye..., ¿te vas sin el caballo?
—Iré con ella.
Se alejó a paso largo. Min ya subía al potro cuando Olivier se detuvo a su lado. Lo miró extrañada.
—¿Tú?
—Sí, yo. Iré contigo.
—Bueno...
—Déjame subir primero. Te alzaré después.
Tenía las facciones rígidas, pétreo el semblante. Ella hizo lo que le mandó. Sintió los brazos de Olivier en su cintura. La apretó con intensidad, pero ella no protestó.
El caballo salió a galope, atravesó el pueblo y se perdió en el bosque.
—No he venido por aquí —dijo con un hilo de voz.
—Lo sé.
—¿Adónde... vamos?
—A casa. Este es un atajo.
—¡Ah!
De súbito Olivier se inclinó sobre su cuello. Min sintió su aliento de fuego y se estremeció de pies a cabeza.
—¿Tienes frío? —preguntó la voz tibia de Olivier.
—No.
—Estás temblando. —Y muy bajo—: Temblando como cuando me casé contigo. Después ya no me temías...
No respondió. Parpadeaba sin cesar. Olivier la apretó tibiamente. Ella entrecerró los ojos como si quisiera saborear mejor aquel instante.
—Tu perfume... es como tú.
—No sé cómo soy.
—Te voy conociendo un poco.
La besaba en el cuello. Min creyó que el mundo finalizaba allí. No le hubiera importado. Después de aquel instante, todos los demás instantes eran absurdos.
Los labios de Olivier seguían en su garganta. El caballo galopaba. Min permanecía inmóvil, como si pretendiera eternizar aquel momento de íntima comprensión.
—Es suave, y a la vez apasionado.
—¿Mi... perfume?
—Y tú.
Sin soltar su cintura le volvió el rostro con una mano y la besó en plena boca.
—Min...
—¿Qué?
—Min...
—Vas a... gastarme el nombre.
—Me gusta tu nombre. Es fácil, tenue, como tu persona.
Sonrió nerviosamente. Él le soltó la cara, pero con las dos manos la apretó contra sí.
—Todo en la vida —dijo bajo—, debía limitarse a esto.
—¿Esto?
—Esta realidad. Esta verdad...
—Te has criado en los bosques. Eres como ellos.
—Puro.
—Sí, puro. Yo tal vez no lo soy tanto. No puedo hacerte feliz.
—¿Te lo has propuesto?
—Tal vez sí.
—No. Nunca te lo has propuesto.
Ella no respondió. Estuvo a punto de abrir su corazón, pero tuvo miedo. Olivier era un hombre desconcertante. Tal vez no la creyera y se lo diría así, y ella sentiría la humillación en plena cara.
—Me gustan —dijo Olivier tras un silencio— estas tardes crepusculares. El cielo se tiñe de rojo, y uno, al mirarlo, siente unas cosas muy dulces, muy suaves.
—Eres...
—Dilo.
—Un sentimental.
—Sí, lo soy. Lo fui desde niño. Recuerdo —añadió como un susurro, tenue, como sí hablara para sí solo— mi infancia. Salía tras las ovejas y al pie del monte sacaba mi flauta y tocaba. Me sentía como transportado a otro mundo.
—Tal vez por esto amaste pronto.
—Sí, quizá.
—Y conservaste aquel amor como una reliquia.
—Sí. Pero te vi a ti... —se calló bruscamente.
—Sigue...
—Ya sabes lo que ocurrió. —Y sin transición—: Ya hemos llegado. A veces hay largos caminos que parecen demasiado cortos. Y otros cortos, que parecen demasiado largos.
No volvió a trasponer el umbral de su alcoba. No le dio explicaciones.Tal vez esperaba que ella se las pidiera. No lo hizo. Min era demasiado orgullosa para hacerlo. Era tierno, considerado, amable, pero no apasionado. Desde el día que regresaron juntos del pueblo, rara vez hablaban. Cambiaban un saludo por las mañanas y él se iba al campo. Cuando ella salía a pasear y lo encontraba, hablaban del tiempo, del invierno que se aproximaba a pasos agigantados, de los trabajos del valle pero siempre soslayando el tema que estaba latente y ambos doblegaban como de mutuo acuerdo.
Y llegó la carta de Nat. La leyó con avidez y, al atardecer, cuando ella estaba en la terraza y Olivier regresaba sudoroso y lleno de polvo, le detuvo.
—Nat viene a pasar las Navidades con nosotros.
—Me alegro por ti.
—¿Solo por mí?
—Naturalmente. Casi no la conozco. Si lo deseas, puedes ir con ella después.
—¿Sola?
—Quiero que seas feliz.
—Aquí lo soy.
—Solo relativamente.
—Olivier..., ¿no puedes mirarme para hablar?
La miró. Eran unos ojos apacibles, quietos.
—Siempre me desconcertó tu mirada.
—La domino.
—¿La mirada?
—Todo.
—Dichoso tú. Yo no puedo dominarme así.
—Porque no sientes —dijo cortante.
—Olivier..., ¿no estás siendo injusto?
—Perdóname. Voy a lavarme. No lo retuvo. Se mordió los labios.
Dos días después, Olivier la esperaba en el comedor cuando ella bajó. Vestía traje de calle y a sus pies había un maletín.
—¿Te vas?
Y quedó paralizada en el umbral.
—Te esperaba para despedirme.
—¿Solo?
—Solo.
—Olivier —dijo, sin poderse contener—, yo no quiero quedar aquí sola.
—Te rodean mis fieles criados.
Ella se agitó. Dominó su dolor. Lo apretó con saña.
—¿Por mucho tiempo?
Y ya estaba serena. Olivier sonrió y dijo:
—Tu primera reacción fue la verdadera. ¿Por qué te doblegas?
—Te equivocas.
—Mejor para ti. Sufrirás menos.
Recogió el maletín.
—Adiós, Min. Volveré dentro de quince días. Voy a Nueva York. Me lleva allí un asunto importante. —Y con rara entonación—: Quiero vender todo esto.
Ella se agitó.
—¿Vender?
—Sí. Salir de aquí. Cambiar. Olvidar. Y sobre todo, variar el panorama de mi vida actual.
Se acercó a él con paso firme.
—Olivier, no puedes vender.
Él abrió los ojos desmesuradamente.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque amas esto.
—Otras cosas amo y prescindo de ellas. Enrojeció.
—Nadie... —balbució— te obliga a ello.
—Tengo dignidad. No soy un Robert.
—Eres peor. Lo has censurado porque destruía una tradición. ¿Qué piensas hacer tú con la tuya?
—Yo no tengo herederos.
—Los tendrás —dijo con firmeza—. Y en su nombre yo te prohíbo que vendas. Ya no te perteneces, Olivier. Ni yo me pertenezco. Nos debemos los dos a una tradición. Y esa tradición está surgiendo en mis entrañas.
—Min..., detesto los juegos de palabras.
—No es un juego.
—Dices que vas a darme un hijo.
—Sí —alzó los ojos—. Eso he querido decir.
—Y sabiendo lo mucho que lo anhelé..., lo has callado hasta ahora.
—Intenté decírtelo... y no me escuchaste.
—No eres una mujer buena, Min, no lo eres. Acabas de hacerme un hombre feliz, pero... te voy a detestar por guardar lo que yo deseé saber. Lo que deseé tener más que mi propia vida.
—Olivier...
—Una vez haya nacido —dijo implacable—, te entregaré una fortuna. Y te irás.
—¡Olivier!
—Ve a ese mundo tuyo en el cual yo no puedo entrar.
—¡Me estás insultando! —gritó desesperadamente.
—Desde que nos hemos casado me has insultado tú. Pero yo no te insulto. Te estoy ofreciendo lo que deseas: libertad y dinero. Allí, en tu mundo, junto a tus amigos, podrás brillar. No, no venderé. Ahora ya no venderé. Pero me voy de viaje. Necesito estar solo y dejar de vivir a tu lado. Olvidarte, Min. Es el anhelo que palpita en mí, desde que comprendí que soy para ti un pobre patán.
—Olivier...
Iba tras él. El granjero sonreía apaciblemente. Aunque Min se pusiera de rodillas, en aquel instante no hubiera creído en su amor, y Min, al comprenderlo así, apretó los labios y se quedó firme, quieta, en medio de la estancia.
—Esa es tu fortuna, Min —dijo él desde el umbral—. La dignidad ante todo, tu orgullo de casta. Apareciste en mi vida para privarme de tranquilidad. Bien sabe Dios que no la he tenido desde que te conocí. Yo era un hombre sencillo, con ambiciones limitadas en la vida. Conseguí el dinero por el cual luché durante interminables años, y cuando decidí buscar el amor, hacer mío el sueño de toda mi vida, tú apareciste en ella como un pecado. Y vivo condenado desde entonces.
—Olivier —dijo con un hilo de voz—. Nunca creí que te hiciera tanto daño.
—Una mujer puede hacer la felicidad de un hombre, pero también puede condenarlo para siempre. Y yo...
—¡Te quiero, Olivier! —exclamó sin poderse contener.
El granjero sonrió.
—Demasiado tarde, Min.
—Te quiero. ¿No lo has comprendido aún?
—Me toleraste. ¿Cómo voy a creerte? No te creo, Min, es la verdad. Ojalá fuera tan débil para creer o al menos admitir tu mentira. No, Min. Ya no. Admiro tu generosidad, pero en lides amorosas ya no soy un ser generoso, soy un egoísta, como todos los seres que aman.
—Espera, Olivier...
—No, Min. Adiós.
—¡Olivier!
El hombre se iba. Atravesaba el parque, se perdía en busca del jeep.
Min, incapaz de contenerse, corrió tras él. Jadeante, se apoyó en la portezuela.
—Olivier, espera, deja que te explique...
—Cuídate, Min. Te lo ordeno. Piensa que de ti depende el futuro de esa tradición que yo he de respetar por encima de todo.
—Espera, Olivier...
El jeep empezó a rodar y Min se quedó sola en medio del patio, con la vista fija en el vehículo que se alejaba.
Empezó a llorar. Y las lágrimas salían de sus ojos y Min no las retenía. Ya no podía retenerlas.
Capítulo 12
Un mes después, hallándose Min sentada al lado de la chimenea, se abrió la puerta y apareció Olivier en el umbral. Min contemplaba las llamas y no le vio entrar, pero lo sintió y dio la vuelta lentamente. Vestía una bata de casa, holgada, pues el embarazo empezaba a notarse. Estaba muy bonita, y el mirar de sus verdes ojos no era frío ni indiferente como antes. Ahora era más cálido, más humano. Reflejaban una gran melancolía, lo que daba a su persona mayor encanto.
Él vestía aún el traje de calle, y de pie, en el umbral, parecía indeciso.
—Buenas noches, Min —saludó tras un silencio.
La miraba, y eran sus ojos como dos bombillas cegadoras, pero por su voz hubiérase dicho que se habían despedido el día anterior.
—Buenas noches, Olivier —replicó suavemente—. Cierra, hace frío.
Cerró y avanzó hacia ella.
—Me... voy a sentar —miró en torno—. Se está a gusto aquí, ¿verdad? —se sentó frente a ella, que iluminada por las llamas rojizas del fuego tenía una expresión distinta, casi irreal—. En el invierno el hombre necesita hogar.
—¿Por... eso has vuelto?
—He vuelto porque mis gestiones finalizaron en Nueva York —cruzó una pierna sobre otra y extrajo la pitillera del bolsillo—. ¿Quieres?
—No, gracias.
—¿No... ha venido tu amiga Nat?
—Llega mañana.
—¡Ah!
Era una situación embarazosa. Y la conversación era pueril. Indudablemente, los dos estaban impresionados. Ella, porque no lo esperaba. Olivier, porque al verla de nuevo todo renacía en él con mayor intensidad.
—¿Has... cenado?
—Sí. Me retiraba ya.
Se puso en pie. Él, parpadeante, la delineó con avidez. De súbito, también se puso en pie y se acercó a ella. Se miraron interrogantes. Y fue como si la última conversación sostenida, tuviera lugar en aquel momento. «Olivier, te quiero». El granjero se estremeció de pies a cabeza. La amaba tanto que no concebía que el cielo le premiara con el amor de aquella mujer para él excepcional, aunque para los demás no lo fuera.
«Ya no, Min. Admito tu generosidad, pero en lides amorosas yo no soy un ser generoso, soy un egoísta, como todos los seres que aman». Estas palabras eran para Min una pesadilla constante. Ya conocía a los hombres como Olivier. Aman hasta el sacrificio, y cuando odian lo hacen con la misma intensidad.
—Buenas noches, Olivier —dijo con un hilo de voz—. Me alegro que hayas llegado sin novedad.
La mano del granjero cayó tibia sobre el hombro femenino.
—¿No... tomamos juntos una copa?
—Prefiero... dormir.
—Espera un poco. Acompáñame al menos. Por favor. La empujaba de nuevo hacia el sillón. Min se dejó caer en él, y vio cómo Olivier se dirigía al mueble bar, sacaba una botella y un vaso.
—Min —dijo, aún de espaldas—. Es grato volver a casa después de un mes de ir de hotel en hotel...
No respondió.
Olivier se volvió hacia ella con la botella y la copa en la mano.
—Te retiras muy tarde, Min —dijo, llenando la copa y mirándola por encima de esta—. No he visto un solo criado al llegar. Hasta Mark dormía.
—Me gusta sentarme aquí, al lado de la chimenea.
—Dime, Min, ¿no te aburres?
—No —replicó rotunda.
—¿Cuándo nazca él..., no te irás?
—No.
—Tu mundo no es este.
Se puso en pie con precipitación.
—De mi mundo, Olivier, sabes tú muy poco. En cuanto a marchar, me iré si lo deseas, pero... me llevaré a mi hijo.
—Yo... no deseo que te vayas —dijo bajo.
—Buenas noches, Olivier.
Depositó el vaso sobre la mesa y se puso en pie. Se situó tras la espalda femenina.
—Min...
—Buenas... noches, Olivier.
—Quisiera besarte mucho, Min. Tanto, tanto...
Min, temblorosa, dio un paso al frente. Él la siguió. Le puso las manos en los hombros y, muy despacio, le volvió solo la cabeza. Ella cerró los ojos. Palpitaba de tal modo su corazón, que tuvo miedo que él lo oyera. Olivier no lo oía. Le miraba los ojos cerrados, la boca, el pelo. Súbitamente la besó, y por primera vez los labios de Min se perdieron suaves, tibios, dentro de los suyos. Parpadeó deslumbrado. Fue a decir algo, pero Min se alejaba a paso largo.
Quedó firme y quieto como una estatua, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, y en el corazón aquel loco anhelo que era su amor.
* * *
Apoyó la espalda en la puerta. Jadeaba. Gruesas lágrimas se deslizaban de sus ojos. Antes no lloraba nunca. Ahora lloraba por la cosa más nimia. Pero es que Olivier no era una cosa mínima. Era, por el contrario, el gran amor de su vida. Un gran amor descubierto de pronto y cuando ya no podía ser creído.
Adoraba al hijo que iba a nacer. Adoraba cuantos momentos vivió junto a Olivier. Adoraba la adustez de Olivier, sus silencios, sus reproches, sus besos, que eran en su vida el máximo anhelo.
—Min —dijo de pronto una voz tras la puerta.
La muchacha emitió un ahogado grito.
—Min... ¿Te ocurre algo?
No..., nada.
—Quiero pasar, Min.
Le abrió la puerta. El tal vez creyó que esta no le sería franqueada con tanta facilidad, pues quedó firme en el umbral mirándola, sin atreverse a dar un paso.
—Min...
Aparentemente estaba serena, aunque todo dentro de ella se agitara. Sin palabras le hacía comprender su amor. No creía en él. Creería. Y por eso lo admitía con aparente naturalidad en su intimidad, después de casi tres meses de abandono.
—Has dicho que deseabas entrar.
—Sí...
—Pues, pasa.
—No... quisiera molestarte.
—No me molestas.
La contemplaba indeciso. Aquella muchacha era nueva para él. Los verdes ojos hablaban, lo que jamás hasta entonces habían hecho. Tenían... un brillo distinto. Algo que era como suave y delatora caricia.
Pasó. Min cerró la puerta. Al dar la vuelta quedó frente a él. Olivier perdió la serenidad. Aquella mujer había entrado en su vida cuando él iba a buscar el amor de otra. Había entrado en él bruscamente y ya no saldría nunca. Era como un signo del destino. Amó un espejismo durante años y, de súbito, encontró el amor en la verdad. Y la verdad en su vida era Min, y jamás lo podría ser otra mujer.
—Min..., has dicho que me quieres. No te creí, no puedo creerte, pero... soy tu marido y vengo a buscar la migaja de tu mentira.
Una tenue sonrisa iluminó el rostro femenino. Pero no respondió.
—Min...
—Te oí, Olivier.
—Temo ofenderte más. Por quererte tanto te ofendí mucho.
—No me has ofendido.
—Min...
—Quédate, Olivier.
* * *
Estaba en la terraza cuando la vio de nuevo. Y a su lado se hallaba Nat. Una Nat radiante, que fue hacia él con las manos extendidas cuando le vio llegar.
—Olivier, amigo...
—Nat —miraba a Min. Y era su mirada como una interrogante apasionada, exigente, imperiosa—. ¿Copio estás?
—Acabo de llegar. Esto es maravilloso. Voy a darme un baño, con vuestro permiso, y luego bajaré a contemplar todo esto.
Se alejaba. Min dio un pasó para seguirla, pero el ancho cuerpo de Olivier se puso delante.
—Min..., ¿es verdad? ¿No has jugado conmigo otra vez?
Ella enrojeció. Esperaba aquella pregunta. No era fría ni desapasionada, ahora lo sabía él. Y ella no era mujer que fingiera querer. No sabía fingir. Tenía que sentir y sentía. Olivier la conoció aquella noche.
—Min..., te hice una pregunta.
—Nunca jugué contigo, Olivier —dijo bajo, roja como una amapola—. Fui estúpida, orgullosa, pero nunca te engañé. —Con mayor suavidad—: Déjame pasar. Nat me espera en el vestíbulo superior.
—Min..., tú no sabes...
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—Sí, sé lo que sientes porque yo siento lo mismo.
Excitado, trató de apresarla junto a sí. La mano de Min cayó sobre la mejilla masculina. Con voz tenue, íntima, dijo:
—Bajaré luego. Te lo prometo.
* * *
Estaba allí. Olivier la contemplaba con arrobo, como si se casara minutos antes y estuviera a solas con su mujer por primera vez.
—No me mires así —pidió ella, sofocada—. Y por favor, no me preguntes cuándo ni en qué día empecé a amarte. Tal vez te esperaba, o quizá te quisiera desde el momento en que me hiciste tuya. No lo sé, Olivier.
—Pero me quieres —dijo muy bajo, atrayéndola hacia sí—. Me quieres, Min, lo sé.
Asintió sin palabras.
La cerró contra sí y empezó a besarla. Min, con delicioso ademán, le cruzó los brazos en torno al cuello, echó un poco la cabeza hacia atrás y le miró largamente a los ojos.
—Olivier —dijo con íntima voz—. Me has besado tanto en el transcurso de nuestro matrimonio, que me creo en deuda contigo, y esta he de devolvértela desde este instante. Déjame empezar ahora. Quiero besarte yo en pago (y nunca pagaré) al placer que tantas veces me has hecho sentir.
—¡Muchacha!
Le besó, y la voz ahogada de Olivier rezó quedamente:
—Esta... eres tú.
Min se ruborizó y ocultó el rostro en su cuello. La mano de Olivier acarició los negros cabellos.
—Tanto tiempo perdido —dijo—. Pero nos resarciremos. Ante tu amor y mi fortuna, tú antes que nada, Min. De esa forma te quiero...
—¿Interrumpo? —rio Nat, burlona.
Se separaron. Los tres se echaron a reír y de pronto exclamó Olivier:
—Estoy pensando una cosa. ¿Os la propongo?
Min le pasó el brazo por la cintura y dijo bajo:
—Sí, Olivier, cariño. Proponnos esa cosa.
—Mi mansión junto al molino está lista, ¿verdad, Nat?
—Por supuesto. Y es una principesca mansión. Tienes a las gentes del pueblo asombradas.
—Pues, iremos los tres a pasar allí las Navidades.
—Olivier... —titubeó—. ¿Lo dices en serio?
—Lo digo en serio. Estoy seguro de que mister y mistress Selznick nos acompañarán a la mesa. Y tú, adorada mía, serás una maravillosa anfitriona.
—Hecho —saltó Nat, feliz. Y de pronto, titubeante, preguntó—: ¿Y Helen?
Min miró a Olivier y sonrió suavemente.
—Cuando una mujer ama y es feliz, no puede ni debe guardar rencor a nadie. La invitaremos.
Minutos después, Nat y Min estaban solas. Olivier daba órdenes en el patio, y Mark le escuchaba atentamente.
—Min...
—Sí, Nat. Ya te lo dije.
—Es que no hace falta que me lo digas, Min. Se nota. Amas como yo nunca creí que pudieras amar.
—Olivier es un hombre digno de ser amado.
—Temía mucho llegar, Min.
—¿Y ahora?
—Siento que soy feliz. Tu felicidad me roza a mí.
Min la atrajo hacia sí y enlazadas se fueron a reunir con Olivier.
* * *
—No necesito preguntarte si eres feliz —rio mister Selznick—. Lo llevas retratado en la cara. ¿Y qué me dices de esta mansión?
Min contemplaba el salón con ojos entornados. Era una maravilla aquel palacio guardador de tantos objetos de arte. Pero ella no admiraba aquello. Admiraba a Olivier, y cuando este se les reunió, enlazó su brazo y lo apretó contra sí.
—Helen no está, Min —dijo—. He llamado por teléfono a su casa y me han dicho que salió de viaje la semana pasada.
—Si me lo hubierais dicho, yo os habría puesto al tanto de su ausencia —dijo el padre de Nat—. Parece ser que se fue para todo el invierno.
—Mejor. ¿Se quedan a cenar?
—No, Olivier. Vendremos los tres mañana. Hoy es para vosotros.
Lo era. Estaban allí en un rincón de la estancia. Él, tendido en un diván; ella, arrodillada en un cojín, e inclinada sobre él. Le besaba despacio, y sus dedos se enredaban en el cabello rubio cenizo.
—No eres guapo, Olivier —rio sobre sus ojos—, pero eres mío. Mío, Olivier, y yo..., yo te quiero. ¿Sabes cómo te quiero, Olivier?
—Demuéstramelo —pidió apasionadamente burlón.
Y Min, aquella Min nueva para Olivier, no tuvo inconveniente en demostrarlo.
Fin
Título original: Adorada mía
Corín Tellado, 1960