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abril 08, 2024
A quienes desesperan de la situación actual del mundo, este distinguido científico les recuerda que la humanidad ha logrado una y otra vez salir avante de cambios mucho más radicales que los de hoy.
Por René Dubos (profesor emérito de bacteriología en la Universidad Rockefeller, ha sido calificado por el Times de Nueva York como "un filósofo de la Tierra". Entre sus libros recientes figuran So Human an Animal y A God Within).
ADQUIRÍ conciencia de mi acendrado optimismo hace unos cuantos años, cuando Alvin Toffler acuñó la expresión "el choque del futuro". La tesis de Toffler suscitó inmediatamente en mí sentimientos contradictorios. Según este escritor, "en los escasos 30 años que faltan para el siglo XXI, millones de personas comunes, sicológicamente normales, chocarán súbita y rudamente con el futuro"; y añade que, probablemente, "las anonadarán los cambios a que deban enfrentarse".
Convine con Toffler entonces en que nuestra colisión con el mañana acaso nos traiga dolorosas dificultades, pero no estuve de acuerdo cón él en que la transformación de la vida del hombre en los tres decenios siguientes haya de ser tan radical como él predice. A mayor abundamiento, sabía yo que el género humano ha sobrevivido una y otra vez a pruebas por lo menos tan tremendas como las que seguramente soportará en lo que falta de siglo. En realidad lo único nuevo en el "choque del futuro" es la expresión misma, muy acertada, por cierto.
Repasemos un poco la historia. En 1576, por ejemplo, 400 años antes de que esta frase se pusiera de moda, el sapientísimo Louis Le Roy (tan sabio y culto que le llamaron el Platón francés) publicó una obrita: Del curso variable, o de la mudanza de las cosas en todo el Inundo; en ella expresaba Le Roy el temor que le inspiraban los disturbios sociales derivados de los nuevos conocimientos y adelantos técnicos de su tiempo.
Y, en efecto, este humanista era testigo de interesantísimos acontecimientos. El Renacimiento había producido una profunda transformación de las creencias religiosas y de las costumbres, y tales cambios daban pie tanto a la esperanza como al desaliento. Las exploraciones de los grandes navegantes eran entonces tan emocionantes como nos parecen ahora los viajes por el espacio extraterrestre. La imprenta había facilitado la difusión de los conocimientos y las ideas, lo cual al mismo tiempo introdujo confusión en las creencias. Las antiguas adhesiones que habían contribuido a conservar el orden social establecido se derrumbaban al embate de la libertad de pensamiento y, sobre todo, de los conflictos religiosos. Y por si esto fuera poco, la introducción de la pólvora y las armas de fuego había hecho mucho más mortífera la guerra.
Por tanto, Le Roy tenía razones de peso para suponer que la humanidad estaba en vísperas de una edad tenebrosa. Desesperando de su época, afirmaba: "Todo es confusión y desorden; nada es como debe". A pesar de ello, conservaba el optimismo. Creía que los adelantos en materia de transportes y comunicaciones "permitirán a todos los mortales intercambiar sus productos" y ayudarse mutuamente "como habitantes de una sola comunidad mundial"; es lo que hoy denominamos "el único mundo" o "la nave espacial Tierra". Y, en general, los acontecimientos posteriores a las convulsiones del siglo XVI justifican el optimismo de aquel sabio.
Como casi todos, solía yo pensar que los problemas sociales de nuestro tiempo son cualitativamente distintos de los de otras épocas, porque los cambios se producen hoy con mayor rapidez. Pero me he convencido de que juzgamos tan acelerado el actual ritmo de trasformación, más que nada, por nuestra ignorancia de la historia. La verdad es que la condición humana ha cambiado una y otra vez más radical y repentinamente de lo que podemos esperar que varíe en los próximos cien años.
Entre 1850 y 1900 bastó medio siglo para que se implantaran en la vida diaria el ferrocarril, el buque de vapor, la electricidad, la fotografía, el teléfono, las comunicaciones telegráficas y otras muchas técnicas modernas que hoy nos parecen de lo más natural, por no hablar de los antisépticos, la anestesia, los rayos X y otros inventos que han revolucionado la medicina.
Apostaría que los próximos decenios no verán adelantos técnicos tan espectacularmente nuevos como los que surgieron de la revolución industrial, ni cambios políticos que sacudan al mundo como aquellos que en unos cuantos años acabaron con los imperios coloniales de la raza blanca.
Claro está que seguiremos viendo muchos cambios; pero en mi opinión los problemas más importantes del futuro no consistirán tanto en poder tolerar sin demasiada turbación las nuevas y esotéricas tecnologías como en vivir en un mundo decente y conservadoramente moderno, y al mismo tiempo satisfacer las necesidades humanas que se han ido incorporando a la urdimbre de nuestra estructura genética durante la larga evolución de la especie.
Reconozco que hay sobradas razones para ser pesimistas. Sabemos que en el pasado ciertas sociedades siguieron el camino de su propia destrucción, y tal podría ser el destino de la nuestra, si da rienda suelta a la obsesión de producir cada vez más poder y más objetos. En mi calidad de hombre de ciencia me desalienta comprobar que la ciencia experimental (uno de los instrumentos más sensatos y potentes surgidos de la inteligencia) se utiliza con fines que son el epítome de la locura humana. Sin embargo sigo siendo optimista, pues creo que la civilización occidental aún está a tiempo de cambiar de rumbo para ir en pos de objetivos menos indeseables.
Tengo una enorme fe en la flexibilidad de los seres humanos y de las leyes naturales. Es más: me complace mucho observar cómo los hombres y los lugares se reponen y reviven después de un desastre. Me impresiona, especialmente, la capacidad del hombre y de todas las civilizaciones para cambiar la orientación de sus tendencias sociales, para iniciar nuevas aventuras y, en no pocas ocasiones, obtener ventaja de circunstancias al parecer desesperadas e idear fórmulas de existencia totalmente nuevas. En esto pensaba Carl Sandburg cuando, en The People, Yes escribió que era un "crédulo respecto al destino del hombre".
Y en todo caso estoy convencido de que el optimismo es esencial para la acción y de que constituye la única actitud cuerda. Como dijo en 1895 el historiador francés Élie Halévy en carta a un amigo: "El pesimismo no es sino un estado de ánimo; en cambio el optimismo constituye todo un sistema: el mejor y más filosófico descubrimiento de nuestra inteligencia". Sí; el optimismo es una actitud filosófica creadora, porque nos anima a aprovechar las crisis personales y sociales para idear maneras nuevas y más sensatas de vivir.
Condensado de "The American Scholar" (Invierno de 1973/1974), © 1973 por The United Chapters of Phi Beta Kappa, 1811 Q St., N.W., Washington, D.C. 20009.