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agosto 21, 2022
Con gran actividad y ardiente celo, un puñado de jóvenes sacerdotes franceses luchan con éxito para mejorar el nivel de vida de los campesinos.
Por Nicolás Poulain.
LAS PAREDES de aquel templo estaban aplanadas rústicamente. En pie, tras una desnuda mesa de madera, un joven sacerdote, al que llamaremos padre Jacques Delcroix, revestido de una sencilla alba blanca, ceñida a la cintura por una soga a manera de cinturón, celebraba la misa dominical. Me encontraba en la iglesia de una aldea del Languedoc, en el sur de Francia. El sacerdote hablaba con sencillez, y la atenta congregación de fieles —hombres y mujeres— respondía con fervor. Cuando entré en el templo, me impresionó agradablemente la atmósfera que allí reinaba, a la vez grave y gozosa.
Terminó el oficio divino con un hermoso himno: Más cerca de ti, Dios mío, que los fieles cantaron al unísono, acompañados por tres jóvenes guitarristas. Terminada la misa, los fieles se detuvieron unos momentos frente a la iglesia, donde se les unió el cura párroco, que se mezcló con los campesinos e intervino en la conversación, comentando las últimas noticias.
¡Qué contraste el de esta misa, con las de mi mocedad! En mi tiempo, el anciano cura de aldea era un excelente hombre, pero mientras él murmuraba sus rezos en latín, los niños del coro hacíamos travesuras y bromas a sus espaldas; y los pocos asistentes bostezaban sin recato durante sus largos sermones. Los hombres de la aldea jugaban ostentosamente a las cartas, en el café de la plaza cercana, mientras esperaban que sus esposas salieran de la iglesia. En aquel tiempo la vida espiritual languidecía en nuestras parroquias rurales.
Hoy la vida cristiana está volviendo a nuestras aldeas, en alas de los cambios que implanta la Iglesia. Es verdad que, de los 15.000 curas de aldea que hay actualmente en Francia, no más de 4000 son como el padre Delcroix, menores de 45 años de edad. Sin embargo, gracias a los esfuerzos de estos presbíteros jóvenes, la imagen de la Iglesia está cambiando en nuestras comunidades pequeñas. Esta nueva generación de sacerdotes toma parte activa en la vida local y le infunde la fuerza de su fe. Al hacerlo, está forjando un nuevo estilo de vida: el de los hombres que han decidido consagrar todas sus energías al servicio de la comunidad rural.
Y estos sacerdotes tienen ante sí una ardua labor. Tienen que dar marcha atrás a la descristianización que, desde principios de este siglo, se ha abierto paso en la vida del campo. Hoy, por ejemplo, un tercio de los habitantes de Blois y de Niza, diócesis católicas, ni siquiera ha recibido las aguas bautismales. En algunos pueblos de la región de Creuse ningún hombre es católico practicante, y sólo unas cuantas mujeres asisten a misa.
Sin embargo, los nuevos sacerdotes de aldea están venciendo gradualmente la hostilidad de los aldeanos y abriendo brecha en la indiferencia religiosa. Y lo que es más importante, el cambio ha sido más "cualitativo" que "cuantitativo". Por ejemplo: en la aldea languedociana a que me refiero, la asistencia a la iglesia sólo ha aumentado en un diez por ciento en años recientes, pero este nuevo elemento de la feligresía representa la edad promedio de los feligreses, constituidos antes por ancianas y niños solamente. Hoy la gente joven es la que asiste a misa. Y muchos viejos feligreses, que se habían apartado de la fe, han vuelto a la iglesia.
El padre Delcroix, que tiene ahora 29 años de edad, es el paradigma de la nueva generación de sacerdotes rurales. Él y yo fuimos compañeros de escuela. Este sacerdote, hijo de una familia acomodada, fue un estudiante sobresaliente, atlético, y todo hacía suponer que haría una brillante carrera. Así pues, me asombró oírle decir que había decidido ser sacerdote. Le predecía a mi amigo un brillante futuro dentro de la Iglesia, cuando él me interrumpió para decirme:
—No voy en busca de honores, aunque los lograra al servicio de Dios. Quiero ser toda mi vida un simple sacerdote, entre mi pueblo.
Unos cuantos años después sentí curiosidad y fui a buscar a mi amigo, ya ordenado. Un día, en la primavera de 1971, llegué al curato del pueblo. Mi primera sorpresa consistió en saber que él no vivía allí; la casa del cura albergaba a la familia de un campesino, que tenía cinco hijos. Me mostraron la modesta granja que mi amigo había escogido como residencia: al llegar, vi sobre la puerta este sencillo letrero: "La casa del sacerdote es la casa de todos". Toqué, pero nadie contestó. Un anciano vecino me preguntó desde la puerta de su propia casa:
—¿Busca usted al padre Delcroix? Le costará trabajo encontrarlo; es como todos los curas jóvenes; no puede estar quieto ni un momento.
Seguí la pista a mi amigo durante varios días, y pronto me percaté de cómo había cambiado el ritmo del sacerdocio. Pude observar por mí mismo todas las tareas que en nuestros días debe soportar sobre sus hombros un ardiente cura joven de aldea. Y también supe inmediatamente que la clase de vida que lleva Jacques Delcroix no se parece en nada a la del anciano cura de aldea de mis tiempos.
La Iglesia solía recomendar a sus sacerdotes que vivieran apartados de la comunidad, pero este aislamiento, tan beneficioso en algunos aspectos, originó el colapso de la influencia del Clero. Los campesinos que labraban la tierra de sol a sol expresaban su opinión al respecto en un proverbio irónico: "Si quieres ser feliz todo el año, mata a tu puerco; si quieres ser feliz toda la vida, hazte cura". Ahora la Iglesia ha aceptado que sus sacerdotes intervengan en la vida de la comunidad y que compartan los problemas de sus feligreses. Los aldeanos están aprendiendo a respetar a los curas de aldea, que a su vez están dispuestos a ayudarlos en sus labores siempre que lo necesitan.
Y en efecto, fue en un sembrado en donde encontré por fin al padre Delcroix. Se había desatado una terrible tempestad, con vientos huracanados, y uno de sus feligreses, un muchacho de apellido Cazes, le había pedido que lo ayudara a hacinar el heno en el pajar. El sacerdote había subido, sin vacilar, a su viejo Citröen de dos caballos. Lo encontré vestido como su compañero de labores, en pantalones cortos y camiseta, empuñando un tridente.
Ponía en práctica la nueva actitud de la jerarquía eclesiástica hacia el trabajo de los sacerdotes. A algunos incluso se les ha autorizado conseguir empleos de medio tiempo. Jacques Delcroix me dijo que uno de sus compañeros del seminario, ahora cura en el departamento de Aude, no sólo sirve en ocho parroquias, sino que trabaja de cartero. Hace sus rondas diarias en motoneta y lleva a sus parroquianos la palabra de Dios, además del correo.
Pero la intervención del sacerdote rural en la vida de la comunidad no se limita a estas labores; en la aldea del padre Delcroix, como en todas las del Languedoc, donde predomina la viticultura, el problema es el bajo precio del vino. Los campesinos saben que sus intereses, su vida misma, dependen de esta situación. Mi amigo anima a sus feligreses a formar cooperativas campesinas, y organiza reuniones en las que se ventilan sus dificultades. Pues, aunque la Iglesia trata de no intervenir directamente en las cuestiones sociales y económicas, ha aprendido que, en nuestro tiempo, no puede permanecer al margen de los problemas materiales diarios de quienes es responsable en el ámbito espiritual.
Pero los problemas laborales no son los únicos que se suscitan. Ahora que los adelantos tecnológicos han eliminado muchas tareas pesadas, la cuestión de cómo emplear el tiempo libre se ha convertido en un serio rompecabezas. Delcroix se ha echado a cuestas la obra de canalizar los ocios de los jóvenes aldeanos. Un día lo acompañé al campo de rugby. Mientras íbamos por un sendero, entre viñedos, me contó que hace dos años el equipo local de rugby había degenerado en una pandilla indisciplinada. Delcroix provocó lo que él llamó "una explicación de hombre a hombre" con el cabecilla y desde aquel día el equipo de la aldea ha tomado el deporte con renovado entusiasmo.
Al llegar el cura, varios jugadores enfundados en suéteres rojos y pantaloncitos blancos saludaron alegremente al sacerdote. Mi amigo desapareció entre los matorrales, y poco después salía vestido como los jugadores del equipo. Para sorpresa mía, inmediatamente entró en el juego, forcejeando y bloqueando a un contrincante, pateando la pelota, gritando instrucciones y palabras de aliento.
Desde el principio de mi visita me asombró el uso que daba el sacerdote a su garaje: en una esquina estaban unos sacos de abono y muchas sustancias para tratar las parras, pues Delcroix es promotor oficioso del Centro de Investigaciones Agrícolas de la región. En otra esquina del garaje vi varios instrumentos de música, entre los que destacaba una batería, pertenecientes a un grupo de entusiastas muchachos, que habían formado un conjunto de música pop. En una repisa estaba el proyector de cine del club cinéfilo del pueblo que había fundado el sacerdote.
Sin embargo, y a pesar de toda esta actividad, el cura no ha descuidado lo que constituye la esencia de su ministerio: la obra de Dios entre los hombres. En sus sermones admiré su habilidad para emplear palabras que van directamente al corazón de su auditorio. Y aunque él dice que cualquiera que se consagre a su labor puede hacer lo mismo que él en el pueblo, yo creo que es insustituible en el desempeño de su ministerio. Me di cuenta de que así es, el día en que lo vi salir del cuarto de un moribundo, al que acababa de dar la absolución. El rostro de mi amigo estaba pálido y pesaroso. A pesar del suéter y de los pantalones de pana que llevaba puestos, a pesar del mechón de cabello rebelde que le caía en la frente, tenía toda la majestad y la dignidad del sacerdocio.
En cuanto a "lo pastoral" —aquello que determina la conducta del sacerdote cada vez que actúa en cumplimiento de su ministerio—, también ha cambiado considerablemente. En vez de amenazar a sus fieles con la condenación eterna, los sacerdotes rurales hablan de amor, de fraternidad, de comprensión. Conocí a un anciano viticultor de la aldea de Delcroix; era un soltero empedernido, de apellido Justin, que vivía solo, como un oso en su cueva. No era un feligrés modelo, aunque sí comulgaba por Pascua florida. Hace diez años, cuando tuvo que recluirse en su lecho, aquejado de reumatismo y asma, lo había visitado el predecesor del padre Delcroix. El único consuelo que le ofreció aquel sacerdote fue: "En el cielo, hermano, terminarán tus sufrimientos".
Justin ordenó que sacaran al sacerdote de su casa y juró que nunca volvería a la iglesia. Luego llegó el padre Delcroix. Evitaba cuidadosamente pasar por la casa de Justin, pero le enviaba periódicamente los medicamentos que necesitaba, y pidió a una aldeana que fuera a cocinar y a hacer la limpieza en casa del inválido. El anciano recobró la salud y olvidó su mal humor. Un día volvió a la iglesia. Me confió:
—Ahora sí tenemos un hombre de verdad como sacerdote; no es de esos que dicen: "Haz lo que te digo, y no lo que hago".
Las fronteras que circunscribían las parroquias rurales han ido desapareciendo en el último decenio y, como todos los curas de aldea se enfrentan ahora a los mismos problemas, trabajan, cada vez más, en "equipos pastorales". En la jurisdicción del padre Delcroix, por ejemplo, ocho sacerdotes atienden 18 parroquias. Los sacerdotes se reúnen cada semana para intercambiar noticias locales, reflexionar, orar juntos y preparar sus sermones. Dividen el trabajo atendiendo más bien a las tareas que hay que realizar, y no a las divisiones territoriales. Uno de ellos concentrará sus esfuerzos en la juventud; otro, en los enfermos; otro más mantiene al equipo al día en cuestiones teológicas. Este "sacerdote de ocho cabezas" ya no se siente aislado en los confines de una sola aldea, y cada cabeza se siente más capacitada para enfrentarse a los problemas de la vida moderna.
Los seminarios ya no son "fábricas de sacerdotes" que aceptan a ciudadanos marginales. En estos días se parecen más a una universidad o escuela tecnológica, donde se estudian las técnicas de la enseñanza, la economía y las ciencias sociales. Muchos jóvenes seminaristas piden que los envíen a parroquias rurales. Hay dos o tres veces más sacerdotes jóvenes en las aldeas de Allier, Gar, los Alpes Marítimos y en partes de Bretaña, que en muchas regiones urbanas. En muchos casos podemos asegurar que los esfuerzos de estos sacerdotes jóvenes no sólo están salvando a sus parroquias y a la Iglesia en el campo, sino la vida misma de las regiones donde ejercen su ministerio.
Hace poco escribió el sociólogo Jacques Maitre: "Parece que la Iglesia se adapta bien a los cambios en los distritos rurales; las iniciativas que toma allí son a menudo más constructivas que las que toma en la ciudad; la Acción Católica,* por ejemplo, nació en los grandes centros urbanos, pero es hoy más activa en las aldeas".
Caía la noche en la aldea cuando me despedí del padre Delcroix. Una tras otra las luces de la granja fueron encendiéndose. Mi amigo me dijo:
—Son una imagen de lo que estamos haciendo; estamos volviendo a encender pacientemente la luz de Cristo en los hogares, uno tras otro.
*Movimiento de laicos católicos que trabajan para promover la fe entre los obreros, las amas de casa, los jóvenes, los intelectuales, los campesinos, etcétera. El organismo cuenta con varios cientos de miles de afiliados en Francia.