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septiembre 28, 2021
El visor mostraba un abrupto terreno deslizándose bajo él. A la izquierda, el radar de localización lanzaba sus regulares blips cada vez que su haz barría el objetivo. La enorme ala de bombardeo avanzaba a una velocidad de dos mil kilómetros por hora, a una altura de ocho mil metros, El Soldado accionó unos diales en los mandos del visor. El terreno, en la pantalla, pareció hincharse y crecer, como si el aparato hubiera efectuado un brusco descenso sin variar su horizontalidad. Había algunas aglomeraciones de casas entre las anfractuosidades, cintas de un color gris más claro que señalaban las líneas de comunicación. «Entre estas aglomeraciones de aspecto inocente se esconden algunas de las más importantes fábricas de armamento del enemigo», había dicho el comandante, allá en la base, señalando algunos puntos rojos en el gran mapa mural. «Tenemos la localización de tres de las más importantes. Son suyas.»
A ello iban.
—Nos aproximamos al objetivo —indicó al Piloto a través del comunicador implantado en su laringe—. Todos a sus puestos.
Dirigió una nueva y rápida mirada al radar de localización. El intervalo entre los blips se hacía más corto a medida que la señal luminosa se acercaba al centro de la cuadrícula de la pantalla. Apoyó la mano en su laringe, en un gesto tan instintivo como innecesario.
—Atención Lanzacohetes —dijo—. Preparado para el Momento Cero.
Dentro de un instante empezarían a actuar las baterías antiaéreas del enemigo..., si el Alto Mando no se había equivocado al descifrar los informes de los aviones espía. Las otras dos alas que formaban la escuadrilla de ataque volaban a su cola, formando con ellos un triángulo equilátero, la una a nueve mil metros, la otra a siete mil. Ellos, como nave comandante, serían los primeros en lanzar los cohetes. Si eran derribados antes de conseguirlo, las otras dos alas representaban dos nuevas oportunidades de alcanzar el objetivo. Dos racimos de cohetes rastreadores con cabeza atómica en cada ala: dos racimos que se abrirían como una flor apenas se desprendieran del aparato nodriza y partirían individualmente como bien entrenados sabuesos en busca del objetivo, cuidadosamente programado en el pequeño ordenador que llevaban en su barriga. Treinta y seis cohetes que convertirían el ala en un pequeño horno atómico si era alcanzada antes de lograr soltarlos. Treinta y seis cohetes de muy pequeño radio de acción, pero de una indetectabilidad casi absoluta una vez accionados. Y previstos en una triple oportunidad.
Lanzó una breve ojeada a las dos pequeñas pantallas de la derecha, enfocadas automáticamente sobre los otros dos compañeros de escuadrilla. La tensión iba en aumento en la reducida tripulación de tres hombres de cada uno de los enormes aparatos.
Un zumbido sonó sobre su cabeza, y una luz roja empezó a destellar violentamente. Apretó de nuevo su laringe con la mano.
—Atención, hemos sido localizados por el enemigo. —Su voz seguía siendo tranquila, pero había enronquecido ligeramente.
No obtuvo respuesta. Todos conocían aquella posibilidad, pero no podían hacer nada por evitarla. Los enormes aparatos poseían un alto techo de vuelo y un gran radio de acción, pero muy poca capacidad de maniobra. Desde el momento en que eran localizados todo se reducía a una lucha contra la mala suerte. Las estadísticas señalaban que tan sólo un doce por ciento de las escuadrillas regresaban incólumes de sus misiones, un sesenta por ciento regresaban mermadas en uno o dos aparatos, y casi un treinta por ciento simplemente no regresaban. Pero había que correr el riesgo.
El blip estaba ya casi en el centro cuadriculado del radar de localización.
—Atención Lanzacohetes. Empieza cuenta atrás.
Las primeras explosiones agitaron el aire a su alrededor. El Piloto tenía que demostrar ahora su habilidad en manejar el torpe y pesado aparato y todo lo que había aprendido en los largos meses de entrenamiento para evitar perder el control del ala. Los cohetes antiaéreos del enemigo eran tremendamente eficaces, pero a aquella altitud perdían parte de su capacidad de localización. La mayor parte de las veces estallaban incontroladamente, pero la Onda expansiva podía hacer perder el dominio del ala si estallaba demasiado cerca. Y si lograban un impacto directo...
El clic en la pantalla del radar de localización le indicó que los automatismos empezaban la cuenta atrás. En un ángulo de la misma empezaron a destellar números en rápida sucesión. En la cabina del Lanzacohetes los mismos números ponían sobre aviso al operador.
—Lanzacohetes preparado —sonó una voz en el micrófono implantado en su oído—. Creo que vamos a conseguirlo.
Imaginó al operador, en la cabina de abajo, con los músculos en tensión, dispuesto a pulsar el triple juego de botones. Era una terrible misión la suya, llena de responsabilidad.
El contador de la pantalla del radar llegó a cero, y la tonalidad de aviso se hizo insoportablemente aguda. Se oyó algo parecido a un apagado plop y el aparato pareció dar un salto hacia arriba.
E inmediatamente todo vibró de forma espantosa y algo reventó en la cabeza del Soldado.
Por un momento creyó que habían sido alcanzados. Luego, algo muy recóndito en su mente le advirtió que, en ese caso, sencillamente hubieran dejado de existir sin siquiera darse cuenta de ello. Así pues, se trataba de alguna otra cosa. Tal vez alguno de los cohetes lanzados había estallado espontáneamente apenas desprenderse del racimo. Pero entonces lo más probable es que se hubiera producido una explosión en cadena, y el efecto, en última instancia, hubiera sido el mismo.
Miró instintivamente a las pantallas de su derecha. En una de ellas, el ala que volaba a nueve mil metros estaba lanzando también un racimo de bastoncillos que, apenas desprenderse, se desperdigaron por el cielo. En la otra sólo había una enorme bola de fuego.
—Han sido alcanzados —pensó absurdamente—. Ellos, no nosotros.
Sintió un alivio momentáneo. La bola de fuego, de un color naranja intenso, se iba agrandando en la pantalla, mientras de su parte superior brotaba algo así como un géiser de fuego. Tres hombres muertos. Sólo tres hombres. Pero la noche anterior había cenado con el Piloto del Ala Tres, y habían decidido que, durante el permiso que les darían tras la misión, irían juntos a la ciudad y buscarían unas buenas chicas para pasar con ellas unos cuantos días agradables. Ahora tendría que buscar otro compañero, pues aquellas cosas no le gustaba hacerlas solo.
—Cohetes en rumbo —dijo la voz del Lanzacohetes en su oído. La pantalla de radar mostraba un minúsculo enjambre de puntos, luego dos. Según los técnicos de la base, aquel modelo de cohetes era prácticamente indetectable desde el suelo por el enemigo, de modo que, aunque algunos resultaran destruidos por algún azar antes de alcanzar su objetivo, si se conseguía lanzarlos desde el ala su éxito estaba asegurado.
—Pero hemos sido tocados —dijo entonces la voz del Piloto, y sus palabras fueron como un bloque de hielo resbalando a lo largo de su espina dorsal—. No consigo dominar el aparato.
En el día de hoy, 23 de setiembre de 2014, nuestros ejércitos han infligido al enemigo una de las derrotas más importantes en toda la ] historia de la guerra actual. Cálculos estimativos cifran las bajas sufridas por el bando contrario en más de ochocientas mil, de las cuales casi doscientas mil corresponden a elementos militares en activo. Han sido destruidas cuatro ciudades, tres de las cuales albergaban importantes acuartelamientos de tropas, y la cuarta : grandes industrias de producción de material bélico.
Por otra parte, y gracias a nuestras cada vez más perfeccionadas defensas, los daños causados por el enemigo en nuestro territorio han sido muy inferiores: dos ciudades tan sólo destruidas en parte, con un cómputo de bajas inferior a las cien mil, de las que únicamente tres mil correspondían a personal militar.
La plana mayor de nuestro glorioso ejército está preparando en estos momentos una gran ofensiva que puede decidir el futuro de la guerra, proporcionándonos al fin la tan anhelada victoria.
Por la gloria de nuestra invicta patria.
Firmado: El General en Jefe de los Ejércitos
Movió rápidamente los mandos del visor, y la deslizante tierra pareció alejarse a velocidad vertiginosa. Miró el altímetro: estaban perdiendo altura. Confiaba en que el Piloto lograra dominar el ala antes de que quedara definitivamente fuera de control. Era un capitán experimentado, con muchas horas de vuelo y más de doce misiones victoriosas: sabría salir de aquello.
En la pantalla del radar, el punto luminoso se estaba desplazando hacia abajo y a la izquierda. El blip había descendido de tono, indicando que se alejaban del objetivo. Hubo un corrimiento gradual de todos los localizadores hacia la izquierda, señalando que el enorme aparato estaba iniciando un amplio viraje para regresar a la base. En su auricular sonó un chasquido y una voz dijo:
—Ala Dos a Ala Uno. Están perdiendo mucha altura. ¿Dificultades?
Iba a contestar, pero el Piloto se le anticipó:
—Hemos sido alcanzados por la onda expansiva. Algunos controles no funcionan. Regresen a la base.
—¿Y ustedes?
Hubo algo parecido a un carraspeo.
—Haremos lo que podamos.
En la pantalla del radar de localización, el punto que se desplazaba hacia abajo y a la izquierda pareció aumentar de tamaño y empezó a parpadear. Los instrumentos detectaban grandes cantidades de radiación liberada. Los cohetes estaban llegando a su destino. El Soldado sintió que la emoción le formaba un nudo en la garganta, y no consiguió deglutir.
—Ésta es una guerra civilizada —dijo el Instructor, recorriendo con la vista las hileras de cadetes que llenaban el aula, las miradas fijas en él, los blocs de notas abiertos en los apoyabrazos de sus asientos y los bolígrafos a punto—. Todos ustedes han leído como era su obligación los libros de historia que les fueron facilitados en el momento de su alistamiento, de modo que habrán tenido ocasión de comprobar las sangrientas hecatombes de las guerras de la antigüedad, con sus combates cuerpo a cuerpo, la sangre, las heridas y las mutilaciones. En esas guerras hubo que crear un cuerpo especial, ajeno a los bandos en lucha, que intentara paliar las carnicerías de tan bárbaras contiendas. Los intentos de la Cruz Roja Internacional fueron loables, pero se vieron siempre desbordados por la realidad. Habrán tenido ocasión de ver en los filmes que les hemos pasado las terribles imágenes de los hospitales de campaña, los dolorosos cuadros de hombres, mujeres y niños afectados por los terribles e indiscriminados bombardeos sobre ciudades inocentes. Pura barbarie. Todo ello pura barbarie.
»Las últimas décadas del siglo pasado fueron a este respecto el cúmulo del horror y crearon el germen de los acuerdos de la Convención de Ginebra de 1998. Las últimas güeñas, afortunadamente parciales y muy localizadas, que sufrió el mundo: Vietnam, Camboya, Palestina, Panamá, Honduras, Irán, Irak, Líbano..., desarrollaron un nuevo tipo de lucha absoluta y definitivamente condenable: la guerrilla. Así las guerras se eternizaban, el combate cuerpo a cuerpo se hacía ley, se sucedían las escaramuzas esporádicas con su consiguiente despilfarro de vidas humanas en combates de muy poca utilidad táctica. Era necesario racionalizar todo esto, y ésa fue la sagrada misión que recayó sobre los miembros de la última Convención de Ginebra. En la guerra hay que destruir ejércitos, no vidas humanas. Era necesario limitar armamentos, estipular una serie de condiciones, eliminar las masacres más sangrientas. Así pues, la primera declaración de la Nueva Convención de Ginebra lúe taxativa: «El combate cuerpo a cuerpo debe ser erradicado...»
—Cada vez perdemos más altura —dijo la voz del Piloto en su oído—. Dentro de poco entraremos en la zona de localización directa. Y todavía estamos sobre territorio enemigo.
No era necesario aclarar nada más. El Soldado sabía muy bien lo que significaba aquello: apenas entraran en localización directa, un enjambre de proyectiles enemigos partiría en su busca, y serían inmediatamente destruidos. La explosión sería total: el ala quedaría automáticamente desintegrada, con ellos dentro. Hay que evitar que los restos de los aparatos destruidos en vuelo caigan sobre zonas habitadas.
—¿Hay alguna alternativa? —preguntó el Lanzacohetes. Su voz temblaba en el audífono. Era su segunda misión: estaba asustado.
—Ninguna. Evacuación.
El soldado contempló el visor. Sobrevolaban una zona relativamente llana, campos de cultivo, bosques. No estaban lejos de la línea del frente. Tal vez pudieran saltar, llegar sanos al suelo (si ninguna batería los divisaba, un diminuto punto en el cielo, ilocalizable para los aparatos de detección), e intentar salir de territorio enemigo. Y si eran capturados.., la cápsula roja en su equipo de supervivencia tenía una misión muy definida.
En un gesto muchas veces repetido en los entrenamientos, adelantó una mano hacia la izquierda y abrió un panel. Tomó el equipo de emergencia. Se levantó, pasó las correas por los hombros y por la entrepierna, sujetó las hebillas, comprobó la bolsa de costado, miró el indicador de energía del minúsculo reactor. Todo en orden.
—Localizador preparado —dijo.
Hubo una pausa. Luego:
—Lanzacohetes preparado.
Y finalmente:
—Piloto preparado. Hagan saltar los sellos cuando dé la voz.
Se reclinó en el respaldo de su asiento. Bien, se dijo, eran cosas de la guerra. A otros muchos les había sucedido antes que a él. Algunos habían conseguido regresar a la base, tras mucho tiempo y mil peripecias. Otros no habían regresado nunca: habían desaparecido para siempre. El enemigo no daba información de los cadáveres encontrados en su territorio. La Nueva Convención de Ginebra no les obligaba a ello.
—Estamos en el límite de cobertura —dijo el Soldado, observando sus instrumentos. Sus manos temblaban sobre el triple juego de botones que accionaban los detonadores de emergencia—. Cruzamos terreno llano, sin árboles. Será difícil ocultarnos.
—No podemos esperar más tiempo. Preparo la autodestrucción. ¿Listos para eyección?
—Lanzacohetes listo.
—Localizador listo.
—Está bien... ¡Ahora!
El Soldado pulsó, en rápida sucesión, los tres botones. Se produjo una intensa explosión, su cabeza pareció estallar, se dio cuenta de que estaba dando vueltas sobre sí mismo. Algo ha ido mal, pensó. Estoy reventado. Pero había azul a su alrededor, y el pequeño reactor empezó a funcionar a su espalda. Tras unos instantes de pánico, el cielo se estabilizó a su alrededor y se vio a sí mismo colgando en el espacio. Sobre él, ya lejos, algo estalló con un horrible estruendo.
El localizador señaló la presencia de un aparato en el cielo. Era grande: un ala de bombardeo. Hacía poco que había llegado el comunicado de urgencia de que un ataque enemigo había destruido el complejo codificado como AHB—722, un enclavamiento de industria bélica muy importante. Un ala enemiga habla sido destruida, pero las otras dos que formaban la escuadrilla debían haber escapado, pese a que la aviación propia había iniciado el rastreo inmediatamente después del ataque. Aquél debía ser uno de los aparatos que habían participado en la misión: probablemente había resultado averiado por la explosión cercana de algún antiaéreo.
El operador empezó a mover febrilmente clavijas. Aún no había terminado cuando la pantalla del localizador empezó a parpadear y a emitir un zumbido intermitente. Observó: el aparato enemigo se había desintegrado.
Conectó una última clavija y habló por un micrófono: —Atención, aquí puesto localizador MMh33. Aparato enemigo desintegrado en mi zona de rastreo. Probablemente autodestruido. Se trata de un ala de bombardeo modelo AHW—13397. Repito: aquí puesto localizador...
Llegó al suelo sin novedad. El enemigo era rápido, pero no podía serlo tanto. Si alguien le había visto descender habría sido algún civil, lo cual no significaba mucha diferencia, pero al menos le daba algo más de margen.
El reactor había perdido ya casi toda su potencia cuando pisó el suelo. Su alcance era muy limitado. Pensó en lo que le hubiera podido pasar si hubiera agotado la energía antes de llegar al suelo. Bien, al menos hubiera muerto inmediatamente. Pero estaba vivo, y debía procurar seguirlo estando. Se quitó rápidamente el arnés, el casco y la mascarilla, lo metió todo en la mochila, y conservó solamente la bolsa de costado. Enterró rápidamente todo lo demás. Luego miró a su alrededor.
Era una zona bastante despejada, con arbustos entre campos de cultivo. Allá a lo lejos, a unos dos kilómetros, había un grupo de casas. Se orientó: el frente estaba hacia el este. A unos doscientos kilómetros. Iba a ser difícil salir.
Por un momento pensó en sus dos compañeros. Miró hacia el cielo: ninguna señal. Quizá también hubieran llegado al suelo. O tal vez... Se estremeció ante la idea de que no hubieran podido saltar a tiempo, que el mecanismo hubiera fallado o se hubiera demorado unos segundos... Pero los mecanismos nunca fallan. Sólo el elemento humano falla.
Además, su problema ahora era preocuparse por su propia seguridad
Artículo 137 del Código de Comportamiento Militar. Apartado c): El soldado caído en territorio enemigo deberá intentar regresar por todos los medios a las líneas propias. Sólo una condición se antepondrá a su propia supervivencia: no caer vivo en manos del enemigo, a fin de que éste no pueda arrancarle ningún secreto militar. Ante la eventualidad de ser apresado, el soldado deberá utilizar sin la menor vacilación la cápsula H—3 (color rojo) de su equipo de emergencia. Su acción es rápida y totalmente indolora, y la destrucción cerebral que produce es total, por lo que el enemigo no podrá extraer ningún tipo de información por ningún medio conocido.
Fueron enviadas dos patrullas en busca de los supervivientes. Los tripulantes de las alas de bombardeo constituían una gran fuente de información. No en cuanto a planes de ataque (generalmente ningún tripulante sabía nada al respecto), sino en cuanto a la tecnología de esos gigantescos y modernos aparatos que, con tan sólo tres hombres a bordo, eran casi indetectables hasta que se hallaban casi sobre el objetivo. Las patrullas se extendieron en abanico sobre la zona de localización señalada, rastreando el terreno con minuciosidad.
Encontraron pronto al primer tripulante. Un fallo en su impulsor o el agotamiento del combustible había hecho que se precipitara al suelo en caída libre desde una altura de más de doscientos metros, a juzgar por su estado. Lo recogieron y lo llevaron rápidamente al puesto de control más próximo. Estaba muerto, por supuesto, pero, si llegaban a tiempo, las nuevas técnicas de rastreo cerebral tal vez pudieran extraer aún algo de información antes de que las células cerebrales empezaran a deteriorarse.
El segundo fue localizado un poco más tarde. Había alcanzado una pequeña población, donde había intentado cambiar de ropas. Había sido descubierto y acosado por los propios habitantes del pueblo, avisados por la alerta civil. Sin embargo, cuando llegó la patrulla ya era tarde: el color cianótico de su rostro indicaba sin lugar a dudas que había tomado aquella maldita cápsula que el enemigo proporcionaba a todos sus hombres. Su cerebro era ya totalmente inaprovechable.
Pero quedaba todavía el tercer tripulante. La búsqueda prosiguió, con más ahínco que nunca.
Parte de campaña del 23 de setiembre de 2015. Información clasificada.
El enemigo ha asestado un duro golpe a nuestra industria militar destruyendo el enclave AHB—722, donde se fabricaba gran parte del armamento ligero y semipesado de tierra que opera en los sectores SS—112 a SV—39. El número estimado de víctimas es de trescientas mil, de las cuales ochenta mil afectas directamente al ejército o a la industria militar.
En consecuencia, es necesario establecer industrias de alcance en los enclaves codificados ASW—146, AMS—337 y AAZ—128. Para ello, las unidades 292 y 357 realizarán en los lugares indicados las oportunas incautaciones para...
El Soldado se lanzó de bruces al suelo cuando la plataforma de exploración, con su vigía escrutando atentamente el suelo, pasó a baja altura por encima de su cabeza. Había tenido suerte. Una suerte condenadamente buena. Llevaba dos días de camino y había conseguido llegar casi hasta la línea del frente. La primera noche había dormido al raso, inquieto y temeroso, despertando sobresaltado a cada instante con la ilusoria imagen de un soldado enemigo apuntándole con su arma a unos pocos pasos de distancia. En varias ocasiones había sentido la tentación de tomar su cápsula roja y terminar de una vez, pero algo le refrenaba. «El soldado en territorio enemigo intentará conseguir por todos los medios la mayor información posible sobre la situación táctica de éste, enclaves militares, depósitos de armas y material de guerra, suministros, etc...» En su largo recorrido había anotado cuidadosamente la localización de tres de esos puntos, y esta información, inasequible a los aparatos que, desde gran altura, sobrevolaban con enorme riesgo el territorio enemigo en misiones de espionaje, podía ser vital para el futuro desarrollo de las operaciones. Al amanecer del día anterior había divisado un enorme convoy en dirección al frente, con baterías para proyectiles de rastreo de largo alcance, al menos una docena de ellas. Luego se había producido un tremendo bombardeo allá delante, pero no sabía si había sido una acción directa desde el aire contra el convoy o algún otro tipo de operación. Más tarde había llegado a una carretera secundaria y había detenido por la fuerza a un hombre de paisano que conducía una motocicleta. Todavía recordaba cómo le temblaban las manos cuando le amenazó con el cuchillo de campaña que llevaba para cortar los correajes de su reactor en caso de apuro, una acción que iba en contra de la Nueva Convención de Ginebra: «La amenaza de muerte individual a un civil será considerada como...» Pero lo había hecho, y luego le había obligado a desnudarse y a cambiar de ropas, y había tomado su motocicleta, y ganado una enorme cantidad de kilómetros yendo por carreteras secundarias y evitando las poblaciones hasta que se agotó el combustible y tuvo que abandonarla y seguir de nuevo a pie.
Pero ahora se daba cuenta de que con aquello había cometido un error. El paisano debía haber denunciado el hecho, y seguramente habían terminado encontrando la motocicleta. Sabían que estaba dentro de un radio reducido de terreno, y no sería difícil localizarle. La plataforma de exploración que acababa de pasar sobre su cabeza era una prueba. Las cosas se estaban poniendo difíciles.
Pero la línea del frente estaba allí delante.
Miró por entre los arbustos que le habían ocultado de la plataforma. Estaba en la cima de una pequeña colina que descendía en suave pendiente hasta las instalaciones del frente enemigo. La línea del frente ocupaba una amplitud de unos cinco kilómetros, y más allá, en la distancia, se extendían los veinte kilómetros de tierra de nadie establecidos por la Nueva Convención de Ginebra: una extensión desértica, desolada, llena de cráteres, donde eventualmente se lanzaban los enormes monstruos de asalto para intentar conquistar las cotas enemigas tras el intenso bombardeo de preparación, para ser la mayor parte de las veces rechazadas, dejando un resto de chatarra pulverizada. Los grandes monstruos eran máquinas totalmente automáticas, teledirigidas desde la línea del frente, aunque algunas veces el enemigo, con una despiadada crueldad, había empleado carros de combate conducidos directamente por soldados, rompiendo así todas las leyes de guerra y provocando oleadas de protestas internacionales que, como era habitual, no habían sido escuchadas. De tanto en tanto sonaba el fragor de algún disparo, bombardeos de tanteo que la mayor parte de las veces eran solamente un aviso de «aún estamos aquí». Vio un gran movimiento a su izquierda. El convoy que avistara el día anterior se estaba concentrando con gran número de material de guerra en una gran cuña. Se estaba preparando un ataque de envergadura con el que romper el frente. Era necesario comunicar aquello al Alto Estado Mayor. Era una noticia de vital importancia, si aún no había llegado a sus lineas.
Miró de nuevo la carcomida extensión que se abría ante él. Veinte kilómetros. ¿Cómo cruzar aquella extensión? Aunque consiguiera cruzar la línea del frente enemigo (no era difícil, había zonas poco vigiladas por las que un hombre podía escabullirse), necesitaría un traje protector para cruzar la ancha franja de tierra de nadie y sus letales campos de radiación controlada. Para ello debería quitárselo al enemigo. /Tendría que enfrentarse directamente a él!
Sus manos temblaron ante aquel pensamiento. Sintió el cuchillo en su bolsa de costado y recordó al civil, su sorprendido y horrorizado rostro cuando se lo mostró muy cerca de su cara, su propio terror ante el salvaje acto que estaba cometiendo. Una amenaza directa. Se dio la vuelta en el suelo, situándose boca arriba, estremecido por violentos temblores. Tenía que dominarse. Era preciso tomar una decisión.
Permaneció largo rato así, mirando al cielo entre los arbustos, mientras poco a poco iba recobrando el control de sus propios pensamientos. No podía dejarse dominar por el pánico. Estaba cerca de casa. Lo único que necesitaba era localizar un almacén de depósito enemigo, robar un traje antirradiación y... Una vez se hubiera adentrado en la tierra de nadie ya nada podría detenerle, a no ser un proyectil de largo alcance..., y sería fácil ocultarse en aquel torturado terreno para no ser visto por el enemigo. Luego, cuando llegara a sus propias líneas, podría exhibir el estandarte blanco con su propia enseña que llevaba en la bolsa de costado, y así terminaría la pesadilla. Lo único que necesitaba era un poco de valor. Y decisión.
La plataforma volvió a cruzar el aire, algo alejada al sur. No le habían localizado. Seguirían buscando en otros lugares. Podía tomarse su tiempo.
Podía localizar el almacén de depósito del enemigo, estudiar su penetración, y esperar hasta la noche.
—Nuestra misión no es masacrar gente —dijo el Instructor—. Nuestra misión es destruir el potencial bélico del enemigo. —Miró una vez más las hileras de rostros atentos que ocupaban la amplia sala—. Por eso las nuevas tácticas de guerra difieren de las bárbaras costumbres que presidieron las dos primeras guerras mundiales. Para vencer a un ejército no hay que matar a sus hombres: hay que destruir sus armas. Tomemos un ejemplo: la última operación de bombardeo realizada por nuestra escuadrilla de alas H—22, hoy mismo. Sobre este supuesto, nuestro ejercicio táctico va a consistir en...
Aquél era el momento. No podía aguardar más tiempo. Dentro de poco amanecería y el peligro sería mayor. Se arrastró lentamente y, cuando llegó a terreno llano, se levantó y, encorvado, echó a correr. Por aquel lado no había vigilancia: podía llegar hasta la pared del enorme hangar y, una vez allí, pegado a ella, deslizarse hasta la pequeña puerta lateral que había estado estudiando durante toda la tarde. Allí dentro encontraría seguramente lo que necesitaba, y podría cruzar sin problemas la tierra de nadie.
Todo transcurrió sin novedad. Llegó jadeando junto al hangar y se apretó contra la pared. La luna era tan sólo un hilo en el cielo en forma de hoz, y la única luz provenía de los distantes reflectores y de la propia luminosidad del aire. Probablemente había allí un cierto nivel de radiactividad, aunque no la suficiente como para ser directamente peligrosa. Por eso era una zona poco vigilada, alejada como estaba de la línea de fuego. Debía tratarse de algún almacén auxiliar, utilizado tan sólo como reserva.
Permaneció largo tiempo inmóvil, mientras su aliento se regularizaba. Luego empezó a avanzar, pegado a la pared, hacia la pequeña puerta. Cuando su mano palpó el montante y sintió el hueco tras él, dejó escapar suavemente el aliento. Lo había logrado.
La puerta era de metal, y estaba embutida en la chapa de la pared del gran barracón. Tenía una cerradura sencilla, fácil de abrir. Rebuscó en su bolsa y sacó una herramienta larga y fina, y empezó a hurgar con ella. En su entrenamiento había aprendido a abrir aquel tipo de cerraduras. Le costó algo más de lo previsto, pero finalmente oyó el chasquido y la puerta cedió unos milímetros.
Lo había conseguido. Empujó suavemente la hoja y...
—¡Quieto! ¿Qué hace usted aquí?
Sintió que sus músculos se agarrotaban. La voz había sonado tras él, en el inconfundible idioma del enemigo que tan bien conocía. Se volvió lentamente, la mano crispada en torno a su fina herramienta, un músculo tironeando en su mejilla. Había un hombre frente a él, enfundado en un traje protector, una pesada arma cruzada sobre su pecho.
—Yo... —El Soldado avanzó un paso, consciente de su torpe utilización del idioma enemigo que le delataría a las pocas palabras.
—¡No se mueva! —La figura enfundada retrocedió un paso. Estaba visiblemente nerviosa, quizás asustada. Era un soldado como él, sin duda de vigilancia en aquel almacén auxiliar. Era probable que jamás se hubiera enfrentado directamente con el enemigo—, ¡Quédese quieto y dígame qué está haciendo aquí! ¿Qué lleva en la mano? —Su voz era innecesariamente chillona.
El Soldado bajó la vista hacia su mano, aún crispada sobre el delgado y fino instrumento. Allí, al otro lado de aquella puerta, pensó, estaba su salvación. Lo que le permitiría llegar hasta sus líneas. Y ahora aquel hombre, aquel estúpido soldado enemigo...
La excitación, el miedo, vertieron adrenalina a torrentes en su sangre. Su acción fue casi instintiva. Se lanzó hacia adelante.
El hombre enfundado en el traje protector alzó su arma, no para disparar sino para protegerse con ella. Pero el Soldado ya estaba sobre él. Adelantó violentamente el brazo, enterrando con furia la delgada herramienta, casi una daga, en el pecho del enemigo. Notó una presión, una resistencia, luego un ligero crujido, y el afilado instrumento penetró hasta el mango en la carne. Sintió un borbotón de algo cálido que inundaba su mano, y el otro hombre lanzó un ahogado gemido mientras caía de espaldas. El Soldado soltó la improvisada arma, que quedó enterrada en el pecho del otro. El enemigo quiso volver a levantarse, intentando agarrar con dedos temblorosos aquello que estaba desgarrando sus pulmones. Se apoyó sobre un codo, la vista extraviada tras el visor, la boca entreabierta. El Soldado se inclinó, en un impulso instintivo de ayudarle, y el otro se agarró convulsivamente a su brazo, con una presión férrea y desgarrada. Sintió que el pánico le invadía al ver aquellos ojos brillantes y desorbitados, al sentir la terrible presa, el reventar de todo su miedo acumulado. Adelantó de nuevo la mano en un frenético impulso, agarró su herramienta, la extrajo y volvió a golpear, golpeó, golpeó de nuevo, sintiendo que la fina y delgada hoja se hundía una y otra vez en carne blanda, viendo aquellos ojos que se desorbitaban cada vez más. La boca del soldado enemigo se abrió espantosamente, y un borbollón de sangre chorreó desde lo más profundo de su garganta, inundando el interior de su casco y borrando su rostro tras un amasijo de color rojo. El hombre cayó bruscamente hacia atrás y su mano soltó lentamente su presa y resbaló fláccidamente, cayendo al lado de un cuerpo que de repente había adquirido una espantosa inmovilidad.
El Soldado permaneció unos segundos, o tal vez fueran días, o quizás años, inmóvil, allí de pie, contemplando aquel desmadejado cuerpo que yacía a sus pies. Luego, lentamente, la magnitud de lo que había hecho se abrió paso como una cuña en su cerebro, produciendo una herida que ya nunca podría cicatrizar. Había matado a un hombre. Allí, en la oscuridad, presa de la excitación, del miedo y la violencia, había matado a un hombre. Contra todas las leyes de la Nueva Convención de Ginebra de 1998, con una afilada herramienta diseñada para abrir cerraduras convertida en improvisado puñal, él, que como soldado no podía llevar encima ningún arma de agresión personal. Soltó la herramienta, que repiqueteó con un ligero sonido en el suelo, y restregó los dedos contra la pernera de su pantalón, aun sabiendo que así no iba a eliminar la sangre que manchaba sus manos, una sangre que jamás podría ser eliminada. Entonces, lentamente, se dejó caer de rodillas al lado del cuerpo inmóvil, abrumado por, lo ocurrido, tembloroso, alucinado, contemplando aquel amasijo manchado de sangre que hasta hacía poco había sido un hombre. Y entonces, suave, muy suavemente, sintiendo que algo cedía en su interior, se echó a llorar.
Lloraba todavía cuando una sirena, en algún lugar a su alrededor, empezó a sonar dando la alarma. Lloraba todavía cuando la patrulla de vigilancia llegó a su lado y dos de sus componentes, con los ojos desorbitados por el horror ante aquel espectáculo, le sujetaron por los brazos, le obligaron a levantarse y se lo llevaron.
No dejes que el enemigo tome forma ante ti, que adquiera una identidad. No hay nada peor para un soldado que ver el rostro de a quién se está matando.
(Canción popular de los acuartelamientos).
El Médico se echó hacia atrás en su silla, con aire abrumado.
—Es inútil, capitán —dijo—. No podremos sacarle, nada.
—Pero tiene información en su cerebro que tal vez sea vital para nosotros —protestó el Capitán. Sabía que no tardarían en llegar imperiosos comunicados procedentes del Alto Estado Mayor exigiendo resultados concretos, y él debería responder también con algo concreto—. Detalles técnicos, operativa, circunstancias tácticas. Ha de haber alguna forma de extraerle todo eso. Aunque él no coopere.
El Médico unió meticulosamente las yemas de los dedos formando una pequeña pirámide ante sus ojos.—Escuche. Este hombre sufrió un shock traumático de una tal envergadura que su cerebro ha quedado prácticamente desactivado. Se trata de una reacción instintiva de defensa. Y no podemos culparle por ella, ya que fue condicionado así. La vida militar le marcó unas pautas de conducta de las que, en un momento de descontrol, se salió. El resultado fue una regresión instantánea y brutal de su mente: el olvido absoluto de todo lo que tuviera alguna relación con su vida militar y de todos los preceptos y condicionantes que lo condujeron hasta esa situación. No se trata solamente de amnesia; si fuera así, podríamos intentar recuperarlo. Obsérvelo.
El Capitán se levantó y se dirigió hacia el panel transparente a un lado de la pequeña oficina. Al otro lado del cristal unidireccional se hallaba el Soldado, sentado en el suelo de la habitación acolchada, con las piernas cruzadas, mirando con ojos vacuos a un punto indeterminado frente a él. Sus ojos estaban húmedos.
—Obsérvelo —repitió el Médico—. Desde que lo trajeron no ha dejado de llorar. Es una reacción fisiológica instintiva de su perturbada mente: no derrama lágrimas, pero sus ojos están siempre húmedos. Fíjese en su postura: aunque mantenga la espalda erguida, su posición quiere ser fetal. Intenta retrotraerse al límite, y si no lo consigue es porque el bloqueo que él mismo se ha erigido es selectivo. Pero el shock fue lo suficientemente profundo como para no ser reversible.
—Pero si podemos extraer información del cerebro de un cadáver, ¿por qué no del suyo?
—Porque en este caso no ha habido una simple interrupción de flujo eléctrico en las conexiones de las neuronas, sino una auténtica destrucción de las mismas. En mi mesa tengo los resultados de todas las pruebas: una parte muy localizada de su cerebro ha resultado seriamente dañada... algo así como si el muchacho se hubiera volado muy selectivamente la tapa de los sesos.
—Entonces, ¿no podemos hacer nada?
El Médico se alzó ligeramente de hombros.
—Vivimos una guerra con unas características muy especiales. La llamamos humanitaria; en realidad, yo la llamaría la guerra del avestruz. Quisimos evitar los traumas que recibían los soldados en el frente ante los horrores del combate cuerpo a cuerpo, y en vez de abolir simplemente la guerra lo que hicimos fue abolir al enemigo como un ser personalizado, con rostro e identidad. Ahora matamos números, «efectivos»; nunca personas. Así, cuando ocasionalmente se produce algún caso como éste, el shock que recibe el individuo es realmente aniquilador. Porque de repente vemos claramente que somos unos asesinos.
El Capitán miró fijamente al Médico.
—No está hablando usted como un patriota.
—Al diablo el patriotismo. Se supone que yo debo ocuparme de individuos, no de la masa anónima como ustedes. —Regresó a su escritorio—. Hagan lo que quieran con él, ateniéndose siempre a nuestra magnífica y humanitaria Nueva Convención de Ginebra. Porque no van a conseguir sacarle nada a este muchacho. Absolutamente nada.
—Entonces, ¿qué sugiere que hagamos?
El Médico sonrió tristemente.
—En otra circunstancias, en otra época, le diría: métanlo en un campo de prisioneros y olvídenlo, o devuélvanlo a sus líneas, o llamen a la Cruz Roja y dejen que ella se ocupe de él. Pero ahora no existen los campos de prisioneros, y si lo devolvemos a los suyos dirán que le hemos lavado atrozmente el cerebro y elevarán una protesta formal, y la Cruz Roja ya no tiene razón para intervenir en nuestras humanitarias guerras actuales, que no matan sino que sólo destruyen. Así que ya saben ustedes cuál es la mejor solución..., la única. La han empleado ya otras veces.
El Capitán se sentó de nuevo en el escritorio. Miró por unos instantes el exiguo montón de objetos que habían sido requisados al Soldado. La documentación personal, el contenido de su bolsa de costado..., la cápsula roja, de muy preciso uso y finalidad. Sí, otras veces, antes, había tenido que tomar la misma decisión. Simplemente se le devolvían todos los efectos al prisionero, todos los efectos, y se aguardaba a que el condicionamiento militar profundamente implantado actuara. Era cosa de pocos minutos.
Pensó en lo que dirían sus superiores cuando recibieran su informe adjunto al del Médico.
—Sí —suspiró, empezando a recoger las cosas del Soldado—. Sé cuál es la mejor solución.
Fin