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septiembre 11, 2021
Drama de la vida real.
Una poderosa resaca arrastró a los dos jóvenes mar adentro y los dejó atrapados en un arrecife mortal.
Por Peter Michelmore.
MATT MOUSLEY, de 24 años, y Pete Rohde, de 27, se dirigieron con sus aletas y sus gafas de buceo con tubo.de respiración hacia la resplandeciente franja de arena de la playa Gun, en la isla de Guam, en el Pacífico. Un arrecife de coral rosado bordeaba la costa unos 100 metros mar adentro, y más allá de su orilla exterior se divisaba una larga línea blanca de rompientes.
—¡He aquí la imagen perfecta de una isla de los mares del sur! —dijo Rohde.
Al sumergirse en las tranquilas aguas, los dos jóvenes, sargentos y técnicos en electrónica de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, quedaron embelesados ante la alegre danza de peces tropicales de vivos colores que entraban y salían de sus escondrijos. Mientras buceaban siguiendo la línea de coral, entraron en un canal de cuatro metros y medio de ancho excavado a través del arrecife, y a lo largo del cual estaba tendido un cable submarino que pasaba por la playa y se adentraba en el mar.
Lo que no vieron fue una mancha de fuerte turbulencia que había al otro extremo del canal, cerca de las rompientes. Allí, las olas que penetraban refluían al océano con una fuerza y una velocidad impresionantes. Pero cerca de la costa, donde andaban buceando, la resaca era suave, y por eso no advirtieron el peligro.
Mousley y Rohde prestaban servicio en la base Carswell, de Fort Worth, Texas, pero estaban destacados cuatro días en Guam, en la base Anderson del Mando Aéreo Estratégico, con la misión de reparar un simulador del sistema electrónico de un bombardero B-52. Expertos en su oficio, lograron repararlo en el primer día, por lo que a la mañana siguiente, temprano, alquilaron un auto para salir a conocer la isla.
—Vayamos a otra parte —propuso Mousley al cabo de más de una hora de bucear.
Pero cuando llegaron al coche se dio cuenta de que había extraviado su billetera.
—Ya recuerdo —exclamó, dándose una palmada en el bolsillo del pantalón corto que llevaba puesto—. Olvidé sacármela. Se me debe de haber salido en el agua.
Regresaron a la playa y se pusieron a buscar donde habían buceado.
COMO NO ENCONTRABAN la billetera en la orilla del arrecife, volvieron al canal. Iban a medio camino hacia mar abierto, concentrados en la búsqueda, cuando sintieron de pronto que los arrastraba la corriente. ¡Cuidado!, pensó Mousley, y en seguida dio media vuelta para regresar. Trató de avanzar moviendo vigorosamente brazos y aletas, pero era tarde: la corriente lo arrastró al extremo del canal.
Rohde también quedó atrapado. Como no llevaba puestas las aletas, sino unos botines de goma, no podía nadar contra la corriente; extendió el cuerpo y se dejó llevar por ella. Instantes después sintió una repentina quietud y se puso a bracear para salir a flote. Había ido a parar al manchón de aguas agitadas que se extendía frente a la boca del canal, donde el oleaje neutralizaba la fuerza de la resaca. Es una zona de aguas muertas, pensó.
No se alarmó mucho, pues la seguridad del arrecife estaba a pocos metros de distancia. Sólo tengo que llegar a la orilla e impulsarme para salir, se dijo. Parecía fácil: la superficie del coral estaba a medio metro escaso bajo el agua, y una vez en ella, podría vadear hasta la playa.
Nadó hasta el arrecife, pero en el instante en que sus manos enguantadas se asieron a la orilla, otra corriente lo sumió y lo restregó contra las afiladas aristas del coral.
Mientras luchaba por salir a la superficie, con el pecho sangrante, la resaca lo alejó del arrecife. Dio unas rápidas brazadas y regresó a la zona muerta, que parecía más segura. ¿Qué está pasando?, se preguntó.
Al mirar mar adentro halló la respuesta: a unos 30 metros de distancia rompían olas de dos metros y medio de altura que, a intervalos de unos segundos, levantaban a su vez unas ondas de casi dos metros que se precipitaban hacia el arrecife. Pero no rompían en él, sino que se deshacían antes de llegar, como succionadas por un sumidero. Luego, el caudal retrocedía al mar con gran violencia.
Rohde esperó un intervalo de calma entre dos olas y entonces trató de alcanzar nuevamente el arrecife. Esta vez consiguió aferrarse a dos salientes y encogió las piernas para buscar apoyo, pero no tuvo tiempo de encaramarse: una ola se le vino encima y volvió a sumirlo en el agua. El coral le hizo más cortaduras en el pecho, y la resaca lo apartó del arrecife por segunda ocasión.
En mar abierto, con el pulso acelerado, Rohde miró al norte y al sur, y no alcanzó a ver ningún punto en que el oleaje no azotara el arrecife. ¡No puede ser!, se dijo. Si lograba escapar de la succión de las olas e internarse unos metros en la franja de coral, estaría a salvo. Pero lo mismo daba que fueran unos metros o cien, pues allí donde el coral se encontraba con el océano, la naturaleza había puesto una trampa mortal.
CON LA ESPERANZA de que la resaca fuera menos intensa lejos del canal, Rohde nadó varios metros hacia el norte. Logró asirse a la orilla por tercera vez, pero de nuevo el oleaje lo arrancó de allí y lo arrastró al mar.
Estaba jadeando por el tubo de respiración cuando vio a Mousley, a unos seis metros de distancia, en la zona muerta, y se tranquilizó.
Pese a sus diferencias de personalidad, eran buenos amigos desde hacía cinco años, cuando se conocieron como reclutas. Mouslev, de 1.83 metros de estatura y complexión robusta, era bien parecido, y su seguridad al hablar, su franqueza y su aptitud para la electrónica lo hacían un líder nato. Rohde era igualmente alto, pero muy delgado y retraído; de niño le diagnosticaron dislexia, y sólo había podido terminar la enseñanza media.
En la Fuerza Aérea siempre contó con el apoyo moral de Mousley, gracias al cual había llegado a ser un técnico muy calificado.
Pero lo que más admiraba en su compañero era su confianza en sí mismo. Lo tenía por hombre previsor y con el temple necesario para afrontar cualquier situación.
SIN EMBARGO, Mousley no se sentía tan seguro. Se había quedado en la zona muerta más por miedo que por decisión. Cada vez que intentaba acercarse a la boca del canal, el oleaje y la resaca lo devolvían, al manchón de turbulencia, como a Rohde. El ir y venir del agua le había arrancado las aletas, y sus guantes y botines de goma estaban hechos jirones de tanto rozar contra el coral.
Al cabo de unos 20 minutos de esfuerzo, consiguió asirse a un resalte y quedarse allí. Con la cabeza sumergida en el agua, buscó dónde asentar los pies y luego se impulsó contra la corriente para sujetarse de otro asidero.
Avanzó a cuatro patas por una de las paredes del canal y, una vez que se introdujo unos dos metros, aprovechó una pausa del oleaje para encaramarse sobre el arrecife. Quedó tendido boca abajo, a salvo del vapuleo de las olas, pero en seguida se puso en pie y miró a su alrededor. ¿Dónde está Pete?, se preguntó.
Localizó a su amigo varios metros al norte de la boca del canal y unos seis metros más allá de la línea donde rompían las olas. Estaba luchando contra una corriente que lo empujaba mar adentro.
—¡Nada hacia un lado para esquivar la resaca! —le gritó.
Temía que Rohde ya no tuviera fuerzas para salvarse. Trató de ahuyentar este pensamiento, en vano. Tengo que ayudarlo, se dijo. Pero un amargo recuerdo lo hizo titubear.
Cuando cursaba el tercer grado de enseñanza secundaria, Mousley era un alumno sobresaliente, pero bajo de estatura, y cierto día un bravucón le dio un golpe en la espalda que lo hizo caer de bruces. Matt no se defendió, ni en esa ocasión ni cuando el otro le propinó un puñetazo en la cara, varios días después; sólo acusó a su agresor, al que amonestaron. Pero eso no lo consoló. No salí ni vencedor ní vencido, pensó con tristeza. Sólo fui un blandengue sin carácter.
Con el tiempo embarneció, ingresó en la Fuerza Aérea y llegó a ser un técnico muy hábil, pero no olvidó la humillación que había sufrido. El aplomo y la seguridad que mostraba eran mera apariencia, y siempre se preguntaba si se podría contar con él en caso de necesidad.
Mousley vio a su amigo a escasos seis metros de distancia. Si aprovechaba el retroceso de las olas que bañaban el coral, no tardaría en llegar a su lado. Pero, ¿cómo volverían al arrecife? Vadeó hasta la boca del canal y allí saltó al agua con el brazo derecho extendido hacia un lado para buscar de inmediato un asidero. Al instante de caer al agua sintió una poderosa corriente a la altura de las piernas.
Muy asustado, se agarró de un reborde y allí se mantuvo hasta que se hizo una calma en el oleaje, la cual aprovechó para trepar de nuevo al arrecife. Entonces vio a Rohde dando débiles brazadas, a más distancia que antes.
AGOTADO, pero a flote, Rohde se sorprendió al ver a Mousley de pie sobre el arrecife, y más todavía cuando lo vio echarse al agua. ¡No lo hagas! ¡Te vas a matar!, pensó.
En eso se le vino encima una ola que le llenó de agua el tubo de respiración. Soltó la boquilla, salió a la superficie y vio a su amigo encaramarse de nuevo en el coral. Bien hecho. Es inútil que trates de salvarme, se dijo. El miedo dio paso a la resignación. Estaba derrotado. Se iba a ahogar.
MIENTRAS escudriñaba con ansiedad el agua en busca de Rohde, Mousley reflexionó en su fallido intento de rescate y se dijo que había actuado como un niño asustado. Entonces, en una fracción de segundo, vio que su amigo lo miraba a los ojos. Se sintió muy avergonzado y pensó que era un cobarde.
De repente oyó la voz de Rohde entre el fragor de las olas:
—¡No podré salir de aquí, Matt!
El mejor amigo que había tenido en la vida se estaba despidiendo de él. De pronto, todas sus dudas se desvanecieron. O nos salvamos los dos, o morimos juntos, resolvió.
Enderezó el cuerpo, extendió los brazos y sin pensarlo más se zambulló. Tardó un minuto en llegar junto a Rohde. Le pasó el brazo izquierdo alrededor del pecho y lo inclinó hada atrás. Al sentir que el cuerpo de su amigo se aflojaba, supuso que se había desmayado. Si los dos pataleaban, tendrían mayor probabilidad de salvarse, pero en ese momento todo quedó en manos de Mousley. Hizo acopio de valor y nadó con fuerza hacia el arrecife.
Cuando llegaron a la zona de turbulencia de la boca del canal, los brazos y las piernas le dolían de cansancio. Jamás nos salvaremos, pensó. Pero no esperó más y se impulsó hacia la pared norte del canal.
Asido a una saliente de coral, resistió la fuerza de la resaca. Pero la pausa entre una ola y otra era muy breve. La siguiente les cayó encima y los alejó de nuevo de la orilla. Con todo, Mousley no soltó a Rohde.
Con enérgicas patadas y movimientos del brazo libre, Mousley consiguió regresar a la orilla del arrecife cinco, diez y hasta 15 veces, pero en cada ocasión el oleaje volvía a hundirlos y alejarlos. Tenía las palmas en carne viva y con astillas de coral incrustadas.
Por fin, casi media hora después de haber sujetado a Rohde, alcanzó la pared del canal y se aferró a ella. Decidió subir con la misma técnica de avance lateral que había usado antes. Para encontrar apoyo, tenía que sumergirse a cada paso, y al mismo tiempo tirar de Rohde.
El agua brotaba del canal con una fuerza tremenda, pero Mousley consiguió asentar los pies en un resalte. Asido del coral con la mano derecha, estiró el cuerpo y trepó como pudo. Luego tomó a su amigo por las axilas, lo sacó del agua de un tirón, lo puso boca abajo y lo arrastró hasta ponerlo a salvo.
Se quedaron inmóviles cerca de media hora. Rohde arrojaba agua por la boca. Cuando Mousley sintió el aliento de su amigo en las piernas, primero entrecortado y luego uniforme, estuvo seguro de que viviría.
—Larguémonos de aquí, Pete —le dijo—. Ha sido suficiente por hoy.
DESDE ESE DÍA de octubre de 1985, las vidas de Matt Mousley y Pete Rohde han sufrido cambios que ellos nunca imaginaron.
"Antes yo era muy desidioso", confiesa Rohde. "Ahora me esfuerzo más por lograr lo que me propongo". Aprovechó su tiempo libre para obtener su licencia de piloto aviador, una ambición de toda la vida. Hace dos años se casó, y junto con su esposa, Tommie, compró una granja de dos hectáreas y media donde planean adiestrar caballos de carreras. Él, que nunca preveía, está hoy lleno de proyectos.
Mousley, que siempre quiso tener el dominio de la situación, se dedicó al buceo con tanques y a la navegación a vela tras su experiencia en la playa Gun. Paradójicamente, encontró su plena realización en una vida cargada de incertidumbre. Se enamoró de una enfermera llamada Victoria que padece el mal de Crohn, una grave inflamación crónica del íleon.
Los dos amigos rara vez se han puesto a recordar juntos la terrible experiencia que tuvieron en Guam, pero una noche Rohde llamó a Mousley aparte para hablar con él.
—Todavía se me hace un nudo en la garganta cuando pienso en el valor que tuviste para arrojarte al agua y salvarme —le dijo.
—Ese día también significó mucho para mí, Pete —contestó Mousley en voz baja—. Descubrí de qué estaba hecho. Por fin maduré.