POR SI ALGO ME OCURRIERA (Georges Simenon)
Publicado en
mayo 30, 2021
1
Domingo, 6 de noviembre
Hace apenas dos horas, después del almuerzo, en el salón en el que acabábamos de entrar para tomar el café, yo estaba de pie delante de la ventana, lo suficientemente cerca de los cristales como para sentir la humedad fría, cuando oí a mis espaldas que mi mujer decía:
—¿Piensas salir esta tarde?
Y estas palabras tan sencillas, tan vulgares, me han parecido cargadas de sentido, como si ocultasen entre sus sílabas pensamientos que ni Viviane ni yo nos atrevíamos a expresar. No he respondido inmediatamente, y no porque dudase acerca de mis intenciones, sino porque he permanecido por un instante en suspenso en ese universo un poco angustioso, en el fondo más real que el mundo de todos los días, que da la impresión de descubrir el reverso de la vida.
Por fin creo que balbuceé:
—No. Hoy no.
Ella sabe que hoy no tengo ningún motivo para salir. Lo ha adivinado como todo lo demás; tal vez está informada también de todo lo que hago. No le guardo rencor por eso, como ella tampoco me guarda rencor por lo que me pasa.
En el momento en que hizo esta pregunta, yo miraba a través de la lluvia fría y oscura que cae desde hace cinco días, exactamente desde el día de Todos los Santos, a un vagabundo que iba y venía bajo el Pont-Marie dándose palmadas en los costados para entrar en calor.
Sobre todo tenía los ojos fijos en un montón de oscuros andrajos, junto al muro de piedra, preguntándome si se movía realmente o si era una ilusión creada por el temblor del aire y el movimiento de la lluvia.
Se movía, lo comprobé un poco después cuando un brazo surgió de los harapos, y luego la cabeza de una mujer, abotargada, enmarcada por unos cabellos despeinados. El hombre dejó de ir de un lado a otro, se volvió hacia su compañera para Dios sabe qué diálogo, luego, mientras ella se sentaba, fue a coger entre dos piedras una botella medio vacía que le tendió, y de la que ella bebió a gallete.
Desde hace diez años, el tiempo que llevamos viviendo en el Quai d'Anjou, en la isla de Saint-Louis, he observado muchas veces a los vagabundos. Los he visto de todas clases, también mujeres, pero es la primera vez que veo a unos comportarse como un verdadero matrimonio. ¿Por qué me ha conmovido eso y me ha hecho pensar en un macho y en su hembra agazapados en su refugio del bosque?
Hay gentes que cuando hablan de Viviane y de mí aluden a un par de fieras, me lo han dicho, y sin duda no dejan de añadir que entre los animales salvajes la hembra es la más feroz.
Antes de darme la vuelta y de dirigirme hacia la bandeja en la que estaba servido el café, tuve tiempo de registrar otra imagen, un hombre muy alto, con la cara bronceada, saliendo de la escotilla de una chalana amarrada delante de nuestra casa. Llevaba su chubasquero negro por encima de la cabeza para aventurarse en el universo mojado, y un envase de litro vacío en cada mano, y se puso a andar por el resbaladizo madero que unía la embarcación con el muelle. En aquellos momentos, él y los dos vagabundos, además de un perro canelo pegado a un árbol negro, eran los únicos seres vivos en el paisaje.
—¿Bajas al despacho? —preguntó entonces mi mujer, mientras yo, de pie, vaciaba mi taza de café.
Dije que sí. Siempre me han inspirado horror los domingos, sobre todo los domingos de París, que me dan una angustia que se parece mucho al pánico. La perspectiva de ir a hacer cola, bajo los paraguas, delante de algún cine, me da náuseas, como también la de deambular por los Campos Elíseos, por ejemplo, o por las Tullerías, por no hablar de ir en coche, en comitiva, por la carretera de Fontainebleau.
Ayer noche volvimos tarde. Después de un ensayo general en el teatro de la Michodière, tomamos algo en Maxim's, y hacia las tres de la madrugada recalamos en un bar que está en un sótano, cerca del Rond-Point, donde se reúnen los actores y la gente del cine.
Ya no aguanto la falta de sueño tan bien como años atrás. En cambio Viviane nunca parece acusar el cansancio.
¿Cuánto tiempo seguimos en el salón sin decimos nada? juraría que al menos cinco minutos, y cinco minutos de aquel silencio parecen una eternidad. Yo miraba a mi mujer lo menos posible. Hace ya varias semanas que procuro no mirarla a la cara, y que abrevio en lo que puedo el tiempo en que estamos a solas. ¿Tenía ganas de hablarme? Creí que iba a hacerlo cuando, al empezar yo a dar media vuelta, ella abrió la boca, titubeante, para acabar articulando en vez de las palabras que quería pronunciar:
—Ahora mismo me voy a casa de Corine. Si a media tarde te apetece, podrías pasar a recogerme.
Corine de Langelle es una amiga que da mucho que hablar, y que posee una de las mansiones más hermosas de París, en la Rue Saint-Dominique. Entre otras ideas originales, ha tenido la de celebrar reuniones el domingo por la tarde.
—Es un error creer que todo el mundo va a las carreras -explica-, y son pocas las mujeres que acompañan a su mando a cazar. ¿Por qué nos vamos a tener que aburrir por el hecho de ser domingo?
Yo di unas vueltas por el salón hasta que acabé mascullando:
—Hasta ahora.
Recorrí el pasillo y franqueé la puerta del despacho. Aunque ya hace años, sigue causándome extrañeza entrar allí por la galería. La iniciativa fue de Viviane. Cuando el piso de abajo se puso en venta, me aconsejó que lo comprara para instalar allí mi despacho, porque empezábamos a estar estrechos, sobre todo para recibir. Se quitó el suelo de una de las habitaciones, la mayor, y se reemplazó por una galería que tenía la misma altura que el piso superior.
Eso hace que la habitación sea muy alta, con dos hileras de ventanas, tapizadas de libros de arriba abajo, lo cual le da cierto parecido a una biblioteca pública, y necesité algún tiempo para acostumbrarme a trabajar allí y recibir a mis clientes.
De todos modos me arreglé en uno de los antiguos cuartos un rincón más íntimo en el que preparo mis informes y en el que un diván de cuero me permite echar la siesta vestido.
Hoy he echado la siesta. ¿He dormido del todo? No estoy seguro. En la penumbra he cerrado los ojos y no creo haber dejado de oír el agua que bajaba por el canalón. Supongo que Viviane también ha descansado en el tocador tapizado de seda roja que se ha hecho hacer al lado de nuestra habitación.
Son algo más de las cuatro. Debe de estar ocupada arreglándose, y lo más probable es que pase a darme un beso antes de ir a casa de Corine.
Me noto los ojos hinchados. Tengo mala cara desde hace tiempo, y los medicamentos que me ha recetado el doctor Pémal no me sirven de nada. No obstante, continúo tragándome concienzudamente las gotas y píldoras que forman un pequeño arsenal junto a mi plato.
Siempre he tenido los ojos saltones y una cabeza grande, tan grande que en Paris sólo hay dos o tres tiendas en las que encuentre sombreros de mi medida. En la escuela me comparaban con un sapo.
A veces se oye un crujido, porque con la humedad la madera de la galería se va combando, y cada vez levanto la cabeza, como pillado en falta, esperando ver bajar a Viviane.
Nunca le he ocultado nada, y sin embargo voy a ocultarle esto, que guardaré bajo llave en el armario Renacimiento de mi cuchitril. Antes de empezar a escribir me he cerciorado de que la llave, que no se ha usado jamás, no se ha perdido, y de que la cerradura funciona. También tendré que encontrar un escondrijo para esta llave, por ejemplo, detrás de ciertos libros de la biblioteca; es enorme, y no me cabría en los bolsillos.
He sacado del cajón de mi escritorio una carpeta de cartulina de Lyon color gris que lleva impresos mi nombre y mi dirección.
LUCIEN GOBILLOT
ABOGADO DEL TRIBUNAL DE APELACIÓN DE PARIS
17 BIS, QUAI D'ANJOU — PARIS
Cientos de expedientes así, más o menos repletos de dramas, los de mis clientes, llenan un archivador metálico que Mademoiselle Bordenave tiene al día, y he dudado antes de escribir mi nombre en el lugar en el que, en los otros, figura el del cliente. Finalmente, con una sonrisa irónica, he escrito una sola palabra con lápiz rojo: «Yo».
En resumen, lo que estoy empezando es mi propio expediente, y no es imposible que algún día pueda ser útil. Durante diez minutos me ha intimidado comenzar a escribir la primera frase, porque me tentaba empezar igual que un testamento:
«Yo, el abajo firmante, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales...».
Porque eso también se parece a un testamento. Para ser más exactos, ignoro a lo que se parecerá, y me pregunto si tendrá al margen los signos cabalísticos que utilizo para mis clientes.
Tengo la costumbre de anotar delante de ellos, a medida que hablan, lo esencial de lo que dicen, la verdad y la mentira, las medias verdades y las medias mentiras, las exageraciones y las falsedades, y por medio de signos que sólo significan algo para mí, registro al mismo tiempo mi impresión del momento. Algunos de estos signos son inesperados, extravagantes, se parecen a esos monigotes o a esos croquis informes que algunos magistrados garrapatean en su secante en el curso de las largas vistas.
Intento burlarme de mí mismo, no tomarme por lo trágico. No obstante, ¿acaso no es eso ya un síntoma de necesitar expresarse por escrito? ¿Para quién? ¿Por qué? No tengo la menor idea. Por si algo me ocurriera, como suele decir la buena gente que ahorra. Por si las cosas llegan a ir mal.
Pero ¿es que pueden ir bien? Incluso en Viviane adivino un sentimiento que siempre le ha sido ajeno y que se parece, como una gota de agua a otra gota, a la compasión. Tampoco ella sabe lo que nos espera. Pero comprende que esto no puede durar así mucho más tiempo, que es necesario que pase algo, lo que sea.
También Pémal, que es mi médico desde hace quince años, lo sospecha, y aunque me da medicamentos estoy seguro de que lo hace sin convicción. Además, cuando viene a verme adopta ese aire de desenvoltura, esa jovialidad con la que ha de enmascararse cuando entra en la casa de un enfermo grave.
—Vamos a ver, ¿hoy qué se ha estropeado?
Nada. Nada y todo. Entonces me habla de mis cuarenta y cinco años y de que siempre he trabajado muchísimo, de que continúo trabajando mucho. Bromea.
—Llega un momento en el que la máquina más fuerte y más perfecta necesita pequeñas reparaciones.
¿Ha oído hablar de Yvette? Pémal no vive en el mismo ambiente que nosotros, en el que sin duda no se ignora nada de mi vida privada. Habrá leído en las revistas ciertos chismes que sólo los iniciados saben entender.
Además, no se trata solamente de Yvette. Es toda la máquina, para emplear su misma expresión, la que no funciona bien, y no desde hoy o desde hace unas semanas o unos meses.
¿Puedo decir que hace veinte años que sé que esto va a acabar mal? Sería exagerado, pero no más exagerado que afirmar que todo empezó hace un año con Yvette.
Tengo ganas de...
Mi mujer acaba de bajar, lleva un traje sastre negro bajo el visón, con un medio velo que da un toque de misterio a la parte superior de su rostro, un poco ajado. Al acercarse he notado su perfume.
—¿Irás a recogerme?
—No lo sé.
—Luego podríamos cenar fuera, en cualquier sitio.
—Ya te telefonearé a casa de Corine.
Por el momento quiero quedarme solo en mi rincón, sudando.
Ha posado sus labios en mi frente y se ha dirigido hacia la puerta, con pasos rápidos.
—Hasta luego.
No me ha preguntado en qué estaba trabajando. La he mirado mientras salía y me he levantado para pegar mi frente a los cristales.
La pareja de vagabundos sigue bajo el Pont-Marie. Ahora el hombre y la mujer están sentados el uno al lado del otro, con la espalda apoyada en la piedra del muelle, y miran pasar el agua bajo los arcos. De lejos no se puede ver si los labios se mueven, y es imposible saber si hablan, con la parte inferior del cuerpo abrigada por las mantas agujereadas. Si hablan, ¿qué pueden decirse?
El marinero ha debido de regresar con su ración de vino, y en el camarote se adivina la luz rojiza de una lámpara de petróleo.
Sigue lloviendo y casi ha anochecido.
Antes de seguir escribiendo he marcado el número de teléfono del piso de la Rue de Ponthieu, y he sentido una sensación dolorosa al oír el timbre sin que yo me encontrase allí. Es una sensación que comienzo a conocer, una especie de ahogo, de espasmo en el pecho, que hace que me lleve la mano al corazón como si fuese cardiaco.
El timbre ha sonado largamente, como en un piso vacío, y cuando ya esperaba que se interrumpiese se ha producido un chasquido. Una voz soñolienta, malhumorada, ha murmurado:
—¿Quién es?
He estado a punto de callarme. Sin decir mi nombre, he preguntado.
—¿Estabas durmiendo?
—¡Ah, eres tú! Sí, estaba durmiendo.
Ha habido un silencio. ¿Por qué iba a informarme de lo que hizo anoche y de la hora a la que volvió?
—¿No has bebido demasiado?
Ha tenido que levantarse de la cama para contestar al teléfono, porque el aparato no está en la alcoba, sino en el salón. Duerme desnuda. Al despertar su piel huele de una forma peculiar, su olor de mujer mezclado al de la nicotina y el alcohol. últimamente bebe mucho más, como si también ella tuviese la intuición de que algo va a suceder.
No me he atrevido a preguntar si él estaba también. ¿Para qué? ¿Por qué no iba a estar si yo mismo, en cierto modo, le he cedido el sitio? Debe de estar escuchando, apoyado en un codo, buscando con la mano los cigarrillos en la penumbra de la alcoba con las cortinas echadas.
Hay prendas de vestir esparcidas sobre la alfombra, sobre las sillas, vasos y botellas aquí y allá, y cuando yo haya colgado, se dirigirá a la nevera por una cerveza.
Hace un esfuerzo para preguntar, como si eso le interesara:
—¿Estás trabajando? —y añade, indicándome así que no ha descorrido las cortinas-: ¿Sigue lloviendo?
—Sí.
Eso es todo. Pienso qué puedo decir, y tal vez ella busque también las palabras. Lo único que se me ocurre es una frase ridícula:
—Pórtate bien.
Creo ver su postura, sentada en el brazo del sillón verde, sus pechos en forma de pera, su espalda delgada de niña con mala salud, el triángulo oscuro de su pubis, que, no sé por qué, siempre me parece conmovedor.
—Hasta mañana.
—Sí, hasta mañana.
He vuelto a acercarme a la ventana y ya sólo se ven las guirnaldas de farolas a lo largo del Sena, sus reflejos en el agua, y en la negrura de las fachadas mojadas, de vez en cuando, el rectángulo de una ventana con luz.
Releo lo que estaba escribiendo cuando me ha interrumpido mi mujer.
«Tengo ganas de...»
No consigo acordarme de lo que quería decir. Tengo la impresión de que si quiero continuar lo que llamo mi expediente, lo mejor será no releer nada, ni siquiera una frase.
«Tengo ganas de...»
¡Ah, sí! Probablemente es eso. De tratarme como trato a mis clientes. En el Palacio de justicia dicen que yo hubiera sido el más temible de los jueces de instrucción, porque consigo que hablen los más coriáceos. Mi actitud no varía mucho, y reconozco que me sirvo de mi físico, de mi famosa cara de sapo, de mis ojos saltones que se clavan en la gente como sin verla, impresionándola. Mi fealdad me resulta útil, me da el aspecto misterioso de un chino grotesco.
Les dejo hablar durante un rato, que desgranen, mientras voy tomando notas con una mano blanda, el rosario de frases que han preparado antes de llamar a mi puerta, y luego, en el momento en que menos se lo esperan, interrumpo sin moverme, siempre apoyando la barbilla en la mano izquierda:
«-¡No!».
Este monosílabo, pronunciado sin levantar la voz, como en lo absoluto, raras veces deja de desconcertarles.
«-Le aseguro... -tratan de protestar.
«-No.
»-¿Quiere usted decir que estoy mintiendo? Las cosas no pasaron como usted dice.»
Para algunos, sobre todo mujeres, eso basta, y enseguida sonríen con un aire cómplice. Otros siguen forcejeando.
«-Sin embargo, le juro...»
En estos casos me pongo en pie, como si la entrevista hubiera terminado, y me dirijo hacia la puerta.
«-Se lo explicaré -balbucean inquietos.
»-Lo que necesito no es una explicación, sino la verdad. Quien ha de encontrar las explicaciones soy yo, no usted. Pero dado que prefiere mentir...»
Muy pocas veces tengo que poner la mano en el picaporte.
Evidentemente, no puedo representar esta comedia conmigo mismo. Pero si escribo, por ejemplo:
«Todo empezó hace un año cuando...».
Nada me impide interrumpirme, como hago con los demás, diciendo un sencillo y categórico:
«-¡No!».
Ése «no» les desconcierta aún más que los precedentes, y ya no comprenden nada.
«-No obstante -siguen debatiéndose-, fue cuando la conocí...
»-No.
«-¿Por qué está tan seguro de que no es verdad?
«-Porque hay que remontarse más lejos.
»-¿Más lejos? ¿Hasta dónde?
«-No lo sé. Piénselo.»
Lo piensan y casi siempre descubren un hecho anterior para explicar su drama. Así he salvado a muchos, no como dicen en el Palacio de justicia, con trucos de procedimiento o ademanes efectistas delante de los jurados, sino porque les hacía descubrir la causa de su comportamiento.
También yo, como ellos, iba a escribir:
«Todo empezó...».
¿Cuándo? ¿Con Yvette, la tarde en que al volver del Palacio de Justicia me la encontré sentada y sola en mi sala de espera? Es la solución fácil, lo que me gustaría llamar la solución romántica. De no ser Yvette probablemente hubiera habido otra. Quién sabe incluso si la intrusión de un nuevo elemento en mi vida era indispensable.
Por desgracia, no tengo, como tienen mis clientes cuando se sientan en lo que llamamos el sillón de las confesiones, a alguien delante de mí para ayudarme a encontrar mi propia verdad, aunque sólo fuese con un banal:
«-¡No!».
A ellos no les permito que empiecen por el final ni por el medio, y sin embargo es lo que voy a hacer, porque lo de Yvette me obsesiona y necesito desembarazarme de ello. Después, si aún me quedan ánimos y valor, me esforzaré por profundizar más.
Fue un viernes, hace poco más de un año, no mucho más, porque estábamos a mediados de octubre. Yo acababa de defender una causa en un asunto de chantaje, la vista se había aplazado una semana' y recuerdo que mi mujer y yo teníamos que cenar en un restaurante de la Avenue du Président-Roosevelt, con el prefecto de policía y otras personalidades. Yo había vuelto a pie del Palacio de justicia, que está a un paso, y caía una lluvia fina, casi tibia, muy diferente de la de hoy.
Mademoiselle Bordenave, mi secretaria, a la que nunca se me ha ocurrido llamar por su nombre de pila, y a la que llamo Bordenave, como todo el mundo, como llamaría a un hombre, esperaba mi regreso, pero el joven Duret, que desde hace cuatro años es mi pasante, ya se había ido.
—Le espera alguien en la sala -me anunció Bordenave, levantando la cabeza bajo la pantalla de color verde de su lámpara.
Es más rubia que pelirroja, pero su sudor huele indiscutiblemente como el de las pelirrojas.
—¿Quién es?
—Una chica muy joven. No ha querido decir su nombre ni el motivo de la visita. Dice que tiene que hablar personalmente con usted.
—¿En qué sala?
Hay dos salas de espera, la grande y la pequeña, como las llamamos, y yo sabía que mi secretaria iba a responder:
—La pequeña.
No le gustan las mujeres que insisten en hablarme personalmente.
Yo aún llevaba la cartera bajo el brazo, el sombrero en la cabeza, el abrigo mojado puesto, y empujé la puerta y la vi, hundida en un sillón, con las piernas cruzadas, leyendo una revista de cine y fumando un cigarrillo.
Se apresuró a ponerse en pie y me miró como hubiera mirado en carne y hueso al actor que se veía en la portada de la revista.
—Sígame, por favor.
Me había fijado en su abrigo barato, en los zapatos con tacones torcidos y sobre todo en el cabello recogido en una cola de caballo, según la moda de las bailarinas y de ciertas chicas de la orilla izquierda.
Una vez en mi despacho, dejé la cartera, me quité el abrigo y el sombrero y me senté, señalándole el sillón que había frente a mí.
—¿La ha enviado alguien? —le pregunté.
—No. He venido por iniciativa propia.
—¿Por qué me ha elegido a mí en vez de dirigirse a cualquier otro abogado?
Hago a menudo esta pregunta, aunque la respuesta no siempre es halagadora para mi amor propio.
—¿No se lo imagina?
—No me gustan las adivinanzas.
—Digamos que porque tiene usted la costumbre de conseguir que declaren inocentes a sus clientes.
Hace poco un periodista lo ha dicho de otra manera, y desde entonces la frase se ha repetido mucho en la prensa:
«Si es usted inocente, contrate a cualquier abogado bueno. Si es culpable, diríjase a Gobillot».
La cara de mi visitante estaba implacablemente iluminada por la lámpara que enfocaba el sillón de las confesiones, y recuerdo la desazón que me produjo fijarme en ella, porque era, a la vez, una cara infantil y una cara muy vieja, una mezcla de candidez y de malignidad, podría añadir que de inocencia y de vicio, pero no me gustan estas palabras, que reservo para los jurados.
Era delgada, con aspecto de poca salud, como las chicas de su edad que viven en París sin mucha higiene. ¿Por qué pensé que debía de tener los pies sucios?
—Tiene que comparecer ante la justicia?
—Seguro que eso no tardará mucho en suceder.
Estaba satisfecha de sorprenderme, y hubiera jurado que cruzaba ex profeso las piernas descubriéndolas hasta más arriba de las rodillas. Su maquillaje, que había retocado mientras me esperaba, era excesivo y torpe, como el de las prostitutas de baja estofa o el de algunas criadas recién llegadas a París.
—Cuando vuelva a mi hotel, si vuelvo, me detendrán...y es probable que en la calle todos los agentes ya tengan mi descripción.
—¿Por eso ha querido verme antes?
—¡Hombre, después sería demasiado tarde!
Yo no comprendía y empezaba a sentirme intrigado. Sin duda es lo que ella quería, y sorprendí una sonrisa furtiva en sus delgados labios.
Ataqué a ciegas:
—¿He de suponer que es usted inocente?
Había leído lo que decían de mí en los periódicos, porque respondió en el acto:
—Si fuese inocente no estaría aquí.
—¿De qué delito la acusan?
—Atraco.
Lo dijo con toda sencillez, secamente.
—¿Ha cometido una agresión a mano armada?
—Eso es lo que se llama un atraco, ¿no?
Entonces me arrellané en mi Sillón, adoptando la postura que me era habitual, con la barbilla apoyada en la mano izquierda, mientras con la derecha trazaba palabras y arabescos en un bloc, la cabeza un poco ladeada, entornando mis ojos saltones fijos en ella.
—Cuéntemelo.
—¿El qué?
—Todo.
—Tengo diecinueve años.
—Yo le hubiera echado diecisiete.
Lo dije adrede, para que se molestase, aunque no sé por qué. Podría decir que desde el primer momento había surgido entre nosotros una especie de antagonismo.
Ella me desafiaba, y yo respondía al desafío. En aquel momento la partida aún podía considerarse igualada.
—Nací en Lyon.
—¿Qué más?
—Mi madre no es asistenta, ni obrera de fábrica ni prostituta.
—¿Por qué lo dice?
—Porque es lo que suele ocurrir, ¿no?
—¿Lee novelas de quiosco?
—Solamente leo los periódicos. Mi padre es maestro, y antes de casarse mi madre trabajaba en Correos y Telégrafos.
Parecía esperar una respuesta que no se produjo, lo cual por un instante la desconcertó.
—Fui a la escuela hasta los dieciséis años, saqué el diploma y trabajé de mecanógrafa durante un año en Lyon, en una compañía de transportes por carretera. —Yo había decidido guardar silencio-. Un día decidí probar suerte en París y dije a mis padres que había encontrado un empleo por correspondencia. —Yo seguía sin hablar-. ¿No le interesa todo eso?
—Continúe.
—Llegué aquí sin trabajo, pero me fui apañando, la prueba es que aún sigo viva. ¿No me pregunta cómo me las arreglé?
—No.
—De todos modos se lo diré. Haciendo de todo. De todo. —No dije nada, y ella insistió-: ¡De todo! ¿Me comprende?
—¿Qué más?
—Conocí a Noémie, a la que han echado el guante no sé dónde, y a la que a estas horas deben de estar interrogando. Como saben que en el atraco éramos dos, no tardarán en enterarse, si es que aún no se lo han dicho, que compartíamos la misma habitación del hotel, y allí me esperarán. ¿Conoce el hotel Alberti, de la Rue Vavin?
—No.
—Pues es allí.
Mi actitud empezaba a impacientarla e incluso a hacer que perdiera los estribos. Yo, por mi parte, exageraba adrede el aire de quietud e indiferencia.
—¿Usted siempre es así? —preguntó despechada-. Yo me figuraba que su trabajo consiste en ayudar a sus clientes.
—Para eso tengo que saber en qué puedo ayudarles.
—¡Anda, pues en hacer que nos suelten a las dos!
—Estoy escuchando.
Vaciló, se encogió de hombros y siguió diciendo:
—¡Y qué más da! Lo intentaré. Las dos acabamos hartas.
—¿Hartas de qué?
—¿Quiere que entre en detalles? Le aseguro que a mi no me importa, y si le gustan las historias asquerosas...
Había desdén y decepción en su voz, y yo por primera vez la animé, reprochándome haber sido con ella aún más duro de lo que solía.
—¿A quién se le ocurrió la idea del atraco›
—A mí. Noémie es demasiado tonta para que se le ocurra algo. Es buena chica, pero tiene el cerebro de un mosquito. Leyendo los periódicos me dije que con un poco de suerte, de golpe podríamos ganar para vivir semanas enteras, incluso meses. Muchas veces, a la caída de la tarde, paseo por los alrededores de la estación Montparnasse, y empiezo a conocer el barrio. En la Rue de l'Abbé-Grégoire me fijé en una relojería que por la noche aún está abierta hasta las nueve o las diez.
»Es una tienda estrecha, mal iluminada. Al fondo se ve una cocina en la que una vieja hace punto o pela legumbres escuchando la radio.
»El relojero, que es tan viejo como ella y calvo, trabaja cerca del escaparate, con una lupa dentro de un aro negro incrustada en el ojo, y me puse a pasar por delante una y otra vez, sólo para observarlos.
»Esa parte de la calle está mal iluminada, y no hay tiendas cerca.
—¿Tenía armas?
—Tenía uno de esos revólveres de juguete que se parecen mucho a un revólver de veras.
—¿Eso fue anoche?
—No, anteayer, el miércoles.
—Adelante.
—Poco después de las nueve entramos las dos en la tienda y Noémie dijo que su reloj necesitaba que lo reparasen. Yo estaba a su lado y me inquietó un poco no ver a la vieja en la cocina. Incluso estuve a punto de renunciar a nuestro plan, pero en el momento en que el hombre se inclinaba para mirar el reloj de mi compañera, saqué el arma y le dije:
—Esto es un atraco. No grite. Déme el dinero y no le haré daño.
»Él comprendió que iba en seno y abrió la caja, mientras Noémie, tal como estaba previsto, se hacía con los relojes que colgaban alrededor de la mesa y los iba metiendo en los bolsillos de su abrigo.
»Yo iba a alargar la mano para tomar el dinero cuando noté una presencia a mi espalda. Era la vieja, con sombrero y abrigo, que volvía de no sé dónde, y que desde la puerta de la calle se puso a pedir socorro.
»Mi revólver no parecía darle miedo, y me cerraba el paso con los brazos en cruz y chillando:
»-¡Al ladrón! ¡Socorro! ¡Al asesino!
»Entonces vi la manivela que sirve para subir y bajar el cierre metálico, la agarré y me lancé contra la vieja mientras le gritaba a Noémie:
»-¡Aprisa, larguémonos!
»Golpeé a la vieja, que cayó de espaldas sobre la acera, pasamos por encima de su cuerpo y las dos echamos a correr en direcciones diferentes.
»Habíamos quedado que en caso de tener que separarnos nos encontraríamos en un bar de la Rue de la Gaîté, pero yo di vueltas y más vueltas durante más de una hora, incluso tomé el metro hasta la estación de Châtelet antes de ir al bar. Allí pregunté a Gaston:
»-¿No ha venido mi amiga?
»-Esta noche no la he visto -me respondió.
»Pasé una parte de la noche en la calle y al amanecer volví al hotel Alberti; Noémie no había regresado. No la he vuelto a ver. En el periódico de ayer por la mañana contaban la historia en pocos renglones, añadiendo que a la mujer del relojero, que tenía una herida en la frente y un ojo dañado, la llevaron al hospital.
»No dicen nada más. No hablaban de nosotras ni ayer por la tarde ni esta mañana. Tampoco precisan que las del atraco eran dos mujeres.
»Eso no me gusta. La noche pasada no dormí en el hotel Alberti, y hacia las doce, cuando me dirigía al bar de la Rue de la Gaîté, afortunadamente vi a tiempo a dos polis de paisano.
»Pasé por delante mirando hacia otro lado. Desde una taberna de la Rue de Rennes, en la que no me conocen, telefoneé a Gaston.
Yo la escuchaba siempre inmóvil, sin concederle las muestras de interés que ella había dado por supuestas.
—Le enseñaron una foto de Noémie, como esas que toman a los presos, y le preguntaron si la conocía. Les dijo que sí. Entonces quisieron saber si conocía a su amiga, y también les dijo que sí, pero que no sabía dónde vivíamos las dos. Debieron de hacer lo mismo en todos los bares de los alrededores, y sin duda también en los hoteles. Le supliqué a Gaston, que es amigo mío, que me hiciera un favor, y aceptó.
Me miró como si yo ya sólo tuviera que adivinar el resto.
—Sigo esperando -le dije, sin perder la frialdad.
No sé por qué le guardaba rencor, pero era así.
—Cuando le vuelvan a preguntar, lo cual seguro que va a ocurrir, dirá que el jueves por la noche las dos estábamos en su bar a la hora del atraco, y habrá clientes que lo confirmen. Eso Noémie no lo sabe, y es indispensable que lo sepa. Como la conozco, seguro que no ha abierto la boca y que les mira fijamente. Ahora que usted es nuestro abogado tiene derecho a ir a verla para decirle lo que conviene que diga. También puede ultimar los detalles con Gaston, le encontrará en su bar hasta las dos de la madrugada. Ya le he avisado por teléfono. Por ahora no podré pagarle con dinero, porque no tengo nada, pero sé que a veces usted se encarga de ciertos asuntos gratuitamente.
¡Y yo que creía haberlo visto y oído todo!
Adivinaba que no se atrevía a acabar, que aún no había vaciado todo el buche, que todavía le quedaba algo por hacer, y que de pronto aquello le resultaba difícil. ¿Tenía miedo de estropearlo todo, después de preparar aquella entrevista con la misma minuciosidad que el atraco?
Parece que la estoy viendo poniéndose en pie, más pálida, esforzándose por sonreír con aplomo para representar debidamente una escena importante. Su mirada recorrió la estancia hasta detenerse en el único rincón del despacho que no estuviese ocupado por papeles, y entonces, subiéndose la falda hasta la cintura, se tendió en el sofá murmurando:
—Lo mejor es que usted se aproveche antes de que me metan en la cárcel.
No llevaba bragas. Fue la primera vez que vi sus muslos delgados, su vientre abombado de chiquilla, el triángulo oscuro de su pubis, y, sin una razón precisa me subió la sangre a la cabeza.
Vela su cara al revés, cerca de mi lámpara, del jarrón de flores que Bordenave cambia todas las mañanas, y ella también se esforzaba por verme, esperaba, poco a poco al ver que yo seguía inmóvil, perdía confianza en su destino.
Pasaron unos minutos antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas, se sorbiera los mocos y finalmente se llevase la mano al borde de la falda, aunque aún sin bajarla, preguntando con voz decepcionada y humillada.
—¿No le gusta?
Se puso en pie lentamente, de espaldas a mí, y sin dejarme ver su rostro preguntó resignada:
—¿O sea que nada de nada?
Encendí un cigarrillo. Y luego dije, mirando hacia otra parte:
—Siéntese.
No se sentó enseguida, y antes de volverse hacia m se sonó ruidosamente, como los niños.
Es a ella a quien he telefoneado hace un momento a la Rue de Ponthieu, donde había un hombre en. su cama, un hombre al que conozco y al que casi pedí que se hiciera su amante.
Ha sonado el timbre del teléfono cuando no sabía que iba a seguir escribiendo. He reconocido la voz de mi mujer.
—¿Sigues trabajando?
He vacilado antes de contestar.
—No.
—¿No vienes? Está aquí Moriat. Si vienes, a Corine le gustaría invitamos a cenar con cuatro o cinco amigos.
He dicho que iré.
O sea, que voy a guardar «mi» expediente en el armario, y decidiré detrás de qué libros de la biblioteca voy a esconder la llave; luego subiré para vestirme.
La pareja de vagabundos, ¿continúa echada bajo el Pont-Marie?
2
Martes, 8 de noviembre, por la tarde
Subí a mi cuarto para cambiarme y llamé a Albert.
—Saque el coche para llevarme a la Rue Saint-Dominique. Supongo que la señora ha cogido el 4 CV.
—Sí, señor.
Tenemos dos coches y un chófer-mayordomo, pero sobre todo es el chófer el que da que hablar. Suponen que es una vanidad más bien ingenua de nuevo rico, cuando lo cierto es que le contraté por una razón más bien ridícula.
Si yo tuviese un cliente ante mí y me dijera eso, sin duda le interrumpiría:
«-Limítese a contarme los hechos».
Sin embargo, quiero aprovechar la ocasión para destruir una leyenda. Andrieu, mi primer patrón, el único, además, que he tenido, y que también fue el primer marido de Viviane, era uno de los pocos abogados de París que se hacía llevar al Palacio de justicia por un chófer de uniforme. Por eso creen que quiero imitarle y que tengo no sé qué complejo que me induce a demostrar a mi mujer...
En la época de nuestros comienzos, cuando vivíamos en la Place Denfert-Rochereau, con el León de Belfort bajo nuestras ventanas, yo tomaba el metro. No duró mucho tiempo, alrededor de un año, después ya pude permitirme los taxis. No tardamos en comprar un coche de ocasión, pero si bien Viviane tenía su permiso de conducir, yo no conseguí aprobar el examen. Carezco del sentido de la mecánica, tal vez también de reflejos. Cuando estoy al volante, me siento tan tenso, tan seguro de la catástrofe inevitable, que el examinador me aconsejó:
—Sería preferible que lo dejara correr, Monsieur Gobillot. No es usted el único que está en ese caso, y casi siempre se trata de personas de una inteligencia superior. Si lo intenta dos o tres veces más, logrará que le den el permiso, pero un día u otro va a tener un accidente. No es para usted.
Me acuerdo del respeto con que pronunció estas últimas palabras, porque por aquel entonces ya empezaba a tener reputación.
Durante varios años, hasta que nos mudamos a la isla de Saint-Louis, Viviane me hizo de chófer, me llevaba al Palacio de justicia y por la tarde iba a recogerme, y sólo cuando Albert, el hijo de nuestro jardinero de Sully, después de terminar el servicio militar empezó a buscar trabajo, se nos ocurrió la idea de contratarle.
Nuestra existencia se había complicado, y cada uno por su parte tenía que atender más obligaciones.
A la gente le pareció raro no vemos siempre juntos a mi mujer y a mí, porque aquello era como una especie de leyenda, y todavía hoy algunos se imaginan que Viviane me ayuda a preparar los casos e incluso mis intervenciones en las vistas.
No soy orgulloso en el sentido en que lo entienden mis colegas, y aunque...
«-¡Hechos!»
¿Por qué me empeño en volver a la noche del domingo pasado en la que no pasó nada importante? Hoy estamos a martes. No pensaba que volvería a tener ganas tan pronto de ocuparme de mi expediente.
Albert me llevó a la Rue Saint-Dominique, donde vi el coche azul de mi mujer en el patio de honor, y le dije a Albert que no me esperara. En casa de Corine de Langelle había unas diez personas en uno de los salones, y tres o cuatro en la salita circular que servía de bar y en la que la dueña de la casa oficiaba en persona.
—¿Un whisky, Lucien? —me preguntó antes de que nos besáramos. Besa a todo el mundo. En la casa es un rito. Luego, sin transición, preguntó-: ¿A qué monstruo de crueldad está arrancando de las garras de la justicia nuestro gran abogado?
Allí estaba Jean Moriat en un enorme sillón, conversando con Viviane, y fui estrechando la mano de los habituales, Lannier, propietario de tres o cuatro periódicos, el diputado Druelle, un joven de cuyo nombre nunca consigo acordarme y cuyas actividades ignoro, excepto que se le encuentra siempre donde está Corine -«uno de mis protegidos», dice ella-, dos o tres mujeres guapas que ya están en la cuarentena, como es norma en la Rue Saint-Dominique.
No pasé nada, ya lo he dicho, salvo lo que suele pasar en ese tipo de reuniones. Seguimos bebiendo y charlando hasta las ocho y media poco más o menos, y entonces, tal como me había anunciado Viviane, sólo quedó un grupo de cinco o seis personas, entre ellas Lannier, y desde luego Jean Moriat.
Si hablo de aquella noche se debe a él, porque dos o tres veces nuestras miradas se cruzaron, y tuve la impresión, quizá me equivoco, pero me extrañaría, de que nos comunicamos algo.
Todo el mundo conoce a Moriat, que ha sido ministro unas diez veces, dos veces presidente del Consejo, y que volverá a serlo. Sus fotografías y sus caricaturas aparecen tan regularmente como las de las estrellas de cine en la primera página de los periódicos.
Es un hombre recio, grueso, casi tan feo como yo, pero que tiene respecto a mí la ventaja de su gran estatura y de cierta dureza campesina que le da un aire noble.
Su vida también es más o menos conocida, sobre todo por los parisienses que se llaman a sí mismos iniciados.
A los cuarenta y dos años, casado, padre de tres hijos, aún era veterinario en Niort, y no parecía tener otra ambición, hasta que, a consecuencia de un escándalo electoral, se presentó a las elecciones para diputado y fue elegido.
Probablemente durante todo el resto de su vida hubiera sido un diputado laborioso, yendo y viniendo entre su pobre piso de la orilla izquierda y su circunscripción, si Corine no le hubiese conocido. ¿Qué edad tenía ella en aquella época? Es difícil hablar de la edad de Coríne. A juzgar por la que hoy aparenta, debía de tener alrededor de treinta años. Su marido, el anciano conde de Langelle, había muerto dos años antes, y ella empezaba a dejar de lado el ambiente del faubourg Saint-Germain, en el que había vivido junto con él, para frecuentar a los directores de periódico y a los políticos.
Dicen que no eligió a Moriat por casualidad, y que los sentimientos no tuvieron nada que ver con su elección, que antes había probado con dos o tres que finalmente rechazó, y que estuvo observando durante mucho tiempo al diputado de Niort antes de decidirse por él.
El caso es que se le vio cada vez más a menudo con ella, que hizo con menos asiduidad el viaje de Deux-Sèvres, y que dos años después conseguía ya un alto cargo, para ser ministro poco más tarde.
De eso hace más de quince años, casi veinte, no voy a tomarme la molestia de comprobar las fechas, que carecen de importancia, y su relación íntima es hoy algo admitido, casi oficial, ya que es a la Rue Saint-Dominique adonde llama por teléfono, por ejemplo, el presidente del Consejo, o incluso el Elíseo, cuando necesitan a Moriat.
No ha roto con su mujer, que vive en París, en el barrio del Champ-de-Mars. Me he tropezado con ella varías veces; sigue siendo desmañada y como borrosa, siempre como si se excusara de ser tan poco digna del gran hombre. Sus hijos están casados, y me parece que el mayor tiene un cargo en alguna prefectura.
En casa de Corine, Moriat no hace comedia para sus electores ni para la posteridad. Se muestra tal cual es, y a menudo me da la impresión de que se aburre; para ser más exacto, de ser un hombre que se esfuerza por no decepcionar a los demás.
El domingo, cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez, él me observaba frunciendo el ceño, como si descubriese en mi un elemento nuevo, lo que casi estoy tentado de llamar un signo.
No me gustaría repetir de viva voz lo que voy a escribir, por pudor y por temor al ridículo, pero el domingo empecé a creer en los signos, en una señal invisible que sólo pueden advertir los iniciados y los mismos que la llevan.
¿Seré capaz de llegar hasta el fondo del asunto? Sólo ciertas personas pueden tener esa señal, personas que han vivido mucho, que han visto muchas cosas, que lo han probado todo por experiencia propia, y sobre todo que han hecho un esfuerzo anormal, que han conseguido o casi conseguido su meta, y no creo que se pueda tener ese signo antes de llegar a cierta edad, que yo situaría hacia los cuarenta y tantos años.
Por mi parte, yo observaba a Moriat, primero durante la cena, mientras las mujeres contaban historias, luego en el salón, donde la amante del propietario de periódicos se sentó sobre unos almohadones y estuvo cantando acompañándose con una guitarra.
Saltaba a la vista que se divertía tan poco como yo. Mirando a su alrededor debía de preguntarse por qué capricho de la suerte se encontraba. en un decorado que constituía como un insulto a su personalidad.
Dicen que es ambicioso. Tiene su leyenda, como yo la mía, y en política pasa por ser tan feroz como yo en el Palacio de justicia.
Aunque yo no creo que sea ambicioso; tal vez lo fue en algún momento, de una manera un tanto infantil, pero ya no lo es. Sufre su destino, su personaje, como ciertos actores están condenados a representar el mismo papel toda su vida.
Le veía beber copa tras copa, sin disfrutarlas, sin alegría, pero tampoco como bebe un borracho, y estoy convencido de que cada vez que pedía alcohol era para tener el valor suficiente y quedarse allí.
Corine, que tiene casi quince años menos que él, le mima como a un niño, y cuida de que todo lo que desee esté a su alcance.
El domingo, también ella, que le conoce mejor que nadie, debía de seguir los progresos de su embotamiento, como si estuviera cada vez más alelado a medida que avanzaba la noche.
A mi aún no me ha dado por beber. Pocas veces me sucede, y nunca de esta forma sistemática.
No obstante, Moriat reconoció en mí la señal, que debe de residir en los ojos, que tal vez no sea más que una mirada insistente, cierta ausencia, más que tal o cual expresión de la cara.
Se hablaba de política, y él soltó unas cuantas frases irónicas, como si arrojase migas de pan a los pájaros. En aquel momento salí del salón y entré en un tocador en el que sabía que había un teléfono. Primero llamé a la Rue de Ponthieu, donde, como ya esperaba, la llamada sólo encontró el vacío. Entonces marqué el número de Louis, el dueño del restaurante italiano en el que Yvette suele comer.
—Soy Gobillot. ¿Está ahí Ivette, Louis?
—Acaba de llegar, Monsieur Gobillot. ¿Quiere que la llame?
Añadí porque era necesario, y además Louis está al corriente:
—¿Está sola?
—Sí. Está empezando a cenar en la mesita del fondo.
—Dígale que pasaré a verla dentro de media hora, tal vez un poco más.
¿Adivinó Moriat también aquel drama? Ni él ni yo somos viciosos, tampoco ambiciosos, pero ¿quién lo admitiría aparte de algunos que también llevan la señal? Me observaba cuando volví al salón, pero su mirada era vaga, húmeda, como siempre tras cierto número de copas.
Supongo que Corine le hizo una sena, porque entre ellos existe el mismo entendimiento que entre Viviane y yo. El ex presidente del Consejo, que cualquier día dirigirá de nuevo los destinos del Estado, se levantó penosamente, hizo un ademán como si bendijera y murmuró:
—Tendrá que disculparme...
Cruzó el salón con un andar inseguro y pesado, y a través de la puerta acristalada vi que un criado le estaba esperando, sin duda para ayudarle a acostarse.
—¡Trabaja tanto! —suspiró Corine-. ¡Lleva sobre los hombros un peso tan grande de responsabilidades!
También Viviane me dirigió una mirada de connivencia, y la suya contenía una pregunta. Había comprendido que yo había ido a telefonear. Sabía a quién, por qué, no ignoraba que acabaría por ir a verla, incluso creo que me lo aconsejaba silenciosamente.
La velada aún iba a durar una o dos horas más antes de las despedidas.
—Me veo obligado a rogarles que me disculpen. También a mí me espera el trabajo.
¿Se lo creyeron? Probablemente se lo creyeron tan poco como lo de Moriat. No tiene ninguna importancia.
—¿Has hecho esperar al coche? —me preguntó Viviane.
—No. Tomaré un taxi.
—¿No prefieres que te lleve?
—No, no. Hay una parada ahí enfrente.
Apenas me haya ido, ¿empezará a hablar de lo mucho que trabajo y de mis responsabilidades? Tuve que esperar un taxi bajo la lluvia durante diez minutos, porque era domingo, y cuando llegué al restaurante de Louis, Yvette fumaba un cigarrillo mientras tomaba su café, casi sola en todo el local, con la mirada perdida en el vacío.
Me hizo sitio a su lado en la banqueta, y me acercó la mejilla con un gesto que se había hecho tan familiar como los besos de Corine.
—¿Has cenado fuera de casa? —me preguntó con toda sencillez, como si nuestras relaciones fuesen las de todo el mundo.
—He tomado un bocado en la Rue Saint-Dominique.
—¿Estaba también tu mujer?
—Sí.
No tiene celos de Viviane, no quiere suplantarla, no quiere nada; en resumidas cuentas, se contenta con vivir en el presente.
—¿Qué va a tomar?
Miré la taza de Yvette y dije:
—Un café.
Ella me hizo observar:
—No te dejará dormir.
Es cierto; pero bastará con que tome, como casi cada noche, un barbitúrico. No tengo nada que decirle, y así seguimos, sentados el uno al lado del otro, mirando al frente como un viejo matrimonio.
Sin embargo, termino por preguntar.
—¿Estás cansada?
Contesta que no, sin ver ninguna malicia en la pregunta, y a su vez se informa:
—¿Hoy qué has hecho?
—He trabajado.
No preciso en qué he trabajado por la tarde, e Yvette está muy lejos de sospechar que he estado sobre todo pensando en ella.
—¿Te espera tu mujer?
Es una forma indirecta de saber cuáles son mis intenciones.
—No.
—¿Vamos a casa?
Asiento con la cabeza. Quisiera ser capaz de responder que no, de irme, pero ya hace tiempo que he renunciado a una lucha condenada al fracaso.
—¿Te importa que tome un chartreuse?
—Claro que no. ¡Louis! Un chartreuse.
—¿Y usted no quiere nada, Monsieur Gobillot?
—No, gracias.
La asistenta de la Rue de Ponthieu nunca va los domingos, y estoy seguro de que Yvette no se ha tomado la molestia de arreglar un poco el piso. ¿Habrá hecho la cama al menos? Poco probable. Bebe lentamente su chartreuse, con largas pausas entre sorbo y sorbo, como aplazando el momento en que tenemos que irnos. Por fin suspira:
—¿Pides la cuenta?
Louis está acostumbrado a vernos en aquella mesa, y sabe adónde vamos al salir de su restaurante.
—Buenas noches, señorita. Buenas noches, Monsieur Gobillot.
Se cuelga de mi brazo bajo la lluvia, y sus tacones demasiado altos la hacen tropezar de vez en cuando. La tengo muy cerca.
Es indispensable que vuelva a nuestro primer encuentro, aquel viernes por la noche, hace poco más de un año, en mi despacho. Mientras ella volvía a sentarse, intimidada, preguntándose qué es lo que yo había podido decidir, descolgué el teléfono interior para hablar con mi mujer.
—Estoy en mi despacho, tengo trabajo para una o dos horas. Ve a cenar sin mí y discúlpame con el prefecto y nuestros amigos. Diles, y es la verdad, que espero llegar a tiempo para el café.
Sin mirar a mi visitante, me dirigí hacia la puerta, ordenándole con brusquedad:
—¡No se mueva! —Incluso añadí, tal vez con la intención de ofenderla, como a una niña mal educada-: No toque nada.
Me reuní con Bordenave en su despacho.
—Baje y asegúrese de que no han seguido a la persona que está en mi despacho.
—¿La policía?
—Sí. Me lo dice por teléfono.
En mi despacho me puse a andar de un lado a otro con las manos a la espalda, mientras Yvette seguía con los ojos mis ¡das y venidas.
—Ese Gaston -pregunté finalmente-, ¿ya ha sido condenado alguna vez?
—No creo. Nunca me ha dicho nada de eso.
—¿Le conoce bien?
—Bastante.
—¿Se ha acostado con él?
—Alguna que otra vez.
—Su amiga Noémie, ¿es mayor de edad?
—Acaba de cumplir veinte años.
—¿A qué se dedica?
—A lo mismo que yo.
—¿Nunca ha ejercido una profesión?
—Ayudaba a su madre en la tienda. Su madre tiene una verdulería en la Rue du Chemin-Vert.
—¿Se escapó de su casa?
—Se fue diciéndoles que ya estaba harta.
—¿Hace mucho?
—Dos años.
—¿Hizo su madre que la buscaran?
—No. Le da lo mismo. De vez en cuando, cuando está sin un céntimo, Noémie va a verla, riñen, se hacen reproches mutuamente, pero la madre siempre termina por darle un poco de dinero.
—¿Nunca la han detenido?
—¿A Noémie? Dos veces. Quizá más, pero ella me ha dicho que dos.
—¿Por qué motivo?
—Trabajar en la calle. Las dos veces la soltaron al día siguiente, después de haberle hecho pasar la visita.
—¿Y a usted no?
—Todavía no.
Sonó el teléfono. Era Bordenave.
—No he visto a nadie, patrón.
—Gracias. Esta noche ya no la necesitaré.
—¿No espero?
—No.
—Buenas noches.
Es preciso que me pregunte por qué, y la cuestión me deja confuso, porque quisiera llegar a la verdad absoluta. No a dos o tres pedazos de verdad que forman un conjunto satisfactorio en apariencia, pero necesariamente falso.
Aquella noche no deseaba a Yvette, ni tampoco la compadecía. En el curso de mi carrera he conocido a demasiadas chicas como ella, y aunque tenía un algo excesivo que la hacía un poco diferente, no resultaba para mí, a pesar de todo, ninguna novedad.
¿Fue la vanidad, halagada por la confianza que había puesto en mí incluso sin conocerme?
Sinceramente, creo que no. Yo diría que fue más complicado, y que un Moriat, por ejemplo, hubiese sido capaz de una decisión como aquella.
¿Por qué no ver en mi gesto una protesta y un desafío? Ya me habían obligado a ir lejos, demasiado lejos, por un camino que no estaba en armonía con mi temperamento y mis aficiones. Mi reputación estaba establecida, y yo me esforzaba fanfarronamente por estar a su altura, esa reputación que me valía la visita de la muchacha y su cínica propuesta.
En el terreno profesional, yo nunca me había arriesgado tanto, y tampoco me habían expuesto jamás un caso tan difícil, por no decir imposible.
Recogí el guante. Estoy convencido de que ésta es la verdad, y desde hace un año he tenido mucho tiempo para interrogarme acerca de este punto.
No me interesaba Yvette Maudet, hija descarriada de un maestro de Lyon y de una antigua funcionaria de Correos y Telégrafos, sino el problema que acababa de prometerme que iba a resolver.
Volví a sentarme, tomé unas notas e hice preguntas muy concretas.
—Usted durmió en su hotel la noche del miércoles al jueves, pero la noche pasada no puso allí los pies. El gerente lo sabe y se lo dirá a la policía.
—No voy a dormir a la Rue Vavin al menos dos veces por semana, porque no aceptan que subamos con un hombre.
—Le preguntarán dónde pasó la noche.
—Se lo diré.
—¿Dónde?
—En, un meublé de la Rue de Berri, una casa en la que sólo hacen eso.
—¿La conocen?
—Sí. Noémie y yo cambiamos a menudo de barrio. A veces llegamos hasta Saint-Germain-des-Prés; otras, vamos a los Campos Elíseos, de vez en cuando incluso a Montmartre.
—¿Las vio el joyero a las dos?
—Había poca luz en la tienda, y nos miró como quien mira a unos clientes; enseguida prestó atención al reloj.
—Esta cola de caballo es fácil de recordar.
—No la vio, y su mujer tampoco, sencillamente porque me había metido el pelo bajo una boina.
—¿Previendo lo que luego pasó?
—Por si acaso.
Así la interrogué durante cerca de una hora, y telefoneé a un magistrado amigo mío a su domicilio personal.
—¿Está en manos de un juez de instrucción el caso del joyero de la Rue Abbé-Grégoire?
—¿Se interesa por la chica? Por razones que ignoro, sigue a cargo de la Policía judicial.
—Muchas gracias.
Dije a Yvette:
—Vuelva a la Rue Vavin como si no hubiera pasado nada, y cuando la detengan vaya con la policía sin protestar, y no diga ni una palabra de mí.
Me reuní con mi mujer y con nuestros amigos hacia las diez, en la Avenue du Président-Roosevelt, y aún estaban en la caza. Hablé del asunto con el prefecto, dándole a entender que probablemente me ocuparía de él, y al día siguiente por la mañana fui al Quai des Orfèvres.
El caso dio mucho que hablar, demasiado, y el joven Duret me fue más útil que nunca. Ignoro cómo va a acabar. Es un chico al que no consigo comprender del todo. Su padre, un importante administrador de empresas, tuvo reveses de fortuna. Mientras estudiaba derecho, Duret frecuentó las redacciones de los periódicos, logrando que le publicaran algún que otro artículo, e iniciándose en ciertos secretos de la vida parisiense.
Antes que él, yo tenía un pasante llamado Auber, que empezaba a sentirse capaz de volar con sus propias alas. Duret lo supo y se ofreció para ocupar su lugar incluso antes de inscribirse en el Colegio de Abogados.
Hace ya cuatro años que trabaja conmigo, siempre respetuoso, aunque, cuando le encargo ciertas tareas, e incluso en otros momentos, descubro en él una mirada más divertida que irónica.
Él fue quien visitó al famoso Gaston en su bar de la Rue de la Gaîté, y cuando volvió me aseguró que podíamos confiar en él. También fue él quien, con la ayuda de un reportero amigo suyo, averiguó detalles de la vida del joyero que dieron a la causa un color inesperado.
El caso hubiera podido considerarse como delito. Yo insistí para que pasara ante un jurado. La mujer del joyero, que no había muerto, aún llevaba una tira negra sobre el ojo, que tenía pocas esperanzas de salvarse.
Las sesiones fueron tumultuosas, con múltiples amenazas, por parte del presidente del tribunal, de hacer evacuar la sala. Ninguno de mis colegas, ningún magistrado, tenía la menor duda. Para todos, Yvette Maudet y Noémie Brand eran culpables del atraco frustrado de la Rue de l'Abbé-'Grégoire. La pregunta que todo el mundo se hacia, y que los periódicos publicaban con grandes titulares, era:
¿CONSEGUIRÁ EL ABOGADO GOBILLOT
QUE LAS ABSUELVAN?
Al término del segundo día parecía imposible, y hasta mi propia mujer lo creía así. Nunca me lo confesó, pero sé que pensaba que yo había ido demasiado lejos y eso le producía desazón.
En el curso del juicio salieron a relucir muchas situaciones escabrosas, y alguna vez se oyó gritar en la sala:
—¡Ya basta!
Algunos colegas dudaban -hay quienes dudan aún-, antes de estrecharme la mano, y nunca he estado tan cerca de que me expulsaran del Colegio de Abogados.
Más que cualquier otro proceso, aquél me hizo comprender la excitación de una campaña electoral o de una gran maniobra política, con todos los proyectores enfocándome, la necesidad de ganar a toda costa, por todos los medios.
Mis testigos eran de vida dudosa, pero ni uno solo había sido condenado por la justicia, y tampoco ninguno se contradijo o vaciló por un instante.
Hice comparecer ante el tribunal a veinte prostitutas del barrio de Montparnasse, que se parecían más o menos a Yvette y a Noémie, y todas declararon bajo juramento que el anciano joyero, a quien el fiscal presentaba como el arquetipo del honrado artesano, se entregaba habitualmente al exhibicionismo y, en ausencia de su mujer, daba entrada en la casa a busconas.
Era cierto. Yo debía aquel descubrimiento a Duret, quien a su vez lo debía a un soplón que me telefoneó varias veces sin querer decir su nombre. Aquello cambiaba la fisonomía de uno de mis adversarios, pero es que además pude demostrar que había comprado en varias ocasiones joyas robadas.
¿Sabía que eran robadas? Lo ignoro, eso no es asunto mío.
¿Por qué aquella noche, precisamente cuando su mujer no estaba -había ido a la Rue de Cherche-Midi para visitar a su nuera, que estaba encinta-, por qué, digo, el joyero no iba a aprovechar la ocasión para llamar a su casa, como había hecho otras veces, a dos chicas de la calle que habían abusado de la situación?
No intenté hacer un retrato halagador de mis defendidas. Por el contrario, más bien cargué las tintas, y ésa fue la mejor de mis estratagemas.
Hice que admitieran que tal vez hubieran dado el golpe si hubiesen tenido la oportunidad, pero que ésta no se había presentado, puesto que en aquel momento estaban en el bar de Gaston.
Me parece estar viendo, durante los tres días que duró el juicio, al joyero calvo y a su mujer con la tira negra sobre el ojo, sentados el uno al lado del otro en el primer banco, me parece estar viendo su inmenso estupor, su indignación, que llegó a tal paroxismo que, finalmente, alelados, ya no sabían adónde mirar.
No comprenderán jamás lo que les pasó, ni por qué me encarnicé con ellos con tanta crueldad para destruir la imagen que tenían de sí mismos. Estoy convencido de que todavía hoy no se han rehecho, que nunca volverán a sentirse como antes, y me pregunto si la vieja, que ha quedado tuerta y cuyos cabellos vuelven a crecer en la mitad del cráneo que despobló la herida, se atreve aún a visitar a su nuera en la Rue de Cherche-Midi.
Viviane y yo nunca hemos hablado de eso. Ella estaba en el pasillo en el momento del fallo, que fue acogido con abucheos, y cuando salí de la sala, con la toga flotante, sin querer decir nada a la prensa que me asediaba, se limitó a seguirme en silencio.
Sabe que es culpa suya. Ha comprendido. No estoy seguro de que no la asustara verme llegar tan lejos, pero no deja de admirarme por eso.
¿Preveía también cómo iba a acabar todo? Es probable. Tenemos por costumbre, después de los juicios que exigen una tensión nerviosa muy fuerte, ir a cenar los dos a algún cabaret y pasar una parte de la noche fuera de casa para tranquilizamos.
Así lo hicimos aquella noche, y en todos los lugares en los que entrábamos nos observaban con curiosidad, éramos más que nunca las dos fieras de la leyenda.
Viviane estuvo muy desafiante. Ni por un momento se echó atrás. Tiene tres años más, que yo, lo cual significa que se acerca a los cincuenta, pero bien vestida, en pie de guerra, sigue siendo más hermosa y atrae más miradas que muchas mujeres de treinta años. Sus ojos tienen, sobre todo, un brillo, una vivacidad que sólo he visto en ella, y en su sonrisa hay una alegría burlona que la hace temible.
Dicen que es feroz, pero no lo es. Es ella misma, y sigue su camino como Corine el suyo, indiferente a los rumores, sin importarle que la gente la quiera o la deteste, devolviendo sonrisa por sonrisa y golpe por golpe. La diferencia entre ella y Corine es que Corine es de apariencia blanda y suave, mientras que Viviane es un puro nervio, posee una vitalidad agresiva que no la abandona.
—¿Dónde está ahora? —me preguntó hacia las dos de la madrugada.
Tomé nota de que hablaba en singular, es decir, que siempre había considerado a Noémie como una simple comparsa. En el Palacio de justicia tampoco nadie se llamó a engaño, ya que la pobre Noémie, con su corpachón informe, sus ojos bovinos y su expresión obtusa no podía engañar a nadie.
—En un hotelito del Boulevard Saint-Michel. Yo quena que volviese a la Rue Vavin, como un desafío, pero el gerente le ha dicho que no tenía ninguna habitación libre.
¿Pensó Viviane que el Boulevard Saint-Michel está a dos pasos de donde vivimos y cerca del Palacio de justicia? Seguro que sí. Y sin embargo no lo hice aposta.
Durante el tiempo que medió entre la detención de Yvette y su absolución, yo ya sabia que no iba a desembarazarme de ella, ni de la imagen de su vientre desnudo tal como lo había visto en mi despacho.
¿Por qué? Todavía hoy no he encontrado la respuesta. Yo no soy un vicioso ni un obseso sexual. Viviane nunca ha sido celosa, y he tenido las aventuras que me ha dado la gana, casi todas sin futuro, muchas sin placer.
También he visto a demasiadas chicas de la vida de todas clases como para, a diferencia de ciertos hombres de mi edad, conmoverme por una chiquilla descarriada, y el cinismo de Yvette me impresiona tan poco como lo que aún queda en ella de inocencia.
Durante la instrucción del caso fui a verla a la cárcel de la Petite Roquette sin abandonar ni una sola vez mi actitud estrictamente profesional.
Pero mi mujer ya lo sabía.
E Yvette también.
Lo que más me sorprende es que Yvette tuviera la habilidad de disimularlo. Estábamos frente a frente como un abogado y su cliente. Preparábamos las respuestas que debía dar al magistrado. Ni siquiera en lo relativo a su asunto la ponía al corriente de mis descubrimientos, salvo en la medida en que era indispensable.
La noche de la absolución, hacia las cuatro de la madrugada, al salir del último cabaret y sentarse al volante, mi mujer propuso con toda naturalidad:
—¿No vas a verla?
Pensaba en ello desde que empezó la noche, pero me resistía por orgullo, por respeto humano, a ceder a la tentación. ¿No era ridículo u odioso precipitarme ya la primera noche para reclamar mi recompensa?
¿O es que el deseo que me inspiraba era tan violento que podía leerse en mi rostro?
No contesté. Mi mujer bajó por la Rue de Clichy, cruzó los Grands Boulevards, y yo sabía que no se dirigía hacia la isla de Saint-Louis, sino hacia el Boulevard Saint-Michel.
—¿Qué has hecho de la otra? —me preguntó luego, segura de que me había desembarazado de ella.
Yo había aconsejado vivamente a Noémie que, al menos durante un tiempo, volviera a vivir en la casa de su madre.
Quisiera evitar un equívoco. Cuando hablo de mi mujer como lo hago en este momento, podría pensarse que había en su actitud cierta provocación, que en cierta forma me empujó a los brazos de Yvette.
Nada más lejos de la verdad. No tengo la menor duda, aunque Viviane jamás querrá reconocerlo, de que es celosa, de que mis aventuras la habían hecho sufrir, de que como mínimo la inquietaban. Pero es muy buena perdedora, mira la verdad cara a cara, acepta por anticipado lo que sabe que, impotente, no va a poder evitar.
Pasamos delante de la masa oscura del Palacio de justicia, y una vez en el Boulevard Saint-Michel, murmuró:
—¿Es más lejos?
—Esquina con la Rue Monsieur-le-Prince. Se entra por la Rue Monsieur-le-Prince.
Cuando paró el coche, yo aún vacilaba, humillado.
—Buenas noches -dijo a media voz.
Y me besó como todas las noches.
Al quedarme solo en la acera, yo tenía los ojos húmedos, e inicié un ademán para llamarla y decirle que volviera atrás, pero el coche ya estaba doblando la esquina de la Rue Soufflot.
El hotel estaba a oscuras, sólo se veía un vago resplandor detrás del cristal esmerilado de la puerta. El vigilante nocturno me abrió, farfulló que no había ninguna habitación libre, y metiéndole una propina en la mano, afirmé que me esperaban en la 37.
Era verdad. Aunque no habíamos convenido nada. Yvette dormía. Pero no se sorprendió cuando llamé a la puerta.
—Un momento.
Oí el chasquido del conmutador, luego idas y venidas, unos pies descalzos sobre el parquet, y abrió terminando de ponerse una bata.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro y media.
Pareció sorprenderse, como si se preguntase por qué había tardado tanto.
—Déme el sombrero y el abrigo.
El cuarto era estrecho, la cama de cobre estaba deshecha, y de una maleta abierta que había en el suelo asomaban prendas de ropa interior.
—No se fije en el desorden. Me acosté apenas volver.
Su aliento olla a alcohol, pero no estaba borracha. ¿Qué debía de parecer yo, completamente vestido, en medio de la habitación?
—¿No se acuesta?
Lo más difícil era desnudarme. No tenía ganas. Ya no tenía ganas de nada, pero tampoco tenía el valor de irme.
—Ven aquí -ordené.
Se acercó, levantando la cabeza, figurándose que iba a besarla, pero me limité a abrazarla, sin tocar sus labios, y luego, bruscamente, le arranqué la bata, bajo la cual iba desnuda.
Con un movimiento brutal hice que se tendiera al borde de la cama, y me dejé caer sobre ella, mientras Yvette fijaba la vista en el techo. Me dispuse a poseerla, malignamente, como por venganza, y entonces vi que me observaba con asombro.
—¿Qué te pasa? —dijo en un susurro, tuteándome por primera vez.
—¡Nada!
Lo que me pasaba es que no podía, y me puse en pie, avergonzado, mascullando:
—Discúlpame, por favor.
Entonces ella dijo:
—Has pensado demasiado en este momento.
Ésta hubiera podido ser la explicación, pero no lo era. Por el contrario, me había negado a pensar en aquello. Lo sabía, pero no quería pensar en lo que iba a suceder. Además, me había ocurrido con otras antes que con ella.
—Desnúdate y ven a acostarte a mi lado. Tengo frío.
¿Lo haría? ¿El porvenir hubiera sido diferente si entonces hubiera respondido que no, si me hubiese ido? Lo ignoro.
Por su parte, ¿sabía lo que hacía al alargar el brazo un poco después para apagar la luz, acurrucándose contra mí? Notaba su delgadez junto a mi cuerpo, y poco a poco, con vacilaciones, con pausas, como para no asustarme, iba tomando posesión de mí.
Aún no dormíamos cuando un despertador sonó en una de las habitaciones, ni tampoco más tarde cuando unos huéspedes se agitaron al otro lado de un tabique.
—Es una lástima que no tenga nada con que prepararte café. Tendré que comprar un infiernillo, de alcohol.
La luz se filtraba por la cortina cuando salí a las siete de la mañana. Me detuve en una taberna del Boulevard Saint-Michel para tomar una taza de café, y me miré en el espejo que había detrás de la cafetera.
En el Quai d'Anjou no subí a mi alcoba, sino que me instalé en el despacho, donde a partir de las ocho, el teléfono, como de costumbre, empezó a sonar. Bordenave no podía tardar mucho en llegar, traería los periódicos de la mañana, cuyos titulares podrían resumirse así:
EL ABOGADO GOBILLOT HA GANADO
Como si se tratara de una competición deportiva.
—¿Está contento?
¿Sospechaba mi secretaria que no me sentía orgulloso de aquella victoria? Ella es la persona más fiel que conozco en el mundo, incluyendo a Viviane, y si cometiese una acción lo suficientemente vil como para que todo el mundo me volviera la espalda, probablemente ella sería la única que no me abandonarla.
Tiene treinta y cinco años. Tenía diecinueve cuando empezó a trabajar para mí, y nunca se le ha conocido ninguna aventura, mis sucesivos pasantes siempre han estado de acuerdo en afirmar, como mi mujer, que todavía es virgen.
No sólo no le he hecho la corte, sino que, además, con ella me muestro sin razón más impaciente, más duro que con cualquier otra persona, a menudo injusto, e incontables veces la he hecho llorar porque no encontraba lo bastante rápido un expediente extraviado por mi culpa.
¿Se dio cuenta de que venia de la cama de Yvette y de que mi piel aún estaba impregnada de su olor ácido? Lo sabrá un día u otro, porque, siendo mi colaboradora más directa, no ignora nada de lo que hago.
¿Llorará a solas en su despacho? ¿Está celosa? ¿Está enamorada de mí?, y en ese caso, ¿qué idea se hace del hombre que yo soy?
Mi primera entrevista estaba fijada para las diez, y tuve tiempo de tomar un baño y de cambiarme. No desperté a Viviane, que aún dormía, y no volví a verla hasta la noche, porque aquel día tenía que almorzar en el Café de Paris con un cliente cuyo caso iba a defender aquella misma tarde.
De eso hace un año.
En aquella época yo ya conocía a Moriat. Nos veía mos en casa de Corine, donde muchas veces nos poníamos a charlar en un rincón.
¿Por qué, antes de Yvette, Moriat no me miraba como me miró el domingo pasado? ¿Es que aún no tenía la señal, o bien aún no era suficientemente visible?
3
Sábado, 12 de noviembre
Son las diez de la noche, y he esperado a que se fuera mi mujer para bajar al despacho. Se ha ido con Corine y unas cuantas amigas a inaugurar, en una galería de la Rue Jacob, la primera exposición de pintura de Marie-Lou, la amante de Lannier. Brindarán con champán y es muy probable que la cosa dure hasta altas horas de la madrugada. Para no ir he pretextado que habrá cien personas en un local no mucho más grande que un comedor ordinario, y que el calor será insoportable.
Dicen que Marie-Lou tiene verdadero talento. Hace dos años que empezó a pintar, durante una estancia suya en Saint-Paul-de-Vence. Ella y Lannier viven juntos en la Rue de la Faisanderie, pero los dos están casados cada cual por su lado, Lannier con una prima que aseguran que es muy fea, y de la que está separado desde hace veinte años, Marie-Lou con un industrial de Lyon, Morilleux, un amigo de Lannier con quien aún tiene negocios. Por lo que se sabe, todo se resolvió amistosamente, a satisfacción de todos.
Ella y Lannier cenaron ayer en casa, junto con un político belga que estaba de paso por París, un académico al que invitamos a menudo y un embajador sudamericano acompañado de su mujer.
Cada semana tenemos una o dos cenas de ocho a diez personas, y Viviane, que es una excelente ama de casa, no pierde la afición a tener invitados. El embajador no estaba en nuestra casa por casualidad. Vino de la mano de Lannier, quien, a la hora del café y de los licores me dijo en pocas palabras de qué asunto quería ir a hablarme a mi despacho, un tráfico de armas más o menos legal, si entendí bien ciertas alusiones, que quisiera hacer con finalidades políticas, sin tener problemas con el gobierno francés.
Es un hombre joven, de treinta y cinco años como máximo, buen mozo y seductor, aunque con cierta tendencia a la gordura, y su mujer es una de las criaturas más hermosas que yo haya tenido ocasión de admirar. Se ve que está enamorada de su marido, que no le quita los ojos de encima, y es tan joven y con tanto frescor que diríase que acaba de salir de un convento.
¿En qué aventura va a meterse? Sólo he podido hacer conjeturas, pero no me faltan razones para, suponer que se trata de derribar al gobierno de su país, en el que su padre es una de las primeras fortunas. Tienen dos hijos -nos enseñaron las fotografías- y el palacete de la embajada es uno de los más bellos del Bois de Boulogne.
Estaba impaciente porque se fueran, porque sentía grandes deseos de ir a la Rue de Ponthieu. Esta semana he pasado allí tres noches, y también iría hoy si el sábado no fuese «su» día.
Es mejor no pensar mucho en ello. Esta madrugada, cuando volvía en taxi a las seis y media, aún no había amanecido del todo, y una violenta tempestad azotaba la región parisiense, el viento ha arrancado el tejado de varias casas y ha partido algunos árboles, uno de ellos en la avenida de los Campos Elíseos. Viviane me ha dicho más tarde que uno de nuestros postigos ha estado batiendo toda la noche. Sin embargo no se ha caído, y hacia las doce han venido unos obreros para recomponerlo.
Al entrar en mi despacho, por el que paso siempre antes de bañarme, lo primero que he hecho ha sido buscar con los ojos a mis dos vagabundos bajo el Pont-Mane. Hasta las nueve más o menos, nada se ha movido bajo los harapos que agitaba el viento. Hasta que por fin surgió de ellos un hombre, el que acostumbro a ver, y que con su chaqueta demasiado holgada y demasiado larga, la barba hirsuta y el sombrero abollado, parece un payaso de circo; aunque me he llevado una sorpresa al comprobar que aún quedaban otras dos siluetas echadas. ¿Tiene ahora una segunda compañera? ¿Se ha unido a ellos un camarada?
Sigue soplando el viento, pero sobre todo a ráfagas, y para mañana se anuncia frío, tal vez incluso hielo.
En el curso de la semana he pensado mucho en lo que llevo escrito hasta hoy, y he caído en la cuenta de que solamente he hablado del hombre que soy ahora. He deshecho dos o tres leyendas, las más escandalosas. Hay otras que también me propongo destruir, y para ello me veo obligado a remontarme mucho más lejos.
Por ejemplo, a causa de mi físico suele creerse, incluso lo creen personas que pasan por conocerme muy bien, que soy uno de esos hombres que todavía tienen muy cerca sus orígenes campesinos, y que, como se decía en el siglo pasado, aún llevan tierra en los zuecos. Éste es el caso, o está muy cerca de serlo, de Jean Moriat. Por otra parte, es algo que favorece en ciertas profesiones, entre ellas la mía, porque eso inspira confianza, pero me veo obligado a reconocer que en lo referente a mí no es verdad.
Yo nací en París, en una clínica maternal del faubourg Saint-Jacques, y mi padre, que durante casi toda su vida vivió en la Rue Visconti, detrás de la Academia Francesa, pertenecía a una de las familias más antiguas de Rennes. Hubo señores de Gobillot en las cruzadas, más tarde, un Gobillot capitán de los mosqueteros, y otros de la familia, más numerosos, fueron gentes de leyes, algunos miembros más o menos ilustres del Parlamento de Bretaña.
Eso no me hace sentir ningún orgullo. Mi madre, que se llamaba Louise Finot, era hija de una lavandera de la Rue des Toumelles, y cuando mi padre la dejó embarazada, frecuentaba las cervecerías del Boulevard SaintMichel.
No es probable que estos antecedentes expliquen mi carácter, y aún menos el hecho de que yo haya elegido cierta manera de vivir, en la medida en que pueda hablarse de una elección.
Mi abuelo Gobillot, en Rennes, aún vivía como un gran burgués, y hubiera acabado siendo presidente del tribunal si una embolia no se lo hubiese llevado cuando rondaba los cincuenta años.
En cuanto a mi padre, que vino a París para estudiar derecho, se quedó aquí toda la vida, en el mismo piso de la Rue Visconti, donde, hasta su muerte bastante reciente, le cuidó la vieja Pauline, que le vio nacer, pero que en realidad sólo tenía doce años más que él.
En aquella época aún existía la costumbre de dejar los niños al cuidado de chiquillas, y Pauline, que era una criatura cuando entró al servicio de mis abuelos, estuvo al lado de mi padre hasta su muerte, formando con él una curiosa pareja.
¿Se desinteresó mi padre de mi al nacer yo? Lo ignoro. Nunca se lo pregunté, como tampoco a Pauline, que todavía vive, que tiene ahora ochenta y dos años, y a la que voy a visitar de vez en cuando. Aunque sigue ocupándose ella sola de los trabajos de la casa, siempre en la Rue Visconti, ha perdido la memoria casi por completo, excepto en lo referente a los hechos más lejanos, a la época en que mi padre era un niño con pantalón corto.
¿Es que no tenía la seguridad de que el hijo de Louise Finot fuese suyo, o tenía entonces quizás otra querida?
De un modo u otro, pasé los dos primeros años de mi vida en casa de una nodriza, en los alrededores de Versalles, hasta que un buen día mi madre me fue a buscar para llevarme a la Rue Visconti.
—Aquí tienes a tu hijo, Blaise -se supone que dijo. Volvía a estar encinta. Según me ha contado Pauline a menudo, a continuación dijo-: Me caso la semana que viene. Prosper no sabe nada. Si se enterase de que ya tengo un hijo quizá no se casaría conmigo, y no quiero perder esta oportunidad, porque es un buen hombre, trabajador, que no bebe. He venido para devolverte a Lucien.
Desde aquel día vi 1 en la Rue Visconti, al cuidado de Pauline, para quien al principio un niño era un ser tan misterioso que casi no se atrevía a tocarme.
En efecto, mi madre se casó con un dependiente de Allez Frères, a quien vi mucho más tarde en las tiendas del Châtelet, con un guardapolvo gris de ferretero, cuando iba a comprar sillas de jardín para nuestra casa de Sully. Tuvieron cinco hijos, mis hermanastros y hermanastras, a los que no conozco, y que deben de llevar una vida laboriosa y sin historia.
Prosper murió el año pasado. Mi madre me envió una esquela. Aunque no asistí al entierro, mandé flores, y posteriormente hice dos cortas visitas a la casita de Saint-Maur donde mi madre vive ahora.
No tenemos nada que decimos. Entre nosotros no hay nada en común. Me mira como a un extraño y se limita a murmurar:
—Parece que las cosas te han ido bien. Me alegro de que seas feliz.
Mi padre ejercía la abogacía, y tenía su despacho en el piso de la Rue Visconti. ¿Llevó durante demasiado tiempo la vida de un viejo estudiante? Me resulta difícil juzgarlo. Físicamente, no se parecía a mí, porque era apuesto, distinguido, con una elegancia que yo admiraba en ciertos hombres de su generación. Era culto, frecuentaba el trato de poetas, artistas, soñadores y busconas, y pocas veces se le veía volver, con andares inseguros, antes de las dos de la madrugada.
A veces se llevaba a casa a una mujer, y se quedaba allí una noche o un mes, en ocasiones, como una tal Léontine, más tiempo. Léontine se incrustó en la casa tan tenazmente, que yo supuse que acabaría por conseguir que se casase con ella.
Todo eso no me afectaba, al contrario. Yo estaba muy orgulloso de vivir en un ambiente muy distinto al de mis compañeros de la escuela, más tarde del liceo; más orgulloso aún cuando mi padre me dirigía una mirada cómplice, cuando, por ejemplo, Pauline descubría la presencia de una nueva huésped en la casa y torcía el gesto.
Recuerdo que a más de una la puso en la calle, a la fuerza (desde luego en ausencia de mi padre, que debía de estar en el Palacio de justicia), con una energía sorprendente en una mujer tan pequeña como ella, y gritándole que era más sucia que una sartén, y demasiado mal hablada para seguir ni una hora más en una casa decente.
¿Fue desgraciado mi padre? Le recuerdo casi siempre sonriendo, aunque con una sonrisa sin alegría. Tenía demasiado pudor para quejarse, y era tan delicado que esparcía a su alrededor una ligereza que luego no he vuelto a ver en nadie.
Cuando yo empezaba la carrera de derecho, él a los cincuenta años aún era un hombre apuesto, pero no soportaba tan bien el alcohol, y a veces se quedaba en la cama días enteros.
Llegó a ver mis comienzos en el despacho del abogado Andrieu. Asistió, dos años después, a mi boda con Viviane. Estoy convencido de que, a pesar de que en la Rue Visconti vivíamos con la misma libertad, la misma independencia de los huéspedes en una pensión de familia, hasta el punto de que a veces pasaban tres días sin vernos, le afectó el vacío que dejó mi marcha.
Pauline, al envejecer, perdió su buen humor y su indulgencia, ya no le trataba como al amo de la casa, sino como a alguien a quien debía cuidar, le imponía un régimen alimenticio que a él le inspiraba horror, le quitaba todas las botellas, que él se veía obligado a esconder, e incluso iba a buscarle por la noche por los cafetines del barrio.
Mi padre y yo nunca nos hicimos preguntas el uno al otro. Tampoco aludimos en ningún caso a nuestra vida privada, aún menos a nuestras ideas y a nuestros sentimientos.
Todavía hoy no sé si Pauline fue para él, en otros tiempos, algo más que un ama de llaves.
Murió a los setenta y un años, pocos minutos después de que yo le visitara, como si hubiera hecho un esfuerzo para evitarme el espectáculo de su muerte.
Tenía que hablar de él, no por piedad filial, sino porque el piso de la Rue Visconti tal vez ha tenido cierta influencia en mis gustos más profundos. En efecto, para mí el despacho de mi padre, con los libros que tapizaban las paredes hasta el techo, las revistas amontonadas en el suelo, las ventanas de pequeños cristales con vistas a un patio medieval y, un poco más lejos, al antiguo estudio de Delacroix, ha seguido siendo el arquetipo del lugar donde se vive bien.
Al ingresar en la Facultad de Derecho, mi ambición no era hacer una carrera rápida y brillante, sino trabajar en un despacho, aspiraba mucho más a ser un jurista mal retribuido que un abogado con pleitos.
¿Es éste, todavía hoy, mi sueño? Prefiero no hacerme la pregunta. Con mi gran cabeza, fui el prototipo del alumno brillante, y cuando mi padre volvía por la noche, casi siempre había luz en mi cuarto, en el que a menudo yo trabajaba hasta el amanecer.
La idea que yo tenía de mi futura carrera la compartían hasta tal punto mis profesores que sin decirme nada le hablaron de mí al abogado Andrieu, que entonces era decano del Colegio de Abogados, y cuyo nombre aún se menciona como el de uno de los abogados más notables del último medio siglo.
Aún me parece estar viendo la tarjeta que una mañana recibí por correo, y en la que había, bajo el nombre impreso, una frase escrita con una letra muy fina, muy «artista», como entonces solía decirse.
«Maître Robert Andrieu
»le agradecería que pasara una mañana, entre las diez y las doce, por su despacho, 66 Boulevard Malesherbes.»
Debo de conservar esta tarjeta, que probablemente guardo, junto con otros recuerdos, en un archivador. Yo tenía veinticinco años. No sólo era Maître Andrieu una gloria de la abogacía, sino que además era uno de los hombres más elegantes de Paris, y era reputado por llevar una existencia fastuosa. Su piso me impresionó, y más aún el enorme despacho, a la vez severo y refinado, cuyas ventanas daban al parque Monceau.
Más tarde yo iba a cometer la ridiculez de encargar una chaqueta de terciopelo negro con el bordado de una presilla de seda, semejante a la que él llevaba aquella mañana. Me apresuro a añadir que nunca me la puse, y que la regalé antes de que Viviane la viera.
Maître Andrieu me propuso que fuera su pasante, lo cual no podía ser más inesperado, pues ya había tres abogados muy conocidos que trabajaban para él.
No puedo decir que se pareciera físicamente a mi padre, y había sin embargo entre los dos hombres, que habían conocido fortunas diversas, como rasgos de familia comunes, que quizá no eran más que rasgos de época. La esmerada cortesía, por ejemplo, que mostraban siempre en sus menores relaciones con los demás, así como cierto respeto por los seres humanos, que hacían que hablasen a una criada en el mismo tono con que se dirigían a una gran dama. Me llamó la atención sobre todo la similitud de su sonrisa, una tristeza -o una nostalgia tan oculta que sólo era posible sospechar que existía.
Maître Andrieu no sólo gozaba de una reputación excepcional de Jurista, era también un hombre mundano, y entre sus clientes figuraban artistas, escritores y las estrellas de la Opéra.
Éramos dos trabajando en el mismo despacho, un joven alto y pelirrojo que luego se dedicó a la política, y yo, y a nuestros oídos apenas llegaban los ecos de la vida mundana del patrón. Al principio, durante todo un mes no llegué a verle, ya que recibía mis expedientes y mis instrucciones de un tal Mouchonnet, que era su brazo derecho.
Por la noche, asistía a menudo a una cena de gala o a una recepción. Dos o tres veces en el ascensor vi a Madame Andrieu, mucho más joven que su marido; se hablaba de ella como de una de las beldades de París, y a mí me parecía un ser inaccesible.
¿Confesaré que mi primer recuerdo de Viviane fue el de su perfume, una tarde en la que yo tomé el ascensor del que ella acababa de salir? En otra ocasión la vi en persona, vestida de negro, con un velo sobre los ojos, que subía a una larga limusina cuyo chófer mantenía abierta la portezuela.
Nada hacia prever que acabarla siendo mi mujer, y sin embargo es lo que ha sucedido.
A diferencia de otras muchas mujeres hermosas, no procedía de la vida galante ni del teatro, sino de una buena familia burguesa de provincias. Su padre, hijo de un médico de Perpiñán, era entonces capitán de gendarmes, y junto con su familia vivió en muy diversos lugares de Francia, al hilo de sus ascensos, hasta retirarse por fin a sus Pirineos natales, donde ahora se dedica a la cría de abejas.
La primavera pasada fuimos a verle. Alguna que otra vez, pero más raramente desde que enviudó, pasa unos días en París.
Al principio yo ignoraba que cada dos meses poco más o menos, maître Andrieu invitaba a cenar a sus colaboradores, y fue en una de esas cenas donde me presentaron a Viviane. Ella tenía veintiocho años, y hacia seis que estaba casada. El decano había cumplido ya los cincuenta, y había vivido solo durante largo tiempo después de un primer matrimonio del que tenía un hijo.
Este hijo, de veinticinco años, vivía en un sanatorio suizo, y creo que posteriormente murió.
Ya he dicho que soy feo, y como no trato de disimular mi fealdad, eso me da derecho a añadir que está compensada por la impresión de energía o, mejor dicho, de vida intensa, que se desprende de mi persona. La verdad es que ésta es una de mis mejores bazas en los tribunales, y los periódicos han hablado tanto de mi magnetismo que me siento autorizado a aludir a él.
Esta vitalidad concentrada es la única explicación que encuentro al interés que desde el primer momento desperté en Viviane, interés que con el tiempo llegó a ser casi fascinación.
Durante la cena, por ser el más joven de los comensales, estaba bastante lejos de ella, pero sentí su curiosa mirada fija en mi y, a la hora del café, en el salón, fue a sentarse a mi lado.
Más tarde, alguna vez hemos evocado juntos aquella noche, lo que llamamos «la velada de las preguntas», porque durante cerca de una hora estuvo haciéndome preguntas, a menudo indiscretas, a las que yo, sintiéndome incómodo, me esforcé por contestar.
El caso de Corine y de Jean Moriat podría proporcionar una explicación de lo que pasó, y probablemente no sería falsa del todo, pero sigo pensando que aquella primera noche no se dieron consideraciones de ese tipo, y que no se hubieran dado en absoluto si, desde el primer momento en que nos vimos, no se hubiera producido una especie de atracción.
Debido a su carácter y a causa de la diferencia de edades, Andrieu tendía a tratar a su mujer como a una niña mimada más que como a una compañera o una amante. Posteriormente, a Viviane se le escaparon algunas frases reveladoras que indican que no encontraba con él las satisfacciones sexuales que tanto necesitaba.
¿Las buscó con otros hombres? ¿Sospechaba Andrieu estas infidelidades?
He oído hablar, entre sonrisitas, de un tal Phllippe Savard, un joven ocioso que durante cierto tiempo frecuentó asiduamente el Boulevard Malesherbes, y que de pronto dejó de aparecer por allí. Viviane, que cuando era niña practicó mucho la equitación con su padre, todas las mañanas iba a montar a caballo al Bois de Boulogne en compañía de ese Savard, quien además la acompañaba al teatro las noches en que maître Andrieu no podía asistir junto a su esposa.
El caso es que después de aquella primera cena nos vimos frecuentemente, aunque de forma anodina. Con el consentimiento de su mando, Viviane me utilizaba, a mí, que había sido el último en entrar en la casa, para recados personales, pequeñas gestiones mundanas, lo cual me abría de vez en cuando las puertas de su piso.
El teatro aún contribuyó más a acercarnos, en concreto un concierto que se celebró una noche en la que mi patrón tenía que asistir a un banquete oficial. Supongo que a ruegos de Viviane, me pidió que le sirviera de acompañante.
¿Me estudiaba Viviane, sondeándome, como Corine lo hizo con el diputado de Deux-Sèvres? ¿Sentía ya la necesidad de desempeñar un papel más activo que el que su marido le permitía?
Entonces yo no pensaba en todo aquello. Estaba deslumbrado, exaltado, incapaz de creer que mis sueños podían convertirse en realidad. Incluso durante una semana pensé de veras en dejar el despacho para evitarme una desilusión demasiado cruel.
Un viaje de maître Andrieu a Montreal, donde acababan de nombrarle doctor honoris causa por la Universidad Laval, precipitó los acontecimientos. Su ausencia, que en principio debía ser de tres semanas, duró dos meses, a causa de una bronquitis que contrajo en Canadá. Yo no sabía que en su juventud había pasado tres años en un sanatorio de alta montaña, como ahora le sucedía a su hijo.
En varias ocasiones Viviane me rogó que la acompañara por la noche. No sólo fuimos al teatro, al que era muy aficionada, sino que además una noche después del teatro fuimos a tomar un bocado a un cabaret. Ella había despedido el coche, y fue al volver en taxi cuando, jugándome el todo por el todo, la besé.
Dos días más tarde, el día en que libraba la doncella, pasé una hora en su piso. Luego, al regreso de Andrieu no tuvimos más remedio que vernos en un hotel, lo cual la primera vez me dejó muy avergonzado.
¿Descubrió la verdad? ¿Se enteró sólo el día en que ella decidió ponerle al corriente de la situación?
Yo, que soy tan implacable exigiendo hechos precisos a mis clientes, me pierdo en la confusión cuando tengo que establecerlos en algo que me concierne. Durante años he estado convencido de que Andrieu lo ignoraba todo. Más tarde dudé. Desde hace unos meses me inclino a suponer lo contrario.
Antes hablaba de una señal. Yo no sospechaba nada de eso en aquella época, y sin duda me hubiera burlado de quien me hubiese hablado de ella. Ahora bien, si alguien en el mundo llevaba esa señal era maître Andrieu.
El día fijado por Viviane para confesárselo todo presenté mi dimisión, y me quedé sorprendido por la manera a la vez triste y resignada como la aceptó.
—Le deseo el éxito que merece -me dijo, tendiéndome su mano larga y bien cuidada.
Esto fue sólo unas horas antes de la confesión.
Esperé noticias de Viviane durante dos largas semanas. Había prometido telefonearme a la Rue Visconti inmediatamente después de la conversación. Tenía hechas las maletas. Las mías también. Debíamos instalamos en un hotel del muelle de los Grands-Augustins en espera de encontrar un piso, y yo ya había conseguido un empleo en el bufete de un abogado que se ocupaba de negocios, y que más tarde se puso al margen de la ley.
Al día siguiente no me atreví a llamar al Boulevard Malesherbes, y después de dar la consigna a Pauline en caso de que llamara, fui a montar guardia delante de su casa.
Hasta tres días después no me enteré por mi padre, quien lo había oído decir en el Palacio de justicia, que Andrieu había sufrido una recaída y guardaba cama. Tampoco acerca de esta cuestión pienso ahora lo mismo que veinte años atrás. Hoy opino que un hombre para quien una mujer se ha convertido en su principal razón de vivir, es capaz de todo, ruindades, bajezas, crueldades, para conservarla a toda costa.
Por fin, unas palabras garrapateadas en una tarjeta me anunciaron:
«El jueves hacia las diez de la mañana estaré en el muelle de los Grands-Augustins».
Llegó a las diez y media con sus maletas, en taxi, aunque Andrieu había insistido en que la llevaran en la limusina.
Los primeros días no fueron alegres, y fue Viviane la que se rehizo primero, descubriendo mil placeres imprevistos en su nueva vida.
También fue ella quien encontró el piso de la Place Denfert-Rochereau, y quien me proporcionó el primer cliente importante, que formaba parte de sus antiguas amistades.
—Ya verás, más adelante, cuando seas el abogado más famoso de París, nos emocionará acordamos de este piso.
Andrieu había insistido en pedir el divorcio aceptando todas las culpas. Pasaron semanas sin que oyéramos hablar del asunto, cuando el periódico, una mañana de marzo, nos trajo la noticia:
EL DECANO ANDRIEU VICTIMA DE UN ACCIDENTE DE MONTAÑA.
Leímos que había ido a visitar a su hijo a un sanatorio de Davos, y que queriendo aprovechar su estancia allí para hacer solo una excursión por la montaña, había caído en una grieta. Sólo dos días después un gula encontró su cuerpo.
También esta muerte, como su largo bigote sedoso, su cortesía, su sonrisa apenas esbozada, tiene para mí un perfume de época.
¿Se comprende ahora por qué, cuando la gente habla de nosotros como de un par de fieras, tocan sin saberlo un punto especialmente sensible?
Teníamos que aferrarnos el uno al otro con energía para no caer en el remordimiento y en el pesar. Sólo una pasión devoradora podía servirnos de excusa, e hicimos el amor como dos seres enloquecidos, nos apretábamos el uno contra el otro mirando con dureza un porvenir que debía ser un desquite.
Durante un año casi no vi a mi padre sino de lejos, en el Palacio de justicia, porque trabajaba catorce o quince horas al día, aceptando todos los asuntos, yéndolos a buscar, con la esperanza de que llegase el caso que me daría reputación. Sólo la víspera de nuestra boda fui a la Rue Visconti.
—Quisiera que conocieses a mi futura mujer -dije a mi padre.
Sin duda alguna había oído hablar de lo nuestro, que era tema de todas las conversaciones en el Palacio de justicia, pero no me dijo nada al respecto, se limitó a observarme y preguntarme:
—¿Eres feliz?
Contesté que si, y creía serlo. ¿Lo era realmente? Nos casamos de la forma más discreta en la alcaldía del distrito XIV, y fuimos a descansar unos días a una posada del bosque de Orléans, en Sully, donde seis años después compraríamos una casa de campo.
Allí recibí la visita de un hombre que había conseguido nuestra dirección por medio de nuestra portera, y que mirando la posada en la que algunos clientes discutían en el mostrador, me hizo señas para que le siguiera, mascullando:
—Vamos a charlar cerca del canal.
No conseguía situarle socialmente. No parecía un hombre de lo que entonces se llamaba el hampa, ni tampoco lo que hoy se llama un gángster. Iba más bien mal vestido, de oscuro, con poca pulcritud, la mirada desconfiada, la boca con un rictus amargo, hacia pensar en uno de esos funcionarios cansados que van de puerta en puerta para cobrar impuestos.
—Mi nombre no le dirá nada -empezó, apenas hubimos dejado atrás las chalanas amarradas en el puerto-. Por mi parte, yo sé todo lo que necesito saber de usted, y pienso que es usted mi hombre. —Se interrumpió para preguntar-: La mujer que está con usted en la posada, ¿es su esposa legítima? —Le respondí que si, y continuó-: Desconfío de las personas en situación irregular. Iré al grano. No tengo ningún problema con la justicia, y no quiero tenerlos. Dicho esto añadiré que a pesar de todo necesito al mejor abogado que pueda pagarme, y es posible que usted sea ese hombre. No tengo tiendas ni oficinas, no tengo fábricas ni patentes, pero manejo negocios de mucho volumen, más grandes que la mayoría de los individuos que ganan mucho dinero. —Hablaba con cierta agresividad, como para protestar contra la modestia de su aspecto y de su indumentaria-. Como abogado no tiene usted derecho a repetir lo que voy a confiarle, y puedo hablar francamente. Usted habrá oído hablar del tráfico de oro. Desde que el cambio varía casi cada día y en la mayoría de los países las monedas tienen un valor obligado, se obtienen grandes beneficios llevando oro de un lugar a otro, y las fronteras que hay que cruzar varían según la cotización. De vez en cuando los periódicos traen que han detenido a algún traficante en Modane, Aulnoye, a la llegada del barco de Dover o en algún otro sitio. Pocas veces consiguen detener a quien hay detrás de esos intermediarios, pero podría ocurrir. Y detrás de todos ellos estoy yo.
Encendió un gauloise y se detuvo para mirar los círculos que los insectos trazaban en la superficie del canal.
—He estudiado la cuestión, no como podría hacerlo un hombre de leyes hábil, pero lo bastante a fondo como para darme cuenta de que existen medios legales de evitarme problemas. Tengo a mi disposición dos sociedades de exportación e importación, y dos agencias, y necesito más en el extranjero. Contrato sus servicios por años. Sólo tendrá que dedicarme una pequeña parte de su tiempo, y tendrá libertad para defender ante los tribunales a quien le plazca. Antes de cada operación le consultaré, y usted tendrá que encargarse de que carezca de todo peligro. —Se volvió hacia mi por vez primera desde que salimos de la posada, y, mirándome a los ojos, se limitó a decir-: Eso es todo.
Yo me había puesto rojo, y tenía los puños apretados de ira. Iba a abrir la boca -y sin duda mi protesta hubiera sido violenta-, cuando, al ver mi reacción, murmuró:
—Nos veremos esta noche después de la cena. Hable con su mujer.
No volví directamente, preferí hacer un poco de ejercicio para calmar los nervios. En la posada era la hora del aperitivo, y en el mostrador había demasiados clientes para que fuera posible que los dos conversáramos.
—¿Has vuelto solo? —se sorprendió Viviane.
Fuera empezaba a refrescar, con un frescor húmedo. La llevé a nuestra habitación, tapizada con un papel de flores, que olía a campo. Le hablé en voz baja, porque oíamos las voces de los bebedores y ellos hubieran podido oímos.
—Me ha dejado en el camino de sirga, anunciándome que vendría a saber mi respuesta esta noche, después de haberte puesto al corriente.
—¿Qué respuesta?
Le repetí lo que me había dicho, y vi que me escuchaba sin reaccionar.
—No lo esperabas, ¿verdad?
—Pero, ¿no comprendes lo que me pide?
—Consejos. ¿Tu trabajo de abogado no consiste en dar consejos?
—Consejos para burlar la ley.
—Como la mayoría de los consejos que se piden a un abogado, si es que no lo he entendido mal.
Creí que no se había dado cuenta del asunto, y me esforcé por puntualizar todos los aspectos, pero ella seguía impasible.
—¿Cuánto te ha ofrecido?
—No ha dado ninguna cifra.
—Pues todo depende de la cifra que dé. ¿Te das cuenta, Lucien, de que esto representa el fin de nuestras dificultades, y que el abogado que es consejero de una gran empresa hace exactamente este mismo trabajo?
Se había olvidado de bajar la voz.
—¡Cuidado!
—¿Le has dicho algo que le impida volver?
—No he abierto la boca.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé.
Ahora sí lo sé. Se llama Joseph Bocca, aunque después de tantos años no estoy seguro de que éste sea su verdadero nombre, de la misma forma que tampoco pondría la mano en el fuego respecto a su nacionalidad. Además del palacete que tiene en París y de las fincas que posee por toda Francia, se ha comprado una magnífica propiedad en la Costa Azul, en Menton, donde vive una parte del año, y adonde nos ha invitado, a mi mujer y a mí, a pasar todo el tiempo que queramos.
Hoy en día es un hombre conocido, ya que con la fortuna que le ha proporcionado el tráfico del oro ha montado negocios de industria textil con sucursales en Italia y en Grecia, y posee acciones de las empresas más diversas. No me sorprendería que el lunes, cuando venga a verme el embajador sudamericano, descubra que Bocca también tiene que ver con el asunto de las armas.
Yo aún soñaba con llegar a ser un jurista distinguido.
—Lo único que te pido es que esta noche no le contestes con una negativa brutal.
Cuando volvió, hacia las ocho y media, estábamos terminando de cenar, fuimos los dos a pasear por la oscuridad, y le dije enseguida que sí, para acabar de una vez, y también porque no tenía ninguna alternativa.
—O todo o nada.
Mencionó la cifra.
—La semana próxima le enviaré a uno de mis empleados que se llama Coutelle y que le explicará el mecanismo actual de las operaciones. Usted estudie el asunto con calma, y cuando haya encontrado una solución me telefonea.
No me dio ninguna tarjeta de visita, sólo un pedazo de papel en el que había escrito el nombre de Joseph Bocca, un número de teléfono del barrio del Louvre y una dirección de la Rue Coquillière.
Por curiosidad fui a echar un vistazo a aquel edificio, con escaleras y pasillos mugrientos, donde había, tal como anunciaban en el portal unas placas de esmalte, un curioso muestrario de las profesiones más inesperadas, un masajista, una escuela de taquigrafía, una tienda de flores artificiales, un detective privado, una agencia de empleos y el boletín gremial de los carniceros.
Además, I.P.F., comisionista-exportador.
Preferí no dejarme ver y esperar la visita del tal Coutelle a mi despacho. Volvió muchas veces en el curso de los años, y la última vez fue para anunciarme que se jubilaba y que se retiraba a vivir en una quinta que acababa de hacerse construir en el acantilado de Fécamp.
Viviane no me coaccionó. Obré por mi libre voluntad. Ahora siento haberme remontado tan lejos en mi vida, porque en este escrito me había prometido a mí mismo no ocuparme del pasado, sino del presente.
Dicen que lo uno explica lo otro, pero no estoy seguro.
Son las dos de la madrugada. A pesar de las previsiones del servicio meteorológico, ha vuelto a soplar un viento borrascoso, y oigo el postigo del piso de arriba que se suelta otra vez. En la Rue Jacob debe de hacer un calor sofocante, y la mitad de las personas que se apiñan allí se encuentran diez veces a la semana en los estrenos, los cócteles, las subastas de beneficencia o las ceremonias más o menos oficiales.
Es posible que Marie-Lou tenga talento, aunque no creo en las vocaciones tardías Ayer, mientras cenábamos, me dijo que le gustaría pintar mi retrato porque tengo una «máscara poderosa», y Lannier, que lo oyó, sonrió exhalando lentamente el humo de su cigarrillo.
Es un hombre importante, y cada vez que sus periódicos son acusados de difamación, recurre a mí. En cambio, nunca me ha pedido que le represente en un asunto de derecho civil, y siempre tiene causas pendientes de esa clase. Sin duda me considera, y no es el único, como una «lengua bien afilada», capaz de conseguir un veredicto absolutorio gracias a la energía y al arrebato de mi elocuencia, a la violencia y a la astucia de los ataques y contraataques, pero no quiere enviarme ante los fríos magistrados de un proceso civil.
¿También hace negocios con Bocca? Es probable. En mi 1 profesión no se tarda mucho en comprobar que a cierta altura de la pirámide sólo hay unos pocos hombres que comparten el poder, las fortunas y las mujeres.
Trato de no pensar en Yvette, y cada cinco minutos me pregunto qué estarán haciendo «ellos». ¿Han ido a un baile popular, de los que le gustan a Yvette, y en el que a pesar de todo yo me sentiría desplazado? ¿O han elegido uno de esos bailes de Montmartre, llenos de mecanógrafas y de vendedores de los grandes almacenes?
Ella me lo dirá mañana si se lo pregunto. ¿Están comiendo chucrú en una cervecería?
¿Habrán vuelto ya a casa?
Me impaciento, deseo que vuelva mi mujer a fin de ir a acostarme. Pienso en maître Andrieu, que quizás esperaba también en su despacho, en el que, desde que empezaba el otoño, tenía la costumbre de instalarse con la espalda cerca del fuego de la chimenea.
Yo no tengo la intención de ir a Suiza ni de hacer excursiones por la montaña. El caso es diferente. Todo es diferente. Dos vidas, dos situaciones nunca son semejantes, y hago mal dejándome impresionar por esa historia de la señal que empieza a obsesionarme.
Hace tiempo que no he tomado vacaciones. Estoy cansado. Aunque Viviane es mayor que yo, lleva tal agitación, que si quiero seguir su ritmo voy siempre con la lengua fuera.
Le diré a Pémal que venga a visitarme. Me recetará nuevos medicamentos, me aconsejará una vez más que no fuerce la máquina, y me repetirá que los hombres, como las mujeres, tienen su edad crítica.
Según él, yo estoy en plena edad crítica.
—Espere a cumplir los cincuenta y se sorprenderá al sentirse mas joven y más vigoroso que hoy.
A los sesenta años comienza a visitar a las ocho de la mañana, si no antes, y termina a las diez de la noche, sin que por ello deje de atender las llamadas nocturnas.
Siempre le he visto de un humor tranquilo, con una sonrisa maliciosa en los labios, como si le pareciera divertido ver que la gente se inquieta por su salud.
El ascensor está subiendo, se detiene en el piso de arriba.
Es mi mujer que regresa.
4
Domingo, 13 de noviembre, a las diez de la mañana.
Esta mañana, al volver hacia las ocho y media, me he tomado dos pastillas de fenobarbital y me he acostado, pero la droga no ha producido ningún efecto, y al final he decidido levantarme. Después de una ducha fría, he bajado a mi despacho, y antes de sentarme me he asegurado de que «él» no está montando guardia en la acera.
En resumidas cuentas, el servicio meteorológico tenía razón. El viento ha cesado, el cielo parece nuevo y hace un frío intenso, las personas a las que se ve ir a misa llevan las manos en los bolsillos y andan golpeando con fuerza los talones. Mis vagabundos no están bajo el Pont Marie; me pregunto si se han mudado o si les toca dormir a bordo de la chalana del Ejército de Salvación.
Anoche, cuando oí volver a Viviane, cerré mi expediente, y me encontraba ya casi en la parte superior de la escalera cuando el timbre del teléfono me sobresaltó, porque enseguida pensé en una noticia desagradable.
—¿Eres tú? —preguntó al otro lado del hilo la voz de Yvette.
Su voz no era la normal, sino la que tenía cuando había bebido o estaba muy nerviosa.
—¿Aún no te has acostado?
—Ahora subía a la alcoba.
—Como me dijiste que casi nunca te acuestas antes de las dos, sobre todo el sá...
Se mordió la lengua sin acabar la palabra sábado. Ahora era yo quien preguntaba:
—¿Dónde estás?
—En la Rue Caulaincourt, en Manière.
Hubo un silencio. Cuando me llamaba un sábado por la noche es que tenía algún problema.
—¿Estás sola?
—Sí.
—¿Desde hace mucho?
—Una media hora. Oye, Lucien, ¿te importaría venir a buscarme?
—¿Estás preocupada? ¿Qué pasa?
—Nada. Ya te contaré. ¿Vienes enseguida?
Mi mujer estaba desvistiéndose.
—¿Aún no te has acostado? —dijo.
—Estaba subiendo cuando me han llamado por teléfono. Tengo que salir.
Me dirigió una mirada curiosa.
—¿Ocurre algo malo?
—No lo sé. Ella no ha querido decirme nada.
—Lo mejor sería que despertaras a Albert para que te lleve. En unos minutos puede estar abajo.
—Prefiero tomar un taxi. ¿Ha ido bien lo de la Rue Jacob?
—Éramos el doble de la gente prevista, y unos amigos han tenido que ir a buscar más cajas de champán en su coche. Pareces contrariado.
Lo estaba. Fuera, sorprendido por el frío, tuve que ir andando hasta el Châtelet para encontrar un taxi. Conozco el restaurante Manière, en Montmartre, pero ignoraba que Yvette también lo frecuentase. Para mi mujer y para mi representa una época, una etapa. El segundo año de nuestro matrimonio, durante un tiempo nos aficionamos a remar en barca, y el domingo íbamos al río Marne, entre Chelles y Lagny. Allí nos reuníamos siempre los mismos, matrimonios jóvenes la mayoría, sobre todo médicos y abogados, y durante la semana adquirimos la costumbre de encontrarnos en Maniére.
De un día para otro, sin un motivo del que pueda acordarme, este período pasó a la historia y empezó otro, y formamos parte sucesivamente de varios grupos antes de ir a parar al ambiente en el cual nos movemos ahora. A veces envidio a los que frecuentan siempre a las mismas personas durante toda su vida. No hace mucho que pasamos por Chelles un domingo por la mañana, camino de la casa de unos amigos que tienen una finca en la región, y me sorprendió reconocer en el agua, en las mismas barcas, a varias parejas de antaño, envejecidas, que ahora ya tienen nietos.
No sé cuántos años hacía que no había puesto los pies en Maniére, pero al empujar la puerta noté una bocanada de aire que me era familiar, y no creo que la atmósfera haya cambiado mucho. Vi a Yvette delante de un vaso de whisky, y la elección de esta bebida me lo dijo todo acerca de su estado de ánimo.
—Quítate el abrigo y siéntate -me dijo con el aire solemne de quien tiene noticias graves que comunicar.
El camarero se dirigió hacia mí, y yo también pedí un whisky. Luego pedí varios más, y esto ha sido lo que no me ha dejado dormir esta mañana, porque cierta cantidad de alcohol me pone nervioso en vez de darme sueño.
—¿No has visto a nadie en la acera?
—No. ¿Por qué?
—No sabía si había vuelto para seguir espiándome. Es el tipo de hombre que hace eso. En el estado en que está es capaz de todo.
—¿Os habéis peleado?
Cuando ha bebido dos o tres vasos, las cosas nunca son tan sencillas. Me miró fijamente a los ojos, de un modo trágico, y dijo:
—Te pido perdón, Lucien. Yo debería hacerte feliz. Lo intento con todas mis fuerzas y sólo consigo crearte problemas y preocuparte. Deberías haberme puesto en la puerta el día en que fui a verte por primera vez, y a estas horas estaría en el lugar que me corresponde, en la cárcel.
—Habla más bajo.
—Perdona. Es verdad que he bebido, pero no estoy borracha. Te juro que no estoy borracha. Es importante que me creas. Si me ves así es porque tengo miedo, sobre todo por ti.
—Cuéntame lo que ha pasado.
—Hemos ido a un cine de Barbès, donde echaban una película que hacía tiempo que yo tenía ganas de ver, y al salir me ha apetecido tomar un bocado en la Place du Tertre.
Siente preferencia por los lugares ruidosos y chillones, pintorescos, vulgares, agresivos.
—Al principio no me decía nada. Yo notaba que estaba raro, pero no me figuraba que fuese tan grave. En un momento dado, cuando acabamos de bailar y habíamos vuelto a nuestra mesa, cuando yo iba a sentarme, me ha dicho frunciendo el ceño:
»-¿Sabes lo que vamos a hacer?
»Yo, perdona la expresión, le he dicho:
»-¡Dios, claro!
»-No se trata de eso. Ahora iremos a la Rue de Ponthieu, pero sólo para recoger tus cosas, e iremos a mi casa. Por fin tengo el nuevo cuarto que hace tiempo me prometen. Es lo suficientemente grande para dos, y da a la calle.
»Yo, creyendo que hablaba por hablar, le he dicho:
»-Léonard, ya sabes que eso es imposible.
«-No. Lo he pensado bien. Es una tontería vivir como estamos viviendo. Me has dicho muchas veces que tú no quieres un piso grande ni una vida cómoda. Has vivido en sitios peores que el Quai de Javel, ¿no?
Mientras ella hablaba agitadamente, yo permanecí inmóvil en el banco, con los ojos fijos en una pareja que bebía champán y se besaba entre sorbo y sorbo. Más tarde, como en un juego, mientras se besaban hacían pasar el champán de una boca a otra.
—Te escucho -suspiré cuando Yvette se calló durante unos instantes.
—No puedo contártelo todo. Sería demasiado largo. Él nunca había hablado tanto como hoy. Dice que por fin está seguro de que me quiere y que no renunciará a mí por nada.
—¿Ha hablado de mí?
Ella no contestó.
—¿Qué ha dicho?
—Que no tengo por qué estarte agradecida, que no eres más que un egoísta, un...
—¿Un qué?
—Un vicioso, lo siento, ya que te empeñas en que lo diga. No entiende nada, dice que te portas como todos los burgueses, etcétera. Yo le he contestado que no era verdad, que él no te conocía y que me negaba a abandonarte. Había mucha gente a nuestro alrededor. Un cantante nos ha obligado a callar durante un rato, y eso me ha permitido observarle y comprobar que tenía un aire atravesado. Cuando el cantante se ha callado, me ha dicho:
»-Ya que te empeñas, llámale enseguida por teléfono y anúnciale nuestra decisión.
»Yo me he negado, y le he repetido que no me iría con él.
»-En este caso seré yo quien le telefonee y le hable. Seguro que comprenderá.
»Le sujeté del brazo, y para ganar tiempo le propuse:
»-Vamos a otro sitio. Todo el mundo nos mira y se figura que estamos riñendo.
»Hemos ido andando por callejuelas oscuras de la parte alta de la colina, entre largos silencios. Me has pedido que te lo diga todo, Lucien. Te juro que no he dudado ni un momento en tomar esta decisión, que sólo buscaba una manera de desembarazarme de él. Cuando vi las luces del Manière le dije que tenía sed, entramos y pedí un whisky, que la verdad es que necesitaba urgentemente, porque la escena se repetía.
»-¿Qué saldría ganando -le pregunté- si me fuese a vivir contigo en el Quai de Javel?
»-Serías mi mujer.
»-¿Qué quieres decir?
»-Pues eso. Que me casaría contigo.
Apuró su vaso y dijo sarcásticamente:
—¿Te das cuenta? Me he echado a reír, pero reconozco que me ha producido un efecto muy raro, porque es la primera vez que un hombre me propone una cosa así.
»-Antes de un mes -le he replicado- te arrepentirías, o seria yo la que acabase harta de ti.
—No.
»-Yo no estoy hecha para vivir con un hombre.
»-Todas las mujeres están hechas para eso.
»-Yo no.
»-Eso es asunto mío.
»-También mío.
»-Reconoce que si no quieres es a causa de él.
»Yo no he reconocido nada, he guardado silencio, y él ha seguido diciendo:
»-¿Le tienes miedo?
—No.
»-¿Entonces le quieres?
Yvette volvió a enmudecer e hizo una señal al camarero.
—Lo mismo.
—¿Para los dos?
Dije que sí sin pensar.
—repetía:
»-¿Le quieres? ¡Confiésalo! Dime la verdad.
»Ya no me acuerdo de lo que he contestado. Él se ha puesto en pie, furioso.
»-Yo arreglaré este asunto con él.
»Se ha ido fuera de sí y pálido, tirando dinero sobre la mesa para pagar las consumiciones.
—¿Había bebido?
—Unas copas. No lo suficiente para hacerle tanto efecto. Yo esperaba que una vez en la calle se calmaría y que volvería para pedirme perdón. Antes de telefonearte he estado media hora sola en mi rincón, ansiosa y sobresaltándome cada vez que se abría la puerta. De pronto se me ha ocurrido que tal vez hubiera ido a tu casa.
—Yo no he visto a nadie.
—Irá, estoy convencida, no habla porque sí. No es el tipo de hombre que toma una decisión a la ligera, y cuando se le mete algo en la cabeza, lo hace cueste lo que cueste. Lo mismo que con sus estudios. Tengo miedo, Lucien. ¡Tengo tanto miedo de que te pase algo!
—Vámonos.
—Déjame que tome otro whisky.
No se lo tendría que haber tomado, lo comprendí cuando comenzó a hablar con dificultad, se quedó mirando Fijamente a un punto y el tono de lo que decía me alarmó.
—Estáte seguro de que no te dejaré por nada del mundo, ¿verdad? Tienes que saberlo, tienes que saber que tú lo eres todo para mí, que antes de conocerte yo no existía, y que si me faltaras...
Llamé al camarero para pagar, e Yvette aprovechó la ocasión para beberse el whisky que quedaba en mi vaso. Cuando nos íbamos, me suplicó que me asegurara de que nadie estaba acechándonos. Tuvimos la suerte de encontrar un taxi enseguida, e hice que nos llevara a la Rue de Ponthieu. En el coche se apretó contra mi lloriqueando, y de vez en cuando la sacudía un escalofrío.
Lo que había contado no tenía por qué ser necesariamente exacto, y nunca llegaré a saber lo que le dijo a Mazetti. Aunque no tenga ningún motivo para mentir, necesita contar historias y acaba por creérselas.
Al principio, ¿acaso no juró a Mazetti que yo sólo era su abogado, que era inocente del caso de la Rue del Abbé-Grégoire y que me estaba eternamente agradecida por haberla librado de una condena injusta?
Hay que remontarse al mes de julio, a un día entre semana, ya no me acuerdo cuál, en que la llevé a Saint-Cloud para almorzar en un chiringuito como a ella le gustan. Había mucha gente en la terraza en la que comíamos, y yo apenas me fijé en dos jóvenes en mangas de camisa, uno de ellos con el pelo muy oscuro y rizado, que ocupaban la mesa vecina, y que nos miraban sin cesar. Yo tenía una entrevista importante a las dos y media, y a las dos y cuarto aún no estábamos en los postres. Anuncié a Yvette que tenía que irme.
—¿Puedo quedarme? —preguntó.
Al día siguiente no me habló de nada, y tampoco al otro, solamente al cabo de tres días, ya con las luces apagadas, cuando íbamos a dormirnos, oí que decía:
—¿Duermes, Lucien?
—No.
—¿Puedo decirte una cosa?
—Claro que puedes decírmela. ¿Quieres que encienda la luz?
—No. Me parece que he vuelto a hacer una cosa que no está bien.
A menudo me he preguntado si su sinceridad, su manía de confesión, se deben a sus escrúpulos o a una crueldad natural, tal vez a la necesidad de dar interés a su vida dándole una tonalidad dramática.
—¿Te fijaste el otro día en aquellos dos jóvenes de Saint-Cloud?
—¿Cuáles?
—Estaban en la mesa de al lado. Uno de ellos era moreno, muy musculoso.
—Sí.
—Cuando te fuiste comprendí que quería hablarme, porque se desembarazó de su amigo y, en efecto, poco después me pidió permiso para tomar café en mi mesa.
Ha tenido otras aventuras desde que nos conocemos, y la creo sincera cuando dice que las conozco todas. La primera dos semanas después de haber sido absuelta, cuando aún vivía en el Boulevard Saint-Michel, fue con un músico de un cabaret de Saint-Germain-des-Prés. Me confesó que se sentaba horas y horas cerca de la orquesta de jazz, y que ya la segunda noche él se la había llevado a su casa.
—¿Estás celoso, Lucien?
—Sí.
—¿Te he hecho mucho daño?
—Sí. Pero no importa.
—¿Crees que seré capaz de reprimirme?
—No.
Es verdad. No se trata tan sólo de una cuestión física. Es algo más profundo, la necesidad de llevar una vida diferente, de ser el centro de algo, de sentir que atrae la atención. Lo comprendí en la sala del tribunal, donde probablemente pasó las horas más exaltantes de su vida.
—¿Sigues queriendo que te lo diga todo?
—Sí.
—¿Aunque te haga daño?
—Eso es asunto mío.
—¿Me guardas rencor?
—No es culpa tuya.
—¿Crees que soy distinta a las otras?
—No.
—Entonces, ¿cómo se las arreglan las demás?
En estos momentos, cuando alcanzamos cierto punto de absurdo le vuelvo la espalda, porque ya sé lo que quiere: que se discuta su caso interminablemente, que se analice su personalidad, sus instintos, su comportamiento.
Ella también se da cuenta.
—¿Ya no te intereso?
Entonces se enfurruña o llora, luego se queda mirándome como una niña que ha desobedecido, y por fin se decide a pedirme perdón.
—No comprendo cómo me soportas. Pero ¿has pensado alguna vez, Lucien, lo exasperante que puede ser para una mujer estar ante un hombre que lo sabe todo, que lo adivina todo?
Lo del músico sólo duró cinco días. Una noche la encontré cambiada, febril, con los ojos desorbitados, y después de hacerle las preguntas necesarias, le arranqué la confesión de que le había hecho tomar heroína. Me enfadé, y cuando al día siguiente comprendí que había vuelto a verle a pesar de habérselo prohibido, la abofeteé por vez primera, con tanta fuerza que llevó una señal bajo el ojo izquierdo durante varios días.
No puedo vigilarla día y noche, ni exigir que pase todo el tiempo esperándome. Ya sé que yo no le basto, y no tengo más remedio que dejar que busque en otros lo que yo no le doy. Qué más da si eso me hace sufrir.
Los primeros meses me dominaba la inquietud, porque me preguntaba si iba a volver conmigo o si se metería en alguna aventura desgraciada.
Desde aquello de Saint-Cloud mis inquietudes han pasado a ser otras.
—Es un chico de origen italiano, pero nació en Francia y es francés. ¿Sabes lo que hace? Estudia la carrera de medicina y por la noche trabaja en la Citroën. ¿No te parece admirable?
—¿Adónde te llevó?
—A ningún sitio. Él no es así. Volvimos a pie por el Bois de Boulogne, me parece que nunca había andado tanto en toda mi vida. ¿Estás enfadado?
—¿Por qué iba a enfadarme?
—Porque no te he hablado de él hasta ahora.
—¿Le has vuelto a ver?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Dónde?
—En la terraza del Normandie, en los Campos Elíseos, allí me citó.
—¿Por teléfono?
O sea que ya conocía su número.
—Como siempre tienes miedo de que tropiece con un granuja, supuse que esto te gustaría. Su padre es albañil en Villefranche-sur-Saône, cerca de Lyon, donde nací yo, y su madre lava platos en un restaurante. Tiene siete hermanos y hermanas. Desde los quince años trabaja para pagarse los estudios. Ahora vive en un cuartucho, en el Quai de Javel, cerca de la fábrica, y sólo duerme cinco horas al día.
—¿Cuándo volverás a verle?
Sabía que me estaba ocultando algo.
—Eso depende de ti.
—¿Qué quieres decir?
—Si me lo pides no volveré a verle más.
—¿Cuándo te ha pedido que os volváis a ver?
—El sábado por la noche, no trabaja en la fábrica.
—¿Te gustaría estar con él el sábado próximo?
No respondió. El domingo por la mañana, cuando telefoneé a la Rue de Ponthieu, la noté tan nerviosa que comprendí que no estaba sola. Era la primera vez, al menos que yo supiese, que llevaba a alguien a un piso que, en resumidas cuentas, es el nuestro.
—¿Está contigo?
—Sí.
—¿Nos veremos en el restaurante de Louis?
—Como quieras.
La noche del sábado al domingo se convirtió en «su» noche, y durante cierto tiempo Mazetti se creyó la historia del abogado de gran corazón. Yvette me ha confesado que a veces, durante el día, iba a darle un beso al Quai de Javel, mientras estudiaba.
—Sólo para darle ánimos. El cuarto es muy pequeño, y en el hotel sólo hay obreros de la fábrica, sobre todo árabes y polacos. En la escalera me dan miedo esos hombres, que no se molestan en cederme el paso y que me miran con ojos muy brillantes.
Él también iba a la Rue de Ponthieu otros días, además del sábado, ya que una tarde me lo crucé en el portal. Nos reconocimos el uno al otro. Vaciló y por fin me saludó con embarazo, y yo le devolví la cortesía.
Aunque sólo fuera para añadir un poco de picante a la aventura, como yo ya esperaba, Yvette terminó por confesarle que yo no soy solamente su bienhechor, sino su amante.
También le contó el atraco de la Rue de l'Abbé-Grégoire, esta vez la verdad, añadiendo que por ella yo me había jugado el honor y la posición.
—Ese hombre es sagrado para mí, ¿comprendes?
¿Qué importa que lo dijera o no? El hecho es que él no protestó, y que en otra ocasión en que nos cruzamos por la calle volvió a saludarme observándome con curiosidad.
Me pregunto si ella no le ha hecho creer que soy impotente, y que bastan unas caricias de las que no tiene que sentir celos. Es mentira, pero me ha contado fábulas más inverosímiles.
Ninguno de los dos entiende nada, desde luego. Y ahora, lo que tenía que suceder ha sucedido.
—¿Y él qué te ha dicho? —le he preguntado, una vez en el piso.
—No me acuerdo. Prefiero no repetirlo. Todo lo que los jóvenes dicen de los hombres de tu edad cuando se comportan como enamorados.
Abrió una alacena y vi cómo bebía a gallete.
—¡Ya está bien!
Mientras me miraba tuvo tiempo de tomar un último trago.
Con la boca pastosa, me preguntó:
—Con las amistades que tienes, ¿no puedes hacer que le detengan?
—¿Por qué motivo?
—Ha proferido amenazas.
—¿Qué amenazas?
—Tal vez nada muy concreto, pero ha dado a entender que encontrarla la manera de librarse de ti.
—¿Qué palabras ha usado?
Estoy seguro de que ahora miente, o en cualquier caso exagera.
—Aunque fuera verdad, no bastaría para detenerle. ¿Te gustaría verle en la cárcel?
—No quiero que te pase nada malo. Sólo te tengo a ti, ya lo sabes.
Así lo piensa, y es más grave de lo que ella cree. Se encontraría desamparada, desgraciada, si se viese sola de nuevo, y no tardaría mucho en acabar mal.
—Estoy enferma, Lucien.
Ya lo veo. Ha bebido demasiado y no tardará en vomitar.
—No tenía ni idea de que la cosa iba a terminar de este modo. Me parecía una solución práctica. Sabía que tú estabas contento...
Se da cuenta de que lo que acaba de decir es un poco fuerte.
—Perdóname. Ya lo ves. Siempre me pasa lo mismo. Me esfuerzo por hacer las cosas bien, y estropeo todo lo que hago. Lo que puedo jurarte por lo más sagrado es que no volveré a verle. ¿Puedes echar un vistazo a la calle?
Entreabrí los visillos y no vi a nadie a la luz de las farolas.
—Lo que me da miedo es que se haya puesto a beber, porque no aguanta el alcohol. Es muy tranquilo y muy dócil, pero puede volverse malo. Una vez que había tomado una copa de más...
No termina la frase y va corriendo al cuarto de baño, donde oigo el ruido de sus arcadas.
—Estoy avergonzada, Lucien... -balbucea entre dos accesos de náuseas-. ¡Si supieras cómo me detesto a mí misma! Me pregunto cómo puedes...
Le quité la ropa y la acosté. Luego me desnudé y me eché a su lado. Dos o tres veces pronunció, en medio de la agitación de sus sueños, unas palabras que no pude entender.
Es posible que Mazetti esté emborrachándose en uno de esos bares abiertos toda la noche, de los que hay algunos en París, o tal vez anda a grandes zancadas por avenidas desiertas rumiando sus rencores. También es posible que venga a merodear por la Rue de Ponthleu, como yo estuve vagando cierto día bajo las ventanas del Boulevard Malesherbes.
Si el relato de Yvette sobre aquella noche y la actitud de él no es demasiado novelado, no la dejará fácilmente y no tardará en volver a la carga.
¿Se lo ha dicho de verdad todo acerca de su pasado, ha sido con él tan sincera como conmigo? En cualquier caso, le ha hecho una propuesta de matrimonio.
Debí de quedarme dormido, porque el timbre del teléfono me hizo saltar de la cama, y me precipité hacia el salón para descolgar el aparato, dándome un golpe muy doloroso en el pie al tropezar con un mueble. Lo primero que se me ocurrió es que me llamaba mi mujer, como ya había sucedido en otras ocasiones, para algo urgente. No sabía qué hora era. La habitación estaba a oscuras, pero en el salón vi la luz del día por entre los visillos.
—¡Diga! —Repeti, porque no oía nada-: ¡Diga!
Entonces comprendí. Era él quien llamaba, y no esperaba encontrarme en el piso. Al reconocer mi voz no colgó, y estuve oyendo su respiración al otro extremo del hilo. Causaba cierta impresión, sobre todo porque Yvette, que se había despertado, apareció ante mí desnuda y muy pálida en medio de la penumbra, mirándome con los ojos desorbitados.
—¿Quién es? —preguntó en voz baja.
Colgué y dije:
—Una equivocación.
—¿Era él?
—No lo sé.
—Estoy segura de que era él. Ahora que sabe que estás aquí vendrá. Enciende las luces, Lucien.
Aquella rendija de luz entre los visillos la asustaba.
—Me gustaría saber desde dónde telefonea. Tal vez esté en el barrio.
Reconozco que yo también estaba inquieto. No tenía ningunas ganas de oírle llamar a la puerta del piso, ya que, si había seguido bebiendo, podía armar un escándalo.
No tengo que darle cuentas de nada, ni justificarme con él. Una discusión de los tres sería ridícula, odiosa.
—Es mejor que te vayas.
Pero tampoco quiero que parezca que huyo.
—¿Prefieres quedarte sola?
—Sí. Ya me las arreglaré.
—¿Piensas abrirle?
—No lo sé. Ya veremos. Vístete.
Otra idea le pasa por la cabeza.
—¿Por qué no telefoneamos a la policía?
Me vestí humillado, furioso conmigo mismo. Mientras ella, que seguía desnuda, miraba por la ventana con la cara pegada a los cristales.
—¿Estás segura de que prefieres quedarte sola?
—Sí. Anda, date prisa.
—Te telefonearé cuando llegue al Quai d'Anjou.
—De acuerdo. Yo no me moveré en todo el día.
—Volveré a verte más tarde.
—Sí. ¡Anda, vete!
Me acompañó hasta el rellano y me besó, todavía sin ropa, y luego se inclinó sobre el pasamanos para recomendarme:
—¡Ten mucho cuidado!
Yo no tenía miedo, aunque no presumo de valor físico y las peleas me inspiraban horror. Pero deseaba evitar el encuentro, que podría ser desagradable, con un joven exasperado. Sobre todo porque no le guardo rencor, no tengo nada que reprocharle y comprendo su estado de ánimo.
La Rue de Ponthleu estaba desierta, y sólo oía resonar mis pisadas mientras subía por ella hasta la Rue de Berri para tomar un taxi. En los Campos Elíseos, una pareja vestida de gala, unos extranjeros, volvía al Claridge, cogidos del brazo, y la mujer aún llevaba en el pelo trozos de serpentinas.
—Al Quai d'Anjou. Ya le diré dónde ha de parar.
Seguía inquieto por Yvette. Conociéndola, sabía que no se había vuelto a acostar, y que estaría vigilando junto a la ventana sin pensar en vestirse. A veces se queda desnuda durante gran parte del día, incluso en verano, cuando las ventanas están abiertas.
—¿Lo haces adrede? —le dije en cierta ocasión.
—¿El qué?
Exhibirte desnuda ante los vecinos de enfrente.
Me miró como suele mirarme cuando adivino sus pensamientos, con una sonrisa que se esfuerza por disimular.
—Es divertido, ¿no?
A lo mejor también la divertía que Mazetti la persiguiera. No estoy seguro de que si supiera dónde localizarle no le telefoneara. Siempre la misma necesidad de salir de su propia vida, de crearse un personaje.
Tenía miedo de que si le veía en la calle telefoneara a la policía, sólo por experimentar esta emoción.
Apenas llegué a mi despacho, la llamé yo:
—Soy Lucien.
—¿Has llegado bien?
—¿No ha venido?
—No.
—¿Estabas aún en la ventana?
—Sí.
—Vuelve a acostarte.
—¿No crees que va a venir?
—Estoy convencido de que no. Volveré a llamarte dentro de un rato.
—Supongo que tú también vas a dormir.
—Sí.
—Perdóname por la mala noche que te he hecho pasar. Estoy avergonzada de haberme emborrachado, pero no me daba cuenta de que bebía.
—Acuéstate.
—¿Se lo contarás a tu mujer?
—No lo sé.
—No le digas que he vomitado.
Sabe que Viviane está al corriente de todo, y eso la preocupa porque respecto a ella no quisiera tener un papel demasiado humillante. A veces, bruscamente, me hace preguntas sobre Viviane.
—¿Qué le cuentas exactamente? ¿Todo lo que hacemos? —En alguna ocasión, al hacer esta pregunta, añade con una risa nerviosa-: ¿Hasta lo que te estoy haciendo ahora?
He mirado por la ventana de mi despacho, ya lo he dicho, y no he visto a nadie en el muelle. Es probable que Mazetti haya vuelto a su casa y esté durmiendo profundamente.
He subido sin hacer ruido. Aunque mi mujer ha entreabierto los párpados en el momento en que yo tragaba mis dos pastillas.
—¿Ha pasado algo?
—No. Duerme.
No debía de estar despierta del todo, porque inmediatamente ha vuelto a dormirse. Yo también he tratado de dormir. No he podido. Tenía los nervios a flor de piel, todavía ahora los tengo, y me basta con ver mi letra para convencerme de ello. Un grafólogo quizá sacase la conclusión de que es la letra de un loco o de alguien drogado.
Desde hace cierto tiempo espero que ocurra algo desagradable, pero no había imaginado nada más desagradable y más humillante que la noche que acabo de pasar.
Con los ojos cerrados, en el calor de mi cama, me he preguntado si Mazetti no podría ser una amenaza para mí. En el curso de mi carrera he conocido gestos más insensatos. Nunca he hablado con él. Sólo le he visto fugazmente, y me da la impresión de que es un chico serio, reservado, que sigue obstinadamente la línea de conducta que se ha fijado.
¿Se da cuenta de que su historia con Yvette es un grave peligro para el porvenir que se prepara a costa de tanto esfuerzo? Si ella se lo ha dicho todo, si la conoce como yo la conozco, ¿puede ser tan ingenuo como para suponer que va a cambiar de pronto y que podrá convertirla en la esposa de un joven médico ambicioso?
Está en plena crisis, es incapaz de razonar. Mañana o dentro de unos días verá la realidad cara a cara, y se alegrará de mi existencia.
Lo malo es que no estoy tan seguro de que pase una cosa así. ¿Por qué va a reaccionar de un modo distinto a como he reaccionado yo? ¿Porque es demasiado joven para comprender, para sentir lo que yo he sentido?
Quisiera creerlo. ¡He buscado tantas explicaciones a mi apego por Yvette! Las he rechazado una tras otra, he vuelto a aceptarlas, combinándolas, mezclándolas unas con otras sin obtener ningún resultado satisfactorio, y esta mañana me siento viejo y obtuso; al bajar a mi despacho hace un momento, con la cabeza vacía, los ojos escociéndome por falta de sueño, he mirado los libros que cubren las paredes y me he encogido de hombros.
¿Se contempló alguna vez Andrieu a sí mismo con una compasión despectiva?
Hoy envidio a los que siguen remando con su barca entre Chelles y Lagny, y a todos los que dejé atrás por el camino porque no iban lo bastante deprisa.
Ahora estoy aquí mirando por la ventana por si veo acercarse a un joven sin seso que al parecer amenaza con pedirme explicaciones. Digo al parecer porque ni siquiera estoy seguro de que todo eso sea verdad, y que esta noche o mañana Yvette no me confiese que ha exagerado, si no inventado, gran parte de todo lo que me ha contado.
No puedo enfadarme con ella por eso, porque es su manera de ser, y en el fondo todos lo hacemos más o menos. La única diferencia es que ella tiene todos los defectos, todos los vicios, todas las debilidades. Ni siquiera eso. Quisiera tenerlos. Es algo a lo que le gusta jugar, su forma de llenar el vacío.
Esta mañana no estoy en condiciones de analizarme. Por otra parte, ¿para qué, y para qué saber por qué, a causa de ella, me veo en esta situación?
Ni siquiera tengo la seguridad de que haya sido a causa de ella. Los autores de vodeviles, los autores cómicos que consiguen hacer reír a costa de la vida, llaman a eso el veranillo de San Martín, y se convierte en motivo de chistes.
Nunca he tomado la vida por el lado trágico. Todavía ahora me niego a hacerlo. Intento seguir siendo objetivo, juzgarme y juzgar a los demás fríamente. Sobre todo trato de comprender. Al empezar este expediente tenía la sensación de estar guiñándome un ojo, como si me entregase a un juego solitario.
Aunque aún no me he reído. Esta mañana tengo menos ganas de reír que nunca, y me pregunto si no preferiría ser uno de esos pequeños burgueses endomingados que se dirigen a toda prisa a misa mayor.
Acabo de telefonear por segunda vez a Yvette, y ha tardado mucho en descolgar el aparato. Por la manera como ha dicho «diga» ya noto que ha habido alguna novedad.
—¿Estás sola?
—No.
—¿Estás con él?
—Sí. Para no obligarla a hablar delante de él hago preguntas concretas.
—¿Furioso?
—No.
—¿Te ha pedido perdón?
—Si.
—¿Sigue teniendo las mismas intenciones?
—Bueno, verás... Mazetti ha debido de arrancarle el aparato de las manos, porque han colgado bruscamente. ¡Viejo idiota!
5
Sábado, 26 de noviembre.
Hace dos semanas que no he tenido ni un momento para abrir este expediente, y que vivo por inercia, convencido de que ahora mismo podría desplomarme de agotamiento, incapaz de dar otro paso o de decir una palabra más. Es la primera vez que entreveo la posibilidad de que hablar sea algo que esté por encima de mis fuerzas, y de hecho ya empiezo a hablar menos, por cansancio.
No soy el único que piensa en ese eventual aflojamiento de mis nervios. Leo la misma inquietud en la mirada de los que me rodean, y empiezan a observarme a hurtadillas como un enfermo grave. ¿Qué saben en el Palacio de justicia de mi vida intima? Lo ignoro, pero algunos apretones de mano son insistentes, como también la manera de decirme, sin querer insistir:
—No se agote usted.
Pémal, que suele ser optimista, frunció el ceño al tomarme la tensión el otro día en el cuchitril en el que tuve que recibirle deprisa y corriendo, porque tenía un cliente en el despacho y otros dos que esperaban en la sala.
—Supongo que es inútil pedirle que descanse.
—Por el momento es imposible. A ver si consigue usted que aguante el golpe.
Me administró en forma de inyección no sé qué vitaminas, y desde entonces una enfermera viene todas las mañanas a ponerme una, también con muchas prisas, el tiempo de entrar en el cuchitril y de bajarme el pantalón. Pémal no confía mucho en este remedio.
—Llega un momento en que el muelle ya no da más de sí.
Es la impresión que yo también tengo, un muelle que está vibrando y que se va a romper. Siento por todo el cuerpo como una trepidación que no puedo dominar y que a veces es angustiosa. Apenas duermo. No tengo tiempo para eso. Ni siquiera me atrevo a sentarme en un sillón después de las comidas, porque soy como los caballos enfermos que no quieren echarse en el suelo por temor a no poder volver a levantarse.
Me esfuerzo por cumplir con mis obligaciones en todos los frentes, y llego hasta el extremo de acompañar a Viviane a las reuniones mundanas, a los cócteles, a los estrenos, a las cenas en casa de Corine y a cualquier otro lugar adonde sé que le resultaría incómodo ir sola.
Ella me lo agradece, aunque sin decir nada, pero está inquieta por mí. Y da la casualidad de que nunca he tenido tantos asuntos en el Palacio de justicia, ni tan importantes, y no puedo encargárselos a nadie.
El embajador sudamericano, por ejemplo, vino a verme el lunes, tal como habíamos convenido, y aunque no me equivoqué del todo acerca de la naturaleza de sus problemas, tampoco había adivinado la verdad. Tienen las armas. Es su padre quien tiene la intención de tomar el poder mediante un golpe de Estado, que debería ser breve y con poca efusión de sangre. Según mi interlocutor, que hablaba cada vez de forma más apasionada, su padre se juega la vida y la fortuna, que es inmensa, por el bien de su país, que actualmente está en manos de una pandilla de especuladores que se dedican a saquearlo.
Las armas, pues, incluyendo tres aviones cuatrimotores que son esenciales para el plan de los conjurados, se encuentran a bordo de un barco de bandera panameña que, a causa de una avería, lamentablemente ha tenido que atracar momentáneamente en la Martinica.
La avería no es grave. Era una cuestión de dos o tres días. El azar quiso que un aduanero demasiado celoso inspeccionase la carga y descubriese que lo que llevaba el barco no tenía nada que ver con lo que constaba en los papeles. El capitán, por su parte, cometió la torpeza de querer sobornarlo, y el honrado aduanero puso en marcha la pesada maquinaria administrativa, inmovilizando el barco en el puerto.
De no ser por él todo hubiera sido fácil, ya que el gobierno francés sólo aspira a cerrar los ojos. Ahora bien, una vez destapado el asunto, se convierte en algo extremadamente delicado, y he tenido una entrevista con el mismo presidente del Consejo, lleno de buena voluntad pero casi inerme ante el aduanero. Sé por experiencia que en algunos casos el más oscuro de los funcionarios puede tener en jaque a los ministros.
Dentro de unos días defenderé el caso Neveu, que exige un trabajo enorme y que desde hace meses da mucho que hablar. La querida de un personaje de la carrera diplomática disparó seis balas contra su amante, cuando éste, para desembarazarse de ella después de haberle hecho dos hijos, partía para Extremo Oriente, donde había conseguido que le confiaran un puesto consular. Ella cometió el error de actuar con una sangre fría total, en presencia de las autoridades y de los periodistas, diciendo a éstos, todavía con el arma humeante en la mano, que desafiaba a los tribunales a que la condenasen. En mi situación actual un fracaso me perjudicarla mucho, y sería considerado por todos como el comienzo de mi declive.
Esta semana he tenido suerte con el joven Delrieu, que mató a su padre por razones que aún parecen bastante misteriosas, y para el que he logrado el internamiento en una clínica psiquiátrica.
Cada día se presentan nuevos clientes. Si escuchase a Bordenave no los recibiría. En su despacho se hace mala sangre como un perro guardián al que se impide ladrar cuando se acercan los merodeadores, y a menudo veo que tiene los ojos enrojecidos.
En algunos momentos de desánimo he llegado a pensar que aunque todo el mundo se pusiera contra mi aún me quedarla mi secretaria para terminar mis días a su lado. ¿No es irónico que sienta por ella una antipatía física, casi una repulsión, que me impediría estrecharla en mis brazos o contemplar su cuerpo desnudo? Sospecho que ella lo intuye, que eso la hace sufrir, y que por mi causa no pertenecerá a ningún hombre.
Lo más duro no ha sido tomar la decisión, sino comunicársela a Viviane, porque esta vez era consciente de ir muy lejos y aventurarme por un terreno resbaladizo. Pase lo que pase, quiero permanecer lúcido hasta el final, y reivindico la plena responsabilidad de mis actos, de todos mis actos.
La semana que siguió a la noche del restaurante Maniére fue una de las más penosas y quizá la más ridícula de toda mi vida. Todavía no sé cómo encontré tiempo para mis intervenciones ante los tribunales, para estudiar los casos de mis clientes y encima para acompañar a Viviane a un buen número de reuniones parisienses.
Todo se debió, como yo ya esperaba, a Mazetti y a su nueva táctica. Nadie me quitará de la cabeza que lo hizo adrede, y lo cierto es que no es tan tonto, porque estuvo a punto de que le saliera bien.
El domingo por la noche sostuve una conversación seria con Yvette, y yo era sincero, o casi, cuando le di a elegir.
—Si decides casarte con él, llámale.
—No, Lucien, no quiero.
—¿Serías desgraciada con él?
—No puedo ser feliz sin ti.
—¿Estás segura?
Estaba tan cansada que tenía un aire como fantasmal, y me pidió permiso para tomar una copa y animarse.
—¿Qué es lo que te ha dicho?
—Que esperará todo el tiempo que haga falta, porque está seguro de que algún día me casaré con él.
—¿Volverá?
No necesitaba responder.
—En este caso, si estás verdaderamente decidida, escríbele una carta que no le deje ninguna esperanza.
—¿Qué tengo que decirle?
—Que no volverás a verle.
Había hecho el amor con él durante una parte del día, y aún se le notaba, sus labios magullados, como diluidos, que parecían invadirle toda la cara.
Le dicté en parte la carta, y yo mismo la eché al correo.
—Prométeme que si telefonea o llama a la puerta no vas a contestarle.
—Lo prometo.
No telefoneó ni trató de entrar en el piso. Pero al día siguiente Yvette me telefoneaba:
—Está aquí.
—¿Dónde?
—En la acera.
—¿No ha llamado a tu casa?
—No.
—¿Qué hace?
—Nada. Tiene la espalda apoyada en la casa de enfrente, y mira fijamente mis ventanas. ¿Qué me aconsejas?
—Iré a buscarte para almorzar.
Fui a su casa. Vi a Mazetti de pie, en la calle, sin afeitar, sucio como si hubiera ido hasta allí sin cambiarse 1 salir de la fábrica.
No se acercó a nosotros, se limitó a mirar a Yvette con ojos de camero degollado.
Cuando volví con ella una hora después ya no estaba allí, pero volvió al día siguiente, y al otro, cada vez con la barba más larga, los ojos febriles, y empezaba' a parecer un mendigo.
No sé hasta qué punto hay sinceridad en su actitud. También él está en plena crisis. Parece haber renunciado de un día para otro a la carrera por la que ha hecho tantos sacrificios, como si sólo Yvette contase aún a sus ojos.
En el curso de la semana nuestras miradas se cruzaron varias veces, y yo leía en sus ojos un reproche desdeñoso.
Pensé en todas las soluciones imaginables, incluso en soluciones imposibles, como la de alojar a Yvette en el piso de abajo, donde están mi despacho y las oficinas. Hemos conservado allí una alcoba y un cuarto de baño que Bordenave utiliza cuando se queda a trabajar parte de la noche.
Durante horas enteras este proyecto me ilusionó. Me seducía la perspectiva de tener a Yvette al alcance de la mano día y noche, hasta que por fin se impuso la razón. Era impracticable, evidentemente, aunque sólo fuera a causa de Viviane. Hasta ahora ha aceptado muchas cosas. Está dispuesta a aceptar muchas más, pero nunca consentirá en eso.
Lo comprendí cuando le comuniqué la decisión que había tomado. Era después del almuerzo. Elegí aquel momento porque me esperaban en el Palacio de Justicia, y sólo disponía de un cuarto de hora, lo cual impedía que la conversación se prolongara peligrosamente.
Al entrar en el salón para tomar café, murmuré:
—Tengo que hablar contigo.
La crispación que advertí en su rostro me indicaba que pocas cosas nuevas podía decirle. ¿Esperaba quizás una decisión más grave aún que la que había tomado? El caso es que vi que le hacia daño, y en pocos momentos aparentó la edad que tiene.
Se me encogió el corazón, un poco como cuando uno se ve obligado a poner una inyección mortal a un animal que durante mucho tiempo nos ha sido fiel.
—Siéntate. No digas nada. No pasa nada malo.
Se esforzó por sonreir, y su sonrisa era dura, defensiva; cuando le dije de qué piso se trataba comprendí que su crispación no se debía a razones sentimentales. Incluso llegué a pensar por un momento que iba a estallar una disputa, y no estaba seguro de no haberla deseado. Los dos acabaríamos de una vez, en lugar de avanzar por etapas. No está dispuesta a ceder.
—Por razones demasiado largas para que te las pueda explicar, y que por otra parte supongo que ya conoces, es imposible que siga viviendo en un piso alquilado.
Siempre aludíamos a Yvette con la palabra «ella», yo por delicadeza, mi mujer por desdén.
—Lo sé.
—Entonces será fácil. Necesito encontrar lo antes Posible un lugar para ella, en el que cierta persona que no la deja en paz no pueda encontrarla.
—Comprendo. Sigue.
—Resulta que hay un piso vacío.
¿Lo sabía ya, por ejemplo por la agencia?
Cuando vivíamos en la Place Denfert-Rochereau, el segundo año, si mis recuerdos son exactos, empezamos a encontrarnos incómodos en aquella vivienda, y soñábamos con ir a vivir más cerca del Palacio de justicia. Varias veces nos paseamos por la isla de Saint-Louis, que nos gustaba a los dos.
En aquella época había un piso de alquiler en el extremo de la isla, en el espolón que está enfrente de la Cité y de Notre-Dame, y lo visitamos juntos, intercambiando miradas de codicia. A causa de las leyes, el alquiler no era exageradamente caro, pero una de las condiciones era comprar los muebles, y el estado de nuestras finanzas no nos lo permitía, así que salimos de allí muy tristones.
Más tarde, íbamos a conocer en casa de unos amigos a una norteamericana, Miss Wilson, que no sólo había alquilado el piso de nuestros sueños, sino que lo había comprado, y creo que posteriormente Viviane fue a tomar el té a su casa. Escribía, frecuentaba el Louvre y a los artistas, y como algunos intelectuales norteamericanos que se expatrían, juzgaba su país bárbaro, y juraba que quería acabar sus días en París. Aquí todo la encantaba, las tabernas, el mercado central, las callejuelas más o menos de mala vida, los vagabundos, los croissants de la mañana, el vino tinto barato y los bailes populares.
Ahora bien, hace dos meses, a los cuarenta y cinco años, se casó con un norteamericano que estaba de paso, un hombre más joven que ella, profesor en la Universidad de Harvard, y se fue con su marido a Estados Unidos.
Rompió así bruscamente con su pasado, con París, y encargó a una agencia inmobiliaria que vendiera el piso, los muebles y bibelots lo antes posible.
Está a ciento cincuenta metros de nuestra casa, y para ir a ver a Yvette ya no tendría que tomar taxis o molestar a Albert.
—He reflexionado mucho. A simple vista parece una locura, pero...
—¿Lo has comprado?
—Todavía no. Esta tarde me veré con el representante de la agencia.
Ahora tenía ante mí a una mujer que defiende no ya su felicidad, sino sus intereses.
—¿Supongo que no piensas poner el piso a su nombre?
Esperaba aquello. En efecto, mi primera intención había sido hacer ese regalo a Yvette, de modo que, aunque me pasara algo, no volviera a verse en la calle. Viviane, a mi muerte, no tendrá ningún problema económico, casi podrá seguir llevando nuestro ritmo de vida actual gracias a las pólizas de seguros que he contratado en su beneficio.
Vacilé. Luego, al faltarme el valor, me batí en retirada. No me perdono esta cobardía, haber balbuceado poniéndome rojo:
—Claro que no.
Aún me sentí más incómodo, porque ella había adivinado que mi primera intención era diferente, y que por lo tanto había conseguido una victoria.
—¿Cuándo firmas?
—Esta tarde, si la escritura de venta está bien redactada.
—¿Se mudará mañana?
—Pasado mañana.
Sonrió con amargura, probablemente acordándose de nuestra visita años atrás, de nuestra decepción cuando nos dijeron cuál era la cantidad que pedían por quedarse por unas cuantas alfombras sin valor.
—¿No tienes nada más que decirme?
—No.
—¿Eres feliz?
Afirmé con la cabeza, y ella se acercó para darme unas palmadas en el hombro, en un gesto a la vez afectuoso y protector. A causa de este gesto, que nunca le había visto, comprendí mejor su actitud con respecto a mí. Desde hacía mucho tiempo, quizá desde siempre, me considera como creación suya. Antes de conocerla, para ella yo no existía. Ella me eligió, como Corine eligió a Jean Moriat, con la diferencia de que yo ni siquiera era diputado, y que sacrificó por mí una vida lujosa y fácil.
Me ayudó en mi ascensión, desde luego, sería ridículo que lo negase, con su actividad mundana me abrió muchas puertas y me atrajo numerosos clientes. También a ella, al menos en parte, le debo el hecho de que mi nombre aparezca sin cesar en los periódicos, aparte de cuando se me menciona en la crónica judicial, porque ha hecho de mí una personalidad parisiense.
Aquel día no me dijo nada de todo esto, no me reprochó nada, pero comprendí que no podía arriesgarme a dar un paso más, que el piso del Quai d'Orléans, «a condición de que estuviera a mi nombre», era el límite que no me permitiría franquear.
Me pregunto si Corine y ella hablan de mí, si forman una especie de clan, porque son varias las que se encuentran en el mismo caso, o si por el contrario se envidian e intercambian falsas confidencias y sonrisas.
Durante toda aquella semana yo luché contra el reloj, porque mi mayor miedo era que Yvette se dejase conmover, que hiciera en su ventana el gesto que esperaba Mazetti para precipitarse en sus brazos. La telefoneaba cada hora, incluso durante las pausas de las visitas, y cuando tenía un momento corría a la Rue de Ponthieu, donde, por prudencia, pasaba todas las noches.
—Si te saco de aquí, ¿me prometes no escribirle, no dejar nunca que conozca tu nueva dirección, no frecuentar durante cierto tiempo los lugares donde él podría encontrarte?
Al principio no comprendí el pavor que leía en sus ojos. Sin embargo, respondió dócilmente:
—Lo prometo.
Yo vela que estaba asustada.
—¿Adónde me llevas?
—Muy cerca de mi casa.
Sólo entonces vi que respiraba aliviada, y me confesó:
—Creía que querías mandarme al campo.
Porque el campo le da miedo, una puesta de sol detrás de los árboles, aunque sean los árboles de un parquecito de París, basta para sumirla en la más negra de las melancolías.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Preparo mis cosas?
Ahora tiene con qué llenar un baúl y dos maletas.
—Haremos la mudanza de noche, cuando tengamos la seguridad de que el camino está libre.
A las once y media de la noche, después de una cena de gala en casa del decano, fui a buscarla en coche con Albert. Fue Albert quien bajó el equipaje mientras yo montaba guardia y cala nieve fundida, dos busconas que iban de un lado a otro de la calle trataron de seducirme, y luego asistieron con curiosidad al rapto.
Hace meses que me sostiene la promesa, para mañana o para la semana siguiente, de una existencia más tranquila, más fácil. Cuando compré el piso del Quai d'Orléans estaba convencido de que eso lo iba a arreglar todo, y que a partir de entonces iría a ver a Yvette dando un paseo, como otros pasean a su perro, por la noche y por la mañana, alrededor de la isla.
No vale la pena seguir escribiendo si no es para decirlo todo. Me asaltó una fiebre casi juvenil. El piso es bonito, femenino, refinado.
El Boulevard Saint-Michel olla a aventura barata, la Rue de Ponthieu a la zorra de medio pelo de los Campos Elíseos.
Aquél era un nuevo universo, casi un salto hasta lo ideal, y para que Yvette no se sintiera demasiado desambientada, me precipité a la Rue Saint-Honoré y le compré lencería, deshabillés, saltos de cama que armonizaran con el decorado.
Y para que no pensara en salir, al menos durante los primeros tiempos, le llevé un fonógrafo, discos, un aparato de televisión, y le llené dos estantes de la biblioteca con libros más bien picantes, como a ella le gustan, sin llegar a darle novelas de quiosco.
Sin consultarle contraté una criada, Jeanine, bastante mona, atractiva y charlatana, que le hará compañía.
No hice ninguna alusión a todo eso delante de Viviane, pero tengo razones para creer que está al corriente. Durante los tres días que dediqué a todas esas gestiones, parecía mirarme de un modo conmovidamente maternal y un poco compasivo, como se mira a un chico que sufre la crisis de la adolescencia.
La tercera noche que dormíamos en el nuevo piso me desperté con la impresión de que, a mi lado, Yvette estaba ardiendo. No me equivocaba. Cuando le tomé la temperatura, hacia las cuatro de la madrugada, estaba a treinta y nueve, y a las siete el termómetro se acercaba a los cuarenta grados. Telefoneé a Pémal, quien acudió enseguida.
—¿Ha dicho usted en el Quai d'Orléans? —se sorprendió.
No le di ninguna explicación. Ni la necesitaría cuando me encontrase en la alcoba, junto a Yvette, que estaba desnuda en la cama.
No fue una enfermedad grave, unas malas anginas que duraron una semana, con altibajos. Yo iba y venía entre las dos casas, y entre ambas y el Palacio de justicia.
Aquello me permitió descubrir que Yvette tiene un miedo cerval a la muerte. Cada vez que la temperatura volvía a subir se agarraba a mí como un animal acosado, suplicándome que llamara al médico, al que llegué a importunar tres veces en el mismo día.
—¡No dejes que me muera, Lucien!
Me lo decía a menudo, con los ojos desorbitados, como si descubriese Dios sabe qué terrorífico más allá.
—No quiero. ¡Nunca! ¡No te apartes de mí!
Cogiéndole una mano, telefoneaba para aplazar entrevistas, para disculparme de no acudir a otras, y tuve que llamar a Bordenave para dictarle, junto a la cama de Yvette, cartas que no admitían espera.
A pesar de todo, no dejé de asistir, vestido de tiros largos, a la Noche de las Estrellas, y Viviane no dejaba de mirarme de reojo, preguntándose si aguantaría hasta el fin, si no iba a plantarlo todo para ir corriendo al Quai d'Orléans.
Para complicar aún más la situación, al día siguiente tropecé con Mazetti, que seguía dejándose crecer la barba, montando guardia delante de la casa del Quai d'Anjou. Debió de comprender que tarde o temprano yo iba a conducirle hasta Yvette, e incluso tal vez se figuró que estaba en mi casa.
Tuve que recurrir a Albert, coger el coche y dar la vuelta a la isla cada vez que visitaba el Quai d'Orléans, y no salir del piso de Yvette si no estaba seguro de que había vía libre.
Si anoto estos detalles sórdidos es porque tienen su importancia y me ayudan a explicar ese alelamiento en el que todavía vivo ahora.
Afortunadamente, Mazetti no perseveró. Vino tres veces. Yo esperaba que subiera, que preguntase por mí, y ya había dado instrucciones. También pensé en la posibilidad de que fuera armado, y tenía mi automática en el cajón.
Pero desapareció de un día para otro, casi al mismo tiempo que Yvette empezaba a sentirse mejor.
Se levantó, casi restablecida, pero seguía estando débil, y Pémal le recetó las mismas inyecciones que a mí; nos las ponla a uno tras otro, con la misma jeringuilla, y eso parecía divertirle.
No sé si reconoció a Yvette, cuya fotografía se publicó en los periódicos en el momento del proceso. Debe de sentir por mi cierta compasión y tal vez él también piensa en el veranillo de San Martín.
Esta expresión me ataca los nervios. Siempre he detestado las simplificaciones. Uno de mis colegas, de quien se habla casi tanto como de mí a causa de sus frases brillantes, y que pasa por ser uno de los hombres más ingeniosos de Paris, tiene para todos los casos una explicación que es a la vez tajante y simplista.
Para él, el mundo se reduce a unos cuantos prototipos humanos, la vida, a cierto número de crisis más o menos agudas por las que los hombres pasan tarde o temprano, a veces sin darse cuenta, como pasaron en su niñez por las enfermedades infantiles.
Tiene chispa, a veces desarma a los jueces haciéndoles reír con una de sus ocurrencias. Debe de bromear a mi costa, y sus frases sin duda se repiten en el Palacio de justicia y en los salones. ¿No es curioso que un hombre de mi edad, de mi posición -tal vez, añada, de mi inteligencia- eche a perder su vida y la de su mujer porque un buen día una putita fue a pedirle que la defendiera y le enseñó las vergüenzas?
Aunque confieso que lo que me sorprende, lo que me desconcierta, es que Mazetti esté enamorado de Yvette, y tiendo a creer que, de no ser por mí, no se hubiera fijado en ella.
Si algún día alguien lee estas páginas, observará que en ellas nunca escribo la palabra amor, y no es una casualidad. No creo en el amor. Para ser más exactos, no creo en lo que suele llamarse así. Por ejemplo, yo nunca amé a Viviane, a pesar de lo mucho que significó para mí en la época del Boulevard Malesherbes.
Era la mujer de mi patrón, de un hombre al que yo admiraba y que era célebre. Ella vivía en un mundo que era forzoso que deslumbrase al estudiante pobre y tosco que yo era aún hacía muy poco tiempo. Ella era hermosa y yo era feo. Vería caer en mis brazos fue un milagro que me llenó bruscamente de confianza en mí mismo y en mi destino.
Porque yo ya comprendía lo que la atraía de mi persona: cierta fuerza, una voluntad inflexible en la que confiaba.
Fue mi amante. Luego se convirtió en mi esposa. Su cuerpo me dio placer, pero nunca fue la obsesión de mis sueños, nunca fue nada más que un cuerpo de mujer, y Viviane no participó en modo alguno en lo que creo más importante de mi vida sexual.
Yo le estaba agradecido por haberse fijado en mi, por haber aceptado por mi lo que yo consideraba aún como un sacrificio, y sólo mucho más tarde sospeché la verdad de lo que por su parte ella llamaba su amor.
¿Acaso no era, por encima de todo, una necesidad de afirmarse, de demostrarse a si misma y a los demás que era algo más que una mujer atractiva, a la que se viste, se protege y se acompaña para hacer vida social?
¿Y acaso no había en ella un ansia de dominio?
Si, me dominó durante veinte años, y se esfuerza por seguir dominándome aún. Hasta la historia del piso del Quai d'Orléans, vivía sin demasiada inquietud, aflojando la cuerda, segura de sí misma, segura de que yo iba a volver después de una crisis más o menos tumultuosa que no era una amenaza para ella.
Lo que me reveló su cara durante la conversación que siguió al almuerzo fue el descubrimiento que hizo súbitamente de una amenaza verdadera. Por primera vez tuvo la impresión de que yo escapaba de sus manos, y de que eso podría llegar a ser definitivo.
Reaccionó lo mejor que pudo. Siguió representando su papel sin dejar de observarme con más atención. Sufre, lo sé, veo que sigue envejeciendo día tras día, y que acentúa su maquillaje. Pero no sufre por mí. Sufre por ella, no sólo a causa de la posición que se ha creado conmigo, sino a causa de la idea que se ha formado de sí misma y de su poder.
Yo la compadezco, y a pesar de las miradas alarmadas que me dirige, ella no tiene compasión por mi. Su solicitud es interesada, lo que espera no es que yo recobre la serenidad, sino que vuelva a su lado. Aunque tenga que volver herido de muerte. Aunque ya sólo sea a partir de ahora un cuerpo vacío a su lado.
¿Cómo explica mi pasión por Yvette? En cuanto a las otras, las aventuras que tuve antes, las atribuía a la curiosidad, y sobre todo a la fatuidad masculina, a la necesidad que sienten todos los hombres, sobre todo si son feos, de demostrarse que pueden reducir a una mujer a su merced.
Ahora bien, en la mayoría de los casos no fue así, y me considero lo suficientemente lúcido en lo que se refiere a mí como para no equivocarme. Si ella tuviera razón, hubiese tenido halagadoras aventuras, entre otras con algunas de nuestras amigas, a las que no me hubiera sido difícil conquistar. Esto ocurrió alguna vez, raramente, siempre en momentos de duda o de desaliento.
Más a menudo me acosté con mujeres fáciles, profesionales o no, y cuando pienso en ello comprendo que todas tenían puntos en común con Yvette, en lo cual hasta ahora no había caído.
Lo que me empujaba por encima de todo era probablemente un hambre de sexualidad pura, si puedo expresarme así sin que esta observación haga sonreir; quiero decir, sin la menor mezcla de consideraciones sentimentales o pasionales. Digamos sexualidad en estado bruto. O cínico.
He recibido, a veces de un modo forzado, las confidencias de cientos de clientes, hombres y mujeres, y he podido convencerme de que no soy una excepción, de que en el ser humano existe una necesidad de comportarse a veces como un animal.
Tal vez he hecho mal al no atreverme a mostrarme con Viviane en este sentido, pero es que ni se me ocurrió. Quién sabe si por su parte ella no me lo reprocha, si en alguna ocasión no ha ido a buscar estas satisfacciones en otro.
Es el caso de varias de nuestras amigas, de casi todos nuestros amigos, y si este instinto no fuese casi universal, la prostitución no hubiera existido en todas las épocas y todos los lugares.
Hace mucho tiempo que con Viviane ya no siento placer, y ella achaca mi frialdad a mis preocupaciones, a mi trabajo, sin duda también a mi edad.
Pero no puedo estar una hora con Yvette sin sentir la necesidad de ver su desnudez, de tocarla, de pedirle caricias.
No sólo porque no me impresiona, porque es una chiquilla sin importancia, ni porque carezco de pudor con ella.
Mañana es posible que piense y escriba lo contrario, pero lo dudo.
Yvette, como la mayoría de ese tipo de chicas que me han turbado, personifica para mí la hembra, con sus debilidades, sus ruindades, también con su instinto de aferrarse al macho y de convertirse en su esclava.
Recuerdo su sorpresa y su orgullo el día en que la abofeteé, y desde entonces de vez en cuando me empuja a volver a hacerlo.
No quiero decir que me ame. No me gusta esta palabra.
Pero ha renunciado a ser ella misma. Ha puesto su suerte en mis manos. No me importa si es por pereza o por abulia. Éste es su papel, y quizá de un modo ingenuo veo un símbolo en la manera como, después de haberme pedido que la defendiese, se abrió de piernas en mi despacho.
Si mañana la abandono se convertirá en las calles en una perra errante en busca de un amo.
Mazetti no puede haberlo comprendido. Se ha equivocado de mujer. No ha visto que estaba tratando con una hembra.
Miente. Engaña. Hace comedia. Inventa historias para desconcertarme, y ahora que tiene el pan asegurado, se revuelca en la pereza, hay días en los que apenas sale de la cama, enfrente de la cual se hace poner la televisión.
Ver pasar a un macho la excita, y en la calle mira el pantalón de los hombres, en un punto preciso, con la misma insistencia con que los hombres miran el trasero de las mujeres que pasan. Ha llegado a excitarse viendo en unos grandes almacenes el anuncio de unos calzoncillos o de un bañador.
Ha hecho con Mazetti todo lo que ha hecho conmigo. También lo ha hecho con otros desde la pubertad. Ninguna parte del macho, ninguna de sus exigencias, le repugna.
Sufro cuando sé que está en los brazos de otro, no puedo por menos de imaginar cada uno de sus gestos, y sin embargo ya no seria ella si no obrase así.
¿La hubiese elegido?
Acabo de escribir esta frase a propósito, porque cuando vino a verme hubiérase dicho que yo la esperaba, y fue aquella noche cuando tomé mi decisión.
¿A causa de mi edad?
Tal vez. Pero no se trata del veranillo de San Martín. Y tampoco de edad critica o de impotencia, aún menos de la necesidad de una pareja más joven.
Ya sé que abordo un problema complejo, que suele tratarse en un tono de broma, porque es más fácil y más tranquilizador. Por lo común sólo se bromea con lo que da miedo.
¿Por qué al llegar a cierto grado de madurez, el hombre no puede descubrir que...?
No, no consigo expresar lo que pienso con exactitud, y todas las aproximaciones me irritan.
¡Hechos!
El hecho esencial es que no puedo vivir sin ella, que sufro físicamente cuando estoy lejos de ella. El hecho es que necesito sentirla cerca de mí, mirar cómo vive, respirar su olor, jugar con su vientre y saberla satisfecha.
Hay una explicación, pero nadie va a creer en ella: la voluntad de hacer feliz a alguien, de cuidar completamente de alguien, alguien que nos lo deba todo, a quien se saque de la nada sabiendo que volverá a la nada si nosotros nos desentendemos.
¿No es por la misma razón por la que tantas personas tienen un perro, un gato, canarios o peces de colores, y por la que los padres no se resignan a ver que sus hijos viven por si mismos?
¿Es lo que ha pasado con Viviane, es por eso por lo que sufre al ver que la dejo? ¿No he sufrido yo también cada sábado imaginando a Mazetti en la Rue de Ponthieu?
¿Y tiempo atrás el decano Andrieu?
Estamos a sábado, y esta noche podré ir a verla. Ya no hay sábados malditos, sábados crueles. Estoy cansado, ya no tengo energía, pero sigo funcionando como una máquina con el freno roto, pero ella vive a ciento cincuenta metros de mi casa, y es un alivio.
Eso no significa que sea feliz, pero es un alivio.
Me esperan otras preocupaciones, las adivino a punto de caer sobre mi, apenas me crea con derecho a respirar un poco. Mi primera inquietud es que el cuerpo no aguante. Toda esa gente que me mira alarmada o compasiva empieza a asustarme. ¿Qué pasarla si caigo enfermo y me veo obligado a guardar cama?
Si eso pasa en mi despacho, ¿cómo voy a exigir que me lleven al Quai d'Orléans? ¿Estaré en condiciones de expresar mi voluntad?
Y si es allí, ¿no irá Viviane a buscarme?
Por nada del mundo quisiera separarme de Yvette. 0 sea, que tengo que aguantar, y mañana preguntaré a Pémal si no seria oportuno que consultase a un especialista.
Viviane y yo salimos dentro de una hora para cenar en casa del embajador sudamericano. Mi mujer, que ya está arreglándose, llevará un vestido nuevo que se ha hecho hacer para esta ocasión, porque va a ser algo por todo lo alto; no tengo más remedio que ponerme esmoquin, lo cual de regreso me obligará a venir a cambiarme antes de ir al Quai d'Orléans.
La convalecencia de Yvette, su debilidad de ahora, no durarán eternamente. Por el momento, esta reclusión, que es nueva para ella, todavía la divierte. Ayer me dijo, mientras Jeanine, la criada, nos traía el té.
—También deberías hacer el amor con ella. Seria un poco como en un harén.
Jeanine, que estaba de espaldas, no protestó, y estoy convencido de que eso también la divertiría.
—Ya verás. Tiene un culo precioso, con pelos muy rubios.
¿Se limitará durante mucho tiempo a jugar al harén? Cuando salga de nuevo, viviré en la angustia, no sólo por temor a Mazetti, con quien podría tropezar por casualidad, sino por miedo a que vuelva a empezar con otro.
A pesar de su promesa, ¿no es capaz, una vez se vea en la calle, de ir corriendo al Quai de Javel?
Yo no puedo traerle amantes a domicilio, y un día u otro los va a necesitar, aunque sólo sea después de haber visto a cierto tipo de hombre pasar por la calle.
Sólo Jeanine, precisamente, se toma nuestra situación como si fuese natural. No sé dónde ha servido hasta ahora, creo que la directora de la agencia de empleos me habló de un hotel de Vichy o de otra ciudad balnearia.
Llaman a la puerta. Albert aparece arriba, en lo alto de la escalera, y cuando abre la boca yo ya he comprendido:
—Diga a la señora que subo enseguida.
Ya es hora de que me vista, y antes tengo que ir a dar instrucciones a Bordenave, que aún no ha terminado la correspondencia. El joven Duret está con ella, sentado a horcajadas en una silla, mirándola trabajar, sabiendo que eso a ella la horroriza, y que le detesta. Lo hace ex profeso, para que se enfade.
El no me mira ni con compasión ni con ironía. Todo le divierte aún en la vida, como exasperar a Bordenave hasta que llora, y sin duda también lo que sabe de mi aventura.
—¿Ha terminado la carta de Palut-Rinfret?
—Aquí la tiene. Dentro de diez minutos la correspondencia estará a punto de firma. ¿Se la subo?
—Sí, por favor.
¡Bastaría tan poco para hacerla feliz! Que le diese tan sólo la centésima parte, la milésima de lo que le doy a Yvette. Bordenave se contentaría con migajas, se fundiría de gratitud. ¿Por qué, pues, es algo que está por encima de mis fuerzas?
Durante la enfermedad de Yvette, en una ocasión incluso creí que mi secretaria iba a encontrarse mal, hasta tal punto sufría por nuestra intimidad. Yvette, además, me llama Lucien a propósito, exige de mí que le ayude en pequeñas cosas, como cuando salió desnuda de la cama, como de costumbre, para ir al cuarto de baño.
Mi mujer está en combinación delante del tocador, Porque siempre espera a que yo esté a punto para ponerse el vestido.
—Falta un cuarto de hora -me anuncia.
—Habrá tiempo.
—¿Trabajas?
—Sí.
Aunque propiamente no se ocupa de lo que sucede en el despacho, sospecha la verdad respecto a aquel expediente que me vio cerrar un día en que pasaba para despedirse. Tiene antenas para todo lo que se refiere a mí, lo cual no deja de crisparme. No me gusta que adivinen lo que hago, sobre todo cuando se trata, como ocurre a menudo, de pequeñas debilidades que uno prefiere ocultarse a si mismo.
Tengo que subir y no acabo de decidirme. Me da la impresión de que, después de haber buscado tanto la verdad, estoy tan lejos de ella como antes, si no más. Habrá mucha gente en casa del embajador, y me sentarán a la derecha de su joven esposa, que sólo tendrá ojos para su marido.
¿Es que este matrimonio invalida mis teorías -si es que son teorías- o hay que esperar diez o veinte años para saberlo?
Viviane debe de impacientarse, y yo sé bien por qué no tengo prisa, por qué dudo. Prevela que esto ocurriría cuando instalé a Yvette en el Quai d'Orléans.
Era la etapa más peligrosa, porque, para seguir yendo adelante, ahora solamente es posible un determinado paso.
Esa pereza para subir, para enfrentarme con Viviane, constituye un poco como un timbre de alarma.
¡Andando! Ya le hago demasiado daño para encima irritarla con mi retraso.
Sólo me queda encerrar mi expediente y esconder la llave detrás de las obras completas de Saint-Simon.
6
Miércoles, 30 de noviembre
Ha venido, eligiendo tan mal como le ha sido posible el día y la hora.
El domingo por la noche Yvette salió por primera vez desde que vive en el Quai d'Orléans. Primero me aseguré de que nadie merodeaba por los alrededores. Me tomó del brazo, y mientras andábamos estuvo todo el tiempo como colgada de él, de un modo que con frecuencia he envidiado a las parejas de enamorados. Había algunas en los bancos, en los jardincillos de Notre-Dame, a pesar del frío, y eso me hizo pensar en mis vagabundos del Pont-Marie. Le hablé de ellos a Yvette.
—Hacía ya algún tiempo que habían desaparecido -le conté- y esta mañana volvía a haber dos bajo las mantas.
Se sorprendió de que un hombre como yo se interesase por gente así, lo comprendí por la mirada que me dirigió, como si aquello me acercase un poco más a ella.
—¿Les observas con prismáticos?
—No se me había ocurrido.
—Pues yo lo voy a hacer.
—Espera. Esta mañana la mujer ha sido la primera en levantarse, y ha encendido fuego entre dos piedras. Cuando el hombre surgió de su montón de harapos, me di cuenta de que era pelirrojo, de que ya no era el mismo. Éste es más alto, más joven.
—A lo mejor han metido en la cárcel al otro.
—Es posible.
Cenamos en la Rôtisserie Périgourdine, donde eligió los platos más complicados, y luego entramos en un cine del Boulevard Saint-Michel. Me pareció que al ver de lejos el hotel en el que yo la instalé después del proceso, se le ensombreció la cara. Para ella sería muy triste volver a verse en la miseria, o aunque sólo fuera en cierta clase de estrechez. El piso de Miss Wilson produce mucho efecto. Hasta la calle, donde soplaba un viento frío que hacía que los transeúntes fueran muy deprisa, le daba un poco de miedo.
Ponían una película triste, y varias veces en la oscuridad su mano buscó la mía. Al salir le pregunté qué quería hacer, y contestó sin vacilar:
—Volver a casa.
Algo más bien inesperado, ya que incluso cuando aún vivía en la Rue de Ponthieu, siempre retrasaba el momento de regresar. Por vez primera se siente amparada, tiene la impresión de un lugar propio. La dejé enseguida, porque el lunes tenía una mañana muy cargada, como casi todas mis mañanas. Desde hace un mes, o sopla mucho viento o llueve, y apenas hemos tenido medio día de sol. La gente está acatarrada, irascible. En el Palacio de justicia incluso han tenido que aplazarse varios juicios porque alguna de las partes padecía gripe.
Aquella noche mi mujer y yo teníamos que cenar en casa de Corine, donde casi nunca nos sentamos a la mesa antes de las nueve y media, y donde, desde hace varios días, reina cierta efervescencia. El país está sin gobierno. Los diferentes jefes posibles han sido convocados en el Elíseo uno tras otro, se han estudiado todas las combinaciones, y se dice que en el último momento será Moriat, que ya lleva en el bolsillo la lista de su gabinete. Según Viviane, quiere formar, como parece que es lo más aconsejable cuando el público pierde confianza, un gobierno de especialistas elegidos al margen del personal político.
—Si no fuera por dos o tres asuntos demasiado escandalosos que has llevado, sólo dependería de ti ser ministro de justicia -añadió mi mujer.
A mí jamás se me hubiera ocurrido. A ella sí. Lo curioso es que el reproche implícito de haber aceptado ciertos asuntos lo formule ella, que ya debe de haber olvidado el incidente de Sully.
Salí del Palacio de justicia bastante temprano, unos minutos antes de las seis, me dirigí al Quai d'Orléans, y allí me encontré a Yvette con un nuevo deshabillé, delante del hogar encendido.
—Estás frío -me dijo cuando la besé-. Date prisa en calentarte.
Al principio pensé que eran las llamas del hogar las que le daban un centelleo inhabitual a sus ojos, como un aire travieso. Luego supuse que quería darme una sorpresa, porque puso una prisa febril en preparar los Martinis mientras yo me calentaba sentado en un puf.
—¿Te acuerdas de lo que te dije el otro día?
Yo no tenía la menor idea de lo que me estaba hablando.
—Esta tarde las dos hemos hablado de eso. No es una broma. A Jeanine le alegrarla. Me ha confesado que hace dos meses que no tiene ningún amigo, y que cada vez que hacemos el amor no tiene más remedio que acariciarse en la cocina. —Había vaciado su vaso y espiaba mi reacción-. ¿La llamo? —No me atreví a decir que no. Fue hacia la puerta-. ¡Jeanine! Ven. —Y dirigiéndose a mí, añadió-: ¿No te importa que también tome una copa? He preparado tres. —Estaba muy excitada-. Voy a disponer las luces mientras tú la desnudas. ¡Sí, sí! Tienes que hacerlo tú, porque la primera vez una mujer siempre se siente incómoda al quitarse la ropa. ¿Verdad, Jeanine?
Muchos de mis amigos, de mis clientes, tienen una manía o una aberración sexual cualquiera; yo nunca había descubierto ninguna en mí. Casi a mi pesar me dediqué a desnudar a aquella muchacha rubia y carnosa que se reía diciendo que le hacia cosquillas.
—Ya te dije que tenía muy buen cuerpo. ¿No es verdad? Sus pechos son tres veces más grandes que los míos, y sin embargo se aguantan bien. Si los tocas, los pezones se pondrán tiesos.
—¿Lo has probado?
—Esta tarde.
Eso explicaba la atmósfera que yo había encontrado al entrar en el piso.
—Desnúdate tú también, y los tres pasaremos un buen rato.
Las dos habían estado hablando antes de mi llegada, esbozando un programa bastante detallado, y lo que me sorprende es que todo transcurriera sin vulgaridad.
—Primero acaríciala, porque yo no necesito que me pongan a tono.
Más tarde insistió en ocupar mi lugar.
—Déjame a mí. Te enseñaré lo que hay que hacer.
Está orgullosa de demostrarme que puede proporcionar a una mujer los mismos placeres que yo, orgullosa también de su cuerpo, más que de su belleza, que no tiene nada de extraordinario, del uso que hace de él, de su habilidad para dar placer.
—Mira, Jeanine. Después tú probarás lo mismo.
En ella hay un exhibicionismo infantil. Durante dos horas se comportó como esos músicos de jazz que improvisan hasta el infinito variaciones sobre un mismo tema, y cuyos ojos ríen a cada nuevo descubrimiento.
—Nunca me habías confesado que tenías experiencia con las mujeres.
—Cuando Noémie y yo dormíamos en la misma cama, solíamos divertimos. Al principio ella no quería.
Luego se acostumbró a despertarme casi todas las noches y a tomarme la mano y ponérsela luego sobre su bajo vientre.
«-¿Quieres? —murmuraba, sin despertarse del todo. Noémie era muy perezosa, se dejaba hacer sin moverse, y después volvía a dormirse enseguida.
En otro momento Yvette dijo una frase que me sorprendió. Ya nos había servido de beber dos veces, y ella también había bebido.
—Es curioso -observó- que aún me guste tanto, después de haberlo hecho tan a menudo para comer y no dormir en la calle. ¿No te parece?
Los tres estábamos desnudos cuando el timbre del teléfono llenó la habitación, y aunque los timbres del teléfono son impersonales enseguida supe que quien llamaba era mi mujer. Sólo pronunció una frase:
—Son las nueve, Lucien.
Respondí como si me hubieran pillado en falta:
—Ahora voy.
Más tarde, al volver de la Rue Saint-Dominique, donde no vimos a Moriat, supe que Yvette y Jeanine no se habían vuelto a vestir después de irme yo, que siguieron bebiendo Martinis, contándose historias y a veces divirtiéndose con su cuerpo. No cenaron, se limitaron a picar algo en la nevera.
—Qué lástima que tuvieras que irte. No puedes imaginarte lo divertida que es Jeanine cuando se desmelena. Parece que sea de goma. Puede adoptar posturas tan difíciles como las de los acróbatas de circo.
Esta mañana yo estaba vacío. No es que quiera decir que me remordiera la conciencia o que estuviera avergonzado, pero la experiencia me había dejado un regusto extraño y cierta inquietud.
Quizá todo se deba a que desde hace algún tiempo entreveo la futura etapa. Trato de no pensar en ella, de convencerme de que ya estamos bien así, que no hay ningún motivo para cambiar.
Hice el mismo razonamiento cuando alquilé para Yvette la habitación del Boulevard Saint-Michel, y más tarde cuando la instalé en la Rue de Ponthieu. Desde que la conozco, una fuerza oscura me empuja hacia delante, con independencia de mi voluntad.
Cada vez me resulta más penoso quedarme a solas con Viviane, salir con ella, ser para todo el mundo su marido, su compañero, mientras Yvette se aburre esperándome.
¿Se aburre de veras? Yo diría que sí. Por mi parte, siento siempre el mismo «vacío», el mismo desequilibrio angustioso cuando estoy lejos de ella.
Tiene que llegar el momento en que me plantee la única solución aceptable: que comparta por completo mi vida. No ignoro lo que significa eso ni sus consecuencias inevitables. Todavía me parece algo imposible, pero, con el tiempo, ¡he visto pasar tantas cosas imposibles!
Hace un año, también el Quai d'Orléans hubiera parecido un imposible, e incluso hace tres meses.
Viviane, que lo nota, se dispone a la lucha. Porque no renunciará sin defenderse ferozmente. No sólo la tendré a ella contra mí, sino al mundo, el Palacio de justicia, los periódicos, nuestros amigos, que son más sus amigos que los míos.
No será mañana. Eso sigue perteneciendo al dominio del sueño. Me aferro al presente, me esfuerzo porque me guste, por encontrarlo aceptable. Pero conservo la suficiente lucidez para comprender que esto no ha terminado.
Precisamente a causa de este estado de ánimo, la escena de los tres de anteayer me preocupa. Desde el momento en que ha pasado una vez, volverá a pasar. Tal vez sea la manera de que Yvette no vaya a buscar sus placeres fuera de casa, pero es posible que la cosa no quede ahí y que lo que ha pasado en el Quai d'Orléans pase fatalmente más tarde en el Quai d'Anjou.
Después de una ducha fría, el miércoles por la mañana ya estaba en mi despacho a las ocho y cuarto, haciendo varias llamadas y despachando los asuntos corrientes antes de la conferencia que debíamos celebrar a las nueve.
Los tres hombres acudieron puntualísimos a la cita, y nos pusimos a trabajar mientras Bordenave cuidaba de que nadie nos molestase.
Se trata de un asunto muy importante, la adquisición, por Joseph Bocca, y sin duda por personajes que están tras él, de una cadena de grandes hoteles. Uno de mis interlocutores era el sucesor de Coutelle, que se ha retirado y vive en Fécamp, un muchacho más joven que usa el titulo de conde y frecuenta asiduamente Fouquet's y Maxim's, donde le he visto muchas veces.
Teníamos frente a nosotros a uno de mis colegas, con quien mantengo excelentes relaciones, que representaba a los vendedores, acompañado de un señor gordo y tímido que llevaba una pesada cartera de mano, y que resultó ser el más hábil de los expertos en materia de leyes sobre sociedades.
La operación no tiene nada de equivoco. Se trata solamente de estudiar sus modalidades con el fin de evitar los impuestos en la medida de lo posible.
El señor gordo repartió cigarros, y a las diez de la mañana el aire de mi despacho era azulado y olía como un fumoir después de la cena. De vez en cuando yo oía el timbre del teléfono en el despacho de al lado, y sabía que Bordenave estaba allí para responder. No me preocupaba lo más mínimo. Hace ya tiempo que le di instrucciones de interrumpirme en medio de cualquier trabajo, de cualquier conversación, tan pronto como llamara Yvette, y eso ha pasado varias veces. Imagino lo que le cuesta a mi secretaria obedecer mis órdenes.
Eran un poco más de las diez y media, y nuestra reunión seguía, cuando dieron un golpecito en la puerta. Bordenave entró sin esperar respuesta, como siempre le digo que haga, se acercó a mi escritorio, dejó sobre él una de las fichas que empleamos para las visitas y se quedó esperando mi contestación.
En la ficha no había más que una palabra escrita con bolígrafo, un nombre: Mazetti.
—¿Está aquí?
—Desde hace media hora.
Bordenave tenía la cara seria, inquieta, lo cual me hace suponer que sabe de lo que se trata.
—¿Le ha dicho que estaba reunido?
—Sí.
—¿No le ha rogado que volviera en otro momento?
—Ha contestado que prefería esperar. Hace un instante me ha pedido que le llevara su ficha, y no me he atrevido a contrariarle.
Mi colega y los otros dos hablaban a media voz, por discreción, para que no pareciera que estaban escuchando.
—¿Cómo está?
—Más impaciente que cuando llegó.
—Repítale que estoy ocupado y que lamento no poder recibirle inmediatamente. Que espere o que vuelva, lo que prefiera.
Entonces comprendí por qué había interrumpido la reunión.
—¿Tengo que hacer algo?
Supongo que pensaba en la policía. Negué con la cabeza, aunque me sentía mucho menos tranquilo de lo que quena aparentar. Aquella visita me hubiera inquietado menos quince días atrás, cuando Mazetti montaba guardia bajo mis ventanas, porque entonces eso hubiera sido una reacción natural. No me gustaba que hubiese reaparecido de aquel modo después de dos semanas sin dar señales de vida. Aquello no encajaba con mis previsiones. Fallaba algo.
—Señores, les pido disculpas por esta interrupción. ¿Dónde estábamos?
—Si se trata de un asunto importante, quizá podríamos volver a reunimos mañana.
—En absoluto.
Tuve el suficiente dominio de mí mismo como para continuar la conversación durante tres cuartos de hora, y no creo que ni una sola vez perdiera el hilo de lo que estábamos hablando. En el Palacio de justicia dicen que soy capaz de escribir el texto de una defensa difícil mientras dicto la correspondencia y hago además varias llamadas telefónicas. Exageran, pero sí es verdad que puedo seguir el curso de dos ideas a la vez.
A las once y cuarto mis visitantes se pusieron en pie, el gordo y bajito guardó sus documentos en la cartera, ofreció una nueva ronda de cigarros, como para recompensamos, y nos dimos la mano delante de la puerta.
Una vez solo, apenas tuve tiempo de volver a mi sillón del despacho cuando entró Bordenave.
—¿Le recibirá ahora?
—¿Sigue nervioso?
—No sé si a eso se le puede llamar nerviosismo. Lo que no me gusta es que tiene la mirada fija, y habla solo en la sala de espera. No sé si hace usted bien...
—Hágale pasar cuando yo llame.
Di unos pasos por el despacho sin ningún motivo concreto, como los atletas que calientan los músculos antes de una competición. Dirigí una mirada al Sena, y luego, sentado, abrí el cajón donde se encuentra al alcance de la mano la pistola automática. Puse una hoja de papel encima, para que el arma no estuviera tan a la vista y aquello no pareciera una provocación. Sabía que estaba cargada. Pero mi prudencia no llegó al extremo de quitarle el seguro.
Aprieto el botón y espero. Bordenave debía ir a buscar al visitante a la sala de espera, supongo que la pequeña, la misma en la que, hace poco más de un año, también Yvette estuvo esperando largamente. Oigo los pasos de dos personas que se acercan, un ligero golpe y la puerta se entreabre.
Mazetti avanza más o menos un metro, y me parece más pequeño de lo que recordaba, más torpe también, con un aire más de obrero de fábrica que de estudiante.
—¿Desea hablar conmigo?
Le señalo el sillón, al otro lado de mi escritorio, pero él espera de pie a que mi secretaria haya cerrado la puerta, escucha para asegurarse de que se ha alejado.
Ha visto salir a mis tres visitantes. El aire aún está opaco por el humo, y hay colillas de puros en el cenicero. Ha registrado todo eso. Sabe, pues, que Bordenave no le ha mentido.
Está recién afeitado, viste con pulcritud. No lleva abrigo, sino una cazadora de cuero, porque tiene la costumbre de ir en motocicleta. Me parece más delgado, con los ojos más hundidos en las órbitas. Le creía guapo. No lo es. Tiene los ojos demasiado juntos, y la nariz, que debió de rompérsele, está torcida. No me impresiona. Más bien siento compasión, y por un momento me figuro que ha venido para hacerme confidencias.
—Siéntese.
Se niega. No tiene ganas de sentarse. De pie, con los brazos caldos, vacila, abre dos o tres veces la boca antes de articular:
—Necesito saber dónde está ella.
La voz suena ronca. No ha tenido tiempo de aclararse la garganta ni de familiarizarse con la atmósfera un poco solemne de mi despacho con galería. Otros antes que él ya se sintieron intimidados allí.
No me esperaba, así a bocajarro, una pregunta tan sencilla, tan clara, y busco una respuesta.
—En primer lugar, permítame decirle que nada le indica que yo sepa dónde se encuentra ella.
Los dos hemos dicho «ella», como si no fuese necesario mencionar ningún nombre.
Torció ligeramente los labios en una sonrisa amarga. Sin darle tiempo para responder, seguí:
—Suponiendo que yo lo sepa y que ella prefiera que nadie conozca su dirección, no tengo ningún derecho a dársela a usted.
Mirando fijamente el cajón entreabierto, repitió:
—Necesito verla.
Me resulta incómodo que siga de pie cuando yo estoy sentado, y no me atrevo a levantarme, porque quiero que la automática continúe al alcance de mi mano. La situación es ridícula, y por nada del mundo quisiera que nuestra entrevista fuese registrada por una cámara de cine o por un magnetófono.
¿Qué edad tiene? ¿Veintidós años? ¿Veintitrés? Hasta ahora he pensado en él como un hombre: era el macho que perseguía a Yvette, y ahora está ante mi como si fuera un chiquillo.
—Escúcheme, Mazetti... -Tampoco es mi voz. Busco el tono sin encontrarlo, y el resultado no me hace sentir orgulloso-. La persona de la que habla ha tomado una decisión y se la ha comunicado lealmente...
—Fue usted quien dictó la carta.
Me puse colorado. No consigo evitarlo.
—Aunque yo se la dictase, fue ella quien la escribió, sabiendo lo que hacía. O sea, que decidió su futuro con pleno conocimiento de causa.
Alzó los ojos para dirigirme una mirada triste y dura a la vez. Empezaba a comprender lo que quería decir Bordenave.
Tal vez se deba a sus gruesas cejas, que se juntan sobre la nariz, el que su cara tenga una expresión de disimulo, se advierte en él una violencia contenida que podría estallar de un momento a otro.
¿Por qué no estalla? ¿Qué es lo que le impide levantar la voz para colmarme de injurias y de reproches? ¿No es sobre todo el hecho de que soy un hombre importante, célebre, y que le recibo en un ambiente cuya riqueza le impresiona?
Él es hijo de un albañil y de una lavaplatos, se crió con sus hermanos y hermanas en un barrio pobre, y siempre ha oído hablar de los patronos como de seres inaccesibles. Para él, a partir de cierto nivel social, los hombres están hechos de otra pasta distinta de la suya. También yo casi conocí esto, en mis comienzos del Boulevard Malesherbes, y sin embargo no me pesaba una herencia tan cargada de humildad.
—Quiero verla -repitió-. Tengo cosas que decirle.
—Siento mucho no poder atender su deseo.
—¿Se niega a darme su dirección?
—Lo lamento.
—¿Sigue viviendo en París?
Trataba de engañarme, de tenderme una trampa, como lo hubiese hecho Yvette. Le miré sin decir nada, y siguió hablando con una voz más sorda, la cabeza gacha, sin mirarme.
—Usted no tiene derecho a hacer esto. Sabe que la quiero.
Tal vez hice mal contestando:
—Ella ya no le quiere.
¿Voy a empezar a discutir de amor con un joven, esforzándome por demostrarle que Yvette me pertenece, discutiendo las razones que tenemos para considerarla posesión nuestra?
—Déme su dirección -repitió obstinadamente.
Al ver que metía la mano en el bolsillo, hice un leve movimiento hacia el cajón abierto. Lo comprendió enseguida. Lo que iba a sacar era el pañuelo, porque está resfriado, y murmura:
—No tenga miedo. No llevo armas.
—Yo no tengo miedo.
—Entonces dígame dónde está Yvette.
¿Qué camino ha recorrido su pensamiento durante quince días, en los que no ha dado la menor señal de vida? Lo ignoro. Entre él y yo se levanta un muro. Yo esperaba violencia, y me encuentro ante algo sordo, malsano, inquietante. Incluso se me ocurrió la idea de que se había introducido en mi despacho con la intención de suicidarse.
—Dígamelo. Le prometo que será ella quien decida. —Luego añade, para tentarme-: No tiene nada que temer.
—Yvette no quiere volver a verle.
—¿Por qué?
¿Qué podía responder a esta pregunta?
—Lo siento, Mazetti. Le ruego que no insista, porque mi posición no cambiará. No tardará usted en olvidarla, créame, y entonces... -Me detuve a tiempo. No podía llegar tan lejos y decirle: «... y entonces me estará usted agradecido».
En aquel momento sentí que se me encendían las mejillas, porque volvió a mi memoria una imagen del día anterior, nuestros tres cuerpos desnudos en el agua turbia de un espejo.
—Se lo pido otra vez...
—Ya le he dicho que no.
—¿Se da cuenta de lo que hace?
—Hace mucho tiempo que tengo la costumbre de aceptar la responsabilidad de mis actos.
Me parecía estar recitando frases malas en un drama aún peor.
—Algún día se arrepentirá.
—Eso es asunto mío.
—Es usted cruel. Está cometiendo una mala acción.
¿Por qué también decía palabras que yo no esperaba oír, adoptando una actitud que no era la propia de aquel cuerpo de joven bruto? Hubiera sido el colmo que se echara a llorar, y tal vez estuvo a punto de ocurrir, por-que vi que le temblaban los labios. ¿No era acaso rabia contenida?
—Una mala acción y una ruindad, Monsieur Gobillot.
Al oírle pronunciar mi apellido me estremecí, y lo de llamarme «Monsieur» ponla súbitamente en nuestra conversación una curiosa nota de solemnidad.
—Una vez más, lamento tener que negarme.
—¿Cómo está Yvette?
—Bien.
—¿No habla de mí?
—No.
—¿Es que...? —Vio que ya exasperado apretaba el botón-. Lo lamentará.
Bordenave, que estaba muy atenta, abrió la puerta.
—Acompañe a Monsieur Mazetti.
Entonces, de pie en medio del despacho, nos miró fijamente a ella y a mi, y aquello duró una eternidad. Volvió a abrir la boca, no dijo nada, se limitó a inclinar la cabeza y a dirigirse hacia la salida. Yo permanecí inmóvil durante unos minutos, y cuando oí que arrancaba el motor de la motocicleta, me precipité hacia la ventana, y le vi, con su cazadora de cuero, sin nada en la cabeza, con los rizados cabellos al viento de noviembre, adentrándose en la Rue des Deux-Ponts.
Si hubiese tenido alcohol en mi despacho, me hubiera servido una copa, para quitarme el mal sabor que tenía en la boca, y que me parecía como el mal sabor de la vida.
Aquello, más que inquietarme, me turbó. Sé que voy a hacerme nuevas preguntas a las que no será fácil contestar.
Tuve que interrumpirme para responder a una llamada telefónica de un adversario que me preguntaba si estaba de acuerdo en un aplazamiento. Dije que si sin discutir, y eso le sorprendió. Luego llamé a Bordenave y, sin aludir para nada la visita que acababa de recibir, le dicté durante una hora y media, después de lo cual subí a almorzar.
Hay una antigua cuestión que me fastidia, que me ha fastidiado a menudo, y siempre termino por rechazarla, a menos que me contente con una explicación que sólo me convence a medias. Desde mi adolescencia, puedo decir que desde mi niñez en la Rue Visconti, dejé de creer en la moral convencional, la que se aprende en los libros de la escuela y se vuelve a encontrar más tarde en los discursos oficiales y en los artículos de los periódicos de orden.
Veinte años en mi profesión, el hecho de frecuentar lo que suele llamarse la sociedad parisiense, incluyendo a las Corine y a los Moriat, no han contribuido precisamente a que cambiara de opinión.
Cuando le quité a maître Andrieu a Viviane, no me consideré una persona indigna ni me sentí culpable, como tampoco tuve un sentimiento de culpabilidad al instalar a Yvette en el Boulevard Saint-Michel.
Yo no era culpable de nada, tampoco ayer cuando Jeanine se unió a nuestros juegos ante el gran espejo en el que a Yvette le gustaba mirarnos. Me sentí más descontento conmigo mismo en Sully, a orillas del canal, cuando acepté lo que me proponía Joseph Bocca, porque era una cuestión de principios, porque era algo que no correspondía a la idea que yo me había hecho de mi carrera.
Luego me ha sucedido otras muchas veces, sobre todo en el campo profesional, envidio la reputación de honradez de algunos de mis colegas, o la serenidad de las mujerucas que salen de misa.
No me arrepiento de nada. No creo en nada. Nunca he tenido remordimientos, lo que me desazona de vez en cuando es que se apodere de mí la nostalgia de una vida diferente, de una vida que se pareciera precisamente a la de los discursos de repartos de premios y de libros ilustrados.
¿Me he engañado acerca de mí mismo desde el comienzo de mi existencia? ¿Conoció mi padre estas mismas angustias, y lamentó no ser un mando y un padre de familia como los demás?
¿Quiénes son los demás? Sé bien por experiencia que las «familias como las demás» no existen, que basta rascar la superficie e ir al fondo de las cosas, para encontrar los mismos hombres, las mismas mujeres, las mismas tentaciones y las mismas flaquezas. Sólo cambia la fachada, el mayor o menor grado de franqueza o de discreción... ¿de ilusiones?
Pero, de ser así, ¿por qué periódicamente me siento inquieto, como si fuera posible comportarme de una manera distinta?
Una persona como Viviane, ¿conoce estas mismas desazones?
La encuentro en el piso de arriba erguida y limpia, con un vestido de lana oscura sin más adorno que un broche de diamantes.
—Te has olvidado de que hoy es la subasta Sauget en el hotel Drouot?
Desde que compré el piso del Quai d'Orléans Viviane se ha entregado a un frenesí de gastos, sobre todo comprando objetos personales, en concreto joyas, como para vengarse o para establecer una compensación. La subasta Sauget es de joyas.
—¿Cansado?
—No mucho.
—¿Tienes alguna vista?
—Dos, pero nada del otro mundo. Para la tercera, más difícil, mi adversario pide un aplazamiento.
¡Si pudiera perder la costumbre de escrutarme como para sorprender mis secretos en mi cara, o tal vez un momento de debilidad! Se ha convertido en una manía. Es posible que siempre la haya tenido, pero antes yo no me daba cuenta.
Albert servía la mesa, concienzudo, silencioso.
—¿Has visto las últimas noticias de Moriat?
—No he leído los periódicos.
—Está formando gobierno.
—¿La lista que Corine nos leyó ayer?
—Con algunos cambios de poca importancia. Uno de tus colegas será ministro de justicia en el nuevo gobierno.
—¿Quién?
—Adivínalo.
No tengo ni la menor idea, y el asunto me deja indiferente.
—Riboulet.
Lo que yo llamaría un ambicioso honrado, quiero decir, un hombre que utiliza su reputación de honradez para llegar muy arriba, o, si se prefiere, que ha elegido la honradez porque a veces es el camino más fácil. Tiene cinco hijos, que educa en los principios más estrictos, y dicen que pertenece a la orden tercera de los oblatos. No me sorprendería, porque se encarga de casi todas las causas eclesiásticas, y es a él a quien se dirigen los ricos que quieren que les anulen el matrimonio en Roma.
—¿Has visto a Pémal?
—Esta mañana no. Tenía una reunión.
—¿Continúa dándote inyecciones?
Lo que quiere es hacerme confesar que ahora me las pone en el Quai d'Orléans. Todo esto resulta penoso. Aún no somos enemigos, pero ya no tenemos nada que decirnos, y las comidas cada vez son más desagradables.
Sólo piensa en recuperarme, o, dicho de otra manera, en que rompa con Yvette, por cansancio o por cualquier otro motivo, mientras que yo, por mi parte, no tengo más obsesión que la de ver a Yvette ocupando su lugar.
¿Cómo vamos a mirarnos a la cara en estas condiciones? Estoy seguro, por ejemplo, sentado a la mesa de pronto se me ha ocurrido la idea, de que si estuviese al corriente de la visita de esta mañana y conociera la dirección de Mazetti, Viviane no dudarla en hacerle saber, de una forma u otra, dónde está Yvette.
Cuanto más pienso en ello más me asusto. En el lugar de Mazetti, me pregunto si no telefonearla a Viviane para hacerle la pregunta que esta mañana me ha repetido tantas veces. ¡Ella no iba a dejarle sin contestación!
Ya es hora de que recupere mi equilibrio. La mayoría de mis problemas de salud se deben al cansancio, y eso me da una nueva idea que basta para que olvide las otras. Ya que se me repite sin cesar que debería tomar vacaciones, ¿por qué no aprovechar las de Navidad e ir a algún sitio, a la montaña o a la Costa Azul con Yvette? Sería la primera vez que viajaríamos juntos, y también la primera vez que ella vería otros decorados que no fueran Lyon y París.
¿Cómo reaccionará Viviane? Preveo dificultades. Se defenderá, hablará del perjuicio que me causaría desde el punto de vista profesional.
Estoy muy excitado ante esa perspectiva. Antes hablaba de una nueva etapa. Trataba de adivinar cómo podía ser. Ahora ya lo sé, un viaje los dos juntos, como un verdadero matrimonio.
Esta palabra me suena como algo maravilloso. Yvette y yo nunca hemos formado un matrimonio. Al menos lo seremos por unos días, y el personal del hotel la llamará «Madame».
¿Cómo es posible que en pocos minutos mi humor haya podido cambiar tanto?
—¿Qué te pasa?
—¿A mí?
—Si. Acabas de pensar en algo.
—Has sido tú quien me hablaba de mi salud.
—¿Y qué?
—Nada. Se me ha ocurrido que se acerca la Navidad y que tal vez me permita un poco de descanso.
—¡Por fin!
No sospecha la verdad, de lo contrario no hubiese suspirado con alivio: «¡Por fin!».
Tengo que pasar un momento por casa de Yvette, de camino al Palacio de justicia, para anunciarle la gran noticia. Cómo se realizará mi proyecto aún no lo se, lo único que sé es que se realizará.
—¿Adónde piensas ir?
—No tengo ni la menor idea.
—¿A Sully?
—Eso si que no.
No sé por qué aberración compramos una casa de campo cerca de Sully. Desde el primer momento el bosque de Orléans me pareció triste, deprimente, y me horrorizan las personas que sólo hablan de jabalíes, de escopetas y de perros.
—Hace mucho tiempo que Bocca te ofrece que vayas a su finca de Menton, aunque él esté ausente. Dicen que es algo único.
—Ya veremos.
Empieza a inquietarse porque uso la primera persona y no le pido su opinión. ¿Me estoy volviendo feroz? Me lo reprocho, y sin embargo no puedo contenerme. Estoy contento. Se acabaron los problemas. Yvette y yo nos iremos de vacaciones y jugaremos a señor y señora. Esta última palabra seguro que la emociona. Aún no se me había ocurrido pensar en eso. En París, cuando nos ven juntos, siempre la llaman señorita. En un hotel de la montaña o de la Costa Azul será distinto.
—¿Tienes prisa?
—Sí.
Lástima que haya que esperar tres semanas. Me parece una eternidad, y como me conozco, sé que voy a empezar a descubrir toda clase de inconvenientes. Lo mejor sería irnos hoy mismo, y dejaría de pensar en la visita de Mazetti y en nuestra penosísima conversación. Casi estoy a punto de plantar a todos mis clientes e irme sin avisar a Viviane.
Imagino la cara que pondría al recibir un telegrama o una llamada telefónica desde Chamonix o desde Cannes.
—¿No ha pasado nada esta mañana? —me pregunta como quien no quiere la cosa.
¡Ya está! Otra vez vuelve a adivinar, y eso me exaspera.
—¿Qué quieres que haya pasado?
—No sé. No estás como de costumbre.
—¿Y cómo estoy?
—Como si estuvieras empeñado en no pensar en algo que te preocupa.
No sé si enfadarme, porque ha acertado de lleno. Tal vez me aliviara encolerizarme, aunque sólo fuera, como ella dice, para olvidar a Mazetti, pero aún tengo la suficiente sangre fría para prever que si empiezo, me resultará difícil pararme a tiempo.
¿Hasta dónde podría llegar? Llevo demasiadas cosas en el buche, y hoy no estoy preparado para una ruptura. Prefiero evitar una disputa. Además, me esperan en el Palacio de justicia, en dos salas diferentes.
—Eres muy sutil, ¿no?
—Empiezo a conocerte.
—¿Estás segura?
Ella esboza la sonrisa de alguien que nunca ha dudado de si mismo.
—Más de lo que tú crees -acaba por decir.
Me levanto de la mesa sin esperar a que haya terminado su postre.
—Tendrás que perdonarme.
—Por favor.
En la puerta, vacilo. Me cuesta dejarla de esta forma.
—Hasta luego.
—Supongo que nos encontraremos en casa de Gaby para el cóctel, ¿no?
—Espero poder ir.
—Se lo prometiste a su marido.
—Haré lo que pueda.
En el momento de salir a la calle se me ocurre la idea de asegurarme de que Mazetti no ronda por allí. No. No veo nada. La vida es hermosa. Voy andando por el muelle. En el aire hay un polvillo blanco en suspensión, pero aún no puede llamarse nieve. Los dos vagabundos, bajo el puente, se dedican a seleccionar papeles viejos.
La escalera me es familiar, es la misma o casi la misma que la del Quai d'Anjou, con una barandilla de hierro forjado siempre fría bajo la mano, y escalones de piedra hasta el primer piso.
Hay que subir hasta el tercero. Tengo la llave. Para mí es un placer usarla, y sin embargo cada vez me asalta la inquietud, porque me pregunto qué será lo que me espera.
En el vestíbulo abro la boca para anunciar la noticia, proclamando con voz triunfal: «Adivina dónde vamos a pasar la Navidad los dos».
Entonces aparece Jeanine, con uniforme negro y delantal blanco, una cofia bordada en la cabeza, como una doncella de teatro, y se lleva un dedo a los labios:
—¡Chist!
Mi ansiosa mirada la interroga, aunque Jeanine esté sonriente.
—¿Qué pasa?
—Nada -susurra inclinándose hacia mí-. Duerme a pierna suelta.
Con una complicidad afectuosa, me toma de la mano y me arrastra hasta la puerta de la habitación, que entreabre, y diviso en la penumbra los cabellos de Yvette sobre la almohada, la forma de su cuerpo bajo la colcha, un pie desnudo que asoma.
Jeanine va a taparlo sin hacer ruido, vuelve hacia mí y cierra la puerta.
—¿Quiere que le diga algo cuando se despierte?
—No. Volveré esta noche.
Le brillan los ojos. Debe de estar pensando en lo de ayer, y eso la divierte, se acerca más a mi que de costumbre, rozándome con sus pechos.
En el momento de salir, pregunto:
—¿No ha venido nadie?
—No. ¿Quién va a venir?
Debe de estar al corriente. Sin duda Yvette le ha contado su vida, y he hecho mal en preguntarle.
—¿Ha podido descansar? —me pregunta a su vez.
—Un poco, sí. Gracias.
Tuve el tiempo justo de precipitarme al guardarropa y ponerme la toga. El presidente Vigneron, un cascarrabias que me detesta y que tiene la manía de acariciarse la barba, me buscaba con los ojos en el momento en que entré en la sala a la velocidad del rayo.
—Guillaume Dandé contra Alexandrine Bretonneau -recitaba el alguacil.
—¿Guillaume Dandé? Cuando oiga su nombre, póngase en pie y diga: presente.
—Presente.
—¿Alexadrine Bretonneau? —Repite, impaciente-: ¿Alexandrine Bretonneau?
El presidente escruta, las hileras de caras, como si fuese a descubrirla en medio del público anónimo, y por fin aparece la mujer, gorda, sin resuello, después de haber esperado una hora en otra sala que le habían indicado por error.
Desde el fondo de la sala grita:
—¡Aquí estoy, señor juez! Le ruego que me disculpe...
Reina un olor de edificio oficial y de humanidad mal lavada, que es un poco mi olor a cuadra.
¿Acaso aquí no estoy en mi elemento?
7
Iba a escribir que en estos últimos tiempos mi vida ha estado demasiado ocupada para que tuviera tiempo de abrir el armario del expediente. Pero no lo estaba menos las semanas anteriores. ¿Cansancio? ¿O es que no sentía la misma necesidad de tranquilizarme?
No obstante, de vez en cuando anotaba unas frases en mi bloc de notas, como un recordatorio que ahora reproduzco explicándolo.
«Jueves, 1 de diciembre
»Pantalones de esquí. Pémal.»
El martes por la noche, dos días antes de esta nota, le hablé por vez primera de vacaciones a Yvette, y su reacción fue inesperada. Me miró desconfiadamente y dijo: -¿Quieres enviarme lejos para desembarazarte de mí?
No recuerdo la frase que empleé, fue algo así como:
—Prepárate para pasar las Navidades en la montaña o en la Costa Azul.
La tranquilicé, pero siguió inquieta durante un rato, como si le pareciese que era demasiado hermoso.
—¿Dejará tu mujer que te vayas?
Mentí para evitar que se preocupase:
—Ya he hablado con ella.
—¿Y qué te ha dicho?
—Nada.
Sólo entonces llamó a Jeanine, porque necesitaba tener público.
—¿Sabes lo que acaba de decirme? Que pasaremos las Navidades en la nieve.
Entonces fui yo quien frunció el ceño, porque no pienso llevarme a Jeanine. Afortunadamente no era eso lo que Yvette entendió al oírme hablar en plural.
—O en la Costa Azul -añadí.
—Si se puede elegir, prefiero la montaña. He oído decir que en invierno en la Costa Azul no hay más que viejos. Además, ¿qué haríamos allí, al no poder ni bañarnos ni bronceamos al sol? Siempre he soñado con esquiar. ¿Tú sabes esquiar?
—Un poco.
Hace tiempo tomé unas cuantas lecciones.
Al día siguiente, cuando fui a verla, llevaba puestos, tanto para enseñármelos como para complacerse. a sí misma, unos pantalones de esquí de tela de gabardina negra, muy ceñidos, que moldeaban su pequeño y redondo trasero.
—Te gustan?
Pémal, que fue a ponemos las inyecciones, la encontró vestida de esta forma, y se bajó los pantalones como un hombre. En' la antesala no pudo por menos de pararse delante de los esquís que ella también había comprado, y me dirigió una mirada interrogativa. Yo dije:
—Pues si, por fin me he decidido a tomarme unas vacaciones. —Le acompañé hasta el rellano y allí le dije en voz baja-: No diga nada de esto en el Quai d'Anjou.
Yvette también había comprado un grueso jersey de lana noruega con unos dibujos que representaban renos. Tendré que ocuparme de reservar las habitaciones del hotel, porque por Navidad en la montaña todo está completo, como pude comprobar tiempo atrás.
«Sábado, 3 de diciembre
»Cena en la Presidencia. Viviane. Madame Moriat.»
Jean Moriat, que es presidente del Consejo de ministros, tal como se esperaba, se ha instalado en el palacio Matignon con su mujer, la legítima, pero todas las noches continúa durmiendo en la Rue Saint-Dominique. Aquel sábado daba una cena semioficial, a la que, además de sus colaboradores inmediatos, había invitado a varios amigos. Nosotros estábamos invitados, Corine también, por supuesto. Madame Moriat, a la que apenas conocemos, hacia de anfitriona, pero tan torpemente, con un miedo tan visible a equivocarse, que uno casi sentía deseos de acudir en su ayuda.
No creo que sufra por la infidelidad de su marido. No le guarda rencor, y suponiendo que crea que uno de los dos tiene la culpa, es ella la que se considera culpable. Durante toda la velada, después de la cena, parecía pedir disculpas por estar allí, incómoda en un vestido de gran modisto que le sentaba mal, y en algunos momentos comprometidos vi que se volvía hacia Corine para pedirle consejo.
Es tan profundamente humilde, que ya ni nos atrevemos a mirarla ni a dirigirle la palabra, porque se nota que eso la turba. Sólo respira a sus anchas cuando todo el mundo se olvida de ella y puede quedarse en un rincón, lo cual ha pasado varias veces, sobre todo después de la cena.
Mientras volvíamos en coche, Viviane murmuró:
—¡Pobre hombre!
—¿Quién?
—Moriat.
—¿Por qué?
—En su situación, para él es terrible tener que cargar con una mujer como ésa. Si ella tuviese un poco de dignidad, hace tiempo que le hubiese devuelto la libertad.
—¿Le ha propuesto Moriat el divorcio?
—No creo que se haya atrevido.
—Si fuese libre, ¿se casaría con él Corine?
—Es casi imposible que se casen. Sena un suicidio político, porque Corine es demasiado rica, y a él se le acusaría de haberse casado por interés. Me parece que los dos prefieren conservar a esa pobre mujer como pantalla.
Este comentario me impresionó, porque subraya la crueldad de Viviane con los débiles, e indica cómo en su fuero interno debe de juzgar a Yvette, y en qué tono habla de ella a sus amigas.
—¿Va en serio tu proyecto de vacaciones?
—Si.
—¿Adónde?
—Todavía no lo sé.
No sólo sigue pensando en acompanarme, sino que además está segura de que elegiré la Costa Azul, ya que las pocas veces que hemos ido a la alta montaña siempre me quejo de encontrarme en un clima hostil. Apostarla a que no tardará mucho en encargar modelos para la costa, y me prometo a mi mismo no soltar ni una palabra antes del último minuto.
«Domingo, 4 de diciembre
»Bragas de Jeanine.»
Me pregunto lo que habrá pensando Bordenave si ha visto esta nota en mi bloc. Aquel domingo, como la mayoría de los demás domingos, pasé la tarde en el Quai d'Orléans. Estaba helando. Los transeúntes andaban deprisa, y en el piso el fuego del hogar despedía un agradable olor. Yvette me preguntó:
—¿Te importa que no salgamos?
Se ha aficionado a quedarse en casa, a acurrucarse ronroneando en la atmósfera caldeada del salón o de la alcoba, y Jeanine, como era de esperar, cada vez ocupa mayor espacio en su intimidad, en la nuestra también, lo cual a veces no deja de incomodarme. Me doy cuenta de que para Yvette es un gran bienestar. Nunca se ha sentido tan tranquila, casi siempre alegre, con una alegría que no parece artificial, como la de antes. No tengo la impresión de que piense mucho en Mazetti.
Llegué a tiempo para tomar café, y mientras Jeanine nos servía, Yvette me aconsejó:
—Tócale las nalgas. —Sin saber por qué me pedía aquello, le pasé la mano por el trasero, e Yvette preguntó-: ¿No notas nada?
Sí, debajo del vestido no llevaba ropa interior, solamente la piel sobre la cual el tejido negro se deslizaba libremente.
—Hemos decidido que no llevase bragas en el piso, es más divertido.
Ahora, la mitad de las veces cuando hacemos el amor, me pide permiso para llamar a Jeanine, y el domingo ni siquiera me lo pidió, como si fuese lo más natural del mundo.
Hay una ligereza encantadora en el estado de ánimo de las dos cuando están juntas, y a menudo, al llegar, oigo que cuchichean o que se ríen, y a veces también veo que por encima de mi hombro intercambian miradas cómplices. Jeanine, que parece haber encontrado su ambiente ideal, es feliz y se desvive por Yvette y por mí. A veces, al acompañarme hasta la puerta, me pregunta en voz baja:
—¿Cómo la ha encontrado hoy? Parece feliz, ¿verdad?
Es cierto, pero la he visto representar demasiadas comedias como para no estar a la defensiva. Cuando estábamos echados, mirando bailar las llamas, Yvette se puso a contar sus experiencias en un tono burlón, irónico, que no siempre armonizaba con las imágenes evocadas, porque gracias a ella me he enterado de perversiones que estaba lejos de sospechar, algunas de las cuales me han dejado anonadado. Ahora ella había de todo como de un juego, dirigiéndose sobre todo a Jeanine, que sorbe sus palabras estremeciéndose.
Aquel domingo descubrí que Yvette no es tan inconsciente como se esfuerza en aparentar. Al quedamos solos y apagar la luz, se acurruca en mis brazos, noto que de vez en cuando tiembla, y en un momento dado le pregunto:
—¿En qué piensas?
Sacude la cabeza, frotando sus cabellos contra mi mejilla, y sólo cuando una lágrima cae sobre mi pecho me doy cuenta de que está llorando. Luego es incapaz de hablar. Conmovido, la abrazo tiernamente.
—Ahora dímelo todo, niña mía.
—Pensaba en lo que pasarla. —Volvió a echarse a llorar, y siguió diciendo con frases entrecortadas-: No podría soportarlo. Me las doy de valiente, siempre me las he dado de valiente, pero... -Hipaba, y comprendí que se estaba sonando en la sábana-. Si me dejases, creo que me echarla al Sena.
Ya sé que no lo haría, porque la muerte le aterra, pero tal vez trataría de hacerlo para cambiar de opinión en el último instante, quizá para provocar la compasión de los transeúnte!. A pesar de todo, seguro que se sentirla muy desgraciada.
—Tú eres el primero que me ha dado una posibilidad de vivir dignamente, y aún me pregunto por qué. Yo no valgo nada. Te he hecho sufrir y volveré a hacerte sufrir.
—Calla.
—¿Te contraria hacerlo con Jeanine?
—No.
—También ella tiene que disfrutar. Es buena conmigo. No sabe qué inventar para hacerme la vida agradable, y cuando tú no estás, no siempre soy divertida.
Participo en su comedia. Siempre hay algo de comedia mezclándose con su sinceridad. La última frase, por ejemplo, está de más, y me pregunto si, por el contrario, no será cuando se queda sola con Jeanine cuando está más alegre. Con ella pasa lo mismo que con Mazetti. Aunque me vea en mis aspectos más crudos y menos prestigiosos, sigo siendo el gran abogado que la salvó, y para ella soy además un hombre rico. Juraría que siente por Viviane respeto, admiración, y que le horrorizaría la idea de ocupar su lugar.
—Cuando te canses de mí, ¿me lo dirás?
—Nunca me cansaré de ti.
Los leños crepitan, la oscuridad se tiñe de un color rosa oscuro, oímos a Jeanine, detrás del tabique, que va y viene por su alcoba, y que luego se deja caer pesadamente en su cama.
—¿Sabes que tuvo un hijo?
—¿Cuándo?
—A los diecinueve años. Ahora tiene veinticinco. Lo dejó con una nodriza en el campo, y lo cuidaron tan mal que murió de una enfermedad de los intestinos. Parece que tenía el vientre muy hinchado.
También mi madre me confió a unos campesinos.
—¿Eres feliz, Lucien?
—Sí.
—¿A pesar de todo lo malo que hay en mí?
Afortunadamente terminó por dormirse, y yo durante un rato pensé en Mazetti. No ha vuelto a merodear por el Quai d'Anjou, y eso me inquieta, me irrita, como todas las cosas que no comprendo. Me prometo ocuparme de él al día siguiente, y acabo por dormirme también, en el borde de la cama, porque Yvette se durmió con las rodillas dobladas, y no quiero despertarla.
«Martes, 6 de diciembre
»Grégoire-Javel.»
No pude hacerlo el lunes, que para mí es un día muy cargado, lleno sobre todo de llamadas telefónicas, porque los que vuelven del fin de semana parecen sentir remordimientos, y se lanzan con frenesí sobre los asuntos serios.
Podría establecer una especie de barómetro del humor de la gente durante la semana. El martes recuperan el equilibrio, su actividad normal, pero sólo para ponerse otra vez febriles el jueves por la tarde, con el fin de acabar lo antes posible e irse al campo el viernes al mediodía, o por la mañana si es posible.
O sea que fue el martes, según mi bloc, cuando telefoneé a Grégoire, a quien conocí en el Barrio Latino y que ahora es catedrático de la Facultad de Medicina. No nos vemos ni siquiera una vez cada cinco anos, pero debido a la costumbre seguimos tuteándonos.
—¿Cómo estás?
—¿Y tú? ¿Y tu mujer?
—Bien, gracias. Quisiera pedirte un favor, porque no sé a quién dirigirme.
—A tu disposición si está en mis manos.
—Se trata de un estudiante, un tal Léonard Mazetti.
—¿Supongo que no será una recomendación para un examen?
De golpe, la voz se hizo más fría.
—No. Me gustaría saber si realmente está matriculado en la Facultad de Medicina, y si últimamente ha asistido de manera regular a clase.
—¿En qué curso está?
—No lo sé. Debe de tener veintidós o veintitrés años.
—Tendré que hablar con secretaría. Te llamo dentro de un rato.
—¿Puede ser una gestión discreta?.
—Cuenta con ello.
Se pregunta por qué me interesa ese joven. Yo mismo tampoco sé por qué me tomo tantas molestias. Porque aún hay más. Luego telefoneo a la dirección de Citroën, en el Quai de Javel. Hace unos años defendí un caso en nombre de la empresa, y tuve ocasión de conocer a uno de los subdirectores.
—¿Trabaja aún aquí Monsieur Jeambin?
—Desde luego, ¿de parte de quién?
—Gobillot.
—Un momento. Veré si está en su despacho.
Un poco más tarde una voz diferente, la de un hombre atareado.
—Sí.
—Monsieur Jeambin, quisiera pedirle un pequeño favor...
—Perdón, ¿quién está al aparato? La telefonista no ha entendido bien su nombre.
—Gobillot, el abogado.
—¿Cómo está usted?
—Muy bien, gracias. Quisiera saber si un tal Mazetti trabaja en la empresa como obrero, y en caso afirmativo, si en los últimos tiempos se ha ausentado de forma anormal.
—Es fácil, pero llevará un rato. ¿Quiere volver a llamarme dentro de una hora.
—Preferiría que él no se enterara.
—¿Se ha metido en algún lío grave?
—No, no, en absoluto. Tranquilícese.
—Voy a ocuparme del asunto.
Tuve las dos respuestas. Mazetti no había mentido. Desde hace tres años trabaja en el Quai de Javel, y en pocas ocasiones deja de ir a la fábrica, coincidiendo casi siempre con los periodos de exámenes, salvo las últimas que se sitúan en la época en la que espiaba a Yvette en la acera de la Rue de Ponthieu. Y aun aquella semana sólo dejó de ir al trabajo dos veces.
Lo mismo en la Facultad de Medicina, donde está matriculado en el cuarto curso y sólo hizo novillos durante una semana por la misma época.
Grégoire añadió:
—Me he informado acerca de ese chico, porque no sé exactamente qué es lo que te interesa. No es un alumno brillante, su inteligencia es mediana, por no decir que está por debajo de la media, pero pone tanta voluntad en estudiar que aprueba los exámenes con buenas notas, y acabará la carrera. Supongo que puede ser un excelente médico rural.
Mazetti había reemprendido, pues, el ritmo regular de su existencia, trabajando por la noche en el Quai de Javel, y durante el día yendo a sus clases o al anfiteatro anatómico.
¿Quiere decir eso que se ha calmado y que empieza a curarse? Quisiera creerlo. Pienso en él lo menos posible.
De no ser por él, el periodo actual sería el mejor que he tenido desde hace mucho tiempo.
«Jueves, 8 de diciembre
»Saint-Moritz.»
Esta vez nieva a grandes copos blandos que aún no cuajan en el suelo, pero que ya dejan estelas blancas en los tejados. Eso me recordó que tenía que reservar nuestra habitación del hotel si queríamos ir de vacaciones por Navidad. Al principio dudé entre Megève o Chamonix, donde había estado tiempo atrás con Viviane. Leí en un periódico que todo estaba completo para las fiestas. Eso no significa que no quede nada libre, ya sé cómo son los periódicos, pero recordé que muchos de mis jóvenes colegas, aficionados al esquí, acuden a estas dos estaciones.
No tengo la intención de ocultar a Yvette. No me avergüenzo de ella. Además, no me faltan motivos para suponer que todo el mundo está al corriente.
Pero no por eso sena menos desagradable tropezar en el mismo hotel con abogados con los que me cruzo todos los días en el Palacio de justicia, sobre todo porque irán acompañados de sus mujeres. No me importa hacer el ridículo. Necesariamente quedaré en ridículo con los esquís. Pero quiero evitar a Yvette todo incidente que pueda estropear nuestras vacaciones, y con ciertas mujeres, eso podría ocurrir.
Por eso en resumidas cuentas me decidí por SaintMoritz. Allí el público es diferente, más internacional, menos familiar. El lujoso decorado del Palace al principio le resultará incómodo, pero allí será más fácil que conservemos cierto anonimato.
Telefoneé. Pude hablar con- el jefe de la recepción, y pareció conocer mi nombre, aunque nunca me hubiera alojado allí. Me dijo que estaba todo casi completo, pero que podía reservarme una habitación con cuarto de baño y un saloncito. Precisó:
—Con vistas a la pista de patinaje.
Aquel mismo día, Viviane, después de cenar, abrió el último número de Vogue y me señaló un vestido blanco con pliegues muy marcados que no carecía de estilo.
—¿Te gusta?
—Mucho.
—Lo he encargado esta tarde.
Para Cannes, no tengo la menor duda. El modelo se llama «Costa Azul», pero no sonreí, no tengo ningunas ganas, porque a medida que se acerca la hora de las explicaciones, cada vez me doy más cuenta de que va a ser duro.
Tanto más duro cuanto que mi actitud de estos últimos tiempos la tranquiliza. Es la primera vez, que yo sepa, que se engaña de un modo tan notable. Al principio se inquietó al verme de mejor humor, más sereno. Tal vez incluso habló de ello con Pémal, quien la ve bastante a menudo, e ignoro lo que le pueda haber respondido.
—Tengo la impresión de que las vitaminas te sientan bien.
—¿Por qué no?
—¿No te sientes mejor que hace dos semanas?
—Supongo que sí.
Quizá piense también que el hecho de tener a Yvette tan al alcance de la mano, a dos pasos de la casa, empieza a saciarme en cierta manera. No sospecha que ocurre todo lo contrario, y que ahora irme del Quai d'Orléans por unas horas me parece algo monstruoso.
Que se compre, pues, vestidos para la Costa Azul. Nada impedirá que vaya sola, mientras Yvette y yo estemos en Saint-Moritz.
Durante mucho tiempo he tenido la tendencia de sentir compasión por Viviane. Ya no. La observo fríamente, como si fuera una extraña. Sus reflexiones sobre la pobre Madame Moriat, al salir del palacio Matignon, han influido en mi actitud. Al evocar el pasado he descubierto que Viviane nunca ha sentido compasión por nadie.
Al principio, ¿se compadeció de Andrieu? Claro que yo sería el último que podría reprochárselo. A pesar de todo, es un hecho, y si ahora tuviese treinta años, o incluso cuarenta, no dudaría en sacrificarme como sacrificó a su primer marido.
Eso me recordó de qué manera había muerto, y me desazona en el momento de irme a Saint-Moritz, que no está lejos de Davos.
«Domingo, 11 de diciembre
»Jeanine.»
Me pregunto por qué escribí este nombre en mi bloc al volver a casa. Debía de haber una razón. ¿Fue un pensamiento concreto o bien solamente pensaba en ella de una forma bastante vaga?
Puesto que era domingo, pasé la tarde en el Quai d'Orléans, y ahora recuerdo que también me quedé hasta que se hizo de noche, pero no me quedé a dormir, porque teníamos que reunimos con Moriat, que daba una cena política hacia las diez y media en la Rue Saint-Dominique. Fue aquella noche cuando Viviane anunció que pasaríamos las vacaciones de Navidad en el sur, en Cannes, precisó sin consultarme, y Corine me dirigió una mirada que me hizo suponer que algo sabe acerca de mis proyectos.
¿Qué pasó con Jeanine que no hubiera pasado los otros domingos y algunas noches de entre semana? Cada vez se siente más a sus anchas con nosotros, sin ninguna inhibición, e Yvette observó en un momento dado:
—Cuando yo era niña ya soñaba con vivir en un lugar en el que todo el mundo fuese desnudo y se dedicara a acariciarse y a hacerse unos a otros todo lo que les venga en gana. —Sonrió evocando estos recuerdos-. Yo llamaba a eso jugar al Paraíso Terrenal, y tenía once años cuando mi madre me pilló jugando al Paraíso Terrenal con un niño que se llamaba Jacques.
No fue a causa de esta frase por lo que escribí el nombre de Jeanine. Supongo que tampoco a causa de otra reflexión de Yvette, que nos miraba muy seria, a Jeanine y a mí, que estábamos enlazados.
—¡Tiene guasa! —dijo de pronto con una risa que nos inmovilizó.
—¿Qué es lo que tiene guasa?
—¿No has oído lo que acaba de decirte?
—Que le hacía un poco de daño.
—No exactamente. Ha dicho: «El señor me hace un poco de daño».
—Me parece muy divertido, es como si te hablase en tercera persona para pedirte permiso para...
El final de la frase era crudo; la imagen, cómica. En estas circunstancias le gusta emplear palabras precisas y vulgares.
¡Ah, sí, ya me acuerdo! Fue una reflexión que hice y de la que quise acordarme, aunque no tenga mucha importancia. Jeanine parece haber tomado a Yvette bajo su protección, no contra mí, sino contra el resto del mundo. Parece haber comprendido lo que nos une, lo cual me parece extraordinario, y se esfuerza por establecer alrededor de nosotros como una zona de seguridad.
No puedo explicarme con precisión. Después de la sesión a la que acabo de aludir, sería ridículo hablar de un sentimiento maternal, y sin embargo es eso en lo que pienso. Para ella se ha convertido en un juego, también en una razón para vivir y hacer feliz a Yvette. Me agradece haberlo intentado antes que ella, y aprueba todo lo que hago.
En cierta manera es como si también me acogiera a mí bajo su protección, aunque si yo dejara de comportarme como hasta ahora, si por ejemplo surgiera una disputa o una disensión entre Yvette y yo, toparía con ella como con una enemiga.
No es lesbiana ni moral ni físicamente. A diferencia de Yvette, antes de venir al Quai d'Orléans nunca había tenido experiencias con las mujeres.
No importa. Ya no me acuerdo por qué pensaba en todo eso al volver a casa. Para ser más exactos, no sospechaba que eso iba a relacionarse con un hecho posterior.
Solamente ahora sé por qué razón quiso aconsejarme aquel domingo: «Hoy no la canse demasiado».
«Martes, 13 de diciembre
»Caillard.»
Una defensa extenuante, tres horas luchando a brazo partido con el jurado para acabar obteniendo una condena de diez años de cárcel, cuando, de no ser por las circunstancias atenuantes que he logrado que aceptaran, todavía no sé por qué milagro, a mi cliente le hubiera caído una condena de trabajos forzados a perpetuidad.
En vez de quedarme agradecido, me miró con dureza, mascullando:
—Para eso no valla la pena armar tanto jaleo.
Confiaba tanto en mi fama que estaba seguro de que le absolverían. Se llama Caillard, y casi lamento -porque lo merece- que no le hayan retirado de la circulación para siempre.
Me encontré a Yvette ya acostada a las nueve de la noche.
—Sería mejor dejarla dormir -me aconsejó Jeanine.
No sé lo que me pasó. O, mejor dicho, sí lo sé. Después del desgaste nervioso de una defensa importante, después del mal rato que se pasa esperando el veredicto, siempre necesito una expansión brutal, y durante años me precipitaba a una casa de citas de la Rue Duphot. No soy el único que hace estas cosas.
Acababa de ver a Yvette durmiendo por la rendija de la puerta. Tuve una vacilación, y miré interrogativamente a Jeanine, que se ruborizó un poco.
—¿Aquí? —dijo en un susurro, respondiendo a mi muda pregunta.
Dije que sí con la cabeza. Sólo quería una rápida sacudida. Un poco más tarde oí la voz de Yvette que nos decía:
—¿Os estáis divirtiendo mucho los dos? Abrid la puerta, que yo os pueda ver.
No estaba celosa. Cuando me acerqué a darle un beso, me preguntó:
—¿Lo ha hecho bien?
Y se volvió de lado para dormirse de nuevo.
«Miércoles, 14 de diciembre
»????»
Por fin me ha hablado Jeanine, me ha acompañado hasta el rellano de la escalera y me lo ha dicho. A las once de la mañana Yvette aún seguía en la cama, muy pálida, y observé que en la bandeja aún estaba su desayuno intacto.
—No te preocupes. No es nada. ¿Tienes los billetes de tren?
—Desde ayer. Los llevo en el bolsillo.
—No los pierdas. ¿Sabes que es la primera vez que voy a viajar en coche-cama?
Me había parecido preocupada, decaída y borrosa, como si la estuviera viendo a través de un velo, y en la antesala pregunté a Jeanine:
—¿No será por lo de ayer?
—No... ¡Chist!
Entonces me acompañó hasta el rellano de la escalera.
—Es mejor que se lo diga ahora mismo. Lo que la inquieta es que cree estar encinta, y no sabe cómo se lo va a tomar usted.
Me quedé inmóvil, con una mano sobre la barandilla, los ojos muy abiertos. No analicé mi emoción, y aún soy incapaz de hacerlo, sólo sé que fue una de las más inesperadas y violentas de toda mi vida.
Necesité unos minutos para recobrar mi sangre fría, y entonces aparté bruscamente a Jeanine y volví a subir unos escalones. Entré corriendo en su alcoba gritando:
—¡Yvette! —Ignoro cómo era mi voz ni qué expresión tenía mi cara, mientras ella se incorporaba en la cama-. ¿Es verdad?
—¿El qué?
—Lo que acaba de decirme Jeanine.
—¿Te lo ha dicho?
Me pregunto cómo no comprendió enseguida que mi emoción se debía a la felicidad.
—¿Estás enfadado?
—¡Claro que no, pequeña mía! Todo lo contrario. ¡Y yo que anoche...
—Precisamente.
Ésta era la razón por la que el domingo Jeanine me pidió que no cansara a Yvette.
Entre mi mujer y yo nunca se ha hablado de hijos. Es un tema del que nunca habla, y por eso y también por las precauciones que siempre ha tomado, he sacado la conclusión de que no los quería. Además, nunca he visto que mirara a un niño en la calle, en la playa o en casa de unos amigos. Para ella es un mundo que le es ajeno, que le parece vulgar, casi indecente.
Me acuerdo del tono con que dijo, cuando nos anunciaron que la mujer de uno de mis colegas estaba encinta por cuarta vez:
—Hay mujeres que han nacido para hacer de conejas. Y a algunas incluso les gusta.
Diríase que la maternidad le repugna; tal vez lo considere como una humillación.
Yvette estaba intimidada en su cama, avergonzada, pero no por el mismo motivo.
—Mira, si prefieres que no lo tenga...
—¿Te había pasado antes de estar conmigo?
—Cinco veces. No me atrevía a decírtelo. No sabía qué es lo que tenía que hacer. Con todos los problemas que ya te he creado...
Yo tenía los ojos empañados y no la abracé. Me daba miedo ser teatral. Me contenté con tomarle la mano y besársela por segunda vez. Jeanine tuvo el tacto de dejarnos solos.
—¿Estás segura?
—Nunca se puede estar segura tan pronto, pero hace ya diez días. —Me vio palidecer, y al comprender la causa se apresuró a añadir-: He echado las cuentas. Si es eso sólo puede ser tuyo.
Yo tenía un nudo en la garganta.
—Seria raro, ¿no? Eso no impide que vayamos a Suiza. Me quedo en cama porque Jeanine no deja que me levante. Dice que si quiero tener el niño, tengo que reposar unos días.
¡Qué chica más rara! ¡Qué chicas más raras las dos!
—¿De verdad estás contento?
¡Evidentemente! Aún no he reflexionado sobre el asunto. Ella tiene razón al decir que esto traerá complicaciones. Pero a pesar de todo estoy contento, emocionado, conmovido, como no recuerdo haberlo estado nunca.
—Dentro de dos o tres días si no hay novedad, iré a ver al médico y me harán una prueba.
—¿Por qué no lo haces enseguida?
—¿Quieres? ¿Tienes prisa?
—Sí.
—En este caso enviaré una muestra al laboratorio mañana por la mañana. Jeanine la llevará. Llámala.
—Y a Jeanine-: ¿Sabes que quiere que lo tenga?
—Lo sé.
—¿Qué ha dicho cuando le has dado la noticia?
—Nada. Se ha quedado quieto, y yo casi tenía miedo de que se cayera por las escaleras, luego casi me tira al suelo al salir corriendo.
Se burla de mí.
—Insiste en que lleves una muestra al laboratorio mañana por la mañana.
—Entonces tengo que ir a comprar un frasco esterilizado.
Todo eso les es familiar a las dos.
Me esperan en el despacho. Bordenave telefonea para que yo le dé instrucciones. Jeanine responde al teléfono.
—¿Qué le digo?
—Que estaré allí dentro de unos minutos.
Es mejor que me vaya, porque en este momento aquí ya no tengo nada que hacer.
«Jueves, 15 de diciembre
»Envío de la muestra. Cena en la embajada.»
Se trata de mi embajador sudamericano, que dio una cena íntima, pero de un refinamiento extremado, para celebrar nuestro éxito. Gracias a Moriat, las armas navegan libremente hacia no sé qué puerto en el que las esperan con ansiedad, y el golpe de Estado se prevé para el mes de enero.
Además de mis honorarios recibí una pitillera de oro.
«Viernes, 16 de diciembre
»Espera. Viviane.»
Esperar el resultado de hasta mañana. Impaciencia de Viviane.
La prueba que no se conocerá.
—¿Ya has reservado nuestra suite en el hotel?
—Todavía no.
—Los Bernard van a Montecarlo.
—¿Ah sí?
—¿Me escuchas?
—Has dicho que los Bernard van a Montecarlo, y como eso no me interesa he dicho «¿Ah sí?»
—¿No te interesa Montecarlo? —Me encojo de hombros-. Yo prefiero Cannes. ¿Y tú?
—Me da lo mismo. Dentro de pocos días todo va a cambiar, pero por el momento, ante ella, me siento casi etéreo. Mi sonrisa la desconcierta, porque ya no sabe qué pensar, y de pronto se enfada.
—¿Cuándo piensas hacerlo todo?
—¿Todo para qué?
—Para Cannes.
—Aún hay tiempo.
—No lo hay si queremos tener una suite en el hotel Carlton.
—¿Por qué en el Carlton?
—Porque siempre nos alojamos allí.
Para quitármela de encima, le dije: -Pues telefonea tú.
—¿Puedo encargárselo a tu secretaria?
—¿Por qué no? Bordenave oyó cómo telefoneaba a Saint-Moritz. Comprenderá, no dirá nada y volverán a enrojecérsele los ojos.
«Sábado, 17 de diciembre
»Es que sí.»
8
Lunes, 19 de diciembre
No sé lo que sucedió con las flores, y seguirá siendo uno de esos pequeños e irritantes misterios. El sábado, antes de ir al Palacio de justicia, pasé por la floristería Lachaume para enviar seis manojos de rosas al Quai d'Orléans. Iba en taxi e hice que me esperara mientras yo hacía rápidamente el encargo. Parece que todavía me estoy viendo señalando a la vendedora unas rosas de color rojo oscuro. La muchacha me conoce, y preguntó:
—¿No hay tarjeta, Monsieur Gobillot?
—No es necesario.
Estoy seguro de haber dado el nombre de Yvette y la dirección, de lo contrario tendré que creer en un fallo de la memoria. Fuera, el taxista discutía con un gendarme, que le ordenaba que circulase, y que al reconocerme exclamó:
—Le ruego que me disculpe. No sabía que iba con usted.
Cuando pasé antes de cenar por el Quai d'Orléans, ya no me acordaba de las flores, y no hubo nada que me llamase la atención. Me fui enseguida anunciando a Yvette que estaba invitado a cenar y que volvería hacia las once.
En el Quai d'Anjou me apresuré a subir a mi cuarto para cambiarme, y la sonrisa burlona de Viviane, que estaba arreglándose, me hizo fruncir el ceño.
—¡Qué amable has sido! —me dijo cuando acababa de quitarme la corbata y la chaqueta, y la miraba en el espejo.
—¿Por qué?
—Por mandarme flores. Como no había tarjeta, he supuesto que eras tú. ¿Me equivoco?
En aquel momento vi mis rosas en un gran jarrón, sobre una mesilla. Entonces me acordé de que Yvette no me había hablado de ellas, y de que no había visto flores en su piso.
—Espero que no se hayan equivocado de dirección -añadió Viviane.
Estaba convencida de que si. Yo no tenía ningún motivo para mandarle flores. No entiendo cómo pudo producirse el error. Estuve dándole vueltas al asunto más de lo que hubiese querido, porque estos misterios me atormentan hasta que les encuentro una explicación plausible. A la florista le di el nombre de Yvette, estoy seguro: «Yvette Maudet», y recuerdo muy bien a la dependienta escribiéndolo en un sobre. ¿Dicté luego maquinalmente la dirección del Quai d'Anjou en vez de la del Quai d'Orléans?
En este caso, Albert desenvolvió en el office las flores sin leer lo que estaba escrito en el sobre, dándolo por sabido, y al notar que éste estaba vacío lo tiró a la papelera. Viviane, que debió de llegar a las mismas conclusiones que yo, sin duda fue a hurgar entre los papeles para recuperar el sobre.
Era demasiado tarde para mandar otras flores, y como al día siguiente era domingo, las tiendas estaban cerradas, aunque no se me pasé por la cabeza que hubiera podido ir al mercado de las flores, que está a dos pasos de mi casa. No fui a ver a Yvette hasta después del almuerzo, ya que estuve trabajando toda la mañana, y ella me anunció que había dado permiso a Jeanine para visitar a su hermana, que lleva con su marido un pequeño restaurante en Fontenay-sous-Bois.
Hacía un tiempo ideal, frío, pero soleado.
—¿Qué te parecería ir a tomar el aire? —me propuso.
Se puso el abrigo de castor que yo le había comprado al comienzo del invierno, cuando aún vivía en la Rue de Ponthieu, y que aprecia más que cualquiera de sus otras posesiones, porque es su primer abrigo de pieles. Es posible que sólo haya querido salir para poder llevarlo.
—¿Adónde quieres ir?
—Me da lo mismo. A andar por las calles.
Muchas parejas y familias habían tenido la misma idea, y ya a partir de la Rue de Rivoli en las aceras la gente quedaba aprisionada en una especie de procesión que hacía un ruido característico de pies que se arrastraban por el suelo, un ruido de domingo, porque todo el mundo anda más lentamente si no va a ninguna parte, parándose en todos los escaparates. La Navidad estaba cerca, y en las tiendas se echaba de ver la proximidad de las fiestas.
Delante de los almacenes del Louvre la muchedumbre quedaba canalizada por vallas, y nos contentamos con admirar desde el terraplén la gran iluminación que abraza toda la fachada.
—¿Y si fuésemos a ver lo que han hecho este año en las Galeries y en Printemps?
Había anochecido. Familias cansadas se sentaban en torno a los braseros de las terrazas. No sé si ésta es otra comedia que representa para sí misma. Hubiérase dicho que se divertía imitando a los matrimonios pequeño burgueses a los que seguíamos, y que sólo nos faltaba llevar a unos niños cogidos de la mano.
Apenas hablaba de su futura maternidad, y cuando la aludía era sin emoción, como si ya se hubiese convertido para ella en algo natural. A sus ojos aquello no tenía nada de misterioso ni de temible, como se lo podría parecer a un hombre. Estaba encinta, y por primera vez iba a tener a su hijo. Eso era todo. Lo único que por un momento la turbó fue ver que yo quería tenerlo. Eso no lo esperaba.
Me pregunto si no fue para darme las gracias, y al mismo tiempo para mostrarse en el papel tranquilizador que deberá adoptar, por lo que propuso aquel paseo, tan ajeno a sus costumbres y a las mías.
Nos deteníamos delante de los mismos escaparates que la muchedumbre, y echábamos a andar de nuevo para pararnos otra vez al cabo de unos metros, y en las aceras, diversos perfumes se mezclaban con el olor del polvo.
—¿Dónde quieres cenar?
—¿Y si fuésemos a comer chucrú?
Era demasiado temprano y entramos en un café de los alrededores de la ópera.
—¿No estás cansada?
—Yo no. ¿Y tú?
Yo sentía cierta fatiga, pero no estoy seguro de que fuese puramente física. Además, no tenía nada que ver directamente con Yvette. Era lo que yo llamarla una melancolía cósmica, provocada sin duda por aquella triste manera de andar del gentío.
Cenamos en la cervecería alsaciana de la Rue d'Enghien, donde ya habíamos comido chucrú varias veces, y aunque luego le propuse ir al cine, prefirió volver a casa.
Hacia las diez, cuando estábamos viendo la televisión, oímos que la llave giraba en la cerradura, y por primera vez vi a Jeanine endomingada, muy elegante con una falda azul marino, una blusa blanca y un abrigo azul, además de un sombrerito rojo. Su maquillaje era diferente, su perfume también.
Seguimos viendo la televisión. Yvette, que había estornudado dos o tres veces, sugirió que tomáramos unos ponches, y a las once y media todo el mundo dormía en el piso.
Había sido uno de los días más tranquilos, más lentos que yo había vivido en mucho tiempo. ¿Confesaré que me dejó un regusto que prefiero no analizar?
9
Cannes, domingo, 25 de diciembre
Hace sol, gente sin abrigo se pasea por la Croisette, cuyas palmeras se recortan sobre el azul del mar, sobre el azul violáceo del Esterel, mientras unas barquitas blancas permanecen como en suspenso en el universo.
He insistido para que mi mujer salga con Géraldine Philipeau, la amiga con la que se ha encontrado en el vestíbulo del Carlton a nuestra llegada, y a la que hacía años que no vela. Se conocen desde antes de conocerme a mí, y al verse han caído la una en brazos de la otra.
Voy a intentar decirlo todo por orden, aunque me parece inútil. Hay un calendario ante mi, pero no lo necesito para acordarme. Estas páginas no son del mismo tamaño que las otras, porque ahora uso papel del hotel.
Acabo de releer lo que escribí en mi despacho la mañana del 19 de diciembre, el lunes, como si esto hubiera pasado en otro universo, en cualquier caso hace muchísimo tiempo, y tengo que hacer un esfuerzo para convencerme de que las Navidades que estoy viviendo son las mismas Navidades a cuyos preparativos asistíamos el domingo, Yvette y yo, en las calles de París.
El lunes por la mañana le hice mandar flores, esta vez cuidando de que se las enviaran a ella, y al mediodía, cuando fui a darle un beso estaba emocionada. No cala en esas cosas, y por eso nunca le había regalado flores, salvo en un café o en una terraza, casi siempre violetas.
—¿Sabes que me tratas como a una dama? —observó-. Ven a ver lo bonitas que son.
Por la tarde estuve en el Palacio de justicia. Había prometido a Viviane volver temprano, porque aquella noche dábamos en casa lo que llamamos la cena del decano, una cena que damos cada año a todos los vejestorios del colegio de abogados.
Mi intención al pasar por el Quai d'Orléans era quedarme sólo unos minutos. Al cruzar la pasarela que une la Cité con la isla de Saint-Louis, levanté los ojos hacia las ventanas del piso. Es algo que no suelo hacer. Las ventanas se recortaban en color rosa, y recuerdo haber pensado que daban la impresión de que tras ellas había un nido confortable y acogedor, de un lugar donde una pareja debía de vivir muy bien. Los jóvenes que se pasean por los muelles, andando de lado porque se abrazan por la cintura, de vez en cuando deben de mirar nuestras ventanas y suspirar:
—Más adelante, cuando nosotros...
No tuve que utilizar mi llave porque al reconocer mis pasos en la escalera Jeanine abrió la puerta, y enseguida comprendí que algo iba mal.
—¿Está enferma?
Jeanine me preguntaba, siguiéndome por la antesala.
—¿No la ha visto?
—No. ¿Ha salido?
No sabía qué cara poner.
—Hacia las tres.
—¿Sin decir adónde iba?
—Sólo que tenía ganas de dar una vuelta.
Eran las siete y media. Desde que vivía en el Quai d'Orléans Yvette nunca había vuelto tan tarde.
—A lo mejor ha ido a hacer unas compras -siguió diciendo Jeanine.
—¿Te lo ha dicho?
—No exactamente, pero me ha contado todo lo que vio ayer en los escaparates. Seguro que va a volver de un momento a otro.
Comprendí que no creía en aquella posibilidad. Yo tampoco.
—¿Se le ha ocurrido de pronto la idea de salir›
—Si.
—¿No ha recibido ninguna llamada telefónica?
—No. El teléfono no ha sonado en todo el día.
—¿Cómo estaba?
Eso era lo que Jeanine no quería confesarme, por temor a traicionar a Yvette.
—¿No quiere que le sirva algo de beber?
—No.
Me dejé caer en un sillón de la sala, pero no estuve allí mucho rato, porque me sentía incapaz de quedarme quieto.
—¿Prefiere que me quede o que le deje solo?
—¿No ha hablado de Mazetti?
—No.
—¿Nunca habla de él?
—Desde hace varios días no.
—¿Hablaba de él con nostalgia?
Dijo que no, y me pareció entender que no era del todo verdad.
—No piense más en eso. Seguro que pronto volverá...
A las ocho aún no había regresado; a las ocho y media tampoco, y cuando sonó el teléfono me apresuré a descolgarlo. Era Viviane.
—¿Te has olvidado de que tenemos catorce personas a cenar?
—No voy a ir.
—¿Qué dices?
—Que no voy a ir.
—¿Qué pasa?
—Nada.
No puedo ir a vestirme para la cena del decano, con mis colegas y sus mujeres.
—¿Algo va mal?
—No.
—¿No quieres decírmelo?
—No. Discúlpame con ellos. Inventa lo que quieras y diles que tal vez pueda ir más tarde.
Pensaba en todas las posibilidades, porque con Yvette todo es posible, incluso que estuviera en una casa de citas con un hombre al que unas horas antes aún no conocía. Eso sucedió en la época de la Rue de Ponthieu. En los últimos tiempos parecía diferente, tenía el aire de otra persona, pero sus metamorfosis son breves.
¿Era en esto en lo que pensaba Jeanine? Se esforzaba por distraerme, aunque con discreción. Terminó por convencerme de que tomara un whisky, e hice bien en hacerle caso.
—No hay que tenérselo en cuenta.
—Yo no se lo tengo en cuenta.
—No es culpa suya.
También ella pensaba en Mazetti. ¿Acaso Yvette llegó a olvidarle? E incluso aunque durante cierto tiempo hubiera llegado a perder todo interés para ella, ¿no es posible que, al acercarse las fiestas, haya sentido como una bocanada de recuerdos?
No es probable que el día anterior nos hubiéramos topado con él entre el gentío del domingo y que no me hubiese dicho nada. Pero nos cruzamos con cientos de parejas, con otros hombres, alguno de los cuales tal vez podía parecérsele, y eso bastaba.
No sé lo que ha pasado. Hago cábalas.
Incluso lo de su maternidad... ¿No habría corrido hasta el Quai de Javel para decírselo?
Los dos nos estremecíamos cada vez que olamos pasos en la escalera. Pero nunca eran para nuestro piso, y nunca como aquel día habíamos oído tan bien los ruidos de la casa.
—¿Por qué no va a su cena?
—Es imposible.
—Así dejaría de pensar. Aquí no hace más que concomerse. Le prometo que cuando vuelva le telefonearé.
Hacia las diez fue mi mujer la que telefoneó.
—Están en el salón. Me he escapado un momento. Seria mejor que me dijeras la verdad.
—No sé cuál es.
—¿Está enferma?
—No.
—¿Un accidente?
—No lo sé.
—¿Quieres decir que ha desaparecido? —Hubo un silencio. Luego dijo de dientes afuera-: Espero que no sea nada grave.
Las once. Jeanine intentó en vano hacer que comiera. No pude. Bebí dos o tres vasos de alcohol, no los conté. No me atrevía a telefonear a la policía por miedo a poner en marcha toda la maquinaria, cuando es posible que la verdad fuera muy sencilla.
—¿Nunca le ha dicho su dirección?
—¿La de Mazetti? No. Sólo sé que vive en el Quai de Javel.
—¿Tampoco el nombre del hotel?
—No.
Se me ocurrió la idea de ponerme a buscar el hotel de Mazetti, pero me di cuenta de que no era factible. Yo conocía el barrio, y si iba de pensión en pensión haciendo la pregunta, ni siquiera me responderían.
A las doce y diez Viviane volvió a llamarme, y me irritó que cada vez me diera una falsa esperanza.
—¿Nada?
—No.
—Acaban de irse.
Colgué y cogí bruscamente el abrigo y el sombrero.
—¿Adónde va?
—Quiero estar seguro de que no le ha pasado nada.
No es lo mismo que telefonear a la policía. Paso por delante de Notre-Dame, entro por detrás en el patio de la Prefectura de Policía, donde sólo se ven unas cuantas ventanas iluminadas. Los desiertos pasillos, en los que resuenan mis pasos, me resultan familiares. Dos hombres vuelven la cabeza al cruzarse conmigo y empujo la puerta de las dependencias de los casos urgentes, donde una voz me saluda con buen humor:
—¡Hombre! Maître Gobillot que nos visita. Debe de estar cometiéndose algún crimen.
Era Griset, un inspector al que conozco desde hace mucho tiempo. Se acercó para estrecharme la mano. Eran tres en una sala muy amplia, con un panel telefónico que contiene cientos de agujeros; de vez en cuando se enciende una luz en un plano mural de París.
Entonces uno de los hombres hunde una clavija en uno de los agujeros.
—¿Barrio de Saint-Victor? ¿Eres tú, Colombani? El coche acaba de marcharse. ¿Es grave? ¿No? ¿Una riña? De acuerdo.
Todos los sucesos de París terminan aquí, donde los tres hombres fuman sus pipas o sus cigarrillos, y uno de ellos prepara café en un infiernillo de alcohol.
Eso me recuerda que Yvette habló de comprar un infiernillo de alcohol, una mañana, hace ya mucho tiempo, cuando yo me vestía, cansado hasta el vértigo.
—¿Quiere tomar una taza?
Se preguntan por qué estoy allí, aunque no es la primera vez que les hago una visita.
—¿Me permite que use su teléfono?
—Llame por este aparato. Tiene línea directa.
Marco el número del Quai d'Orléans.
—Soy yo. ¿Nada?
Claro que no. Me acerco a Griset, que lleva un bigote muy corto en el que el cigarrillo ha acabado por trazar un círculo oscuro.
—¿Les han avisado de algún accidente, de la clase que sea, cuya víctima sea una joven.?
—Desde que estoy de servicio, no. Espere.
Consulta un cuaderno de tapas negras.
—¿Cómo se llama?
—Yvette Maudet.
—No. Aquí tengo una tal Bertha Costermans, que ha caído enferma en la vía pública y ha sido hospitalizada, pero es belga y tiene treinta y nueve años.
No me hace preguntas. Miro con atención las lucecitas que se encienden en el plano de París, sobre todo las del distrito XV, el del barrio de Javel. Se me ocurre la idea de telefonear a la Citroën, pero las oficinas estarán cerradas y en los talleres no me darían ninguna información. Aunque me contestaran que Mazetti está ahora trabajando allí, ¿me tranquilizaría del todo? ¿Qué podía significar eso?
—¡Oiga! ¡Grandes-Carrières! ¿Qué ha pasado? ¿Cómo? Sí... Os envío la ambulancia.
Se vuelve hacia mí.
—No es una mujer, sino un norteafricano al que han dado unas cuchilladas.
Sentado en el borde de una mesa, con las piernas colgando, el sombrero tirado para atrás, bebo el café que me han servido, y luego, como no puedo quedarme quieto, echo a andar.
—¿Cómo es esa chica? —pregunta Griset, no por curiosidad, sino con la esperanza de ayudarme.
¿Qué le contesto? ¿Cómo describir a Yvette?
—Tiene veinte años y no los aparenta. Es más bien baja, delgada, lleva un abrigo de castor y el pelo recogido en una cola de caballo.
Vuelvo a telefonear a Jeanine.
—Soy yo otra vez.
—No se sabe nada.
—Voy para allá.
No quiero que mi impaciencia se convierta en un espectáculo, y aquí, que se ve una lucecita encendiéndose cada cinco minutos, es peor que en el Quai d'Orléans. Me han oído. Griset promete:
—Si hay novedad le llamo enseguida. ¿Estará en su casa?
—No.
Le anoto la dirección y el número del Quai d'Orléans.
¿Para qué contar los detalles de aquella noche? Jeanine me abrió la puerta. Ninguno de los dos se acostó, no nos desnudamos, permanecimos en el salón, cada uno en su sillón, mirando el teléfono y sobresaltándonos cada vez que un taxi pasaba bajo las ventanas.
¿Cómo estaba Yvette cuando la dejé aquel mediodía? Trataba de acordarme y no lo conseguía. Hubiera querido recordar su última mirada, como si eso pudiera darme algún indicio.
Vimos amanecer, y antes Jeanine se había quedado dormida dos veces, quizá yo también, sin darme cuenta. A las ocho, mientras ella preparaba café, vi por la ventana a un ciclista con un fajo de periódicos bajo el brazo, y aquello me dio la idea de comprar el periódico. ¿Y si traía alguna noticia de Yvette?
Jeanine miraba las páginas por encima de mi hombro.
—Nada.
Bordenave me telefoneó.
—No se olvide de que está citado a las diez con el ministro de Obras Públicas.
No voy a ir.
—¿Y las otras entrevistas?
—Arrégleselas como pueda.
Irónicamente, cuando hubo la llamada de veras, no fui yo quien descolgó, sino Jeanine.
—Un momento. Sí, es aquí. Se lo paso.
Pregunté con los ojos y comprendí que prefería no decirme nada. Apenas había cogido el auricular oí que estallaba en sollozos a mi espalda.
—Aquí Gobillot.
—Soy el inspector Tichauer. Mi colega de la noche me encargó que le avisara si...
—Si. ¿Qué ha pasado?
—El nombre que nos dio fue Yvette Maudet, ¿verdad? Veinte años, nacida en Lyon. La que el año pasado...
— Sí. —Yo estaba inmóvil, sin respirar.
—Esta noche la han matado a cuchilladas en el Hôtel de Vilna, en el Quai de Javel. El asesino, después de haber vagado durante varias horas por el barrio, acaba de presentarse en la comisaría de policía de la Rue Lacordaire. Un coche ha ido al lugar y han encontrado a la víctima en la habitación indicada. El hombre es un obrero, un tal Mazetti, que lo ha confesado todo.
10
Lunes, 26 de diciembre
De lo demás me enteré posteriormente, y siguen hablando de ello en los periódicos, donde mi nombre se cita en grandes titulares. Hubiera podido evitarlo. Mi colega Luciani me telefoneó apenas le encargaron de la defensa de Mazetti. Éste, indiferente a lo que podían hacer con él, se limitó a indicar en una lista que le presentó el juez de instrucción el primer apellido que sonaba a italiano. Luciani quería saber si debía esforzarse porque no se mencionara mi nombre. Le respondí que no.
Yvette estaba desnuda cuando encontraron su cadáver, con una herida bajo el pecho izquierdo, en la estrecha cama de hierro. Fui a verla. La vi antes de que se la llevaran. Vi el cuarto. Vi el hotel con la escalera llena de aquellos hombres que le daban miedo.
Vi a Mazetti y nos miramos, hasta que fui yo quien desvió la mirada; en su cara no había ni el menor rastro de remordimiento.
A los policías, al juez de instrucción, a su abogado, se limitó a repetir:
—Ella vino a verme. Le supliqué que se quedara, y cuando quiso irse se lo impedí.
O sea, que intentó volver al Quai d'Orléans.
Hacía tiempo que quería hacer aquella visita, y encontraron en la habitación un jersey noruego de lana muy gruesa, tejido a mano, un jersey de hombre parecido al suyo, que debía de ser su regalo de Navidad. La caja de cartón, con el nombre de la tienda, estaba bajo la cama.
La enterramos Jeanine y yo, porque la familia, aunque se la avisó por telegrama, no dio señales de vida.
—¿Qué hago con sus cosas?
Le dije que me daba igual, que se las quedara si quería.
Tuve una entrevista con el juez de instrucción y le anuncié que, ya que no había podido hacerme cargo de la defensa de Mazetti, como hubiese querido, iría a declarar ante el tribunal. Se quedó sorprendido. Todo el mundo me mira como si no consiguiera comprenderme, Viviane también.
Al volver del entierro, me preguntó sin esperanzas:
—¿No crees que te sentaría bien irte de París por unos días? —Contesté que sí-. ¿Adónde quieres ir? —siguió diciendo, asombrada por una victoria tan fácil.
—¿No has reservado una suite en Cannes?
—¿Cuándo quieres que nos vayamos? Cuando salga el primer tren.
—¿Esta noche?
—De acuerdo.
Ni siquiera la odio. No me importa que esté cerca de mí o que no esté, que hable o que se calle, que se figure que continúa dirigiendo nuestro destino. Para mí ha dejado de existir.
«Por si algo me ocurriera...», escribí.
Mi colega Luciani, a quien voy a enviar este expediente, tal vez encuentre en él algo que le ayude a hacer que absuelvan a Mazetti, o, como mínimo, que le evite una sentencia demasiado desfavorable.
Yo seguiré defendiendo a crápulas.
Golden Gate, Cannes,
8 de noviembre de 1955
Fin