Publicado en
mayo 31, 2021
La guerra le enseñó que en la vida siempre "hay cosas peores".
Por Arnold Benson.
UN DÍA DE VERANO de hace siete años iba yo conduciendo por una transitada carretera en compañía de mi familia cuando de repente mi esposa, Peggy, vio una abeja dentro del coche y exclamó casi a gritos:
—¡Hay una abeja dentro! ¡Deténte, por favor!
El pánico cundió entre los niños, que iban en el asiento de atrás, pero a mí me pareció preferible dejarnos picar por el insecto que frenar de golpe y arriesgarnos a sufrir un accidente.
—Bajen las ventanillas —dije—. Quizá se salga.
—Detén el coche —insistió Peggy, al borde de la histeria.
Cuando abrieron las ventanillas, la abeja efecto salió volando; los niños trataron de contener la risa. Unos minutos después Aram, mi hijo de ocho años, me miró y me dijo muy divertido:
—Estuvo gracioso lo de la abeja. Tú nunca te asustas, ¿verdad?
Me sentí profundamente halagado. El niño tenía razón: siempre trato de conservar la calma; es algo que aprendí durante la Segunda Guerra Mundial.
La guerra es un monstruoso crimen contra la humanidad. Cuando uno la vive en carne propia, su principal preocupación es salvar el pellejo y vencer el terror. Para sobrevivir, hay que aprender a hacer frente a este último.
Por espacio de un año, antes de la primavera de 1945, piloté varios B-26 Martin Marauder, un avión de bombardeo nada fácil de maniobrar; se decía que morían más personas adiestrándose en esas naves que en combate.
Aquel año pasé muchas noches en vela, temeroso de cometer un error en vuelo y provocar no sólo mi muerte, sino la de mis cinco acompañantes. Todos los miembros de mi tripulación —el copiloto, el bombardero-navegante y tres artilleros— eran más jóvenes que yo, que apenas tenía 2l años.
Luego de mi primer bombardeo, sobre un objetivo en Alemania, empecé a temblar y le cedí los controles a mi copiloto. Unos segundos más tarde recuperé la calma y volví al mando. Llevar a buen término esa misión me enseñó que, por más asustado que esté, puedo salir airoso de cualquier crisis. Al final quizá me sienta angustiado en extremo, pero eso será después.
Ya sea en el aire, sobre la tierra o en el mar, el combate le da a uno perspectiva: la capacidad de discernir lo que es verdaderamente importante de aquello por lo que no vale la pena sentirse agobiado. Y le da a la agonía su razón de ser: si consigo soportar este minuto —hora, día o semana— quizá el siguiente sea mejor.
La guerra confiere sagacidad para percibir los elementos chuscos de las situaciones trágicas, y eso es esencial para sobrevivir: la conciencia de lo risible mantiene nuestro barco a flote en cualquiera de las tempestuosas travesías de la vida.
En Del Río, Texas, durante el curso de adiestramiento que recibí para pilotar los B-26, fui sometido a una apendicectomía de urgencia que me tuvo hospitalizado un tiempo. Esas fueron las vacaciones más felices y despreocupadas que yo recuerde. Me hice amigo de mi vecino de cuarto, Fletcher Dailey, un instructor de vuelo que estaba allí para curarse las úlceras. Al conversar nos percatamos de que ambos sabíamos cocinar avena y conocíamos la letra de Jesús quiere que yo sea un rayo de sol, así que nos ofrecimos de voluntarios para levantarles la moral a los demás pacientes con nuestros platos y nuestro canto. Pero la jefa de enfermeras no nos dejó hacerlo, alegando que los hombres que padecen las complicaciones de la gonorrea no tienen ningún interés en ser rayos de sol.
Comparada con la experiencia de otros combatientes, la mía en la guerra no fue tan terrible. No tuve que pasar por el infierno que soportaron los hombres de la armada, los infantes de marina en Guadalcanal ni los soldados de otras partes. Pero lo que vi y experimenté me bastó para ponerme en su lugar. Y aprendí una importante lección: no hay que perder la calma.
¿Que mi auto se averió en un sitio apartado y deshabitado? Bueno, al menos estoy en tierra y no volando a 3500 metros de altura. Y me encuentro en mi patria, no en territorio enemigo.
¿Que perdí el empleo? Ya encontraré otro. Y conozco personas que llevan tanto tiempo desempleadas que ya ni recuerdan cuál era el trabajo que hacían.
¿Que mi esposa quiere el divorcio? Al menos nadie me está disparando. Y hay otros guijarros relucientes en el arroyo.
Lo que viví en la Segunda Guerra Mundial —y por lo que siento gratitud— es un curso intensivo de maduración. Quizá habría tardado toda la vida en aprender lo que aprendí en ese tiempo. Pero la enseñanza más valiosa que nos dejó a mí y a otros esa cruda etapa fue la apreciación del milagro cotidiano y perenne que es la resistencia del espíritu humano.
Eso explica por qué prefiero una abeja en el coche que poner en peligro la vida de mis seres queridos.
CONDENSADO DE "NEWSWEEK" (8-V-1995). © 1995 POR NEWSWEEK, INC., DE NUEVA YORK.