FACSÍMIL ULTRAPERFECTO (Lester Del Rey)
Publicado en
abril 20, 2021
Las pesadas mandíbulas de Max Fleigh se relajaron en una mueca sin ningún humor, en tanto examinaba los nudos que sujetaban al hombre caído a sus pies. De manera impersonal, hundió la punta de su bota en las costillas de Curtís y, al oír el amortiguado gruñido de dolor, decidió que la mordaza cumplía su cometido. Por una vez, Slim había hecho un buen trabajo, y todo estaba en orden. Probablemente la mordaza era innecesaria, pero no podían correrse riesgos cuando se hallaba en juego el futuro de la Plutarquía.
La incompetencia ya les había costado un imperio, y no gozarían de una tercera oportunidad. Las estúpidas democracias que se autodenominaban Unión Mundial colonizaron los planetas y los gobernaron sin ninguna planificación. Y cuando Marte, Venus y los Mundos Jupiterinos se sublevaron y crearon un Consejo de Planetas, todo lo que la Tierra supo hacer fue arrastrarse ante ellos e implorar que le permitiesen unirse con los mismos que debieran pertenecerle...
Pero eso sucedió antes de que los realistas prácticos se deshicieran de los soñadores e instaurasen la Plutarquía bajo la férrea disciplina que les permitía llevar a cabo sus proyectos. Ahora, pretendían recuperar su perdido imperio, colonizando los asteroides y estableciendo normas que les conferían un gran dominio sobre los proscritos por la ley allí refugiados. Una vez el Consejo tranquilo gracias al efecto de años de cautelosa propaganda, estaban en condiciones de solicitar y recibir un mandato sobre los planetoides diseminados en el espacio.
Esa era la apertura inicial. Y todo lo que necesitaban. Una vez concedida a los asteroides su falsa independencia, que les permitiría aspirar a un escaño en el Consejo, los realistas quedarían en situación de asestar el golpe de los Mundos Jupiterinos. Creando los incidentes adecuados y mediante una buena propaganda, más los planetoides, para separar a Júpiter de Marte, no cabía la menor duda acerca del resultado. La Tierra obtendría una mayoría de tres votos, y el Consejo se convertiría en la base de una nueva y más poderosa Plutarquía.
Fleigh propinó al bien amarrado cuerpo de Curtís otro indiferente puntapié y se dirigió a la cabina, donde la delgada figura de su compañero se inclinaba con obstinación sobre los controles de la pequeña nave espacial.
—¿Cómo va todo, Slim?
—Más o menos.
Slim escupió un verde chorro de zumo narcótico y sonrió amargamente.
—Insisto en que hemos confiado demasiado en nuestra suerte —murmuró.
—¡Tonterías! Planea las jugadas correctas, cubre todas las posibilidades, supera la estrategia de tus enemigos, y no tendrás que preocuparte de la suerte. ¿Has jugado al ajedrez alguna vez?
—No, no puedo decir que lo haya hecho. En cambio, jugué a las carreras de caballos en Marte, cuando se disputó el Euphemeron. Y gané..., después de comprar mi amuleto de la suerte mágico. A partir de entonces, siempre di en el clavo.
La sonrisa de Slim se intensificó, pero su rostro continuó expresando indecisión.
Fleigh rió entre dientes. Tanto mejor para los realistas si los proscritos de los planetoides se confiaban a la magia, y si los visionarios del Consejo se dedicaban a declamar sentimentales disparates.
—Los amuletos no influyen en la política, Slim. Tenemos que anticiparnos a nuestros contrarios. Y ya viste lo que le sucedió a Curtís, nuestro distinguido consejero marciano, cuando decidió desenmascararnos e impedirnos conseguir el mandato.
—Ya. —Slim mascaba pensativo el tabaco con sus amarillos dientes—. Aunque... Supongamos que se hubiese quedado en Marte.
—Habríamos hecho correr rumores alusivos a la información que necesitaba acerca de Ceres y le hubiésemos atrapado allí..., como acabamos por hacer. ¡Jaquemate!
—O adiós muy buenas. Si no regresa, olfatearán que hay gato encerrado... Y no estoy dispuesto a andar dando vueltas por ahí para que me cacen a lazo. Mi abuelito asesinó una vez a un consejero... ¡Pobre abuelito! Mira, ahí está la roca.
No había señales de vida exterior en el árido y pequeño planetoide. Sin embargo, en cuanto la nave se posó rechinando sobre una estrecha hendidura del suelo, una oculta cubierta protectora se cerró sobre ellos y un anuncio pintado burdamente brilló con charra fosforescencia sobre la rocosa pared:
SIMULACROS, SOCIEDAD LIMITADA
Μαγος — Δεινος Τεχτων
Especialista en
Μιμηση και Σαρκασμος
Fleigh salió de la primera cámara y se detuvo, esperando que Slim se cargara sobre los hombros a Curtis, cubierto por una lona, y le siguiera. Señaló el anuncio, con una mueca:
—Mago y milagrero, especialista en imitaciones y remedos. Le vi en Marte, de modo que no sigas pensando que se trata de una especie de hechizo... Bueno, a ver si este viejo estúpido abre la puerta de una vez.
—¿Acaso hablar en cristiano no es lo bastante bueno para él? No me interesa toda esta cuestión de la magia, Max. Nosotros...
La letra sigma del anuncio giró sobre sus extremos revelando un pasaje a través de la roca. Un contrahecho hombrecillo, vestido con unos andrajosos shorts y con gafas de gruesos cristales, les indicó impaciente que entraran. Cuando lo hubieron hecho la puerta se cerró sin ruido. Se encaminaron entonces, a través de un pasaje lateral, hacia una rampa, donde oyeron un bullicioso canturreo.
Greek abrió una puerta y señaló una mesa. En ella yacía el duplicado exacto del consejero Curtis, Un segundo Jeremías Greek, idéntico al primero, se afanaba sobre él tatareando una melodía con los labios cerrados. El que les había guiado se dejó caer sobre un banco y comenzó a desmontar su propio tórax, a fin de insertar una nueva batería de energía entre dos terminales. Slim abrió la boca. La carga se deslizó de sus espaldas y cayó sobre el suelo con un golpe sordo, mientras él paseaba su mirada de un Greek al otro. Tendió los dedos en el antiguo gesto de los cuernos, en tanto contemplaba el cambio de acumuladores. Su voz sonó velada e insegura.
—¡Un maldito robot!
—No es un robot, sino un simulacro —negó el hombre de mirada de mochuelo, sin duda el original de la criatura de metal—. Soy un copista, no un creador. Un robot tiene vida independiente. En cambio, esto se reduce a una limitada copia de mis recuerdos y mis hábitos, lo mismo que este falso Curtis. Oiga, Fleigh, esas cintas que me trajo... Son pésimas.
Mostró con un ademán los carretes del maravilloso alambre capaz de registrar ondas magnéticas de todo tipo de frecuencia, hasta varios millones de megaciclos. En un rincón, un equipo estereofónico pasaba uno de ellos. La imagen en la pantalla de video resultaba confusa, y la parte vocal sonaba como un batiburrillo de ruidos incoherentes.
Fleigh lo observó con el ceño fruncido y se volvió, mirando desconfiado a Greek.
—¿Está seguro de que sabe cómo usarlas? Fueron preparadas por...
—Por un imbécil que terna una salida blindada en la pantalla. Sólo unas cuantas han servido para algo. Llevo usando alambre pancíclico desde antes de que viera usted su primer disco estereofónico. ¿Dónde cree que imprimo la memoria de mis simulacros? ¿En un cerebro de verdad? Se necesitan kilómetros de alambre para alimentar los selectrones. He hecho todo lo posible, pero... Mire, eche un vistazo.
Rebuscó dentro de la boca del falso Curtis e hizo algo que obligó a la figura a sentarse de repente. Max se acercó y murmuró algo en el oído del maniquí, que tras algunas respuestas, se hundió en un lúgubre silencio. Max se volvió hacia Greek.
—¡Le dije que Curtis terna que quedar perfecto! Esto no engañaría jamás a un jupiterino.
—Y yo le dije que no era Jehová —contestó secamente—. Mi especialidad son las imitaciones mecánicas. Con una cinta defectuosa, el simulacro saldrá defectuoso. Si me trae algunos carretes aceptables, veré qué puedo hacer.
Fleigh gruñó y, de un tirón, retiró la cobertura del Curtis original. Un renovado interés se pintó en el rostro de Greek, que se aproximó para examinar al consejero, aunque se contentó con un superficial vistazo al comprobar que el hombre seguía con vida. Asintió con la cabeza.
—Eso nos da más probabilidades, Fleigh. Instalaré un encefalógrafo y un analizador de la formación de sus ideas, y grabaré a partir de su mente... Resulta mejor que alimentar al simulacro con impresiones de las cintas, aunque siempre he usado un circuito de prueba. Muy bien, le proporcionaré algo que engañaría a su propia madre.
—¿Cuándo?
—Depende. El análisis en banda estrecha llevará un par de semanas, pero su efecto será permanente. Si utilizase un impresor de onda completa, las cintas no registrarían gran cosa. Podrían hacerlo en diez o doce horas. Sólo que, en ese caso, el simulacro empezaría a perder eficacia en una semana y, en un mes, ya no serviría para nada.
—Eso no importa —decidió Fleigh—. No lo necesitaremos más que unos días. ¿Hay algún sitio para que Slimy yo recuperemos algunas horas de sueño mientras usted termina?
A una señal de Greek, su doble recobró el movimiento y les condujo, a través de una serie de corredores, hasta un cuarto que no carecía de ningún elemento de confort. Después, salió en silencio, dejándoles solos. Para alivio de Fleigh, Slim probó la cama, esbozó un gesto de desagrado, retiró de ella una manta y se enrolló sobre el suelo, renunciando al colchón flotante. No le interesaban tales lujos, del mismo modo que a su jefe no le interesaba compartir la cama con él. Max se instaló, pues, en ella, reculó el dial que le permitiría obtener el máximo de comodidad y exhaló un relajado gruñido de placer.
Sin embargo, no tenía intención de dormir mientras se hallaban en marcha asuntos que le concernían. Tres horas después, se levantó de la ondulante cama y se deslizó sigilosamente por los corredores abiertos en la roca, calzado con unas chancletas de suela de goma-espuma. Ahora bien, en su entrenamiento se había incluido el estudio de los estúpidos espías estereofónicos y, cuando entró en el laboratorio, no hubo nada de subrepticio en su actitud. Greek levantó la vista de un enredo de cables y mecanismos, mirándole con un gesto de vaga sorpresa, aunque sin desconfianza.
—No lograba dormir —se disculpó Fleigh—. ¿No tendrá usted algún barbitúrico, por casualidad?
Unos minutos más tarde, una vez que el doble de Greek le entregó una tableta, salió al corredor, con un murmullo de agradecimiento. Ya se había enterado de todo cuanto le interesaba saber. Los dos Greek y los dos Curtis seguían presentes en el lugar debido, y el copista se afanaba en su trabajo. No había nada que temer. En realidad, no esperaba tropezar con problemas, pero nunca estaba de más tomar todas las precauciones cuando se trataba con hombres al margen de la ley, ya fuera la ley del Consejo o de la Plutarquía.
Cuando volvió, Slim roncaba, dando patadas contra el suelo. Fleigh rió entre dientes y volvió a hundirse en el colchón. Los proscritos resultaban útiles por el momento. No obstante, una vez que la Tierra obtuviera el mandato, habría que hacer algo con respecto a ellos. No eran la clase de gente más adecuada para adaptarse a la Plutarquía. Con un bostezo de satisfacción, se estiró y se entregó a un bien merecido descanso.
El doble de Greek les despertó por la mañana y les condujo al laboratorio, donde el científico les esperaba junto a la imitación de Curtis. El consejero original debía de estar drogado, pues yacía inconsciente sobre una de las mesas. Fleigh le dirigió una distraída mirada y se volvió hacia la nueva imagen en el momento en que Greek la puso en funcionamiento.
Esta vez, los ensayos se prolongaron más, y no hubo silencios lúgubres por parte de la imitación. Respondía con rapidez, seguridad y absoluta corrección. Él verdadero Curtis no lo hubiese hecho mejor. Por fin, Fleigh dio un paso atrás y movió la cabeza en señal de aprobación. Había exigido una imagen perfecta y se la habían entregado.
—¿Está seguro de que tiene un intenso deseo de vivir? —preguntó en tono cortante, mientras buscaba en su bolsa el pequeño relé que llevaba dispuesto.
Greek sonrió débilmente.
—Todas lo tienen. Sin eso, no pasarían por hombres normales. Si las dimensiones que me ha dado son correctas, no encontrará ninguna dificultad para instalarle el relé.
Alzó la camisa del maniquí y dejó al descubierto una pequeña cavidad en su espalda. Dentro de ella había un manojo de pequeños cables que Fleigh conectó al relé. Luego deslizó éste en el interior y lo ajustó con firmeza. Greek apretó el diminuto botón instalado en la boca de la máquina. La animación del maniquí cesó de inmediato y sólo se restableció cuando Fleigh presionó el botón correspondiente en el interior de su bolsa. Un pequeño rollo de la cinta de alambre pancíclico giró sobre la pantalla de exploración incluida en el bolso y emitió una onda compleja. El receptor de la espalda del maniquí reaccionó cerrando el relé. El movimiento se interrumpió de nuevo, pero retornó en seguida tras una segunda presión sobre el botón.
—Cualquier intento de desmontar el relé destruirá todos los circuitos, tal como usted ordenó —aseguró Greek—. ¿Conforme?
El semblante de Fleigh reflejó una completa satisfacción.
—Se ha ganado usted las esmeraldas, tal como le había prometido.
Buscó en el interior de su bolsa y extrajo un pequeño paquete. Una irónica sonrisa se extendió por su rostro. Y se mantuvo en tanto que Greek se apresuraba a adelantarse y se tambaleaba luego hacia atrás, profiriendo un alarido, que se cortó al desparramarse los proyectiles por su cara y estallar su cabeza en una revuelta masa de sangre y materia gris. Por un segundo, su doble avanzó hacia él, pero en seguida se dio la vuelta con un aullido y echó a correr con desmañado paso por el corredor, mientras Fleigh desgarraba el paquete y extraía el arma humeante. Le dejó ir. La cabeza de Curtis quedó a su vez destrozada bajo una segunda serie de proyectiles. En el laboratorio, con los dos hombres, sólo quedaba el doble del consejero.
Slim cerró la boca lentamente y buscó su droga verde, pero no protestó. El otro se movía por el lugar, acumulando combustible en un rincón. Al final, le prendió fuego.
—Con esto, lo hemos solucionado casi todo, Slim —dijo con calma.
Se encaminaron hacia la nave por el corredor. El doble de Curtis les seguía en silencio. Un nuevo proyectil destruyó el cerrojo de la enorme sigma, tras lo cual la empujaron y salieron a la rocosa hendedura donde habían aterrizado.
—No queda nada librado al azar. Sólo un perfecto arenque ahumado para cubrir la desaparición de Curtis.
Slim se zambulló por la puerta de la nave, en dirección a los controles.
—¡Uf! Mi abuelito hubiera sentido una gran admiración por ti, Max. Ponía la misma cara que tú cuando liquidaba a alguien que no le gustaba... ¿Todo listo para despegar?
—¿No olvidas algo, Slim?
El proscrito le miró con desconcertada sorpresa. Fleigh meneó la cabeza y se encaminó al receptor. En su opinión, carecía de sentido tratar de enseñarle nada a aquel necio. Al menos, podría haber aprendido de él a tomar las precauciones elementales. El agente de la Plutarquía arrancó la cinta magnetofónica de la ilegal grabadora de onda completa y la insertó en una pista de retroceso. El rostro de su compañero reveló una lenta comprensión.
El falso Curtis se hallaba ya sentado ante una mesa, revisando el montón de notas que el Curtis original se había traído consigo. Al entrar Fleigh, alzó la vista, le sonrió y continuó ordenando los papeles que tenía ante sí. El agente se dejó caer en una silla, con su acostumbrada mueca desprovista de humor.
—Supongo que se da cuenta de que su vida depende de su obediencia, ¿no es así..., Curtis?
—¿Cree que de otra forma le permitiría matarme? —contestó la máquina con amargura—. Deje ese dispositivo de control a mi alcance y sentirá la diferencia que hay entre las manos de carne y las mías. Por el momento, cooperaré, ya que no tengo alternativa. Me imagino que desea ayudarme a preparar mi discurso ante el Consejo, ¿verdad?
Fleigh asintió lacónicamente. Su aprecio por el peculiar talento de Greek había subido varios puntos. La reproducción era perfecta, hasta tal punto que el maniquí parecía considerarse a sí mismo como el hombre original. En ese aspecto no se presentarían dificultades. Y con respecto a la bolsa, no terna la menor intención de separarse de ella mientras el doble permaneciese en funcionamiento. Éste señaló las notas con un ademán característico de Curtis.
—Si lo redacta usted, Fleigh, lo estropeará. Créame, soy muy capaz de escribir el discurso y que suene como mío. Ahora bien, si quiere un trabajo prolijo y que no levante las sospechas del Consejo, necesitaré más información de la que poseo. Debo conocer el cuadro completo, si he de responder a todas las objeciones sin equivocarme respecto a lo que conocen los otros consejeros. Además, me parece conveniente que se acostumbre a llamarme consejero Curtis.
—De acuerdo, consejero —contestó Fleigh. La alegría de su risa fue genuina esta vez—. Bien, si me dice lo que necesita saber acerca de nuestros planes y métodos, iré llenando los vacíos. Sin embargo, cuando haya terminado, quiero ver ese discurso.
Resultaba asombrosa la cantidad de evidencias que Curtis había acumulado en el término de apenas una semana. O tal vez se hallaba ya en posesión de una gran parte de ellas y sólo precisó reorganizarlas conforme a las informaciones que había recibido en Ceres, suficientes para destruir toda esperanza de que la Tierra obtuviera el mandato, además de poner en serio peligro sus relaciones con el Consejo de Planetas. Fleigh tomó nota mentalmente de que debía presionar para que se llevara a cabo una investigación sobre los agentes destinados al exterior y comenzó a llenar las lagunas existentes en la información del consejero. Curtis iba apuntando los hechos en una libreta, silencioso y con expresión sombría. Después de repasarlos, dispuso la máquina de escribir. La primera parte del discurso que había pensado pronunciar sólo necesitaba una ligera modificación. Fleigh la leyó por encima del hombro del doble a medida que éste la escribía. Luego, el desarrollo se hizo más lento y hubo largas pausas, en tanto que la representación de Curtis reflexionaba, cambiaba una palabra en algún sitio o modificaba una frase en otro. Rechazó las sugerencias de Fleigh con el mismo menosprecio que hubiese expresado la cara del verdadero consejero, y el agente comprendió lo justificado de ese desdén. Tratándose de discursos, no era más que un aficionado. El doble, en cambio, llevaba a cabo un trabajo de profesional.
Empezaba a arrepentirse de su decisión de que la máquina durase sólo de una semana a diez días. Un propagandista de aquel calibre le hubiese sido muy útil a la Tierra. Sobre todo tratándose de alguien a quien el Consejo reconocía como el jefe de la representación marciana... Los discursos de Curtis siempre fueron buenos, pero Fleigh nunca se había percatado de que poseía un talento asimismo eficaz para la propaganda. Le costaba creer que se enfrentaba a una ficción mientras escuchaba la calmosa y serena voz exponiendo en apariencia la simple realidad, aunque coloreando sus palabras con ardides retóricos que les infundían un lustre de virtud e integridad.
—¡Perfecto! —comentó al finalizar el discurso.
Cortó la señal del relé, vio que el maniquí se desplomaba en el suelo y regresó a la cabina de control, por entero satisfecho. ¡La Tierra no podía fracasar!
El disco rojo de Marte aparecía ya en la placa visora, enorme y cercano. Fleigh no se había dado cuenta del largo tiempo empleado en escribir el discurso. Sin embargo, no lamentaba ni un segundo transcurrido en la tarea. Slim inició el descenso de la nave a través de la tenue atmósfera, en dirección al Centro Solar.
Al día siguiente, Max Fleigh saboreaba la inminente victoria mientras aguardaba junto a la Casa Marciana. Slim, por el contrario, continuaba malhumorado y hosco. En parte se debía sin duda a su orden de que se mantuviese apartado de los habituales antros en que se reunían los proscritos que había en el planeta. Si la policía le capturaba, se estropearía todo el plan. El resto, reflexionó Fleigh, lo causaba su temor innato a todo aquello que no alcanzaba a comprender.
El proscrito refunfuñaba, haciendo saltar su amuleto en la palma de la mano.
—Dejar que el chisme ese ande dando vueltas por ahí... Hemos tenido suerte, Max, pero no es razonable imaginar que vamos a tenerla siempre. Debiste dejarme seguirle.
—Por supuesto, Slim. ¡Todo el mundo encontrará muy natural verle contigo pisándole los talones!
Fleigh escupió por la ventanilla del coche las semillas del melón que estaba comiendo y tomó otro bocado de la fría fruta antes de continuar:
—No nos queda otro remedio que dejarle circular. Un consejero que vuelve de un viaje de dos semanas no se encierra antes de celebrarse la asamblea, cuando se le han dado instrucciones de recoger todos los detalles hasta el último momento. Además, ahora no tratamos con Curtis, sino con una máquina. Y ella sabe quién es el amo. En el instante en que corto el relé o se aleja de mí más de quince kilómetros, se detiene.
Al ver que el doble de Curtis descendía las escaleras, se apresuró a apearse del coche para abrirle la portezuela. Slim soltó un terco gruñido y se encasquetó más su nueva gorra de chófer. No obstante, recibió las órdenes de Curtis sin protestar y condujo el enorme coche hacia las Cámaras del Consejo. El consejero les tendió dos elegantes cartulinas y se reclinó en el asiento.
—Pases para ustedes dos. ¿Está seguro de que Slim sabe lo que tiene que hacer?
Llegó una exclamación de disgusto de la parte delantera. Fleigh la ignoró.
—Espero que sí. Lo hemos repasado bastantes veces. De todos modos, asegúrese por sí mismo, si quiere.
El doble verificó cada punto con notable dominio. La Cámara del Consejo aislaba las radiaciones y, como no era cuestión de confiar al propio Curtis el relé, el éxito de la operación se basaba en el comportamiento de Slim. Max había conseguido un duplicado de su generador de señales para que el proscrito lo usara fuera de la Sala de Asambleas, mientras que él entraba con el suyo y esperaba. La habilidad del falso Curtis le inspiraba absoluta confianza y estaba seguro de cumplir la parte que le tocaba desempeñar a él. Todo dependía, pues, de Slim. Sin embargo, no había motivos para que fallase, y siempre cumplió de manera eficaz las órdenes que se le dieron.
En efecto, todo se desarrolló con absoluta normalidad. Los guardias le hicieron pasar, después de una cuidadosa inspección de su permiso, y Fleigh se encaminó a la galería con el maletín que contenía el generador. Una vez allí, lo puso en funcionamiento. Curtis apareció unos segundos más tarde en la enorme puerta, con sólo un leve parpadeo de vacilación en el momento en que le rozó el dispositivo antirradiación y pasó de un generador a otro.
Curtis avanzó a lo largo del pasillo, saludando a sus amigos con gestos de simpatía. Presentó sus credenciales, que sólo fueron examinadas superficialmente, y se dirigió a una de las pequeñas salas reservadas a los consejeros. Dos de sus compañeros marcianos le siguieron cuando desapareció del alcance de su vista, pero el agente no se preocupó. Slim bajó las escaleras de la galería y se dejó caer en un asiento junto a él, colocando el duplicado del generador entre sus pies.
—¿Satisfecho?
—Perfecto —le tranquilizó Fleigh.
Cuando salieran, invertirían la táctica. Después, Curtis anunciaría que partía por una larga temporada a Ganímedes, y ellos podrían disponer del doble, desmontarlo y hacer desaparecer las partes capaces de revelar a quién representaba.
Curtis volvió al salón principal. Al parecer el Consejo le había estado esperando, ya que el macero reclamó orden en la sala. La reunión comenzó casi sin discursos preliminares. Tan pronto como la Tierra introdujo el tema del mandato, el jefe del Consejo de Venus empezó a ponerse en pie. Pero Curtis se levantó antes, y el presidente de la asamblea le concedió la palabra.
Fleigh se relajó aliviado en cuanto le llegaron las familiares palabras con que se iniciaba el discurso. Los venusinos miraron sorprendidos al consejero y se dispusieron a escucharle. Poco después, caían bajo el influjo de su oratoria. En principio, se suponía que el discurso resolvería la cuestión, ya que la última asamblea había votado una resolución provisional favorable. Que se transformase en definitiva sólo dependía de la investigación de Curtis. El mandato sería un hecho consumado al caer la noche. Y a partir de ese instante, la Tierra podría embarcar sus legiones de mercenarios en los cargueros supuestamente destinados a transportar «mineros».
Fleigh tenía una idea bastante definida sobre quién ostentaría el mando. Hacía ya cierto tiempo que se merecía un ascenso, y el plutarca había dejado escapar algunas insinuaciones acerca de las consecuencias que se derivarían de un resultado favorable. Le agradaría abandonar el ambiguo cargo de agente y convertirse, bajo el mandato, en el gobernador legalmente reconocido de los planetoides. Luego, una vez bien afianzado, sería la ocasión de poner en marcha sus proyectos personales, que le conducirían ala dignidad de plutarca...
Slim trató de llamar su atención con un golpe de su huesuda rodilla, pero Fleigh estaba demasiado abstraído en sus pensamientos. Por fin, el proscrito le asió por el codo y murmuró algo en su oído. Sólo entonces abandonó sus ensueños. Algo sucedía... Los consejeros prestaban una atención demasiado cuidadosa. ¡Y la delegación terráquea parecía preocupada! Se apresuró a concentrarse en el discurso. Las palabras resonaron en sus oídos, provocándole un escalofrío.
—... Encontré la organización inconcebiblemente compleja. Además, su esquema básico es anticuado, tan anticuado como la barbarie que lo inspiró. Caballeros, en este momento no poseo otra prueba que mi palabra. Sin embargo, puedo dar nombres y citar lugares exactos. Nuestra policía planetaria confirmará cada una de mis palabras antes de que caiga la noche sobre esta asamblea. Hace cuarenta y dos años, el veinte de abril, el plutarca de la Tierra dio las órdenes que expongo a continuación...
Furioso, Fleigh se apoderó del generador de Slim y arrancó el botón. En vano. Las condenatorias palabras continuaron, acumulando detalles precisos, uno tras otro, mientras los hombres del servicio secreto se encargaban de desconectar el altavoz de los delegados terráqueos. Su rudeza significaba una declaración abierta de que la Tierra había sido expulsada del Consejo. Max abrió con violencia el generador de Slim y destrozó los delicados tubos con sus manos, al tiempo que pisoteaba su propio aparato... La voz prosiguió, incontenible.
En la tarima, Curtis alzó los ojos sin interrumpir la exposición de las fulminantes pruebas. Su mirada se encontró con la del agente y le dirigió una maliciosa sonrisa. Luego, recuperó su habitual gravedad y siguió adelante.
Las temblorosas manos de Slim manoseaban al amuleto. Fleigh se lo cargó literalmente hasta el pasillo, arrastrándole por él, recorriendo la infinita distancia que les separaba de la puerta de la galería. A cada paso, esperaba la estentórea orden de Curtis que les convertiría en blanco de los potentes proyectiles explosivos. No fue así. Sólo se oía el tranquilo desarrollo del discurso y las apresuradas súplicas que Slim dirigía a los espíritus de su amuleto. Para su sorpresa, las manos de amabilísimos guardias les abrieron las puertas. Se encontraron en el corredor de la planta, sin ningún policía a la vista. Max interrumpió el balbuceo de alivio de Slim con un irritado susurro.
—¡Todavía no estamos a salvo, imbécil! Sólo senos ofrece una posibilidad entre diez, porque en este juego del gato y el ratón, nosotros somos los ratones... Si hemos de aprovechar esa posibilidad, empieza por cerrar la boca. ¡Camina, maldita sea! ¡Y sonríe!
Descendieron otro tramo de escalera y atravesaron un largo corredor. Una segunda puerta se abrió rápida y cortésmente cuando se aproximaron a ella. Al fin, la escalera principales condujo ala calle. A Fleigh le parecía imposible que el doble de Curtis no hubiese ordenado su arresto. Imposible también que el relé hubiese sido alterado. Pero el coche les aguardaba en la calzada y la policía seguía sin presentarse. Como reacción a los acontecimientos, un chorro de baba narcótica cayó sobre las manos de Slim, que acariciaban el amuleto. Fleigh le empujó sin contemplaciones al interior del coche y conectó el encendido electrónico. Arrancó con violencia, en tanto que de la garganta del proscrito surgía un grito de desesperación.
—¡Mi amuleto mágico!
Slim luchaba frenético con la manecilla de la portezuela, con la cara vuelta hacia la brillante pieza de metal que centelleaba sobre la acera y se alejaba cada vez más.
—¡Max! ¡Max!
—¡Cierra la boca y estate quieto! Si salimos de ésta, podrás comprarte cien chismes iguales.
Con una mano, Fleigh empujó al necio cobarde contra el asiento. Slim se dejó caer pesadamente, y su terror se transformó en un lúgubre desconsuelo, que poco a poco se mezcló con una expresión de duda.
—Vámonos pronto, Max. Tan pronto como lleguemos a la Tierra, conozco a un tipo que tiene otro amuleto. El espíritu del suyo no es tan poderoso como lo era el del mío, pero no se trata de una patraña. ¡Max, tendrás que darme el dinero suficiente para comprarlo!
Fleigh disimuló una ligera sonrisa. Necesitarían bastante más que un amuleto mágico o que un simple plan de acción si alguna vez lograban llegar a la Tierra. Ya había visto cómo trataban allí a los fracasados y sabía que les convendría mucho más entregarse en la primera comisaría de la policía planetaria que encontraran. Aun así extendió un brazo y dio unas tranquilizadoras palmaditas en la espalda del proscrito.
—Desde luego, Slim. Conseguiremos otro. Quizá lo hagamos incluso antes de irnos de aquí.
No resultaría muy difícil dar con uno de los revendedores de amuletos y contarle algún cuento para sacarle uno. Había un lugar en Venus que les serviría de escondite, siempre y cuando Slim se serenase lo suficiente para pilotar hasta allí... Y la suerte continuara acompañándoles, de modo que la policía no confiscara la pequeña nave. Ahora bien, esconderse requeriría dinero, la primera cuestión que debía resolver. Ya lo había planeado de antemano. Siempre se había cuidado de no comprometer su fortuna personal en los refugios de los agentes terráqueos.
Dio la vuelta a una esquina, miró el anuncio de una joyería y murmuró una soez exclamación, sin aminorar la marcha. La luz roja aparecía encendida, indicando que el lugar había sido allanado. ¡Uno de sus cuarteles secretos quedaba eliminado!
Se detuvo obediente para esperar el paso a una autopista y continuó luego conduciendo a gran velocidad. No tuvo más suerte en el segundo punto. El sudor cubría su frente y sus manos estaban húmedas cuando puso rumbo hacia el Canal Central de Marte, en los suburbios. ¡Maldito Curtis! Era imposible que hubiese encontrado los escondites... Al menos, debería de haberlo sido.
No vio ninguna luz avisadora en la ventana del tercer y último lugar. Una suave brisa balanceaba el descolorido rótulo que anunciaba el bufete de un abogado, y todo se mostraba sereno y tranquilo. Fleigh arrastró a Slim fuera del coche, puso en funcionamiento el piloto automático y dejó que siguiera sin ellos su camino.
Subió las escaleras, con el proscrito pisándole los talones, aplicó cautelosamente el oído a la puerta y meneó la cabeza en un gesto complacido. El continuo repiqueteo de la máquina de escribir indicaba que la delgada y pequeña secretaria realizaba su habitual trabajo de oficina. En cuanto a Sammy; debía de estar ocioso. Cuando el repiqueteo se hizo más estrepitoso, abrió la puerta con impaciencia.
Sentado a la máquina, Curtis alzó los ojos con una tranquila sonrisa y, a manera de amable saludo, agitó la anticuada pistola con que le apuntaba.
—Adelante, Max —dijo en tono cordial—. ¿Le gustó el discurso de mi doble?
La temblorosa mano de Slim se adelantó en un torpe y automático gesto, esbozando el signo de los cuernos. Su pálida boca se movió frenética, pero las palabras se negaban a salir. Cuando Curtis se volvió hacia él retrocedió a toda prisa, agitando convulsivamente los dedos.
—¡No puede ser él...! Nos lo cargamos... ¡Max, está muerto! ¡Es un fantasma!
Fleigh le amagó con una mano y falló. Procedente del despacho interior, penetró en la sala otra aparición, un hombrecillo contrahecho, con ojos de mochuelo guiñando tras las gafas de gruesos cristales. ¡Jeremías! Greek asió un lápiz con satisfecha sonrisa, trazó una línea sobre su brazo y mostró al proscrito la roja señal que se marcó en la piel.
—En carne y hueso —declaró.
Slim ya no le escuchaba. Lentamente, como impulsado por un gastado mecanismo de relojería, se deslizó rozando la pared con la espalda. Su inanimado rostro se inclinó hacia delante, hundió la cabeza entre las rodillas y se inmovilizó en esa posición.
—Si se trata de un regreso catatónico a la posición fetal, ha batido el récord de velocidad de todos los tiempos —comentó Curtis, con verdadero interés—. Tome asiento, Max. Parece haber sobrestimado usted la fibra moral de su compañero y subestimado a sus contrincantes; Nunca cuente hasta ese punto con la suerte. En este mundo, se necesita planificación para llegar a algo... Dicho sea de paso, Jeremías Greek es el creador original de la cinta pancíclica. Debió de investigar sus antecedentes antes de confiar en él. Hubiese descubierto que la Plutarquía le copió el invento. No pertenece al tipo de hombres capaces de cooperar a gusto con la Tierra. Al contrario, preferiría, y así lo hizo, falsificar una cinta con destino a la grabadora que usaba usted y en la que registró, bajo mi código, un discurso de alarma para el Consejo Marciano.
Ante la insistente invitación de la pistola, Fleigh se dirigió hacia una silla, sólo en parte consciente del significado de las palabras. Se hundió en ella, mientras los pensamientos hervían en su mente, aunque no llegaban muy lejos. ¡Sigue el juego! ¡Mantén los ojos abiertos! Si le dejas la iniciativa, acabará por tropezar en algo. Aquélla suponía una regla básica en la preparación de los agentes, si bien, ahora, hasta esa lógica parecía incierta. Bien. ¿Qué otro recurso le quedaba?
Le tocó ahora a Greek proseguir el relato de los hechos.
—Ante la promesa de secreto por parte del consejero Curtis y la oferta de dedicarme aquí a la investigación lícita, me sentí completamente liberado de mi relativa lealtad hacia mi planeta natal, señor Fleigh. En mi opinión, los dos dobles sobre los que usted disparó eran bastante burdos, y las imitaciones de la sangre y el cerebro, muy pobres. Por fortuna, no investigó demasiado.
—No pensé que el relé pudiese fallar. ¿De modo que usted se limitó a dejar que el doble se desplomara y ocupar su lugar?
Fleigh se esforzaba por mostrarse despreocupado, mientras su cerebro analizaba todas las posibilidades de tenderles una trampa. Sin embargo, siempre volvía a la necesidad básica de ganar tiempo, de que siguiesen hablando.
—Se equivoca —dijo Curtis—. Disponíamos de poco tiempo, de modo que los técnicos se limitaron a usar un receptor de onda completa para registrar su señal de control en cinta pancíclica. La insertaron en un generador, y mi doble quedó en plena libertad dos minutos antes de que usted conectara su relé en la Cámara del Consejo. ¿No habrá creído que abandoné mi discurso a la mitad para venir en su busca, cuando contaba con un magnífico doble, verdad?
Los ojos de Fleigh se clavaron en Slim. Por ese lado, no recibiría ayuda alguna. Desde el instante en que se acurrucó en el suelo, el proscrito no volvió a mover ni un solo músculo.
Se esforzó en tranquilizarse. ¡Relájate! En tanto se mantuviera tensó en la silla, sus oponentes le vigilarían. En cambio, si aparentaba haber perdido toda esperanza, perderían algo de su cautela. Y a pesar de su gordura, era más joven y rápido que ellos.
La divertida risa de Greek interrumpió sus pensamientos.
—La solución es tan sencilla, Max... Pero, claro, a un cerebro tan intrincado terna que escapársele... ¡Cuidado, no se mueva! Y por si está tramando hacernos alguna jugada; le diré que se sorprendería mucho al descubrir la velocidad con que llegan a disparar un par de tontos y sentimentales soñadores. Aunque... ¿Cree usted, consejero, que de verdad somos tan tontos?
—Lo dudo —repuso Curtis, con el mismo intenso regocijo en su voz—. A mi modo de ver, la persona reaccionaria no sabe adaptarse a nuevas condiciones, dominado como está por una ciega y obstinada dependencia de su violento pasado. Y la fuerza bruta significa la admisión de una pobreza intelectual. Max, debió usted estudiar la historia más a fondo. Los necios idealistas tienen la peculiar costumbre de vencer.
Permanecieron así, riendo entre dientes y estudiando a su cautivo con la única cosa en el universo a la que jamás se había enfrentado: un manifiesto desprecio. Fleigh se humedeció los labios, mirando de soslayo al uno y al otro y considerando la infinita distancia que le separaba de la puerta.
Y de repente, una idea comenzó a germinar, abriéndose paso a través de la maraña de temores que enturbiaba su cerebro. Curtis y Greek no creían en la fuerza bruta. No le matarían si no les provocaba. ¡Y no podían entregarle a la policía!
Se volvió hacia Curtis. Y esta vez lucía también una sonrisa en sus labios.
—Consejero, usted dijo que había prometido al señor Greek mantener en secreto sus actividades. No la inmunidad, ya que la antigua ley contra la construcción de robots sigue vigente y conserva toda su fuerza. No cabe duda de que los dobles serían considerados como robots. Ahora bien, ¿cómo supone que lograría entregarme a las autoridades sin romper esa promesa y sin correr el riesgo de que le colgaran al mismo tiempo que a mí?
—Nunca fue mi intención entregarle —contestó Curtis.
—Y usted mismo dijo que la fuerza bruta era propia de estúpidos...
—En efecto —contestó ahora Greek—. Sin embargo, las normas de la justicia apelan a veces a ella. El castigo para la traición, como el castigo por construir robots, continúa siendo la muerte, a pesar de que ya hemos abandonado la mayoría de las otras razones para aplicar la pena capital.
—En ese caso, entréguenme. O mátenme ustedes mismos... Descubrirán que emplear la fuerza bruta en Marte es realmente estúpido. Marte tiene la mejor policía de todo el sistema. Por eso siempre he preferido ejecutar mis trabajitos en cualquier otro sitio. Para unos aficionados como ustedes, no hay la menor posibilidad de éxito. ¿Y bien, qué deciden?
Comprendió que había ganado la partida y saboreó la dulzura de la libertad, después del miedo y la desesperación provocados por la satisfecha malicia y la ostentación de poderío en que se gozaron sus contrincantes. Sin esperar un gesto de respuesta, se levantó de la silla con tranquila seguridad y se dirigió hacia la puerta.
La voz de Greek le detuvo en seco.
—¡Un minuto, Max! Al parecer, no ha caído aún en la cuenta de todos los errores que cometió. Olvidamos mencionarle uno. Nunca recurra a un doble perfecto. Porque un doble no puede ser perfecto si no piensa punto por punto igual que su original. La mente del uno debe operar como la mente del otro. El doble del consejero sólo estaba limitado por el tiempo que fuese capaz de funcionar... Y la máquina lo sabía, como sabía que no daría resultado entre hombres verdaderos.
—¿Y qué pasa con eso? —preguntó Fleigh en tono airado, buscando de nuevo la salida—. ¡Hasta la vista!
Unas manos de acero le aferraron por detrás, y un par de brazos en posesión de una fuerza sobrehumana le alzaron del suelo y le forzaron a enfrentarse a los dos hombres. Curtis dejó caer la pistola sobre la mesa con un movimiento lento y deliberado, sujetando con una sola mano al agente, que forcejeaba, mientras tendía la otra a Jeremías Greek. Luego, se volvió hacia la puerta y arrastró el obeso cuerpo de Fleigh sin aparente esfuerzo.
—Cuándo le encuentren muerto en su casa —dijo—, asesinado por el robot que mandó construir con destino a una perversa conspiración contra el consejero Curtis, no creo que la policía se preocupe gran cosa... Sobre todo al ver que tanto usted como el robot, es decir, como yo, somos imposibles de reparar.
Había amargura en la voz del duplicado, aunque una amargura resuelta y decidida.
—Cuando el verdadero Curtis me reemplazó en la Cámara del Consejo, quiso que pasase los últimos días de mi existencia de la manera más agradable posible. Pero aun a un limitado maniquí le gusta ser útil... Andando, Max.
Max Fleigh le siguió. No podía hacer otra cosa. El duplicado de Curtis le empujó al interior de un pequeño coche y emprendió la marcha hacia el pueblo, hacia la casa que había sido su hogar marciano y que pronto se convertiría en su tumba. Ni siquiera conseguía pensar con claridad. Su mente se perdía en reflexiones disparatadas.
A fin de cuentas, Slim estaba en lo cierto. Su amuleto mágico le dio suerte aun después de haberlo perdido. En cambio, para el hombre que se negó a creer en él, no había esperanzas de obtener tan insensato perdón. A decir verdad, no había esperanzas de ningún tipo.
* * *
Al pasar de nuevo a máquina Facsímil ultraperfecto para su inclusión en este libro, no pude por menos de preguntarme cómo me atreví a enseñárselo a Campbell. Lo rechazó de modo automático, aunque lo que me dijo acerca de él ya ha sido olvidado. Hay que decir que resultó vengativamente «de acción». El argumento pertenece al grupo de los basados en el dicho: «ir por lana...». Esto es, el autor escoge un personaje por el que no siente la menor simpatía y le conduce al fracaso a causa de sus propios errores. En las antiguas revistas de relatos detectivescos —y en algunas otras—, se recurría con frecuencia a este procedimiento. Los escritores principiantes presentan aún esta clase de trabajos, sin duda por la facilidad con que se escriben.
Fue la primera vez que intenté un relato de este tipo, y supongo que después los he escrito alguna que otra vez. Pero seguro que no lo he hecho para Campbell.
Había caído en el mismo error que cometen tantos principiantes o escritores jóvenes cuando hablan con un editor. Toman cada una de sus palabras en sentido literal. En realidad, tales palabras no han de tener por fuerza un significado preciso. Cuando un editor dice que quisiera algunos relatos en los que haya abundante presencia femenina, hay que tomar su frase a beneficio de inventario. Lo único que quiere por lo general es que se hagan intervenir más señoritas que en la mayoría de los trabajos que recibe, a no ser que esté publicando ya relatos que giran de modo exclusivo en torno a las mujeres. Y si pide más acción, no significa que cada página del cuento haya de ser una sucesión explosiva, y o siempre había dado eso por sentado..., salvo en esta ocasión, al parecer.
Se lo vendí también a Robert Lowndes, pues se adaptaba mucho mejor a su revista.
Mi cuarto relato de esta secuencia se basó en una idea que me rondaba desde mucho tiempo atrás, si bien hasta el momento no había madurado lo suficiente. Incluso llegué a comenzarlo en cierta oportunidad, pero la abandoné, si bien guardé dos de sus páginas entre mis notas. Las busqué y desarrollé prácticamente el cuento igual que lo había concebido. Esta vez me dio la impresión de que el relato tomaba forma. Continué su redacción. Desde que la idea se me había ocurrido por primera vez, en Saint Louis, había pensado en ella varias veces. Por lo tanto, disponía de bastante material acumulado, cosa que siempre ayuda a infundir al cuento una atmósfera de realidad.
La historia resulta un poco complicada. Se refiere a un dictador genuinamente benévolo, obligado a ocupar el poder porque el mundo en el que reina, destrozado por una guerra que trajo como consecuencia toda una serie de otras pequeñas guerras, carece de la energía suficiente para preocuparse de quién lo gobierna, o de cómo lo gobierna. Y nuestro dictador sabe que, al morir, tal vez le suceda algún bellaco o algún necio, capaces de echar por tierra cuanto él ha erigido. El problema estriba en que se está muriendo. Ya no aguantará un nuevo trasplante de corazón. (Hace tiempo que los trasplantes se convierten en cosa común dentro de la ciencia ficción). Su única esperanza se centra en un robot que prepara en secreto para sucederle. Ahora bien, ¿cómo conocerlo lo suficiente para depositar en él su confianza? El robot y la forma en que lo entrena para que ajuste sus pensamientos a los de su amo en la medida de lo posible constituyen los elementos clave del cuento.
Se componía de seis mil quinientas palabras y lo titulé Uneasy Lies the Head.
Campbell me dijo que el relato se ajustaba a sus directivas y que lo adquiriría con gusto. Sólo que, como de costumbre, rebosaba de material.
Donald Wollheim lo admitió para Ten Story Fantasy, en 1950. Se reimprimió varias veces y todavía me agrada lo bastante para sentirme satisfecho de que lo incluyan en una de mis antologías.
Había decidido que éste sería el último relato con el que probaría suerte. No obstante, una vez terminado, el material previo a partir del cual lo desarrollé continuaba rondándome. Tracé entonces toda la historia de la familia del dictador y del cerebro del robot y, de manera gradual, los datos se fueron ordenando en un nuevo relato. Podría llamársele otra «retrospectiva». Nunca logré comprender por qué me resulta más fácil retroceder que seguir adelante. Al amanecer, el esquema ya estaba bastante claro. Me senté a escribirlo. Alcanzó las seis mil seiscientas palabras y lo titulé Reflejo condicionado. En una edición posterior, se le llamó Mente del mañana, título bastante adecuado. De todos modos, prefiero la denominación original.
Fin