LA HERRADURA DORADA (Hammett Dashiell)
Publicado en
enero 28, 2021
Un relato de El Agente de la Continental .
—No tengo nada emocionante que ofrecerle esta vez -me dijo Vance Richmond mientras nos estrechábamos las manos-. Sólo quiero que encuentre a un hombre, un hombre que ni siquiera es un criminal.
En su voz había un dejo de disculpa. Los dos últimos casos que este abogado de cara enjuta y grisácea me había encargado, habían acabado en auténticos escándalos callejeros acompañados de tiroteo, y supongo que pensaba que cualquier trabajo de menor monta me aburriría a muerte. Confieso que hubo un tiempo, cuando tenía unos veinte años y la Agencia de Detectives Continental acababa de contratarme, en que eso pudo ser cierto. Pero los quince años que habían transcurrido desde entonces me habían aplacado el gusto por los platos fuertes.
—El hombre que quiero que encuentre -continuó el abogado mientras nos sentábamos- es un arquitecto inglés llamado Norman Ashcraft. Es un hombre de unos treinta y siete años, de un metro setenta y cinco de estatura, buena facha, piel clara, pelo rubio y ojos azules. Hace cuatro años era el típico británico de aspecto conservador. Puede que haya cambiado ahora, pues estos últimos años me imagino que deben haberle sido bastante duros.
"El caso es el siguiente. Hace cuatro años los Ashcraft vivían juntos en Inglaterra, concretamente en Bristol. Al parecer la señora Ashcraft era muy celosa y por este motivo no dejaba nunca en paz a su marido. Para colmo, él sólo contaba con el producto de su trabajo, mientras ella había heredado de sus padres una considerable fortuna. Ashcraft era muy sensible al hecho de estar casado con una mujer rica y, en consecuencia, hacía todo lo posible por demostrar que no dependía del dinero de su esposa y que no se dejaba influenciar por él, actitud bastante absurda, pero que cabía esperarse de un hombre de su temperamento. Una noche ella le acusó de haber prestado demasiada atención a cierta mujer. Discutieron; Ashcraft hizo las maletas y se marchó.
"A los pocos días su esposa estaba arrepentida. Había caído en la cuenta de que su enojo carecía de fundamento a no ser el de los celos, y trató de encontrarle, pero Ashcraft había desaparecido. Consiguió rastrearle de Bristol a Nueva York y de allí a Detroit, donde había sido detenido y multado por alteración del orden público en una riña entre borrachos.
"A raíz de aquel incidente desapareció de nuevo y no volvió a aparecer hasta diez meses más tarde, en Seattle."
El abogado revolvió los papeles que tenía sobre el escritorio hasta dar con un informe.
—El 23 de mayo de 1923 mató de un tiro a un ladrón en el cuarto que ocupaba en un hotel de Seattle. Al parecer la policía de aquella ciudad sospechó que había algo de irregular en aquel crimen, pero no pudieron acusarle de nada, pues la víctima era indudablemente un ladrón. Con esto desapareció otra vez y no se volvió a saber de él hasta hace aproximadamente un año cuando la señora Ashcraft puso un anuncio en la columna correspondiente a anuncios personales de todos los periódicos de las principales ciudades de Estados Unidos, y un día recibió respuesta desde San Francisco. En la carta, redactada en términos muy correctos, su esposo le pedía simplemente que dejara de poner anuncios. Aunque ya no utilizaba el nombre de Norman Ashcraft, le molestaba verlo impreso en cada diario que leía'
"Ella le contestó a la lista de correos de aquella ciudad, avisándole de ello previamente por medio de otro anuncio. El respondió con otra carta bastante cáustica. Finalmente la señora Ashcraft volvió a escribirle pidiéndole que regresara a casa, a lo que él se negó, aunque en términos más amistosos. Intercambiaron después una serie de cartas en las que él confesó que se había aficionado a las drogas y que lo poco que le quedaba de orgullo le impedía verla hasta que no volviera a ser el que era. Ella le persuadió de que aceptara el dinero suficiente para rehabilitarse y desde entonces le envía mensualmente cierta cantidad a la lista de correos de esta ciudad.
"Mientras tanto, como no tenía parientes que la retuvieran en Inglaterra, liquidó sus asuntos allí y se vino a San Francisco para estar cerca de su marido cuando éste decidiera regresar a ella. Así ha pasado un año. La señora Ashcraft le sigue mandando una cantidad cada mes y continúa esperando su vuelta. El, por su parte, se ha negado repetidamente a verla y sus cartas están llenas de evasivas y referencias a la lucha que sostiene contra la droga, de la que se libera un mes para volver a caer en ella al siguiente.
"La señora Ashcraft, como es natural, comienza a sospechar que su esposo no tiene la menor intención de regresar a ella ni de renunciar a las drogas, que simplemente la está utilizando como fuente de ingresos regulares. He tratado de convencerla de que interrumpa los envíos durante cierto tiempo, pero se niega a hacerlo porque se considera responsable de todo lo ocurrido. Cree que aquella extemporánea expresión de celos es lo que provocó la desgracia de su marido y tiene miedo de hacer algo que pueda dañarle o inducirle a tomar medidas aún más perjudiciales. En ese aspecto es imposible hacerla cambiar de actitud. Quiere que Ashcraft vuelva a ella y se rehabilite, pero si él se niega a ello, está dispuesta a continuar pasándole una pensión durante el resto de su vida. Lo único que desea saber es qué le cabe esperar: Quiere acabar con esta terrible inseguridad en que vive.
"Lo que queremos es que usted encuentre a Ashcraft. Deseamos saber si hay esperanza de que vuelva a ser el hombre que era o si ha caído tan bajo que no existe recuperación posible. Esa es su tarea. Búsquele, averigüe lo que pueda, y luego, una vez que sepamos algo, decidiremos si es mejor concertar una entrevista entre los dos con la esperanza de que ella pueda convencerle, o no".
—Lo intentaré -respondí-. ¿Qué día hace la señora Ashcraft su envío mensual?
—El primero de cada mes.
—Hoy es el veintiocho. Eso me da tres días para terminar un asunto que tengo entre manos. ¿Tiene una foto de él?
—Desgraciadamente, no. Después de la discusión, la señora Ashcraft destruyó en un rapto de ira todo lo que pudiera recordarle a su esposo.
Me levanté y descolgué mi sombrero del perchero.
—Le veré el día dos -dije mientras salía de la oficina.
La tarde del día uno me fui a la Central de Correos y hablé con Lusk, el encargado en aquellos días de la lista de correos.
—Nos han informado de que un tipo que ando buscando -le dije a Lusk- vendrá a recoger su correspondencia a una de estas ventanillas. ¿Puede dar orden de que cuando venga me lo identifiquen?
Los inspectores de correos están a merced de una serie de regulaciones que les prohíben colaborar con detectives privados excepto en ciertos asuntos de decidido matiz criminal. Pero un inspector complaciente no tiene por qué someter a un detective a ningún martirio chino. Se le miente para que tenga una coartada en caso de que el asunto se complique, y el que él sepa que se le ha mentido o no, carece de importancia.
Así que volví al piso de abajo y me apliqué a la tarea de matar el tiempo sin perder de vista la ventanilla correspondiente a las letras A a D. El empleado a cargo de dicha ventanilla tenía instrucciones de hacerme una sería cuando alguien fuera a reclamar la correspondencia de Ashcraft. La carta de su esposa aún no había llegado, pero no quise correr ningún riesgo y me quedé vigilando hasta la hora del cierre.
A la mañana siguiente, poco después de las diez, empezó la función. Uno e los empleados me dio la señal en el momento en que un hombre de corta estatura vestido con un traje azul y sombrero flexible de color gris, se retiraba de una ventanilla con el sobre en la mano. Contaba unos cuarenta años de edad, aunque estaba muy avejentado. Su rostro tenía una consistencia pastosa, andaba arrastrando los pies y su traje pedía a gritos un buen cepillado y planchado.
Se vino derecho a la mesa frente a la cual me hallaba yo de pie fingiendo revisar unos papeles. Sacó un sobre grande del bolsillo y aunque sólo pude ver el frente por un segundo, me bastó para comprobar que estaba ya escrito y franqueado. Manteniendo la cara del sobre contra su pecho de modo que me era imposible leer la dirección, introdujo en él la carta que acababan de entregarle y humedeció la goma con la lengua. Pegó el sobre cuidadosamente y se dirigió hacia los buzones. Yo le seguí. No me quedaba otro remedio que utilizar el siempre socorrido recurso del tropezón.
Me adelanté un paso, fingí resbalar en el suelo de mármol y me aferré al hombre como tratando de recuperar el equilibrio. Fue un desastre total. En medio de aquel fingido resbalón, di un patinazo y ambos caímos al suelo enzarzados como un par de luchadores.
A duras penas logré ponerme en pie, le ayudé a levantarse, murmuré una disculpa y casi tuve que apartarle de un empujón para impedir que recogiera el sobre que yacía boca abajo en el suelo. Al entregárselo tuve que volverlo para poder leer la dirección:
Sr. D. Edward Bohannon
Café de la Herradura Dorada
Tijuana, Baja California, Méjico
Tenía la dirección, pero me había delatado. No había forma humana de que aquel hombrecillo vestido de azul no hubiera reparado en mi estratagema. Me sacudí el polvo del traje mientras él introducía el sobre en la ranura del buzón y se dirigía después a la puerta que daba a la calle Mission. No podía dejarle escapar con lo que sabía. A toda costa tenía que impedir que avisara a Ashcraft. Decidí utilizar otro truco tan viejo como el del resbalón y seguí al hombrecillo de nuevo.
En el momento en que le alcanzaba se volvió para ver si le seguía.
—Hola Micky -le saludé-. ¿Cómo van las cosas por Chicago?
—Usted se equivoca -respondió sin detenerse entreabriendo apenas la comisura de sus labios grisáceos-. No tengo nada que ver con Chicago.
Tenía ojos de color azul pálido y pupilas diminutas; los ojos del hombre adicto a la morfina o la heroína.
—Déjate de historias -le respondí-. Acabas de bajarte del tren esta misma mañana.
Se paró en la acera y se volvió hacia mí.
—¿Yo? ¿Quién se cree que soy?
—Eres Micky Parker. El "Holandés" nos dio el soplo de que venías a San Francisco.
—¡Está chiflado! — dijo mirándome con sorna-. No sé de qué demonios está hablando.
La verdad es que yo tampoco lo sabía. Levanté la mano derecha sin sacarla del bolsillo del abrigo.
—Como tú quieras -dije con voz amenazadora-.
De un salto, se apartó de mi abultado bolsillo.
—Oiga amigo -suplicó-. Usted se ha equivocado, de verdad se lo digo. No me llamo Micky Parker y hace un año entero que vivo en San Francisco.
—Eso tendrás que demostrármelo.
—Se lo demostraré -dijo ansiosamente-. Venga a mi casa conmigo y verá. Me llamo Ryan y vivo a la vuelta de la esquina, aquí en la calle Sexta.
—¿Ryan? — pregunté.
—Sí, john Ryan.
Aquello le delató. No creo que haya más de tres ladrones de solera en el país que no hayan usado el nombre de John Ryan por lo menos, una vez. Es el "John Smith" del hampa.
Aquel John Ryan en particular me condujo a una casa de la calle Sexta donde la patrona, una mujer de armas tomar de unos cincuenta años de edad con unos brazos tan musculosos y velludos como los de un herrero de aldea, me aseguró que su inquilino había vivido en San Francisco durante varios meses y que recordaba haberle visto al menos una vez al día durante las dos últimas semanas. De haber ido buscando realmente al mítico Micky Parker en Chicago, jamás hubiera creído a aquella mujer, pero dada la situación, fingí darme por satisfecho.
El asunto iba tomando mejor cariz. Había conseguido confundir a Ryan. Le había convencido de que le había tomado por otro hampón y que no era la carta de Ashcraft lo que me interesaba. Tal como estaban las cosas, podía considerarme relativamente a salvo. Pero dejar un solo cabo suelto es cosa que me inspira verdadero horror.
Ese pájaro era un drogadicto y me había dado un nombre falso, así que...
—¿Cómo te vas defendiendo? — le pregunté.
—Hace un par de meses que no doy golpe -balbuceó-, pero pienso abrir una casa de comidas con un compañero la semana que viene.
—Vamos a tu habitación -sugerí-. Quiero hablar contigo.
La idea no le entusiasmó, pero, aunque a regañadientes, me condujo escaleras arriba. Ocupaba dos cuartos y una cocina en el tercer piso, dos habitaciones sucias y de olor nauseabundo.
—¿Donde está Ashcraft? — le espeté.
—No sé de qué me habla -balbuceó.
—Pues más vale que te vayas enterando -le aconsejé-, si no quieres pasarte una temporadita a la sombra.
—No puede acusarme de nada.
—¿Cómo que no? ¿Te gustaría que te echaran de treinta a sesenta días por vagancia?
—¡Qué vagancia ni qué niño muerto! Llevo quinientos dólares encima.
Le lancé una sonrisa burlona.
—No me vengas con esas Ryan. Tú sabes que un fajo de billetes no te sirve de nada en California. No tienes trabajo. No puedes justificar ese dinero. Eres que ni hecho de encargo para la Sección de Vagancia.
Daba por sentado que aquel individuo se dedicaba al tráfico de drogas. Si corría el riesgo de que aquello pudiera salir a la luz cuando le detuvieran, lo más probable es que estuviera dispuesto a vender a su compinche para salvar su propio pellejo, sobre todo si, tal como yo creía, Ashcraft no había cometido realmente ningún delito serio.
—Yo de ti -proseguí mientras él meditaba con la mirada clavada en el suelo-, sería buen chico y hablaría. Estás...
Súbitamente se inclinó hacia un lado sin levantarse y echó una mano hacia atrás.
De una patada le saqué de su asiento.
Si no hubiera tropezado con la mesa, le habría tumbado. Aun así, el puñetazo que a renglón seguido le dirigí a la mandíbula, le alcanzó en pleno pecho y le hizo caer con la mecedora encima de él. La aparté de un manotazo y le arrebaté el arma, una pistola barata contrachapado del calibre 32. Luego volví a ocupar mi asiento al otro lado de la mesa.
Con aquel conato de lucha hubo suficiente. Se puso en pie gimiendo.
—Se lo diré todo. No quiero líos. Ese tal Ashcraft me contó que estaba sacándole el jugo a su mujer. Me dio diez dólares para que recogiera cada mes una carta dirigida a él y se la mandara a Tijuana. Le conocí aquí en San Francisco. Hace seis meses se fue a Méjico y ahora anda liado con una mujer allí. Antes de irse le prometí que le haría el encargo. Sabía que se trataba de dinero porque él lo llamaba su "pensión", pero no sabía que fuera nada ilegal.
—¿Qué clase de fulano es ese Ashcraft? ¿Qué es lo suyo?
—No lo sé. Puede que sea un estafador, pero se cuida de las apariencias. Es inglés y generalmente usa el nombre de Ed Bohannon. Le da bien a la droga. Yo no la gasto -esa sí que no me la tragué-, pero ya sabe usted lo que pasa en ciudades como ésta. Uno se roza con gente de todas las calañas. No tengo ni idea qué se trae entre manos.
Eso fue todo lo que pude sacarle. No pudo o no quiso decirme dónde había vivido Ashcraft en San Francisco ni con quién se había tratado.
Puso el grito en el cielo cuando se enteró de que pensaba entregarle a la Sección de Vagos y Maleantes.
—Usted dijo que me dejaría en paz si hablaba -gimoteó.
—No prometí nada. Además, cuando un fulano trata de largarme un balazo, eso para mí cancela cualquier acuerdo que tuviera con él. Así que, ¡andando!
No podía arriesgarme a dejarle en libertad hasta que pudiera localizar a Ashcraft. En cuando me diera la vuelta podía ponerle un telegrama y con eso mi plan se volatilizaba.
Fue una corazonada lo de encerrar a Ryan. Cuando le tomaron las huellas en la Jefatura de Policía, resultó ser un tal Fred Rooney, alias "jamocha", traficante de drogas fugado de la Prisión Federal de Leavenworth con ocho años de condena por delante.
—¿Podrá tenerlo a la sombra por lo menos un par de días? — pregunté al director de la prisión municipal-. Tengo un asunto pendiente y me vendría muy bien que le tuviera incomunicado durante ese tiempo.
—Desde luego -prometió el director-. Las autoridades federales no le reclamarán hasta dentro de dos o tres días. Hasta entonces le tendremos bien guardadito.
De la cárcel me fui a la oficina de Vance Richmond comunicarle el resultado de mis averiguaciones.
—Ashcraft recibe su correspondencia en Tijuana donde vive. Utiliza el nombre de Ed Bohannon y parece que está liado con una mujer allí. Acabo de poner a la sombra a uno de sus amigos, un prófugo que se encargaba de enviarle el correo.
El abogado descolgó el auricular. Marcó un número.
—¿Está la señora Ashcraft? Soy el señor Richmond. No le hemos encontrado aún, pero creemos que sabemos dónde está... Sí... Dentro de unos quince minutos...
Colgó el teléfono y se levantó.
—Nos acercaremos a casa de la señora Ashcraft y hablaremos con ella.
Un cuarto de hora después bajábamos del coche de Richmond en la calle jackson casi esquina a la calle Gough, frente a una casa de piedra blanca de tres pisos ante la cual se extendía un pequeño jardín de césped cuidadosamente cortado rodeado por una verja de hierro.
La Sra. Ashcraft nos recibió en una salita del segundo piso. Era una mujer alta de unos treinta años de edad, vestida con un traje gris que subrayaba su esbelta belleza. El adjetivo que mejor la describía era el de "clara"; claro era el azul de sus ojos, el tono rosado de su piel y el castaño de sus cabellos.
Richmond me presentó a ella y le dijo después lo que había averiguado, a excepción de lo referente a la mujer de Tijuana. También yo me callé que muy posiblemente su marido era ahora un delincuente.
—Me han dicho que su esposo está en Tijuana. Se fue de San Francisco hace seis meses y le envían la correspondencia a un café de esa ciudad, a nombre de Edward Bohannon.
Sus ojos se iluminaron, pero se abstuvo de hacer demostraciones de alegría. No era mujer para ello. Se dirigió al abogado.
—¿Quieren que vaya yo a Tijuana? ¿O prefiere ir usted?
Richmond negó con la cabeza.
—Ni usted ni yo. Usted no debe ir, y yo no puedo, al menos por ahora -se volvió hacia mí-. Tendrá que ir usted. Está más capacitado que nosotros para llevar este asunto. Sabe lo que conviene hacer y cómo hacerlo. La señora Ashcraft no quiere forzar a su esposo a nada, pero tampoco quiere dejar de hacer nada que pueda ayudarle.
La Sra. Ashcraft me tendió una mano fuerte y fina.
—Usted hará lo que crea más conveniente.
Aquellas palabras eran a la vez una interrogación y una expresión de confianza.
—Desde luego -prometí.
Me había caído bien aquella Sra. Ashcraft.
Tijuana no había cambiado mucho en los dos años que llevaba yo sin visitar la ciudad. Allí seguían, idénticos, los doscientos metros de calle sucia y polvorienta que se abría entre dos filas casi continuas de bares y cantinas. En las mugrientas calles laterales se refugiaban los tugurios que no habían hallado cabida en la calle principal.
El automóvil que me llevó desde San Diego, me vomitó en el centro de la ciudad a primera hora de la tarde, cuando el ajetreo diario no había hecho más que comenzar. Sólo dos o tres beodos vagabundeaban entre perros callejeros y mejicanos ociosos, pero una muchedumbre de borrachos en potencia había comenzado ya a hacer la ronda habitual de los salones.
En medio de la manzana siguiente vi una gran herradura dorada. Recorrí el corto trecho que me separaba de ella y entré en la cantina. Constituía un ejemplo característico del antro local. A la izquierda de la puerta de entrada, se hallaba la barra que ocupaba más o menos la mitad de la longitud del muro. Al final de ella había tres o cuatro máquinas tragaperras. Frente a la barra, junto a la pared de la derecha, una pista de baile se extendía desde el frente del local hasta una plataforma donde una orquesta de músicos grasientos -se disponía a comenzar su tarea. Tras de la orquesta había una fila de pequeños cubículos con una mesa y dos bancos en cada uno de ellos.
A causa de lo temprano de la hora, el local estaba medio vacío. Mi aparición atrajo la atención del camarero. Era un irlandés fornido de tez arrebolada y pelo rojizo que le caía en dos rizos sobre la cara ocultando la poca frente que tenía.
—Quiero ver a Ed Bohannon -le dije confidencialmente.
Volvió hacia mí unos ojos sin expresión.
—No conozco a ningún Ed Bohannon.
Cogí un lápiz, garrapateé en un papel "Trincaron a jamocha", y se lo alargué.
—Si alguien que dice ser Ed Bohannon pide este papel, ¿se lo dará usted?
—No veo por qué no.
—Muy bien -le dije-. Me quedaré un rato por aquí.
Me dirigí al otro extremo del salón y me senté a la mesa de uno de los apartados. Antes de que pudiera siquiera acomodarme en mi asiento, se instaló junto a mí una chica larguirucha que no sé qué extraña operación se habría hecho en el pelo, pero lo tenía de color púrpura.
—¿Me invitas a una copa? — me preguntó.
La mueca que esbozó probablemente pretendía ser una sonrisa. Fuera lo que fuera, me heló la sangre en las venas y ante la posibilidad de que la repitiera, decidí rendirme.
—Sí -respondí, y pedí una botella de cerveza al camarero que se había apostado, expectante, a mis espaldas.
La mujer del pelo color púrpura había liquidado su vaso de whisky y habría ya la boca para sugerirme que pidiera el siguiente (las prostitutas de Tijuana no se andan por las ramas), cuando sonó una voz a mi espalda.
—Cora, Frank te anda buscando.
Cora frunció el ceño y comenzó a buscar con la mirada por encima de mi hombro. Luego esbozó otra vez aquella mueca siniestra, y dijo:
—Está bien, Kewpie. ¿Quieres ocuparte tú de mi amigo? — y se fue.
Kewpie se sentó junto a mí. Era una chica llenita y de corta estatura, como mucho de dieciocho años de edad. Parecía una niña. El cabello moreno le caía en bucles sobre un rostro redondo de muchacho travieso.
Sus ojos eran risueños y atrevidos.
La invité a una copa y pedí para mí otra cerveza.
—¿En qué piensas? — pregunté.
—En beber,
Me dirigió una sonrisa burlona, una sonrisa tan infantil como la limpia mirada de sus ojos castaños.
—En trincarme todo lo que tengan.
—¿Y aparte de eso?
Sabía que aquel relevo no había sucedido porque sí.
—Me han dicho que andas buscando a un amigo mío.
—¿Quiénes son tus amigos?
—Por ejemplo, Ed Bohannon. ¿Conoces a Ed?
—No. Aún no.
—Pero, ¿le estás buscando?
—Sí.
—¿De qué se trata? Quizá yo pueda avisarle.
—Déjalo -dije echándome un farol-. Ese Ed se da demasiada importancia. El se lo pierde. Te invito a otro trago y me largo.
La muchacha reaccionó.
—Espera un minuto. Veré si puedo encontrarle. ¿Cómo te llamas?
—Digamos que me llamo Parker. Es un nombre tan bueno como otro cualquiera -ese era el que había dado a Ryan y el que primero me vino a la mente.
—Espera aquí -me dijo mientras se dirigía a la puerta trasera del local-. Creo que sé dónde está.
Diez minutos más tarde, un hombre entraba por la puerta delantera del establecimiento y se acercaba a mi mesa. Era un inglés rubio, algo menor de cuarenta años con todo el aspecto del hombre respetable que se ha dado a las drogas. No había llegado aún a lo más bajo, pero se hallaba en camino, como indicaban la opacidad de sus ojos azules, las bolsas bajo sus ojos, los surcos en torno a la boca, los labios entreabiertos y el tono grisáceo de su piel. Su aspecto era aún agradable gracias a lo que quedaba de su antigua prestancia.
Se sentó frente a mí.
—¿Me buscaba?
—¿Es usted Ed Bohannon?
Asintió.
—Pescaron a Jamocha hace un par de días -le dije-, y debe estar ya de vuelta en la prisión de Kansas. Logró enviarme recado desde la cárcel para que le avisara a usted. Sabía que yo pensaba venir a Tijuana.
Frunció el ceño sin levantar la vista de la mesa. Luego me lanzó una mirada penetrante.
—¿Le dijo algo más?
—No me dijo nada. Me mandó recado con un individuo. Yo ni le vi.
—¿Va a quedarse en Tijuana mucho tiempo?
—Dos o tres días -respondí-. Tengo aquí un asunto pendiente.
Sonrió y me tendió la mano.
—Gracias por el aviso, Parker. Si se viene conmigo, le daré algo decente de beber.
A eso sí que no tenía nada que objetar. Salimos de la "Herradura Dorada" y por una de las bocacalles llegamos a una casa de adobe que se levantaba allá donde la ciudad moría en el desierto. Me dejó en un cuarto que daba a la calle no sin antes señalarme una silla, y desapareció en la habitación contigua.
—¿Qué le apetece? — me preguntó desde allí-. ¿Whiskey de centeno, ginebra, whiskey escocés...?
—El último gana -le respondí interrumpiendo la enumeración.
Trajo una botella de Black and White, un sifón y unos vasos, y nos sentamos a beber. Bebimos y hablamos, hablamos y bebimos y ambos pretendimos estar mucho más borrachos de lo que estábamos aunque a decir verdad no pasó mucho tiempo antes de que los dos estuviéramos como cubas.
Aquello se convirtió pura y simplemente en un concurso de resistencia al alcohol. El trató de hacerme beber hasta reducirme a pulpa, una pulpa que soltara fácilmente todos sus secretos, y confieso que mi intención era exactamente la misma. Pero ninguno de los dos logró hacer muchos progresos.
—¿Sabes? — me dijo en un determinado momento de la tarde-. He sido un completo idiota. Tengo la mujer más encantadora del mundo y está empeñada en que vuelva a ella. Y sin embargo, aquí me tienes, dándole a la botella y a la droga mientras podría ser alguien. Soy arquitecto, ¿te enteras? Y de los buenos. Pero caí en la rutina, me mezclé con toda esta gentuza y es como si no pudiera salir de todo esto. Pero lo conseguiré, eso te lo digo yo... Volveré con mi mujercita, la mujer más buena del mundo. Acabaré con la droga y con todo. Mírame bien. ¿Tengo yo pinta de drogado? Claro que no. Como que ya me estoy curando... Vas a verlo. Te lo demostraré. Voy a echar una pitada y luego verás como puedo dejarlo...
A duras penas se levantó de su asiento, fue al cuarto de al lado, y volvió dando tumbos trayendo una pipa de opio de ébano y plata en una bandeja también de plata. La depositó sobre la mesa y me tendió la pipa.
—Echa una a mi salud, Parker.
Le dije que prefería seguir dándole al whiskey.
—Si prefieres cocaína, puedo ponerte una inyección -me invitó.
Rechacé la cocaína. El se tendió cómodamente en el suelo junto a la mesa y así continuamos la fiesta, él fumando su opio y yo castigando a la botella, y ambos hablando para beneficio ajeno y tratando de sonsacarle lo más posible al otro.
Cuando Kewpie apareció a la medianoche, yo ya llevaba encima una buena curda.
—Parece que os divertís, ¿eh? — dijo riendo mientras se inclinaba a besar el pelo del inglés.
Se sentó de un salto sobre la mesa y echó mano a la botella.
—No puede irnos mejor -le respondí aunque quizá no muy claramente.
—Deberías ajumarte más a menudo, pescadilla. Te sienta bien.
No recuerdo si contesté, o no. Lo que sí recuerdo es que poco después me tendí en el suelo junto al inglés y me dormí.
Los dos días siguientes transcurrieron más o menos como el primero. Ashcraft y yo no nos separamos ni por un momento. La muchacha nos acompañó la mayor parte del tiempo y nosotros seguimos bebiendo interrumpiéndonos sólo para dormir la mona de lo que teníamos dentro. Pasamos aquellas horas, parte en la "Herradura Dorada" y parte en la casa de adobe, pero aún nos quedó tiempo para recalar de vez en cuando en alguno de los muchos tugurios de la ciudad. No llegaba a darme una idea clara de lo ocurría en torno mío, pero tampoco creo que nada se me pasara totalmente por alto.
Ashcraft y yo éramos en apariencia uña y carne, pero en el fondo ninguno de los dos llegó a confiar en el otro por muy borracho que estuviera, y puedo asegurar que lo estuvimos mucho. Ni que decir tiene que él seguía dándole a la pipa regularmente. Creo que la muchacha no era aficionada a la droga, pero sí tenía buen saque para el alcohol.
Al cabo de tres días de orgía ininterrumpida me encontré en el tren camino de San Francisco con una resaca monumental encima y haciendo una lista de lo que sabía y lo que sospechaba acerca de Norman Ashcraft.
La lista decía así.
(1) Ashcraft sospechaba o sabía que yo había ido a verle a causa de su mujer, el modo en que me había tratado no dejaba lugar a dudas;
(2) al parecer había decidido regresar junto a su esposa, aunque no había garantías de que llegara a hacerlo;
(3) su afición a las drogas no era incurable;
(4) la posibilidad de que bajo la influencia de su mujer pudiera rehabilitarse, era remota. Físicamente no era caso perdido, pero sí había probado la vida del hampa y no parecía que le hiciera muchos ascos;
(5) la muchacha llamada Kewpie estaba loca por él, mientras que a él la chica le gustaba, pero nada más.
Tras una noche de sueño reparador entre Los Angeles y San Francisco, me encontré en la estación de la esquina de las calles Tercera y Townsed. Para entonces la cabeza y el estómago me habían vuelto casi a su estado normal y mis nervios se habían tranquilizado. Desayuné más de lo que había comido en los últimos tres días y me dirigí a la oficina de Vance Richmond.
El señor Richmond está en Eureka -me dijo su secretaria.
—Puede usted llamarle por teléfono?
Podía, y lo hizo.
Sin mencionar nombres, le dije al abogado lo que sabía y lo que sospechaba.
—Entiendo -respondió-. Le sugiero que vaya a ver a la señora Ashcraft y le diga que la escribiré esta misma noche. Probablemente volveré a San Francisco pasado mañana. Creo que podemos esperar hasta entonces a tomar una decisión sin peligro de que ocurra nada.
Tomé un tranvía hasta la Avenida Van Ness, allí hice trasbordo y llegué a la casa de la señora Ashcraft. Llamé al timbre sin obtener respuesta. Después de insistir varias veces, me di cuenta de que en el suelo, ante la puerta, había dos periódicos. Miré las fechas. Eran el del día en curso y el del anterior.
Un hombre vestido con un mono descolorido regaba el jardín vecino.
—¿Sabe usted si se ha ido la gente que vivía en esta casa? — le pregunté.
—No creo. La puerta trasera está abierta. Lo vi esta mañana.
Se detuvo rascándose la barbilla.
—Aunque puede que hayan salido -continuó con lentitud-. Ahora que usted lo dice, ayer no les vi en todo el día.
Bajé la escalinata, di la vuelta a la casa, salté la cerca trasera y subí los peldaños que conducían a la entrada de servicio. La puerta de la cocina estaba entornada. Dentro no se veía a nadie, pero se oía correr el agua.
Llamé con los nudillos lo más fuerte que pude. No hubo respuesta. Empujé la puerta y entré. El sonido procedía de la pila.
Bajo un débil chorro de agua había un cuchillo de carnicero cuya hoja saldría unos treinta centímetros de longitud. Estaba limpio, pero la pared opuesta de la pila, allá donde salpicaba levemente el agua, estaba cuajada de manchas diminutas de un color marrón rojizo. Arañé una de ellas con la uña. Era sangre seca.
A excepción de la sangre, no vi nada que pudiera considerarse anormal. Abrí la puerta de la despensa. Todo estaba en orden. Frente a mí había una puerta que comunicaba con el resto de la casa. La abrí y avancé por un pasillo débilmente iluminado por la poca luz que llegaba de la cocina. Tanteaba en la penumbra el lugar donde suponía que hallaría el interruptor de la luz, cuando tropecé con un bulto blando.
Aparté el pie, busqué en el bolsillo una caja de cerillas, y encendí una. Un muchacho filipino yacía a mis pies a medio vestir con la cabeza y los hombros sobre el suelo del pasillo y el resto del cuerpo contorsionado sobre los primeros peldaños de una escalera.
Estaba muerto. Mostraba una herida en un ojo y una enorme cuchillada justo debajo de la barbilla. Sin necesidad siquiera de cerrar los ojos, pude reconstruir el crimen. El asesino había alcanzado a la víctima en lo alto de las escaleras, le había sujetado por la cara introduciéndole el pulgar en uno de sus ojos y echándole hacia atrás la cabeza para poder asestarle la cuchillada en el cuello. Después le había arrojado por las escaleras.
A la luz de una segunda cerilla, hallé el interruptor de la luz. Lo accioné, me abroché el abrigo y comencé a subir las escaleras. Aquí y allá se veían goterones de sangre oscurecida. En el descansillo del segundo piso, una enorme mancha roja destacaba sobre el dibujo del papel de la pared. En lo alto de las escaleras hallé otro interruptor y encendí la luz.
Avencé por el pasillo, me asomé al interior de dos habitaciones en que no vi nada que me llamara la atención y seguí adelante hasta doblar un ángulo del corredor. Allí me detuve de un salto a punto de tropezar con el cuerpo de una mujer.
Yacía en el suelo boca abajo con las rodillas dobladas bajo el cuerpo y las manos crispadas sobre el estómago. Iba vestida con un camisón y llevaba el largo cabello recogido a la espalda en una trenza.
Le puse un dedo sobre la nuca. Estaba fría como el hielo.
Me arrodillé junto a ella teniendo cuidado de no rozarla, y miré su rostro. Era la doncella que cuatro días antes nos había abierto la puerta a Richmond y a mí.
Me puse en pie y miré a mi alrededor. La cabeza de la sirvienta casi rozaba con una puerta cerrada. Evitando tropezar con el cadáver, la abrí y entré en un dormitorio evidentemente no era el de la doncella. Estaba lujosamente decorado en tonos grises y crema y adornaban las paredes unos grabados franceses. Todo estaba en orden en la habitación excepto la cama. Sábanas, colchas y mantas estaban apiladas sobre ella en confuso montón, un montón que, a decir verdad, abultaba demasiado...
Inclinado sobre el lecho, comencé a retirar una por una las cubiertas. La segunda apareció manchada de sangre. De un tirón aparté el resto.
Frente a mí apareció el cadáver de la Sra. Ashcraft.
Formaba un pequeño ovillo del que sobresalía solamente la cabeza que colgaba contorsionada de un cuello rebanado hasta el hueso. Cuatro profundos arañazos le cruzaban un lado del rostro, de la sien a la barbilla.
Vestía un pijama de seda azul, una de cuyas mangas había sido arrancada. Tanto éste como las sábanas estaban empapadas en sangre que las cubiertas habían mantenido húmeda.
Cubrí el cadáver con una manta, sorteé cuidadosamente el cuerpo de la mujer que yacía en el pasillo, y bajé encendiendo todas las luces que pude en busca de un teléfono. Lo encontré al pie de la escalera. Llamé primero a la policía y después a la oficina de Vance Richmond.
—Dígale al sefíor Richmond que la señora Ashcraft ha sido asesinada -le dije a la secretaria-. Estoy en casa de la víctima. Puede llamarme aquí.
Salí al exterior por la puerta principal y me senté en el escalón superior a fumar un cigarrillo mientras aguardaba a la policía.
Estaba destrozado. No era la primera ocasión en que veía más de tres muertos, pero ésta me había pillado con los nervios aún resentidos de tres días de borrachera.
Antes de que terminara mi primer cigarrillo, un coche de policía dobló la esquina a toda velocidad, paró frente a la casa y comenzó a vomitar hombres. El sargento O'Gar, jefe de la Sección de Homicidios, fue el primero en subir la escalinata.
—¿Qué hay? — me saludó-. ¿Qué ha descubierto esta vez?
—Al tercer cadáver me di por vencido -le dije mientras le conducía al interior de la casa-. Quizá un profesional como usted pueda encontrar alguno más.
—Para ser un aficionado, no se le ha dado mal -respondió.
Mi resaca se había desvanecido y estaba ansioso de poner manos a la obra.
Le mostré primero el cadáver del filipino y luego los de las dos mujeres. No hallamos ninguno más.
Durante las horas siguientes, O'Gar, los ocho hombres que había traído consigo y yo nos dedicamos por entero a las tareas de rutina en esos casos. Había que registrar la casa de arriba abajo, interrogar a los vecinos, llamar a las agencias que habían facilitado el servicio, localizar e interrogar a las familias y amigos del filipino y la doncella y también al chico de los periódicos, al de la tienda de ultramarinos, al de la lavandería, al cartero...
Una vez reunidos la mayor parte de los informes, O'Gar y yo nos escurrimos lo más discretamente que pudimos y nos encerramos en la biblioteca.
—Anteanoche, ¿eh? La noche del miércoles -gruñó O'Gar una vez que nos hallamos confortablemente instalados en sendos sillones de cuero fumando un cigarrillo.
Asentí. El informe del forense que había examinado los cuerpos, la presencia de los dos períodicos en la entrada y el hecho de que ni los vecinos, ni el chico de los recados de la tienda de ultramarinos ni el carnicero hubieran visto a ninguno de los habitantes de la casa desde el miércoles, hacía suponer que el crimen había ocurrido o el miércoles por la noche o durante las primeras horas de la mañana del jueves.
—Yo diría que el asesino forzó la puerta de servicio -continuó O'Gar mirando al techo a través del humo-, cogió un cuchillo en la cocina y subió las escaleras. Puede que se dirigiera directamente al cuarto de la señora Ashcraft o puede que no, pero lo cierto es que antes o después llegó allí. La manga arrancada y los arañazos del rostro de la víctima demuestran que ésta ofreció resistencia. El filipino y la doncella oyeron el ruido de la lucha o quizá los gritos de su señora y corrieron a ver qué pasaba. Lo más probable es que la criada llegara a la puerta del dormitorio en el momento en que salía el asesino y éste la mató allí mismo. Luego debió ver al filipino que salía huyendo, le alcanzó en lo alto de las escaleras y acabó con él también. Luego bajó a la cocina, se lavó las manos, dejó el cuchillo y huyó.
—Hasta aquí estoy de acuerdo -concedí-, pero veo que ha pasado por alto la cuestión de quién es el asesino y por qué hizo lo que hizo.
—No me agobie -gruñó-, ahora llegaba a eso. Al parecer tenemos tres posibilidades a elegir. El asesino tuvo que ser o un maníaco que simplemente mató por darse el gusto, o un ladrón que perdió totalmente la cabeza al verse descubierto, o alguien que tenía un motivo para liquidar a la señora Ashcraft y que se vio obligado a matar a los sirvientes que le sorprendieron.
Mi opinión es que fue alguien que tenía una razón para acabar con la víctima.
—No está mal -aplaudí-. Ahora escuche bien esto: el marido de la señora Ashcraft vive en Tijuana. Es un hombre ligeramente adicto a las drogas y anda mezclado con todo tipo de indeseables. Ella estaba tratando de convencerle de que regresara a casa. Lo que no sabía es que su esposo andaba liado allí con una muchacha que bebe los vientos por él y es una actriz estupenda, lo que se dice una chica de cuidado. El estaba pensando en dejarla y volver al lado de su esposa.
—¿Y bien? — dijo O'Gar lentamente.
—El problema es -continué-, que yo me hallaba con él y con la chica anteanoche, es decir, la noche del crimen.
—¿Y bien?
Alguien llamó con los nudillos a la puerta interrumpiendo nuestra conversación. Era un policía que venía a avisarme de que me llamaban por teléfono. Bajé al primer piso, tomé el auricular y escuché la voz de Vance Richmond.
—¿Qué ha pasado? La señorita Henry me transmitió el recado, pero no pudo darme ningún detalle.
Le puse al corriente de lo sucedido.
—Salgo para San Francisco esta noche -me dijo cuando hube terminado-. Usted continúe la investigación y haga lo que crea más conveniente. Tiene carta blanca.
—De acuerdo -repliqué-. Cuando usted vuelva probablemente estaré fuera de la ciudad. Puede localizarme a través de la Agencia. Ahora voy a telegrafiar a Ashcraft en su nombre para pedirle que venga.
Después de hablar con Richmond llamé a la cárcel municipal y pregunté al director si John Ryan, alias Fred Rooney, alias, jamocha, continuaba allí detenido.
—No. Los agentes de la policía federal se lo llevaron ayer por la mañana.
Volví a la biblioteca y le dije a O'Gar apresuradamente:
—Voy a tomar el tren de la tarde para San Diego. Apuesto lo que quiera a que el crimen se planeó en Tijuana. Voy a enviar un cable a Ashcraft pidiéndole que venga. Quiero sacarle de allí durante un par de días y si le hago venir a San Francisco usted se puede encargar de vigilarle. Le daré una descripción completa de él.
Espérele a la salida de la oficina de Vance Richmond. La media hora siguiente la dediqué a enviar apresuradamente tres telegramas. El primero iba dirigido a Ashcraft:
EDWARD BOHANNON
CAFE DE LA HERRADURA DORADA
TIJUANA, MEJICO
LA SEÑORA ASHCRAFT HA MUERTO. ¿PUEDE VENIR INMEDIATAMENTE?
VANCE RICHMOND
Los otros dos los redacté en clave. En uno pedía a la sucursal de Kansas City de la Agencia Continental que enviara un agente a Leavenworth para interrogar a jamocha. En el otro rogaba a la oficina de Los Angeles que mandara un agente a San Diego, donde habría de encontrarse conmigo al día siguiente.
Hecho esto, corrí a mi apartamento, metí a escape unas cuantas prendas limpias en una maleta, y poco después me hallaba en el tren que avanzaba en dirección hacia el sur, dispuesto a echarme un buen sueño.
Al descender del tren a primera hora de la tarde del día siguiente, me recibió una ciudad alegre, atestada de visitantes que habían acudido a San Diego atraídos por el comienzo de la temporada hípica de Tijuana.
El acontecimiento había reunido a un público de la más variada condición: artistas de cine de Los Angeles, propietarios de fincas del Imperial Valley, marineros de la flota del Pacífico, jugadores, turistas, tiniadores, y hasta alguna que otra persona normal.
Comí, me registré en un hotel donde dejé la maleta y me dirigí al Hotel Grant donde debía encontrarme con el agente enviado por la oficina de Los Angeles.
Le encontré en el vestíbulo. Era un hombre joven, de cara pecosa y unos veintidós años de edad. Tenía los ojos, de un gris brillante, clavados en un programa de las carreras de caballos que sostenía en la mano derecha, uno de cuyos dedos llevaba con un esparadrapo.
Pasé junto a él, me detuve a comprar un paquete de cigarrillos y, mientras lo hacía, corregí una imaginaria inclinación del ala del sombrero. Luego salí a la calle. El dedo vendado y mi gesto constituían la contraseña. Admito que son trucos inventados antes de la Guerra Civil, pero como aún siguen dando resultado, su antigüedad no constituye razón suficiente para descartarlos.
Avancé por la calle Cuarta en dirección opuesta a Broadway, la arteria principal de San Diego, y al poco rato, el detective me alcanzó. Se llamaba Gorman. En pocos momentos le informé de lo que debía hacer.
—Tiene que ir a Tijuana y montar guardia en el Café de la Herradura Dorada. Allí verá a una chica llenita encargada de hacer beber a los clientes. Es de corta estatura, cabellos rizados, ojos castaños, cara redonda, boca grande de labios rojos y hombros anchos. No puede pasársela por alto. Tiene unos dieciocho años de edad y se llama Kewpie. A ella es a quien tiene que vigilar. No se le acerque ni trate de ganarse su confianza. Cuando lleve usted allí una hora aproximadamente, entraré a hablar con ella. Quiero saber qué hace cuando me vaya y en los días siguientes -le di el nombre de mi hotel y el número de la habitación que ocupaba-. Venga a informarme cada noche, pero en público no dé nunca pruebas de conocerme.
Terminada la conversación, nos separamos.
Yo me dirigí a la plaza y permanecí sentado en un banco durante una hora. Luego me acerqué a la esquina y entablé una lucha a brazo partido por un asiento en la diligencia que partía para Tijuana.
Tras veinticinco kilómetros de camino polvoriento compartiendo con otras cuatro personas un asiento destinado a tres, y de una parada momentánea en el puesto de Policía de la frontera, me hallé frente a la entrada del hipódromo de Tijuana. Las carreras habían empezado hacía rato, pero una hilera ininterrumpida de espectadores continuaba entrando por la barrera giratoria.
Me dirigí a la fila de coches de caballos que esperaba ante el Monte Carlo, el gran casino de madera, me encaramé a uno de ellos, y di orden al cochero de que me llevara al barrio viejo.
El barrio viejo estaba desierto. La población en bloque se hallaba en el hipódromo viendo a los caballos hacer sus monadas. Cuando entré en la Herradura Dorada vi asomar el rostro pecoso de Gorman tras un vaso de mezcal. Ojalá que tuviera una constitución fuerte. La necesitaba si pensaba aguantar la guardia a base de una dieta de cacto destilado.
El recibimiento que me hicieron los habitantes de la Herradura no tuvo que envidiar al que haría una ciudad de provincias a su equipo de fútbol después de un triunfo en campo enemigo. Hasta el barman de los ricitos engomados me dirigió una sonrisa amistosa.
—¿Dondé está Kewpie? — pregunté.
—Cuidándole la familia al hermano Ed, ¿eh? — me espetó una enorme muchacha sueca-. Veré si puedo encontrarla.
Kewpie entró en ese momento por la puerta trasera y se abalanzó sobre mí asfixiándome a besos, abrazos, arrumacos y Dios sabe cuántas otras muestras de cariño.
—¿Vienes a por otra curda?
—No -respondí conduciéndola hacia la barra-. Esta vez se trata de negocios. ¿Dónde está Ed?
—Se fue al norte. Su mujer la palmó y fue a hacerse cargo de la lana.
—Y eso te destroza el corazón, ¿no?
—¡Cómo te lo diría! No sabes qué triste me tiene que papito se embolse ese montón de pasta.
Le dirigí lo que pretendía ser una mirada cargada de experiencia.
—¿Y crees que Ed va a volver a depositar el tesoro a tus pies?
Sus ojos despidieron un fulgor oscuro.
—¿Qué diablos te ha dado? — preguntó.
Sonreí como quien se las sabe todas.
—Pasará una de estas dos cosas -predije-. O te dejará como estaba planeado, o va a necesitar hasta el último céntimo para salvar el pellejo.
—¡Cochino mentiroso!
Se hallaba de pie junto a mí, su hombro izquierdo casi rozando mi hombro derecho. Con un rápido movimiento se introdujo la mano izquierda bajo la falda. La empujé por el hombro hacia delante apartando su cuerpo lo más posible del mío. El cuchillo que había sacado quedó clavado en el reverso del tablero de la mesa. Era un puñal de hoja gruesa, equilibrado para facilitar una mayor puntería al arrojarlo. Echó un pie hacia atrás, clavándome uno de sus finos tacones en el tobillo. Rodeé su cuerpo con el brazo izquierdo y mantuve su brazo apretado contra el costado mientras ella liberaba el cuchillo de la mesa.
—¿A qué viene todo esto?
Alcé la mirada.
Frente a mí había un hombre que me miraba de pie con las piernas separadas y los puños apoyados en las caderas. Era un tipo alto y fornido de hombros anchos entre los que emergía un cuello amarillento largo, escuálido que a duras penas lograba sostener una cabeza pequeña y redondeada. Sus ojos parecían dos bolas de azabache pegadas a ambos lados de una nariz pequeña y aplastada.
—¿Qué se propone? — me gritó aquella belleza.
Era inútil tratar de razonar con él.
—Si es usted un camarero tráigame una cerveza y algo para la chica. Si no lo es, largo de aquí.
—Lo que le voy a traer es un...
La muchacha se escurrió de entre mis manos y le hizo callar.
—Para mí, un whiskey -le ordenó bruscamente.
El desconocido gruñó, nos miró, primero a mí y luego a la chica, volvió a mostrar unos dientes roñosos, y se retiró.
—¿Es amigo tuyo?
—Más te vale no andarte con bromas con él -me advirtió sin responder a mi pregunta.
Luego devolvió el puñal a su escondite y se volvió hacia mí.
—¿Qué es eso de que Ed está metido en un lío?
—¿Leíste lo del asesinato en el periódico?
—Sí.
—Entonces puedes imaginártelo -contesté-. La única salida que le queda es echarte la culpa a ti. Pero dudo que pueda hacerlo. Si no puede, está arreglado.
—¡Estas loco! — exclamó-. Por muy borracho que estuvieras, sabes muy bien que la noche del crimen estábamos los dos aquí contigo.
—Puede que esté loco, pero no lo suficiente como para pensar que eso demuestre nada -corregí-. En lo que sí puede que esté loco es en que espero no irme de aquí sin llevarme el criminal atado a la muñeca.
Se echó a reír en mis narices. Yo reí también y me levanté.
—Nos veremos -le dije mientras avanzaba hacia la puerta.
Volví a San Diego y envié un telegrama a Los Angeles pidiendo que mandaran otro agente. Luego fui a comer algo y regresé al hotel a esperar a Gorman.
Llegó con retraso y oliendo a mezcal a diez leguas a la redonda. Dentro de todo, parecía bastante sereno.
—Por un momento, pensé que iba a tener que ayudarle a salir de allí a balazos -bromeó.
—Déjese de ironías -le ordené-. Su trabajo consiste en ver qué pasa y se acabó. ¿Qué ha descubierto?
—Cuando usted se fue, la muchacha y el hombretón se pusieron a cambiar impresiones. Parecían bastante nerviosos. Al rato, él salió del local, así que dejé a la chica y le seguí. Fue al centro y puso un telegrama. No pude acercarme para ver a quién iba dirigido. Luego regresó al bar.
—¿Quién es ese tipo?
—Por lo que he oído no es ningún angelito. Flinn el "Cuello de ganso", le llaman. Es el encargado de echar a los borrachos del local y de otros trabajitos por el estilo.
Si "Cuello de ganso" era el matón de plantilla de la Herradura Dorada, ¿cómo era posible que no le hubiera visto durante mi primera visita? Por borracho que estuviera, nunca se me habría pasado por alto semejante macaco. Y fue precisamente durante aquellos tres días cuando mataron a la Sra. Ashcraft.
—Telegrafié a su oficina para pedir que mandaran otro agente -dije a Gorman-. Se pondrá en contacto con usted. Encárguele de la chica y usted ocúpese de "Cuello de ganso". Creo que acabaremos encajándo los tres asesinatos, o sea que ándese con ojo.
—Como usted diga, jefe -respondió, y se fue a acostar.
Al día siguiente pasé la tarde en el hipódromo entretenido con los caballos mientras hacía tiempo hasta que llegara la noche.
Al terminar la última carrera, cené en la "Posada de la Puesta de Sol" y me dirigí después al casino principal, situado en el mismo edificio. Había allí reunida una muchedumbre de al menos un millar de personas que, a empujones, pugnaban por abrirse paso hasta las mesas de póker, dados, ruleta y siete y medio, ansiosas de probar fortuna con lo mucho que habían ganado o lo poco que no habían perdido en las carreras. No me acerqué a las mesas; mi hora de jugar había pasado. Entre el gentío traté de seleccionar a los que, por una noche, habían de ser mis ayudantes.
Pronto descubrí al primero, un hombre tostado por el sol que era, indudablemente, un campesino en traje de domingo. Se dirigía hacia la puerta con la expresión vacía del jugador a quien se le ha acabado el dinero antes de terminar la partida. Su congoja no se debe tanto a la pérdida en sí, como a la necesidad dé abandonar la mesa de juego.
Me interpuse entre el jornalero y la puerta.
—¿Le desplomaron? — pregunté compasivamente cuando llegó junto a mí.
Asintió con gesto vacuno.
—¿Le gustaría ganarse cinco dólares por unos minutos de trabajo? — le tenté.
Desde luego que le gustaría, pero ¿de qué se trataba?
—Quiero que venga conmigo al barrio viejo y mire bien a un hombre. Cuando lo haya hecho, le pagaré. No hay truco ni cartón.
La respuesta no le satisfizo completamente, pero, ¡qué caramba!, cinco dólares son cinco dólares y siempre quedaba la posibilidad de retirarse si no le gustaba cariz que toma ban las cosas. Así pues, se decidió probar suerte.
Dejé al bracero junto a una puerta y me fui derecho hacia otro candidato, un hombre bajo y regordete de ojos optimistas y boca de gesto débil que se mostró también dispuesto a ganarse cinco dólares del modo anteriormente descrito. El tercer individuo a quien repetí la oferta se negó a correr un riesgo semejante a ciegas. Al fin acabé convenciendo a un filipino vestido con un traje de glorioso color kaki, y a un griego corpulento que probablemente era o camarero o barbero.
Con cuatro me bastaba. Por otra parte, eran justo los hombres que necesitaba; lo bastante poco inteligentes como para avenirse a mis planes, pero, al mismo tiempo lo suficientemente honrados como para que pudiera fiarme de ellos. Les instalé en un coche de caballos y me los llevé al barrio viejo.
—Se trata de lo siguiente -les informé cuando llegamos-. Voy a entrar al Café de la Herradura Dorada que está a la vuelta de la esquina. A los dos o tres minutos entran ustedes y piden algo de beber -le di al bracero un billete de cinco dólares-. Pague con esto. No se lo descontaré de su paga. Allí veran a un hombre alto y fornido de cuello largo amarillento y una cabeza diminuta en lo alto. Es imposible que les pase desapercibido. Quiero que le echen una buena mirada sin que él se dé cuenta de nada. Cuando estén convencidos de que podrían reconocerle en cualquier parte, háganme una señal discreta con la cabeza. Luego vuelvan aquí y les daré su dinero. Tengan cuidado de que nadie en el bar se dé cuenta de que me conocen.
El asunto les pareció raro, pero teniendo en cuenta que les había prometido cinco dólares por cabeza, y que en las mesas de juego con un poco de suerte... El resto pueden imaginárselo. Hicieron algunas preguntas que yo me negué a contestar, pero al fin accedieron.
Cuando entré en el local, "Cuello de ganso" se hallaba detrás de la barra echando una mano a los camareros. Y la ayuda estaba justificada; el local estaba de bote en bote.
No pude descubrir entre la muchedumbre la cara pecosa de Gorman pero sí descubrí el rostro enjuto de Hooper, el agente que habían mandado de Los Ángeles en respuesta a mi segundo telegrama. Algo más allá distinguí a Kewpie bebiendo en compañía de un hombre cuyo rostro reflejaba la repentina osadía de un marido modelo echando una cana al aire. Me hizo una seña con la cabeza pero no abandonó a su cliente.
"Cuello de ganso" me obsequió con un gruñido y la botella de cerveza que le había pedido. En ese momento entraron mis cuatro ayudantes que representaron sus papeles de maravilla.
Para empezar pasearon la mirada a su alrededor mirando uno tras otro a todos los rostros a través del humo y eludiendo nerviosamente las miradas que se encontraban con la suya. Al poco uno de ellos, el filipino, descubrió detrás de la barra al hombre que les había descrito. La emoción que le produjo el hallazgo le hizo pegar un salto de medio metro. Para acabarlo de arreglar, en el momento en que se dio cuenta de que "Cuello de ganso" le observaba, le volvió la espalda con gesto inquieto. En aquel momento, los otros tres descubrieron su presa y le lanzaron una serie de ojeadas tan conspicuamente furtivas como un bigote postizo. "Cuello de ganso" les respondió con una mirada aplastante.
El filipino se volvió hacia mí, asintió con la cabeza hasta casi romperse la barbilla contra el pecho, y se dirigió hacia la 'puerta. Los tres restantes apuraron sus copas y trataron de interceptar mi mirada. Yo, entretanto, leía un cartel que había colgado en la pared detrás de la barra:
EN ESTE LOCAL SOLO SE SIRVE AUTENTICO
WHISKY AMERICANO E INGLES DEL DE
ANTES DE LA GUERRA
Traté de contar cuántas mentiras encerraban aquellas palabras. Había encontrado ya cuatro, y perspectivas de varias más, cuando uno de mis compinches, el griego, se aclaró discretamente la garganta con el estruendo de un motor de explosión, "Cuello de ganso", con el rostro como la grana, avanzaba al otro lado de la barra con una pistola en la mano.
Miré a mis ayudantes. Sus gestos de asentimiento no habrían resultado tan terribles si no hubieran ocurrido todos a la vez, pero ninguno quiso arriesgarse a que yo apartara la mirada antes de que pudieran informarme de su hallazgo. Las tres cabezas asintieron a un mismo tiempo, señal que no pudo pasar desapercibida a nadie en varios metros a la redonda. Después los tres a una se dirigieron apresuradamente hacia la puerta con el fin de poner la mayor distancia posible entre ellos y el hombre del cuello escuálido con su juguete.
Vacié mi vaso de cerveza, salí a la calle y doblé la esquina. Mis cuatro ayudantes me esperaban apiñados en el lugar indicado.
—¡Le reconocimos! ¡Le reconocimos! — repitieron a coro.
—Buen trabajo -les felicité-. No pudieron hacerlo mejor. Creo que son ustedes detectives natos. Aquí tienen su dinero. Y ahora, muchachos, yo de ustedes no volvería a poner los pies en ese lugar, porque a pesar de lo bien que han disimulado -y conste que lo hicieron a la perfección- puede que ese tipo haya sospechado algo. Más vale pasarse de prudentes.
Se abalanzaron sobre los billetes y antes de que terminara mi discurso habían desaparecido.
A la mañana siguiente, poco antes de las dos, Hooper entraba en mi habitación del hotel de San Diego.
—Poco después de irse usted "Cuello de ganso" desapareció con Gorman pisándole los talones -me informó-. Luego la muchacha se dirigió a una casa de adobe a las afueras de la ciudad y entró en ella. Cuando me vine, aún no había salido. La casa estaba a oscuras.
Gorman no apareció.
A las diez de aquella mañana me despertó un botones que me entregó un telegrama cursado en Mexicali y que decía lo siguiente:
VINO AQUI ANOCHE EN AUTOMOVIL.
SE ALOJA CON UNOS AMIGOS.
PUSO DOS TELEGRAMAS.
GORMAN
Las cosas tomaban buen cariz. El tipo del cuello largo había caído en la trampa. Había tomado a mis cuatro jugadores frustrados por testigos y sus gestos de asentimiento por muestras de reconocimiento. "Cuello de ganso" era el asesino y por eso huía.
Me había despojado del pijama y estaba a punto de embutirme en mi pelele de lana, cuando regresó el botones con otro telegrama. Este lo firmaba O'Gar:
ASHCRAFT DESAPARECIO AYER
Llamé a Hooper por teléfono para sacarle de la cama.
—Vaya a Tijuana -le dije-. Vigile la casa donde dejó anoche a la muchacha a menos que la encuentre antes en la Herradura Dorada. Quédese de guardia hasta que aparezca. Cuando la vea, sígala hasta que se encuentre con un hombre rubio y fornido con aspecto de inglés y entonces sígale a él. Tiene algo menos de cuarenta años, es alto, de ojos azules y pelo rubio. Que no se le escape porque en este momento es el que más nos interesa. Yo voy para allá. Si mientras yo estoy con el inglés la chica nos deja, sígala a ella; si no, vigílele a él.
Me vestí, desayuné a toda prisa y tomé la diligencia de Tijuana.
A la altura de Palm City nos adelantó un automóvil deportivo marrón a tal velocidad que la diligencia, que llevaba una buena marcha, de pronto pareció que estaba parada. Al volante iba Ashcraft.
Cuando volví a ver el deportivo marrón, estaba estacionado ante la casa de adobe. Un poco más allá Hooper se hacía pasar por borracho mientras hablaba con dos indios vestidos con el uniforme del ejército mejicano.
Llamé con los nudillos a la puerta de la casa. La voz de Kewpie respondió: "¿Quién es?"
—Soy yo, Parker. Me han dicho que Ed acaba de volver.
—¡Oh! — exclamó. Y después de una pausa- ¡Entra!
Abrí la puerta y entré. El inglés se hallaba sentado en una silla con el codo derecho apoyado en la mesa y la mano correspondiente metida en el bolsillo de la chaqueta. Si esa mano empuñaba una pistola, era indudable que apuntaba hacia mi.
—¿Qué hay? — me dijo-. Me han dicho que ha andado haciendo conjeturas acerca de mí.
—Llámelo como quiera -acerqué una silla a medio metro aproximadamente de donde se hallaba, y me senté-. Pero no nos engañemos. Usted hizo que "Cuello de ganso" liquidara a su mujer para poder heredarla.
Su error consistió en elegir a semejante estúpido para hacer la faena ¡Salir a escape sólo porque cuatro testigos le identificaron! ¡Y una vez puesto a huir, irse a parar en Mexicali! ¡Vaya sitio que ha ido a elegir!
Supongo que estaba tan aterrado que esas cinco o seis horas por las montañas se le hicieron un viaje al fin del mundo.
Continué hablando.
—Usted no es ningún idiota, Ed, y yo tampoco. Quiero llevármelo al norte con las esposas puestas, pero no tengo prisa. Si no puede ser hoy, estoy dispuesto a esperar a mañana. Antes o después le agarraré a menos que alguien se me adelante, lo que confieso que no me partiría el corazón. Entre el chaleco y el estómago llevo una pistola. Si le dice a Kewpie que me la quite, estoy dispuesto a decirle lo que pienso.
El asintió lentamente con la cabeza sin quitarme la vista de encima. La muchacha se me acercó por la espalda. Deslizó una de sus manos por encima de mi hombro y la introdujo bajo mi chaleco. Sentí cómo mi vieja compañera de fatigas me abandonaba. Antes de apartarse de mí, Kewpie apoyó el filo de su cuchillo en mi nuca durante un instante, por si acaso se me olvidaba...
—Muy bien -continué una vez que el inglés se hubo metido mi pistola en el bolsillo con la mano izquierda-. Voy a hacerle una proposición. Usted y Kewpie cruzan la frontera conmigo para evitar problemas con los documentos de extradición y yo los pongo a la sombra. Lucharemos en los tribunales. No estoy absolutamente seguro de poder convencer al jurado. Si fracaso, serán libres; si lo logro, les colgarán. ¿Qué sentido tiene escapar? ¿Quiere pasarse el resto de su vida huyendo de la policía? Sólo para que al final le cojan o le liquiden tratando de huir. Admito que quizá salve el pellejo, pero ¿qué me dice del dinero que dejó su mujer? Ese dinero es lo que le interesa, lo que le indujo a cometer el crimen. Entréguese y quizá pueda disfrutarlo. Huya, y despídase de él para siempre."
Mi propósito era persuadir a Ed y a la chica de que huyeran. Si les llevaba a la cárcel, la posibilidad de que lograra demostrar su culpabilidad era bastante remota.
Todo dependía del giro que tomaran las cosas, de que pudiera probar que "Cuello de ganso" había estado en San Francisco la noche del crimen, y me temía que saldría con unas cuantas coartadas en su defensa. Lo cierto era que en la casa de la Sra. Ashcraft no habíamos podido hallar una sola huella, y aun en el caso de que yo pudiera demostrar que se hallaba en San Francisco la noche de autos, tendría que probar no sólo que había sido el autor del crimen, sino que lo había cometido en nombre de sus dos amigos, lo cual era aún más difícil.
Lo que quería es que la pareja huyera. No me importaba adónde fueran ni lo que hicieran con tal que pusieran pies en polvoroso. Aprovecharme de su huida era cosa que encomendaba a mi suerte y a mi inteligencia.
El inglés meditaba. Mis palabras le habían hecho mella, especialmente lo que había dicho acerca de "Cuello de ganso".
—Está usted completamente loco, pero...
Nunca llegué a saber cómo pensaba terminar la frase, ni si yo había ganado o perdido la partida.
La puerta se abrió de golpe y "Cuello de ganso" irrumpió en la habitación.
Entró cubierto de polvo y con el cuello amarillento estirado hacia delante. Sus ojos de azabache se posaron en mí. Sin moverse de donde estaba hizo un rápido giro de muñecas. En cada mano apareció un revólver.
—Las manos sobre la mesa, Ed -exclamó.
Si, como yo pensaba, Ed empuñaba una pistola con la mano que se ocultaba bajo la mesa, en este momento no le servía de nada. Una esquina del mueble le bloqueaba el tiro. Sacó la mano del bolsillo y la posó junto a la otra sobre el tablero.
—Y tú no te muevas -gritó "Cuello de ganso" a la muchacha.
Luego me miró durante cerca de un minuto.
Cuando al fin habló, lo hizo dirigiéndose a Ed y a Kewpie.
—Para esto me telegrafiasteis que viniera, ¿eh? ¡Una trampa! ¡El chivo de expiación! ¡Eso es lo que os habéis creído! Primero me vais a oír y luego saldré de aquí aunque tenga que tumbar a tiros al ejército mejicano entero. Yo maté a tu mujer, y a sus criados también...
Y lo hice por mil dólares...
En aquel momento la muchacha dio un paso hacia él gritando:
—¡Cállate, maldita sea!
—¡Tú eres la que tiene que callarse! — aulló "Cuello de ganso" mientras se aprestaba a disparar-. Yo soy el que habla aquí. La maté por...
Kewpie se inclinó hacia delante. Su mano izquierda desapareció como un rayo bajo la falda y un segundo después la levantaba en el aire... vacía... La bala del revólver de "Cuello de ganso" iluminó una hoja de acero que atravesaba el aire. La muchacha retrocedió despedida en giros por el impacto de las balas que le traspasaban el pecho. Al fin dio con la espalda contra la pared y cayó boca abajo en el suelo.
"Cuello de ganso" dejó de disparar y trató de articular un sonido. De su garganta amarillenta sobresalía la empuñadura oscura del cuchillo de Kewpie. Las palabras quedaron trabadas en la hoja. Dejó caer un revólver y trató de extraerse el arma. Apenas iniciado el gesto, la mano cayó inerte. "Cuello de ganso" se desplomó de rodillas, lentamente. Apoyó las palmas contra el suelo, rodó sobre un costado y quedó inmóvil.
Me abalancé sobre el inglés. El revólver de "Cuello de ganso" había caído entre mis pies y me hizo resbalar. Con una mano rocé la chaqueta de Ashcraft que se hizo a un lado con un movimiento rápido al tiempo que sacaba sus pistolas.
Me miraba con expresión dura y fría. Tenía los labios tan fuertemente apretados que apenas se adivinaba la ranura de su boca. Retrocedió lentamente mientras yo permanecía inmóvil en el lugar donde había tropezado. No dijo una sola palabra. Antes de salir tuvo un momento de duda. De pronto la puerta se abrió y se cerró. Ashcraft había desaparecido.
Recogí el arma responsable de mi caída, corrí junto a "Cuello de ganso", le arrebaté el otro revólver y me lancé a la calle. El descapotable marrón levantaba una nube de polvo a través del desierto. A diez metros de distancia vi estacionado un coche de alquiler negro cubierto de polvo. Salté a su interior, lo hice revivir y salí a toda velocidad en persecución de la nube.
El automóvil se hallaba en mucho mejor estado del que permitía adivinar su aspecto, lo que me hizo sospechar que se trataba de uno de los vehículos que se utilizaban para cruzar ilegalmente la frontera.
Lo traté con cariño, sin forzarlo. Durante cierta distancia, la nube de polvo y yo mantuvimos nuestras respectivas posiciones, pero al cabo de media hora comencé a ganar terreno. El piso había empeorado. En algún momento la carretera había dejado de ser asfaltada para convertirse en camino de tierra. Aceleré un poco a pesar de los terribles bandazos que me costaba la nueva velocidad.
Por un pelo evité darme contra una roca un encontronazo que me habría costado la vida, y miré adelante. El automóvil marrón había abandonado la carrera y estaba ante mí, detenido.
El conductor había desaparecido. Continué.
Detrás del deportivo un arma disparó. Tres veces. Sólo un tirador consumado habría podido acertarme por el modo en que me agitaba sobre el asiento, como una bola de mercurio sobre la palma de un poseído.
Ashcraft volvió a disparar desde su escondite y luego salió corriendo en dirección a un barranco de paredes abruptas y unos tres metros de profundidad que se abría a nuestra izquierda. Se detuvo un instante para hacer un nuevo disparo y luego, de un salto, se ocultó a mi vista.
Hice girar el volante, pisé con fuerza el pedal del freno y obligué al automóvil a patinar hacia el lugar donde Ashcraft había desaparecido. El borde del barranco se desmoronaba bajo las ruedas del vehículo. Solté el pedal del freno y salí dando tumbos.
El auto se precipitó al fondo del barranco.
De bruces sobre la arena y empujando, uno en cada mano, los revólveres de "Cuello de ganso", me asomé sobre el reborde del barranco. En aquel momento, el inglés, a gatas sobre el suelo, huía a toda prisa de la trayectoria del automóvil que se despeñaba rugiendo. En su mano aferraba una pistola: la mía.
—¡Suelta esa pistola y ponte de pie, Ed! — grité.
Rápido como una víbora giró sobre sí mismo y quedó sentado en lo más hondo del barranco apuntando con el arma hacia arriba. Mi segundo disparo le acertó en el antebrazo.
Cuando bajé junto a él le hallé sosteniéndose el brazo herido con la mano izquierda. Recogí el revólver que había dejado caer y le registré para ver si llevaba otro. Luego retorcí un pañuelo y se lo até a modo de torniquete algo más arriba de la herida.
—Salgamos de aquí y hablemos -le dije mientras le ayudaba a trepar la empinada ladera.
Subimos a su automóvil.
—Adelante. Hable todo lo que le dé la gana -me invitó-, pero no espere que yo participe en la conversación. No tiene nada contra mí. Usted mismo vio con sus propios ojos cómo Kewpie liquidó a "Cuello de ganso" cuando él la acusó de haber planeado el crimen.
—¿Cuál es tu versión entonces? — pregunté-. ¿Que la chica pagó a "Cuello de ganso" para que matara a tu mujer cuando se enteró de que pensabas volver a ella?
—Exactamente.
—No está mal, Ed. Todo encaja perfectamente a no ser por un pequeño detalle. Que tú no eres Ashcraft.
Se sobresaltó y luego se echó a reír.
—Creo que su entusiasmo le está ofuscando el cerebro -bromeó-. Si lo que dice fuera cierto, ¿cree que habría podido hacer creer a una mujer que era su esposo sin serlo? ¿Supone que el señor Richmond no me hizo probar mi identidad?
—Te diré, Ed, creo que soy más listo que la señora Ashcraft y que Richmond. Supongamos que tenías un montón de documentos que pertenecieron a Ashcraft; papeles, cartas, notas de su puño y letra... Por poca habilidad que tuvieras con la pluma, no te habría sido difícil engañar a su mujer. En cuanto al abogado, lo de demostrar tu identidad fue un puro formalismo. A Richmond nunca se le pasó por la imaginación que pudieras ser otra persona.
"Al principio te propusiste aprovecharte de la señora Ashcraft poco a poco, sacarle una pensión vitalicia. Pero una vez que ella canceló todos sus asuntos en Inglaterra y se vino aquí, decidiste matarla y hacerte con todo. Sabías que era huérfana y no tenía parientes que la heredaran. Sabías también que lo más probable era que nadie en América supiera que no eras Ashcraft."
—Y a todo esto, ¿dónde cree que está Ashcraft?
—Está muerto -respondí.
Se sobresaltó 'Aunque no quiso dar muestra alguna de emoción, sus ojos adquirieron detrás de su sonrisa una expresión méditabunda.
—Naturalmente es posible que esté en lo cierto -concedió-, pero aun así no sé cómo va a conseguir llevarme a la horca. ¿Puede probar que Kewpie sabía que yo no soy Ashcraft? ¿Puede probar que sabía por qué la señora Ashcraft me enviaba dinero? ¿Puede probar que sabía lo que me traía entre manos? Creo que no.
—Es probable que te libres -admití-. Nunca se sabe cómo va a reaccionar un jurado y no me importa confesar que preferiría saber más de lo que sé acerca de esos crímenes. ¿Te importaría entrar en detalles de cómo suplantaste a Ashcraft?
Frunció los labios y se encogió de hombros.
—Se lo diré. Al fin y al cabo ya no tiene gran importancia. Si van a meterme en la cárcel por suplantación de personalidad, confesarme autor de un robo no puede empeorar mucho las cosas.
"Comencé como ladrón de hotel -dijo el inglés después de una pausa-. Cuando la cosa comenzó a ponérseme difícil en Europa, decidí venir a los Estados Unidos. Una noche, en un hotel de Seattle forcé la cerradura de una habitación del cuarto piso y entré. Apenas había cerrado la puerta tras de mí, cuando oí el rasguño de la llave en la cerradura. La habitación estaba completamente a oscuras. Encendí la linterna, descubrí la puerta de un armario empotrado y me refugié en su interior.
"Por suerte el armario estaba vacío, lo que significaba que el ocupante de la habitación no tendría necesidad de abrirlo.
"Un hombre entró y prendió las luces. Al rato comenzó a pasear por la habitación. Durante tres largas horas paseó de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, mientras yo permanecía de pie en el interior del armario con un revólver en la mano dispuesto a utilizarlo en el momento en que se le ocurriera abrir la puerta. Tres horas se pateó aquel maldito cuarto. Luego se sentó a una mesa y oí el rasguñar de una pluma sobre el papel. A los diez minutos volvió a sus paseos, pero esta vez por poco rato. Oí el clic de la cerradura de una maleta al abrirse y luego un disparo.
"Salí de mi escondite. El ocupante del cuarto estaba tendido en el suelo con un agujero en la sien. ¡Buena me la había hecho!
"En el pasillo se oían voces excitadas. Saltando sobre el cadáver me acerqué a la mesa y leí la carta que había estado escribiendo. Iba dirigida a una tal señora Ashcraft a un número de la calle Wine de Bristol, en Inglaterra. La abrí. En ella le comunicaba que iba a suicidarse y firmaba, Norman. Se me quitó un gran peso de encima. Al menos ya nadie pensaría que le había asesinado.
"Aun así me hallaba en una habitación ajena cargado de linternas y de llaves maestras... por no mencionar un revólver y un puñado de joyas que me había apropiado en el piso inferior. En aquel momento alguien llamó con los nudillos a la puerta.
"¡Llamen a la policía! — grité sin abrir para ganar tiempo.
"Luego me volví hacia el hombre que me había metido en aquel lío. Habría adivinado que era inglés sin necesidad de leer la dirección de la carta. Hay miles como él y como yo en Inglaterra, rubios, fornidos y relativamente altos. Hice lo único que podía hacer en aquellas circunstancias. Su sombrero y su abrigo seguían sobre la silla donde los había arrojado. Me los puse y deposité mi sombrero junto a su cuerpo. Me arrodillé a su lado y cambié,el contenido de sus bolsillos por lo que llevaba en los míos. Sustituí también su revólver y abrí la puerta.
"Esperaba que los primeros que entraran no le conocieran ni siquiera de vista, y aun en el caso contrario, no pudieran reconocerle inmediatamente. Esto me daría unos cuantos segundos para organizar mi desaparición. Pero cuando abrí la puerta me di cuenta de que las cosas no iban a salir como yo había imaginado. Allí estaban el detective del hotel y un policía. Me vi perdido, pero aun así representé mi papel. Les dije que al entrar en mi habitación había hallado a aquel tipo registrando mis maletas. Habíamos luchado y en medio de, la pelea había disparado un tiro.
"Los minutos pasaron tan lentos que parecían horas y nadie me denunciaba. Todos me llamaban señor Ashcraft. Mi intento de suplantación había resultado un éxito. Al principió el hecho me asombró, pero cuando averigüé más detalles sobre Ashcraft caí en la cuenta de lo que había sucedido. Había llegado al hotel aquella misma tarde y todos le habían visto con el abrigo y el sombrero que yo llevaba puestos. Por otro lado ambos respondíamos al tipo de inglés de cabello rubio.
"Más tarde me llevé una nueva sorpresa. Cuando la policía examinó sus ropas, hallaron que había arrancado todas las etiquetas. La razón la supe más tarde cuando leí su diario. Durante algún tiempo había estado debatiendose en la duda, alterando entre la decisión de suicidarse y la de cambiar su nombre y comenzar una vida totalmente nueva. Mientras contemplaba esta segunda posibilidad había arrancado todas las etiquetas de sus trajes. Pero yo no sabía nada de eso mientras me hallaba allí de pie, en medio de toda aquella gente. Lo único que sabía es que estaba ocurriendo un milagro.
"Al principio tuve que actuar con mucha cautela, pero después, una vez que revisé a fondo sus maletas, llegué a conocer al muerto como si fuera mi hermano. Conservaba una tonelada de papeles y documentos y, para colmo, un diario en que había escrito todo lo que había hecho y todo lo que pensaba hacer en su vida. Pasé la primera noche estudiando todos aquellos papeles, aprendiendo datos de memoria y practicando su firma. Entre las cosas que llevaba en el bolsillo había 1.500 dólares en cheques de viajero y quería cambiarlos lo antes posible.
"Permanecí en Seattle tres días haciéndome pasar por Norman Ashcraft. Había dado con un filón de oro y no iba a tirarlo por la ventana. La carta que escribió a su mujer podía librarme de la horca si algún día se descubría el pastel y, por otra parte, era más seguro quedarse y hacer frente a la situación que tratar de escapar. Cuando las cosas se calmaron, hice las maletas y me vine a San Francisco, donde volví a adoptar mi verdadero nombre, Ed Bohannon. Pero conservé todo lo que había pertenecido a Ashcraft porque había descubierto que su mujer tenía dinero y pensaba que si sabía ingeniármelas parte de él podría pasar a mis manos. La señora Ashcraft no pudo hacérmelo más fácil. Un día vi uno de los anuncios que puso en el Examiner, respondí, y aquí me tiene.
—¿No hiciste matar a la señora Ashcraft?
Negó con la cabeza.
Saqué un paquete de tabaco del bolsillo y coloqué dos cigarrillos sobre el asiento, entre los dos.
—Vamos a jugar a un juego. Quiero darme el gusto de saber una cosa. No comprometerás a nadie ni te acusarás de nada. Si hiciste lo que los dos estamos pensando, coge el cigarrillo que está de mi lado. Si no lo hiciste, coge el que está del tuyo. ¿Quieres jugar?
—No, no quiero -respondió enérgicamente-. No me gusta su juego. Pero sí le acepto el cigarrillo.
Extendió el brazo sano y eligió el cigarrillo que estaba de mi lado.
—Gracias, Ed -le dije-. Ahora lamento decirte esto, pero voy a hacer que te cuelguen.
—¡Está usted loco!
—No me refiero al crimen de San Francisco, Ed -expliqué-. Me refiero al de Seattle. Un ratero de hotel en el cuarto de un hombre que acaba de morir de un balazo en la cabeza.— ¿Qué crees que va a pensar el jurado, Ed?
Comenzó a reír y poco a poco su risa se fue transformando en una mueca amarga.
—Claro que lo hiciste -le dije-. Cuando empezaste a madurar el plan para hacerte con la fortuna de la señora Ashcraft haciendo que otra persona la matara, lo primero que hiciste fue destruir la nota de despedida de su marido. Por muy cuidadosamente que la guardaras, siempre cabía la posibilidad de que alguien la encontrara y pusiera fin a tu juego. Había cumplido su propósito y ya no la necesitabas más. Conservarla habría sido una locura.
"No puedo hacer que te cuelguen por los crímenes que maquillaste en San Francisco pero sí conseguiré que te juzguen por el que no cometiste en Seattle. De un modo o de otro, se hará justicia. Vas a Seattle, Ed, a que te ahorquen por el suicidio de Ashcraft.
Y así fue.
Fin
Título original: The Golden Horseshoe, 1924