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enero 31, 2021
Selecciones del Reader's Digest cumple 40 años de vida.
Para conmemorarlo hemos querido reimprimir un artículo de diciembre de 1940, cuyo contenido nos parece hoy tan significativo como entonces. Es la historia, profundamente humana, de uno de esos personajes que se hacen inolvidables por haber luchado con un heroísmo sencillo y callado hasta dar plenitud a su vida.
Por A.J. Cronin, autor de Las estrellas miran hacia abajo, La ciudadela y otras obras.
¿LA PERSONA inolvidable que he conocido? No es, con sorpresa mía, en algún estadista o soldado o magnate famoso en quien tal pregunta me hace pensar, sino en un alma de Dios, en un pobrecillo que jamás ambicionó imperar sobre nada ni sobre nadie, pues lo único que quería era salir adelante, a pesar de las circunstancias y de sí mismo.
Lo conocí cuando él era sólo un chiquillo desmedrado, insignificante y pobre, que se adhería, digámoslo así, como la cenefa al muro, a la selecta pandilla aventurera que formábamos en la escocesa ciudad de Levenford otros muchachos y yo.
Si algo había en él que llamara la atención, eran los defectos. Cojeaba de un modo bastante cómico a causa de lo excesivamente corto de una de las piernas, que lo obligaba, además, a usar en el pie correspondiente a ella calzado cuya suela no tendría menos de ocho dedos de grueso. Verlo correr, encogida la pierna inútil, contraído y renqueante el cuerpecillo enano, bañado en sudor el rostro anheloso, resultaba, vaya, el más chusco de los de la pandilla; Chisholm, el hijo del pastor protestante, lo retrató muy bien al ponerle el apodo de Punto y Seguido, que más adelante vino a quedar en Punto a secas.
—¡Miren —gritaba alguno—, ahí viene Punto! Vámonos antes de que se nos pegue.
Y de ahí a salir todos a escape hacia el remanso donde acostumbrábamos bañarnos o hacia el bosque, mientras Punto seguía a la zaga, cojea que cojea, sin quejarse.
Cualidad suya era esta: cierto tímido y sonriente buen humor para todo. ¡Y qué burla le hacíamos por ello! Para nosotros, Punto era un ser estrafalario. No obstante lo cuidadoso de los parches y zurcidos, su vestimenta resultaba fantástica. En cuanto a posición social, bien podría decirse que fuese él la segunda persona después de nadie. La madre, una mujer alta, desgarbada, viuda de un borracho holgazán, atendía al propio sustento y al del muchacho haciendo la limpieza de varias tiendas. De ahí tomó asidero Chisholm para otro de sus clásicos chistes: "La mamá de Punto lava tiendas a domicilio".
Para ayudar a sostener la casa, Punto salía todas las madrugadas a las 5 a repartir leche. Los largos recorridos que esto le obligaba a efectuar eran causa de que llegase a veces tarde a la escuela. Miro hacia el ayer y veo allá, en la lejanía de los años, aquel salón de clase en mitad del cual está en pie un muchachito cojo, todo sofocado y tembloroso. Oigo al maestro, un hombrote cruel que provoca a risa a sus discípulos con tales salidas, hablarle de este modo:
—Vaya, vaya... ¿sabes que has vuelto a llegar tarde?
—S-s-sí, señor.
—¿Y dónde andaba su señoría? ¿Fue, por ventura, a desayunarse con el director de la escuela?
—N-n-no —responde el infeliz, del cual va apoderándose en ocasiones como esta la tartamudez, que es para él un martirio y que acaba por impedirle proferir una sílaba.
Entre tanto la clase, sintiéndose autorizada a ello por la fría sonrisa que vaga por los labios del maestro, empieza a deshacerse en risotadas.
De haber sobresalido Punto en sus estudios, acaso lo hubiera pasado bien. En Escocia se le perdona todo al que es "un muchacho que promete". Pero, aunque se aprendía las lecciones regularmente, los exámenes orales eran su perdición.
Acongojaba esto a la madre del muchacho. Ansiaba verlo lucir, particularmente en cierto campo. Pobre, humilde, menospreciada, ardía en su alma de mujer profundamente religiosa una ambición abrasadora: quería ver al muchacho convertido en ministro de la Iglesia de Escocia.
Las inclinaciones del hijo tiraban más al campo que al oratorio. Sentía él que lo llamaban el bosque y la ciénaga y los seres que habitan allí libremente. No hallaba placer comparable al de curar a la bestezuela o al pajarillo que encontró enfermos o heridos durante sus correrías. Asombraba la natural disposición que mostraba para hacerlo. De hecho, el sueño dorado de Punto era estudiar para médico.
Esto no obstante, la docilidad inherente a carácter tan apacible como el suyo, lo llevó a seguir la carrera eclesiástica a que lo destinaban las ambiciones maternales. Sabe Dios cómo se las arreglaron madre e hijo para costear los estudios. Escatimó ella aquí, cortó por completo acullá, fue volviéndosele día a día más flaca y desgalichada esa figura, hundiéronsele más esos ojos en los cuales seguía brillando la llama de un entusiasmo inextinguible. En cuanto al hijo, pese a que su inclinación no lo llamaba por tal camino, estudió con tesón, como un héroe.
De este modo, en plazo más breve del que hubiera podido suponerse, era, al cumplir los 24 años, sacerdote de la Iglesia de Escocia.
Despertó gran interés en Levenford aquel prodigio por obra del cual llegaba a ministro del Señor el hijo de una infeliz lavapisos; y se propuso nombrar a Punto coadjutor de una parroquia en la cual predicaría su primer sermón.
En llegando el día, no hubo feligrés que no acudiera a ver "qué tal resultaba el nuevo curita". El, que se había llevado semanas enteras ensayando el sermón, subió al púlpito muy dueño de sí mismo. Empezó con entonación robusta, y por breves momentos estuvo bastante bien. De pronto, comenzó a reparar en esas filas y filas de bancos llenos de gente cuyos rostros se levantaban vueltos hacia él; vio a su madre que, vestida con los trapitos de cristianar y sentada en la fila más inmediata al púlpito, lo miraba arrobada. Un escalofrío de temor, corriéndole de pies a cabeza, le nubló el entendimiento. Vaciló, perdió el hilo, empezó a tartamudear. Ocurrirle esto último y quedar anulado era todo uno. A pesar de ello, continuó todavía esforzándose penosamente. Mas, en tanto que buscaba las palabras que se negaban a acudir, cayó en la cuenta de que sus oyentes empezaban a dar señales de impaciencia, advirtió algunas sonrisitas significativas, hasta alcanzó a oír el murmullo de una que otra risa mal contenida. Volvió entonces a de tener la mirada en el rostro de la madre... y ya no pudo más. Después de larga y angustiosa pausa, balbuceó algo que quería ser el final del sermón.
A la hora de haber ocurrido esto, el malaventurado predicador quedaba huérfano. Cuando llegó a casa, la madre cayó herida por una apoplejía fulminante que, piadosamente, la sacó de este mundo.
Después de los funerales, Punto desapareció de Levenford. Nadie supo a dónde se había ido, ni a nadie le importaba tampoco. Era hombre juzgado, condenado, marcado de por vida con el estigma del fracaso. Años más adelante, cuando supe que era maestro de escuela de un mísero pueblucho de la región minera, sentí una especie de compasión vergonzante al considerar que se trataba de un hombre apocado, vencido; de uno de esos seres que nacen predestinados a la infelicidad. Pero esto duró poco; no tardé en olvidarme de él.
Estando yo en Edimburgo, donde me hallaba establecido, fue a visitarme cierta noche Chisholm, que era por aquel entonces catedrático auxiliar de anatomía.
—¿A que no adivinas a quién tengo en mi clase? —me dijo—. ¡Nada menos que a nuestro insigne Punto y Seguido!
Así era. ¡Punto y Seguido estudiando medicina; tratando, ya cerca de los 30, de empezar una carrera! Curiosa figura la que hacía, con su traje raído y su andar de cojo, entre la alegre turba de los estudiantes sus compañeros. No tenía amigos. A fin de estirar sus mezquinos ahorros de maestro de escuela, guisaba él mismo su comida en el cuartucho de barrio pobre donde vivía. Durante los dos años siguientes me tocó ser testigo de parte de su lucha. La edad, la facha, aquella su traidora tartamudez, se conjuraban en contra suya. Pero él trabajaba con ahínco, sin flaquear, resistiéndose a darse por vencido.
PASÓ EL tiempo. Cinco años, y aun más. Me hallaba en Londres. Hacía mucho que no había vuelto a saber nada de Punto y Seguido. En cambio, veía con frecuencia a Chisholm, al cual destinaban a triunfar en la política su buena presencia y su facilidad de palabra. A decir verdad, era ya miembro del Parlamento y formaba parte del Gabinete, por añadidura. En mayo de 1934 fuimos los dos a pasar unos días en Lennox, respirando el aire de las montañas de Escocia. La comida de la posada donde nos hospedamos era vil; la dueña, una arpía esquelética. De ahí que sintiéramos cierta satisfacción cuando, a los dos días de nuestra llegada, se dio un batacazo de resultas del cual quedó con una rodilla dislocada. Por ser ella quien era y porque no habíamos ido allí a ejercer, sino a descansar, le ofrecimos, por mero cumplido y sin mucho empeño, nuestros servicios profesionales que ella, por lo demás, rehusó en seguida. El único médico que le inspiraba confianza era el del lugar. Acerca de su mucho saber y notables curaciones hizo panegírico tan entusiasta, que Chisholm no pudo menos de sonreírse cambiando conmigo una mirada.
Una hora después llegaba el médico. Lo vimos entrar, maletín en mano, con el desembarazo del hombre hecho a casos como aquel. Yéndose derecho a la paciente, en menos de lo que se tarda en contarlo, acalló sus ayes con unas cuantas palabras de aliento y procedió, con habilidad consumada, a reducir la dislocación de la rodilla. Fue sólo después de esto cuando miró hacia donde nosotros estábamos.
—¡Caracoles! —dijo Chisholm por lo bajo—. ¡Si es Punto y Seguido!
Sí, señor, era él. Pero no aquel Punto y Seguido de otros tiempos: tímido, mal trajeado, tartamudo. Tenía este de ahora el sosegado aplomo del hombre que se siente seguro, establecido. Reconociéndonos instantáneamente, nos saludó con efusión, nos instó a que fuéramos esa noche a su casa a cenar.
En la disposición de ánimo en que Chisholm y yo nos hallábamos esa noche al entrar en la casa del médico del pueblo, cabían partes iguales a la expectación del que se promete recibir grandes sorpresas y a la persistente duda del que aún no se convence de que pueda ser verdad algo que por mucho tiempo le ha parecido imposible. ¡Qué asombro el nuestro al descubrir que Punto había encontrado quien se casara con él! Con todo, había que creerlo. Su esposa salió a recibirnos, lozana y bonita como los propios campos en que vivía. En vista de que el Doctor (designaba así a su marido, con cándido respeto) se hallaba aún ocupado con sus enfermos, nos invitó a que subiésemos a conocer a los niños —dos mujercitas de mejillas que parecían manzanas y un chiquitín—, a quienes vimos apaciblemente dormidos.
Al volver a la sala, encontramos a Punto y a otros dos invitados. Durante la comida, nos causó la impresión de un hombre sereno, reposado, que sabía hacer con sencilla dignidad su papel de anfitrión. Sus dos amigos, ambos personas respetables, lo trataban con deferencia. Más por ellos que por nada que él mismo nos dijera, fuimos enterándonos de todo: contaba con pacientes en muchas leguas a la redonda. La mayoría de ellos eran campesinos, gente de pocas palabras, desconfiada, con la cual no es fácil hacer amistad. Así y todo, él había sabido captarse su confianza. Cuando pasaba por un pueblo, las mujeres iban a él llevando los niños en brazos para que se los recetara. Hacíalo; y nunca cobraba por ello. No le faltaban otros pacientes acomodados que le pagaban; sin contar con que, para cada Año Nuevo, no era mala cantidad de regalos la que veía llegar a su casa, pues este le traía unos patos silvestres, aquel un ánsar, otro un cesto de huevos acabaditos de poner: regalos todos con los cuales querían los donantes agradecer servicios que Punto no se acordaba ya de haberles prestado.
Este médico era ahora una fuerza cuya influencia alcanzaba a toda la comarca. Sabio, benévolo, al tratar de acendrar lo mejor que había aprendido en los libros y en la naturaleza; al no escatimar nunca el propio esfuerzo ni exigir jamás la propia recompensa, este hombre consagrado a la carrera a la cual lo había llamado su vocación, consciente del puesto que había conquistado en el afecto de sus semejantes, era el hombre que, habiéndose negado a darse por vencido, saboreaba al fin la satisfacción del triunfo.
Aquella noche, después de haber salido de casa del médico, Chisholm y yo fuimos por un buen trecho caminando por la oscuridad de los campos, sin decir palabra. Al cabo, como si le costara trabajo:
—Parece que nuestro pobre amigo halló al fin su acomodo —dijo Chisholm.
Su tonillo protector me chocó tanto que no pude menos de responderle:
—Con franqueza, hombre, ¿qué preferirías: ser el Dr. Chisholm o ser el médico de Lennox?
—¡Qué diablos! —contestó entre dientes—. ¿Acaso no lo sabes sin que yo te lo diga?