Publicado en
octubre 10, 2020
El lobo rara vez ataca, se repetía a sí mismo el autor de este artículo. Pero se encontraba solo, y sin más armas que una cornamenta de caribú y una navaja de bolsillo.
Por Ron Raw.
El día en que esto sucedió había yo resuelto ir a dar una caminata después de mi trabajo en el turno de la noche, en la vertiente norte de la cordillera de Brooks, en Alaska. Corría el mes de mayo de 1974 y habíamos comenzado la construcción del oleoducto que atraviesa aquel Estado. Yo había conseguido empleo en el lago Galbraith, el campamento más septentrional de las montañas.
Al sur de nosotros se elevaba la cordillera empinada y amenazadora, como una V invertida; hacia el norte se extendían colinas ondulantes que bajaban hasta llegar al océano Ártico, distante 160 km. Resolví ir hacia el norte con mi cámara fotográfica para tomar una vista del campamento contra el fondo de las abruptas montañas del sur.
ERAN LAS 4 de la madrugada cuando me puse en marcha, pero como ya entraba el verano ártico, había luz suficiente para una foto. Tras un cuarto de hora de marcha di con una cornamenta de caribú, de un metro de longitud, poco más o menos, blanqueada por el sol. Me venía de perlas para mi fotografía, pues, colocada sobre un montículo, serviría de marco a la vista del campamento, que quedaría encerrado en la curva de las astas. Componían la cornamenta seis puntas agudas, dos de las cuales estaban rotas. Con ella en la mano anduve como una hora más en dirección a la loma desde donde me proponía tomar la foto.
Fue entonces cuando vi al lobo, a no más de 50 metros de distancia. Iba a cruzarse oblicuamente en mi camino, avanzando con el trotecillo saltarín peculiar de los lobos y los coyotes. Hice alto. El animal siguió su marcha hasta que estuvo directamente enfrente de mí. Entonces se volvió y me miró como si ya supiera que yo había de estar allí.
Mi primera reacción fue mirar en torno por si había otros lobos. La tundra, ondulante y completamente desnuda de árboles, estaba surcada de quiebras y lomas, razón por la cual no había visto yo al lobo hasta el momento en que salió de una hondonada. Allí estaba, erguido sobre sus tremendas patas, mirándome de hito en hito. El árbol más cercano estaría a 150 kilómetros de distancia, y sin embargo se me vino a la imaginación. No tenía con qué defenderme, como no fueran las astas de caribú y mi navaja.
Me decía yo que el lobo rara vez ataca, pero allí estaba la fiera, a 50 metros de distancia, con los pelos del pescuezo erizados: un animal que podría matarme. ¿Lo sabría también él?
Comprendí que no podía mostrarle miedo. Si el lobo se percataba de que yo le temía... entonces sí que me vería en peligro. Tal vez ya lo estaba.
No sabría decir cuánto tiempo nos quedamos mirándonos el uno al otro. Diez segundos, 30, un minuto tal vez. Me hice una rápida composición del lugar. No tenía adonde correr, ni lugar donde refugiarme. El campamento distaba más de tres kilómetros. Mi única vía de salvación consistía en tomar la ofensiva y hacer ver a la fiera que yo no era una criatura a la que pudiese acometer impunemente.
Decidí confiar mi suerte a la cornamenta de caribú. Era suficientemente pesada y fuerte, y las puntas medían de 15 a 20 centímetros. Si llegaba el momento de pelear, atacaría a mi enemigo por las costillas, con la esperanza de que una de las puntas penetrara entre ellas hasta los pulmones, y mientras tanto sostendría la navaja abierta en la mano izquierda.
En aquel momento el lobo empezó a trazar círculos.
Me olvidé de la navaja.
Eché a andar hacia el campamento, directamente en línea con el lobo. Éste se paró. Yo me paré. Observé que estaba a sotavento de él. Quizá cuando me olfateara se marchase atemorizado. Al fin y al cabo, yo era un hombre, y ¿no hemos gobernado nosotros el mundo desde hace miles y miles de años? Sí, pensé, pero no con astas de caribú. Hasta un hombre primitivo habría estado mejor armado... por lo menos habría dispuesto de una lanza.
El lobo empezó otra vez a describir círculos. Yo empecé a andar. Él se paró. Yo me paré. Nos estudiamos mutuamente. El lobo era gris amarillento y pesaba unos 35 kilos, o sea la mitad de mi propio peso, y sin embargo podría matarme. Era una bestia magnífica, con aquellas patas largas, poderosas, ágiles, perfectamente adaptadas para la vida en la tundra.
Eché a andar de nuevo y lo mismo hizo el lobo. Volví a pensar en la cornamenta de caribú, que era mi única defensa. Tengo que tirarle a las costillas, me decía yo, pues se me puede romper si le doy en el cráneo. Yo miraba los cuernos a menudo. Si por lo menos dispusiera de tiempo para afilarlos en una piedra, tendría un arma de algún valor. Porque no tenían más filo que un cuchillo de mesa.
El lobo se detuvo. Yo hice otro tanto. Se sentó y se me quedó mirando. Yo hubiera querido saber qué estaba pensando el animal. Evidentemente él no tenía miedo, pues el hombre era un recién llegado a sus dominios, demasiado distantes del mar para que le interesasen al esquimal, y demasiado al norte para que llegaran allí los atabascos.
Resolví tomar la siguiente iniciativa: ir en dirección al campamento. La fiera estaba sentada a mi izquierda, lejos de mi ruta, aun cuando todavía a no más de 50 metros de distancia. Había estado trazando círculos cuidadosamente, sin acercarse ni alejarse. Di un paso adelante y el lobo se puso en pie de un salto, como picado por una avispa. Me detuve paralizado en la mitad del paso. Volvió a describir círculos, y yo eché a andar otra vez. Entonces se paró frente a mí, y claramente le vi los erizados pelos del pescuezo. Emití un gruñido, no instintivamente sino con deliberación. Volví a contemplar las astas de caribú. Me pareció que para un golpe rápido les sobraba un poco de largo, y en cambio resultaban algo incómodas para el combate cuerpo a cuerpo. Decididamente lo atacaría a las costillas.
En eso el lobo se movió, ya directamente hacia mí.
Avancé hacia él gruñendo, esta vez un poco más instintivamente. Nos acercamos unos doce pasos el uno hacia el otro antes de detenernos ambos. Transcurrieron cinco segundos. Yo bien sabía lo que me correspondía. Tenía que hacer yo algo a continuación.
Avancé hacia el lobo, y el animal saltó casi dos metros hacia un lado, otra vez como si lo hubieran picado. En seguida volvió a desandar los doce pasos que antes había avanzado hasta colocarse otra vez en su perímetro de 50 metros.
Una ola de alivio me recorrió todo el cuerpo. El lobo había retrocedido. Había mostrado miedo, o por lo menos algo que es casi igual: confusión. Por primera vez me fijé en que yo mismo estaba temblando. Pero ¿no había pasado ya el peligro? La fiera daba marcha atrás.
Me volví y eché hacia el campamento. El animal se mantenía a un lado, trazando círculos otra vez, procurando ponerse a sotavento para olfatear. Yo apreté el paso.
No vayas muy de prisa, gritaba para mis adentros. Podría el lobo sentir tu miedo. Así pues, me detuve y me volví a mirarlo de frente. Ahora nos separaba una distancia de casi 75 metros: demasiados para poder distinguir si aún tenía los pelos erizados. Nos miramos de hito en hito durante un minuto por lo menos; después yo le volví la espalda y continué mi camino.
Esta vez no me detuve. Sabía ya lo que tendría que hacer si la fiera me seguía, lo que debía haber hecho desde el principio: detenerme y amarrar la navaja en la punta de la cornamenta. Podría amarrarla con el cordón de una bota. Tal vez debo detenerme y hacerlo ahora mismo, pensé. No. Es mejor continuar andando. El lobo me seguía los pasos, olfateaba mis huellas y levantaba las narices al viento. Bajé por un barranco y entonces perdí de vista al animal.
Pasaron cinco minutos sin que lo volviera a ver. Avanzaba yo rápidamente en dirección al campamento. Corrieron 15 minutos. Ni señal del lobo. Por primera vez me sentí seguro y, más que seguro, contento. Caí en que había cobrado gran afecto a mi cornamenta de caribú, sin la cual quizá me hubiera comportado de manera muy distinta. Tal vez no habría tenido el valor de avanzar contra la fiera armado con sólo una navaja de bolsillo. ¿Qué intenciones tendría el lobo cuando se vino hacia mí? ¿Qué habría ocurrido si me hubiera dejado dominar por el miedo y hubiera salido corriendo? ¿Qué habría hecho yo sin las astas de caribú?
Poco tiempo después me encontraba en una loma a unos 300 metros del campamento. Me daba en las narices el olor de tocino. Los trabajadores del turno de día se acababan de levantar y se preparaban a tomar el desayuno. El Sol había salvado la montaña que se alzaba por el lado del oriente; hacía un día bellísimo.
Permanecí un rato en la loma, de pie, pensando qué hacer con la cornamenta de caribú. Podría llevármela en el avión cuando regresara, pero su valor disminuiría si la sacaba de ese ambiente donde me había servido tan bien. De todas maneras, siempre la conservaría en mi pensamiento.
Y la dejé caer al suelo. Como una silla falsa en algún filme de Hollywood, se partió en dos.
CONDENSADO DE "SPORTS ILLUSTRATED" (12-V-1975), © 1975 POR TIME INC., TIME & LIFE BLDG. ROCKEFELLER CENTER, NUEVA YORK. N.Y. 10020.