ZOZOBRA FRENTE AL CABO DE HORNOS
Publicado en
noviembre 07, 2018
En un mar huracanado, dos aventureros conocieron el verdadero significado de la victoria.
Por Peter Michelmore. Ilustración: Dan Burr
DESDE EL AMANECER hasta ya entrada la negra noche, el viento estuvo rugiendo y olas de hasta 15 metros de altura azotaron despiadadamente los coscados del navío.
Atónito, Richard Wilson, de 40 años, propietario del Great American, velero de tres cascos de 18 metros de eslora, consultaba una y otra vez el registro barométrico. "¿Puedes creer que la lectura se salió de la gráfica?", comentó, incrédulo, con su ayunte Steve Pettengill, un año menor que él.
Los se habían sujetado correas a la "perrera" de navegación, inmediatamente detrás de la cabina principal, pues el piso se erguía casi verticalmente cada vez que el navío era embestido por una ola. Habían iniciado su travesía por el cabo de Hornos con pronósticos de vientos moderados, pero en esos momentos rugían con violencia casi huracanada.
Wilson estableció comunicación radiofónica con su amigo Bill Biewenga, aficionado como él a la navegación de vela, quien, desde Newport, Rhode Island, había venido transmitiendo al Great American los pronósticos meteorológicos.
—Se esperan vientos de 40 nudos dentro de 12 horas, y de 52 nudos dentro de 24 —anunció Biewenga.
—Bill , los vientos ya soplan a 70 nudos en este momento—respondió Wilson—. ¿Qué opciones tenernos?
—Ninguna —respondió Biewenga—. Tienen que seguir adelante.
WILSON, hombre de negocios soltero, de complexión delgada y cabello oscuro, era de Boston, Massachusetts, y siempre había gustado de esforzarse al máximo. En la escuela, no obstante padecer de asma crónica, solía jugar al futbol hasta desplomarse, exhausto. Después, participó por vez primera en el maratón de Boston, cuyo recorrido completó, jadeando, en cuatro horas con 46 minutos. Puedo hacerlo mejor, se dijo. En otros tres maratones en que participó logró, a fuerza de tenacidad, reducir su tiempo a tres horas con 30 minutos.
Sin embargo, el medio en que Wilson había sobresalido desde sus años mozos era el del limpio aire oceánico. A los 30 años había sido uno de los competidores más jóvenes en ganar la tradicional regata de yates de Newport a las Bermudas. Ocho años después, quedó en el primer lugar en su clase en una competición de veleros de un solo tripulante, de 3000 millas náuticas, desde Plymouth, Inglaterra, hasta Newport.
Cuando emprendió aquella agotadora prueba, no estaba seguro de poseer la valentía y la destreza necesarias; no obstante, se lanzó a la aventura con temeridad. Al llegar, triunfante, al embarcadero de Newport, sintió la exultación del luchador que ha logrado una alta meta tras superar la adversidad. Se preguntaba: ¿Cómb podré estimular a otros a hacer realidad una ilusión y experimentar esta clase de sensaciones?
Encontró la respuesta en un programa educativo denominado Reto Oceánico Estudiantil, cuyo propósito es instruir a los escolares en navegación, geografía e historia siguiéndole la pista a veleros modernos en sus travesías. Wilson estaba convencido de que esta clase de viajes se prestaban también para poner a prueba al individuo.
Desde hacía tiempo le habían llamado la atención a Wilson las travesías maratónicas de navíos ligeros, o clípers, de modo que se propuso superar la marca del famoso Northern Light. En la primavera de 1853, aquel velero de 52 metros de eslora había navegado en tan sólo 76 días desde San Francisco hasta Boston, doblando el cabo de Hornos. Ningún otro velero había logrado hacer este recorrido en menos tiempo.
Wilson retiró todos sus ahorros del banco e hipotecó su casa para poder adquirir y acondicionar el Great American, que valía 175,000 dólares. Contrató, además, los servicios de Pettengill, marino experimentado y especialista en reparación de barcos.
El 22 de octubre de 1990, el Great American zarpó a través de la sombra del puente Golden Gate de San Francisco; Wilson iba al timón y Pettengill manejaba el malacate. Su nave era una balandra de 18 metros de eslora, reforzada con fibra de vidrio, Kevlar (marca de una fibra sintética delgada pero resistente) y fibra de carbón. Su estructura constaba de un casco central en el que estaban los dormitorios y la cocina, y un flotador en cada costado. Ante ellos se extendía una ruta oceánica de 15,000 millas náuticas, hasta Boston, y los acompañaba el fantasmagórico recuerdo del Northern Light.
Entre los alumnos de 750 escuelas elementales de Estados Unidos y Canadá que iban a seguir en gráficas su recorrido, se encontraban los pequeñines de primer grado de primaria de una escuela de Townsend, Massachusetts. Las maestras Joan Bullard y Patti Matson colocaron en un tablero algunos mapas del itinerario previsto y varias fotografías del Great American, así como del viejo clíper Northern Light, y los invitaron a hacer preguntas.
—¿Cuál será el premio? —preguntó uno de los niños.
—No habrá premio —contestó la maestra Bullard—. A veces, uno hace cosas no más que por el placer de dar lo mejor de sí mismo.
AL PRINCIPIO, unos fuertes vientos le dieron a la balandra cierta ventaja sobre el Northern Light. Los dos hombres aprovecharon la oportunidad para aumentar esta ventaja hasta un día entero. Wilson trazó una ruta que los llevaría entre la isla de Pascua y la de Pitcairn... ¡Pitcairn! Aqúel nombre evocaba al Bounty, los marineros amotinados y el terrible capitán William Bligh. Wilson tomó apuntes para después hacer un informe destinado a los pequeños.
En un mensaje transmitido por radio y amplificado para un grupo de alumnos de San Francisco, los dos navegantes respondieron a las preguntas que les formulaban, y hablaron de marsopas, peces vela y cielos nocturnos tachonados de estrellas.
Como era de esperarse, las preguntas llovieron. "¿Qué otras cosas ven? ¿Qué comen? ¿A qué hora duermen?"
Wilson comentó con Pettengill: "Aunque sea nada más por escuchar la emoción de esas voces, merece la pena toda la aventura".
Relevándose en turnos de guardia de tres horas, los navegantes avanzaron hacia el sur. Al cabo de casi cuatro semanas de travesía se encontraban a unas 1500 millas náuticas del cabo de Hornos. La velocidad del viento sobrepasaba los 45 nudos, y aumentaba más y más.
El día 28, el Great American surcaba el mar a una velocidad pasmosa sobre olas de diez metros de altura. Pese a que los marinos retiraron la vela mayor, el buque rodaba como un auto sin control. Para lastrar, Wilson hizo gruesos nudos en los cabos de remolque y los lanzó a popa.
Al amanecer del 22 de noviembre había una cellisca pertinaz y un oleaje de hasta 12 metros. Repentinamente, una ola se estrelló sobre la popa y lanzó un cable de arrastre contra el timón con tal fuerza que arrancó los pernos del montaje. Sin timón, estaban perdidos.
Forcejeando en medio del gélido vendaval, Pettengill se dejó colgar sobre la popa, que subía y bajaba violentamente, para intentar reparar el daño. Pudo colocar los pernos en su lugar, pero no los pudo afianzar porque tenía los dedos totalmente entumecidos. "¡Regresa, Steve!", le gritó Wilson. "Yo terminaré de hacerlo".
En la cabina, Pettengill sentía cómo el buque daba bandazos y veía que los enseres de cocina volaban por doquier. En un momento en que dio un paso hacia adelante para restablecer su equilibrio, se percató de que iba caminando por la pared.
Wilson se hallaba de regreso en la perrera, esperando a que el Great American se enderezara; pero el barco seguía inclinándose. El mástil de aluminio, de 23 metros de altura, golpeó el agua y giró hacia abajo en línea recta. Wilson se puso de pie lentamente. El Great American se había volcado.
Procurando conservar la calma, los dos hombres extrajeron de un casillero unos trajes ahulados gruesos. Una vez que se los pusieron, Wilson se dirigió al radiofaro de emergencia indicador de posición. El artefacto debía transmitir una señal de petición de auxilio a algunos satélites que se hallaban en órbita, conectados con estaciones de rescate. Se encendió una luz estroboscópica cuando Wilson movió el interruptor. Pero, ¿estará realmente transmitiendo la señal? , se preguntó.
Ahora, la cabina giraba y el buque salía propulsado del agua como si fuera un cohete. Luego se oyó un choque estruendoso y el agua empezó a meterse por todas partes. Horrorizados, vieron que la superficie del cielo raso quedaba arriba de sus cabezas. Otra monstruosa ola había sacado al buque del agua y lo había vuelto a dejar en suposición original.
Las olas penetraron, rugientes, en el interior de la cabina y la inundaron en un santiamén. "¡Tenemos que salir de aquí!", gritó Pettengill con voz entrecortada.
Cuando a duras penas lograron salir, encontraron la cubierta sembrada de aparejos y el mástil doblado y fracturado en dos puntos. Buscaron refugio en el lugar más seco: el casillero de las velas. Mañana, pensó Wilson, nos desharemos del mástil... También habrá que enderezar la popa... Aún no hemos perdido la batalla.
EN LA ESTACIÓN de la Guardia Costera estadunidense situada en Governor's Island, en la Ciudad de Nueva York, el teniente Brian Krenzien analizó la señal de auxilio del Great American y logró determinar su posición exacta. Con la ayuda de una computadora, investigó si por aquellos mares andaba navegando algún navío que pudiera rescatar a los dos aventureros. El New Zealand Pacific le pareció el más indicado.
Por medio de satélite, Krenzien se comunicó con el capitán del barco, David Watt.
—Hemos recibido una señal de urgencia —le dijo Krenzien, y le indicó luego la ubicación de la balandra—. Le suplicamos que los busque de inmediato.
—Allá voy —respondió Watt.
A las 10:30 de la noche, Watt calculó que estaba en el sitio exacto del percance y activó varias veces la sirena del barco; pero no se escuchaba más que el aullido de la tormenta. "Esperaremos a que amanezca", ordenó a sus oficiales.
En ese momento, uno de los ingenieros advirtió una luz parpadeante en medio de la oscuridad. "¡Una luz!", gritó. "¡A estribor!"
DESDE EL CASILLERO, Wilson había percibido el sonido de la sirena. En seguida abrió la escotilla para mirar afuera y a menos de 500 metros de allí divisó las luces de un navío, oscilando velozmente.
Los dos tripulantes de la balandra hicieron señales con una lámpara de bolsillo y encendieron una luz de bengala. Observaron, hipnotizados, cómo el gigantesco buque tanque de por lo menos 240 metros de eslora se dirigía a ellos en la oscuridad. Un error de cálculo, y el Great American quedaría aplastado bajo las 41,000 toneladas del otro navío.
"¡Aquí viene!" , gritó Wilson. Cuando se acercó el New Zealand Pacific, unos marineros abrieron una puerta de piloto, seis metros arriba del nivel del mar. Los estadunidenses vieron que una escala de cuerda descendía de la puerta y que una red caía sobre la baranda. Con el impulso de una ola, la balandra subió como si fuera un ascensor. Ahora o nunca, pensó Wilson. "¡Ya!", gritó, y los dos hombres saltaron y se asieron a la red.
Una vez a bordo, sanos y salvos, vieron cómo el Great American se alejaba en la oscuridad de la noche. No hicieron ningún comentario porque tenían un nudo en la garganta.
Cuando desviaron la vista, un hombre les preguntó:
—¿Están heridos?
—No —respondió Wilson.
—Entonces, tendrán que acompañarnos a Holanda.
¿Y qué les contaremos a los niños? Esta pregunta inquietaba a Wilson al iniciar la travesía, que duraría 18 días. Seguramente solicitarían un informe las escuelas inscritas en el Reto Oceánico Estudiantil.
DESPUÉS DEL REGRESO, el cual transcurrió sin incidentes, Jack Lyons, profesor de una escuela de Portsmouth, Rhode Island, invitó a Richard Wilson a dar una conferencia acerca de su peligrosa odisea. A Lyons le sorprendió ver que aquel audaz aventurero era en realidad un hombre bastante tímido; mas, cuando Wilson tomó la palabra para dirigirse a los niños, desapareció el moderado hombre de negocios y en su lugar surgió el audaz marino, cuya narración del azaroso viaje cautivó a los niños.
"Nunca cedimos al pánico y nunca dejamos de luchar", concluyó Wilson. "¡Qué hermoso poder recordar algo así! Por lo pronto, es mejor que establecer una nueva marca".
—¿Lo intentarán otra vez? —le preguntó una voz infantil.
—Nos encantaría —respondió Wilson—. Es nuestra ilusión. Si tú tienes una ilusión, hazla realidad y no pierdas la fe. Tarde o temprano, lo lograrás.