Publicado en
noviembre 15, 2018
Cada pueblo y cada ciudad tienen sus propios ejemplos de valor, bondad y decencia. A continuación presentamos al lector a tres...
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ELEVÉ UNA PLEGARIA más esa noche cuando cerré "Our Place Deli & Games", nuestro nuevo restaurante en Gastonia, Carolina del Norte. Al día siguiente sería la gran inauguración, después de la última inspección sanitaria. Los bomberos de la estación ubicada junto a nuestro establecimiento dijeron que se esperaba que el huracán Hugo azotara la costa de Carolina esa noche, pero no le di mucha importancia al asunto, pues nos hallábamos a 300 kilómetros del Atlántico.
Cerca del amanecer, mi esposa, Jackay, me sacudió.
—Reb —me llamó—, ¡despierta! ¡Oí un fuerte golpe!
Por lá ventana vi que gran parte del patio trasero estaba cubierto de árboles caídos.
—No hay energía eléctrica—agregó Jackay.
—Será mejor que vayamos al restaurante —le dije.
A medida que nos aproximábamos a la ciudad, nuestras esperanzas se desvanecían. El viento había derribado los cables de electricidad, que ahora se posaban sobre árboles y casas. Los grandes anuncios publicitarios yacían rotos en el suelo.
Pero cuando llegamos al restaurante, encontramos todo intacto. Un ayudante del alguacil se acercó a nuestro automóvil.
—Pueden considerarse afortunados. Ustedes, la estación de bomberos y la gasolinera que está camino abajo son los únicos que tienen electricidad. Gastonia se halla en graves dificultades.
Ya en la tienda, telefoneé a la casa del inspector de salud.
—Es necesario abrir el restaurante —le expliqué—. Habrá muchos trabajadores de emergencia por aquí. Les va a hacer falta comida caliente.
—No puede usted abrir sin autorización—contestó el inspector—. Y yo no puedo entrar en la oficina.
—Debe de haber algo que podamos hacer —. Miré a Jackay.
—Regala todo —replicó ella.
En poco tiempo, los bomberos, los agentes de policía y los trabajadores de teléfonos y energía eléctrica entraban y salían, agradecidos por la comida caliente que les dábamos. Mientras comían, yo los oía hablar sobre lo que habían visto en la ciudad: una casa aplastada por un árbol, y gente de pie en sus jardines sin un lugar a donde ir.
No tardaron en unirse a los trabajadores que ocupaban nuestras mesas algunas familias y hombres de negocios. Entonces comenzó a ocurrir algo que nos llamó la atención. Mientras yo cocinaba y Jackay lavaba platos, la gente empezó a limpiar los mostradores y a barrer: no sólo los amigos, sino personas a las que nunca habíamos visto. Las radiodifusoras se enteraron de lo que estaba sucediendo, y poco después nos convertimos en una especie de centro de emergencias.
Las lecherías nos enviaban leche; otros establecimientos mandaban pan, frascos de mayonesa y cajas de refrescos. Y la población de Gastonia fue la que más generosidad mostró. Muchos habían comido ya en "Our Place", y apenas les restablecieron la energía eléctrica trajeron tartas de fruta caseras y platones repletos de "hamburguesas".
Esas primeras tazas de café y raciones de alimentos se multiplicaron hasta sumar miles de comidas. Nuestras pequeñas reservas aumentaron a 500 hogazas de pan y montones de tomates, cebollas y papas. Las personas que habían acudido a nuestro establecimiento eran ya como de la familia, y el pequeño edificio color de rosa se había transformado en un hogar acogedor. Ningún restaurante tuvo jamás una inauguración tan espléndida.
—Reb Wiesener, en Guideposts
EL RETO DE UN HIJO
UN SÁBADO por la tarde, en enero de 1989, Suzan Sharp, de 43 años, y su hijo de ocho, David, atravesaban un estacionamiento cubierto de nieve en Chippewa Falls, Wisconsin, cuando el bastón de Suzan resbaló en el hielo. La mujer cayó de cara en el aguanieve. David corrió a auxiliar a su madre.
—¿Estás bien, mamá?
Temblorosamente, la madre se incorporó.
—Sí; estoy perfectamente, cariño —replicó.
Hacía casi dos años que le habían diagnosticado esclerosis múltiple. Ahora se caía con mayor frecuencia. Cada trecho de hielo representaba una posible fractura de hueso. Me gustaría poder hacer algo, pensó el muchachito.
También David tenía sus problemas. El chico padecía de un impedimento del habla. En la escuela rara vez hacía preguntas o leía en voz alta.
Un día, su maestra anunció que les asignaría un trabajo especial.
"Cada uno de ustedes me presentará un invento" les dijo. Era para "¡Inventa, Estados Unidos!", un concurso nacional patrocinado por empresas estadunidenses a fin de fomentar la creatividad en los niños.
A David se le ocurrió una noche su idea para el concurso. Si tan sólo el bastón de su madre no resbalara en el hielo..., pensó. ¡Eso es!, se dijo David. Corrió a tomar el bastón.
—¿Y si lo arreglo de modo que sobresalga un clavo de la punta?
—Pero la afilada punta rayaría los pisos —respondió Suzan.
—No, mamá. Puedo hacerlo como un bolígrafo. Cuando quites la mano del botón, el clavo retrocederá.
Unas horas más tarde, el bastón estaba terminado. David y su padre, Jeff, observaron a Suzan atravesar con él 15 metros de hielo.
—¡Funciona! —exclamó la mujer.
En julio de 1989, David fue declarado ganador nacional en la ceremonia anual de "¡Inventa, Estados Unidos!", que se celebró en Washington, D.C. En el avión de regreso, Jeff entabló conversación con una señora de Minnesota. Ella también sufría de esclerosis múltiple. ¿Podría David hacerle un bastón igual a ese?
Al comenzar el chico a presentarse ante el público, se vio obligado a comunicarse con mayor claridad. Hoy David está casi curado de su dislalia. Así, el niño que antes tenía dificultad para expresarse, espera ahora empezar a fabricar bastones que ayuden a las personas que tienen dificultades para andar.
—Gary Johnson
EL HOMBRE DE LA ARMÓNICA
CUANDO JIM PRUSHANKIN sufrió un ataque cardiaco hace diez años, sus médicos le recomendaron tomar las cosas con calma y descansar. "Recordé cuánto me gustaba la armónica de niño", dice. Así, Prushankin, representante de una firma manufacturera, se convirtió en un ejecutante de la armónica, vuelto a nacer.
Ávido de compartir su alegría, comenzó a regalar armónicas y a aconsejar cómo tocarlas a soldados, empleados de oficina y cualquiera que pudiera beneficiarse de lo que él llama "la magia de la armónica". Después empezó a donar estos instrumentos, partituras, libros, grabaciones y su tiempo a escuelas, congregaciones de feligreses y asilos.
No hace mucho, Janet Poehlmann, maestra de escuela primaria, leyó en un periódico de su ciudad una declaración de Prushankin en el sentido de que cualquiera podía aprender a tocar la armónica. Eso parecía ser la solución para los alumnos de la señorita Poehlmann, todos ellos escolares de segundo grado, rezagados en lectura y escritura. La maestra llamó al "Hombre de la Armónica".
Al cabo de unas cuantas semanas de instrucción, los chicos dieron un concierto para sus padres y recibieron un entusiasta aplauso. "El concierto les dio mucha confianza en sí mismos", asegura Michael Webb, director de la escuela. "Pensaron: Caramba, si puedo aprender a tocar todas estas notas, tal vez pueda aprender a leer y a escribir con ortografía".
La mayoría de los niños se puso al corriente en su nivel escolar a finales del curso. "En mis 22 años de maestra", dice la señorita Poehlmann, "no había visto nada que influyera en los chicos de una manera tan positiva como la armónica... y el Hombre de la Armónica".
—Michael deCourcy Hinds, en el Times de Nueva York
"GUIDEPOSTS" (AGOSTO DE 1990), © 1990 POR GUIDEPOSTS ASSOCIATES, INC., DE CARMEL, NUEVA YORK; "TIMES" DE NUEVA YORK (181-1990), © 1990 POR THE NEW YORK TIMES CO., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK