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diciembre 13, 2016
Suele llamarse a la célula el elemento básico de la vida. En realidad, soy, es decir, somos la vida misma.
Por J.D. Ratcliff.
SOY ALGO semejante a una gran urbe. Cuento con docenas de centrales generadoras de energía, poseo una red de transportes y un refinado sistema de comunicaciones. Importo materias primas, manufacturo productos y dirijo un dispositivo de eliminación de desperdicios. Me rige un gobierno eficiente (en realidad una rígida dictadura) y vigilo mis barrios periféricos para mantener alejados a los cuerpos indeseables.
¿Todo esto en un elemento de mi tamaño? Se precisa de un buen microscopio para poder verme siquiera, y de un supermicroscopio para atisbar el interior de mi metrópoli. Soy, en fin, una célula; una de los 60 billones que hay en el organismo de Juan.* Suele llamarse a la célula el elemento básico de la vida. En realidad, soy la vida misma. Soy una de las células que, en forma de bastoncito, tapizan la retina del ojo derecho de Juan, y como tal hablaré en nombre de la inmensa población de que formo parte.
No hay lo que pudiéramos considerar como una célula "típica". Somos tan diferentes unas de otras, en cuanto a forma y funciones, como puedan serlo una jirafa y un ratón. Nuestro tamaño es muy variable, y la célula más grande que existe es el huevo de avestruz. Pero las hay tan pequeñas que un millón de ellas cabrían sin apretujarse en la cabeza de un alfiler. También nuestra forma es muy diversa: discos, bastones, esferas, etcétera.
Nosotras las células participamos en todo lo que hace Juan. Cuando él levanta una maleta, cree que es su brazo el que cumple esa tarea. En realidad son las células musculares, invisibles, las que se contraen. Si él se pregunta qué corbata deberá usar ese día, son sus células cerebrales las que ejecutan la necesaria operación mental. O consideremos lo que ocurre cuando se afeita: sus células nerviosas y musculares son las que hacen el trabajo en su totalidad. Y a propósito: los pelos faciales que se recorta, también son producto de la actividad funcional de otras células.
Mi función como célula en forma de bastoncito en la retina ocular es la de captar la luz tenue (la titilación de una estrella, pongamos por caso), amplificarla y convertirla en una señal eléctrica que luego envío al cerebro de Juan. Si llegan allí estas señales en cantidad suficiente, él "verá" la estrella.
Como cada una de nosotras (los 250 millones de células en forma de bastón que hay en los ojos de Juan) contenemos 30 millones de moléculas de pigmento sensible a la luz, es evidente que consumimos gran cantidad de electricidad. Para producirla dispongo de un millar de mitocondrias, centrales de energía superdiminutas en forma de salchicha, que utilizan combustible (azúcar), generan electricidad y dejan como residuo "cenizas" (agua y bióxido de carbono). En este complejo proceso químico las mitocondrias sintetizan una sustancia llamada trifosfato de adenosina. Se trata de la fuente energética universal de todos los seres vivos, desde el ruibarbo y las almejas hasta el ser humano.
Cuando se requiere energía para actividades fisiológicas tales como el latir del corazón, la expansión respiratoria del tórax, o simplemente para parpadear, el trifosfato de adenosina se descompone en sustancias más simples al mismo tiempo que libera energía. Mientras Juan siga viviendo, necesitará siempre energía y el compuesto que la genera, o sea, el trifosfato de adenosina. Aun durante el sueño más profundo, no cesa un instante la actividad del conjunto celular: hay combustiones celulares que conservan la temperatura del cuerpo, las células cerebrales descargan impulsos eléctricos que se convierten en los sueños, las células musculares del corazón se contraen para hacer circular la sangre. La desintegración (y también la síntesis) del trifosfato de adenosina es un proceso ininterrumpido.
Todas las células tenemos mitocondrias, con una notable excepción: los eritrocitos, o sea los glóbulos rojos de la sangre. Como no cumplen ninguna tarea de elaboración y como las arrastra el torrente sanguíneo, estas células no necesitan generar energía.
Quizá la máxima maravilla entre todas las células sea el óvulo femenino, tal como existió, por ejemplo, en el organismo de la madre de Juan. Una vez fecundada, esta sola célula se divide suscesivamente hasta que se forman los dos billones de células que integran el organismo del niño en el momento de nacer. Pero por extraordinaria que sea en sí misma esta multiplicación, lo verdaderamente asombroso es la enorme cantidad de información que hay almacenada en el óvulo fecundado. Este diminuto fragmento de materia viva contiene ya el proyecto para la construcción de esa compleja planta química que es el hígado. Almacena, en clave, información respecto al color del cabello, la textura de la piel y la talla del cuerpo. Sabe perfectamente cuál es el momento preciso en que deberá interrumpir el crecimiento del meñique. Ya desde el comienzo podría predecir cuál será la inteligencia que tendrá Juan años más tarde, cuáles las enfermedades a que estará propenso y cuál su aspecto físico general.
¿Cómo saben estos diminutos huevos (en los mamíferos los óvulos son más o menos del mismo tamaño en todas las especies) hacer de éste una ballena; de aquél un conejo y de otro más un ser humano? Es aquí donde encontramos una de las maravillas de la creación: el ácido desoxirribonucleico, que se acostumbra abreviar con las siglas ADN. Este compuesto es el dictador que nos gobierna a todas las células, el que ordena a nuestros componentes celulares cómo comportarse, cuáles sustancias elaborar, qué elementos se han de procurar y cuáles se evitarán.
Mi ADN puede compararse con un arquitecto cuya labor es trazar el plan maestro para la existencia. Este arquitecto, sin embargo, encomienda la tarea de la construcción a un contratista: el ácido ribonucleico, o ARN. En forma de moléculas, toda la información se "imprime" en las espirales gemelas y entrelazadas del ADN. El ARN "mensajero" se arrima a las espirales del ADN y obtiene así un duplicado del plano donde va especificado lo que se ha de hacer. En seguida comunica estas instrucciones a otra forma del ácido ribonucleico: el ARN "de traslado". Conforme a las instrucciones recibidas, este ARN comienza el trabajo de construcción, casi siempre elaborando una proteína entre los centenares que hay en el organismo de Juan. El ARN utiliza los veintitantos aminoácidos de que se componen las proteínas, y forma con ellos sartas, como collares de cuentas según el modelo especificado. El resultado puede ser una célula muscular pulsátil para el corazón de Juan, un músculo contráctil de las extremidades inferiores, que le permite andar, o cualquier otro elemento que el ácido desoxirribonucleico hubiera ordenado hacer.
Lo más curioso es que en el ADN de los bastoncitos de la retina de Juan está toda la información que hace falta para que se forme por completo... ¡un nene! El ADN existente en una célula del aparato auditivo puede, teóricamente, formar un pie. Ninguna de nosotras, las células, cometemos tales disparates, ya que en cada una está bloqueada gran parte de la plantilla del ADN. Por eso mi ácido desoxirribonucleico se concreta a hacer células en forma de bastoncitos para tapizar la retina de Juan, y nada más.
La división celular gracias a la cual se formó Juan, prosigue durante toda la vida. A cada segundo perecen millones de células, y al mismo tiempo se forman millones de ellas mediante el sencillo procedimiento de que una célula vieja se parta en dos para dar origen a dos nuevas células, réplicas exactas de su antecesora. Las células del tejido adiposo, que son más que nada elementos de almacenamiento, se reproducen muy lentamente. Las células de la piel, en cambio, se reproducen una vez cada diez horas. El cerebro es una notable excepción en esta constante renovación celular. En el momento de nacer Juan tenía ya el número máximo de células cerebrales que iba a tener durante toda su existencia. Las de su cerebro que se gastan o se lesionan mueren continuamente y nunca se reponen. Pero el excedente inicial era tan grande que Juan casi no se da cuenta de tal pérdida.
Las células elaboramos más de 600 enzimas, que son sustancias notabilísimas. Así, por ejemplo, por órdenes del ARN estos químicos magistrales sintetizan proteínas al instante y sin esfuerzo; les basta contar con las proteínas contenidas en un trozo de pescado para descomponerlas en sus elementos y reagrupar los aminoácidos para formar las proteínas humanas necesarias para la uña del pulgar de Juan, por ejemplo. Las enzimas celulares elaboran también hormonas asombrosamente complejas y anticuerpos encargados de combatir las enfermedades; desempeñan además funciones que superan la capacidad de los más talentosos químicos que haya en el mundo.
Tan extraordinaria como nuestra estructura interna es la pared celular externa. Mi membrana tiene un espesor de sólo 0.0000001 de milímetro. Hasta hace muy poco, los científicos pensaban que esta delgadísima cubierta no pasaba de ser una hermética bolsa de celofán. Pero con la ayuda del microscopio electrónico han podido advertir que se trata de uno de mis componentes más importantes. Desempeñando funciones similares a las de un portero, la membrana celular decide a qué debe darse entrada y a qué se le ha de negar. Asimismo, regula el medio interno de la célula, conservando en exacto equilibrio las sales minerales, los compuestos orgánicos, el agua y otros materiales. De este equilibrio depende en absoluto la conservación de la vida de cualquier organismo.
¿Cuáles son las materias primas que se precisan para elaborar una proteína? La membrana celular permite la entrada justamente a las que se necesitan, con exclusión de cualquier otra. Es obvio, pues, que cuenta con un refinado sistema de identificación.
Cada una de nosotras lleva algo como un marbete de identificación que las otras membranas celulares reconocen. Todo forastero o intruso es sencillamente ahuyentado de cada una de las colonias que integramos las células. Imagínese el lector lo que ocurriría si tolerásemos la presencia de elementos extraños. Una célula capilar podría dejarse caer en territorio donde yo habito y, como resultado, le saldrían a Juan pelos en los ojos. De la misma manera, le aparecerían verrugas en los riñones o le nacerían células hepáticas en los párpados.
La membrana celular parece tener también un sistema para comunicarse con otras células. Ignoro cómo funciona, pero es posible que lo haga mediante enzimas. El caso es que, si se fragmenta un corazón y se separan individualmente sus células, éstas pulsarán al azar, cada una con su propio ritmo. ¡Pero muy pronto todas estarán latiendo de nuevo al unísono! En alguna forma se establece una comunicación entre ellas.
Las hormonas también forman parte del sistema de comunicaciones por su papel de mensajeros químicos. Veamos un ejemplo: comienza a aumentar el azúcar en la sangre de Juan. El páncreas aumenta entonces su producción de insulina, la hormona que anuncia: "¡Aceleren la combustión de azúcar!" El torrente sanguíneo difunde esta orden de trabajo y las células la ejecutan. O bien, Juan decide cortar un poco de leña. Para hacerlo va a necesitar cierta cantidad de energía adicional. En este caso la glándula tiroides hace llegar a las células esta orden hormonal de trabajo: "Aceleren la producción de trifosfato de adenosina".
Nuestros grandes enemigos son los virus. Estos pequeños y fastidiosos parásitos carecen de mitocondrias y no son por tanto capaces de producir la energía que necesitan para vivir. De tiempo en tiempo nuestras membranas no cumplen bien su misión de guardianas y penetra un virus en el interior de la célula. El enemigo, teniendo ya energía a su disposición, comienza a reproducirse. Arrollada por las partículas del virus, la infortunada célula sucumbe. En seguida, los virus, ya en gran número, atacan a otras células. Aun en las infecciones virales más benignas perecen millares de células. De no ser por los diversos sistemas defensivos con que cuenta el organismo, los virus sencillamente se adueñarían de él, y muy pronto Juan dejaría de figurar entre los vivos.
Tal vez la mejor manera de resumir el caso de las células sea decir que es en nosotras donde tiene efecto todo lo que ocurre, desde el nacimiento de Juan hasta su muerte. Cómo es que los 60 billones de células de su organismo vivimos en perfecta armonía, desempeñando cada una con eficacia nuestras propias tareas, es algo verdaderamente admirable. Es nada menos que una maravilla. Quizá lo más maravilloso que existe.
*Juan es un hombre normal para sus 47 años de edad. En números anteriores de SELECCIONES ya han hablado de sí mismos otros órganos de su cuerpo.
ESTE artículo se basa en su mayor parte en entrevistas celebradas con el Dr. Humberto Fernández Morán, profesor de biofísica en la Universidad de Chicago.