LAS AVENTURAS DE THIBAUD DE LA JACQUIERE (Charles Nodier)
Publicado en
agosto 08, 2015
Jacques de la Jacquière fue elegido preboste de la ciudad debido a su generosidad y a la gran fortuna que había acumulado, sin dañar su honra y fama, a pesar de su condición de mercader. Jamás había dejado sin limosna a un pobre o sin ayuda a quien se la solicitaba.
Sin embargo, su hijo único Thibaud de la Jacquière era muy diferente, ya que se había convertido en un granuja contumaz, capaz de obtener las mejores ventajas de su belleza física. Se contaba que no había ventana de moza que no hubiera asaltado, ni hombre de armas del rey con el que no hubiese cruzado infinidad de juramentos y blasfemias. Precisamente, era oficial de estandarte en el ejército real. Allí por donde pasaba, ya fuese París, Fontainebleau u otras ciudades, siempre era recordado por sus perversiones.
Hasta que un día el rey, que era Francisco I, al sentirse harto de escuchar tantas críticas sobre la conducta del arrogante Thibaud, le mando de regreso a Lyon, a la mansión de sus padres, con el propósito de que le educasen mejor. Por aquellas fechas el generoso preboste residía en la plaza de Bellecour.
Ajeno a lo ocurrido, recibió a su hijo con el mayor entusiasmo. Hasta organizó un gran banquete, al que asistió toda la familia. Una vez consumidos los postres, se brindó porque Thibaud actuase en el futuro como un joven sensato, cauto y fiel cristiano. No obstante, estos votos tan nobles al arrogante no le causaron la menor impresión; añadiremos algo más: le provocaron un gran enfado. Por este motivo alzó una copa de oro, que antes había llenado de vino, y exclamó:
—¡Divina muerte del supremo Satanás! ¡Te ofrezco con esta bebida, tan roja como mi sangre, mi propia alma para que me la arrebates si alguna vez llego a ser más hombre de bien de lo que soy actualmente!
Al escuchar estas palabras todos los presentes se escandalizaron. Al momento se santiguaron como si estuvieran ante el mismo diablo, y no tardaron en abandonar la casa del preboste. Thibaud los siguió al poco tiempo, para ir a pasear por la plaza de Bellecour, donde terminó encontrándose con dos de sus viejos compinches, que eran tan malvados como él. Los tres se abrazaron efusivamente y, poco más tarde, ya estaban bebiendo en casa del preboste.
A partir de aquel momento, el joven arrogante se entregó a una vida disoluta, sin importarle estar amargando la existencia de su padre. Hasta que éste decidió encomendarse a San Jaime, su patrón de siempre, a cuyos pies encendió un cirio de diez libras, que había sido adornado con un par de abrazaderas de oro, cada una de las cuales pesaba unos cinco mares. Sin embargo, al ir a colocar bien la ofrenda, se le cayó el cirio al suelo, con lo que arrastró una lámpara de plata, que ya estaba ardiendo ante la imagen del santo. El infeliz interpretó el suceso como el peor de los presagios, por este motivo regresó a su mansión abatido y casi llorando.
Aquel mismo día, Thibaud invitó de nuevo a sus dos compinches. En el instante que comenzaba a caer la tarde, salieron a dar un paseo por la plaza de Bellecour y por las calles más próximas, a la espera de encontrar un motivo que les divirtiese. Sin embargo, cuando la noche se había vuelto muy oscura, comprendieron que no verían a muchacha o mujer a la que importunar.
Al sentirse muy impaciente por lo que consideraba un fracaso, Thibaud gritó igual que una fiera rabiosa:
—¡Divina muerte del gran Satanás! ¡Juro que pondré mi alma; y toda mi sangre, en tus manos, si la suprema diablesa, tu hermosa hija, aparece aquí mismo y consiente ser amada y gozada por mí!
La sacrílega proclama enfadó en gran manera a sus dos compinches, debido a que nunca se habían considerado tan perversos como para llegar a ese extremo. Al final, uno de ellos comentó:
—Mi estimado compañero, ten en cuenta que Satanás, al ser el peor enemigo de los seres humanos, ya nos causa los suficientes males, sin que tú debas provocarle al utilizar su nombre de esa manera.
No obstante, el maligno Thibaud replicó furioso:
—Aunque no te lo creas, estoy dispuesto a cumplir mi promesa al pie de la letra.
Poco más tarde, vieron aparecer por una calle cercana a una joven señora, que llevaba la cara tapada con un velo, el cual no ocultaba su gracia y su fascinante hermosura. Un servidor negro le acompañaba: Y éste dio un tropezón, cayó al suelo y se le rompió la linterna que había sostenido con la mano derecha. Esto supuso que ella quedase desconcertada, sin saber qué hacer de lo asustada que se sentía. Thibaud corrió a su lado, y se ofreció a ayudarle haciendo gala de la educación propia de un conquistador: ofrecer su brazo para acompañarla a casa. La joven dama dudó unos momentos, hasta que consintió. Entonces, el arrogante se volvió hacia sus compinches y les susurró:
—Como estáis viendo, Satanás ha tardado muy poco en responder a mi invocación... ¡Buenas noches, compañeros!
La pareja de malvados entendió fácilmente lo que se les decía, de ahí que se alejaran sin dejar de reír.
Mientras tanto, Thibaud volvía a ofrecer su brazo a la bella dama. Juntos comenzaron a andar por las calles oscuras. El pequeño servidor negro iba detrás, llevando apagada la linterna. Quizá fuese esto lo que mantenía tan inquieta a la joven, lo que le obligaba a detenerse, sin dejar de suspirar. Pero al contar con una ayuda tan segura, se fue reponiendo lentamente. Por último, se sujetó con fuerza al brazo de Thibaud y, acto seguido, cada vez que parecía dar un paso en falso, hacía más estrecho el contacto entre los cuerpos.
Sin embargo, como caminaron durante tanto tiempo, Thibaud comenzó a pensar que se habían perdido por las callejas de los suburbios de Lyon. Idea que no le desagradó del todo, ya que estaba seguro de que al final podría conquistar a la bellísima desconocida. Para ello necesitaba conocer algo sobre su identidad, por eso le invitó a tomar asiento en un banco de piedra que encontraron en medio de una plaza solitaria. Ella aceptó; y los dos quedaron muy juntos. Thibaud cogió una mano de la fémina y, después, le suplicó con esa galantería tan suya que le confiase quién era. La joven se mostró extrañada, al principio; sin embargo, dando muestras de que casi se hallaba recuperada de su anterior indecisión, comenzó a contar:
—Mi nombre es Orlandine. Bueno, era así como me llamaban las pocas gentes que compartían conmigo el castillo de Sombre, que está situado en los Pirineos. En esos parajes al principio nada más que me comunicaba con una señora de compañía, que era medio sorda, y con una sirvienta tartamuda del todo, a la que más le hubiese valido ser muda debido a la imposibilidad de mantener una charla con ella, por corta que fuese. También había allí un portero ciego. Os diré que este hombre tenía muy poco trabajo, ya que sólo abría la puerta del castillo una vez al año. Entonces aparecía un caballero, que llegaba a mi lado y me acariciaba el rostro, sin dejar de hablar con mis dos acompañantes. Por cierto, de las palabras que se cruzaban no podía enterarme, ya que utilizaban el vascuence, que yo he tardado mucho en conocer. Cómo agradezco a Dios que se me hubiera enseñado a hablar en el momento que fui encerrada en aquella prisión, ya que estoy convencida de que allí me hubiese vuelto muda. En lo que se refiere al portero, únicamente le podía ver en el momento que nos pasaba la comida por entre las rejas de la única ventana de nuestras míseras habitaciones. Si he de seros sincera, la señora que hacía de ama de llaves, se cuidaba de gritarme al oído unas singulares lecciones de moral, que me dejaban más confusa que antes. Por ejemplo, si me hablaba de los peligros del matrimonio, nunca tenía la precaución de explicarme antes qué era el matrimonio. Además, mi criada se empeñaba, con demasiada frecuencia, en querer contarme sucesos que ella consideraba muy importantes; sin embargo, al no poder continuar más allá de la segunda frase, debido a su tartamudez, debía callarse a los pocos minutos. Luego se alejaba pidiéndome disculpas, aunque, a los pocos días, volvía a intentar narrarme no sé qué historias, de las que sólo podía enterarme de las primeras palabras.
»Ya le he hablado de un caballero que venía a visitarme una vez al año. En el momento que alcancé la edad de quince años, este personaje me sacó del castillo, para meterme en una carroza. Iba conmigo mi señora de compañía. Creo que estuvimos viajando unos tres días seguidos. En la tercera noche, más bien sería el crepúsculo, dejamos la carroza. Parece que estoy viendo ahora al personaje que abrió la puerta y nos informó de lo siguiente:
»—Acaban de llegar ustedes a la plaza de Bellecour. Ahí delante tienen la casa del preboste Jacques de la Jacquière. ¿Dónde quieren que las lleve?
»—A la primera puerta cochera de esta calle, precisamente la que se encuentra al lado de la mansión del preboste —indicó mi señora de compañía».
Entonces, Thibaud cayó en la cuenta de que la bella desconocida se estaba refiriendo a la casa del señor Sombre, que era un gentilhombre con fama de ser muy celoso.
—Así que entramos en esa puerta cochera —siguió diciendo Orlandine—. Precisamente allí hay una gran escalera de mármol, por la que subimos para llegar a unas espléndidas habitaciones; después recorrimos un pasillo muy oscuro, que nos condujo a una escalera de caracol. Por ésta accedimos a una torre bastante elevada, cuyas ventanas alguien había ocultado con unas gruesas cortinas verdes. El lugar se hallaba bien iluminado. Luego de indicarme que me acomodase en una lujosa butaca tapizada de negro terciopelo, mi señora de compañía puso en mis manos su rosario, diciéndome que yo estaba obligada a emplear la mayor parte de mi tiempo en la oración y en realizar obras de caridad. Por último, salió de allí, no sin antes cerrar la puerta con dos vueltas de llave.
»En el momento que me encontré sola, arrojé al suelo el rosario, busqué unas pequeñas tijeras que llevaba ocultas en mi corsé y, acto seguido, procuré hacer varias aberturas en una de las cortinas verdes que tapaban la ventana de la torre. Pero me cuidé de que pudieran quedar bien disimuladas, ya que pretendía dejar una especie de “mirador”. Gracias a éste, cierta noche pude contemplar, a través de una de las ventanas de la casa del preboste, como en una estancia bien iluminada estaban cenando tres jóvenes caballeros y tres señoritas. Todos no cesaban de cantar, beber, reír, abrazarse y juntar sus bocas en unos contactos muy apretados...».
Como Orlandine aportó algunos otros datos sobre aquella escena que pudo ver, Thibaud a punto estuvo de romper a reír, ya que acababa de escuchar la descripción de una de las frecuentes orgías que él se cuidaba de montar en casa de su padre, siempre que éste abandonaba la ciudad durante varios días.
—Me hallaba yo tan ensimismada con todo lo que aquellos caballeros y señoritas hacían —siguió contando Orlandine—, cuando escuché, de pronto, que alguien abría la puerta de mi habitación. Rápidamente recogí el rosario del suelo y me senté en la butaca. Pronto tuve delante a mi señora de compañía. Esta me cogió de la mano, sin hablar, y me condujo hasta la carroza. Una vez nos acomodamos en el interior de la misma, cruzamos toda la ciudad. Precisamente, nos detuvimos en una cabaña que ha sido construida en uno de los barrios de las afueras. El lugar está muy bien amueblado y resulta bastante acogedor, como podréis comprobar personalmente, ya que pronto estaremos allí. Mi negro servidor acaba de encender la linterna, y podrá guiarnos por el mejor camino.
—¡Oh, mi hermosa dama perdida! —dijo el arrogante Thibaud, a la vez que besaba galantemente una mano de la joven—. Me encantaría saber si vive usted sola en esa cabaña.
—Sí, allí ni siquiera se encuentra mi vieja señora de compañía —contestó la joven—. Este negrito vive en una casita cercana. Le diré que el caballero que me llevó hasta allí, acaba de enviarme un mensaje para que me reúna con él dentro de unas dos horas. Me espera en casa de una de sus hermanas. Dado que le resultaba imposible mandarme su carroza, ya que la necesitaba para ir a recoger a un sacerdote, tomé la decisión de ir a pie. Pero, en el momento que mi señora de compañía y yo íbamos por una calle cercana a donde usted y yo nos encontramos, un sujeto me agarró de un brazo para dedicarme una serie de piropos. Dado que mi acompañante es sorda, pensó que el extraño me estaba ofendiendo, por lo que comenzó a gritarle que me dejase en paz. Como estuvo insultándole durante bastante tiempo, llegaron allí varias personas, algunas de las cuales intervinieron con sus opiniones. Esto dio pie a un gran tumulto. Dado que sentí miedo, no dudé en escapar de allí. Mi servidor negro me siguió corriendo. Por eso tropezó y rompió la linterna. Un suceso que usted debió presenciar ya que fue a coincidir con nuestro encuentro. Así me cupo el honor de conocerle...
Thibaud se sintió tan halagado que se dispuso a contestar con una galantería; pero tuvo que callarse ante la llegada del pequeño servidor negro. En seguida se pusieron en camino, para entrar en la cabaña aislada a los pocos minutos. Antes el servidor había abierto la puerta con una llave que llevaba sujeta en el cinturón.
Toda aquella casa había sido amueblada con lujo, pues entre los muebles construidos con maderas nobles, destacaban unos sillones tapizados de terciopelo de Genes con franjas rojas. Al fondo se veía un lecho espacioso cubierto de muaré de Venecia. Como es lógico, la decoración sólo retuvo la atención de Thibaud unos segundos, ya que todo su interés de conquistador se hallaba centrado en la bellísima Orlandine.
En aquel instante el pequeño negro sirvió la cena en una mesa, que antes había cubierto con un mantel dorado. Mientras realizaba este trabajo, el arrogante hijo del preboste se pudo dar cuenta de que aquel personaje no era un jovencito, sino un viejo enano, de piel negra y con el rostro más horrible del mundo. Precisamente, semejante engendro llegó ante ellos llevando una bandeja, en la que portaba cuatro perdices bien cocinadas y una botella de un caro vino. La pareja se sentó ante la mesa.
No había tomado Thibaud nada más que unos pedazos de carne, a la vez que bebió unos sorbos de vino, cuando advirtió que su sangre se había transformado en una especie de lava de volcán, necesitada de erupcionar de la forma más rápida. Fue como si estuviera siendo poseído por una fuerza sobrenatural. Al mismo tiempo, Orlandine no dejaba de observarle con el rostro muy tranquilo, dando cuenta de una perdiz. En ocasiones sonreía candorosamente; mientras que otras sus ojos parecían estar llenos de perversidad.
Dos situaciones tan dispares, que el joven conquistador no supo interpretar. Por último, volvió a aparecer el negro servidor, retiró la comida y el mantel y, al momento, se alejó como lo hacen las sombras. En aquel preciso instante, ella cogió la mano derecha de Thibaud y le susurró:
—Dígame, mi precioso caballero, ¿ha preparado usted algún plan para que los dos pasemos esta velada? Bueno, en vista de que no se decide, permita que someta a su opinión una idea que acaba de ocurrírseme. En la otra pared se encuentra un espejo. Vamos a ponernos enfrente, así jugaremos a realizar comparaciones, con las que yo acostumbraba a divertirme en el castillo de Sombre. Me entretenía mucho comprobar que mi señora de compañía resultaba tan distinta a mí. Ahora deseo comprobar en cuantas cosas nos diferenciamos usted y yo.
En el acto Orlandine colocó unas sillas delante del gran espejo. Acto seguido, se atrevió a aflojar el ancho lazo que Thibaud llevaba en el cuello; al mismo tiempo, le decía:
—Tiene usted una garganta bastante parecida a la mía. También nos parecemos en las espaldas. Sin embargo, si nos fijamos en los pechos, ¡cómo se acentúa nuestra diferencia! El año pasado mi pecho casi era similar al suyo, pero engordé y adquirió otras proporciones... ¿Verdad que ahora resulta más bello? ¡Vamos, quítese el cinturón, el jubón y todos esos cordones... Quédese desnudo, como yo lo estaré dentro de unos segundos...!
Thibaud ya fue incapaz, de aguantar ni un momento más. Cogió a la mujer por la cintura y la dejó caer sobre el lecho, que seguía cubierto con el muaré de Venecia. Más tarde, al encontrarse cabalgando sobre su presa se consideró el hombre más dichoso de la tierra. Sin embargo, la sensación de dominio, unida al placer, le duró el tiempo de un relámpago...
Porque acusó el impacto de unas garras afiladas que se clavaban en su espalda. Entonces se dio cuenta de lo infeliz que había sido... Preso de la impotencia, debido a que una repentina debilidad le había obligado a rodar sobre la cama, comenzó a vociferar suplicando ayuda a Orlandine... Sin embargo, ésta ya no se encontraba cerca. En su lugar contempló un conjunto de formas repulsivas, diabólicas y espectrales...
—Ya no soy la dama que tú conociste —musitó el monstruo, con una voz brotada de las negruras de ultratumba—. ¡Llámame Satanás!
En una postrera reacción defensiva Thibaud pretendió pronunciar el nombre de Jesús... ¡Pero su enemigo se le anticipó al morderle la garganta con unas fauces de lobo hambriento, con lo que le seccionó las cuerdas bucales de una sola dentellada...!
A la mañana siguiente, unos vendedores de legumbres, que marchaban al mercado de Lyon, escucharon unos lamentos en el momento que pasaban junto a una granja abandonada. Allí mismo se encontraba el vertedero de la ciudad. Entraron en el lugar, para encontrarse con el cuerpo de Thibaud, agonizando sobre el cadáver de un animal corrompido. Luego de ponerse unos pañuelos sobre las bocas y las narices, para soportar mejor el hedor nauseabundo, llevaron el cuerpo del infeliz a casa del preboste.
El desgraciado caballero de la Jacquière identificó a su hijo nada más verle, por eso ordenó que lo depositaran en una cama. En el momento que lo dejaron tumbado, pareció recobrar la lucidez mental, ya que susurró una frase:
—Por favor, abran la puerta de esta casa a ese santo ermitaño que viene a socorrerme...
Al principio ninguno de los presentes consiguió comprender lo que estaba diciendo. Tuvo que ser el preboste quien corriera para abrir la puerta del dormitorio, por la que pudo entrar un anciano religioso, el cual solicitó humildemente que le dejaran a solas con el agonizante Thibaud. Así lo hicieron los mercaderes y el padre del infeliz ex conquistador.
Acto seguido, pudieron escuchar la voz del ermitaño dando consejos al joven que ya nunca sería arrogante, exhortándole. También oyeron los susurros del infeliz Thibaud.
En el mismo instante que se apagaron las palabras, los tres entraron en el dormitorio. Sorprendentemente, el religioso había desaparecido; sin embargo, sobre el lecho se encontraba el cadáver del hijo del preboste, el cual tenía un crucifijo entre las manos.
Fin
Charles-Emmanuele Nodier nació en 1780. Hombre de una gran cultura, sus primeros libros los dedicó a la entomología. Sin embargo, en el momento que se instaló en París se entregó al ensayo, con obras como Pensées de Shakespeare y, luego, se dedicó por completo a la novela, que trató de una forma que podemos considerar clásica.
No le sucedió lo mismo al comenzar a escribir cuentos o relatos, porque entonces se fijó en el mundo interior de los hombres. Le importaba mucho el origen de las pasiones, la evolución de las conductas y, sobre todo, los sueños como una especie de deformación de la realidad, sin dejar de ponerla en evidencia. También se interesó por el destino, que interpretó como un sendero que estamos obligados a recorrer aunque no lo deseemos, atados a nuestros compromisos, que nunca podemos creer que dejarán de pagar una factura. Esto queda muy claro en el relato que incluimos en nuestro libro.
Por último, es interesante resaltar que Nodier fue el pionero en Francia, lo mismo que en casi toda Europa, de los argumentos en los que el sueño y la locura se hallan entrelazados, con lo que se anticipó al psicoanálisis. Este creador murió en 1844.