UN PASAJE A TRANAI (Robert Sheckley)
Publicado en
julio 27, 2014
Un hermoso día de verano, cierto joven alto y delgado, modestamente vestido, entró a las oficinas de la Agencia de Viajes Interestelares. Sin vacilar, pasó junto al vistoso póster que iluminaba las fiestas de la cosecha en Marte. La enorme foto mural, donde se veían los bosques danzantes de Triganium, no le llamó la atención. Ignoró también el cuadro, algo sugestivo, sobre los ritos de la Aurora en Ofiuchi II y se dirigió al escritorio del agente de reservas.
—Quisiera reservar un pasaje a Tranai —dijo el joven.
El agente cerró su ejemplar de la revista 'Inventos Necesarios' y arrugando el ceño dijo:
— ¿Tranai? ¿Tranai? ¿No es uno de los satélites de Kent IV?
—No —replicó el joven—. Tranai es un planeta que gira en torno al sol del mismo nombre. Quiero reservar un pasaje para ir allí.
—Nunca lo oí nombrar.
El agente tomó un catálogo de astros, una carta estelar simplificada y un ejemplar de Rutas Espaciales Secundarias.
—Bueno —dijo, todos los días se aprende algo nuevo. Usted quiere un pasaje a Tranai, señor... ¿cuál es su nombre?
—Goodman. Marvin Goodman.
—Señor Goodman. Bueno, parece que Tranai es el punto más distante de la Tierra dentro de la Vía Láctea. Nadie viaja más allá.
—Lo sé. ¿Puede conseguirme un pasaje? —preguntó Goodman, con un deje de entusiasmo contenido en el tono de su voz. El agente meneó la cabeza. —Es imposible. Ni siquiera los vuelos fuera de programa llegan hasta allí.
— ¿Cuál es el punto más próximo donde puedan dejarme?
El agente le dedicó una sonrisa triunfante.
— ¿Para qué tomarse tantas molestias? Puedo enviarlo a un planeta que posee cuanto usted pueda encontrar en Tranai, con las ventajas adicionales de su mayor proximidad, costos de oferta, hoteles decentes, excursiones...
—Voy a Tranai —replicó Goodman, sombrío.
—Pero no hay forma de llegar allí —explicó el agente, con impaciencia. ¿Qué busca allí? Tal vez yo pueda ayudarle.
—Puede ayudarme si me reserva un pasaje hasta...
— ¿Quiere aventuras? —preguntó el hombre, apreciando de un vistazo el físico poco atlético de Goodman y su aspecto de estudioso—. Permítame sugerirle Africanus II; es un mundo primitivo, lleno de tribus salvajes, tigres—sable, helechos devoradores de hombres, arenas movedizas, volcanes activos, pterodáctilos y todo eso. Las expediciones parten de Nueva York cada cinco días y combinan el colmo del peligro con una absoluta seguridad. Si no vuelve con una cabeza de dinosaurio, se le reembolsa el dinero.
—Tranai —dijo Goodman.
— ¡Humm! —murmuró el empleado, con una mirada apreciativa a los labios firmes de Goodman y a sus ojos inexpresivos—. Tal vez usted se siente cansado de las restricciones puritanas de la Tierra. En ese caso, permítame sugerirle un viaje a Almagordo III, la Perla del Cinturón Austral. Nuestro plan de diez días, con todos los gastos incluidos, comprende un paseo a través de las misteriosas kasbas almagordianas, visitas a ocho clubs nocturnos (con la primera copa por nuestra cuenta), una excursión a una fábrica de zintal, donde podrá comprar cinturones, zapatos y agendas de zintal a precios bajísimos y sendas visitas a dos destilerías. Las muchachas de Almagordo son hermosas, vivaces y de una ingenuidad refrescante. Consideran al turista como la raza humana mejor y más deseable. Y además...
—Tranai —dijo Goodman—. ¿Hasta dónde pueden acercarme?
El empleado, abatido, sacó una tira de boletos.
—Puede tomar la Reina de la Constelación hasta Legis II y allí transbordar a la Esplendor de la Galaxia, que le llevará hasta Oumé. En ese sitio tendrá que tomar una nave local que hace escala en Machang, Inchang, Pankang, Lekung y Ostra y lo dejará en Tung-Bradar IV, si no se descompone por el camino. Después, un vuelo fuera de programa lo llevará más allá del Remolino Galáctico (siempre que logre atravesarlo), hasta Aloomsridgia, desde donde podrá llegar hasta Bellismoranti con la nave correo.
Creo que la nave correo aún funciona. Con eso estará a mitad de camino. Desde allí en adelante, tendrá que arreglárselas.
—Muy bien —repuso Goodman—. ¿Puede tener mis formularios listos para esta tarde? El empleado asintió.
—Señor Goodman —preguntó, desesperado—, dígame ¿qué clase de lugar es ese Tranai?
Goodman esbozó una sonrisa beatífica.
—Una utopía —respondió.
Marvin Goodman había pasado casi toda su vida en Seakirk, Nueva Jersey, ciudad controlada por uno u otro mandamás político durante casi cincuenta años.
La mayor parte de sus habitantes eran indiferentes al espectáculo de corrupción administrativa, tanto en los altos cargos como en los de menor importancia; no reparaban en el juego, en las guerras del hampa ni en el alcoholismo de los adolescentes. Estaban acostumbrados a que las rutas se hallaran en pésimo estado, los viejos depósitos de agua estallaran, las plantas de energía se vinieran abajo y los edificios decrépitos se derrumbaran. Mientras tanto, los amos construían casas propias cada vez mayores, piscinas más suntuosas y establos más cálidos. La gente estaba habituada. Pero Goodman no.
Era un cruzado innato. Por lo tanto, escribió artículos críticos que nunca se publicaron, envió al Congreso cartas que nunca fueron recibidas, apoyó a candidatos honrados que nunca resultaron electos y organizó la Liga para el Mejoramiento Cívico, la de Enemigos del Gangsterismo, la Unión de Ciudadanos Pro—Honestidad Policial, la Asociación contra el Juego, la Comisión Pro— Igualdad Femenina Frente al Trabajo y otras diez o doce sociedades semejantes.
Sus esfuerzos no rindieron ningún fruto. La gente era demasiado apática para tomar interés. En cuanto a los políticos, se limitaban a reírse de él, cosa insoportable para Goodman. Por último, para completar sus problemas, su novia lo dejó por un joven barullero que usaba una escandalosa chaqueta deportiva y cuya única virtud era poseer casi todas las acciones de la Compañía Constructora Seakirk.
Fue un golpe definitivo. A la muchacha no pareció importarle el hecho de que la CCS utilizara cantidades desproporcionadas de arena para hacer el cemento, ni que disminuyera en varios centímetros el grosor de las vigas de acero. Tal como ella decía:
« ¡Oh, bueno, Marvie! ¿qué importa? Así son las cosas. Tienes que ser práctico.»
Goodman no tenía intenciones de ser práctico. Se dirigió inmediatamente al bar Claro de Luna, propiedad de Eddie; allí, entre un trago y otro, empezó a considerar los atractivos de una choza de paja en el verde infierno de Venus.
En ese momento entró al bar un anciano erguido, de rostro aguileño. Su condición de marino espacial era evidente, dado el modo en que andaba, como si la gravedad le molestara, por su palidez, por las heridas provocadas por la radiación y la agudeza de sus ojos grises.
Un especial Tranai, Sam —pidió al barman.
—En seguida, Capitán Savage.
— ¿Tranai? —murmuró involuntariamente Goodman.
—Tranai —confirmó el capitán—. Nunca la ha oído nombrar, ¿verdad, hijo?
—No, señor —confesó Goodman.
—Bueno, hijo —dijo el Capitán Savage—, hoy me siento un poco parlanchín, así que le contaré la historia de Tranai la Bendita, perdida más allá del Remolino Galáctico.
Los ojos del capitán se llenaron de niebla y una sonrisa suavizó la línea sombría de sus labios.
—En aquellos días éramos hombres de hierro y tripulábamos naves de acero. Yo y Johny Cavanaugh y el Rana Larsen habríamos llegado hasta el mismo infierno para conseguir media carga de terganio. Y en caso de faltarnos hombres, éramos capaces de emborrachar al mismo Belcebú para embarcarlo como ayudante de calderas. Eran los tiempos en que el escorbuto espacial se llevaba un hombre de cada tres y el espíritu del gran Dan McClintock asolaba los espacios. En el Asteroide 342-AA estaba la taberna de Molly Gann; se llamaba el Gallo Rojo y un vaso de cerveza costaba quinientos dólares terrestres. Y uno los pagaba, porque en quince millones de kilómetros no había otro lugar donde beber algo. En aquellos días, los Scarbies todavía cortaban camino por el Risco Estelar y las naves con destino a Prodengum tenían que tomar por el desvío Swayback.
Ya se podrá imaginar, hijo, cómo me sentí cuando un buen día llegué a Tranai.
El viejo capitán trazó un cuadro de los grandes días de naves frágiles contra un cielo de hierro; naves que llevaban destinos lejanos, siempre lejanos, hacia los remotos límites de la galaxia.
Y allí, en el mismo borde de la Nada, estaba Tranai.
Tranai, allí donde había sido hallado el Camino y donde los hombres ya no necesitaban atarse al Timón. Tranai la Generosa, una sociedad pacífica, creativa, sin santos, ni ascetas, ni intelectuales, pero sí con gente común que había alcanzado la utopía.
Durante una hora, el capitán Savage habló de las maravillas multiformes de Tranai. Al terminar su historia, se quejó de que tenía la garganta seca y Goodman pidió otro Especial de Tranai para él y uno para sí. Mientras sorbía la exótica mezcla de color gris verdoso, también él se perdió en los sueños. Finalmente, con mucha suavidad, preguntó:
— ¿Por qué no retorna allí, capitán?
—Sufro de gota espacial —replicó el anciano, meneando la cabeza—. Estoy anclado sin remedio. En aquellos días no sabíamos mucho de esta medicina moderna. Para lo único que sirvo es para trabajar en tierra firme.
— ¿Qué empleo tiene?
—Soy capataz de la Compañía Constructora Seakirk —respondió el hombre, suspirando—. Yo, que una vez capitaneé una máquina de cincuenta tubos... ¡Y qué modo de hacer el cemento, esa gente! ¿Tomamos una copita a la salud de la bella Tranai?
Tomaron varias copas. Cuando Goodman salió del bar, estaba decidido. En algún lugar del Universo habían encontrado el modus vivendi, la solución adecuada para el viejo sueño del hombre: la perfección.
No se conformaría con menos.
Al día siguiente renunció a su puesto como diseñador en la Fábrica de Robots East Coast y retiró sus ahorros del banco.
Iría a Tranai.
Tomó la Reina de la Constelación hasta Legis II y la Esplendor de la Galaxia hasta Oumé. Tras detenerse en Machang, Inchang, Pankang, Lekung y Ostra (pequeños puertos sin atractivo alguno), llegó a Tung-Bradar IV. Cruzó el Remolino Galáctico sin problemas, y desembarcó finalmente en Bellismoranti, donde terminaba la influencia terrícola.
Por una tarifa exorbitante, una nave local lo llevó hasta Dvasta II. Desde allí, viajó en un carguero hasta el doble planeta Mvanti, más allá de Seves, Oigo y Mi. Allí quedó anclado durante tres meses y aprovechó ese tiempo para tomar un curso hipnopédico del idioma tranaiano. Finalmente contrató un piloto particular que lo llevara hasta Ding.
En Ding lo arrestaron, tomándolo por un espía higastomeritrano, pero logró escapar escondido en un cohete cargado con minerales que iba hacia g'Moree. En g'Moree debió someterse a tratamiento médico por congelación, envenenamiento cardíaco y quemaduras superficiales por radiactividad. Al fin consiguió pasaje a Tranai.
Cuando la nave dejó atrás las lunas de Doé y Ri para descender en Puerto Tranai, le pareció estar soñando. En cuanto abrieron las esclusas, Goodman se encontró en un estado de profunda depresión. En parte se debía al simple agotamiento, inevitable después de un viaje semejante. Pero más aún, se debía al súbito pánico de que Tranai resultara un fraude.
Había cruzado toda la Galaxia debido a las leyendas de un viejo piloto espacial. Pero ahora todo aquello parecía imposible. Habría sido más factible hallarse en Eldorado.
Desembarcó. Puerto Tranai parecía una ciudad bastante agradable. Las calles eran muy transitadas y en los negocios se apilaba la mercadería. Los hombres con quienes se cruzó eran muy similares a los humanos de cualquier parte y las mujeres le resultaron bastante atractivas.
Pero allí había algo extraño, algo sutil, algo que no estaba bien. Algo extraño. Le llevó un rato comprender de qué se trataba.
Había al menos diez hombres por cada mujer entre los transeúntes. Y, para mayor extrañeza, prácticamente todas las mujeres que vio eran menores de dieciocho años o mayores de treinta y cinco. ¿Qué había ocurrido con las mujeres de diecinueve a treinta y cinco años? ¿Algún tabú les prohibía aparecer en público?
¿O quizá habían sido víctimas de alguna peste?
Ya lo averiguaría.
Se dirigió al Edificio Idrig, donde se cumplían todas las funciones gubernamentales y se presentó en las oficinas del Ministerio de Asuntos Exteriores. En seguida lo hicieron pasar.
La oficina era pequeña y muy desordenada; el papel de las paredes estaba cubierto por extrañas manchas azules. Lo que llamó de inmediato la atención de Goodman fue un rifle de alto poder, con mira telescópica y silenciador, colgando amenazadoramente en una pared. No tuvo tiempo para pensar mucho al respecto, pues el ministro saltó de su asiento para estrecharle vigorosamente la mano.
Era un hombre macizo y alegre, de unos cincuenta años. En torno a su cuello usaba la pequeña medalla estampada con el sello tranaiano: Un rayo de luz sobre una espiga de trigo. Goodman supuso, correctamente, que sería un sello oficial del despacho.
—Bienvenido a Tranai —dijo el ministro, calurosamente. Apartó una pila de papeles de una silla e indicó a Goodman que tomara asiento.
—Señor ministro —comenzó Goodman, en tranaiano formal.
—Me llamo Den Melith. Llámame Den. Aquí somos muy informales. Pon los pies sobre el escritorio y siéntate como en tu casa. ¿Un cigarro?
—No, gracias —dijo Goodman—. Señor Min... ejem, Den, vengo desde Tierra, un planeta que usted habrá oído nombrar, sin duda.
—Claro que sí —dijo Melith—. Un lugar medio nervioso y apresurado ¿no es así? Sin intención de ofenderte, por supuesto.
—Por supuesto. Esa es exactamente mi opinión sobre la Tierra. La razón que me trae aquí...
Goodman vaciló, temiendo que resultara ridícula, pero continuó:
—Bueno, he oído relatos con respecto a Tranai. Ahora que lo pienso, parecen exagerados. Pero si a usted no le es molesto, quisiera preguntarle...
—Pregunta lo que quieras —dijo Melith, expansivo—. Te responderé sin rodeos.
—Gracias. Me dijeron que en Tranai no ha habido guerras de ninguna especie durante más de cuatrocientos años.
—Seiscientos —corrigió Melith—. Y no hay ninguna en perspectiva.
—Alguien me dijo que en Tranai no hay crímenes.
—De ninguna especie.
—Y, por lo tanto, no existen fuerzas policiales, ni tribunales, ni jueces, ni comisarios, agentes de tráfico, verdugos, ni investigadores gubernamentales. No hay prisiones, reformatorios ni otros sitios de encarcelamiento.
—No hacen falta —explicó Melith—, dado que no hay crímenes.
—Me han dicho que en Tranai no hay indigentes.
—No, que yo sepa —dijo alegremente Melith—. ¿Seguro que no quieres un cigarro?
—No, gracias —afirmó Goodman, cada vez más ansioso—. Entiendo que ustedes han alcanzado una economía estable sin recurrir al socialismo, al comunismo, al fascismo ni a la burocracia.
—Es cierto —replicó Melith.
—Que ésta es, de hecho, una sociedad liberal, donde la iniciativa particular prospera y las funciones gubernamentales se mantienen en el mínimo indispensable.
Melith asintió, aclarando:
—Específicamente, el gobierno se ocupa de asuntos regulares de menor importancia, como el cuidado de los ancianos y el embellecimiento del paisaje.
— ¿Es verdad que ustedes han descubierto un método de distribución de la riqueza sin recurrir a la intervención oficial, ni siquiera a los impuestos, basado enteramente en la elección individual? —preguntó Goodman, desafiante.
— ¡Oh, sí!, así es.
— ¿Es verdad que no hay corrupción en ningún estrato gubernamental?
—En absoluto —respondió Melith—. Tal vez a eso se deba que sea tan difícil encontrar hombres dispuestos a hacerse cargo de los puestos públicos.
— ¡En ese caso, el capitán Savage tenía razón! —gritó Goodman, incapaz de seguir controlándose—. ¡Esto es una utopía hecha realidad!
—A nosotros nos gusta —dijo Melith. Goodman tomó aliento y preguntó:
— ¿Puedo quedarme?
— ¿Por qué no? —repuso Melith, sacando un formulario —No hay restricciones para la inmigración. Dime, ¿cuál es tu profesión?
—En la Tierra era diseñador de robots.
— ¡Oh!, tendrás muchas oportunidades. Melith comenzó a llenar el formulario, pero la pluma estilográfica soltó una gota de tinta. El ministro, con toda naturalidad, la arrojó contra la pared; la pluma estilográfica, al estrellarse allí, agregó otra mancha azul.
—En cualquier otro momento llenaremos el formulario —dijo—. Ahora no tengo ganas.
Y se recostó en la silla, agregando:
—Permítame algunos consejos. Aquí, en Tranai, creemos estar muy cerca de la utopía, como tú has dicho. Pero nuestra nación no está muy organizada. No tenemos complicados cuerpos de leyes. Vivimos en la obediencia a ciertas leyes no escritas, o costumbres, como quieras llamarlas. Ya las descubrirás. Te conviene seguirlas, aunque no estás obligado a hacerlo.
—Lo haré, por supuesto —exclamó Goodman—. Puedo asegurarle, señor, que no tengo intenciones de perjudicar en absoluto a este paraíso.
—No es por nosotros que me preocupo —respondió Melith, con una sonrisa divertida
—Estaba pensando en tu propia seguridad. Tal vez mi esposa pueda darte algún consejo.
Oprimió un gran botón rojo instalado en su escritorio. Se produjo una neblina azulada, que se solidificó. Un momento después, Goodman tuvo frente a sí a una hermosa joven.
—Buenos días, querido —dijo la mujer a Melith.
—Es la tarde —le informó Melith—. Querida, este joven ha venido desde la Tierra para vivir en Tranai. Yo le he dado los consejos habituales. ¿Hay algo más que podamos hacer por él?
La señora Melith pensó por algunos instantes. Después preguntó a Goodman:
— ¿Está casado?
—No, señora —respondió él.
—En ese caso, tendríamos que presentarle una muchacha agradable —dijo la señora a su esposo—. En Tranai no fomentamos la soltería, aunque no está prohibida, por cierto. A ver... ¿Qué te parece aquella muchacha tan inteligente, Origanti?
—Se ha comprometido —dijo Melith.
— ¿De veras? ¿Hace tanto que estoy en éxtasis? ¡Oh, querido no es muy razonable de tu parte!
—He estado muy ocupado —dijo Melith, disculpándose.
— ¿Y Mina Vensis?
—No es su tipo.
— ¿Janna Vley?
— ¡Perfecta! —exclamó Melith.
Y añadió, guiñando un ojo a Goodman.
—Una joven muy atractiva.
Buscó en su escritorio hasta encontrar otra pluma estilográfica y garrapateó una dirección, que entregó a Goodman.
—Mi esposa le telefoneará para que lo espere mañana por la noche.
—Y por favor —agregó la señora—, no deje de venir a cenar cualquier noche de éstas.
—Con mucho gusto —aceptó Goodman, completamente mareado.
—Ha sido un placer conocerle —dijo la señora Melith. El marido oprimió el botón rojo.
Volvió a formarse la neblina azul y la señora Melith desapareció.
—Hora de cerrar —observó Melith, echando una mirada a su reloj—. No puedo trabajar fuera de hora; la gente empezaría a murmurar. Vente cualquier día y llenaremos esos formularios. En realidad, deberías visitar también a Borge, el Presidente Supremo, en la Residencia Nacional. Tal vez él mismo te visite. Y no te olvides de Janna.
Con un guiño de picardía, Goodman se encontró en la acera. Había llegado a Utopía; una utopía real, genuina, indudable.
Pero en ella había ciertas cosas muy extrañas.
Goodman cenó en un pequeño restaurante y se registró en un hotel cercano. Un botones muy alegre le condujo hasta su habitación, donde Goodman se estiró inmediatamente en la cama. Se frotó los ojos, cansado, mientras intentaba ordenar sus impresiones.
¡Cuántas cosas le habían ocurrido, en un solo día! Y cuántas le preocupaban aún. La proporción entre hombres y mujeres, por ejemplo. Había tenido intenciones de interrogar a Melith al respecto. Pero tal vez Melith no fuera el hombre más adecuado para responderle, pues había muchas cosas extrañas en él. Como aquello de arrojar la pluma estilográfica contra la pared. ¿Era ese un comportamiento correcto en un funcionario maduro y responsable? En cuanto a la esposa de Melith...
Goodman sabía que la señora Melith había salido de un campo estático derrsin, pues conocía esa neblina azul característica. También en la Tierra se utilizaba el derrsin; a veces había razones médicas valederas para suspender toda actividad, todo crecimiento, toda decadencia. Por ejemplo, en el caso de un paciente que necesitara desesperadamente algún suero sólo existente en Marte, se proyectaba al enfermo al éxtasis hasta que llegara el suero.
Pero en la Tierra sólo los doctores autorizados podían operar el campo estático, y el uso indebido estaba severamente castigado. Nunca había oído decir que alguien tuviera a la mujer allí.
Sin embargo, si todas las esposas de Tranai permanecían en éxtasis, eso podía explicar la ausencia de mujeres entre los diecinueve y treinta y cinco años, y también la proporción de uno a diez con respecto a los hombres.
Pero... ¿cuál era el motivo de usar así la tecnología? Y algo más preocupaba a Goodman; algo insignificante, pero igualmente perturbador. Aquel rifle en la pared de Melith. ¿Lo utilizaría para cazar? Quizá se tomaba la caza como un juego ¿Para tirar al blanco? y con mira telescópica.... ¿Y el silenciador? ¿Y por qué lo tenía en la oficina?
De cualquier modo, aquellos eran asuntos de menor importancia, pequeñas idiosincrasias locales que se aclararían cuando llevase algún tiempo viviendo allí. Era imposible entenderlo todo de inmediato; después de todo, se trataba de un planeta desconocido.
Precisamente cuando comenzaba a dormirse, oyó un golpe en la puerta.
—Adelante —dijo.
Entró un hombrecito furtivo y de rostro ceniciento.
—Usted es el terrícola, ¿verdad? —preguntó, cerrando la puerta tras de sí.
—Así es.
—Supuse que lo encontraría aquí —dijo el hombrecito con una sonrisa complacida—.
Acerté en el primer intento. ¿Piensa quedarse en Tranai?
—Para siempre.
—Me alegro —dijo el hombrecito -. ¿Le gustaría hacerse cargo de la Presidencia Suprema?
— ¿Qué?
—Buen sueldo, horario cómodo y el contrato dura sólo un año. Usted parece un hombre consciente del bien público. ¿Qué le parece? Goodman no encontró respuesta.
— ¿Así, con tanta despreocupación, viene a ofrecerme el cargo máximo del país? preguntó incrédulo.
— ¿Cómo con despreocupación? —barbotó el hombrecito — ¿Cree usted que a cualquiera le ofrecemos la suprema presidencia? Se trata de un verdadero honor.
—No quise decir que...
—Y usted, como terrícola, es un candidato perfecto.
— ¿Por qué? —Bien, es cosa sabida que los terrícolas encuentran placer en el mando....nosotros, los tranaianos, no. Es demasiado engorro.
Así de simple. La sangre reformadora de Goodman echó a hervir. Aunque Tranai era un sitio ideal, cabían, sin duda, muchas mejoras. Por un momento se vio como gobernante de Utopía, cumpliendo la tarea extraordinaria de mejorar lo perfecto. Pero la cautela le impidió aceptar enseguida. Tal vez el hombre fuera sólo un chiflado.
—Gracias por proponérmelo —dijo Goodman—. Tendré que pensarlo. Quizá debería hablar con el actual presidente para estar más enterado sobre el trabajo a realizar.
—Bueno, ¿quién cree que soy yo? — replicó el hombrecito—. Soy Borg, el Presidente Supremo.
Sólo entonces reparó Goodman en la medalla oficial que pendía de su cuello.
—Cuando se decida, hágamelo saber. Me encontrará en la Residencia Nacional.
Estrechó la mano de Goodman y se marchó.
Goodman aguardó cinco minutos y después tocó el timbre para llamar al botones.
— ¿Quién era ese hombre? —le preguntó.
—Borg, el presidente supremo —respondió el botones—. ¿Aceptó usted el cargo?
Goodman meneó lentamente la cabeza. Acababa de comprender que aún tenía mucho que aprender sobre Tranai. A la mañana siguiente, Goodman hizo una lista con las diferentes fábricas de robots de Puerto Tranai, por orden alfabético y salió en busca de trabajo.
Para su sorpresa, no le costó el menor esfuerzo conseguirlo, en el primer sitio en que lo solicitó. La Gran Fábrica de Robots Domésticos Abbag lo contrató tras echar sólo un vistazo a sus credenciales.
Su nuevo jefe, el señor Abbag, era de baja estatura y aspecto fiero; tenía una abundante cabellera blanca y revelaba una tremenda energía personal.
—Me alegra tener a un terrícola entre el personal —dijo—. Tengo entendido que ustedes son gentes de ingenio y aquí necesitamos ingenio, sin duda alguna. Seré franco con usted, Goodman. Espero sacar ventaja de su criterio extranjero. Estamos en un punto muerto.
— ¿Se trata de algún problema técnico? —preguntó Goodman.
—Le mostraré.
Abbag condujo a Goodman a través de la fábrica, por las secciones de Moldeado, Tratamiento a Alta Temperatura, Análisis bajo Rayos X y Armado Final, hasta el Cuarto de Pruebas. Esa habitación combinaba una cocina con una sala. Contra una de las paredes había una hilera de diez o doce robots.
—Pruebe uno —dijo Abbag.
Goodman se acercó al primero y observó sus controles. Eran bastante simples; se explicaban por sí mismos. Hizo cumplir a la máquina las tareas acostumbradas: levantar objetos, lavar cacerolas y vajilla, poner la mesa. Las respuestas del robot eran bastante correctas, pero lentas hasta la locura. En la Tierra, esa lentitud había sido superada hacía un siglo. Por lo visto, la gente de Tranai no estaba a tono con la época.
—Parece muy lento —comentó Goodman, cauteloso.
—Así es —dijo Abbag—. Terriblemente lento. Personalmente, me parece que así está bien. Pero los estudios de mercado indican que nuestros clientes los quieren más lentos aún.
—Ridículo, ¿verdad? —observó Abbag, malhumorado—. Pero si no los demoramos todavía más, perderemos dinero. Échele un vistazo por dentro.
Goodman abrió el panel posterior y parpadeó ante el embrollo de cables que había dentro. Le llevó un momento comprender. El robot estaba construido como cualquier máquina moderna de la Tierra, con los habituales circuitos de alta velocidad y bajo costo.
Pero se habían instalado relés especiales de demora, unidades para rechazar impulsos y reductores de velocidad.
—Dígame —exigió Abbag, enojado — ¿Cómo podemos demorarlo más sin aumentar considerablemente su tamaño y elevar el precio al doble? Vaya a saber qué clase de desmejora se les ocurrirá pedir después.
Goodman trató de ajustar sus pensamientos en el concepto de desmejorar una máquina. En la Tierra, las fábricas trataban constantemente de construir mejores robots, con respuestas más rápidas, fáciles y adecuadas. Nunca había visto motivos para cuestionarse la sabiduría de esa tendencia. Y aún no los veía.
—Y por si no fuera bastante —se quejó Abbag—, el nuevo plástico que creamos para este modelo se ha catalizado, o algo así. Mire.
Echó el pie atrás y asestó al robot una patada en el medio. El plástico se dobló como una hojalata. El fabricante aplicó otro puntapié, con lo que el plástico se dobló aún más y la máquina empezó a crujir y a lanzar patéticos destellos. Un tercer golpe acabó con la cubierta. Las entrañas del robot explotaron espectacularmente, esparciéndose por el suelo.
—Bastante frágil —dijo Goodman.
—Pero no lo bastante. Tendría que volar al primer golpe. A nuestros clientes no les gustaría mucho pasarse el día pateándoles el estómago. Pero dígame, ¿cómo se puede fabricar un plástico que soporte el uso normal, pues no conviene que se rompan por accidente, y que se hagan pedazos en cuanto el cliente lo quiera?
—Un momento —protestó Goodman—. Déjeme aclarar esto. ¿Ustedes demoran deliberadamente a los robots, para que la gente se irrite y los destruya?
— ¡Por supuesto! —exclamó Abbag, alzando las cejas.
— ¿Por qué?
—Usted es muy nuevo aquí —observó Abbag—. Eso lo sabe cualquier criatura. Es algo fundamental.
—Le agradecería que me lo explicara. Abbag suspiró.
—Bien, en primer lugar, usted habrá notado, sin duda, que cualquier artefacto mecánico es una fuente de irritación. La humedad siente una profunda y permanente desconfianza hacia las máquinas. Los psicólogos la interpretan como la reacción instintiva de la vida contra lo pseudo—viviente. ¿Hasta aquí se entiende?
Marvin Goodman recordó los muchos libros alarmantes que había leído sobre rebeliones entre las máquinas, cerebros cibernéticos que se hacían cargo del mundo, androides en guerra y cosas por el estilo. Pensó en las tiras cómicas que publicaban los periódicos: el hombre que disparaba contra su televisor, o arrojaba la tostadora contra la pared, o ajustaba cuentas con su coche. Recordó todos los cuentos sobre robots; en todo aquello había un fondo de profunda hostilidad.
—Creo que le entiendo —dijo.
—En ese caso, permítame partir de esa premisa —prosiguió Abbag. Toda máquina es una fuente de irritación. Por lo tanto, por extensión, una máquina que opere perfectamente es un punto focal de frustración, pérdida de la autoestima, resentimiento indirecto y...
— ¡Un momento! —objetó Goodman — ¡No lleguemos a tanto!
—...y fantasías esquizofrénicas —continuó Abbag, inexorable—. Pero las máquinas son indispensables en una economía avanzada. Por lo tanto, la mejor solución humana es crear máquinas que funcionen mal.
—No entiendo nada.
—Es obvio. En la Tierra, las máquinas trabajan de modo casi óptimo y provocan en sus operadores complejos de inferioridad. Pero ustedes, lamentablemente, conservan un tabú primitivo y masoquista que impide destruirlas. El resultado es una ansiedad generalizada en presencia de la Máquina sacrosanta y eficiente y la búsqueda de un objeto de agresión, por lo común la esposa o el amigo. ¡Lamentable estado de cosas! ¡Oh!, es muy eficiente, supongo, considerando lo que se produce por hora de trabajo, pero muy poco eficiente en cuanto a la salud y al bienestar, considerados a largo plazo.
—No estoy seguro de...
—El hombre es un animal ansioso. Aquí en Tranai, descargamos la ansiedad de este modo y hacemos que las máquinas sirvan como escape para muchas otras frustraciones. Cuando uno está harto ¡blam! se descarga pateando a un robot. Se produce una inmediata descarga terapéutica de los sentimientos, una disminución de la tensión general, un saludable flujo de adrenalina en la corriente sanguínea y así mejora la economía de Tranai, puesto que ese hombre comprará inmediatamente otro robot. Y después de todo, ¿qué ha hecho? No ha golpeado a su esposa, no se ha suicidado ni declarado una guerra, ni ha inventado un arma nueva; en una palabra, no se ha permitido ninguna de las formas más comunes de resolver la agresión. No ha hecho sino destrozar un robot barato, que puede reemplazar en seguida.
—Creo que me costará un poco entenderlo —admitió Goodman.
—Naturalmente, así será. Sin duda, usted resultará un colaborador muy valioso, Goodman. Piense en lo que le he dicho y trate de imaginar alguna forma de desmejorar este robot sin aumentar el precio.
Goodman estudió el problema durante el resto de la jornada, pero le costaba ajustar sus pensamientos a la idea de producir una máquina inferior. Parecía vagamente blasfema. Abandonó la oficina a las cinco y media, descontento consigo mismo, pero decidido a desenvolverse mejor... o peor, según el punto de vista y el condicionamiento previo.
Tras una cena rápida y solitaria, Goodman decidió visitar a Janna Vley. No quería pasar la noche a solas con sus pensamientos y necesitaba desesperadamente encontrar algo agradable, simple y sin complicaciones en esa compleja utopía. Tal vez esa tal Janna fuera la respuesta.
La casa de los Vley estaba sólo a doce manzanas y decidió ir caminando.
El problema fundamental radicaba en su propia idea sobre cómo debía ser Utopía; le costaba adecuar sus pensamientos a la realidad. Había imaginado una población pastoral, un planeta donde se viviría en aldeas pequeñas y pintorescas, donde la gente pasearía vestida con túnicas vaporosas y sería muy sabia, gentil y comprensiva. Niños que jugarían bajo la dorada luz del sol, jóvenes bailando en la plaza de la aldea...
¡Ridículo! Aquello era un cuadro, pero no una escena viviente; una serie de posturas estilizadas, pero no el movimiento incesante de la vida. Los humanos no podían vivir así, aun suponiendo que lo desearan. Y si lo conseguían, dejarían de ser humanos.
Llegó a la casa de los Vley y se detuvo a la puerta, irresoluto. ¿En qué estaría por meterse? ¿Qué costumbres extrañas (aunque utópicas, indudablemente) le esperaban?
Estuvo a punto de echarse atrás. Pero la perspectiva de una larga noche de soledad en el hotel era muy poco atrayente. Apretando los dientes, hizo sonar el timbre.
Un hombre pelirrojo, de edad y estatura medianas, abrió la puerta y exclamó:
— ¡Oh, usted debe ser el terrícola! Janna se está preparando. Pase y le presentaré a mi esposa. Mi nombre es Vley.
Acompañó a Goodman hasta una sala bien amueblada y oprimió un botón rojo instalado en la pared. Esta vez, Goodman no se sorprendió al ver la neblina azulada del derrsin. Después de todo, la forma en que los tranaianos trataban a sus mujeres, era cosa de ellos.
Una mujer bonita, de unos veintiocho años, surgió de la neblina.
—Querida —dijo Vley—, te presento al señor Goodman, el terrícola.
—Encantada de conocerlo —dijo la señora Vley—. ¿Puedo servirle algo?
Goodman aceptó. Vley le indicó una cómoda silla; un momento después, la señora Vley volvió con una bandeja llena de refrescos y se sentó también.
—De modo que usted viene de la Tierra —dijo el señor Vley—. Un lugar medio nervioso y apresurado, ¿no es verdad? ¿Siempre trajinando la gente?
—Sí, supongo que sí.
—Bueno, a usted le gustará esto. Sabemos vivir. Es cuestión de...
Hubo un susurro de faldas en la escalera y Goodman se levantó.
—Señor Goodman, ésta es Janna, nuestra hija —dijo la señora Vley.
Goodman notó de inmediato que los cabellos de Jana eran del color de la supernova de Circe; sus ojos tenían el azul profundo e increíble del cielo otoñal en Algo II; los labios, el suave rosado de los chorros lanzados por un cohete Scaclott-Turner y su nariz...
Pero agotó las comparaciones astronómicas, que de cualquier modo eran inadecuadas.
Janna era una rubia esbelta, de sorprendente belleza y Goodman se sintió repentinamente muy satisfecho de haber cruzado toda la galaxia para llegar a Tranai.
—Que os divirtáis, chicos —dijo la señora.
—No vuelvas demasiado tarde —dijo el padre de Janna. Tal como los padres terrícolas dicen a sus hijos.
No hubo nada exótico en aquel encuentro.
Fueron a un club nocturno de precios razonables, bailaron, bebieron algo, charlaron mucho. Goodman notó, con sorpresa, que el entendimiento era inmediato. Janna estaba de acuerdo con cuanto él decía. Era alentador descubrir tanta inteligencia en una muchacha tan bonita.
Cuando él narró los peligros que había afrontado al cruzar la galaxia, Janna se sintió impresionada, casi sobrecogida. Sabía que los terrícolas eran aventureros, aunque nerviosos, pero los riesgos corridos por Goodman sobrepasaban toda impresión.
Escuchó estremecida su relato sobre el Remolino Galáctico y abrió los ojos de asombro al saber que había tomado el famoso desvío Swayback, donde los sanguinarios Scarbies continuaban asolando el Risco Estelar, para infestar los infernales pozos de Prodengum.
Tal como Goodman decía, los terrícolas eran hombres de hierro en naves de acero, lanzados a explorar los bordes mismos de la inmensa Nada.
Janna no abrió la boca hasta que Goodman dijo haber pagado quinientos dólares terrestres por un vaso de cerveza en la Taberna de El Gallo Rojo, de Molí Gann en el Asteroide 342-AA.
—Debías estar muerto de sed —dijo, pensativa.
—No tanto —respondió él—. Pero el dinero no significa gran cosa allí.
— ¡Oh! De cualquier modo, ¿no habría sido mejor ahorrarlo? algún día tendrás mujer e hijos... Se ruborizó.
—Bueno, esa etapa de mi vida está cerrada —dijo Goodman, en tono seco—. Quiero casarme e instalarme aquí, en Tranai.
— ¡Qué bien! —exclamó ella. Fue una noche perfecta.
Goodman acompañó a Janna de regreso a una hora respetable y acordó una cita para la noche siguiente. Sus propias leyendas le habían dado osadía y dio a la muchacha un beso en la mejilla. A ella no pareció molestarla, pero Goodman no trató de aprovechar la oportunidad.
—Hasta mañana, entonces —dijo ella, sonriéndole, y cerró la puerta. Goodman se alejó, sintiéndose eufórico. ¡Janna, Janna! ¿Era posible que ya estuviese enamorado? ¿Y por qué no? El amor a primera vista era una posibilidad
psico—fisiológica comprobada y perfectamente respetable. ¡El amor en Utopía! ¡Qué maravilloso era encontrar la muchacha perfecta allí, en un planeta perfecto!
Un hombre surgió de entre las sombras y le cerró el paso. Goodman notó que llevaba una máscara de seda negra que le cubría todo, con excepción de los ojos. Tenía una pistola grande y de aspecto poderoso y la apuntaba con firmeza al estómago de Goodman.
—Bueno, —dijo—, dame todo tu dinero.
— ¿Qué? —exclamó Goodman.
—Ya me oíste. Tu dinero, dámelo.
—Pero usted no puede hacer esto —dijo Goodman tratando de pensar en forma coherente—. ¡No hay crímenes en Tranai!
— ¿Y quién dijo que los hubiera? —preguntó el hombre, sereno. Le estoy pidiendo el dinero, nada más. ¿Me lo dará pacíficamente, o tendré que arrancárselo?
— ¡No se saldrá con la suya! ¡El crimen no beneficia a nadie!
—No sea ridículo —dijo el hombre, levantando la pesada pistola.
—Está bien, no se excite.
Goodman sacó su billetera, que contenía todo cuanto poseía en el mundo y entregó su contenido al enmascarado. El hombre lo contó y pareció impresionado.
—Es más de lo que esperaba. Gracias, ahora tómatelo con calma.
Y se fue de prisa por una calle oscura.
Goodman, desesperado, buscó un policía con la vista; finalmente recordó que en Tranai no los había. En la esquina se veía un pequeño despacho de bebidas, con un letrero de neón: Kitty Kat Bar. Allí fue, a paso rápido. Dentro estaba el dueño, secando vasos con expresión sombría.
— ¡Me han asaltado! —gritó Goodman.
— ¿Ah, sí? —dijo el barman, sin siquiera levantar la vista.
—Pero yo creía que en Tranai no había crímenes.
—No los hay.
—Pero me han asaltado.
—Usted debe ser recién llegado —dijo el barman, levantando al fin los ojos.
—Acabo de llegar desde la Tierra.
— ¿La Tierra? Un lugar medio nervioso y apres...
—Sí, sí —interrumpió Goodman, que estaba un poco cansado de aquella frase hecha —Pero... ¿cómo dicen que en Tranai no hay crímenes, si me han asaltado? —Es obvio. En Tranai, robar no es delito.
— ¡Pero el robo siempre es delito!
— ¿De qué color era la máscara del asaltante? Goodman meditó por un instante.
—Negra. De seda negra.
El barman asintió, explicando:
—Era un cobrador de impuestos para el gobierno.
— ¡Qué modo ridículo de cobrar los impuestos! —barbotó Goodman.
—Considérelo según el bienestar colectivo —dijo el barman, sirviéndole un especial Tranai—. El Gobierno necesita algún dinero. Al cobrarlo de ese modo, nos evitamos la necesidad de establecer un impuesto a los réditos, con todo el aparato legal y legislativo que requiere. Y con respecto a la salud mental, es mucho mejor quitar el dinero en una operación breve, rápida e indolora que obligar al ciudadano a preocuparse durante todo el año por pagar en una fecha determinada. Goodman vació su copa y el barman le sirvió otra.
—Pero yo creía —dijo el terrícola—, que ésta era una sociedad basada en el concepto de la libertad y la iniciativa individual.
—Lo es —dijo el barman—. Por lo tanto, el gobierno (el poco gobierno que tenemos) tiene tanto derecho a la libertad como cualquier ciudadano, ¿verdad?
Goodman, incapaz de comprenderlo bien, vació el segundo vaso.
— ¿Puedo servirme otro? Le pagaré en cuanto pueda.
—Claro que sí —respondió el hombre, con simpatía. Le sirvió otro vaso y preparó uno para él.
— ¿Por qué me preguntó por el color de la máscara? —preguntó Goodman.
—Las máscaras negras son del gobierno. Los ciudadanos comunes utilizan máscaras blancas.
— ¿Eso significa que también los particulares cometen asaltos?
— ¡Pues claro! Ese es nuestro método de distribución de la riqueza. El dinero se reparte equitativamente sin intervención estatal, sin impuestos, sólo en base a la iniciativa individual.
Y agregó, meneando enfáticamente la cabeza:
—Y funciona bien. El robo es un gran nivelador, ¿sabe?
—Supongo que sí —admitió Goodman, acabando el tercer vaso—. Si lo he comprendido bien, cualquier ciudadano puede tomar una pistola, ponerse una máscara y salir a robar.
—Exactamente —dijo el barman—. Dentro de ciertos límites, naturalmente.
Goodman resopló.
—Si las cosas son así, yo también puedo hacerlo. ¿Podría proporcionarme una máscara y un revólver?
El hombre buscó debajo del mostrador.
—Siempre que me los devuelva —dijo—. Son recuerdos de familia.
—Se los devolveré —prometió Goodman—. Y cuando regrese le pagaré la consumición.
Metió la pistola en su cinturón, se colocó la máscara y salió del bar. Si ése era el modo de actuar en Tranai, él también se amoldaría. Le habían asaltado, ¿no? ¡El asaltaría a otros!
Buscó una esquina apropiada y oscura, se escondió entre las sombras y esperó. Al fin oyó ruidos de pasos. Un tranaiano de buen porte y bien vestido venía de prisa por la calle.
Goodman se cruzó en su camino, gruñendo:
—Un momento, amigo.
El tranaiano se detuvo y echó un vistazo a la pistola de Goodman.
— ¡Humm!, usa una Drog 3 de apertura grande, ¿eh? Un arma bastante anticuada. ¿Qué le parece?
—Es buena —dijo Goodman—. Deme su...
—Sin embargo, es de gatillo lento —musitó el tranaiano—. Personalmente, le recomiendo una punzadora Mils-Sleeven. En realidad, soy representante de ventas de Armamentos Sleeven. Podría conseguirle una a muy buen precio en...
— ¡Deme su dinero! —gritó Goodman. El fornido tranaiano sonrió.
—El defecto básico de su Drog 3 radica en que no dispara a menos que suelte el cierre de seguridad. Alargó la mano y quitó el arma a Goodman, agregando:
— ¿Ve? Así no puede hacer nada. Y empezó a alejarse.
Goodman recogió rápidamente la pistola, buscó el cierre de seguridad, lo soltó y corrió tras el tranaiano.
—Arriba las manos —ordenó —; empezaba a sentirse levemente desesperado.
— ¡Ah, no!, mi buen hombre —dijo el tranaiano, sin siquiera darse vuelta—. Hay que obedecer las leyes no escritas. Una sola tentativa con cada cliente, ya sabe. Goodman, petrificado, lo vio perderse tras una esquina. Revisó la Drog 3, para comprobar que todos los seguros estuvieran quitados y volvió a su escondrijo. Tras una hora de espera, volvió a oír ruido de pasos y oprimió la pistola con más fuerza. Esa vez nada impediría el asalto.
—Bueno, amigo —dijo—, ¡Manos arriba!
En esa oportunidad, la víctima era un tranaiano bajo y fornido, vestido con viejas ropas de trabajo. Bajó la vista a la pistola que empuñaba Goodman y rogó:
—No dispare, don.
¡Eso estaba mejor! Goodman sintió una profunda satisfacción.
—No se mueva —advirtió—. He quitado todos los seguros.
—Ya veo —observó el hombre, encogiéndose—. Cuidado con ese cañón, señor.
Yo no muevo ni un dedo. —Mejor así. Deme su dinero.
— ¿Dinero?
—Sí, su dinero y que sea pronto.
—No tengo dinero —gimió el hombre—. Señor, soy pobre.
Estoy en la miseria.
—En Tranai no hay pobreza —dijo Goodman, sentencioso.
—Ya lo sé. Pero hay situaciones en las que no se nota la diferencia. Déjeme ir, don.
— ¿Es que usted no tiene iniciativa? —preguntó Goodman—. Si es pobre, ¿por qué no sale a robar como los demás?
—No he tenido oportunidad. Primero mi hija tuvo tos y tuve que atenderla todas las noches. Después se descompuso el derrsin y mi esposa se pasaba el día molestándome.
¡Siempre dije que en todas las casas debería haber un derrsin de repuesto! Entonces ella decidió limpiar todo mientras componían el generador del derrsin y guardó mi pistola en algún sitio, pero no recuerda dónde. Ya estaba decidido a pedir una prestada a un amigo cuando...
—Basta —dijo Goodman—. Esto es un asalto y voy a robarle algo. Deme su billetera.
El hombre suspiró tristemente y entregó a Goodman una billetera gastada. Dentro había un deeglo, equivalente a un dólar terrestre.
—Es todo lo que tengo —gimoteó el hombre—, pero tómelo. Yo sé lo que es eso, pasarse la noche en una esquina oscura...
—Quédeselo —dijo Goodman.
Devolvió al hombre la billetera y se alejó.
— ¡Oh, gracias, don!
Goodman no respondió. Regresó desconsolado al Kitty Kat, para devolver al barman pistola y máscara. Cuando explicó lo ocurrido, el barman estalló en una carcajada violenta.
— ¡Que no tenía dinero! Hombre, es el truco más viejo de la lista. Todo el mundo lleva una billetera falsa para caso de asalto; a veces, dos o tres. ¿Lo revisó usted?
—No —confesó Goodman.
— ¡Hermano, usted es un novato!
—Creo que sí. Oiga, le pagaré la consumición en cuanto pueda hacerme con algún dinero.
— ¡Claro, claro! —respondió el hombre—. Será mejor que vuelva a su casa y duerma un poco. Ha tenido una noche agitada. Goodman se mostró de acuerdo. Cansado, regresó al hotel. Le bastó apoyar la cabeza sobre la almohada para quedar dormido.
Al día siguiente se presentó en Robots Domésticos Abbag, para enfrentar virilmente el problema de desmejorar los autómatas. Hasta en un trabajo tan inhumano como ése tenía que brillar el ingenio terráqueo.
Goodman empezó por crear una nueva especie de plástico para la cubierta del robot.
Era una silicona, similar a una que había aparecido en la Tierra hacía mucho tiempo.
Tenía las propiedades deseadas de dureza, resistencia y larga duración; podía soportar un trato bastante rudo. Pero el caparazón se hacía añicos, con un efecto bastante espectacular, en cuanto recibía un impacto de quince kilos o más.
El patrón lo elogió por su descubrimiento, le otorgó una bonificación (que le hacía mucha falta), y le ordenó continuar con la idea, rebajando la fuerza de impacto necesaria de ser posible, a doce kilos. Según el departamento de investigaciones, ésa era la potencia del puntapié normal causado por la frustración.
Aquello lo mantuvo tan ocupado que no dispuso de tiempo para investigar más a fondo las costumbres de Tranai. Sin embargo, tuvo tiempo para visitar la Cabina Cívica. Esta institución tranaiana, absolutamente original, funcionaba en un pequeño edificio, situado en una calle apartada y tranquila.
Al entrar se halló ante un gran tablero, en el cual figuraban los nombres de quienes desempeñaban cargos públicos en ese momento, con especificación de sus títulos. Junto a cada nombre había un botón. El empleado explicó a Goodman que, al oprimir un botón, el ciudadano expresaba su desaprobación con respecto a los actos de ese funcionario. El impulso era registrado automáticamente en la Sala Histórica y era un baldón permanente sobre el funcionario. Naturalmente, los menores de edad no estaban autorizados a oprimir botones.
En opinión de Goodman, aquel método era muy poco eficaz; pero quizá los funcionarios tranaianos actuaban de forma diferente a la de sus colegas terrícolas.
Casi todas las noches salía con Janna, para explorar en su compañía los muchos aspectos culturales de Tranai: las salas de cóctel, los cines, las salas de concierto, las exposiciones de arte, los museos científicos, las ferias y los festivales.
Goodman consiguió una pistola; tras varios intentos frustrados, logró asaltar a un comerciante, robándole casi 500 deeglos. Janna quedó maravillada por semejante triunfo, como cualquier muchacha tranaiana sensata y lo festejaron en el Kitty Kat Bar. Los padres opinaron, de común acuerdo, que Goodman parecía ser de los que no dejan faltar nada en el hogar.
A la noche siguiente, los quinientos deeglos, más una parte de la bonificación recibida, le fueron quitados nuevamente; aquello fue obra de un hombre de contextura similar a la del dueño del Kitty Kat Bar, armado por una antigua pistola Drog 3.
Goodman se consoló pensando que el dinero circulaba libremente, según los propósitos perseguidos por ese sistema.
Después alcanzó un nuevo éxito. Un día, en Robots Domésticos Abbag, descubrió un proceso totalmente nuevo para fabricar la carcasa de los robots. Era un plástico especial, resistente a los más fuertes golpes y caídas. El propietario de la máquina debía usar zapatos especiales, cuyas suelas estaban embebidas en un agente catalítico. En cuanto la suela entraba en contacto con el caparazón plástica, el efecto era inmediato y gratificante.
Al principio, Abbag no se mostró muy convencido; parecía demasiado rebuscado. Pero aquello corrió como fuego en un pajar y la Robots Domésticos Abbag abrió una empresa subsidiaria dedicada a la fabricación de zapatos para entregar al menos un par con cada robot.
Aquella ampliación resultó muy satisfactoria para los accionistas y acabó siendo más importante que el descubrimiento original. Goodman recibió un sustancioso aumento de sueldo y una generosa bonificación.
En la cúspide de su triunfo, se declaró a Janna y ésta lo aceptó de inmediato. Los padres veían con agrado la unión y no quedaba, por lo tanto, más que obtener la aprobación oficial, puesto que Goodman era aún, técnicamente, un extranjero.
Por lo tanto, pidió un día de permiso en el trabajo y se dirigió al Edificio Idrig para hablar con Melith. Era un glorioso día de primavera, de aquéllos que Tranai ofrecía durante diez meses al año y Goodman caminaba con paso ligero y elástico. Estaba enamorado, sus negocios marchaban perfectamente y pronto se convertiría en ciudadano de Utopía.
Naturalmente, Utopía debía admitir algunos cambios, pues ni siquiera Tranai era totalmente perfecta. Tal vez aceptara la presidencia suprema, para efectuar las reformas necesarias. Pero no había prisa.
—Oiga, señor —dijo una voz—, ¿puede darme un deeglo?
Al bajar la vista, Goodman vio a un hombre anciano y sucio, acuclillado en el pavimento; vestía harapos y le mostraba una taza de latón.
— ¿Cómo? —preguntó Goodman.
— ¿Me puede dar un deeglo, hermano? —repitió el hombre, con voz engatusadora—. ¿Una ayudita para que este pobre hombre compre una taza de oglo? Hace días que no como, señor.
— ¡Esto es lamentable! ¿Por qué no toma una pistola y sale a robar?
—Soy demasiado viejo —gimió el hombre—. Las víctimas se ríen de mí.
— ¿No será por pereza? —preguntó Goodman, severo.
— ¡No, señor! —replicó el mendigo—. ¡Mire cómo me tiemblan las manos! Y extendió ambas manos sucias; temblaban. Goodman sacó su billetera y dio al hombre un deeglo.
—Creía que en Tranai no había indigentes. Tenía entendido que el gobierno se ocupaba de los ancianos.
—Y así es —dijo el viejo—. Mire. Le mostró la taza. En un costado tenía grabada la siguiente leyenda; MENDIGO AUTORIZADO POR EL GOBIERNO PATENTE No. DR43241-3.
—Entonces, ¿el gobierno le manda hacer esto?
—El gobierno me permite hacerlo —corrigió el anciano—. La mendicidad es un empleo del gobierno reservado para los ancianos y los incapacitados.
— ¡Pero eso es lamentable!
— ¡Usted debe ser extranjero!
—Soy terrícola.
— ¡Aja! Ustedes son gente medio nerviosa y apresurada, ¿no es así?
—Nuestros gobiernos no permiten que la gente mendigue —dijo Goodman.
— ¿No? ¿Y qué hacen los ancianos? ¿Viven a costa de los hijos? ¿O se sientan en el asilo para ancianos a esperar la muerte por aburrimiento? Aquí no, joven. En Tranai, cada viejo tiene asegurado un puesto en el gobierno, para el cual no se requiere entrenamiento especial, aunque cierta destreza ayuda. Algunos solicitan puestos en interiores, en iglesias o teatros, por ejemplo. Otros prefieren el bullicio de las ferias y los carnavales. Personalmente, me gusta la calle. El trabajo me permite tomar el sol y aire fresco, hacer un poco de ejercicio moderado y me pone en contacto con mucha gente rara e interesante, como usted.
—Pero ¡mendigar!
— ¿Y para qué otro trabajo serviría yo?
—No lo sé. Pero, ¡mírese! Sucio, sin bañar, miserablemente vestido...
—Esta es mi ropa de trabajo —dijo el mendigo—. Tendría que verme los domingos.
— ¿Tiene otra ropa?
—Por supuesto; y un buen departamento y un palco en la ópera y dos robots domésticos y tal vez tenga más dinero en el banco del que usted ha visto en toda su vida. Bueno, ha sido muy agradable charlar con usted, joven, y gracias por su contribución. Pero ahora debo volver a mi trabajo y le sugiero que usted haga lo mismo.
Goodman se alejó, mirando al mendigo oficial por encima del hombro. El anciano parecía estar haciendo un buen negocio. ¡Pero mendigar! Verdaderamente, esas cosas debían terminar. Si alguna vez asumía la Presidencia Suprema (y parecía obvio que así había de ser) estudiaría todo eso con más cuidado. Tenía que haber una solución más digna.
En el edificio de Idrig, Goodman habló a Melith sobre sus planes matrimoniales. El ministro se mostró entusiasta.
— ¡Maravilloso, maravilloso de veras! —dijo—. Conozco a la familia Vley desde hace mucho tiempo. Son muy buena gente. Y Janna es una muchacha de la que cualquier hombre podría sentirse orgulloso.
— ¿No hay algunas formalidades que yo deba cumplir? —preguntó Goodman—. Es decir, al ser extranjero...
—Nada de eso. He decidido pasar por encima de las formalidades. Puedes convertirte en ciudadano de Tranai, si quieres, con sólo expresar verbalmente tu intención. También puedes conservar tu ciudadanía terráquea, sin provocar el menor resentimiento. O, de lo contrario, hacer ambas cosas: ser a un tiempo ciudadano de la Tierra y de Tranai. Si a la Tierra no le importa, nosotros no tenemos inconvenientes.
—Creo que voy a tomar carta de ciudadanía —dijo Goodman.
—Queda librado completamente a tu voluntad. Pero si tienes en vista la presidencia, la ciudadanía terráquea no es obstáculo para el cargo. Esa clase de cosas no nos preocupan. Uno de nuestros mejores Presidentes Supremos fue un fulano con aspecto de lagarto, proveniente de Aquarella XI.
— ¡Qué actitud inteligente!
—Claro, darle a cada uno su oportunidad, ése es nuestro lema. Ahora, en cuanto a tu matrimonio, cualquier funcionario público puede llevar a cabo la ceremonia. El Presidente Supremo tendrá mucho gusto en hacerlo, esta misma tarde, si quieres.
Y agregó con un guiño:
—Al viejo cascajo le gusta besar a las novias. Pero te aprecia de veras.
— ¿Esta tarde? —observó Goodman—. Sí, me gustaría casarme esta tarde, si Janna no tiene inconvenientes.
—No creo que los tenga —le aseguró Melith—. Ahora, ¿dónde vais a vivir después de la luna de miel? Un hotel no resulta muy adecuado.
Meditó por un momento y propuso:
—Verás, tengo una casita en las afueras de la ciudad. ¿Por qué no os trasladáis allí, hasta que encontréis algo mejor? Si queréis podéis quedaros para siempre.
—Eres demasiado generoso —protestó Goodman.
—No es nada. ¿Nunca pensaste en convertirte en el próximo ministro de asuntos exteriores? El trabajo podría gustarte. No hay alfombras rojas, los horarios son cortos, la paga es buena... ¿No? Prefieres la Presidencia Suprema, ¿eh? No puedo reprochártelo.
Melith buscó en sus bolsillos y sacó dos llaves.
—Esta es de la puerta principal y ésta para la trasera. La dirección está grabada en ellas. Encontrarás la casa perfectamente equipada, incluyendo un generador derrsin último modelo sin usar.
— ¿Un derrsin?
—Un derrsin, ningún hogar tranaiano está completo sin un generador de campo estático derrsin. Goodman, aclarándose la garganta, pronunció con cautela:
—Siempre he querido preguntártelo. ¿Para qué se usa el campo estático?
—Vaya, para mantener allí a la esposa —respondió Melith—. Pensé que lo sabías.
—Lo sabía. Pero ¿por qué?
— ¿Por qué?
Melith arrugó el ceño. Por lo visto, esa pregunta nunca le había pasado por la mente.
— ¿Por qué se hacen las cosas? —dijo —Es la costumbre. Y además, muy lógica. A nadie le gusta que una mujer ande parloteando por alrededor día y noche.
—No parece muy justo para con la mujer —objetó.
—Mi querido amigo —respondió Melith, riendo—, ¿estás predicando la doctrina de la igualdad de los sexos? Es errónea, está comprobado. Un hombre y una mujer no son lo mismo. Son diferentes, no importa lo que te hayan enseñado en la Tierra. Lo que es bueno para un hombre no tiene por qué serlo para la mujer; habitualmente, no lo es.
—Por lo tanto, ustedes las tratan como a inferiores —replicó Goodman, sintiendo que su sangre reformadora empezaba a hervir.
—En absoluto. Las tratamos como a seres diferentes, pero no inferiores. De cualquier modo, no ponen objeciones.
—Eso es porque no conocen nada mejor. ¿Hay alguna ley que me obligue a mantener a mi esposa en el campo derrsin?
—Claro que no. La costumbre se limita a sugerir que la saques del éxtasis durante un mínimo tiempo cada semana. No es cuestión de encarcelar a la muchacha, ¿sabes?
—Claro que no —dijo Goodman, sarcástico—. Hay que dejarla vivir un poquito.
—Exactamente —replicó Melith, sin notar sarcasmo alguno en lo expresado—. Lo has entendido. Goodman se puso de pie.
— ¿Algo más?
—Creo que nada más. Buena suerte y todo eso.
—Gracias —replicó Goodman secamente.
Y volviéndose con brusquedad, se marchó.
Esa tarde, el Presidente Supremo Borg llevó a cabo los simples ritos tranaianos del matrimonio, en la Residencia Nacional y puso mucho celo en besar a la novia. Fue una bella ceremonia, empañada por una sola cosa: en una de las paredes de su despacho colgaba un rifle silenciador y mira telescópica, idéntico al de Melith, e igualmente inexplicable.
Borg llevó a Goodman aparte para preguntarle:
— ¿Ha decidido algo con respecto a la Presidencia Suprema?
—Todavía lo estoy pensando —respondió Goodman—. En realidad, no me interesa mucho tener cargos públicos...
—A todos nos pasa lo mismo.
—... pero hay ciertas reformas que vendrían muy bien a Tranai. Tal vez sea mi deber ponerlas a consideración del pueblo.
— ¡Muy bien! —exclamó Borg, con gesto aprobatorio —Hace tiempo que no tenemos un Presidente Supremo con espíritu de empresa. ¿Por qué no se hace cargo ahora mismo? Así podría pasar la luna de miel en la Residencia Nacional, completamente en privado.
Goodman se sintió tentado. Pero prefería pasar la luna de miel sin que le molestaran con asuntos de estado; y además, ya estaba todo arreglado. Puesto que Tranai había pasado tanto tiempo en esa condición cercana a la utopía, bien podía seguir así unas pocas semanas más.
—Lo pensaré cuando regrese —dijo Goodman. Borg se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que puedo cargar con la presidencia un poco más. ¡Oh!, tome.
Y así diciendo, entregó a Goodman un sobre sellado.
— ¿Qué es esto?
—El consejo de costumbre —dijo Borg—. ¡Dese prisa, su novia lo está esperando!
— ¡Vamos, Marvin! —le llamó Janna — ¡Perderemos la nave espacial!
Goodman corrió tras ella y entró a la limousine del espaciopuerto.
— ¡Buena suerte! —gritaron los padres, conmovidos.
— ¡Buena suerte! —gritó Borg.
— ¡Buena suerte! —agregaron Melith y su esposa y todos los invitados. Camino hacia el espaciopuerto, Goodman abrió el sobre y leyó la hoja impresa que tenía.
CONSEJO PARA EL RECIEN CASADO
«Usted acaba de casarse y ansía, naturalmente, una vida entera de felicidad conyugal. Así debe ser, pues un matrimonio feliz es la base de un buen gobierno. Pero no basta con desearlo: el buen matrimonio no es un derecho divino. ¡Es necesario merecerlo! Recuerde que su esposa es un ser humano. Debe permitirle cierta dosis de libertad, que es su derecho inalienable. Es conveniente sacarla del éxtasis al menos una vez por semana. Una permanencia demasiado prolongada en el campo estático perjudicará la orientación de su esposa; además, puede dañarle el cutis y usted perderá en ese sentido tanto como ella.
De tiempo en tiempo (durante las vacaciones y en los días de feria, por ejemplo), la costumbre aconseja permitir que su esposa permanezca fuera del éxtasis durante todo un día, e incluso durante dos o tres días. No hay en ello mal alguno y la novedad hará maravillas en su estado de ánimo.
Tenga en cuenta estas pocas normas del sentido común y podrá disfrutar de un matrimonio feliz.»
Secretaría Oficial de Matrimonios.
Goodman rompió lentamente la tarjeta en pequeños trozos y los dejó caer al piso del limousine. Su espíritu reformista estaba ya en franca rebeldía. Había pensado ya que Tranai era demasiado perfecta para ser verdad. Alguien tenía que pagar por esa perfección. Y en ese caso, eran las mujeres.
Había encontrado la primera falla importante en aquel paraíso.
— ¿Qué era eso, querido? —preguntó Janna, mirando los trocitos de papel.
—Un consejo muy tonto —respondió Goodman—. Querida ¿pensaste alguna vez, pero en serio, en las costumbres matrimoniales de este planeta en que vives?
—No, no creo. ¿No son buenas?
—Están erradas, completamente erradas. Tratan a las mujeres como a juguetes, como a muñequitas que uno deja a un lado cuando acaba de jugar. ¿No te das cuenta?
—Nunca lo pensé.
—Bueno, puedes pensarlo ahora —dijo Goodman—, porque se necesitan algunos cambios y comenzaremos por casa.
—Como tú digas, querido —exclamó Janna, obediente. Se apretó contra su brazo y él la besó. En seguida, la limousine llegó al espaciopuerto y ambos subieron a la nave.
La luna de miel en Doé fue como una breve estancia en un paraíso perfecto. Las maravillas de aquella pequeña luna tranaiana habían sido planeadas para amantes, exclusivamente para amantes. No había comerciantes en busca de descanso, ni solteros dañinos por los senderos. Los cansados, los desilusionados, los que abrigaban esperanzas obscenas, todos debían buscar otros campos de caza. En Doé, la única regla, estrictamente obligatoria, era llegar de a dos, alegres y enamorados; de otro modo no se los admitía.
Goodman no encontró defectos en esta costumbre tranaiana.
En el pequeño satélite había praderas de hierbas altas y bosques verdes y frondosos por donde caminar y lagos frescos y sombríos en esos bosques y montañas escarpadas y espectaculares, que no pedían sino ser escaladas. Los amantes se perdían constantemente en los bosques, para su gran satisfacción; pero nadie podía perderse del todo, pues era posible circunvalar todo el satélite en un solo día. Gracias a la reducida gravedad, nadie podía ahogarse en los lagos oscuros, ni dañarse mucho al caer desde una montaña, por terrible que resultara la experiencia.
Emplazados en puntos estratégicos había pequeños hoteles con salas de cóctel apenas iluminadas, atendidos por ancianos amistosos de cabellos blancos. Había cuevas sombrías que se adentraban profundamente (pero nunca demasiado) en cavernas fosforescentes, donde brillaba el hielo y donde pasaban lentos ríos subterráneos poblados por grandes peces luminosos de ojos ardientes.
En opinión de la Secretaría Oficial de Matrimonios, estas atracciones simples eran suficientes y no había por qué instalar campos de golf, piscinas, caballerizas o juegos de salón. Cuando una pareja buscaba tales entretenimientos, la luna de miel podía considerarse terminada. Goodman y su flamante esposa pasaron en Doé una semana encantadora y finalmente regresaron a Tranai. El primer acto de Goodman, en cuanto hubo pasado el umbral de su nuevo hogar con su esposa en brazos, fue desconectar el generador derrsin.
—Querida mía —dijo—, hasta ahora he obedecido todas las costumbres de Tranai, aún aquellas que me parecieron ridículas. Pero hay algo que no puedo aceptar. En la Tierra, fui fundador de la Comisión pro-Igualdad Femenina frente al trabajo. En la Tierra, tratamos a nuestras mujeres como a iguales, como compañeras y socias en la aventura de vivir.
—Qué concepto extraño —dijo Janna, frunciendo el ceño, como si una nube pasara sobre su linda cara.
—Piénsalo —le alentó Goodman—. Nuestra vida será mucho más satisfactoria si la encaramos como camaradas que si te encierro en el campo estático. ¿No te parece?
—Tú sabes mucho más que yo, querido. Has viajado por toda la galaxia y yo, en cambio, nunca salí de Puerto Tranai. Si te parece que así es mejor, así será.
Sin duda alguna, era la más perfecta de las mujeres.
Goodman retomó su trabajo en la Robots Domésticos Abbag y pronto se encontró sumergido en otro proyecto para desmejorar los productos. En esta oportunidad se le había ocurrido la brillante idea de hacer que las articulaciones del robot crujieran y chirriaran. El ruido aumentaría el efecto irritante del artefacto, otorgando así mayor placer y más valor psicológico al acto de destruirlo. El señor Abbag se mostró eufórico ante la idea; dio a Goodman otro aumento de sueldo y le solicitó que aligerara la desmejora para empezar a producirla cuanto antes.
El plan original de Goodman consistía, simplemente, en retirar algunos de los conductos lubricantes, pero más adelante descubrió que, de ese modo, la fricción gastaría con demasiada rapidez algunas partes vitales. Y eso, naturalmente, no era permisible.
Empezó a dibujar planos para incluir una unidad de chirridos. Debía producir un efecto realista, pero no causar desgastes. Además, se necesitaba un bajo costo y un tamaño pequeño, pues el interior del robot estaba ya atestado con desmejoras.
Pero no tardó en descubrir que las unidades chirriantes de poco tamaño producían un sonido artificial; las grandes, en cambio, eran demasiado costosas o no tenían sitio dentro del caparazón. Trabajó varias noches por semana, perdió peso y se volvió irritable.
Janna se había convertido en una esposa magnífica y eficiente. Tenía la comida siempre lista en el momento preciso, por las noches sabía alentarlo con una palabra optimista o le escuchaba hablar de sus dificultades con atención y simpatía. Durante el día supervisaba a los robots domésticos que limpiaban la casa. Eso le llevaba menos de una hora; dedicaba el resto del tiempo a leer, hornear pasteles, tejer y destruir robots.
Aquello alarmó un poco a Goodman, pues su esposa destruía un promedio de tres o cuatro por semana. Sin embargo, todo el mundo necesita un pasatiempo, y el de Janna no resultaba demasiado caro, considerando que él obtenía los robots en la fábrica a precio de costo.
Cuando Goodman se encontraba en un punto muerto, otro diseñador, llamado Dath Hergo, descubrió un nuevo tipo de controles. Se basaba en un principio de contra— giróscopo y permitía que el robot entrara a una habitación con una inclinación de diez grados. (Según el departamento de investigaciones, la inclinación de diez grados era la más irritante que un robot podía tomar). Más aún, mediante un sistema de selección por azar, el robot se tambaleaba como un borracho, fastidiosamente, a intervalos regulares; nunca dejaba caer las cosas, pero parecía siempre a punto de hacerlo.
Este invento representó, naturalmente, un gran adelanto en la ingeniería de la desmejora. Y Goodman descubrió que podía emplazar la unidad chirriante en el control de tambaleo. Su nombre figuró en las revistas especializadas junto al de Dath Hergo.
La nueva línea de Robots Domésticos Abbag causó sensación.
Por entonces, Goodman decidió abandonar su empleo, para asumir la Presidencia Suprema de Tranai. Tal le parecía su deber para con el pueblo. Si el ingenio y la habilidad terráqueas eran capaces de mejorar las desmejoras, ¿qué no harían dedicados a mejorar las mejoras? Tranai era una cuasi—utopía. Cuando tuviera las riendas en sus manos, llegaría a la perfección.
Por lo tanto, se dirigió a la oficina de Melith para hablar al respecto.
—Supongo que siempre se puede cambiar algo —observó Melith, sentado junto a la ventana, contemplando pensativo a la gente que pasaba—. En realidad, el sistema actual nos ha funcionado muy bien durante bastante tiempo. No sé qué es lo que te gustaría mejorar. Por ejemplo, no hay crímenes...
—Porque están legalizados —declaró Goodman—. No se ha hecho más que evadir el problema.
—Nosotros no lo consideramos así. No hay pobreza...
—Porque todo el mundo roba. Y no hay problemas con los ancianos porque el gobierno los convierte en mendigos. En realidad, hay mucho que cambiar y mejorar.
—Bueno, puede ser —dijo Melith—, pero creo que.... de pronto se interrumpió y corrió a tomar el rifle colgado en la pared.
—Ahí está —gritó.
Goodman miró por la ventana. Un hombre, sin diferencia visible con respecto a los demás, pasaba caminando. Se oyó un chasquido apagado; el hombre se tambaleó y cayó en la acera.
Melith lo había matado con el rifle provisto de silenciador.
— ¿Por qué hiciste eso? —exclamó Goodman.
—Era un asesino en potencia —respondió el ministro.
— ¿Qué?
—Naturalmente. Aquí no tenemos crímenes verdaderos, pero, como humanos que somos, nos vemos frente a la posibilidad de que se produzcan.
— ¿Y qué hizo para que se lo considerara un asesino en potencia?
—Mató a cinco personas —afirmó Melith.
—Pero... ¡Maldición, eso no es justo! ¡No lo arrestaste, ni lo sometiste ajuicio, ni le proporcionaste una defensa...!
— ¿Cómo quieres que haga todo eso? —preguntó Melith, algo fastidioso —No tenemos policía para arrestar a la gente y no tenemos sistema judicial. Por Dios, ¿preferirías que lo dejara seguir? Para nosotros, un asesino es alguien que ha matado a diez personas y no le faltaba mucho para serlo. No podemos permitirle continuar. Mi deber es proteger al pueblo. Puedo asegurarte que lo investigué muy bien.
— ¡Pero no es justo! —gritó Goodman.
— ¿Y quién dijo que lo fuera? —gritó Melith a su vez — ¿Qué tiene que ver la justicia con la utopía?
— ¡Todo! —respondió Goodman, calmándose con gran esfuerzo—. La justicia es la base de la dignidad humana, del deseo humano de...
—Eso es pura cháchara —replicó Melith, con su habitual sonrisa bondadosa—. Trata de ser realista. Hemos creado una utopía para seres humanos y no para los santos, que no la necesitan. Debemos aceptar las deficiencias del temperamento humano, sin fingir que no existen. Para nuestro modo de pensar, un aparato policial y un sistema de leyes y tribunales tiende a crear la atmósfera propicia y la aceptación del crimen. Créeme, es mejor no aceptar que existe. La mayor parte de la gente estará de acuerdo.
—Pero cuando el crimen se presenta, cosa inevitable...
—Sólo aparece en potencia —insistió Melith, tercamente—. Y aun así es mucho más escaso de lo que supones. Cuando surge, nos ocupamos de él en una forma simple y rápida.
— ¿Y si te equivocas de persona?
—Nunca nos equivocamos. Es imposible.
— ¿Por qué no?
—Porque cualquier persona ejecutada por un funcionario oficial es un criminal en potencia, por definición y según la ley no escrita.
Por un rato, Marvin Goodman guardó silencio. Después dijo:
—Veo que el gobierno tiene más poder del que yo pensaba.
—Así es —dijo Melith—. Pero no tanto como piensas ahora. Goodman sonrió con ironía.
— ¿Y la Presidencia Suprema sigue a mi disposición?
—Por supuesto. Y sin condiciones. ¿La quieres?
Goodman meditó intensamente por un momento. ¿La quería, en verdad? Bien, alguien tenía que gobernar. Alguien tenía que proteger al pueblo. Alguien tenía que hacer unas cuantas reformas en ese utópico manicomio.
—Sí, la quiero —dijo Goodman.
En ese momento se abrió violentamente la puerta y el Presidente Supremo Borg entró corriendo.
— ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! —exclamó—. Hoy mismo puede mudarse a la Residencia Nacional. Hace una semana, que tengo todo empacado, esperando que usted se decidiera.
—Pero debe haber ciertas formalidades...
—No hay ninguna formalidad —dijo Borg, con la cara brillante de sudor. Ninguna, en absoluto. Sólo es necesario entregar el sello presidencial. Después iré a quitar mi nombre en los registros e inscribiré el suyo.
Goodman miró a Melith. Su cara redonda no mostraba expresión alguna.
—Está bien —dijo el terrícola.
Borg extendió la mano para tomar el sello presidencial y empezó a quitárselo del cuello.
Hubo una explosión súbita y violenta.
Goodman, petrificado por el horror, miró fijamente la cabeza de Borg, roja y destrozada.
El Presidente Supremo se tambaleó por un momento y cayó.
Melith le quitó la chaqueta y la echó sobre el rostro del cadáver. Goodman retrocedió hasta una silla y se dejó caer en el asiento. Abrió la boca, pero no logró pronunciar palabra.
—Es realmente una lástima —dijo Melith—. Ya estaba por terminar su período. Yo le aconsejé que no diera la autorización al nuevo espaciopuerto. Sabía que los ciudadanos no estarían de acuerdo. Pero él creyó que les gustaría tener dos espaciopuertos en vez de uno. Bueno, se equivocó.
— ¿Es decir..., quiero decir..., cómo..., qué...?
—Todos los funcionarios del gobierno —explicó Melith —deben llevar al cuello la insignia del despacho, que contiene cierta cantidad de tessium, un explosivo que tal vez hayas oído nombrar. La carga se controla desde la Cabina Cívica. Todo ciudadano goza de acceso a la cabina para expresar su desaprobación con respecto a los actos de gobierno.
Melith suspiró, agregando:
—Esto quedará como un baldón permanente en la historia del pobre Borg.
— ¿Ustedes permiten que el pueblo exprese su desaprobación haciendo estallar a los gobernantes? —tartamudeó Goodman, espantado.
—Es el único modo de que importe algo —respondió Melith—. Control y equilibrio. Así como el pueblo está en nuestras manos, nosotros estamos en las del pueblo.
— ¿Y por eso quería que yo terminara su período? ¿Por qué no me lo advirtieron?
—No preguntaste —explicó Melith, exhibiendo la sombra de una sonrisa—. No hay por qué horrorizarse tanto. Como tú sabes, el asesinato siempre es posible, en cualquier planeta y bajo cualquier gobierno y el gobierno nunca trata de asumir poderes dictatoriales. Y, como todos saben que pueden recurrir a la Cabina Cívica, la usan tan raramente que te sorprendería. Naturalmente, siempre hay exaltados.
Goodman se levantó y se dirigió hacia la puerta, sin mirar el cadáver de Borg.
— ¿Ya no quieres la Presidencia Suprema? —preguntó Melith.
— ¡No!
—Es muy propio de ustedes, los terrícolas —observó Melith, con tristeza—. Sólo quieren la responsabilidad cuando no entraña riesgos. Es una actitud errada para encarar el gobierno.
—Tal vez tengas razón —dijo Goodman—. Por mi parte, me alegro de haberlo descubierto a tiempo.
Y corrió a su casa.
Cuando entró, su mente era un torbellino. ¿Qué era Tranai: una utopía o un asilo de locos? ¿Había mucha diferencia? Por primera vez en su vida, Goodman se preguntó si una utopía valía la pena. ¿No sería mejor luchar por llegar a la perfección que haberla alcanzado? ¿Tener ideales antes que vivir según ellos? Si la justicia era una falacia, ¿no era mejor esa falacia que la verdad? ¿O no era así? Goodman, triste y confundido, entró a su casa arrastrando los pies y halló a su esposa en brazos de otro.
La escena se desarrolló ante sus ojos con una terrible claridad de cámara lenta. Janna pareció tardar un siglo en levantarse, acomodar sus ropas en desorden y mirarlo boquiabierta. El hombre (un individuo alto y bien parecido a quien Goodman no conocía) pareció demasiado sorprendido como para hablar. En cambio, hizo pequeños gestos inútiles: se alisó las solapas de la chaqueta y tironeó de los puños de su camisa.
Por último ensayó una sonrisa.
— ¡Y bien! —dijo Goodman.
Ante tales circunstancias, era bastante poca cosa, pero causó su efecto, Janna se echó a llorar.
—Lo siento muchísimo —murmuró el hombre—. Creímos que no regresaría hasta dentro de varias horas. Esto debe ser una terrible sorpresa para usted. Lo siento de veras.
Lo último que Goodman habría esperado o deseado era la simpatía por parte del amante de su mujer. Ignoró al hombre y clavó la vista en la llorosa Janna.
—Bueno, ¿qué esperabas? —gritó ella, súbitamente — ¡Tuve que hacerlo! ¡Tú no me amabas!
— ¡Que no te amaba! ¿Cómo puedes decir eso?
—Por la forma en que me tratabas.
—Te quería mucho, Janna —afirmó él suavemente—.
— ¡No es cierto! —gritó ella, levantando la barbilla—. Fíjate en como me tratabas. Me tenías aquí todo el día, todos los días, haciendo el trabajo de la casa, cocinando, o sin hacer nada. Marvin, yo me sentía envejecer. Día tras día la misma rutina estúpida. Y cuando venías a casa, generalmente estabas demasiado cansado para reparar en mí. ¡No sabías hablar más que de tus estúpidos robots! ¡Me estabas malgastando, Marvin, me estabas malgastando!
De pronto, Goodman tuvo la idea de que su esposa no estaba en sus cabales.
—Pero, Janna —dijo, con suavidad—, así es la vida. Marido y mujer deben compartirla como buenos compañeros y envejecer juntos. No es posible vivir sólo las cosas buenas...
— ¡Claro que es posible! Trata de comprender, Marvin. ¡En Tranai es posible... para las mujeres!
—Es imposible —insistió Goodman.
—En Tranai las mujeres llevan una vida de diversiones y placer. Es su derecho, así como los hombres tienen los suyos. Toda mujer tiene derecho a salir del éxtasis y encontrarse con alguna fiesta lista, o un paseo a la luz de la luna, o una invitación para ir a nadar, o al cine.
Se echó a llorar otra vez y prosiguió:
—Pero tú, no. Tú eras inteligente y querías cambiarlo todo. ¡Qué estúpida fui al confiar en un terrícola! El otro hombre suspiró y encendió un cigarrillo.
—No tienes la culpa de ser extranjero, Marvin —continuó Janna—. Pero quiero que comprendas. El amor no es todo. Las mujeres debemos ser prácticas, también. Si las cosas seguían así, yo habría terminado convirtiéndome en una vieja cuando todas mis amigas se mantendrían todavía jóvenes.
— ¿Todavía jóvenes? —repitió Goodman, sin comprender.
—Por supuesto —explicó el otro hombre—. Las mujeres no envejecen mientras permanezcan en el derrsin.
—Pero eso es horrible —dijo Goodman—. Cuando yo llegara a viejo, mi esposa sería todavía una muchacha.
—Precisamente en ese momento te habría gustado tener al lado una muchacha —dijo Janna.
—Pero ¿y tú? —preguntó Goodman — ¿Cómo habrías vivido junto a un viejo?
—Sigue sin entender —dijo el hombre.
—Vamos, Marvin, haz un esfuerzo. ¿Todavía no comprendes? Durante toda tu vida habrías tenido una mujer joven y hermosa, cuyo único deseo sería complacerte. Y cuando murieras... No pongas esa cara de disgusto, querido: todo el mundo muere. Cuando tú murieras, yo sería aún joven y según la ley heredaría todo tu dinero.
—Empiezo a comprender —dijo Goodman—. Supongo que ésa es otra fase aceptada de la vida tranaiana: la joven viuda rica que busca sus propios placeres.
—Naturalmente. De ese modo, todo es mejor para todos. El hombre tiene una esposa joven a quien ve sólo cuando lo desea; goza de completa libertad y de un buen hogar. La mujer no se ve obligada a enfrentar la insulsez de la vida cotidiana y se encuentra con medios abundantes cuando aún está en condiciones de disfrutarlos.
—Debiste decírmelo —se quejó Goodman.
—Creí que lo sabías —dijo Janna—, ya que decías conocer métodos mejores. Pero veo que jamás habrías podido comprender, porque eres tan ingenuo... Sin embargo, admito que es uno de tus encantos.
Y agregó, con una sonrisa melancólica:
—Además, si te lo hubiera dicho no habría conocido a Rondo.
El hombre hizo una ligera inclinación:
—Verá, yo repartía muestras de las confecciones Greah. Puede imaginar mi sorpresa cuando encontré a esta adorable mujer fuera de éxtasis. Era como un cuento de hadas convertido en realidad. Uno nunca espera que las leyendas se materialicen y cuando lo hacen tienen un verdadero atractivo, como usted admitirá.
Goodman se dirigió a Janna con una voz cargada de sentimientos.
— ¿Lo amas? —preguntó.
—Sí —dijo ella—. Rondo se preocupa por mí. Ha prometido mantenerme en éxtasis el tiempo necesario para que recupere el que perdí. Es un sacrificio de su parte, pero Rondo tiene un espíritu generoso.
—Si las cosas son así —replicó Goodman, sombrío—, no me interpondré en tu camino. Después de todo, soy un hombre civilizado. Te concederé el divorcio.
Y cruzó los brazos sobre el pecho, satisfecho con su propia nobleza. Pero tenía la vaga conciencia de que esa decisión no se debía tanto a la generosidad como a un súbito y violento rechazo de todo lo tranaiano.
—En Tranai no hay divorcio —dijo Rondo.
— ¿No? Goodman sintió que un escalofrío le corría por la columna vertebral. En la mano de Rondo acababa de aparecer una pistola.
—Sería muy incómodo que la gente estuviera siempre cambiando de pareja. Hay un solo modo de cambiar el estado civil.
— ¡Pero esto es repugnante! —barbotó Goodman, retrocediendo — ¡Va contra toda decencia!
—No, si la esposa lo desea. Y, ya que estamos, ésa es otra excelente razón para mantener a la esposa en éxtasis. ¿Cuento con tu permiso, querida?
—Perdóname, Marvin —dijo Janna, cerrando los ojos — ¡Sí!
Rondo levantó la pistola. Sin vacilar un instante, Goodman se arrojó de cabeza por la ventana más próxima. El disparo de Rondo pasó sin tocarlo.
— ¡Vamos! —exclamó Rondo—. Demuestre su valor, hombre. ¡Afronte las cosas!
Goodman había caído pesadamente sobre un hombro. Se levantó de inmediato y echó a correr. El segundo disparo de Rondo le rozó el brazo. Agachándose tras una casa, se puso momentáneamente a salvo. No perdió tiempo en cavilaciones: corriendo a toda velocidad, se dirigió al espaciopuerto.
Afortunadamente, una nave se preparaba para despegar y lo llevó hasta g'Morse.
Desde este punto telegrafió a Tranai pidiendo sus fondos y compró un pasaje hacia Higastomeritreia, donde las autoridades lo acusaron de ser espía de Ding. El cargo no prosperó, pues los dingos eran anfibios; Goodman estuvo a punto de ahogarse en el intento de probar que sólo podía respirar aire.
Otra nave lo transportó hasta el doble planeta Mvanti, más allá de Seves, Oigo y Mi. Allí contrató un piloto particular para que lo llevara hasta Bellismoranti, donde comenzaba la influencia de la Tierra. Desde ese punto, una espacionave local lo llevó a través del Remolino Galáctico, y finalmente llegó a Tung-Bradar IV, después de hacer escala en Ostra, Lekung, Pankang, Inchang y Machang.
Ya no tenía dinero, pero estaba prácticamente a las puertas de la Tierra, considerando las distancias astronómicas. Pagó con trabajo su pasaje a Oumé, y desde Oumé a Legis II. Allí, la Sociedad de Ayuda a los Viajeros Interestelares le consiguió un camarote y finalmente se encontró nuevamente en la Tierra.
Goodman vive ahora en Seakirk, Nueva Jersey, donde cualquier hombre está perfectamente a salvo mientras pague sus impuestos. Ha conseguido la jefatura de los Técnicos en Robótica en la Compañía Constructora Seakirk, y está casado con una muchacha menuda, morena y tranquila, que sin duda alguna lo adora, aunque él raramente le permita abandonar la casa.
Tanto él como el viejo capitán Savage suelen ir con frecuencia al bar Claro de Luna, de Eddie, para beber especiales Tranai y para hablar de Tranai la Bendita, donde las personas han comprendido el sentido de la existencia y han encontrado, por fin, la verdadera libertad.
En tales ocasiones, Goodman se queja de sufrir los rigores de una fiebre espacial; a causa de eso, ya no podrá volver al espacio ni regresar a Tranai.
En noches tales, siempre gozan de un público admirado.
En los últimos tiempos, Goodman ha organizado, con la ayuda del capitán Savage, la Liga Seakirk Pro-Anulación del Voto Femenino. Son los únicos miembros, pero, tal como dice Goodman, eso nunca ha servido para desalentar a un cruzado.
Fin