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    SEGUNDOS A ELEGIR

      0  
      0.01  
      0.02  
      0.03  
      0.04  
      0.05  
      0.06  
      0.07  
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      0.8  
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      1  
      1.1  
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      1.5  
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      2.1  
      2.2  
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      2.8  
      2.9  
      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      3.5  
      3.6  
      3.7  
      3.8  
      3.9  
      4  
      5  
      6  
      7  
      8  
      9  
      10  
      15  
      20  
      25  
      30  
      35  
      40  
      45  
      50  
      55  
    Animar Reloj-Slide
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    Reloj
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    ESPEJO

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    NO ESPEJO

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    ▪ Slide
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    Reloj
    0 grados
    30 msg
    0 seg

    Hora
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    30 msg
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    0 grados
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    0 seg
    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
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    Avatar1

    Avatar 2

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    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


    Avatar 2(
    10%
    )


    Avatar 3(
    10%
    )


    Avatar 4(
    10%
    )


    Avatar 5(
    10%
    )


    Avatar 6(
    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
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    GENERALIZAR

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    ▪ Filtros, Cambio automático
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    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    ▪ Centrar

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


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    Prog.R.2

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


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    Prog.R.3

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


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    Prog.R.4

    H
    M

    Reloj #

    L
    M
    M
    J
    V
    S
    D


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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

    DESACTIVADO
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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

    H
    M

    Estilo #

    L
    M
    M
    J
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    S
    D


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    M
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    Estilo #

    L
    M
    M
    J
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    D


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    Prog.E.4

    H
    M

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    L
    M
    M
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    V
    S
    D


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    PROGRAMAR RELOJES


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    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Guardar
    Almacenar

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Cargar

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    ▪1 ▪2 ▪3

    ▪4 ▪5 ▪6
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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

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  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    AVENTURERA (Corín Tellado)

    Publicado en abril 28, 2013

    ARGUMENTO:

    Curk Hayward es un joven millonario prometido por razones familiares y financieras a una chica de su mismo nivel social. Su destino parece inalterable. Pero se encuentra con Evora Brown y comienzan las dudas.

    Ella es una muchacha sencilla, apacible, que sabe dar sin pedir nada a cambio. Curk entabla una relación con Evora que dará mucho que hablar y pondrá en peligro la reputación y los planes de ambos.


    SOBRE LA AUTORA:

    María del Socorro Tellado López, conocida como Corín Tellado, (1927 - 2009) fue una escritora española de novelas románticas nacida en Viavélez (Asturias).

    A lo largo de su dilatada carrera literaria -56 años desde que publicó su primera novela, Corín ha publicado unos 5.000 títulos, ha vendido más de 400.000.000 de ejemplares de sus novelas y ha sido traducida a varios idiomas. No en vano figura en el Libro Guiness de los Records 1994 (edición española) como la más vendida en lengua castellana.

    Muchos factores son los que marcan la diferencia entre Corín Tellado y el resto de las "grandes damas" de la novela sentimental: el éxito de Corín reside en su facilidad para conseguir que sus lectores se identifiquen con los personajes. Ella hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor, amistad. Las tramas de sus historias son desgarradoras, llenas de equívocos, y sus hombres y mujeres sienten pasiones: unas veces amor y otras odio; lo mismo son generosos que se dejan arrastrar por la codicia.

    Los argumentos de Corín Tellado nunca se desarrollan en escenarios románticos, exóticos o históricos, sino todo lo contrario: tienen lugar en una época actual. Cada una de sus novelas es el reflejo de la realidad inmediata que nos rodea, de las costumbres al uso. Corín Tellado ha sido pionera, tanto en su forma de vivir como en la de enfocar su trabajo.



    CAPÍTULO 01


    ¿Qué te parece, Curk? Está muy bien, ¿verdad? Es regalo de mi tía Peti. Quiere ser la madrina, pero mamá dice que le pertenece a ella. Peti es tan romántica... ¿Me oyes, Curk?

    El aludido se agitó. Era un hombre alto, muy delgado, de pelo rubio oscuro y ojos azules de expresión indefinible. Frío y áspero, y a la vez, allí, en el fondo de las pupilas, se apreciaba a veces una lucecita de humanidad, pero... muy pocas veces. Tenía treinta años y estaba prometido a la joven que le hablaba desde que dejó Oxford, y de ello ya hacía muchos años. Pertenecía a la mejor familia de Penzance. Las más prestigiosas industrias, mineras y pesqueras, eran de su ilustre padre, sir Lewis Hayward Grey, y su novia, Mildred Lawson, era hija del socio de su padre, el honorable sir Gerald Lawson; pensaban casarse aquel invierno. Estaban contemplando el coquetón inmueble que la tía de Mildred pensaba darles como regalo de boda.

    Curk la oía, por supuesto, pero, como siempre, estaba distraído y parecía estar a miles de leguas de distancia. Mildred, que se hallaba habituada al carácter particular de su prometido, no pareció molestarse. Asió con sus dos manos el brazo de Curk, y juntos traspasaron la verja.

    Mildred era una mujer alta y fina, de aristocrático porte. Ya no era una colegiala. Tendría por lo menos veintisiete años, y hacía diez que lucía en el dedo una sortija de brillantes, símbolo de su compromiso con Curk Hayward. Era rubia y tenía ojos azules de altivo mirar.

    —¿Qué te parece el parque?—Y sin esperar respuesta, añadió—: Cambié el cenador y estas macetas. No me agrada la estructura de la terraza central. Diré a papá que lo cambie todo. ¿No te parece que hemos de realizar aquí grandes obras para que esto se convierta en un hogar moderno y cómodo?

    Curk alzóse de hombros. Estaba pensando que se hacía tarde, que el sol declinaba y él tenía una cita. No obstante, se abstuvo de decirlo. Correcto, pero distante, era cortés a su prometida.

    —Jully dice que si fuera ella la dueña de este chalet dejaba los parterres tal como están. Jully es una maniática, ¿verdad?

    ¡Las ocho! Empezaba a oscurecer. Evora lo estaría esperando.

    —Curk, cariño...
    —¿Sí?
    —Pareces tan lejos de todo esto...
    —Estoy a tu lado —indicó Curk, con su habitual indiferencia.

    Mildred pensó, aunque fugazmente, que Curk antes no era tan seco y tan distante. Pero, bueno, tal vez ello se debiera a los años. Había cumplido treinta, estaba madurado. Ya nunca sería aquel joven dicharachero y feliz que durante las vacaciones era el compañero ideal. ¡Qué veranos más felices había pasado allí! Bueno, había que pensar en serio. Ella no era una niña romántica.

    —¿Entramos? —propuso ella.
    —¡Oh, no! —Y consultó el reloj—. Ya es tarde. Otro día.
    —Acaban de dar las ocho.
    — Por eso mismo.
    —¿Y te parece tarde?
    —Lo es. Volvamos al auto.

    Este se hallaba aparcado en la carretera. Era un «Jaguar» propiedad de Curk, de línea estilizada, de color azul pastel, y todos los habitantes de Penzance lo conocían.

    —Me gustaría ver su interior.

    Curk se impacientó. Y era lo bastante flemático para no impacientarse con facilidad. No obstante, aquel día estaba de mal humor.

    —Lo sabes de memoria, Mildred —dijo—. Yo también lo sé. Si quieres hacer alguna reforma, que te acompañe tu madre o mi hermana.
    —Querido...

    Curk caminaba despacio hacia el auto. Su decisión de dejar aquel lugar no admitía réplica. Mildred se mordió los labios y lo siguió a regañadientes.

    Ya en el auto, de regreso a casa, ella exclamó de pronto:

    —¿Qué te parece si volviéramos mañana?
    —Ya te dije que yo no puedo. Tengo muchas ocupaciones.
    —Siempre estás ocupado. ¿Ocurrirá igual cuando nos casemos?
    —Soy hombre de negocios. Debes pensarlo así.
    —Desde luego. Pero observo que mi padre también es hombre de negocios y rara vez deja a mi madre.
    —No me gusta imitar a nadie, Mildred —cortó, frío.

    Mildred mordióse los labios y no contestó.


    Llegó a casa (un hermoso palacio enclavado en lo alto de la colina) y se cambió de ropa en un instante. Iba a salir. Eran las ocho cuarenta y cinco. Evora era una buena chica, pero tenía poca paciencia, como todas las mujeres.

    Descendía hacia el vestíbulo cuando su padre atravesaba éste en compañía de un elegante señor y de un joven que llevaba una cartera de piel bajo el brazo, lo que indicó a Curk que se hallaba ante un socio de su padre y su secretario. Esto le contrarió en gran manera. Conocía lo bastante a su padre para saber que iba a reclamarlo. Así fue, en efecto.

    —Hola, Curk. De ti estábamos hablando. Síguenos al despacho. Hemos de tratar de algunas cosas importantes.

    Evora tendría que esperar. Por orden de su padre y como único hijo varón de la ilustre familia, había estudiado leyes, tomando, al finalizar su carrera, el timón de los asuntos de su padre.

    Era jefe, administrador y consejero de la gran firma Hayward Lawson y Compañía y, sin su parabién, jamás se firmaba un acuerdo.

    Disimulando su mal humor, correspondió cortés al saludo del señor que le era presentado, y todos se dirigieron al despacho. Dos horas después, él y su padre despedían a mister Blu y su secretario en la puerta principal de la casa. Eran justamente las diez y media y el gong había tocado para la comida.

    Sir Lewis lo asió del brazo y juntos entraron en la casa.

    —Estoy muy orgulloso de ti, Curk —dijo el caballero—. Hemos de reconocer que desde que tú tomaste las riendas de mis negocios éstos han subido un porcentaje tentador.

    Curk no contestó. Pensaba en Evora. Después de comer tendría que ir a verla. Un poco tarde... Sí, pero sabía que Evora lo esperaría hasta la hora que fuera. Era lo que más admiraba en ella. Su ternura para disculparlo tantas veces como faltaba a sus citas.

    De pronto, sir Lewis le contempló fijamente.

    —Curk, después de comer, mientras tu madre y tu hermana oyen música en el salón, tú y yo pasaremos a mi despacho —dijo con un tono muy distinto del empleado anteriormente.
    —¡Oh, pues...!
    —Tengo que hablarte.
    —¿No... podías dejarlo para mañana?
    —No. Es un asunto urgente.

    No podía ver a Evora ni siquiera a las once. Bueno, lo dejaría para el día siguiente. Evora, como siempre, lo disculparía.

    Durante la comida hablaron de negocios, de la boda que luego tendría lugar y del chalet que tía Peti les regalaba.

    Lady Magda, una dama de altivo y aristocrático porte, parecía entusiasmada con la idea Jully, que tendría veinte años, soñaba con ser la dama de honor. Sólo Curk y sir Lewis parecían muy ajenos al entusiasmo de las dos mujeres.

    Cuando pasaron al salón, sir Lewis se disculpó y se llevó a su hijo cogido por el brazo. Curk se preguntaba qué podía desear de él su padre para exigirle cerrarse en su despacho. Alzóse de hombros. Cualquier asunto de negocios. Su padre era así, nunca podía dejar para el día siguiente lo que pensaba a cualquier hora.

    En el salón decía Jully a su madre:

    —Estoy tan emocionada, mamá... ¿Cuándo se casan?
    —¡Oh! Aún no lo sé. No se hizo la petición oficial, ni se señaló la fecha de la boda. Pero creo que pronto, Curk ya no es un niño y Mildred tampoco ha de esperar mucho.
    —¿Sabes, mamá? Mañana iré con Mildred al chalecito. Hemos de hacer algunas reformas y Mildred se empeña en que la acompañe.
    —Me parece muy bien.
    —¿Cuándo tendré yo un prometido, mamá?
    —Pero, niña...
    —Ya he cumplido veinte años.
    —Estás naciendo.
    —¡Oh!

    Y se quedó muy triste.

    Lady Magda le puso una mano en el hombro y le susurró al oído:

    —Alfred te admira mucho.
    — ¡Oh!
    —Te lleva unos años —siguió diciendo la dama—, pero pertenece a la familia Lawson y eso es muy significativo.
    —¿Alfred Lawson? —se extrañó Jully—. Pero, mamá, es tan mayor para mí.
    —Sólo tiene un año más qué Curk y está soltero, y además, a todos, tanto a los Lawson como a nosotros, nos gustaría emparentar por partida doble.


    —Siéntate, Curk.

    El joven obedeció. El despacho particular de Lewis se parecía a él. Era severo y oscuro, con muebles pesados y retorcidos, y sentado tras la gran mesa de trabajo, llena de papeles, el caballero adquiría una sobriedad que, por un instante, intimidó un tanto al joven.

    —¿No podríamos dejar para mañana el asunto de que deseas tratar?
    —Por supuesto que no. Fuma —encendió un habano y ofreció otro a su hijo.

    Este dijo con una leve sonrisa:

    —A esta hora prefiero mis cigarrillos, papá. Perdona.
    —Fuma lo que sea. Dos hombres, entre espirales de humo, se entienden mejor.
    —Por lo que observo, no es asunto de negocios. Nunca hay antagonistas entre nosotros en el terreno comercial. Siempre estamos de acuerdo.
    —En efecto, no se trata de negocios sino de algo muy distinto.

    Hasta aquel instante, Curk no se dio cuenta de que su padre iba a hablar de Evora. ¿Quién le había puesto al corriente de aquellas cosas? No se inquietó. Después de todo, un devaneo lo puede tener cualquier hombre, y él era un hombre como los demás, o quizá más apasionado que muchos, aunque nadie lo comprendiera así, dada su adustez y frialdad aparente.

    —Muchacho, sé que haces frecuentes visitas a una casita a orillas de la ribera.
    —¡Ah!

    Sir Lewis abrió una carpeta, dejó el habano colgado de la comisura izquierda y, cerrando a medias un ojo, sacó un papel, lo agitó y añadió:

    —Se llama Evora Brown. ¿De dónde procede ese nombre y la mujer que lo lleva?

    Curk curvó la voluntariosa boca en una fría sonrisa.

    —¿Importa mucho?

    Sir Lewis cerró la carpeta, se repantingó en la butaca y, sin quitar el habano de la boca, metió los dedos entre los tirantes y la camisa. Se quedó mirando a su hijo escrutadoramente.

    —¿Qué pasa, Curk?
    —¿Pues qué pasa?
    — Soy hombre, muchacho y, por tanto, conozco las debilidades de éstos, pero por la misma razón, no ignoro que nunca se deben tomar en serio ciertos pasajes de la vida.
    —¿Y quién te dijo que yo tomo en serio esos... llamados pasajes?
    —¡Ah! Era lo que deseaba saber.
    —Pues ya lo sabes. ¿Puedo retirarme?
    —No, no, claro que no. No terminamos.
    —Prosigue, pues.
    —¿Cuándo empezó eso?
    —Hace... ¡que sé yo!
    —Muchacho, muchacho, esas debilidades son un tanto peligrosas. Tú —añadió, apreciativo— eres un hombre sensato. Conoces la gran responsabilidad de tu nombre y a lo que éste obliga. De eso no tengo la menor duda. Por eso no puedo ni debo reprocharte ese devaneo, mas... ¿No dice el refrán que el que anda con fuego se quema?
    —No me quemaré, papá —rió Curk, cachazudo—. Pierde cuidado.
    —Mildred es tu prometida, te vas a casar con ella. ¿Por qué devanarte los sesos en placeres falsos? Porque no es sólo un placer, muchacho. Conozco el asunto. Es una lucha cerebral... ¿Sin importancia?
    —Me parece, papá, que vas muy deprisa— dijo de pronto Curk, con breve sonrisa irónica en la cuadrada boca—. He de decirte que Evora Brown no es mi amante.
    —¡Oh, oh!
    —¿Queda esto bien sentado, sir Lewis? —preguntó con voz firme, pero con burlona sonrisa.
    —Bueno. Entonces, ¿qué esperas de ella?
    —Tal vez lo será un día. Al menos esa es mi intención, pero aún no es así. Y en cuanto a Mildred... —hizo un gesto con la mano que indicaba indiferencia— será mi esposa, pero nunca me someteré a sus caprichos. Si deseo tener una amante la tendré, no te quepa la menor duda, y Mildred tendrá que admitirlo así.
    —Nunca tuve una amante —apuntó con dureza sir Lewis—. Me consagré a mi esposa y a mis hijos y jamás se me ocurrió pensar que había otras mujeres que podía alcanzar.
    —Papá, somos distintos. Permíteme que lo diga.
    —Ya lo veo. —Y con súbita energía—: Curk, te he llamado aquí para decirte que no hagas daño a esa joven. Tú no puedes casarte con ella, déjala para otro hombre que la eleve, no que la envilezca.

    Curk no contestó. Se puso en pie y consultó el reloj. Las doce. Se iría a la cama.

    El joven bostezó. Sonrió y, agitando la mano, se fue sin responder.


    CAPÍTULO 02


    ¿Qué hay?

    Y Ruth se tendió en el sofá cuan larga era, al tiempo de hacer la trivial pregunta.

    —¿No ha venido tu aristócrata?

    Evora alzóse de hombros sin responder. Se hallaba hundida en una butaca y tenía las piernas cruzadas una sobre otra, balanceaba un pie, y entre los labios tenía, un cigarrillo.

    Ruth se incorporó sobre un codo y la contempló fijamente.

    —¿Ha venido o no?
    —No ha venido.

    Ruth se sentó de golpe y quedó con las piernas encogidas y el busto tenso. Era una muchacha de unos veinticinco años, aunque aparentaba menos. Rubia, de ojos azules, reidores, alegres. Trabajaba en una oficina y vivía de pensión en el piso superior de Evora. Había hecho amistad con ésta casi a raíz de la llegada de Evora a Penzance. Había unos años de diferencia en la edad, pero eso no era obstáculo para que se apreciaran de veras. Ruth, siempre que podía, y podía a todas horas que tenía libres lejos de la oficina, bajaba al piso de Evora.

    Por tanto, conocía su amistad con Curk Hayward, y no le agradaba.

    —No ha venido —repitió Ruth, desdeñosa—. Mejor para ti. —Y con rabia—: ¿Sabes que detesto a ese hombre?

    Evora no se inquietó. Con serena voz, aquella voz queda, profunda y seria, replicó con sencillez:

    —Yo le amo.

    Ruth exclamó, malhumorada:

    —¿Eres tonta, Evora? ¿O te haces? ¿Qué esperas de ese hombre? Tú no le conoces bien. Pero yo nací y viví aquí. Sé de todos los habitantes. Hasta los planes que tiene cada cual, y, por tanto, sé que Curk Hayward está prometido a esa pava de Mildred Lawson desde que nació, como el que dice.
    —Me has dicho eso desde que le conocí.
    —Y como si nada.

    Evora juntó las manos y las agitó nerviosamente. —Como si nada —dijo, pensativa—. No lo puedo remediar.

    —Hija, me descompones.
    —Lo siento.

    Y se puso en pie. Fue hacia la ventana, levantó el visillo y volvió al lado de Ruth, sentándose frente a ella.

    Evora era una joven de unos veinte años. Tenía el pelo rojizo, verdes los grandes ojos. Era esbelta y fina y, sobre todo, muy suave. Pero lo que más llamaba la atención de su persona eran los ojos de melancólica expresión. No tenía aspecto de aventurera. Muy al contrario, parecía una joven exquisita, con más espíritu que materia, y así era en realidad. Por eso, Ruth no comprendía aquella amistad con un hombre rico a quien todos en Penzance consideraban casi como casado.

    Había nacido en Londres y trabajó allí como modelo hasta que enfermó su única tía. Esta poseía aquel piso y unos pequeños ingresos que al morir legó a su única sobrina. Evora se trasladó de Londres a Penzance, buscó trabajo en una casa de modas y, con la pequeña renta que le dejó su tía y su trabajo, vivía bien y sin apuros, lo cual, según Ruth, le permitía llevar una vida alegre y sana, muy lejos de amistades perniciosas. ¿Qué cómo conoció a Curk? Del modo más simple. Regresaba de su trabajo. Llovía a torrentes. Se refugió en un portal. El, Curk, bajaba de aquella casa. Llegó al portal, lanzó una mirada a la calle. Un Jaguar estaba aparcado ante la casa. Pero llovía de tal modo que era imposible atravesar la calle sin empaparse. Esperó y comentó algo con referencia al tiempo. Así empezó. Cuando amainó la lluvia, se ofreció a llevarla a casa en su coche. Evora aceptó. Se dijeron sus nombres respectivos, y al día siguiente volvieron a verse. ¿Por casualidad? Evora nunca lo supo. Desde aquel día se vieron otras muchas veces. Una tarde de domingo, Curk subió a saludarla, pues hacía dos meses que no la veía. Desde entonces subía siempre. Nunca hablaron de su novia. Evora sabía que estaba prometido, por Ruth. Por ésta supo también a qué familia pertenecía y muchas otras cosas. Ello no disminuyó su interés por Curk Hayward.

    —Evora, déjame que te diga que Curk se casará muy pronto —dijo Ruth.

    Evora estaba de nuevo sentada y encendía nerviosamente un nuevo cigarrillo. Fumó a borbotones, como si sólo supiera hacer aquello. Su semblante apacible parecía un tanto crispado, pero aun así, no saltó en insultos ni se echó a llorar.

    Ruth, malhumorada, continuó:

    —Conoces a la vieja Peti...
    —No conozco a nadie, excepto a ti y mis compañeras de trabajo.
    —Bueno, pues te diré que lady Peti es una vieja millonada, hermana de lady Lawson.
    —Tía de...
    —Sí. Le regala un chalet maravilloso en la periferia de la ciudad. Allí van a vivir los novios, Curk y Mildred. ¿No dices nada?
    —No.
    —¿No? ¿De qué estás hecha, criatura?
    —Ruth, ¿qué puedo hacer? Me enamoré de Curk casi al instante de verlo en aquel portal. Fue inevitable.
    — ¡Santo cielo! A mí no se me hubiera ocurrido enamorarme de un hombre que está prometido a otra mujer casi desde que nació. Y lo peor de todo es que se va a casar con ella.
    —No pretendo que Curk se case conmigo —dijo Evora, suavemente—. Soy... como el segundo plato de un banquete.
    —¿Y te conformas? —se descompuso Ruth—. ¿De qué estás hecha, hija? Tú no tienes necesidad de esa migaja de cariño. Eres muy bella y tienes el porvenir resuelto. ¿No comprendes?

    Evora hizo un gesto, como diciendo: «¿Y qué puedo hacer?».

    —Evora, amiga mía, sé razonable. Pensemos las dos con cordura.
    —Ruth, yo preferirla que te mantuvieras al margen.

    Ruth estalló.

    —¿Eres su amante?
    —No —replicó, serenamente—. Aún no.
    —¿Cómo? ¿Aún? ¿Estás loca? ¿Es que no tienes dignidad?
    —Prefiero no hablar de eso.
    —Dios de Dios, Evora. Ese hombre te enloqueció. Y si esperas que se case contigo...
    —¡No lo espero! —cortó firmemente.
    —Es que sería tonto que lo esperaras. Tú no conoces a sir Lewis ni a lady Magda. Son gentes pegadas a sus pergaminos y millones, y Curk es una digna continuación de sus padres. ¿Crees que le van a prohibir que se vea contigo? Claro que no. Conozco a la gente. Será como un galardón para ellos que su hijo tenga una amante. Y si crees que Mildred se va a oponer... Esa gente cree tener todos los privilegios y considera normal que los hombres se distraigan. ¿Qué importa que sea un coche último modelo o una mujer desamparada?
    —¡Ruth!
    —Ya lo sabes.

    Se puso en pie. Evora la contempló con tristeza.

    —Querida, piensa que puedes ser amada por un hombre honrado y cabal —insistió Ruth, ya calmada y con tono de súplica—. ¿Por qué has de ser el juguete de un hombre rico?
    —No amo a Curk por su riqueza.
    —Sí, hija, sí, ya lo sé. Yo te conozco, pero ellos...
    —Sólo quiero que me conozca Curk—. Ruth ya no pudo más. Fue hacia la puerta y se detuvo en ella con un estallido de cólera.
    —Eres una estúpida criatura, Evora.
    —Ruth...
    —¿No comprendes que serás el blanco de todas las miradas?
    —¿Y qué puedo hacer para evitarlo?
    —Cerrar estas puertas a ese hombre.

    Evora apretó las manos una contra otra. Con voz impotente, dijo: —Nunca me faltó al respeto. Pero si me faltara...

    —Caerías en sus brazos.

    Se pasó una mano por la frente y la acarició, nerviosamente.

    —No lo sé... ¡Oh, no! No puedo saberlo. Yo nunca me enamoré. Es la primera vez.
    —Pero el amor de tu vida se va a casar con una de su clase.
    —Ya.
    —¿Y eso no te inquieta?
    —Me entristece —dijo bajo, como anonadada—. Me entristece mucho.

    Ruth salió, cerrando la puerta con golpe violento. Evora, desolada, la sintió subir las escaleras corriendo. Buena chica Ruth, pero ella no la comprendía.

    Amaba a Curk, lo amaba con verdadero fervor. ¿Qué iba a ocurrir? No lo sabía. Ella comprendía que hacía mal, pero carecía de fuerza de voluntad para alterar el negro destino que se cernía sobre ella.

    Sonó el timbre. Se levantó a abrir. Al pasar frente al espejo de la consola, lanzó una breve mirada. Estaba pálida. Ruth la inquietaba cada día; era una mujer extraordinariamente honrada. También ella lo era, pero... «¡Dios mío —pensó—. Temo que un día, cuando Curk me lo pida, deje de serlo. Será horrible».

    Abrió con mano temblorosa. Se quedó envarada en el umbral. No era Curk. Era, por el contrario, una elegante mujer de pelo rubio pálido, ojos azules, de altivo mirar y sonrisa espasmódica.

    —¿Evora Brown? —preguntó.

    La joven asintió con un gesto, pero no la mandó pasar. El instinto le decía que aquella mujer, con porte de aristócrata, era la prometida de la cual Curk nunca le habló. Porque Curk nunca le dijo que estaba prometido. ¿Por qué no se lo había dicho?

    —¿Puedo pasar? —preguntó la elegante mujer.
    —Sí, claro, perdone...

    Y le cedió el paso. La visitante, perfumada, bien vestida y elegante, pasó y miró en torno con curiosidad. Evora la miró con disimulo. No era una jovencita. Había sobrepasado los veintiocho seguro. Pero parecía una reina, tal era su arrogancia. Se envolvía en un rico visón y su mirada dura, después de recorrer la estancia, se clavó en Evora.

    —¿Vive usted sola? preguntó.
    —Sí
    —¿No tiene familia?
    —No.
    —Es usted menor de edad.

    Asintió con un gesto. Y al mismo tiempo dijo tímidamente:

    —Siéntese, por favor.
    —Gracias.

    Y quedó apoyada en una butaca.

    Evora fijó los ojos en aquella mano. Era larga, delgada, nerviosa y muy bella. Lucía en el dedo medio de la mano una gran sortija de brillantes. ¿La de prometida? ¿O estaría equivocada y no sería Mildred Lawson?

    Pero la voz de la elegante mujer la sacó de dudas.

    —Mi nombre es Mildred Lawson —dijo—. ¿Oyó usted hablar de mí?

    Evora nunca había mentido, pero en aquella ocasión consideró que era preferible hacerlo.

    —No.
    —Soy la prometida de Curk Hayward.

    No dijo nada. Esperó.

    Mildred pareció impacientarse. Con sequedad, dijo: —No soy tan moderna ni tan despreocupada, como para permitir que mi futuro esposo se entretenga con una aventurera.

    Evora apenas pudo disimular un estremecimiento, pero se abstuvo de abrir los labios. Ante su silencio, Mildred estalló:

    —Por tanto, espero que deje usted Penzance antes de veinticuatro horas —dijo, fríamente.
    —Tengo aquí mi trabajo.
    —Encontrará usted otro. Le daré una carta de recomendación. Curk nunca sabrá nada. También le daré un cheque.
    —No me voy a marchar.
    —¿Cómo?
    —Curk se va a casar con usted. ¿No es bastante triunfo?
    —No quiero que mi esposo tenga una amante.
    —No lo soy —dijo sin enfadarse—. Le aseguro que no lo soy.

    De súbito Mildred se encontró ridícula. La suavidad de aquella jovencita la exasperó. Ella sabía la amistad que tenía Curk en aquella casa. ¿Quién se lo había dicho? Su madre. Y no dudó en ir al piso de la Ribera. Había cometido una estupidez. Era preciso que Curk no lo supiera nunca.

    —Amo a Curk —dijo más calmada—. Soy su prometida desde que tenía diecisiete años. ¿Lo comprende usted?
    —Sí.
    —Póngase en mi lugar.
    —Nunca le quitaré a Curk, pero tampoco puedo apartarme de él —dijo Evora, suavemente—. Pídale usted a su futuro esposo que se aparte de mí. Se lo agradeceré.

    Mildred huyó de allí. Estaba humillada y desconcertada.

    Esperó que al día siguiente Curk le hiciera un reproche. No se lo hizo, lo que le indicó que Evora Brown no había dicho nada. Y en efecto, Evora no se lo dijo ni a su amiga Ruth.


    CAPÍTULO 03


    Curk entró en la casa como en la suya propia. Se quitó el gabán y lo tiró sobre una butaca. Luego se acercó a la pequeña chimenea y extendió las dos manos.

    —Es una tarde infernal —exclamó—. ¿Hace mucho que has llegado?
    —Una hora.

    Con las piernas un poco abiertas y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, Curk la contempló apreciativo. Gustaba de aquella quietud. Era grato el ambiente humilde, distinto al suyo. Grata la silueta grácil de Evora, que nunca se alteraba. ¿Por qué no podría ser Mildred como ella? Mildred sólo sabía hablar de trajes, de joyas, gentes y fiestas. Evora nunca hablaba mucho. Escuchaba. Sabía escuchar, y era consolador encontrar una persona así.

    —¿Me has echado de menos? —le preguntó, sin cambiar de postura.
    —Sí.
    —Querida...

    Y fue a sentarse a su lado, tomó las manos de Evora entre las dos suyas y las oprimió cálidamente. Después las llevó a los labios y la besó repetidas veces en la fría palma.

    —Querida —murmuró—. Querida Evora...

    Ella rescató sus manos. Estaba pálida y temblorosa y tenía que hacer grandes esfuerzos para no echarse en sus brazos. Evora no era una chica de experiencia, como Ruth. No le enseñaron de la vida la parte falsa. Su madre fue una mujer inocente y buena, quiso a su padre y murió. No hubo en su vida más emociones que el nacimiento de su hija, los éxitos de su esposo como periodista y un hogar que cuidaba con la suavidad de su temperamento. E hizo de Evora una mujercita como ella. Lástima que muriera pronto, pues tal vez, al ver a su hija en el borde de la caída la hubiera retenido. Y se murió sin haberle advertido de que existían aquellos peligros.

    Evora creía en Dios y en el amor. Sólo en esas dos cosas. Dios para ella era lo primero, y luego el amor. Y como éste era sincero, lo consideraba un don del cielo, nunca un pecado. Por eso amaba a Curk y lo admitía en su hogar, y habría aceptado una proposición de intimidad, si Curk se la hacía. Pero Curk nunca se lo había propuesto. Eso era lo extraño. Que Curk fuera a su casa todos los días y no le hiciera ninguna indicación en ese sentido.

    —He trabajado mucho estos días —dijo él de pronto, soltando las manos femeninas y echando la cabeza sobre el respaldo del diván—. Me siento rendido.
    —¿Quieres que te prepare algo?
    —¿Lo harás?
    —Claro ¿Una taza de té?
    —Sí, querida.

    La vio moverse por la estancia. Era grácil y bonita, suave... ¡Tan suave! ¡Tan distinta a todas las chicas! Bueno, tenía que dejar de pensar en ello. El iba allí... ¿A qué iba en realidad? Apretó los labios.

    —Toma—dijo ella.

    Y le alargó una taza de té.

    La bebió con satisfacción. Después habló de sus cosas. No podía hablar de ellas con todo el mundo. Con Mildred, por supuesto que no. Mildred era una mujer frívola.

    —Tendré que ir a Londres uno de estos días —decía en aquel instante—. Asuntos de negocios. ¿Qué te traigo?
    —¡Oh, nada! Por mí no te preocupes.

    La miró, pensativo.

    —Pues me preocupo. Eres como un eslabón prendido a mi vida. Una cadena que va colgada a mi cuello.

    Siempre le decía aquellas cosas, pero luego hablaba de otras con la misma precipitación. Ella hubiera querido que le hablara de su próximo matrimonio, de Mildred, de todo aquello que era su vida. Pero Curk jamás había dicho que estaba prometido, y ella no se lo preguntaba. ¿Decirle que Mildred había estado allí? ¡Oh, no! ¡Nunca!

    Estuvo a su lado hasta las once. Al marchar le besó las manos. La miró de aquel modo desconcertante, pero se fue. Y ella quedó muy sola. Muy triste. Para él, ella era un entretenimiento, pero se conformaba con ser eso. No podía aspirar a nada más.


    El Jaguar se perdía en la calle. La ribera, débilmente iluminada, se quedaba lejos.

    Curk, con las manos apretadas en el volante, pensaba. No lo hacía muchas veces. Era hombre que tenía un lema en la vida. Dejarse ir, no pensar en el mañana. Además ¿no estaba claro aquel mañana de su vida? ¡Oh, sí! Tan claro como la limpidez de la mirada de Evora.

    Él era un hombre honrado. Pero no reparaba en correr una aventura cuando ésta se le presentaba. En Evora creyó ver aquella aventura. ¡Una tentadora aventura! Pero no. No era una aventura. Era una amistad naciente que le hacía bien. Al principio, cuando la conoció, le pareció tan bella que no dudó en afianzar la amistad. Y empezó a ir a su casa. ¿Sólo por charlar, por verla? No, por cierto. El no era hombre que jugase a entretener jovencitas. Fue con un propósito, y aún lo tenía. Y no lo ponía en práctica por escrúpulo de conciencia, sino porque no podía. Cuando estaba a su lado, le repugnaba destrozar aquella amistad espiritual. Creyó que podría ser una tibia pasión. No lo era. Poco a poco, aquella amistad se convirtió en una necesidad espiritual, pero no era necesidad del cuerpo. Era lo más extraño.

    Bueno, un día tendría que decirle que estaba prometido, y Evora estallaría al fin. Después de todo, era una mujer como todas, y tal vez pensaba que él podía casarse con ella. ¡Un fastidio! El se casaría con Mildred y tal vez después... ¿Por qué no? No amaba a Mildred. Era como un deber, pero nada más. Mildred aportaría al matrimonio una gran fortuna y un buen nombre. Y además, estaba empeñada su palabra. Y su palabra era algo muy serio. Después, cuando Mildred fuera su esposa, quizá... ¿Por qué no? Evora se convertiría en su amante. Sí, eso sería, y así su vida dejaría de ser aquel pasaje monótono que a veces le aburría. Evora supondría en su existencia una gran emoción. Tal vez se casara pronto, o quizá no. Bueno, ya lo vería.

    Cuando vio a Mildred a la tarde siguiente, le dijo:

    —Tendré que ir a Londres.
    —¿Solo?

    La pregunta lo desconcertó. —¿Con quién, pues?

    —¡Oh, no sé!
    —¡Qué pregunta más rara, Mildred!
    —Perdona.
    —¿No puedes aclararla?
    —Pues...
    —Te lo ruego.
    —Bueno —saltó Mildred, con violencia—. No te sostengas tan firme y ecuánime. Ya sé que tienes una amante.

    Curk no esperaba semejante cosa y se quedó desconcertado. Cuando reaccionó, sintió asco hacia Mildred.

    —¿Y teniendo una amante, lo toleras?—dijo, áspero.
    —Es la vida, ¿no?
    —¡Mildred!
    —Bueno —se aturdió—. Prefiero que no la tengas. ¿La tienes?

    Por toda respuesta, él dijo indiferente:

    —Te traeré de Londres un bibelot.

    Mildred mordióse los labios y no dijo nada. Iban hacia una casa de modas, donde Mildred pensaba elegir unos modelos. Había anunciado un gran desfile. A Curk le cansaba todo aquello, pero de vez en cuando tenía que complacer a su prometida. Así pues, entró en la sala cogiendo el brazo de su novia. Había allí otros hombres con sus esposas, hermanas o novias. Curk sentóse junto a Mildred y empezó el desfile. Se quedó envarado. La primera en salir con un soberbio traje de noche fue Evora. No se fijó en la mirada que Mildred lanzaba, primero sobre Evora y luego sobre él. Estaba como ensimismado, con un pitillo en la boca y los párpados entrecerrados.

    Ignoraba que Evora fuera modelo. A decir verdad, lo ignoraba todo acerca de Evora. Le pareció curioso y, al mismo tiempo, se dijo que no tenía por qué saber gran cosa de aquella dulce jovencita, que en traje de noche parecía una espléndida mujer...

    Ella, Evora, lanzó sobre él una breve mirada y siguió exhibiéndose. Mildred le tocó en el hombro y dijo soberbia:

    —Quiero ese modelo. El que lleva la pelirroja.—Miró el programa—. Se llama...

    Con la mayor indiferencia, dijo Curk:

    —No te sentará bien. Ella es más delgada y más baja que tú…

    Mildred mordióse los labios e insistió:

    —Quiero ése.

    Y al mismo tiempo, Curk pensaba que aquella noche tendría que decirle a Evora que estaba prometido.


    Entró como todos los días. Evora le sonrió también como todos los días y, como todos los días, Curk se quitó el gabán, lo tiró sobre una silla y se quedó ante ella con las piernas abiertas y contemplándola indefiniblemente. La joven sostuvo aquella mirada sin parpadear. La suya era, como siempre, suave y melancólica. Y por primera vez, Curk se preguntó si estaba haciendo daño a aquella criatura.

    —Evora, ¿no tienes ningún reproche que hacerme? —inquirió pausadamente.
    —¿Reproche?

    Curk depuso su postura contemplativa y se derrumbó en una butaca junto a ella. Cruzó las piernas, levantando un poco las rodillas y apoyando los codos en éstas y la barbilla en los puños cerrados uno sobre otro. La miró fijamente.

    —Evora, yo ignoraba que tú fueras modelo y prestaras tus servicios en Carsino.

    Ella pensó: «¿Y qué sabes de mí, en realidad?».

    Pero en voz alta no dijo nada. Esperó.

    Exquisita, muda y quieta, parecía una criatura en espera de una golosina. Curk pensó, por segunda vez en aquella tarde, que era doloroso hacer daño a aquella criatura. Pero él se lo estaba haciendo.

    —Me viste con una mujer, Evora, ¿No tienes nada que decirme?
    —¿Y por qué he de decírtelo? —preguntó, bajo—. ¿Tengo algún derecho sobre ti?
    —Me pregunto, Evora, qué harías si fueses mi prometida y supieras que tengo una amiga íntima.
    —Según la clase de amiga que fuera, Curk, y según lo que tú consideres por intimidad.
    —Sin límites.

    Evora suspiró y dijo resueltamente: —Te dejaría, Curk.

    —¿Sin reproches?
    —¿Y por qué había de hacértelos? Al amor no se le puede forzar. Si tuvieras una amiga íntima, si a su lado hallabas lo que yo no tenía, ¿por qué había de reprocharte ni retenerte? El amor para mí, Curk, es algo muy grande. Muy puro, muy... Bueno—se ruborizó—. Estimo que es un sentimiento que no se debe forzar. Y considero, asimismo, que el verdadero amor no es disfrutar de él, sino hacer que lo disfrute el ser amado. Es una renuncia constante y yo... sabría renunciar, si con mi renuncia hallaba el ser amado la comprensión y la felicidad.

    La contemplaba, absorto.

    —Me asombras, muchacha. ¿Sientes así?
    —Sí.

    Curk se puso en pie con presteza y la contempló analítico desde su altura.

    —¿Lo sabías? —preguntó bajo.
    —Sí.
    —¿Desde cuándo?
    —Casi desde que te conocí —replicó con naturalidad.

    Curk alzó una ceja. ¡Extraordinaria joven! ¿Tenía algún propósito definido?

    —Bueno —se calmó—. ¿Y qué?
    —¿Qué qué, Curk?
    —¿No tienes nada que decir?
    —No, nada.

    Curk se sentó de nuevo, esta vez con impaciencia. Hacía varios meses que conocía y trataba a Evora Brown y no la conoció de veras hasta aquel instante.

    —Muchacha —dijo de pronto, con voz un tanto alterada—, eres inteligente. Aunque no estás adiestrada en la vida, sabes de ésta lo bastante para darte cuenta de que tu reputación se tambalea. Cierto es que aquí, en Penzance, no te conoce mucha gente, pero no es menos cierto que tus compañeras de trabajo conocen a mi prometida y me conocen a mí, y saben que te visito en tu casa.

    Calló. Esperaba tal vez que ella le interrumpiera, pero Evora seguía mirándolo y no decía nada.

    —¿No crees, Evora querida, que mi amistad te perjudica?
    —Si tú eres feliz viniendo aquí, Curk, no temo a nada ni a nadie.

    Curk volvió a ponerse en pie con precipitación. De pronto se encontraba mezquino. Con rudeza, dijo:

    —Pueden creer que eres mi amante.
    —Aunque lo fuera, Curk, si tú eres feliz...
    —¡Cállate! ¡Oh, cállate!

    Y violento, enojado consigo mismo, dio la vuelta, cogió el gabán y el sombrero y gruñó:

    —Es tarde. Hasta otro día, Evora—. La joven se puso en pie y se quedó mirándolo con expresión reconcentrada.
    —Buenas noches, Curk —dijo, suavemente.

    Curk salió con precipitación.

    No volvió a aquella casa en toda la semana.


    CAPÍTULO 04


    Estaba insoportable, de mal humor. Hallándose junto a Mildred apenas si le hablaba, en casa todo le parecía mal. En las oficinas nada encontraba a su gusto. Su padre le espiaba. Curk no se percataba de ello.

    Aquella tarde se hallaba solo en el salón-biblioteca. Tenía ante los ojos un libro que no leía, y en la boca un pitillo que se consumía solo. De pronto, se encontró pensando en Evora. ¡Evora! Hacía una semana que no la veía. Y con gran pesar se dio cuenta de que echaba de menos aquellas blancas tertulias donde la joven ponía toda su callada personalidad en escucharle, en atenderle, en sonreírle. La figura de Mildred hizo acto de presencia con el aire resuelto de la mujer que siempre puede pagar el precio más alto por todo lo que necesita. Y sus ojos duros, de pupilas diminutas haciendo la tonalidad azul dura, despiadada. No existía piedad ni humanidad en la persona de Mildred, pero él iba a casarse con ella.

    —¿Puedo pasar, Curk?

    Alzó los ojos. Allí tenía a su padre, sonriéndole alegremente.

    —Naturalmente, papá —admitió, cortés—. Pasa y siéntate junto a mí.

    Sir Lewis dejóse caer en una butaca frente a él y encendió un habano cuya punta mordisqueó.

    —Estás algo apagado esta temporada, muchacho —Y con suspicacia—: El asuntillo de la ribera te ha cansado, ¿eh?

    En aquel instante, Curk comprendió una cosa: padre vivía pendiente de sus reacciones con respecto a Evora. Ello le desagradó en extremo, pero se abstuvo de demostrarlo.

    —Me alegro por ti, muchacho —añadió el caballero repantigándose en la butaca—. Es consolador saber que mantienes íntegro tu buen sentido.
    —¿Lo crees así?
    —No lo dudo, muchacho. El hombre, Curk, tiene deseos. ¿Qué hombre no los tiene? Pero se doblegan y, sólo al doblegarlos, el hombre conoce el alcance de su integridad moral. No puedo reprocharte que tengas tus devaneos, si bien prefiero que no existan en tu vida. Mildred es una mujer interesante y a la par rica, tu clase. Ni más ni menos la mujer que te conviene ¿Que a la par tienes una amante? No es censurable, pero ¡diantre! Es desagradable para la mujer que va a casarse contigo. Me comprendes, ¿verdad?

    Curk apenas si escuchaba. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los párpados perezosamente entornados, observando a través de ellos, el arrugado rostro de su padre. Este, ajeno a la observación de que era objeto, y creyendo que su hijo asimilaba cuanto él le decía, prosiguió:

    —Por otra parte, he tomado informes de esa muchacha llamada Evora Brown. No debes hacerle daño, Curk. Tiene sólo veinte años, carece de familia y, según referencias, hasta que tú la conociste era una chica honrada. Déjala, pues. Aún está a tiempo de rehacer su vida, de hallar un hombre que la ame y se case con ella. Parece ser que has tomado esta resolución y esto me llena de orgullo.
    —¿De orgullo por mí o por ti?

    La pregunta fue hecha con suspicacia. Pero sir Lewis no se percató de ello, tan entusiasmado se hallaba con la conclusión que creía adivinar en aquel asunto.

    —Por los dos, diantre, por los dos: por tu novia, por tu nombre, por tu misma hermana. La decencia, Curk, es algo de valor incalculable, y me siento orgulloso de que mi hijo sea un hombre decente y cabal.
    —Me halagas, papá —dijo burlón. Pero tampoco sir Lewis se dio cuenta de que aquel acento de voz no era normal en su hijo.
    —Has sido siempre un hijo modelo, muchacho. Y el hecho de que sigas siéndolo me envanece.

    Curk se cansó de escucharlo. Púsose en pie y encendió un cigarrillo. A través de las espesas espirales, sus facciones quedaron un tanto difuminadas. Se balanceó sobre las largas piernas y continuó mirando a su padre, con expresión reconcentrada.

    Indudablemente sir Lewis, su señor padre, creía de buena fe que Evora era una joven pervertida. ¿Sacarlo de su error? No entraba en sus cálculos. Siempre hizo lo que consideró más conveniente, y jamás dio a nadie cuenta de sus actos. ¿Empezaba en aquel instante? ¡Oh, no! No era un jovenzuelo imberbe y su padre aún no lo comprendía así. ¿Si había dejado de visitar a Evora definitivamente? Por supuesto que no. Por el contrario, no hizo más que detener sus deseos una semana, que equivalía a dar una tregua a sus sentimientos.

    Comprendió en aquel instante, mientras escuchaba a su padre, que en el pisito de Evora hallaba la paz de espíritu que le era negada en otro lugar, por ejemplo junto a Mildred. No había, pues, en sus visitas a aquella casa, deseo pecaminoso. Creyó que lo había, y de pronto se daba cuenta de que no era así.

    —Curk, ¿en qué diablos piensas para mirarme de esa manera?

    Salió de su abstracción contemplativa, y dio unas cuantas vueltas por la estancia. De pronto se detuvo y dijo:

    —Voy al club, papá.

    El caballero se desconcertó.

    —Muchacho, no me has contestado a nada.
    —¿Y qué quieres que te conteste? Si te dijera que Evora Brown es una chica pura, ¿me creerías?
    —Claro... claro que no.
    —Por eso mismo, papá, no pienso discutirlo contigo. Permíteme que salga a dar una vuelta.
    —Pero si son las doce.
    —Por eso mismo. Y salió sin esperar respuesta.


    Pulsó el timbre con fuerza. Era una hora intempestiva. Otra mujer, Mildred por ejemplo, no sabría disculparlo. Evora, sí.

    Tardó en abrirse la puerta. El fresco rostro de Evora apareció en el umbral. Esperaba que le reprochara aquella ausencia de una semana. No lo hizo. Era lo que más admiraba en ella. Aquel silencio acogedor, aquella serenidad siempre inalterable, aquel suave y cálido mirar de sus ojos, que infundía paz, como si ofreciera un remanso.

    Y lo ofrecía. El iba a buscarlo y lo hallaba allí, en aquel piso bonito, exento de lujo, de colgaduras y tapices.

    —Pasa —ofreció con aquella voz que enajenaba—. Pasa, Curk.
    —No sé si debo.

    Y apoyado en el umbral, la contemplaba con incontenible ternura

    —Si has llegado aquí, tendrás que entrar. Además, hace frío en la puerta.

    Pasó y ella cerró.

    Entraron uno tras otro en la salita. Había una labor de punto en el cesto de mimbre, y en el sofá las huellas de Evora. Vestía ésta unos pantalones negros, largos hasta el tobillo, calzaba chinelas y el delicado busto lo llevaba prisionero bajo un jersey también de color negro. Peinaba el pelo rojizo hacia atrás, despejando el óvalo exótico de su rostro, donde los ojos ponían una nota de vida incontenible.

    Ella se dejó caer sobre las huellas del sofá y alzó los ojos. Curk continuaba de pie, abiertas un poco las piernas en su postura característica, con el pitillo en la boca y el sombrero en la mano.

    —¿No te sientas, Curk?

    Ni un reproche, ni una mirada equívoca. Una exquisita mujer, junto a la cual la vida tendría un sabor a ternura. ¡Ternura! Palabra que significaba algo grandioso, de lo que él siempre había carecido.

    —Quítate el abrigo —le dijo, bajo—. Aquí hace calor—. Obedeció casi en silencio, al tiempo de pensar que nadie hubiera creído en la pureza de aquellas relaciones. El que lo viera entrar allí a aquella hora, sin duda pensaría horrores de la amistad con la muchacha desamparada y sola. Sonrió, sarcástico. Su padre, Mildred, los vecinos... Todos...

    Se sentó frente a ella. Evora cogió de nuevo la labor.

    —Evora —dijo él, de pronto—. ¿A qué hora te acuestas?
    —No tengo hora. Como no madrugo, nunca tengo prisa. Sólo voy a la casa de modas por la tarde.
    —No debí venir.
    —¿Por qué no?
    —No es una hora apropiada.
    —Nunca miro el reloj.
    —Dichosa tú.
    —Imítame.

    Se repantigó en la butaca y echó la cabeza hacia atrás. Entornó los párpados.

    —Muchacha, no debiera perturbar tu paz —observó, apreciativo—. Y no obstante, aquí me tienes. ¿Qué busco en tu casa?
    —No divagues, Curk. ¿Para qué? ¿Crees en verdad que ello te proporcionará una respuesta? Si te la proporciona será desconcertante y mejor es no llegar a conclusión alguna.
    —Pero sé que la vida, pequeña, no se compone de indecisiones.
    —¿Y de qué se compone, Curk?

    La pregunta era simple, y, no obstante, carecía de respuesta clara. Encendió un cigarrillo y fumó aprisa, como si en el humo hallara un lenitivo.

    —Ya me voy —dijo tras un silencio—. He venido a verte... —Y con fiereza—: Tenía que verte.

    Ella alzó los ojos de la labor y lo miró con expresión melancólica.

    —Te lo agradezco, Curk —dijo tan sólo. Y eran sus pocas frases como un aliento de paz espiritual.

    Curk se puso en pie y giró la vista en torno.

    —Ni cuadros, ni tapices, ni siquiera alfombras y no obstante, tiene este piso el grato sabor de un hogar. ¿Y sabes, Evora? Yo nunca tuve un hogar.
    —Vives con tus padres y son buenos...
    —¡Oh, sí! —rió, irónico—. Mis padres son buenos. Y un hombre como yo no debe quejarse. ¿Para qué necesita un hombre como yo un remanso de paz hogareño? Es ridículo, ¿no?
    —No lo es, Curk.

    El siguió diciendo, como si no oyera la interrupción: —Unos padres que jamás negaron una satisfacción que pudiera adquirirse con dinero. He tenido cuanto quise en esta vida. Coches, trajes, mujeres, viajes... ¿Es eso todo, Evora? Claro que no. La ternura de un hogar, el llegar a casa y saber que vas a encontrar una madre comprensiva, un padre interesado en tus asuntos. Una novia que te mira alentadora.

    —¡Curk!
    —Bueno —rió desagradablemente, al tiempo de ponerse el abrigo—, me estoy portando como un niño huérfano ansioso de cariño.
    —El hombre, a la hora de amar, es como un niño, Curk.

    La contempló cegador.

    —Sí, esa es una conclusión que a muchos parecerá absurda, pero yo la considero acertada. Buenas noches, Evora.
    —Descansa, Curk, y no pienses en nada. El se encaminaba a la puerta y allí se volvió.

    Con voz ronca, dijo:

    —Me gustaría... Sí, sí, me gustaría quedarme a tu lado.

    Y como ella no contestara, él añadió con fiereza, como si se odiara a sí mismo por haber dado salida a aquel deseo:

    —Pero este solaz espiritual, este desear y no tener, que también proporciona apetito, no lo saborearía con tal sinceridad. Si me quedara a tu lado, Evora, perdería la paz espiritual que ahora disfruto a tu lado. —Abrió la puerta—. Y me agrada esta paz. Es como una serenidad moral que detiene el pecado. Buenas noches, Evora.
    —Buenas noches, Curk.

    A la mañana siguiente, cuando la joven regresaba a su hogar tras dar un paseo, se encontró con Ruth.

    —Tengo que hablarte, Evora.
    —Dime, Ruth.
    —La portera estaba diciendo esta mañana, cuando yo salí de casa, que ayer noche...

    No la dejó concluir. Hizo un gesto con la mano y observó:

    —Lo has creído.
    —Si tú me dices que no es cierto..., te creeré a ti.
    —No te lo puedo decir porque es verdad.

    Cruzaban ante el portal. La portera, desde su madriguera, las miró con suspicacia. Había en su acento al saludarlas una burla ofensiva. Evora no se dio por aludida. Siguió su camino y Ruth, desconcertada, la seguía.

    —Evora...
    —¿Qué quieres que te diga? ¿Que no es cierto? Lo es. Tras una semana de ausencia, Curk estuvo aquí.
    —¡Dios mío, Evora! ¿Por qué a esa hora, precisamente?
    —No se lo pregunté. —Abrió la puerta del piso—. Pasa, Ruth.

    Pasó. Con semblante adusto, se quedó contemplando a su amiga.

    —Estás adquiriendo muy mala reputación, Evora. Aquí todo el mundo conoce a los Hayward. Nadie ignora las relaciones de Curk con Mildred.
    —Siéntate, Ruth.
    —Hija, no te comprendo.
    —¿Qué puedo decirte? Muchas cosas. ¿Y me disculparías por ello? ¿Me comprenderías? No. Por eso prefiero seguir callada. No tengo padres ni hermanos a quien dar cuenta de mis actos. ¿Qué valgo yo, en realidad? Déjame vivir mi vida y que los demás piensen como quieran.
    —Pero es que algún día querrás formar un hogar.
    —No podré formarlo nunca con Curk. ¿Qué me importan los demás hombres?
    —Pero ¿has perdido el juicio?
    —Amo a Curk. Eso es todo.
    —Pero si nunca se casará contigo—. Evora la miró censora.
    —¿Y quién lo espera? —preguntó serenamente—. ¿Es que una mujer sólo ha de amar al hombre de quien espera la felicidad? No, Ruth. Yo amo a Curk, deseando que éste sea feliz. Que esa felicidad se la proporcione yo u otra mujer, ¿qué importa?


    CAPÍTULO 05


    Sir Lawson parecía muy enojado. Lewis lo apaciguó, prometiendo hablar de ello con Curk.

    —Como comprenderás —decía sir Lawson, rojo por la indignación—, es absurdo que a estas alturas tu hijo ande liado con una mujerzuela. Por otra parte, hace justamente diez años que tú y yo concertamos esa boda. Los chicos tienen edad para casarse, ¿no? Pues a ello, diablos.
    —Bueno, bueno —apaciguó cachazudo sir Lewis—, no hay por qué tomarlo tan en serio. Después de todo, los jóvenes necesitan una temporada de esparcimiento. Curk siempre fue un hombre sensato, tú lo sabes.
    —Por eso mismo —bramó el padre de Mildred— me desquicia que a sus años haya perdido el juicio por una menor.
    —Una menor que carece de familia.
    —¿Y encuentras eso decente?
    —Hombre, ten en cuenta que a los muchachos les entusiasma hacer de protectores. Curk, en el fondo, es un sentimental. No me gusta forzarlo. ¿Comprendes? Prefiero que se dé cuenta por sí mismo de lo equivocado que está.
    —Y entretanto, todo el mundo murmura. Y mi hija en ridículo.
    —Bueno, bueno, ya probaremos la forma de arreglarlo.
    —¿Por qué no le hablas tú?

    Sir Lewis se guardó muy bien de decir que ya lo había hecho y que no había sacado nada en limpio, pues Curk se limitó a oírle, y días después supo que continuaba visitando a la aventurera como siempre. Si dijera todo esto a su amigo, éste saltaría como un cohete, y prefería apaciguarlo con buenas palabras. Luego hablaría a Curk y éste tendría que escucharle.

    —Lo haré —dijo con su habitual diplomacia—. Claro que lo haré.
    —Yo creo que debiéramos adelantar la fecha de la boda.
    —¡Hum!
    —¿Qué pasa? ¿No te agrada la idea?
    —Verás, Walter, Curk no es un niño. Sabe muy bien lo que se hace. Si yo le fuerzo... Me comprendes, ¿no?
    —Por supuesto que no —bramó el padre de Mildred—. ¿Qué reparos pones ahora a una boda que siempre pensamos realizar con satisfacción?

    Sir Lewis palmeó la espalda de su amigo, diciendo:

    —No te pongas así, Walter. Naturalmente que deseo esa boda tanto como tú, y Curk la desea más que nadie, pero ¡diantre!, le gusta echar una canita al aire. Vamos a ver —añadió persuasivo, con malicia—. ¿Tú nunca has echado una canita al aire? Mira que recuerdo a aquella cupletista española...
    —Bueno, bueno —rezongó sir Walter, mirando temeroso a un lado y a otro—. Aquello... ¡ejem!, sólo lo supimos tú y yo.
    —Si has sido un pecador, sé justo y disculpa a los demás pecadores.
    —Ve a decirle eso a mi hija.
    —Es verdad —convino—. Bueno, te prometo que hablaré hoy mismo con Curk.
    —Estimo que la boda debe celebrarse antes del invierno próximo. Por ejemplo, a principios de este verano que se avecina.
    —Yo creo que hace demasiado calor en el verano —objetó cauteloso sir Lewis, pues conocía a su hijo y sabía lo que detestaba las imposiciones.
    —Me casé en agosto —bramó sir Walter. El padre de Curk puso expresión inocente.
    —¿Y no sentiste mucho calor?
    —¡Lewis! —refunfuñó sir Walter—. No seas memo.
    —Ni memo ni nada. Yo recuerdo que pensaba casarme en junio, y Magda dispuso que lo hiciéramos en enero. ¡Diantre, el frío es invitador!
    —Al diablo, al diablo tus razonamientos.
    —¿No crees que la fecha de la boda debieran acordarla ellos y no nosotros?
    —Tú habla con Curk y dile, ordénale, que deje a esa aventurera.
    —Lo haré así.

    Y cuando se dirigía a su casa, pensaba que abordar el tema no iba a ser difícil, pero convencer a Curk lo iba a ser mucho, ¿Y si fuera a ver a Evora Brown? Una buena idea, casi luminosa. Eso es, hablaría con Curk y luego...


    —Me dijo tu secretario que me esperabas.
    —Sí, sí. Pasa y toma asiento.
    —¿Alguna reunión comercial?
    —No, claro.

    Curk enarcó una ceja. Era lo bastante observador para darse cuenta de que su padre estaba nervioso. Y el hecho de desear hablarle en la oficina y no en su casa era muy significativo. ¿De nuevo Evora? Se dispuso a escucharle. Curk era un hombre calmo, de mucha flema, y no le asustaban los sermones paternos. A decir verdad, su padre nunca le hizo reproche alguno, excepto desde que conoció a Evora.

    —Curk...
    —Te escucho, papá.

    Sir Lewis titubeó. Se hallaba sentado tras la mesa y aplastó las manos en el tablero como si pretendiera dar una tregua a su pensamiento. Y Curk, que lo comprendió así, no le interrumpió. Calmoso, encendió un cigarrillo y fumó con fruición.

    —Hace diez años que estás prometido a Mildred, Curk.

    Vamos, era de Mildred y no de Evora, de quien iba a hablar. Esperó. Sir Lewis añadió:

    —Ya no eres un niño, Curk, lo que indica que no existe obstáculo alguno que impida la realización de esa boda.
    —Nunca me he negado a casarme con la mujer que tú me has elegido para esposa —replicó con mucha calma—. ¿A qué fin deseas ahora precipitar los acontecimientos?
    —Es que no eres un niño.
    —Tampoco un viejo —objetó Curk, con flema—. Si mal no recuerdo, te oí decir muchas veces que tú te casaste a los treinta y cuatro.
    —¡Oh! —se sofocó el caballero—. Yo... Bueno, yo no tenía el porvenir tan resuelto como tú. Has de saber que mi padre vivió de sus rentas y como éstas no eran muy cuantiosas, nosotros, los hijos, hubimos de buscar nuestro porvenir. Mi padre siempre tuvo a menos trabajar. Yo salí de Londres con un pequeño legado que me dejó mi tía madrina al morir y me vine aquí. Empleé mi dinero en acciones de las minas y en la flota pesquera.
    —Y te hiciste rico.
    —Eso es. Por ello no pude pensar en casarme hasta que afiancé mi posición.

    Curk se echó a reír sarcástico, y adujo un sí es o no burlón:

    —Y te casaste con la hija del principal accionista de las minas.

    Sir Lewis se ruborizó. Por eso temía hablar con su hijo, porque no ignoraba que siempre salía él perdiendo. ¡Demonio de Curk!

    —Bueno —rezongó—. Yo quise mucho a tu madre.
    —Nunca lo dudé, papá.
    —Nos apartamos de la cuestión.
    —¿Había alguna cuestión particular de que tratar? —preguntó, flemático.

    Sir Lewis se agitó. Malhumorado, dijo:

    —Tu boda.
    —Háblame de ello en otra ocasión, papá —observó poniéndose en pie—. Precisamente a las siete tengo una reunión en mi despacho. Se trata de un exportador de pescado. Nos conviene estudiar su oferta. En cuanto a mi matrimonio, creo, sin lugar a dudas, que lo más lógico es que lo tratemos Mildred y yo.
    —Muchacho, espera un instante.
    —¿No hemos terminado, papá?

    Le descomponía aquella superioridad de Curk, pero reconocía que la merecía. Curk era un hombre listo, no sólo para llevar a buen fin su vida particular, sino para realizar un buen negocio donde otro fracasaba. Era, por decirlo así, el eje y timón de la compañía, sin él, todo hubiera ido muy mal. Y en cuanto a forzarlo, era contraproducente. No era Curk de los hombres que se dejaban dominar, y mucho menos gobernar.

    —Yo creo que debéis pensar en ello —adujo, dominando su enojo—. Habla con Mildred... Tía Peti...
    —¡Oh! No me hables de esa maniática. Sin haber señalado la fecha de la boda, ya nos hizo el regalo.
    —Tía Peti es muy romántica.

    Curk ya estaba en la puerta con la mano en el pomo.

    —Yo no lo soy, papá. Y detesto los sentimentalismos de las viejas solteronas.
    —Hay que ser humano, muchacho.
    —Siento serlo tan poco. Hasta la noche, papá.

    Lo dejó ir y consultó el reloj. Estaba decidido. Se puso en pie. Eran las ocho en punto. Iría y le ofrecería a aquella aventurera llamada Evora Brown, un cheque por valor... Bueno, ya señalaría la cifra cuando la tuviera delante. Era seguro que ella preferiría el cheque a la incierta aventura con su hijo.

    Una vez se cercioró de que Curk, en efecto, tenía una reunión comercial, alcanzó el sombrero y el gabán y se lanzó a la calle.


    Había comido ya. Le agradaba hacerlo temprano. De esa forma, si Curk iba a verla, nunca tenía prisa en que se fuera. Claro que, por tener a Curk a su lado, hubiera permanecido a dieta todo el día.

    Recogió el servicio y se dirigió a la salita con una labor de punto en las manos. Habitualmente, la portera subía todas las tardes a hacerle la limpieza del piso, pero hacía una semana que se excusaba. ¡Qué iba a hacer! Presentía que todo se debía a su amistad con Curk. Antes, todos los vecinos la saludaban al pasar a su lado. Ahora la ignoraban cuando se encontraban en la escalera o en el ascensor. No podía reprochárselo ni renunciar a la preciosa amistad de Curk.

    Iba aquí en sus pensamientos, cuando sonó el timbre. No era Curk. Conocía su forma de llamar. Un toque suave, corto y otro vibrante y prolongado. Se puso en pie y atravesó la salita y luego el pasillo. Abrió la puerta. Un señor entrado en años, de porte elegante y gallardo, la contemplaba con curiosidad. Al pronto, no supo qué decir. Por supuesto, no le conocía. Conocía a muy poca gente en aquella ciudad. Además, no era curiosa. Nunca le interesaba nada, excepto ella misma y Curk.

    —¿La señorita Evora Brown? —preguntó el caballero, muy cortés.
    —Yo soy.
    —¡Oh!

    Y con la exclamación, se quedó mirándola embobado. De súbito, no supo qué decir, pues se encontró ridículo. ¿Era aquella criatura, de dulces y melancólicos ojos, la aventurera que acaparaba la atención de su hijo? Pero si era una chiquilla.

    —¿En qué le puedo servir, señor? — preguntó Evora tan suavemente como le era característico.
    —Pues... —No podía decir, de pronto, el objeto de su visita. Tenía que sondearla, observarla, analizarla—. Fui médico de su tía... Pasaba por aquí…
    —Pase usted —ofreció ella—. No se quede en la puerta.
    —Gracias—. Y pasó.
    —Por aquí —invitó Evora, un tanto desconcertada, y al llegar a la salita, pidió—: Tome asiento.

    Así lo hizo. Sir Lewis estaba más nervioso que sereno. ¡Diantre! El no esperaba hallarse con aquella criatura. No creía atreverse a ofrecerle dinero. Es más, no creía posible poder descubrir su personalidad. ¿Qué diría Curk si lo sabía? Había sido un estúpido dando aquel paso. Pero como ya estaba iniciado, había que salir de él del mejor modo posible.

    —Dice usted que era médico de mi tía.
    —Eso es. Fuimos buenos amigos.
    —Apenas la conocí —observó Evora, con su habitual dulzura—. Me legó esta casa y una pequeña renta. Fue muy buena conmigo.
    —¿Dónde vivía usted antes?
    —En Londres. Quedé huérfana muy joven.
    —¡Oh!
    —Una se habitúa a la soledad.
    —Pero no es consoladora.
    —Por supuesto que no, si bien hay que amoldarse.
    —¿No tiene novio?
    —No.
    —Creí que un muchacho de aquí...
    —No —cortó—. No tengo novio.

    Sir Lewis no supo qué decir. Empezó a hablar del tiempo y de las pocas diversiones de la ciudad. Y cuando quiso darse cuenta, había transcurrido una hora y estaba hablando con aquella bonita criatura como si la conociese de toda la vida.

    Consultó el reloj y se puso en pie aceleradamente, al mismo tiempo que se excusaba. Se despidió sin dar su nombre, y Evora quedó en la puerta desconcertada, sin saber qué pensar. ¡Qué hombre más extraño! ¿A qué había ido en realidad?

    Alzóse de hombros. Pronto llegaría Curk. Haría un poco de té.


    CAPÍTULO 06


    ¿Qué hay, pequeña?

    —Ponte cómodo —replicó, con ternura.

    Curk se repantigó en la butaca y estiró las piernas. Miróle todo con creciente satisfacción, exhaló un suspiro y observó:

    —Es consolador tener un sitio así, un refugio. ¿Sabes, Evora? Todas las noches marcho con nostalgia. —Y riendo tibiamente, añadió—: Aunque estrecháramos los límites de nuestra intimidad, tú no pecarías.
    —¡Curk!
    —No, no te lo estoy proponiendo. Tal cosa destrozaría esta suave intimidad. Pero si te lo pidiera, ¿aceptarías?

    Ella titubeó, y al fin dijo, en tono apagado: —Sí.

    Curk se puso en pie con presteza y giró en redondo. De espaldas a ella, dijo con raro acento:

    —Ojalá pudiera hacerte mi mujer—. Evora no contestó. Entonces, Curk dio la vuelta y le escrutó de frente.
    —Evora, conoces mi compromiso.
    —Sí.
    —Voy a casarme.
    —Lo sé, Curk.
    —¿Lo sabes?
    —Un día u otro tendrás que hacerlo.
    —Y tú te conformas —bramó.
    —¿Qué puedo hacer?

    Curk se dejó caer de nuevo en el sillón y entrecerró los ojos. Con brusquedad, dijo:

    —No sé si te amo, pero de lo que sí estoy seguro es de no amar a Mildred y, no obstante, me voy a casar con ella. ¿Es esto razonable? Si algún día tengo hijos, jamás me inmiscuiré en su vida sentimental. Que hagan lo que quieran. Sólo una vez se vive en esta vida. Y aunque parezca larga, es, para nuestra desventura, demasiado corta. Y uno debe disfrutarla.
    —No divagues, Curk.
    —Mi vida es una continua divagación. Pienso en ti. Pienso constantemente. Cada vez que salgo de esta casa, llevo en la boca el anhelo de un beso que nunca te di. Sé que si saciara mi hambre en el pecado de tu amor, te perdería, y yo... a mi vez, no podría besar jamás a otra mujer. ¿Me comprendes?
    —Sí, Curk.
    —Por eso odio mi vida y mi compromiso matrimonial. Cuando estoy junto a Mildred la detesto, porque es el obstáculo que se interpone en mis deseos. Me envidian. ¿Qué me envidian? Lo poseo todo, o al menos aparentemente todo. ¿Qué poseo, en realidad? ¿Qué me envidian? ¿Mi dinero?
    —¡Curk, te atormentas!

    La contempló, cegador.

    —¿Y tú, no vives atormentada? —preguntó, reconcentradamente.
    —No —se ruborizó—. Soy feliz si tú lo eres.
    —Pues yo no lo soy, Evora —bramó—. No lo puedo ser. Me voy a casar, voy a poseer un hogar propio y anhelaré con alma y vida este refugio, esta paz, ese tu mirar, esas tus sonrisas, esa tu voz que es para mí como una ventura celestial. ¿Te das cuenta, Evora?
    —Soy toda tuya —dijo, con cálido acento—. Tómame si ello te proporciona un bien, o déjame y no vuelvas si crees que tu tranquilidad de espíritu depende de esas ansias.
    —Y tú...
    —Yo... ¿Qué importo yo?
    —Es lo que me descompone, pequeña: esa tu ofrenda, esa tu renuncia.

    Estaba de nuevo en pie y se agitaba. Indudablemente, luchaba consigo mismo. ¿Si la quería? ¿Y si no era amor, qué era aquello que sentía arder con ansiedad en sus entrañas? Con rabia, alcanzó el gabán y el sombrero y dijo:

    —Mañana me iré a Londres. No puedo más. Necesito unos días libres de ataduras. Necesito encontrarme a mí mismo. Y si a mi regreso puedo pasar sin verte, nunca volveré. Me casaré con Mildred, que es mi deber. Adiós, pequeña.
    —Adiós, Curk.
    —Eres valiente y digna —dijo, mirándola contemplativo—. Y por mi culpa estás pasando por una aventurera.
    —Cállate, Curk.
    —Renuncias a la felicidad por mí. Otro hombre podía darte esa felicidad.
    —Prefiero saber que tú eres dichoso.
    —Y te conformas.

    No se conformaba, pero él era antes que nadie, que ella, que todos. Hurtándole la mirada, susurró: —Vete, Curk.

    —Quisiera darte un beso —dijo, reconcentradamente—. Pero el hombre, si es bueno por resistir, mejor es por renunciar a lo que desea y no le pertenece.

    Y salió casi corriendo, como si temiera arrepentirse.


    Mildred, según propia opinión, había aguantado mucho, y en aquel momento estallaba. No podía más. Sus pequeños ojillos, de pupila diminuta, centelleaban. Hablaba sin cesar, mientras sus pasos medían la lujosa estancia de lado a lado.

    Curk la escuchaba sin parpadear. Estaba hundido en un sillón, con las piernas cruzadas y un cigarrillo entre los labios. Tenía los ojos perezosamente entornados y seguía los pasos de Mildred con regocijo.

    No conocía aquella faceta del carácter de Mildred, y el hecho de aquel descubrimiento, en vez de enojarle, le regocijaba.

    Ella, exasperada por su impasibilidad flemática, se detuvo junto a él y gritó:

    —Y estoy harta, ¿me oyes? Muy harta. Eres la visión de Penzance. Todos te miran con desdén por mantener relaciones dudosas con una aventurera de ese calibre.
    —Querida, se te inflaman las venas del cuello y te pones fea.
    —Eres un memo.
    —¿Sí?
    —Y estoy harta de aguantarte.

    Hizo intención de arrancar la sortija del dedo, pero de súbito cambió de idea. Conocía a Curk lo bastante para saber que si quitaba del dedo aquel brillante, él jamás se lo volvería poner.

    Empezó de nuevo a pasearse y Curk siguió fumando tan tranquilo.

    —Y ahora te vas a Londres —giró Mildred, perdiendo el control de sus nervios—. ¿Piensas que voy a creer que vas solo? ¡Oh, no! Aquella mosquita muerta de ojos lánguidos. No me engaño, no —gritaba enardecida, sin saber lo que decía—. Con su mirada de niña buena... A mí no se me engaña. Te engaña a ti porque estás ciego. Porque todos los hombres sois idiotas, porque esas lagartas... —Se detuvo frente a él, que la miraba con vaga expresión, y gritó histéricamente—. Creyó que a mí me engañaba, pero no. ¿Lo oyes? No. Tan modosita, tan fina, tan... Iré a verla otra vez y no tendré piedad.

    Calló bruscamente. Curk se había puesto en pie y la miraba cegador, con tal cólera que ella retrocedió asustada.

    —¡Curk! —susurró.
    —Has ido a su casa —dijo él, frío, cortante—. Has ido... Tú has ido allí... —La asió por un brazo y la sacudió—. ¿Cuándo? ¡Di! ¿Cuándo has ido?
    —Suéltame.
    —¿Cuándo?

    E implacable, la sacudía. Mildred, comprendiendo que había ido demasiado lejos con sus palabras, no quiso rectificar, y gritó desafiadora:

    —He ido, sí. ¿Qué pasa?

    El se enfrió bruscamente. La soltó y, dando la vuelta, dijo despiadado:

    —Eres odiosa. Nunca me di cuenta hasta este instante. Y salió sin volver la mirada.


    Sir Lewis se hallaba muy tranquilo en su despacho cuando oyó los inconfundibles pasos de su aristocrático socio avanzar por el largo pasillo.

    Sir Walter empujó la puerta de la oficina y entró como una tromba. Espetó el objeto de su visita y se desplomó frente a la mesa del despacho, tras la cual el padre de Curk lo escuchaba estupefacto.

    —Mildred ha sido humillada por tu hijo, y esto sólo puede olvidarse con la boda. Ni a ti ni a mí nos conviene separar nuestras firmas. Pero por mil demonios que a ti te interesa mucho menos.—Extendió el dedo apuntando con él al atónito caballero—. Y ten en cuenta, Lewis, que si esto no se repara...
    —Bueno, bueno, que yo me entere de lo que ocurre. No creo a Curk capaz de humillar a una dama. ¿Quieres explicarte, Walter?

    A borbotones, como pudo, a punto de padecer un ataque de apoplejía, Walter refirió lo ocurrido entre su hija y Curk, terminando de esta manera:

    —Y el muy cretino salió de casa hará cosa de una hora, diciendo que Mildred era una mujer odiosa. ¿Te das cuenta, Lewis?

    Este metió el dedo entre el cuello y la camisa y se agitó. Claro que se daba cuenta. ¿Qué diría Curk si supiera que él también había ido a casa de Evora? Limpió el sudor que perlaba su frente y permaneció callado, sin saber qué decir.

    —¡Lewis! —bramó sir Walter, perdiendo la paciencia—. ¿No tienes nada que decir?
    —Diantre, sí —apaciguó—. Pero no grites tanto, amigo mío. Los empleados van a enterarse y no hay necesidad. Y dices...
    —Digo que si en toda esta semana no se señala la fecha de la boda, rompo todos los compromisos que tengo contraídos contigo y me llevo a Mildred al extranjero.
    —Calma, calma.
    —¿Más calma aún? Pero si vengo teniendo demasiada desde que Mildred cumplió la mayoría de edad y tu hijo no habla de matrimonio.
    —Te prometo que hablaré con Curk.
    —Es que si esto no se soluciona rápidamente... Si no se soluciona, Lewis...

    Y poniéndose en pie, se marchó amenazador, dejando a medias las palabras. Sir Lewis aplastó las manos sobre el tablero de la mesa y quedó rígido como una estatua. El asunto se iba poniendo feo, y lo que es peor, él no podía forzar a Curk. Su hijo no era dócil. Al contrario, tenía espíritu de contradicción. Por eso él, su padre, no se oponía abiertamente a sus relaciones. De haberlo hecho así, Curk ya estaría casado con Evora, Y eso había que evitarlo a toda costa. Pero, ¿cómo? ¿Aduciendo las mismas razones que había aducido su socio? ¡Oh, no!

    Se puso en pie. Lo consultaría con su esposa. Magda era una mujer observadora y sabía hacer las cosas con cautela.


    Lady Magda se hallaba en el saloncito de la planta baja, sentada junto a la chimenea encendida y teniendo una revista de modas sobre las rodillas. Cuando su esposo llegó, la besó en la frente y dejóse caer frente a ella.

    —Muy pronto has venido hoy —dijo la dama.
    —Estoy preocupado, Magda. Sumamente preocupado.
    —¿A qué se debe ello?
    —Curk.
    —¡Ah!

    Y se quedó ensimismada, contemplando a su esposo. —Bien, Lewis, explícame las causas.

    —Tú ya sabes que Curk tiene una amiguita...
    —¡Oh, sí! Pero... ¿no había terminado todo eso? —El caballero suspiró con desaliento.
    —Eso creí, pero me equivoqué.

    Y a renglón seguido refirió la conversación sostenida con Curk, lo ocurrido un momento antes con sir Walter y, por último, confesó su visita al piso de Evora Brown.

    Lady Magda guardó silencio por espacio de unos minutos, al final de los cuales exclamó censora:

    —Mal hecho por parte de Mildred, Lewis, y mal hecho por parte tuya también. Mildred ha descendido en el concepto que tenía formado de ella, y tú...
    —No puedo tolerar que una aventurera se lleve limpiamente a mi hijo.
    —¿Y te pareció tal aventurera? —preguntó la dama con acento suspicaz.

    Su esposo pasó la mano abierta por las sienes y limpió el sudor imaginario que las perlaban.

    —Bueno —exclamó, eligiendo su frase favorita—. Creo que no.
    —Parece mentira, Lewis, que conociendo a tu hijo, hayas creído ni por un solo instante que tenía relaciones con una perdida. A Curk, querido Lewis, no lo embauca una lagartona. ¿No lo comprendes? Tanto tú como Mildred habéis tenido poco tacto. Curk, por sí solo, hubiera dejado de ir al piso de esta joven.
    —Pero Curk tiene que casarse, Magda. ¿No lo comprendes? Sir Walter lo exige así, y nuestros negocios dependen mucho de su firma.
    —Sí, querido, sí. Lo comprendo perfectamente.
    —Si tú le hablaras a Curk...
    —¿Otro más? Pero, Lewis, ¿es que aún no has caído en la cuenta de que Curk hay que dejarlo obrar sin forzarlo? Queden las cosas como están y esperemos.
    —¡Imposible! Walter me exige una boda rápida—. La dama sonrió, irónicamente.
    —Querido Lewis, no seas ciego. Tú, y perdona que te lo diga, eres demasiado impresionable. Walter quiere inquietarte y en cierto modo lo ha logrado. Te aseguro que Mildred no está dispuesta a perder a Curk sólo porque su padre sea un impetuoso. Esperarán, cariño, y sólo así lograrán encarcelar a Curk. Y si queremos ver a Curk casado con Mildred, deja a tu hijo en paz. No le forcéis ni recordéis su aventura.

    Y sonriendo beatíficamente, colocó la mano en el hombro de su esposo y le dijo:

    —Con calma todo se consigue.


    CAPÍTULO 07


    Creí que te habías ido a Londres—. Curk no respondió. La miraba, y Evora preguntó tímidamente: —¿Por qué me miras así?

    Al pronto, no contestó. Seguía mirándola, y había en la expresión de sus ojos una infinita ternura que estremeció a Evora hasta el fondo mismo de su ser. Después, sin dejar de mirarla, se aproximó a ella, le puso una mano en el hombro y dijo, bajo:

    —¿Por qué no me lo has dicho?
    —¿Decirte qué?
    —Que Mildred vino aquí.
    —¡Oh!

    Y nerviosa, dio la vuelta, se apartó de él y quedó frente a la ventana, de espaldas a Curk. Este avanzó hacia ella y le puso las dos manos en los hombros. Inclinóse hacia ella y su boca rozó el cuello femenino. Fue como si los inflamara una corriente eléctrica. Evora temblaba, y Curk la apretó nerviosamente contra sí. La apretó de tal manera que por un instante la joven perdió la respiración y se estremeció de pies a cabeza.

    —Voy a tener que venerarte —dijo Curk, con bronco acento—. Venerarte, sí, como si fueras una reliquia.
    —Suéltame, suéltame.
    —Sí, sí.

    Pero no la soltaba. Nunca había deseado besar ni poseer a Mildred, ni siquiera cuando empezaron sus relaciones. Y en cambio, en aquel instante, hubiera dado media vida por hacer suya a Evora. Pero era un hombre razonable, pensador, y respetaba a aquella chiquilla a la que todos deseaban hundir en el cieno. El no podía ser uno más. Sólo pronunciar una palabra y Evora hubiera sido suya, pero él no podía decir aquella palabra. Tenía que renunciar a Evora, a su ternura, a sus cálidas tertulias, a sus miradas, al sonido suave de su voz... Evora... Sí, pero era... era su deber.

    La soltó sin haber rozado sus labios, pues de haberlo hecho ya no tendría voluntad para renunciar a ella.

    Se alejó y se hundió en una butaca con las sienes oprimidas entre las manos crispadas.

    —Curk —susurró a su lado la voz de niña buena—. Curk, cariño...
    —Voy a alejarme de ti —dijo él roncamente, sin mirarla—. Te hace daño mi amistad. Y te venero demasiado para consentir que las malas lenguas se ceben en ti.
    —No, Curk. Me hará más daño tu ausencia.
    —Cállate, Evora. Prefiero no verte... —Alzó los ojos. La miró fijamente—. ¿Te das cuenta? Tengo mi palabra empeñada. He de casarme, aunque la odie.
    —Sí, Curk.
    —Es lo que me descompone —gritó—. Tu conformidad.

    Una extraña mueca distendió los labios de la joven.

    —Curk —y le puso una mano en el hombro—. No estoy conforme, pero tú debes cumplir con tu deber, estás obligado a ello. Pero no dejes de venir a verme. Con oír tu voz, con verte... yo soy feliz.
    —Una falsa felicidad.
    —Es... un poco de felicidad, mejor que no poseer nada. Aunque sea por la puerta falsa, Curk. Aunque mis vecinos no me saluden en la calle, aunque tu novia me desprecie... Tú no lo haces y es bastante para mí.
    —Tu dignidad, Evora...

    Y apretó contra su boca las dos manos femeninas. Evora lo envolvió en una tierna mirada.

    —Mi dignidad, Curk —dijo bajo—. ¿Qué significa en realidad? Que el mundo entero me desprecie, no me importa. Sólo me interesas tú, y sé que no me despreciarás jamás.
    —Te veneraré siempre —soltó sus manos y se puso en pie. Contemplándola pensativo desde su altura, añadió—: Creí que podría ser fiel a mi esposa con los hechos y los pensamientos. Soy un hombre recto, Evora. Lo he sido siempre. Y es lo que me descompone, lo que me empequeñece, lo que me mengua ante mis propios ojos, el hecho de haber perdido mi rectitud. Tendré que fingir y soy enemigo de comedias. Tendré que pertenecer a otra mujer y estaré pensando en este piso y en tu persona. Y no quiero ser un ente falso. Si me caso, Evora —dijo resueltamente—, y tendré que casarme, renunciaré a ti desde el instante que señale la fecha de mi boda. Y... voy a señalarla.

    La joven no contestó. Lo miraba quietamente.

    —Te tomaría en mis brazos —añadió, retrocediendo hacia la puerta— y te apretaría y no te soltaría jamás. Y te llevaría en mi corazón como una reliquia. Te veneraría, pequeña, pero no puedo.
    —Sí, Curk...
    —No sé si volveré, muchacha.
    —No vuelvas si ello te consuela.

    Se agitó cual si lo sacudiera un huracán.

    —No me consuela —gritó—, pero te evitaré males mayores. Y he de evitártelos.

    Ya estaba en la puerta. Seguía mirándola como si pretendiera llevarla en la retina. Sin dejar de mirarla, abrió la puerta y quedó erguido en el umbral.

    —Evora...
    —Adiós, Curk.
    —Necesitaré tu presencia el resto de mi vida; no sé si podré renunciar a ella...
    —Vete —casi suplicó—. Vete pronto, Curk.

    El la miró en silencio, por espacio de minutos que a la joven le parecieron siglos. Luego salió casi corriendo.

    Por un instante, Evora quedó erguida en mitad de la estancia. Después fue retrocediendo y se dejó caer en el diván con la cara alzada y los ojos secos, muy abiertos.


    Transcurrieron los días pesados y monótonos. Por la prensa local supo que Curk Hayward se había ido a Londres...

    Aquella tarde se encontró con Ruth a la salida del trabajo. Bajaron juntas la suntuosa calle. Evora, ensimismada en sus propios pensamientos; Ruth, respetando su silencio. Pero de pronto, exclamó:

    —Debieras alternar un poco.
    —¡Bah!
    —No puedes consagrar tu vida a un hombre que va a pertenecer a otra mujer.
    —¡Oh, cállate!
    —Te aprecio demasiado para callar. ¿Qué filtro te dio Curk Hayward? Y lo curioso es que Curk nunca tuvo en Penzance fama de voluble y mujeriego.
    —No lo es.
    —Pero destroza tu vida.
    —Por favor, Ruth.
    —Gustas a los chicos. Yo oigo conversaciones. No te dicen nada porque...
    —Lo sé. Pues se equivocan, Ruth —apuntó serenamente—. No soy la amante de Curk. Aún no lo soy. Pero no veas en ello —apuntó con dolorosa sencillez— una virtud que yo no poseo. No soy yo la que renuncio, Ruth, es él; por eso le amo tanto.
    —Dios mío, Evora, estás perdida. Nunca podrás amar a otro hombre, y Curk se casará con Mildred Lawson. Al principio te añorará, pero después, la vida de hogar, los hijos, los negocios, sus deberes de esposo y de hombre... te apartarán más y más de su pensamiento, y llegará un día en que serás un dulce pasado en su existencia. Y entretanto, querida, ¿qué será de ti?
    —¿Y qué importa? —se agitó—. ¿Qué importa? ¿Acaso crees que lo primero es mi porvenir? No concibo la vida sin Curk.

    Ruth se detuvo en seco. Cogió a su amiga por un brazo y acercó su rostro al de ella, como si la conociera en aquel instante y, en vez de ser una mujer, fuera un objeto raro a quien valoraba.

    —Oye —dijo tras un titubeo—. Tú estás loca. ¿Sabes lo que dices? ¿Crees que el cielo ha de perdonar tu pecado?
    —No pequé. ¿O es pecado amar a un hombre, renunciar a él y consagrarle la vida espiritual que nos queda?
    —Evora, te admiro y te desprecio. ¿Comprendes tú esta paradoja?
    —No voy a estudiarla, Ruth —dijo, sin alterarse—. Sigamos. La gente nos mira.
    —No vayamos a casa, Evora. No podría soportar la soledad de mi alcoba.

    De pronto Ruth la asió por el brazo y propuso:

    —Vamos a mi piso.
    —¡Oh, no! Prefiero pasear.
    —¿Y por qué no vamos a una cafetería? Hoy me siento espléndida. Te invito.
    —Preferiría...
    —Vamos, querida Evora—. La miró fijamente.
    —¿Tú no tienes miedo del cieno que me cubre? ¿Tú... crees en mí?

    Ruth desvió la mirada, pero dijo resueltamente:

    —Sí.
    —Entonces, acepto tu invitación.


    Cuando Ruth se decidía a invitar a una amiga, lo hacía de modo espléndido. Nada de lugares escondidos ni de media categoría. Por eso aquel atardecer de últimos de invierno, asió a su amiga por un brazo y atravesó la calle. Había muchos automóviles aparcados a lo largo de la avenida, y en aquella cafetería de las más modernas y concurridas de Penzance. A la par de esta cafetería se hallaba el Club Náutico, centro de reunión de los opulentos. Sus terrazas y las de la cafetería colindaban, separadas únicamente por una balaustrada de bronce muy pulido.

    Evora y Ruth buscaron una mesa en la terraza de la cafetería, casi rozando aquella balaustrada. Las contemplaron con admiración. Eran bonitas las dos, jóvenes, escandalosamente joven la pelirroja, de elegante atuendo deportivo. Tenía unos ojos que deslumbraban. La otra, Ruth, era también muy bella, pero menos luminosa. Nadie las tomaría por empleadas, si bien se las conocía a ambas, una por ser modelo del Carsino, y otra por trabajar en unas importantes oficinas del Estado.

    —Estoy un poco avergonzada —dijo Evora, ruborizándose.

    Ruth rió con desenfado.

    —¿Por qué? ¡Bah! Algún día hay que salir del cascarón, y tú vives demasiado metida en tu concha.
    —Nos miran.

    Ruth volvió a reír, y por encima de la mesa buscó los finos dedos de Evora y se los apretó suavemente.

    —Evora, es lo que no le perdono a Curk Hayward, que te visite en tu piso, que no se esconda para hacerlo, y luego no te exhiba en público. ¿Qué significas para él?
    —No hables de eso. Por esta tarde olvidémoslo. Pero si ello te consuela, te diré que Curk siente por mí lo que yo siento por él.
    —Pero se va a casar con otra.
    —Tú sabes mejor que yo desde cuándo está prometido a esa mujer.

    Un auto se detuvo en aquel instante ante las escalinatas del club. Descendió una dama y un caballero. Ruth le tocó en el brazo a su amiga.

    —Ahí los tienes.
    —¿Quiénes?
    —Los padres de Curk. Y él te mira. ¡Caray! Y dice algo al oído de su esposa. Y lady Magda te mira a la vez. Estoy segura que te reconoce como modelo de Carsino.

    Evora alzó los ojos y una densa palidez cubrió su semblante. Encontróse con los ojos de aquel caballero... Por un instante no supo qué hacer ni qué decir. Desvió la mirada como aturdida y quedó ensimismada.

    Aquel hombre... el médico que atendió a su tía...

    —Evora...
    —¿Qué?
    —¿Qué te ocurre?
    —Nada. Dices que es el padre de Curk...
    —Desde luego. Y la dama que le acompaña es lady Magda, su esposa.
    —Comprendo.
    —¿En qué piensas?

    No respondió. Tomaba a pequeños sorbos el combinado. Sentía sobre sí la aguda mirada de lady Magda, que, sentada al otro lado de la balaustrada, conversaba en voz baja con... el médico de su tía.

    ¿Por qué había ido aquél hombre a su casa, revestido de una personalidad que no le correspondía? ¿Sólo por el deseo de conocerla? ¿Y con qué fin? Primero Mildred, después... La acosaban. Iba a odiarlos a todos. ¡Si Curk lo supiese! Pero Curk no sabría nunca que su padre había descendido hasta ir a su casa. ¡Oh, no! No lo sabría jamás.

    —Evora...
    —Vámonos, Ruth.
    —Claro que no. Pagamos por estar aquí, y no poco, ¿sabes? Eres mi invitada.
    —Si bien nunca debiste traerme a este lugar —dijo bajo, reprobadora—. Hay otros muchos donde una pasa inadvertida.
    —Al diablo ellos, querida mía. ¿Es que además de soportar las vejaciones de tus vecinos vas a ocultarte como una ladrona?
    —Eres muy buena, Ruth, pero... Yo no he nacido para exhibirme en estos lugares.

    Se puso en pie y Ruth, malhumorada, hubo de imitarla. Dejó un billete sobre la mesa y ambas descendieron hacia la calle seguidas por muchos ojos masculinos. Evora sentía arder su espalda. Estaba segura de que lady Magda y sir Lewis la seguían con la mirada.

    Nerviosa, asió el brazo de su amiga y juntas desaparecieron en la calle, confundiéndose con los transeúntes, que a aquella hora la paseaban de arriba a abajo.

    —Pronto llegará el calor, Evora. Y aquí se reúne lo mejorcito de Inglaterra. Es un centro de veraneo bastante apacible, y los ricos lo buscan para descansar. ¿Sabes por qué te digo todo esto? Porque vendrá un hombre que el destino te tiene reservado y olvidarás a Curk.

    Una triste sonrisa curvó los labios seductores de Evora.

    —¡Olvidar a Curk! —susurró, incrédula—. No lo creo posible, Ruth. Di que él me olvidará a mí. Pero yo a él... ¡Lo considero tan imposible!
    —¡Dios de Dios! —rezongó Ruth, malhumorada—. Cada vez odio más a Curk Hayward.

    Evora no contestó. Miraba a lo lejos con nostalgia.


    CAPÍTULO 08


    No hablaron de ello en toda la tarde. Pero al hallarse en el saloncito de su casa, solos y ante dos tazas de té, lady Magda desahogó su preocupación.

    —Lewis, ¿estás seguro?
    —Por supuesto.
    —Me roe la inquietud, Lewis. ¡Oh, sí! Yo creí que se trataba de una mujer moderna, arrogante, deslumbradora, de esas mujeres que ciegan a los hombres por una temporada. Y no es eso. Es... todo lo contrario, y Curk es un hombre inteligente y dueño de sí... Lewis, Curk no es un ser voluble. Nunca fue un vicioso ni un mujeriego.
    —Lo sé, Magda. Precisamente por eso no sé qué hacer.

    Lady Magda cruzó una pierna sobre otra con nerviosismo y la descruzó al instante.

    —Tendré que hablar yo con Curk —decidió.
    —No irás a decirle que conociste a su amiga.
    —No. Abordaré el tema desde otro ángulo, si bien aún ignoro lo que diré, ni qué ángulo elegiré para ello.
    —Temo que Curk no te escuche.

    La dama suspiró.

    —Me escuchará —dijo, pensativa— porque no reñiré con él ni lo forzaré a una réplica pronta, pero haré de forma que descubriré sus verdaderos sentimientos con respecto a esa joven...—Y, angustiada, añadió—: Demasiado joven, escandalosamente joven y bella.
    —Estoy pensando, Magda...
    —Dime, Lewis...
    —¿Y si volviera a su casa y le ofreciera una fortuna? Tal vez la dulce expresión de su rostro no corresponda a su moral.
    —Cállate, Lewis, ¿Es que aún no te has dado cuenta de que esa joven es un ser puro? Eso es lo temible, que no se pueda luchar con la pureza, porque ésta siempre saldría por encima de nuestra mezquina oferta. No son los ojos de esa muchacha ponzoñas ofensivas. Ni su boca el relajo de la lujuria. Evora Brown, tal vez sin ella misma darse cuenta, es un temible enemigo para Mildred.
    —Y si dejáramos las cosas así, tal vez Curk decida cumplir su palabra sin necesidad de forzarle.
    —Es que la cumplirá —dijo la dama, pensativa—. Pero será toda su vida un desgraciado. Lewis, cuando yo te elegí a ti, también estaba prometida. Fue una lucha sorda que sostuve con mis padres. Sufrí mucho, pero seguí el destino de mi camino en la vida.
    —¡Magda! —se alteró sir Lewis—. ¿Es que pretendes...?
    —¡Oh, no! En modo alguno. Pero Curk no soy yo... Curk es un caballero y conoce la responsabilidad de su palabra. Pero es obvio que renuncia al amor.
    —Eres una sentimental, Magda.
    —Pienso ir a Carsino mañana.
    —¿Vas a hablar con ella?
    —Quiero conocerla, sentir su voz, ver de cerca sus ojos. Después hablaré con Curk.
    —Si la oyes, si ves de cerca sus ojos, te ocurrirá lo que a Curk, lo que a mí —observó sombríamente el caballero—. Te cautivará y no podrás forzar a Curk. Por eso estoy tan preocupado, Magda. Porque no hay fango en su mirada ni en su voz, porque es auténticamente honrada y sencilla, porque bajo su mirada no hay doblez.
    —Y suponiendo, Lewis, que Curk devuelva su palabra a Mildred...
    —¡Oh, no! ¡Eso nunca! Aparte de los negocios en común, está la promesa de los Hayward, y tú sabes muy bien lo que eso significa.
    —Lo comprendo —admitió, desalentada—. Lo comprendo perfectamente, Lewis.
    —Tardará en casarse, lo atrasará todo lo que pueda, pero Curk cumplirá con su deber, aun en contra de sí mismo.
    —Es lo que me aflige. Que mi hijo tenga que renunciar a la felicidad y al amor por un deber de conciencia.
    —Magda, eres una romántica —reprochó el caballero, dolido.
    —Detesto los matrimonios por conveniencia. Además, si bien Curk no es un apasionado, es un hombre cabal y conoce el valor moral de sus semejantes.
    —No sé lo que quieres decir.
    —Simplemente, que antes de conocer a esa joven, se casaba con Mildred, si no enamorado, consciente de su deber y del aprecio que Mildred le inspiraba. Amando a otra mujer, odiará siempre a la esposa que fue un obstáculo en su felicidad.
    —Pues eso no podrás remediarlo.
    —Ya veo que no.

    Y se quedó ensimismada.


    Había poco público en la sala de modas aquella tarde. Evora exhibía un modelo de noche negro, de corte sobrio y elegante. Dio varias vueltas a la sala, sin fijarse en nada. No se dio cuenta de que lady Hayward la observaba detenidamente, pues ni siquiera se había percatado de su presencia. La había visto una vez, a través de una balaustrada, y en lo que menos pensaba Evora en aquel instante era en la madre de Curk. A decir verdad, Evora tenía muy poco en cuenta a los padres de Curk, e incluso a su prometida. Tan sólo pensaba en el hombre, en su nobleza, su rectitud, su gran corazón. Y en lo mucho que había de renunciar en la vida, sólo por el hecho de llevar un nombre ilustre. Ella no amaba a Curk con pasión. Sentía hacia él una ternura indescriptible, un cariño hondo, verdadero, e igualmente lo hubiera querido si Curk fuera un simple oficinista o un portero enfundado en librea. Ella amaba al hombre y por eso costaba renunciar.

    Le correspondía exhibir cinco modelos y vestía el quinto (el traje de noche mencionado), cuando pensaba en todo esto. Por eso no se dio cuenta de que lady Mildred hablaba con la encargada de la sala, ni se sobresaltó cuando le ordenaron pasar al probador privado antes de quitarse el modelo.

    —Nos complace servir a la ilustre cliente, Evora —le dijo la encargada al oído—. Sea usted amable con ella, la encontrará en el probador. Parece ser que le interesa el modelo que usted luce.

    La joven asintió con un movimiento de cabeza y pasó al probador. La dama que la esperaba la miró fijamente y Evora quedó erguida, suspensa, ante los escrutadores ojos de lady Magda.

    Estaba sentada en un cómodo sofá. Vestía abrigo de visón, lucía un gracioso sombrerete en la cabeza, y en los dedos enguantados sostenía un aromático cigarrillo.

    Evora dio varias vueltas ante ella, sin decir media palabra. La dama sacudió con elegancia la ceniza del cigarrillo y dijo:

    —Deténgase, señorita. Ya observé que el traje es encantador. Me lo quedo. ¿Podría usted ayudarme a probarlo?
    —Por supuesto.
    —No es usted de aquí —observó la dama, al tiempo de quitarse el abrigo.
    —He nacido en Londres.
    —¿Y trabajó allí de modelo?

    Evora asintió con un movimiento de cabeza.

    —¡Qué extraño! Habiendo nacido en Londres, se limita usted a estos pobres horizontes. —Y sin que Evora contestase, añadió con indiferencia fingida o estudiada—: Me es usted simpática y observo que tiene soltura. Si desea volver a Londres, le daré una gran carta de recomendación para la mejor casa de modas de la gran urbe.
    —Gracias.

    Pero no dijo si aceptaba, y lady Magda no se atrevió a insistir. En aquel momento entró la dueña de la casa, y al ver a su ilustre cliente en disposición de probar el modelo, exclamó:

    —En modo alguno, milady. Se le enviarán a casa los modelos que usted desee y elegirá los que más le agraden. —Y mirando a Evora, añadió con duro acento—: Milady nunca se prueba aquí los modelos.
    —No ha tenido ella la culpa, madame —indicó, suavemente, la aristocrática señora—. He sido yo.
    —De todos modos...
    —Acepto su ofrecimiento —atajó lady Magda, como si tuviera bien estudiado su papel—. Le agradeceré que me envíe a la señorita...
    —Evora Brown —terminó amablemente la dueña.
    —Pues bien... Señorita Brown, la espero en mi casa a las ocho en punto de esta tarde.

    La pobre Evora estaba tan angustiada que no acertó a responder. Se limitó a inclinar la cabeza, y cuando vio salir a lady Magda, seguida de la obsequiosa madame, se derrumbó en una butaca y ocultó la cara entre las manos con infinito desaliento... ¿La conocía aquella dama? ¿Sabía que ella y su hijo...?

    «¡Dios mío! —pensó, desalentada—. ¿Creerá todas las atrocidades que dicen por ahí con respecto a mis relaciones con Curk? Y si es así, ¿qué se propone?»

    Madame apareció de nuevo y Evora se puso en pie con presteza.

    —Cámbiese, Evora —ordenó—. Váyase a su casa y descanse. A las ocho en punto ha de hallarse usted en la mansión de los Hayward. Allí encontrará usted los modelos que agradan a lady Magda. Una vez los haya exhibido ante nuestra ilustre cliente, puede usted volver a su casa. Miryam irá a recoger los modelos a primera hora de mañana.

    Obedeció en silencio, y cuando minutos después salió a la calle, aspiró con fuerza, como si le faltara el aire a sus pulmones.


    Ruth la escuchó en silencio. Contemplaba a su amiga con expresión reconcentrada. Evora se preparaba ante el espejo y hablaba a la vez.

    —Tendré que mantenerme firme —decía bajo, como dándose ánimos a sí misma—. No podré desfallecer ni un solo instante. He soportado mucho en esta vida. Un poco más, ¿qué importa?
    —Tú crees que ella, lady Magda, lo hace adrede.
    —Creo que sí. Nunca me fijé en una cliente determinada y no cabe duda que lady Magda presidió los desfiles importantes. Jamás pidió que fuera una modelo al probador.
    —Si dices que el caballero que la acompañaba era el que te visitó en tu piso, él le habrá dicho quién eres tú...
    —Ya.
    —Evora, si pudiera acompañarte...
    —No, madame me despediría en el acto, y necesito ese empleo.
    —Ella, lady Magda, te ofreció una recomendación.
    —Sí.
    —Quieren quitarte de en medio a todo trance.
    —Lo sé,
    —¿Está Curk en Penzance?
    —Supongo que ya habrá regresado.
    —Y supones, asimismo, que estará presente en el salón donde exhibirás los modelos.
    —Eso no lo sé... —Pasó los finos dedos por la frente y se apartó del espejo—. Ya estoy. Son las siete...
    —Te acompañaré hasta allí.
    —Te lo agradezco.

    Salieron juntas. Vestía un modelo de punto, y sobre él un modelo de corte inglés de color gris y blanco. Calzaba altos zapatos. La melena rojiza la peinaba con sencillez, hacia atrás. Estaba muy hermosa. Ruth la contemplaba a hurtadillas, y de pronto dijo:

    —De cerca, ¿qué te pareció ella?
    —¿Milady?
    —Sí.
    —No me pareció mala persona. Tiene los mismos rasgos de cara que Curk. Me dio la impresión de que era una mujer noble.
    —Sí —admitió Ruth, pensativamente—. Tiene fama de serlo. Pero aquí se trata de su hijo, y los Lawson pertenecen a la familia más ilustre del país. Hace muchos años que ese matrimonio está concertado, lógico es que lo defiendan. Pero no apruebo su modo de proceder. ¿Por qué te atacan a ti?
    —Porque soy la parte más débil.
    —¿Y eso es nobleza? Todo es un parapeto. A última hora que ataquen a su hijo. Pero temen, ¿sabes? Curk no es hombre que se deje dominar, y...
    —Te comprendo —dijo—. Pero cállatelo.

    Caminaron en silencio. La altiva mansión de los Hayward se alzaba a pocos metros de ellas. Se detuvieron en seco.

    —Evora, valor... No te dejes achicar. Vuelvo para tu casa. Te espero allí.

    Empezaba a oscurecer. Las luces de la señorial mansión estaban encendidas. Lucía el palacio como una provocación a la noche. Evora llevó una mano a la frente.

    —Estoy... estoy como aturdida —dijo, con un suspiro.
    —Ojalá tengas valor para enfrentarte con lo que ocurra.
    —¿Crees que ocurrirá algo?
    —No creo que te llamen sólo para contemplarte.
    —No, yo tampoco lo creo. No vuelvas a casa, Ruth. Espérame aquí. Siéntate en ese banco. Por lo regular, una exhibición particular lleva una hora de tiempo, nada más.
    —Está bien, aquí te espero. Y si está Curk y se encuentra en la sala, ¿qué vas a hacer?
    —No... no lo sé.
    —Mi consejo es que te portes con dignidad.
    —Nunca pierdo la dignidad —apuntó Evora a media voz—. Pero aun así, no sé lo que haré. Si me humillan...
    —No, no —rió Ruth, tranquilizándola—. Son demasiado correctos todos ellos para humillar a nadie. Aun si fuera la estúpida de Mildred...

    Evora se estremeció.

    —¿Crees que ella...? —preguntó, asustada.
    —No, no lo creo, pero pudiera ser.
    —¡Dios mío!
    —Evora, suerte. Son las ocho menos diez. Tienes el tiempo justo para atravesar la plaza, entrar en el parque y llamar a la puerta.
    —¿Por dónde llamaré?
    —Por la principal —exclamó Ruth, enérgicamente—. Que ellos decidan por dónde han de introducirte.

    Evora echó a andar. Una densa palidez cubría su semblante.

    Llamó a la puerta principal, abrió una doncella uniformada. Evora dio un nombre y el objeto de su visita. La hicieron pasar por aquella misma puerta y la introdujeron en un gran salón.

    —Milady la recibirá dentro de unos instantes —dijo la doncella—. Tiene los modelos tras el biombo. Puede ir cambiándose.

    Evora Brown obedeció tranquilizada.


    CAPÍTULO 09


    Se hallaba enfundada en un elegante modelo de noche cuando lady Magda penetró en el salón. Saludó amablemente y se sentó. Evora respiró con amplitud. ¿Iba a presenciar ella sola su exhibición? Así parecía, dado que la puerta fue cerrada tras la dama, y ésta dijo cortésmente:

    —Puede empezar, señorita Brown.

    Y Evora paseó el salón de un lado a otro, con el corazón temblando.

    La elegante dama fumaba un aromático cigarrillo, la observaba y al mismo tiempo hablaba con acento encantador.

    —Indudablemente, señorita Brown, tiene usted empaque de gran modelo. No me explico cómo puede acomodarse a una ciudad insignificante. ¿Ha pensado en lo que le dije?

    Evora comprendió que ése y no otro era el objeto de aquella exhibición. Intuyó que a lady Magda lo que menos le importaban eran los modelos que ella lucía uno tras otro. Apenas si les prestaba atención. Tenía razón Ruth: pretendían quitarla de en medio sin duda alguna. Pero, ¿por qué no convencían al hijo?

    —Conozco a un modisto en Londres que la ayudará a subir —continuaba diciendo la dama, con el mismo tono cortés—. Porque usted es muy joven, ¿verdad?
    —Veinte años.
    —¡Dios mío! Y teniendo esa edad se pasa usted la vida en Penzance... Es inconcebible.
    —Tengo aquí un piso propio. Me lo legó una tía al morir.
    —¡Oh! Eso es fácil. Véndalo usted. Ya le dije que me es usted simpática. Puedo ordenar a mi administrador que venda su piso...

    ¡Qué empeño! Pues no, no se saldría con la suya. Ella nunca atacaría a Curk, pero tampoco huiría de él. ¡Oh, no!

    —¿Qué le parece?
    —Pues...
    —En Londres los horizontes son ilimitados, y para una muchacha hermosa y joven...
    —Se olvida usted, milady, de que ya viví en Londres muchos años. Sólo hace seis meses que estoy aquí.
    —Por eso mismo.

    Exhibía el último modelo y se lo quitaba tras el biombo. No respondió. Se vistió y salió al centro del salón, poniéndose el abrigo. Lady Magda la contemplaba pensativa.

    —Piense en lo que le he dicho, señorita Brown. Me será grato ayudarla. Por la venta del piso no se preocupe.
    —Lo pensaré, milady. Es usted muy amable.
    —¡Oh, no! Me gusta ayudar a la juventud. ¡Se puede aspirar a tan poco en Penzance! —Evora se inclinó ante ella y dijo:
    —Si no me necesita para nada más, milady...
    —No, claro. Mañana hablaré con madame.
    —Así se lo diré. Buenas noches.

    Inclinó la cabeza y salió sin apresurarse. La misma doncella la acompañó hasta la puerta, y cuando se vio en el parque, aspiró con amplitud y atravesó la plaza casi corriendo.

    Ruth salió a su encuentro y casi tropezaron una con otra.

    —¡Oh! —exclamó Evora, tomando aliento.
    —¡Oh! —la imitó Ruth, nerviosa—. ¿Qué pasó?
    —Vamos.

    Y asiendo el brazo de Ruth, tiró de ella. Y seguidamente refirió lo ocurrido. —¿Y dices que estaba sola?

    —Completamente.
    —Ni su hijo ni su esposo...
    —Nadie.
    —¡Qué extraño! O sea, que sólo trató de persuadirte para que dejes Penzance.
    —Exacto.
    —Y tú...
    —¡No!

    Ruth se detuvo en seco y la contempló escrutadoramente,

    —Evora, ¿no sería mejor...?
    —¡No! —cortó—. ¡No! No ato a Curk. Sólo deseo su felicidad. Que se la dé yo u otra mujer... no me importa.
    —No comprendo tu amor.
    —Pero huir de él... —siguió Evora, haciendo caso omiso de la interrupción.
    —¿Qué clase de amor es el tuyo?
    —Es amor, Ruth—dijo, con desaliento—Verdadero amor. Quiero que Curk sea feliz. Si puede serlo con Mildred... que se case con ella. Yo...
    —¿Qué? ¿Tú, qué?
    —No lo sé. Yo soy la mujer que se ve a puerta cerrada. Mildred será la que entre por la puerta grande.
    —Y te conformas. ¿Sabes que voy a despreciarte?
    —¡Oh, no me importa! Sé que Curk me comprende y nunca me despreciará. Lo que sientas tú, Ruth, ¿qué más da?

    Ruth no supo qué decir. No la comprendía. No la comprendería nunca. Echó a andar a su lado, y ambas cruzaron la plaza sumidas en sus propias reflexiones.


    La prensa local anunció aquella mañana el regreso de Curk Hayward. Evora lo leyó y dejó el periódico sobre la mesa. Curk se hallaba de nuevo en la ciudad. ¿Qué había meditado durante aquel corto viaje? Esperó todo el día. Curk no llamó a su puerta. Ruth la visitó al anochecer. Indudablemente, conocía la noticia, pero no la mencionó. Lo prefirió así. Aquel asunto era suyo, absolutamente suyo. No tenía que dar cuenta de sus actos a nadie, excepto a Dios, y éste sabía cómo sentía y lo poco que esperaba de sus sentimientos.

    Estaba preparada para recibir la noticia de la boda de Curk con Mildred Lawson. No pensaba reprochar ni desfallecer. Admitía lo que fuera como un mandato del destino.

    Transcurrieron los días. Iba al trabajo y de éste a su casa. Ruth la invitaba a pasear, o bien a tomar algo en una cafetería. Rechazaba. ¿Para qué atormentarse más? Temía encontrar a Curk en plena calle con Mildred o solo, y sería como una daga candente clavada en pleno pecho.

    Pero aquel atardecer la casa se le caía encima, y decidió salir sola a dar un paseo. Necesitaba tomar el aire, respirar a pleno pulmón. Atravesó la avenida y se internó en una calle poco concurrida. Un nutrido grupo de personas se apiñaban ante el Gran Teatro. Se detuvo acuciada por la curiosidad.

    —¿Qué hay ahí? —preguntó a una mujer.
    —Una velada de gran gala —la informó—. Y esperamos que salgan, porque como todos visten de etiqueta y se adornan con joyas... Una no está habituada a ver estas cosas. ¿No es usted de aquí?
    —Lo soy. ¿Por qué me lo pregunta?
    —Porque nadie ignora hoy en Penzance que hay esta velada.
    —No vivo pendiente de acontecimientos teatrales—. E iba a seguir su camino, pero la mujer la tocó en el brazo.
    —Mire, ya salen —indicó, excitada.

    En efecto, hombres y mujeres vestidos de etiqueta salían del teatro y se dirigían a sus coches, aparcados a lo largo de la acera.

    Evora temió ver lo que no quería e intentó dar la vuelta, pero la mujer exclamó:

    —Mire, mire. ¿Ve usted esa pareja? Pues es la pareja de actualidad. Todo el mundo espera los acontecimientos con verdadera ansiedad.

    Evora tenía un velo en los ojos. La pareja en cuestión eran Curk y Mildred. El vestía de etiqueta. Estaba más delgado y sus facciones parecían talladas en piedra. Ella, Mildred, aquella afortunada mujer, vestía un suntuoso traje de noche, se adornaba con joyas valiosísimas y cubría sus hombros con una capa recamada de piel.

    Le temblaban las piernas y apenas si oyó a la mujer informar, excitada:

    —Dicen que se casan. Están prometidos desde hace muchos años. Pero él tiene una amante...

    ¡Una amante! [Qué fácilmente echaba la gente la lengua a volar! Aquella supuesta amante era ella, y jamás relaciones más puras existieron entre un hombre y una mujer.

    Fue apartándose poco a poco. No quería que él la viera. Desde un rincón los vio subir al hermoso automóvil negro, de línea aerodinámica. Y pensó, al emprender el regreso a su casa, que ella siempre sería la otra. Aquella mujer de puertas adentro que jamás tendría derecho a pasear públicamente del brazo de Curk Hayward.

    Una lágrima silenciosa se desprendió de sus ojos. La limpió de un manotazo y susurró con velada energía, como si se diera una razón a sí misma, una razón que jamás la convencería, aunque subconscientemente creyera lo contrario.

    —Ante todo, su felicidad.


    —¿Qué hay?

    Sir Lewis restregóse las manos satisfecho y se derrumbó en una butaca, frente a su esposa.

    —Todo va bien. Hace cuatro días que regresó de Londres y no fue a verla y, en cambio, se deja ver con Mildred constantemente.
    —Eso es alentador.
    —Pero no podrá saber nunca que tú has traído aquí a la joven.
    —¿Quién puede decírselo?

    Sir Lewis refunfuñó:

    —¿No has pensado en ella?
    —¡Oh, no! Ella no le dirá nada.
    —Es lo que me descompone —se agitó el caballero, molesto—, que tanto tú como yo confiemos en el silencio de una aventurera.
    —Lewis...
    —¿No lo es? ¿No la considera así toda la ciudad?
    —Menos tú y yo.
    —¡Oh!
    —Lewis, querido mío, seamos honrados al menos ante nosotros mismos. Para el mundo será una aventurera, para ti y para mí no lo es.
    —Bueno, bueno —rezongó sir Lewis, de mala gana—. Pero...
    —Tú la has visitado en su casa, A estas horas ella sabe ya quién es el médico de su tía.
    —Por supuesto.
    —Yo la hice venir aquí. Quise verla de cerca. Le hice una proposición. No la aceptó. Pero pude apreciar la pureza de su mirada.
    —No querrás que Curk olvide su promesa de años para casarse con ella.
    —Desde luego que no, Lewis querido. Pero tampoco hundiré a una mujer que merece toda mi admiración.
    —¡Magda!
    —No quito ni media palabra, Lewis, y bien lo siento, porque hubiera preferido despreciarla. Pero si soy honrada para mí misma, ¿por qué no he de serlo para juzgar al prójimo?
    —¿Y qué podemos hacer?
    —Nada. Ya te lo dije. Esperar los acontecimientos. Si Curk nos anuncia que piensa casarse en fecha fija, me sentiré felicísima, pero si no lo anuncia...
    —¿Qué?
    —No lo sé. No podré nunca oponerme a sus sentimientos. Y Curk, Lewis, es un hombre honrado.

    En aquel instante se oyeron los pasos de Curk. Marido y mujer se miraron indecisos.

    Curk entró y saludó con una sonrisa afable.

    —Empieza la primavera —dijo, sentándose en una butaca—. Detesto el invierno.

    Era una expresión trivial, a la que lord y lady Hayward no hicieron objeciones.

    Curk añadió:

    —¿No vais a la finca este año? Respondió lady Magda:
    —¿Quién piensa en eso todavía? ¿Los Lawson no van? —Observó que el rostro de Curk se contraía, pero la voz fue normal al decir:
    —No lo he preguntado.

    Con pereza, se puso en pie. Dio unas vueltas por la estancia y se aproximó al balcón. Estaba de espaldas a ellos. Empezaba a oscurecer.

    Lady Magda hizo una seña a su marido, y éste, dócil, se puso en pie y salió del salón, momento que aprovechó la dama para dirigirse a su hijo en estos términos:

    —Esta mañana encontré a Mildred en la salida de misa. Parecía muy contenta.

    Curk se volvió y quedó erguido ante su madre. Su rostro parecía tallado en piedra.

    —¿Pensáis casaros pronto? —preguntó la dama, con volubilidad.
    —No lo he pensado aún.

    Lady Magda soltó una risita superficial, como si no diera importancia a nada.

    —Pues es hora, ¿no, querido? Su hijo no reía. Parecía más serio que nunca.
    —¿Hora para qué? —preguntó, indiferente. La dama se sintió nerviosa. Pero se abstuvo de demostrarlo.
    —Para que os caséis.
    —¡Ah!
    —¿No lo es?
    —¿Y se sabe eso acaso? —se inclinó hacia su madre y le besó la mano—. Voy a salir. Aún no he ido al club.
    —Creí que ibas a sentarte a mi lado.
    —Excúsame, mamá.
    —Es que...
    —¿Sí?
    —¡Oh, nada, nada! Vete, pues.
    —Tal vez coma en el club con unos amigos—. Salió. Lady Magda apretó los labios. Sir Lewis entró rezongando:
    —Y luego dices que tienes tacto.
    —No he tenido mucho —admitió—. Pero tampoco estuve tan falta de él.
    —Va a verla, Magda. Estoy seguro.
    —Síguelo.
    —Nunca.


    CAPÍTULO 10


    No iba a verla, pero caminaba a lo largo de la calle con el pensamiento ausente. ¡Evora! Quince días sin verla. ¡Quince horribles días! Era... era demasiado. Iba a casarse con Mildred. Al menos eso había decidido a solas consigo mismo en aquel viaje a Londres. Era su deber y él conocía muy bien la responsabilidad de ese deber. No podía volver a ver a Evora. Era preciso renunciar a ella desde aquel instante.

    Atravesó la calle y con asombro se vio ante la casa de Evora. ¿Y si subía? Podía verla por última vez y decirle... Sí, subiría y le diría... que iba a casarse. Que aún no se lo había dicho a Mildred ni a sus padres, pero que pensaba decírselo uno de aquellos días...

    Traspasó el portal con paso firme. Subió las escaleras de dos en dos despreciando el elevador. Cuando se vio ante la puerta del piso de Evora, quedó con el brazo en alto ante el timbre.

    En aquel instante fue egoísta. No pensó en el daño que iba a hacerle. Pensó sólo en sí mismo, en la necesidad que tenía de verla por última vez.

    ¡Por última vez! ¡Dios santo! ¿Tendría él voluntad para renunciar a la ternura de aquella suave muchachita?

    ¿Sería lo bastante hombre para casarse con Mildred y consagrarla toda su vida? Al menos ese era su deber. Y lo cumpliría. ¡Tenía que cumplirlo!

    Dejó caer el dedo y el timbre sonó débilmente. Enseguida oyó los pasos inconfundibles. Las sienes le palpitaban. Nunca sentía aquella sensación de ahogo, de plenitud, cuando oía los pasos de otra mujer. Pero Evora...

    La puerta se abrió y el rostro juvenil, de belleza incomparable, apareció ante él.

    —¡Curk! —susurraron los labios casi sin abrirse. El la miraba cegador, como si en aquel instante su única razón de vivir fuera mirarla.
    —¡Curk! —repitió ella, con tenue acento.
    —¿Puedo pasar?

    Y la voz era bronca, extraña, de acento indefinible.

    —Pasa, claro. A mí nunca debes preguntarme eso.

    Pasó. Giró la vista de un lado a otro, con ansiedad. Cada rincón, cada objeto, tenía para él un sabor diferente, agradable, único.

    —Ponte cómodo, Curk —pidió ella, bajo—. ¿Qué quieres tomar?
    —No comí...
    —¡Oh! ¿Qué te preparo?

    Los dos estaban indecisos, como cortados, como si se temieran, como si la misma voz fuera un lazo de unión irresistible.

    El se dejó caer en una butaca, echó la cabeza hacia atrás, entrecerró los ojos y dijo, muy bajo:

    —Prepárame algo. Lo que sea...

    Evora lo envolvió en una larga mirada y después se dirigió a la pequeña cocina. Bajo el peso perezoso de los párpados, él la miraba. La veía ir diligente de un lado a otro, enfundada en aquel modelo sencillo y juvenil que la hacía más exquisita. Vio cómo preparaba la mesa ante él, la cubría con un albo mantel, ponía los cubiertos, los vasos y la jarra de agua. Todo de lo más vulgar, y no obstante, tenía un sabor de intimidad, de paz, de plenitud, que no hubiera cambiado por el suntuoso servicio de su casa.

    —Ya está, Curk.
    —¿Y tú?
    —Ya lo hice. Te miraré. Te hablaré de nuestras cosas.
    —Es lo que me descompone —exclamó desabrido, a tiempo de sentarse ante la pequeña mesa—, esa tu exquisitez. Ya te lo digo muchas veces: cuanto mejor me trates, tanto más desearé estar a tu lado, y necesito odiar este piso.
    —Nunca pretendas odiarme, Curk —dijo, reprobadora—. Si te alejas de mí, ha de ser consciente de que lo haces y el por qué de hacerlo.
    —¿No puedes darme un motivo? ¿Un sólo motivo para que te aborrezca?
    —¿Lo quieres así?
    —No, no —se agitó—. No podría soportar tu odio ni tu frialdad.
    —Come, Curk, y no pienses en nada—. Comía, sí, pero entretanto hablaba. Ella, sentada frente a él, con los codos apoyados en la mesa y la barbilla descansando en las palmas, lo escuchaba y lo miraba.
    —Uno llega a detestar la suntuosidad de su casa. Las ceremonias, las fiestas... todo lo que de placentero ofrece el dinero.
    —Cállate y come, Curk.
    —Y deseo esta paz, esta quietud, esta sencillez... —añadió, sin hacer caso—. Es lo que más ata a la vida. Una vida que uno debiera elegir a su gusto y, no obstante, ha de tomar la que le impone el deber.

    Fumaba un cigarrillo. Evora había recogido la mesa y se hallaba sentada ante él.

    —Te he traído un regalo de Londres. ¿No me preguntas por qué no he venido antes a traértelo?
    —No habrás podido.
    —No quise venir, Evora. Reconócelo, al menos.
    —Ya lo estoy reconociendo.
    —¿Y no te humilla?
    —Nada de lo que tú me hagas me humilla, Curk.
    —Quisiera que me odiases.

    Evora sonrió. Entonces, Curk se puso en pie y aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance. La miró desde su altura, y de súbito se sentó a su lado y tomó las dos manos femeninas entre las suyas. Al tiempo de llevarlas a la boca, susurró reconcentradamente, como si la lucha a que se sometía tocara a su fin:

    —No voy a poder prescindir de ti, pequeña. Y te haré mucho daño.
    —Ven siempre que quieras.
    —Pero voy a pertenecer a otra mujer—. Evora rescató sus manos y las oprimió una contra otra.
    —Lo sé.
    —¿Y me admitirás de igual modo en tu vida?
    —Creo... —Se agitó, se puso en pie y se alejó de él. —¡Oh, Curk! ¿Por qué me haces esas preguntas? Si es que has decidido casarte... Si lo has decidido...
    —Creí que ya lo tenía decidido —apuntó de modo indefinible—, pero ya no lo sé. Después de verte otra vez, tendré que verte todos los días y probar la caricia de tus manos, y oír tu voz, y respirar esta paz... Y sentir la verdad que hay en mi vida como un pecado. ¿Lo ves? Uno peca a diario y no se percata de ello. Y de pronto, aquello que el mundo considera un pecado es como una dolorosa virtud. Eso nos ocurre a ti y a mí...

    Se alejaban uno de otro como si tuvieran miedo del contacto que podía surgir, y que sería para ellos como una chispa, Curk se apoyó en la puerta del saloncito y encendió un cigarrillo. Ella, con la espalda pegada a la pared, se reconcentraba en sí misma, y en su semblante se retrataba el dolor que la renuncia suponía.

    —Evora...
    —Vete, Curk. Al menos esta noche, vete.
    —Si te pidiera...
    —¡Sí! —casi gritó—. Pero no me lo pidas. Todo el encanto, toda la ternura, toda la intimidad, dejaría de existir, y después... nos miraríamos con horror. Lo comprendes, ¿verdad, Curk?

    Él no respondió. La contempló un instante con expresión dolida y giró en redondo.

    —¡Curk, no me odies!

    Sin volverse, dijo él:

    —Ojalá pudiera odiarte, Evora. ¡Oh, sí! Ojalá pudiera odiarte.

    Y salió sin volver la cabeza.


    Creyó que no volvería, pero volvió al día siguiente y al otro, y todos los días, más que antes, como si aquel piso y aquella mujer tuvieran imán para él. Y lo tenían. Cuanto más pretendía renunciar a ella, más se aproximaba. Y era un suplicio acudir a aquel piso y dejar de quedarse en él cada día.

    Pero una noche, antes de salir, no pudo contenerse y la apretó contra sí. La oprimió como un loco y del mismo modo la besó en plena boca, con ardor y desesperación. Creyó que no podría apartarse de ella jamás, pero Evora, aunque temblando, conservó un poco de sentido común y se alejó de él jadeante.

    —Nunca debiste hacerlo —dijo, ahogándose.

    El la miró con ansiedad. Ella tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo y una gran ansiedad en la quieta expresión de sus ojos.

    —Vete, Curk.
    —Un día me dijiste que si yo te lo pedía...
    —Pero no me lo pedirás, Curk —replicó con las manos retorcidas una contra otra—. No me lo pidas. Por el amor de Dios, no.

    Era lo que más admiraba de ella. Aquella devoción en la misma súplica, aquel mirar ansioso de sus ojos, aquel suave acento de voz. Y la fuerza de espíritu que avasallaba y a la vez vivificaba todo cuanto rozaba.

    La miraba sin decir palabra, y fue en aquel instante cuando comprendió que tenía que ser suya. Y comprendió, asimismo, que a Evora no se podía llegar por la puerta falsa, y no porque el orgullo de ella lo impidiera, sino porque él jamás humillaría a la mujer que amaba entre todas. ¿Mildred? Tendría que devolverle su palabra. Tendría que hacer algo, pero su esposa había de ser Evora.

    —Tendremos que casarnos —dijo de pronto.
    —¡Curk!
    —Vas a decirme que tengo un deber —añadió, reconcentradamente—. Lo tengo, es cierto, pero no es menos cierto que no soy un príncipe heredero que va a arruinar la nación por faltar a su palabra.

    Echó la cabeza hacia atrás y miró a lo alto con fijeza, como si penetrara en sí mismo y no se atreviera a verse.

    —Soy un hombre vulgar y paso por esta vida como pasamos todos. En un viaje transitorio, demasiado corto. Esas pocas horas que disponemos he de disfrutarlas como un hombre vulgar que soy.

    Evora le escuchaba sin parpadear. Estaba sentada en un sillón frente a él, y lo miraba fijamente.

    —Curk, no te precipites —dijo de pronto, con voz ahogada—. Tal vez busques en mí esas horas de felicidad y no las halles. Sería la más desgraciada de las mujeres si no fueras feliz a mi lado. Y tengo miedo de que no lo seas.

    El echó el busto hacia adelante y dijo bajo:

    —No concibo la felicidad si no es a tu lado. ¿Comprendes, Evora? Sólo a tu lado.
    —Tendrás que enfrentarte con todos: con tus padres, con tu hermana, con ese mundo que tanto te halaga... El horizonte de tu vida se limitará a mi propia vida, y es ésta demasiado insignificante...

    No trató de convencerla. Aquella noche salió de la casa cabizbajo. Reflexionaba. Tenía razón ella. Partiría con todos. Pero, ¿no esperaba la compensación a su soledad en el amor de ella? ¿Sería éste lo bastante sólido para llenar todos los rincones de su vida?

    Necesitaba probarse a sí mismo. Se sentía aniquilado. Dejó que los días transcurrieran. Visitaba a Mildred y la visitaba a ella. No volvió a hablar de boda, pero en su mente la batalla tenía lugar. Una lucha espiritual que se hacía más insoportable cada día.

    Mildred lo sentía alejado. Los padres lo observaban en silencio. Se daban cuenta de que Curk volvía al piso de la Ribera. Y aquella tarde su madre decidió hablarle con franqueza y, cosa extraña, él la escuchó:

    —Bajas de peso y estás pálido, Curk.

    Alzó los ojos. Se hallaban en la terraza, él hundido en una hamaca y con el cigarrillo consumiéndose solo, prendido entre los labios.

    —Voy a sentarme a tu lado, Curk.
    —Sí, mamá.
    —Tu padre no ha regresado aún. Y Jully se ha ido al campo de golf con las amigas.

    Tomó asiento junto a su hijo y lo miró de frente, con valentía.

    —Has vuelto a la casa de la Ribera —dijo de súbito.

    Curk no se asombró de que su madre conociera aquel pasaje de su vida. Muy al contrario, diríase que esperaba una intromisión materna en aquel sentido.

    —Debiste doblegar tus deseos, Curk. Y no por respeto a tu palabra empeñada; sino porque aquél no es tu mundo. Recuerdo que de pequeño eras muy testarudo. En cierta ocasión, siendo un joven de quince años, deseaste con frenesí una escopeta. Tu padre se negó a comprártela, y tú lloraste, luchaste como un loco para alcanzar tu deseo. Durante dos años ansiaste aquel objeto, y al fin lo conseguiste. Con la escopeta al hombro y el morral colgado del brazo, saliste en dirección al bosque y durante dos días no regresaste a casa. Recorriste el bosque de punta a punta. Al tercer día dejaste la escopeta colgada en la sala de armas, y jamás has vuelto a mirarla.
    —Un deseo de niño... —adujo, indiferente.
    —Sí, un deseo de niño que revela al hombre.

    De pronto, Curk lanzó una sarcástica sonrisa, y dijo desconcertante:

    —Creí que tú también la considerabas mi amante. Por tanto, es un descubrimiento que me agrada.
    —Yo no soy Penzance en general, soy tu madre; y sé que Evora Brown o es tu esposa o no será nunca nada para ti.

    La miró de modo raro. Se puso en pie con brusquedad, y de pronto se alejó. Al rato regresó y volvió a sentarse junto a lady Magda que lo miraba expectante.


    CAPÍTULO 11


    Mamá ¿conoces a Evora Brown?

    Lady Magda no esperaba aquella pregunta. Es más, pensó que su hijo deseaba soslayar aquel asunto. Parpadeante, se volvió hacia él. Curk la miraba a su vez apremiante, exigente. La dama comprendió que, o bien respondía sinceramente, o de lo contrario, desde aquel instante, perdía la confianza que su hijo tenía depositada en ella.

    —Sí, mamá —repitió, esta vez con más decisión—. ¿Conoces a Evora Brown?
    —Pues... sí.
    —¿Cuándo, cómo y por qué?
    —Hijo mío, haces unas preguntas...
    —Las que el caso requiere en este instante.
    —La conocí en una cafetería. Yo... estaba en el club, en la terraza. La cafetería se halla tras la balaustrada. Tu padre me dijo que era ella...
    —¿No sigues, mamá?
    —Pues... ¿No podrías dejar de mirarme como si fueras un juez?
    —Desde luego. Perdona.
    —¿Debo continuar?
    —Eso espero de ti.
    —Reconocí en ella a una modelo de Carsino...
    —Y al día siguiente acudiste a un desfile.
    —¿Quién... quién te lo dijo?
    —Lo deduzco.
    —Así fue...

    Y a renglón seguido, con voz queda, refirió todo lo ocurrido, sin omitir la proposición que le hiciera a la joven. Tras sus palabras hubo un silencio. Un silencio que se prolongó varios minutos, suponiendo esto un siglo para la madre indecisa. Lo interrumpió Curk con estas escuetas frases:

    —Y comprendiste que no era una aventurera.

    La dama asintió en silencio.

    —¿Y bien, mamá?
    —¿Y bien qué, hijo mío?
    —Quiero que te hagas cargo de algo muy importante. Primero es Mildred la que se humilla hasta descender a visitar a la mujer que todos creen mi amante. Evora nada me dijo. Luego eres tú. Evora podía habérmelo dicho. Pudo, desde un principio, haberme puesto contra vosotros. Jamás os nombró. ¿Cómo debo interpretar eso?
    —Yo creo, Curk, que no debes interpretarlo de ningún modo. No voy a hablarte de tu deber... Pero sí te diré que mires bien lo que haces. Ya te dije lo que ocurrió con la escopeta cuando tenías quince años. Una mujer no es una escopeta, pero es, al fin y al cabo, un objeto personal. ¿Te das cuenta? Tampoco voy a oponerme a tus decisiones. ¿De qué me serviría? Pero como madre tengo el deber de aconsejarte, suponiendo, claro está, que te interese escuchar mis consejos.
    —Me interesa.
    —Pues bien... Suponte que te casas, que alcanzas lo que considerabas inalcanzable, que por encima de la opinión de todos vives tu vida. Suponte, asimismo, que el deslumbramiento desaparece. Que viene el sosiego, que la vida toma de nuevo ese cauce normal que, pasado algún tiempo, toma para todos.
    —Todo está supuesto.
    —¿Y después? ¿No temes al hastío? Piensa que Evora no es una mujer de tu mundo. Que llegará un momento en que tengas que presentarla en sociedad. La sociedad a la cual tú perteneces puede rechazarla, si no abiertamente, sí con diplomacia, que es a veces más dolorosa y humillante que una repulsa pública. Si ya no la amas te sentirás asqueado. Y si la amas te sentirás tan humillado que te será difícil soportarlo.
    —Te olvidas, mamá, de que si me caso con ella será para amarla el resto de mi vida. Lo que quiero saber es si tú... vas a humillarla.

    La dama parpadeó. Pensó en sí misma. Y súbitamente, dijo:

    —Prefiero que cumplas con tu deber, pero si no lo haces... nunca humillaría a tu esposa, fuera ésta quien fuera.

    Curk se puso en pie, besó los finos dedos de la dama y dijo únicamente: —Gracias, mamá.

    —¿Qué... qué vas a hacer?
    —Aún no lo sé. Tu lógica es razonadora, pero mi amor también lo es.


    La encontró en plena calle. Era la primera vez que ocurría. Él caminaba a pie. Iba de la oficina al club. Otro, en su lugar, se hubiera sentido indeciso. Curk, no. Ella regresaba a casa después de la jornada de trabajo. Al verlo, quiso torcer la calle. Quería evitarle una violencia, sin suponer que para Curk no lo era.

    Ambos sabían que eran el centro de las miradas de las personas (muchas a aquella hora crepuscular) que se hallaban en las terrazas de la cafetería y del club. Curk atravesó el camino. Ella parpadeó. Curk dijo:

    —No esperaba encontrarte, pequeña—. En vez de responder a eso, Evora sonrió sofocada, tratando de seguir su camino.
    —No te detengas, Curk. Nos miran—. Él sonrió quedamente.
    —Vamos, no seas tonta. Te acompaño a casa.
    —¡No!
    —Si serás tonta.

    Estaba roja como la grana. Más violenta que si la hubieran abofeteado en plena cara.

    —Te lo suplico, Curk. No debes detenerte—. Por toda respuesta, la asió del brazo y caminó a la par.
    —Curk...
    —Sí, pequeña, dime...
    —¿Sabes lo que ocurrirá?
    —¿Y qué importa? Todos los días ocurre igual. Algún día ha de variar.

    Caminaban a lo largo de la calle, cogidos del brazo como dos novios. Era bastante más alto que ella y la dominaba con la mirada.

    —Dentro de dos horas iré a verte —dijo él cuando divisaban el portal de la casa de ella—. Prepárame algo para comer. Lo haré contigo.
    —¿No se hace demasiado largo este juego, Curk?
    —No es juego, querida mía.
    —Estoy pensando, Curk...
    —¿Sí?
    —Parece que te burlas de mí.
    —Me gusta tu indecisión.
    —Estoy muy nerviosa. Vas a verte repudiado por tu familia y no quiero.

    Se detuvieron frente al portal. La portera, desde su escondrijo, los miraba con curiosidad. El señorito ya no se ocultaba para ver a su amante. Eso, en opinión de la portera, ocurría siempre cuando el amante iba a dejar a su amiga.

    —Evora, no me has dicho que conociste a mi madre —dijo Curk, teniendo muy poco en cuenta la curiosidad de la portera y callejera filosofía.
    —¡Oh! —Y se le quedó mirando parpadeante.
    —Lo sé todo, ¿sabes? Pero no te inquietes. Mi madre no te odia. Nadie que te conozca puede odiarte.
    —Estoy pensando, Curk...
    —Sí, ya me lo has dicho. ¿Qué es lo que piensas?
    —Que tal vez si huyera de aquí...
    —Y como Horacio te diré: «La negra preocupación monta a la grupa del jinete...»
    —Lo prefiero así a vivir en esta incertidumbre. Además...
    —¿Además?
    —No debo ser un obstáculo en tu vida. Creo que me iré, Curk.

    Él no se alteró. Le levantó la barbilla con un dedo y la portera pensó que los hombres ya no tenían vergüenza.

    El supuesto desvergonzado decía en aquel instante:

    —Y yo te hubiera seguido al fin del mundo. Me parece, Evora pequeña, que no habrá rincón en la tierra lo suficientemente oculto para esconderte de mí.
    —Y así siempre.
    —¿Cómo así?
    —En esta incertidumbre.
    —Algo habrá que termine con esta lucha. No sé lo que será, ni cuándo ocurrirá, pero presiento que ocurrirá y pronto.

    Y era cierto. Cuando aquella noche llegó a casa, su hermana le salió al paso en el vestíbulo.

    —Te ha llamado Mildred por teléfono. Parecía muy alterada. Dijo que tan pronto llegaras fueras a su casa.
    —¿Dónde está papá?
    —Ha salido.
    —¿Y mamá?
    —Salieron juntos. Comerán fuera. Después irán al teatro. Yo te estoy esperando para comer.
    —Hazlo sola. Voy a casa de Mildred y luego comeré en alguna parte.

    Giró en redondo y Jully se dirigió saltando hacia el comedor.


    Una doncella le introdujo en el salón. Encendió un cigarrillo. ¿Cuántos días hacía que no veía a Mildred? Casi una semana. Reconocía que su proceder era abominable, pero, por mucho que se esforzaba, no podía remediarlo. Ya no le cabía duda alguna. Amaba a Evora. Y no la amaba para satisfacer sus apetitos carnales, como el mundo parecía creer. La amaba firme y apasionadamente para hacerla su esposa, reina de su hogar y madre de sus hijos.

    Al principio no fue así. Creyó hallar en ella una aventura. El nunca fue un aventurero, ni un aprovechado, ni siquiera un vicioso sexual. Pero aquella joven de ojos melancólicos le atrajo desde un principio, y como nunca pensó faltar a su palabra con Mildred, creyó de buena fe que sería interesante tener una pequeña aventura antes de casarse. En seguida comprendió que no era Evora mujer que se prestara a la aventura. Primero empezó a admirarla, luego a desearla, y más tarde a amarla.

    —Buenas noches.

    Sumido como estaba en sus reflexiones, no oyó los pasos de Mildred. La miró. Comprendió al instante que Mildred estaba furiosa y no era su educación capaz de contener su furor. Decidió tomar las cosas con calma.

    —Hola.

    Ella cerró la puerta con seco golpe y avanzó hacia él. Eran de la misma estatura. Se midieron con la mirada. Curk pensó que jamás había sentido por Mildred aquella ansia de protección que todo hombre siente por la mujer que ama. Nunca pensó que Mildred necesitara protección. Muy al contrario, Mildred se protegía sola. En cambio, Evora... Desde un principio le agradó protegerla...

    —Si no te llamo, no pensabas venir—dijo ella, fríamente.
    —En efecto.
    —¿Y consideras ese un proceder normal en un hombre enamorado?

    Curk no esperaba aquellas palabras. Con naturalidad, dijo:

    —Es que yo no soy un hombre enamorado, Mildred.
    —Vas a casarte conmigo...
    —¡Oh!
    —¿Acaso piensas faltar a tu palabra?
    —Supongo, Mildred —cortó, áspero—, que no me habrás llamado para decirme eso.
    —Por supuesto que no. Te he llamado para decirte que no me parece digno de ti que te encuentres con tu amante en plena calle y la acompañes a casa. También quiero decirte, Curk, que no doy demasiada importancia a tus relaciones con la modelo. Después de todo, no eres el primer hombre que tiene una amante y se casa con la mujer que la sociedad le impone.

    Curk no se alteró, en absoluto. No se preguntó si ella, Mildred, hablaba así por despecho o porque era una mujer sin moral. ¿Para qué hacerse preguntas de aquella índole, si de cualquier forma que fuese no iba a casarse con ella?

    —Te diré en primer lugar, si ello te consuela, que Evora Brown no es mi amante. Y añadiré que si hay una mujer en este mundo a quien admire fervientemente, esa mujer es la modelo. Supongo, Mildred, que habré saciado ya tu curiosidad.
    —Te olvidas de que no sé interpretar fielmente tus expresiones —dijo, dominándose.
    —¡Oh, no! Eres demasiado inteligente, querida.

    Mildred estaba a punto de estallar, y estalló. No en un océano de cólera incontenible, ni en un torrente de palabras insultantes. Quitó el anillo del dedo y se lo tiró a la cara con violencia. Curk, que seguía sus movimientos, alzó la mano, alcanzó el anillo en el aire y lo guardó con la mayor tranquilidad.

    —Huelgan explicaciones, ¿verdad, Mildred?—. Lo miró rencorosa.
    —Eres un canalla —apostrofó—. Pero no creas que tienes todos los triunfos en tu poder. Mi padre conoce la forma de arruinaros y no cejará hasta conseguirlo.

    Curk se limitó a sonreír. No estaba enfurecido. Su padre tal vez lo estuviera, pero él conocía a las personas. Y sir Walter Lawson nunca le mereció confianza.

    —Esperaré a tu padre en mi despacho, querida—dijo, sonriente—. Pero adviértele de que sea prudente. No soy hombre de paciencia en asuntos de negocios.

    Giró en redondo.

    —Curk...

    Se volvió.

    —No serás feliz.
    —No voy a venir a llorar a tus brazos si es así, Mildred. Lo comprendes, ¿verdad?
    —¿Nunca pierdes la calma? —preguntó ella, perdiendo la suya.
    —Muy pocas veces. Y es curioso: cuanto más la pierden los que se enfrentan conmigo, más sereno me encuentro.
    —Algún día la perderás, Curk, porque no cejaré hasta no ver por tierra humillada y pisoteada a la mujer que amas. No te será fácil introducirla en nuestro mundo, ¡Oh, no! La modelo vulgar que sació tus apetitos carnales jamás llegará a ser una gran dama.
    —Querida Mildred —rió tranquilamente—. Evora Brown no llegará jamás a ser una gran dama, porque lo es ya. ¿Sabes por qué voy a casarme con ella? Porque hallé en su persona todas las virtudes recopiladas. Todas esas virtudes de las cuales carecen tantas mujeres.
    —Me estás ofendiendo, Curk. Además me estás ofendiendo.
    —Abstente de rozar la moral sin mácula de la mujer que va a ser mi esposa. Y salió.

    Mildred se derrumbó en una butaca y ocultó la cara entre las manos.


    CAPÍTULO 12


    No fue a cenar con ella como le prometió. Se dirigió al club, a la salida de casa de Mildred, y cenó con unos amigos. Tampoco la advirtió por teléfono de que no le esperara. Iría al día siguiente, pero no solo, con sus padres...

    Se retiró temprano. Durmió profundamente. Sin temor a nada, sin remordimiento alguno de conciencia. Si Mildred fuera una mujer noble, jamás se hubiera atrevido a dejarla. Pero Mildred no reunía condición alguna y él tenía que defender su felicidad.

    Se levantó temprano y se dirigió a su oficina. Todo funcionaba como siempre. Pero la vida para él no tenía el mismo colorido. Era todo muy distinto. Saludó aquí y allá y se introdujo en el departamento particular. Dictó algunas cartas, puso documentos en orden y a las once marcó un número. En seguida contestó una voz suave, tierna.

    —Dígame.
    —Evora...
    —¡Curk!
    —¿Me esperaste hasta muy tarde?
    —Sí...
    —Perdóname, pequeñita. No pude ir. Ocurrieron cosas... ¿Me oyes, Evora?
    —Sí.
    —No vayas a la casa de modas. Está tarde, temprano, iré a buscarte... No iré solo, Evora.
    —¿Quién... te acompañará?
    —Mis padres.
    —¡Curk!
    —Nos casaremos en seguida, querida mía. Necesito tenerte cerca constantemente para que mi vida tenga un aliciente, Evora...
    —¿Qué?
    —¿Me oyes?
    —Sí.
    —No dices nada.
    —Es... que no puedo.
    —Hasta la tarde, pequeña.
    —Hasta la tarde, Curk. ¿Lo... has pensado bien?
    —¡Hace tanto tiempo que vengo pensándolo, que ya estoy cansado de pensar! Sí, cariño. Lo he pensado y lo he decidido. Te dejo. Siento los pasos de mi padre que viene hecho una tromba.

    Colgó. Se abrió la puerta y sir Lewis, sofocado, nervioso, hizo su aparición.

    —Curk —estalló—. ¿Sabes lo que has hecho?

    El hijo no se alteró lo más mínimo. Se puso en pie y dijo:

    —¿A qué te refieres, papá?
    —Vas a faltar a tu palabra, y Walter me amenaza...
    —¡Oh, ya comprendo! Toma asiento, papá. Te voy a servir una copa de coñac. Creo que la necesitas —y con ironía—: No debes tomar esos berrinches, no merece la pena.
    —¿Que no la merece? ¿Sabes lo que dices? Nuestros negocios...
    —Sí, sí. Antes de responderte a eso, me gustaría saber qué es lo que te disgusta. El que yo falte a mi palabra o tus negocios.

    Sir Lewis limpió con un albo pañuelo el sudor que perlaba su frente. Rezongando, exclamó:

    —Al fin y al cabo, ¿qué me importa tu compromiso? Lo que me importa es lo que esto trae consigo.
    —Toma asiento, sir Lewis. En este instante vamos a hablar de negocios tú y yo. Sabes que hará cosa de un mes he tenido una reunión con un grupo de nuevos accionistas.
    —No me has dicho que eran accionistas.
    —¡Oh! ¡Perdona mi negligencia! Lo eran, por supuesto. Hemos firmado un contrato muy ventajoso. Como director de la compañía y con poderes que me dieron para obrar con plena libertad, decidí, por mi cuenta y riesgo, firmar el contrato mencionado, por medio del cual disponemos de un capital en efectivo tres veces mayor del que mencionó sir Walter esta tarde. ¿No es eso lo que te preocupa?
    —Me asombras, muchacho.
    —Si no estuviéramos preparados —añadió Curk, tranquilamente—, nuestra compañía hubiera sufrido un rudo golpe al retirar sir Walter su capital. Pero lo estamos, papá. Lo he previsto todo. Espero que esta tarde me acompañes a casa de Evora Brown.

    Sir Lewis tartamudeó:

    —¿Vas... a casarte con ella?
    —Sí. Supongo que nada tendrás que objetar.
    —Yo... Bueno... tal vez tu madre...
    —Mi madre está de acuerdo. Claro que, aunque no lo estuvierais, me hubiera casado igual.
    —Cásate con ella si así lo deseas, pero no me pidas, ni a tu madre ni a mí, que te acompañemos a su casa.
    —¡Papá!
    —Lo siento, hijo —se aturdió el caballero, bajo la fría mirada de Curk—. Me has salvado de la ruina, pero me has dejado en ridículo.
    —O sea, para ti es antes tu buen nombre, tu palabra empeñada, que la felicidad de tu hijo.
    —¿Sabemos acaso si vas a encontrar la felicidad con esa joven? Cuando me lo hayas demostrado... la recibiré como a una hija.
    —¿Es... tu última palabra?
    —La única. Y ahora ponme al corriente del nuevo contrato. Esta tarde se reunirá el consejo y sir Walter Lawson retirará su capital.
    —Presidiré esa reunión —dijo, secamente.

    Al mediodía trató de abordar a su madre. Se encontró con la misma barrera. No era hombre que suplicara. Decidió obrar por su cuenta.


    Estaba muy bonita. Una tímida sonrisa le recibió. Él no dijo nada. Silencioso, lento, hábil, la tomó en sus brazos y empezó a besarla. No había barrera para su amor. Los besos tenían un sabor diferente y el contacto los electrizaba. Fue un momento sublime para ambos. Cuando tras aquellos minutos de apasionante inconsciencia se separaron, él le puso una sortija en el dedo y ella no le preguntó por sus padres, lo que demostró a Curk una vez más la delicadeza de aquella espiritual criatura.

    —Nos casaremos —dijo él, sin soltarla—. Lo haremos uno de estos días, sin testigos ni amigos.

    Tampoco le preguntó por qué. Dijo tan sólo: —Bueno, Curk; si no te arrepientes...

    —¡Nunca!
    —Te adoraré siempre, Curk. Pero tengo miedo.
    —A mi lado no debes tenerlo.

    La apretó contra su pecho. Inclinó la cabeza sobre la de ella y le habló bajo:

    —Siempre creí que al casarme podría llevar a mi esposa al hogar de mis padres. No es así. Viviremos solos. Por ahora, aquí. Más adelante no sé...
    —Donde estés tú; vida mía, yo seré feliz.
    —Eso es lo único importante.

    Pero ella supo que una nube enturbiaba la felicidad de aquel instante. Comprendió que se debía a la actitud de sus padres. ¿Por qué le dijo por teléfono que le acompañarían y ahora ocurría todo lo contrario? No preguntó. Amaba a Curk. Sólo a él, y emplearía el resto de su vida en hacerle feliz. Pasó los brazos por el cuello masculino y por un instante sus ojos contemplaron la sortija de brillantes.

    —La honraré toda la vida, Curk. Tú lo sabes, ¿verdad?
    —Sí, pequeña, lo sé. Yo sé cómo eres. Cuando el mundo te conozca como yo, te adorará.
    —Sólo deseo que me ames tú. Mi vida se centra en ti y en tu amor. ¿Qué importa lo demás, Curk?

    Ella no se daba cuenta, pero importaba. ¡Oh, sí, importaba mucho! Por él, no. Estaba seguro de su amor, de poder prescindir del fasto de la sociedad a la cual pertenecía. Pero ella, si sus padres la rechazaban (y claro, lo estaban demostrando), se vería obligada a sufrir vejaciones sin fin. Si sus padres acudían a su lado, si la recibían en sus brazos, las amenazas de Mildred le causarían risa. Pero si sus padres se unían a Mildred y al correr los días Evora, convertida en su esposa, era humillada con saña, él no podría remediarlo porque no siempre estaría a su lado.

    La cerró contra sí y la cubrió de besos. Un ansia loca de protección le invadió. Besaba los ojos entrecerrados de Evora, su garganta, sus labios, y allí se eternizó como si la razón de su existencia dependiera de aquellos besos.

    Fueron días los que transcurrieron de dolorosa violencia. Sir Walter retiró su capital, pero seguía jugando en el club con su padre, lo cual indicó a Curk que sus padres no estaban dispuestos a perdonar. Buscaba el refugio en los brazos de Evora y preparaba sus cosas de modo rápido, para terminar cuanto antes, casarse y poder vivir con ella el resto de su existencia. Sufría pero no por él. Era feliz teniendo a Evora. Sufría por ella, porque sabía a la dura prueba a la cual iba a ser sometida.

    Se casaba al día siguiente. Ruth sería la madrina. Un amigo el padrino. La ceremonia tendría lugar a las diez de la mañana en una iglesia de un apartado barrio de la ciudad. Seguidamente emprenderían viaje hacia Londres. Después... Se instalarían en el piso de Evora y, más adelante, él compraría un hotelito en las afueras.

    Se hallaban todos sentados a la mesa, aquella noche, cuando Curk dijo:

    —Me caso mañana.

    Nadie respondió. Sólo lady Magda pestañeó varias veces seguidas.

    —Siempre creí que podría vivir aquí con mi esposa. Y, por supuesto, nunca esperé casarme sin mi familia.

    Tampoco obtuvo respuesta.

    —No lo siento por mí —añadió, roncamente—. Pero Evora merece la consideración de todos y, si vosotros la despreciáis desde este instante, va a ser desgraciada.

    Esperó una razón. Nadie levantó la cabeza ni dijo una palabra. Se puso en pie y los miró desde su altura.

    —No sé cuándo volveré a veros. Saldré de casa mañana muy temprano.

    Nadie respondió. Curk giró en redondo y salió sin volver la cabeza. Cuando se cerró la puerta tras él, lady Magda estalló:

    —Es inútil, Lewis. No lo puedo resistir.
    —Calma, Magda.
    —Es mi hijo, mi único hijo, y, como él, creo que ella, Evora Brown, merece todo nuestro respeto y admiración.
    —Calma, Magda.
    —Si tú no vas —exclamó exasperada—, yo sí. Yo iré y seré la madrina, y levantaré bien la cabeza y la besaré. ¿Te enteras, Lewis?
    —Te he dicho...
    —Ya lo sabes.

    Y salió del salón comedor, recogiendo el vuelo de su traje de noche.


    Eran las nueve de la mañana cuando Ruth acudió a abrir la puerta del piso de su amiga.

    —Será Curk —dijo Evora, saliendo de la alcoba.

    Vestía de negro, sencilla, bonita, más melancólicos sus ojos cuanto más emocionada se hallaba. Y se hallaba mucho. La falta de los padres de Curk era una puñalada clavada en pleno corazón, pero Curk no lo sabría jamás.

    Tres figuras se recortaron en la puerta, y tanto Ruth como Evora quedaron suspensas, sin saber qué decir.

    —Buenos días, querida —saludó lady Magda con encantadora sencillez, como si la conociera de toda la vida—. ¿Curk no ha venido aún? Esta es mi hija —añadió, sin esperar respuesta— y éste es mi esposo. Los conoces, ¿verdad?

    Ya estaban los tres ante Evora, una Evora emocionada y temblorosa, que de pronto se echó a llorar como una criatura.

    —Calma, calma —rogó sir Lewis, besando la frente de la joven—. Que perdonen tus amigos, querida, pero Magda y yo hemos decidido ser los padrinos.

    Entró Curk en aquel instante, y al presenciar el cuadro, una amplia sonrisa cubrió su rostro.

    —Papá —dijo, con lengua torpe—. Mamá—. Los dos se volvieron.
    —Hola, muchacho —saludó el caballero, como si su presencia allí fuera lo más natural—. Nos hemos adelantado. Le estábamos diciendo a Evora que seremos los padrinos. La servidumbre prepara un pequeño banquete para todos nosotros, incluyendo a tus amigos. Espero que en lo sucesivo Evora se encuentre bien entre nosotros.
    —¡Papá...!
    —No me digas nada, muchacho. He sido un tonto —se volvió hacia Evora, que se hallaba junto a lady Magda—. Evora, hijita —dijo—. ¿No tienes algo de beber por ahí? Tengo la garganta seca.


    —Ya lo sabes.
    —No es... posible.
    —Lo es, Mildred. Ni tú, ni yo, ni nadie podrá nada contra lady Magda si se propone elevar a Evora Brown, y se lo está proponiendo.
    —Tú me dijiste...
    —Sí, sí, te dije —se impacientó sir Walter— lo que creí observar en la actitud de Lewis, pero me equivoqué. Quieren demasiado a su hijo para humillarlo. Fueron los padrinos. Llevaron a Evora a su casa, y al regreso del viaje de novios, se instalarán en la residencia de los Hayward. Si quieres las cosas más claras...
    —Necesito salir de viaje, papá...
    —Te comprendo. Saldremos hoy mismo. Pero quiero que sepas que si has perdido a Curk, sólo tú has tenido culpa.
    —No me hables de eso, lo prefiero.


    En un hotel de Londres, Evora Brown se perdía en los brazos de su marido y decía muy bajo:

    —Ya no hay nubes en nuestro matrimonio, Curk, amor mío—. El hombre no la oía.
    —¡Curk!
    —Sí, ternura. Pero no hables ahora. Ámame. Tanto tiempo deseando este instante...

    Un instante que Evora vivió con intensidad, y que cuando meses después era una dama admirada en Penzance, siguió viviendo.

    Curk Hayward nunca se arrepintió de haberla hecho su mujer. Y lady Magda y sir Lewis estaban profundamente orgullosos de tenerla a su lado.


    FIN

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