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enero 13, 2013
Con prestancia marinera y espectacularidad, este barco sin igual surca los mares como símbolo flotante del prestigio inglés.
Por John Harman.
EL 6 de junio de 1977, el yate de Su Majestad, Britannia, pasó airoso bajo el Puente de la Torre y penetró en la Alta Rebalsa de Londres para enfrentarse a una difícil prueba de navegación: atracar en boyas por proa y popa en medio del Támesis. Capitanes menos expertos pueden fracasar ignominiosamente en esta maniobra; pero el contralmirante Hugh Janion, llevando con cuidado la embarcación de 5769 toneladas a su amarradero, lo consiguió al primer intento.
Pocos días después, la tripulación se lució en una bien ensayada exhibición que muchos han admirado en los puertos de los siete mares. Izó un arco de 48 banderas y gallardetes desde la proa, por encima de los mástiles, hasta la popa. Así, el Britannia, de 126 metros de longitud (casi la mitad del trasatlántico Queen Elizabeth II), quedó ataviado en sólo tres segundos.
A continuación, la Reina, haciendo una pausa en su paseo por el río con motivo del vigesimoquinto aniversario de su coronación, subió a bordo al son de las gaitas (honor que sólo a ella se confiere) para almorzar en el comedor, de 13 metros y medio, donde la plata brilla en una mesa de caoba rodeada de sillas estilo Hepplewhite.
Singular ejemplo de destreza marinera, espectacularidad y observancia estricta del protocolo y comodidad reales, el Britannia es el palacio flotante de Su Majestad. Con aposentos oficiales y hasta un garaje para el Rolls Royce, ha transportado a la soberana y a su familia, con lujo digno de su regio estado, a todos los continentes; ha dado seis veces la vuelta al mundo y atracado en puertos tan diferentes como Chicago y Hong Kong, Tristán da Cunha y Acapulco. Sus turbinas gemelas, de 12.000 h.p., le dan una velocidad de crucero de 21 nudos, y tiene autonomía de 3000 millas náuticas. En el año del jubileo, que empezó con una larga visita a Australasia e incluyó un recorrido por las ciudades costeras de Gran Bretaña, navegó más de 40.000 millas: una marca para un año.
Sus llegadas y partidas se efectúan con gran pompa y aparato. El capitán de fragata Donald Pike, secretario del actual almirante, comenta: "En ocasiones especiales salimos de la bahía de noche, completamente iluminados por reflectores". Millones de televidentes vieron una de esas espectaculares despedidas en febrero de 1977, cuando zarpó de Fiji: el gran yate, con su superestructura blanca, su chimenea amarilla y sus tres mástiles alumbrados, se hundió poco a poco en la noche del Pacífico, mientras los isleños cantaban en el muelle y la Reina, con traje de gala y corona de diamantes, se despedía desde la cubierta superior.
Las habitaciones reales se sitúan en el tercio posterior de la nave. Abajo, al nivel de la sala de máquinas, se localizan la cava para el vino y la caja fuerte para las joyas de la Corona. Las cubiertas inferior y principal constituyen un laberinto de camarotes y salones para los invitados y los treinta y tantos empleados del palacio de Buckingham, entre ellos los secretarios y pajes que se necesitan en una travesía.
En la cubierta superior, a estribor, se halla el salón privado de la Reina. Diseñado por sir Hugh Casson en un discreto estilo "de casa campestre inglesa" (como todos los interiores), tiene paredes blancas, un espejo circular con marco dorado sobre la chimenea, alfombra verde musgo, un sofá, una silla de brazos y un escritorio de frente cóncava en el cual Su Majestad se ocupa de los asuntos de Estado. Para mantenerse al corriente de las noticias, recibe todas las mañanas, a la hora del desayuno, el boletín de las 3 de la madrugada del Servicio General Exterior de la BBC que le transmite por radio el Almirantazgo.
A proa se encuentran las despensas, la cocina (dirigida por un maestro cocinero del palacio de Buckingham) y el comedor. Una vez que la soberana y sus invitados han cenado, pasan a una antesala que se comunica por medio de puertas plegables con el recibidor, amueblado con sofás y sillones de calicó. Las dos habitaciones juntas son bastante grandes para una recepción de 200 personas. Dan acceso a los dormitorios reales un ascensor y, conforme la gran tradición de los trasatlánticos, una ancha escalera de caoba.
La dotación del Britannia, escogida cuidadosamente de una lista de espera, constituye la flor y nata de la Marina Real. Los marineros, conocidos como yachtsmen, usan galones blancos en el uniforme en vez de rojos, y se meten el jubón dentro de los pantalones, que tienen un lazo de seda negro en la parte de atrás (en señal de luto por el príncipe Alberto, consorte de la reina Victoria). A popa llevan la cabeza descubierta, indicando que, técnicamente, no están de uniforme; por tanto, la Reina se ahorra la interrupción de los saludos mientras toma el aire del mar. Los marineros desempeñan sus tareas con un mínimo de ruido; andan con zapatos de lona y actúan sin necesidad de recibir órdenes verbales.
Cuando el yate se hace a la mar con la realeza a bordo, su tripulación consta de 256 marineros, seis tenientes de navío, cinco capitanes de corbeta y cinco de fragata, y el comandante, conocido como el Oficial de Bandera de los Yates Reales, único almirante de la Marina Real que manda un buque. La Reina, como Lord Alto Almirante que es, excedió en rango a todos los demás asistentes a la revista de Spithead, en junio de 1977.
"En teoría" dice el capitán Pike, "la responsabilidad de dirigir la revista recayó automáticamente sobre la Reina desde el momento en que llegó en el Britannia. Por consiguiente, el Oficial de Bandera de los Yates Reales, en nombre de Su Majestad, transmitió al comandante de la Flota esta orden: Sírvase continuar dirigiendo la Flota".
Cada crucero implica por lo menos dos años de ardua preparación. Una vez fijado el itinerario (por lo general, para economizar tiempo, el yate sale primero; la soberana y su familia van en avión a su encuentro), una consideración importantísima es contar con agua de suficiente profundidad para la nave, que cala cinco metros. Además, un desembarco real, observado inevitablemente por una multitud y fotógrafos de la prensa, tiene que "verse bien", como advierte un oficial. Esto significa un estudio cuidadoso de las tablas de las mareas. En ningún caso se permite que al tomar tierra desde la barcaza, de 13 metros, tenga que hacerse un largo ascenso por una escalera pendiente y resbaladiza. Si el Britannia ha de atracar en el muelle, la marea debe ser tal que la inclinación de la pasarela no sobrepase los 15 grados.
Durante las giras, el yate carga de dos a cinco toneladas de bastimentos y equipajes. También se llevan a bordo unas 40 películas de largo metraje (el comedor sirve de sala de cine). Como suplemento de la dotación normal, van un director de música y 26 ejecutantes, suficientemente hábiles para tocar Retirada con himnos y marchas y ejecutar cualquier melodía que les soliciten, desde las propias para la hora del té hasta las de pop; además, ayudan a bruñir y limpiar la cubierta, labor casi interminable.
Según su costumbre cuando hace un recorrido, la Reina desembarca a las 10 de la mañana para atender a sus compromisos del día y regresa para ofrecer una recepción nocturna y la cena. La banda toca Retirada, y a medianoche el Britannia leva anclas y sale rumbo al siguiente puerto. Un cabo recuerda: "Así lo hicimos a lo largo de la costa norteamericana, en 1976, durante la celebración del bicentenario de la Independencia. Fue agitadísimo: seis puertos en seis días".
El Britannia desciende directamente del primer yate real, el Mary, de 15 metros, bautizado así por Carlos II en honor de su hermana. Como lo explicó el príncipe Felipe en un programa reciente de televisión, filmado en parte en la caseta de derrota del Britannia, el rey Carlos popularizó la navegación como pasatiempo de sociedad. "Era un timonel brillante, y se apasionó por los veleros durante su destierro en Holanda. La palabra yacht se deriva del holandés jaghte".
De los buques reales británicos el último totalmente de velas fue el Royal George. El Príncipe Regente se embarcó en 2 en Brighton para el crucero inaugural... y regresó muy pronto. El banquete a bordo resultó demasiado espléndido y el canal de la Mancha muy agitado.
Perteneció a la reina Victoria el Victoria and Albert, terminado en 1899 a un costo de 510.034 libras esterlinas; considerado el más grande y suntuoso de las embarcaciones reales de su tiempo, carecía de cualidades marineras. Casi zozobró cuando lo botaron, y tuvieron que estabilizarlo con lastre de hormigón. Los proyectos de sustituirlo se archivaron durante la segunda guerra mundial, pero los resucitaron en 1951 con la esperanza de que un yate mejoraría la salud de Jorge VI. El Rey se decidió por una embarcación que sirviera de hospital en tiempo de guerra; en efecto, los aposentos reales del Britannia se transforman en salas de hospital en sólo 24 horas.
Diseñado por el Almirantazgo, fue botado por la Reina con una botella de vino Empire en el astillero de John Brown, en Clydebank, el 16 de abril de 1953. Tiempo después, Isabel II, no precisamente buena marinera, dijo: "Mi padre creía firmemente, como yo, que un yate es una necesidad, y no un lujo, para la cabeza de nuestra gran Mancomunidad Británica, entre cuyas naciones el mar no constituye una barrera, sino una vía de comunicación natural e indestructible".
Se han conservado nexos con las naves anteriores. La rueda del timón de la famosa balandra de regatas de Jorge V, también llamada Britannia, gobierna en la actualidad el yate real. Una bitácora dorada del Royal George se instaló en el puente de observación, y Su Majestad duerme entre sábanas de lino que usó la reina Victoria en el Victoria and Albert.
Al terminar el primer viaje del Britannia, cuando Isabel II y el príncipe Felipe regresaron de Tobruk tras una gira por Australia, el barco fue puesto en dique de carena para corregirle un zumbido de la hélice. Dos años después, a pesar de los estabilizadores, decían que se comportaba como un pesado dragaminas. Lo llamaban "el buque tambaleante" y "la dama desgarbada". Señalado también como "la partida más controvertida de los gastos reales", se ha enfrentado con éxito a una tormenta de críticas. Se le ha sometido ya a nueve restauraciones, lo cual ha aumentado en diez millones de libras esterlinas su costo original de dos millones.
Como sólo pasa una tercera parte del año al servicio de la casa real, la Reina ha pedido que el resto del tiempo lo utilice la Marina. Hasta ahora ha tomado parte en 13 ejercicios como cuartel general, barco de señales y comunicaciones, o blanco para submarinos.
También fomenta las exportaciones. En una visita oficial a Brasil, en 1968, sirvió como palco en alta mar para representantes de las aerolíneas y del Ejército brasileño, que presenciaron maniobras antisubmarinas y de helicópteros de la Armada inglesa. En México, en 1975, algunos hombres de negocios y secretarios del gabinete presidencial hicieron un crucero de 40 millas que duró un día. En 1976, 1500 norteamericanos, entre ellos 70 empresarios, fueron huéspedes a bordo.
A los invitados suele asombrarles mucho que el nombre del barco no aparezca por ninguna parte de su exterior. El capitán Pike lo explica: "Sería superfluo. Lleva el escudo real a proa, y el monograma real a popa. Es inconfundible".
Cumplirá este año un cuarto de siglo en el mar y, según las normas de la Marina, debiera reemplazarse. Pero, como en 1972 se le hizo una modernización importante, hoy parece estar en condiciones de seguir surcando los mares durante otros 20 años, como símbolo flotante del prestigio británico.