Publicado en
noviembre 11, 2012
Título original: Der Frisör
En cubierta: detalle de Shop in Passage Dauphine, París 1982.
© Ferdinando Scianna / Magnum Photos / Contacto
Diseño gráfico: Gloria Gauger
Diogenes Verlag AG, Zurich, 2004
© De la traducción, María Condor
Impreso en Closas—Orcoyen, S. L.
Printed and made in Spain
Sólo con Christa. Y Gisbert
1
Observé la expresión de Bea. La llamada era urgente, como si fuera cosa de vida o muerte. Podía oír la voz que salía del teléfono, alta y estridente. Bea tenía el auricular junto a la oreja y el dedo en el calendario.
—Nos viene muy mal. Es imposible —se quejó Bea—. Teñir podría ser, pero el jefe ya ha cerrado. ¿No podría cortar otro que no fuera Tomas?
Bea me echó una rápida mirada. Sé lo que es esto. Llamadas así las hay todos los días en el salón. Todas las que se miran por la mañana en el espejo y se encuentran con un cabello impresentable quieren una cita en la peluquería inmediatamente, como mucho en el plazo de una hora.
Bea se cambió el auricular de la oreja derecha a la izquierda, pasó una hoja del calendario e hizo una última oferta:
—La semana que viene, el miércoles.
Respiró hondo.
Masajeaba el cuero cabelludo del viejo Hoffmann mientras los dos escuchábamos a Bea. La veíamos en el espejo. Los ojos de Hoffmann son como charcos claros detrás de los gruesos cristales de sus gafas, pálidos e inexpresivos, como, en este mes de julio, el cielo de Munich, de un azul lechoso. Desde hacía semanas, el calor ponía a la gente nerviosa y excitada o bien letárgica y perezosa. También yo tenía que hacer un gran esfuerzo. El zumbido de los secadores, el olor a perfume denso y el incesante sonar del teléfono me sacaban de quicio. Hoy lo sé: el desastre se cernía en el aire.
Bea continuaba al teléfono. Cuando alguien no se deja despachar, nosotros seguimos siendo corteses y serviciales. No hacemos que los clientes se enfaden, aunque sean importunos. Me concentré en el cráneo de Hoffmann, un paisaje giboso en el que sólo arraigan unos pocos cabellos. Peinarlos es cosa de minutos. Hoffmann me da pena; había perdido mucho en los últimos tiempos, no sólo pelo. Le froté el cuero cabelludo, como si el crecimiento del pelo pudiera cobrar nuevo vigor. Hoffmann no es tan tonto como para creer semejante cosa. Es realista. Un antiguo fabricante de conservas, con debilidad por la cocina casera. En la vejez perdió los nervios gustativos y a su mujer. Ahora cocina él mismo, y pone tanta sal que el tiroides le causa problemas.
—Comprendo —dijo Bea. Y agregó—: Por favor, espere un momento —me tendió el auricular.
La voz al teléfono sonaba ahora muy cercana y zalamera. Era Alexandra Kaspari, una mujer por la que yo siempre hacía una excepción. En mi peluquería se atiende a todo el mundo, pero sólo me ocupo personalmente de clientes selectos, y de poquísimos después de la hora de cerrar.
—¡Tommy, tienes que darme hora, por favor!
—¿Cómo, hoy mismo?
—Sí, es preciso. Tengo un aspecto espantoso. Es una emergencia.
Tomé la estilográfica. Siempre son emergencias.
—A las seis —dije, y apunté la cita.
Llegó dos horas después. Demasiado temprano. El pelo oscuro, habitualmente fuerte, parecía hecho de cordones sin tensión ni vida, como muerto. Alexandra y yo nos dimos dos besos sin rozarnos, derecha e izquierda. Noté el aroma a madera y caramelo de su cabello. Agotada, se dejó caer en el sofá, puso a su lado el bolso de cuero repujado y se alisó la falda a cuadros que llevaban todas aquel verano. La falda era estrecha y le llegaba justo por encima de la rodilla. Alexandra se quitó los zapatos planos y contempló irritada sus talones desnudos y las dos ampollas, grandes e inflamadas como ojos llorosos.
—Si quieres saber lo que opino —me dijo Bea a media voz—, a ésta le pasa algo. Está tratando de protegerse, tiene miedo de algo. Una herida profunda quizá.
—¡Bea, no empieces otra vez!
Se sabe de memoria el signo del zodíaco y la fecha de nacimiento de casi todos los clientes habituales, y siempre está dispuesta a hacer sus audaces análisis. Es mi especialista en tintes, ella misma lleva cada temporada un color de pelo distinto, suele pintarse los labios de un rojo intenso y viste siempre de negro.
—Al ser Géminis, Alexandra se ve empujada —dijo Bea—, haga lo que haga. Así que, tal como está ahora la luna, pobrecilla...
Alexandra tenía la cara blanca. La examiné. Pelo rubio platino con la cara blanca y lápiz de labios oscuro. Esto haría de Alexandra todo un tipo. La idea me gustó.
Alexandra me escuchó distraída. Asintió con un gesto y se puso a hojear Michelle, una revista femenina.
—A éstos tampoco se les ocurre nada ya —murmuró satisfecha.
Alexandra ha hecho una carrera notable. Tras abandonar sus estudios y empezar en Vamp en prácticas, dirigía desde hacía seis años la sección de cosmética y belleza, uno de los puestos más importantes de esta revista de papel cuché. Cada mes le dice a sus lectoras lo que es bueno para el cutis y lo que le perjudica, qué medios sirven de ayuda contra la celulitis y las arrugas, cuáles son los trucos para sacar el mejor partido de cada tipo, por soso que sea. Alexandra siempre sabe exactamente lo que quiere. Hoy quería que la consolaran. Yo no veía con claridad por qué. Tampoco se lo pregunté. Sólo quería hacerle un favor.
—¿Quieres una infusión de hierbas, Alexandra? Tenemos una india.
—Oh, sí, gracias.
Se sentó, con el pelo lavado y enmarañado, ante el espejo. Le puse una toalla blanca en el cuello. Le desenredé despacio el cabello liso y mojado. En esas circunstancias, una clienta es un ser indefenso, casi desnudo. No cuenta para nada si es una actriz o un ama de casa, la directora de una empresa o una empleada. Yo, con las tijeras, doy una nueva forma a la cabeza, un nuevo aspecto a la persona. Tengo más poder que nadie para transformarla. Mi artesanía, lo sabe todo el mundo, hace mucho tiempo que se convirtió en un arte. Alexandra cerró los ojos. Sus senos se elevaron bajo la capa.
—¿Todo bien? —le pregunté; con el peine saqué una raya en la zona de la coronilla, alisé el pelo y lo examiné en el espejo. Con una ligera presión de los dedos en la coronilla indiqué a Alexandra que volviera la cabeza un poco a la izquierda.
¿Todo bien? Para que la fuente brote a borbotones suelen bastar dos palabras; oigo muchas historias, como la de la mujer casada que desde hace cinco años mima con el látigo al jefe de su marido y saca con regularidad aumentos de sueldo que su marido no puede explicarse. Veo las cicatrices del último lifting de mi clienta favorita. Me entero de a qué puerta llama el agente judicial. La peluquería es el lugar en el que las personas divulgan sus secretos. Lo quiera yo o no.
—¿Todo bien? —pregunté de nuevo. Durante un segundo, nuestras miradas se encontraron en el espejo. Alexandra sonrió.
Podía hacer destacar más su rostro ovalado. Los ojos oscuros parecerán entonces más grandes y darán tal vez a Alexandra algo más profundo, más misterioso.
—Tengo un nuevo amigo —dijo.
Me puse a peinarla.
—No es mi tipo en absoluto. Demasiada testosterona, demasiado encanto egocéntrico. Ya conoces eso.
Cortando el pelo a capas doy más volumen al peinado, con el escalonamiento se hace que el pelo pese menos.
—No ha parado de hacer labor de zapa, te lo puedo asegurar. Y hace unas semanas —Alexandra se encogió de hombros— cedí, sencillamente. Quizá fue un error. Pero por el momento todo va muy bien.
Peiné desde la coronilla, sujeté un mechón entre el índice y el dedo corazón, apreté el peine con el pulgar y empecé a cortar, primero suelto, a capas.
—¿Sabes? —prosiguió Alexandra—, coincidimos más bien pocas veces. Pero en esos casos es divertidísimo hacer delante de los demás como si no fuera más que un compañero, reina una expectación enorme, ya sabes, yo me pongo erótica, como si estuviera cargada de electricidad.
Acometí directamente el cabello, para lo cual empiezo siempre por la parte de atrás.
—Por suerte está casado, de manera que no hay ningún compromiso. Tiene dos hijos, me parece. Así que nadie debe darse cuenta de nada, tampoco en la redacción.
—Por Dios, nada de eso —le dije.
—No, por Dios —repitió—. Entonces andaría el diablo suelto. Pero no sería la primera vez. ¿Te acuerdas?
Alexandra guardó silencio, como recordando las numerosas relaciones rotas en las que el diablo había andado suelto. Tuve cuidado de cortar las puntas en longitudes distintas; la caída es más bonita.
—De todas formas, tengo la sensación de que Eva me espía.
Eva Schwarz es la redactora jefe, dos años más joven que Alexandra y muy ambiciosa. Por supuesto que la espiaba. Todas la espiaban. Y todas son clientas mías. Alexandra lo sabía.
—¿Te ha dado a entender algo alguna vez? —Alexandra se inclinó hacia delante y cogió el vaso con la infusión. Mientras bebía, sus ojos exigían una respuesta.
—Alexandra... —dije.
—Está bien, está bien. Sólo era una idea, me importa un bledo, Tommy.
Como la mayoría de la gente del periodismo, me llamaba «Tommy». En la placa plateada que hay junto a la entrada pone «Tomas Prinz»; mis amigos me llaman «Tom». Alexandra dejó ruidosamente el vaso en su sitio.
—¿Y Kai? —le pregunté para cambiar de tema. Kai es el hijo de Alexandra y tiene dieciséis años. Alexandra estaba estudiando Sociología cuando se quedó embarazada de Kai y soñó con hacer el bien, con amar a una persona, con criar un hijo. El sueño resultó ser una pesadilla. Alexandra hablaba ya de ello mucho antes de acabar divorciándose. Yo conocía diversos episodios de su vida.
—¿Kai? Él no sabe nada de esto.
—Quería decir... ¿cómo está? –pregunté.
—¡Ah, ya! Está bien.
Sobre el mostrador se apagó la luz. Los empleados se habían marchado ya, probablemente estarían en la cervecería o bañándose en el lago Starnberg. Sólo se oía el ruido de mis tijeras. Noté que Alexandra me observaba por el espejo.
—Creo que Kai toma cocaína.
Yo estaba levantando el pelo por encima de la coronilla para igualar el largo de las capas. Kai toma cocaína. Pensé en el poema «Otto's Mops».
—Bueno, todos hemos tomado cocaína alguna vez. Pero el chico me preocupa. Se trae amigos raros que luego se quedan en casa. Está siempre pidiendo dinero, como si yo nadase en la abundancia. A veces pienso que le hace falta el padre, quiero decir, un padre que sea un modelo en el que pueda confiar. No alguien como Holger. Con Holger, ya lo vería él, no tendría todas las libertades que tiene conmigo.
Holger, el padre de Kai, vivía últimamente en Berlín. Yo sólo lo conocía por lo que me contaba Alexandra y tenía una imagen de él bastante poco favorable. A juzgar por cómo era el pelo de Kai, el de su padre debía de ser mucho más ralo y fino que el de Alexandra, fuerte y oscuro. El padre de Kai se había negado siempre a venir a cortarse el pelo en mi peluquería. Probablemente, para él yo conocía demasiado a Alexandra. O el servicio era demasiado caro. Tampoco es que tenga que venir todo el mundo a mi peluquería.
—Dentro de dos semanas tengo que ir con Kai a Suiza. El chico está creciendo muy deprisa y eso cuesta mucho dinero.
Kai nació con la mitad de una pierna y lleva una prótesis. Esas prótesis se fabrican en Suiza; están provistas de junturas y charnelas que obedecen a la pierna sana. Kai juega al fútbol y corre como un chico sano. Sólo cuando está cansado y no presta atención arrastra un poco la pierna artificial. Alexandra hace ajustar la pierna al cuerpo de Kai con regularidad, algo bastante costoso. Querría ser la madre perfecta.
—Y antes, el próximo fin de semana, tengo que ir con un grupo de lectoras al lago Starnberg.
La miré por el espejo.
—¿Por qué allí?
—Han ganado el Fin de Semana del Bienestar que hemos sorteado con Clairmont. Ya ves quiénes nos leen, es horroroso, todas las enfermeras, las peluqueras... —Alexandra titubeó—. Perdona, Tommy.
Yo sonreí con ironía.
—De los míos no ha ganado nadie.
—Sí, es una lástima —hizo una pequeña pausa—. Luego con Kai a Zurich, luego la presentación en Atlanta; para eso necesito sin remedio algunos trapos nuevos más.
—Bea me ha contado que en la calle Maximilian ya están de rebajas.
—¿Ah, sí?
A Alexandra no le interesó el consejo. Gasta el dinero a manos llenas. Compra mucho de todo sin preguntar jamás el precio. Como directora de sección, debe de ganar mucho. Por otro lado, el trabajo no sólo le supone dinero y viajes, sino también muchos compromisos y, por tanto, gastos elevados.
—Después me voy de vacaciones a Cuba, eso está claro. Con él, los dos juntos.
Alexandra aguardó un momento por si yo quería decir algo. Comprobé en el espejo la simetría de los largos e indiqué a Alexandra que inclinara la cabeza hacia delante.
—Y Kai se va a casa de su padre, a Berlín —dijo desde las profundidades, mirando de reojo al suelo, donde estaban sus mechones de pelo como heno segado. Le hice levantar de nuevo la cabeza, comprobé una vez más el ajuste del corte y le quité el cosquilleo de la cara con el secador. Perfecto. Alexandra contempló satisfecha su imagen en el espejo.
—Y ahora el color —dijo.
—Y ahora el color —repetí yo, como el tío que promete a su sobrina darle su sorpresa.
Al cabo de dos horas salió de la peluquería. Su cabeza rubia platino resplandecía en la calle Hans Sachs. Hoffmann, que estaba en el cine, casi enfrente, sentado ante la puerta abierta de la sala de proyecciones, siguió a Alexandra con la mirada haciendo un esfuerzo, luego volvió un momento hacia mí desde la otra acera sus ojos miopes, pues me atisbaba a través del cristal del escaparate, y levantó el pulgar. ¡Bárbaro! Gracias, muy amable. Era tarde; cerré la puerta, apagué la luz, salí a la escalera por la puerta lateral y subí a casa. El oscuro pasado de Alexandra quedó atrás, en el suelo. Al día siguiente, temprano, la mujer de la limpieza recogería con la escoba los restos cortados. Aquélla sería la última vez que Alexandra Kaspari viniera a mi salón.
2
¿Quién ha muerto?
Una camisa que estaba encima del teléfono había sido la causa de que el timbre sonase con sordina. Salí trabajosamente de las sábanas y me dirigí a tientas, con el auricular, hacia el balcón abierto. El reloj de la torre de la iglesia brillaba a la luz matinal. Eran poco más de las siete. Noté la espalda húmeda. La noche no había traído nada de fresco.
—Escúchame —Claus—Peter, al otro lado de la línea, se impacientó—. Dicen que la han asesinado. Una redactora de Michelle.
Claus—Peter es periodista del Münchner Morgen; para él un asesinato es una buena historia. Me dijo:
—Y agárrate: parece que la Kaspari está complicada en el asunto.
La manecilla del reloj de la iglesia avanzó un minuto. ¿De qué estaba hablando Claus—Peter?
—Según dicen, la muerta es rubia. Tú conoces a las chicas de Michelle. ¿Cuáles de ellas son rubias?
Del auricular brotó una musiquilla pop; me lo aparté un poco del oído.
—No conozco a todas las de Michelle —bostecé—. A Zoe la hemos aclarado un poco recientemente, con mechas.
—¿Qué hay de esa rubia cardada?
—¿Eva Schwarz? Está en Vamp. Además ya no es rubia. Bea la ha vuelto pelirroja.
—¿Hace mucho?
—Lo menos hace medio año. No, más.
—Qué tontería.
En el balcón no se estaba más fresco que dentro del piso. Daba la sensación de que algo estaba produciendo aquel caluroso día de verano, como una máquina de palomitas calientes. Tenía que evitar que entrara el sol durante el día.
—¿Se te ocurre alguien más? —Claus—Peter era testarudo.
Reflexioné.
—Gunnar es rubia, la de gráfica. Es rubia natural.
—Muy gracioso.
Los alhelíes necesitaban agua. Su aroma había llenado la habitación durante la noche. Había soñado con praderas en flor, con árboles antiguos. Había visto a Alioscha en sueños. Mientras Claus—Peter hablaba, pensé en el fin de semana de mayo que había pasado con él en la dacha rusa. Sin periodistas excitados, sin clientes complicados, sin secadores, sin calor.
—Está bien, ya veo que no sabes nada —dijo Claus—Peter.
—Lo siento. Pero ¿es cierta esa historia?
Claus—Peter colgó.
Pasé un buen rato en la ducha. El agua me alisaba el vello rizado del pecho y las piernas. Pensé en aquella singular llamada. ¿De dónde había sacado Claus—Peter la información sobre la redactora rubia muerta? Delante del espejo, me enjaboné el cuello y las mejillas. La espuma ablanda los cañones. Afeitarse tiene algo de meditativo. Me gusta afeitarme y lo hago a diario, aunque no me crece mucho la barba. Sólo el hoyuelo de la barbilla resulta problemático. Tengo la boca un poco grande. A Alioscha le gustan mis ojos azules. Todavía no he encontrado una cana en mi pelo oscuro, a pesar de que tengo cuarenta y dos años. Es probable que haya algo de cierto en la historia; Claus—Peter es un buen periodista, pero a veces cae demasiado deprisa en las trampas que le tiende la gente, presta oídos a fuentes dudosas, como con la historia de la fotomodelo morena, de la que Claus—Peter escribió que se había estrangulado con su propio cabello. Luego resultó que había sido una cuerda de tender normal y corriente.
Corrí nervioso por las habitaciones; mientras me lavaba los dientes esparcí gotillones de pasta espumosa en el parquet. Con la mano libre reuní las revistas y limpié de la mesa las migas de la comida del día anterior. Mi hermana Régula encuentra incómoda la casa. No hay palmeras, no hay velas, demasiadas sillas. Abrí los postigos de la ventana que da a la calle Hans Sachs. Desde el balcón vi a Agnes, la mujer que me hace la limpieza, amarrando su bicicleta a la farola. Desapareció en la peluquería, de la que tiene llave. Luego encontraría en la casa la huella de los gotillones de pasta de dientes y los quitaría. Me puse los pantalones de algodón que ya había usado el día anterior, me abroché sin dejar de andar la camisa que unos días antes estaba en el correo, enviada por mi sastre de Londres, y me deslicé en las sandalias, que veían su tercer verano. En el balcón se habían vuelto a enderezar algunos de los alhelíes. Salí cerrando de golpe la puerta del piso.
Fuera, giré hacia la derecha, en dirección a la calle Westermühl. Por la mañana está tranquila y no tengo que estar saludando a alguien a cada momento, por ejemplo, al peluquero de la otra acera o a la dueña de la librería. También Hoffmann suele estar todavía durmiendo a esta hora. De repente oí un jadeo detrás de mí. Me volví. Era Stephan.
—¿Adónde vas? —inquirió. Tenía la cara enrojecida, el pelo se le pegaba a la cabeza como si llevara gel. Se me había olvidado que estábamos citados para hacer jogging.
—¿Quieres matarte? —le pregunté—. Hoy hace demasiado calor para correr.
Stephan daba saltitos en el sitio, respirando con dificultad. Somos amigos desde la época escolar, en el internado de Suiza.
—Voy al bar de Kim, al Arosa —le dije—. A desayunar. ¿Vienes conmigo? Anda, vente.
Stephan movió la cabeza, noté que algunas gotas de sudor me caían en las mejillas. Le admiré una vez más por su perseverancia; se adhiere a lo que se propone, se toma tan en serio lo de correr, como la mayoría de las cosas de su vida. Stephan es abogado. Cuando teníamos quince años nos unieron dos cosas: la falta total de experiencia con las chicas y las malas notas en gimnasia. Ahora pasamos los dos de los cuarenta, tenemos una pareja más o menos estable y nos hemos hecho un seguro de vida. En algún momento, cuando la grasa empezó a fijarse en mis caderas y las calorías del codillo de cerdo, las tortas de semillas de amapola y la cerveza de alta fermentación acolcharon lentamente mi figura, había propuesto a Stephan que fuéramos a correr. Nuestro trayecto sigue la orilla del Isar, en la parte entre el puente de Reichenbach y el de Wittelsbach. Pero no hay que convertir la costumbre en obligación. Me daba lástima Stephan, con aquel calor.
—¿Quedamos a la una en el Dukatz, a comer? —le pregunté.
—De acuerdo —hizo un gesto y se marchó corriendo.
—Es que tengo algo que contarte —grité mientras se iba.
—Las ocho, las noticias.
El locutor de radio habló del viaje de verano que estaba haciendo el canciller por los Länder orientales, la máquina del café silbó. Hojeé el Abendzeitung y el Süddeutsche, que estaban encima del mostrador del bar de Kim. Nada sobre una mujer muerta.
—¡El bache del verano!
Kim se sirvió su café, bajó el volumen de la radio y se sentó en su taburete. Se inclinó sobre un papel, un talón de entrega con una raya transversal. Con su escote moreno como fondo, la taza de café parecía aún más diminuta. Aparte de mí no había ningún cliente en el Arosa, tampoco había nadie sentado fuera, en las sillas ordenadamente alineadas. La puerta que daba a la acera estaba descorrida en toda su anchura, pero todavía no habían echado el toldo. La radio seguía con su cantinela. Desayuné rosquillas saladas de mantequilla y café solo.
—Hace un momento me ha sacado Claus—Peter de la cama con una historia muy extraña —dije.
Kim pasó el dedo sobre una línea del talón de entrega, como si estuviera escrita en braille.
—Me ha hablado de un asesinato, al parecer en la redacción de Michelle.
—¿Un asesinato? —ahora había obtenido su atención—. Nunca habíamos tenido un asesinato.
—Pero en el periódico no viene nada.
—Si lo dice Claus—Peter, será verdad —dijo ella—. ¿Y a quién han matado? —me encogí de hombros—. Ah, claro, todavía no has ido al salón, a tu cocina de rumores.
—Eso era lo que me faltaba. Pero tienes razón.
—Tenme al tanto, no quiero enterarme por el periódico de quién es el asesino.
—Yo no soy detective.
Los pantalones se me pegaban desagradablemente a la tapicería de plástico del taburete y no paraba de removerme. Fuera, en la calle Hans Sachs, se oyó el ruido de un camión de la basura. Aún me quedaba tiempo.
—¿Tú también tienes poco trabajo? —preguntó Kim.
—Me viene bien que algunos de mis empleados estén de vacaciones.
Dos chicos en camiseta sacaron un cubo de basura y subieron a la plataforma al mismo tiempo una bolsa de plástico que contenía algo muy voluminoso. El dispositivo basculante de la carga retumbó, el olor a gasolina se mezcló con algo dulzón. Kim giró el ventilador en su dirección y dijo levantando la voz:
—Con este calor, yo me pensaría dos veces lo de ponerme debajo del secador.
—No tenemos secadores, Kim. Y tampoco hacemos la permanente.
Pasó un hombre con la cesta de la compra hacia la calle Müller. Creo que es columnista de un periódico, el Süddeutsche o algo así, pero no es cliente mío, por eso siempre se me olvida su nombre. El camión de la basura se marchó, llevándose su hedor y su estrépito.
—Cierra el bar y márchate —dije a Kim; giré de nuevo el pie del ventilador hacia mí—. Aquí no te pierdes nada, la mitad del barrio de Glockenbach se ha ido de viaje.
—No puede ser —Kim movió la cabeza. Su cabello forma ondas inmóviles, siempre iguales y teñidas de rubio, y contrasta de una manera chocante con su tez oscura y sus ojos, de un marrón aterciopelado—. Todavía no puedo dejar el negocio en manos de la nueva. ¡Es tan torpe esa chica! Es simpática y formal, pero no te puedes imaginar la de veces que tropieza con mi taburete, que siempre está en el mismo sitio.
A mí me parecía que un taburete no tiene que estar en medio del camino, pero no dije nada. Mientras Kim se explayaba sobre las desdichas de su ayudante, vi casualmente la Miscelánea: se ha descubierto en Irak la peluquería más antigua del mundo, dos mil años antes de Cristo, caramba. Se han conservado muchas cosas durante miles de años, a pesar de las guerras y las devastaciones. Mojé la rosquilla en el líquido negro. La masa clara se empapó, el café burbujeó en la corteza. Quizá la antigua Persia fuera un buen tema para mi exhibición de peinados de este otoño en Londres. ¿O no se podría hacer ya? Decidí que se lo contaría a Julia, mi coreógrafa.
Kim observaba el último trozo de mi rosquilla como si fuera un asunto muy serio.
—Yo, en tu lugar —dijo—, me iría una semana, a Italia, por ejemplo.
Kim era de Camerún; soñaba con Italia como los muniqueses. Antes llevaba el bar con su marido, un chico de la parte italohablante de Suiza. Kim lo había puesto de patitas en la calle, aparentemente porque tenía mal aliento. Pero a mí nunca me había parecido tal cosa. Ahora lleva el Arosa ella sola. Muchos suizos que viven en Munich vienen aquí.
—Yo, por mi parte, me iría a Cuba, eso está claro —dijo.
—¿A Cuba? ¿Y cómo se te ha ocurrido eso?
Kim quitó un grano de sal del mostrador.
—¿Sabes? —dijo, y la mirada de sus ojos oscuros vagó en la distancia—, allí los hombres son completamente distintos.
De repente alargó la mano a la radio y la puso a todo volumen. Era el mismo pop latino machacón que hora y media antes había oído sonar a través del teléfono en casa de Claus—Peter.
3
En el salón estaban Agnes, Dennis y Kerstin reunidos alrededor de Bea.
—¡Ha muerto Alexandra Kaspari, asesinada! —exclamó Bea al entrar yo. Al parecer, mi especialista en tintes estaba mejor informada que Claus—Peter, el periodista.
—¿Quién lo ha dicho? —inquirí. Las otras se apartaron.
—La relaciones públicas del Pure Cosmetics. Ha llamado hace diez minutos y quería hablar contigo. Tom, estoy hecha polvo.
¿Primero la muerta era una de la redacción de Michelle, y ahora Alexandra?
—¿No será un error? —me resistí—. Si Alexandra estuvo aquí ayer por la noche.
—¿La teñiste? —me preguntó Bea.
—De rubio platino —contesté—; costó una eternidad, pero quedó fantástica.
—¿Que la teñiste de rubio platino? Entonces coincide. La chica del Pure dijo...
—¿Quién?
—La relaciones públicas me explicó que, según dicen, parece que iba de rubia platino.
¿Por qué iba alguien a matar a Alexandra? Una madre que criaba sola a su hijo y una periodista de éxito... la idea resultaba ridícula.
—Llamaré a la redactora jefe —dije—. Eva Schwarz sabrá seguro qué hay de cierto en el asunto.
Los rojos labios de Bea se abrieron en una amplia sonrisa. Era su sonrisa especial para los clientes. La cita de las nueve estaba detrás de mí, Vera Zernack. Como siempre, tenía que ir primero al cuarto de baño.
En el despacho, marqué el número de Vamp.
—Dirección de Vamp, le habla Barbara Kramer—Pech, buenos días.
—Buenos días.
—¡Ah, señor Prinz! —la voz de la ayudante adoptó de inmediato un tono compungido—. ¿Se ha enterado de lo que ha ocurrido?
Mierda, pensé. Bea tenía razón.
—Entonces es cierto.
—Es terrible, de verdad que es terrible. ¿Qué le parece lo que ha ocurrido aquí? La pobrecilla, esta pobre chica, la que tenemos en prácticas, la ha encontrado esta mañana; al principio no la ha reconocido en absoluto; santo cielo, qué deprisa ha corrido la voz.
—¿Que no la ha reconocido?
¿Significaba eso que la habían maltratado, que la habían mutilado?
—¿La han...? —me temblaba la voz.
—¿Qué?
—¿A Alexandra... la han... ?
Barbara, al parecer, retiró el auricular y dijo algo a alguien que estaba en la habitación.
—¿Sí? ¿Me oye?
—Está aquí la policía, se ha... incautado, creo que lo llaman así, de la agenda de la señora Schwarz..., qué le parece, cómo voy a trabajar ahora sin agenda. Y la sangre en la alfombra, dígame usted, ¿quién va a volver a poner los pies en la habitación? No me atrevo a moverme de aquí; de ninguna manera querría ver cómo se la llevan. No me ha pasado en todos los años que llevo aquí, en nuestras oficinas...
—¿Y el asesino?
—¡Buena pregunta!
—¿Puede ponerme con Eva?
—¡A la señora Schwarz la están interrogando! —Barbara Kramer—Pech hizo una pausa—. Primero me quitan la agenda, ahora interrogan a la redactora jefe. ¿Le digo que lo llame luego?
—Si tiene tiempo, sí.
—Le daré el recado; que tenga un buen día, señor Prinz.
—Igualmente, dentro de lo posible.
Pero Barbara Kramer—Pech ya había colgado.
Volví al salón. De pronto lo olí: madera con vainilla, un soplo de pachulí, una pizca de chocolate, el perfume de Alexandra, la pesada mezcla de gotas multicolores, dulzona y pegajosa. Estaba en la capa que utilizó. Eso había sido hacía poco más de doce horas. Yo había entrado en el salón por la puerta lateral que da a la escalera. El interiorista había dispuesto que las perchas para las capas de peluquería se colocaran en la puerta, por razones de espacio y para disimular aquélla. Alexandra estaba muerta, había sido asesinada, pero aquí persistía su aroma como si estuviera viva.
La noticia de su violenta muerte causó sensación en el ramo. Durante la siguiente hora y media dimos cita para el mismo día a cuatro clientes que llamaron para tintes y cortes. Para la gente era como un estímulo. Una diseñadora de joyas tenía noticias relativas a destrozos y vandalismo en la redacción de Vamp, un periodista deportivo afirmaba haber oído que Alexandra había sido violada, él dijo «sexualmente agredida». Constantemente se ponían en circulación nuevas noticias, salidas de fuentes dudosas, que sacaban a la luz supuestos hechos relativos a la asesinada. Alexandra se proponía renunciar a su empleo. Alexandra había reconocido con franqueza el despido. A Alexandra le esperaba el embargo del sueldo por sus cuantiosas deudas. Todos esos rumores eran totalmente nuevos para mí. Pero empecé a preguntarme cómo habría financiado Alexandra su costoso modo de vida con su sueldo de jefa de sección.
Bea charlaba con la clienta, Vera Zernack.
—Dígame usted, ¿no le huele mal este asunto? Recientemente vino una clienta que tenía unas ampollas en los pies... Yo pensaba, ¡Dios santo, cómo se van a curar jamás esas heridas! ¿Y yo misma? ¡Mis pies de Landshut con zapatos de París! Mire, eso tengo que cuidarlo con orina. Lo importante es que esté recién salida del organismo, y aplicarla enseguida a las heridas, a los callos, al eczema, a lo que sea, la orina hace milagros.
Vera Zernack estaba en la silla, preparada para que la peinaran. Bea le puso la toalla en el cuello.
—Tom, ¿quién es capaz de hacer algo así? —me preguntó en voz baja. Tenía los ojos tristes. Qué iba a decirle yo. Presentí que la muerte de Alexandra no nos iba a dejar en paz.
—Señora Zernack —dije—, ¿otra vez todo del mismo largo pero con flequillo, para variar?
La señora Zernack era muy indecisa. Pensé en cuántas veces había transformado radicalmente a Alexandra y cuánto le había divertido cada transformación. La mayoría de las personas se creen que dos centímetros les van a cambiar la vida.
Cuando hube concluido con el corte, Bea se hizo cargo de ella. Envolvió el pelo de Vera Zernack en papel de aluminio y la convirtió en un ser que yo, de niño, hubiera creído venido de Marte. El marcianito se puso a leer revistas mientras el iluminador actuaba sobre el cabello; Bea aprovechó ese momento para hacer una pausa y desapareció en la cocina. Yo fui tras ella y cerré la puerta que daba al vestíbulo. Bea se había quitado los zapatos planos y se frotaba los pies.
—¿Qué piensas tú? —le pregunté. Pero los dos estábamos pensando en lo mismo.
—Alexandra quería que le diéramos hora a toda costa para esa misma tarde —dijo Bea con lentitud—. Estaba casi histérica, ¿recuerdas? A mí me pareció raro. Tuve una sensación desagradable.
—Exageras —respondí—. Fue una conversación telefónica completamente normal, como he tenido cientos de miles.
—Exageras, una conversación telefónica completamente normal —dijo remedándome—. ¿Y un asesinato completamente normal?
¿Qué quería decir eso? Yo no entendía nada de asesinatos. Dije:
—Alexandra se miró en el espejo, le asaltó la crisis y llamó. Y con razón, tenía el pelo fatal.
—¡No sólo el pelo! Alexandra estaba blanca como la pared y tenía los pies deshechos; ¿no viste las ampollas? ¡Eran así! —Bea formó con los dedos el contorno de un platito—. ¡Como si hubiera estado corriendo como alma que lleva el diablo!
—Estaba un poco inquieta.
Bea me miró fijamente.
—¿Por qué estaba inquieta? ¿Por qué estaba tan enormemente nerviosa?
—Después de que Kerstin le trajera la infusión ya parecía más relajada. Por lo menos ésa fue mi impresión.
Bea asintió con la cabeza.
—Así son los Géminis. Se tranquilizan enseguida y se excitan enseguida. ¿Y luego?
—Teníamos ese acuerdo tácito, yo hacía con su pelo lo que quería, ella confiaba en mí. Así fue también esta vez. A ella le encantaba.
—Quiero decir ¿de qué habló? ¿Qué te contó?
Dennis asomó la cabeza por la puerta.
—Bea, ¿puedes venir, por favor?
—Si la hubiera teñido yo... —Bea golpeó la mesa con la palma de la mano—, ¡ahora sabría lo que pasaba!
En el taxi, de camino adonde me había citado con Stephan, las palabras de Bea no se me iban de la cabeza: si ella hubiera hablado con Alexandra, ahora sabría lo que ocurría. ¿Se me había pasado algo por alto a mí? Pero si Alexandra me hubiera insinuado, aunque sólo fuera con unas pocas palabras, que era posible que alguien atentara contra su vida, desde luego me habría llamado la atención. Sobre todo, ¿quién podía tener un motivo para matar a Alexandra Kaspari? Como siempre, di una buena propina al taxista.
—¿Qué tal? —Stephan se inclinó hacia mí; tenía la nuca húmeda. Soltó la cartera en el suelo y se dejó caer sobre una silla. Mientras tomaba aliento, recorría con la vista, curioso, el café, observando a las personas que en la pausa del mediodía se habían refugiado en las islas de sombra que se formaban debajo de los quitasoles. Todas las mesas estaban ocupadas. Me alegré de ver a Stephan. Llevaba —cómo podía— camisa de manga corta con corbata.
—¿Qué bebes? —preguntó Stephan.
—Vino blanco con soda.
—¿Quieres comer algo?
—Acabo de comerme una tarte. Te la recomiendo.
Stephan extendió la mano para coger la carta. Él me hubiera esperado para pedir.
Ya hacía años que Stephan había venido a Munich a estudiar Derecho; yo había dejado el colegio antes de la reválida para irme a Londres. Sólo allí se podía entonces llegar a ser un buen peluquero. Nunca nos perdimos de vista; sabíamos lo que nos preocupaba, por lo menos a grandes rasgos. Cuando, hace ocho años, abrí mi propio salón en Munich, Stephan ya llevaba tiempo instalado en un despacho de abogados y vivía con Sabine, que era psicóloga. Lo que más me cautiva de ella es su larga y sedosa cabellera, perfecta para peinados multicapas. Stephan y Sabine son más bien caseros, evitan las reuniones y la charla intranscendente les parece agotadora. Cuando se instalan en el mirador, rodeados de plantas verdes, a estudiar documentos en silencio Sabine se recoge sencillamente el pelo con una pinza.
Stephan cerró la carta y pidió un bocadillo de jamón y un zumo de manzana con soda. Sacudió en la muñeca su reloj de plata y se frotó las manos como si tuviera frío. junto a la raíz de sus cabellos había gotitas claras.
—Siento haberme olvidado de ti esta mañana —le dije—. Pero la verdad es que no estaba para correr. Además tuve esa llamada telefónica, fue horrible.
Stephan desechó el tema con un gesto.
—Tomas, necesito tu consejo.
—¿ Sí?
—Tengo un cliente nuevo que vino hace dos días... no había pedido hora, pero de todos modos lo recibí, en ese momento estaba libre. La cuestión es ésta: no se ha presentado a una citación judicial porque la parte contraria... —Stephan me miró con fijeza—... Me parece que lo tengo delante, alto, fuerte, un individuo así —Stephan extendió ambos brazos—... te gustaría.
—¿Y?
—Pues dice que su mujer le da candela.
—Pobre hombre.
—¿Entonces lo crees?
—Hace poco salió en el Vamp un reportaje sobre mujeres violentas, el lado oscuro, el potencial de violencia que hierve bajo la superficie, o algo parecido.
—No estoy hablando de tus revistas —repuso Stephan—; estoy hablando de la vida real. Una mujer que vapulea a su hombre porque no baja la basura, porque llega del trabajo más tarde que de costumbre, qué sé yo.
—A lo mejor a él le gusta.
—No creo.
La camarera le sirvió el bocadillo y el zumo. Stephan le dio las gracias. Yo pedí otro vino blanco con soda, limón y mucho hielo. En la mesa de al lado había una mujer rubia ceniza. La había visto en alguna parte. Las puntas de sus cabellos tenían un aspecto poco saludable, una clienta seguro que no era. No hizo caso de mi inclinación de cabeza o no la vio; estaba sumida en una revista y fumaba un cigarrillo fino. Alexandra Kaspari fumaba también cigarrillos finos.
—¿A ti te gustaría? —Stephan habló con la boca llena.
—¿El qué? —pregunté, distraído—. ¡Ah! ¿Quieres decir, que me cascaran? Creo que no. No, si es sin ganas. ¿Y a ti? —le interrogué.
—Con Sabine ya podía esperar sentado.
—El reportaje lo leyó, por cierto. Con mucho interés.
—¿Dónde? ¿En tu peluquería? —Stephan hizo un gesto con la barbilla en mi dirección.
—¿Dónde si no?
—Claro, una cosa así sólo se lee en la peluquería. En realidad, ¿por qué lees esas tonterías? ¿Te interesan?
—Mucha gente lee esas publicaciones; también los hombres, dicho sea de paso.
El mundo de Stephan es a veces muy simple. Conoce las revistas jurídicas y los periódicos alemanes; de revistas tiene tan poca idea como de literatura.
—Para mí esas revistas son importantes —le expliqué pacientemente—. El mes pasado, por ejemplo, Vamp informó acerca de mi línea de cuidados en su sección de noticias. Esto vale oro, literalmente. Lo noto inmediatamente en los ingresos.
—¿Cuánto cuesta un informe como ése?
—Es un artículo de la revista, no un anuncio; no cuesta nada. Aparte de una invitación, de algunas muestras. En el fondo, la buena relación con las redactoras.
—¿Nada más?
Stephan me ponía nervioso.
—¿Haces descuento a las periodistas?
—No. Ni tampoco a las redactoras, por cierto.
—Entonces, ¿por qué informan sobre tus chirimbolos?
—Porque el producto es bueno. Porque les parece que vale la pena escribir sobre él.
Stephan se limpió los labios y luego toda la cara, y dejó la servilleta estrujada en el plato.
—No te enfades conmigo. Tengo que irme —metió la mano en la cartera buscando el billetero.
—Te invito.
—Gracias, Tomas —seguro que decía alguna cosa amable más—. Dime, ¿cómo te va con tu nuevo amigo, aquel...? —Stephan se esforzó por recordar el nombre. En su registro mental aún no estaba archivado mi amigo ruso.
—Alioscha.
—Eso es.
—Si yo lo supiera —no tenía ninguna gana de contestar.
—¿Vamos a correr mañana temprano?
—Nos llamamos.
Stephan me dio una palmadita en la nuca y se marchó hacia la Plaza del Odeón, a su despacho, que está justo en la esquina; puede que tuviera cita con el hombre zurrado. Chupé la rodaja de limón. Probablemente, hay más mujeres violentas de lo que se cree. Alexandra era una personalidad dominante; cuando tenía una pelotera con Holger le tiraba hasta platos. En su relación con él no era tan simple y dócil como en la silla de mi peluquería. ¿Dónde se había metido la camarera?
La mujer de la mesa vecina se había ido. Sólo quedaba allí la revista, era el nuevo número de Vamp, el de agosto ya. Si la prensa se lanzaba ahora sobre el asesinato, la muerte de Alexandra Kaspari le supondría finalmente a la casa editora un aumento en la tirada.
Repasé mentalmente el chismorreo de la mañana. Nadie había hablado del nuevo amante de Alexandra. ¿Era yo el único que sabía que tenía un lío con un compañero, con alguien que también trabajaba en Vamp?
Saqué del vaso el último cubito de hielo y me lo pasé por debajo de la camisa, y en pocos segundos se fundió sobre la piel.
4
Lo primero que vi de la desconocida, al día siguiente, fueron las zapatillas que se balanceaban al ritmo del rock ruso, un CD que Alioscha me había traído de Moscú. Más no podía percibir sin retorcerme. En aquel momento estaba cortando las puntas a Theadora. Theadora se había quedado embarazada con casi cuarenta años y esperaba gemelos para pocas semanas después. El tratamiento hormonal y la inseminación artificial habían producido un auténtico boom de gemelos entre mis clientas en torno a los cuarenta. Desde que se había quedado embarazada, Theadora había cambiado los tacones altos por zapatos planos y con aquellos chismes había sufrido una distensión de los tendones. Andaba con bastón, pero seguía sacando media cabeza a su marido asiático.
La desconocida deseaba verme. Su cabello oscuro estaba aclarado con mechas de forma poco imaginativa; el tinte procedía probablemente de la misma droguería que sus gafas de sol. Tuve claro al primer vistazo que aquella mujer no había venido por su pelo.
—Annette Glaser, comisario jefe de investigación criminal.
Se quitó las gafas de sol y guiñó los ojos, rodeados de arruguitas. Me estrechó la mano con firmeza. Al referirse a sí misma y a su rango, ¿utilizaba la forma masculina deliberadamente?
—Querría hablar con usted de Alexandra Kaspari. ¿Tendría unos minutos?
¿Ya venía a verme la policía dos días después del asesinato?
—Ahora mismo tengo una clienta. ¿Puede ser dentro de media hora como mucho?
—Bien.
—¿Quiere sentarse mientras tanto?
La señora Glaser miró a su alrededor. He hecho reforma en los locales hace poco. Todo es claro, casi minimalista. El gran espejo frente al que se sientan los clientes está iluminado con luz indirecta. Favorece el tono de la tez. En la estantería de delante, junto a la entrada, se exhiben alineados los productos de mi «Línea de cuidados Tomas Prinz» y los trofeos, dados y pirámides de cristal, que gano con regularidad en los certámenes de peluquería londinenses. Una de las pirámides, recordé, la había prestado a la dirección de Vamp, ya que querían fotografiarla y mostrarla junto con mis consejos sobre las tendencias en peinados para el otoño. Delante del curvado mostrador de recepción, el suelo de madera con rayas blancas está ya un poco gastado, desgraciadamente. Me gustan los cuadros de fantasía que un artista ha pintado encima del enlucido blanco, en azul y anaranjado intensos.
—Lo mejor es que espere atrás; allí hay un sofá. Venga —dije a la comisaria jefe de investigación criminal; la acompañé pasando por delante de los cuatro lavabos con asientos reclinables. Una mujer que llevaba un tinte oscuro, una clienta nueva, estaba recostada, inmóvil, con los ojos cerrados, como en un vuelo nocturno en business; su cabello, que debía de llegarle a las caderas, llenaba el lavabo como un enorme montón de algas. Dennis lavaba con fervor. Cuando pasamos saludó con una inclinación de cabeza.
Al final del pasillo, el suelo claro se convierte en parquet oscuro. Aquí está el reino de Bea. En aquel momento mojaba el pincel en uno de los tres pequeños tarros que tenía en el carrito y, muy concentrada, cubría las mechas de una clienta con la viscosa pasta. Había en el aire un ligero olor a amoníaco, como el de aquel limpiacristales con el que, cuando era pequeño, y lo permitía el ama de llaves, me dejaban sacar brillo a las figuras del enorme espejo de la escalera de casa. Me gustaban aquel olor ácido y seco y el frasco, con una etiqueta de un hombre con un gran bíceps. Hace mucho de eso.
La comisaria guardaba silencio. Nunca había visto un salón como aquél. En el patio con jardincillo, una clienta con la cabeza envuelta en papel de aluminio cuchicheaba por teléfono.
—Bea —dije—, es la señora Glaser, comisaria de investigación criminal. Beate Simm, mi especialista en tintes.
Bea se quitó los guantes transparentes que se pone para dar los tintes.
—Llámeme Bea, por favor, por Beate ya no respondo —y como si hubiera estado esperando a la policía, añadió—: ¿Viene por Alexandra? Su muerte nos ha conmocionado a todos.
Bea, con tacones, era un poco más alta que la comisaria, y, con sus cuarenta y tres años, un poco más joven que ella. Mientras que la larga falda negra de Bea destacaba sus caderas redondeadas, la amplia blusa de Annette Glaser caía suelta sobre sus vaqueros.
—¿Qué es esto? —la comisaria señaló el mostrador lacado en negro donde se mezclan los tintes. Mucha gente se cree que ese rincón es una cafetería.
—Diré que le traigan un café y dentro de veinte minutos estoy con usted.
Oculté, como siempre, que aquí sólo le dan a uno un mediocre café de filtro, si no los clientes no dejarían de exigir más avituallamiento. Naturalmente, nunca digo lo que pienso en esos casos: que esto es una peluquería, no una cafetería. Bea instaló a la comisaria en el diván, entre las revistas de papel cuché.
Veinte minutos después había acabado con Theadora, guardado yo mismo en la caja los setenta y cinco euros del corte y tomado nota de su siguiente cita. Salió cojeando, acompañada por mis buenos deseos para sus tendones lesionados y para los gemelos. El taxista se apeó y ayudó a Theadora y a su enorme barriga a entrar en el coche. Me dirigí a la parte de atrás.
Annette Glaser estaba apoyada en el espejo al lado de Bea, que mezclaba tintes.
—Alexandra estaba siempre buscando —explicó Bea— pero también era escéptica. Usted, señora Glaser, como es Libra, aspira mucho más a la armonía, y me podría imaginar que esto es también un estímulo para usted. ¿No le parece? —antes de que la comisaria pudiera contestar, le indiqué que ahora tenía tiempo. No había tocado ni las revistas ni el café.
—Vamos a mi despacho; allí es donde más fresco se está.
En el pasillo se detuvo ante una cabeza de maniquí para pelucas cuyo cuello está insertado en una barra de hierro. La cabeza miraba inexpresivamente a la señora Glaser. Mis ayudantes aprovechan los huecos de la agenda para practicar sus habilidades y mejorar. Yo lo valoro y cuento con ese grado de ambición. Uno de mis empleados más capaces es Dennis. Hace dos años lo convertí en mi primer estilista. Los clientes que acuden a él pagan más. Pero también Kerstin ha hecho progresos. Hace muy bien las ondas al agua, una tendencia para el otoño.
Al otro lado del patio, bajamos la escalera que conduce al sótano, donde está mi despacho.
—Yo vivo ahí arriba —señalo al balcón del segundo piso. Los alhelíes se habían recuperado; sus pesadas flores colgaban sobre los hierros. Un piso más arriba vi a Hoffmann entre sus glicinias y sus tallos de rosal. Le hice una seña. La comisaria sacó un teléfono móvil.
—Yo iré delante —dije—. Aquí abajo, además del despacho, están también las aulas.
—¿Torsten? Estoy aún en la peluquería. No, en la de Kaspari. Sí. Dentro de una hora como mucho. Hasta luego, pues —la comisaria hizo una enérgica inclinación de cabeza—. Discúlpeme, por favor. ¿Aulas, decía?
—Sí. Ahí enfrente. Unas seis veces al año organizamos cursos, enseñamos nuevas tendencias en peinados y presentamos técnicas de corte de pelo. Siéntese, por favor.
En la sala de reuniones, donde había doce sillas alrededor de una larga mesa, ofrecí a la comisaria una silla cantilever desde la que disfrutaría del mejor panorama de la terraza llena de verdor. Como está a tanta profundidad, los rayos del sol sólo llegan hasta allí ahora, en pleno verano.
—Kerstin nos traerá enseguida un refresco.
Annette Glaser guiñó los ojos. Las etiquetas de los frascos que componen mi línea de cuidados son difíciles de descifrar desde lejos. Cuatro mensajes nuevos centelleaban en el contestador, en el fax estaba el menú con el plato del día del Orangha, en la calle Klenze, y la invitación a la inauguración de por la tarde. Una fotógrafa de prensa presentaba una colección de fotografía artística. Probablemente habría muchos periodistas y aprovecharían la ocasión para discutir el terrible acontecimiento.
—¿Es usted muniqués de nacimiento?
Me senté a la cabecera de la mesa, de espaldas a la terraza.
—No. Soy de Zurich.
—Es interesante. No se le nota al hablar. Su dialecto, quiero decir —la comisaria colgó la correa de su voluminoso bolso en el respaldo—. ¿Trabajó también allí como peluquero?
—Dejé Suiza hace más de veinte años. Un año antes de la reválida, para ser exacto. Y el «dialecto» lo he perdido completamente. Mis padres querían que me hiciera cargo de la fábrica de ropa, que dirige mi madre desde que mi padre murió. Trajes de noche, modelos exclusivos, muy caros. Sin embargo, yo quería ser peluquero a todo trance. Desde siempre. Pero ¿qué tiene eso que ver con Alexandra Kaspari?
—Usted siga contándome.
—Después de hacer mi aprendizaje me marché a Londres y fui a ver a Vidal Sassoon; me planté allí y no me moví hasta que me dejaron demostrarles que tengo talento. Al cabo de una hora tenía el empleo. Fue increíble.
—Vidal Sassoon, he oído hablar de él. ¿Y cuándo vino usted a Munich?
—Durante casi diez años estuve recorriendo Europa como estilista jefe de Sassoon, el que informa de nuestras técnicas de corte a los peluqueros. En Londres no tenía más que una habitación, se llama bedsitter, ¿lo sabía? Luego me establecí aquí, en Munich. Eso fue hace ocho años. Mi hermana vive aquí también, con su marido y sus hijos. ¿Realmente le interesa todo esto?
—Soy curiosa, forma parte de mi profesión.
—Eso mismo me pasa a mí con los clientes.
—¿Y quiénes asisten a los cursos? ¿Peluqueros de Munich?
—De Hamburgo, de Berlín; de Munich menos.
—Pero sus clientes son sobre todo de Munich, ¿no?
—Muchos sí. Pero algunos vienen de otras ciudades. La más lejana creo que es Moscú.
—La señora Simm, quiero decir, Bea, me dijo que entre sus clientes hay muchos periodistas.
—También. Alexandra Kaspari era una de ellos.
Annette Glaser se inclinó hacia delante y puso ante sí un cuaderno.
—¿Desde cuándo la conoce?
Reflexioné.
—Desde que empezó a dirigir la sección de cosmética y belleza de Vamp. Eso debió de ser hace unos seis años.
—¿La conocía usted bien?
—Es difícil decirlo. Pero creo que sí.
—¿Eran amigos?
—Eso sería decir demasiado. Ante todo soy su peluquero. Quiero decir, lo era. Su muerte es todavía algo muy abstracto.
—¿Confiaba ella en usted?
—Sabía que soy discreto.
—¿Lo es?
—Si no lo fuera, muy pronto no tendría ya ningún cliente.
Annette Glaser asintió con un gesto.
—¿La señora Kaspari estuvo en su peluquería el miércoles?
—¿Cómo lo sabe?
—Una petición de hora en su agenda.
—La pidió con poco tiempo; llamó y se la di para esa misma tarde, a las seis.
Se abrió la puerta y entró Dennis, que musitó algo y colocó sobre la mesa una bandeja con una jarra de infusión, una botella de agua y un cuenco con cubitos de hielo y rodajas de limón.
—Eso significa que usted fue una de las últimas personas, si no la última, que vio con vida a Alexandra —dijo la comisaria.
Aquello ni se me había ocurrido. ¿Era yo ahora un testigo especialmente importante? ¿O incluso un sospechoso? ¿Necesitaba un abogado, como sucedía en El escenario del crimen?
—¿Hubo algo en ella que le llamara la atención?
—Estaba cansada y agobiada. Ya no podía más, entre el trabajo y su vida privada.
—¿Hizo alguna alusión a que estuviera amenazada?
—No, al contrario. Tenía previsto irse de vacaciones. Kai se quedaría entretanto con su padre.
—¿Con quién pensaba irse?
—Ni idea. Alguien nuevo —llené de infusión los dos vasos hasta la mitad y acerqué los cubitos de hielo y el limón a la comisaria—. ¿Quiere?
—Sí, gracias. La señora Kaspari ¿conocía a muchos hombres?
—No me habló de todos. Pero, dígame, ¿cómo mataron a Alexandra?
—Le rompieron el cráneo. Con un objeto puntiagudo.
Traté de imaginar a alguien destrozando un cráneo, el mismo cráneo que yo había masajeado y peinado poco tiempo antes. ¿Qué odio y qué fuerza había allí ocultos?
—Señor Prinz, con todos los respetos a su discreción, ¿qué sabe usted de la vida privada de Alexandra Kaspari?
—Tenía un hijo, Kai. Era muy importante para ella. En nuestra última conversación... —no pude continuar hablando. De repente me sentí mal. Tuve que levantarme y salir a tomar el aire. En la terraza, me apoyé en la pared y respiré hondo. Alexandra. Esperaba que no hubiera sufrido.
—¿Señor Prinz?
No presté atención a la comisaria.
—¿Se encuentra bien?
—Sí.
Volví a entrar. Me senté a la mesa y apoyé la cabeza en las manos.
—Empecemos de nuevo: ¿qué sabe usted de la vida privada de la señora Kaspari?
—Alexandra no tenía buena relación con su marido, el padre de Kai. En realidad, era incluso extremadamente mala. Vivían totalmente separados y Alexandra lo tenía por un mal padre.
—¿Por qué?
—Por una parte encontraba que era demasiado severo y por otra lo consideraba poco formal. Además, se quejaba de su tacañería. Según parece, sólo pagaba lo más imprescindible. ¿Ha hablado ya con él?
—Todavía no, hasta hoy o mañana no llega de Berlín.
—¿Y con Kai?
—Sí.
—¿Se ha dado cuenta de que lleva una prótesis?
Annette Glaser se mostró sorprendida.
—Alexandra procuraba que Kai tuviera las mejores prótesis que hay. Esto era muy caro. Holger, el padre, al parecer no compartía los gastos.
—A pesar de todo, en vacaciones el chico se iba a ir con su padre.
—Antes de eso, Alexandra quería ir con Kai a Zurich, porque ahora que está creciendo necesita una pierna nueva.
Annette Glaser reflexionó.
—¿Le contó algo Alexandra Kaspari de un conflicto, había algún motivo de enfrentamiento?
—No, que yo sepa.
—Para mí son importantes todas las informaciones.
—Creo que la relación con Kai se había vuelto más difícil. El chico está en plena pubertad. Alexandra se quejaba de que necesitaba dinero constantemente, de que tenía amistades poco recomendables, lo habitual. Sospechaba que tomaba cocaína. Pero tampoco le parecía tan importante.
—Entiendo —Annette Glaser tomó nota.
—¿Tiene idea ya de quién pudo haberlo hecho? —le pregunté—. ¿Y cuándo?
—Eso aún no está claro. En todo caso a última hora de la tarde. Tuvo que haber sido alguien que conocía las oficinas de la redacción, que sabía dónde trabajaba ella —la comisaría me miró—. ¿Ha estado alguna vez en la redacción?
—No.
—Partimos del supuesto de que fue alguien del entorno más cercano. Alguien muy próximo a la señora Kaspari...
—¿Por qué?
—Porque el culpable mostró algo así como... digamos, solicitud por su víctima. Aparentemente, después del hecho sintió piedad.
—¿Cómo? ¿En qué sentido?
—Cuando la encontraron, estaba en el suelo, como colocada en el ataúd. El asesino le puso un cojín debajo de la cabeza.
Cuando Annette Glaser se despidió y se fue en un Audi azul verdoso, Bea me ofreció un breve análisis de la comisaria. Era mediodía, el sol había llegado a su cenit. Nos sentamos a solas en el sombreado patio. La Glaser, dijo Bea, al ser Libra con ascendente Virgo es buena analizando, pero, para el gusto de Bea, demasiado sentimental para ser una policía, demasiado débil, demasiado pasiva. Y demasiado distraída. Esto es típico de la influencia de Venus, que los Libra normalmente sufren.
—¿Me escuchas? —inquirió Bea.
Yo me había tumbado en el banco con los brazos cruzados detrás de la cabeza y contemplaba el cielo vacío y azul como un bluebox. Veía la cabeza de Alexandra sobre el cojín, veía en mi imaginación un cojín empapado de sangre. El asesino de Alexandra ¿le había cerrado los ojos? «Partimos del supuesto de que fue alguien del entorno más cercano», había dicho la comisaría.
Bea preguntó:
—¿Crees que un hijo que es adicto a las drogas y necesita dinero sería capaz de matar a su propia madre si está colocado?
—Ni idea —respondí.
—Es una tragedia —dijo Bea—. Y la Glaser anda completamente a tientas. Tenemos que averiguar quién tenía un motivo. Da la impresión de ser algo pasional. Dentro de ese ambiente. Si quieres saber mi opinión, en esas redacciones de mujeres pasan cosas gordas. Pero quizá se trataba de pasta.
—Alexandra estaba siempre sin blanca.
Bea reflexionó.
—¿Y qué me dices de la envidia?
—Había varias personas que tenían envidia de Alexandra.
—Por ejemplo, Holger, su ex.
—¿Y por qué él?
—Porque ella siempre tuvo más éxito que él.
—Pudiera ser.
¿Por qué recordaba ahora la fiesta de cumpleaños de Alexandra, en junio del año anterior? Yo estaba apoyado en la pared, justo al lado de la puerta que daba al pasillo, charlando con un matrimonio sobre el fútbol inglés. Alexandra me rozó el brazo y por un momento nos miramos a los ojos. Parecía disgustada.
El marido me preguntó: « ¿Y a qué se dedica usted? ».
En la casa flotaba el olor dulzón del hachís. Alexandra salió de la habitación discretamente.
Dije: «Corto».
Él cambió una breve mirada con su mujer.
«¿Corta?»
«Soy peluquero.»
¿Empezaría un debate sobre puntas abiertas y largos nada favorecedores, huiría el marido y acabaría pidiendo hora la mujer? No. La conversación había concluido. Un peluquero en una fiesta privada es algo irritante. Me sucede pocas veces ser invitado por un cliente a su casa.
Oí hablar alto en el pasillo. La puerta sólo estaba entornada. Alexandra siseaba, una voz masculina desconocida escupía las sílabas breves y reprimía las demás con gran cólera. Vi a Kai, el hijo de Alexandra, bailando con dos mujeres de la revista y agitando brazos y piernas como un loco. En el pasillo pude reconocer un cogote de pelo gris. Debía de ser Holger, el marido de Alexandra. La puerta del piso se cerró con estrépito. Cuando Alexandra entró en la habitación, brincó de un invitado a otro, metiéndole una fresa en la boca a cada uno. Gritó: «¿Dónde está Prinz?», le hice una seña. «¿Dónde está Prinz?», gritaba cada vez más, hasta que por los altavoces atronó Sexy Motherfucker. Mientras bailábamos daba vueltas alrededor de Alexandra, casi no había manera de sostenerla. Hasta la mañana estuvo sonando una y otra vez Sexy Motherfucker, de Prince.
—Aparte —dijo Bea, sacándome de mis recuerdos—, la redactora jefe de Vamp, Eva Schwarz, ha llamado para preguntar si te verá esta tarde en la inauguración de esa fotógrafa. Le he dicho que irás.
5
Paseaba sin rumbo fijo por la calle Hans Sachs. Era al principio de la tarde. Quería caminar, reflexionar, ordenar, paso a paso. Un vendedor de flores rociaba con agua la acera delante de los cubos llenos de decorativos ramos. Alargué mis pies desnudos en las sandalias y el hombre me mojó los pies. Olía a verano y a polvo mojado.
¡Un asesinato! Sin embargo no podía ser verdad. Esas cosas sólo ocurren en las páginas de los periódicos. Y además tan cerca. ¿Dejaría Holger el piso? ¿Quién ocuparía el puesto de Alexandra en la revista? Y, sobre todo ¿quién tenía un motivo?
En la calle Maximilian me tomé un capuccino en el Kulisse y cogí el Neue Zürcher Zeitung. No me apetecía consultar en la sección de economía cómo iban las acciones, pero un titular me llamó la atención: «La corrupción en Alemania se extiende». Un estudio afirmaba que en Alemania el soborno es menos frecuente que en Italia y Rusia, pero lo es casi tanto como en la africana Botswana. Yo había dado, es decir, regalado, a Alexandra productos de mi línea de cuidados, recientemente el gel «Straight Down». Alexandra había probado el gel, se había convencido de que alisa el pelo y había informado sobre dicho efecto en sus páginas de belleza. ¿Es eso soborno? La industria cosmética colma las redacciones de jabones, cremas de alto precio, polvos, maquillajes y perfumes. Las ayudantes de la dirección vacían a fin de año las estanterías de las oficinas y venden los tubos, frascos y tarros por unos pocos euros a las demás redactoras; lo llaman «el bazar de belleza». Los beneficios se entregan para una buena causa; a Alexandra le parecía «una cosa muy bonita».
Pagué el capuccino y pensé en el café de Moscú, que siempre tiene ese gustillo acre. La última vez que estuve, Alioscha me habló de la corrupción en Rusia. De una línea directa que se había instalado para que los ciudadanos tengan la posibilidad de denunciar casos de corrupción de una manera fácil y rápida. Una línea telefónica gratuita para denunciar. Yo lo encuentro peligroso. Alioscha, por el contrario, cree que es un paso necesario para velar por la seguridad y el orden en Rusia. Acabamos peleándonos.
En los escaparates de una tienda de la calle Brienner vi una camisa negra con cuello italiano, como me las hace mi sastre de Londres. La compré e hice que me envolvieran también un jersey negro de seda y cachemir para Alioscha. Le vendría bien en el trabajo. Pero sin duda volvería a ponerme de vuelta y media por mi inclinación al lujo. De inmediato tuve mala conciencia y me propuse seriamente hacer una donación a Greenpeace. O para la lucha contra el sida. Echaba de menos a Alioscha y me hubiera gustado hablarle de la fallecida Alexandra.
La primera vez que vi a Alioscha no me figuré que llegaría a ser tan importante en mi vida. Ni tampoco que iba a pasar aquella misma noche con él detrás de un biombo en el Hospital de Kensington y Chelsea. Era una fría noche de diciembre en Londres; se levantó un huracán que puso la ciudad en estado de excepción, pero nosotros no nos enteramos.
Alioscha atizó el carbón vegetal que había en el hornillo construido en medio de la habitación. Era el piso de Jeremy o, con más exactitud, una habitación de ocho metros cuadrados en South Kensington, en el centro de Londres. Jeremy había instalado aquel fogón para hacer la comida. Él cocina generalmente en seis quemadores, sin receta y siempre con un lema. Así lo hizo con la carne de caballo flambeada Black Beauty y con los canelones y la empanada Secret Service. Con el fuego de la chimenea, hoy tocaba Nature boys. Admiro las artes de Jeremy, puede mondar y trocear siguiendo instrucciones y después de comer ofrecerse para lavar los platos. Yo estaba muy animado, había tratado al detalle con Julia la coreografía de mi próxima exhibición, una retrospectiva de mis peinados de los últimos quince años, y pensaba disfrutar de aquella tarde antes de regresar a Munich. Jeremy nos presentó:
—Alioscha es ruso, Tomas es suizo.
Alioscha llevaba el pelo negligentemente peinado hacia un lado; le llegaba a la barbilla, que es fuerte y contrasta con la pálida cara llena de pecas. No le calculé más de treinta años. Tenía las manos tiznadas de hollín.
Mientras Jeremy mechaba el cordero con dientes de ajo y Julia mojaba el asado con una salsa oscura, yo hablaba con Alioscha, que, siendo un adolescente, había emigrado junto con sus padres de Moscú a Reikiavik, Islandia, y ahora vivía de nuevo en Moscú. Bebimos beaujolais. Trabajaba con la galerista Katharina Nikolskaia. Hay mucha demanda de arte moderno entre los coleccionistas rusos. Me llamaron la atención sus bonitos dientes.
—¿Y tú qué haces en Londres? —me preguntó Alioscha. Hablaba inglés sin acento.
Le hablé de la exhibición que habíamos ideado Julia y yo, de las diferencias entre el etno—Bollywood, el punk—Beckham y el vintage glamour. ¿Hablé demasiado? Densos vapores azules ascendían hasta el techo, la carne se tostaba, teníamos la cara tan roja como los redondos carbones ardientes de la cubeta, alrededor de la cual estábamos sentados formando un círculo.
Alioscha acentuaba «Tomas» en la segunda sílaba, en la a; cuando se reía, echaba la cabeza hacia atrás. Fuera, el viento lanzaba la nieve contra la ventana cerrada, pero nosotros no oíamos la tormenta, que se llevaba las tejas y quebraba las farolas. Comimos al ritmo de la música, sin notar que una masa caliente se extendía y llenaba la habitación como una pasta espesa. Cuando el fuego amenazaba apagarse, lo avivábamos soplando. Yo estaba excitado y al mismo tiempo me sentía sin fuerzas. Cuando me fui a poner de pie, Alioscha intentó ayudarme, pues tenía las piernas pesadas y rígidas. Vi que se tambaleaba; era más bajo que yo, se le había subido el jersey y el vello oscuro formaba un dibujo en su blanca tripa.
Entonces todo se puso negro a mi alrededor.
Una lámpara, en el techo, titilaba nerviosamente; me dolía la cabeza.
—¿Tomas? —oí. Alioscha estaba a mi lado en la cama, levantó la cabeza y me contempló como si fuese un objeto extraño. Yo llevaba una máscara sobre la boca y la nariz; un aparato bombeaba oxígeno a mis pulmones a un ritmo regular. Alioscha no entendió lo que farfullé y me miró interrogante. Me quité la mascarilla y repetí:
—¿Qué ha pasado?
—Una ambulancia nos ha traído al hospital.
Cuatro personas en ocho metros cuadrados, y además el fuego, mucho vino, muy poco oxígeno. La circulación se nos había colapsado al mismo tiempo a Alioscha y a mí.
—¿Estamos borrachos?
—A lo sumo, de oxígeno.
En aquella noche de hace año y medio llevaron al hospital a muchas personas heridas. La tempestad sacudía las ventanas, una y otra vez se iba la luz. Los médicos parecían haberse olvidado de nosotros. Alioscha se deslizó hacia mí bajo la manta, como si fuéramos niños que tienen miedo a la oscuridad. Las pecas en su piel blanca eran como amapolas muy oscuras, tenía los labios agrietados. Entonces pensé que aquella noche era una anécdota que contaría cuando me hallara de nuevo en Munich.
Entretanto había llegado desde la calle Brienner hasta la Arcis y contemplaba las desmoronadas lápidas del Cementerio Antiguo. Para Alexandra, habría pasado un dramático ángel. ¿Cuándo será el entierro? ¿Y cómo se hará? En caso de asesinato, ¿no se hace la autopsia? Ahora harán pedazos a Alexandra, encima. Un cliente que es médico forense me contó en cierta ocasión que los órganos extraídos los vuelven a echar en las cavidades del cuerpo, como quien echa en una tina las prendas de la colada. Traté de ahuyentar aquella idea.
En la calle George me detuve ante la casa de Alexandra y atisbé por el cristal del zaguán.
—¿Busca usted algo? —una mujer hacía tintinear un manojo de llaves.
—Sí, es decir...
—¿A quién busca usted?
Junto al letrero del timbre de Alexandra estaba el nombre C. Koch. Era Claudia Koch, la vecina, amiga y compañera de Alexandra que entró en Vamp hace dos años e inmediatamente se hizo clienta mía. Su primera cita se acompañó de la nota adicional «NCR», nuevo cliente recomendado. Bea la tiñe, Dennis o Kerstin le cortan, pero yo apenas la conocía. Seguro que ella lo sabía todo sobre Alexandra. Hice propósito de mirar en la agenda cuándo había fijado Claudia Koch la siguiente cita.
—Quería ir a casa de Alexandra Kaspari.
—No es usted el primero.
La mujer abrió la pesada puerta al zaguán, revestido con un felpudo de fibra de coco rojo oscuro. A los lados resplandecían unos espejos con barrocos marcos dorados, del techo colgaba una araña de latón lustroso.
—¿Ha preguntado ya alguien por ella?
—En efecto. Pero si la señora Kaspari no abre, sus razones tendrá.
La mujer pasó por delante de mí y se metió en la casa. Antes de que me diera con la puerta en las narices, metí rápidamente el pie y le pregunté al buen tuntún:
—Entonces, ¿está en casa?
La mujer se volvió y señaló hacia la calle con la barbilla, como si Alexandra estuviera allí. Desconcertado, me volví yo también. No había nadie.
—Por lo menos su coche está ahí.
Sin decir una palabra más, la mujer se fue escaleras arriba. Retrocedí hasta la acera. En la ventanilla del Porsche Cabriolet de Alexandra había un cartel que decía «se vende» y debajo los datos: año de fabricación, 2002, 12.000 kilómetros, ITV reciente. Yo no entiendo nada de automóviles, no tengo carnet y utilizo sobre todo el taxi y el avión. Alexandra, por el contrario, se enamoraba con regularidad de chapas bellamente configuradas, lo mismo que de hombres con buena facha; comprobaba la velocidad máxima en un viaje de prueba y luego utilizaba el cacharro, en la vida cotidiana, como un salón rodante. Pero aquel Porsche había sido vaciado, nada recordaba ya a Alexandra. ¿Quién quería convertir en dinero aquel coche?
Pasó una limusina verde oscuro con matrícula de Berlín. Yo me agazapé como si fuera un ladrón de coches. La limusina aparcó, corrigieron meticulosamente la posición y cerraron la ventanilla y el techo corredizo apretando los botones. Al cabo de unos segundos se apeó el conductor. Su pelo plateado estaba cortado a cepillo y calzaba sandalias planas; se dirigió hacia la casa, metió la llave en la cerradura y desapareció. Por el cristal vi su sombra subiendo por la escalera. Eran los mismos escalones que en aquella ocasión, la noche del cumpleaños de Alexandra, un adorador había sembrado de pétalos amarillos, blancos y rojos.
El coche recién aparcado debía de ser el de Holger Kaspari, el marido de Alexandra y padre de Kai, del que la comisaria había dicho que llegaría a Munich aquel día o al siguiente. Miré por el cristal de la ventanilla. En el salpicadero se veía un permiso de estacionamiento de Munich fechado el 21 de julio a las 17:15. Alexandra había sido asesinada un día después.
6
Aparte de mí no había nadie vestido de blanco. La mayoría de los invitados a la inauguración iban de negro, con gafas de sol de color miel. Muchos habían venido solos. Un zumbido amortiguado llenaba la sala. Había sobre todo periodistas y fotógrafos que se buscaban unos a otros, se encontraban y juntaban sus cabezas para hablar de un único tema: la muerte de Alexandra. Me pareció que algunas personas tenían aspecto de extenuadas, pero la intensa iluminación era poco favorecedora.
—¡Pobrecilla, pobre Alex! —noté el soplo de un aliento cálido—. ¿No es espantoso? —alguien me tocó el brazo. La temperatura de la sala parecía aumentar por minutos; cada vez más personas se apretujaban y traían consigo el calor de la calle, que soltaban como una pesada carga. La muerte de Alexandra era un acontecimiento que animaba la reunión. Alexandra era la protagonista. A fin de cuentas, no había sido una muerte corriente. De haberlo sido no habrían desperdiciado una palabra. Por el contrario, un asesinato es emocionante. También a mí me alcanzaba un poco de la gloria de Alexandra.
—¿Es verdad que poco antes había hablado usted con Alexandra? —me preguntó una mujer desconocida que se había empleado a fondo con la barra de labios. Antes de que pudiera contestar, se alejó.
La artista tenía el pelo enmarañado y estaba apretujada en un extremo, contemplando feliz y emocionada a los numerosos visitantes. Aparte de un hombre empapado en sudor que hablaba con ella, nadie le prestaba atención. Me gustaron las fotografías, personas pálidas ante fondos pálidos, y pensé si debía presentarme a la artista. ¿O era mejor mezclarse entre la gente y escuchar las conversaciones? Observé a los asistentes. ¿Estaría allí el asesino? Pensé que querría averiguar qué sabía la gente, qué pensaba del suceso. De repente tuve la seguridad de que estaba presente. En las novelas policíacas sucede así muchas veces. ¿Sería el hombre de nariz aguileña y espeso cabello que estaba junto a la ventana abierta? Un tipo atractivo, pero desde luego no un marica. Miraba a la mujer que había a su lado con esos ojos que parecen decir «contigo me acostaría yo aquí mismo». Parecía que le gustaba.
Con gratitud, cogí otro vaso de vino blanco que me ofreció en una bandeja una camarera con delantal largo; me lo bebí y me abaniqué con la invitación. La bebida se había puesto tibia y no había nada para comer. Decidí escurrirme hacia el de la nariz aguileña y su acompañante y averiguar quiénes eran.
Claus—Peter se atravesó en mi camino:
—Siento haberte sacado de la cama esta mañana con esa terrible noticia —me dio unas palmaditas en el hombro; yo equilibré el vaso de vino.
—Fue bastante corrosivo. Quiero decir que fue un buen shock.
Claus—Peter se situó junto a mí como si fuera lo lógico y se puso a observar a los que pasaban. Tenía la piel húmeda y los poros abiertos, como papel de cocina absorbente. De buena gana me lo hubiera quitado de encima.
—Menudo artículo, lo de la Kaspari —dijo—. A mí personalmente me viene que ni pintado, ahora, en el bache del verano.
Yo no sabía qué contestarle. ¿Estaba realmente tan curado de espanto? De lejos vi a mi vecino, Hoffmann, paseando por la habitación y contemplando los retratos. Va a todas las inauguraciones posibles, así alterna con gente. Le hice una seña. Alguien que no era él respondió con otra.
—He hablado con la comisaria —dijo Claus—Peter—, no dejan escapar nada. ¿Y tú?
Me di cuenta de que la persona que me acababa de saludar de lejos pugnaba por avanzar en mi dirección. Forcé la vista y reconocí el pelo rojo de Eva Schwarz, la redactora jefe de Vamp. Dio un abrazo a un hombre de cabello liso peinado hacia atrás que caía en mechones sueltos sobre la frente. Le calculé mi edad, es decir, en torno a los cuarenta, aunque el alcohol y la nicotina le habían afectado negativamente. Llevaba una camisa rosa pálido. Eva estaba agarrada a él y lo miraba risueña.
—¿Quién es ese individuo de rosa? —pregunté a Claus—Peter.
—¿El mujeriego? Fabrice Duras, el director de esa empresa de cosméticos, Clairmont —Claus—Peter sonrió—. Bien se ve que le está haciendo la pelota a la Schwarz. Quiere hacerse el amo con sus cachivaches, esos lápices de labios, maquillajes y perfumes. Mira los esfuerzos que hace.
—¡A mí me parece más bien que es ella la que va detrás de él!
—¿Estás celoso, Tomas?
Alguien me enlazó por detrás. Reconocí las manos de artista, delgadas pero fuertes.
—¡Por fin! —me alegré de ver a Bea.
—La fotógrafa necesita un peluquero —dijo.
La arrastré a un lado.
—Bea, tengo una pista. ¡Holger lleva lo menos dos días en la ciudad!
—¿Holger? —me quitó de la mano el vaso, que había vuelto a llenar, y bebió. Con su larga falda negra llevaba una blusa artísticamente abrochada, tan roja como su lápiz de labios.
—Nuestro Holger, naturalmente, el marido de Alexandra. ¿Quién iba a ser si no? —repliqué, impaciente.
—¿No dijo la comisaria que hasta hoy no llegaba a Munich?
—Ya lleva tiempo aquí. Estaba aquí ayer, cuando fue asesinada Alexandra.
Claus—Peter había desaparecido.
—Entonces Holger Kaspari ha mentido —dijo Bea—. ¿Cómo te has llegado a enterar?
—Le ha traicionado un permiso de estacionamiento que hay en su coche. Dime, Bea —volví la espalda al gentío—, ¿conoces a ese tipo de la nariz prominente, allí, junto a la ventana? Me ha estado observando.
—Olvídalo. No tienes nada que hacer...
— … eso ya lo sé...
— … pero está estupendo —Bea dejó el vaso en una bandeja que pasaba a toda velocidad y dijo en voz baja—: ¡Cuidado, el Escorpión!
Eva nos abrazó primero a mí y luego a Bea. Una vez más me sorprendió su buen aspecto. Es dos años más joven que Alexandra y con su cargo de redactora jefe de Vamp ha llegado probablemente a la culminación de sus aspiraciones. Eva, con su ropa cara pero incoherente, con sus opiniones conservadoras pero tolerantes. Eva y la revista Vamp, una relación amorosa. Su corte de pelo, se me ocurrió de repente, no le sentaba bien. Dennis le había hecho recientemente un corte aniñado que ahora llevaba con raya al lado, lo que no estaba previsto. Aunque el peinado era impecable, vi claramente que a su estilo le iba mejor el pelo más largo. Yo me sentía desgraciado y quería irme a casa.
—Tommy, estás arrebatador, ¿cómo lo haces? —dijo Eva, y me puso el dedo en el hoyuelo de la barbilla un instante. Nos evitamos la palabrería sobre la muerte de Alexandra. Eva se volvió hacia Bea—: ¡Qué blusa tan exquisita!
Bea le informó, sin que nadie se lo preguntara, que la blusa procedía de un intercambio con una amiga de Sylt, un acuerdo que, por culpa de la distancia, no se desarrollaba sin complicaciones... Después, Bea enmudeció.
Pregunté a Eva:
—¿Qué va a pasar ahora?
Ella se encogió de hombros.
—Todo esto es espantoso. Tengo que tranquilizar a la redacción, y además ahora, hasta que pongamos a otra persona, tengo que llevar yo la sección. Pero eso es lo que menos me preocupa —dio un paso más hacia nosotros—. Lo que me preocupa es el hijo de Alexandra. ¿Quién se ocupa del chico?
—Su padre, es de suponer.
Eva no tocó ese tema.
—Espero que Claudia Koch no lo pierda de vista, al fin y al cabo era la mejor amiga de Alexandra y vive en la misma casa. Para ello, Claudia tiene todo el apoyo de la redacción. Se lo debemos a Alexandra.
Mujeres como Eva hay pocas en el ramo. Es enérgica y solidaria, cualidades que también espera de sus colaboradoras. Eso me gusta.
—¿Conoces a Barbara Kramer—Pech? —inquirió Eva—. Mi ayudante... Barbara, éste es Tomas Prinz, el peluquero de todas nosotras.
Le estreché la mano; estaba fría.
—Nos conocemos de hablar por teléfono.
Le eché unos treinta y cinco años. Se había recogido el oscuro cabello en un moño que destacaba su cara redonda y blanca. Iba a decirle algo, pero el caballero empapado en sudor del otro extremo de la sala reclamó la atención. La artista, que estaba a su lado, sonreía expectante y feliz. El murmullo cesó de repente.
Mientras, de acuerdo con lo programado, el hombre pronunciaba las palabras de presentación, los invitados se miraban unos a otros con disimulo. Yo no escuché. Hacía veinticuatro horas, Alexandra estaba en mi salón, llena de vida. Ahora, la gente aceptaba ya su muerte como un hecho. Eva se hacía cargo de su trabajo, Holger vendía su coche y la comisaria no tenía ninguna pista.
—Estamos todos como conmocionados —oí decir a Bea en voz baja a dos mujeres que estaban una al lado de otra como dos hermanas, balanceando el bolso. Una llevaba el cabello caoba pulcramente cortado a lo paje, la otra iba teñida de un refinado tono castaño dorado. Bea parecía conocerlas, quizás eran clientas nuestras. La naturalidad con que se habían unido a nuestro grupo hacía pensar que también formaban parte de la redacción de Vamp.
Bea les dijo al oído:
—¿No parece como si Alexandra fuera a aparecer aquí de repente? ¿A que sí?
La de castaño dorado frunció los labios, como si quisiera sonreír; por lo visto, Bea le estaba poniendo los nervios de punta. El hombre del podio hablaba de trascendencia y de realidad.
Bea era obstinada:
—¡Alexandra era tan alegre!
—¿Alegre? Podría decirse así —se le escapó a la del corte a lo paje, un poco demasiado alto—. Yo más bien diría que era egoísta.
La de castaño dorado rió quedamente. Barbara Kramer—Pech tenía los labios apretados.
—Ustedes la conocían mejor, al fin y al cabo trabajaban con ella —admitió Bea, comprensiva.
—¡Por supuesto! —algunas personas miraron irritadas a su alrededor; la del corte a lo paje bajó la voz—. Y la relación con ella no fue siempre fácil, eso te lo puedo asegurar.
—Alexandra sabía vivir —dijo la de castaño dorado—. Ya me hubiera gustado estar en su fiesta de cumpleaños, el mes pasado, en aquel palacio de Venecia.
—¡Y a quién no! —terció la del corte de paje.
—Seguro que fue una fiesta muy bonita —dijo Bea. Nuestras miradas se encontraron un momento.
—Lo que me pregunto —observó la de castaño dorado— es cómo se pudo permitir todo aquello: la villa, los invitados, el buffet tan estupendo, el champán para todos.
Bebimos a sorbitos el vino tibio.
—No hay que hablar mal de los muertos —dijo la de castaño dorado.
—¡Ojalá pudiera decir algo bueno de ella!
Un vaso se hizo añicos con estrépito en el suelo de mármol. Barbara Kramer—Pech había dejado caer su copa de champán.
—¡Ya basta! —gritó.
El hombre del podio interrumpió su discurso y miró enojado y sudoroso al público. Todos volvieron la cabeza hacia nosotros.
—¡No puedo seguir oyendo esas cosas! —Barbara los miraba uno a uno, con el rostro enrojecido—. ¿No hay nadie aquí a quien Alexandra le importara algo realmente? ¿No hay nadie que no sea un hipócrita o que no la calumnie?
El público cuchicheaba aguardando en tensión lo que fuera a suceder. La de caoba y la de castaño dorado callaban. Eva cogió del brazo a su ayudante, pero ella se soltó.
—¡Si por lo menos Alexandra pudiera defenderse! —exclamó, y corrió hacia la salida. El público le abrió camino, curioso pero respetuoso a la vez; muchos estaban dolorosamente conmovidos. El hombre del micrófono tosió ligeramente antes de pronunciar por fin las frases finales. Eva me dijo en voz baja:
—¿Tendrías un rato, un día de éstos, para venir a la redacción? Me gustaría hablar contigo.
—Naturalmente; te llamaré.
Hizo una inclinación de cabeza y se dirigió hacia la salida. Tuve tiempo de ver que también el hombre de la nariz aguileña empujaba apresuradamente a su acompañante en dirección a la puerta.
Ya en casa, tiré sobre la mesa el catálogo de la exposición y el recibo del taxi. La lamparita del contestador titilaba nerviosamente: cuatro mensajes. Encendí el altavoz y esperé la voz de Alioscha. En su lugar resonó en la habitación la de mi madre, en tono comercial, como si hablara con un proveedor. Me pedía que la llamara yo.
Maldije en voz alta, abrí la ventana con brusquedad y me quité la camisa y el pantalón, como si estuviera en la playa. Hacía un calor insoportable en el piso. Mensaje número dos. Colgaron. Junto al teléfono estaba el correo.
Fui al baño a hacer pis. Dejé la puerta abierta. Del altavoz del contestador salió un ruido, una especie de carraspeo.
—Señor Prinz, tengo que... —clic. Colgaron. Como si la que llamaba (era una voz de mujer) quisiera decir algo y de improviso hubiera cambiado de idea. O se lo hubieran impedido. Tiré de la cadena, corrí al teléfono y conecté la repetición. El carraspeo. ¿O era otra clase de ruido?—. Señor Prinz, tengo que... —fin. ¿Era una voz conocida?
Llamada número cuatro. Un silencio que me pareció largo; luego colgaron. ¿Se oía respirar a alguien? Perplejo, me senté delante del aparato. Por lo general conozco a las personas que dejan un recado. Cuando llego a casa me gusta saber primero cuántos mensajes hay grabados, como si fuera un indicador de cuánto se me quiere y de lo importante que soy. Pero los contestadores también pueden resultar frustrantes. Cuando el amado no contesta a una llamada, cuando nadie en absoluto lo hace, o, lo que es lo peor, cuando el que llama, como ahora, simplemente cuelga.
Me traje de la cocina una botella de agua, Pernod y cubitos de hielo; el suelo de terrazo se sentía gratamente fresco bajo los pies descalzos. Cogí el teléfono y marqué Moscú, trece cifras que me sabía de memoria, para contar por fin a Alioscha los acontecimientos de los dos últimos días. Oí el clic en la línea, se estableció la conexión, luego el tono, a dos mil kilómetros de distancia. Allí, el aparato estaba en una mesita, justo al lado del sofá.
La primera vez que visité a Alioscha en Moscú me sentí ajeno, como sólo me pasa en las bodas. Desde el centro, la Plaza Roja, fuimos casi una hora en el metro; Alioscha no quiso que tomásemos un taxi. El tren corría a una velocidad de vértigo bajo tierra. Yo me sentía agobiado por los avisos gangosos y estereotipados que salían de los altavoces y que yo no entendía, por el ruido de las puertas, que se cerraban con un fuerte golpe; me deprimía la gente de gesto adusto y cargada con enormes bolsas que llenaba los sofocantes vagones. Cuando salimos de nuevo a la luz del día, me di cuenta por primera vez de las dimensiones de aquella ciudad de nueve millones de habitantes. Era un lugar tranquilo. Había mil personas de edad vendiendo flores y cigarrillos a la salida del metro y comerciantes que ofrecían blusas y melones. Alioscha no les prestó atención; seguimos el río de gente y torcimos por un camino que cruzaba una superficie cubierta de hierbas de color pardo y plagada de nubes de mosquitos. Entramos en una urbanización de edificios altos. Agarré a Alioscha del brazo.
—Volvamos. No me gustan estos parajes.
—No es este bloque, es el siguiente. Desde aquí no se ve la casa.
—Regresemos a la ciudad —dije—. Este barrio... me da escalofríos.
—Yo me crié aquí.
—Pero sólo hasta los doce años.
Alioscha no contestó. Siguió andando y se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
Por una puerta de hierro entramos en un vestíbulo bajo donde había un cuchitril destrozado y desierto en el que, probablemente, en otro tiempo se habría sentado un portero; nos metimos en un desvencijado ascensor que se puso en movimiento en cuanto Alioscha apretó un botón. Los botones estaban gastados, no se veían los números. En el piso había una anciana sentada en un sofá, con la radio pegada a la oreja, escuchando música clásica.
—Bábushka!* —gritó Alioscha—. ¡Éste es Tomas! ¡De Alemania! ¡Te he hablado de él!
La abuela levantó la cabeza y me miró. Yo no tenía ni idea de que Alioscha viviera con su abuela. Le di la mano. No había traído flores.
Mientras Alioscha preparaba el té, yo miraba desde allí arriba, a través de la tela metálica, el paisaje de bloques de viviendas. Moscú está rodeada de un terreno pantanoso. Entre los edificios había contenedores planos de chapa distribuidos sin orden ni concierto, como si alguien hubiera esparcido latas de sardinas. En una de esas latas alguien aparcó su coche con exactitud milimétrica, se apeó y corrió el tejadillo como un capó sobre su Lada.
Alioscha removió la mermelada en el té, que se puso oscuro como agua pantanosa. La abuela se levantó del sofá y señaló al techo. En él había manchas de mosquitos y desconchones. De pronto, la abuela me preguntó en alemán:
—¿El suelo?
Alioscha se retiró un mechón de cabello por detrás de la oreja y miró con interés a su abuela. Sabía, como luego me dijo, que en la guerra ella había aprendido alemán, pero nunca la había oído hablarlo.
La anciana señaló al suelo:
—¿El techo?
—¡No, al revés! —ya lo entendía. Ella se acercó a mí arrastrando los pies y acercó el oído a mi boca. Señalé hacia arriba y grité—: ¡El techo! —y luego hacia abajo—: ¡El suelo!
La abuela asintió con la cabeza, se dejó caer pesadamente en el sofá y se pegó de nuevo a su radio. Alioscha me diría más tarde que se había puesto su mejor vestido.
Oía sonar el teléfono al otro lado de la línea. Cógelo de una vez. ¿Dónde se habría metido este chico? Era viernes por la noche. La abuela de Alioscha era dura de oído, que lo cogiera era cuestión de suerte. Cuando lo cogía, yo hablaba en alemán, así sabía que era yo. Colgué y marqué el número de la galería Katharina Nikolskaia, donde trabaja Alioscha, y donde al menos hay contestador. Esperé la señal y dije en ruso: «Al habla el peluquero». Peluquero se dice en ruso parikmájer, fabricante de pelucas, es una palabra que me gusta. Mis conocimientos no dan para expresiones bonitas, aunque una vez por semana viene una doctora rusa para hacerme entender el sistema de los seis casos, los dos modos verbales y los cien mil prefijos, con paciencia y sin dejarse alterar por mis maniobras de distracción.
Hojeé con desgana el catálogo con las fotos de la artista. Alioscha podría juzgar sobre su calidad. En la exposición, las obras hacían mejor efecto. Pensé en Barbara Kramer—Pech; la escena que había montado me había impresionado. ¡Pero, Dios mío, las cosas que habían dicho sus compañeras eran difíciles de digerir! ¿Y Eva? ¿De qué querría hablarme con tanta urgencia? ¿Sabía algo?
Echaba de menos a Alioscha y estaba deseando hablarle por fin del asesinato, que me preocupaba más de lo que hasta entonces había querido reconocer. Él me escucharía con paciencia y luego, probablemente, me diría con su suave voz:
—Tomas, en realidad ése no es asunto tuyo.
Sonó el teléfono. Lo cogí de inmediato.
—Por fin, mi tesoro.
—Hola, mamá —no intenté en absoluto disimular mi decepción.
—Ojalá tuvieras móvil. Todos lo tenemos. Tu hermana también. Hasta los Berg...
Me estaba preguntando para qué necesitaban un móvil los empleados de mi madre, el matrimonio Berg, cuando mi madre, sin necesidad de preguntarle, contestó:
— ... Para que los localice cuando están abajo, en el jardín.
—Kerstin ha perdido el suyo y desde entonces se siente como un recién nacido. Ilocalizable y recién nacida —dije.
—¿Quién es Kerstin?
—Trabaja conmigo desde hace dos años.
Mamá suspiró.
—Necesito tu firma.
—¿Para qué?
—Voy a comprar una fábrica.
—Vas a comprar una fábrica... —repetí—. Déjame adivinarlo: ¿una fábrica de ropa en la República Checa?
—No, hijo mío. Una fábrica de caramelos en Altmark.
—No me lo creo.
—Los balances son formidables.
—¡Una fábrica de caramelos! ¿Qué vas a hacer con ella? ¿A qué viene esto?
—No hables así a tu madre.
—Papá se hubiera opuesto, con toda seguridad.
—Papá está muerto.
—Deberías centrarte en el sector textil, en aquello de lo que entiendes.
—Me gusta todo lo que sea producir algo. Algo que se pueda utilizar. Es un fastidio que los caramelos se queden pegados unos a otros, hay que agitar siempre el tarro antes de abrirlo. Eso hay que cambiarlo. Hay que cambiar la composición.
—Por lo menos mándame los documentos para que Stephan pueda estudiarlos.
—Los documentos ya están en camino. Son impecables. Berg me ha reservado el vuelo, llego el lunes.
—¡Mamá!
—¿Qué pasa? ¿Ha hecho buena tarde allí, en Munich? Yo estoy sentada en la terraza y sopla del lago un airecito tibio, delicioso.
—Mamá, tengo sueño.
—Un beso.
—Otro para ti.
Iba ya a colgar cuando mi madre habló otra vez en el último momento.
—¿Tomas?
—¿Qué?
—¿Sabes dónde está Altmark?
—En alguna parte de Alemania. Más al norte, creo.
Me fui a dormir. Agnes me había mudado la cama. Levanté el ligero cobertor y me deslicé bajo la tersa sábana. El reloj de la iglesia dio las dos. Mamá es una persona de hábitos nocturnos. Me sentía animado. El lunes mismo llamaría a Eva y quedaría con ella. Hasta entonces faltaban tres días, tenía por delante todo el condenado fin de semana. No me gustan esos días libres, en los que la ciudad se queda vacía, las parejas se van al Bierbichler o al lago Ammer, el estrés del ocio muniqués. Me sentí solo. Quería ver el despacho de Alexandra en la redacción y, si era posible, hablar con Claudia Koch. Quería hablar de Alexandra con alguien. Me puse boca arriba. Si Alioscha estuviera aquí, no hablaríamos, no pensaríamos en nada más. ¿Por qué no daba señales de vida? Estaba excitado, las manos se deslizaron hacia abajo. Cerré los ojos y respiré hondo.
7
Y ayer vaciamos la bolsa de la aspiradora con el pelo de Alexandra. Eso es todo.
Me senté al lado de Stephan sobre los cantos rodados del Isar y contemplé el solitario paisaje a mi alrededor. El agua se había retirado definitivamente de la ciudad, y había dejado un desierto reseco. Stephan llevaba zapatillas de correr nuevas. Nunca le había visto unas así, con cámara de aire, refuerzos laterales, aplicaciones aerodinámicas que al sol tenían un brillo metálico, como dos pequeños trineos. Mis zapatillas de lona, por el contrario, parecen viejas y gastadas. De pronto me sentí muy cansado. El sol me abrasaba el cráneo, me oscurecía el cerebro y me presionaba los párpados con una fuerza invisible, como si hubiera tomado un narcótico. ¿No había un sitio a la sombra o es que era demasiado perezoso para buscarlo? ¿Qué significaba todo aquello? No quería pensar más.
—¿Alexandra Kaspari? —inquirió Stephan de improviso—. Hace poco vino a verme.
—¿Qué dices? —mi cerebro se puso en marcha de nuevo.
—Una morena, guapa, de ojos oscuros. ¡Si vino recomendada por ti!
—Tienes toda la razón. Pero ¿por qué no me lo has dicho hasta ahora?
—¿Por qué? ¿Por qué? No me podía imaginar que fueran a asesinar a la Kaspari. Y tú no me lo dijiste, ni siquiera el jueves en el Dukatz cuando el asesinato se acababa de cometer.
—¿Y qué quería Alexandra?
—Un abogado no puede hablar de ello con personas ajenas.
—No seas bobo. Un peluquero no es una persona ajena. Además, ella acudió a ti por recomendación mía.
—La mujer estaba completamente deshecha. Se trataba de su hijo y de la custodia. Quería el divorcio.
—¿Tenía miedo de Holger?
—Por lo visto.
—¡De no ser así no te hubiera consultado!
—Puede considerarse así.
—¡Habla claro ya, Stephan!
—Su marido la había amenazado con disputarle la custodia; lo de siempre. Tenía que decirle si debía tomarse en serio la amenaza. Estaba muy enfadada.
—¿Y?
—No es fácil que concedan la custodia a un padre. Para ello hay que demostrar graves faltas por parte de la madre.
—¿Infracciones del deber de tutelar y esas cosas?
—Sí, algo así —Stephan se dio una palmada en el muslo y se levantó—. ¿Seguimos? Estar al sol me hace polvo la azotea.
—Alexandra tenía un trabajo a tiempo completo —dije—, viajaba mucho y Kai se quedaba solo con frecuencia.
—Eso no es motivo para que un juez retire la custodia a la madre. Apuesto a que cuando vino a verme no me lo contó todo. Sólo quería asegurarse de las circunstancias legales.
—Alexandra conocía a muchos hombres, que se sucedían uno tras otro.
—Eso, naturalmente, evidencia un modo de vida desarreglado. Pero primero habría que probar que esa conducta conlleva la desatención al hijo.
—Seguro que eso de que el chico tiene problemas con las drogas será una tontería.
—¿Qué?
—Bueno, ya se sabe, cosas de la edad. Pero la amenaza de Holger debió de ser un desafío para Alexandra. Porque una cosa está clara: no hubiera entregado a su hijo por nada del mundo.
—¿Y eso cómo lo sabes, Tom? ¿Y por qué te interesa tanto?
—¡Alexandra no era tan sólo una clienta, la apreciaba! Su asesinato me importa. ¡Cómo no me va a importar!
—¿Y ahora buscas al asesino? Estás majareta. Mejor déjaselo a la policía. Da la información que tengas a la brigada criminal y no juegues a los detectives. Aparte de que puede llegar a ser peligroso. Eres peluquero. Céntrate en lo que entiendes.
—Justo esa frase se la he dicho yo a mi madre.
—¿Y?
—En cuanto la dije supe que no iba a hacerme ningún caso.
Mientras me marchaba en un taxi vi a Stephan que tomaba asiento a la sombra de un castaño en el bar de la esquina, junto al puente de Wittelsbach.
—¿Adónde vamos? —me preguntó el taxista.
Reflexioné. No quería ir a casa. Ni tampoco al Iwan. Di al chofer la dirección de mi hermana. Vive en Nord—Schwabing. Es un barrio agradable, un poco aburrido, pero con mucho verde y muy adecuado para familias con niños.
Sin llamar al timbre, empujé la puerta; en la planta baja había cuatro bicicletas, dos grandes y dos pequeñas; al parecer, toda la familia Seidlein estaba en casa. Entré en el jardín, una extensión de césped con árboles; en cada esquina había un tendedero para cada miembro de la familia. Los niños, Anna y Jonas, se entretenían en el cuadro de arena con figuras de plástico; Christopher, mi cuñado, estaba sentado junto al borde de la piscina infantil, enfrascado en una de sus revistas de informática.
—¡Jonas! —llamé—. ¡Anna!
El niño, de cinco años, se levantó de un salto y corrió a mis brazos. Tenía la piel húmeda y el pelo lleno de arena. Anna, que pronto cumpliría tres, continuó excavando en la arena.
—¿Dónde está Régula? —pregunté a mi cuñado al tiempo que le estrechaba la mano. Los pies de Christopher, blancos como la porcelana, centelleaban dentro del agua.
—Arriba —dijo, señalando a la segunda planta con la revista—. ¿Quieres que la haga bajar? —Christopher silbó la tonadilla «Régula, baja».
Christopher, a juicio de mi madre, es un fracasado, incapaz de mantener a su familia. Cuida de los niños y lleva una segunda vida en internet, donde compra, a veces usa y luego vuelve a subastar exprimidores de naranjas, taladradoras, bicicletas, todos los enseres imaginables. Se le había pasado el momento en el que podía haber hecho carrera como programador. No es orgulloso. Régula gana el sustento familiar con su trabajo de bibliotecaria.
—¡Tom! —Régula iba en pantalones cortos y con su pelo negro suelto; llevaba dos pares de patines de ruedas en línea colgando de los cordones—. Vienes que ni pintado.
Nos dimos un abrazo.
—Siempre quise usar unos chismes como ésos —dije.
—Los ha comprado Christopher en una subasta en la red.
Régula dejó caer los patines sobre la hierba. Cogí un cepillo que había en la mesa del jardín y me puse a peinarla desde la coronilla. Su pelo es del mismo color que el mío, sólo que más sedoso, especialmente desde que usa mi gel alisador, una especie de plancha para el cabello. Igual que yo, Régula tiene la boca demasiado grande, pero en ella me agrada esa imperfección.
—Viene mamá —dijo Régula.
—Ya lo sé.
—¿Qué opinas de su último proyecto?
—¿La fábrica de caramelos?
—¿Caramelos? —terció Jonas.
—Sí, mi nene —contestó Régula—, tu abuela va a comprar una fábrica de caramelos, una fábrica muy grande, llena de caramelos de colores, rojos, amarillos, verdes... de todos los colores que te puedas imaginar —dio una palmada a Jonas—. ¿Irás tú a recoger a mamá? —me preguntó.
—Pues claro.
—A mí me es imposible tomarme tiempo libre. Estamos de revisión en la biblioteca.
—Vaya por Dios.
—Todos los libros descolocados, muchos birlados. Es triste. Muchos usuarios dejan el libro a propósito en un sitio que no es el suyo para que no lo encuentre nadie. Es un trabajo totalmente de detectives. Buscamos agujas en un pajar.
A Régula le encanta su trabajo y adora los libros.
—Haría falta un escáner —prosiguió— para inspeccionar las estanterías y escanear los lomos de los libros. El sistema debería hacer sonar una alarma cada vez que un libro no está en el sitio que le corresponde. Yo sería una especie de policía de los libros.
—A lo mejor se puede aplicar a las personas un aparato así. Que pite cada vez que alguien te dice una estupidez.
Régula se sacudió el pelo y empezó a calzarse los patines.
—¿Y tú, Tomas? ¿Qué haces?
—Escanear gente.
—¿Quieres decir peinar? He leído algo sobre un asesinato. Una mujer que fue a la peluquería y luego fue brutalmente asesinada. Pensé en ti.
—Yo también estoy buscando una aguja en un pajar. Escaneo gente y espero que mi sistema interno de alarma dé la señal cuando hay algo sospechoso.
Régula se puso en pie. Se deslizó un trecho con los patines y se agarró con fuerza a mis hombros.
—¿Puedes cuidar de los críos una horita? Cuéntales tu cuento de ese ser extraño que no quiere que le corten el pelo, el monstruo de los rizos. Están siempre preguntando cómo sigue la historia.
—Ya se me ocurrirá algo.
—Por cierto, Jonas le ha dado por fin una tunda a aquel niño de la guardería. Ahora se defiende. Durante un tiempo tuve la sensación de que iba a ser como tú.
Régula y Christopher salieron de la casa patinando.
—¿No tenéis rodilleras? —grité.
La puerta se cerró tras ellos. Jonas me echó arena en las zapatillas. Anna hizo pis en el hoyo que había estado cavando y yo empecé a contarles el cuento del monstruo del pelo enmarañado, en cuya espesura podían habitar otros seres completamente distintos.
Cuando llegué a casa por la tarde, me duché, dejé que el agua se me secara en la piel, como si saliera del mar, Y me tiré en el sofá. En el cielo aún resplandecía la última luz del día, pero las farolas de la calle Hans Sachs brillaban ya débilmente. Al día siguiente era lunes, empezaba una nueva semana. ¿Había algo especial? Probablemente, una cita con Eva Schwarz. Después, la visita de mamá. ¿Y en el salón? Tenía que hablar con Dennis de su aumento de sueldo. Unos días antes me había estado tanteando. Pero el que quiera más dinero tiene que hacer más, vender un maquillaje con el corte de pelo, mostrar más compromiso. Dennis tiene talento, sin duda, pero también tendencia a dormirse en los laureles. Encendí el televisor. Luz azul y sonido metálico. Un comisario muy en la onda y su ingenuo ayudante buscaban a un asesino, sin que ninguno de los dos tuviera ni la más remota sospecha. Por unos minutos me dejé atrapar por la acción. El motivo podían ser los celos. Tal vez la codicia. ¿Es que hay otros motivos?
Fui a la cocina, saqué del frigorífico una botella de chablis, revolví en el cajón de los cubiertos y reflexioné: en realidad no era asunto mío. Stephan tenía razón: yo no soy un detective. Encontré el sacacorchos en el armario, entre las especias, y abrí la botella. Hacía años, en una velada en el Arosa, había aprendido a descorchar con el encendedor. Los peluqueros, según Kim, estamos predestinados a la técnica del encendedor, pues tenemos el pulgar especialmente fuerte por el uso de las tijeras. Sonó el teléfono.
—Tomas Prinz —contesté. Oí ruidos parásitos, a alguien respirando—. ¿Oiga? ¿Alioscha? —desapareció. Pues adiós.
Era poco más de las diez; la película policíaca se había terminado, me había perdido el desenlace. ¡El peinado de la moderadora del programa de entrevistas tenía un aspecto espantoso! Un nido de mechas y laca. No me gustan los cortes de pelo que quieren ser geniales pero sólo son imprecisos. Soy un defensor del corte perfecto. ¿Qué peluquero habría sido el causante de aquel desastre? La cháchara era insoportable. Apagué.
8
Redacción de Vamp. Buenos días.
La voz de Barbara Kramer—Pech. ¿Era posible?
—¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?
La voz sonaba apremiante, pero también un poco cascada, como en la grabación. Barbara Kramer—Pech era la voz anónima en mi contestador. No había ninguna duda.
—Sí —dije, y pensé: ¿por qué no me había puesto en contacto con ella mucho antes? Carraspeé—: Eva Schwarz quería hablar conmigo. Quisiera fijar la cita. Soy Tomas Prinz.
—Oh, es usted, señor Prinz —la voz de Barbara parecía ahora muy cortés—. Eva está en una reunión. ¿De qué se trata? Supongo que del número de Navidad.
—No lo sé.
—Señor Prinz, estoy mirando la agenda: está usted citado con Eva a las once y media. Hoy.
—¿Cómo? No sabía nada.
—¿He olvidado llamarle? Lo siento. Todavía estamos todos un poco aturdidos.
—Comprendo. Seré puntual.
—Gracias, y no me lo tome usted a mal.
Volví a conectar aquel mensaje del contestador. No había duda. Bajé corriendo a la peluquería e hice una señal a Bea: ¡ven a la cocina!
—Era su voz. Ya te lo había dicho. Curioso, ¿no? Tal vez sepa algo sobre el asesinato —le dije—. Seguro que Barbara Kramer—Pech sabe algo. Lo averiguaré enseguida.
—¿Vas a ir a la redacción?
—Dentro de una hora.
—Yo te llevaré. Tom, ten cuidado.
—Nadie me va a romper el cráneo.
Al poco rato montábamos en el oxidado Renault de Bea. En el asiento de atrás estaba, como siempre, el palo de golf. Bea dejó una bolsa del salón detrás de su asiento.
—Unas cosillas para Eva Schwarz. Así no vas con las manos vacías.
Puso en marcha el viejo motor y alargó el cuello para salir del sitio en el que había aparcado. Me gusta el coche, es típico de Bea, como sus cambiantes colores de pelo.
—¿Te acuerdas de la primera vez que fuimos juntos en coche? —le pregunté—. Fue en Sylt. Me habías invitado a dar un curso y me recogiste en la estación con este coche. ¿Te acuerdas? Entonces aún tenías tu propio salón y estabas casada con tu cuarto marido.
—Por favor, no te pongas sentimental. Había llovido y los limpiaparabrisas estaban estropeados —Bea condujo con gran seguridad el viejo cacharro en dirección a Bogenhausen, hacia la Rosenkavalierplatz—. He leído tu horóscopo.
—¡Cuidado con el ciclista!
—Para un Acuario como tú es la mejor época para planificar el futuro con tu pareja.
—Qué más quisiera yo. Con Alioscha hace días que no consigo hablar, y él tampoco me llama. Y eso que le he dejado un mensaje, y en ruso.
—Es estupendo que puedas hablar con Alioscha en su lengua materna.
Bea se pasó al carril izquierdo. Dejé el brazo colgando por fuera de la ventanilla y pensé en mis palabras en ruso: «Al habla el peluquero».
—¿Y qué dicen de ti las estrellas? —pregunté—. Me parece que necesitas un amigo otra vez.
—En ello estoy —dijo Bea.
—¿Y cómo? No puedes ir a Isarauen y ya está. O a la sauna, aunque es probable que los fines de semana tampoco pase nada. Todo el mundo se ha ido de vacaciones.
—Entré en internet, en un portal para gente que quiere casarse.
—¿Es que siempre tienes que casarte?
—Hay que ayudar al destino. Eso decía siempre mi marido número cuatro. Me volví a mirar a Bea. En aquella época, el marido número cuatro había ganado a la lotería. Seis crucecitas habían producido el cambio, el chalet, el Jaguar, el garaje con calefacción, el club de golf. Fue una vida de lujo, hasta que Bea vino a la peluquería con dos maletas que su marido había registrado previamente buscando cucharillas de plata. Bea vive ahora en Haidhausen. ¿Añorará a veces su vida en Sylt?
Bea frenó como siempre, con suavidad para no asustarme. La sede de la editorial, un bloque simétrico, no se puede comparar con las bellas fachadas de la época de la Revolución industrial del barrio de Glockenbach, mi zona. Aquí trabajaba día tras día Alexandra. Pobrecilla.
—Gracias por hacerme de taxista —hice una pausa—. ¿Recuerdas lo que me dijiste como despedida aquella vez en Sylt, en tu salón?
—No.
—Dijiste: «Lo más bonito es cuando, al dar el color, queda en el pelo este brillo tan especial». ¿Te acuerdas?
—Y entonces me preguntaste: «¿Quieres ser mi especialista en tintes?».
Di un beso en la mejilla a Bea, recogí la bolsa que estaba detrás del asiento y me apeé. En la escalera me volví e hice una seña, pero Bea ya se había metido en el tráfico. Me fijé en la placa trasera del coche: B—EA. Para tenerla había matriculado un coche extra en Berlín.
La puerta corredera de cristal se abrió sin ruido. En el vestíbulo todo era azul grisáceo. Mármol del mismo color y veta que las bandejas para el desayuno que hay en casa de Stephan. En un cuadro sinóptico se veían los nombres de varias revistas. Pregunté el camino al portero.
—La cuarta —dijo.
Del ascensor salió un grupo de mujeres que pasaron taconeando ante mí «como flamencos», que diría Alioscha. Dentro flotaba una nube dulzona de desodorante y muchas clases de perfume. Contuve el aliento. El ascensor empezó a elevarse; la luz favorecía la imagen reflejada en el espejo aún más que en mi salón. Las puertas plateadas se volvieron a abrir y salí justo delante de un mostrador de recepción, tras el que sonreía una mujer que parecía llevar toda la vida esperándome. La temperatura había bajado lo menos cinco grados. Uno de esos horribles aparatos de aire acondicionado.
—Quería ver a Eva Schwarz; soy Tomas Prinz —dije.
La rubia cogió un auricular, pulsó dos teclas y profirió algunos leves sonidos que no entendí. Probablemente estaba informando de mi llegada al despacho de Barbara Kramer—Pech. La seguí por un pasillo sin ventanas; pasamos por delante de una puerta abierta. Delante de una fotocopiadora había una mujer que oprimía con las dos manos la superficie de cristal; no nos miró. Todo estaba extrañamente silencioso. ¿Era siempre así o se debía a la conmoción? ¿Los había dejado paralizados a todos el asesinato de Alexandra? No me pareció que se le pudiera preguntar aquello a la rubia.
Eva estaba sentada en una silla en el centro de la habitación, mirando la pared. En ella estaban colgadas en fila las páginas del siguiente número de Vamp en tamaño reducido, lo que llaman «minis». Delante había tres redactoras, figuras gráciles y bien peinadas.
—Qué bien que hayas venido, Tommy —dijo Eva sin apartar la vista de las minis—. Siéntate, por favor, ahora mismo acabo. Señoras, la sección de belleza me resulta demasiado incolora y la de viajes demasiado larga. Las noticias se pierden totalmente al lado del anuncio de pasta de dientes. ¿Podemos cambiarlo?
La pregunta era una orden. Hubo agitación entre las mujeres. Me senté en un hondo sofá de cuero blanco, orientado , hacia un gran televisor.
—Y, por favor, hagan que los cócteles de invierno tengan un poco más de colorido. ¡Tienen que entrar por los ojos!
En la mesa de Eva había un ordenador y un ramo de rosas blancas. Junto a una pluma cara se veía la ineludible agenda con el logo de alguna marca selecta. Símbolos de estatus que quizá todos necesitamos.
—Chicas, la bolsita de piel con aplicaciones es preciosa. ¿Dónde la habéis encontrado?
Las primeras páginas de Vamp llenaban la pared contigua a la ventana. Eva Schwarz es la soberana indiscutible de una revista con una tirada estable. Así lo pensaba yo por lo menos.
—¿Alguna pregunta?
La reunión había terminado y las tres mujeres salieron rápidamente. Eva cogió varios números de la revista y se sentó a mi lado. Alrededor de su cuerpo se enroscaban rayas de un rojo chillón, azules y amarillas. Nunca había visto a Eva tan colorista. El vestido apenas le llegaba a la rodilla y estaba marcadamente rematado con un cuello alto. Me llamó la atención su bien entrenada figura.
Nerviosa, apartó a un lado la piedra rosa que decoraba la mesa, abrió un número de la revista y me lo tendió.
—Quería preguntarte algo —empezó—. Nos conocemos desde hace mucho ya y, además, eres alguien que conoce el ramo... —en ese momento empezó a enredarse—. Entonces, conocías bien a Alexandra...
¿Qué ramo? ¿Las revistas femeninas, la peluquería?
—Eva, ¿de qué se trata?
—Mira esta página. Sí, la de las noticias de la sección de belleza. Y ahora las de los otros números —los abrió por determinadas páginas—. ¿Hay algo que te resulte chocante?
—No, parece igual que siempre.
—Te lo voy a decir. Hay una empresa que tiene una representación desproporcionada. ¡Clairmont! —casi se oyeron los signos de admiración.
—Si mis productos se mostraran de una manera tan destacada, yo sería un hombre de fortuna. Es una suerte para Clairmont y para ese monsieur... ese Duras.
—¿De qué conoces a Fabrice?
—Personalmente de nada. Lo vi contigo en la inauguración.
—Alexandra tenía mucho que ver con él. Ha llamado esta mañana temprano.
—Claro, no quiere perder la buena conexión con vosotros.
—Hablando con franqueza, esa conexión me parece demasiado buena —dijo Eva.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Tengo la sospecha de que Alexandra tenía una asociación demasiado estrecha con la casa Clairmont. A mi modo de ver, sus productos aparecen con demasiada frecuencia en la revista.
—Te refieres a... Quieres decir... ¿Crees que...? —titubeé—. ¿Crees que había dinero de por medio?
Eva hizo un gesto de asentimiento.
—Entonces, ¿por qué no interviniste? ¡Eres la jefa!
—Estaba todavía en la fase de observación. Quería estar segura antes de hablar con ella.
Pensé que Alexandra se había sentido observada por Eva, «espiada», según sus palabras. De todos modos, ella había aludido a su relación secreta con un compañero. ¿O al final resultaba que aquel Duras era el amante de Alexandra?
—¿Consideras posible, Tommy —preguntó Eva—, que Alexandra se dejara sobornar?
—Si quieres que te sea sincero... no lo sé.
—Ya ves, a mí me pasa algo parecido.
Está mintiendo, pensé. En realidad quería hacerme creer que Alexandra era corruptible. ¿Por qué? ¿Quería calumniarla? ¿Quería atraerme a una pista falsa? Mi mirada se encontró con la piedra, de agudos cantos. ¿Le habría destrozado el cráneo con aquel trozo de cuarzo rosa?
—Perdona que te lo pregunte de una forma tan directa —dije—, pero ¿por qué me cuentas todo esto?
Eva me contempló un momento desconcertada.
—¿Sabes, Tommy? —dijo—. Con el asesinato de Alexandra, este asunto aparece bajo una luz totalmente distinta. Me temo que pudiera guardar alguna relación con el asesinato. Tú conocías a Alexandra. Puedes calcular si estoy viendo fantasmas. ¿Estoy viendo fantasmas?
—No lo sé. No, en realidad no puedo creerlo. Por otra parte, estaba crónicamente sin blanca. Le encantaba el lujo y podía gastarse hasta el último céntimo. ¿No es posible que aceptara dinero de Clairmont? ¿Y de qué cantidades estamos hablando? ¿Por qué es tan malo? No somos santos ninguno.
—Tommy, se trata de nuestro honor profesional como periodistas.
—¿Qué ganaba contigo Alexandra?
—¿Últimamente? Noventa mil al año. Pero yo hubiera accedido a cualquier aumento de sueldo. Era de mis mejores colaboradoras. Tal vez incluso la mejor. Alexandra era creativa, estaba llena de ideas. Mira, esto es de ella —Eva cogió un número, lo abrió y golpeó el papel con la mano plana. En él se leía en letras grandes: «COLORES EN EL AGUA».
Contemplé la hilera de fotos. Unas modelos de cabello largo se movían lascivamente bajo el agua. Todas nadaban en azul y turquesa. Muy artístico. Aquel trabajo quizá le gustara hasta a Alioscha. Debajo había una referencia a Clairmont. Pero estaban también los nombres de otros productos.
—¿Tienes ya a la sucesora de Alexandra? —pregunté.
Eva movió la cabeza.
—No puedo saltarme el orden del día de una manera tan sencilla. Ya le he pedido a Claudia que escriba una necrológica de Alexandra.
—¿Has hablado con la policía de tus sospechas? A la señora Glaser le interesaría saber que Alexandra era corruptible, que tal vez habría que buscar aquí al asesino.
—¡Por el amor de Dios! La cuestión es espinosa y no daría buena imagen de mi revista. Aunque aquí, gracias a Dios, sólo estamos hablando de una oveja negra.
Carraspeé y le entregué mi bolsita.
—Te he traído algunas cosillas —Bea había incluido solamente los productos mejores y más caros—. Los cuidados capilares de mi línea y un nuevo aceite perfumado. Sólo unas cosillas.
—Eres muy amable, Tommy —tomó los productos—. Podemos incluirlos en las sugerencias para regalar. La planificación para el número de Navidad va a toda marcha.
—Gracias.
—¿Tommy?
—¿Sí? —me puse en pie.
—Querría pedirte que no hablaras a nadie del asunto de Clairmont. Me gustaría que quedase entre nosotros. Confío en ti, Tommy.
—Por supuesto —dije. —Y... Tommy...
—¿Sí?
—Haz algo con mi pelo. No tan radical como con Alexandra, pero quizás algo nuevo.
—Ya me inventaré algo.
Me hice una representación mental de cómo quedaría si Kerstin le hacía ondas de agua.
—Eva, me gustaría ver el despacho —dije.
Mi petición no pareció sorprenderla.
—La policía quitó los sellos ayer. Barbara te mostrará el camino.
Nos despedimos, con cierta frialdad según me pareció. En la antesala, Barbara Kramer—Pech se sobresaltó.
—Barbara, ¿quieres enseñar a Tommy el despacho de Alexandra?
—Venga conmigo —susurró.
Su rostro tenía aspecto abotargado; el cuidadoso maquillaje no podía ocultar que tenía un problema cutáneo. Barbara Kramer—Pech parecía cansada.
—Por aquí, por favor.
¿Por qué hablaba en susurros? En el oscuro pasillo una lámpara brillaba sobre una mesa.
—Ya estamos.
Había una foto enmarcada al lado de un enorme ramo de flores. Alexandra sonreía con picardía. La redacción había erigido un altar a la compañera muerta. Su nombre había sido eliminado ya de la placa que había junto a la puerta. Se leía en ella «Dirección de la sección de Belleza». Barbara agarró el picaporte y abrió la puerta, sin trasponer el umbral.
Era una habitación pequeña, comparada con el despacho de Eva Schwarz. En la pared de la izquierda había un recorte de Prince, en la de la derecha un calendario fotográfico, Robbie Williams en el mes de julio, de espaldas, con el trasero al aire. Como una habitación de adolescente. ¿Había llegado Alexandra a ser adulta? En una larga estantería, anaqueles atestados: algunos libros, pero sobre todo tubos, tarritos y frascos, muestras de todos los productos que se pueda imaginar. Al lado de la ventana que había junto al escritorio, archivadores de plexiglás rayado, vacíos. Probablemente la policía se había incautado de todos los documentos. Me sentí como un turista en busca de sensaciones que se siente decepcionado porque aquéllas no se producen. La habitación era triste y sórdida.
—Ahí estaba —Barbara me señaló una alfombrilla que estaba extendida en diagonal delante de la mesa—. Dentro de poco se pondrá moqueta nueva.
Así es la vida. ¿Qué me esperaba?
Barbara permanecía en el marco de la puerta, como una vigilante de museo que quiere echar la llave lo antes posible, en cuanto se vaya el visitante.
—Lo llamé a usted, Tommy —dijo de pronto.
—Ya lo sé.
Me miró como si quisiera decir algo y bajó los ojos. Me apoyé en el alféizar de la ventana y aguardé.
—Es sólo... —titubeó, miró hacia el pasillo por encima de su hombro, luego cruzó por fin el umbral de la habitación y cerró la puerta tras de sí—. Es sólo que no debe usted pensar mal de Alexandra.
—¿Por qué había de pensar mal?
—Usted y Alexandra se apreciaban. Alexandra siempre tuvo locura por usted... Quiero decir, únicamente como amiga —Barbara se sonrojó—. Debe usted conservar la imagen que tiene de Alexandra.
—¿A qué se refiere?
—No debe creer todo lo que Eva le cuente sobre Alexandra. ¡Alexandra no era tan mala! Quiero decir... —Barbara se interrumpió—, siempre decía cosas irreflexivas, no era precisamente diplomática, y algo así no es bien recibido aquí.
—Entiendo —pero no entendía nada—. ¿Hubo algún enfrentamiento?
—Directo, no. Aquí no hay enfrentamientos directos. Pero sé que Eva quería librarse de Alexandra. No le quitaba ojo. Eva temía la competencia.
—Entonces, ¿es que Alexandra le hacía la competencia?
—Alexandra tenía la sección más importante. Hizo un trabajo redondo. Consiguió buenos clientes para el departamento de publicidad. La dirección de la revista tenía buena disposición hacia ella, eso no es un secreto. Y esto justo ahora que a Eva le han tirado los dos últimos números.
—¿Eso qué significa?
—No se venden. Portadas equivocadas, titulares equivocados, eso puede pasar de pronto. Una modelo de portada que no gusta a las lectoras. La redactora jefe decide visceralmente y a veces no acierta en absoluto. Esto no puedo decirlo aquí de una manera tan directa, al fin y al cabo es la jefa. Pero si Eva no consigue que la tirada vuelva a subir rápidamente, su puesto de redactora jefe se va a convertir en un asiento eyectable. Tomas, me estoy buscando problemas, le estoy revelando informaciones totalmente internas.
—¿Cree usted que Eva asesinó a Alexandra?
—¡Por el amor de Dios! —Barbara agitó las manos, como si de ese modo pudiera borrar todo cuanto había dicho—. ¡No puedo ni siquiera imaginar que alguien de esta casa haya sido capaz de hacerlo!
—Entonces, ¿Alexandra tenía amigos? Quiero decir, además de usted.
—Siempre tuvo a Claudia, ya sabe, Claudia Koch. Eran muy amigas, eso está clarísimo; trabajaban en la misma redacción, vivían en la misma casa. Eran las mejores amigas del mundo, a pesar de ser tan distintas. Lo que para Claudia es una cosa seria, para Alexandra era siempre un juego. En realidad no congeniaban en absoluto.
¿Estaba celosa Barbara? ¿De Eva Schwarz, de Claudia Koch, de todos los que estaban cerca de Alexandra?
—Para que no tenga una impresión equivocada —dijo Barbara—, no puedo afirmar que Alexandra y yo fuésemos amigas. Teníamos demasiado poco que ver para eso. Siempre lo he lamentado. Y ahora es demasiado tarde.
—Lo siento.
—¿Le habló Alexandra alguna vez de mí? —Barbara me miró esperanzada.
—Sí. No. Quiero decir, no lo sé —ahora me tocaba a mí sonrojarme.
—Puede que eso hubiera cambiado dentro de poco —Barbara me miró—. Mi Antje y Kai, el hijo de Alexandra, son uña y carne. Cuando los hijos experimentan su primer gran amor, eso une mucho a las madres. Puede que Alexandra y yo hubiéramos llegado a ser grandes amigas. Habría estado muy bien.
—Apreciaba usted mucho a Alexandra, ¿verdad? Era una mujer estupenda. ¡Tan alegre y atractiva!
—¿A que sí? Los dos, usted y yo, apreciábamos a Alexandra. En usted puedo confiar, ¿no?
Yo hice un gesto de asentimiento.
—Tengo un problema. Tal vez pueda usted ayudarme. Es un asunto desagradable.
—¿Qué?
—A Alexandra se le habían acumulado las facturas y los apercibimientos. Lo cierto es que hay un montón: Gucci, el Porsche, el escarabajo... y también sus facturas, Tomas. Están en el correo que tengo que abrir ahora. Hay que pagar muchas cosas. Y la cuenta de Alexandra seguramente estará vacía. Kai no debe enterarse de nada de esto, todavía es un niño, no sospecha nada malo en absoluto. No tiene ni idea de los apuros financieros de su madre.
—¿Está segura?
—Tuvo aquella riña con su madre, por desgracia el día del asesinato. Pobrecillo, es una carga que el chico arrastra ahora. En casos así uno quisiera no haber dicho muchas cosas, ¿no le parece?
—¿Qué riña fue ésa?
—Kai había pedido prestados a Claudia quinientos euros y Alexandra lo había descubierto. No quiso darle ella misma esa cantidad, aunque probablemente tampoco hubiera podido, estando sin blanca como estaba. Y yo le pregunto a usted: ¿para qué quiere quinientos euros un chico de dieciséis años?
Para drogas, pensé.
—Alexandra se enfadó pero de verdad: ¡andar mendigando a Claudia, a pesar de que su madre se lo había prohibido!
—¿Alexandra le contó a usted algo de esa pelea?
—No. Pero madre e hijo se gritaban de tal manera que se podía oír por todo el pasillo. Además se oía una y otra vez: «Si no haces lo que te diga, te vas con tu padre a Berlín». Eso surtía efecto la mayoría de las veces.
—Entiendo.
—La redactora jefe, es decir, Eva, detestaba que el chico anduviera dando vueltas alrededor de Alexandra y de Claudia. Aquí las puertas están siempre abiertas para todos, nadie tiene nada que ocultar.
—Por supuesto que no.
—Fue un error por parte de Claudia darle el dinero al chico. Alexandra intentaba ser consecuente, Claudia lo volvió a estropear. ¡Por supuesto, Alexandra no hizo ningún reproche a su mejor amiga! —Barbara Kramer—Pech me agarró del brazo—. Así son las preocupaciones de las madres, eso usted no lo puede entender, Tommy.
—Barbara, ¿es cierto que a Alexandra, cuando la encontraron muerta, le habían colocado la cabeza encima de un cojín? ¿Lo vio usted?
—Yo no miré. No quise ver nada. No sé lo que hicieron con ella. Por favor, déjeme ahora. Tengo que volver. El teléfono lleva todo el rato desatendido.
—Aquí tiene mi tarjeta, por si acaso. Y en cuanto a mis facturas a nombre de Alexandra... puede usted romperlas.
Cerró sin ruido la puerta a sus espaldas. Extenuado, me dejé caer en la silla que estaba delante de la mesa. ¡Vaya nido de víboras! No me fiaba ni de Eva Schwarz ni de Barbara Kramer—Pech. Pero ¿habría sido capaz alguna de ellas de matar a Alexandra? ¿Y por qué? Allí, en aquella habitación, había estado el asesino o la asesina. ¿Estaba la alfombrilla manchada de la sangre de Alexandra? Maquinalmente retiré el pie que tenía encima de la alfombrilla de colores. Giré con la silla sobre mi eje, crucé los brazos detrás de la cabeza y contemplé la variedad de productos de la estantería. Entre los libros, un título me llamó la atención: Los 666 secretos sobre su cuerpo. Saqué el volumen y cayó al suelo una nota. Llevaba un encabezamiento en alfabeto cirílico, dirigido a «Ms Kaspari». Desdoblé la hoja. Una breve misiva en inglés: «Mr Ivanov» garantizaba «discreción en el mencionado asunto» y esperaba una «eficaz colaboración». Intenté descifrar mentalmente las letras cirílicas. Una de las palabras era muskus, cuyo significado desconocía. Doblé la nota y me la guardé en el bolsillo del pantalón. Me escapé del despacho de Alexandra como un delincuente. Sólo pensé en salir de allí. Por aquel día ya bastaba. Cuando se acabó el pasillo torcí a la derecha. No había salida, sólo una puerta entornada; tenía que preguntar el camino. Cuando estaba a punto de llamar oí la voz de un joven:
—¡Por mucho que él se empeñe, no pienso ir a Berlín!
—De momento ten un poco de paciencia —respondió quedamente una voz de mujer. En la placa de la puerta se leía: «Claudia Koch, redacción de textos, psicología, pareja, sexo».
Llamé a la puerta.
—Disculpen, no quisiera molestar, pero...
Las cabezas de Claudia y Kai se volvieron al mismo tiempo en mi dirección.
—¡Señor Prinz! —exclamó Claudia, sorprendida.
—Estoy buscando la salida.
—¡Ya he oído que estaba usted en la casa! —Claudia se puso de pie y me alargó la mano. Tenía pecas claras en la nariz respingona y en las mejillas, y una sombra oscura debajo de los ojos. No era extraño. ¿Quién de nosotros había dormido bien aquellas últimas noches? Añadió—: Me alegro de que se haya asomado por aquí también.
—He traído algunos productos a Eva.
—Yo me voy ya —dijo Kai. El sofá era igual que el que había en el despacho de Alexandra. Claudia y Kai se dieron un abrazo. Kai, casi tan alto como yo, se inclinó y puso la cara junto al cuello de ella como un niño pequeño. Claudia estrechó a Kai durante unos segundos. Luego Kai se desasió. Al salir me dio la mano:
—Ciao!
—¡Kai! Lo de tu madre...
Kai tenía los ojos oscuros de Alexandra. ¿Tenía las pupilas dilatadas? Pensé en las drogas. No, su cara parecía hinchada. Había llorado.
— ... lo de tu madre lo he sentido mucho. Quizá querrías charlar. Cuando estés por la zona, ven a la peluquería, me alegrará verte.
—Gracias.
Claudia se puso las manos en las rodillas con los brazos estirados, apretó un momento los labios y de improviso dijo, en tono un poco demasiado alto y alegre:
—Ya que está usted aquí, tiene que acompañarme a comer.
—Con mucho gusto. Me vendrá bien tomar algo.
Claudia se inclinó sobre su mesa, en la que aparecían papeles, libros y prospectos en ordenados montones, sacó su monedero del bolso, que estaba en el suelo, y lo cerró cuidadosamente.
Recorrimos el pasillo.
—Aquí, todo sigue totalmente normal, ¿no? —pregunté—. A pesar del asesinato.
—Todo sigue totalmente normal —repitió Claudia irónicamente. Y yo tuve por primera vez la sensación de hablar con una persona normal—. ¿Y Kai?
Claudia oprimió el botón de la planta baja. Sus ojos, aun a la luz atenuada del ascensor, eran muy azules. ¿Lentes de contacto azules tal vez? Pero no la creí capaz de semejante engaño.
—Kai tiene que pasar por ello. Pero me preocupa.
—¿Viene con regularidad a la redacción?
Claudia hizo una inclinación de cabeza, y no me quedó claro si asentía a mi pregunta o saludaba al portero. Fuera, el calor me resultó agradable. Sólo entonces me di cuenta de que había estado helado de frío todo el tiempo.
—¿Dónde comemos?
—En el italiano de la Rosenkavalierplatz. ¿Te parece bien?
Caminamos uno al lado del otro. Claudia llevaba un vestido hasta los tobillos y zapatos planos. Andaba deprisa. Su cabello rubio se movía acompañando todos sus movimientos.
—No sé si Eva le ha hablado de sus sospechas —Claudia se volvió a mirarme.
—¿Te refieres a lo de Clairmont?
—El asunto, naturalmente, es un problema para Kai. Tiene mala conciencia porque no hacía más que pedir. Cree que fue él quien empujó a su madre a esos manejos con Clairmont. Qué tontería. He tratado de disuadirle de ello. Tengo que evitar que el chico se disguste ahora por algo.
—¿Y usted? ¿Se puede imaginar que Alexandra hiciera esos negocios con Clairmont?
Al parecer, aquello se había convertido ya en el tema de conversación de la revista.
—En realidad no teníamos secretos entre nosotros —contestó Claudia en voz baja.
—¿Así que Alexandra no le dijo absolutamente nada del tema?
Claudia se miró las puntas de los zapatos.
—Sin duda Kai se enteró por esa chica, esa tal Antje. Y ella lo supo probablemente por Barbara, su madre. Así luce la discreción entre nosotros, en la revista.
En el restaurante italiano, Claudia eligió una mesa en el extremo y pidió una ensalada sin mirar la carta. Yo hice lo mismo.
—Primero el asesinato y luego esas habladurías sobre Alexandra, la envidia por su éxito; es casi increíble y difícil de soportar —dije—, tanto más para Kai. Al fin y al cabo se trata de su madre.
—Es usted muy sensible, Tomas.
Claudia es la única en la redacción que no me llama «Tommy».
—¿Sabe una cosa? Quizá pudiera usted hacer realmente algo por Kai. Ahora necesita personas en las que pueda confiar, personas que tuvieron amistad con su madre. Tal vez le ayude un poco a pasar esta primera y difícil época.
—Pero, Claudia, ¿qué podría hacer yo? Por supuesto, podría cortarle el pelo.
Claudia sonrió y cerró los ojos durante un segundo.
—O, simplemente, estar ahí para él. Emprender cualquier cosa con él.
—Pero tiene a su novia.
—Alexandra no estaba especialmente contenta con esa relación. Y yo tampoco lo estoy. La chica es tan... cómo lo diría... fanática. Se parece a su madre, supongo. ¿Conoce usted a Barbara?
—Sí, he hablado con ella hace un rato.
Claudia untó una rebanada de pan con mantequilla.
—Barbara tiene ese síndrome de salvadora. Antje, su hija, también quiere salvar al mundo. Es muy activa con la protección del medio ambiente. ¡A lo mejor esa chica también le hace bien a Kai! A mí me parecería bien, siempre que el muchacho, aparte de nosotras, las mujeres, tuviera también un hombre con quien hablar.
—Tiene a su padre.
—Es cierto. Pero usted mismo sabe, Tomas, que la relación entre ambos no es la mejor. Kai fue siempre un niño de su mamá. Holger está en una situación difícil con él.
Un individuo de prominente nariz aguileña examinaba la terraza. Me resultaba conocido. El cuero negro de sus zapatos estaba tan pulido que tenía un brillo intenso. Recorría el empeine una costura central, como una cicatriz. Yo mismo había acariciado la idea de comprar aquellos zapatones tan buenos. Se quitó las gafas de sol y miró a su alrededor, como si buscara a alguien. Entonces caí en la cuenta: el desconocido de la inauguración. Saludó a Claudia, que se limitó a hacer una breve inclinación de cabeza en su dirección, y se marchó hacia el otro lado de la terraza sin prestarme atención. Un hetero arrogante, pensé, y pregunté:
—¿Quién es ése?
—Clemens Sander, nuestro director de publicidad.
—¡Un tipo apuesto, ese señor Sander!
—Pues sí, y él lo sabe muy bien. Para nosotras, las mujeres de la redacción, es el favorito absoluto.
Claudia se metió un trozo de pan en la boca y no dijo más. Sin duda había sido una leal amiga de Alexandra. Miré el reloj.
—¡Demonio!
—¿Qué pasa? ¿Ha olvidado una cita?
—¡Mi madre! Es necesario que vaya a recoger a mi madre al aeropuerto.
—¿Necesario?
—Cuando viene mi madre, hay que ir a recogerla. Y mi hermana no puede.
—Los ritos familiares. Sé lo que es eso. No se escapa uno de ello en toda su vida.
Dejé mi ensalada sin terminar.
—¡Claudia, por favor, prométame comer conmigo otro día! ¿Puedo llamarla por teléfono?
—¿Por qué no?
Nos despedimos. Salí a la calle y paré un taxi. Antes de subir vi que Clemens Sander se acercaba a Claudia con su vaso en la mano.
9
El avión de Zurich había aterrizado ya cuando aparecí en la sala de llegadas de la Terminal 2 del aeropuerto Franz Joseph Strauss. Había llegado tarde. Viajeros con pantalones cortos y camisas abiertas tiraban, como de perros desobedientes, de maletas que se inclinaban al rodar; niños pequeños tropezaban con mis pies. Era difícil tener una visión general con ese gentío; todos iban con prisa. Sólo una señora con sombrero empujaba lentamente el carrito con su equipaje a través de la multitud mientras inspeccionaba las caras de la gente. Era ella. A pesar del calor, mi madre llevaba un abrigo de verano encima del vestido, medias y guantes. Mi madre cuida las formas y aborrece el desaliño. Lo mismo que la impuntualidad.
—¡Mamá! —llamé. Ella se volvió. Me acerqué y la abracé. Luego ella me cogió la cara entre sus manos, me hizo inclinarme hacia ella y oprimió sus mejillas contra las mías, derecha e izquierda.
—¡Qué bien que hayas venido por fin!
Se quitó las gafas de sol y me examinó. Sus párpados parecían haberse vuelto más pesados, las arrugas se extendían como un fino grabado en la frente y las mejillas, pero las canas no habían logrado aún imponerse totalmente sobre el cabello negro, que en la nuca y en las sienes se había humedecido del calor.
Me preguntó:
—¿Te he sacado del trabajo?
—No exactamente. Siento haberme retrasado un poco. Se puso de nuevo las gafas de sol.
—¿Qué tal el vuelo? —inquirí—. ¿Has tenido buen viaje?
Empujé el carrito hacia la salida. Mi madre se agarró de mi brazo.
—No había nubes, una vista maravillosa, el vuelo fue magnífico, con la excepción del catering y el espacio para las piernas. ¿Para qué sigo reservando Business Class? En los últimos tiempos todo ha cambiado para mal. ¿Qué es lo que pasa? Son retrocesos, pequeños retrocesos disimulados.
—Por favor, mamá, qué clase de retroceso es que una compañía aérea tome unas cuantas medidas de ahorro. En nuestro país también hemos pasado épocas similares.
—Pero entonces tienen que poner más barata la primera. Si no, es un timo. Y no me gusta que no se juegue con las cartas boca arriba.
El taxista cargó el equipaje en el maletero. Mi madre conservó la cartera con sus iniciales grabadas —EP, Eleonore Prinz— y la colocó en medio de los dos en el asiento de atrás. Se la había regalado yo cuando, diez años atrás, se hizo cargo de la dirección de los negocios, la casa Prinz de Zurich y sus talleres de ropa. Mi padre había dispuesto que ella fuera su sucesora cuando su corteza cerebral empezó a encogerse y ya no quedó ninguna duda de que la enfermedad de Alzheimer iría oscureciendo poco a poco su entendimiento. Tras la muerte de mi padre, mi madre se instaló ante la pesada mesa de despacho de caoba, debajo de la cual Régula y yo nos escondíamos de pequeños como si fuese una cueva, cada vez que llegaba el día de pago y nuestro padre entregaba a las costureras el sobre con el salario. Mamá, lo primero de todo, introdujo el pago por cheque, trasladó la casa central al cantón de Zug, fiscalmente ventajoso, amplió el surtido, encargó una colección infantil y, el segundo año de su regencia, una colección deportiva, que se confeccionaban en lugares de Hungría y la República Checa.
El termómetro digital del salpicadero mostraba una temperatura exterior de treinta y dos grados, pero en el taxi hacía tanto frío como en una nevera. Para colmo, el conductor nos pidió que cerrásemos las ventanillas. Yo vacilé, mi madre hizo funcionar obediente el elevalunas y yo seguí su ejemplo.
—¿Cuándo tenemos la cita con Stephan? —me preguntó mi madre.
—Mañana, a las dos y media.
—Me alegro mucho de volver a ver a ese joven.
Mi madre quería a Stephan como a un segundo hijo y le había encomendado sus negocios cuando murió el abogado de la familia. Cuando a mí me parecía pesado, mi madre decía «precavido»; lo que en Stephan yo conceptuaba lento, para ella era «cauto». Stephan legalizaría notarialmente nuestras firmas, que habían de confirmar la compra de la fábrica de caramelos, y con ello daría validez legal a la adquisición.
—Antes vendrás a la. peluquería —dije—. Para cortar y teñir.
—Muy bien.
Mi madre, mientras tanto, contemplaba nuestro trayecto a través de los campos. Los bloques de oficinas que se divisaban en el horizonte estaban casi todos vacíos; desde el crac de la Bolsa y las quiebras de empresas no eran más que decorados. Alexandra se había metido hacía mucho tiempo en New Economy, esperando hacer dinero rápido y calculando unas ganancias cada vez mayores, cuando yo sólo estaba planteándome participar y Stephan ya había empezado a vender de nuevo sus acciones. Alexandra había despachado la pérdida con un encogimiento de hombros, había hecho alarde de una impasibilidad como la de las vacas que ahora pacían en las praderas, delante de las fachadas de cristal.
—¿Cómo va el negocio? —preguntó mi madre.
—¿El salón? Bien. Sólo que... he tenido algunos disgustos. Disgusto no es la palabra adecuada. Es una cosa que no se me quita de la cabeza...
—¿Se te ha ido un cliente? Esas cosas pasan, créeme, no se hunde el mundo ni quiebra una empresa por eso.
—No es ésa la cuestión. Han asesinado a una clienta.
—¡Oh! Caramba, eso es otra cosa.
—Sí que lo es.
—¿En tu establecimiento?
—En su despacho. Con un objeto puntiagudo, en la cabeza.
—¡Qué horror! ¿De qué círculos procede tu clientela?
Vi que el taxista nos miraba por el retrovisor y me incliné sobre la cartera para acercarme a mi madre. Olía a Chanel número 5. No recuerdo que mi madre haya usado nunca otro perfume.
—Alexandra era periodista de una revista femenina. Lo cierto es que es un trabajo inofensivo, en lo esencial es gente totalmente normal. Muchas de ellas son clientas mías.
—Vaya, te felicito cordialmente.
—Y no hago más que pensar en quién podría ser el asesino; al fin y al cabo conozco muy bien los círculos que frecuentaba esa mujer.
—Eso me recuerda la historia de la au pair de los Eisenblatt. ¡Figúrate, la chica desapareció de repente, fue a una sala de baile y no regresó! Te puedes imaginar las angustias que pasamos. Todos suponíamos lo peor: asesinato, secuestro, rescate... ¡todo es posible! Después, al cabo de cuatro días, hubo una llamada desde Milán; la chica estaba sana y salva, gracias a Dios.
—¡Pero, mamá, escúchame ahora!
—¿Tienes alguna sospecha? ¿Estaba casada esa mujer? ¿Tenía algún amante?
—Pues sí, estaba casada, pero quería divorciarse. Y tenía amantes, precisamente ahora uno de la editorial. No hay mucho donde elegir, pues allí trabajan casi exclusivamente mujeres.
—Ese hombre, el amante, ¿está casado?
—Lo está, lo sé seguro, la propia Alexandra me lo dijo.
Mi madre se agarró con una mano al asiento delantero y dijo al taxista:
—Por favor, mire hacia delante y concéntrese en el tráfico —se recostó de nuevo en el respaldo—. ¿Quién es Alexandra?
—La muerta. Poco antes del asesinato estuvo en la peluquería para cortarse y teñirse el pelo.
—Tal vez fue la mujer del amante. Una mujer nota si el marido la engaña, créeme.
Volví la cabeza para mirar a mi madre. El peso de las piedras de sus pendientes había alargado los agujeros con el paso de los años. ¿Lo decía por experiencia? Qué sabía yo del matrimonio de mis padres. Siempre había creído que habían sido una pareja perfecta, un buen equipo. Mi padre le llevaba quince años a mi madre. Había hecho prosperar la empresa mientras ella se ocupaba de los hijos, del personal y de la beneficencia. Al morir mi padre, ella creó una fundación para la lucha contra el Alzheimer. Mi padre nunca tuvo mucho tiempo para nosotros, nunca nos llevó de camping ni a la feria. ¿Nos conocía? A veces, Régula y yo nos preguntábamos qué clase de persona era en realidad. Yo sabía mucho más de Alexandra. Que polarizaba a las personas; o le profesaban una admiración sin límites o la rechazaban totalmente. No había término medio.
—¿Sabes una cosa muy llamativa? —dije.
Mi madre se echó hacia atrás y me miró con atención.
—Cuando encontraron a Alexandra, tenía la cabeza encima de un cojín. Debía de estar así como en un ataúd, como estaba papá, ¿te acuerdas?
—Hijo, no se puede comparar.
—Hay que compararlo. Al hacerlo, el asesino reveló que conocía muy bien a la víctima. Más aún: la apreciaba, quizás incluso la quería. ¿Entiendes? No fue algo premeditado, debió de ser un acto impulsivo. El autor se arrepintió inmediatamente. Pero ya era demasiado tarde.
—Puede que tengas razón —dijo mi madre—. Pero atengámonos a los hechos. ¿Qué hay de los parientes más cercanos? ¿Tenía familia? ¿Tenía hijos?
—Un hijo, en plena pubertad; toma drogas, necesita dinero. Pero no me cabe en la cabeza que un chico tan agradable... a su propia madre...
—¿Y el padre?
—¿Holger? Un tiparraco. Alexandra hubiera tenido que pelear con él por la custodia del hijo. Además tuvieron bronca por una finca en Bonn y por el piso de aquí, de Munich.
—Entonces, ¿el hijo hereda algo por lo menos?
—Según parece, nada más que deudas. Pero todavía no es mayor de edad, de modo que todo pasa al padre.
—Las deudas se repudian, es de esperar que las propiedades vayan al marido y no al banco. ¿Qué tal se llevan padre e hijo?
—El chico tendrá que llegar ahora a un arreglo con su padre, aunque no lo puede soportar. No es de sorprender: siempre que su madre ya no sabía qué decir, le amenazaba con mandarlo a Berlín con su padre, como en efecto sucedía al menos en las vacaciones.
—Menuda situación —mi madre movió la cabeza—. ¿Toma drogas por eso el chico? Por suerte, con vosotros no hubo ningún problema en ese sentido.
Dejamos la autopista en Schwabing y nos metimos en el carril de la izquierda. Iríamos por la calle Leopold al centro, al hotel Bayerischer Hof.
—Régula y yo tuvimos también nuestras experiencias, sólo que tú nunca te diste cuenta.
—Me hubiera dado cuenta, puedes apostar tu vida.
—Tú te creías, además, que yo iba a ser un donjuán porque de pequeño siempre jugaba con niñas.
—Siempre estaban detrás de ti.
—Eso querías creer. Los padres creen lo que se ajusta a sus planes, se hacen sus fantasías sobre lo que tienen que ser sus hijos y, luego, muchas veces no tiene nada que ver. También pensabas que yo me interesaría por la empresa y un día me haría cargo de ella, sólo porque soy presumido y la ropa es importante para mí.
—Ah, Tomas —mi madre me apretó la mano—. Naturalmente, nos habría gustado mucho que te hubieras casado con una buena muchacha, o que por lo menos Régula se hubiera hecho cargo de la empresa. Por mí, también su marido, si hubiera tenido el talento necesario. Pero sé cuándo tengo que aceptar los hechos.
—Tú sólo te das por vencida cuando realmente no ves ninguna oportunidad más.
Desde el Arco de la Victoria nos contempló la cuadriga tirada por leones y conducida por Bavaria.
—¿Es ésta ya la calle Maximilian? —preguntó mi madre.
—No, es la Ludwig.
A mi madre no le gustan las discusiones que tienen que ver con el pasado. Ella quiere influir e imponerse. Tal vez fuera ése el motivo de que Régula y yo abandonáramos Suiza y acabáramos en Munich. Aquí lo dejan tranquilo a uno cuando quiere. Aparte de en Munich, sólo me podía imaginar viviendo nuevamente en Londres. Tras años de vagabundeo me había vuelto muy sedentario.
Los edificios de la Universidad Ludwig Maximilian y la Biblioteca Nacional, pomposos y, como decía Alioscha, «un poco faltos de imaginación», pasaron rápidamente ante nuestros ojos; en medio, apretada, la iglesia de San Luis. En su interior Alioscha me había enseñado un cuadro, el Juicio Final, uno de los tres frescos más grandes del mundo. Permaneció inmóvil delante del cuadro de colores caramelo pálidos. Tal vez algún día ya no querría irse de Munich.
Nos detuvimos ante el Bayerischer Hof. El portero abrió la portezuela del coche a mi madre, el botones sacó el equipaje del maletero, el jefe de recepción hizo una reverencia. También esto era Munich. Saludé al jefe de recepción como a un tío al que se ve una vez al año en una fiesta familiar. Me pareció que su coronilla de pelo se había hecho más estrecha y su calva más grande. En el salón de la suite número 43, donde mi madre se alojaba siempre, había una botella de champán en un cubo; en un plato, unos petits fours que mi madre no tocaría.
Me tumbé en el sofá.
—Este calor acaba conmigo.
—Escancia un poco de agua con burbujas —dijo ella desde el vestidor.
Mi madre colgó su guardarropa en las perchas: el vestido floreado para la mañana, el traje de chaqueta para la cita con el notario, la blusa con lilas para la tarde. En la maleta estaban además el traje de baño con estampado de rosas y el gorro de baño rosa. A mi madre le encantan las flores. Brindé a su salud. Ella bebió unos sorbos y miró a su alrededor.
—Lo que disfruto de estar aquí, en mi pisito de dos habitaciones. Se abarca de un vistazo y no hay que ocuparse de nada. Ninguna gotera, o una ventana que no cierra, nada. No hay que trabajar. En la piscina puedes pedir que te dejen un bañador.
—Tengo que ir al salón.
—Un poco de ejercicio te haría bien. Mírame a mí. Estoy en plena forma. ¡Qué te crees! Cuando estuve nadando hace dos semanas, mantuve mi tiempo de estos últimos años. ¿Qué dices ahora?
Mi madre cruza a nado todos los años, siempre en julio, el lago de Zurich, algo que para todos los zuriqueses es una cita obligada. Yo odio esos festejos de masas, con miles de personas chapuzándose en el agua una tras otra; a mi madre le encanta. A sus sesenta y cuatro años rebosa salud. Muchas de mis clientas, que compran caros abonos para gimnasios y siguen drásticas dietas, no tienen su resistencia.
Fui al baño. Mi madre había alineado ya delante del espejo sus artículos de tocador. La mayoría de los productos para el cabello que utiliza son de mi línea. Entre la crema de noche y la colonia había un tratamiento capilar. Aquel frasco panzudo no era mío, mi madre había cambiado de marca. Es muy raro que mi madre deje una costumbre. Miré la etiqueta. El frasco era de Clairmont.
—¿No tomas más champán? —preguntó mi madre desde el otro lado de la puerta cerrada. En la televisión oí «Amor y dolor», la sintonía de la serie preferida de mi madre.
10
En el salón, todos los sillones estaban ocupados. Dennis saludaba a su clienta habitual, la señora Lachmann, cuyo cabello se parecía al de Lena Valaitis. Pasadas dos horas, cuando ya estuviera lavado, cortado y planchado, tendría el aspecto del de Demi Moore. Dos desconocidos caniches blancos con look afro dieron la vuelta corriendo, como teledirigidos, a los asientos ante el espejo, levantando los pelos que había en el suelo. Benni, mi aprendiz, y en el que era su primer día después de sus vacaciones, no daba abasto a barrer. Había un olor a menta, aceite de cítrico y aguacate. De pronto me sentí libre y aliviado. El salón me hacía el efecto de una droga de la felicidad. Puse el CD de Leningrado, hojeé los recibos para hacerme una idea de los ingresos y tarareé el estribillo ruso de mi canción favorita, en la que en algún momento se habla de plátanos y de marihuana. Era lunes, 27 de julio. Por el pasillo vino Bea a pasitos desde la parte de atrás. Llevaba una falda estrecha hasta los tobillos. No sonreía. Parecía inquieta.
—Ha llamado la Glaser.
Bajé el volumen de la música.
—¿La comisaria de lo criminal? ¿Qué quería?
—Tienes que ir a la jefatura. Es urgente.
—¿De qué se trata?
—Ni idea. Le dije que estabas de camino al aeropuerto —Bea rió para sí—. Me pareció irritada.
—¿Soy sospechoso ahora? ¿Piensa que quiero quitarme de en medio?
—Quería tu número de móvil y casi no se podía creer que no tengas. Dice que vayas a verla de inmediato.
—¿Cómo se imagina que funciona esto?
Saqué la cartera, donde, entre los billetes, tenía la tarjeta de visita de Annette Glaser. Cayó al suelo un papelito.
—Ya se lo dije yo —Bea recogió el papel—. Señora Glaser, le dije, cómo se imagina usted que funciona esto, Tom tiene clientes, no puede coger y... —desplegó la nota como si fuera la cosa más natural del mundo—. ¿Ruso? ¿Ahora te tratas con Alioscha por escrito?
—No nos hemos escrito en la vida. He encontrado esa nota en el despacho de Alexandra. Bastante insignificante, una simple carta comercial. Pero aquí pone muskus; no sé lo que quiere decir. Tengo que mirarlo en el diccionario.
—¿Y qué tal te fue en Vamp? ¿Has averiguado algo?
—Bea, tengo cosas que contarte. Pero es preciso que llame enseguida a la Glaser.
—Te espera a las cinco y media —dijo Bea—, de modo que antes puedes despachar tranquilamente la cita con la Körting.
—Brigada criminal, calle Ett —leí en la tarjeta de visita—; justo vengo de allí, está al lado del hotel de mamá, el Bayerischer Hof.
La mujer que se dirigía hacia el mostrador llevaba el pelo oculto bajo un pañuelo e iba camuflada con las habituales gafas oscuras.
—¡Franziska!
La abracé. Conozco a Franziska Körting desde su primer papel como protagonista. La peiné en aquella ocasión. Hacía el papel de una cleptómana lesbiana, que la encumbró a icono del mundo lésbico alemán. Cuando se hartó de aquello, huyó a París y se casó. Durante todos estos años ha mantenido su lealtad hacia mí; cada seis semanas viene desde Montparnasse al barrio de Glockenbach para cortarse y teñirse.
—¡Tomas, es una catástrofe! —dijo, y se quitó las gafas con un ademán como si fuera a enseñarme un ojo a la funerala. Tiene los almendrados ojos muy separados. Se desató el pañuelo y entendí lo que quería decir. El pelo, de un amarillo detestable, estaba apagado y sin brillo ninguno.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Una maquilladora del plató. ¡Hubiera podido matar a esa puerca a golpes con la toalla mojada!
Tenía el pelo estropajoso. Una sobredosis de oxidante.
—No te apures; sabemos cómo arreglarlo.
Ordené a los caniches que se echaran de una vez y conduje a Franziska Körting por el pasillo a uno de los lavabos, donde Benni se hizo cargo de ella. Detrás, junto a la puerta que daba al jardín, estaba Bea tiñendo y hablando en voz baja de Saturno, Géminis y Cáncer. Más tarde me contaría que había hecho a bote pronto el horóscopo de los caniches. Busqué a Franziska Körting en el fichero.
Cada cliente tiene una ficha en la que, después de cada cita, se apunta la combinación del nuevo color de pelo. Christopher, mi cuñado, me había ofrecido meter los datos en un programa informático, pero a mí me gustan los garabatos que convierten esas fichas en documentos personales. Delante de Körting iba Kaspari.
La primera anotación era de octubre de 1998, Alexandra se había teñido de rubio oscuro, aclarando un grado las capas. En aquella época tuve mi fase loca con Matteo. Luego, una lenta evolución hacia el rojizo, cuando ascendió Eva Schwarz a redactora jefe. El cambio radical tuvo lugar a principios de 2000: el cabello de Alexandra pasó a ser negro de golpe, con flequillo largo; entonces ya era jefa de la sección de belleza, el matrimonio con Holger Kaspari se había ido al garete. El último tinte, del 22 de julio, ya no lo había anotado, no tenía ya ningún sentido. En algún momento cerraría el currículum de colores de Alexandra. Ahora no quería tocarlo.
Hubo que oscurecer dos tonos el desafortunado color de Franziska Körting. Medí cuarenta gramos de Light Ash Blond, del número ocho, para el cuerpo del pelo. La dosis la improviso en el momento. Seis gramos de pigmento Ash de Violette Blue, pero sólo para la raíz. Repartido por todo el cabello hubiera tenido el efecto exactamente contrario: le hubiera dado un aspecto gris y sin vida, sobre todo a la luz de los focos. Decidí aplicar un acondicionador para el color a fin de crear una naturalidad que el pelo en realidad no posee. Teñir es un arte, fingimos cosas y, con sutileza, damos al cliente una imagen que le favorece.
Benni acompañó a Franziska Körting para el tinte a la zona con el parquet de color mate. Se estaba muy tranquilo allí detrás. Por la ventana abierta entraban los sonidos del órgano de la iglesia, como a menudo sucede los lunes en esta época. Franziska Körting me sonrió por el espejo. Yo le sonreí a mi vez y aparté a Alexandra de mis pensamientos.
—¿Tienes descanso en el rodaje estos días? —le pregunté, empezando a desenredarla.
—No, ya han acabado conmigo. Desde todos los puntos de vista, ya lo ves.
¿Le había cambiado el nacimiento del pelo? La peiné hacia un lado. Detrás de las orejas había dos finas cicatrices, el desplazamiento de la piel era todavía mínimo. A partir de entonces avanzaría con cada lifting, como sucede en muchas mujeres, que al final parecen planchadas. ¡Franziska no tenía aún cuarenta años! En el carrito que estaba junto a mí, Benni había preparado una pila de papel de aluminio, cuidadosamente cortado en rectángulos. Luego trajo una infusión y permaneció allí de pie, a cierta distancia. Benni estaba aprendiendo.
—Hasta la próxima producción me quedan aún tres semanas. Voy a rodar otra vez con Herbert —dijo Franziska Körting.
—¡Te felicito! —Herbert, el director, un viejo amigo, no necesita mis servicios; desde que lo conozco está completamente calvo—. ¿Y de qué va la nueva película?
—De amores trágicos. Yo soy una empresaria ninfómana. Ya conoces a Herbert, le encantan los temas espinosos.
—Oh, sí.
Apliqué el producto en tres etapas y lo envolví todo en aluminio. Franziska Körting hablaba de las desdichas de la ninfómana, pero yo apenas le prestaba atención. La citación de la comisaria me enojaba. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué no venía a verme ella? ¿Quería intimidarme? Sólo una vez había estado en una comisaría de policía. Stephan y yo, siendo adolescentes, nos habíamos metido en un coche que estaba aparcado. Nos sentamos, nos fumamos unos cigarrillos e imaginamos cómo sería hacer un puente y marcharnos a Winterthur o a pasar la frontera y llegar a Constanza. La policía nos pilló; mi padre vino a recogerme a la comisaría. Sonrió y —como tantas veces— no dijo nada. Fue una cosa inofensiva. Pero ¿y ahora? ¿Tenía algo que temer? Sea como fuere, se trataba de un asesinato. Lo cierto era que para la hora del crimen no tenía ninguna coartada. Estaba solo en mi casa, añorando a Alioscha, sin testigos. ¿Había pasado a ser un sospechoso?
— ... hasta que por fin le curan su enfermedad —dijo Franziska Körting.
—No debe de ser fácil meterse en un personaje así —dije yo.
—Me he preparado de forma intensiva. Para mí es un reto. Y artísticamente me hace avanzar. Eso desde luego.
Franziska Körting siguió hablando, y yo me dije que la cita en la brigada criminal también podría serme de utilidad. Tal vez la señora Glaser me diera alguna información, por ejemplo, acerca del arma homicida. Sin embargo, ahora había que excluir la autopsia, puesto que ya habían transcurrido seis días desde el asesinato. ¡Seis días! Seis días antes Alexandra había estado aquí sentada hablando. Quizás incluso de su asesino. Era para llorar.
—Ansbach es todo lo que ella conoce, ahí puedo yo aportar muchas cosas de mí misma como persona.
—¿Ansbach? —inquirí—. ¿Allí rodáis?
—Y en Los Ángeles.
—Qué curioso.
—Ésa es la palabra adecuada. Una historia de locos.
Franziska Körting hablaba, yo reflexionaba. Quizá en la redacción habían llegado a un callejón sin salida: Kai quería dinero, Alexandra estaba agobiada, puso fin a la discusión de manera rigurosa, como era su estilo, amenazó a Kai con enviarlo a Berlín con su padre. Kai se disparó.
— ... y se enreda con la gente equivocada, una odisea a la infelicidad.
Es una sensación repugnante, cuando otros deciden sobre la vida de uno y no se puede hacer nada.
—¡Y, es horrible, ella no puede hacer nada en absoluto!
Conozco esa sensación desde mi niñez. Lo recordé. Fue la primera vez que me enamoré: de Steven, el chico que vino de Inglaterra en un intercambio escolar con Régula. Me gustaban su acento y la pelusilla rojiza que tenía sobre el labio superior y la cinturilla del pantalón. Me enseñó fotos, primero de la familia real, del príncipe Eduardo, al que adoraba, y luego fotos suyas, nos dijimos las palabras, primero las universales, luego nos exploramos en regiones excitantes. Detrás del cobertizo de las barcas, a la sombra de los rododendros, Steven pasó a los hechos como si fuese una parte ineludible de la clase de inglés; me mostró cada parte de su cuerpo y la nombró. Yo estaba conmocionado, pero Steven se rió, dijo my dear y yo pensé que sería correcto.
Para mi madre, la proximidad entre nosotros fue demasiado. Un día, cuando volví del colegio, junto al plato de Steven sólo estaba la servilleta doblada, pero su silla, en la mesa del comedor, estaba vacía. Steven se había marchado. Mis padres habían decidido lo que consideraban acertado. Yo me enfurecí y lloré, pero no pude hacer nada. Mi padre se fue a su despacho, mi madre dijo: «Es mejor así». Jamás volví a ver a Steven. Me pregunto si tendrá esposa e hijos.
—¡Tomas, te he hecho una pregunta!
—¿Qué decías?
—¡Tienes que adivinar cómo termina!
—¿Cómo termina? ¡Haces unas preguntas! —respondí—. A lo mejor regresa a Landshut y recuerda. Recuerda las cosas en las que antes creía.
—¡Tienes razón! Regresa a Ansbach. ¿Qué te parece? ¿Demasiado inesperado?
—Podría quitar de en medio a ese tipo, a ese amante, ¿no?
—Ahora que hablas de eso: ¿has oído algo del asesinato de la mujer que antes de que la mataran fue a la peluquería?
Vinieron los caniches a pasitos, olisqueando. A sus rizos blancos se había adherido pelo oscuro de una clienta nueva y arrubiado de la señora Lachmann.
Cogí el espejo. Franziska Körting se contempló desde todos los lados y elogió el peinado. Fue a la estantería, cogió su champú y su fijador y preguntó:
—¿Se puede comprar esta pequeña pirámide de cristal tan bonita?
Yo le expliqué:
—Mis premios no están a la venta.
Esperaba que Bea tuviera tiempo de darme un masaje en la cabeza antes de acudir a mi cita en la brigada criminal.
11
«Oficina 308», había dicho el agente que estaba en el control, junto a la entrada. Mientras avanzaba iba leyendo los números que aparecían en las placas grises de las puertas: 304, 306. Cuando llamé, no hubo respuesta. Annette Glaser estaba de pie, inclinada sobre su mesa, y empujaba de un lado a otro un cuaderno, bolígrafos, sellos de goma, una polvera y otros cachivaches. Había vaciado su bolso.
—¡Buenos días, señor Prinz! —Annette Glaser apenas levantó la vista—. Siéntese, por favor. Me alegro de que haya encontrado tiempo a pesar de sus citas.
No me estrechó la mano.
Me senté en la silla de las visitas, que era más baja que la de Annette Glaser. Hacía un agradable fresco en la habitación, de alto techo. El mobiliario era del tipo burocrático mediocre. Dos escritorios, sillones giratorios y un enorme archivador con caja fuerte. Así me imaginaba yo la policía, gris; no, más bien verde. Y entre los gruesos muros de aquel imponente edificio antiguo. Debajo de una lámpara moría de muerte lenta una palmera. Era una desolación diferente de la que reinaba en los despachos de la redacción de Vamp.
Annette Glaser metió la mano en el bolsillo lateral de su jersey, que le llegaba casi a la rodilla, y sacó una barra de labios, probablemente caoba. Se sentó y dijo, mientras se pintaba los labios:
—Seguimos investigando el caso Kaspari.
—¿Han adelantado algo?
—Por eso quería hablar con usted —Annette Glaser me miró directamente por primera vez. El lápiz de labios no era más que un protector incoloro.
—Si puedo ayudarles... —dije.
—¿Le apetece un café?
—No, gracias.
—Muy bien. Señor Prinz, ¿qué hacía hoy por la mañana en Vamp?
—¿Hoy por la mañana? Tenía una cita con la redactora jefe. ¿Cómo sabe que estuve allí?
Durante un momento se formaron arruguitas alrededor de los ojos de Annette Glaser.
—¿Cinco días después del asesinato de su clienta habitual visita usted a la redactora jefe de Vamp? ¡Algún motivo tenía que haber!
Contesté con tranquilidad:
—Quería ver a Eva Schwarz por el extra de Navidad.
—¿Alexandra Kaspari murió hace cinco días y habla usted con la señora Schwarz de la fiesta de Navidad?
—Del extra de Navidad, no de la fiesta.
—¿Y qué más?
—Naturalmente, hablamos de Alexandra. De que era una superperiodista. De que tenía muchas ideas. Y de cómo iban a seguir las cosas. De lo que se habla cuando a dos personas las une otra a la que han conocido y estimado.
—¿Y además?
¿Debía hablar a la comisaria de las sospechas? ¿De que Alexandra había entablado una colaboración laboral tal vez demasiado estrecha con Clairmont? ¿Debía mencionar el nombre de Fabrice Duras, el gerente de Clairmont en Alemania? Pero todo aquello no eran sino especulaciones.
—¡Señor Prinz! ¡Se trata de un asesinato! Por todas partes me encuentro con personas corteses, guapas, bien peinadas, pero nadie dice nada. Estoy empezando a hartarme.
Yo también me sentí molesto. Ella me regañaba como a un colegial. A pesar de todo, tenía que considerar aquella conversación —¿o era un interrogatorio?— como un toma y daca y proporcionarle algunas informaciones.
—Desde la muerte de Alexandra —dije—, estoy dando vueltas a quién podría haber tenido interés en eliminarla —esperé, por si Annette Glaser decía algo, pero guardó silencio—. ¿Quién cree usted que fue el asesino? —le pregunté.
Annette Glaser respiró hondo.
—Aquí no estamos en un concurso de la tele, yo no creo nada, me atengo a los hechos. Esto no es un juego. ¿De qué habló usted con Eva Schwarz?
—A ella le había llamado la atención que en muchos números de Vamp se mencionaban muy a menudo los productos de Clairmont. Y precisamente en las páginas editoriales, de las que Alexandra era la responsable.
—¿Y qué? ¿Quiere usted decir que la señora Kaspari cobraba por hacerlo?
—No me lo puedo imaginar. Ninguno nos lo podemos imaginar. Alexandra no era esa clase de periodista.
La comisaria anotó algo que no pude leer.
—Usted conocía a Alexandra Kaspari más de lo que quiere hacer creer.
—Y usted está acusándome continuamente de no decir la verdad o de decirla sólo a medias. Por favor, déjelo. Yo soy peluquero. Valoro la discreción y no doy pábulo a habladurías con nombres y direcciones. Ni siquiera a la policía. Digo lo que sé, pero no soy un comisario. Haga usted su trabajo, yo hago el mío.
No me sentí del todo bien al hacer este discurso.
—Así no avanzamos —Annette Glaser se levantó y fue hacia la ventana. Su mesa tenía un aspecto desordenado. Alguien había limpiado cuidadosamente los restos de un glaseado de chocolate caídos de un plato de postre.
Ahora la Glaser tenía que desembuchar algo por fin.
—¿Ha averiguado usted algo sobre el arma homicida? —pregunté.
La comisaria no respondió y siguió mirando por la ventana. Se volvió hacia mí; a contraluz no podía verle la cara. Su figura era una sombra negra delante de la ventada con rejas.
—Aún no tenemos el arma —se cruzó de brazos—. Pero se trata de un objeto que se estrecha mucho hacia la punta.
—¿Tal vez unas tijeras? ¿O un abridor de cartas?
—¿Va usted por ahí con unas tijeras, señor Prinz?
Me reí.
—No, señora Glaser, ahí le tengo que dar un corte. Nunca llevo tijeras encima. En casa tampoco hay ninguna. Para mí las tijeras son una simple herramienta de trabajo.
—El autor o la autora sólo la golpeó una vez. La señora Kaspari perdió el conocimiento al instante y vivió sólo unos minutos como mucho.
—¿Hubiera sido posible salvarla?
La comisaria se interesó por mis sentimientos y preguntó:
—¿Cómo era de intensa su relación con la señora Kaspari?
—¿Cuántas veces me lo va a preguntar? ¡Ya he contestado a esa pregunta cien veces!
—La señora Kaspari había mantenido relaciones sexuales poco antes de su muerte.
—Ahora comprendo. Cree usted que Alexandra y yo... —solté una carcajada.
—¿Por qué le resulta tan cómico? ¿Tan insólito sería?
—Discúlpeme. Olvidé comunicarle que soy marica. Completa e inequívocamente homosexual.
—No lo sabía —la comisaria volvió a su mesa y se sentó—. Naturalmente. No podía ser de otro modo. Dígame...
—¿Sí?
—¿Es verdad que todos los peluqueros son maricas?
Yo estaba perplejo.
—¡Ya sé que es una pregunta tonta, perdone!
—No —dije yo—, la pregunta está justificada, quizá, mucha gente lo cree así. Pero es un prejuicio.
—Bueno, fíjese en sus colegas de aquí, de Munich. O en ese peluquero promesa de Berlín. Y hasta mi peluquero de Starnberg lleva un pendiente.
—Hay muchos peluqueros famosos que no son maricas. Vidal Sassoon, por ejemplo. Christian, el holandés, también. O piense en John Frieda.
—Ajá. Bien.
—Lo siento, pero al amante de Alexandra Kaspari lo tiene usted que buscar en otra parte. ¿No tiene ninguna pista?
—Estamos en plena investigación.
—¿Cree usted entonces que Alexandra fue asesinada por su amante?
—Sería una teoría.
—Pero ¿por qué tendría que ser su amante el asesino? Es seguro que Alexandra no quería casarse.
—Eso son especulaciones. Y debo decirle una cosa, señor Prinz: no juegue usted a los detectives. Si se pone a indagar por su cuenta, puede ser peligroso.
—Holger Kaspari estaba ya en Munich antes del asesinato.
—¿Cómo lo sabe?
—Por casualidad. Vi un permiso de estacionamiento detrás del parabrisas. Y llevaba fecha del día anterior al crimen.
—El señor Kaspari nos ha dicho que no vino desde Berlín en coche. El coche ha estado todo el tiempo en Munich. Lo hemos comprobado. Una compañera del señor Kaspari en Berlín ha confirmado su versión —Annette Glaser sonrió. Al parecer se había creído cada palabra de Holger Kaspari.
Después de aquella conversación estaba agotado, como después de un examen. Pero también me sentía confirmado en lo que de todos modos quería hacer: encontrar al amante de Alexandra. Se ofrecían dos: Fabrice Duras y Clemens Sander. ¿O estaba también el famoso desconocido? Quería hablar con Holger y con Kai. Por desgracia no podía dar una cita a los caballeros para cortarse el pelo. Pero tuve una idea de cómo podría arreglármelas. Con la ayuda de Stephan.
En el desierto patio me volví una vez más a contemplar el enorme edificio. «El noble aspira al orden y a la ley», se podía leer sobre el portal. ¿Debía sentirme lisonjeado ahora?
12
Vestido con unos pantalones cortos de deporte, me hallaba sentado al lado de Stephan en el BMW era por la mañana temprano, el reloj digital del panel de instrumentos marcaba poco más de las siete. Aguardábamos aparcados en un recodo de la calle George, frente a la casa en la que había vivido Alexandra hasta hacía una semana. Había hojas sobre el coche estacionado y en el bordillo de la acera. La tormenta de la noche anterior había refrescado un poco el aire por primera vez.
Kai sale a correr todas las mañanas por el Jardín Inglés, Alexandra siempre le había admirado mucho por ello. Mi plan era encontrarme allí con el muchacho como por casualidad; tenía la esperanza de que Holger le acompañara. Así podría enredarlos en una conversación y averiguar algo. Había que evitar por todos los medios que Kai desconfiara. Por eso había convencido a Stephan para que fuera mi cómplice.
Stephan estaba reclinado de través en el asiento del conductor y miraba hacia arriba, hacia las ventanas de la fachada.
—Yo creo que todavía están durmiendo. O se han ido hace rato.
—El coche de Holger sigue ahí. Seguro que salen enseguida, ten paciencia.
Stephan bostezó.
—¿Qué tal te fue con tu madre y Régula? ¿Salisteis?
—Ah, sí —dije—. Estuvo muy bien.
En realidad, la tarde había sido un tanto peculiar. En la terraza del Ederer, el aire era como el de un sótano húmedo con calefacción. Régula cavilaba delante de su ensalada, yo no hacía más que picotear mi dorada, sólo mi madre hablaba del citiso que tenía en el jardín, en Zurich. Yo jugaba con las gotas que burbujeaban en mi vaso y pensaba en Alexandra. Una vez le preguntó a mi hermana qué tal sentaba eso de que todo el mundo tachara de egoísta al marido de una, y a mi madre la había interrogado sobre si después de la muerte de mi padre no había vuelto a haber nunca un hombre en su vida. Alexandra siempre quería saberlo todo, quería provocar reacciones. ¿Qué diría Alioscha en esta tertulia? En la mesa vecina, dos parejitas se reían de algo; las paredes actuaban como un altavoz. Alioscha nunca hablaba alto ni era indiscreto. Reflexioné. ¿A quién vería ahora, después del trabajo? ¿Con quién cenaría? Probablemente iría en metro, apretujado en alguna parte en la hora punta. Y seguro que no estaría sentado a una mesa tan cuidada, tan puesta.
Eché atrás mi silla, murmuré algo, quería ir al baño. Entonces lo vi. Estaba en una mesa solo, el pelo mojado y peinado hacia atrás, en el rostro bronceado destacaban los labios, rosados como la camisa. Llevaba un caro traje marrón. Todo en Fabrice Duras era marrón y rosa. Como obedeciendo a un reflejo, saqué mi tarjeta de visita y me dirigí a él.
—Soy Tomas Prinz —empecé—. Usted no me conoce; la señora Kaspari siempre quiso presentarnos.
Duras levantó la vista.
—¿Conocía usted a Alexandra?
—Éramos amigos.
—Ha muerto.
Asentí con la cabeza. Duras tomó mi tarjeta.
—Tomas Prinz. Creo que Alexandra me habló de usted. Usted es un peluquero famoso, un artista. Es verdad, deberíamos conocernos.
Con el rabillo del ojo vi que Régula, aburrida, jugueteaba con su pelo y que mi madre estiraba el cuello para buscarme o para llamar al camarero.
—Ahora estoy con mi familia. Pero podríamos quedar para almorzar —propuse.
Me tendió su tarjeta.
—Está bien conocer a alguien que era amigo de Alexandra. Era una mujer fantástica.
—Sí que lo era. Le telefonearé.
Más tarde, después del aguacero, cuando las calles nadaban en agua negra y Kim, en el Arosa, me preparaba una última copa, noté que mis músculos volvían a relajarse poco a poco.
Esto había ocurrido la noche anterior. Ahora llevábamos casi una hora en el coche esperando a los hombres de la familia Kaspari. Yo estaba cada vez más nervioso, Stephan no disponía de un tiempo infinito.
—Tal vez hubiera sido mejor quedar sencillamente con Kai —dije. Y es que sin duda padre e hijo tenían otras cosas que hacer, tenían que preparar el entierro, decidir si féretro o urna, empanada o bizcocho.
Fuera, en el zaguán, hubo un movimiento. La puerta se abrió.
—¡Atención! —dije.
Dos niñas cogidas de la mano bajaron a la acera de un salto y se fueron corriendo y dando brincos, al ritmo de una bella melodía imaginaria.
Stephan miró el reloj
—¡Eh! —exclamé—, ahí están nuestras dos buenas piezas.
Holger y Kai se acercaron a paso rápido al BMW verde oscuro con matrícula de Berlín, que estaba aparcado al otro lado de la calle. Holger maniobró con extrema precaución para salir del estrecho lugar que ocupaba el vehículo, apretó inopinadamente el acelerador y salió zumbando.
—¡Venga, vamos detrás! —dije.
Stephan arrancó inmediatamente. En la calle Agnes se interpuso un Fiat entre ellos y nosotros, pero en el semáforo de Elizabethmarkt los recuperamos. Parachoques con parachoques, esperamos que cambiase a verde. Los ojos grises de Holger miraban fijamente por el retrovisor.
—¿Holger te conoce? —me preguntó Stephan.
—Nunca nos han presentado, pero, no me preguntes cómo, en cierto modo nos conocemos.
Seguimos por la calle Franz Josef hasta la Leopold; Holger puso el intermitente de la izquierda.
—Va hacia el Seehaus —dijo Stephan. Arrancó y metió gas en cuanto cambió el semáforo. Stephan siguió al BMW de Kaspari con tanta calma como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
Delante del Seehaus, detuvimos el coche fuera del aparcamiento. Holger empezó a dar saltos sobre la grava y a hacer círculos con los brazos; Kai le imitó. Era ya casi tan alto como su padre.
—El calentamiento es bueno para los músculos —dijo Stephan.
—Pero malo para mi vejiga. No puedo más —abrí la portezuela y me escurrí entre los matorrales.
—¡Pero, hombre, Tomas! —oí exclamar a Stephan—. ¿Dónde estás? ¡Éstos se nos van a largar!
Holger y Kai, corriendo, ya habían dejado atrás el Seehaus y tomado el camino que, por la orilla del lago Kleinhesselohe, conduce al Jardín Inglés. Reemprendimos su persecución.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Stephan. Corría junto a mí, sincronizado.
—Atajaremos por la pradera y les saldremos al encuentro. Salté la barra de hierro baja que separaba el camino de la zona verde; Stephan vino detrás de mí. La hierba estaba otra vez completamente seca. Había un madrugador como una estatua debajo de un álamo, haciendo yoga quizás; no se veía a nadie más en la extensa pradera. ¿Dónde estaban Holger y Kai?
—¡Puede que hayan tomado una desviación! ¡Maldita sea! —exclamó Stephan, en cuya camiseta el sudor dibujaba ya una cuña oscura. Por entre el follaje divisé el pelo plateado, cortado a cepillo, de Holger, que desaparecía.
—Por ahí van. ¡Deprisa!
—¡Es increíble! ¡Vaya con el chico, con su pata de palo! ¡Se nos está escapando como si tal cosa! Vaya idea descabellada que has tenido —Stephan jadeaba. El aire era más caliente cada minuto que pasaba. Aparte de un hombre que salió en una silla de ruedas eléctrica de un camino lateral, no nos encontramos con nadie. ¿Habían tomado otro sendero? Entonces aparecieron de pronto al final del camino. ¡Quién lo iba a decir! Aflojé el paso hasta un trotecillo cómodo.
—¡Hola! —saludé—. ¡Mira quién viene por aquí!
Kai llevaba un pantalón de deporte largo, probablemente por la prótesis; tenía la cara y el pelo húmedos.
—¡El señor peluquero!
Nos dimos la mano. Holger había seguido corriendo un trecho y se quedó donde estaba dando saltitos. Stephan se acercó con lentitud y se puso las manos en las caderas.
—¿Usted también viene aquí a dar vueltas? —preguntó Kai.
—Casi todas las mañanas.
—¿Vienes, Kai? —Holger no estaba de humor para charlas intranscendentes. Su pelo no tenía ni dos milímetros de largo, en sus musculosas piernas no había ni rastro de vello. ¿También los heteros se rasuraban ahora por todas partes?
—¡Papá, es Tommy Prinz, el peluquero de mamá!
Holger hizo una inclinación de cabeza. Antes de que yo pudiera iniciar una conversación, se fue corriendo.
—Tenemos que seguir —Kai se puso de nuevo en marcha.
—Oye, ¿tomamos luego un café en el Seehaus? —le dije mientras se iba.
—Okay, dentro de media hora —gritó Kai, y aceleró.
—¡De acuerdo!
Stephan y yo regresamos despacio. Stephan se mostró escéptico en cuanto a cómo me las iba a apañar con aquel «hueso duro de roer» que era Holger Kaspari.
—Ya lo verás —le dije, pero ni yo mismo sabía adónde nos llevaría aquello. Traté de imaginarme que Holger era el asesino, que Kai perdería también a su padre después de haber perdido a su madre, pero no lo conseguí.
Nos sentamos en uno de los bancos de la cervecería. Bajo los árboles surgieron Holger y Kai, haciendo un sprint final en los últimos cien metros. Holger iba delante, Kai le alcanzó y los dos cayeron casi al mismo tiempo sobre el banco donde estábamos. Respiraban con dificultad y reían sin prestarnos atención. Yo me sentí como un intruso y dije con desamparo:
—Habéis llegado lejísimos corriendo.
Holger empezó a dar saltos otra vez, Kai se remangó el pantalón.
—Esto escuece —dijo, y se soltó la prótesis de la pierna. Stephan apartó la vista. Holger fue al coche a traer algo de beber. Era la ocasión.
—¿Cómo te va, te las arreglas? —pregunté.
Kai se frotó el muñón.
—¿Quieres venir a cortarte el pelo un día?
—Le haría falta, ya va siendo hora, ¿no?
Se echó sobre la cara el pelo mojado y enmarañado, que le daba un aire rebelde. No era posible reconocer ningún corte.
—Se podría dar color —dije.
—Me da igual cómo esté. Exactamente igual.
—¿Cuándo es el entierro?
—El viernes. Va a ser un horror.
Hice un gesto de asentimiento.
—Ya estoy viendo a mi abuela. Y a la tía Isabel, que está siempre moviendo la cabeza y hablando de todo lo que no tenemos aquí. Toda esa parentela de la cuenca del Ruhr no tenía nada en absoluto que ver con mamá.
Kai deslizó la media pierna debajo de la otra.
—Ayer estuve en la policía —dije—; la comisaria me hizo todas las preguntas que te puedas imaginar.
—Eso me resulta conocido. Estoy hasta aquí.
—Al fin y al cabo hay que encontrar al asesino.
Kai clavó la mirada en el suelo.
—¿Crees que puedes ayudar de alguna forma a la policía?
Kai resopló audiblemente.
—La vieja no está en el ajo. No se entera. Todo ese tinglado me revuelve las tripas. ¡Como si fuera a dar algún resultado!
Llegó Holger con el termo, una botella de agua y dos tazas de metal. La botella pasó de mano en mano. Holger sirvió café en una taza y me la tendió. Él mismo bebió de la tapa y se quedó mirando los árboles, como si quisiera contar las hojas. Kai tampoco dijo nada más. He conocido poca gente como Holger Kaspari. Hablo con toda clase de gente, con barrenderos, catedráticos, maricas, gazmoñas y abuelas rusas, aunque no entienda su idioma. Forma parte de mi profesión. Pero Holger Kaspari me bloqueaba, como si rezumara un veneno que dejara paralizada la lengua. ¿Qué había visto Alexandra en él?
Tenía que iniciar la conversación de una u otra manera. Le pregunté:
—¿Cuándo llegó usted a Munich?
—Ya hace unos días —contestó Holger, que observaba cómo Kai se masajeaba la pierna desde el muslo hacia abajo—. ¿Tienes la pierna bien, Kai?
—Mis condolencias, señor Kaspari —dije—; yo conocía mucho a Alexandra. Ha sido espantoso. Nos ha afectado mucho a todos, aunque qué voy a decirle a usted.
Holger volvió a fijar la mirada en los árboles. ¿Se aburría, o es que la conversación le resultaba dolorosa? Daba lo mismo, yo continué. A fin de cuentas, para eso había organizado aquel encuentro.
—En su ambiente profesional se habla y se especula mucho sobre la muerte de Alexandra —añadí.
—¿Ah, sí? ¿Por ejemplo?
—No paran de hablar de su nuevo amigo.
Kai interrumpió su masaje y miró con fijeza un punto del suelo, sin levantar la vista.
—Nadie lo conoce —proseguí—. Alexandra me habló de él, pero de una manera bastante enigmática, mediante alusiones tan sólo.
—Eso no me interesa —repuso Holger.
—¿Sabes algo del nuevo amigo de tu madre, Kai? —pregunté al muchacho.
Stephan me dio un empujón.
—No me gustaría que Kai se viera enredado en esto —Holger se puso furioso—. Ya ha sufrido un golpe demasiado duro.
Yo no desistí.
—Por suerte está Claudia. Yo creo que Alexandra estaría muy contenta si supiera que su mejor amiga se preocupa tanto.
Stephan me dio otro empujón.
—Cuando haya pasado el entierro volveré a Berlín con Kai. Ya es hora de que el chico se aparte de todo esto, de poner tierra de por medio. Tenemos que irnos a casa. Pero esto no le concierne a usted en absoluto —Holger enroscó la tapa del termo—. ¿Vienes, Kai?
Kai cogió la prótesis y empezó a colocársela de nuevo. Ahora o nunca: tenía que hablar claro, ya no quedaba más tiempo. Tenía que estar del lado de Alexandra, ponerme impertinente, provocar una reacción.
—Además —añadí, mintiendo a la buena de Dios—, Alexandra, su última tarde, es decir, poco antes de ser asesinada, me dijo que usted estaba en Munich. Creo que la policía parte del supuesto de que en ese momento estaba todavía en Berlín.
—¿Qué pretende decir con eso? —de repente Holger empezó a farfullar.
—Que tal vez no le ha dicho toda la verdad a la policía.
—¿Cómo se atreve...?
Kai nos miraba a uno y luego a otro. Yo me sentía incómodo en aquella situación.
—No quisiera ofenderle —dije—. A mí todo esto me resulta irritante.
—¿Se da cuenta realmente de las acusaciones que me está haciendo? ¡Usted... usted, un peluquero!
—Discúlpeme, por favor —intervino Stephan—. Se trata únicamente de aclarar una contradicción. Usted afirma que en el momento en que se cometió el crimen no estaba en Munich, y su difunta esposa dijo lo contrario.
—¿Y usted quién es?
El rostro de Holger estaba tan rojo como el sol poniente.
—Stephan Hammerschmied, abogado.
—¿Abogado? ¡Pero esto es inaudito! No voy a justificarme ante usted. Si tiene que alegar algo contra mí, vaya a la policía. ¿Has terminado ya, Kai? —casi gritó Holger.
—Por favor, no se enfade. Lo siento.
—No se meta en lo que no le importa.
Kai se apretó los ojos con los puños.
—¿Qué significa esto? ¿Qué hacéis? —sollozó.
—¡Ya ve lo que ha provocado! —Holger cogió del hombro a Kai, que sollozó aún más fuerte.
—¡Déjame, dejadme todos en paz! ¡Mierda! ¡Que os den por culo a todos! ¡Mierda, mierda!
Holger se acercó hasta casi tocarme. En su lisa frente se destacó una vena que parecía una pequeña manguera, su aliento tenía un agrio olor a café.
—Esto le va a pesar, Prinz. Se lo juro.
Luego se marchó con su hijo a toda prisa hacia el lugar donde había aparcado el coche. Kai arrastraba tras de sí su pierna izquierda como si ya no formase parte de su cuerpo.
13
Acompañé a mi madre por el salón como si ella fuera un invitado oficial en visita a un país extranjero. Saludó uno tras otro a Bea, a Dennis, a Kerstin, a Benni y a los demás, preguntó por Kitty, que estaba de vacaciones, e inspeccionó las habitaciones con curiosidad. No había estado después de la reforma que había hecho dos años antes. Los colores claros de la zona delantera, donde se corta, le gustaron. Por el contrario, los abigarrados cuadros pintados encima del enlucido de la pared, una mezcla de abstracto y figurativo, le parecieron insoportables. Quiso informarse acerca del material del oscuro parquet, elogió la relajada atmósfera de trabajo y sugirió que unos multicolores tarros de caramelos en el mostrador podrían quedar muy vistosos.
Fue suficiente. Por fin estaba sentada en la silla con la capa puesta. Balanceaba las piernas y charlaba. A ella le interesaba la producción de caramelos de té y de café, a mí la demostración de que soy un buen peluquero. Le expuse el programa completo: teñir, cortar, una infusión. Mi madre pidió café, «un macchiato», y el Financial Times, por favor, la edición inglesa. Rechazó las revistas de papel cuché. Pasadas dos horas se daría la vuelta ante el espejo y afirmaría que otra vez le había cortado demasiado y que el color estaba bien.
Yo estaba molido y me eché cuan largo soy en el banco del patio. Además no había acabado de digerir el bocadillo que había comprado en el mercado y me había ventilado por el camino después de correr. En el salón sonaban risas, el chasquido de las tijeras, el zumbido de los secadores. Blancos jirones de nubes ondulaban en el cielo formando pequeños bucles, pero el sol brillaría pronto. Cerré los ojos. Dormir ahora, estar tumbado debajo de un árbol, que me hagan cosquillas con una brizna de hierba. Oí pasos en el enlosado. Alguien puso una taza encima de la mesa, dejó una cajetilla sobre el tablero y se sentó. Luego prendió un encendedor. Me gusta el aroma del tabaco al arder, me recuerda otro tiempo, al señor y la señora Berg, nuestros empleados, que fumaban en la cocina. A veces, la señora Berg me dejaba hacerle trenzas, unos rabitos de rata que, como un hippy, llevaba mientras cocinaba.
—Ahora cuéntame.
Era la voz de Bea.
—¿Por dónde empiezo?
Habían pasado tantas cosas...
—Ve por orden. Abre los ojos, si te es de utilidad.
Me concentré. Primero, la redacción. Había visto a Eva Schwarz en su bonita oficina blanca, con un multicolor vestido de papagayo, rodeada por las chicas Vamp, tan sexys, de varias portadas, pero amenazada por un negocio sucio en el que Alexandra se había metido secretamente. Su redactora se había vendido a la empresa de cosméticos Clairmont y con ese dinero había financiado el Porsche, las prótesis de Kai, las fiestas y las orgías de compras. Menudo embrollo. Nunca habría modo de salir de él. Clairmont era un anunciante muy lucrativo, y es de suponer que seguiría siéndolo. Al mismo tiempo, Alexandra, siendo como era una redactora creativa y comprometida, representaba para Eva Schwarz una competencia peligrosa, y es probable que quisiera su puesto. Todo eso le conté a Bea.
Bea aspiró y exhaló el aire.
—A Eva Schwarz le va bien ahora —dijo—. Se ha quitado de encima a Alexandra, ya no le hace nadie la competencia y el asunto del soborno no tiene por qué descubrirse en absoluto: nieves de antaño, ¿a quién le interesan ya? Seguirá trabajando con Duras, sin malgastar una palabra en el tema. Quizá sea él, en efecto, el amante.
¿Fabrice Duras, de Clairmont? ¿O mejor Clemens Sander, del departamento de publicidad? Alexandra había hecho referencia a un «compañero». ¿No resultaría al final que Duras era marica? En la inauguración de la exposición había estado coqueteando con Eva Schwarz. La comisaria diría que iba de rosa y por tanto era marica. Quizás había que hacer la prueba, sencillamente.
Bea ordenó en voz alta sus propios materiales.
—Eva Schwarz es una mujer refinada. No debes olvidar que Escorpión está regido por Plutón, y el corregente es Marte, dos planetas de las pasiones. Cuando la influencia es mala, Escorpión reacciona con violencia. Tú eres otra cosa totalmente distinta, Tom. Cuando Marte te es desfavorable, te vuelves presuntuoso y quieres tener siempre la razón, pero no surge en ti ninguna violencia.
Me pareció que Bea divagaba.
Le hablé de Barbara Kramer—Pech, la ayudante que idolatraba a Alexandra; puede que estuviera enamorada de ella. Pero Alexandra nunca le había prestado atención. Celos: ¿podía ser ése el motivo?
—¿Cuál es su signo?
Yo no tenía ni idea.
—Me imagino que Cáncer —dijo—. Barbara Kramer—Pech tiene una poderosa necesidad de apoyo, pero también quiere cuidar y mimar ella misma, ¿no es así? No obstante, si se ve rechazada, te puede hacer la vida difícil con su ansia de venganza. Pero no hay que menospreciar a un Cáncer, pues también es diplomático y astuto. Seguro que es Cáncer. ¿Tiene la cara redonda? ¿Mirada melancólica, barbilla redondeada, en general poco músculo? Justo, es Cáncer. Mi segundo marido lo era también.
Bea había hecho una descripción perfecta de Barbara Kramer—Pech.
—¿Y qué pasa con la Glaser? —inquirió Bea—. ¿Tiene ya el arma homicida?
—No.
Me acordé de la piedra que había sobre la mesa de cristal de Eva Schwarz: cuarzo rosa con picos y cantos. ¿Tendría ella la desfachatez de exponer el arma homicida con toda tranquilidad encima de la mesa en torno a la cual se sentaban las visitas?
—Ya sé que no te gusta oírlo, pero en Claudia Koch hay algo sospechoso —prosiguió Bea—. Se hace siempre la inocente, pero yo no me lo trago.
Bea y sus análisis, nunca para de hablar. Yo estaba nervioso.
—¡Pero escucha! —le dije—. Claudia era la mejor amiga de Alexandra, está completamente trastornada por el dolor.
—Por cierto, tengo la tarde libre.
—Lo he visto en el calendario. ¿Qué vas a hacer?
—He quedado con alguien que he conocido por internet, se llama Robert. Es ortopédico de la mandíbula, tiene cuarenta y cinco años, dos más que yo.
—Eso suena a formalidad.
—Lleva barba.
—Se puede afeitar.
—Querría pedirte un favor. Llámame a las cuatro y media. Si te digo: «Vete al lago Ammer sin mí», es que todo va bien. Pero si digo: «Okay, entonces voy a la Selva Negra», tienes que ir a recogerme. Estaremos en el Dukatz. ¿Me haces ese favor?
—Pues claro, te llamaré en cuanto hayamos terminado con Stephan.
Marqué el número privado de Claudia Koch. Las tres primeras cifras eran idénticas a las del número de Alexandra. A fin de cuentas era la misma casa.
—¿Koch? —se oyó por el auricular. —¿No te encuentras bien?
Claudia rió.
—No, la verdad es que no.
—¿Puedo hacer algo por ti? —pregunté; salí con el teléfono y me quedé delante de la puerta. En la calle Hans Sachs había menos ruido que dentro del establecimiento.
—¿Qué hay? —dijo Claudia.
—Quería pedirte algo, se trata de Kai. Creo que he fastidiado un poco al muchacho.
Le conté lo que había pasado cuando fuimos a correr.
—¿Y qué quieres que haga yo ahora?
—Perdona, Claudia.
¿Por qué hablaba con tanta brusquedad?
—Tomas, no pretendía molestarte. Sólo que estoy... Es sólo que... sabes, no puedo...
¿No tenía a nadie que pudiera consolarla?
—¿Me paso por tu casa? —pregunté.
—Muy amable por tu parte, Tomas —Claudia se esforzó por reír, pero no lo consiguió—. Quisiera estar sola. Ha sido todo un poco excesivo y yo no soy tan fuerte como puede parecer. Todas las cosas que están saliendo ahora a la luz... Creía que conocía a Alexandra. Creía que la conocía por dentro y por fuera.
—¿A qué te refieres?
Oí que Claudia se sonaba.
—Durante quince, qué digo, casi veinte años, desde que éramos estudiantes, fue mi amiga —oí como si bebiera un trago de agua—. Nos matriculamos juntas en la universidad. Ella llevaba unos pantalones estilo Marlene Dietrich, que por entonces aún no llevaba nadie, y yo le dije: son fantásticos, y así nos conocimos, ¿te lo puedes imaginar? Y ahora esto. Contraía deudas, vivía como Catalina la Grande, sin cuidarse de las pérdidas —Claudia sollozaba, se oía como si se estuviera apretando la boca con un pañuelo—. Perdona, ¿qué vas a pensar de mí?
—Creo que eres muy valiente.
—Me pregunto si es que se podía confiar en ella. Y Alexandra ¿confiaba en mí? ¿Qué había en realidad entre nosotras?
—¿Tú sabes quién era su nuevo amante?
Silencio al otro extremo de la línea. Luego, vacilante:
—¿Tampoco tú lo sabes? No lo entiendo. Alexandra no hizo nunca un secreto de sus historias con los hombres. Esta vez era diferente. ¿Tal vez iba en serio?
—Con toda seguridad, no. Por lo menos eso sí que me lo dijo.
Claudia sollozó de nuevo. Realmente debía de estar en el límite de sus nervios.
—Seguro que me lo hubiera contado antes de que pasara mucho tiempo. Y ahora es demasiado tarde. Cuánto me gustaría abrazarla otra vez, como antes, ¿sabes?, cuando estábamos tan unidas.
Yo apenas entendía sus palabras.
—En aquella época, cuando me metió en Vamp, después del tiempo que pasé en Maryland y de todos aquellos estudios de Sociología, estaba totalmente acabada, todo era inútil, no tenía ni la menor idea de para dónde tirar. ¡Alexandra me dio el empleo a prueba, y eso fue sencillamente... eso fue realmente estupendo por su parte!
Me apoyé en la pared, delante de la entrada al salón, y limpié con la manga de la camisa las huellas de la tormenta de mi placa plateada, gotas de lluvia secas sobre «Tomas Prinz—para el cabello». Lo recordaba. Alexandra había abandonado en aquella época, a causa de su embarazo, la carrera de Sociología, mientras que Claudia siguió estudiando con perseverancia y terminó la carrera con sobresaliente, aunque sin ninguna perspectiva de conseguir un puesto fijo. Alexandra tenía despacho propio ya desde hacía tiempo en Vamp y ayudó a su amiga a entrar también en la revista. Claudia era una persona ajena al ramo y estaba contenta y agradecida por aquella oportunidad. Para Alexandra había sido una cosa natural apoyar a su amiga y no daba gran importancia al asunto.
—No te hagas reproches, Claudia —dije—, fuiste para ella una buena amiga, eso lo sé yo. Y cuando a alguien le arrebatan la vida de repente, siempre hay cosas que uno quiere aclarar o recuperar. ¡Eso es normal!
Aquello me sonó tremendamente untuoso.
Salió un cliente del salón. Nos saludamos sin hablar. Se marchó calle Hans Sachs abajo y se paró a admirarse en el cristal del escaparate.
—Tomas, eres el único con el que puedo hablar así.
—Vamos a quedar a comer otra vez. ¿Qué tal mañana por la tarde?
—De verdad, no, Tomas, no puedo.
—¡No puedes esconderte!
—Sí, no, pero ahora no, por favor, compréndelo.
—Entonces ven por lo menos a cortarte el pelo. Verás cómo te hace bien —oí reír un poco a Claudia—. Te daré hora —agregué— para mañana por la tarde, entonces no hay nadie en el salón y te lo puedo cortar con toda tranquilidad, si te apetece.
—Ah, Tommy.
Un joven subía por la calle Hans Sachs. Llevaba un enorme macuto sobre el hombro. No podía ser.
—¿De acuerdo, Claudia? —pregunté, observando a aquel hombre que se aproximaba. Cuando estuvo a la altura del hotel Olympic, ya no tuve ninguna duda de que era él. Alioscha. Sentí cómo, de la alegría, me subía una carcajada a la garganta.
—Nos vemos. Hasta mañana, quizá.
—Ciao, Claudia, ciao, ciao.
Apreté la tecla. Alioscha me hizo un gesto y el macuto le resbaló del hombro. Corrí y dije:
—¡Pero, hombre, Alioscha! —le retiré el cabello de la cara. Su piel era más oscura que antes y las pecas... seguían todas en su sitio.
Él se rió y dijo: —¿Sorprendido, a que sí?
14
Ya estaba todo firmado y contemplamos cómo la ayudante de Stephan volcaba solemnemente los caramelos en una bandeja. Sonaron como si fuesen monedas. Todos aguardaban el champán y el discurso que yo, como el hijo de la familia, debía pronunciar. Me situé con la copa delante del archivador y empecé. Hablé como un ministro de los «nuevos desafíos» que se planteaban a la Casa Prinz y de un «futuro muy prometedor», hice retruécanos con la prohibición de comer dulces de los días de nuestra niñez y la obligación actual de chupar caramelos e hice el brindis. Con ello concluyó la parte oficial.
—Gracias, Tomas —dijo mi madre, tocándome la mejilla.
Régula tendría que sustituirme ahora.
—No te enfades conmigo —le dije—, no voy a ir a comer con vosotros. Alioscha está aquí.
—Pues tráetelo.
—Mamá lo confundió con Matteo en la peluquería, hace un rato, cosa que me ha resultado bastante desagradable. Eso se acabó hace ya algún tiempo.
—Típico de mamá. Entonces, venga, lárgate.
Stephan me llevó a un lado.
—Tomas, tengo que hablar contigo.
—Oye, tengo prisa.
—No vuelvas a hacer una cosa como la que has hecho esta mañana con los Kaspari. Ese tipo es capaz de hacer algo. Posiblemente cumplirá su amenaza.
—¿Amenaza? —di unas palmaditas a Stephan en su ancha nuca—. No te preocupes, sé cuidar de mí mismo.
Luego las palmaditas me las dio mi madre a mí.
—Ven pronto a visitarme. En septiembre estoy en Niza. Y trae a ese francés tuyo tan guapo.
Por fin me vi fuera de allí. Alioscha me esperaba en el Café del Hofgarten. Quería ir a la ciudad, asir por las doradas garras al león que hay delante de la Residencia, ver los geranios rojos del Ayuntamiento y el tranvía azul, quería dejarse llevar por el pausado ritmo muniqués. Alioscha vive en Moscú y en Reikiavik, y ahora también en Munich. Yo era feliz, era un peluquero muy feliz. Eché a correr.
Alioscha estaba sentado al sol, con las piernas estiradas, y charlaba con una pareja que estaba en la mesa vecina. Al escuchar inclinaba hacia un lado la cabeza, como siempre. Entonces me di cuenta. Alguien había metido mano en su pelo.
—¿Quién ha sido? —le pregunté.
—¿Qué? ¿Quién ha sido qué? —Alioscha levantó la vista.
—Tu pelo.
—¿Mi pelo? Ha sido Dennis, tu primer estilista.
—¿Cómo se le ha ocurrido a Dennis cortarte el pelo?
La pareja de al lado sonrió. Alioscha se puso en pie, dijo algo en ruso, dejó dinero en la mesa y me arrastró con él.
—¿Qué tiene eso de malo?
—¿Por qué te lo corta alguien que no soy yo, qué significa eso?
Alioscha se detuvo.
—Eres un déspota.
—Se ha dado bien el gustazo con los lados; tendré que acostumbrarme. Pero —atraje a Alioscha hacia mí— te queda muy bien. Lo ha hecho verdaderamente bien.
—¡Tomas! —Alioscha acentuaba mi nombre, como de costumbre, en la segunda sílaba, en la a—. No ha cortado casi nada, justo las puntas. Apenas se nota.
Entramos en el Hofgarten por el camino arenoso. A veces Alioscha se me adelantaba; a través de los rayos de sol se sumergía en la sombra de los árboles. Yo le seguía despacio y percibía cómo la sensación de proximidad se iba haciendo más fuerte. Habíamos estado separados casi tres meses. Lo alcancé junto a la fuente. Metí las manos en el agua y, de improviso, Alioscha cogió un poco en la palma y me roció, como hacen los niños con los adultos. Quiso escapar, pero lo agarré de los hombros y traté de sujetarlo. Alioscha se aflojó totalmente cuando le eché agua por la cara y el pelo y lamí la que había caído en sus labios. Las dos señoras que estaban sentadas a la sombra se levantaron y se fueron.
En el extremo del jardín nos metimos, agachando la cabeza, por el hueco del seto que desemboca en un atajo, un sendero que existe desde que estoy en Munich. Alioscha me explicó que había tenido que venir rápidamente a Munich porque era probable que vendiera una escultura, un pingüe negocio que había tramado con Katharina Nikolskaya, la galerista, ya el otoño anterior, cuando aún no nos conocíamos. Nos sentamos en la pradera que baja hacia el río; Alioscha echó el torso hacia atrás, apoyándose en los brazos. Yo puse la cabeza en su regazo. El Eisbach murmuraba. Alioscha me acarició la barbilla con un tallo de hierba y me picoteó el hoyuelo.
—Alioscha —le pregunté—, ¿qué quiere decir muskus?
—¿Muskus? Es un aceite, una secreción que conoces.
—¿Almizcle?
—Exacto. ¿Por qué lo preguntas?
—Es una larga historia. En los últimos días han pasado muchas cosas. Quería llamarte y contártelo todo. Estamos todos aturdidos. Alexandra, una clienta mía, ha sido asesinada. La policía me ha interrogado porque poco antes le había arreglado el pelo, y después encontré en la redacción una carta dirigida a ella en la que pone muskus en cirílico.
—¿Traficaba ella con almizcle?
—No lo sé. En este país está prohibido.
—En Siberia hay furtivos que cazan ciervos almizcleros. Creo que el comercio ilegal de almizcle rinde más que el oro —dijo Alioscha.
—Pero ¿quién lo usa? La industria utiliza almizcle sintético.
—Creo que se toma en la medicina china. Dicen que es bueno, por ejemplo, para la potencia, ¿no lo sabías?
—Vámonos.
En el puente sobre el Eisbach, que en ese lugar es como un torrente, nos unimos a los curiosos. Unos muchachos con trajes de neopreno negros y brillantes trataban de mantener el equilibrio sobre las olas y pasaban al galope de uno a otro lado del río, como elásticos animales enjaulados. Zumbaban los objetivos de las cámaras. Uno se cayó de la ola, la tabla voló, como catapultada desde un trampolín, el traje de neopreno desapareció en el torrente. Alioscha se inclinó excesivamente sobre el pretil de piedra, yo lo sujeté, por seguridad. El perdedor se fue nadando a la orilla y el siguiente se colocó en la línea de salida.
Paseamos despacio por la calle Maximilian mirando las tiendas, como si no tuviéramos meta fija y fuéramos en busca de una aventura que pudiésemos arrostrar juntos. Alioscha bromeó sobre los minimalistas escaparates, con escasas prendas de vestir y frascos de perfume aislados; dijo que era como antes en el socialismo, sólo que hoy es signo de distinguido y caro.
—Ya no hay escasez.
Contemplé nuestro reflejo en la luna coloreada de un escaparate. Uno algo más bajo, con el pelo un poco revuelto, pero liso y que llegaba casi hasta la barbilla, el otro más alto, el pelo rebelde. Aquella imagen seguía resultándome nueva, inesperada.
Alioscha me sujetó la puerta de una tienda.
Inspeccioné las existencias, como si fuera una obligación, encontré un pantalón de tela fuerte con bolsillos superpuestos, no con cremallera sino con botones, como a mí me gusta. Mientras me lo probaba, oí a la dependienta delante de mi puerta:
—¿Dónde se van, entonces?
—A Cuba —respondió una voz masculina. Otra vez Cuba, primero Alexandra, luego Kim, todos quieren ir a Cuba, ¿es que no hay otro sitio en el mundo?
El pantalón me apretaba en el culo. Iba a salir a preguntar a la dependienta cuando, nada más abrir un poco la puerta, vi de pronto por la rendija aquellos zapatos: cuero negro muy brillante, en el empeine la costura central, como una cicatriz. Yo conocía aquellos zapatos. Los había visto hacía poco. El día anterior. Era él, Clemens Sander. ¿También él se iba a Cuba?
—¿Y cuándo se marchan? —preguntó la dependienta fuera.
—Dentro de diez días —dijo la voz masculina. Y una mujer agregó:
—Se nos ocurrió de forma totalmente repentina. Por eso dije: vamos como sea a la tienda de Maxi, lo mejor está ahora, porque cuando volvamos ya no quedará nada... ¿Te va bien la camisa? Clemens, pruébatela, anda, por favor... ¡Son justo los colores que le sientan tan bien a mi marido!
Clemens Sander se iba de viaje a Cuba «de forma totalmente repentina» con su mujer. ¿Había reservado el viaje Alexandra, «con él, los dos juntos», con su nuevo amigo? ¿Era Clemens Sander su amante? ¿Había mantenido relaciones sexuales con él poco antes de su muerte? Alguien empujó la puerta y me dio en la cabeza.
—¿Tomas? —Alioscha se metió en el probador. Me puse el dedo delante de los labios.
Alioscha sonrió.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué no sales?
—No puedo, ahí hay alguien que conozco, que me parece sospechoso, quiero decir que no debe verme, quizá voy a tener ahora mismo la prueba...
Alioscha me besó.
—Alioscha, por favor, no puede ser —le sujeté las manos. El pantalón me estaba demasiado estrecho—. Tráeme una talla más grande —me zafé y empujé a Alioscha para que saliera del probador.
—De este modelo no lo hay más grande —dijo Alioscha a través de la puerta.
—Okay —dije, me puse mis pantalones, me remetí la camisa y abrí la puerta del probador. Sin mirar a derecha ni a izquierda, atravesé la tienda como un ladrón audaz en dirección a la salida, con Alioscha detrás. Fuera, le pasé el brazo por los hombros y exclamé—: ¡Podría ser él! ¡Imagínate! Podría ser el amante de Alexandra.
Alioscha no entendía nada.
—Vámonos de aquí volando.
Miré por el cristal del escaparate al interior de la tienda. Allí estaba Clemens Sander con su nariz aguileña, mirándome directamente a los ojos.
15
¿Por qué estaba el teléfono en la cama? ¿Por qué sonaba? Busqué a tientas el auricular. Estaba entre los pies de Alioscha.
—¿Diga?
—¿Qué tal, Tomas? ¿Todo bien?
Claus—Peter, el periodista. El Münchner Morgen reclamaba información.
—¿Qué hora es?
—Casi las nueve. ¿Todavía estás en la cama? Tommy está todavía en la cama. ¿Estás solo? No estás solo, ¿a que no? —Claus—Peter baló como una cabra.
—¿Qué quieres? Apaga la radio si quieres hablar conmigo. O mejor vuelve a llamar más tarde.
—¿Te has enterado de que la policía ha encontrado el arma homicida?
—No sabía nada. Espera.
Tiré con cuidado de la sábana. Alioscha se dio la vuelta y se quedó boca abajo. Dormía con la boca abierta y en su piel morena había una franja blanca, como un calzoncillo. Me envolví en la sábana. Fuera, en el balcón, quité las hojas secas de los alhelíes. El reloj de la iglesia empezó a dar la hora, como para saludarme. Efectivamente, las nueve.
—¿Cuál es el arma homicida, pues? —pregunté.
—Pensé que lo podría saber por ti.
—No tengo ni idea. ¿Quién te lo ha dicho?
¿Me lo había ocultado deliberadamente la comisaria?
—Eso no hace al caso —dijo Claus—Peter.
—Pues no hay nada nuevo.
—Tomas, en la ciudad no pasa nada. Necesito una nueva inyección de la historia, si no, la gente se olvidará del asesinato. ¿Tienes algo? Dime cualquier cosa.
—Entonces es problema tuyo. ¿Qué quieres que te diga? No tengo nada.
—¿Consideras posible que Alexandra fuera lesbiana?
—Ése es un titular muy malo.
—Hay que tocar todas las teclas. ¿No sabes todo lo que pasa en esos sitios de mujeres?
—Fantasías masculinas, diría yo.
—Mejor que no tener ninguna.
—Lo único que sé es que Alexandra tenía dificultades económicas.
—Bueno, ya es un principio.
Claus—Peter, con su terquedad, siempre le sonsaca algo a uno. ¿Me había equivocado en algo?
—Pero eso lo sabe todo el mundo —añadí.
—¿Deudas de juego?
—Creo que no. Más bien algo que se va acumulando cuando uno vive bien, viaja, compra cachivaches, todo eso.
Silencio.
—¿Estás tomando notas? —pregunté.
—Alexandra vivía por encima de sus posibilidades. Bueno, la verdad es que eso no me levanta de la silla.
—Siento no poder contarte una historia de chantajes, reuniones en moteles y entregas de dinero.
—No seas tonto.
—Buena suerte, Claus—Peter; hasta luego.
Me disgustaba que precisamente Claus—Peter hubiera puesto fin a mi noche y decidí olvidar la llamada lo antes posible. Cuando, en el cuarto de baño, abrí el grifo del agua fría y, como siempre, di un grito, Alioscha asomó la cabeza por la puerta.
—¡Tomas, tienes visita!
Yo no había oído llamar.
—¿Quién es?
—Un chico muy joven, pero no quiere pasar.
En el descansillo estaba Kai, muy cohibido; me tendió un sobre con una orla negra. La esquela mortuoria de Alexandra.
—Quería dársela personalmente —dijo.
Di vueltas a la carta con las manos.
—Te lo agradezco, Kai.
—También me gustaría que asistiera. Yo luego me las piro.
—¿Que te las qué? No hables y pasa.
—No quiero molestar. De verdad que no.
Le puse la mano en la nuca y le hice atravesar el umbral.
—Creo que hay café. ¿Te apetece un café?
—Como quiera. Tiene espuma de afeitar detrás de la oreja.
Tras la puerta del cuarto de baño, el agua tamborileaba al chocar con la cortina de la ducha; en la cocina humeaba en efecto el café. La luz del horno estaba encendida, en la bandeja se estaban cociendo bollitos en forma de gorros de dormir. Busqué tazas.
—¿Se está duchando su amigo?
—Sí, Alioscha.
—¿Y quién era el otro, el que estaba en el jardín Inglés? Pensé que era su amigo.
—¿Stephan? Es también amigo mío, pero más un camarada. Ya de la época del colegio. Stephan es algo así como un hermano.
—Ya me extrañaba a mí.
Serví el café para los dos, me volví a levantar y puse sobre la mesa una tercera taza. El aroma del café se mezclaba con el olor de los bollos.
—¿Hay leche? —preguntó Kai.
—¿Leche? No. Yo no tomo leche.
Kai se encogió de hombros y se apoyó en el respaldo. Abrí el sobre con orla de luto.
—El viernes, a las once. Okay, iré.
—Mi viejo no quiere que usted vaya. Pero yo pensé: que te den por culo, mamá hubiera querido.
Los ojos de Kai estaban abiertos de par en par, como si quisiera contener las lágrimas.
—Cuando murió mi padre —dije—, yo no podía llorar. Fue muy raro. Todo el mundo sollozando a mi alrededor, pero yo, nada. Ni una sola lágrima. Pensé que quizá vendría más tarde, en cualquier momento, que me derrumbaría o algo así. Pero no pasó nada. Ahora hace ya diez años que murió.
—¿No se llevaba bien con él?
Reflexioné.
—Sí, tal vez incluso le quería. Pero nuestra relación no fue nunca especialmente estrecha. Él estaba siempre fuera, por desgracia.
—¿Lo echa de menos?
—No lo sé. Nunca me he puesto a pensarlo.
Kai contempló con curiosidad a Alioscha, que estaba en la puerta con una camiseta en la que se veía la imagen de un vaso de leche y el rótulo Wish you were beer [Ojalá fueras cerveza]. Una amiga la había diseñado hacía años y me la había regalado; me había olvidado por completo de ella.
—Alioscha es ruso —dije a Kai, y los presenté. Lo miramos mientras se echaba leche en el café y yo pensé: «¿Cuándo la habrá comprado?».
—¿Cómo se dio cuenta de que era marica? —me preguntó Kai.
—¿Yo? Siempre lo supe.
Alioscha se sentó a la mesa con nosotros.
—¿Marica? Qué palabra más rara. En ruso se dice goluboi, azul celeste.
—Suena mucho mejor que marica —dijo Kai—. Mi madre decía que si no fuera tan tonta aprendería ruso. A mí me gusta más el español.
—¿Alexandra aprendiendo ruso? ¿Por la gente del almizcle? —pregunté a la ventura.
—¿Le habló de ello? Era una cosa supersecreta, nadie debía enterarse de nada.
—Ella no me contó nada, lo he deducido yo solo. ¿Es que realmente quería meterse en la producción de aceite de almizcle, o qué?
—Una mierda de aceite.
—Se saca de las glándulas que hay entre las patas traseras —dijo Alioscha—. A los animales, como quien dice, los exprimen.
—Y lo más asqueroso —dijo Kai— es que también matan a los cachorros y a las hembras, aunque no tienen almizcle. Es un crimen.
—¿Hablaste con tu madre del tráfico de almizcle?
—Pues claro. Antje y yo le enseñamos fotos y le amargamos la vida. Le dijimos que tenía que apartarse de aquello. Nos disgustamos mucho. Y todo por mi culpa.
—¿Por tu culpa? —inquirió Alioscha—. En Siberia la gente necesita traficar con almizcle para sobrevivir. No tienen trabajo, hasta la comida es escasa. Y puede que no tengan otra elección. Pero ¿qué tiene que ver eso contigo?
—¡Yo pedía dinero constantemente! Siempre teníamos bronca por eso. Pero ella era capaz de cualquier cosa por mí. ¿Por qué no lo comprendí? —ahora a Kai se le saltaron las lágrimas—. En lugar de eso, nos peleábamos. Una y otra vez. Incluso la última tarde que estuvimos juntos.
—¿Cuándo? ¿Qué tarde?
Kai sopló su café.
—Kai, ¿cuándo te peleaste con ella?
—Aquella tarde.
—¿La tarde en que la asesinaron?
—No debe contarle esto a nadie, ¿me oye? ¡A nadie! Si yo hubiera sabido que ella..., imagínese, yo habría... —Kai hablaba a su café.
—Ahora tranquilízate —le dije—. ¿Cuándo fuiste a verla, exactamente?
—No sé, quizá sobre las ocho y media.
—¿Te vio alguien?
—Creo que no.
—¿El portero?
—Yo entro siempre por la puerta lateral y subo por la escalera. No soporto los ascensores. Mamá, además, me había dado una llave de la puerta.
—¿Y estuviste entonces con ella en su despacho?
—Sí.
—Cuéntalo en orden.
—No hay mucho que contar. Yo quería que me prestara dinero. Ella me dijo que me olvidara de eso. En su mesa había otra carta de los del almizcle. Le dije que tenía que dejarlo. Mamá me contestó que de todos modos no iba a continuar con ello. Me echó en cara que le impedía ganar dinero pero no paraba de pedir. Tenía razón. Pero no lo comprendí. Me sentía tratado de una manera completamente injusta. Luego me echó.
—¿Viste a alguien?
Kai movió la cabeza.
—¿A alguno de sus compañeros, a Clemens Sander quizá?
—Mamá me acompañó a la puerta, hasta la escalera. Pero allí no había nadie más.
—¿Te dijo si estaba esperando a alguien?
—No lo sé —Kai tenía lágrimas en los ojos—. Me dio un billete de diez y me dijo que todavía tenía cosas que hacer. Probablemente quería verse con ese tipo de la cosmética. Le tiré el billete al suelo y me marché —Kai se echó a llorar.
—¿Qué tipo de la cosmética es ése? ¿Te refieres al individuo de Clairmont?
—Puede ser.
—¿Ese bronceado?
—Sí, ése. Mamá y él eran uña y carne.
—¿En qué sentido? ¿En los negocios?
Alioscha murmuró algo en ruso.
—¿Qué? Sí, no, qué sé yo. No sé nada. Pero, por favor, no diga nada a la policía. A ver si me dejan en paz. No quiero tener nada que ver con ellos.
Quise decirle que sentía todo aquello, pero no encontré las palabras adecuadas.
16
¿Cuándo empezaron a verse aquí, en el barrio de Glockenbach, las banderas del arco iris? Como si estuviéramos en San Francisco, la bandera de los homosexuales ondea delante de bares como el Nil, está pegada en el escaparate del Tulipa, donde cada semana adquiero las flores para mi gran mesa, y, al otro lado, en el Max&Milian, donde los hombres compran sus postales y novelas de amor. Alioscha opina que la bandera es importante.
—En Moscú, los maricas se esconden —dijo.
En la peluquería no hay ningún indicador con la bandera del arco iris. No tengo que justificarme por ello. Allí lo que importa es el pelo y nada más.
De camino hacia el Arosa conté a Alioscha cómo, en los años setenta, las autoridades municipales habían dejado que se degradaran los bellos edificios con sus torrecillas y sus miradores. Fue la época en que se planificaron grandes ejes para el tráfico, la ciudad totalmente al servicio del automóvil.
—Lo mismo que en la Unión Soviética en tiempos de Breznev —dijo Alioscha.
Hoy las casas están saneadas, las fachadas pintadas de colores tan claros como quizá nunca lo habían estado en los últimos cien años. Aquí viven artistas, intelectuales, gente del cine y de la televisión. Y yo. Nos hemos instalado muy bien aquí. La calle Hans Sachs es como un salón abierto en el que uno puede pasarse toda su vida.
Bea y Kim estaban sentadas fuera. Les presenté a Alioscha. Sólo lo conocían por lo que les había contado yo. Los tres se repartieron cigarrillos y Bea dijo:
—Saturno en Cáncer tiene una influencia positiva para la vida familiar.
Solamente en su caso no era así. El encuentro con su conocido de internet, el ortopédico de la mandíbula, «de hermosa dentadura y perfil noble», había sido una decepción. Sólo se pudo fumar sus cigarrillos en la cocina, debajo del extractor. De aquel tipo como marido número cinco, ni hablar. Caí en la cuenta de que el día anterior se me había olvidado llamar a Bea a primera hora de la tarde, como habíamos acordado. Y Stephan me había esperado en vano por la mañana junto al puente de Reichenbach. Yo era un mal amigo.
El resto del día lo pasé solo, metido en mi despacho del sótano como un preso; hice los pedidos de planchas para el pelo, los archivé, contesté correos electrónicos y comprobé que algunas noticias se difunden de manera automática: Jeremy, en Londres, sabía que Alioscha estaba en Munich. Eva, en Bogenhausen, estaba al tanto de que Claudia iba a venir a mi establecimiento de Glockenbach.
Esperé en el salón. Cuando Claudia apareció por fin, ya hacía más de una hora que Kerstin, la última, había recogido peine y tijeras y se había marchado con su modelo de peinado largo de la semana anterior, y Alioscha estaba de camino con el poderoso cliente de la escultura. Claudia me tendió la mano como si fuese una cita de negocios, nada de besitos a derecha e izquierda.
Le pregunté:
—¿Quieres tomar algo? ¿O te corto ya?
—Mejor tomar algo primero. Pero sólo una copita.
En la parte de atrás del salón, se instaló en el sofá como si éste fuera una escultura y no un mueble para sentarse, y hojeó un número de Vamp. Yo sujeté la botella entre las rodillas, pero no pude evitar que el corcho saliera disparado del gollete. El taponazo fue tan inoportuno como la espuma, que rebosó. No había nada que celebrar. Quité el bolso de Claudia del charco.
—Por ti —brindé. Nunca suena bien cuando se brinda chocando esas copas altas tan finas.
—Porque todo vuelva a estar bien —Claudia estaba pálida como el champán. Removió el líquido en la boca antes de tragarlo.
—¿Has vuelto al trabajo?
—Desde el lunes.
—Te distraerá.
—Seguro.
Fuera, en la calle Hans Sachs, pasó un camión; dentro se hizo un silencio aún mayor. Claudia tomó un sorbito y miró a su alrededor. No necesitaba que la peinaran, necesitaba un amigo con el que pudiera hablar de la amiga común. El duelo, creo que lo llaman.
—Ven —le dije.
Llevó la copa como si fuese una vela al sitio que más me gusta para cortar, se sentó en el borde y se apoyó en las dos manos.
—¿Se sentaba también aquí Alexandra? Quiero decir, en esta silla.
Dejé a un lado la capa y me acerqué una silla. Ah, Claudia.
—¿Cómo estaba aquella tarde?
—Cuando vino... muy inquieta, pero cuando se fue estaba totalmente aliviada y contentísima con el rubio ceniza.
Claudia movió la cabeza.
—Rubio ceniza. ¿Pero cómo se le ocurrió? Si era tan pálida.
—Quedó estupendo.
No pude evitar pensar en Kai, en su visita de aquella mañana. Se removía inquieto, había pedido un corte que lo cambiase, y de manera visible. Decía que en casa era todo tan irreal... Había abierto cajones, esparcido estrellitas de purpurina por el suelo, quitado bombillas de las lámparas, pero con ello no había conseguido otra cosa que exasperarse aún más. Yo le había advertido que teñirse el pelo no iba a cambiar nada: Alexandra estaba muerta. Luego le había dado gusto. Bea contempló el resultado, pelo rojo tomate, y dijo:
—Como su madre. Siempre radical.
Eso había sido unas horas antes.
Claudia me rogó:
—Háblame de la última tarde que la viste. ¿De qué hablasteis?
No quiso que le sirviera más champán.
—Se quejó de Holger —dije—, habló de Kai, del trabajo, de no sé qué concurso de lectoras; estaba con los nervios totalmente de punta. Como siempre, en realidad.
—¿Habló también de mí?
—Creo que no. Estaba entusiasmada con su nuevo amigo.
Claudia miró con fijeza las perlitas que subían a la superficie de su copa. De un momento a otro se echaría a llorar.
—Alexandra —dije rápidamente— tenía aquellas enormes ampollas en los pies. ¿Es que había empezado a hacer jogging? ¿Tal vez por Kai? ¿O por mantener la figura?
Entonces Claudia sonrió.
—De dónde venían esas ampollas lo sé yo muy bien. Los zapatitos de Venecia. Los compramos juntas.
—Ah, ya.
—Fue cuando cumplió los treinta y siete, el último cumpleaños suyo que celebramos juntas. Veníamos de San Marco y ¿sabes a quién vimos en el vaporetto, al lado de la Accademia? Al comisario Brunetti, ¿te lo puedes creer? Las dos nos dimos cuenta inmediatamente de que era él. Era tal cual nos lo habíamos imaginado. Lo seguimos con toda discreción y en uno de aquellos estrechos callejones estaban esos zapatos en un escaparate. Nos venían bien a las dos. Yo le dije «cómpratelos». Y Alexandra: «no, cómpratelos tú». Entretanto Brunetti desapareció.
Subieron a la superficie cada vez más anécdotas, como el ácido carbónico en la bebida que nos emborrachaba y nos hacía reír. Sin embargo, Claudia apenas había tocado su copa.
Una hora después cerré el salón y saludé con un gesto a Hoffmann, que estaba nuevamente sentado delante del cine, en la otra acera. Claudia se cogió de mi brazo, como también habría hecho Alexandra. Claudia estaba entonces muy callada. Torcimos por la calle Klenze. En aquel instante vi el BMW verde oscuro con matrícula de Berlín, a una escrupulosa distancia del bordillo. ¿Qué se le había perdido a Holger Kaspari cerca de mi casa, en Glockenbach? ¿Estaba quizás en el Sushi&Soul, al otro lado? No; por ninguna parte se veía el pelo gris cortado a cepillo. Seguí andando a pasos cortos, ajustándome a los de Claudia; qué me importaba a mí Holger.
Teníamos hambre y queríamos comer algo. Ante el Orangha Bar hice una seña al dueño y le indiqué una mesa libre en la acera. Claudia eligió pasta con higos y pasas y yo pedí un filete y encendí la vela que había sobre la mesa. Claudia cogió un cigarrillo, uno de esos de hoja oscura y boquilla dorada. Alexandra también los fumaba en ocasiones.
—Kai tiene que hacer el próximo curso en Berlín —dijo.
—¿Es cosa decidida? —le di fuego.
Claudia dio una calada y acto seguido aplastó el cigarrillo.
—Por lo que sea, no me sientan bien.
—Lo del cambio de residencia de Kai me parece demasiado precipitado —dije.
—Es importante que el chico vaya ahora por un camino regulado y no se meta en una vida de bohemio con esa Antje. Al fin y al cabo, aún no es mayor de edad.
Kai en una ciudad extraña. Holger como un educador severo. Antje, el primer gran amor, en Munich. Pobre Kai. —Antes hablabas de otra manera —repliqué.
—Tomas, yo no puedo asumir ninguna responsabilidad en relación con Kai, no puedo reemplazar a su madre. Lo del chico está empezando a ser demasiado para mí. Está constantemente a mi alrededor, preguntándome cosas sobre Alexandra, sobre nuestra amistad, sobre nuestro pasado. En Berlín tiene a su padre y a esa mujer, allí estará en buenas manos.
—¿Qué mujer?
—La amiga de Holger.
—Y ella va a reemplazar a su madre. Así de sencillo.
—Sí, así de sencillo —repitió Claudia—. Pero en la foto parece simpática.
—¿Es la misma mujer que dio una coartada a Holger?
—¿Qué coartada?
—Su coartada, precisamente. Porque también pudiera ser que Holger estuviera ya en Munich el día del asesinato.
Claudia dejó la servilleta en su regazo.
—¿Es eso cierto?
Su espalda estaba totalmente recta.
—La mujer dijo a la policía que Holger estaba en Berlín cuando sucedieron los hechos. Pero su coche estaba en Munich; según dijo estuvo todo el tiempo aquí. Pero ¿por qué iba a aparcar su coche aquí y estar él mismo en Berlín?
—Quizás en realidad no se pueda uno fiar de Holger. Quizá lo estoy haciendo todo mal —Claudia rió nerviosamente—. Es una cosa muy rara: quiere saberlo todo. También sobre ti. Tiene celos de ti porque el chico confía en ti, un completo extraño, y no en él, su padre. Tiene celos de mí porque yo soy para Kai una amiga demasiado buena. Holger quiere romper todos los puentes.
—Eso es, probablemente, lo mejor que puede hacer —puse el encendedor en equilibrio sobre dos dedos—. ¿Crees que Holger sabe a quién tenía Alexandra en el anzuelo últimamente? ¿Que sabe quién era su amigo?
Claudia se encogió de hombros.
—Tengo una idea acerca de eso —proseguí—. ¿Qué te parece vuestro favorito de la revista, Clemens Sander? ¿No podría ser él el hombre con quien tuvo relaciones sexuales poco antes de su muerte?
—Alexandra y Clemens —Claudia tenía la mirada perdida—. ¡Caramba, eso es algo! La verdad es que se me podría haber ocurrido a mí misma —Claudia se echó a reír. Los de la mesa vecina nos miraron.
—¿Qué tiene de gracioso? —le pregunté.
—¡Perdona! —no lograba calmarse—. ¡Precisamente Clemens —exclamó—, que no deja escapar a nadie! Es para troncharse. ¡Y ahora también Alexandra! ¿Cómo es posible? ¿Cómo lo hace? Probablemente lo necesita. Tomas, por favor, dime una cosa: ¿es cierto que los hombres que tienen la nariz grande, quiero decir que si es realmente cierto, es cierto que los hombres que tienen la nariz grande también tienen el rabo grande? ¡Dime! ¿Es cierto? —se reía, y sus hombros subían y bajaban como si alguien estuviera tirando de unos hilos invisibles. De repente se puso seria—. ¿Te lo contó ella? ¿Piensas que iba en serio con Clemens? Yo apenas hablé con ella.
La tarde se iba a alargar.
Aterrizamos en el Morizz; Claudia pidió un cóctel de zumos de fruta y yo un Old Fashioned. Observamos al barman. Sven se afanaba, ágil y concentrado. Azúcar y agua, un chorrito de bíter de naranja, cubitos de hielo, mezclarlo todo con bourbon y una rodaja de limón dentro. Siempre soñé con ser barman: utilizar las manos, tener sentido de las proporciones, escuchar.
Claudia metió un dedo en mi vaso y se lo chupó.
—Esto sabe efectivamente a anticuado —dijo—. Como los celos.
—¿Por qué lo dices?
—Por Alexandra. Sin embargo, todo podría haber sido completamente distinto.
—¿Y cómo?
—Eva se queda muchas veces en la redacción por la noche hasta tarde. Precisamente en estos últimos tiempos. Luego se pone a dar vueltas por todas partes, mira en todos los despachos. Y al día siguiente dice: «Por favor, señoras, arreglen sus despachos, la redacción está hecha una pocilga».
—¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver con el asesinato?
—Bueno, puede que fuera de exploración. Y lo que descubrió posiblemente no le gustó. Es decir, hay un rumor.
—¿Quieres decir Eva y Clemens? ¡No creo! Eva lleva ya años casada y, hasta donde yo sé, es feliz.
—No es más que un rumor —en el teléfono móvil, que estaba encima de la mesa, se encendió en silencio una luz azulada, pero Claudia no le prestó atención—. Si Eva hubiera tenido una relación con Clemens y lo hubiera visto con Alexandra... ¿te das cuenta de lo que esto significa?
Apoyé la cabeza en la mano. Sven hizo un gesto de asentimiento cuando lo llamé para pedir más bebidas.
Media hora después estábamos en la acera, yo vacilaba un poco, una ligera sensación de mareo, demasiado alcohol. Claudia dijo que se sentía estupendamente.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó.
Sea, pues. ¿Al Iván? Demasiados maricas, le pareció a Claudia. ¿Al Schumann? Demasiados periodistas insípidos, me pareció a mí. Los adornos dorados del Aroma no nos seducían. La Zanahoria de Inge tampoco era una opción. Claudia canturreaba; yo me acordé de que Alioscha quería ir al PI. Claudia opinaba que teníamos que impedirlo. En el taxi bajamos el cristal de las ventanillas; la música de la radio se mezclaba con el ruido del aire, Claudia cantaba con voz clara y notablemente bien. Me imaginé que viajaríamos así eternamente a través de la noche, como si huyéramos de algo. Más tarde desearía haberme ido a casa.
Alioscha estaba al final de la aglomeración que se había formado delante del PI, con las manos enterradas en los bolsillos, testarudo como siempre que quiere imponer algo. Aquella noche era al portero, que miraba por encima de la multitud como si anduviera sonámbulo. Tomé el rostro de Alioscha entre mis manos y le besé. Claudia se abrió paso desde atrás y los presenté. Alioscha dijo que no estaba solo. No lejos de nosotros fulguraba el cabello de Kai, rojo como la luz de neón; nos hizo un gesto con indolencia; llevaba una botella de champán debajo del brazo y en la mano una caja de cartón abierta en la que se veía lo que parecía los restos de una pizza. Kai y Alioscha habían visitado unos cuantos clubs, el viejo Fisco y otros de los que yo ni siquiera había oído hablar.
—Clubs como los de Moscú de los años noventa —dijo Alioscha.
—Justo lo contrario de chozas como ésta —añadió Kai. Sus pupilas me revelaron que al menos una raya se había esnifado.
—Y ahora ¿queréis entrar aquí a todo trance? —les pregunté.
Avancé empujando, Claudia se agarró a mí y tiró de Kai. Nos hacían sitio a regañadientes. Alguien chilló embelesado al oír la observación de que estaba allí Fulano de Tal. Delante se abrió la puerta y salió un grupo, envuelto en el bum—bum de los bajos.
—Bonsoir, monsieur Prinz! —un rostro bronceado, dientes de una blancura de dentista, Fabrice Duras se hallaba ante nosotros—. Mais vous êtes omniprésent!
El hombre de Clairmont iba acompañado de muchas mujeres y pocos hombres, con tanta prisa que sólo con dificultad pude tener una visión general. Seguramente eran todas compañeras de la redacción de Vamp; rodearon a Claudia dando gritos de regocijo, la abrazaron y la. estrujaron como si acabara de reponerse de una larga enfermedad. Al parecer, Eva no formaba parte del grupo. Presenté a todas a Alioscha, en cuyo hombro se apoyaba Kai como en el de un buen camarada. Duras hacía de moderador, nos invitó a ir con ellos al Lehel.
—Ahí dentro hay demasiados futbolistas —rió, todos rieron, y la objeción que hizo Alioscha en voz baja, que no tenía nada en contra de los futbolistas, se perdió por completo. Claudia se vio arrastrada en medio de sus compañeras. La puerta del PI se había vuelto a cerrar hacía rato.
Duras entabló una conversación conmigo, me llamó su «amigo» y se sorprendió de que no hubiera ido a la presentación del nuevo frasquito. La cita se me había pasado, aunque Alexandra me había enviado una invitación. Fingí que sentía mucho no haber ido. Duras me palmeó el hombro, se fue junto a Alioscha y se puso a hablar con él en francés. ¿Cómo sabía Duras que Alioscha también hablaba francés? ¿Es siempre tan brillante este individuo?
Kai vino cojeando junto a mí.
—Tenemos que dar una vuelta... nosotros dos solos —dijo.
—Sí, por supuesto.
—Dígame —me dijo Kai, volviéndose a mirarme—, ¿es posible que ya esté totalmente cargado?
—Dime tú —respondí—, ¿es posible que ya estés totalmente colocado?
—Puedo ofrecerle una dosis —Kai sonrió.
—Debería quitarte la pata de palo y darte con ella en los dedos.
En el puente sobre el Eisbach se discutió adónde iríamos. Claudia charlaba con sus compañeras, parecían estar divirtiéndose mucho. Me apoyé en el pretil. Allí habíamos visto a los surfistas el día anterior. La piedra estaba caliente. Me incliné profundamente sobre la balaustrada; abajo, las negras aguas corrían impetuosas, subía un aire fresco. La cabeza me daba vueltas. Oí a Kai reír detrás de mí y a una mujer chillar como si le hicieran cosquillas. De repente Kai estaba de pie encima del pretil y me decía:
—¡Venga, sube! —se puso a bailotear—. ¿O es que no te atreves?
Trepé con esfuerzo, Kai me dio la mano y tiró de mí hacia él. Busqué el equilibrio, respiré hondo y cerré los ojos, las voces y los ruidos se alejaron. Realmente tenía que irme enseguida a la cama. Alguien me tocó, noté la mano en la pierna. Titubeé, quise saltar al suelo. Tuve miedo. ¡No!, me caí. Alexandra, bajo una luz intensa, su cabello, negro como los semicírculos bajo sus ojos. Me agarra, me retiene, caemos, caemos sin cesar, como si no pesáramos. Alexandra está muy cerca, su boca es enorme, un olor a caramelos. Me duele. Quiero retroceder, no sigo adelante, el suelo está pegajoso. Ahí está mi madre, envuelta en una capa. Quiero abrir los ojos, pero no puedo. Cuando abra los ojos pasará todo. ¡Qué dolor! ¿Por qué no puedo abrir los ojos?
La sábana, debajo de mí, estaba fría y húmeda. La voz de Alioscha:
—Has tenido un accidente.
—¿Dónde estoy? —sólo podía hablar en susurros—. ¿Estoy herido?
—Ya estás en casa. Duerme ahora.
—Gracias a Dios. Slava bogu*.
El colchón se balanceaba como una barca, un brazo pasó con cuidado por detrás de mi cabeza, como entonces en Londres, cuando la tempestad. Allí estaban los ojos de Alioscha, sus pecas, sus labios agrietados. Qué sueño tan raro. Maldición, me dolía el ojo. Traté de recordar. Yo estaba de pie encima del puente. ¿Por qué estaba encima del puente? ¿Me había empujado alguien a propósito? Fabrice Duras. Holger. ¿No estaba yo con Kai encima del puente? ¿Kai, qué haces? ¿Dónde estabas, Alioscha? Me dolía la cabeza. Agua, un vaso de agua, el líquido me refrescó. Qué bien huelen tus manos. Todo está tranquilo, blando y caliente. No más agitación, una sensación de seguridad.
No sé cuántas horas dormí. Alguien descorrió las cortinas, la luz me cegó. Vi un ramo de rosas. Mi hermana Régula estaba allí.
—Todo está bien —dijo—. Te han dado puntos en el desgarro encima del ojo.
—¿Que han hecho qué? ¿Cuándo ha sido eso?
—Anoche. En urgencias. No te diste cuenta de nada. Tuviste una conmoción. Alioscha y yo te hemos traído a casa esta mañana. ¿Estás mejor ahora? Tienes una pinta bastante feroz con ese parche de pirata. Ahora ya sé lo que pareces hecho un camorrista.
—Tu profesora de ruso ha estado aquí —dijo Alioscha—. Es médico. Vendrá todos los días a reconocerte. Tienes que seguir acostado, por la conmoción cerebral.
—Me tiraron, alguien me empujó.
—No debes excitarte. Has tenido suerte, Tomas. En el Eisbach ya han muerto varias personas. O se han quedado parapléjicas. Te has librado con un ojo morado, nunca mejor dicho. El ojo lo examinarán cuando se haya deshinchado.
¿No tenía yo que hacer algo?
—Tómate las pastillas. Ha venido Bea hace un momento. Ahora ha vuelto abajo, a la peluquería.
¡Las citas! Cortar. Tenía que trabajar. La agenda estaba llena a reventar. Stephan me esperaba en el puente de Reichenbach.
—¿Visteis cómo me caí?
—Desapareciste de repente. Los demás no se dieron cuenta de nada. De pronto vi tu camisa blanca abajo, en el agua. Pensé: no puede ser. Bajé corriendo a la orilla, alguien más me ayudó. Fue espantoso —la voz de Alioscha se iba apagando.
—Ya me siento mucho mejor —dije.
—Los niños te han pintado un cuadro —dijo Régula—. Mira. Un hombrecillo azul con un salvavidas rojo y blanco puesto. Al lado, otro con los brazos extendidos y... ¿mangas? No, aletas.
—¿Qué día es hoy? —pregunté.
—Jueves.
—Mañana es el entierro. Quiero despedirme de Alexandra.
Régula y Alioscha se miraron. Alioscha movió la cabeza, Régula me puso hielo en las sienes.
—¡En tu estado! No puede ser. Demasiado peligroso.
17
El reloj del cementerio daba las campanadas con un ritmo monótono. El féretro se cernía por encima de las cabezas de los asistentes. A cada paso se estremecían los lirios que había sobre la tapa y su polvillo caía en nuestros zapatos y los bajos de nuestros pantalones. El párroco, en su plática a los cien dolientes de Alexandra, había simplificado radicalmente su caótica trayectoria vital y había discurseado con palabras floridas sobre su egocéntrico modo de vida. A Alexandra le daba igual. Yacía dentro de la caja con el cráneo destrozado y el cuerpo cortado en pedazos, oprimía con su peso cuatro hombros y agobiaba a los portadores del ataúd. El sol la ayudaba con toda su fuerza. Uno de los portadores era Holger Kaspari; me sorprendió, pues no me lo hubiera esperado. Contraía los músculos de la cara, como si estuviera maldiciendo por última vez a la muerta.
El cortejo fúnebre se detuvo, el reloj enmudeció, pero el dolor de mi cráneo siguió palpitando al mismo ritmo. Durante la noche, mi ojo se había retirado detrás de una hinchazón de un color entre amarillo y negro que ocultaba con el parche y unas gafas oscuras. Bea sollozó de nuevo. Los dos recurríamos sin cesar al pañuelo, ella para las lágrimas y yo para el sudor. Balanceándose, el féretro desapareció en la fosa.
Alioscha se opuso a que asistiera a la ceremonia y no entendió por qué dos días después de mi accidente yo tenía que estar al lado de la tumba de Alexandra bajo un sol abrasador. Bea irrumpió en medio de nuestro enfrentamiento, que no lo fue en absoluto, porque Alioscha, desdeñosamente, dijo una palabra rusa cuyo significado deduje sólo de manera aproximada. Luego se metió su bañador verde en el bolsillo del pantalón y se marchó. Bea afirmó que yo estaría encantado de que él tuviera que estar tan preocupado por mí.
Nos habíamos refugiado debajo de un pino, en la penumbra, y observamos cómo una anciana en silla de ruedas era llevada junto a la tumba por una mujer metida en carnes: dos mujeres, dos veces Alexandra, dentro de veinticinco y de cincuenta años. Probablemente eran su madre y su abuela. La anciana de la silla de ruedas se inclinó por encima del respaldo hacia Kai, que estaba cerca de ella con su pelo rojo fosforescente y un paraguas negro. El paraguas era sin duda para dar sombra a la mujer de edad.
—¿Qué le ha sucedido? —oí una voz detrás de mí. Annette Glaser, la comisaria, me miraba atónita.
—Un pequeño accidente —intenté reírme.
—Fue un atentado —dijo Bea.
—Bien, eso tiene que contármelo luego.
Annette Glaser se fue con su ayudante hasta los arbustos de rododendro, que diez metros más allá formaban un sombreado refugio con buena visibilidad.
Kai se quedó completamente solo al borde de la sepultura. Nadie le tocó.
—¿Qué le ocurre? —susurró Bea.
Él sacó un teléfono móvil.
—Por el amor de Dios, ¿qué pasa ahora?
Como si fuese un vendedor, Kai exclamó:
—¿Quién quiere oír una vez más la voz de mamá en su buzón de voz? ¿O dejarle un mensaje? —Kai paseó la vista a su alrededor. Nadie respondió. ¿Era una broma? ¿Un numerito? La multitud se mantuvo a distancia. Sólo Holger se acercó lentamente a él, murmuró algo e intentó quitarle el teléfono de la mano. Kai se defendió—. ¡Es la última oportunidad! —gritó—. ¡Ahora o nunca! —su voz apenas se oía.
Padre e hijo forcejearon. El aparato cayó dando un golpe en el féretro.
—Ese chico ha perdido totalmente la chaveta —dijo Bea—. Está chiflado, si quieres saber mi opinión.
En el coche habíamos discutido. Para Bea estaba claro que Kai me había empujado en el puente.
—Puro impulso de autodestrucción —dijo—. Y arrastra consigo a quien quiera ayudarle.
Yo apostaba más bien por el padre de Kai. Al fin y al cabo el que me había amenazado era él. Y hasta era posible que Holger nos hubiera seguido aquella noche. Su coche estaba en la calle Klenze. Pudo habernos visto en el Orangha y haber venido detrás de nosotros al Morizz, al PI y luego hasta el puente. La ocasión le habría resultado propicia. Entre tanta gente apenas habría reparado nadie en él.
La ceremonia seguía su curso. Claudia Koch, Fabrice Duras, conocidos fotógrafos, también redactores de la competencia, uno tras otro se acercaban con la pala a la sepultura, echaban un poco de tierra sobre la difunta, permanecían inmóviles un momento y se apartaban. Daban el pésame en voz baja a los deudos, que estaban en fila, y luego se reunían en callados grupos: la familia, los compañeros, los amigos. La última y silenciosa fiesta de Alexandra. Kai tenía a su Antje estrechamente abrazada. Holger estaba apartado, como un extraño; la mujer que lo había traído ya se había marchado. Eva Schwarz, que había estado conversando con los parientes más tiempo que los demás e incluso se había puesto de rodillas para hablar con la mujer de la silla de ruedas, se presentó a él como si tal cosa. Trató de ayudarle, lo que me pareció un gesto simpático por su parte. Busqué a Claudia Koch entre los grupos, pero al parecer había abandonado ya el cementerio, y también Fabrice Duras había salido a hurtadillas, aun antes de que Barbara Kramer—Pech se acercara la última a la tumba. Era como si el sombrero negro la aplastara. La agitó un llanto convulsivo y las flores, más que echarlas, se le cayeron de las manos. Permaneció largo rato sola al borde de la fosa, por fin sus hombros se quedaron quietos. Luego se apartó. La multitud había empezado ya a dispersarse. Eva fue hacia Barbara y quiso cogerla del brazo, pero Barbara se dio la vuelta, enlazó a su hija Antje y estrechó a Kai. Los tres abandonaron el cementerio como una familia. Eva Schwarz se fue detrás lentamente.
Los enterradores pisaron sus cigarrillos y echaron mano de las palas. Bea y yo nos acercamos entonces a la sepultura. A Alexandra le gustaban los espacios amplios, los techos altos, las camas anchas. Yo estaba más perplejo que triste. Allí, sobre la tapa, su teléfono, un postrer saludo. Su voz. ¿Cómo sonaba en el buzón de voz? ¿Precipitada, como si, según solía ocurrir, no tuviera tiempo, o más bien en tono comercial?
—Bea —dije, sacando mi pequeña agenda del bolsillo trasero del pantalón—. Por favor, llámala desde tu móvil. Marca el número de Alexandra.
Bea tecleó el número mirándolo en la lista que yo tenía y me pasó el aparato.
—¿Señor Prinz? —Clemens Sander estaba detrás de mí, miró con irritación el móvil y dijo—: Me gustaría hablar con usted.
Una voz desconocida dijo en mi oído:
—Por favor, deje su mensaje para...
Clemens Sander me puso una mano en el brazo:
—¿Vamos a tomar algo?
— ... Alexandra Kaspari —dijo Alexandra. La voz sonaba llena de expectación.
18
Había sugerido a Clemens Sander ir al Arosa y me dirigí hacia allí en el coche de Bea; él nos siguió con el suyo. Le había dicho que no me convenía que me diera el aire yendo en su Cabrio y, con mi ojo, no era ninguna excusa.
Bea arrancó, puso el intermitente y dijo:
—Clemens Sander tiene algo. Le rodea un aura, ¿no te parece?
Aura... me parecía un poco exagerado. Conforme, Clemens Sander era atractivo, y además pertenecía a la clase de hombres que con la edad se hacen cada vez más interesantes. Un macho con buen embalaje. ¿Le envidiaba? Tal vez lo infravaloraba.
Traté de estirar las piernas en el pequeño automóvil de Bea. Fuerzas ocultas transformaban la mitad de mi cara. Los tejidos de alrededor del ojo palpitaban, estaba cansado.
Bea tenía que buscar un sitio para aparcar y luego irse al salón a trabajar. Sander también pasaría seguramente por Glockenbach. Me apeé delante del Arosa.
—Hasta luego. Te tendré informada.
En el bar de Kim no había pasado gran cosa tan temprano, a mediodía. En el mostrador, hojeé el Münchner Morgen; quería saber qué había escrito Claus—Peter acerca del arma homicida, de la que me había hablado por teléfono. En la página siete vienen las noticias de Munich, notas breves: «Toma de rehén en Milbertshofen», «Roban a una inquilina en su piso» y «Ninguna pista en el asesinato de Alexandra K.». Ningún sospechoso, nada del arma homicida. ¿Era sólo un farol de Claus—Peter?
Kim me abrazó; se había enterado, estaba desolada, y sólo de verme le dolía la cara a ella también. Con escasa concentración oyó el relato de mis desdichas. De improviso se mostró radiante, como si inopinadamente le hubiera hecho un colosal cumplido por su barroco vestido escotado y sus ondas doradas. Seguí su mirada: Clemens Sander, con la chaqueta negligentemente echada sobre el hombro, miraba con asombro a Kim como si fuese una modelo del calendario Pirelli. Vino hacia mí y preguntó:
—¿Está ya mejor?
Su mirada era indiferente. Oculté la mitad mala de mi cara con una bolsa de hielo y contesté:
—Lo mejor es que vayamos al asunto.
Clemens Sander era tan alto que tuvo que sentarse de lado para poder cruzar sus largas piernas. Fingía estar relajado, pero sus manos dejaron una huella húmeda en el tablero de la mesa.
—Supongo que ya se ha enterado usted —empezó.
—¿De qué?
Necesitaba hielo con urgencia. Kim miraba hacia nosotros. Quiero decir, naturalmente, hacia él. Le hice una seña.
—Pero usted era el peluquero de Alexandra —dijo—. ¿No le contó nada?
—Ah, ya. Se refiere usted a sus aventuras.
Sander se acarició el mentón, perfectamente afeitado.
—Ya ve, lo sabe —pareció luchar consigo mismo y dijo sin mirarme—: Y probablemente piensa también que... Pero yo no la he matado —ahora me miró directamente a los ojos. Tal vez esas grandes pupilas sean un motivo de que las mujeres vuelen hacia él de esa manera—. Todos me considerarán el asesino si se descubre mi relación con Alexandra.
—¿Lo sabe alguien más?
—Por supuesto que no. Nadie.
—Dígame sencillamente lo que quiere de mí.
Me dolía el ojo.
—En su salón se habla y se cotillea mucho. Pero yo no puedo andar en lenguas. Si la cosa llega a saberse, estoy perdido, y no sólo con la policía. Aquel día regresé tarde a casa, no tengo ninguna coartada. Y mi mujer... no sospecha en absoluto nada malo. Jamás volverá a creerme, es terriblemente celosa. Por tanto, le ruego encarecidamente que sea discreto.
Kim puso más hielo en la mesa. Él agitó los cubitos de su copa de vino blanco, el resto se quedó para mi bolsa.
—Es cierto —dije—, hay muchos rumores en torno a la muerte de Alexandra. De todos modos... si sé de qué se trata puedo contrarrestarlos, naturalmente. Y, desde luego, puede usted confiar en mi discreción.
El director de publicidad hizo una inclinación de cabeza, pero no pareció muy aliviado.
—Entonces, ¿vio usted a Alexandra el último día? —le pregunté.
Hizo girar su vaso con las manos. Finalmente dijo:
—Fue en el pasillo, delante del baño. No sé qué bicho me picó. Había tenido otra discusión con Eva, bastante larga y bastante desagradable. Estaba muerto de cansancio.
—¿También estaba Eva aquella tarde en la redacción?
—Sí. Se trataba de los anuncios. La situación está fatal, bien lo sabe Dios. Eva tampoco quería más que irse a casa, incluso tenía bastante prisa porque temía perderse su serie de televisión. Era ya tarde. Yo tuve que ir otra vez a mi despacho, en el otro extremo de la redacción. ¿Ha estado usted allí alguna vez? Sea como fuere, ella me llamó, me llamó desde el otro lado del pasillo. Al principio no la conocí, estaba totalmente cambiada, tan juvenil de repente, con el pelo corto, muy sexy.
—Lo sé. La peiné yo.
—Me preguntó si tenía algún plan, pero, como le he dicho, estaba muy cansado y le dije que aquel día no podía ser. Además, aún tenía que despachar algunas cosas. Y eso era lo extraordinario de Alexandra: nunca estaba de morros, no se daba por ofendida, ¡en absoluto! Conozco mujeres que son completamente distintas en eso. Alexandra me dijo que entrara un momento en su despacho... ¿Comprende usted? Siempre conseguía lo que quería. Unas palabras, esa mirada, y cómo lo enganchaba a uno. No sé si usted ha experimentado algo así. Y luego ya estaba yo tumbado a su lado en el suelo.
Clemens Sander movió la cabeza, sumido en sus pensamientos.
Es probable que estuviera diciendo la verdad. Reflexioné. Alexandra había echado a Kai y él le había tirado al suelo el billete de diez. Después se había encontrado con Clemens Sander. Tal vez Kai había vuelto otra vez. Quería recoger el billete.
—¿Pudo haberlo visto alguien? —pregunté—. ¿Kai, por ejemplo?
—¿Kai?
—Su hijo. Aquella tarde fue a ver a su madre.
—La vida privada de Alexandra nunca me interesó. Lo siento. Pero allí no había nadie —Clemens caviló—. Alexandra aún tenía un compromiso. Me lo dijo luego, al despedirnos.
—¿Con quién? ¿Con Duras?
—Ni idea. La verdad es que tampoco se lo pregunté.
19
Cada media hora, Alioscha sacaba peras y fresas de moldes de plástico de colores y ataba bolsas de hielo y me envolvía las sienes en toallas mojadas en agua fría, como si tuviera fiebre; me acercó en el sofá, como a un abuelo, al balcón, donde entretanto el tendedero había encontrado su sitio fijo. Su bañador verde estaba colgado en los alhelíes. Me sentía débil. El frío me daba dolor de oídos, pero seguí con la bolsa puesta por sentido del deber y por terquedad, y quise convencerme de que al día siguiente, en el que ya quería volver al trabajo, todo estaría bien. Eva había mandado flores. Lirios, igual que al entierro.
De la cocina me llegó otro olor al balcón y luego subió hasta casa de Hoffmann. Yo conocía aquel olor. Olía a Moscú, a la cocina del bloque prefabricado en la que estaba la abuela de Alioscha con su delantal. Con las nudosas piernas firmes en tierra, removía el contenido de una enorme olla de aluminio blanco que a causa de sus abolladuras se mantenía insegura sobre la llama de gas. Se cuece trigo sarraceno, grasa y varias cosas más con las que se hace un puré que ellos llaman kasha y que toman ya para desayunar. Ahora Alioscha había echado la kasha en mi olla de acero pulido para la pasta. Me dio asco de pensar en aquella papilla marrón con ojos amarillos nadando en la superficie. Alioscha ha crecido con la kasha. Alioscha es un chico sano, dijo su abuela. Al que está enfermo hay que ponerle compresas húmedas. El sitio para secar la ropa es el balcón. Alioscha me metió la cuchara en la boca. Cuántos mimos.
Bea subió a fumarse un cigarrillo en el balcón junto a mí, me trajo saludos de mis empleados de la peluquería y deseos de un pronto restablecimiento de parte de los clientes, se acercó una silla, cruzó las piernas y se puso a contemplarme. Visita de médico.
—El ojo parece mucho mejor —afirmó.
Alioscha trajo la kasha y desapareció nuevamente. Puse los pies en la barandilla y conté a Bea mi conversación con Clemens Sander.
—En mi opinión, dice la verdad —dije—. Está entre la espada y la pared.
—Yo no estaría tan segura —adujo Bea. De la punta de su cigarrillo cayó ceniza en el puré que se tenía que comer y se hundió sin dejar huella—. Tienes que considerar que el asesino la quería. ¿Lo recuerdas? Y Clemens estaba totalmente entusiasmado con Alexandra. No podemos perder eso de vista. Tal vez es simplemente que no te ha contado el espantoso final.
—Entonces se tendrían que haber peleado por algo. Pero ¿por qué? ¿Y después de semejante frenesí?
—¿Y qué pasa con Eva?
—De acuerdo. Ella estaba también en la redacción. De todos modos Clemens dijo que tenía prisa por ver su serie favorita. Conozco eso, con mamá siempre es así. Para ellas el nuevo capítulo está por encima de todo —miré los dedos de mis pies en la barandilla, observé cómo se encogían y se estiraban—. Pero ¿y si Eva —pregunté— se hubiera quedado a ver el capítulo en su despacho? La discusión fue larga, a lo mejor ya no podía llegar a tiempo. Y si en uno de sus paseos por las oficinas hubiera irrumpido, como afirmaba Claudia... Eva no estaba precisamente de buen humor. La situación en Vamp debe de ser bastante mala. Alexandra, la malvada competidora. Pero ¿es ése un motivo? ¿Y se le hubiera ocurrido a Eva lo del cojín después de hacer una cosa así? No sé...
—Kai sí que hubiera actuado de ese modo. Él hubiera puesto el cojín a su madre.
—Ah, Kai. Pero en lo esencial es un chico inofensivo.
Bea y yo nos miramos perplejos.
20
Era mi primer día en el salón después del accidente. Me saludaron abrazándome como si fuera un objeto quebradizo, se quedaron pasmados mirando mi cara como si fuese un relieve de extraña forma.
—Todo va bien —dije—. Parece peor de lo que es.
Las manos que estreché no se atrevían a aferrar la mía como es debido. Todos querían que volviera inmediatamente a casa, a la cama, donde me había pasado el día tumbado con Alioscha y sin que se me permitiera moverme.
—No os preocupéis —insistí—. Ya mejorará.
No estaba enfermo, sólo marcado por el derrame, en cuyo dibujo Dennis vio una especie de bodypainting y Kerstin reconoció los colores anaranjados y azules de nuestra pintura mural. No hice caso del pitorreo. Quería trabajar. La hinchazón iba disminuyendo, la conmoción cerebral no marchaba mal, después de haberme comido la kasha. Y mi doctora me había pedido volver a ser inmediatamente, antes que nada, mi profesora de ruso.
—Ya pasó —dije—. Gracias a Dios. Slava bogu.
La agenda estaba llena, en el correo había un montón de postales: saludos vacacionales desde Los Ángeles, Sydney y Stralsund escritos con garabatos, la mayoría casi anónimos por sus firmas ilegibles. Los que estaban de vacaciones habían regresado poco a poco a Munich, habían informado sobre incendios forestales y reclamaciones y no tenían ni idea de que yo estaba, en la práctica, implicado en un asesinato y rodeado de sospechosos. Los señores Duras y Sanders y las señoras Schwarz y Kramer—Pech se colgaban entretanto de mí como unos hermanos cargantes y levantaban hacia mí sus caras.
Bea me puso un brazo sobre el hombro.
—¿No prefieres descansar?
—¿Para qué? —pregunté. Me esperaba mi cita de las doce, Carolin, una estudiante. Su cabello se notaba sano al tacto, sólo un poco seco. Usaba demasiado gel y fijador. Como Fabrice Duras. El hombre de Clairmont: a él no lo podía clasificar todavía con tanta exactitud. El día anterior había estado dando vueltas con Bea a la idea de que no hubiera sido en absoluto a Alexandra a quien sobornara el francés, sino a la propia jefa, a Eva Schwarz. De todos modos habían estado coqueteando en la inauguración. Por otra parte, ¿qué cantidad hacía falta para untar a una redactora jefe, que lleva coche de empresa y cobra una participación en los beneficios?
—Dejadlo ya de una vez, aficionados —había intervenido Alioscha.
Flotaban por el salón música alta y aire caliente. Desenredé la mata de Carolin, espesa y de un rubio oscuro. Bonito pelo. Debería ser liso, como planchado. El corte rigurosamente simétrico, japonés. Lo peiné hacia arriba desde la raya, trazada en el medio, y empecé a alinear los largos desde atrás.
—Voy a probar algo nuevo contigo, ¿okay? —pregunté.
Bea trabajaba al otro lado del largo espejo. De su clienta sólo veía, debajo del tocador, los pies desnudos: dedos impecables, un empeine bonito, talones cuidados, el esmalte de uñas del mismo color que las sandalias de tiras estrechas. ¡Qué aspecto tenían, por el contrario, los pies de Alexandra! Bea hablaba en voz baja:
—Alevoso atentado... luna nueva... —los dedos de las sandalias se encogieron. Ojalá dejara Bea de una vez de analizar mi accidente—. Noche funesta... misteriosas circunstancias...
Subí el volumen de la música, aunque sonaban los ritmos latinoamericanos de Dennis, que me sacaban de quicio. Carolin me miró con aire interrogante. Aquel dolor de cabeza.
—Tendríamos que trabajar con color —dije.
No hice nada llamativo como con Kai, nada de mechas, nada de rubio, no en este caso. El resultado sería muy especial. Completamente distinto de mi trabajo para el número de junio de Vamp. La redacción me había pedido que, si me apetecía, transformara a cinco modelos en rubias sexys. Lo había hecho, al fin y al cabo soy un profesional. Que salga mi foto justo en primera página, junto con uno de mis trofeos, es bueno para mi reputación, ni más ni menos. Antes, una producción así hubiera sido algo singular. La gente hubiera venido acto seguido a mendigar una cita. Hoy es diferente. Hoy hay que peinar cabeza abajo y en cueros para causar sensación. La gente está saturada. Un hecho con el que también tienen que luchar Eva Schwarz para hacer su revista y Clemens Sander para conseguir anunciantes. ¿Y Alexandra? Ella necesitaba dinero. Estaba sin blanca. Pero tal vez había abandonado, no quería seguir siendo venal. Porque la atormentaba la mala conciencia y porque probablemente sabía que aquello no podía continuar más tiempo así. En uno u otro momento habría escapado. Siempre es así. Y no hubiera arriesgado su carrera. Era demasiado inteligente y ambiciosa para ello.
Después del secado, estiré el pelo de Carolin mechón por mechón con la plancha de alisar y apareció ese brillo tan peculiar. Me gustó. En menos de dos horas había logrado algo nuevo. Una pequeña sensación. Bea acarició con admiración el pelo de Carolin y lo examinó en el espejo.
—Tom, esto no lo hace nadie como tú. Estás fabulosa, Carol.
El corte era riguroso, el cabello con flequillo, recto en los largos y con brillo negro. Pero lo mejor era que había acentuado la simetría coloreando las puntas. Alrededor centelleaban los bordes en verde. Era un verde especial. El verde del bañador de Alioscha.
21
Quería ir contigo al lago Starnberg —dije.
Debía ser una sorpresa. Lo había planeado todo para el treinta cumpleaños de Alioscha. Sexo de cumpleaños y tarta para desayunar y luego fuera, al agua, a la barca. Viento que hincha la vela y hace aletear los pantalones. Zambullidas en el agua y en el sol, que a Alioscha le esparce pecas en la piel como migas de chocolate. Y ahora estaba haciendo el equipaje. Mañana el vuelo; pasado mañana los regalos de cumpleaños en casa de sus padres. Alioscha quería celebrarlo en Islandia. Me apoyé en la pared, contemplando cómo embutía vaqueros y camisetas en el macuto. Estaba furioso, triste y decepcionado.
—Por favor, no te vayas —dije.
Alioscha no levantó los ojos.
—Pues yo te digo que te vengas conmigo. El avión sale mañana por la mañana.
—No puedo —contesté—. Y tú lo sabes.
—Sí que puedes. Te sentaría bien.
—¿Qué voy a hacer allí, en el fin del mundo?
—Conocer el país en el que pasé ocho años desde los doce. ¿No te interesa? Además, Islandia es muy bonita. Naturaleza, lava, praderas verdes, géiseres y enormes cataratas. Iremos al baño de vapor y a los manantiales calientes. Te encantará.
—Estamos en pleno verano.
—Aquí, en el continente, pero no en Islandia. Conocerás a mis padres.
—De verdad me gustaría. Pero es que no es posible. Tengo mil cosas que resolver.
—¡Claro!
—Compréndeme. El accidente y todo este asunto... me tiene preocupado. Aún no me he recuperado del todo. Un viaje tan largo. Y además, aquí, el salón. Ahora no puedo largarme sin más.
—Es para vomitar. ¡Estamos hablando de que cumplo treinta años, Tomas! —resulta dramático cuando acentúa mi nombre en la última sílaba. Alioscha elevó el tono de voz y estrujó con furia mi vieja camiseta Wish you were beer—. Estás obsesionado. Claro, tu asesinato y tu accidente son más importantes para ti. ¡Pero esa noche en el puente estabas lisa y llanamente borracho! Eso es todo, entiéndelo de una vez. Y si de verdad crees que alguien te empujó, por favor, presenta una denuncia. Déjaselo a la policía.
Le sujeté por las muñecas.
—¿Tú también lo consideras posible? Entonces quédate a cuidar de mí.
—Y una porra. No soy tu niñera, ni tampoco tu empleado. Y no me dejo chantajear.
Sus ojos eran muy oscuros. Sus pestañas parecían pintadas.
—Eres terriblemente terco —dije.
—Tú sí que eres un déspota. Y siempre quieres tener razón —repuso Alioscha.
Lo tomé en mis brazos y ya no lo solté.
Ya había oscurecido cuando me despertó el timbre del teléfono. Alioscha dormía abrazado a mí.
—¿ Sí?
—¡Qué cosas haces, muchacho!
—¡Mamá! —me incorporé, en un gesto de cortesía.
—¿Por qué no me llamaste inmediatamente? Dime una cosa: ¿no te has hecho nada en las manos?
—En las manos no me ha pasado nada. Es sólo el ojo y lo de alrededor.
—¿Ves bien? No debes tomar tan a la ligera esas cosas. ¿Te has roto algo? A tu edad, una fractura ya no se cura tan deprisa.
—¡Mamá!
—¿Por qué esas cosas te pasan siempre a ti, nunca a Régula? ¡Mira qué eres torpe! Como una vez, en tu cumpleaños, ¿cuántos cumplías?, ¿diez?, cuando te caíste del columpio del árbol. Sólo medio metro, pero el chico va y se rompe la clavícula. Aún recuerdo cómo la tomó tu padre con el pobre señor Berg porque ya hacía mucho que tendría que haber convertido el árbol en leña. Y tu padre no se enfadaba con frecuencia, ya lo sabes. Creo que aquella vez te caíste para llamar la atención. Eras un niño egocéntrico.
—Esas viejas historias.
—¿Cómo es posible caerse de un puente en medio de la ciudad?
—Quería buscar el equilibrio y lo perdí. Okay, tenía una copa de más.
—¿Estaba contigo tu joven amigo?
—¿Alioscha? Sí.
—¿Querías impresionarle, no? ¿Cuándo vas a ser razonable? ¡Podría haber pasado cualquier cosa! No tiene gracia.
—Sí, mamá.
—De todas formas, deberías curarte completamente. No vuelvas al trabajo ahora mismo. Ven a Niza a visitarme. Tráete a tu amigo. Estaría bien. Seguro que el Museo Matisse le interesa también. ¡Y la Fundación Maeght! ¿No se dedica tu amigo al arte? Y para las compras os llevaré a Saint—Tropez. Ya sé que te gusta ir allí de compras.
—Seguro que estaría bien. Pero Alioscha está ya a punto de irse y yo tengo un montón de cosas que hacer aquí.
—¿Y qué hay del asesinato? ¿Era aquella señora, no? Y dime, ¿has contado a la policía todo lo que sabes?
—Pues claro. Te tendré al corriente, mamá. En cuanto haya algo nuevo te informaré.
—¿Nos veremos otra vez este año?
—En octubre estaré en Moscú. ¡Ven a vernos! Te enseñaremos la ciudad.
—Dios santo, ¿a Moscú?
—O ve a verme a Londres. Estaré otra vez en noviembre para ese acto benéfico. Después te presentaré al duque.
—Conoces a todo el mundo. A propósito, ¿qué haces tú cuando...? Tengo que preguntarte una cosa; hay gente que encarga mis caramelos y reclama un descuento en un pedido grande, lo que me deja asombrada.
—Eso es normal.
—Al jefe de ventas también se lo parece. Pero nosotros no lo hemos hecho nunca.
—Bueno, los caramelos y la ropa son cosas que no se pueden comparar. Yo eso lo decido de forma intuitiva, simplemente. Pero si alguien compra tres planchas de alisar y quiere una de ellas gratis... eso, por supuesto, no está incluido.
—Hijo mío, aquí se trata de algo más que de tres tarros de caramelos. Alguien quiere... espera, tengo las cifras aquí, por alguna parte...
—Ya hablaremos de ello en otra ocasión.
—Que duermas bien, pues. Yo estaré enredando por aquí un rato más.
—¿Mamá?
Había colgado. Salí al balcón, me agarré con las dos manos a la barandilla caliente. Estaba totalmente despabilado. En la ventana de enfrente brilló durante unos segundos la brasa de un cigarrillo. Me desperecé como hace Stephan después de correr y choqué con el tendedero, en el que se balanceaba un calcetín solitario. Los alhelíes habían disfrutado de los cuidados y los discursos de Alioscha, habían vuelto a florecer y olían fastuosamente en la noche. Pronto Agnes volvería a colocar el tendedero en la habitación, por la tarde se me olvidaría regar las flores y cada día marcaría el 007 para hablar a larga distancia con mi aventura rusa. ¿Había de seguir siendo siempre así? ¿Lo deseaba yo? Pero no lo podía encadenar. Si él fuese un ladrón, un criminal, se le podría perseguir y encerrar, y yo le visitaría a horas fijas y le tocaría las yemas de los dedos a través de la rejilla. Me acurruqué de nuevo en la cama. La respiración de Alioscha era profunda y tranquila.
22
A la mañana siguiente me puse las zapatillas de correr. La doctora me había prohibido hacer deporte, pero me daba igual. Me había despertado demasiado pronto, con aquella bola de tristeza en el estómago. Bajo la impresión del frío de la ducha no había gritado, sólo había jadeado como un pez que se ve sacado de su elemento. Todo era sombrío, afeitarse ya no era como un deber. No quise recorrer la casa mientras me lavaba los dientes. Hubiera tropezado con su macuto. Salí y cerré la puerta sin ruido. Stephan se sorprendería de verme en el puente, correría junto a mí en silencio, y así debía ser. Stephan era mi amigo. Pasaba por entre los coches que estaban aparcados, cegado por la autocompasión, cuando un motor rugió con irritación muy cerca de mí. Vi el parabrisas y el radiador, que cortaba el aire a toda velocidad.
Alguien me agarró, tiró de mí hacia atrás y luego me llevó de nuevo a la acera. Por un momento me quedé como aturdido, me tambaleé en los brazos desconocidos que rodeaban mi cuerpo como una camisa de fuerza y grité al automóvil:
—¿Estás loco? ¿Estás chiflado o qué?
Pero el coche ya había desaparecido.
—Quizá el conductor no lo ha visto a usted —dijo el desconocido, que seguía sosteniéndome. Tenía torcidas las gafas de fina montura.
—Gracias. Me ha salvado usted la vida. Muchas gracias.
Me apoyé en la trasera de un coche aparcado. Así se siente uno cuando se le mete el susto en los huesos.
—Tiene que tener más cuidado al cruzar la calle. La gente conduce de una forma realmente imprudente.
¿Y si hubiera sido a propósito? ¿O se trataría otra vez de un accidente?
—¿Está seguro de que se encuentra bien?
Le di una palmada en el hombro, murmuré algo y torcí lo más deprisa que pude por la calle Ickstatt, en dirección a la ribera del Isar. ¿No era una limusina oscura? ¿Me equivocaba o era verde oscuro? Lentamente fui recuperando el dominio de mí mismo. Es probable que, simplemente, estuviera distraído. Había dormido mal. Nada más. Tenía palpitaciones en la cabeza, sin embargo aún tenía por delante la carrera de fondo. Cuando salí del angosto barrio de Glockenbach a la calle Wittelsbach, vi el Isar, el cauce ancho y abierto y detrás el puente Cornelius y el Museo Alemán, todo igual que siempre, apacible y familiar. Respiré hondo. Entonces supe lo que tenía que hacer. ¿Por qué no había hecho inmediatamente lo que quería?
—¡Tomas! —Stephan rió y su ligera papada desapareció—. ¡Me vienes pisando los talones! ¡Quién lo iba a decir, tu ojo parece ya mucho mejor!
—Stephan, lo siento, he cambiado de idea.
Mi beso apresurado apenas le rozó y me marché corriendo todo lo rápido que pude, las zapatillas brincaron sobre la dura acera y me llevaron de vuelta, casi en un tiempo récord, a la calle Hans Sachs. En casa, slava bogu... el macuto estaba todavía allí.
—¡Eh! —grité sin aliento—, voy contigo, ¿me oyes? Te acompaño a Islandia. ¡Nos vamos a Islandia!
El macuto había sido deshecho de nuevo.
Alioscha salió al pasillo con un panecillo untado con mermelada.
—Me lo he pensado mejor —dijo—. Me quedo. ¿Vamos mañana al lago Starnberg?
23
Los motores del avión zumbaban con regularidad, el calor del whisky me invadía. El océano era como un papel de seda, de un color azul negruzco y con finos pliegues. Eché el respaldo hacia atrás. En la comida habían servido pescado. Me preparé para comer pescado los siguientes días, cocido, estofado, asado, seco. Después de que Bea nos hubiese llevado al aeropuerto en el último minuto, yo, que no había desayunado, pregunté si en Islandia se comía algo que no fuese pescado, y Alioscha me contestó:
—A lo sumo, cabezas de oveja. Y eso sólo en Nochevieja.
A lo mejor era una broma. Otra vez, ¿cómo se llamaba la capital?
Aparecieron unas cuantas nubes. Pedí dos almohadas para la nuca. Alioscha conversaba atrás, en la clase turista, con el rubio auxiliar de vuelo islandés, cuyos altos pómulos ya me habían llamado la atención al subir. En alguna parte cloqueaban turistas daneses, al otro lado del pasillo un hombre de negocios charlaba, me imagino que en islandés, jugaba con su teléfono móvil y escuchaba como si todo en el mundo le asombrara. Aún faltaba una hora de vuelo. Adieu, Claudia y Eva, Clemens y Fabrice, hasta de Annette Glaser me había escapado. Nadie excepto Bea sabía de mi viaje a la isla. Tenía la seguridad de que allí, en el otro extremo del mundo, estaría a salvo de los muniqueses.
El aparato vibró; habíamos caído en un bache. Una zona de baja presión de Islandia, pensé. Junto al dispositivo de la ventilación se encendió la señal de abrocharse el cinturón, la campanita sonó y me trajo de regreso a Alioscha. La azafata recogió los vasos. Puse el respaldo derecho y dije:
—Un tipo muy guapo, el auxiliar de vuelo.
—Nos habíamos visto antes. Gudmundur también es peluquero.
—¿Qué?
—En verano vuela alrededor del mundo, en invierno se queda en casa y corta el pelo.
—¿Cuándo has visto a ese tipo?
—Gudmundur. Hace mucho. Casi tres años.
Descendíamos, peldaño a peldaño, interminablemente; la cháchara que se oía detrás de nosotros enmudeció. Me gusta más el despegue que el aterrizaje. ¿Había apagado el móvil el individuo del otro lado? La tormenta me parecía más recia que aquella de Londres. Unos pocos centenares de metros por encima del suelo aclaró la niebla y la pista se acercó velozmente. Sobre el cemento pasaban turbiones rápidos como el rayo, el aparato se balanceaba, al cabo de pocos segundos tocaríamos tierra, enseguida, ahora. De repente los motores aullaron, a coro con un grupo de pasajeros asustados. Volvimos al aire, ascendimos nuevamente hacia los velos de niebla. ¿Qué había sucedido? Por el altavoz, una entrecortada voz islandesa. Alioscha estaba sentado inmóvil, con las manos planas sobre los muslos y una expresión indescifrable. Luego, en inglés:
—Ladies and gentlemen, we are now... —murmullos—. As you recognized, we have troubles with... [Señoras y señores, estamos ahora... Como pueden ver, tenemos problemas con...] —no entiendo nada—. Please, stay... [Por favor, permanezcan...]
Otras voces, crujidos. Cierro los ojos y pienso en los cirros sobre el lago Starnberg. Cuando el avión lo logró en un segundo intento, tras una serie de arriesgados saltos en el aire —incluso aparcado aún trepidaba con el viento—, Alioscha recuperó el habla:
—Un aterrizaje como éste es normal en Islandia —afirmó—. Keflavik es el aeropuerto más difícil del mundo para los pilotos.
Alioscha saludó al empleado del control de pasaportes. El hombre le miró risueño mostrando unos dientes amarillos, y me estrechó las dos manos, como si yo fuese una estrella del pop. Mientras Alioscha le contaba algo, me imaginé que aquel hombre velaba sobre todos los visitantes como un conserje en la puerta, para difundir al momento las novedades por la isla, cuyo número de habitantes no llega a la mitad del de Munich. Yo quería ir rápidamente a la ciudad, a ver Reikiavik, pero a Alioscha le parecía «idiota» tomar un taxi. Había pedido a su padre que no fuese a recogernos con el coche, por el huracán. Tomamos el autobús, lo mismo que Gudmundur y los demás pasajeros. Todos habían vuelto a hablar en voz alta, pasado el susto del aterrizaje; Alioscha se apoyó delante, junto al conductor. Yo decidí entregar desde aquel mismo momento todas las responsabilidades a Alioscha, disfrutar de la lluvia y vivir en casa de mis suegros. Quería desconectar del todo, no preocuparme ya por nada. ¿Iría todo bien en Munich? Busqué el móvil en la chaqueta de Alioscha y marqué. Bea se puso al instante. Fondo de música y secadores.
—Soy yo —dije.
—¡Tom! ¿Ha pasado algo?
—Sólo quería darte un toque. ¿Ha preguntado alguien por mí? ¿Kai o alguien?
—No ha preguntado nadie. ¿Habéis llegado bien? ¿Es bonito aquello?
—Es precioso. Llámame si hay algo nuevo.
—Descuida.
—¿Oye?
Desapareció.
En las rocas de lava sólo crecían postes eléctricos, las calles estaban trazadas a cordel, el autobús avanzaba en diagonal al viento. El agua azotaba el cristal en andanadas sueltas, como lanzadas con una pistola pulverizadora; detrás de mí siseó una lata de cerveza. Estaba helado. De pronto el cielo se abrió; en un santiamén se extendieron por las rocas retazos de sol que dieron vida al paisaje. El musgo redondeaba las pequeñas lomas, creaba formas gibosas y cómicos rostros con narices llenas de protuberancias. Alioscha me sonrió. A lo lejos se elevaba de las piedras una nube blanca que el viento hacía jirones. Gudmundur se acercó desde atrás y explicó que era la Laguna Azul, uno de los manantiales calientes de Islandia. Mucha gente aprovecharía la escala en su viaje a Nueva York para visitarla, se bañarían en las sales y en los minerales y, al continuar el viaje, olerían como pequeñas bombas fétidas. Gudmundur arrugó con desesperación la nariz. No tuve más remedio que reírme. Nos detuvimos cerca de la nube. La horda de americanos, alemanes y daneses se bajó, caminó a paso ligero por la extensión de lava y desapareció.
—You have to go there —dijo Gudmundur—. All tourists go there [Tienen ustedes que ir allí. Todos los turistas van]. Siguió hablando de manantiales con nombres como Barril de Manteca, Cubo de Madera y Cochino, que brotan a cien grados del suelo de la Tierra del Hielo, y propuso emprender una excursión a las rocas del Pingvellir y a la cascada de Gullfoss. Cuando llegamos a Reikiavik tuve la sensación de que llevaba allí mucho tiempo. Gudmundur se despidió y se marchó con su camioneta. Alioscha y yo nos quedamos solos delante de la entrada de un hotel. Era donde tenía que esperarnos el padre de Alioscha, pero el señor Mossin no estaba allí.
Alioscha se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Estaba con los nervios de punta.
—A cada paso se encuentra uno a gente que conoce. Islandia y Reikiavik son como un pueblo.
—A mí me gusta.
Alioscha me preguntó por qué no tomábamos una habitación en el hotel en vez de vivir en casa de sus padres. ¿Un cuarto infantil de paredes delgadas y ambiente familiar? ¿O mejor una gran cama con servicio de habitaciones y baño privado? No había duda. Hicimos pasar el equipaje por la puerta giratoria y atravesamos el vestíbulo hacia la recepción... y hacia un obstáculo con pantalones cortos blancos, las fornidas pantorrillas como infladas y los brazos abiertos: el señor Mossin, el padre de Alioscha. Abrazó primero a su hijo, después a mí, echó mano del macuto sin titubeos y se encaminó andando pesadamente a la salida.
Alioscha me echó una mirada... Yo moví la cabeza. Mejor no.
En el todoterreno tuve que sentarme delante, donde se tiene la mejor vista, y Alioscha tuvo que deslizarse atrás, sobre una manta de perro. Los clavos de los neumáticos producían un ruido seco sobre el asfalto y hacían pensar en hielo y nieve, pero en el cielo azul se hinchaban nubes inofensivas y a la derecha centelleaba el mar. El señor Mossin conducía con una sola mano y movía su corto dedo delante de mi cara. Allí, la flota ballenera, agrupada delante en el puerto, acá, la Casa Höfdi, a rayas blancas, donde antaño tuvo lugar la cumbre entre Gorbachov y Reagan. Lo recordé y comprendí que Islandia, la isla que se halla en Círculo Polar, no es en absoluto el fin del mundo sino que está a mitad de camino entre América y Europa. El señor Mossin sonreía indulgente, como un profesor al que le complace que su alumno entienda la explicación.
Torcimos sin poner el intermitente por una pequeña calle empinada que subía a la montaña, pasamos ante varias casas de madera y chapa y aparcamos delante de una cancela que rechinó al empujarla Alioscha con el pie. La casa de madera con miradores, contraventanas y adornos de talla me recordó a Rusia. La hierba estaba pisada como una alfombra vieja; en la dacha rusa llegaba a la rodilla. El señor Mossin se echó a la espalda nuestro equipaje y me dijo, como si fuese una información necesaria, que a veces el fluido eléctrico se corta sin que nadie hasta entonces haya descubierto la causa. Alioscha me empujó escalera arriba hasta la puerta de la casa. El señor Mossin se volvió hacia mí:
—¿Y sabe usted quién anda enredando con esta maldita electricidad?
Me miró con aire ladino. Alioscha puso los ojos en blanco. Yo no tenía ni idea. ¿La tempestad? ¿La CIA? El señor Mossin señaló un montículo en el jardín.
—Los elfos.
Su barba blanca estaba recortada, los fuertes pelos eran blancos como la nieve, la piel sonrosada parecía la de un gnomo. ¿Estaba bromeando el gnomo? La mujer que aguardaba en la puerta abrazó a su hijo y al hacerlo se le soltó un mechón de pelo. Un mechón de júbilo.
En el centro de la mesa del porche cuadrangular pusimos nuestro vino traído de Munich, que habíamos comprado en Garibaldi. Allí había ya platos con trozos de caballa y cordero ahumado, ensalada de anchoas, pepinos y huevos, remolacha roja, bollos redondos de color rosa y tartas cuadradas con cobertura de chocolate, todo a la vez. Alioscha lo llama «la fiesta socialista». Yo enrollé unos crepes finos, los blinis, que en Moscú recubríamos con smiétana, nata agria, y aquí con una pasta de pescado. Y pasó por mi cabeza como un relámpago el recuerdo de mi casa familiar, los salvamanteles de plata, las copas de tres clases para los tres platos y el sempiterno queso para terminar. Del señor Berg, que servía con guantes blancos, no suprimidos hasta después de la muerte de mi padre. El padre de Alioscha, mientras comía, nos ponía mapas delante e indicaba con los dedos grasientos y el celo de un científico líneas, sombreados y cruces: marcas de colinas y promontorios cubiertos de hierba donde viven los elfos; hablaba de la delegación de representantes de los elfos, a la que allí se consultaba antes de trazar calles y construir casas. Me enteré de que para los elfos son un peligro los centros comerciales y las carreteras de enlace. Proteger las moradas de los elfos, aseveró el señor Mossin, es un deber. Yo lo consideré todo posible y pregunté qué aspecto tenían esos elfos, y el señor Mossin se echó hacia atrás, masticó el pan blanco y describió unas formas gráciles, unos ropajes policromos y flotantes y unos colores radiantes. Entonces dije a Alioscha, que cotilleaba animadamente con su madre sobre los Gudmundures y Stinas de la isla:
—¡Tengo una idea para mi próximo espectáculo!
24
Fuimos a pie al centro. Queríamos celebrar el cumpleaños de Alioscha los dos solos. Aún faltaban dos horas para medianoche. Todavía estaba claro. El viento dormitaba, los hirsutos abetos de los jardines delanteros estaban inmóviles. Las casas tenían tejados embreados, revestimientos de chapa y pinturas de colores como una vestidura impermeable, preparadas para resistir cualesquiera inclemencias del tiempo. Reikiavik, capital de Islandia. Alioscha dijo:
—Aquí no se puede hablar ni reír alto.
—¿Por qué? —pregunté.
—A esta hora salen los elfos de sus promontorios herbosos y no quieren que se les moleste.
—Eso dice tu padre.
—El que moleste a los elfos desaparece.
—Tu padre está majareta.
Alioscha se volvió a mirarme.
—Muchos islandeses creen hasta en los trolls.
—Yo creía que tu padre era ruso.
—Mi madre es rusa. Mi padre simplemente estuvo trabajando en Moscú. Es islandés y cree en los elfos, como todos los islandeses.
—¿Y tú? —inquirí.
Sonó el timbre de una bicicleta, una mujer frenó bruscamente a nuestro lado y abrazó a Alioscha sin apearse. Los dos se pusieron a hablar a borbotones en esa lengua que me borra y me enajena a Alioscha. La mujer llevaba las cortas trenzas sujetas a la cabeza con horquillas, la raya del párpado superior airadamente trazada hacia arriba. Había combinado un top de rayas y una falda corta con medias gruesas y zapatos bajos.
Alioscha pasó al inglés y nos presentó. Harpa, una compañera del colegio. Ella continuó en la bicicleta, ajustándose a nuestro paso, y me contó que era artista. Al parecer modelaba objetos con arcilla, que aunque semejan jarrones son arte. Me describió, usando ambas manos, el contorno de las vasijas; al hacerlo soltó el manillar y se habría caído si yo no la hubiera sostenido. Su piel era pura e inmaculada. El aire de Islandia sustituye al maquillaje.
—¿Y tú? ¿A qué te dedicas? —preguntó Harpa.
—Soy peluquero.
—Y además, Tomas está resolviendo un asesinato —agregó Alioscha. ¿Había sonreído?
Harpa me dijo que allí todo el mundo tenía un segundo empleo: el empleado de banca trabaja por la tarde en la librería, el librero en el restaurante. La vida en Islandia es muy cara. Harpa trabajaba en una boutique, una marca islandesa, allá arriba, en la Laugavegur.
—¿Y dónde está el centro? —pregunté.
—Esto es el centro —respondió Alioscha—, no hay más. Sólo las calles laterales.
En el Sirkus Bar saludaron a Alioscha como a un repatriado. A las mujeres se les separaban de la cabeza las indómitas trenzas, que semejaban pinceles. Los hombres llevaban el pelo tieso formando una especie de cresta en la que sólo había una sugerencia del corte iroqués: en realidad, puro punk de Londres. Estreché manos, alguien me alcanzó un vaso grande de Humpen Egils Gull, cerveza islandesa. Seguimos nuestro camino, nos vimos atrapados por una vorágine con más gente cada vez, aterrizamos en un sótano donde un saxofonista se retorcía en medio del humo. Después, en una sala con una escalera de cristal que conducía a los pisos superiores bailaban cuerpos bajo luces de colores; del techo colgaban arañas que, como drogadas, se movían suavemente a su propio ritmo. En una mojada barra había gastadas tarjetas de crédito puestas en fila que el barman descubría y desechaba, concentrado y tranquilo, como si estuviese haciendo solitarios. Alioscha bailaba con una mujer que llevaba una chaqueta con flecos y vueltas de piel; me hacía repetidas señas, como si quisiera presentarme a alguien. Yo le hice un gesto con la mano. Junto a mí estaba Olafur, que llevaba traje de raya diplomática y un collar con pinchos y recitaba con retumbante voz de ventrílocuo un poema suyo. ¿Son todos artistas en Islandia? Harpa me arrastró a la pista de baile, vociferando en islandés tan ruidosamente que cualquier elfo la hubiera convertido en una roca de lava. Yo me reía y no entendía nada, y eso me gustaba. Allí estábamos, en el Círculo Polar, entre Europa y América. Eran las doce, el día del cumpleaños de Alioscha. Ahora tenía treinta años y todos lo rodeaban. Tuve ganas de hacer pis.
El baño se hallaba detrás de una pared de pavés; las lámparas azules lo sumergían en una luminosidad misteriosa. Los hombres se alineaban abiertos de piernas delante de un canalillo de reluciente acero. Se oía correr el agua; la gente charlaba. Me coloqué entre dos espaldas. El agua estaba iluminada por un color turquesa. Cerré los ojos para superar el bloqueo interior. Una sensación similar al miedo a coger el micrófono en un acto público y quedarte sin voz de repente. No soporto los servicios públicos. El hombre de mi derecha se balanceó sobre las puntas de los pies, se cerró la bragueta con una breve flexión de rodillas y el siguiente ocupó de inmediato su lugar con un suspiro. Yo miraba de frente mientras meaba, pero me percaté de que el otro se volvía hacia mí. ¿Me hablaría?
—¡Así que no era un fantasma! ¡Tommy Prinz!
Se me cortó el chorro; no podía ser cierto. Fabrice Duras, el omnipresente. No tenía buen aspecto, aquella luz le quitaba las tonalidades de la piel.
—¿Usted aquí? —le pregunté. Si las circunstancias hubiesen sido otras, nos habríamos estrechado la mano.
—Lo vi bailando con esa chica tan guapa y pensé: ¿no es el peluquero? ¿Qué le trae por aquí?
—Estoy de vacaciones.
—Entonces venga mañana conmigo a la Laguna Azul. Está usted cordialmente invitado.
—¿Invitado?
Me alegré de poder salir de la hilera y fui hacia los lavabos, asimismo un canalillo plateado. Y mi cara en el espejo era también como la de un cadáver. Duras en Reikiavik. ¡Cuando se lo contara a Bea! Era para morirse de risa.
—Quiero decir hoy, naturalmente —exclamó Duras volviendo la cabeza—. Hoy tenemos nuestra presentación. Una línea de cuidados completamente nueva, toda basada en minerales. ¿Se aloja usted también en el Radisson?
—No, en una casa particular.
—Entonces tráigase a su belleza islandesa. No puede negarse, mi querido amigo.
Alioscha se acercó a la puerta.
—¡Estabas aquí! —dijo—. Te llaman por teléfono.
—¿A mí? ¿Quién? —cogí el aparato—. ¿Diga?
La puerta me dio en la espalda. Alguien empujaba desde atrás. La música estaba demasiado alta; me abrí camino hacia la salida. No, ahora no bailo. Fuera, el display dijo disconnected. ¿Había apretado una tecla indebida? Volvió a sonar.
—¿Diga? —me fui a lo oscuro—. No le entiendo.
—¿Me oye usted ahora? —dijo la voz—. Soy Kai.
—¡Kai! Sí, te oigo.
—Por fin. Mierda, ¿dónde está?
—En Islandia. Estamos celebrando el cumpleaños de Alioscha.
—¿En Irlanda? ¡Superior! Oiga, tengo que hablar con usted.
—¿Qué pasa?
—No puedo decírselo por teléfono, de verdad que no. Es...
—¿Sí? ¿Kai?
—Es supergordo.
—¿Estás bien?
—¡Oiga! —ahora Kai gritaba—. Tengo que hablar con usted. Esto le va a dejar pasmado —se rió. Parecía histérico.
—¿Estás, quiero decir, has...?
—¿Coca? Sí, ¿y qué? ¿Qué voy a hacer si no? ¿Ponerme a hacer calceta? Yo sé lo que me hago. Y no tengo alucinaciones, si es eso lo que quiere decir.
—Tranquilo, Kai, no he querido decir eso.
—¿Cuándo vuelve a Munich?
—Hasta el martes no. El martes por la tarde. Kai, por favor.
—¿El martes por la tarde? ¿Y hoy es domingo? ¡Mierda! ¿Cuándo podremos vernos? ¿El miércoles mismo?
—Iré a tu casa —dije—. Pero dime...
—¿Aquí? De ningún modo. Mejor... ¿en el Seehaus, okay? El miércoles a primera hora, a las ocho.
—De acuerdo.
—Ahora tengo que dejarle.
—Kai, tienes que prometerme...
Había colgado.
Me senté en una piedra y cerré los ojos. Un zumbido en la cabeza, las neuronas como electrizadas. ¿Qué había pasado? ¿Estaba tramando algo Kai? ¿Debía llamar a Bea? ¿O a Claudia?
—¿Qué quería? —preguntó Alioscha. No le había oído llegar.
—Kai sabe algo. Quiere que nos veamos.
Estaba aclarando. Al este, una línea verde como trazada con regla, allí donde se encuentran el cielo y el océano.
—Prométeme una cosa —dijo Alioscha.
—¿Hum?
—Ten cuidado.
25
En el camino del aeropuerto a Munich había visto los Alpes. Eso significaba viento cálido del sur. Ahora mis clientes se quejarían otra vez de dolor de cabeza, estarían sobreexcitados e insoportables. El viento cálido es muy opresivo. Alioscha estaba de camino a Moscú. Por lo menos estaba Bea y seguro que aguardaba ya mi informe de Islandia. Se sorprendería de que me hubiera encontrado a medio Munich en la isla.
En la peluquería, todo el mundo estaba ocupado. Kerstin cortaba en silencio; me saludó con una sonrisa casi compasiva. No había música. Faltaba Dennis.
—¿Qué pasa? —pregunté. Nora, de regreso de sus vacaciones, me abrazó. Agitó su larga melena y me dijo que los viajes son una condena: llegar donde sea, ser un forastero, conocer a alguien, enamorarse, partir, separarse. ¿Y todo para qué? Puse música, cualquier cosa, pop latino, pero nada de rock ruso; dejé el equipaje en el guardarropa y me fui abajo.
Bea estaba dando un tinte, difícilmente podríamos hablar en privado. Sólo dije:
—¿Me ha llamado alguien?
—Sí —Bea extendió un mechón sobre el aluminio—. La comisaria.
Con el pincel en la mano, me observó en el espejo. ¿Qué pasaba? Su mirada decía: «Después hablaremos». ¿Le dolía también a ella la cabeza?
Sobre la mesa de mi despacho había una considerable cantidad de correo: pedidos, la factura del teléfono y una noticia realmente buena: Theadora había dado a luz a sus gemelos. En la foto, dos cabezas calvas llenas de arrugas, casi como el viejo Hoffmann. Keno y Akeno. ¿Se volvería a llamar Tomas una criatura alguna vez? ¿O Annette? Marqué el número de la brigada criminal. A ver qué querían de mí.
—¿Oiga, es la central? Quisiera hablar con la señora Glaser. Gracias.
Sonó la señal de espera. No debía olvidarme de Kai. ¿Qué le resultaba opresivo a él?
Debajo del boletín mensual del gremio había un sobre acolchado, de papel hecho a mano. Remitente: Constantin, mi amigo casi aristócrata. ¿Ya había llegado la fecha otra vez? Me enviaba la invitación a la fiesta de verano en la terraza de su casa; todos los años, el primer o el segundo viernes de agosto.
—¿Oiga?
La central: la señora Glaser ya no estaba en su despacho. Colgué. Casi las cinco y media. ¿Seguiría la comisaria con la investigación? Sin duda el caso Kaspari no era el único asesinato del que tenía que hacerse cargo. Quería ducharme; cargué con mi equipaje y subí a casa.
Mi piel se notaba estupenda al tacto después del baño en la Laguna Azul; las algas verdes y las blancas tierras silíceas actuaban como un suavizante. Pensé en el agua, que en Islandia huele a azufre y sale hirviendo del grifo. Al secarme descubrí que Alioscha había depositado en el armarito un cepillo de dientes verde y una brocha de afeitar. El descubrimiento me puso de buen humor.
El contestador automático emitía una señal luminosa. Conecté el altavoz. Griterío infantil de Anna, mi sobrina pequeña, luego la voz de Régula, que preguntaba por mi ojo. Qué amable preocuparse así. Mientras me lavaba los dientes me examiné el ojo en el espejo.
Mensaje número dos: cuelgan. Debajo del ojo había aún una sombra oscura, como de pasar la noche en vela pero sólo por un lado. Unas palabras somnolientas de Jeremy desde Londres. Este marica cotilla sólo quería saber qué tal me va con Alioscha. Luego el sastre, las camisas nuevas.
De pronto aquel carraspeo:
—Buenos días, soy Barbara Kramer—Pech —pausa. Apagué el cepillo de dientes eléctrico para oír mejor—. Se trata de Kai. Llamaré más tarde.
El contestador enmudeció. Me senté delante del aparato con el cepillo de dientes en la boca como si fuese un termómetro. Otra vez Kai. Busqué el número de Barbara y vacilé. Era mejor que hablase primero con él. Marqué el teléfono de los Kaspari. Tardaron en cogerlo.
—¿Sí?
—Hola, soy Tomas Prinz. ¿Quién habla?
—¡Tomas! —era Claudia—. ¿Estás bien ya?
Parecía distraída. La oía trastear.
—Perfectamente —dije—. ¿Y tú, cómo estás? Quería hablar con Kai.
—No está aquí. Le estoy haciendo algo de comer.
—¡Qué bien cuidas de él!
—Bueno, no por mucho tiempo. Pronto se irá a Berlín. ¿Le dejo una nota diciendo que has llamado?
—Lo voy a ver mañana. ¿Ocurre algo? —pregunté.
—¿Por qué? —la voz de Claudia sonaba ahora alerta.
—Kai me llamó, quería que quedáramos. Parecía confuso. No, más bien alterado. En su opinión, ha descubierto algo. ¿Tienes algún dato?
—En estos momentos, Kai está viendo fantasmas. Desconfía de todos. Creo que necesita una terapia. Ha sido demasiado para él, en estos últimos tiempos.
—No me sorprende. ¡Pobre chico!
—¿Pobre chico? También es una verdadera carga. Perdona, Tomas. Pero es que rebusca en nuestras cosas, necesita dinero. Barbara también tendría cosas que decir.
—Eso son cuentos.
—De todos modos me alegro de que Kai se vaya a Berlín. No sé cómo se las podía arreglar Alexandra con el muchacho.
Llamaron a la puerta.
—Claudia —dije—, si puedo ayudar...
—En cualquier caso no te tomes muy en serio las cosas que se imagina el chico. Ciao, Tomas.
Abrí. Bea estaba apoyada en la puerta, pasó ante mí sin decir palabra y fue directamente al salón. La seguí como si fuera yo el cliente al que se ha de recibir.
—Está muy bien —empezó Bea— eso de que vayas a divertirte mientras yo sigo al pie del cañón en la peluquería. Pero también podrías haber llamado. Ya pensaba que trabajábamos por separado —Bea se tumbó en el sofá, como para una sesión terapéutica—. ¿Y bien? Ahora cuéntame, anda. ¿Qué tal te ha ido?
Le di un masaje en la nuca y le informé acerca del paisaje autóctono, de los sensibles elfos y de mis simpáticos suegros. Y del encuentro con Duras en los servicios y su invitación a aquella atracción turística, la Laguna Azul. Por supuesto, aquel día fui a la presentación de Clairmont. Fue un bonito espectáculo el que la empresa había organizado allí. Sonidos misteriosos procedentes de altavoces invisibles. Bailarinas con vestimentas ondeantes que ejecutaban gráciles movimientos en medio del vapor y trataban de infundir un halo mágico a los productos de manteca de karité y aceite de jojoba. Las redactoras de belleza, que habían venido de toda Europa y de Estados Unidos, picaban gambas y uvas, comían ostras en la concha, bebían cócteles de curaçao azul y esperaban el reparto de la bolsa de regalos. Duras iba de acá para allá entre las señoras, las delegadas de las revistas de papel cuché. ¿Y a quién había enviado Vamp? Eva Schwarz en persona se había encargado de cultivar el contacto. Le pareció «curioso» que coincidiéramos allí, y yo asentí, ¡casualidades de la vida! Luego el técnico facial le hizo una seña y ella cruzó la sala, copa en mano, sobre sus altos tacones para hacerse una idea de los productos en su propia piel. Como conclusión, Duras repartió bañadores de Clairmont, que sin embargo permanecieron secos. Ahora tenía tiempo libre y a toda costa quería, igual que yo, bañarse en los manantiales calientes. Cogimos los bañadores y nos dirigimos juntos a los vestuarios. Le felicité, el acto había sido un completo éxito. La información en prensa iría sobre ruedas. Se lo debían las redactoras, después de aquella excursión de lujo. Duras estaba muy satisfecho, moreno y pulcro. Quise provocarle y le pregunté bajo la ducha:
—¿Pero habrá otras posibilidades para estimular la publicación de textos en las revistas, no? Quiero decir, además de con «Productos Naturales». ¿Quizá con un sobre? ¿O con un cheque?
Duras se enjabonó de arriba abajo.
—Mi querido amigo —dijo—, ya sabe usted cómo funciona esto. La calidad no decide por sí sola el éxito de un producto. Yo siempre digo «una mano lava la otra». Seguro que ustedes también tienen sus propios métodos.
Me extrañó que utilizara un jabón líquido sin nombre.
—Conozco a esos tipos. No se dejan provocar —Bea se removió en el sofá. Se quedó sentada en el borde, amodorrada como después de la siesta, y movió el cuello en todas direcciones.
—Bea, ¿qué pasa?
Reveló que ese fin de semana había conocido a un médico jefe y se había ido a la cama con él.
—Era pulcro, culto, incluso apuesto, y de repente te das cuenta de esas menudencias: cordones de zapatos de mezclilla, piedra aromatizante en el baño. Pero nunca jamás un hombre tan limpio otra vez —tales fueron los términos de su balance.
Invité a Bea después del trabajo a ir al Orangha Bar, pero estábamos cansados los dos y nos separamos antes de medianoche. A pesar de todo, al día siguiente me sentía como si estuviera rendido de fatiga. Sonó el despertador y me di la vuelta en la cama. Luego me acordé: Kai me esperaba en el Seehaus. Tenía que apresurarme. ¿Por qué, en realidad? Kai silbaba y yo echaba a correr. ¿Y en el Jardín Inglés? Lo que tuviera que decirme me lo podía decir igual una hora más tarde. Marqué su número.
—Kai, lo siento, no llego.
—¿Cómo que «lo siento»? —susurró Kai—. ¡Si precisamente es a usted a quien le va a interesar!
—Vamos a quedar a las nueve y media. Pero no en el Seehaus, me pilla demasiado lejos.
—Okay. Entonces venga a mi casa. A las nueve y media estaré solo.
¿Por qué hablaba en susurros?
—¿Y Claudia? —pregunté.
—Estará de camino a la revista, al menos eso espero. Oiga, se va a quedar usted de piedra.
—Hablaremos de ello delante de un café. ¿Tienes en casa?
Había desaparecido. Ciertamente Claudia no lo tenía fácil con aquel muchacho.
Me duché y avisé en el salón para que no contaran conmigo antes de mediodía. Tomé un taxi.
—A la calle George.
Pasamos el Ring y la calle Ludwig. En la calle George había atasco. ¿Qué había ocurrido allí delante? El taxista refunfuñaba. Pagué y me apeé. Una cinta blanca y roja aleteaba delante de la casa de Alexandra. Había multitud de curiosos agolpados delante del acordonamiento. La radio de la policía farfullaba intermitentemente.
—Disculpe, tengo que pasar —dije—. ¿Qué ha sucedido?
—¿Vive usted aquí? ¿Puedo ver su documentación, por favor? —preguntó el agente. En la acera había un cuerpo cubierto con una sábana blanca. Annette Glaser estaba allí; se inclinó sobre el bulto, levantó la sábana y la dejó caer de nuevo.
No, por favor, pensé. No puede ser.
—Circulen, aquí no hay nada que ver. ¡Por favor, sigan adelante! —exclamó el agente.
Levanté la vista hacia la casa. Allí estaba el balcón de Alexandra, encima del de Claudia. La comisaria, que estaba dentro de la zona acordonada, se acercó a mí.
—Señor Prinz, ¿usted otra vez? —dijo en tono poco amistoso.
—¿Qué ha pasado? —pregunté. Tenía las manos frías.
Annete Glaser movió la cabeza.
—¿Claudia? —añadí.
El policía levantó la cinta para que pudieran pasar los que llevaban el ataúd.
—¿Por qué? —dije—. ¿Es que ya no deseaba vivir?
—¿La señora Koch? —inquirió la comisaria—. ¿Por qué ella? Es Kai. Kai Kaspari. Está muerto.
No recuerdo cómo llegué a casa. Eché a correr. No sé hacia dónde. Tomé un taxi y le di mi dirección. Mi voz funcionaba como una cinta magnetofónica, pero en mi cabeza había una ensalada de cintas. «Se va a quedar usted de piedra», había dicho Kai. «Si precisamente es a usted a quien le va a interesar.» ¿Qué había querido decir? Me sentía mal. Si no hubiera retrasado nuestra cita, puede que Kai aún estuviera vivo. La comisaria me había pedido que fuera a verla a primera hora del día siguiente en la jefatura.
Pedí al taxista que se detuviera. Necesitaba correr. Rosas negras en el mercado. Gente haciendo cola en la Hofpfisterei para comprar pan tostado. Pensé en la arrebatada escena de Kai junto a la tumba de su madre. Kai, que no iba en silla de ruedas y comía pizza en la caja. Lo veía bailando encima del puente. Kai, ¿por qué has saltado? Giré dejando atrás la calle Rumford. En un patio vi a Moisés con las tablas de la ley, una enorme pintura como en una iglesia barroca. Kai había sido siempre un solitario. Me acordé de un drama de su infancia. Quería tener un perro, un amigo que cuidara de él, lo protegiera y le brindara ayuda, como en las series americanas que veía por la tarde en la televisión. Holger había dicho:
—La ciudad no es sitio para un perro.
Pero Alexandra estimó:
—El chico tiene que aprender a asumir responsabilidades.
El perro de Kai era amarillo, de patas delgadas, una de ellas blanca, como si la llevara escayolada. El animal no atendía a ningún nombre, era difícil de frenar «algo así como neurótico», según Alexandra. Kai siempre dejaba que el perro lo acompañase en sus correrías, hasta que lo atropellaron en la calle Schelling. Holger dijo que con una cobaya aquello no habría sucedido.
Pensé en su padre. ¿Habría informado ya a Holger la policía? Qué tragedia. Su mujer asesinada. Su hijo muerto sobre el pavimento. ¿Había sido un suicidio? ¿O le había empujado alguien? ¿Acaso porque Kai había averiguado algo? Ahora sí que tenía que hablar con la comisaria; quizá tendría que haberlo hecho mucho antes. Aún no le había dicho que estaba citado con Kai. Pero ella tampoco me lo había preguntado. Seguí corriendo. En la Plaza Gärtner había estudiantes en la terraza del café. Atasco en la calle Klenze; delante del teatro había un remolque y estaban descargando decorados, como siempre a aquella hora.
Ya en el descansillo de la escalera sonó el teléfono. ¿Qué podía ser tan importante ahora? Había evitado pasar por el salón. Me sentía decaído, necesitaba un vodka. Tal vez Kai estaba drogado, tal vez había tomado algo más fuerte que la coca. Y cuando saltó creía que no pesaba, que podía volar. Hice café. Me dolía la cabeza. Eché una tableta en el líquido negro. Sonó de nuevo el teléfono.
Era Eva Schwarz.
—¡Tommy! ¿Te has enterado? Estamos todas reunidas en la redacción. Seguro que tú tampoco tienes la cabeza para otra cosa. Vente si te apetece —su voz era cálida. Eva es una buena gestora de crisis.
Cuando entré en el despacho de la jefatura de redacción, Eva vino hacia mí con pasos cortos y me estrechó la mano. Sus empleadas estaban sentadas en el sofá, muy apretadas, como girasoles aplastados. El cuarzo rosa dentado de la semana anterior había sido reemplazado por una lisa piedra verde azulada. Había botellas de champán sobre la mesa. Un auténtico funeral Vamp. Di la mano a las señoras, a la del corte de paje y pelo caoba, a la de la permanente, a las dos de castaño dorado. Barbara susurró algo y se deslizó a un lado; en la hilera de mujeres sentadas se produjo un movimiento. Eva se comprimió entre ellas y me dejaron a mí el sillón de la jefa. Faltaba Claudia; me informaron de que estaba en el hospital: un colapso nervioso cuando le dijeron «Kai ha muerto». Estaba sola en su despacho, como era frecuente en otro tiempo. Pobre Claudia. Para ella, Alexandra y el muchacho habían sido como una familia.
Bebimos. Todas me miraban. Tenía que decir algo. Pero ¿que?
—Estuve allí —dije—. Lo he visto.
Eva dejó su copa en la mesa. Hubo un silencio. Conté que había quedado con Kai. Que quería decirme algo, que llegué demasiado tarde. El gentío. La policía. Enmudecí. Barbara sollozaba. ¿Lloraba por Kai, por su hija, por sí misma? Pensé que seguramente Kai también le había pedido dinero a ella.
—No reprochemos nada a Kai —dijo Eva en voz alta—. Es igual lo que haya hecho. Está muerto y no puede defenderse. No podíamos figurarnos que su situación fuera tan desesperada. Que él... —Eva se levantó y se acercó a la ventana, dándonos la espalda—, Dios mío —musitó su imagen reflejada en el espejo—, si tenía toda la vida por delante.
26
Mi voz había bajado una octava cuando a la mañana siguiente me encontré en la calle Ett, central de homicidios, despacho 308. Annette Glaser me esperaba. Me senté en la silla baja. Notaba los miembros tan pesados como si hubiera llevado a cuestas hasta su casa a Bea y a Kim al amanecer. La tarde anterior habíamos llorado la muerte de Kai con vino y cerveza; me había fumado casi entero mi primer cigarrillo desde que me separé de Matteo.
Annette Glaser no me hizo ninguna pregunta; simplemente yo empecé a hablar. Alexandra. Que recibía dinero de Fabrice Duras y tenía una aventura con el director de publicidad, Clemens Sander. Hablé de la competencia entre las redactoras de Vamp. Y dije que todas aquellas informaciones serían sin duda confirmadas sin problemas por las señoras. Muchas cosas no parecían nuevas para Annette Glaser. Pero cuando me referí a mi cita con Kai, aguzó el oído:
—Entonces, ¿sabía algo que precisamente para usted, el peluquero, hubiera sido de especial interés? ¿Eso dijo?
—Sí, eso exactamente. Sabía algo sobre el asesinato de su madre. Pero ¿qué podría ser? He estado devanándome los sesos. Pero no he llegado a ninguna conclusión.
—Bueno —dijo Annette Glaser; alrededor de sus ojos se formaron aquellas arruguitas—, usted tampoco es criminalista. Pero reflexione. ¿Qué más sabe? También las menudencias son importantes.
—Pero ¿fue un suicidio? —pregunté.
—Creo que no. Kai no ha dejado ninguna carta de despedida, ninguna explicación, ninguna confesión. Nada.
—Entonces, ¿le empujó alguien?
—Hasta ahora no hay pruebas. El piso estaba vacío. No obstante, la casa tiene una salida por la parte de atrás.
—¿Puedo preguntarle otra cosa? ¿Ha pensado usted alguna vez que Kai pudiera haber sido el asesino de su madre?
—El chico no tenía ninguna coartada. Eso es cierto. Pero no es el único. Usted, por ejemplo, señor Prinz, tampoco la tiene —la comisaria se puso las gafas y leyó los documentos que tenía delante—. Kai Kaspari se dirigía a casa de su amiga. Claudia Koch afirmó que se fue a su casa al salir de la oficina. Clemens Sander lo mismo. Duras estaba metido en un atasco. Y Eva Schwarz estaba ya en casa, pero sola. Y ayer por la mañana, cuando Kai murió, la cosa no era muy diferente al parecer. Unos hacían jogging, otros estaban de compras, de camino a la oficina o ya allí, pero nadie había reparado en ellos —Annette Glaser se echó hacia atrás.
No era un trabajo fácil el suyo, pensé.
—¿Ha averiguado entretanto algo acerca del arma homicida? —le pregunté.
—Al principio pensamos en un frasco de perfume, por su forma de embudo. Entre esos frascos hay algunos que serían del todo adecuados. Pero no hemos podido encontrar ningún residuo que sirva para probarlo.
Annette Glaser se retiró de la cara uno de sus mechones teñidos. Me imaginé que, para la policía, el cabello no es un ornamento sino una prueba material, una sustancia que conduce hasta el criminal a través del código genético. Entre un peluquero y la policía había un abismo. ¿Dónde estaba el joven ayudante?
—En fin —prosiguió la comisaria—, le agradezco su información, señor Prinz.
Me puse en pie. La planta que estaba debajo de la lámpara tenía un aspecto notablemente mejor que la vez anterior.
—¿Cómo se llega a ser comisario de homicidios? —le pregunté mientras nos estrechábamos la mano.
—¿Que cómo se llega? A mí me gusta contribuir a aclarar la injusticia.
—Parece un trabajo de Sísifo.
—Pero usted, en su trabajo, también empieza siempre desde el principio.
Me reí.
—En eso tiene razón.
En el salón nadie me esperaba todavía. Ante el mostrador había una mujer aguardando, perdida, como si no estuviéramos en la peluquería de Tomas Prinz, sino en una oficina y los empleados encargados de cortar el pelo no se hallasen allí. ¿Por qué no había nadie en la recepción? Kerstin levantaba un mechón en el aire y charlaba con la imagen de la clienta en el espejo, concentrada en la conversación y ajena a todo lo demás. ¡Sin embargo, es tan sencillo! Una breve sonrisa le indica al cliente: enseguida estoy con usted. Me había ocupado demasiado poco del negocio en las semanas anteriores. Ya era hora de que Kitty, mi jefa de recepción, regresara de sus vacaciones. Ella sabe cómo van las citas y domina perfectamente la relación con los clientes. ¿Dónde se había metido Bea?
Ofrecí un asiento a la señora y le saqué el Münchner Morgen. Mientras hablábamos del tiempo —ella se quejaba de problemas para dormir—, leí los titulares: Claus—Peter informaba en letras grandes sobre un «conductor temerario en la A9». Fui por café y al pasar al lado de Benni le pregunté:
—¿Has visto hoy a Bea?
—Ha debido de irse ya.
Estaba lavando, pero el té se hallaba ya en el sitio del cliente. Se habría enfriado para cuando el hombre estuviera sentado ante el espejo. ¿Por qué nadie se cuidaba de poner algo de su parte? En la estantería, junto a los productos capilares y los trofeos, había espacios vacíos, y el cristal estaba polvoriento. Abrí la puerta que daba a la cocina. Dennis, mi estilista jefe, apagó sobresaltado el móvil.
—Primero son los clientes —le increpé. Había una revista abierta por la página del horóscopo. La cogí y la arrojé a un rincón.
Abajo, en el despacho, la temperatura era al menos cinco grados más baja. Tenía que ocuparme de la exhibición de peinados y el viaje a Londres estaba próximo. Julia, mi coreógrafa, estaba esperando ideas. Necesitaba espacio en la mesa; junté la guía telefónica, el correo y otros cachivaches. En la caja de cartón de los comprobantes para Hacienda había una nota de mi contable: «Por favor, firmar los gastos de viaje», había escrito Fritz con su esmerada letra.
Me tomé el café, me comí unas rosquillas de mantequilla y me puse a dibujar. La exhibición. Todas las modelos tenían que parecer elfos, gráciles y de finos miembros. El cabello plateado, una iluminación como de luz de luna. Quería también elfos masculinos: ¿trolls? ¿Con el pelo rojo tomate? Tracé líneas alrededor de las migas de las rosquillas, me olvidé por un momento de los muertos y de los vivos. Alguien estaba mirando por encima de mi hombro. No había oído entrar a Bea.
—¿Dónde te habías metido? —le pregunté sin levantar los ojos. Los elfos eran... maniquíes. Faltaba algo. Lo místico. Estrujé el papel—. Vais y venís según os cuadra.
—Puedo explicarlo —dijo Bea—. Tenía que hacer una cosa. Era algo más que un simple presentimiento. Lee.
El horóscopo de Bea. Decía: «Virgo: debería hacérselo ver a su jefe y acometer por fin el proyecto. Mercurio le otorga a usted inteligencia e intuición... Marte, la resistencia necesaria...».
—Bea, ¿qué significa esto?
—He estado en la calle George. Quería ver por mí misma lo que había pasado.
En un momento u otro la astrología de Bea tenía que traer problemas. Moví la cabeza y pregunté:
—¿Y qué has sacado en claro? ¿Has hablado con Claudia?
—No directamente —Bea se apoyó en la mesa—. Primero estuve delante de la puerta de los Kaspari. Pero allí está todo sellado. Luego subí a casa de Claudia. Pensaba hablar con ella. Llamé, pero me abrió un desconocido, Claudia no estaba. Al instante supe quién era: Holger. Le dije que soy la peluquera que hace los tintes, que a Kai le gustaba venir a nuestro establecimiento, en la calle Hans Sachs, y otras cosas que se dicen cuando hemos perdido a un ser querido. Al principio, Holger se mostró muy reservado, pero luego empezó a hablar. Cuando se produjo el horrible suceso, estaba en Berlín. La policía le llamó al trabajo; vino inmediatamente a Munich, tuvo que ir enseguida a la policía y al depósito y ahora vive en casa de Claudia; no se le permite entrar en su piso. Ese hombre está acabado, te lo digo yo. Pero puede que Claudia esté peor. La llevaron al hospital con un colapso nervioso, pero pronto volverá a casa. ¿Has estado en su piso? Es muy acogedor, muchos cojines, todo muy cuidado. Por todas partes hay ramilletes de flores secas, en las estanterías, en los aparadores, hasta en el cuarto de baño. Y un montón de fotos familiares. Se nota que le gusta estar en casa, justo lo contrario que Alexandra, tan caótica. Además, observé algo curioso en el dormitorio.
—¿En el dormitorio?
—Bueno, Holger tuvo que atender el teléfono, y para distraerme mientras esperaba... De todos modos la puerta estaba abierta. ¿Tiene Claudia un amigo estable? Había allí una revista para padres. ¿Está embarazada?
—Claudia lee esas revistas por motivos profesionales. Tiene que saber lo que hace la competencia. Caramba, Bea, ¡pues sí que has descubierto mucho!
—En todo caso, más que tú —Bea se encaminó hacia la puerta—. Pero ¿has leído mi horóscopo hasta el final?
La última frase decía así: «Y piense usted en esto: tiene unos cuantos puntos a su favor con su jefe».
—Bea —exclamé—, ¡los clientes esperan!
Seguí dibujando, con resultados cada vez menos satisfactorios. Me hacía falta saber más acerca de los elfos. Quizá Christopher, mi cuñado, pudiera investigar en internet o Régula buscarme imágenes en la biblioteca. Miré el reloj. En Moscú eran casi las seis, él estaría aún en la galería. Cogí el auricular, titubeé. ¿Era el momento adecuado? Alioscha no tenía ni la menor idea y la muerte de Kai no era una cosa que yo quisiera comunicarle de esa manera. No en ese momento. Subí a la peluquería.
Hasta la tarde estuve cortando, dejando que la charla de los clientes sobre sus experiencias vacacionales zumbara sin hacerle caso, como si fuera la melodía de La nave de los sueños. Hablaban de aventuras tan descomunales como las cucarachas del jacuzzi del hotel, tan importantes como el bollo en la chapa del coche de alquiler. Las vacaciones en familia... «¡cien por cien algodón!», decía Alexandra al respecto. Por su parte, nunca quiso ir de vacaciones con su marido y su hijo. Seguro que Claudia era completamente distinta. Probablemente soñaba con algo así. Sólo una vez lo hizo Alexandra, por Kai. El chico tenía que acostumbrarse a andar con la nueva prótesis, la primera con espiga metálica, pie de fibra de carbono y pernos mecánicos, sin el eje de material sintético porque le inflamaba constantemente la bolsa sinovial de la rodilla. Kai quería correr como todos los demás, sin levantar las caderas como un impedido. Necesitaba practicar y solamente tenía un deseo: era preciso que todo fuera normal y pequeño y se abarcara con la vista, como la casa familiar que alquilaron en Dinamarca. Tres habitaciones, terraza al sur, supermercado en la esquina. Alexandra compró estropajos, los hombres debían traer carbón para la parrilla y lavar el coche. Alexandra lo encontró divertido. Durante dos semanas fueron una familia como todas las de alrededor. Se tumbaban en la arena uno al lado de otro, dejaban que el sol les tostara la piel y les decolorara el pelo y miraban al cielo.
Pensé en el cadáver de Alexandra, el cabello teñido de platino encima del cojín, en el cuerpo sin vida de Kai debajo de la sábana, y dije mecánicamente a mi cliente:
—Sí, tiene usted razón. Tenemos que hacer algo con el cuero cabelludo.
27
A la mañana siguiente hice café, me senté a la mesa del salón de mi casa y marqué el número de Alioscha. Su voz, en Moscú, sonaba dormida. Le dejé tiempo para que se despertara y luego dije:
—Tengo algo que contarte.
A través de la línea me llegó el silbido de un hervidor.
—Kai ha muerto. Se ha caído por la ventana.
Calló el silbido, cansado, como si la abuela hubiera quitado el hervidor del fuego. Una voz desconocida cotorreaba quedamente y sin pausa: la radio de la cocina. Pregunté:
—¿Estás ahí? —y le informé de cosas que seguían siendo inexplicables.
Alioscha estuvo callado casi todo el tiempo. ¿Cómo se puede estar cerca sin tocarse? Yo esperaba que dijera: «Voy en cuanto pueda», pero se limitó a murmurar: «No puede ser» y «No me lo creo». Entonces puse fin a la conversación:
—Si sé algo nuevo te volveré a llamar. Prometido.
Me sentía decepcionado. ¿Qué esperaba en realidad?
En la mesa, delante de mí, estaba todavía la invitación a la fiesta veraniega de Constantin. El agente inmobiliario y marchante de antigüedades «espera tener el placer...». ¿Cuándo? Aquella misma tarde. Se rogaba confirmación. Lo había olvidado. No estaba de humor para celebraciones. En esa fiesta se congrega todos los años el mismo círculo de artistas, profesores y galeristas. Una reunión familiar sin grandes sorpresas, a veces con alguien nuevo, emparentado por matrimonio. Camareros con delantales largos sirven pralinés y fresas bañadas en chocolate, un conjunto toca música de baile, los cócteles del bar son pegajosos, la conversación es siempre amable al principio. Cuando uno aguanta y los músicos meten marcha, los hombres se quitan la chaqueta y salen a la pista con sus mujeres. ¿Me sentaría bien quizás un poco de distracción? Calculé cuántas fiestas llevaba en casa de Constantin. Él había negociado hacía ocho o nueve años mi local comercial de la calle Hans Sachs, a la sazón un tugurio. ¿Así pues, la octava fiesta, la novena? Entonces, Constantin era un esbelto agente inmobiliario con entradas, ahora le crecían a cuál más el bienestar y la barriga. Ya no puedo distinguir las fiestas. También estuve allí con Matteo. Bebió y bailó, vomitó por encima del antepecho y siguió bailando. Se había puesto una peluca rubia con raya al lado encima de su pelo negro y rizado porque quería saber lo que es ser rubio y llevar raya al lado. La peluca se perdió aquella noche. Yo era un sentimental.
Sonó el teléfono y derramé café en el papel hecho a mano con marca de agua. Era la hora de Claus—Peter. ¿Investigación en el caso Kai Kaspari?
Sólo era Régula; su voz tenía un tono informal. Habló de cosas familiares, de un paquete de caramelos que mamá quería mandar para los niños; me resultó simpático. Además, dijo Régula, al parecer había problemas con la fábrica, lo que no me sorprendió. Se trataba de la distribución, mamá tenía que luchar con reglamentos complicados, los aranceles del azúcar, ordenanzas con las que no había contado al hacer sus cálculos. Estaba pensando quién de mis conocidos podía aconsejar a mamá cuando Régula agregó:
—Así están las cosas —y preguntó por la receta de Alioscha para la kasha. A mi juicio, no merecía la pena copiar aquella papilla, pero prometí informarme de los ingredientes en cuanto tuviera ocasión.
—¿Y esta tarde qué vas a hacer? —quiso saber Régula, y me contó que ella pensaba ir a patinar y luego al cine con Christopher: para Régula aquello era «una velada romántica». Sólo que necesitaba que alguien cuidara de los pequeños. ¿Tenía yo algo previsto ya? Vacilé. En vez de bailar en la terraza de Constantin, haría cacao para los niños y les contaría un cuento nuevo. El monstruo peludo. Podría esquilarlo y afeitarlo, y saldría a la luz un cerdo calvo. De repente añoré la casa de mi hermana menor, el té verde y los ladrillos lego, con los que uno se tropieza por todas partes. Le prometí que iría después del trabajo, colgué y me puse las zapatillas de correr.
Aún alcancé a Stephan. Corrimos por el trillado sendero a la orilla del Isar. El agua se había esfumado, al igual que mi forma física. También los perros que brincaban como locos por la pradera marrón iban con la lengua fuera. Me dolían los pulmones. Si me daba ahora otra vez la punzada en el costado... Stephan se detuvo, se puso a hacer círculos con los brazos y me preguntó:
—¿Estás bien?
Intenté hacer unos pocos abdominales y me quedé tumbado en la hierba.
—Ya está todo okay —contesté.
28
Habían pasado tres días desde la muerte de Kai. Vino Barbara Kramer—Pech sin haber pedido hora. Fue una sorpresa para mí. De pronto estaba allí, hablando a media voz, de tal modo que yo apenas entendía una palabra en medio del barullo, hasta que le dije en tono amistoso:
—No hay problema; por favor, siéntese un momento.
Consulté la agenda y organicé las cosas de otra manera. Dennis habría de encargarse de mi cita de las nueve y media, el hijo del presidente de una junta directiva, un joven que tenía un pelo magnífico. Probablemente también del futbolista que iba a venir a continuación. No había problema. Observé disimuladamente a Barbara. Estaba hojeando una revista, más tensa a cada segundo que pasaba. El rubio oscuro no tenía brillo, el maquillaje estaba cuidadosamente aplicado. Benni me cuchicheó:
—Si quieres saber mi opinión, ya es hora de hacerle una renovación general.
Moví la cabeza.
—Por favor —dije a Barbara, y la acompañé a los lavabos. Ella colgó su bolso en el brazo del sillón y se echó hacia atrás. Le apliqué el champú. No era el momento de consejos profesionales. Estaba seguro de que Barbara quería hablar de algo. Cerró los ojos. Le di una toalla y la conduje a su sitio.
—¿Té? ¿Benni, eres tan amable?
Me tomé mi tiempo; le masajeé el cuero cabelludo y las sienes.
—¿Está bien así?
Barbara asintió con la cabeza. Y tras una pausa dijo:
—Para mi Antje ha sido un golpe muy duro —respiró audiblemente, se sonó y añadió, dentro del pañuelo de papel—: Kai fue su primer gran amor.
—Sí, es horrible.
La desenredé. Había visto a la muchacha del pelo enmarañado en el entierro de Alexandra. Los dos parecían inseparables.
—Y los reproches que se hace Antje.
—¿Reproches?
Peiné un mechón cogiéndolo entre el índice y el dedo corazón. Un centímetro y medio, no más. Quería proceder con cautela.
—Se había peleado con Kai, estaban los dos muy susceptibles después del espantoso acontecimiento. Llevaban casi una semana sin verse cuando de pronto Kai llamó. Quería hablar con Antje. Antje me dijo después que Kai había empezado otra vez a dar vueltas a lo de su madre y que tenía que contarle algo urgentemente. Pero ella no quería saber nada más del asunto. Para ella sólo había un tema: que Kai tenía que irse a Berlín. Ella no se lo perdonaba, sin embargo él no tenía otra elección. Pero eso a ella le daba lo mismo. En esa última conversación lo mandó a paseo —Barbara suspiró y me miró—. Y ahora no sabemos de qué quería descargarse Kai. Probablemente era lo que también quería contarle a usted.
—Yo también me hago reproches. A veces me despierto por la noche. Creo que hasta sueño con ello —me coloqué detrás de Barbara y comprobé los largos a derecha e izquierda—. ¿Ha vuelto Claudia a la redacción?
—¿Claudia? Está descansando y nada más. ¡Hace falta poder permitirse ese lujo! En el hospital con un colapso nervioso porque «ha perdido a dos personas queridas». Lo mismo me ha pasado a mí. Todas hemos recuperado la compostura. Pero Eva no tolera que se hable mal de ella.
—No debería usted ser tan dura con Claudia. Para ella Kai era algo especial. Lo conocía desde pequeño, fue para él casi como una madre.
—Claudia no puede comprender en modo alguno lo que significa tener hijos propios. ¡Si los hubiera tenido! Pero lo que la impulsa personalmente... de eso nunca deja entrever nada. Claudia era siempre la santa, Alexandra, por el contrario... la puta, ¿no? Bueno, Alexandra no era precisamente una supermadre. Kai salía perdiendo en todo, era muchas veces el que sufría las consecuencias. ¡Si el chico hubiera recurrido a mí, tal vez estaría aún con vida!
Cuentas pendientes y celos, incluso más allá de la muerte, ¿qué ofensas eran aquéllas? Probablemente para Barbara tampoco eran siempre fáciles las cosas en la revista. Ya no pintaba nada. Tenía que estar siempre a la que salta.
Eso fue lo que le dije al final a Bea, que en cuanto Barbara pagó sus setenta y cinco euros me esperaba ya en el patio y aplastaba en el cenicero el primer filtro. Barbara y Alexandra: dos madres que criaban solas a sus hijos y tenían proyectos de vida diametralmente opuestos. Barbara, la ayudante discreta; Alexandra, la caprichosa periodista de la sección de belleza.
—¿Recuerdas cómo se sublevó Barbara en la inauguración, cuando las dos redactoras de Vamp no paraban de difamar a Alexandra? —pregunté a Bea—. Lo que pasa es que le hubiera gustado ser amiga suya. Pero yo creo que las amistades no son tan sencillas en estos trabajos glamurosos.
—No sólo con las amistades —dijo Bea—. Fíjate en las relaciones de pareja. Al fin y al cabo, también en tu caso. Considerándolo bien, ¿cómo se presentan ahora las cosas para tu amadísimo?
Estaba en la librería, desorientado ante los letreros, Psicología, Historia...
—Disculpe —dije—, ¿dónde puedo encontrar algo sobre elfos?
—Elfos no tenemos. Mire en Hadas. Sección de Libros infantiles. O en Esoterismo.
¿Libros infantiles? Me llevé la escalera rodante a Esoterismo. Ciencias ocultas. Adivinación. Grupos de análisis de sueños. Aquí: Mitología. Hojeé el libro. El reino de las hadas. La gente pequeña... seres traviesos... trajes verdes y azules... cintas rojas y doradas... Esto era. Con esto podría Julia empezar su coreografía. Leí: «Los elfos llevan caperuzas y gorras de flores y hojas. Tienen alas, las orejas puntiagudas y los ojos de colores. Las hadas cantan al son de los lirios del valle. Como copas usan ranúnculos... ». ¿Y las hadas de sexo masculino? «Italiano, masseriol: servicial, pero también altanero. Protege a los campesinos.» En cierto modo resultaba apropiado para Matteo. Todos esos elfos. Alioscha era de la opinión de que los islandeses no eran adecuados para una exhibición de peinados. Compré dos gruesos libros ilustrados.
Fuera, grupos de turistas atravesaban la Marienplatz como atraídos por un imán. Pensé en comer algo ligero. ¿Con Stephan en el Dukatz? Él va allí puntualmente a comer a la una; eran ya más de las dos. Decidí ir al Dallmayr a tomar un tentempié; allí podría también comprar algo para Régula. El roquefort la vuelve loca, pero tiene que ser Jarnier, de ningún modo Papillon. La vendedora que estaba detrás del mostrador de quesos estaba bien informada. Compré también una botella de sauterne, dulce y pesado. A Régula le encantaría. Para mí pedí gazpacho; con la cuchara fui vaciando el centro del plato, un nido de queso de cabra y calabacín. A mi lado estaba sentada una señora con peluca y un traje raído que se comía sus canapés de caviar Beluga como si fueran emparedados de salchichas.
Fui dando un paseo por la calle de la Residencia hasta la Plaza del Odeón para tomar luego la tranquila calle Fürsten; pasé por delante de la tienda de antigüedades, cuyo escaparate estaba oscuro, en dirección a Schwabing, donde aquella tarde tenía que hacer de niñera. Una ligera brisa ahuyentaba el calor. Tenía tiempo. Los libros pesaban mucho y el plástico de la bolsa me cortaba incómodamente la palma de la mano. Claudia estaba seguramente encerrada en casa. Aunque no tenía ninguna obligación de atender a la amiga de Alexandra, ir a la calle George no suponía dar un rodeo. Era mejor que la preparara. Entré en una cabina telefónica, marqué el número de Claudia y mantuve la puerta abierta con el pie, pues dentro hacía un calor pegajoso. No contestó nadie. En el reloj de la iglesia de la Josefplatz eran ya casi las cuatro y media; en el lado de la calle en que estaba la casa de Claudia daba ya la sombra. Allí enfrente era donde había estado con Stephan, en el coche, esperando a los hombres de la familia Kaspari. Había sido unos diez días antes. Evitando pasar por aquel lugar de la acera, llamé al telefonillo. Nada. Dispuesto a continuar mi camino, crucé a la acera soleada y volví a mirar al cuarto piso. En la casa de Claudia, los postigos estaban abiertos. Un último intento, llamé de nuevo. Entonces, de repente:
—¿ Sí?
Me incliné sobre el telefonillo.
—Soy yo, Tomas. ¿Molesto?
Una pausa. Después, el zumbido. Subí los escalones de dos en dos, como si tuviera que darme prisa porque Claudia igual podía cambiar de idea. Estaba ya arriba, frente a la puerta del piso entreabierta, y pensé que las hadas emanan luz cuando son felices y se apagan cuando son desdichadas. Claudia era casi transparente. Le di un abrazo.
—No tengo mucho tiempo —dijo—, tengo que ir al médico. Pero pasa.
—He intentado llamarte.
—He bajado el timbre del teléfono.
Me hizo pasar al salón delante de ella. Allí estaban los cojines multicolores a los que se había referido Bea, las plantas, la lámpara de pie. Necesitaba con urgencia algo para refrescarme. En la mesa había agua mineral, y al lado un periódico, la sección inmobiliaria, algunos anuncios marcados con amarillo. Claudia plegó el periódico.
—¿Estás buscando piso? —pregunté.
—Es preciso que me vaya de aquí. ¿Puedes entenderlo? —me puso un vaso y echó agua—. Ya no soporto esta casa. Con mayor razón cuando llegue el niño.
—¿El niño? ¿Qué niño?
Claudia se sentó en una silla y sujetó su vaso con las dos manos.
—De todos modos, no lo podré ocultar por mucho tiempo.
—¡Claudia, es maravilloso! —dije, y pensé: así que Bea había acertado con su intuición.
Claudia miró tristemente dentro de su vaso. No había burbujas en él.
—Ay, Tomas. Mi vida es un completo desastre.
—¿Y el padre? ¿Qué dice él?
—Ése no es un buen tema. Ahora tengo que irme.
—Claudia, ¿puedo hacer algo por ti?
Me miró pensativa, como si estuviese evaluando mis capacidades. Era hablar por hablar, ¿qué podía hacer yo por ella?
—Sí —dijo de improviso—. Quizá puedas ayudarme, en efecto. Dame cita. Pero no antes de última hora de la tarde. ¿Sería posible? ¿Mañana?
29
Régula y mi cuñado, Christopher, no tenían prisa por irse con los patines ni por sacar las entradas. Christopher se ofreció a hacer café.
—No es necesario —dije.
De todos modos me enseñó el molinillo, «original de los años cincuenta», eléctrico y comprado por internet; lo llenó de granos de café para que lo viera y puso el motor en marcha apretando un botón. El estrépito fue considerable. Régula cortó un trozo de queso y me hizo saber que el paquete de caramelos que mi madre había prometido a los niños no había llegado aún. Era típico de Régula, se sentía agraviada con facilidad:
—Anna y Jonas no valen para ella ni unos cuantos caramelos pegajosos.
—¿No queréis iros ya? —les pregunté.
Los dos niños, Anna y Jonas, entraban y salían en pijama, arrastrando cochecitos de juguete atados con cuerdas y armando un ruido de mil demonios. No daban ninguna muestra de estar cansados. Cuando sus padres se montaron en sus patines y la puerta se cerró tras ellos, los chiquillos, con la cara enrojecida, clavaron los ojos en mí y tuve bien claro que esperaban algo más que leerles cuentos o cantarles cancioncillas. ¿Una batalla de almohadas?
—Sé hacer una cosa —les dije.
Entre las provisiones de Régula encontré un paquete de azúcar; lo eché, con leche y un poco de mantequilla, en una cacerola y puse la placa eléctrica al máximo. Hay que cocinar a toda potencia, de lo contrario la leche empieza a formar grumos. Jonas y Anna se subieron cada uno a una silla y removían por turnos.
—¿Qué va a salir? Caramelos, como en la fábrica de la abuela. Somos una fábrica de caramelos.
El puré amarillo se transformó en una masa viscosa y rubia; la cacerola despedía tanto calor como el sol de mediodía. Limpié con la esponja el borde de esmalte y expliqué que «no debe quedar ningún granito de azúcar sin disolver, si no los caramelos no se hacen». Echamos una gota de caramelo en un vaso de agua. La gota adquirió la forma de un pequeño trozo de ámbar.
—¡Qué bonito!
Vertí la masa en una placa de mármol que Anna y Jonas habían untado antes abundantemente de aceite y corté el flan de color marrón en cubitos. Es muy importante, diría Régula, que los trozos sean del mismo tamaño. «Si no, habrá gresca otra vez.»
Los niños se metieron en la cama a la hora en que para Régula y Christopher el drama sureño de la pantalla estaría ya en su punto culminante. Me arrellané en el sofá, un residuo de la época de estudiante de Régula que tampoco con aquel cobertor azul resultaba más bonito. Régula se las arregla mejor con las cosas prácticas, organiza a su familia con eficiencia, como una pequeña empresa cuyos departamentos y tareas no cesan de aumentar: la guardería con clases de trabajos manuales, a continuación el colegio con deberes para casa, los cumpleaños de los niños, la asociación deportiva, la escuela de música. Yo, como tío en mis ratos libres, lo tengo fácil, paso a echar un vistazo cuando me apetece, desaparezco cuando me conviene y encima gano puntos.
Por la puerta abierta oía a la pequeña Anna farfullar en sueños. Un niño supondría para Claudia una reorganización colosal. ¿Podría con ello? ¿Quién sería el padre? Al día siguiente averiguaría más.
Revolví en el montón de revistas, pero no encontré más que publicaciones sobre trekking con ofertas para actividades al aire libre. Igual podía proponer a Régula que fuéramos a Zurich a visitar a mi madre, con los niños. ¿Por qué no? Anna y Jonas vivirían arriba, en nuestro cuarto de los niños, aprenderían a nadar en el lago, la señora Berg ayudaría en la cocina. Después, la visita a la abuela se podía convertir en costumbre. Kai también iba a menudo durante las vacaciones a casa de los parientes de Alexandra en la cuenca del Ruhr.
Anna dio un grito. Me levanté. El cobertor había dejado hilachas en mi camisa blanca. Si con Régula y los niños hubiera demasiado barullo para mi madre y le resultara excesivamente fatigoso, se les podría trasladar a una casa de huéspedes y asunto arreglado.
30
Al día siguiente hacía demasiado calor para hacer jogging. Nada más ducharme, mientras me vestía, ya me sentía otra vez pegajoso y empapado en sudor. Todo hacía presagiar un aguacero. Sin embargo, en el cielo no aparecía ni siquiera una nube blanca. Los restos de caramelo cuya forma a los niños no les había parecido suficientemente perfecta me los llevé a la peluquería y los eché en una bandeja, pero nadie probó aquellos fragmentos de color marrón. El negocio marchaba con normalidad; no se había producido ningún acontecimiento especial. Teñimos, peinamos, secamos una cabeza tras otra, celebramos en el patio una batalla de agua que fue seguida desde su balcón por Hoffmann, un espectador mudo en la tribuna. Vino Theadora a cortarse, la primera vez desde que había dado a luz. El cabello se le había quedado más ralo, la raya estaba alarmantemente ancha. Theadora estaba criando y trajo fotos de los gemelos de ojos rasgados y cabeza monda, un álbum entero en tamaño bolsillo, que se desplegaba como un acordeón.
Aún no había revelado a Bea el secreto de Claudia. Por el momento no tenía ganas de más embarazos, de los cotilleos que automáticamente van unidos a ellos. Hice girar constantemente el tiovivo de temas, pero conversando con la actriz que hace de comisaria en la televisión, cuya roja melena había que retocar, fui a parar otra vez al del asesinato. Esta vez, por suerte, sólo en la ficción. La actriz tenía por delante una larga serie de días de rodaje, un nuevo caso criminal, con las escenas sin orden ni concierto, sin seguir la cronología; sólo cuando se concluyera el montaje de la película se situarían el crimen al principio y la detención al final. Oculté que, una vez más, me había perdido su última película y le pregunté hasta qué punto eran realistas los casos de la televisión, por ejemplo, el que todos los asesinatos se resuelvan. En la vida real, afirmó ella, se resuelven nueve casos de cada diez. Y lo interesante es que, en los delitos en los que hay una relación previa entre criminal y víctima, al asesino hay que buscarlo casi siempre en el entorno más cercano. El tío, el amigo, el vecino. No es precisamente tranquilizador, me pareció a mí.
Apareció Claudia, como habíamos convenido, poco después de las seis y media. Tenía el pelo brillante, su cara se había vuelto realmente más redonda y blanda. Las hormonas. Yo estaba todavía ordenando y Claudia se sentó, con el bolso en el regazo, como si estuviéramos en la estación.
—¿Quieres tomar algo? —le pregunté.
—Gracias, más tarde quizá. Ya te lo diré.
Los empleados se marcharon pocos minutos después; ya era la hora. También Bea recogió sin decir palabra y se marchó, con un saludo muy escueto. Sólo Dennis se quedó rezagado.
Fui con Claudia a los lavabos. Regresó a coger su bolso, típico reflejo femenino. Volvía a ser igual de reservada, necesitaba tomarse tiempo para entrar en calor. Al recostarse cerró los ojos, como hace todo el mundo. Se oyó el gorgoteo del agua.
—Es la primera vez que te lavo y te corto —dije. Claudia sonrió un poco—. Normalmente conozco primero el pelo y después a las personas. En tu caso ha sido al revés.
Pensé en lo que habíamos vivido juntos las semanas anteriores. Dos muertes, una infinidad de sospechas. Un verano caliente.
Detrás, en el reino de Bea, se apagó la luz. También Dennis estaba a punto de abandonar el establecimiento. Pasamos a la parte de delante. Puse a Claudia la toalla en la nuca y le desenredé el pelo.
—¿Has pensado qué vas a hacer ahora? —inicié la conversación—. ¿Te vas a tomar permiso de maternidad? ¿Y qué piensa Eva de ello?
—Buena pregunta —dijo Claudia—. En la redacción no saben nada todavía. Tú eres el primero.
—Es un honor para mí —traté de bromear—. Pero el padre lo sabrá, ¿no?
Claudia tenía los labios secos.
—El padre no tendrá nada que ver con el niño. No lo necesito para nada. Yo sola me basto.
—Por supuesto.
—No me lo propuse. Sucedió y ya está. Si al padre no le encaja en sus planes, pues es una lástima. Pero ¿qué importa eso? Tal vez sea mejor así.
En sus ojos hubo un centelleo.
—¿Puedo preguntarte... ?
—No, no puedes. Pero puedes traerme un zumo. De naranja, por favor.
—Ahora mismo vengo.
Dejé las tijeras a un lado y fui a la cocina. Teníamos dos botellas en el alféizar de la ventana y algunas más en el frigorífico. Asomé la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿Lo quieres frío o del tiempo? —exclamé. No obtuve respuesta—. ¿Claudia?
Su sitio estaba vacío. Ella estaba delante de la estantería, con el pelo mojado, la capa semejaba un impermeable. ¿Qué había pasado? Claudia me miró y cerró su bolso con un clic.
—¿Qué haces? —pregunté, mirando mis frascos y mis trofeos. Algo había cambiado. Ahora lo sabía. En lugar de cuatro había cinco trofeos en el estante—. ¿Has puesto algo ahí?
Claudia me miró con aire francamente hostil.
—¿La has traído de la redacción? Alexandra se la había llevado para fotografiarla.
Claudia no contestó.
Alexandra. La pirámide. La herida. El objeto puntiagudo.
Muy despacio, dejó el bolso en el suelo.
—Claudia... ¿tú?
Se quitó lentamente la toalla del cuello, yo la recogí en silencio, como un mayordomo. No podía apartar la mirada de ella. Estaba pálida, nada más. Sus ojos tenían un cerco rojo. Jugueteó con la capa hasta que la ayudé a salir de ella.
—No lo puedo creer.
—Quizá sea mejor así —dijo en voz baja.
—¿Mejor? —yo quería salir del salón, alejarme de la calle Hans Sachs—. Vamos a andar un poco —añadí. A cualquier parte donde hubiera silencio. Al Cementerio Antiguo.
—Claudia, ¿qué pasó aquella tarde?
No contestó. Se limitaba a caminar junto a mí. ¿Me había oído siquiera?
Tras la cancela de hierro, bajo los altos árboles, el aire era puro. Al borde del camino había lápidas con musgo y bancos torcidos. Nuestros pasos hacían crujir la arena.
—¿Cómo ocurrió? —inquirí nuevamente. Claudia escondió las manos bajo las axilas.
—Yo quería a Clemens.
—¿A Clemens? ¿Te refieres a Clemens Sander?
Claudia hizo un gesto afirmativo. Caminamos despacio.
—¿Te acuerdas de aquella fiesta en casa de Alexandra? —preguntó—. ¿Cuando los escalones aparecieron por la mañana cubiertos de pétalos de rosa multicolores? Todos pensaron que aquella alfombra de flores era para Alexandra. Ella misma lo creyó así. Pero era para mí. Clemens y sus rosas. Era apasionado a su manera. Siempre rosas. Me pregunto cuántas hubo en todo ese tiempo. Miles, quizá.
—Tú y Clemens. ¿Desde cuándo?
—Éramos perfectos. Jamás un beso de verdad en público. Nunca nos poníamos tiernos, siempre nos comportábamos como amigos. En las conversaciones con los compañeros adoptábamos un tono formal. Íbamos juntos hasta la Rosenkavalierplatz, pero luego continuábamos por separado. Llegábamos al hotel siempre desde direcciones distintas. Siempre la misma habitación. A veces veíamos los Alpes desde la cama. Yo había llegado a aceptar el hecho de que estuviera casado. Eso pasó antes de la época en que estuvimos juntos. Su familia era su otra dicha. Yo fui a su casa un domingo, vi la bicicleta de niño y el patinete delante de la puerta del garaje, y los oí trastear con las tazas de café en el jardín. Entonces decidí que no quería saber nada de esas cosas. Sencillamente, las borré de un plumazo. Pero después me quedé embarazada. Eso lo cambió todo. Una familia. Yo quería que él se decidiera. Sus ojos me decían que no. De todos modos, íbamos a hablar de ello otra vez con calma. Precisamente aquella tarde.
—¿Aquel miércoles?
—Estaba en mi despacho escribiendo otro eslogan y devanándome los sesos con los pies de foto. Pensaba que Clemens estaba ya esperándome en el Arabella. ¿No es absurdo? Cada mes escribo en Vamp sobre parejas, sexo y psicología, reflexiono sobre todos los puntos de vista y estrategias que uno se pueda imaginar. Y luego me olvido de todo, precisamente yo. Yo no quería presionarle. Sólo quería que fuéramos felices. Estaba sola con mi miedo. Sospechaba lo que me iba a proponer. Pero para mí eso no podía ser. Yo quería tener el niño a toda costa.
»La redacción parecía desierta. Sólo en los lavabos sentí a Alexandra, quiero decir su perfume. Ese que huele como a madera, dulzón, ya lo conoces. Seguro que había estado allí un momento antes. Y de repente la eché mucho de menos. Desde Venecia, desde su cumpleaños, apenas habíamos hablado, al salir, la mayoría de las veces sólo en relación con Kai. Charlábamos sobre cosas sin importancia. Estábamos las dos ocupadas con nuestros asuntos. En ese momento necesitaba a Alexandra. Éramos amigas. Ella sabría lo que me convenía hacer.
»Subí a su despacho. Alexandra se estaba retocando su nuevo peinado: tu peinado, Tomas. Se volvió a pintar los labios. Y empezó a cotorrear. Estaba literalmente como una brasa. Hablaba y hablaba, sin mirarme. Tendrías que haber estado en mi lugar. Yo al principio no entendía nada. Y luego salió a relucir el nombre de él. Alexandra dijo que la perseguía constantemente. Que acababa de acostarse con él en la alfombra de delante de su mesa. Lo adornó con todos los detalles. Tuve que oírlo todo. Para ella, aquello no significaba nada. Para mí, todo había terminado. De repente tenía esa pirámide en la mano. Sí, Tomas, tu trofeo. Estaba encima de la mesa.
»Alexandra no sangró. Me miró a la cara, en cierto modo perpleja. La tendí en el suelo. Y me di cuenta de lo que había hecho. Pero era demasiado tarde. Le puse un cojín debajo de la cabeza. Y me fui. ¿Puedes imaginártelo?
»Eva quería que yo escribiera una necrológica. Escribí la necrológica. Holger quería que le ayudara con el entierro, con la casa, con la venta del coche. Kai me necesitaba. Me ocupé de todo. A veces hasta me olvidé del bebé.
—¿Y qué pasó con Kai? —le pregunté.
De pronto tuve una terrible sospecha.
—Ésa fue la segunda catástrofe. Revolvía en mis cosas, buscando dinero para su maldita coca. Hasta en mi ropa blanca. Allí era donde había escondido la pirámide. Quería hacerla desaparecer, pero no sabía dónde. No fue hasta que me preguntaste si podías ayudarme de alguna manera cuando se me ocurrió la idea de volver a colocarla en la estantería, simplemente. En su sitio. Sin que nadie me viera, naturalmente. Kai la encontró antes y sin duda lo comprendió todo de inmediato. Debía de estar histérico, sin duda sufrió un shock. Puede que se hallara en ese estado cuando te llamó. No tengo ni idea. Aquellos días me evitaba, yo no entendía por qué. No me fiaba. Estaba muy raro conmigo. Sólo cuando me contaste que ibas a verlo porque había descubierto algo fue cuando lo vi todo claro. Fue aquella mañana. Aquello fue espantoso. Yo no sabía lo que iba a suceder, no tenía nada planeado. Tú no llegaste nunca a ver cómo se ponía Kai cuando estaba bajo el efecto de las drogas. Se convertía en un completo extraño. Y aquella noche debió de tomar algo otra vez, no sólo coca, sino esa otra cosa también. Estaba transformado, lleno de odio. Los dos teníamos miedo. Subí a su casa, intenté hablar con él, explicarle lo que en realidad es imposible explicar. Él retrocedía cada vez más, apartándose de mí. La barandilla es baja. Kai no llevaba la prótesis puesta. Yo no quise empujarlo, quise sujetarlo. El equilibrio... De pronto Kai desapareció.
Nos habíamos sentado en un banco de espaldas a un muro que nos protegía. De vez en cuando nos rozaban las miradas de los transeúntes, que pasaban caminando pausadamente y quizá pensaban: he ahí alguien que está contando alguna experiencia de las vacaciones.
—¿Has hablado con Clemens de su aventura con Alexandra?
—No. Pero sí le dije que habíamos terminado. Que voy a criar al niño yo sola. Lo aceptó de inmediato.
Claudia se puso las manos sobre el vientre. Todo estaba dicho. Se oía el tráfico a lo lejos. Claudia se levantó, con la mirada perdida.
—¿Tienes el número de la señora Glaser?
Saqué la cartera del bolsillo del pantalón y busqué la arrugada tarjeta de la comisaria.
—Aquí la tienes. A mí ya no me hace falta.
Claudia me miró a los ojos.
—Gracias.
Cerró los dedos alrededor de la tarjeta. La estreché en mis brazos hasta que se desprendió. Luego se marchó.
Volví a sentarme a la sombra.
Sin el peluquero Ulrich Graf no hubiera podido escribir este libro. Se lo agradezco mucho, y también a Monika Wolff, la especialista en tintes, y a todos los demás del salón.
También quisiera expresar mi gratitud al doctor Lüder Gerking por proporcionarme un lugar tranquilo para trabajar, así como a mi agente, Sigrid Bubolz—Friesenhahn, y a todos los amigos que me han apoyado con sus consejos.
Fin