OCULTOS AL OJO DEL HOMBRE (José María Bravo)
Publicado en
septiembre 09, 2012
© 1999 by José María Bravo Lineros. Publicado en MIdgard 7 en 2000.Ocultos al ojo del hombre,
entre las frondas del bosque,
acechan nuestras más terribles pesadillas.
Pies que hollan ignotas sendas,
danzando al son de extrañas melodías.
Risas, susurros, pasos mudos.
Olvido, locura y miedo.
Dicho zaruvés
Heme aquí en esta solitaria celda, tan solo ocupada por un viejo catre, un bacín lleno de orines y esta mesa desnuda sobre la que doblo ahora mi viejo cuerpo. He aquí a Jerrad Aorn, otrora Alto Inquisidor, después Bibliotecario del orgulloso Templo de Sabilkar, acusado de herejía para deshonra de su antigua orden.
Llevo encerrado aquí varios días, atendido por mis severos carceleros de tarde en tarde, con apenas un tragaluz cegado de barrotes como respiradero. Esta mañana, poco después del amanecer, uno de mis carceleros escoltó a un sacerdote y a su sirviente hasta mi celda. Después de contemplarme con displicencia desde el vano de la puerta, el sacerdote entró y con un gesto le indicó al sirviente que depositara el bulto que traía. Eran algunas de mis pertenencias, tal y como había pedido a mis carceleros: unos pocos libros muy queridos para mí, un colgante tallado en madera y el recado de escritura que acostumbro usar. Miré al sacerdote con sorna: me recordaba a mí mismo en mis primeros años de sacerdocio, cuando aún creía en los preceptos de la Sagrada Orden. El sacerdote me tendió una resma de papel y señaló el frasco de tinta y mi afilada pluma de amanuense.–Ya que se te ha concedido este favor –dijo, torciendo los labios en desabrido visaje– al menos aprovecha para hacer algo útil: escribe una confesión y retráctate de tus pecados.Dicho esto, se marchó junto a su sirviente sin esperar respuesta. El carcelero volvió a atrancar la puerta y me sepultó de nuevo en la ignominia de este encierro.Desde aquella visita las campanas del templo han tañido varias veces. He pasado todo ese tiempo tendido en el catre, manoseando mis viejos libros llenos de anotaciones, reviviendo el pasado.Una confesión... que me retracte; eso me piden. Escribiré, pues, aunque no tal. He decidido confiar a estas hojas mis recuerdos. Sé que es muy difícil que alguna de estas páginas me sobreviva, pues los Altos Inquisidores se encargarán de destinarlas al fuego como harán con mi propio cuerpo, pero espero que, al menos, se dignen a leerlas; aunque bien sé que su lectura no les será grata. Tanto da; para todo aquel que quiera leerla, ésta es mi historia.2
Retrotraeré mi relato a mis años mozos, cuando era tan sólo un chiquillo imberbe y asustadizo. Nací en una aldea de Vlaria, en la lejana comarca de Sairevia. Mis padres eran vulgares campesinos y apenas si los recuerdo; unas fiebres acabaron con su vida cuando era niño y me dejaron huérfano junto a mis cuatro hermanos. Todos eran mucho mayores que yo y ninguno quiso hacerse cargo de mí, pues ya tenían suficientes problemas para buscarse su propio sustento.
Por suerte, un primo de mi padre, sacerdote en Timish, se interesó por mí al saber su muerte y se hizo responsable de mi educación y mantenimiento; gracias a él ingresé como novicio en el templo de Timish. Recuerdo ahora aquellos años con una sonrisa, aunque fueron muy duros: crecí sin el cariño de mis padres y desde pequeño estuve sujeto por las rígidas normas del templo; mi tío poco afecto quiso o supo darme, aunque no le guardo rencor por ello. Cuando cumplí los doce una pulmonía acabó con su vida y me dejó sin su tutela.Años después alcancé por méritos propios el grado de sacerdote. Las alabanzas de mis preceptores alimentaron mi ambición, y pronto supe cuál era mi meta: convertirme en un Alto Inquisidor.Los Altos Inquisidores se habían afianzado con el devenir de los años como guardianes del Dogma: acechaban la herejía dentro y fuera de la Sagrada Orden, y eran figuras temidas y admiradas en la Jerarquía. Alcanzar el grado de Alto Inquisidor era el sueño dorado de todo joven sacerdote. Consagré años enteros a estudiar el Dogma y las Leyes Sagradas, años que tuvieron su fruto finalmente: me admitieron como aprendiz del Oficio, asignándome un mentor para instruirme.Su nombre era Adaras. Tenía reputación de implacable y excelente retórico. Aún recuerdo con viveza su figura altiva y solemne, realzada por la túnica de seda azul propia de su cargo. Alto, seco y trasijado, de pronta cólera y filosa lengua, Adaras tenía el pelo gris, acuchillado en la frente por las entradas; sus hirsutas cejas le daban un aire perpetuamente ceñudo, y bajo ellas sus ojos ardían con fría llama en un rostro que semejaba cincelado en piedra, de tan severo e impasible. Sus manos, serpientes flacas y pálidas asomando desde las mangas de su túnica, manoseaban con frecuencia un breviario de ajadas cubiertas.Como aprendiz fui su asistente durante cuatro años. Durante ellos vi de cerca cómo se desarrollaban los procesos inquisitoriales y pude comprobar que la fama de Adaras era bien merecida. Sin embargo, debido a inquinas promovidas por algunos de sus colegas, la reputación de mi mentor acabó en entredicho. La rivalidad entre los Altos Inquisidores era muy intensa: mi maestro se había ganado las iras de más de uno a causa de su talante impetuoso y tendente a la discordia. No obstante, supo defenderse bien de todas las acusaciones y pronto salió airoso, mas no sin cierto menoscabo de su favor ante el Patriarca del Templo. Pese a ello, se le encomendó una misión de cierta importancia en un pueblo de la provincia, misión que Adaras aceptó para ganarse de nuevo la estima del Patriarca.El pueblo era Derevin, el más notorio de la ruta oeste que enlaza las provincias de Vlaria y Tymyradn. Habían requerido a la Sagrada Orden para investigar acerca de numerosas desapariciones de niños, sobre las cuales se habían fundado toda clase de rumores. El señorío de Derevin estaba bajo el emblema de los Vassd, la futura casa noble que regiría la provincia pocos años después de la muerte de István II a manos de sus propios hijos. La Sagrada Orden había decidido atender a su petición, pues intuía que el fin del dominio del viejo István II estaba cerca y quería congraciarse con la futura casa que ostentara la tiranía de Vlaria.Así que el Patriarca decidió mandar a Adaras para realizar una exhaustiva investigación de los hechos. Y una vez más, le acompañé como su ayudante.Principiaba el invierno cuando partimos a caballo hacia Derevin, escoltados por una pareja de guardias. El viaje duró una jornada, en la que respiré con deleite el aroma de los bosques que flanqueaban el camino, sombreado por los verdes pinos y pinabetes y los rojos alerces.Derevin era un pueblo apacible, atravesado de parte a parte por la carretera provincial. Tenía casas bajas de madera y tejados de pizarra, buenas tierras de labor en sus aledaños y extensos bosques rodeándolas. A nuestra llegada no vimos mucha actividad, pues ya anochecía. Dejamos los caballos en las cuadras de la taberna del pueblo y nos dirigimos a pie hacia la mansión del señor local. Los soldados tuvieron permiso por parte de mi maestro de visitar con más detenimiento la taberna, pues éste gustaba poco del trato con la soldadesca, aunque siempre procuraba flanquearse de ella cuando viajábamos.La mansión de Esre Anwok era grande aunque sobria, y estaba rodeada por sólidos muros de piedra. Después de franquear la puerta y cruzar el patio hasta la casa principal, el mayordomo nos recibió cortésmente y nos condujo ante su señor.Esre Anwok se caldeaba las manos en el fuego del hogar, recostado contra las tallas de piedra de la chimenea. Al percatarse de nuestra presencia nos saludó respetuosamente e hizo una seña para que tomáramos asiento.–Bienvenido, Excelencia. Habéis venido antes de lo que os esperaba.–No he venido por cortesía, señor, como bien sabéis. Me adelantaron la situación de vuestro señorío, pero supongo que podréis referirla más acertadamente. Todo lo que sepáis ayudará a la Sagrada Orden a desvelar el misterio –Adaras me hizo un gesto familiar, al que respondí sacando el recado de amanuense de mi escarcela.Esre acarició su plateada barba, sopesando cómo empezar su discurso. Ofreció antes una copa de vino a Adaras, el cual la aceptó con gusto, y comenzó luego a hablar:–Hace ya casi una estación que los aldeanos se quejaban de las desapariciones. Al principio desoí sus quejas, pues era frecuente que ocurrieran; al final, todo era lo mismo: niños extraviados en el bosque, devorados quizá por alguna alimaña, o algún fin trágico a sus travesuras.»Pero luego las cosas cambiaron... Las desapariciones se hicieron cada vez más frecuentes e inexplicables. Para empeorar las cosas, la cosecha de este año no ha sido tan buena como se esperaba. La gente del pueblo quiere que se aclare el asunto y me han hecho llegar sus quejas. Deseo acabar con esta situación cuanto antes: es muy propicia para una revuelta.»Por desgracia no puedo proporcionaros más información. Encargué al condestable de la milicia que redoblara la vigilancia en el pueblo y pusiera en guardia a sus hombres, pero no ha servido de mucho.Adaras quedó un rato pensativo mientras paladeaba el vino. Le hizo algunas preguntas más a Esre, aunque obtuvo poca información de ellas.El mayordomo entró y anunció que la cena estaba lista. Esre nos invitó a acompañarle, cosa que agradecí mucho; la dieta del templo no era muy apetitosa, más aún comparada con las exquisitas viandas que nos sirvieron: vino, deliciosa carne de ciervo con especias, pescado en salazón y nueces y miel en los postres. Esre parecía contento de tener invitados, aunque ni Adaras ni yo mismo le ofrecimos mucha conversación. Nuestro anfitrión era un hombre algo melancólico y taciturno, aunque de talante amable. Por lo que supe después, vivía solo en su mansión junto a su hija pequeña, Edna, además del mayordomo y los criados. Según me contó uno de los sirvientes, su mujer había muerto en el parto de Edna y desde entonces Esre no había sido nunca más el hombre jovial y alegre de antaño.Después de la cena Adaras pidió permiso a su anfitrión para que nos mostraran nuestros aposentos. Nos habilitaron dos estancias anejas en el piso superior de una de las alas de la mansión, prácticamente deshabitada.Adaras me preguntó si había tomado nota de toda la conversación con Esre y, tras comprobar que así lo había hecho, se retiró a su cuarto, recordándome que empezaríamos la investigación mañana mismo, con el alba.Aunque las sábanas de mi lecho estaban limpias y el colchón era mullido apenas pude dormir esa noche. Alguna extraña emoción conmovía mi espíritu y me negaba el descanso.Más de una vez me levanté a tientas en la obscuridad y deambulé por la habitación; como Adaras dormía en la pieza contigua volvía al poco a la cama, temiendo despertar su ligero sueño con mis idas y venidas por el piso.Más de una vez, también, me estremecí sin poder comprender bien la razón al perder mi vista en la calígine nocturna. En la distancia, al sur, se alzaban los árboles del bosque, sombríos, ominosos, una formación en pie de guerra petrificada por el tiempo. Las casas del pueblo distaban de éste no mucho trecho y parecían apiñarse temerosas en torno a la mansión señorial, como buscando refugio.Vencido por el cansancio quedé profundamente dormido: a la mañana siguiente, Adaras hubo de despertarme con bruscos zarandeos y pescozones, seguidos de una sarta de improperios mientras esperaba a que estuviera listo. Bajamos a la cocina y desayunamos frugalmente, para dejar poco después la mansión junto a la escolta. Visitamos en primer lugar a cada una de las familias que habían perdido a alguno de sus hijos.Aquello nos llevó varios días. Recuerdo que Derevin me pareció triste y apagado de día incluso, pues no se veía a ningún niño jugando en las calles, únicamente a los adultos yendo a labrar la tierra, llevando a pastar al ganado o dirigiéndose al bosque a cortar madera.La mayoría de los testimonios coincidían entre sí y arrojaban poca o ninguna luz a los acontecimientos. Las madres lloraban desconsoladas, y Adaras, sin inmutarse, les repetía las mismas preguntas, a las que ellas, entre sollozos, respondían siempre lo mismo.Ya caída la noche, en nuestros aposentos, mientras le leía a Adaras mis anotaciones, tratábamos de colegir algo de todo aquello. Las familias afirmaban que sus hijos –cuya edad no sobrepasaba los cuatro años– desaparecieron inexplicablemente en las inmediaciones. Muchas de ellas, ante el peligro, les prohibieron salir de sus casas, mas eso no detuvo las desapariciones: misteriosamente, cinco niños más se habían esfumado de noche, de sus lechos, sin que se hubiera violentado ninguno de los accesos a la vivienda.En uno de los casos el hermano de una de las víctimas declaró algo que requirió mucho mi atención. El chiquillo nos dijo que había oído a su hermano farfullar en sueños, como si alguien le exhortara desde ellos, y cómo, al acercarse a su lecho, una sombra difusa agarraba a su hermano y lo envolvía, para huir inconcebiblemente de la habitación cerrada a cal y canto.Adaras despreció pronto dicho testimonio, aduciendo que era tan sólo un disparate o una pesadilla demasiado vívida. Sin embargo, no pudo evitar quitarme la extraña certeza de que algo había de cierto en los balbuceos de aquel niño.Esre Anwok nos preguntaba por nuestras pesquisas durante la cena, cuyo magro resultado le ocultaba astutamente mi mentor. Durante una de aquellas veladas Esre nos comentó que Syvad, el condestable de la milicia de Derevin y su mano derecha en el señorío, le contaba las habladurías de los aldeanos. Y eran muy inquietantes, por supuesto. La mayoría de los rumores hablaban de seres sobrenaturales y magia negra y achacaban todas sus desgracias al bosque, cuyo nombre, al parecer, era Vrosnar. Luego pude deducir que tal nombre derivaba, en un antiguo dialecto, de maldito, odiado. El pueblo de Derevin era antiguo, pero el bosque había estado allí desde siempre, mucho antes de la llegada del hombre a esas inhóspitas tierras. De él provenía el mal. Yaraime, murmuraban. Su traducción era sencilla: espíritu maligno, duende, trasgo… Los aldeanos creían que los espíritus del bosque, furiosos por alguna razón, raptaban a sus hijos para saciar su sed de sangre. Ni Irla, la fecunda, Yla Naresg la escondida, o Verlix el cazador, sus Viejos Dioses, les amparaban. Quizá ellos también estaban furiosos.Adaras puso torvo el entrecejo al oír hablar a Esre de los dioses pretéritos, ya que la Sagrada Orden los había proscripto. “Herejía”, musitó enojado. Esre hizo caso omiso a su enfado y prosiguió relatándonos las fábulas y consejas del lugar.Mi maestro golpeó entonces con su diestra la mesa, preso de un súbito acceso de cólera. Esre Anwok se sobresaltó y calló por unos momentos. Adaras estaba hecho una furia; hasta la fecha ninguno de los lugareños le había contado esas hablillas.A esto, Esre sonrió, muy ufano.–Dudo que lleguen a confiaros tan fácilmente sus sospechas. Os temen a vos y a vuestra Sagrada Orden más de lo que creía –dijo artero Esre.Adaras permaneció en silencio y rumió todo lo que el señor de Derevin le había expuesto. Bruscamente se despidió de Esre y se retiró a sus aposentos; yo le imité yo poco después. Había visto un brillo en sus pupilas que conocía bien; la determinación a no dejar piedra sobre piedra hasta acallar cualquier habladuría e imponer los preceptos de la Sagrada Orden.Pese a lo que nos dijo Esre, al día siguiente se nos acercó una mujer vieja tocada de un raído sayo. Habló con cierto titubeo al principio, mas luego nos pidió que la escucháramos en un sitio discreto. En su miserable choza, donde vivía sola con su viejo y borracho marido, nos habló por primera vez de las habladurías que circulaban por la aldea.En su mayor parte, lo que aquella charlatana nos narró era muy parecido a las consejas que nos había referido ya Esre, mas todas ellas apuntaban hacia una mujer. Su nombre era Sorayad. Vivía en una choza a las afueras del pueblo, aun desde que su marido, un leñador de la aldea, muriera hace quince años de una infección. Todos esos años había vivido en su choza del bosque, gracias a un pequeño huerto que cultivaba y a la gratitud de las gentes del pueblo. Era la comadrona y curandera de Derevin y, además, se la tenía por una excelente adivina. Mas la voz de nuestra confidente se teñía de odio al hablar de ella. Afirmaba que era una bruja impía cuyas artes de presciencia eran el pago a sus obscenos rituales, y que los huesos grabados con runas con los que adivinaba el futuro no eran sino restos de osamentas de niños a los que había devorado. La acusó de abusar de ellos, de deslizarse con un manto mágico en sus cuartos y sorberles la sangre hasta morir. Siguió un buen rato contándonos toda clase de desvaríos, hasta que Adaras se cansó de soportar su cháchara y dejamos la choza.Aquel día no recabamos nada más de los aldeanos. Harto ya de escuchar siempre lo mismo, mi maestro decidió dejar la investigación por ese día y encaminarla por otros derroteros. Como era costumbre, durante la cena conversamos con Esre. Esa vez asistió como invitado su condestable, Syvan, al cual Esre tenía mucho aprecio. Y la conversación fue mucho más provechosa.Esta vez fue mi maestro quién inició la conversación sobre nuestras pesquisas:–Hay algo que quisiera haceros saber, señor –le dijo a Esre–. Esta misma mañana una vieja nos comentó ciertas cosas muy interesantes, que ninguno de los lugareños quiso revelarnos antes. Decidme: ¿quién es Sorayad, y qué podéis decirme de ella?Esre, dudoso, miró al condestable, el cual respondió en su lugar:–Es sólo una mujer viuda y anciana. Asiste a la mayoría de los partos como comadrona; también, creo, ejerce como curandera.–Y como adivina... ¿no es así? –dijo Adaras.–Eso dicen... Lo cierto es que asistió a mi esposa durante el nacimiento de nuestro hijo. Mi mujer sobrevivió al parto gracias a ella, hace ya más de veinte años.–Supongo que vuestro hijo ya debe ser todo un hombre.Syvan endureció sus facciones, bajó la mirada y la volvió a alzar hacia mi maestro.–No. Murió un año después, de unas extrañas fiebres.–Lo lamento mucho –Adaras meditó unos instantes e, inspirado, prosiguió así–: Tengo muchas ganas de conocer a esa mujer en persona. Espero que su señoría tenga a bien facilitarme un guía para conducirme a su cabaña... porque, según he oído, vive en el interior del bosque.–Cierto –contestó Syvad–. De todos modos, es fácil llegar a ella. Cualquier lugareño sabría llevaros.–¿Qué interés tenéis por esa mujer? –inquirió Esre.–Tengo algún que otro indicio y muchas sospechas. Esa mujer vive sola en el bosque, un bosque tan temido por los aldeanos... justo donde se presume que desaparecieron muchos de los niños... inexplicablemente.–Pero –intervino Syvad– Sorayad vive allí mucho antes de todo esto. Los habitantes de Derevin le llevan comida, pieles y leña a cambio de sus servicios y consejos; además, ella aún tiene arrestos para cultivar su propia huerta. Las mujeres de la aldea le confían sus secretos; después de todo, ha ayudado a nacer a la mayoría de sus hijos.Adaras esbozó una maliciosa sonrisa y bebió un sorbo de su copa, mirando con sorna al condestable.–No dudo que haya servido bien como partera. Es un oficio muy respetable... pero sus artes como adivina me hacen dudar de su probidad. Debéis saber que las artes adivinatorias son heréticas. La Sagrada Orden exhorta a combatir tales prácticas blasfemas, y ha depositado dicha tarea sobre mis hombros. Además –continuó– si Sorayad conocía bien a cada una de sus mujeres e hijos, ¿no le sería entonces más fácil cometer sus crímenes?Syvad se estremeció de horror ante la idea tan obscena que mi maestro enunciaba y observó con ojos espantados a su señor. Éste alzó las manos pidiendo calma y trató de atemperar el debate:–¡Por favor! ¿Y con qué propósito, si puede saberse, cometería esos terribles crímenes una anciana?–¡Para beber la sangre y comer la carne de sus víctimas, e inmolar sus almas a los demonios a los que rinde pleitesía! Y también para obtener poder... el poder de una bruja –los ojos de Adaras brillaron con un espasmo de fuego glacial; su voz había restallado con inusitada potestad.Todos, incluso yo mismo, nos quedamos perplejos ante la reacción de Adaras. Sabedor de que estaba sembrando la duda en el corazón del condestable, siguió refiriendo lo que se sabía de las brujas y de sus artes.–...Brujería, sí. He visto muchas veces como en quién más se confiaba, de quién menos podía esperarse actos semejantes, mayores atrocidades había cometido. Las brujas trafican con almas inocentes, con la carne y sangre de niños, para destilar bebedizos y ungüentos a los que atribuyen poderes mágicos. Gustan también de reunirse en conciliábulos demoníacos en lo más hondo de los bosques: en ellos se entregan a toda clase de vesánicos desmanes, evocan a bestias y demonios con los que copulan y a los que entregan el alma de los pequeños en pago de terribles secretos y supuestos poderes. Cuidaos de todo signo de brujería y magia negra. Pero basta. Esto son solo conjeturas... por ahora. Mañana mismo iré con mi ayudante a entrevistarme con esa mujer, si vuestra señoría no muestra algún reparo.Esre sacudió la cabeza, ensombrecido el semblante por la duda, y asintió débilmente.Adaras sonrió apenas e inclinó la cabeza ante Esre.–Bien, nos retiramos ya –dijo antes de que abandonáramos el comedor, satisfecho del efecto de sus bien calculadas palabras.Desde aquella noche, y antes de conocerla, ya no me cabía duda de que el destino de aquella mujer –inocente o no– estaba sellado.3
El sendero desnudo de pinocha serpenteaba por entre los altos árboles, se hacía más y más angosto a medida que ascendíamos por él. Nos guiaba un montaraz del lugar, caminando delante de nosotros sin decir palabra. Adaras caminaba frente a mí, apoyándose en su nudoso cayado; jadeaba por el esfuerzo. A ambos lados iba nuestra escolta. Yo cerraba la comitiva.
Al entrar en el bosque con las primeras luces sentí que me sumergía en otro mundo, un mundo de sombras, verdes y ocres, de tierra y savia. Los árboles comenzaron a menudear: sus copas cubrieron el firmamento, ahogaron la luz del día que apenas llegaba a traspasar la espesa bóveda de ramas y hojas. Un fuerte olor a humedad y mantillo se respiraba en el ambiente. Los pinos, abetos y alerces aparecían cubiertos de musgo; sus poderosas raíces se enclavaban en el terreno sustentando los recios fustes, altos como el más altivo de nuestros templos de piedra. Aquellos colosos de la Naturaleza no nos dedicaban siquiera una mirada indiferente desde la altura, pues, ¿qué éramos nosotros en comparación? Ellos habían vivido desde tiempos más allá de todo recuerdo posible, inmemoriales, hieráticos, incólumes, desafiando al tiempo.Sumido en tales cavilaciones a punto estuve de torcerme el tobillo con una de las raíces del suelo. El sendero era en esos momentos poco más que una trocha, difícil de seguir para hombres de ciudad. Adaras tropezaba una vez tras otra entre rezongos, parándose a tomar aliento cada diez o quince pasos.Nuestro guía nos hizo otra seña y pronto llegamos a un calvero ocupado por una cabaña y un pequeño huerto. Una cerca de madera lo rodeaba. La cruzamos de camino a la cabaña, que aunque destartalada aún parecía sólida y confortable. Pocas decenas de pasos a la derecha vimos el brocal de un pozo y un abandonado colmenar. Mi mentor se detuvo a recuperar fuerzas; el montaraz se adelantó entretanto para llamar a Sorayad, a la que conocía, y los dos soldados, evitando estar cerca de mi maestro, se dedicaron a ajustarse las correas de las cotas o a cualquier otro menester que los alejara de él: la presencia de Adaras les era muy incómoda.Sorayad apareció finalmente tras nuestro guía. Vestía con un sayo grueso de lana verde y gris; podía apreciarse que, tiempo atrás, había sido muy hermosa. El pelo lacio, entreverado de hebras blancas y grises, lo llevaba rebelde y largo, enmarcando su alta y aún hermosa frente; unas finas cejas nevadas coronaban sus bellos ojos zarcos. Las facciones arrugadas desmentían la pureza de aquellos ojos y mostraban los estragos del tiempo, inmisericorde con la belleza. Pese a que aquella mujer habría visto ya su quincuagésimo cumpleaños, su cuerpo menudo exudaba vitalidad y no se movía aún con los pasos tardos de la vejez. Antes de que mi maestro se decidiera a hablar, Sorayad nos dio la bienvenida:–Me honráis, Alto Inquisidor, con vuestra visita. Pero pasad, pasad, por favor.Adaras arrugó el gesto y me indicó que le siguiera. El montaraz y los dos soldados que nos escoltaban se quedaron fuera.La cabaña era rústica y de mobiliario tosco; sencillos tapices de lana cubrían las paredes para mitigar el frío de la piedra. Sorayad habilitó varias sillas frente a los rescoldos del hogar de piedra y avivó las pavesas con un atizador. Después de declinar la invitación de la anciana a que tomáramos algún refrigerio, Adaras comenzó a entrevistarla sin muchos rodeos.–Debéis estar al tanto de las desapariciones que han acaecido en Derevin. Nuestra Sagrada Orden me ha ordenado desvelar su origen, pues hay rumores de que esas desapariciones pueden tener un móvil terrible y despiadado. ¿Qué podéis contarnos de eso?Sorayad trocó su aspecto risueño por otro melancólico, dejó el atizador junto al hogar y arrostró a mi maestro sin titubear. Sostuvieron la mirada en tenso duelo durante unos instantes y, al fin, ella contestó:–Sé muy bien, por desgracia, lo de las desapariciones. Yo he ayudado a traer a este mundo a la mayoría de esos niños. Y sus madres, con los rostros arrasados de lágrimas, han venido a visitarme buscando consuelo. Mi corazón se ha entristecido mucho, pues desde que mi marido y mis hijos murieron, ver nacer a esos niños ha sido para mí como un bálsamo.Adaras no ocultó una leve mueca de desdén. Él no podía albergar tales sentimientos. Parecía como si nunca hubiera sido niño, ni que hubiera estado siquiera dentro del útero de una mujer. En mi fuero interno, yo le imaginaba siempre así, más o menos arrugado, pero siempre con su eterna postura de fría petulancia, presta a herir su afilada lengua.–Comprendo vuestro pesar –mintió Adaras, de forma poco convincente–. Mas esta vida es sólo un desagradable tránsito. En el peor de los casos, Él habrá reservado un destino mejor a sus almas. Lo que nos ocupa es cómo y porqué han desaparecido. Se murmuran sandeces dignas de escarnio: duendes, trasgos, espíritus del bosque... y otras más serias y preocupantes, como la de brujería y la adoración a los demonios.–No comprendo en qué puedo ayudaros. Soy una pobre viuda que vive gracias a la caridad de los aldeanos. Solo sirvo como comadrona o curandera, poco más puedo ofrecer.–No es eso lo que me han contado. Dicen que sois... una adivina. ¿Es eso cierto? –inquirió mi maestro.Sorayad jugó con los anudados lazos de su sayo y sacudió después la cabeza, disgustada.–Mi madre me enseñó a distinguir las hierbas y a curar con ellas. También me inculcó el arte de leer en los huesos, las cenizas y el fuego, pues adoraba a Femyanai, la Dama de los Siete Velos.–¡Eso es herejía! No se puede predecir el futuro sin que Myslar así decida revelarlo. Vuestra madre adoraba a una diosa proscripta por nuestra Sagrada Orden. Sois osada, o muy estúpida, en verdad, al atreveros a hablar así delante de un Alto Inquisidor.Sorayad aguantó impertérrita la seca invectiva de Adaras, tornándose la expresión bondadosa de su rostro en otra de mal disimulado desprecio.–Sé a lo que habéis venido, Inquisidor. Pero guardad cuidado... el destino que me reserváis os alcanzará algún día, tarde o temprano. Os he predicho el futuro, aunque sea una herejía para vuestra maldita orden y me condenéis por ello.Adaras alzó las cejas, crispó su descarnada diestra sobre el cayado y lo arañó con rabia. Siseó una imprecación y se levantó furioso, dispuesto a marcharse. Antes de hacerlo, se dirigió displicente a Sorayad por última vez.–No necesito saber más. Tened por seguro que esto no quedará así. Pronto requeriré vuestra presencia, anciana –y sonriendo aviesamente, Adaras se fue sin esperarme, suponiendo que le seguiría en breve.Aquellas palabras sellaban la sentencia de muerte de la mujer. Ella lo sabía. Sin embargo no parecieron hacer mella en su ánimo. Me dispuse a dejar la cabaña, aunque, sin saber exactamente por qué, me demoré algo más, con la excusa de recoger el recado de escribir y guardarlo en mi escarcela. Me levanté de la silla para seguir a Adaras, sin atreverme a cruzar mi mirada con la de Sorayad.–Esperad –dijo con tono afable–. Parecéis tan distinto a vuestro maestro... ¿Cómo podéis servirle? –miré a Sorayad conturbado durante un instante, luego, sin acertar a responderle, dejé la cabaña.Tuve que apretar el paso, ya que Adaras se perdía en la trocha seguido de la escolta y precedido por el montaraz. Un estremecimiento –que justifiqué para mis adentros sin mucha convicción al frío– recorrió mi cerviz, dejándome inquieto y consternado todo aquel día... y muchos después de ése.4
Después del almuerzo, Adaras se retiró a sus aposentos a meditar y me dejó el resto del día libre. Vagabundeé por el pueblo y acabé dejándome caer en la taberna, pues poco más se podía hacer en aquel pueblo.
Al verme entrar, los parroquianos interrumpieron sus conversaciones y me miraron en silencio. Azarado, llegué hasta la barra y le pedí al tabernero algo de beber. Pronto –para mi alivio– los parroquianos reanudaron las conversaciones, aunque en voz baja. Al tabernero no le amedrentaba mi presencia, cosa que agradecí, y me trató afablemente. Parecía el único de aquel pueblo que aún conservaba ánimo para sonreír.Me quedé cabizbajo, bebiendo a largos sorbos la cerveza, mirando con una extraña melancolía el exterior de la taberna. Había comenzado a llover y el viento aullaba fuera, golpeando las contraventanas.Declinada la tarde amainó el temporal. Decidí dejar la taberna. Me arrebujé en mi pelliza de piel y, sin saber muy bien porqué lo hacía, encaminé mis pasos hacia el bosque. Pude recordar el camino que llevaba a la cabaña de Sorayad. A cada paso que daba hacia ella me sentía más turbado y dudaba en regresar. Mas no lo hice. Crucé el bosque lleno de pavor y seguí a trompicones la agreste vereda que conducía al calvero.La cabaña relucía de humedad y un humo obscuro salía de la chimenea. Una última vacilación me detuvo ante la cerca de madera, pero me sacudí las dudas y llegué hasta la puerta de la cabaña.Llamé tres veces y aguardé.–Pasa. La puerta está abierta –dijo la voz de la anciana desde el interior.Intrigado, empujé la puerta y traspasé inseguro el umbral. Sorayad se sentaba en una silla enfrente del fuego. Cerré la puerta y tomé asiento a su lado.–¿Cómo...? ¿Sabíais que iba a volver?–A veces, los actos humanos son tan predecibles como la lluvia en una tormenta. No me preguntéis por qué –dijo volviéndose hacia mí– simplemente, sabía que vendríais, y eso basta. Bien, ¿a qué se debe vuestra visita? ¿Vuestro maestro quiere decirme algo más y os emplea como mensajero?–No –balbucí–. He venido... he venido a advertiros. Adaras tiene una bien merecida fama de cruel e implacable. Le conozco bien y sé que buscará vuestra perdición.–No tiene pruebas contra mí –argumentó Sorayad–. Él cree o quiere creer que soy una bruja... pero, si así fuera, ¿creéis que me dejaría atrapar? Si tuviera los poderes que a las brujas se les atribuye, ¿acaso no podría acabar con la amenaza de vuestra Sagrada Orden?–Nuestro señor Myslar –repliqué– nos otorga el poder contra los siervos de la obscuridad. Él es Inmisericorde, y todos los que no reconozcan su poder, caerán.Sorayad sonrió escéptica y se levantó para echar más leña al fuego.–Decís esas palabras sin convicción: puede notarse en vuestra voz, en vuestros ojos. Queréis creer, pero no podéis. Sentís una desazón que os inquieta y que crece en vuestro interior día tras día, ¿verdad? Sois joven. Aún podéis encontrar otro camino a vuestra vida... aún podéis escuchar.–¿Qué tenéis que decirme, mujer? –dije con tono desabrido.–¿Deciros? No, no... más bien preveniros. Pronto os enfrentaréis a cosas que pocos hombres han visto ni verán jamás. Después de esa dura prueba, vuestra fe se tambaleará; quizás sucumba. Sé que tenéis miedo a que eso ocurra.Callé, reflexionando sobre lo que decía. Me levanté decidido a dejar la cabaña, pero dudé en el último instante.–Vuestras palabras me confunden, anciana –dije volviéndome hacia Sorayad–. No me hagáis caso si os place, pero os prevengo de nuevo: iros lejos o vuestra muerte será cierta. Adaras buscará pruebas y testimonios en vuestra contra, y que no os quepa duda que acabará por conseguirlo.–Os lo agradezco, pero ya barrunté mi destino desde el mismo instante que vuestro maestro pisó este suelo. No os quito razón. Pero aún me queda la esperanza de que los habitantes de Derevin mantengan la confianza en mí. Además, soy vieja, estoy cansada y la muerte no me parece algo tan terrible.Disgustado conmigo mismo por haber perdido el tiempo advirtiendo a aquella comadrona, abrí la puerta y dejé la cabaña. La voz de Sorayad me detuvo entonces; su tono era desesperado.–¡Aguardad! Debo deciros algo más. No puedo explicaros cómo, pero podría jurar que algunos de los niños aún están vivos. He tenido pesadillas y extrañas visiones desde hace días, pero no me he atrevido a contarlas. Si estoy perdida, concededme entonces una confesión.Volví sobre mis pasos y cerré de nuevo la puerta. Sorayad tenía el miedo pintado en sus arrugadas facciones y la respiración entrecortada. Regresé a mi asiento no sin cierta renuencia, mientras la anciana iba a un rincón de la estancia y volvía con una arqueta de madera. La abrió: de su interior sacó un cuenco de bronce tiznado, un saco de cuero y un paño envolviendo algo. La miré receloso, pensando en que tal vez aquella vieja pudiera ser realmente una bruja. Mas la dejé hacer, lleno de curiosidad.Sorayad tomó con cuidado algunas brasas del fuego, las colocó en el cuenco y extendió el trozo de paño; dentro había hierbas y raíces secas y prensadas.–No os extrañéis tanto. Esto mismo que hago ahora lo hemos hecho las mujeres de mi familia durante generaciones. Por desgracia, este saber morirá conmigo. Mi madre me enseñó a buscar ayuda en las hierbas para curar: árnica para criar sangre y curar contusiones, valeriana para calmar espasmos de la fiebre, muérdago para purgar venenos, milenrama para cicatrizar las heridas, beleño para aliviar los dolores, mandrágora para combatir la esterilidad, malva para los abscesos... y muchas otras. Pero también me enseñó a usarlas para leer en los designios futuros, con la ayuda de las runas de Femyanai.Ignorando mi gesto contrariado, la mujer desató el cordón que anudaba la talega y dejó caer sobre la mesa siete pequeños objetos. Eran siete huesos amarillentos, tallados de runas ilegibles de tan desgastados por el uso como estaban. Cogió asimismo un pellizco de varias hierbas y raíces, las mezcló cuidadosamente y las arrojó al cuenco. Merced a las brasas empezaron a arder, exhalando un acre humo de plateadas hebras. Sorayad aspiró el humo con deleite y abandono. Aunque no estaba inhalando directamente aquel humo noté en cierta medida sus efectos; me sentí algo mareado y soñoliento, y se me enturbió la vista. Sorayad tomó los huesos y los tiró siguiendo un minucioso ritual. Y cuando los huesos quedaron quietos, dispuestos con alguna runa hacia arriba, se quedó absorta en su contemplación, abismando la vista en el secreto mensaje que revelaban.Y, con voz grave, comenzó a hablar, de un modo estremecedor:–Guardaos del bosque y sus criaturas. Veo a los niños ante un altar impío, regado con su sangre inocente, y a los yaraime obscuros salmodiando terribles sortilegios en una noche de plenilunio. Puede que aún no todo esté perdido. Hay quienes pueden ayudar; no son enemigos, pero tampoco amigos de nuestra raza. Más allá de las cuatro cimas los encontraréis.»Hay algo más. Aceptad esto –sacó de entre sus ropas un gastado colgante de madera y me lo entregó con manos temblorosas.Lo tomé con suspicacia. Estaba tallado de forma primorosa y tenía grabadas runas que no pude reconocer, pero que indudablemente serían las de algún viejo –y proscripto– dios. Incapaz de rechazarlo, me lo puse al cuello.Sorayad calló de nuevo y quedó sumida en un profundo sueño, sin apenas mayores signos de vida que una débil y cadenciosa respiración. Quedé confuso, sin entender mucho de sus palabras y, aunque quería ver en ellas los absurdos desvaríos de una vieja loca, no pude dejar de pensar en ellas. Hice bien en no olvidarlas.Desazonado, reparé en lo tarde que se había hecho. El Sol estaba casi oculto ya, las sombras eran difusas manchas de obscuridad. No llovía, mas de las montañas bajaba un viento frío y silbante como un aviso. La niebla se espesaba por momentos; precedía a la noche y mi corazón temía la lobreguez. Llevé sin mucho esfuerzo a la anciana hasta su jergón y cerré la puerta al irme. Repuse la agudeza de mis sentidos y algo de las fuerzas enervadas por el humo que había respirado antes y me afané por seguir el sendero a la luz escasa del crepúsculo. Dudaba mucho de poder volver sobre mis pasos en la obscuridad.Un aullido reverberó lejano e inquietante. Apreté el paso, tropezando y magullándome en mi alocado trote.Perdí el equilibrio al pisar una roca resbaladiza por el rocío y rodé, rodé varios pasos pendiente abajo hasta que un tocón podrido detuvo mi rodar. Me levanté tembloroso, palpándome el cuerpo dolorido. Sentía agudas punzadas en todo el cuerpo y el gusto de la tierra en mi boca. Afortunadamente solo tenía contusiones y arañazos sin importancia, aunque me sentía maltrecho y desorientado. No veía a poco más de mi brazo extendido, pues había llegado la noche y con ella la niebla danzando ante mí, fantasmal velo. Sin saber bien qué hacer, notando el miedo helando mi espinazo, el estómago contraído, permanecí en silencio, temblando por la frialdad de la noche y la humedad de aquella sofocante niebla. Caminé vacilante casi a ciegas, buscando desesperadamente el sendero.Fue entonces cuando, recortándose como un halo espectral, una luz hendió, lejana, la densa obscuridad del bosque. Allá, entre las siluetas imprecisas de los árboles, vaciló lo que parecía ser la luz de un hachón o candil. Esperanzado, me dirigí hacia ella. Reconocí a tres figuras indiferenciadas excepto por su talla que caminaban en silencio; la que abría camino llevaba la luz, un farol de sebo.El miedo volvió a atenazar mi alma: las tres figuras caminando en tan callada y singular comitiva me recordaron los cuentos de mi niñez: Las Llamas Tenues, pensé: las almas que Nythosg, el Dios del Candil de Plata, lleva al reino de la muerte. Pronto deseché mis temores, al ver como renegaba con voz ruda la figura más corpulenta y atrasada.Me acerqué a la comitiva sigilosamente. No quería quedarme sin el amparo y guía de su luz, de nuevo a ciegas en la tiniebla.Ya solo distaban unos quince pasos de mí cuando siguieron por una insospechada vereda. Descendía en una escarpa y moría en una gran depresión del terreno más o menos regular y libre de árboles. Fui tras ellos, escondiéndome furtivo tras los árboles. Cuando los tres hombres cruzaron la depresión desnuda de árboles, vi que había un palenque de madera que la cercaba. La comitiva traspasó el palenque, se internó en el recinto; columbré unas formas bajas y obscuras, como piedras dispuestas a intervalos regulares, y me agazapé al lado de una de ellas para espiar a los tres hombres. Éstos se habían detenido cerca de un grupo de varias piedras. Conversaban en voz queda.No tardé mucho más en reconocer el lugar. Las formas bajas en las que creí ver simples piedras estaban cortadas a cincel y surcadas de inscripciones.Lápidas y tumbas por doquier: estaba en un cementerio. Y, según deduje, uno muy antiguo. Las losas de los añosos sepulcros emitían una vaga fosforescencia. Un malsano olor pendía en el aire inmóvil: el olor de la muerte, de la podredumbre.Los tres hombres se habían acercado a uno de los sepulcros. Bajo la capa del primero y más fornido de ellos reconocí una vaina de espada; el segundo era alto y delgado; por último, el tercero era rechoncho y bajo y sostenía algo con ambas manos. ¿Qué demonios hacían allí?, me pregunté, sobrecogido.El tercero hincó con fuerza la pala que empuñaba en la tierra y arrojó obscuros terrones a un lado con vigorosas paladas.Estaban profanando una tumba.El cielo se aclaró algo mientras el hombre contrahecho realizaba su sacrílega tarea. Hundía con fuerza y maña la pala en el terreno baldío, rompía la tierra helada con un sonido macabro, quebrar de huesos. Se limpió con el dorso de la mano la tierra de su capa y pude ver algo de su rostro desagradable y contraído. Finalizada su tarea, bajó al interior de la fosa. Yo estaba empapado de sudor pese a lo crudo de la noche; apenas sentía los miembros, atenazados por los calambres tras estar inmóvil en tan incómoda postura. El que hacía de sepulturero alargó un saco desde el interior de la tumba profanada al más alto de los dos hombres, que lo limpió de tierra. Saliendo a continuación con esfuerzo, tomó de nuevo la pala y tapó el hoyo con la tierra, apisonándola después.Y se fueron por donde habían venido. Me agazapé aún más. Había cometido la torpeza de no haber previsto aquello: me encontraba muy cerca de donde iban a pasar.Era muy arriesgado moverme, de modo que aguardé con la esperanza de que no me vieran. Sus pasos se me acercaron lentamente; el resplandor del farol lamió las tumbas, merodeó cerca de mi cuerpo.Ninguno me vio al pasar, mas yo sí pude reconocer a uno de ellos. Un fortuito acceso de tos le desembarazó momentáneamente de su rebozo. Aun en aquella penumbra pude reconocer sus facciones, aun más frías y desprovistas de vida que las tumbas del cementerio y sus huesas.Aquel hombre era Adaras, mi maestro.El corazón me dio un vuelco en el pecho, me quedé paralizado, aturdido. Sin embargo, cuando vi que la luz del farol se perdía escarpa arriba, les seguí presuroso. Se dirigían al bosque ahora y dejaban el sendero. No podía hacerme una idea clara de adónde se dirigían, ni mucho menos de cuáles serían sus propósitos ahora.El cielo había clareado de un negro píceo a un azul obscuro con jirones de gris. Conseguí reconocer en la penumbra el sendero que llevaba al pueblo; no pude soportar más la zozobra y corrí a ciegas hacia el pueblo, llegando sin resuello a Derevin. Sacudí mis ropas de tierra, llegué hasta la mansión por entre las casas mudas y trepé su muro de tosca mampostería. Aún era ágil, entonces. Busqué un acceso discreto a la casa, hallando una ventana entreabierta. Por suerte, el centinela dormía en su garita, ajeno a mi tan poco ortodoxo regreso. Subí trémulo y demudado las escaleras y alcancé mi habitación, acostándome enseguida. Aguardé no sé cuánto tiempo entre las mantas, hasta que escuché ruidos en la pieza de mi maestro.Adaras había vuelto; escuché sus pasos en el pasillo, lentos y cansados. Su mano tanteó el pomo de mi puerta; el pomo giró con un chirrido, y una luz, la luz de su velón de cera, iluminó mi cuarto. Me escudriñó en silencio y luego cerró la puerta y volvió a su pieza.Apenas pude dormir esa noche; tardé mucho en conciliar el sueño, agitado por todo lo que había visto y, cuando lo conseguí, extrañas visiones turbaron mi descanso, imágenes confusas que se arremolinaban en un mudo torbellino de luz y color. Vi a mi maestro, a Sorayad y a mí mismo corriendo entre árboles descarnados bajo la nieve.Desperté antes del alba, en medio de la intensa obscuridad que la precede. El viento silbaba furioso contra las ventanas, presagiando un temporal. Pisé el suelo helado de baldosines, me vestí anhelante y aguardé la alborada.El Sol despuntó pálido y mortecino. Fuera, la nieve caía menuda y copiosa. Cuando bajé a desayunar Adaras ya estaba en el corredor, vestido e impecablemente afeitado, con un malsano júbilo suavizando algo los severos trazos de su cara. Atisbé receloso sus movimientos durante el desayuno, por si daba muestras de sospechar algo de mi excursión nocturna o de que conocía la suya. No dio muestra alguna de que así fuera. Me sorprendí mirándole fijamente, con desprecio y temor a un tiempo. Nunca le había tenido demasiado afecto, mas al menos le respetaba; ahora, cada uno de sus gestos, cada palabra que salía de sus labios, me parecían detestables.Poco después Adaras pidió audiencia con el señor de la casa. Esre nos recibió en su despacho, ricamente adornado con alfombras, tapices y exquisitos muebles. Reclamó poderosamente mi atención una larga estantería llena de volúmenes encuadernados y el excelente escritorio de madera negra. Esre se volvió hacia Adaras desde el alto ventanal cubierto de vaho, con gesto inquieto. Antes de despedir al criado que nos había conducido a su despacho, ordenó llamar a Syvad, el condestable. Adaras fue directamente al asunto que traía entre manos.–Señor, deseo realizar una investigación formal de aquella vieja partera. Pienso formular una acusación contra ella; la considero sospechosa de las desapariciones. Aún no tengo pruebas, pero sí bien fundadas sospechas sobre su culpabilidad. Es una hereje y oculta algo más. Os pediría la colaboración de vuestra milicia –pensativo, Esre tomó asiento y nos dio permiso para imitarle.–Precisamente –contestó– eso es lo que me preocupa. Esa mujer está siendo motivo de fuertes disensiones entre los aldeanos. Algunos están dispuestos a jurar su inocencia, mientras que otros formulan toda clase de acusaciones contra ella. Poco después de conocerse vuestra visita a Sorayad corrieron toda clase de rumores. Y eso no me place. El pueblo está agitado, insatisfecho. Debo evitar cualquier posible tumulto.En ese momento hizo su entrada el condestable. Esre le dio permiso para sentarse y le contó las intenciones de Adaras, preguntándole por su opinión.Syvad meditó un tiempo antes de responder.–Temo que los aldeanos se enzarcen en peleas si no se actúa a tiempo. Sé a ciencia cierta que hay muchos en Derevin que aún creen en la inocencia de Sorayad, pero también que muchas mujeres del pueblo la acusan de la desaparición de sus hijos. Otras, que no han perdido ningún hijo este año pero que si lo hicieron tiempo atrás creen también en sus habladurías. Y todas, más tarde o más temprano, acabarán por convencer a sus maridos.–Está bien –resolvió Esre–. Dispón todo lo que el Alto Inquisidor desee y una escuadra de la milicia para escoltarle y disuadir a los posibles concitadores.Dicho esto nos retiramos. Adaras requirió un trampero y sus perros, además de su escolta personal.Aunque nada se dijo del propósito de Adaras era imposible no llamar la atención de la gente de Derevin. Cuando partimos junto a la escuadra de la milicia comandada por el propio Syvad, los aldeanos comenzaron a seguirnos, dejando sus labores pese a que Syvad trataba de amedrentarles a que volvieran a sus asuntos. Pese a cómo les increpaba, cada vez más hombres y mujeres del pueblo nos seguían. Adaras tranquilizó a Syvad, diciéndole confiado que no se preocupase. El populacho murmuraba, ceñudo y expectante. El ambiente era cada vez más tenso.A lo largo del camino que conducía hasta la cabaña de Sorayad se nos unieron algunos leñadores ociosos. Cuando llegamos al calvero de la vieja cabaña, Adaras se detuvo y pidió a Syvad que ordenara el alto a sus soldados. Éstos se dispusieron en doble hilera tras él, apretando el puño de sus espadas e hincando sus escudos en el terreno nevado. Los derevinos miraban a Adaras, fascinados. Él sonreía despectivamente, contento de la expectación reinante. Por unos momentos tan sólo se oyó el viento.–Sabéis para qué he venido a este pueblo –dijo ante la multitud–. Muchos de vosotros habéis perdido a vuestros hijos. Nada sabéis de ellos y ya les lloráis como si hubieran muerto. La Sagrada Orden me ha encomendado la empresa de arrojar luz en este misterio. Y, por ahora, todas mis sospechas apuntan a la que habita en esa cabaña. Sé que le teníais afecto. No me extraña, entonces, que os aterre la idea de que ella sea la culpable de vuestra desgracia. Mas os digo que, a veces, en quién más confiamos es en quien menos deberíamos hacerlo.Enfatizando su discurso con un crispado gesto de su diestra, alzando la voz, Adaras señaló hacia la cabaña.–Yo, Alto Inquisidor de la Sagrada Orden de Myslar, acuso a la que llaman Sorayad de bruja, hereje y blasfema. De dar muerte a vuestros hijos durante años, de traficar con sus almas, con su carne y su sangre.Un grito de horror surgió de muchas gargantas. Comenzó una algarabía de voces agudas y roncas, protestas y denuestos. La voz de Syvad tronó en medio del tumulto, una tempestad que acallase el rumor de las olas en el mar. Se irguió asaeteando con la mirada a la multitud, que bajó pronto el volumen de sus voces.Adaras sonreía, complacido. Se acercó junto a la escolta a la cabaña y llamó a su puerta. Titubeé al seguirle; no quería ver a Sorayad en tal lance. Cedí al miedo que tenía a mi maestro y entré en la cabaña. Sorayad no se resistió a los hombres que la prendieron, mirando con fijeza a Adaras. Me observó en apenado silencio cuando la sacaron fuera a empellones. No pude soportar mirarla a la cara. Lleno de vergüenza, volví los ojos.Llegaron más hombres a registrar la cabaña. El trampero y sus perros buscaron alrededor de ella. Los canes olisqueaban la tierra cubierta de nieve. En la cabaña encontraron las runas de Sorayad, los huesos con los que adivinaba el devenir, además de algunos amuletos y tallas del culto a Femyanai. Entonces reparé en el colgante que me había entregado Sorayad el día anterior. Me llevé una mano al pecho y lo tantee, conmovido.Adaras salió fuera junto a los hombres que habían registrado la cabaña. Presentó las pruebas de la herejía de Sorayad, se las entregó a un sirviente y me ordenó que las guardara. Aquellas pruebas no contentaron a los congregados; todos sabían de las artes adivinatorias de Sorayad, aunque no se atrevieran a reconocerlo. Las antiguas tradiciones, por mucho que la Sagrada Orden intentara desterrarlas, aún convivían con ellos y aun ahora lo hacen.Los que defendían a la pobre anciana disputaban con los que la acusaban, formando mucho alboroto. Sorayad callaba, gacha la cabeza.Entonces ocurrió algo que terminó con todas las discusiones. El trampero llamó a gritos a mi maestro. Los perros escarbaban la tierra de calvero. Husmeaban una pista bajo la nieve. Adaras requirió a dos hombres para que abrieran el terreno en ese punto con sus azadas.No tardaron en encontrar lo que habían olido los perros. Uno de ellos dio un grito, metió la mano en la tierra y desenterró un abultado saco de arpillera. Adaras tomó el saco, lo limpió de tierra y desparramó su contenido.Eran huesos. Restos de cráneos, fémures, tibias, quijadas; huesos, huesos pequeños, rotos, amarillentos como la bilis, repugnantemente cariados, se habían esparcido por la nieve. Eran osamentas de niños. Solo unas horas antes habían yacido bajo la tierra, antes de que fueran robados de la fosa profanada.Y tras ése momento, todos estallaron en una furiosa turbamulta que amenazó con linchar a Sorayad. Syvad les mantuvo a raya junto a sus hombres a golpes, a punto de desnudar su espada, mientras Adaras imponía su voz al revuelo, prometiendo que la culpable sería ajusticiada por sus crímenes con prontitud.Sin poder contenerme más caí a tierra y vomité con largas bocanadas. Me levanté mareado, convulso, sin suficiente aire para respirar. El clamor de los aldeanos ensordecía mis oídos. Aunque antes habían profesado cariño a aquella anciana y habían confiado en ella durante años, solo necesitaron el tiempo de un jadeo para intentar despedazarla llenos de rabia. La estratagema vil y macabra de Adaras había surtido efecto. Los huesos eran viejos y su aspecto daba a entender los largos años que llevaban enterrados, pero aun así, nadie dudó de ellos como prueba ni por un instante. Habían sufrido mucho y ahora tenían con quien expiar toda su pena. Querían creer, por doloroso que resultara, en tal infamia.Pensé en gritar la verdad: cómo había procedido Adaras, cómo les estaba manipulando a su antojo. Pero no llegué a atreverme y guardé mezquino silencio. Mas ahora sé que de nada hubiera servido. Sorayad era carne de hoguera.Adaras procesaría a Sorayad al día siguiente, por la mañana. Había mandado que la recluyeran, para lo que Dyan dispuso una improvisada celda en los barracones de la milicia.Mi maestro se sentía pletórico. Podía notarlo en sus ampulosos gestos, en el henchido tono de su voz. Ni siquiera había reparado en mi reacción al ser prendida Sorayad. En esos momentos le odiaba con todo mi ser, como nunca jamás lo hice.Después del almuerzo, mediado ya el día, Adaras me pidió que le leyera mis anotaciones. Aprovechó para dictarme los documentos que justificaban la detención de Sorayad, los cargos bajo los que había sido prendida y el informe que debía enviar a sus superiores. Los llevaría un correo a caballo hasta el Templo Mayor de Timish.No pude, sin embargo, terminar mi trabajo. Cuando Adaras me dictaba una de las frases del informe, escuchamos una gran turbación dentro de la casa.Grande era la agitación en los sirvientes cuando salimos de nuestros aposentos. Aterrados, presos del nerviosismo, corrían de aquí para allá sin cesar. Adaras tomó del brazo a uno de ellos y le interpeló. El criado se volvió apenas para responder:–¡La hija...! La hija de Esre, Edna... ¡ha desaparecido!Adaras maldijo. Fuimos tras el criado hasta el patio. Esre estaba junto a Syvad y su mayordomo, rodeado de sirvientes a los que exhortaba histérico. Los criados buscaban por toda la mansión en pos de Edna, en vano hasta el momento. Esre se tenía apenas en pie, apoyándose en el hombro del condestable. Ofrecía un lamentable espectáculo: la Muerte parecía rondarle de lo pálido y macilento de sus facciones; temblaba y gemía, sin poder reprimir el llanto. Era un hombre viejo y cansado, con un miedo atroz a perder lo único que apreciaba en este mundo. Sentí una profunda pena por él y me apiadé de su suerte.Nunca jamás volvió a ver a su hija. Y no sobrevivió a ese invierno: una repentina indisposición acabó con él un par de meses después; eso dijeron: en realidad, todos sabían que había muerto abatido por la pena; cuando un hombre pierde la voluntad de vivir, sucumbe fácilmente ante cualquier obstáculo.Había ocurrido lo siguiente: Larai, el aya de Edna, había dejado a la niña en su cuarto para acostarla. Juraba que había cerrado las ventanas al salir, aunque, al volver al cuarto impelida por un extraño presentimiento, la niña ya no estaba. La ventana de la habitación estaba ligeramente abierta y no había señales de que la hubieran forzado. Todo ocurrió muy rápidamente a partir de entonces: La búsqueda en la mansión fue inútil, de modo que Esre ordenó buscar en el pueblo. Cayó la noche y nadie había encontrado ni rastro de la niña. Syvad requirió a su milicia y se hizo cargo de la situación, pues Esre estaba fuera de sí y no atinaba apenas a hablar.Poco más tarde se supo que Edna no había sido la única niña en desaparecer. Dos niños del pueblo se habían esfumado también. Los aldeanos se sumaron a la búsqueda, que acabó encaminándose al bosque. Un hombre de la aldea había encontrado un jirón de blusa en una rama baja que pertenecía a la hija de Esre. Poco después, las antorchas parpadeaban por todo el pueblo hacia el bosque.Antes de eso me dirigí a Adaras con osadía y justifiqué la inocencia de Sorayad con los nuevos hechos.–¿Y qué prueba eso? –dijo irritado ante mi salida–. La bruja será juzgada por sus crímenes. Estas nuevas desapariciones serán obra de alguno de sus cómplices: pronto confesará.Asqueado, miré a Adaras a los ojos, sin retirar la mirada como siempre hacía.–Sois... sois un ser despreciable –acerté a contestar, dándole la espalda.Adaras me agarró el hombro, furioso, y me obligó a darme la vuelta.–¿Cómo te atreves, insolente? ¡Puedo destituirte ahora mismo!Me quité su garra de encima con brusquedad, dejé que su amenaza se diluyera en el silencio y comencé a caminar hacia las afueras del pueblo para unirme a la búsqueda de Edna. Adaras me llamó con voz crispada varias veces, colérico, mas no hice caso alguno. Esa fue, en muchos años, la última vez que le tuve frente a mí.5
Syvad organizó la búsqueda en partidas y ordenó que se desperdigaran por el bosque. En cada una de ellas había de siete a nueve hombres; yo me uní a una de ocho, formada por una escuadra de seis milicianos, el sargento que estaba a su cargo –Breg, creo recordar, era su nombre– y un trampero de la aldea. Los milicianos me miraron con buenos ojos, pues les parecía más segura la expedición a aquel bosque tenebroso junto a un sacerdote. El trampero no pareció reconocerme, mas en cambio yo sí lo hice. Era el mismo que nos había guiado, días atrás, a la cabaña de Sorayad: se llamaba Dyan. Me alegré que guiara nuestro grupo, pues intuía que era un buen conocedor de aquellos parajes. Guiaba tres mastines de pelo moteado bien sujetos con recias traíllas de cuero. Los canes olían la tierra helada y la arañaban frenéticamente.
Nos internamos en el bosque y nos separamos del resto de las partidas. El sonido de sus pasos y el ladrido de los perros que les precedían fue apagándose en la distancia.El viento bajaba rumoroso y frío de las montañas, nos hacía tiritar y maldecir. Una niebla cada vez más espesa serpenteaba entre los árboles. Dejamos el sendero y seguimos la pista que habían olfateado los perros. El terreno se volvía fragoso por momentos y apenas podíamos ver el suelo con aquella niebla, lo que nos hacía tropezar con frecuencia. Era un suelo yermo, descarnado, que enseñaba su obscura osamenta, los despojos de un antiguo y exangüe dios. Dejamos de proferir palabra casi sin darnos cuenta. Los perros gruñían o gañían a veces, el viento soplaba y aullaba, las antorchas crepitaban al consumirse. Una presencia inmemorial nos observaba. “Cuidado” alertaba el grito del cárabo y la lechuza; el lejano aullido de los lobos, coreado por un centenar de difusos ululares, nos estremeció.Dyan indicó el alto con un gesto imperioso. Los perros temblaban a sus pies, dando gañidos. Una mirada nos bastó para intuir que habían perdido el rastro. El sargento tocó su cuerno para llamar a las otras partidas de búsqueda. El ronco bramido reverberó apagadamente por todo el bosque, repetido en mil imprecisos ecos.Hubo una tensa espera, en la que hube de enfrentar mis temores. ¿De qué me servían mi fe y las doctrinas que con tanto esfuerzo había asimilado en medio de aquel bosque? Instintivamente apreté en mi mano el amuleto de Sorayad, buscando amparo.Un toque de cuerno lejano respondió a nuestra llamada. Respiramos llenos de alivio y apretamos el paso hacia donde provenía. Dyan golpeaba a los perros entre reniegos, pues éstos se negaban a seguirle, extrañamente atemorizados.Hendimos aquel océano de niebla y árboles, hasta que llegamos al borde de un amplio claro. Un añoso pino, negro y de fuste grueso lo dominaba; en el cielo, una Luna orillada de obscuridad lo teñía todo con su luz amarillenta. Llegamos al pie del pino viejo y nos paramos a descansar. El sargento volvió a tañer el cuerno: una vez, dos, muchas veces. No hubo respuesta. Los perros se agazaparon temblando junto a las gruesas raíces que se hundían en el suelo. Nos quedamos junto al tronco, apretujados los unos contra los otros, transidos de frío.De repente escuchamos una respuesta a nuestros toques de cuerno. Sonó hueca, cercana, esperanzadora; alguno de los milicianos gritó de alborozo. Breg volvió a tocar su cuerno.Poco después volvimos a escuchar otro toque de cuerno como respuesta. Cada instante de espera se me antojó eterno. Finalmente, una silueta humana se recortó en el límite del calvero. Vimos otras siluetas que se unieron a la primera, caminando todas en silencio hacia nosotros.El sargento les saludó. Ninguno de ellos devolvió el saludo.Uno de los milicianos maldijo; se había quemado con su tea casi exhausta y la había soltado bruscamente.Distinguimos mejor a los hombres que se acercaban. Andaban con paso incierto, de borracho o tullido. Un pánico tan desconocido como tangible aguijoneó mi corazón y lo hizo latir desbocadamente. Me recosté contra el árbol aún más; los demás tentaban sus armas, aterrados.El primer hombre del nutrido grupo que venía a nuestro encuentro llegó al alcance de la luz de nuestras antorchas.Aquel hombre no estaba vivo, pero caminaba hacia nosotros junto al resto, lenta, descompasada e inexorablemente. Unos ojos muertos miraban sin ver desde obscuras y profundas cuencas; tenía la tez lívida y unos andrajos por ropas, manchados de tierra. Ya no eran hombres. Habían dejado de serlo hace mucho tiempo, dejando como recuerdo los cascarones vacíos de sus cuerpos, ahora animados en un macabro remedo de vida. O, tal vez, sus almas aún estaban atadas a ellos, atrapadas en esas muertas prisiones de carne.Uno de los milicianos gritó de horror mientras señalaba un rostro macilento, quizás el de un conocido ya muerto.El primero de ellos alzó un largo y mohoso cuchillo sobre el que había gritado y hendió casco y cráneo de un solo golpe que salpicó sangre y sesos. Dyan, Breg y sus hombres reaccionaron acometiendo a sus contrincantes. Yo retrocedí, aterrado, sintiéndome indefenso y musitando una plegaria.Uno de los milicianos de Breg, rubio y robusto, hundió su espada hasta la guarda en el pecho de uno de aquellos seres; sin acusar la herida, el muerto le tiró una cuchillada al rostro y le derribó al suelo con la mandíbula destrozada, donde otros le apuñalaron hasta acallar sus gritos.La lucha fue feroz y desesperada. Lo más aterrador de aquellos seres era su completa falta de emoción al luchar: golpeaban con sus armas maquinalmente, insensibles ante las heridas que se les inflingía.Otro de los milicianos cayó poco después. Logró abatir a su adversario decapitándole, hurtó el cuerpo a varias cuchilladas y atravesó de un tajo un cráneo con tal fuerza que su espada se quedó trabada en el hueso. Mientras luchaba por liberar su arma lo abatieron a golpes de cuchillo, puñetazos y mordiscos.Dyan estaba cerca de mí, frenando él solo el avance de tres de los muertos; le cercenó un brazo al primero de un tajo, esquivó el garrote del segundo y derribó de un poderoso puñetazo al tercero. Dos de sus perros yacían en el suelo, retorciéndose de angustia, uno con el espinazo roto y el otro destripado. El último desgarraba la pierna de un muerto, hasta que éste le partió el lomo con un golpe de maza.El miliciano que estaba a mi derecha enterró con un furioso ademán su espada en el pecho de su adversario. La hoja encontró el esternón y lo quebró con un chasquido. Sin detenerse por la hoja que le atravesaba el pecho, su contrincante se abalanzó sobre él y le arrancó medio rostro de un brutal mordisco. El miliciano reculó con un grito, cayó sobre una de sus rodillas, gruñendo; del lado derecho de su cara apenas habían quedado algunos tasajos de piel: entre el rojo de la sangre pude ver el blanco de los dientes. Soltó la espada y se debatió a puñetazos con el muerto, hasta que dos más se echaron encima de él y le hundieron sus cuchillos.Ya habían caído cuatro de los milicianos y sólo dos de los atacantes; del resto, muchos estaban cosidos a tajos, pero aún seguían en pie.Uno de ellos se cernió hacia mí. Por unos instantes me quedé petrificado, viendo cómo se acercaba con aquellos ojos sin vida con su arma en alto. El instinto de sobrevivir, tal vez, me hizo recuperarme de mi estupor y trajo algo que creí olvidado a mi mente, algo que había leído años atrás, en un códice considerado como herético. Alcé las manos, di un paso adelante y entoné las apagadas frases del Destierro, tal y como las recordaba. Aquel cuerpo sin voluntad se detuvo: me aproximé a él con la diestra extendida y le obligué a retroceder. Dyan, Breg y los dos milicianos aún en pie me observaron con extrañeza: sus oponentes retrocedían también y vacilaban ante el intangible muro que mi Destierro había trazado.De los milicianos que habían sobrevivido al enfrentamiento uno estaba aparentemente ileso y el otro tenía una fea herida en una cadera y el brazo izquierdo atravesado de una estocada. Dyan y Breg no parecían heridos de gravedad, aunque resollaban con las ropas surcadas de desgarrones y manchadas de sangre.–¡Acercáos a mí! –les apremié, sin perder de vista a los muertos, que trataban de romper la barrera del Destierro; al final desistieron, retirándose hasta el límite del claro hasta perderse de nuevo en la niebla.Emprendimos la huida en dirección opuesta, corriendo sin orden ni concierto hasta perder el resuello.Cuando nos detuvimos a recuperar el aliento, comprobamos que uno de los dos milicianos, el que había salido ileso, ya no estaba con nosotros. Le llamamos a voces, e incluso Breg se atrevió a tocar el cuerno, pero no apareció. No hubo tiempo de lamentar la muerte de nadie. Ya teníamos bastante con tratar de buscar refugio, pues no teníamos más remedio que pernoctar en el bosque.Fue una noche muy dura. Dyan nos obligó a buscar ramas caídas entre la nieve, casi a tientas. Juntamos las pocas que pudimos conseguir y Dyan les prendió fuego con el eslabón y el pedernal que por suerte llevaba siempre con él. Nos arrebujamos en nuestros mantos junto al fuego y buscamos con avidez el calor de las llamas.Y tras la dura noche llegó el día, alumbrando algo nuestras esperanzas. Nos sacudimos la nieve caída durante la noche, que ya cubría se espesaba en el suelo del bosque, y nos levantamos confusos y entumecidos. Dyan apagó las ascuas y me entregó uno de sus cuchillos de caza.–Ten –dijo–. Puedes necesitar un arma –sostuve el cuchillo, asentí en silencio y le pregunté si sabría orientarse en el bosque; el trampero desvió la mirada y sacudió la cabeza.–No lo sé. Nunca antes me había aventurado tanto en Vrosnar, ni nadie que yo conociera. Hemos andado a ciegas un buen trecho en cualquier dirección que desconozco. Aun así, lo intentaré.Breg se acercó a escuchar lo que decíamos; hablábamos entre susurros, cual ladrones planeando un crimen. Había algo sofocante en aquel bosque que oprimía el espíritu y los sentidos, una inexplicable presencia que imponía un reverente temor. Señalando con un gesto hacia donde estaba el miliciano, Breg reclamó nuestra atención.–Arde de fiebre. Debe habérsele infectado la herida del brazo. No creo que sobreviva... al menos sin perderlo.El soldado herido levantó sus ojos brillantes por la fiebre, mirándonos como si intuyera su destino. Breg se le acercó, ayudándole a levantarse. Dyan respiró el aire helado, soltó una larga vaharada y nos indicó una dirección hacia la que caminar.Todo el día lo marchamos por el bosque. A veces, una cañada hendía en dos el paisaje y habíamos de dar un largo rodeo. El terreno se enriscaba en ocasiones o bajaba en brusca pendiente otras; atravesarlo era una auténtica agonía, una ardua prueba de fortaleza y voluntad. Dyan nos guió con pericia por aquellos parajes tan inhóspitos. Acostumbrado a ellos encontró bayas y raíces comestibles con las que almorzamos frugalmente. Le había estado observando desde que comenzamos a caminar y era frecuente que mascullara una maldición o gruñera para sus adentros. Yo intuía el porqué de sus reniegos. No lograba orientarse pese a todos sus denodados esfuerzos: nada podía servirle como referencia, ni el Sol ni las estrellas. Según me contó después, su padre le había enseñado a buscar el norte fijándose en el lado húmedo y lleno de musgo de los árboles, pero eso no le sirvió de nada. Vrosnar confundía sus sentidos como el tumulto de la multitud aturde a una bestia salvaje.Y noche cayó de nuevo, inexorable. El viento arreció al atardecer, tañendo los árboles como colosales cuerdas de arpa y silbando al pasar entre sus troncos, un viento que hería de tan crudo. Dyan buscó una zona a socaire del viento para pasar la noche; esa vez fuimos más previsores y teníamos suficiente leña para alimentar el fuego.Dyan se ocupó de encender la hoguera. Nos hicimos un sitio en el suelo nevado y caímos exhaustos. El miliciano se tendió arropándose con su manto y cayó enseguida en un inquieto sueño. Breg lo miraba con aire de preocupación. Empeoraba; de seguir así, sucumbiría en poco tiempo.Afortunadamente no padecíamos sed, ya que había numerosos arroyos surcando el bosque y además, siempre podíamos derretir la nieve. Nieve que siguió cayendo lenta e incesantemente durante toda la noche. Dyan, inquieto tras oír en la distancia algunos aullidos, propuso hacer guardias. Sorteamos a quién le tocaría la primera, la mejor de todas, aunque libramos al miliciano, ya dormido. Me tocó a mí hacer la primera guardia. Eché el resto de la leña al fuego, me arropé lo mejor que pude y puse cerca de mí el cuchillo. El resplandor del fuego apuñalaba la obscuridad, urdía sombras inciertas en derredor. Mi imaginación conjuraba pesadillas y horrores atisbando en cada sombra; tenía el cuerpo tenso, dolorido por la agotadora marcha. El tiempo no parecía existir, sólo la noche y el silencio, roto a veces por algún lejano ulular.Terciada la noche y a punto de flaquear desperté a Breg y me dispuse a dormir. Debí caer inmediatamente dormido, aunque mis temores asaltaron mis sueños y turbaron mi descanso con extrañas visiones.Una de ellas cobró increíble viveza y significado: pude ver la plaza de Derevin, tal y como la recordaba, aunque teñida de un tono siniestro, como aparecen las cosas en una pesadilla. Los aldeanos se apiñaban alrededor de un cadalso erigido en mitad de la plaza, gritando desordenadamente. Sobre el cadalso descubrí a Adaras. Un seco poste se erguía frente a mi maestro; y en él, maniatada y maltrecha, había una mujer anciana, vestida con harapos y con la piel marcada por el flagelo. Era Sorayad.Adaras rió como un demente mientras aplicaba una tea a la leña y estopa amontonada en la base del poste. Las llamas lamieron la madera, besaron la carne arrugada de la pobre mujer, que contuvo entre sollozos los gritos de agonía. Sorayad extravió los ojos y miró luego hacia el indefinible punto desde el que contemplaba la escena, impotente.–Jerrad... ¡date prisa! ¡Queda poco tiempo! –sus palabras se perdieron en el rugido del fuego que abrasaba su cuerpo, y el sueño se desvaneció.Desperté súbitamente, empapado de sudor pese al frío. Ya había amanecido entonces. Los demás se despertaron poco después. Breg se acercó al herido y lo sacudió para despertarlo. Éste abrió los ojos y se incorporó a duras penas; tenía hundidos los ojos y el rostro demacrado y muy pálido. La fiebre le consumía. Me acerqué a él y observé el vendaje que había improvisado el día anterior. La herida tenía los labios amoratados por la sangre agolpada; el miembro estaba frío e insensible. Me apiadé de su suerte, arrancándome un pedazo de vestido para cambiarle el vendaje.A lo largo de nuestro segundo día, las pocas esperanzas de hallar el camino de vuelta a Derevin se desvanecieron. Caminábamos como muertos, sin perder el aliento en quejas, obligando a nuestros sufridos músculos a dar un paso tras otro. Era aquella una muerte lenta, un suplicio que ponía a prueba todo nuestro coraje.La nieve siguió cayendo y el tiempo se volvió más frío. Sangrábamos por los labios y manos cuarteadas; el mero hecho de llenar los pulmones de aire era en sí una tortura. Por suerte, Dyan consiguió abatir un venado joven con su arco, después de encontrar y seguir su rastro. Desolló al animal y lo asó en un espetón. Su carne nos supo deliciosa y nos hizo recuperar parte de las fuerzas perdidas.Al declinar una vez más el día, nos derrumbamos temblando, derrengados. Dyan reunió ánimos y nos acució a buscar leña y un refugio. De no ser por él no hubiéramos sobrevivido a esa noche. Con las últimas horas de luz le revisé el vendaje del brazo al miliciano. Ya no me cabía duda. El miembro estaba gangrenado y la enfermedad avanzaba cada vez más, devorando la carne como una negra y depravada alimaña. Dyan y Breg le examinaron también y refrendaron mi diagnóstico. Él nos miraba lleno de pavor. Breg hizo una seña a Dyan y éste, asintiendo, le sujetó por detrás y le dio a morder una rama. Breg desenvainó su espada. Cerrando los ojos y apretando el cuero entre los dientes, el miliciano tendió el brazo, con las lágrimas resbalándole por las mejillas. Yo le ayudé a extender bien el brazo, sujetándole con fuerza por la muñeca.Breg respiró hondo, alzó la espada por encima de su cabeza y preparó el golpe durante lo que se me antojó una eternidad.Cerré los ojos al escuchar el alarido y solté lleno de asco el miembro cercenado. Escuchaba a Dyan forcejear con él mientras gritaba de dolor. No pude soportarlo más y me alejé para recostarme en un árbol, de espaldas a la escena. Aún le oí gritar varias veces más cuando le cauterizaron la herida con un leño encendido. El siseo de las llamas abrasando el muñón y el hedor a carne quemada me revolvieron las entrañas, aunque no vomité; no tenía gran cosa en el estómago.Aquella noche vez no hicimos guardias; estábamos demasiado cansados. El miliciano perturbó nuestro sueño durante toda la noche con sus sollozos y gemidos; llegué a desear su muerte, exasperado de oírle. Fue una noche maldita y muy fría. Nos apretamos buscando el calor de nuestros cuerpos y el de la hoguera casi exhausta.Despertamos con el alba, como tironeados por invisibles hilos, poniendo a prueba una vez más nuestra voluntad de sobrevivir.El manco trataba de levantarse inútilmente, llorando en silencio.Me aproximé a él y supe por qué le costaba tanto levantarse. El frío se había cebado en él: una oreja y buena parte de su nariz las tenía ennegrecidas, como chamuscadas por el fuego; algunos dedos de las manos y, según sus quejas, el pie izquierdo, habían corrido semejante destino. El pobre infeliz estaba más allá de toda esperanza.Acercándome a Breg y Dyan les susurré lo que había descubierto. Dyan sacudió la cabeza y dijo así:–Alguno debe acortar sus sufrimientos. Deberías ser tu, Breg. Eres su sargento y le conocías mejor.Breg encajó mal aquello, negando airado.–¡Ni lo sueñes! No pienso matar como a un perro al último de mis hombres. Podemos transportarlo en angarillas, entre dos de nosotros.–¿Estás loco? No llegaremos a ninguna parte así. Llévale tú, si puedes.Breg levantó la cabeza y abrió los ojos. La ira flameó en sus pupilas.–He dicho que lo transportaremos dos de nosotros, y así lo haremos –replicó en voz alta, llevándose la diestra al puño de su espada en un gesto amenazador.Dyan sacó su cuchillo largo y arrostró a Breg con los músculos del cuello tensos, las aletas de la nariz dilatadas.–¿Habéis perdido el juicio? –tercié–. ¡Bajad las armas! Sería lo último que tendría que ver, que acabarais luchando entre vosotros.Dyan se relajó un poco y bajó su arma, aunque Breg, a punto de desnudar la espada, me clavó sus desorbitados ojos, temblando de rabia.–¡Aparta, estúpido! –me increpó–. Aparta, te digo, sacerdote –repitió al ver cómo me tenía firme frente a él y lo desafiaba.Su siguiente movimiento fue tan rápido que no pude preverlo. El puñetazo me derribó al suelo con el pómulo abierto. Repté aturdido; una nota estridente resonaba en mis sienes y vacilé, a punto de perder el sentido. No podía verles bien, pero oía luchar a Dyan y Breg.Cuando mi vista se aclaró pude contemplar la escena. Dyan y Breg se atacaban encarnizadamente con fieros golpes, Breg con su ancha espada, Dyan con su más corto cuchillo de caza.La espada de Breg silbó cerca de la sien de Dyan, rasguñó su oreja izquierda. Dyan trataba de acortar las distancias y sacar ventaja de su más corto cuchillo. Fintó al rostro de Breg y le tiró una fulminante cuchillada al vientre, de la cual sólo le salvó su plaquín de acero.Ambos espiaban los movimientos del adversario con cuidado y, repentinamente, entrecruzaban sus aceros con increíble rapidez, lanzándose furiosos tajos, estocadas y reveses, contrarrestándolos con diestros quites y regates. Breg falló por poco una estocada al cuello y la puñalada de Dyan se desvió contra la armadura de éste. Volvieron a encararse, mirándose sin pestañear. Breg reculó varios pasos, maldijo y arremetió con su espada.Dyan eludió el acero de Breg y le asestó un tajo en el hombro. La hoja del cuchillo traspasó la cota, le rozó el hueso; Breg bramó de dolor y bajó su arma. El pomo de la espada alcanzó de arriba abajo a Dyan, le abrió una ceja; la sangre brotó copiosa y resbaló por su rostro. Con un ojo lleno de sangre, Dyan aferró a Breg por la muñeca con su mano libre y le obligó a soltar la espada. Breg buscó el cuello de Dyan, aprovechó un tropiezo de éste para derribarle, echándosele encima con todo su peso.Lucharon en el suelo, trabados; Breg estrangulaba a Dyan mientras éste trataba de rechazarle con su zurda y le acuchillaba con la diestra. Sus puñaladas dieron en vacío muchas veces, pero al menos tres traspasaron la cota. Breg sintió las heridas, aflojó su presa y buscó el cuchillo que le hería, cortándose con él al tratar de arrebatárselo a Dyan. Chilló de rabia y asestó un cabezazo: la nariz de Dyan se rompió con un chasquido y la sangre brotó roja y abundante. Aprovechando que estaba aturdido, Breg consiguió arrebatarle el cuchillo finalmente y se dispuso a sentenciar la lucha.Antes de eso tomé con pulso trémulo su espada y se la hundí en la espalda; la hoja atravesó su cuerpo, asomó por debajo de las costillas. Breg se volvió hacia mí y me miró con incredulidad mientras moría. Expelió sangre por las comisuras de los labios, y farfulló una maldición.No sabía muy bien cómo, pero había logrado recuperarme y había reunido suficiente valor para tomar su arma del suelo y asestarle el golpe definitivo.Dyan se recuperó entretanto del cabezazo, recogió su cuchillo y decapitó casi a Breg de una cuchillada al cuello que llegó hasta la cerviz. La sangre manó a borbotones de la herida y me salpicó el rostro. Breg se desplomó sobre un costado, mientras Dyan seguía apuñalándole gruñendo como una bestia, hasta que se le escapó el cuchillo de las manos, de ensangrentado que estaba.Era la primera vez que esgrimía un arma y la primera vez que había dado muerte. Cuando todo cesó, me dejé caer de rodillas, temblando.Dyan limpió y envainó su cuchillo, se acercó a Breg y se apoderó de sus pertrechos útiles. Tomó su espada y el abrigo para usarlo como manta, y me entregó a mí parte de las provisiones que traía y su odre. Luego se acercó al moribundo y le descargó de su miseria con su propia arma, sin titubear un momento.Me limpié la sangre de la cara y palpé mi herida; sentía al tacto el pómulo dolorosamente hinchado y muy caliente. Traté de revisarle las heridas a Dyan, pero éste rehusó alegando no tenían mucha importancia. Dejamos los dos cadáveres sin sepultura. El terreno era impracticable para cavar en él, aunque enterrarlos era un gesto inútil y estúpido: no podíamos malgastar nuestras escasas fuerzas. Dyan contempló el bosque en silencio, indicó una dirección y continuamos la marcha.La ventisca dificultaba nuestro paso, nos hacía tropezar y tambalearnos continuamente. La nieve nos llegaba ya hasta medio tobillo; cada paso adelante era un tormento para nuestros agotados músculos. Tras subir por una abrupta ladera hasta la cima de un altillo, un aullido reverberó en la distancia.Bajamos por una vaguada entre dos escarpas, hasta que un brusco afloramiento de roca nos hizo desviarnos pendiente arriba. De nuevo, un aullido resonó tras de nosotros, esta vez más cercano. Dyan se detuvo e irguió el cuello.Más aullidos hicieron eco del primero. Dyan me apremió para que forzara la marcha. Luché contra el dolor que atenazaba mis piernas para seguirle, aguijado por el miedo.Los aullidos resonaron cada vez más próximos. Corrimos a toda velocidad. Alcancé a volver atrás la vista durante un fugaz instante mientras corría, y allí estaban los lobos: demonios de plateado e hirsuto pelaje, enjutos, famélicos, erguidas las orejas, reluciendo sangrientas como cuchilladas sus pupilas.Comenzaron a desplegarse para tratar de cortar nuestra huida. Los lobos no corrían: marchaban a un trote tenaz, sabedores de que nos agotaríamos tarde o temprano; sin embargo, acortaban cada vez más la distancia que teníamos de ventaja. Mientras que sus finas y nervudas patas apenas se hundían en la nieve, nosotros lo hacíamos hasta la pantorrilla.Espoleaba mis piernas a seguir corriendo, lleno de pavor, con los pulmones acuchillados por el cansancio y el frío, cuando, de pronto, el terreno se hizo más escarpado y acabó en un risco casi vertical, como un farallón en el frondoso piélago del bosque.Ya no teníamos escapatoria; había llegado nuestro fin. Me desplomé sobre una roca musgosa, jadeante. Dyan me maldijo, preparó su arco y sacó una flecha de su aljaba. Me tendió una cuerda y señaló el extremo del risco.–¡Vamos, muévete, maldito seas! Ata el cabo a algo pesado y lánzalo; cuando esté seguro, trepa. Te seguiré después.Disparó el arco. La saeta se hundió en el belfo de uno de los lobos que iba en cabeza y le derribó con el cráneo atravesado.Cuando tomaba una segunda flecha de su aljaba, desenrollé la cuerda y até su cabo al puño de mi cuchillo. Otro lobo cayó con un flanco herido y se debatió en la nieve, aullando y revolcándose de dolor.Los demás se distribuyeron en un amplio abanico y avanzaron al trote hacia nuestra posición. Entretanto, había lanzado el cuchillo a modo de garfio hacia arriba. Tropezó con un saliente rocoso y cayó a mis pies.Dos lobos más cayeron abatidos por el arco de Dyan, uno con el asta de una flecha asomando por la cruz y otro con un flechazo entre los ojos.Había lanzado otra vez el cuchillo sin éxito. Dyan me dedicó una mirada nerviosa, sin malgastar tiempo en insultarme. Disparó el arco por quinta vez y desenvainó la espada. Los lobos se abalanzarían sobre él dentro de poco.El cuchillo se perdió tras el risco en mi tercer lanzamiento. Tiré de la cuerda y, convencido de su firmeza, comencé a trepar.Dyan me increpó a que subiera rápido. La ascensión me estaba costando la vida misma. Tropecé varias veces, despellejándome las manos con el áspero esparto de la cuerda.Los lobos rodearon la peña en la que Dyan se había apostado. Avanzaban cautos, enseñando los dientes entre gruñidos, esperando la menor oportunidad para tirarse a su cuello. De la manada se destacó un macho de inusual tamaño, de un paso de alto hasta la cruz y casi dos de hocico a cola, goteantes de saliva los afilados colmillos, sinuosa la rosada lengua entre las negras encías. Aulló, desafiante.Un lobo saltó hacia el frente con un poderoso impulso de sus patas traseras y buscó la garganta del trampero. Dyan se agachó, lanzó una estocada hacia arriba y atravesó al lobo en medio del salto. Liberó su arma, eludió varias dentelladas a las piernas y hendió el lomo de otro de los lobos de un tajo.Mientras, yo había trepado hasta media altura del risco. A partir de ahí la ascensión era más fácil, pues había pronunciados salientes que servían de asiento para los pies.Ascendí el trecho final y le grité para que subiera. Dos lobos se abalanzaron contra él; desjarretó de un revés al primero y decapitó al segundo, ganando un momentáneo respiro.Envainó rápidamente la espada y saltó hacia la cuerda, trepando hábilmente para escapar del acoso los lobos. Pero no escapó a su líder. Éste subió de un salto a la peña tras la que se había resguardado Dyan y, con un postrer impulso, le alcanzó cuando había trepado una vez y media su altura. Sus colmillos se cerraron alrededor de su pantorrilla derecha como un cepo, tarascaron el cuero de sus botas y la carne de su pierna hasta el hueso. El trampero gritó de dolor y perdió agarre en la cuerda. Yo estaba arriba, halando de ella con todas mis fuerzas, mirando impotente como se debatía.Dyan tiró de su pierna, de la cual colgaba el peso del lobo suspendido en el aire. El lobo vaciló unos instantes, gruñendo con sus fauces cerradas sobre la pierna del trampero, y cayó al fin. Subí a Dyan el último trecho y le tendí una mano cuando alcanzaba penosamente la cima del risco. Le aupé del todo y atendí su herida.Hube de rasgar la pernera de su pantalón y retirarle la bota. Dyan apretaba los dientes, arañando con las manos la tierra. La cruel dentellada había desgarrado los músculos y tendones de su pantorrilla, dejando ensangrentados tasajos de piel; el blanco húmedo del hueso se adivinaba entre la sangre. Me arranqué buena parte del faldón de mi túnica y le vendé la herida para restañarle la hemorragia. Poco más podía hacer.Nuestra situación no podía ser más desesperada. Dyan ya no podía caminar por sí mismo. Estábamos exhaustos, sin alimentos ni una leve idea de que dirección seguir. Me miró con ojos entrecerrados, animándome a que le abandonara. Ignorándole, busqué una rama caída larga y fuerte, la limpié de astillas con el cuchillo y se la tendí, ofreciéndole una mano para levantarse. Él rehusó, enojado, maldiciéndome.Me alejé de él, porfiando por aferrar los últimos restos de resolución que me quedaban. Desde el ancho risco al que habíamos trepado podían verse las lomas y quebradas del bosque. Pendiente abajo había una serie de colinas orladas de pinos, con las cumbres desnudas y nevadas. Cuatro de ellas descollaban del resto, delimitando un extenso valle cubierto por la niebla, tapizada su verde techumbre por el blancor de la nieve.Las cuatro cimas... ¿Serían aquellas, las que había murmurado Sorayad en medio de su visión? No podía saberlo, pero me aferré con todas mis fuerzas a esa esperanza y me acerqué de nuevo a Dyan. Esa vez fui yo el que le animó a continuar. Le ofrecí mi hombro y comenzamos a descender hacia el valle trabajosamente. No discutió mi orden, impresionado con la firmeza de mis palabras. Apretó las mandíbulas para no quejarse de dolor y, apoyándose en mi hombro y en la rama, caminó lentamente junto a mí.El día transcurrió con lentitud. Por cada palmo de terreno que ganábamos hacia el valle parecía transcurrir un año. Dyan perdía fuerzas a cada instante. Su herida sangraba y se abría con el esfuerzo de caminar. No aguantaría mucho más.Cuando descendíamos una ladera pedregosa, dobló la rodilla sana, al borde del agotamiento. Perdí el equilibrio y acabé resbalando. Dyan se aferró a mí y acabamos cayendo los dos pendiente abajo. Rodamos confusamente, magullándonos con las piedras del terreno; me golpeé el hombro, el costado y la pierna derecha mientras trataba de frenar nuestra caída.Nos detuvimos ladera abajo. Quedé aturdido un buen rato. Cuando por fin pude incorporarme, sentía un terrible el dolor en el costado al respirar y el hombro derecho inutilizado. Debía haberme partido varias costillas y la articulación del hombro. Motas negras salpicaban mi visión. Al borde del desmayo, me incorporé palpándome el cuerpo. La sangre corría resbaladiza por mi frente.Dyan estaba a mi lado, sin conocimiento o muerto. Se había golpeado la cabeza con una piedra y sangraba profusamente por una brecha. Me tuve apenas de rodillas, abandoné toda esperanza y me resigné a mi suerte.Fue entonces cuando vi al primero de ellos.Era como si se hubiera materializado de la nada, o como si se hubiera definido, más bien, de la espesura del bosque. Avanzó de entre dos añosos troncos con ágiles zancadas y se plantó frente a mí. El ser era delgado, de una extrema palidez y más bien bajo, como un muchacho. Aunque tenía contextura humana, los miembros y el torso eran mucho más estilizados. El pelo era corto y blanquecino; una amplia frente bajaba hasta unas cejas finas; y sus ojos glaucos y sesgados brillaban con luz propia. Las mejillas hundidas, su afilada nariz y apuntadas orejas como de lobo acentuaban su delgadez. Por ropas llevaba un manto amplio y fino de un color entre el verde obscuro y el ocre, según incidiera en él la luz.Levantó una mano de largos dedos y pronunció unas palabras que no pude comprender. Su voz era suave y aguda, de un registro que alcanzaba a veces notas inaudibles. Viendo cómo no podía hacerse entender, desistió en sus intentos de comunicarse conmigo y, de sus ropas, extrajo un palo corto y agujereado en un extremo. Posando sus labios en él, sopló a modo de flauta, mas sin emitir nota alguna.Sin embargo, un apagado silbido creció en mis oídos hasta ensordecerme y causarme un vivo dolor. Me llevé las manos a las sienes, tambaleante. Las sombras velaron mi conciencia y me desvanecí.6
El período de tiempo que permanecí inconsciente no puedo precisarlo. Desperté después del amanecer, parpadeando al recibir la claridad de la mañana en los ojos. Me incorporé de la yacija de pinocha y helechos donde había dormido y me palpé el cuerpo con incredulidad. Todas mis heridas habían sanado, aunque un leve dolor y mi túnica llena de rasgaduras y sangre me recordaban que no había soñado nada de lo anterior.
Estaba en un claro angosto, cerca de un riachuelo que bajaba entre susurros. El aire, aún frío, se respiraba mucho mejor; una sensación de bienestar arrastró lejos de mí las penurias que había padecido los últimos días, hasta el punto que empecé a dudar de mis recuerdos. Dyan estaba junto a mí, también en un lecho de hojas, profundamente dormido y con buen aspecto. Me aproximé a él y traté de despertarle. No hubo manera: estaba sumido en un apacible letargo, como muerto; el único signo de vida que ofrecía era la sutil oscilación de su pecho al respirar.Entonces, de los árboles fuera del claro, surgieron aquellos fantásticos seres –yaraime, dije para mis adentros–. Eran muchos, todos gráciles, casi etéreos, con cuerpos que ponían en duda su condición material. Se confundían a la perfección con el bosque, y éste con ellos.Nos rodearon, dirigiéndonos miradas de curiosidad y temor a la par. No parecía, a primera vista, que hubiera muchas desigualdades entre ellos coincidentes con las mujeres y niños de su raza. Sin embargo, al fijarse uno con más detalle, se apreciaban las escasas diferencias que había entre los varones y hembras. De ellos se adelantó uno, especialmente enjuto, con aspecto de estar ya en la edad provecta. Portaba una rama nudosa y acabada en punta como báculo, sin que pareciera necesitar su ayuda al caminar. Caminó con lentitud hacia mí mientras me miraba con sus grandes ojos verdes y acuosos, inquietantes y profundos como el mar embravecido. Señalándome con su largo índice, me habló con una voz musical, extraña, que llegó a mis oídos como transportada por el viento y que pude entender perfectamente. Dijo, aproximadamente, esto:–Bienvenido. Has venido; largo tiempo hemos estado esperándote.Tales palabras me dejaron confundido y sin habla; era una bienvenida cordial, sin duda, pero en labios de una criatura imposible, una fábula viva. Y, además, ¿qué quería decir con aquello de que habían estado esperándome?El anciano notó mi tribulación y añadió:–¿No entiendes lo que te digo? La mujer del bosque de nevados cabellos nos hizo llegar un mensaje en sueños, anunciándonos tu venida. ¿No te dio en prenda uno de nuestros amuletos?Asentí despacio mientras sus palabras cobraban sentido. Saqué el amuleto de madera tallada y el anciano sonrió aprobador.–Ahora pareces entender. Habéis tenido mucha suerte de haber sobrevivido a vuestra travesía por el bosque –miré entonces a Dyan, dudoso, y el anciano me tranquilizó sobre su estado–. No temas, se encuentra bien. Ha estado cerca de lo que vosotros llamáis muerte, pero sus heridas sanarán, al igual que las tuyas.Guardé el amuleto bajo mi túnica y me senté en el lecho, cansado.–Reposa. Aún estás débil. Debéis recuperar fuerzas. Pronto... las necesitaréis.Turbado, le pregunté a qué se refería. Él me pidió calma y buscó asiento cerca de mí.–La mayoría de tus preguntas tendrán respuesta a su debido momento. Antes, come algo.Varios de ellos trajeron cuencos de madera, llenos de bayas, raíces y piñones, que devoré como el más exquisito de los manjares hasta quedar ahíto. Bebí de otro cuenco un líquido que parecía y no era agua; una reconfortante calidez me invadió al probarlo, como si tratase de un reparador cordial. Una vez satisfecho, me dirigí de nuevo con una pregunta a mi singular anfitrión.–¿Quién... quiénes sois? –acerté a preguntar, indeciso; él se detuvo un momento y cerró los ojos, meditando su respuesta.Nag-nurui –como se presentó ante mí y como transcribiré en estas líneas de forma aproximada– dejó su báculo a un lado y habló despaciosamente.–Preguntas que quiénes somos... esa misma pregunta podría haceros yo con más razón. Somos –o fuimos otrora– los Degnuri, los hijos de Yarai, la Dama de los Bosques, hija a su vez de Arail, la Madre Tierra. Somos los señores del bosque; antes de que tu raza pisara este mundo, nosotros éramos. Vosotros, los errantes, llegasteis a estas tierras hace varios milenios y os multiplicasteis con increíble rapidez. Abristeis camino y nuevas tierras en nuestros antiguos señoríos, con hachas, con el fuego, y nos obligasteis a retirarnos a lo más profundo de nuestros dominios. Aprendisteis a domeñar la tierra, hiriéndola con dientes de metal, hasta dejarla yerta. Alzasteis poblados de piedra, disputándoos cada palmo de terreno en sangrientas batallas.»Decidimos esperar. Confinados en nuestros sagrados reductos, a los que jamás tuvisteis acceso, aguardamos con la esperanza de que vuestra raza se extinguiera o a que acabarais aniquilándoos mutuamente. Esperamos mucho tiempo... aún lo hacemos. Habéis prosperado y sois cada vez más numerosos. Siempre habéis ignorado nuestra existencia, aunque la sospechabais en vuestras fábulas y leyendas, cuando teníais miedo a lo sobrenatural. Pero, a la luz del día, os reíais del temor que os había atenazado el corazón y volvías a negarnos.»Algunos de vosotros han creído en nuestra existencia. Ellos intuyen que estamos ocultos en el interior de los bosques, aguardando. Intuyen otros mundos ocultos a vuestros ojos, poblados por vuestras pesadillas, leyendas y sueños; saben que no hay sólo una verdad, sino muchas. Donde acaba vuestra verdad y se extingue la luz de vuestra razón, comienza la nuestra.Nag-nurui quedó cabizbajo, perdido en sus recuerdos. Aproveché para preguntarle a qué se había referido con eso de que necesitaríamos fuerzas pronto. Me escuchó atentamente y consideró su respuesta durante un buen rato antes de responderme.–Necesitaréis fuerzas para librar una batalla. La vida de vuestros retoños depende de ella. Y nuestra supervivencia, también, por insólito que resulte.»Aún no te he contado toda nuestra historia. Hay una parte que me gustaría omitir, pues me resulta muy dolorosa de contar, pero no tengo más remedio que hacerlo.»No todos en nuestro pueblo se contentaron con ceder ante vosotros y aguardar. Ellos querían expulsaros de nuestros dominios; no querían dejarse cercar por una raza bisoña y petulante. Sin embargo, nuestra naturaleza era pacífica. Jamás habíamos vertido la sangre de ningún ser vivo. Horrorizados ante tal blasfema proposición, muchos de nuestros antepasados repudiaron a sus belicosos deudos.»Nuestra raza se dividió; aquel cisma acabó por enfrentar a cada bando en una sangrienta lucha. Aquel fue el inicio de las Guerras Fraticidas. La sangre de los Degnuri empapó la tierra. Nuestro pecado enfureció a Yarai, que intervino para frenar la matanza. Nos disgregó y maldijo, retirándonos sus favores, obligándonos a llevar encima tamaño oprobio. Los Degnuri se dividieron en dos pueblos, antes hermanos, ahora mortales enemigos: los Agnuri, Los Arrepentidos, decididos a purgar su crimen... y los Kagnuri, Los Malditos, que renegaron de su madre y adoraron a los Señores de la Tiniebla.»Nosotros somos los descendientes de los Agnuri. Hemos vivido en los bosques desde las Guerras Fratricidas, durante muchas estaciones, tantas como hay en centenares de vuestras fugaces vidas.»Los descendientes de los Kagnuri ocuparon otras tierras en los bosques, odiándonos tanto como a los hombres, mancillando su sagrado origen. Con el tiempo han degenerado y menguado en número, que no en poder. Sus hembras son cada vez menos fecundas y su propia simiente es estéril; son una estirpe maldita, condenada; y lo saben. Los Dioses del Abismo les han concedido poder, pero no les dieron oro a plata.»Habéis rodeado el límite de sus dominios. De haberos internado en ellos jamás hubierais salido con vida. Los Kagnuri son poderosos y su magia les permite vulnerar las leyes de la Madre Tierra. Controlan cada palmo de terreno y tienen ojos en cada piedra y árbol; hasta el viento sopla ominoso en sus predios. Pueden dominar a las bestias del bosque y esclavizar las almas de los desdichados que se atreven a internarse en sus dominios.»Hasta ahora, mi historia debe haberte desorientado, ya que no verás demasiada relación con las desapariciones de vuestros retoños. Por desgracia, existe: los Kagnuri no se resignan a degenerar y desaparecer. Algunas de sus tribus anhelan renovar la sangre de su estirpe y hacerla fuerte de nuevo. Y para ello, mezclarán su sangre con la de los demonios a los que rinden pleitesía. La simiente de sus demoníacos dioses fecundará a sus hembras, y ellos volverán a ser fuertes y fecundos de nuevo.»Necesitan complacer a sus dioses para obtener tal favor. Ellos quieren sangre, sangre pura. La de vuestros retoños. Cuando la Luna llena dance desnuda en el cielo, les ofrendarán la sangre y el alma de vuestras crías. Si logran su propósito, nuestros días estarán contados. El invierno está próximo y pronto habremos de dormir hasta la llegada de la primavera. Pero antes hemos de frustrar las intenciones de los Kagnuri o nuestro fin será cierto. Quizás, de todas formas, no despertemos nunca más.»Escúchame, hombre: aunque tu raza no nos es grata, debemos aliarnos para detenerles. La mujer de ojos azules nos dijo que seríais poderosos aliados. ¿Nos seguiréis hacia la batalla contra los Kagnuri?»No dudé en afirmar, sobrecogido por el tono de Nag-nurui. Complacido, el viejo Agnuri se incorporó y habló por ultima vez.–Sea, entonces. Pronto llegará la Luna del sacrificio. Conduciré a mi pueblo contra sus antiguos hermanos. Las Guerras Fratricidas volverán a librarse.El anciano se marchó del calvero junto a su pueblo y me dejó a solas con Dyan, que seguía sin despertar. El día declinó perezosamente. Más allá del claro, como una mística letanía, llegaban misteriosos cánticos y melodías como de flauta y caramillo, de una belleza sobrecogedora, ultraterrena. Me refresqué con el agua del arroyo, fría y dulce, y me tendí a descansar, reflexionando acerca de todo lo que había visto y oído. Embargado por la plácida calma del lugar y las fantásticas melodías que transportaba la brisa, volví a sumirme en un profundo y reparador sueño.Desperté totalmente restablecido, incluso con un insospechado vigor en mis miembros. Sorprendido, comprobé que tenía vestiduras nuevas, de un corte impecable, y hechas de un tejido muy extraño: era suave y cálido a la vez que resistente. Era una muestra de la cortesía de nuestros anfitriones.Dyan había despertado y se frotaba los ojos, perplejo, mirando ofuscado a su alrededor. Buscó instintivamente su espada y la aferró en su puño, asustado. Le llamé por su nombre para tranquilizarle, acercándole un cuenco lleno con el tonificador líquido, que bebió a grandes sorbos. Se tocó la pierna derecha y la movió con recelo, desconcertado al ver su tobillo incólume. También le habían proporcionado ropas nuevas, que examinó lleno de curiosidad.Traté de explicarle todo lo que había sucedido, mientras le tendía el resto de los cuencos llenos de bayas y raíces. Asentía ceñudo mientras saciaba el hambre, preguntándome a veces los detalles de lo sucedido, pues parecía que parte de sus recuerdos se habían esfumado. Arqueó mucho las cejas cuando llegué a la parte de los Agnuri y mi conversación con Nag-nurui, mas no hizo comentarios, conmovido por la atmósfera del paraje.Los Agnuri volvieron avanzado el día. Nag-nurui les encabezaba. Empuñaban varas aguzadas a modo de azagayas, garrotes y cuchillos de pedernal. Sus pálidas pieles aparecían pintadas con trazos de vivos colores, formando indescifrables símbolos.Dyan se llevó la mano al puño de la espada, asombrado ante la repentina aparición de los Agnuri. Supongo que con la espada en mano, las facciones fruncidas y su mayor corpulencia, les debió parecer mucho más temible a los Agnuri que ellos a él. En efecto, los Agnuri retrocedieron, alarmados; calmé a Dyan y le convencí para que bajara el arma.Nag-nurui se dirigió a nosotros:–Estamos preparados. Hemos de partir antes de que caiga la noche. ¿Aún queréis acompañarnos?Interrogué a Dyan con la mirada. Él asintió despacio y nos unimos a la cabeza de los Agnuri, junto a Nag-nurui. Eran muchos, cientos, pero nada podía oírse salvo nuestros torpes pasos.7
Caminábamos en silencio, apretando nerviosos nuestras armas. A cada paso que dábamos, el terreno se hacía más abrupto y escarpado. Una niebla reptaba hasta mis rodillas, tan espesa que se hubiera podido palpar. La luz del Sol apenas traspasaba los copudos pinos. Pronto llegaría la noche. Al internarnos cada vez más en el bosque maldito, los árboles aparecían más siniestros, sus troncos negros y retorcidos.
Frente a nosotros surgieron de la niebla altas estacas enclavadas en la tierra, desde las que nos saludaron amarillentos cráneos; muchos eran de hombres, pero había otros más estilizados y pequeños que identifiqué como de Agnuri. Los Kagnuri nos daban la bienvenida a sus dominios. Nag-nurui maldijo en su lengua y acalló los lamentos que profería su pueblo. Dyan derribó furioso de una patada una de las macabras estacas. Los Agnuri le imitaron y pronto todos los demás postes acabaron abatidos.Nag-nurui ordenó reanudar la marcha. El Sol se había puesto en un sangriento atardecer y las sombras se hacían cada vez más intensas. Pronto la Luna llena, la Luna del sacrificio, brillaría maldita en el cielo. De súbito, Nag-nurui nos detuvo con un alzar de su mano y permaneció en silencio. Nos habíamos detenido a pocos pasos de un árbol apartado de los demás, especialmente deforme y grueso, cuyas recias raíces se hundían en suelo como negras serpientes. Nag-nurui palideció y gritó una advertencia. Llegó tarde.Un Agnuri gritó aterrorizado. Algo obscuro y sinuoso surgió inopinadamente de la tierra y le envolvió en un brutal abrazo. El Agnuri boqueó, expectoró sangre a borbotones; sus costillas cedieron, reventaron sus pulmones y su columna vertebral se quebró con un chasquido antes de que pudiéramos reaccionar.Dyan retrocedió, desenfundó la espada y soltó un denuesto. Entonces comprendí con pavor lo que había atacado al Agnuri. Inconcebiblemente, una raíz del árbol, dotada de movimiento e inteligencia propia, había surgido de la tierra para atrapar y asesinar al Agnuri. La raíz le soltó y reptó hacia nosotros. En breves instantes brotaron de la tierra como tentáculos más raíces del árbol negro, buscándonos. Los Agnuri chillaron espantados y trataron de escapar.Una de las raíces se abalanzó sobre el tobillo de Dyan y le derribó de un enérgico tirón. Otra de aquellas raíces se enroscó en mi brazo izquierdo; tenía un tacto repulsivo, áspero y húmedo como la lengua de una bestia. Su terrible fuerza amenazó con partirme el brazo; saqué mi cuchillo y le lancé cuchilladas hasta segarla. Aun así, la parte cortada siguió retorciéndome el brazo. Asqueado, me libré de ella y la arrojé lejos de mí.La tierra vomitaba en increíble número aquellas raíces, guiadas por una ignota y maligna inteligencia. Muchos Agnuri cayeron a merced de ellas y se debatieron inútilmente mientras las raíces los aplastaban y estrangulaban sin misericordia.De un tajo de espada, Dyan liberó su tobillo e hizo frente a tres más. Una raíz le aferró por la cintura, otra por el muslo y la tercera cayó cortada en dos antes de acercarse a su brazo diestro. Dos raíces envolvieron mis brazos y cuello, ávidas de muerte. Blandí el cuchillo con la mano libre y logré cercenarlas, aunque pronto acudieron otras a sustituir las que cortaba.El Agnuri que estaba a mi derecha fue apresado por cuatro raíces y despedazado delante de mis ojos. Una lluvia de su sangre clara me salpicó las ropas cuando le desgajaron los miembros del cuerpo. Espalda contra espalda, Dyan y yo nos defendimos de las raíces. Éstas se abalanzaban desde todos lados con sordos siseos, tejiendo una inextricable y obscura maraña de muerte. Dos raíces tentaron mi cuello, aferrándolo como una mano muerta; corté una de ellas, mas otra raíz me sujetó la diestra y detuvo mi brazo. Dyan trató de liberarme, pero en ese momento una raíz le aferró el cuello, izándole como si pretendiera ahorcarle. Me debatí con la mano libre y traté de quitarme las raíces del cuello y el brazo, hasta que dos más me aferraron el brazo izquierdo y el torso, constriñéndome en un fortísimo abrazo que me dejó sin aliento. Dyan pugnaba por zafarse mediante torpes tajos a la raíz que le alzaba por el cuello. Sus movimientos eran cada vez más lentos; tenía las facciones lívidas, con los músculos del cuello tensos y las venas palpitando, a punto de estallar.Era inútil luchar contra aquel engendro. Por cada raíz cortada surgían al menos tres para substituirlas. Los Agnuri sucumbían entre gemidos, pues poco podían hacer sus romas armas contra ellas. En medio de los Agnuri vi a Nag-nurui caminando hacia el árbol con los ojos cerrados, ajeno a la matanza de sus guerreros. Las raíces le ignoraban e incluso rehuían. Cuando estaba a punto de morir asfixiado, con la sangre atronando en mis sienes, vi a Nag-nurui llegar hasta el árbol, murmurando un sortilegio.Posó su mano en el tronco, apretó con fuerza los dedos contra la madera y finalizó su hechizo. Se escuchó un recio quejido, como el crujido de la madera seca al partirse y, súbitamente, las raíces detuvieron todo movimiento y volvieron a enterrarse rápidamente, como tocadas por el fuego.Dyan cayó de bruces. Respiré con alivio, incorporándome algo mareado, y le ayudé a levantarse.Nag-nurui se volvió a sus guerreros, indicándoles que había cesado el peligro. Habían sucumbido al menos veinte de ellos, rotos alrededor del árbol, dispersos en la tierra húmeda, revuelta y maloliente.–Una muestra de la terrible magia de los Kagnuri –dijo Nag-nurui, mirando con tristeza al árbol–. En su locura no dudan en torturar y maldecir a sus hermanos del bosque, con tal de conseguir sus propósitos. Pero no lograrán vencer mi magia tan fácilmente. Hemos de seguir: la ceremonia dará comienzo pronto.Seguimos nuestro camino, apretando el paso. La luna, prendida en el firmamento obscuro y desnudo de nubes como un argénteo disco, refulgía ya con fuerza. Difusos cánticos y el rumor de voces toscas, inhumanas, llegó a nuestros oídos, creciendo de tono al acercarnos.La ceremonia había comenzado.Llegamos a un claro que coronaba la pendiente, desnudo de pinos. Y en él vimos a los Kagnuri; eran la sombra de los Agnuri: anchos, desgarbados, membrudos, con la tez cetrina, facciones toscas y bestiales y los ojos del color de la hiel. Se arracimaban postrados en el suelo, con sus lanzas y mazas cerca, en corro alrededor de un macabro altar. Una silueta envuelta en ropajes obscuros oficiaba la ceremonia acompañada de otras tres; empuñaba un largo y corvo cuchillo de hoja negra y aún limpia de sangre. Cerca, maniatados con cuerdas, distinguimos a varios niños de la aldea, lívidos y mudos de espanto. Próximas al altar había varias aspas de madera hincadas en el suelo, donde permanecían las hembras Kagnuri, atadas por las muñecas y tobillos, dispuestas para recibir la simiente demoníaca.Los Kagnuri percibieron nuestra llegada. Nag-nurui llamó al sacerdote de ropajes negros, como retándole. Éste volvió con ira sus amarillentos ojos hacia él y blandió su cuchillo negro en nuestra dirección. A su orden, los Kagnuri nos acometieron frenéticamente y los Agnuri se lanzaron contra ellos. La lucha dio comienzo.La impresión que había tenido de fragilidad acerca de los Agnuri desapareció: hundían sus lanzas de madera y golpeaban con sus mazas y cuchillos con insospechada energía. Sus antagonistas eran inferiores en número, aunque más poderosos.Dyan cargó contra los Kagnuri bramando de furia, cortó en dos a uno de un mandoble y decapitó al otro de un rápido revés. Las lanzas Kagnuri le pasaban cerca, pero él hurtaba el cuerpo y contraatacaba salvajemente. La sangre negruzca y fétida de los Kagnuri empapó pronto sus ropas. Me abalancé sobre uno de ellos, a la zaga de Dyan. No sabía manejar bien el arma, mas una extraordinaria fuerza llenaba mi cuerpo. El Kagnuri me tiró un lanzazo al torso que resbaló por mis costillas y rasguñó la piel de mi costado. Sin percatarme de la herida, respondí enfurecido con mi arma, le alcancé en el rostro y se lo rajé del pómulo a la barbilla. El Kagnuri gimió de dolor y retrocedió; de una segunda cuchillada le destrocé el codo y le obligué a soltar la lanza; tres puñaladas más acabaron con él. Entretanto, Dyan hundía una estocada en el cuello de su nuevo adversario. No muy lejos de él, Nag-nurui se encontraba rodeado de sus fieles, abatiendo a los enemigos de su pueblo con facilidad: a cada golpe de su bastón, un Kagnuri caía como fulminado por el rayo.Alrededor de nosotros los Kagnuri y Agnuri se mataban entre sí. Los caídos eran rematados sin miramientos nada más tocar el suelo; ayes, gruñidos y lamentos se mezclaban en estruendosa cacofonía. Aquí y allá, las azagayas hendían gargantas y pechos, terribles mazazos reventaban cráneos y partían huesos con espeluznantes crujidos. La sangre liviana y clara de los Agnuri se mezclaba con la obscura y ponzoñosa de los Kagnuri, anegando la tierra. Nag-nurui gritaba para enardecer a sus guerreros, aniquilando con su bastón sagrado a los que le hacían frente; media docena de guerreros Agnuri le protegían de los lanzazos enemigos, llegando a interponerse muchas veces entre las armas Kagnuri y su líder. Nos hizo una señal para que le siguiéramos junto a su escolta de esforzados Agnuri y pugnamos por abrirnos paso hacia el ara en la confusión de la liza; Dyan abatía su espada sin cesar, con las mandíbulas prietas y las facciones bañadas de sangre, poseído por un furor asesino: repartía temibles tajos y reveses, cercenaba brazos y piernas, segaba cuellos, tajaba torsos y vientres sin retroceder ante el ímpetu de sus enemigos ni acusar las heridas que le infligían sus lanzas. Su espada abrió pavorosos huecos en las filas Kagnuri. A su lado, yo hacía por imitarle y, aunque mi brazo fuera menos diestro y poderoso, di cuenta también de muchos Kagnuri y sufrí a su vez muchas heridas. Sin embargo, la suerte parecía sonreírme y ninguna de ellas resultó grave.El altar estaba cada vez más cerca. Los Kagnuri se replegaban hacia él, temerosos, defendiéndolo desesperadamente. Muchos de ellos habían caído, aunque no menos Agnuri lo habían hecho también en aquella matanza.El cántico de la ceremonia que oficiaba el sacerdote de la tribu y sus acompañantes ganó en intensidad. El sacerdote se acercó a uno de los niños atados, esgrimiendo su cuchillo. Uno de sus asistentes sostenía un cuenco. Otro agarraba con sus sucias garras al niño por detrás, sujetándole con fuerza.Dyan cortó en dos la lanza de uno de los Kagnuri que le acometían y destrozó su feral rostro de un tremendo mandoble. De una afortunada arremetida le corté el cuello a otro de ellos. Un Kagnuri le hincó su azagaya a Dyan en el hombro izquierdo; su punta se desvió al dar con el hueso y salió ensangrentada por detrás del hombro. Dyan ahogó un quejido, agarró la azagaya y contraatacó con un tajo al cuello del Kagnuri. Un chorro de sangre negruzca y hedionda surgió de su garganta. Partiendo la azagaya, Dyan se arrancó la punta de madera con desdén. Estábamos cerca. Muy cerca.El primero de los niños murió degollado. Su sangre llenó el cuenco y se derramó en el seno del ara.Dyan y yo gritamos de rabia y condenamos el destino por su crueldad. Dyan clamó venganza, cargó contra los Kagnuri con redoblada furia. La ceremonia proseguía, ajena a la encarnizada lucha que ocurría cerca de ella. La Luna llena iluminaba el claro y dejaba ver el ara con claridad, un tocón negro y podrido dentro de un círculo trazado en la tierra.Un segundo y tercer niño siguieron al primero. Dos cuencos se llenaron con su sangre inocente.Los cadáveres de los Kagnuri se apilaban en torno al círculo y su sangre nos hacía resbalar. Ya pocos restaban para enfrentarnos, pero seguían ofreciendo denodada resistencia, decididos a no ceder hasta que el último de ellos sucumbiera.El cuarto de los desdichados niños siguió al tercero. Y así murió el quinto, y el sexto.Menos de quince pasos quedaban hasta el círculo. Nag-nurui alentó a sus guerreros a no desfallecer. Los Kagnuri formaron una pequeña hilera en torno al círculo, el último reducto de sus fuerzas, para morir matando.El séptimo y octavo niño murieron entre sollozos. El ara relucía de brillante rojo.Sólo dos Kagnuri se interponían en nuestro camino hacia el altar. Dyan trabó lucha con el primero, esparció sus entrañas de un tajo poco después; el segundo me asestó un mazazo que alcanzó sesgado mi cabeza y me arrancó un trozo de cuero cabelludo: la sangre manó en abundancia, bajó por mis sienes y resbaló cálida por mi cuello. Airado, le acuchillé el hombro del arma y le dejé sin fuerzas para asirla. Trató de retroceder ante mis ataques, tropezó con el cadáver de uno de los suyos y cayó de espaldas, gimiendo y cubriéndose la cabeza patéticamente con las manos. Arremetí contra él, le acuchillé las manos y le cercené varios dedos hasta que dejó de defenderse y pude atravesarle el cuello.El noveno niño fue degollado. Era el último. El ara estaba ahíta de sangre.Habíamos fracasado. Una sensación de terrible impotencia me embargó, hasta tal punto que creí que las fuerzas me abandonarían. El viento comenzó a soplar y agitó las ramas de los árboles fuera del claro, arreció iracundo, clamó con voz hueca. El cántico elevó su tono y cadencia. Luego, cesó.La ceremonia había culminado. Un grito de triunfante alegría nació en las gargantas de los Kagnuri que se tenían en pie. Los Agnuri, hasta Nag-nurui, dudaron, cesando en su ataque.Entonces llegó el horror, y cobró forma. La ceremonia había sido un éxito: un demonio acudió a la llamada de la sangre. Una niebla obscura surgida de ningún sitio se arremolinó cerca del altar. De ella se recortó una figura espantosa, alta como dos hombres, una terrible pesadilla jamás soñada por hombre alguno. Su piel obscura como la más obscura de las noches hedía a carne descompuesta; de ella emergían largas espinas negras y erupciones de pútridos humores. Los miembros largos y poderosos acababan en garras como cuchillas. Tres ojos como brasas refulgían en su testa, bajo una triple cornamenta; de sus fauces, rojiza hendidura, surgían colmillos filosos como espadas y brotaba un aliento ponzoñoso. Parecía confuso tras su largo viaje desde el Averno. Rugió con voz demencial, como esperando una orden.Los participantes de la batalla callaban espantados desde la llegada del demonio. Hasta el mismo sacerdote Kagnuri y sus ayudantes estaban pasmados con su aparición, aunque el sacerdote se recuperó con rapidez del estupor y se dirigió al demonio con voz autoritaria. Intentaba sojuzgarle con sus hechizos.Nag-nurui se liberó del pavor que infundía el demonio y avanzó valerosamente hacia el círculo, aprovechando que los Kagnuri estaban paralizados. Vencí mi propio miedo y fui tras Nag-nurui hacia el ara, junto a dos Agnuri que, como yo, se habían sobrepuesto al pavor.Los cuatro ayudantes del sacerdote se volvieron sobresaltados y nos hicieron frente. Nag-nurui atravesó el pecho con su bastón al que se acercó y arremetió contra el sacerdote Kagnuri. Éste renegó, interrumpiendo el hechizo con el que trataba de dominar al demonio y encarando a Nag-nurui. A su tallado bastón enfrentó su negro cuchillo. Uno de los ayudantes del sacerdote me acometió torpemente con su cuchillo de pedernal y erró por mucho. De una cuchillada le destrocé la mano del arma y con una segunda le corté la garganta. Los Agnuri que me siguieron contendían aún con sus adversarios. El primero mató pronto al suyo de un lanzazo al pecho y me siguió; el otro estaba trabado en el suelo con el Kagnuri, ambos apuñalándose confusa y frenéticamente. Nag-nurui se estaba llevando la peor parte de la pelea contra el sacerdote. El cuchillo de éste había entrado en su cuerpo varias veces y ya flaqueaban sus fuerzas; apenas podía tenerse en pie y sólo podía defenderse débilmente de sus ataques.Cargamos contra el sacerdote, cada uno por un flanco. Él nos miró con odio, pronunció una sola sílaba con extraña inflexión y luego siguió acosando a Nag-nurui mientras evitaba sus torpes acometidas con el bastón como si encarnaran la muerte misma.De pronto noté cómo se envaraban mis piernas y me era imposible seguir avanzando. El Agnuri que estaba a mi lado soltó su lanza y gritó de angustia; sus miembros comenzaron a combarse entre convulsiones. Me detuve, rígido. Mis músculos se tensaron dolorosamente; una opresión subió hasta mi cabeza y me paralizó. Desesperado, luché por sobreponerme al hechizo. El Agnuri contrajo sus dedos y echó atrás la cabeza entre estremecedores chasquidos y astillar de huesos. Su piel se tornó de color pardo, áspera como la madera, se resquebrajó y, antes de morir, un ahogado borboteo surgió de su pecho.Entretanto, Nag-nurui apelaba a sus últimas fuerzas para rechazar al sacerdote. Finalmente, hincó una rodilla, a punto de desfallecer. Aquella visión me dio fuerzas y pugné por moverme, concentrando toda mi energía y voluntad en vencer el agarrotamiento que me detenía.El sacerdote Kagnuri me vio caminar hacia él, con una mueca de odio en mi rostro, asiendo el cuchillo entre mis dedos crispados. Dejó al desfalleciente Nag-nurui y se volvió para enfrentarme, lanzándose contra mí para apuñalarme. Eludí su cuchillo y cerré contra él; me agaché acuchillándole las piernas. La hoja de mi cuchillo tajó su rodilla; el sacerdote aulló, tambaleándose, intentó recular, pero se detuvo justo al borde del círculo, temeroso de traspasar sus límites. Alzó su cuchillo, temblando y mascullando. Le asesté una cuchillada en la muñeca y dejó caer su arma. Inerme, cayó de rodillas. Le hundí mi acero en el vientre dos veces. Dejó escapar un jadeo y reptó tratando de evitarme. Enterré mi cuchillo en su rostro, en uno de sus ojos, hasta atravesarle el cráneo de parte a parte.Me arrodillé ante Nag-nurui. Su cuerpo maltrecho y acuchillado perdía la vida por muchas heridas. Al verme, trató de levantar la cabeza y decirme algo con un débil hilo de voz, aunque sólo pude oír incomprensibles susurros. En un postrer esfuerzo me tendió su bastón, indicándome que lo cogiera. Contempló aliviado cómo lo tomaba de sus manos y luego el fulgor de sus ojos se apagó. Sentí un tacto estremecedor al tomar el bastón de Nag-nurui. Parecía imbuido de inteligencia propia, animado por una magia más antigua que el hombre.Y, de pronto, me sobresaltó el iracundo tronar del demonio. Libre del influjo que ejercía el hechizo del sacerdote Kagnuri, libres sus sentidos del desconcierto, se irguió en toda su estatura y poder y extendió sus obscuros miembros. Tronó de nuevo con furia y tornó sus ardientes ojos hacia las hembras Kagnuri atadas a las aspas de madera. Éstas chillaron histéricamente. El demonio agarró a una de ellas arrancándola brutalmente de la estaca, la despedazó entre sus fauces y bebió ávido su sangre. Acabó con todas ellas, sin fecundar a ninguna. Cedió antes a su sed de sangre y almas que a los apetitos carnales.Supe que estaba a salvo dentro del círculo. De hecho, el demonio me ignoró, dirigiéndose hacia los estupefactos Kagnuri y Agnuri que lo contemplaban. Dyan estaba entre ellos, también como petrificado. El demonio se abalanzó con imposible velocidad hacia ellos, abatió sus garras, desgarró en sangrientos jirones a todo aquel –Kagnuri o Agnuri– que hallara a su paso, sin que ninguno opusiera resistencia, paralizados por el miedo como estaban.Sin embargo, Dyan se sobrepuso al pavor. Agarró con ambas manos su espada y llamó al demonio. Algunos Agnuri y Kagnuri, ante su valiente ejemplo, vencieron también su miedo y enfrentaron junto a él al demonio. Irónicamente, ahora luchaban juntos contra un enemigo común, después de siglos de desunión. El demonio se volvió hacia ellos, divertido tal vez. Sus obscuras zarpas hicieron ensangrentados despojos de los que le arrostraban. Las lanzas y mazas se rompían contra su carne como si ésta fuera acero o roca. El último de los Kagnuri sucumbió ante el demonio. Y con él, supuse, lo hizo su degenerada raza.Dyan atacó al demonio; descargó un mandoble contra su lomo que rebotó en su coriácea piel como lluvia sobre un tejado y evitó apenas un rápido contraataque de sus zarpas, que le abrieron rojas líneas en el rostro, del pómulo a la ceja. Gritó de rabia y volvió a la carga. Su espada bajaba incesante, golpeando al demonio sin que éste acusara herida alguna. Los rápidos reflejos de Dyan le salvaron la vida muchas veces, evitando así las mortales dentelladas y el arco mortal de las garras del demonio. Pero su suerte no duró eternamente.Uno de los zarpazos le alcanzó sesgado en el torso, despidiéndole varios pasos atrás del fuerte golpe. El demonio le creyó muerto y se enfrentó de nuevo a los últimos guerreros Agnuri.Dyan se incorporó aturdido, apoyándose sobre su espada. Trató de ponerse en pie; le fallaron las fuerzas.Los mermados Agnuri se tenían frente al demonio, intentando resistir. El demonio segaba sus vidas, imparable, guadaña cortando la mies.Dyan logró tenerse en pie trabajosamente. Aprovechó que el demonio le daba la espalda y volvió a arremeter contra él a la carrera. Encogió su cuerpo, recurrió a todas sus fuerzas y saltó con la espada en alto, bajándola en un formidable hendiente contra el espinazo del demonio que aunó todo su peso y el impulso del salto en el golpe. Se escuchó un fortísimo resonar, un metálico quejido. La espada se quebró en mil pedazos contra la dura osamenta del demonio y éste vaciló por un instante, volviéndose como sorprendido. Eso fue todo...Dyan reculó, contemplando atónito los restos de su espada, que aún asía por el puño. El demonio le alcanzó con un zarpazo en el pecho y lo arrojó por los aires; cayó con un golpe sordo cuatro pasos atrás, herido o muerto.No podía quedarme dentro del círculo sin hacer nada un solo instante más. Buscando la muerte, traspasé el círculo y levanté el bastón por encima de mi cabeza. “¡Aquí, demonio! ¡Ven!” le increpé. Mi brusca aparición le hizo volverse, sorprendido. El demonio me atravesó con su ardiente mirada. Sentí cómo me vacilaba el ánimo, cómo el pavor trataba de hacerme sucumbir y paralizarme, mas no sucumbí. En mi diestra, el bastón sagrado de Nag-nurui parecía vibrar con vida propia.Grité de rabia y enarbolé el bastón; guiado por un extraño impulso, atrasé mi brazo diestro y, con todas mis fuerzas, arrojé como una jabalina el bastón. Como flecha o saeta éste voló raudo y se hundió en el pecho del demonio con tal violencia que la punta salió por la espalda. La madera sagrada había atravesado lo que el acero no había podido ni tan sólo mellar.El demonio observó con sorpresa el bastón hincado en su pecho. Aulló de dolor y rabia con vozarrón demencial, un alarido vesánico que subió de tono hasta extinguirse de súbito. El bastón brilló con luz dorada y el negro corpachón del demonio estalló en furiosas llamas hasta quedar calcinado en un breve pestañeo. Con un sordo repicar, el bastón cayó al suelo y rodó varios pasos, humeante.Un viento frío y repentino esparció las cenizas y se fue tal como vino, dejando una calma grotesca. Todo en el claro aparecía manchado de sangre, bien Kagnuri o Agnuri. Junto al altar había charcos de rojo junto a los cuerpecitos de los niños, que por fin tenían descanso a todos los horrores que habrían padecido. Sólo eran algunos de los desaparecidos. El destino que habían sufrido el resto era tan terrible como inequívoco.Me acerqué a Dyan. Trataba de incorporarse entre convulsiones. Las garras del demonio habían hecho un surco sanguinolento desde su hombro derecho a la cadera contraria. La vida le abandonaba presurosa. Respiró fatigosamente y entrecerró los ojos. Esperaba la muerte.Una sensación de impotencia y futilidad me embargó. Sentí cómo me fallaban las fuerzas y, exhausto, me dejé caer de rodillas. Los Agnuri supervivientes eran pocos. Quizás eran los últimos de su raza. No sabría decirlo.Mi visión se hizo borrosa y perdí el conocimiento.8
Después de todo aquello despertamos en mitad del bosque Dyan y yo, desorientados. La nieve cubría el firme y las copas de los árboles, difuminaba el estrecho sendero que seguía al frente. No teníamos herida alguna: nada, ni un solo rasguño. Vestíamos ropas parecidas a las que llevábamos antes de entrar en el bosque. No teníamos armas ni otras pertenencias excepto lo que llevábamos encima. Aún tenía el colgante de madera.
En el cielo borrascoso y gris se barruntaba una tormenta. Nos levantamos anquilosados, como quien lo hace tras un largo sueño, y cruzamos nuestras miradas. Ninguno profirió palabra. Simplemente seguimos en silencio el poco perfilado sendero, apesadumbrados.El sendero murió en uno de los caminos que llevaban hacia Derevin. Antes de dejar atrás las espesas frondas de Vrosnar, volví la vista por un instante, para regresarla después rápidamente. Me hubiera sido imposible volver un solo paso hacia atrás, hacia el bosque, hacia las pesadillas que dudaba haber presenciado.Llegamos a Derevin. El Sol declinaba en el cielo, apenas visible entre los jirones de nubes. Las casas del pueblo estaban sombrías, los tejados inclinados cubiertos de nieve, las contraventanas cerradas. Las calles estaban vacías y obscuras. Acerté a ver luz en la taberna. Cuando me dirigía a ella, vi en el centro del pueblo tres estacas de madera ennegrecidas.Fui cobrando lentamente conciencia de su significado. Dyan permaneció en silencio, sin entender en apariencia. Llegué hasta las estacas ennegrecidas. Debajo de cada poste, impregnando la madera, se veía una amalgama de sebo derretido y carbonizados huesos que delataba el destino de Sorayad y los otros dos infelices a los que habían arrastrado también a la muerte.Apreté los puños y maldije a Adaras, maldije a la Sagrada Orden, maldije el nombre de Myslar. Sí, oídme, maldije y maldigo aún ahora el nombre de Myslar, Aquel que no conoce piedad. Desde aquel día todo lo que había aprendido en mis años de sacerdocio sonó en mis mientes como una obscena mentira. Las enseñanzas que había recibido, la doctrina del culto, la pretensión de la Sagrada Orden... la verdad que se arroga y de la que tan lejos está. La verdad, dama esquiva y cruel, que gusta de vestir muchos atuendos.Regresé junto a Dyan, tembloroso. El trampero me observó como si estuviera enfermo, hasta con cierto disgusto. Le increpé con mi mirada a que me dijera algo y, sin decirme nada, me volvió la espalda y se marchó sin despedirse. Le observé irse en silencio, desconcertado, y entré en la taberna.Ark, el tabernero, caldeaba sus huesos junto al hogar en una mecedora. Se sobresaltó mucho al oír la puerta abrirse y con el resonar de mis pasos sobre el suelo de tablas de la taberna, y más aún cuando reconoció mi rostro. Se incorporó bruscamente de su asiento, murmurando una plegaria y temblando violentamente.–Se... señor... Habéis vuelto.Me dejé caer en un taburete, sintiéndome terriblemente agotado. Ark se frotó las manos, indeciso, y volvió a dirigirme la palabra, preguntándome si me encontraba bien. Le dije que sí y le pedí que me contara lo que había ocurrido en mi ausencia.–Hace casi un mes que vuestro superior dejó Derevin –dijo–. Desde entonces os han creído muerto, junto a muchos que se perdieron en el bosque aquella malhadada noche, la misma en la que desapareció Edna.Estuve a punto de caerme de mi asiento al sopesar sus palabras. ¿Un mes? No era posible... ¿cómo podía haber pasado tanto tiempo? El invierno estaba muy avanzado y aquel hombre parecía sincero. ¿Así que mi breve estancia en el bosque fue en realidad de un mes? Sin embargo, mi barba no había crecido tanto ni había sufrido las consecuencias de tan larga carestía de alimentos. La cabeza me dio vueltas y vacilé en mi asiento.El tabernero me ayudó a acomodarme en la mecedora, junto al fuego. Me trajo algunas viandas y un cuartillo de agrio licor de frutos que reservaba para las noches frías. Poco a poco fui serenándome y tomé conciencia de todos los sucesos. Ark sonrió afable al ver cómo me restablecía y esperó ansioso a que le diera alguna explicación.–¿Y esos postes carbonizados? –le pregunté de repente–. Decidme, ¿qué ha sucedido mientras estuve en el bosque?–Vuestro maestro os dio por muerto cuando las partidas de búsqueda regresaron tras fracasar. Como ya os he dicho, algunas no regresaron jamás. Los lobos, quizá, explicó el condestable. Adaras acusó a Sorayad de brujería y a dos aldeanos más como sus cómplices. Los quemaron vivos cuatro días después. Luego se marchó a Timish. Me alegro de que lo hiciera, era un hombre sombrío y terrible donde los hubiera –el tabernero me miró preocupado–. Veo un brillo extraño en vuestros ojos. ¿No tendréis fiebre?–Descuida... me encuentro bien. He de volver a Timish, al templo.–Vuestro caballo aún está en mis cuadras. Nadie me lo reclamó, así que me quedé con él, pero es vuestro. Tomadlo si queréis. Pero oídme: nieva y la noche es cruda. Pasad aquí la noche y partid mañana mismo con las primeras luces.Asentí en silencio y me abismé en el fuego del hogar, dejando volar mis pensamientos. Cuando el sueño me reclamó, agradecí de corazón la hospitalidad del tabernero y le seguí hasta una de las habitaciones para huéspedes. Dormí toda la noche profundamente.A la mañana siguiente fui a las cuadras. Mi caballo me reconoció con alborozo. Le ensillé y monté en él; tras agradecer de nuevo las atenciones de Ark, cabalgué hacia Timish.Obscurecía cuando llegué a la ciudad. Crucé las calles obscuras llenas de nieve hasta el pie del Templo Mayor. Hube de dar muchas aclaraciones al patriarca para explicar dónde había estado todo ese tiempo. Me las arreglé para que creyera que había vagado varios días en el bosque, amnésico, hasta que un aldeano me encontró y llevó a Derevin, donde estuve recuperándome. No era una explicación muy creíble, pero bastó.Mi principal interés era encontrarme con Adaras. No sabía que haría al verle, pero no dudaba que se iba a sorprender mucho al verme.Mas, para mi frustración, Adaras había partido hacia Dudnica, de dónde era oriundo. La Sagrada Orden estaba satisfecha de cómo había resuelto el caso de Derevin y habían requerido sus dotes en aquellos predios. Tal vez allí lograría reparar definitivamente su perdida reputación. Resignado, volví a la rutina acostumbrada del templo y seguí con mis estudios, aunque nada volvió a ser igual para mí.9
Ésta es la parte final de mi historia. Pasaron muchos años hasta que volví a ver a Adaras. Entretanto me convertí, para mi vergüenza, en un Alto Inquisidor de gran fama, a imagen de mi abyecto maestro. Ejercí mi oficio con metódica crueldad y eficacia, sin fe ni creencias. Busqué poder y no hallé consuelo. Únicamente conseguí ser un hombre solitario, temido y odiado.
Muchos años, repito, pasaron antes de que volviera a vérmelas con Adaras. Y, esta vez, yo era el Alto Inquisidor y él tan sólo un sacerdote del culto caído en desgracia, víctima de sus propias mezquindades. Se le había acusado de hereje, de hechicero, libertino y hasta de sodomita. Las acusaciones más injuriosas, muchas de las que él mismo había vertido contra otros de la orden o seglares, se volvieron en su contra. Todo el odio y la iniquidad que había desperdigado volvieron a él.Fui a visitarle a la celda donde le tenían preso, una similar a ésta misma donde me encuentro ahora. Adaras no me reconoció al verme. Había pasado mucho tiempo. Estaba viejo, corcovado y macilento. Se sentaba en su catre, con la mirada vidriosa perdida en algún rincón de la celda.Dejé la antorcha en un tedero del muro y me acerqué a él. Le habían aherrojado de pies y manos. Con voz firme, le llamé por su nombre. Adaras levantó la cabeza mecánicamente. Me miró extrañado, recordándome. Volví a llamarle y le dije quién era.Él abrió mucho los ojos y retrocedió contra la pared, asustado. Fuertes temblores sacudieron sus viejos huesos. Creí que desfallecería. Me aproximé más a él. Trató de acurrucarse en el catre, como si mi contacto supusiera la muerte. Le susurré al oído que sabía cómo había perdido a Sorayad, con la treta burda de los huesos enterrados. También cuánto le había odiado durante años. Y que me aseguraría en persona de que le quemarían en la hoguera, lentamente, sin posibilidad de evitar el suplicio retractándose.Adaras me miró espantado. Gruesas lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas fláccidas y descoloridas. El renombrado Alto Inquisidor le tenía un pánico atroz a la muerte y el sufrimiento que con tanta prolijidad había causado a otros. Retrocedí un par de pasos y contemplé cómo lloraba en silencio. Era un viejo miserable, digno de lástima. Asqueado, recogí mi antorcha y dejé su celda.Como le prometí, yo mismo cursé su proceso, los interrogatorios y la recopilación de pruebas y ejercí magistralmente mi deleznable oficio hasta conseguir su perdición. Le vi arder en la hoguera hasta que la piel y la carne se desprendieron de sus huesos y de él sólo quedaron pavesas.Fue curioso... creí que tras acabar con Adaras contentaría todas mis ansias, pero fue todo lo contrario. Hastiado, ahíto de falsedad, dejé mi cargo como Alto Inquisidor y me retiré a este remoto templo de Sabilkar. Y desde entonces he permanecido aquí como bibliotecario, buscando consuelo en los libros a mi cargo, en legajos, códices y manuscritos de antaño, en los proscriptos filósofos y pensadores extranjeros, atesorando cada libro y devorándolos con sumo placer. Ahora, en las postrimerías de mi vida, se me acusa de perjuro, de confundir a los novicios a los que imparto saberes, de difundir mentiras, de traicionar a la Sagrada Orden. Queréis una confesión. Que admita mi culpa.¡Nunca! Jamás la obtendréis. En estas páginas que crujen en mi mano tenéis el relato de cómo repudié la fe. De cómo renegué del nombre de Myslar, vuestro maldito dios. Vosotros, que prometéis a los novicios el conocimiento sublime, la verdad de los Siete Secretos y el Sumo Destino, negáis todo lo que se escapa de vuestro entendimiento. Les susurráis al oído falsedades, tratáis de aterrar al pueblo para que viva temeroso de vuestro dios, con el corazón oprimido, la cabeza gacha. Yo les hablé a mis alumnos de los Viejos Dioses, de las leyendas de antaño. Sí, de todo aquello que niega vuestra fe. Les dejé acceder a libros prohibidos, les hice ver cuan escurridiza es la verdad que os atribuís, y que la vida es un sueño cambiante capaz de dejarnos confusos y perplejos en un fugaz parpadeo. Todavía, pese a los años que han pasado, recuerdo el soplido del viento en los árboles, la voz cascada de Sorayad y a los Señores del Bosque, el Pueblo Oculto. Tan vívidos...Escucho pasos lejanos en el corredor de piedra. Ya vienen. Me apresarán y atormentarán. Puede que, si me retracto y pido clemencia, me otorguen una muerte piadosa. Pero no lo haré. Habré de sufrir las consecuencias, mas la muerte ya no asusta a este pobre viejo. Será un bálsamo, la redención final... Quizás ésa sea la única de las verdades que no pongo en duda. La Muerte. La Muerte, la segadora, que alcanza a cabeza tanto altiva como a plebeya.Están corriendo los cerrojos de la puerta. Dejo ya estas líneas. Podéis destruirlas si os place o chancearos de mí. Reíd, hacedlo sin trabas. Mas, cuando el miedo asalte vuestros corazones y rinda el baluarte de vuestra fe estéril, recordad: temed la obscura noche, el viento afilado que silba ominoso como la risa de los Viejos Dioses, temed lo antiguo, lo inmemorial. Temed... pues vuestra muerte podría estar cerca.Fin