VISIÓN DOBLE (Mary Higgins Clark)
Publicado en
abril 15, 2012
Jimmy Cleary se agazapó en los arbustos que había frente al jardín del apartamento de Caroline, en Princeton. Su espeso pelo castaño caía sobre su frente y se lo echó hacia atrás con el estudiado gesto que se había convertido en amaneramiento. La tarde del mes de mayo era irracionalmente desapacible y fría. A pesar de ello, el sudor impregnaba su chándal. Se humedeció los labios con la punta de la lengua. Todo su cuerpo se estremecía de emoción nerviosa.
Hacía cinco años aquella misma noche, había cometido el error de su vida. Había matado a la chica equivocada. Él, el mejor actor del mundo entero, había estropeado la escena final. Ahora iba a rectificar aquel error. Esta vez no habría equivocaciones. La puerta trasera del apartamento de Caroline daba al aparcamiento. Durante las últimas noches había estudiado la zona. La noche anterior había desenroscado la bombilla del exterior de su apartamento, de modo que ahora la entrada posterior estaba en penumbra. Eran las ocho y cuarto; era el momento de entrar. Del bolsillo sacó una herramienta semejante a una espiga, la introdujo en la cerradura y la hizo girar hasta que oyó el clic del cilindro. Con las manos enguantadas, dio la vuelta al tirador y abrió la puerta sólo lo suficiente como para deslizarse en su interior. La cerró con llave. Había una cadena interior que probablemente ella echaba por las noches. Aquello estaba bien. Esa noche, ella cerraría con los dos en el interior. A Jimmy le proporcionaba un notable placer contemplar a Caroline cerrando cuidadosamente la casa. Sería como la historia del fantasma que terminaba: «Ahora estamos encerrados para toda la noche.» Se encontraba en la cocina, que daba directamente a la sala de estar a través de un arco. La noche anterior se había escondido al otro lado de la ventana de la cocina y había estado observando a Caroline. Había plantas en el alféizar, de modo que la sombra no llegaba hasta abajo. A las diez, salió del dormitorio con un pijama a rayas rojas y blancas. Mientras miraba las noticias, estuvo haciendo gimnasia, doblando la cintura de manera que su pelo rubio le iba de hombro a hombro. Después volvió a su habitación, donde probablemente estuvo leyendo un rato, porque tuvo la luz encendida durante casi una hora. Pudo haber terminado fácilmente con ella en aquel momento, pero su sentido del drama le hacía querer esperar el aniversario exacto. La única iluminación procedía de las farolas de la calle, pero no había muchos sitios donde esconderse en el apartamento. Era una idea interesante: podía esperar allí mientras ella leía, se adormecía y apagaba la luz; esperar hasta que dejase de moverse y su respiración se hiciese apacible. Entonces, podría salir fácilmente, arrodillarse a su lado, observarla del mismo modo que había observado a la otra chica, y después despertarla. Pero, antes de decidirse, vería si tenía otras posibilidades. Cuando abrió la puerta del armario del dormitorio, se encendió automáticamente la luz. Jimmy vislumbró una maleta casi llena. Cerró rápidamente la puerta. Allí no había sitio para esconderse. Imagínate a una mujer a la que le quedan menos de dos horas de vida. ¿Lo nota? ¿Sigue su habitual rutina? Éstas eran las preguntas hipotéticas que Cory Zola había planteado una noche en la clase de actuación. Cory era un famoso profesor que sólo aceptaba a los estudiantes que consideraba tenían las cualidades para convertirse en estrellas. Me puso en su clase particular la primera vez que hice la prueba ante él, recordó Jimmy en aquel momento. Él sabe distinguir el talento. No había sitio para esconderse en la sala de estar. No obstante, la puerta principal daba directamente a ella y había un armario en un ángulo adecuado. La puerta del armario estaba abierta unos centímetros. Rápidamente se dirigió hacia él para inspeccionarlo. El armario no tenía iluminación automática. Sacó una linterna delgada como un lápiz del bolsillo enfocó el haz de luz hacia el interior, que era inesperadamente profundo. Una pesada bolsa con un vestido, encajado entre voluminosas capas de plástico, colgaba en la parte delantera. Era el motivo por el que la puerta no estaba cerrada. Habría chafado el vestido. Apostaba cualquier cosa a que era su vestido de novia. La otra tarde, cuando la siguió, se había detenido en una tienda de vestidos de novia y había permanecido allí durante casi media hora, probablemente para una última prueba. Quizá la enterrasen con aquel vestido. La cascada de plástico creaba un lugar perfecto para esconderse. Jimmy se metió en el armario, se deslizó entre dos abrigos de invierno y los juntó. ¿Y si Caroline iba a aquel armario y le encontraba? Lo peor que podía pasar sería no poder matarla exactamente como había planeado. Pero aquellas maletas del otro armario estaban casi llenas. Probablemente ya habría terminado de hacer las maletas. Sabía que se iba en avión a St. Paul por la mañana. Se casaba a la semana siguiente. Ella creía que iba a casarse la semana siguiente. Jimmy salió fácilmente del armario. A las cinco, había esperado a Caroline ante la State House de Trenton en el coche que había alquilado. Ella había trabajado hasta tarde. Después, la siguió hasta el restaurante en el que se encontró con Wexford. Se quedó fuera y no se marchó hasta que, por la ventana, les vio encargar la cena. Entonces, había ido directamente hasta allí. Ella no volvería hasta, al menos, una hora. Se sirvió una lata de soda de la nevera y se acomodó en el sofá. Era el momento de prepararse para el tercer acto. Había comenzado hacía cinco años y medio, en el último semestre del Rawlings College de Bellas Artes, en Providence. Él seguía los estudios de actuación del curso de teatro. Caroline se había especializado en dirección. Él había participado en un par de las obras que ella había dirigido. Como estudiante de penúltimo año, había representado a Biff en La muerte de un viajante. Estuvo tan fantástico que la mitad de la escuela empezó a llamarle Biff. Jimmy sorbió la soda. El recuerdo le había llevado a la Facultad, al grupo de teatro de los estudiantes de último curso. Él era el protagonista. El presidente de la Facultad había invitado a un viejo amigo, un productor de la «Paramount», como invitado para la noche del estreno y corría la voz de que el productor estaba buscando un nuevo talento. Desde el principio, Caroline y él habían estado en completo desacuerdo sobre su interpretación del papel. Entonces, dos semanas antes de la noche del estreno, ella le quitó el papel y se lo dio a Brian Kent. Todavía podía verla, con su pelo rubio recogido a la manera griega, su blusa de cuadros metida dentro de los téjanos y su mirada seria y preocupada. —No estás del todo bien, Jimmy. Pero creo que resultarás perfecto en el segundo papel, el del hermano. Segundo papel. El papel del hermano tenía unas seis líneas. Hubiera querido suplicar, rogar, pero sabía que era inútil. Cuando Caroline Marshall hacía un cambio en el reparto era inamovible. Y él tenía el presentimiento de que, de algún modo, tener el papel principal de aquella obra era crucial para su carrera. En aquella fracción de segundos decidió matarla y comenzó a actuar de inmediato. Rió, con risa ahogada, mortificada y despreocupada, y dijo: —Caroline, he intentado reunir el valor de decirte que estoy tan atrasado en los trabajos del trimestre, que ni siquiera puedo pensar en actuar. Ella se había dejado engañar. Y pareció sentirse aliviada. El productor de la «Paramount» acudió. Invitó a Brian Kent a la costa para hacerle una prueba para una nueva serie. El resto, como decimos en Hollywood, pensó Jimmy, era historia. Después de casi cinco años, la serie estaba todavía entre los diez primeros puestos y Brian Kent acababa de firmar un contrato por tres millones de dólares para hacer una película. Dos semanas después de graduarse, Jimmy fue a St. Paul. La casa de la familia de Caroline era prácticamente una mansión, pero él se dio cuenta rápidamente de que la puerta lateral no estaba cerrada con llave. Atravesó el piso de abajo, subió la amplia y majestuosa escalera y pasó por delante del dormitorio principal. La puerta se hallaba entreabierta. La cama estaba vacía. Entonces, abrió la puerta del dormitorio contiguo y la vio: estaba allí, echada y dormida. Todavía podía ver los contornos de su habitación, la cama de columnas, de bronce, el brillo sedoso de las caras y suaves sábanas de percal. Recordaba cómo se había inclinado sobre ella mientras estaba en la cama, hecha un ovillo, con su reluciente pelo rubio sobre la almohada. Él murmuró: «Caroline», y ella abrió los ojos, le miró y dijo: «No». Le echó los brazos por encima y le cubrió la boca con las manos. Ella escuchaba, con los ojos aterrorizados, mientras él le susurraba que iba a matarla, que si no le hubiese quitado el papel principal, el productor de la «Paramount» le hubiese visto a él en lugar de a Brian Kent. Finalmente, le dijo: —Ya no vas a dirigir nada más, Caroline. Tienes un nuevo papel. El de víctima. Había intentado librarse de él, pero la había echado hacia atrás y le había pasado la cuerda alrededor del cuello. Sus ojos se dilataron y le miraron, encendidos. Alzó las manos, con las palmas extendidas, suplicándole, y luego las manos cayeron sin fuerza sobre la sábana. Al día siguiente, no podía esperar a leer en los periódicos: «Hija de un prominente banquero de St. Paul, asesinada.» Recordaba cómo se había reído y luego llorado de frustración al leer las primeras frases. El cuerpo de Lisa Marshall, de 21 años de edad, fue encontrado por su hermana gemela esta mañana. Lisa Marshall. Hermana gemela. La historia seguía: La joven había sido estrangulada. Las gemelas estaban solas en la casa familiar. La Policía no ha podido interrogar a Caroline Marshall. Al ver el cuerpo de su hermana, entró en un shock profundo y está siendo tratada con calmantes. Se lo contaría a Caroline aquella noche, algo más tarde. Durante todos aquellos años en Los Ángeles, había estado suscrito a los diarios de Minneápolis-St. Paul, esperando noticias sobre el caso. Luego, leyó que Caroline estaba prometida y que iba a casarse el 30 de mayo... a la semana siguiente. Caroline Marshall, abogada del cuerpo administrativo del procurador general de Trenton, Nueva Jersey, se casaba con un profesor adjunto de la Universidad de Princeton, el doctor Sean Wexford. Wexford había sido estudiante de la escuela universitaria de graduados cuando Jimmy estaba en Rawlings. Jimmy le tuvo en un curso de psicología. Se preguntaba cuándo se habrían juntado Caroline y Wexford. No salían juntos cuando Caroline estudiaba en Rawlings. Estaba seguro de ello. Jimmy sacudió la cabeza. Llevó la lata vacía de soda a la cocina y la tiró al cubo de la basura. Caroline podía volver en cualquier momento. Fue al cuarto de baño y se sobresaltó por el ruidoso flujo de agua del inodoro. Luego, con infinito cuidado, se introdujo en el armario y colocó los abrigos de invierno a su alrededor. Buscó el trozo de cuerda en el bolsillo de su chándal. Lo había cortado del mismo rollo del grueso aparejo de pesca que había utilizado para su hermana. Estaba preparado. —¿Un capuccino, cariño? Sean sonreía al otro lado de la mesa, iluminada por una vela. Los ojos azul oscuro de Caroline estaban pensativos con aquella mirada de tristeza absoluta que a veces tenían. Era comprensible aquella noche. Era el aniversario de la última noche que había pasado con Lisa. Para intentar distraerla, dijo: —Me sentí como un elefante en una tienda de porcelana cuando recogí tu vestido esta tarde. Caroline enarcó las cejas. —¿Lo miraste? Trae mala suerte. —No me dejaron ni acercarme a él. La vendedora estuvo todo el rato disculpándose por no poder enviarlo. —He corrido tanto este último mes que he perdido peso. Tuvieron que meterlo. —Estás demasiado delgada. Tendremos que engordarte en Italia. Pasta tres veces al día. —Casi no puedo esperar. Caroline sonrió desde el otro lado de la mesa. Le gustaba lo grande que era Sean, la forma en que su pelo color de arena parecía siempre algo despeinado, el humor de sus ojos grises. —Mi madre me llamó por teléfono esta mañana. Sigue estando preocupada porque mi vestido no tiene mangas. Me recordó dos veces que la broma en Minnesota es preguntar: «¿Qué día era verano?» —Yo me presto voluntario para mantenerte caliente. Tu vestido está en el armario de delante. Por cierto, será mejor que te devuelva tu otro juego de llaves. —Guárdalo. Si olvido algo, podrás traerlo contigo la semana próxima. Cuando dejaron el restaurante, Caroline le siguió hasta la espaciosa casa victoriana que sería la suya cuando volvieran de la luna de miel. Ella iba a dejar su coche en el segundo garaje mientras estuvieran fuera. Sean fue con su coche hasta delante de la casa, lo aparcó y subió al de ella. Ella pasó al otro lado y él fa condujo hasta su casa, rodeándola con su brazo. Jimmy se sentía orgulloso de encontrarse bien tras una hora de permanecer inmóvil y en pie. Estaba en forma debido al gimnasio y a todas las lecciones de baile. Se había pasado los últimos cinco años estudiando, llamando a las puertas, intentando acceder a los encargados de los repartos de papeles, llegando cerca y luego cerrándole la puerta. Para conseguir un buen agente había que demostrar que habías tenido algunos papeles buenos. Y para que te enviasen a los buenos distribuidores de papeles necesitabas un agente emprendedor. Y, a veces, tenía que escuchar al último asesino: «Usted es un tipo a lo Brian Kent, y eso no le ayuda.» El recuerdo enfurecía a Jimmy, y sacudió la cabeza. Y todo aquello después de que su madre hubiese persuadido a su padre para que le mantuviera durante un año para, como él lo llamaba, «intentar actuar». Jimmy sintió de nuevo la antigua cólera. A su padre no le había gustado nunca lo que hacía. Cuando Jimmy estuvo tan estupendo en La muerte de un viajante, ¿había estado orgulloso su padre? No. Él quería aplaudir a un hijo que jugara de defensa, un contendiente en el Trofeo Heisman. Jimmy no se molestó en pedir más cuando se acabó el dinero de su padre. Aproximadamente cada mes, su madre le enviaba lo que había podido sacar del presupuesto familiar. El viejo podía tener mucho, pero seguro que era tacaño. Pero amigo, lo que le hubiese gustado que James Junior hubiera sido el que hubiese firmado el contrato de Brian Kent por tres millones de dólares la semana pasada. «¡Ése es mi hijo!», hubiera dicho. Así es como hubiera sido la escena si cinco años antes Caroline no le hubiera quitado el papel para dárselo a Brian Kent. Jimmy se puso rígido. Percibió sonido de voces en la puerta principal. Caroline. No estaba sola. La voz de un hombre. Jimmy se apretó contra la pared. Cuando la puerta se abrió y la luz se encendió de golpe, miró hacia abajo y se quedó inmóvil. La luz se filtraba dentro del armario. Estaba seguro de que no podían verle, pero las puntas de sus gastadas bambas apuntando hacia fuera, gritaban su presencia. Caroline echó un vistazo a la sala de estar cuando se encendió la luz. Aquella noche, por alguna razón, el apartamento parecía distinto, extraño. Pero, claro, era sólo porque era aquella noche. El aniversario de Lisa. Rodeó a Sean con sus brazos y él le acarició suavemente la nuca. —¿Sabes que has estado muy lejos toda la noche? —Siempre estoy atenta a cada una de tus palabras. —Fue un intento de animarse que fracasó. Su voz se quebró. —Caroline, no quiero que estés sola esta noche. Deja que me quede contigo. Mira, ya sé por qué quieres estar sola y lo comprendo. Vete al dormitorio. Yo me echaré en el sofá. Caroline intentó sonreír. —No, estoy bien, de verdad. —Le echó los brazos al cuello—. Abrázame fuerte un minuto y luego vete de aquí —dijo—. Pondré el despertador a las seis y media. Me va mejor acabar de hacer las maletas por la mañana. Ya me conoces. Activa por la mañana. Apagada por la noche. —No me había dado cuenta. Los labios de Sean acariciaron su cuello, la frente, encontraron sus labios. La abrazó, notando la tensión en su delgado cuerpo. Aquella noche, ella le había dicho: —Cuando pasa el aniversario, estoy realmente bien. Es sólo que un par de días antes es como si Lisa estuviera conmigo. Es una sensación que va en aumento. Como hoy. Pero sé que me encontraré bien mañana, que me iré a casa para preparar la boda y que seré feliz. A regañadientes, Sean soltó a Caroline de sus brazos. Se la veía muy cansada en aquel momento y, por extraño que pareciera, eso la hacía parecer más joven. Tenía veintiséis años y en aquel momento hubiera podido pasar por una de sus alumnas de primero. Se lo dijo. —Pero eres más bonita que cualquiera de ellas —concluyó—. Va a ser terriblemente maravilloso despertarme y verte a ti lo primero por la mañana durante el resto de mi vida. El cuerpo de Jimmy Cleary estaba empapado de sudor. ¿Y si ella dejaba que Wexford pasara la noche allí? Seguramente le verían por la mañana cuando Caroline cogiera el vestido de novia del armario. Estaban abrazados el uno al otro a menos de dos palmos de donde él estaba. ¿Y si uno de ellos olía el sudor de su cuerpo? Pero Wexford se iba. —Estaré aquí a las siete, cariño —dijo a Caroline. «Y la encontrarás como ella encontró a su hermana —pensó Jimmy—. Así es como la imaginarás por la mañana durante el resto de tu vida.» Caroline echó el cerrojo detrás de Sean. Por un momento, estuvo tentada de volver a abrir inmediatamente, llamarle, decirle sí, quédate conmigo. No quiero estar sola. Pero no estoy sola, pensó al apartar la mano del tirador. Lisa está tan cerca de mí esta noche. Lisa. Lisa. Entró en el dormitorio y se desvistió rápidamente. Una ducha caliente la ayudó a mitigar la tensión que sentía en los músculos del cuello y de la espalda. Recordaba la forma en que las manos de Sean habían acariciado aquellos músculos. «Le quiero tanto», pensó. Su pijama a rayas rojas y blancas estaba en el colgador de la puerta del cuarto de baño. Había comprado lencería y camisones en una tienda de Madison Avenue cuando lo había visto. —Si le gusta, será mejor que se decida pronto —había dicho la vendedora—. Sólo tenemos uno en rojo. Es cómodo y muy bonito. Uno. Aquello había hecho decidirse a Caroline. Una de las cosas más difíciles en aquellos cinco años había sido romper la costumbre de comprar dos de cada cosa. Durante años, si veía algo que le gustaba, compraba dos automáticamente. Lisa hacía lo mismo. Eran exactamente de la misma talla, la misma altura, el mismo peso. Incluso sus padres tenían problemas para distinguirlas. Cuando estaban en el penúltimo curso de instituto, su madre les había instado a comprarse vestidos distintos para el baile de gala. Compraron por separado en almacenes distintos y llegaron a casa con el mismo vestido de muselina con motas bordadas en azul y blanco. Al año siguiente, llorando, acordaron con sus padres y con el psicólogo de la escuela que se harían un favor si iban a distintas Universidades y no hablaban de que eran gemelas idénticas. —Ser íntimas es maravilloso —dijo el psicólogo—, pero tenéis que pensar en vosotras mismas como individuos. No desarrollaréis toda vuestra capacidad a menos que os dejéis sitio la una a la otra. Caroline fue a Rawlings, Lisa a California del Sur. En la Facultad, a Caroline le encantaba en secreto que la gente pensase que había escrito en su propia foto «A mi mejor amiga». Incluso se graduaron el mismo día. Su madre fue con Lisa. Papá fue a la graduación de Caroline. Caroline se dirigió a la sala de estar, recordó echar la cadena a la puerta trasera, encendió la televisión y con indiferencia empezó a doblarse a un lado y a otro. Había un anuncio de un seguro de vida. «¿No es un consuelo saber que su familia será atendida después de que usted se haya ido?» Caroline quitó de golpe la televisión. Apagó la luz de la sala de estar, fue rápidamente al dormitorio y se deslizó bajo las mantas. Se puso de lado, dobló las piernas contra su cuerpo y hundió su rostro entre las manos. Sean Wexford no podía librarse de la sensación de que debería de haberse negado rotundamente a dejar a Caroline. Se quedó unos minutos sentado en el coche, mirando la puerta. Pero ella necesitaba estar sola. Meneando la cabeza, Sean cogió las llaves del coche. De vuelta a casa, sus emociones alternaban entre su preocupación por Caroline y la ilusión de que, en una semana a partir del día siguiente, estarían casados. Qué parado se había quedado el año anterior cuando la vio corriendo delante suyo en el recinto de Princeton. Ella había asistido solamente a una de sus clases en Rawlings. En esos días, trabajaba tanto en su tesis doctoral, que ni siquiera había pensado en salir con ella. Aquella mañana, hacía un año, ella le había hablado de ir a la Columbia Law School, trabajar para un juez del tribunal supremo de Nueva Jersey y luego ir a trabajar a la oficina del procurador general, en Trenton. Y, recordó Sean mientras conducía el coche hacia su casa, tomando aquella taza de café, ambos supimos lo que nos estaba sucediendo. Aparcó el coche de Caroline detrás del suyo y se dirigió hacia la casa sonriendo al pensar que pronto sus coches estarían siempre juntos en el aparcamiento. A Jimmy Cleary le sorprendió que Caroline apagase tan repentinamente el televisor. Pensó de nuevo en las preguntas que Cory Zola había apuntado en la clase de actuación: Imagínate a una mujer a la que le quedan menos de dos horas de vida. ¿Lo nota? ¿Sigue su habitual rutina? Caroline podía estar percibiendo el peligro. Cuando volviera a clase, plantearía de nuevo esa cuestión. —En mi opinión —diría—, se aviva el espíritu al prepararse a dejar el cuerpo. Le daba la impresión de que Zola encontraría profunda su penetración psicológica. Jimmy sintió un calambre en la pierna. No estaba habituado a estar de pie absolutamente inmóvil durante tanto rato, pero podía hacerlo durante el tiempo que fuera necesario. Si la intuición de Caroline estaba avisándola del peligro, prestaría atención incluso al menor sonido. Las paredes de aquel apartamento ajardinado no eran gruesas. Un grito y alguien podía oírla. Se alegraba de que hubiera dejado la puerta del dormitorio abierta. No tendría que preocuparse por el crujido de la puerta cuando se dirigiese hacia ella. Jimmy cerró los ojos. Quería repetir la situación exacta del momento en que despertó a su hermana. Una rodilla sobre el suelo, junto a la cama, los brazos dispuestos a envolverla y las manos en posición de taparle la boca. De hecho, había permanecido arrodillado uno o dos minutos antes de despertar a la otra chica. Probablemente no se arriesgaría a ese lujo ahora. Caroline dormiría ligeramente. Su espíritu estaría latiéndole con violencia para mantenerle alerta. Alerta. Una bonita palabra. Una palabra para susurrarla desde el escenario. Ahora tendría una carrera teatral. Broadway. No se acercaba a lo que te pagaban por una película, pero daba prestigio. Su nombre en la marquesina. Caroline le traía mala suerte y estaba a punto de quitarla de en medio. Caroline estaba acurrucada en la cama, temblando. El suave edredón de plumón no podía mitigar el temblor. Tenía miedo, tanto miedo. ¿Por qué? —Lisa —murmuró—. Lisa, ¿fue así como te sentiste? ¿Te despertaste? ¿Sabías lo que te estaba sucediendo? ¿Te oí gritar aquella noche y volví a quedarme dormida? Aún no lo sabía. Era sólo una impresión, una imagen borrosa y nebulosa que le llegó en las semanas que siguieron a la muerte de Lisa. Ella y Sean habían hablado de ello. —Creo que pude haberla oído. Quizá si me hubiese obligado a despertarme... Sean le hizo comprender que su reacción era la típica de las familias de las víctimas. El síndrome del «si, al menos». En aquel último año, a través de él y con él, había empezado a experimentar paz, curación. Excepto en aquel momento. Caroline se dio la vuelta en la cama y se obligó a estirar las piernas y los brazos. «La angustia irracional y la profunda tristeza son los síntomas de la depresión» había leído. La tristeza, de acuerdo, pensó. Es el aniversario, pero no me rendiré ante la angustia. Recuerda los momentos felices con Lisa. Aquella última noche. El padre y la madre se habían ido a un seminario de banqueros en San Francisco. Ella y Lisa habían pedido pizza, bebido vino y se habían abrumado charlando de la decisión de Lisa de ir a la Facultad de Derecho. Caroline había hecho los exámenes de admisión de la Facultad de Derecho, pero no estaba todavía segura de lo que quería hacer. —Realmente, me encantaba estar en el grupo de teatro —había contado a Lisa—. No soy una buena actriz, pero puedo intuir una buena actuación. La obra fue bien y Brian Kent, que yo sabía que era perfecto para el primer papel, fue escogido por un productor. No obstante, si me saco una licenciatura en Derecho quizá podamos abrir un bufete y decirle a la gente que le damos el doble de lo que vale su dinero. Se habían acostado a las once. Sus habitaciones eran contiguas. Normalmente dejaban la puerta abierta, pero Lisa quería ver un programa de televisión y Caroline tenía sueño, de modo que se tiraron unos besos y Caroline cerró la puerta. «Si, al menos, la hubiese dejado abierta —pensaba—. Seguramente la habría oído si tuvo la posibilidad de gritar.» A la mañana siguiente, no se despertó hasta después de las ocho. Recordaba que se sentó en la cama y se desperezó pensando en lo bueno que era haber terminado las clases. Como regalo de final de curso, a ella y a Lisa les habían ofrecido un viaje a Europa aquel verano. Caroline recordaba cómo había saltado de la cama, decidida a preparar café y zumo y llevárselos a Lisa en una bandeja. Preparó el zumo mientras se hacía el café, luego puso los vasos, las tazas y la cafetera en una bandeja y subió las escaleras. La puerta de Lisa estaba un poco abierta. Acabó de abrirla con el pie y dijo: —Despiértate, nena. Tenemos hora para jugar al tenis dentro de una hora. Y entonces vio a Lisa. Con la cabeza desplomada de forma artificial, la cuerda apretada en el cuello, los ojos muy abiertos y llenos de miedo y las palmas extendidas como si intentase empujar a alguien. Caroline soltó la bandeja, salpicándose las piernas con el café, consiguió llegar al teléfono dando tumbos y marcar el 911, y luego se puso a chillar, a chillar hasta que se le quebró la garganta en un sonido áspero y gutural. Se despertó en el hospital tres días después. Le dijeron que la Policía la había encontrado echada junto a Lisa, con la cabeza de Lisa sobre su hombro. La única pista, la embarrada huella parcial de una zapatilla deportiva exactamente delante de la puerta lateral. —Y, luego —como les dijo más tarde el jefe de los detectives—, él o ella fue lo suficientemente educado o educada como para restregar el resto del barro en el felpudo. Si al menos hubieran encontrado al asesino de Lisa, pensaba Caroline mientras estaba echada a oscuras. Todos los detectives creían que era alguien que conocía a Lisa. No había intento de robo. Ni intento de violación. Habían interrogado exhaustivamente a los amigos de Lisa, a sus compañeros de Facultad. Había un joven en su clase que estaba obsesionado por ella. Había sido un sospechoso, pero la Policía nunca pudo probar que estuviera en St. Paul aquella noche. Investigaron un error de identidad, en particular cuando supieron que ninguna de las dos había contado a sus amigos de Facultad que tenía una hermana gemela idéntica. —Al principio, no lo dijimos porque habíamos prometido no hacerlo. Fue un juego para nosotras —explicó Caroline. —¿Y los amigos de la Facultad que les visitaban en casa? —No traíamos a casa a los amigos de la Facultad. Estábamos encantadas de tener tiempo para estar juntas durante las vacaciones y los descansos escolares. «¡Oh! Lisa —pensaba ahora Caroline—. Si al menos supiera por qué. Si al menos hubiera podido ayudarte aquella noche.» No tenía sueño, pero se sintió repentinamente cansada. Finalmente, sus párpados empezaron a cerrarse. «¡Oh! Lisa —pensó—, yo quería que tú también tuvieses una felicidad como la mía. Si pudiese compensarte un poco.» La ventana estaba un poco abierta por la parte inferior. Unas cerraduras laterales evitaban que pudiera levantarse más hacia arriba. En aquel momento, una fuerte ráfaga de viento hizo que la persiana vibrase. Caroline se levantó de un salto, vio lo que había sucedido y se dejó caer de nuevo contra las almohadas. «Basta —se dijo—, basta.» Deliberadamente, cerró los ojos y, al cabo de un momento, cayó en un ligero sueño lleno de pesadillas, un sueño en el que Lisa intentaba llamarla, intentaba advertirla. Era el momento. Jimmy Cleary podía percibirlo. El crujir de las sábanas había cesado. Absolutamente ningún sonido procedía del dormitorio. Se deslizó entre las prendas que le habían ocultado y apartó la bolsa que contenía el vestido de Caroline. Las bisagras chirriaron levemente cuando abrió la puerta del armario, pero no hubo ninguna reacción dentro de la habitación. Se dirigió por la sala de estar hacia el lado de la puerta del dormitorio. Caroline tenía una luz piloto conectada a uno de los enchufes, que proporcionaba la claridad suficiente como para que él pudiera ver que dormía intranquila. Su respiración era uniforme pero poco profunda. Varias veces movió la cabeza de lado a lado como si estuviera protestando por algo. Jimmy buscó la cuerda en el bolsillo. Le satisfacía extraordinariamente saber que procedía del mismo rollo de hilo que había utilizado con la hermana. Llevaba incluso el mismo chándal que se había puesto hacía cinco años y los mismos zapatos deportivos. Sabía que era algo arriesgado guardarlos, por si los policías le interrogaban alguna vez, pero nunca había sido capaz de tirarlos. En lugar de eso, los guardó junto con otras cosas en un almacén que había alquilado, donde nadie hacía preguntas. Por supuesto, había utilizado un nombre distinto. Se acercó de puntillas hasta el lado de la cama de Caroline y se arrodilló. Pudo saborear el observarla durante un minuto entero antes de que sus ojos se abrieran aturdidos y sus manos le tapasen la boca. Sean estuvo viendo las noticias de las diez, se percató de que no tenía nada de sueño y abrió el libro que quería leer. Minutos más tarde, lo dejaba de lado con impaciencia. Algo no iba bien. Podía percibirlo de forma tan tangible como si viera salir humo de la habitación contigua y supiera que había fuego en la casa. Telefonearía a Caroline. Para ver cómo le iba. Por otra parte, quizá hubiera conseguido quedarse dormida. Se dirigió hacia el mueble bar y se sirvió una generosa medida de whisky escocés en un vaso. Unos cuantos sorbos le ayudaron a pensar que probablemente estaba actuando como una vieja chismosa y asustadiza. Caroline abrió los ojos cuando oyó susurrar su nombre. «Es una pesadilla — pensó—, he estado soñando.» Empezó a gritar y entonces sintió que una mano le apretaba la boca, una mano fuerte y musculosa que le estrujaba los pómulos, le mantenía los labios apretados y casi le cubría los agujeros de la nariz. Boqueó, luchando por respirar. La mano bajó un centímetro y pudo respirar. Intentó apartarse, pero el hombre la sujetaba con el otro brazo. Tenía su rostro junto al de ella. —Caroline —murmuró—, he venido a corregir mi error. La luz de noche proyectaba extrañas sombras sobre la cama. Aquella voz. La había oído antes. El perfil de su ancha frente, de la mandíbula cuadrada. Los fornidos hombros. ¿Quién? —Caroline, la excelente directora. Entonces reconoció la voz. Jimmy Cleary. Jimmy Cleary, y en el mismo instante supo por qué. Como la escena de una película, el momento en que le dijo a Jimmy que, sencillamente, no era el adecuado para el papel pasó por la mente de Caroline como un relámpago. Se lo había tomado tan bien. Demasiado bien. Ella no había querido darse por enterada de que fingía. Había sido más fácil simular que él estaba de acuerdo con su decisión. Y mató a Lisa cuando quería matarme a mí. Es culpa mía. Un gemido se deslizó por sus labios y desapareció contra la palma de la mano de él. Culpa mía, culpa mía. Y, entonces, oyó la voz de Lisa tan claramente como si Lisa estuviese susurrándole al oído, como si estuviera de nuevo diciéndole secretos, como cuando lo hacían de niñas. No es culpa tuya, pero será culpa tuya si le dejas matar de nuevo. No dejes que eso les suceda a mamá y a papá. Que no le pase a Sean. Hazte mayor por mí. Ten hijos. Ponle mi nombre a una. Tienes que vivir. Escúchame. Dile que no se equivocó. Dile que tú también me odiabas. Te ayudaré. El aliento de Jimmy Cleary le llegaba caliente a su mejilla. Hablaba del papel, de que Brian Kent fue contratado por el productor, del nuevo contrato de Brian. —Voy a matarte exactamente del mismo modo que maté a tu hermana. Un actor insiste en su papel hasta que le queda perfecto. ¿Quieres escuchar lo último que le dije a tu hermana? Levantó ligeramente la mano para que ella pudiera responderle. Dile que tú eres yo. Durante una fracción de segundo, Caroline tuvo de nuevo seis años. Ella y Lisa estaban jugando en los cimientos de una casa que se construía cerca de la suya. Lisa, siempre más atrevida, siempre con pie firme, la guiaba por entre los montones de bloques de cemento de ceniza. —No seas miedosa —apremiaba—. Sígueme. Se oyó murmurar. —Me encantaría saberlo todo. Quiero saber cómo murió, para poder reírme. En realidad, mataste a Caroline. Yo soy Lisa. Sintió que la mano le abofeteaba la boca con una furia salvaje. Alguien había reescrito el guión. Furiosamente, Jimmy hundió los dedos en sus pómulos. ¿En los pómulos de quién? ¿En los de Caroline? Si ya la había matado, ¿por qué no había cambiado su suerte? Sin mover el brazo que tenía sobre su pecho, buscó la cuerda en el bolsillo delantero de su chandal. Acaba con ello, se dijo. Si ambas están muertas, seguro que tendrás a Caroline. Pero era como estar en el escenario en el tercer acto sin saber cómo terminaba la obra. Si el actor no conocía el punto culminante, ¿cómo podía esperarse que la audiencia sintiera tensión alguna? Porque había una audiencia, una audiencia invisible llamada destino. Tenía que estar seguro. —Si intentas gritar, no llegarás ni a dar un grito —dijo—. Eso fue todo lo que le salió a tu hermana. Ella oyó a Lisa aquella noche. —Así que asiente con la cabeza si prometes no gritar. Hablaré contigo. Quizá si me convences te deje vivir. Wexford quiere que tú seas lo primero que vea por la mañana durante el resto de su vida, ¿no es así? Le oí decir eso. Jimmy Cleary estaba allí cuando llegaron ellos. Caroline sintió que la oscuridad se cerraba sobre ella. ¡Haz lo que dice! No te atrevas a desmayarte. La voz mandona de Lisa. —La duquesa ha hablado —acostumbrada a decirle Carolina, y se reían juntas. Jimmy dobló el brazo que tenía sobre el cuerpo de Carolina, dio un tirón de la cuerda que había puesto alrededor de su cuello y le hizo un nudo corredizo. Era el doble del trozo que había utilizado la última vez. Se le había ocurrido que en aquella ocasión haría un doble nudo, un gran gesto final, al salir del foco de la muerte. La mayor longitud de la cuerda le permitía manipularla. Con calma le dijo que saliera de la cama, que tenía hambre —quería que ella le preparase un bocadillo y un café—, que iba a sostener el extremo de la cuerda y tiraría de ella hasta estrangularla si levantaba la voz o intentaba algo raro. Haz lo que dice. Obedientemente, Caroline se sentó mientras Jimmy levantaba el peso de su brazo de encima de su cuerpo. Sus pies tocaron la fría madera del suelo. Automáticamente, buscó las zapatillas. « Puedo estar muerta dentro de unos segundos y me preocupo por ir descalza», pensó. Al inclinarse hacia delante la cuerda le hizo daño en el cuello. —No... por favor —dijo, con pánico en la voz. —¡Cállate! —Notó las manos de Jimmy Cleary en su cuello, aflojando la cuerda—. No te muevas tan rápidamente y no vuelvas a levantar la voz. Juntos atravesaron la sala de estar y entraron en la cocina. La mano de él reposaba en su nuca. Sus dedos agarraban la cuerda. Incluso floja, ella podía sentir su presión, como una cinta de acero. En su imaginación veía la lista gris clavada en la garganta de Lisa. Por vez primera empezó a recordar el resto de aquella mañana. Marcó el 911 y comenzó a gritar. Luego, dejó caer el auricular. El cuerpo de Lisa estaba casi al borde de la cama, como si en el último momento hubiese intentado escapar. Tenía la piel tan azul que creía que tenía frío, que debía calentarla, recordó Caroline mientras abría la puerta de la nevera. Corriendo di la vuelta a la cama, me metí, puse mis brazos a su alrededor y empecé a hablarle intentando quitarle la cuerda de alrededor de su cuello y luego sentí como si me cayera. Ahora, la cuerda estaba alrededor de su cuello. Por la mañana, ¿la encontraría Sean del mismo modo que ella había encontrado a Lisa? No. No debe suceder. Haz el bocadillo. Hazle café. Actúa como si los dos estuvieseis representando en una gran escena. Dile lo mandona que yo era. Vamos. Coge todas las cosas buenas y dales la vuelta. Cúlpame del mismo modo que él te está culpando a ti. Caroline miró el refrigerador y tuvo un repentino sentimiento de gratitud por haber pospuesto el vaciarlo. Siempre tenía cosas a mano para hacer bocadillos a Sean; la mujer de la limpieza iba a ir por la mañana para llevárselas a casa. Sacó jamón, queso y pavo, lechuga, mayonesa y mostaza. Recordaba que en la escuela, cuando el personal del reparto salía tarde a tomar algo, Jimmy Cleary siempre pedía un bocadillo variado. ¿Cómo hubiera yo podido saber eso? Pregúntale lo que quiere. Levantó la vista. La única luz procedía del refrigerador, pero sus ojos iban adaptándose a la oscuridad. Podía ver claramente la inequívoca mandíbula cuadrada que endurecía el rostro de Jimmy Cleary y la ira y la confusión de su expresión. Tenía la boca seca de miedo y murmuró: —¿Qué tipo de bocadillo quieres? ¿De pavo? ¿De jamón? Tengo pan integral y panecillos italianos. Notaba que había pasado la primera prueba. —De todo. Metido en un panecillo. Sintió que la cuerda se aflojaba ligeramente. Puso a calentar el agua. Hizo el bocadillo rápidamente, poniendo pavo y jamón sobre el queso, repartiendo la lechuga, esparciendo mayonesa y mostaza por todo el panecillo. La hizo sentar a su lado a la mesa. Ella se sirvió también café y se obligó a beberlo. La cuerda le apretaba el cuello. Movió la mano para aflojarla. —No lo toques —dijo él. Y la aflojó ligeramente. —Gracias. Le observó devorar el bocadillo. Háblate. Tienes que convencerle antes de que sea demasiado tarde. —Creo que me dijiste tu nombre, pero realmente no lo entendí. Él tragó el último pedazo de bocadillo. —En la marquesina es James Cleary. Mi agente y mis amigos me llaman Jimmy. Él estaba tragando el café. ¿Cómo podía hacer que la creyera, que confiara en ella? Desde donde estaba sentada, Caroline podía ver el perfil del armario delantero. Antes estaba casi cerrado. Debía de haberse escondido allí. Sean había querido quedarse con ella. Si le hubiera dejado quedarse. En aquellos primeros dos años después de la muerte de Lisa había habido momentos en los que acabar el día parecía una lucha demasiado grande. Sólo las duras exigencias de la Facultad de Derecho habían evitado que cayera en una depresión suicida. Ahora, podía ver el rostro de Sean, tan inexpresivamente querido. «Quiero vivir —pensó—. Quiero el resto de mi vida.» Jimmy Cleary se sentía mejor. No se había dado cuenta de lo hambriento que estaba. De algún modo, aquella vez estaba resultando mejor que la anterior. Ahora, estaba actuando en una escena de gato y ratón. Ahora, él era el juez. ¿Era Caroline aquélla? Quizá no se había equivocado la vez anterior. Pero si había destruido a Caroline, ¿por qué no había acabado su mala suerte? Terminó su café. Enroscó los dedos al extremo de la cuerda, tirando de ella un poco más. Alargó el brazo y encendió la lámpara de la mesa. Quería poder estudiar su cara. —Así que dime —dijo, con seguridad—. ¿Por qué debería de creerte? Y si te creo, ¿por qué debería de dejarte vivir? Sean se desnudó y se duchó. Se miró resueltamente al espejo del cuarto de baño. Dentro de diez días cumpliría treinta y cuatro años. Caroline cumpliría veintisiete al día siguiente. Celebrarían sus cumpleaños en Venecia. Sería fantástico sentarse con ella en la plaza de San Marcos, beber vino y escuchar los dulces sones de los violines viendo las góndolas deslizarse. Era una imagen que había acudido a su mente varias veces en las pasadas semanas. Esta noche era como si estuviera dibujando en blanco. Aquella imagen, simplemente, no se formaba. Tenía que hablar con Caroline. Se puso una gruesa toalla alrededor y se dirigió hacia el teléfono de la mesilla de noche. Era casi medianoche. A pesar de eso, marcó su número. «A la porra con pedir disculpas —pensó—. Simplemente, le diré que la quiero.» —No es fácil ser una gemela —Caroline inclinaba la cabeza para poder mirar directamente a la cara de Jimmy Cleary. —Mi hermana y yo nos peleábamos mucho. Yo acostumbraba a llamarla la duquesa. Era tan mandona. Ya cuando éramos pequeñas hacía cosas de las que me culpaba a mí. Acabé por odiarla. Ésa es la razón por la que íbamos a Facultades en las puntas opuestas del continente. Quería librarme de ella. Yo era su sombra, su imagen reflejada, una no-persona. Aquella última noche, quería ver la televisión y su televisión se había roto, así que me hizo cambiarle la habitación. Cuando la encontré aquella mañana, supongo que tuve un colapso. Pero, ya ves, ni siquiera mi madre y mi padre percibieron el error. Caroline abrió mucho los ojos. Bajó la voz haciéndola íntima, confidencial. —Eres un actor, Jimmy. Tú puedes comprenderlo. Cuando volví en mí me llamaban Caroline. Las primeras palabras que dijo mi madre cuando me desperté fueron: «¡Oh! Caroline, gracias a Dios que no fuiste tú.» Muy bien. Estás influyéndole. Tenía de nuevo seis años. Estaban jugando en los cimientos. Lisa iba cada vez más de prisa. Caroline había mirado hacia abajo y le había dado vértigo. Pero siguió intentando mantenerse a la altura de su hermana. Jimmy estaba divirtiéndose. Se sentía como un agente de reparto pidiéndole a un aspirante que hiciera una interpretación en frío. —Así que de ese modo decidiste ser Caroline. ¿Cómo lo conseguiste? Caroline fue a Rawlings. ¿Qué sucedió cuando los amigos de Rawlings de Caroline aparecieron? Caroline acabó su café. Podía ver las chispas de locura en los ojos de Jimmy Cleary.—Realmente no fue difícil. Shock. Ésa era la excusa. Simulé no recordar a mucha gente que las dos conocíamos. Los doctores la llaman amnesia psicológica. Todo el mundo fue muy comprensivo. O era una condenada buena actriz o estaba diciendo la verdad. Jimmy se sentía intrigado. Empezó a notar que su cólera disminuía. Aquella chica era distinta de Caroline. Más suave, más agradable. Sintió una afinidad con ella, una afinidad pesarosa. Pero no importaba, no podía dejarla vivir. El único problema era que si él había matado a Caroline, si ella no mentía... y aún no estaba seguro..., ¿por qué la mala suerte no había terminado hacía cinco años? Aquel atractivo pijama rojo y blanco que llevaba. Puso la mano sobre su brazo y luego la retiró. Tuvo un pensamiento repentino. —¿Y Wexford? ¿Cómo te encontraste con él? —Tropezamos el uno con el otro. Yo le oí gritar «Caroline» y supe que era alguien a quien se suponía que conocía. Me dijo su nombre en cuanto me alcanzó corriendo y a continuación habló de que me tenía en clase, así que fingí. Recuérdale a Jimmy que a Sean no le importaba la Caroline real en Rawlings. Hazle ver que se enamoró de ti en seguida. Jimmy se movió, inquieto. Caroline continuó: —No puedo decirte cuántas veces me ha dicho Sean que soy una persona mucho más agradable ahora. Es porque no soy la misma persona. ¿No te parece estupendo? Me encanta que compartas mi secreto, Jimmy. Durante los últimos cinco años has sido mi secreto bienhechor y por fin te he conocido. ¿Quieres más café? ¿Estaba intentando abrumarle? ¿De veras? Él tocó su codo. —Más café me parece bien. Se quedó de pie detrás de ella, ligeramente a un lado, mientras ella encendía el fuego para calentar el agua. Una chica muy linda. Pero se daba cuenta de que no podía dejarla vivir. Se acabaría el café, la llevaría de nuevo al dormitorio y la mataría. Primero le contaría lo de la mala suerte. Echó un vistazo al reloj. Eran las doce y media. Había matado a la otra hermana a las doce cuarenta, de modo que el momento era perfecto. Le vino a la mente una imagen de cómo la otra chica había extendido sus manos como si quisiera arañarle, cómo le habían brillado y se le habían salido los ojos. A veces soñaba con ello. Durante el día, el recuerdo le hacía sentirse bien. Por la noche, le hacía empezar a sudar. El teléfono sonó. La mano de Caroline agarró el asa del pote convulsivamente. Sabía que era Sean. Otras noches, cuando a él le parecía que estaba muy deprimida y probablemente despierta, le telefoneaba. Convence a Jimmy de que tienes que responder al teléfono. Debes hacer que Sean sepa que le necesitas. El teléfono sonó una segunda, una tercera vez. El sudor corría por la frente y el labio superior de Jimmy. —Olvídalo —dijo. —Jimmy, estoy segura de que es Sean. Si no respondo pensará que algo va mal. No le quiero aquí. Quiero hablar contigo. Jimmy lo pensó. Si era Wexford, probablemente ella tendría razón. El teléfono sonó de nuevo. Estaba conectado a un contestador automático. Jimmy apretó el botón que hacía audible la conversación, levantó el receptor y se lo tendió. Después estiró la cuerda de modo que le hacía daño en la garganta. Caroline sabía que no podía permitirse que su voz sonara temblorosa. —Hola —consiguió parecer medio dormida y fue recompensada por la ligera relajación de la presión de la cuerda sobre su cuello. —Caroline, cariño, ¿estabas dormida? Lo siento. Me preocupaba que te sintieras deprimida. Sé lo que esta noche significa para ti. —No, me gusta que hayas llamado. No estaba verdaderamente dormida. »Sólo había empezado a amodorrarme. «¿Qué puedo decirle?», se preguntaba Caroline desesperadamente. El vestido. Tu vestido de novia. —Es bastante tarde —oyó decir a Sean—. ¿Terminaste finalmente de hacer las maletas esta noche? Jimmy le dio unos golpes en el hombro y asintió con la cabeza. —Sí, me sentía muy despierta y por eso terminé. Jimmy se veía impaciente. Le hizo señal de que cortase pronto. Caroline se mordió el labio. Si no lo hacía, sería el final. —Sean, cariño, te quiero por haberme llamado y estoy bien, de verdad. Estaré lista a las siete y media. Sólo una cosa. Cuando empaquetaron mi vestido, ¿te acordaste de pedirles que rellenasen bien las mangas para que no se arrugasen? —Pensó, que Sean no me descubra. Sean notó que los dedos que sostenían el auricular se le llenaban de un sudor frío. El vestido. El vestido de Caroline no tenía mangas. Y había algo más. Su voz resonaba. No estaba en la cama. Estaba en el teléfono de la cocina y había puesto el botón del altavoz. No estaba sola. Con un supremo esfuerzo, mantuvo la voz serena. —Cariño, puedo jurarte sobre un montón de biblias que la vendedora me dijo algo de eso. Creo que tu madre había telefoneado también para recordárselo. Ahora, escucha, duerme un poco. Te veré por la mañana y recuerda: te quiero. Consiguió colgar sin que el auricular golpease con violencia, luego dejó caer la toalla y sacó su chándal del armario. Las llaves del apartamento de Caroline estaban en la cómoda, junto a las llaves de su coche. ¿Debería perder el tiempo de llamar a la Policía? Con el teléfono de su coche. Les llamaría mientras iba de camino. «¡Dios mío! —pensó—, por favor...» Sean había comprendido. Caroline colgó el receptor y miró a Jimmy. —Has hecho un buen trabajo —dijo él—. Y ¿sabes?, estoy empezando a creerte. La llevó de nuevo al dormitorio y la obligó a tumbarse. Puso su brazo sobre ella, exactamente del mismo modo en que había sujetado a su hermana. Luego, le explicó lo que su profesor, Cory Zola, le había dicho sobre la mala suerte. —Estábamos haciendo una escena de duelo la semana pasada en clase y supongo que me volví loco. Corté al otro estudiante. Zola se enfadó mucho conmigo. Intenté explicar que había estado pensando en esta mala suerte que alguien me ha echado y en cómo está estropeándolo todo. Me dijo que no volviera a clase hasta que me librase de ello. Así que, aunque crea que maté a Caroline la última vez, todavía tengo que desprenderme de esta sensación porque no puedo volver a clase hasta haberme librado de ella. Y en mi libreto, Lisa... ése es tu verdadero nombre, ¿no... ? tú la has heredado. Le brillaban los ojos. Tenía la expresión vacía, fría. «Está loco —pensó Caroline—. Sean tardará quince minutos en llegar aquí. Han pasado tres minutos. Doce minutos más. Lisa, ayúdame.» Brian Kent es el gafe. Extraños en un tren. Tenía la boca muy seca. Su rostro estaba tan cerca del de ella. Podía oler el sudor que le caía del cuerpo. Notaba que sus dedos estaban empezando a tirar de la cuerda. Consiguió adoptar una voz desapasionada. —Matándome no resolverás nada. Brian Kent es el gafe, no yo. Cuando él se aparte de tu camino, tendrás tu oportunidad. Y si yo le mato, tú tendrás un dominio sobre mí como el que yo tengo sobre ti. La asombrada interrupción de su respiración le dio alguna esperanza. Ella le tocó la mano. —Deja de jugar con esa cuerda, Jimmy, y escúchame dos minutos. Deja que me siente. De nuevo, el recuerdo de cuando jugaban a imitar al guía en los cimientos de aquella casa nueva cruzó por su mente. Hubo un momento en que llegaron a un profundo agujero que habían dejado para una ventana. Lisa había saltado. Caroline, unos pasos detrás suyo, vaciló, cerró los ojos y saltó, salvando apenas la abertura. En aquel momento, estaba dando un salto. Si fallaba, se acabaría todo. Sean estaba en camino. Ella lo sabía. Tenía que seguir viviendo durante los siguientes once minutos. Jimmy alzó el brazo, permitiéndole sentarse. Ella encogió las piernas contra su cuerpo y enlazó sus manos sobre las rodillas. La cuerda se clavaba en los músculos de su cuello, pero no se atrevió a pedirle que la aflojara. —Jimmy, me has dicho que tu gran problema es que te pareces demasiado a Brian Kent. ¿Y si le sucediera algo a Brian? Necesitarían un sustituto. De modo que, conviértete en él. Sustitúyelo de la misma forma en que yo sustituí a Caroline. Si tiene un accidente repentino, se desesperarán por encontrar a alguien que haga esa película. ¿Por qué no puedes ser tú? Jimmy sacudió el sudor de su frente. Ella estaba sugiriéndole una nueva interpretación del papel que Brian jugaba en su vida. Siempre se había concentrado en convertirse en una estrella, en ser más grande que Brian, superior a él, en que le dieran una mesa mejor en los restaurantes, en verle apagarse. Pero ni siquiera una vez había imaginado que Brian desapareciera, sencillamente de la escena. Y aunque matase a aquella chica, a Lisa, porque ahora creía que era Lisa, Brian Kent seguiría todavía firmando contratos y posando para páginas dobles en la revista People. Y, aún peor, los agentes continuarían diciéndole que era un tipo a lo Brian Kent. ¿La creía? Caroline intentó humedecerse los labios con la lengua. Los tenía tan secos que le resultaba difícil hablar. —Si me matas ahora, te encontrarán. Jimmy, los policías no son tontos. Siempre se preguntaron si habían matado o no a la gemela equivocada. Él escuchaba. —Jimmy, podemos lograr hacer Extraños en un tren. ¿Recuerdas el argumento? Dos personas intercambian asesinatos. No hay ningún motivo. La diferencia es que nosotros lo llevaremos a cabo. Tú ya has hecho tu parte. Tú quitaste a Caroline de en medio para mí. Ahora, deja que yo me deshaga de Brian Kent para ti. Extraños en un tren. Jimmy había hecho una escena de aquella película en clase. Había estado superior. Cory Zola le había dicho: «Jimmy, eres un actor nato.» Sus ojos revolotearon por el rostro de ella. Mírala, sonriéndole. Tenía aplomo. Si había conseguido convencer a su familia de que era Caroline, podía ser capaz de hacer planes respecto a Brian Kent y quitarlo de en medio. Pero, ¿qué garantía tenía de que no empezaría a llamar a la Policía en cuanto la dejase? Se lo preguntó. —Pero, Jimmy, tienes la mejor garantía del mundo. Sabes que soy Lisa. No comprobaron las huellas digitales de Caroline con nuestras partidas de nacimiento. Podrías traicionarme. ¿Sabes lo que eso sería para mis padres, para Sean? ¿Crees que podrían perdonarme alguna vez? —dijo, mirando directamente a los ojos de Jimmy, esperando su opinión. Sean salió corriendo de la casa, al momento, se mordió los labios con furiosa frustración. El coche de Caroline bloqueaba el suyo. Quería poder llamar a la Policía mientras iba de camino. Volvió a entrar corriendo en la casa, cogió las llaves del coche de ella, lo apartó del camino y subió al suyo. Mientras salía a la calle a toda velocidad, cogió el teléfono del coche de un tirón y marcó el 911. Jimmy empezaba a experimentar una deslumbrante sensación de renacimiento. ¿Cuántas veces había visto a Brian Kent en Los Ángeles pasar por delante en aquel «Porsche» suyo? Habían ido juntos a la escuela durante cuatro años, pero Brian nunca hizo más que saludarle fríamente con la cabeza si se topaban el uno con el otro. Cuánto mejor sería que Brian no existiera. Y Lisa, ella era Lisa, estaba convencido de ello, tenía razón. Tendría un control sobre ella. Deliberadamente, aflojó la presión de la cuerda, pero no se la quitó del cuello. —Digamos que te creo. ¿Cómo te lo cargarías? Caroline luchó por apartar la delirante sensación que acompañaba a la esperanza. ¿Qué podía decirle? Irás a la costa. Buscarás a Brian. Desesperadamente, buscó una trama plausible. Otra vez tenía seis años, cuando saltó, casi rozando los cimientos. Los espacios vacíos entre los bloques de cemento se hacían cada vez más anchos. Veneno. Veneno. —Sean tiene un amigo, un profesor especializado en Historia de la Medicina. La semana pasada, en una cena, estuvo contándonos los muchos venenos que hay que no pueden detectarse. Nos describió uno de ellos, cómo prepararlo exactamente con las cosas que se tienen en el botiquín. Todo lo que se precisa son unas cuantas gotas. El mes que viene, cuando vuelva de mi luna de miel, tengo que ir a California a prestar declaración sobre un asunto. Llamaré a Brian. Después de todo, yo, quiero decir Caroline, le dio su gran oportunidad. ¿De acuerdo? Ten cuidado. Había tenido un desliz. Pero Jimmy no parecía haberlo notado. Escuchaba atentamente. El sudor había hecho que el pelo se le rizara, de modo que le caía en húmedos rizos sobre la frente. No recordaba que tuviera el pelo tan rizado. Debía haberse hecho un moldeado. Ahora, lo llevaba cortado exactamente como la fotografía reciente que había visto de Brian Kent. —Estoy segura de que estará encantado de verme —prosiguió. Como si estirase las piernas debido a un calambre, las pasó lentamente sobre el borde de la cama. Él buscó y rodeó el extremo de la cuerda con la mano. Ella puso su mano sobre la suya. —Jimmy, hay un veneno que tarda una semana, diez días en actuar. Los síntomas no aparecen hasta al cabo de tres o cuatro días. Aunque hubiera una investigación, ¿quién iba a relacionar el que Brian tomase café con una antigua amiga de la Facultad, recién casada con un profesor de Princeton, con un asesinato? Es el escenario perfecto. Jimmy se dio cuenta de que estaba asintiendo con la cabeza. La noche se había convertido en un sueño, un sueño que haría que su vida entera comenzara de nuevo. Podía confiar en ella. Con claridad deslumbrante, aceptó la verdad de lo que ella le había indicado. Mientras Brian Kent estuviese vivo, él, que era el actor más grande del mundo, seguiría pasando inadvertido. La luz piloto del dormitorio se convirtió en unas candilejas. La habitación oscurecida era el teatro en el que se sentaba la audiencia. Él se hallaba en el escenario. La audiencia aplaudía con aprobación. Saboreó el momento y, luego, acarició a Caroline por debajo de la barbilla... A Caroline no, a Lisa... —Te creo —murmuró—. ¿Cuándo vas a ir a California exactamente? Espera. Estás casi salvada. Iban corriendo cada vez más de prisa por encima de los cimientos. Ella no podía seguir. Caroline sintió que su voz se quebraba al responder: —La segunda semana de julio. Las dudas que le quedaban a Jimmy se desvanecieron. Kent tenía que comenzar su nueva película la primera semana de agosto. Si para entonces había muerto, se desesperarían buscando un sustituto. Se levantó e hizo que se levantara Caroline. —Déjame quitarte eso del cuello. Pero recuerda que llevo la cuerda aquí, en el bolsillo, por si alguna vez vuelvo a necesitarla. Ahora, me voy. Hemos hecho un trato, pero si no cumples con tu parte, alguna noche, cuando tu profesor esté fuera, o alguna tarde, cuando te detengas ante un semáforo rojo, yo estaré allí. Caroline sintió que la cuerda se aflojaba y notó cómo él se la sacaba por la cabeza. Sollozos histéricos de alivio subieron por su garganta. —Es un trato —consiguió decir.Él clavó los dedos en sus hombros y la besó en la boca. —No sello acuerdos con apretones de mano —dijo—. Es una pena que no tenga más tiempo. Podrías gustarme. Su caricatura de sonrisa se convirtió en una mueca meditabunda con la que mostraba todos los dientes. —Siento como si el gafe ya hubiera desaparecido. Vamos. Fue con ella hasta la puerta trasera. Extendió la mano para quitar la cadena. Caroline pudo vislumbrar el reloj de la pared de la cocina. Habían pasado doce minutos desde que Sean había telefoneado. En treinta segundos, Jimmy se habría marchado y ella podría poner la cadena y obstruir la puerta. Dentro de unos minutos, Sean estaría allí. Otra vez recordaba cuando tenía seis años, cuando corría por los cimientos. Ella miró abajo. Estaba a unos dos metros y medio o tres del suelo, en el que sobresalían trozos de cemento roto. Lisa había dado el último salto sobre el espacio dejado para una puerta... Jimmy abrió la puerta. Pudo sentir una fría ráfaga del aire de la noche en su rostro. Él se volvió hacia ella: —Ya sé que nunca has tenido la oportunidad de verme actuar, pero soy un actor realmente bueno. —Ya sé que eres un gran actor —se oyó decir Caroline—. Después de La muerte de un viajante, ¿no te llamaba todo el mundo Biff en la escuela? En los cimientos, había vacilado en aquel momento, antes de dar el salto final detrás de Lisa. Había perdido impulso. Cayó y se golpeó la frente contra el cemento. Con un temor enfermizo, supo que una vez más no había logrado seguir a Lisa. La puerta se cerró de golpe. Durante una fracción de segundo, ella y Jimmy se quedaron mirándose. —Lisa no podía saber eso —murmuró Jimmy—. Has estado mintiéndome. Tú eres Caroline. Sus manos se abalanzaron sobre su cuello. Ella intentó gritar mientras retrocedía, se volvía y daba traspiés hacia la puerta principal. Pero de sus labios sólo salió un gemido sordo. Sean corría por las calles silenciosas. La telefonista del 911 estaba preguntándole el nombre, el lugar desde donde llamaba, cuál era la naturaleza de la urgencia. —Que un coche patrulla vaya a Priscilla Lane, número 81, apartamento 1-A — gritó—. No importa cómo sé que pasa algo. Que vaya un coche allí. —¿Y cuál es la naturaleza de la urgencia? —repetía la telefonista. La mano de Jimmy se apoyó de golpe contra la puerta principal cuando ella intentó correr la llave. Caroline se agachó al pasar por delante de él y corrió alrededor de la butaca. En la oscura luz, se vislumbró en el espejo de encima del sofá y vio la amenazadora presencia de él detrás suyo. Su aliento caliente le daba en el cuello. Si sólo pudiese vivir otro minuto más, Sean llegaría. Antes de que hubiera podido completar el pensamiento, Jimmy había saltado por encima de la butaca. Estaba delante de ella. Vio la cuerda en sus manos. Él le hizo dar la vuelta. Sintió que le estiraban del pelo, la cuerda en el cuello, y vio su reflejo en el espejo de encima del sofá. Se dejó caer sobre las rodillas y la cuerda le apretó. Intentó huir de él a gatas, le sintió inclinarse sobre ella. —Se acabó, Caroline. Realmente te toca ser la víctima. Sean giró por la calle de Caroline. Los frenos chirriaron cuando los apretó delante de la casa. En la distancia, podía oír sirenas. Corrió hacia la puerta e intentó abrir con el tirador. Golpeó la puerta con un puño mientras buscaba las llaves en el bolsillo. Recordaba que la condenada cerradura de seguridad no había sido instalada de forma adecuada. Había que tirar de la puerta hacia delante para que girase. En su angustia, no podía encajar la llave en la cerradura de seguridad. Tuvo que dar tres vueltas a la llave antes de que la cerradura se abriera. Luego, la otra llave para la cerradura normal. Por favor... Estaba arrodillada, agarrando la cuerda. La estaba ahogando. Podía oír a Sean golpeando la puerta, llamándola. Tan cerca, tan cerca. Los ojos se le abrieron mientras la cuerda le cortaba la respiración. Olas de oscuridad pasaban por encima suyo. Lisa... Lisa... lo intenté. No estires. Inclínate hacia atrás. Inclínate hacia atrás, te lo digo yo. En un esfuerzo final por salvar su vida, Caroline intentó echarse hacia atrás, deslizar su cuerpo hacia Jimmy en lugar de apartarse de él. Por un instante, la presión sobre su garganta se aflojó. Pudo inspirar antes de que la cuerda empezara a apretarle de nuevo. Jimmy se cerró a los sonidos de los golpes y los gritos. No importaba nada en el mundo entero, excepto matar a aquella mujer que había arruinado su carrera. Nada. La llave giró. Sean abrió la puerta de golpe. Su mirada dio sobre el espejo de encima del sofá y se quedó sin sangre en las venas. Los ojos de Caroline brillaban, se desorbitaban, boqueaba y tenía la boca abierta, las palmas de las manos extendidas y las uñas de los dedos como garras. Una corpulenta figura en chándal se inclinaba sobre ella, estrangulándola con una cuerda. Por un instante, Sean se quedó clavado, incapaz de moverse. Luego, el intruso levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron en el espejo. Mientras Sean le observaba, en aquel segundo, todavía incapaz de moverse, vio la aterrada expresión que apareció en la cara del otro hombre, le vio dejar caer la cuerda de las manos y echarse los brazos sobre la cara. —¡Apártate de mí! —gritó Jimmy—. No te acerques. ¡Apártate! Sean se dio la vuelta. Caroline estaba en el suelo, agarrando la cuerda que la ahogaba. Se lanzó al otro lado de la habitación y embistió al hombre que la atacaba. La fuerza del golpe envió a Jimmy contra la ventana. El sonido de los cristales al romperse se unió a sus gritos y al ulular de las sirenas, mientras los coches patrulla frenaban hasta detenerse. Caroline sintió que unas manos estiraban de la cuerda. Oyó a su garganta emitir un quejido grave. Entonces, la cuerda se soltó y una bocanada de aire llenó sus pulmones. La oscuridad, una dulce y grata oscuridad, la envolvió. Cuando se despertó se hallaba tendida en el sofá, con un paño frío alrededor del cuello. Sean estaba sentado a su lado, acariciándole las manos. La sala estaba llena de policías. —¿Jimmy? —Su voz fue un sonido áspero y ronco. —Se lo han llevado. ¡Oh! cariño. —Sean la incorporó, la envolvió entre sus brazos, apoyó su cabeza contra su pecho y acarició su cabello. —¿Por qué empezó a gritar? —murmuró—. ¿Qué sucedió? Unos segundos más y hubiese muerto. —Vio lo mismo que yo. Estabas reflejada en el espejo de encima del sofá. Está completamente loco. Creyó ver a Lisa. Creyó que volvía para vengarse. Sean no quiso dejarla sola. Cuando los policías se hubieron ido, se tendió junto a ella en el amplio sofá, echó sobre ellos la colcha de estambre y la abrazó. —Intenta dormir un poco. Segura en sus brazos, más allá del agotamiento, consiguió adormecerse. A las seis y media, la despertó. —Será mejor que te prepares —dijo—. Si estás segura de encontrarte bien, iré corriendo a casa a ducharme y vestirme. La brillante luz del sol se derramaba por la habitación. Hacía cinco años, había ido aquella mañana a la habitación de Lisa y la había encontrado. Esta mañana se había despertado entre los brazos de Sean. Extendió las manos, sostuvo su rostro entre sus manos y le agradó la tenue barba de sus mejillas. —Estoy bien. De verdad. Cuando Sean se marchó, se dirigió al dormitorio. Deliberadamente, se quedó mirando la cama, recordando cómo se había sentido al abrir los ojos y encontrarse, con Jimmy Cleary. Se duchó, dejando que el agua caliente cayese durante unos minutos sobre su cuerpo, sobre su pelo, queriendo borrar todo rastro de su presencia. Se puso un mono de color caqui, y se ajustó un cinturón trenzado al talle. Mientras se cepillaba el pelo, vio el cardenal rojo púrpura alrededor de su cuello. Rápidamente, volvió la cabeza. Era como si el tiempo estuviese en suspenso, esperando que ella completase lo que debía ser completado. Cerró su maleta y la puso con el bolso cerca de la puerta. Luego, hizo lo que sabía que tenía que hacer. Se arrodilló en el suelo, de la misma forma en que había estado arrodillada cuando Jimmy Cleary intentó estrangularla. Arqueó el cuerpo hacia atrás y miró el espejo. Era lo que ella esperaba. La parte inferior del espejo quedaba unos centímetros por encima de la línea de su pelo. No había forma de que ella pudiera haberse reflejado allí. Jimmy tenía razón: había visto a Lisa. —Lisa, Lisa, gracias —murmuró. No sentía que fuese a haber respuesta. Lisa se había ido y Caroline sabía que se había marchado. Por última vez, el pensamiento de que había sido la causa de la muerte de Lisa llenó su conciencia y, luego, fue dominado. Había sido un acto del destino y no iba a insultar la memoria de Lisa meditando sobre ello. Se puso en pie y entonces se reflejó en el espejo. Tiernamente, levantó las yemas de sus dedos hasta sus labios y tiró un beso. —Adiós, te quiero —dijo, en voz alta. Oyó detenerse un coche en la calle. Era el coche de Sean. Caroline se apresuró a ir hacia la puerta, la abrió de golpe, empujó la maleta y el bolso hacia fuera, cogió la bolsa envuelta en plástico que contenía su vestido de novia y, sujetándolo entre los brazos, cerró de un portazo tras ella y corrió a encontrarse con él. Fin