Publicado en
julio 25, 2010
I
No había ninguna posibilidad de ayudarme, pero mis amigos trataron de franquear esa molesta realidad poniéndose en mi lugar y empujándome hacia lo que parecía una salida.
—Deberías hacer un viaje —me decían—, un viaje te vendrá bien.
A veces, cuando yo me mostraba especialmente testarudo o cuando me burlaba de sus aparentes buenas intenciones, que no tenían, les decía yo, otro objetivo que el de perderme de vista por una temporada, alguno de ellos se encolerizaba conmigo y me reprochaba mi actitud:
—¿Sabes cómo se le llama a lo tuyo? Pues se le llama negativismo, agresividad, deseo de culpabilizar a los demás. Pero no se puede vivir así. Hay mucha gente que, a pesar de haber tenido accidentes bastante más graves que el tuyo, supera el trance y continúa adelante con optimismo.
Ante invectivas como aquélla, yo permanecía mudo, como si el accidente también hubiera afectado a mi voz, y formaba, mentalmente, una respuesta que podría denominarse filológica: «Si estuviéramos en el siglo xix —pensaba—, mi bienintencionado amigo no habría dicho "negativismo", "agresividad", "deseo de culpabilizar a los demás", sino que se habría referido a la flaqueza, al rencor, a la envidia que el desgraciado siente hacia los que ríen y parecen vivir felices.» No era, esa reacción mía, señal de desprecio hacia mi amigo; era simplemente cansancio, aburrimiento, indiferencia hacia la cháchara consoladora. Porque, para decirlo con una palabra que lo mismo sirve para el xix que para el xx, la idea de que lo bueno o lo malo de esta vida dependen de la actitud es una paparrucha. Desgraciadamente, de la actitud dependen muy pocas cosas. No olvidamos porque queramos olvidar. El deseo de ser libre no libera al prisionero. Las cosas son como son. Así se dice también en uno de los cuentos de los hermanos Grimm, que la época de los deseos ya pasó.
Con todo, mi reacción ante los consejos de mis amigos no era siempre tan filológica, ni tan intelectual. Una vez, por ejemplo, cuando uno de ellos me repitió por centésima vez lo de que mi vida no podía girar en torno al accidente, mi mente se quedó únicamente con la expresión «girar en torno», creando a continuación la imagen del remolino de un río. Cerré los ojos, como para fijarme mejor, y vi que bajo el agua del remolino había un cuerpo desnudo y blanquísimo, el cuerpo, me pareció, de un hermoso y excitante joven; pero, de pronto, en uno de los giros, su cabeza quedó al descubierto, y supe de pronto que aquel joven era yo mismo, o mejor dicho, el joven que yo había sido a los 14 o 15 años, y que me estaba ahogando, que me iba sin remisión hacia el oscuro centro del agua. Recuerdo que aquella visión me sobresaltó, y que a consecuencia de ello el combinado que estaba bebiendo se me cayó el suelo.
—¿Qué te pasa? —me preguntaron mis amigos.
—Nada —les contesté—, que mi imaginación me ha gastado una broma pesada.
—Efectivamente, no ha pasado nada —añadió uno de ellos recogiendo la copa y dejándola sobre el mostrador.
—Es lo que más me gusta de este club —dijo otro—, que está forrado de alfombras y que ni el cristal sufre con los golpes.
Sin embargo, la copa no había salido indenme. Tenía una fractura en su borde que la dejaba inservible. Pensé que aquella falta de percepción resultaba elocuente, que resumía bien la costumbre que poco a poco habían ido tomando mis amigos. Porque, tras las primeras atenciones, ellos se desentendían de lo que realmente me estaba sucediendo y, con la grisura de quien sigue una consigna, se limitaban a mostrarse joviales y festivos. En la práctica, el resultado era que, por ejemplo, simulaban reírse de mí a cuenta de mi bastón, diciendo aquello tan vulgar de que siempre hay clases.
—Tú siempre has hablado de igualdad —decían—, y ahora resulta que te quedas cojo y te compras un bastón con empuñadura de plata.
Y otro añadía:
—Sí, tienes razón, es un bastón clasista.
Y otro más:
—Más que clasista, burgués. Pero burgués del siglo XVIII. Un bastón como el que podía haber tenido un comerciante holandés aquejado de gota. ¿Ya os habéis dado cuenta de que, además de la plata, tiene sus iniciales grabadas en oro?
Yo me defendía de aquella alegría pensando en otras cosas. Cuando no conseguía mi propósito, me enfrentaba a ellos y les mandaba callar.
—¿Sabéis qué me recuerda vuestra forma de actuar? —les decía—. Pues las fiestas en casa de Gabriel.
Por decirlo de alguna manera, Gabriel tenía esa infección tan de moda en los últimos tiempos y estaba, diciéndolo ahora a la manera de Baroja, en la última revuelta del camino. Cada vez que nos juntábamos con él, nuestro comportamiento seguía las pautas de la gente que va a contar chistes a la televisión.
Vivir es recorrer el tiempo, pero recorrerlo como quien avanza por un alambre, desequilibrándose ahora hacia un lado y mañana hacia el otro, y así iba viviendo yo, sin conocer el equilibrio, procurando correr cada vez más para olvidarme del vacío que me rodeaba y llegar cuanto antes, no ya a un hogar, ni tampoco a un jardín inefable como el que solían hallar los caballeros tras muchas fatigas, sino a un lugar siquiera ligeramente más seguro que el propio alambre: a un escalón, a una barra, al cabo de una cuerda sujeta en algún sitio. Mi actividad era, en esa época, frenética. Concertaba citas con todo el mundo: con mis antiguos compañeros de trabajo; con los fisioterapeutas que habían dirigido mi rehabilitación y con el psicólogo que me había ayudado en los momentos de crisis; con mis asesores bancarios; con los periodistas que alguna vez me habían pedido un artículo; con los libreros que, justo cuando el accidente, me habían hablado de una edición excepcionalmente hermosa de las obras completas de Baudelaire; con todos ellos y con muchísimos más.
Naturalmente, la gran mayoría de esas citas no tenía sentido alguno. Pero, como ya he dicho, lo que yo quería era correr, escapar, huir de una situación que era como mi propia sombra. Por las noches, mi carrera continuaba, más deprisa si cabe: aparte de los clubs de siempre, visité otros que antes había considerado excesivamente barriobajeros. En uno de éstos, conocí a un chico que se hacía llamar Carla.
—¿Y tú quién eres? —me preguntó después de presentarse.
Yo le respondí:
—Soy el cojo que quiere correr.
Se lo dije con humor, pero también con aquella pizca de amargura que, por expresarlo al modo de los camareros, figuraba en todos los combinados que por aquel tiempo surgían en mi cabeza. Pero el muchacho, Carla, no sabía de sutilezas.
—Pues si te quieres correr, córrete —me dijo con una mueca descaradamente sexual.
No sé si su chiste fue voluntario o no, pero, por primera vez desde el accidente, me reí de verdad, con lágrimas en los ojos.
Mientras tanto, mis amigos seguían tratándome con aquella jovialidad forzada que, en su misma exageración, mostraba su otro lado, el lado en el que tenían lugar, estaba seguro de ello, los juicios sobre mi conducta, juicios negativos, juicios de lobos que desean dejar atrás al miembro molesto de la manada. Un día que habíamos bebido mucho, uno del grupo volvió al tema del bastón, y, quitándomelo de la mano, se puso a ponderar su calidad.
—Verdaderamente es muy bonito —dijo—. Lo que a mí más me gusta es esta empuñadura en forma de bola.
Detesto esos otros bastones que suelen llevar los jubilados y los montañeros.
Adivinando sus intenciones, le dije:
—Devuélvemelo, por favor.
Naturalmente, él se resistió, o mejor dicho, siguió diciendo tonterías sobre el bastón sin darse por aludido. Intenté cogérselo, pero él dio un paso atrás y me esquivó. Lo intenté de nuevo, y otra vez lo mismo. Dándose cuenta de lo que sucedía, todos los clientes que en aquel momento estaban en el club se pusieron a mirar nuestro número de circo.
—Haz el favor —le dije—, dame el bastón.
Pero él se sentía la reina de la fiesta, y no quería volver a la sensatez. Al fin, en un descuido suyo, logré arrancárselo de las manos y, sin pensármelo dos veces, le di un golpe en las piernas y lo derribé. El efecto que tuvo aquella acción fue notable: los que hasta aquel momento habían estado mirando y riéndose, enmudecieron por completo, y el bromista, que también se había estado riendo, se puso a aullar de dolor. En cuanto al resto de mis amigos, se lanzaron sobre mí y me agarraron para que no siguiera golpeándole.
—No pensaba hacerlo —les dije—, con el que le he dado tiene suficiente.
Fue un momento importante. Como esos gritos que, según suelen contar los periódicos, acaban provocando el desprendimiento de grandes masas de nieve o de piedras, el incidente removió la falsa atmósfera que envolvía la relación entre mis amigos y yo. De pronto, después de tanta alegría tonta, después de tantas mentiras piadosas, comenzaron a llover verdades:
—¡Esto ya es demasiado! —gritó uno de ellos.
—Ya no te aguantamos más —añadió otro.
—¡Tienes que marcharte de aquí por una temporada! —siguió un tercero—. De lo contrario, acabaremos muy mal.
Por una parte, necesitaba escuchar aquellas palabras, porque la verdad libera; pero por otra, adivinando la soledad que me auguraban y sintiendo ya, en aquel mismo momento, la fría brecha que se iba abriendo entre nosotros, me arrepentí de mi reacción y les pedí perdón.
—No quería golpearte tan fuerte —dije al amigo que me había quitado el bastón.
—Es igual, ya se me pasará —dijo él, frotándose una pierna—. De todas formas —continuó—, no deberías dirigir tu agresividad hacia nosotros. Tus amigos no tenemos la culpa de lo sucedido con Alberto.
Alberto no era de nuestro ambiente y nunca había pertenecido al grupo. Yo lo había conocido por casualidad, una vez que vino a hacerme una fotografía para un periódico. Desde el accidente, nadie lo había mencionado.
—De acuerdo —les dije—. Ya era hora de que alguien lo dijera claramente. Tenéis razón, Alberto me ha dejado. Ése es el verdadero problema.
—Es un cerdo —dijo el amigo al que yo había golpeado.
Por una vez, acepté su compasión, porque me pareció que, por fin, era una prueba de verdadero afecto.
—No es su culpa —dije—. Siente una auténtica fobia hacia la fealdad. Es normal que me haya abandonado.
—¿Sí? ¿Ha sido por eso? ¿Por el accidente? —dijo él.
—Para ser más concretos, por la cojera —respondí.
—No sé si creerte —se resistió él.
Estábamos en la hora de la verdad, y quería llegar hasta el final, hasta el último pliegue.
—Por lo que me contaron, vuestra relación ya estaba rota para entonces. Si no rota, dañada.
Quise contestarle enseguida, pero no pude. La imagen del remolino había vuelto a mi mente, pero el cuerpo desnudo que ahora giraba en el agua ya no era el mío, sino el de Alberto. Me agarré fuerte al bastón y traté de borrar aquella imagen que, desgraciadamente para mí, seguía excitándome. Cuando volví a la realidad, mis amigos hablaban de París.
—¿Por qué no te vas a París? Una temporada en tu ciudad preferida te hará bien. Te ayudará a olvidar.
Bebí un poco y traté de pensar rápidamente.
—Siempre nos queda París —dije levantando mi copa.
Tenía que aceptar la verdad. Alberto nunca volvería a mí. No podía soportar mi cojera, y las cicatrices, las feas cicatrices que me habían quedado tras las operaciones del hospital, le producían asco. Por mucho que intentara aproximarme a él, nuestros cuerpos nunca volverían a mezclarse bajo las sábanas. En realidad, ¿cómo juntar a un cojo lleno de cicatrices con un esteta? Para decirlo con el lenguaje de principios del siglo xx, habría sido un encuentro surrealista.
—¿Cuándo fue usted a París por primera vez? —me preguntó el psicólogo días después, cuando le comenté mi propósito. Era un hombre de unos sesenta años, con cara de fumador y voz muy masculina. Me había ayudado mucho en los primeros meses, cuando lo único que lamentaba era no haberme muerto en el accidente.
—Nada más acabar los estudios universitarios —le respondí. Como siempre que iba a su consultorio, me sentía con ganas de hablar—. Durante el último curso había leído con frecuencia los libros de Baudelaire, y tuve la idea de ir a París a traducir uno de ellos y a perfeccionar mi francés. Fue un viaje decisivo. Hasta llegar allí, ni siquiera sabía que era homosexual. O mejor dicho, no lo aceptaba.
Seguí confesándome durante un buen rato. Hablé de lo mucho que había aprendido en los libros del poeta, de la revelación que para mí había supuesto la lectura de sus poemas.
—También descubrí los parques —añadí al final—. Hasta entonces, los parques eran para mí el lugar de los niños o de los jubilados. Pero en París, en el parque de Montsouris concretamente, supe que tenían vida nocturna. Fue allí donde yo concerté la primera cita sexual de mi vida.
Creí entonces que el psicólogo quería cambiar de tema, porque se puso a hablar de la importancia de las ceremonias.
—Usted ya sabe que todos los actos importantes de nuestra vida suelen ir acompañados de una ceremonia. No basta con morir, por ejemplo. Tiene que haber además un funeral. Es decir, tiene que haber cierta solemnidad, un comportamiento que, por seguir unas determinadas reglas, más o menos arbitrarias, más o menos bellas, diferencie ese hecho de los que ocurren todos los días. En mi opinión, las raíces de la ceremonia son profundas. Aparte de que sin ellas la monotonía de la vida se nos haría insoportable, ayudan a seguir adelante e impiden que la desorientación creada por esos momentos especiales nos ponga en peligro.
Siete meses antes me había hablado de las joyas casi en los mismos términos. Del beneficio espiritual que las joyas y los objetos especiales procuran a la personas cuyo ánimo flaquea ante la dureza de la vida. La idea de comprar el bastón había sido suya.
—¿En qué está pensando? —le pregunté.
—Veo bien lo de su viaje a París, pero siempre que lo haga según unas reglas, las que usted quiera. Sin ceremonia, el viaje puede resultarle negativo. Si va allí y se encuentra con que no sabe qué hacer, volverá a sentir ese horror al vacío del que tanto me habló al principio.
—Propóngame algo —le dije.
—Como le he dicho, las reglas son lo de menos. Pero, por ejemplo, ¿por qué no repite usted los pasos que dio cuando su primer viaje? ¿Por qué no vuelve a París y se compra el libro de Baudelaire en la estación?
—No hay momento que se pueda vivir dos veces —le dije.
—Sólo será un juego, como los niños cuando van por la playa y se esfuerzan en recorrerla poniendo los pies sobre las huellas que dejaron otros. Sinceramente, creo que le vendrá bien. El ceremonial le ayudará. Igual que el bastón.
De vuelta a casa, recordé algo que había leído en algún libro, algo sobre los que no buscan la libertad sino únicamente una salida. «Quizá no esté mal ese juego», pensé. Podía ser una salida. Una salida provisional, al menos. Llegué a casa, telefoneé a una agencia para que me consiguieran un billete para el tren nocturno a París, y me puse a hacer la maleta.
II
Para decirlo de una forma vagamente melodramática, llegué a París con la esperanza de encontrar ese agarradero que los que caminan por el alambre necesitan para no caer al abismo. En la maleta, aparte de
la ropa y algunos objetos personales, sólo llevaba un diccionario, la colección completa de los libros de Baudelaire y varios cuadernos, en uno de los cuales, en una hoja más dibujada que escrita, figuraban los pasos que había dado durante mi primera estancia en la ciudad: el itinerario que, de acuerdo con el ceremonial propuesto, debía seguir para alejar de mí el horror al vacío. Al ser nuestra memoria más sensible a los primeros estímulos que a los recibidos cuando la costumbre ya ha hecho su aparición, el itinerario que había logrado plasmar en el cuaderno era más preciso al principio que al final. «Compré un ejemplar de Le Spleen de Paris en la misma estación. Me costó diez francos», decía la primera línea. «Abandoné la traducción y me dediqué a salir con mis nuevos amigos», decía la última.
La dependienta del puesto de la estación a punto estuvo de frustrar mi primer paso en la ciudad, al empeñarse en que no tenían ningún ejemplar de Le Spleen de Paris; pero al ver que yo no me movía de la caja y que los demás clientes comenzaban a impacientarse en la cola, no le quedó otro remedio que seguir mirando y encontrarme uno, que resultó ser de lujo, y me costó 475 francos. Lo metí en un compartimento exterior de la maleta y, tras un delicioso trayecto por las escaleras mecánicas, salí a la plaza y me senté en uno de los bancos, en parte para descansar, en parte para aprovechar mejor mi primer contacto con el aire, el olor y las voces de la ciudad. Era temprano aún, y las luces rojas de la torre de Montparnasse, rayas rojas sobre fondo negro, estaban encendidas. ¿Empezaba a ser feliz? Sí, estaba empezando a serlo.Un poco.
Desgraciadamente, mi imaginación no había cambiado durante el viaje. Rebelándose contra mis apreciaciones, rebelándose también contra la emoción que me embargaba en aquel momento por el simple hecho de haber sido capaz de recorrer mil kilómetros para estar allí, me mostró un suicidio: un hombre se precitaba al suelo desde aproximadamente el piso número 35 de la torre. Recordé entonces, porque mi imaginación y mi memoria siempre van juntas, que aquella escena bien habría podido corresponder a la muerte de Nikos Poulantzas, muerto en aquella plaza, y de aquella manera. Recordé a continuación dos artículos que, al día siguiente de la muerte del filósofo, había leído en Le Monde. En uno de ellos, en el más largo, se hablaba del fracaso del comunismo, y de la depresión que por ese motivo sufría Poulantzas. En el otro, muy breve, se citaba de paso cierta ruptura sentimental. Naturalmente, digan lo que digan los demagogos y los aficionados a la retórica, el verdadero motivo estaba en la ruptura, en lo nimio, en lo estrictamente personal.
Apoyándome en el bastón, y arrastrando con una mano la maleta de ruedas, avancé unos quinientos metros en dirección al cementerio de Montparnasse. Sucedió entonces algo que, repentinamente, me devolvió a la realidad, a un mundo bastante peor que el que yo veía en mis momentos de euforia, pero más soportable que el de mi imaginación: una mujer africana, que no se había dado cuenta de mis intenciones, me adelantó justo cuando yo me disponía a sentarme y me quitó el sitio, un asiento de plástico bajo la marquesina de la parada del autobus. Inmediatamente, varias de las personas que estaban esperando allí comenzaron a recriminar a la mujer.
—Cómo puede usted quitarle el sitio a un impedido —le dijeron, o le vinieron a decir, a coro—. Hay que tener más educación, señora, estamos en Francia.
Pensé para mí: «Aquí se ve bien a las claras lo repugnante que puede ser la bondad. Los muy hipócritas han aprovechado la ocasión para recordarnos nuestras taras: a ella su extranjería; a mí, la cojera.» Les dejé discutiendo, y seguí adelante, hacia el cementerio donde yacía el poeta que tanto había luchado contra aquella terrible bondad de la gente que llamamos, y se llama a sí misma, normal.
Conocía el camino de memoria, y llegué enseguida hasta la sexta división, donde está la tumba: Charles Baudelaire, 1821—1867. Me apoyé en el bastón con las dos manos y susurré las palabras de agradecimiento que, veinte años antes, con la sentimentalidad y la desmesura propias de la juventud, había pronunciado allí mismo: «Me arrancaste primero de la iglesia, llevándome lejos de su poesía vulgar y castrante. Luego me apartaste del día, conduciéndome hacia una noche en la que mi cuerpo pudo, por fin, encontrar los cuerpos que deseaba. Más tarde, como colofón, desarmaste mi espíritu igual que una mano poderosa desarma una caja de cartón, y me hiciste libre. Supe, gracias a ti, que la vida es una compleja mezcla de luces y sombras, y que esa complejidad es magnífica.»
Quizá no fueran exactamente las mismas palabras del pasado, pues no recordaba bien si en aquella ocasión había dicho «luces y sombras» o si había dicho «mal y bien, una compleja mezcla de mal y bien». Con todo, me di por satisfecho. No quería obsesionarme con la exactitud. La obsesión, la idea fija, también era un peligro para mí, porque quien teme al vacío y busca un punto de apoyo se agarra con frecuencia a algo absurdo, a cualquier cosa que, por decirlo así, pasa en ese momento por allí.
Una hora después de mi visita al cementerio de Montparnasse, estaba ya, siguiendo con mi itinerario, junto al parque de Montsouris, en un pequeño apartamento con cocina que, contra lo que me había aconsejado el concierge del hotel, había preferido a la habitación. A diferencia de veinte años antes, no veía desde la ventana el estanque del parque, sino únicamente los árboles, muy crecidos, redondos y grandes. Unos con otros, formaban una fronda de hojas donde el color verde ya había empezado a mezclarse con el amarillo y el rojo. Estábamos a primeros de septiembre, y el otoño avisaba de su llegada.
Intenté repetir los versos del poeta: «Nos sumergiremos pronto en las frías tinieblas; ¡adiós, viva claridad de nuestros veranos demasiado cortos! Oigo ya los golpes fúnebres de la leña que cae sobre el pavimento de los corrales...» No me acordaba de más. Ésa era otra de las diferencias con el pasado. Me gustara o no, lo confesara o no, mi pasión por la poesía de Baudelaire se había reducido. Ya no era capaz de recitar sus poemas de memoria. Pero tampoco me quería obsesionar con aquello.
Acerqué la mesa hasta aquella ventana y coloqué lo que Alberto, al comienzo de nuestra relación, en los días felices, llamaba «el altar del traductor». Primero una pequeña muralla de libros, delimitando el campo donde debía tener lugar la transformación de unas palabras en otras, luego la pluma de tinta azul que iba a trazarlas y la pluma de tinta roja para las correcciones, a continuación mi amuleto, un trozo de ánfora que había encontrado en una playa griega, y por fin el diccionario, el libro y el cuaderno nuevo, los verdaderos protagonistas de la alquimia.
Cuando estaba acabando de vaciar las maletas, recordé una cosa nueva, algo que no había apuntado en mi itinerario. Veinte años antes, al sentarme por primera vez con el diccionario, el libro y el cuaderno nuevo, yo no me había limitado a traducir el primero de los textos de Le Spleen de Paris, sino que, antes de nada, en la primerísima hoja, a modo de frontispicio, había copiado aquel texto, L´étranger, en la versión original, con las mismas palabras que había utilizado el poeta.
Volví a la mesa, abrí el cuaderno, y, con la mejor letra posible, empecé a copiar el maravilloso diálogo: «Qui aimes — tu le mieux, homme énigmatique, dis? ton père, ta mère, ta soeur, ou ton frère?...»
Después de la copia, me di un baño, un baño de los que me doy ahora, irritantemente lento, y sufrí, en ese momento difícil, un nuevo ataque de ese ser que parece vivir dentro de mí saltando de la imaginación a la memoria y de la memoria a la imaginación, y que últimamente, tras todo lo sucedido, yo llamo Terry, por lo terrible que es. Terry me recordó, me mostró, una de las tantas veces en que Alberto y yo decidíamos de pronto ir al cine y lográbamos en menos de cinco minutos levantarnos de la cama, ducharnos, vestirnos y llegar al ascensor. Después de la visión, mis pensamientos derivaron una vez más hacia las zonas oscuras. Pensé, utilizando una metáfora vulgar, que los impedidos somos como los autos que necesitan el doble o el triple de gasolina para seguir andando, con la salvedad de que nosotros gastamos tiempo, no gasolina. Pensé luego, valiéndome esta vez de una metáfora más delicada, que la vida se me estaba yendo con extrema rapidez, que en el reloj que cuenta mis días los granos iban cayendo a puñados, y no de uno en uno.
En otra ocasión y en otro lugar me habría quedado quizás allí, sentado en el taburete del cuarto de baño, dándole vueltas y más vueltas a la cuestión; pero en París, aquel día, no podía permitirme tal abandono. Estaba dentro de un juego, de un ceremonial, y tenía cosas que hacer. La traducción de L´étranger esperaba sobre la mesa.
Antes de ponerme a trabajar, pedí una pizza al restaurante del hotel y me senté frente a la televisión. Acababa de morir François Mitterrand, y todos los programas estaban dedicados a él. Recordé algo que mi madre solía decir en situaciones como aquella: «Ya le ha llegado la hora de las alabanzas». Siempre me había hecho gracia aquel eufemismo, y también entonces. Me devolvió el humor.
Acabé de comer y me puse a traducir el texto. Lo hice bastante deprisa, porque, por fortuna, el accidente no había afectado a la velocidad de mi mente ni a la de mi mano.
—Di, hombre enigmático, ¿a quién quieres más? ¿A tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?
—Yo no tengo padre, ni madre, ni hermana, ni hermano.
—¿A tus amigos?
—Utilizáis una palabra cuyo sentido todavía no conozco.
—¿Tu patria?
—Ignoro en qué latitud está situada.
—¿La belleza?
—La amaría gustoso, diosa e inmortal.
—¿El oro?
—Lo odio como tú odias a Dios.
—Entonces, ¿qué es lo que amas tú, extraordinario extranjero?
—Yo amo las nubes... las nubes que pasan... por allí... por allí... las maravillosas nubes.
Estuve contemplando el texto, más que leyéndolo, durante un buen rato. Luego, al atardecer, cuando las primeras sombras ya se habían adentrado en el parque de Montsouris anulando las diferencias entre hoja y hoja, entre rama y rama, entre un árbol y el siguiente, salí a dar mi primer paseo por el Distrito XIV. Era la hora en que los canalillos de las calles se llenan de agua, recogiendo las colillas y las peladuras de fruta, y era inevitable la asociación de lo que veía con lo que habían escrito, con fe, con optimismo, los padres de aquel progreso, allí mismo, en la ciudad que yo estaba pisando. Llegué así a la calle Tombe—Issoire, igual que lo había hecho veinte años antes, y entré en una tienda de comestibles. Me atendió un muchachito árabe.
—Necesito siete cosas —le dije—. Arroz indio, una lata de atún, un aguacate maduro, aceitunas, uva blanca, un paquete de café de Colombia y una botellita de crema.
Era la misma compra que la primera vez. La diferencia estaba en que el arroz indio y el aguacate ya no me resultaban exóticos.
—¿Exactamente siete? ¿No serán ocho? —me dijo el muchachito árabe con humor. Tenía una sonrisa especial, extraña y deliciosa a un tiempo. En vez de encoger los labios, los alargaba y cerraba, como si estuviera de morros, pero sin estarlo.
—¿Cómo te llamas? —le dije.
No me respondió enseguida, sino que se fue a por las cosas que le había pedido. Pensé que tendría unos dieciséis o diecisiete años.
—Abdelah —me respondió a la vuelta, empezando a meter mi compra en la bolsa de papel. Me di cuenta de que su mirada iba alternativamente de la bolsa a mi bastón.
—¿Te gusta? —le dije. Ya había acabado de meter las cosas y su mirada se había quedado fija en el bastón.
—Argent? —dijo de pronto alargando la mano y acariciando la bola de la empuñadura. Le respondí que sí, que era de plata.
—Y las iniciales son de oro —añadí señalándole las letras. Nada más decir aquello, me arrepentí. Había sido una fanfarronada, un intento vulgar de impresionarle.
—C´est très beau —dijo él sin apartar la mano de la bola. Me sentí ligeramente excitado.
La cuenta ascendía a 146 francos. Reprimiendo el deseo de impresionarle con una gran propina, dejé 150 francos sobre el mostrador y salí afuera. Allí, a lo largo de la calle Tombe—Issoire, el agua corría por los canalillos brillando como podría brillar un espejo líquido, y la gente bebía cerveza en los bistrot y charlaba en voz baja. París inspiraba una calma que, en algunos momentos, cuando la brisa levantaba un papel de la acera o movía un mechón de pelo, me devolvía la sonrisa de Abdelah.
Dejé la compra en la recepción del hotel y me dirigí al parque. Pero, en veinte años, las cosas habían cambiado. Las puertas estaban cerradas; unas puertas que además no eran tales, sino unos armatostes de acero de unos tres metros de altura y cuatro o más de ancho. Dentro del parque todo era soledad, sombras, silencio. De vez en cuando se oía el chillido de un cisne o de un pavo real.
—¿Cómo es posible? —dije en alto—. ¿Por qué cierran Montsouris?
Caminando por la acera pasaba un matrimonio. Se detuvieron dispuestos a responder mi pregunta. Yo era el extranjero, había que informarme.
—Esto a la noche se convertía en algo peor que Pigalle —me dijeron. Yo puse cara de comprender lo grave que era el problema—. ¿Hay prostitución masculina en su país? —me preguntaron al final.
Yo les dije que sí, que en todas partes había problemas.
Volví a mi apartamento y encendí la televisión. Seguían con los debates sobre la figura de Mitterrand. «Fue un hombre que devolvió a Francia el protagonismo internacional que había perdido con Pompidou y con Giscard —decía uno de los contertulios—. Después de De Gaulle no ha habido nadie tan preocupado por la grandeza del país.»
Entré en la cocina y me preparé una ensalada de arroz. «Hay algo que ha mejorado en estos últimos veinte años —pensé—. En aquella época, Abdelah no existía.»
Estuve viendo la televisión hasta muy tarde. Cuan—
do me fui a dormir, los árboles de Montsouris eran parte de la oscuridad, una masa negra incrustada dentro de otra igualmente negra, pero mayor.
III
Por la mañana de mi segundo día en la ciudad, tomando el sol en un banco del parque de Montsouris, yo pensaba en esa expresión que se utiliza siempre para subrayar la diferencia entre dos cosas o dos personas, y que hace referencia al día y a la noche. Pensaba que cuando alguien afirma «son como el día y la noche», casi nunca es consciente de lo que realmente describe con esas palabras, que ya no es únicamente esa diferencia entre la luz y la oscuridad que tan terrible debió de parecer a los habitantes de las cuevas, sino que, desde hace varios siglos, también hace referencia a dos territorios situados muy cerca, uno en el envés del otro, pero con costumbres y leyes casi opuestas, con ciudadanos que con frecuencia, por el mero hecho de vivir a un lado u otro de la frontera, se consideran enemigos. Así pues, según aquellas ideas que me rondaban por la cabeza, me encontraba allí, en el Montsouris de día, como en tierra extranjera. La gente que pasaba caminando por delante del banco me miraba con desconfianza; los niños que jugaban a fútbol no se atrevían a acercarse, ni siquiera cuando el balón quedaba cerca de mí, y esperaban a que algún paseante se lo devolviera; los policías dudaban al llegar a mi altura, y hablaban entre ellos antes de seguir adelante. Por mi parte, prefería darles la espalda y mirar hacia el estanque donde los cisnes se deslizaban sobre el agua en busca de trozos de pan. Los cisnes también pertenecían al día, pero al menos eran bellos.
En un determinado momento, ese enemigo que llevo dentro y que llamo Terry me hizo levantar la cabeza y fijarme en los atletas que corrían por el otro lado del estanque, por entre los árboles de Montsouris, pero sin mayor consecuencia. Había dormido bien, soñando a veces con el muchachito de la tienda, Abdelah, y me sentía fuerte. Ahuyenté el recuerdo de mi antigua agilidad y me puse a observar a los corredores: algunos eran viejos, y dibujaban al correr una estampa deplorable; otros eran jóvenes de piernas fuertes y esbeltas, y llevaban la mente hacia las esculturas del pasado.
Contento del tono que habían adquirido mis pensamientos tras el nuevo contacto con los escritos de Baudelaire, me levanté del banco y me dirigí hacia un templete cubierto en el que algunas personas parecían hacer gimnasia. Una vez allí, observé con cierta sorpresa algo que, por una parte, por los juegos que los participantes hacían con brazos y piernas, era auténtica gimnasia, pero que, por otra, a causa de la lentitud y elegancia que imprimían a sus movimientos, era un baile, un baile a camara lenta.
—Tai—chi —me dijo un muchachuelo de ojos rasgados a modo de explicación. Sin darme yo cuenta, se había sentado a mi lado.
—¿Es tu padre? —le pregunté señalando al que dirigía aquella sesión de gimnasia.
—No. Es mi maestro —dijo el muchachuelo riéndose. Luego se subió al templete y se unió al grupo.
Me fijé en aquel hombre. Era oriental, de unos cincuenta años, muy delgado, lo que en una nove—
la del siglo xix una buena madre hubiese definido con la palabra chiquilicuatri; pero su mirada, oscura, brillante, tenía algo que caía muy lejos de las posibilidades descriptivas de esa buena madre del siglo xix, una cualidad que, sin embargo, yo percibía perfectamente y me hacía pensar en él como en un igual. Cuando, un momento después, levantó ligeramente el mentón para invitarme a formar parte del grupo que hacía gimnasia, mi seguridad fue total: aquel hombre también pertenecía a la noche, a mi mismo país.
Sonriendo, le mostré el bastón. Era cojo, no podía hacer lo que me pedía. Insistió. Volví a negar con la cabeza. Sonrió. Sonreí. Eramos dos compatriotas hablando en nuestra lengua.
El muchachuelo de los ojos rasgados volvió a donde yo estaba sentado.
—Dice François si puede tomar un trago con él —dijo con un acento suburbial que no le había notado antes.
Asentí varias veces. El hecho de que, a pesar de su evidente origen oriental, el maestro de gimnasia se hiciera llamar François me pareció otra prueba más de su extranjería. No, en su vida tampoco reinaba el sol.
—Yo le llevaré al bar —dijo el muchachuelo cogiéndome de la mano y poniéndose a andar. Alrededor de nosotros, la gente seguía corriendo, paseando a los niños, arrojando migas de pan al agua.
El bar estaba justo enfrente de la puerta de acero del parque, y parecía corriente, incluso demasiado corriente para una zona como Montsouris. Tenía terraza, y parecía el lugar de reunión preferido de los motoristas de la zona. Conté hasta diez motos en los alrededores de la puerta. Cuando mi acompañante se subió a una de ellas, una BMW de color rojo oscuro, el camarero le ordenó que se bajara y le llamó por su nombre, Taki. Me senté en la terraza y pedí un café, un botellín de agua y una copa de absenta.
François llegó enseguida y pidió un aperitif. Durante un buen rato, hablamos de vaguedades. De lo bueno que sería para mí hacer aquella gimnasia, practicar el tai—chi; de lo que pensaba hacer en París; de lo mucho que había cambiado la ciudad en veinte años.
—Una de las cosas que me ha extrañado, es lo que ocurre con este parque —dije en un momento dado, apurando mi copa de absenta. Me pareció que ya era hora de cambiar de lengua.
—¿Qué ocurre con el parque? —preguntó François. De cerca, sus ojos daban un poco de miedo.
—Que lo cierran de noche —dije. Hice un gesto al camarero para que me trajera otra copa de absenta.
—Es muy difícil cerrar un parque del todo. Por lo que yo sé, hay gente que no se resigna a quedarse fuera y acaba por buscar una entrada.
Uno de los motoristas arrancó su moto y se alejó calle arriba, hacia la Tombe Issoire. Mis pensamientos se alejaron con él, y me acordé de Abdelah.
—Hola, siete cosas —dijo una voz. Era Abdelah. Tenía un refresco de color naranja en la mano y me sonreía. Detrás de él, una especie de niño gigante, que le sacaba la cabeza y que parecía su guardaespaldas, bebía cerveza y se reía.
—¡Vaya! ¡Estabas aquí¡ —exclamé. La coincidencia entre mi pensamiento y su aparición, más propia de los aficionados a los fenómenos esotéricos que de un traductor de Baudelaire, me hizo reír. Deduje, bromeando conmigo mismo, que a lo mejor ya estábamos otra vez en el maravilloso tiempo de los cuentos, donde todo deseo se cumple.
Abdelah me dio una palmada en el brazo y volvió a la mesa donde estaba sentado con Taki y otros muchachos de su edad. François y yo reanudamos la conversación.
—Bien, ¿cómo lo hacemos? —le dije pagando la consumición de nuestra mesa al camarero que me acababa de traer la segunda copa de absenta.
—¿Siempre bebe eso? —me preguntó François señalando el licor.
—¿Es caro? —insistí.
—Entrar le costará quinientos francos. Luego, lo que le pida el muchacho. En general, nunca pasan de los mil francos —dijo François.
—¿Puedo elegir? —pregunté tomando un sorbo de absenta.
—Sólo entre los que están dentro.
François puso cara de aburrimiento. Hablar de negocios estaba bien, era algo que siempre hacían los habitantes de la noche, pero convenía la brevedad. Saqué un billete de quinientos francos de la cartera y se lo entregué con discreción, simulando un apretón de manos.
—Tiene mucha fuerza —dijo François guardándose el billete y frotándose la mano que le acababa de apretar. Después del trato, quería mostrarse agradable.
—Es por el bastón. Me obliga a hacer ejercicio —le respondí.
—Es muy bonito. A Abdelah le gusta mucho—dijo entonces él. Antes de que yo tuviera tiempo de preguntarle nada, comenzó a interesarse por mi cojera. Una vez más, tuve que explicar lo del accidente.
Estuvimos hablando hasta que el camarero comenzó a servir sándwich y platos combinados. Para entonces, Abdelah ya se había marchado con sus amigos. Taki, en cambio, seguía allí, sentado en una moto y aguardándonos.
—Se me hace tarde —dijo François—. Mi próxima sesión comienza dentro de cuatro minutos.
Tenía un reloj de esos que llaman de astronauta, con muchos botones y agujas.
—Dígame cómo quedamos —le pregunté.
—Venga a esta esquina a las diez de la noche —dijo François, levantándose y haciendo un gesto a Taki.
Llegué a mi apartamento cansado, con una fatiga que tenía que ver más con la absenta que con los doscientos metros que había tenido que recorrer a pie, y me dejé caer en el sofá. En la televisión, las honras fúnebres a Mitterrand ocupaban la pantalla, y una compañía de fusileros vestidos de gala estaba a punto de efectuar una descarga. Quité el sonido al aparato y esperé. Unos segundos después, una bandada de palomas salió volando espantada. Me sobrevino una idea cómica: pensé que la descarga también habría asustado a Mitterrand, y que pronto lo iba a ver saliendo de la caja y saltando del catafalco a la acera. Me eché a reír sin apartar los ojos de la pantalla, y estuve allí hasta que el realizador cambió de plano. «Estás un poco borracho», me dije. Luego me acomodé mejor en el sofá y me quedé dormido.
Me desperté con una fuerte sensación de soledad. La absenta, tan amiga en los primeros momentos, se había evaporado de mi espíritu dejando sólo su estela, el frío que esconde tras su cálida apariencia. Intentando escapar de aquella sensación, me acerqué hasta la ventana del apartamento y miré hacia todo lo que quedaba fuera de mí, más allá de mi accidente y de mi cojera, más allá de Alberto, de François y de Abdelah, más allá también de mí mismo, de mi imaginación, de mis recuerdos, de Terry: afuera, como si quisiera se—
ñalarme mi alfa y mi omega, la situación en la que me encontraba y la situación a la que debía acceder, el viento zarandeaba la enorme masa de hojas que cubría Montsouris formando ondas y haciendo que, por contraste, todo lo demás, desde las casas hasta el cielo, ganara en fijeza y serenidad. Sin moverme del sitio, cogí uno de los libros de Baudelaire que había colocado en la mesa, y lo abrí por una página cualquiera. Repetía así, no un acto de veinte años atrás, sino otro muchísimo más antiguo, el que llevaban a cabo las damas de la Edad Media cuando abrían un libro de Virgilio al azar y ponían el dedo sobre un pasaje; un pasaje que luego, tras ser interpretado, se convertía en guía y luz de quien lo había señalado.
«El dandy debe aspirar a ser sublime sin interrupción: debe vivir y morir ante un espejo», leí. No era mi traducción, sino la de Antonio Martínez Sarrión, un traductor al que admiraba mucho.
Reflexionando sobre aquellas palabras, sobre el mensaje que podían encerrar, me acordé del funeral de Oscar Wilde tal y como lo describieron las crónicas, con el poeta vestido con un traje de terciopelo negro y llevando un chaleco de color verde esmeralda, como diciéndole a la muerte, «no te miro, no te veo, dónde está la copa de champagne que he venido a buscar». Pero Terry no me dejó solazarme en aquella visión, y, encadenando recuerdos, me susurró las palabras con las que el propio Wilde había comenzado su famosa carta desde la prisión de Reading. O mejor dicho, las palabras que, parafraseando la traducción que de ellas hizo José Emilio Pacheco, yo había escrito a Alberto desde el hospital: «Tras larga y vana espera, me decido a escribirte por tu bien y por el mío. Me desagrada pensar que llevos tres meses de hospital sin recibir jamás una línea tuya, ni siquiera noticias o al menos un recado, excepto aquellos que me causaron dolor.»
Que Alberto había empezado a salir con un nuevo amigo, ésa fue la única noticia suya que recibí tras el accidente. Ni una visita, ni una postal interesándose por la evolución de mis lesiones. Nada. Sólo la noticia que me causó dolor.
Volví a ver el remolino del río con el cuerpo desnudo de Alberto girando en torno al centro. La visión no se deshizo enseguida, como la anterior vez, y esperé a que todo él, sus piernas, su torso, su cabeza, desa—
pareciera bajo el agua. Cuando abrí los ojos, allí seguía el parque de Montsouris, con el movimiento de las hojas de los árboles y con las sombras que, como cada atardecer, acudían a su cita.
Llegué al bar de los motoristas media hora antes de las diez, porque llevaba sin probar nada desde el desayuno y quería comer algo. Casi inmediatamente, cuan—
do todavía no me habían servido el plato, apareció Taki.
—Debí imaginar que tú serías el guía —le dije.
Él se limitó a sonreír y se sentó a mi lado.
IV
La entrada secreta al parque de Montsouris era bastante peligrosa para una persona que, como yo, no puede correr ni caminar deprisa. No estaba, como cabía imaginar, en uno de los lados, y tampoco consistía en un túnel o en un boquete abierto en la valla metálica, sino que la cuestión, como diría un personaje de Vila—Matas, era mucho más complicada. Había que ir hasta el andén de la estación del boulevard Jourdan, donde se une la línea de metro con la de los trenes que van a la banlieue, y recorrer unos cien metros por el túnel que, pasando por debajo de la calle Gazan, conecta el boulevard con el parque.
—¿Cada cuánto pasan los trenes? —le pregunté a Taki cuando bajamos a la vía.
—Después de las diez, cada tres minutos —me respondió él cogiéndome de la mano y llevándome hasta una especie de acera que había junto a los raíles—. Aquí no es peligroso —añadió al darse cuenta de mi alarma.
—¿Dónde lo es? —le pregunté. Desde nuestra posición, sólo alcanzaba a ver la parte iluminada del túnel, que era mínima. Más allá, la noche ganaba en concentración, y lo oscuro seguía a lo oscuro.
—No hay problema —dijo Taki sacando una linterna y encendiéndola. Tenía una risa bonita, algo infantil.
—Veo que estás orgulloso de ti mismo —le dije soltándome de su mano. La acera por la que avanzábamos era demasiado estrecha para ir enlazados. Además, tenía la palma completamente mojada de sudor, y me daba vergüenza que él se diera cuenta del miedo que sentía.
La luz de la linterna bailó en el techo del túnel, y Taki asintió con un oui lleno de seguridad.
—Viene un tren —dijo de pronto—. Tranquilo, señor.
Me detuve agarrándome al bastón con las dos manos y gritando, y no abrí los ojos hasta que el tren se alejó de nosotros y el túnel volvió a quedar en paz. Viéndolo desde ahora, cuando todo ha acabado y ya no hay nada que perder o que ganar, considero aquel momento, el de la travesía por el túnel, como uno de los más irreales de cuantos viví durante aquellos días en París, incluso como el más irreal de toda mi vida, y no le encuentro otra explicación que la de un deseo que, tras los meses de hospital, tras las traición de Alberto, había crecido demasiado, volviéndose monstruoso y superior a cualquier otro sentimiento, más fuerte que el miedo, más fuerte también que el respeto por mí mismo o la ilusión de comportarme como el dandy de Baudelaire. «El amor es ciego», suele decirse. Es un eufemismo. Lo que ciega, lo que hace daño, es el deseo.
Llegamos al final del túnel. De allí en adelante, según me pareció percibir gracias a las farolas que alumbraban la zona desde lo alto, la vía del tren seguía por una especie de hendidura abierta en el parque. Me extrañó su existencia. Nunca me había fijado en aquel corte que, visto desde el parque, debía de tener el aspecto de un barranco. Pensé que sus orillas estarían valladas y disimuladas con árboles.
—Tenemos que subir por allí —me dijo Taki señalando dos enormes machones que arriba, al nivel de los árboles y las farolas, acababan en un puente que parecía de fantasía, con barandillas de filigrana.
—¿Por dónde vamos? —le pregunté. A partir de aquel punto, la vía se hacía única, y no había acera.
—Hay que esperar a los trenes, señor. Para mayor seguridad —me dijo Taki sentándose en un saliente de cemento. Yo le imité y me senté junto a él. Por encima de nosotros, junto a una de las farolas del parque, charlaban dos muchachos.
Pasaron dos trenes, uno hacia el centro de la ciudad y otro hacia la banlieue, y tuve la impresión, las dos veces, de que algo se iba a romper a nuestro alrededor. Pero no: las paredes del túnel no se resquebrajaron, los raíles permanecieron paralelos, las rocas que asomaban a los dos lados de la hendidura no se movieron. Mis oídos se pusieron a pitar, y eso fue todo.
—Ahora —dijo Taki cogiéndome otra vez de la mano.
Caminamos por el centro de la vía hasta llegar a la altura de los machones del puente. Taki abrió entonces una puerta metálica e iluminó con su linterna una escalera de caracol que, por el interior de uno de aquellos machones, subía hasta el parque.
—Ya hemos llegado, señor. Sólo le quedan veinte escalones —me dijo Taki tendiéndome la mano a modo de despedida.
—¿Vendrás a buscarme? —le pregunté. La idea de volver solo por la vía me aterrorizaba.
Él se quedó dudando. Le tendí un billete de cien francos.
—¿A qué hora quiere que venga? —me dijo cogiendo el dinero.
—A las doce en punto, ahí arriba, en el puente —le dije. Subí las escaleras y salí al parque.
Sin gente, sin sol, sin los chillidos de los niños, sin la frenética actividad de los atletas, el parque de Montsouris había recobrado su belleza. La relación entre todos sus elementos volvía a ser excelente: el cisne que se deslizaba por el estanque con la cabeza muy alta parecía acompasarse con el silencio, y el silencio, a su vez, con el sonido de las hojas zarandeadas continuamente, en sucesivos frémissements, por el viento; pero el viento tampoco iba solo, sino que congeniaba con la luna que había aparecido sobre los árboles y con la brasa roja de los cigarrillos que estaban fumando los muchachitos de las pandillas, muchachitos guapos que, por su parte, reían sin dejar de mirar a aquel cisne que seguía deslizándose lentamente sobre el agua.
Durante un tiempo, también yo estuve mirando al cisne, atento a la pureza de sus movimientos y a su blancura, dejando que el miedo que me había entrado en el túnel saliera de mí poco a poco; pero el recuer—
do de la cita con Taki me hizo alejarme de la orilla del estanque y buscar, como los muchachitos, la penumbra de los árboles. Fue entonces cuando reconocí al niño gigante que era amigo de Abdelah. Estaba en medio de un grupo bastante numeroso, no muy lejos del templete donde François impartía sus lecciones de tai—chi. A su lado, entre varios muchachitos rubios, había uno de cuerpo muy fino y tez oscura. ¿Sería él?
Debí haberme acercado con lentitud, como un auténtico dandy, como aquellos príncipes de tiempos pasados que, adornados con grandes capas que les llegaban hasta el suelo, no caminaban ni corrían, sino que se deslizaban con elegancia y dulzura, como los propios cisnes. Pero, en lugar de ello, quebrando la armonía que reinaba en el parque, comencé a gritar, a llamar a Abdelah de forma estentórea. Tras la primera reacción de sorpresa, todos los del grupo comenzaron a chistarme. Adelantándose a los demás, el niño gigante se acercó hasta mí agarrando una botella grande de cerveza como una porra.
—¡Deje de gritar! —dijo después de dirigirme un insulto que no entendí—. ¿Qué quiere? ¿Que venga la policía?
—Di a Abdelah que quiero estar con él —le respondí sin dejarme impresionar por su bravuconería.
—Abdelah no está aquí —afirmó él, tajante, pegándose a mí e impidiéndome ver al resto del grupo.
—Sí está —dije. Pero no lo podía saber seguro. Me había precipitado en mis conclusiones.
—No está —repitió él. Supuse que era capaz de pasarse toda la noche negando.
—¿Por qué no quiere venir conmigo? François me ha prometido que podría elegir entre cualquiera que estuviera en el parque —dije con terquedad.
—¿Está usted sordo? ¿No le he dicho que no está? —susurró el niño gigante amenazadoramente, agarrando mejor la botella de cerveza. Indudablemente, la suposición que con respecto a él me había hecho un instante antes era errónea. No estaba dispuesto a repetir aquello toda la noche.
—¡No me amenaces, niñato! —le grité volviendo a levantar la voz. Me sentía despechado y no me importaba romper la primera regla de los habitantes de la noche. Que me oyeran desde fuera del parque, que viniera la policía.
El niño gigante me golpeó en el pecho con el culo de la botella. Luego repitió el insulto que no entendía y me lanzó un salivazo que me rozó la oreja. Por primera vez en mi vida, o por segunda quizá, tuve la intención clara y precisa de matar, y le lancé un golpe con el bastón que de haberle agarrado le habría aplastado la sien. Pero fallé el golpe y me caí al suelo.
El niño gigante se rió de mí y me puso la bota en la cara. Pensé que me iba a desfigurar a patadas y seguí gritando, aunque lo que gritaba ahora era pardon!, pardon!, como una rata. Sorprendentemente, el niño gigante retiró su bota y se alejó hacia su grupo caminando con toda tranquilidad, como quien vuelve de saludar a un viejo amigo.
Supongo que en aquel momento debí haber sido capaz de percibir que algo extraño estaba sucediendo a mi alrededor, pero la realidad es que no lo fui, que acepté aquel incidente igual que antes había aceptado la travesía por el túnel. Decir que me comporté como la mosca que sigue volando hasta que la araña ha acabado de tejer su tela sería una comparación demasiado benévola; más exacto sería decir que fui, simple y llanamente, un imbécil. Al fin y al cabo, las moscas saben detectar la señal de peligro y huir; los imbéciles, no.
Me marché del parque antes de la hora convenida, sin esperar a Taki y sin buscar, entre todos los muchachitos que andaban por el parque, a alguno que pudiera sustituir a Abdelah. El regreso se convirtió, así, en el remate exacto de aquella jornada, porque tuve que cruzar el túnel paso a paso, tropezándome, utilizando mi bastón como lo utilizan los ciegos, sintiendo casi físicamente cómo iba descendiendo eso que los psicólogos, traduciendo pésimamente del inglés, llaman autoestima. Cuando llegué al apartamento con el inhumano ruido de los trenes en la cabeza, y el cuerpo mojado por el sudor, el reloj señalaba las once y media de la noche. ¡Qué grande era la distancia entre la realidad y el deseo! No estaba echado en la hierba con Abdelah en los brazos; estaba solo, con la ropa sucia, con las marcas de una bota infame en la cara.
Estuve en el baño hasta bastante después de medianoche, dejando que el agua llevara a cabo su acción purificadora. «Desgraciadamente, no limpia las cicatrices», pensé, o pensó Terry por mí. Aceptar las cicatrices me resultaba aún más difícil que aceptar la cojera. «Acostúmbrese a ellas —me pedía el psicólogo—. Cuando esté en casa, por ejemplo, procure andar desnudo. Ésa es la única manera de que se le vuelvan invisibles.» Pero resultaba difícil seguir aquel consejo, sobre todo cuando mi nivel de autoestima estaba por los suelos. A pesar del consejo, mi colección de pijamas había ido aumentando.
Me puse un pijama azul claro y, después de prepararme un café, comencé a traducir el segundo de los textos de Le Spleen de Paris. Al otro lado de la ventana, el parque de Montsouris quedaba a oscuras, sin que la luz de las farolas consiguieran traspasar la fronda de hojas.
La viejecita arrugada se sintió regocijada viendo al niñito al que todos hacían fiestas...
Seguí traduciendo hasta el final, sin hacer una pausa, tratando de no pensar en nada más: «a modo de terapia», para decirlo con una expresión moderna. Quizá por ello no vi en la historia, historia triste de una viejecita que intenta acariciar a un bebé sin más resultado que los berridos y el rechazo de éste, ninguna referencia a mi propia persona. Y lo mismo me ocurrió al día siguiente cuando, leyendo mientras desayunaba los anuncios por palabras de un periódico, me encontré con un mensaje en el que una mujer detallaba una lista tan grande de exigencias a su posible partenaire que, en la práctica, el anuncio suponía la demanda de un esclavo o una esclava. «Sin embargo —pensé—, habrá muchas personas que le escriban, porque nada frena a los que se encuentran desesperadamente solos.» Ahora me río al recordarlo, pero en aquel momento, a pesar de mis malas experiencias y mis pasos en falso, yo me sentía por encima de aquella gente, capaz de aceptar cualquier cosa a cambio de unas simples palabras de afecto; capaz, en una palabra, de tener ilusión. Creo que yo me sentía más allá de esa ingenuidad, y que consideraba al dinero como mi mejor aliado: si pagaba por estar con Abdelah, ello significaba que no tenía ninguna duda acerca de la naturaleza de nuestra relación; ninguna duda y ninguna esperanza. Pero me equivocaba. Aquél no era exactamente mi juego, y menos aún el de Abdelah.
Volví al parque Montsouris y me dirigí directamente hacia el templete donde François impartía las clases de tai—chi. De nuevo reinaba el sol, y nada era como unas horas antes: los cisnes, el agua del estanque, las hojas de los árboles, los muchachitos, todo aquello y todo lo demás, parecía ahora más plano, más simple, más tonto.
Como la primera vez, François me pidió que me uniera al grupo. Y, como la primera vez, yo le mos—
tré el bastón. Me sonrió y yo le sonreí. Teníamos que hablar.
—Me apena mucho lo que ocurrió anoche —me dijo François. Estábamos en el bar de los motoristas, con sendas tazas de café en la mesa—. Pero por lo que me contó Jean Marie usted también tuvo algo de culpa. Se puso nervioso y organizó un escándalo. Y eso no está bien. Usted sabe que no está bien. Nos ha costado mucho crear esta isla dentro de París, y no podemos permitir que alguien la ponga en peligro. Le diré una cosa: todos los chicos que vienen a este parque han pasado por una selección. Los chicos que son conflictivos se quedan fuera. ¡Fuera! ¿Me entiende? ¡Fuera! Y lamento decirle que si usted no se controla también se quedará fuera.
François gesticulaba más que el día anterior, y sus gestos, sobre todo cuando decía «¡Fuera!», parecían formar parte de una sesión de tai—chi.
—¿Quién es Jean Marie? Ese monstruo de ciento veinte kilos de peso? —pregunté. Me parecía increíble que una bestia como aquella pudiera tener un nombre tan suave y bonito.
—Le he hecho la misma advertencia que le acabo de hacer a usted —dijo François después de asentir, adivinando lo que yo estaba pensando en esos momentos—. Si vuelve a mostrarse violento, será expulsado de nuestra isla.
—Todos somos violentos alguna vez —le dije.
—Yo no. Yo canalizo mi agresividad valiéndome de los movimientos de mi cuerpo. Y lo mismo hacen los muchachos. La mayoría son discípulos míos.
No le dije nada. Aquellas paparruchas se parecían a las que, tras el accidente, solían contarme los amigos que me querían arrastrar a las clases de yoga. Sólo que en François aquella actitud resultaba decepcionante.
—¿Por qué quiere a Abdelah? —dijo de pronto, cambiando de tono—. ¿Es un capricho?
—Me gustó desde el primer momento —le respondí—. Quizá fue mala suerte, porque de no haberle conocido la noche de ayer habría sido mucho más gratificante, pero así son las cosas. Entré en la tienda y me enamoré de él.
—No exagere. No diga que se enamoró. Diga que se encaprichó —me corrigió François con una inesperada sensibilidad lingüística.
—¿Cuánto cuesta? —le pregunté volviendo a utilizar la lengua en la que mejor nos entendíamos.
—Abdelah es especial —comenzó él, pensativo—. No le gusta ir al parque. En realidad, no se siente un puto. Diciéndolo de otra manera, le gusta que le traten con delicadeza.
Se quedó callado. Yo saqué un billete de quinientos francos de la cartera y se lo puse en la mano. Fue, dentro de mi ceguera, el momento más ciego. El momento cumbre de mi imbecilidad.
—Quizá usted tenga alguna idea, François —le dije.
—Mire, le voy a decir una manera de acercarse al muchacho que otras veces ha funcionado bien —dijo él. El nivel de nuestro lenguaje cada vez era más puro. «Funcionar» resultaba una palabra terrible y al mismo tiempo maravillosa—. Como sabe, trabaja en esa tienda. Y esa tienda, como casi todas las del barrio, tiene un servicio a domicilio. Pues ahí tiene usted el camino. Haga una compra y pida al dueño que se la lleve a casa. En su caso, parecerá normal. Su cojera es grande y no puede ir cargado con bolsas.
—¿Es un camino seguro? —le pregunté.
—Trátele con delicadeza. Si no le fuerza, acudirá a sus brazos. Abdelah es muy cariñoso.
Los camareros empezaron a servir sándwich y platos combinados, y la terraza se llenó de motoristas. Decidí que yo también comería algo antes de volver al apartamento, e invité a François a quedarse.
—No puedo. Debo volver al parque —dijo él levantándose. Luego me dio la mano y me deseó suerte.
V
Camino de la tienda de Abdelah, al desviarme a causa de unas obras, me encontré de pronto ante una placa que recordaba el paso de Pío Baroja por París, mencionando que, en las tristes circunstancias de la guerra civil española, el escritor había vivido pobremente en el primer piso de aquella casa. Para decirlo con las palabras que habría utilizado mi madre, tuve la impresión de que el autor del empujón que me había puesto frente a aquel improbable punto de la ciudad no era otro que mi compañero de la niñez, el famoso ángel de la guarda, y que había hecho aquello con el loable objetivo de recordarme al que había sido mi primer maestro, el escritor preferido de mi juventud. «Recuerda lo mucho que al principio te gustaban la sobriedad de Baroja y su afición a la soledad», parecía decirme el ángel de la guarda.
Muchas veces se piensa hablando o discutiendo con un interlocutor imaginario, y eso fue lo que yo hice en aquel momento sin moverme del sitio donde estaba. «Es cierto, querido amigo de la juventud —respondí a mi ángel de la guarda—. Cuando tenía 16 o 17 años me emocionaba pensar que pudiera haber gente como Don Pío, un hombre que confesaba no necesitar más cosas que un poco de fuego en invierno y otro poco de paisaje verde en verano. En aquel momento, yo necesitaba de ejemplos como el suyo, porque no veía en mi vida otra salida que la renuncia. Recuérdalo: yo no compartía nada de lo que veía alrededor. Cuando mis amigos de aquella época se iban a bailar, yo me quedaba en casa sin más compañía que la tuya y la de mi madre. Luego, cuando mis amigos volvían del baile y se pasaban las horas hablando de las chicas que habían conocido, yo callaba. Y si de pronto comenzaba a sentir una simpatía especial hacia uno de aquellos amigos, todavía era peor, porque me sentía inmundo. Sin embargo, unos años más tarde, todo cambió. Murió mi madre, dejé de creer en ti, busqué nuevos amigos, nuevos modelos. Un día, dejé de leer a Baroja. Lo admiraba, pero no podía ser como él. A mí no me bastaba con un poco de fuego y un poco de paisaje verde. Por decirlo brevemente, mi cuerpo me exigía bastante más.»
Podía haber seguido hablando durante horas, pero me alejé de la placa y seguí hacia la tienda de Abdelah. No estaba dispuesto a ceder ante los fantasmas del pasado. Ninguno de ellos podría volver a mí jamás: ni mi ángel de la guarda, ni mi madre, ni los amigos de mi juventud.
Abdelah estaba junto a la caja registradora, atendiendo a un cliente. Llevaba un guardapolvo blanco que le sentaba muy bien.
—Comment ça—va? —me saludó al verme. Yo me guardé la respuesta para cuando nos quedáramos solos.
—¿Por qué te escapaste en el parque? —le dije entonces.
—¿Qué parque? ¿El de los patos? —dijo él divertido. Era un muchacho delicioso.
Hice una compra grande, que necesitó dos bolsas. Después de abonarla, saqué la tarjeta del hotel y se la entregué.
—Quiero que me lleves la compra a mi apartamento. Es el número diez —le dije.
—Pregunte al jefe —dijo Abdelah señalándome a un hombre que estaba al fondo de la tienda ordenando unas estanterías.
El dueño me miró con desconfianza. No era un hombre simpático. Además, yo no era un cliente habitual.
—¿No ve que no me puedo valer? —le dije con acritud, dando unos pasos y exhibiendo mi cojera.
Fue una acción indigna. Otra más. Supongo, en una suposición que hago ahora, cuando todo ha terminado, que cuando alguien olvida la inmensa mayoría de las cosas que forman la realidad para concentrarse en una sola, ésta se vuelve brillante, pero brillante al modo de los ojos de la serpiente, con una luz que no deja ver nada de lo demás. Si alguien me preguntara ahora si no me daba cuenta de lo bajo que estaba cayendo, si no veía lo mucho que se estaba alejando mi comportamiento del ideal que me había marcado, yo le respondería diciendo que no me daba cuenta de nada, que sólo veía a Abdelah. Él era el objeto brillante, él era los ojos de la serpiente. Para decirlo con una expresión vulgar, me tenía loquito.
—No se lo podrá llevar hasta que cerremos. A las nueve o nueve y media —dijo al fin el dueño de la tienda. Estuve de acuerdo y le di las gracias. De mala gana, porque era una rata.
—Adiós, veintitrés cosas —me dijo Abdelah al salir. Levanté el bastón en señal de saludo y me marché por una calleja perpendicular a la Tombe—Issoire, como si temiera encontrarme de nuevo con el ángel de la guarda y todos los otros fantasmas del pasado. Pero, naturalmente, no era ésa la razón que hizo que me desviara, sino la propia calleja, empedrada a la manera antigua y de aspecto romántico: un paisaje que convenía al humor que en aquellos momentos circulaba por mi cuerpo.
Cuando abrí la puerta del apartamento, el teléfono estaba sonando. Inmediatamente pensé en Abdelah, y me apresuré a cogerlo.
—¿Soy inoportuno? Si quiere le llamo dentro de cinco minutos —dijo una voz.
Era mi psicólogo. Le pedí veinte segundos para acomodarme en una silla.
—Espero que no se moleste si me preocupo un poco por usted —dijo después, cuando le avisé de que estaba listo—. ¿Qué tal ha encontrado París? ¿Se siente mejor ahí?
No me apetecía hablar con él, y le respondí utilizando esa figura retórica que se llama lítote y que consiste en contar las cosas lo más abstracta y vagamente posible. Si detectaba algún síntoma de los que figuraban en mi ficha, me tendría en el teléfono una hora.
—¿Y qué tal va la traducción de Baudelaire?
Miré a la mesa y vi mi altar: la muralla de libros, el trocito de ánfora, las plumas estilográficas, el diccionario, el ejemplar de Le Spleen de Paris, el cuaderno nuevo. Tenían el aura de las cosas abandonadas.
—Ya he traducido dos pasajes —dije.
—Pero no está contento de su trabajo, me parece —añadió él—. Lo está haciendo porque tiene que hacerlo. Para no abandonar el juego que le propuse.
Le dije que procuraba seguir el juego lo mejor posible, y que a veces disfrutaba mucho y otras no tanto.
—De todas maneras —continué—, repetir los pasos de hace veinte años resulta complicado. De la mayoría, ni me acuerdo.
—Como siempre le digo, usted es libre de hacer lo que quiera —dijo él con severidad—. Lo de seguir un itinerario del pasado era simplemente una convención, un bastón invisible que le permitiera andar mejor. Dígame la verdad: ¿se siente usted bien? Le noto tenso.
—Me siento muy bien —afirmé.
No me creyó, pero desistió de seguir preguntando. Prometió llamar en otra ocasión y colgó.
Al otro lado de la ventana, el sol daba casi de lleno sobre la fronda de hojas de Montsouris, y las hojas amarillas destacaban sobre las verdes y las rojas. Por un momento, pensé en devolver la llamada a mi psicólogo y contarle de forma realista mi experiencia de la noche anterior, el terror que había pasado en el túnel, primero con Taki y luego a solas, pero aquello era, por decirlo así, algo que le competía a Terry, y Terry no parecía interesado en la cuestión.
Abrí el libro de Baudelaire y leí las palabras que necesitaba. «O nuit! —exclamaba el poeta en una página que tenía subrayada de arriba abajo—. Ô refraîchissantes ténèbres! Vous êtes la délivrance d´une angoisse!» Inmediatamente, mi mente volvió al tiempo que, entre túnel y túnel, había pasado en el parque. Volví a ver la blancura del cisne sobre el agua oscura del estanque, la brasa roja de lo cigarrillos, las pandillas de muchachitos en la penumbra de los árboles. Y de ahí, directamente, pasé a Abdelah. Y de Abdelah a Alberto. «Adiós, Alberto —pensé—. Ya no te necesito. Un clavo saca otro clavo.» Nada más pensarlo, me arrepentí de aquellas palabras. Eran ordinarias, no las que cabría esperar de una persona que pretendía comportarse como un dandy.
Durante un rato estuve viendo la televisión, pero las imágenes que veía en la pantalla volvían a dejar mi mente en el mismo lugar en que se encontraba, porque, por un azar, todos los programas que no hablaban de Mitterrand hablaban del mundo árabe. Estuve allí, tumbado frente a la televisión, casi hasta las ocho de la tarde. Luego me bañé y me puse un pijama nuevo, de color tostado.
Reflexioné sobre la frase que le diría a Abdelah en cuanto le abriera la puerta y decidí que ésta fuera: «Tu es beau, et j´aime tous les choses qui sont belles.» Luego puse mil francos bajo la almohada de la cama y me senté a esperar.
Abdelah no vino solo. Cuando sonó el timbre y abrí la puerta me encontré de frente con Jean Marie, el niño gigante. A su derecha estaba el propio Abdelah; a su izquierda, Taki; detrás, el resto de la pandilla. Debían de ser en total unos siete u ocho.
—¡Fuera de aquí! —les grité.
Acababa de comprender el juego. Ellos no eran los amables muchachitos que yo había creído: eran ladrones, los depredadores que siempre rondan a los habitantes de la noche.
Jean Marie me dio un empujón y me tiró al suelo. Luego cogió las bolsas que Abdelah seguía teniendo en los brazos y las vació sobre mi cabeza.
—Misérable! Infâme! —grité, mirando a Abdelah.
Que Jean Marie y los otros fueran unos canallas lo comprendía, pero ¡que también él lo fuera! Él se rió y todos se rieron; todos menos Taki, que parecía un niño de verdad y seguía sin moverse de la puerta, como sorprendido de lo que estaba viendo.
Entonces llegó el turno de Terry.
«Abdelah es el más miserable de todos —me susurró—. Él fue quien puso a los otros sobre aviso después de ver tu bastón de plata en la tienda y el que luego, cuando ya estaba todo decidido, se prestó a hacer de señuelo. Así es como ha actuado hasta hoy. Como señuelo. Ése ha sido su juego.»
Estuvieron moviéndose por la habitación como perros nerviosos, registrando todos los bolsillos de mi ropa y revisando hoja a hoja los libros que estaban sobre la mesa. Cuando se cansaron, muy pronto, se pusieron alrededor de mí y me preguntaron por el número de mis tarjetas de crédito. Parecían de pronto más tranquilos. Habían saqueado la nevera y cada uno de ellos tenía una lata de bebida en la mano. La de Abdelah era un refresco de naranja.
—Más vale que me lo digas. Si no, te desfiguro, marica —dijo Jean Marie con una navaja en la mano.
—La clave para todas es 1821 —dije. Correspondía al año del nacimiento de Baudelaire.
Taki y dos de sus compañeros se marcharon con las tarjetas. Abdelah se quedó con los encargados de vigilarme.
—¿No quieres decirme algo, Abdelah? —le pregunté. Él sonrió y negó con la cabeza. Era el mismo de siempre, pero se mostraba más arrogante.
Un cuarto de hora más tarde sonó el teléfono. Pensé por un momento que sería otra vez el psicólogo, intranquilo después de nuestra conversación anterior, y que Jean Marie, que había cogido el teléfono, no me lo pasaría. Pero no fue así. Se acercó hasta mí y me lo entregó.
—¿Qué tal se encuentra? —escuché nada más acercarme el auricular. Era François—. ¿No le habrán hecho daño, ¿verdad? Tenían órdenes de tratarle lo mejor posible en esas circunstancias. Siento un gran aprecio por usted.
Tuve la tentación de ser natural y responderle con un comentario sarcástico. Pero me rehíce y le respondí diciendo que yo también le apreciaba.
—Permítame que le explique la situación —continuó François. Abdelah y sus compañeros permanecían atentos y en silencio, como si estuviesen siguiendo el diálogo—. De las tarjetas que me ha traído Taki sólo hemos podido valernos de una, y la suma que
hemos obtenido con ella no pasa de los treinta mil francos. Es decir, que entre eso y lo que hemos encontrado en metálico, nuestro beneficio no pasa de los treinta y ocho mil francos. Yo tengo la impresión de que para usted es una cantidad ridícula.
—El dinero siempre es ridículo —le respondí. Poco a poco, volvía a mi papel.
—Lo que le quiero decir es que confío en su prudencia. No arme ningún escándalo, por favor. Por esa cantidad no merece la pena.
—Lo pensaré.
—Usted no me entiende, amigo —dijo entonces François con un tono de voz más duro—. Si usted va a la policía con este cuento, nosotros le acusaremos de abuso de menores. Abdelah sólo tiene 16 años, y tenemos un testigo de su especialísimo interés por el muchacho. Por si le sirve de algo, al dueño de la tienda donde trabaja el muchacho no le ha resultado nada simpático. Él mismo me lo ha dicho hace unos minutos.
Miré a Abdelah. Sabía que estábamos hablando de él y se sentía complacido.
—Creo que le entiendo. No se preocupe.
—Jean Marie pudo haberle robado en el parque. Pero si lo hubiéramos hecho allí no habríamos tenido una buena defensa.
—Le agradezco que no me haya hecho andar más tiempo tras Abdelah. Me hubiera mareado.
Todos los que estaban en la habitación rieron al oír mi comentario, y Abdelah el que más.
—Hemos dejado la cartera con las tarjetas en un rincón de la recepción del hotel. Lo más probable es que ya la hayan encontrado y que se la entreguen cuando baje. Como verá, no queremos causar más molestias que las inevitables.
François colgó el teléfono y yo tuve la impresión de que, por decirlo así, la fiesta había acabado. Y la misma impresión tuvieron la mayor parte de los compañeros de Abdelah, que abrieron la puerta del apartamento y empezaron a marcharse. Pero Jean Marie tuvo una idea de última hora. La adiviné en cuanto le vi la expresión de la cara. Quería mi bastón de plata.
—¡Vete! —le grité al ver que se acercaba. La laxitud que había sentido hasta entonces desapareció de golpe. Odiaba a aquel niño gigante. Le quería matar.
—Ah!, voilá! —dijo cogiendo el bastón que estaba sobre el sofá. Se sentía muy superior a mí y se movía a mi alrededor sin preocupación alguna.
François lo sabía, pero él no. Desde el accidente, desde que no puedo caminar sin un apoyo, la fuerza de mis brazos se ha multiplicado por dos. Le arranqué el bastón de un manotazo y le di un golpe en el cuello. No fue él quien gritó, sino Abdelah.
Volví a golpearle en las rodillas, y conseguí que se agachara y bajara la cabeza. Cogí entonces el bastón por el lado opuesto a la empuñadura y le lancé un golpe con todas mis fuerzas: un golpe que surgía de mi humillación, de mi despecho, de la tristeza en que me había sumido la traición de Abdelah.
Jean Marie movió su cabezota y esquivó el golpe. La pantalla de televisión saltó hecha trizas. Volví a levantar el bastón, pero esta vez hacia Abdelah, que seguía allí, tan paralizado por el miedo como yo lo había estado instantes antes. Pero no pude golpearle. Mi juego con él no era tan cínico como yo había creído. Sentía ternura hacia aquel muchachito, lo quería.
—Si no os vais de aquí, os mataré —les dije. Los dos se marcharon corriendo. Jean Marie cojeaba casi tanto como yo.
VI
Cuando me quedé solo en el apartamento, todos los sentimientos que me habían asaltado durante la visita de Abdelah y sus amigos desaparecieron de golpe, dejándome en un estado de enorme indiferencia. Ya no me sentía triste, ni rabioso, ni decepcionado, sino fuera del ámbito donde son posibles todos esos sentimientos, fuera de lo humano, como una roca, como un trozo de granito. Podía pensar con claridad, pero mis pensamientos no producían ningún eco en mi alma. Para utilizar un adjetivo que les gustaba a los médicos del hospital donde estuve, entraban y salían de mi cabeza «limpios».
Al lado de la cama, entre las ropas tiradas por el suelo, descubrí un periódico. Lo cogí y busqué en los anuncios por palabras. Elegí un número al azar y llamé por teléfono.
—Soy Sandra. Dime lo que quieras, nena —dijo una voz de travestí al otro lado del teléfono.
—¿Puedes recibirme ahora mismo? —le pregunté.
Me costaba hablar. O mejor dicho, me daba pereza, me aburría. Era como si las palabras hubiesen descendido de mi garganta hasta alguna víscera de mi cuerpo, y tuvieran que hacer doble o triple camino para salir.
Me dijo que vivía muy cerca de la estación de Saint Lazare, y que esperaría junto a la puerta principal.
—¿Y tú dónde estás, nena? —me preguntó. Se lo dije—. Entonces tendrás que cambiar en Montparnasse y coger la línea doce. En media hora estás aquí —me informó.
—A mí me llevará una hora, por lo menos.
Me senté en la cama y miré debajo de la almohada. Los mil francos que había dejado para Abdelah seguían allí.
—¿Por qué te va a llevar una hora, nena?
—¿Porque soy cojo.
El trayecto me llevó algo más de una hora, y estuve esperando en la puerta de la estación de Saint Lazare otros veinte minutos más. No apareció nadie, y mi humor se volvió todavía más frío, más granítico, más indiferente hacia todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Sabría luego, al regresar al hotel y leer el mensaje que con inesperada amabilidad me había dejado Sandra, que la razón de su incumplimiento había sido la aversión que, para decirlo literalmente, «le daban los cojos, los mancos y los que no tienen nada de pelo», es decir, que la razón de aquel nuevo fracaso no era el azar o la mala suerte, sino lo de siempre, mi estigma. Pero, en realidad, no necesitaba de aquella confirmación. Cada vez veía las cosas con más claridad. Lo único que ocurría era que buscaba una solución a algo que no la tenía. Sencillamente. O para decirlo de manera más moderna, que no aceptaba el tanto por ciento de pérdida, de pérdida de vida, que implicaba mi nueva situación. Siempre me pasarían cosas como las que me estaban pasando en París. Siempre habría un Abdelah. Siempre habría un François o una Sandra.
Era más de medianoche, pero todavía circulaba gente por la estación de Saint Lazare. Compré Le Monde, un ejemplar que ya era del día siguiente, y bajé al metro sintiendo que me estaba convirtiendo en otra persona, que la crisis de aquel día había sido como el reventón que hace salir al pus y deja la herida en vías de su curación. A la indiferencia primera le iba sucediendo una sensación de serenidad.
Me subí al vagón del metro cuando el reloj numérico del andén señalaba exactamente las doce y doce de la noche, cifra que consideré como un buen augurio, y luego dejé que los pensamientos fueran pasan—
do por mi cabeza con lentitud y un poco a la deriva, como nubes de verano. Pensé por ejemplo en la gente que a pesar de la hora se apretujaba en aquel vagón del metro. «Cuando paseamos por una ciudad grande, ¿cuántos rostros vemos? —me pregunté—. ¿Cuatro mil?¿Catorce mil? ¿Veinticinco mil?» Era difícil calcularlo, pero la cifra tenía que ser alta, una especie de infinito virtual; algo equivalente a aquella milla de mar que, según Baudelaire, bastaba para sugerir la inmensidad del océano. Sí, también en aquello tenía razón el maestro, bastaba con un millar de rostros para hacerse idea de la extensa multitud que ahora mis—
mo vive en nuestro mundo. Además, y para mayor impresión de infinitud, todos los rostros eran a la vez iguales y dispares: respondían a un mismo modelo, pero, por otra parte, siempre había en ellos algo par—
ticular, algo diferente, algo que, incluso en los casos más extremos —en el de los mellizos vestidos de uniforme que se acababan de sentar frente a mí, por ejemplo— siempre dejaba a salvo la individualidad.
Abrí el ejemplar de Le Monde que llevaba bajo el brazo y me puse a observar a los mellizos. Los dos tenían el pelo rubio y los ojos azules, y su configuración facial era tan parecida que un dibujante hu—
biera podido valerse de las mismas rayas y sombras a la hora de retratar a cualquiera de ellos; sin embargo, uno de los dos, el que estaba a mi izquierda, jus—
to encima de un artículo sobre la supuesta soberbia del presidente Mitterrand, tenía un aire sombrío, una expresión triste que no existía en el rostro de su hermano.
Mis ojos siguieron moviéndose y observando. A la derecha de los mellizos, de pie en el pasillo, había una pareja de los que llaman «cabezas rapadas»: los ojos de él eran negros, un poco ratoniles; los de ella verdes y feos. Detrás de la pareja, un hombre de tez muy negra leía un libro. Luego venían los ojos de un anciano de cabello gris y gafas, que eran pequeños y que, desde mi asiento, parecían de igual color que los míos, marrones. En general, los colores oscuros dominaban en el vagón. De los cuarenta y dos rostros que examiné durante el trayecto Gare de St. Lazare—Concorde, unos treinta eran marrones o negros, y el resto, salvo algunos de la gama del gris, azules. Pero, naturalmente, no se trataba sólo del color: como en el caso de los mellizos, también la expresión influía en la individualización de los viajeros. A este respecto, lo que abundaba era el aburrimiento. Unos veinticinco pares de ojos expresaban ese aburrimiento; otros doce, preocupación o una tristeza parecida a la del mellizo; tres más, felicidad o inocencia; el último —el último par de ojos que analicé, los de un jovencito rubio que llevaba una zamarra de cuero sintético—, desesperación.
Los mellizos vestidos de militar se bajaron en Solferino, probablemente para volver a su cuartel, y la pareja de cabezas rapadas ocupó los asientos que ellos habían dejado libres. Desde tan cerca, los ojos verdes de la chica no me parecieron tan feos; al contrario, eran grandes, brillantes, profundos. Sin embargo, desentonaban tanto con el resto de los elementos de su rostro —labios groseros, nariz aplastada, orejas en punta— que la impresión general seguía siendo de fealdad. En cuanto al chico, tenía una hermosa voz.
—Ya te he dicho, me compraré esa moto cueste lo que cueste —dijo de pronto levantando la cabeza y haciendo que su mirada y la mía se cruzaran.
No me asusté. Ni siquiera cuando, al bajar la vista, reparé en el tatuaje que llevaba en el antebrazo, una calavera de tamaño similar al de la esfera de un reloj. Pensé que también él intentaría robarme, que intentaría quitarme el bastón de empuñadura de plata para conseguir algo de dinero para su moto. Pero aquel pensamiento no fue diferente de los demás: entró y salió limpio de mi cabeza.
Llegamos a la estación de Sèvres—Babylone y el vagón se quedó prácticamente vacío. Sólo quedamos en él tres viejos, el muchacho rubio de la zamarra de cuero sintético, el cabeza rapada y su novia, y yo. «¿Me robarán o no me robarán?», pensé divirtiéndome con la idea . Pero no me robaron. Se bajaron en la siguiente parada sin ni siquiera haberse fijado en el bastón.
Levanté mi pierna mala y la dejé en alto, apoyada en el asiento donde había estado el cabeza rapada. Tras las caminatas del día, la operación me produjo un escalofrío de placer. Cerré los ojos y traté de concentrarme en lo que mi psicólogo llamaba imágenes positivas: una fuente, una ola, un río . Pensé: «No debo dormirme, sólo faltan cuatro estaciones para Montparnasse.» Pero el día había sido largo y estaba cansado. Al instante siguiente, ya estaba dormido.
Cuando desperté, el vagón estaba parado. Miré la hora: mi reloj señalaba las dos y veinte de la madrugada. Era muy tarde, tardísimo. Mi sueño había durado más de una hora. «Debe de ser final de trayecto», pensé mirando alrededor. El vagón estaba vacío, el andén también; más atrás, al fondo de unos túneles mal iluminados que parecían catacumbas, había trenes aparcados. «¿Dónde estará esto?», me pregunté. La impresión de no ser humano, de ser una roca, un trozo de granito, ya no era tan evidente. Me sentía un poco angustiado.
Los rótulos que figuraban en el muro de la estación decían «Issy». Aquello no me sonaba. ¿Sería el nombre de un barrio periférico? Era difícil saberlo. En el andén no había planos, y la única indicación que se veía por allí era una flecha que decía sortie y señalaba hacia un pasillo o túnel blanco. Volví a mirar alrededor: al fondo del andén, un nicho oscuro acentuaba el aspecto de catacumba del lugar. Luego venían un par de taquillas metálicas. Después, formando hilera, unos quince asientos de plástico, color azul brillante. Los asientos parecían vacíos desde hacía horas, y exhalaban una especie de silencio. Por otra parte, en mi cabeza ya no había fuentes, ni ríos, ni olas. Sólo había una especie de neblina. Sentí que me faltaba el aire. Sí, tenía que salir de allí y coger un taxi. Entonces, entre el silencio y la neblina, apareció la voz de Terry, señal inequívoca de que volvía a ser humano: «¿Tú qué crees? ¿Que las puertas estarán abiertas? Yo siempre he oído que el metro de París se cierra a la una de la madrugada. Tendrás que dormir en el vagón.»
Lo que menos me gusta de mi cojera es la inarmonía de mis pasos, la falta de ese sonido regular que antes siempre me acompañaba. Por eso no me gustan los túneles, por eso me resultó más penoso entrar en aquel túnel blanco de salida que levantarme del asiento y ponerme en marcha. El túnel —largo, con las paredes y el techo cubiertos de azulejos— amplificaba los zapatazos que, a pesar del bastón, debo dar contra el suelo so pena de no avanzar un ápice, y convertía mi marcha en un tormento. Los reproches volvieron a ocupar mi cabeza: «¿Cómo podía ser tan estúpido? ¿Cómo me había permitido el capricho de viajar en metro? ¿Cómo había vuelto a cometer un error tan evidente? A continuación, como casi siempre, llegaron los chistes, los sarcasmos de Terry: «¿Evidente? ¡Si sólo fuera evidente! ¡Desgraciadamente, también es audible!» Mientras tanto, el final del pasillo no llegaba. Me detuve y miré al reloj: las dos y media. «¿Por qué no me habrán despertado los revisores? ¿Cómo han podido dejarme en el vagón?» Pero las quejas no servían para nada. Fuck les noirs, decía la pintada que alguien había hecho allí mismo, donde yo me había detenido a descansar. Levanté el bastón y golpeé las letras.
Comencé a caminar otra vez con mis propios zapatazos de fondo. Así ocurrió al menos en los primeros cinco metros. Luego no. Por decirlo así, luego hubo más fondo, más sonidos. Esforzándome en no demostrar ninguna alarma, puse toda mi atención en lo que ocurría detrás de mí, al comienzo del túnel. «¡Alguien me sigue!», grité. Pero el grito sólo se oyó en mi cabeza. Seguí caminando lo más deprisa posible, y quise llegar hasta el punto donde el túnel doblaba hacia la izquierda. Quizá la puerta estuviera allí mismo, quizás hubiera allí un vigilante. Pero eran unos quince metros, demasiado para mí. De todas formas, aquello no era solución, porque el perseguidor parecía haberse dado cuenta de mis intenciones y caminaba con rapidez. Me acordé de pronto de la pareja de cabezas rapadas que durante el viaje se había sentado frente a mí, y creí ver, justo encima de mi cabeza, una barra de hierro, y en la barra una mano, la mano del brazo tatuado con una calavera. Un calambre recorrió mi vientre, y el calambre —desde el accidente tengo problemas con los esfínteres— me hizo orinar.
—¡Esto es humillante! —grité, y el grito, esta vez sí, retumbó en toda la estación.
Me volví hacia el perseguidor con el rostro crispado y sin dejar de gritar. La sorpresa me paralizó. Al menos durante un instante, me paralizó. No era el cabeza rapada del tatuaje, sino el jovencito rubio de la cazadora roja. Sus ojos seguían mostrando desesperación, y en la mano empuñaba una jeringuilla. Desgraciadamente para él, estaba bastante débil. Bastó que le tocara con el bastón para que se cayera al suelo. En realidad, no hubiera podido hacerme nada, y yo tenía que haberle ahuyentado sin hacerle daño. Pero en ese momento yo no era yo, sino un monstruo, un mono herido. Volví a levantar el bastón y le golpeé en la cabeza. No una vez, sino más. Unas veinte veces, creo. O quizá fueran más. Así fue como ocurrió lo que los periodistas han llamado «el salvaje crimen de Issy». Aquel pobre muchacho recibió los golpes que tenían que haber sido para Abdelah, o mejor aún, para Alberto.
FIN