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julio 18, 2010
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Una niña muerta dice:
Soy la que resoplo de horror
en los pulmones de la viva.
Que me quiten de ahí ahora mismo.
ANTONIN ARTAUD,
Suppôts et suppliciations
No son elegibles: los ciudadanos excluidos por causa de enfermedad mental o pobreza de espíritu.
AVISO A LA POBLACIÓN
Comuna de Ropraz
12 de enero de 2006
Prefacio
Cuando vine a vivir a Ropraz, en mayo de 1978, la tumba de Rosa Gilliéron aún estaba intacta en la alameda del cementerio que orilla el camino de mi casa. Era una losa de gres sobre la que se alzaba una columnita de mármol blanco, nimbada de rosas de cobre oscurecido, que portaba el nombre y las fechas de la muerta. La pequeña columna estaba truncada para mostrar la brevedad de una vida interrumpida demasiado pronto, en adelante trágica, en la flor de la pura promesa.
La tumba de Rose fue trasladada a otro sitio hace diez años, cuando reorganizaron el cementerio.
Capítulo I
Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, 1903. Es una región de lobos y de abandono a principios del siglo XX, mal comunicada por transporte público, a dos horas de Lausanne, encaramada en lo alto de una cuesta sobre la carretera de Berna, rodeada de bosques de abetos opacos. Viviendas a menudo diseminadas en desiertos circundados de árboles sombríos, pueblos estrechos de casas bajas. Las ideas no circulan, la tradición pesa, se desconoce la higiene moderna. Avaricia, crueldad, superstición, no estamos lejos de la frontera de Friburgo, donde abunda la brujería. Mucha gente se ahorca, en las granjas del Haut-Jorat. En el granero. En las vigas de la buhardilla. Guardan un arma cargada en la cuadra o la bodega. So pretexto de caza legal o furtiva, atesoran pólvora, perdigones, gruesas trampas con dientes de hierro, cuchillas afiladas en la piedra de amolar. El miedo que ronda. Por la noche se rezan las oraciones de conjuro o de exorcismo. Son protestantes acérrimos pero se santiguan cuando vislumbran monstruos perfilados por la bruma. Con la nieve, el lobo vuelve. No hace tanto tiempo que mataron al último, en 1881, su despojo disecado cría polvo a doce kilómetros, en una vitrina del museo del Vieux-Moudon. Y el oso horrible llegado del Jura. Destripó becerras no hace aún cuarenta años en las gargantas de la Mérine. Los viejos se acuerdan, no se ríen en Ropraz ni en Ussières. En la época de Voltaire, que residió en el castillo de abajo, en la aldea de Ussières, los bandoleros aguardaban a los alemanes en la carretera principal, la de Berna, y más tarde los soldados que volvían de las guerras de la Grande Armée despojaban a las gentes honradas. Hay que andar con tiento a la hora de contratar a un vagabundo para la cosecha o la patata. Es el extranjero, el fisgón, el ladrón. Con un aro en la oreja, socarrón, la chaira calzada en la bota.
Aquí no hay grandes comercios, fábricas, manufacturas, sólo hay lo que se arranca a la tierra, que es como decir nada. Esto no es vivir. Somos incluso tan pobres que vendemos las vacas por su carne a los carniceros de las grandes ciudades y nos contentamos con cerdo, y lo comemos tanto en todas sus formas, ahumado, atocinado, en picadillo, salado, que acabamos pareciéndonos a ellos, la cara rosa, la cabeza colorada, lejos del mundo, en bosques y cañadas negras.
En esos campos perdidos, una muchacha es una estrella que imanta las locuras. Incesto y divagaciones, en la sombra de la soltería, de la parte carnal para siempre codiciada y prohibida.
La miseria sexual, como la llamarán más tarde, se suma a los extravíos del miedo y la imaginación del mal. Solitario, se vigila la noche, retozos de amor de algunos pudientes y de su cómplice estertorosa, frotaciones del diablo, culpabilidad retorcida en cuatro siglos de calvinismo impuesto. Descifrar sin descanso la amenaza llegada del fondo de uno mismo y del exterior, del bosque, del techo que cruje, del viento que llora; del más allá, de arriba, de abajo: la amenaza llegada de otra parte. Uno se atrinchera en el cráneo, en el sueño, en el corazón, en los sentidos, se encierra en su granja bajo siete cerrojos, con el fusil aprestado y el alma aterrada y hambrienta. El invierno atiza estas violencias bajo la larga nieve amiga de los locos, los cielos rojos y pardos entre el alba y la noche desheredada, el frío y la melancolía que tensan y corroen los nervios. Ah, me olvidaba de la belleza estremecedora de estos pagos.
Y de la luna llena. Y las noches de plenilunio, las oraciones y los rituales, las lonchas de tocino con que se frotan las verrugas y las llagas, las pociones negras contra el embarazo, los ritos con muñecas de madera mal desbastada y acribillada de agujas, martirizada, y la suerte echada por farsantes, las plegarias para la mancha de los ojos. Todavía hoy, en los graneros y los colgadizos, se encuentran grimorios y recetas de decocción de sangre menstrual, de vómito, de baba de sapo y de víbora triturada. Cuando la luna ilumina demasiado, guárdate de mescolanzas. Cuando la luna despunta temprano, guarda la serpiente en el saco. Gana la locura. Y el miedo. ¿Quién se ha deslizado por el sobradillo? ¿Quién ha caminado por el tejado? ¡Vela por tu pólvora y tu horquilla, antes del secreto de los abismos!
Capítulo II
Febrero de 1903. El comienzo del año ha sido muy frío, la nieve persiste en Ropraz, que parece aún más amontonado y olvidado en su llanura azotada por los vientos. Desde el primero de febrero no ha parado de nevar. Es una nieve densa, mojada, sobre el cielo sombrío, y desde hace algún tiempo no respeta al pueblo. Carreteras cortadas, las fiebres, varias vacas han parido mal, y el 17, un martes, la joven Rosa, una gran flor fresca, veinte años, la piel clara, los ojos grandes, el pelo largo y castaño, murió de meningitis en la granja de su padre, el señor Émile Gilliéron, juez de paz y diputado del Gran Consejo. Es un hombre corpulento, severo, reflexivo, generoso. Posee bienes, mucha tierra en los alrededores, y la belleza flexible de su hija ha producido graves trastornos. Además la chica canta bien, es abnegada con los enfermos y una parroquiana activa en la iglesia principal de Mézières... Gente rara, como se ve. Y que asombra en medio de la fealdad, el vicio, la avaricia reinantes.
La muerte de Rosa fue una conmoción terrible para toda la comarca. Vinieron al entierro, el jueves 19 de febrero, en el cementerio de Ropraz, desde pueblos lejanos, desde burgos, aldeas, crestas remotas. En carro, a caballo, con raquetas en los pies, una concurrencia tan numerosa, varios centenares de hombres y mujeres, que a pesar del frío la capilla permaneció abierta durante todo el oficio, y de la capilla al cementerio el cortejo duró más de una hora, acompañado por el tañido continuo del toque de difuntos.
Para alojar a su última inquilina, el sepulturero Cosandey tuvo que cavar en el suelo helado toda la jornada del miércoles. Labor cumplida. A media tarde del jueves, Rosa Gilliéron es sepultada en el flanco sudeste, en los dos tercios del cementerio que se adentra solitario entre el bosque muy espeso y una vasta ondulación desierta sobre la que graznan las cornejas. Cerrado el féretro, el último puñado de tierra lanzado debidamente sobre la madera sorda, Cosandey no necesita siquiera cubrir de nieve el pequeño emplazamiento. Tras la tregua que ha permitido al cortejo seguir al ataúd paso a paso, la nieve ha vuelto a caer en el momento del último rezo, después del último canto de los niños y la bendición del pastor Béranger, venido especialmente de Mézières. La nieve que recubre el suelo negro del viejo invierno y que, aseguran, acuna suavemente a los fallecidos en su descanso eterno.
Tras la inhumación de su hija, Gilliéron ha organizado un refrigerio en la Gran Sala. Así llaman al local de las fiestas y las solemnidades oficiales. Luego llega la noche, los últimos apretones de manos, los abrazos, las carreteras, los caminos de tierra se vacían y empieza la larga noche sobre los campos desolados.
Viernes 20, nieve y marasmo. Se puede creer que la muerte de Rosa y la amplia ceremonia en el cementerio han abatido los ánimos y sumido el paisaje en un estupor silencioso.
Capítulo III
Pero llega el sábado 21. Esta mañana, al alba, muy temprano, François Rod, que vive en los altos de Ropraz, en el lugar llamado Hacia-la-casa-de-los-Rod, decide «hacer leña» en el bosque de cañadas contiguo al cementerio por abajo. Su hijo Hermann le acompaña y lleva el pesado carro de bueyes de los lecheros y los leñadores. Son las siete y media. El día se levanta lentamente sobre los campos nevados. El camino del Bois des Tailles discurre pegado al cementerio. Al llegar a la verja del cercado, François detiene la yunta, ordena a su hijo que le espere y entra en el camposanto, donde quiere recogerse sobre la tumba recentísima de Rosa. Da algunos pasos en la alameda y al instante lanza un fuerte grito: la fosa de Rosa está abierta y el féretro al descubierto. Setenta años más tarde, el viejo Hermann recordará el grito de su padre: «Como si hubiese visto al demonio», dirá temblando, con la mirada enrojecida y, a una distancia tan enorme, con los ojos todavía desorbitados de miedo.
Hermann está paralizado en el carro, François sale trastabillando del recinto, no cierra siquiera la verja, cae en la nieve, se levanta, vuelve a caer y por último se abre camino hasta el hostal Cavin. Salen Cavin, la madre Cavin y el sepulturero Cosandey.
Vuelven al cementerio. La luz es ahora clara y de una blancura descorazonados. Hay pisadas alrededor de la tumba abierta —todo el suelo está pisoteado— y las huellas de un cuerpo tendido, y a unos metros una lámpara de petróleo medio hundida en la nieve.
Cosandey baja a la fosa. La tapa del ataúd está totalmente desatornillada, la han repuesto deprisa, dejando una abertura estrecha en el lado del busto de la muerta. Cosandey hunde allí la mano:
—¡Le falta la cabeza! —aulla, y se derrumba, doblado en dos sobre el féretro.
Reaniman al enterrador, que se queda a montar guardia tiritando al lado de la fosa, regresan al Café Cavin y allí se sirven del único teléfono del pueblo. Aguardan al señor Gloor, juez de paz del círculo de Mézières, al juez de instrucción Blanchod y a dos agentes de la policía cantonal, que tardarán tres horas en llegar al Jorat en el viejo tranvía ventoso de la línea Lausanne-Moudon: para ganar tiempo irán a buscarles en carro a la parada del castillo de Ussières.
Las cosas se descubren entonces. En Mézi+eres, donde por fin han conseguido localizarle, el doctor Delay se ha unido al grupo. Da la orden de levantar la tapa del féretro. Cadáver violado. Huellas de esperma, de saliva, en los muslos desnudos de la víctima. Y la mutilación más sanguinaria aparece en todo su horror.
La mano izquierda, cortada de cuajo, yace al lado del cadáver.
El pecho, tajado a cuchilladas, está profundamente cercenado. Le han recortado los senos, los han mordido, masticado y escupido en el vientre abierto.
La cabeza, cuyas tres cuartas partes están separadas del tronco, ha sido introducida en el abdomen tras asestarle una serie de mordiscos reconocibles y visibles en varios lugares: el cuello, las mejillas, el ligamento de la oreja.
Una pierna, la derecha, así como el muslo derecho, están cortados con hacha hasta la ingle.
Le han cortado el sexo y se lo han desgajado, masticado, mordisqueado, encontrarán restos arrojados, pelos púbicos y cartílago, en el seto llamado del Crochet, doscientos metros más arriba de la forja.
Los intestinos cuelgan fuera de la caja. El corazón ha desaparecido.
Es obvio que el demente ha extraído el cuerpo de la fosa para proceder a sus anchas. Hay un puñado de pelos largos y dos grandes charcos de sangre, absorbidos en parte por la nieve, cerca de la sepultura profanada.
Consumada la horrible tarea, concluido el festín bestial, el cuerpo de la joven mártir ha sido reinstalado en la caja, en su sitio dentro de la fosa abierta.
Capítulo IV
El vampiro de Ropraz. Consagra esta expresión, dos días después, la Feuille d'Avis de Lausanne, en su edición del 23 de febrero.
Este triste asunto tendrá en nuestro país una resonancia dolorosa. Nunca hasta ahora la crónica criminal había tenido que registrar en Suiza un acto tan abominable. Es vivamente deseable, para la tranquilidad de la conciencia pública, que el culpable caiga en manos de la justicia y reciba el castigo ejemplar que merece. Las hienas tienen la excusa del hambre para desenterrar los cadáveres. Para él, para este vampiro innoble, no encontramos ninguna.
El vampiro de Ropraz, el violador, el bebedor de sangre del Bois des Tailles, el murciélago de los cementerios rurales... Todo el aparato de Drácula corre y galopa por la región. Al mismo tiempo el asunto se propaga por la prensa de Europa y Estados Unidos, y periódicos de Nueva York, de Massachusetts, de Boston, evidentemente de Inglaterra y de Escocia, país de imaginario gótico, llegan al secretario judicial del pueblo, cuyo cementerio sombríamente ilustre avergüenza y espanta en muchas leguas a la redonda. Se hace raro abrir estos diarios extensos, y llegados de tan lejos, y encontrar en ellos titulares en letras grandes, a cuatro columnas, de detalles horrorosos:
THE VAMPIRE OF ROPRAZ
Muy pronto la investigación se estanca y se extravía. Se dirige en principio a Vucherens, pueblo vecino, y se centra en los dos hermanos Caillet, hombres bastante patibularios que han estado metidos en casos de asesinato, extorsión de fondos, robo y bandolerismo. Seis años antes, Caillet padre, un hijo mayor y la madre asesinaron al lechero Budry en Écoteaux; el padre y el hijo fueron condenados a cadena perpetua, la madre a tres años de cárcel por complicidad en el crimen. El padre y la madre Caillet murieron poco después de ser encarcelados. Ahora bien, como recuerda la Feuille d'Avis de Lausanne del 23 de febrero,
coincidencia cuando menos curiosa, Rosa Gilliéron es la hija de Émile Guilliéron, que presidía el jurado encargado de emitir sentencia en el asesinato de Écoteaux.
Así pues, ¿venganza? ¿Vendetta delirante de los dos hermanos menores, sedientos de sangre? Pero el vampiro ha actuado solo. Los dos Caillet son depravados, violentos, pero no retrasados mentales. Sin embargo, acaban de comprar en el bazar de Mézières lámparas de petróleo del mismo modelo que el encontrado en Ropraz. Y son unos virtuosos manejando el cuchillo. ¿Dónde estaban la noche del jueves 20 al 21? Les detienen, les sueltan. Sus respectivas mujeres, también carne de arroyo y de horca, les han proporcionado coartadas.
Entretanto, el rumor crece. Y el miedo. La gente se arma hasta los dientes, por la noche se atrinchera, y la delación sigue su curso. Envidia, celos ruines, ajustes de cuentas ancestrales, pretendientes rechazados por Rosa o por su austero padre, particulares perjudicados por sus decisiones de juez, politicastros vejados por su carrera, solitarios, tímidos, lunáticos compulsivos y obsesionados por la pureza de la muchacha demasiado bella... Divulgan el nombre de otro notable de Ropraz cuyo oficio secundario, carnicero ambulante por las granjas, puede hacer pensar en juegos de cuchilla muy sugerentes y culpables. ¡Destazador de cerdos y de carne tierna! La peor cancioncilla amenaza. Durante una semana larga se sospecha de un estudiante de medicina que ha venido a pasar unos días, justo a finales de febrero, con su familia en Mézières. ¡Un estudiante de medicina, figúrese, con todos esos cursos de disección que les imparten a nuestras expensas!
Hostigan al estudiante dos días enteros en las dependencias de la policía. Tiempo perdido.
—Un tipo coriáceo —dirá el agente Décosterd, que ha dirigido el interrogatorio—. No se dejan impresionar, estos médicos jóvenes. A éste, en todo caso, lo tenemos vigilado. Dice que va a ser cirujano. Razón de más para no perderle de vista ni un minuto.
Durante este tiempo, el vampiro no para. Le sitúan en Vucherens, en Ferlens, en Mont-preveyres, aparece sobre todo de noche, burla a las rondas de vigilancia y el olfato de los perros, en cada visita sube al piso donde duermen la niña o la criada.
—Mire el cristal roto, la escalera estaba apoyada aquí...
—Pero a su hija no le ha hecho nada.
—Se ha despertado a tiempo. Estaba soñando, la pobre pequeña, y de repente ha empezado a gritar, sólo nos ha dado tiempo a coger el hacha y subir corriendo.
Hay miedo, asombro, interés.
—No la ha tocado, el canalla, pero ha estado aquí, mire la baldosa rota, el reguero de nieve fundida en el parqué. ¡Al parecer lo han ahuyentado las cabezas de ajo y el crucifijo con que la niña dormía!
Pues en todas partes han sacado al Cristo que guardaban de los tiempos católicos. En todos los pueblos y aldeas ahora hay colgadas de las españoletas de las ventanas, de los postigos, dinteles, balcones y verjas, y hasta de las puertas falsas y de las bodegas, ristras de ajos e imágenes santas que repugnarán al monstruo de Ropraz. De nuevo se alzan las cruces en esta región protestante donde no se veían desde hace cuatro siglos. En las colinas, en los caminos, vuelven a plantar el objeto aborrecido desde la Reforma. ¿El vampiro teme el signo de Cristo?
—¡Esto le hará pensárselo dos veces! Y el perro está suelto.
El pastor Béranger y la parroquia principal de Mézières toleran estas supersticiones.
—Teniendo tan cerca a los brujos de Friburgo y a sus magos, sus curas hasta en la frontera, estoy acostumbrado a sus embelecos.
Béranger es hugonote. Un soldado de Dios. Como catequista de Rosa, asistió a la reconstitución del cuerpo cuando lo llevaron, durante unas horas, del cementerio a la Gran Sala para lavarlo y arreglarlo. Fue él, Béranger, el que bendijo los despojos revestidos de una nueva túnica blanca antes de volver a sepultarlo.
—¿Y no tiene miedo, señor pastor, de que el monstruo ataque a la señora Béranger y a la pequeña ayudante de la parroquia? Debe de querer vengarse de usted, que ha sido tan bueno con Rosa...
—El que ama a Dios no teme al espíritu de las tinieblas —responde el pastor, con voz potente.
Y se sube al pescante del carro que conduce él mismo, la noche cae, la noche embrujada, se oye largo tiempo el chirrido de las ruedas en la nieve helada del camino de abajo.
Capítulo V
Mientras tanto corre el vampiro de Ropraz, corre el primo lejano de Drakul y tan parecido a él, maestro lunar de las escarpaduras de Valaquia y de la Transilvania desolada de crímenes. Tiene a su favor el parentesco aterrador de los Cárpatos y las estribaciones valdenses de las selvas negras donde se esconde, vigila, sacia la sed y el hambre, el devorador de la pura Rosa.
Podéis estar seguros de que, acurrucado en la maleza, donde se esconde hasta la caída del sol, en la caverna de una pendiente, una falla en el risco sombrío, ha oído traquetear el carro del pastor sobre el camino abrupto. Y de que, más tarde, ha visto apagarse la lámpara en las ventanas del castillo de Ussières, la lámpara del Café Cavin, las de las casas de piedra maciza, de las granjas en sus soledades. Añora la noche le pertenece.
El viento se ha levantado en la cañada. Sopla sobre la noche, el viento mojado y frío que ata a los perros en sus casetas y endurece los caminos helados... Tantas vírgenes jóvenes duermen su sueño de lis en tantos lechos vertiginosamente tibios. Tantas jóvenes muertas van a reposar, en su primera noche de enterradas, bajo la cubierta de su tumba fresca. ¡Es hora de ponerte en marcha, Drácula, maestro de la sombra, por los burgos y los campos! ¡Tú que conoces todos nuestros gestos, nuestras pausas, nuestros titubeos, tú que beberás la sangre de nuestras hijas y las registrarás, las devorarás antes de que el alba te obligue a refugiarte en tu guarida inhallable!
Pues desde el 20 de febrero se diría que no hay colina, bosque ni atajo que escape al poder del monstruo. El vampiro de Ropraz está en todas partes, merodea, acecha, amenaza, acrecienta el miedo enquistado en el fondo de las granjas solitarias. La angustia de la sorpresa aciaga que agobia a los predios más pesados, la inquietud anidada en la carne de la violación sexual y expiatoria. La antigua culpabilidad de los cuerpos castigados y ofrecidos al diablo.
¡Eras tan bella, Rosa, que pagas tu blancura deslumbrante!
Ancestralmente todo es maléfico y peligroso en estos campos perdidos, la tormenta que hace crecer los ríos, el rayo que incendia los tejados, la sequía que mata los terrenos, quema la hierba, desmedra y reseca los frutos, la lluvia que pudre la cosecha y erosiona los cultivos. Se desconfía de los vagabundos, los mendigos, los predicadores ambulantes, rateros como gitanos. Se ahuyenta a los viajeros, bohemios, zíngaros, se hace huir a los buhoneros a golpe de bieldo. Pero aquí está el 20 de febrero, he aquí el reino del vampiro que engloba todos los temores, las violencias, la locura resurgida, y encierra en lo incomprensible el horrible secreto del mundo malvado. Estaban los pastores que denunciaban nuestros orgullos y mentiras. Estaba el sermón del domingo en las iglesias de Calvino y el recuerdo del juicio que espera nuestra distracción. Y sobre todo había en nosotros, desde el fondo de los siglos de cavilación abrumada, la certeza del castigo suspendido allá arriba sobre nuestras vidas.
Ahora ningún cuchitril, vasta residencia o casucha, ningún galpón, reducto, taller, chamizo mísero, ninguna garita o tugurio escapa al cruel acecho, a la dominación del vampiro. Los niños de las casas aisladas ya no van a la escuela, el cartero ya no hace su ronda por las colinas o las aldeas, al doctor Delay le protege el guardabosques cuando acude a la cabecera de un enfermo alejado. Pero ¿acaso se tiene el derecho a enfermar en estos tiempos graves?
Las madres vigilan a sus hijas más que nunca. Antes de febrero el peligro venía de los chicos, de los bailes, los bingos, las veladas de canto, en este momento el monstruo está escondido entre nosotros, taimado, hábil, informado, se apresta a lamerse los dientes y a babear sobre nuestros sueños antes de perforar la garganta y el vientre de nuestras prometidas.
El lunes 2 de marzo de 1903 aparece un artículo indignado en la portada de la Revue de Lausanne. El periódico radical escribe a cuatro columnas:
DE NUEVO EL VAMPIRO DE ROPRAZ
Es absolutamente inadmisible que nuestra policía, tan activa en cualquier otra ocasión, no haya encontrado todavía el indicio capaz de ponerla sobre la pista del odioso criminal que aterroriza nuestros campos y la emprenderá pronto contra nuestras ciudades y nuestras celebraciones. La horrible violación de los restos mortales de la joven Rosa Gilliéron, a cuyo eminente padre, el juez y diputado de Ropraz, Émile Gilliéron, conocen todos nuestros lectores, ¿aún seguirá impune largo tiempo? ¿El vampiro habrá podido con el orden público y la paz de un país entero, del que pronto no quedará nada?
Estas líneas, como los artículos de prensa que aparecen ahora en toda Suiza, y cada vez con más frecuencia en Europa, expresan perfectamente el temor y la impaciencia que irritan a la opinión y exasperan a ciudades y campos. Por un lado, el vampiro que se burla del mundo, actúa como quiere y atiza la histeria. Ante él, la impotencia y la inactividad de los investigadores. Para resumirlas, una pregunta puntea de sombra el artículo de la Revue de Lausanne: «¿Para cuándo una nueva escena infernal?»
Capítulo VI
Pasan marzo y abril, denuncias larvadas, falsos rumores, calma agitada, nada sucede desde el atentado de Ropraz. Pero las hablillas crecen, se dan nombres, acecha la denuncia penal por difamación e injuria. Y las querellas de clan, los odios de familia, oscuras historias de herencias o de modificación de tierras, todas esas mezquindades recobran aliento gracias a la sospecha y el miedo.
Al despedazar y chupetear el cadáver de la muchacha muerta, el vampiro de Ropraz enemistó entre sí a los allegados de Gilliéron. A principios de marzo, uno de los vecinos de la Moille du Perey, un notable, rico propietario, es acusado por las habladurías de haber dejado embarazada a Rosa. Harán falta toda la autoridad del juez y el testimonio del doctor Delay para silenciar una calumnia en la que nadie creía. Rosa ha muerto por encima de toda sospecha, pero la fealdad de la agresión revela la maldad reinante.
En este mismo periodo un soltero de Hermenches, tuerto y cagueta, el señor Juste Fiaux, es detenido por la policía. Todo el verano de 1901, el tal Juste trabajó de criado en la granja de Gilliéron, y como se ha comprobado debidamente, no paró de importunar a la joven Rosa con sus insinuaciones indecentes. Ella las rechazó suavemente y el asunto no pasó de ahí. Pero Fiaux, resentido, ¿se vengó de aquel desprecio? La pista se abandona pronto.
¿Y el gran carnicero ambulante, en Ropraz, cuyo nombre se pronunció como enemigo del diputado? Ha contratado a un abogado de Lausanne, el letrado Spiro, adversario temible, y nadie aquí tiene ganas de sufrir sus célebres parlamentos. Hace mutis por el foro el carnicero, tratante de ganado, consejero de la parroquia de su gremio.
Otros no tienen tanta suerte. Sacan a relucir el nombre de un educador despedido por un asunto de tocamientos nunca muy bien aclarado; el hombre no ha sido rehabilitado, a pesar de que el pedagogo se ha reconvertido en memorialista en Oron-la-Ville. Allí escribe (o hace que le escriban) cartas de amor curiosas. A señoras de Oron y de Mézières, a señoritas de toda la comarca, a la hija el doctor Delay, a Rosa. El escritor lo niega. ¿Dónde estaba la noche del 20 al 21 de febrero? Sostiene que no puede decirlo para proteger el honor de una dama.
—¿Y la víspera?
—Trabajaba en mi novela.
—¿Alguien le vio escribirla?
—No me ofrezco como espectáculo. ¿Saben lo que es escribir? Un sacrificio, sí, señores, ¡un sacrificio mucho más terrible que la inmolación de los restos de una campesina inocente!
El inspector Décosterd y sus colegas de la policía se golpetean la sien con el índice. ¡Escritor! ¡Y nuevo mártir! Dejan al sujeto con su cantinela.
Así hasta la vuelta a las aulas, después de Pascua, el martes 14 de abril. El horror acontece en Carrouge, a ocho kilómetros de Ropraz, en la estribación de la carretera de Moudon. En el prado que sirve de espacio de juego entre el cementerio y la escuela, el maestro Aimé Jeunet, que dirige la única clase de Carrouge, vigila el recreo fumando un purito Fivaz cuando capta su atención un grupo de niños que se divierten jugando al fútbol con un extraño balón. Tras aproximarse tranquilamente, Aimé Jeunet comprueba con estupor que el balón es una cabeza y que a esa cabeza sanguinolenta le han arrancado el cuero cabelludo, tiene todavía mechones de pelo pegados al cráneo como un infame adorno. Despavorido, el maestro está al borde del desmayo y los alumnos se dispersan. Porque Jeunet ha reconocido el cráneo: «¡Es Nadine!», aulla, vacilando de nuevo, y cae de bruces al suelo.
En la hora siguiente vuelven a descubrir todo el horror del ritual fúnebre. Tumba abierta, ataúd desatornillado, una vez más un cadáver violado, manchas de esperma y de saliva alrededor del ombligo y en los muslos. Y el resto del cuerpo profanado, ensangrentado, esta vez se han llevado el sexo de la joven difunta y la cabeza está completamente separada del tronco. Después han arrancado del cráneo el cuero cabelludo, como prueban las entalladuras del hueso, la sangre encostrada y el largo mechón de pelo negro que reluce al sol de la alameda.
¿Qué ha ocurrido en Carrouge?
Tres años atrás, una familia del pueblo recogió a una huérfana salvada de la tuberculosis ósea. Pero Nadine Jordan tiene una pierna paralizada, cojea, la obligan a hacer pequeños quehaceres domésticos para que se quede en casa. Es bonita, aplicada, fresca, los chicos empiezan a cortejarla a pesar de su pierna rígida y su estatura, que es la de un niño. Bien proporcionada, sin embargo, un pecho bonito, largos cabellos oscuros que brillan, hasta el maestro Jeunet es sensible a tanta gracia... El duro invierno tiene sus leyes. En diciembre la tuberculosis resurge, una mala fiebre gana la partida, la agonía es corta, Nadine Jordan muere unos días antes de Pascua, el jueves 9 de abril, y la entierran el sábado 11. Como en el caso de Rosa Gilliéron, el pastor Béranger celebra el oficio fúnebre, Carrouge está cerca de Mézières, evoca la breve vida de Nadine, muchacha valerosa e intachable, y recita la oración de difuntos.
Esta vez no hay nieve que señale las huellas del vampiro. Está ese cráneo cortado lleno de sangre negra y un largo puñado de cabellos todavía perlados de rojo en el césped del cementerio, detrás de la iglesia y la escuela.
Capítulo VII
Parece que la primavera aviva el ardor del vampiro. Apenas han descubierto en Carrouge el cuerpo torturado y el cuero cabelludo de Nadine Jordan, un tercer asunto macabro abruma de nuevo al Jorat.
Esta vez es en Ferlens, un pueblo al este de Carrouge, en la carretera del lago de Bret. Una joven de veintitrés años acaba de morir de tisis y su marido, Jacques Beaupierre, accede a su última voluntad: que la entierren con la cabeza posada sobre el pequeño cojín de caucho que la ayudó a superar su prueba. Deseo singular, promesa piadosamente cumplida, Justine Beaupierre es inhumada el martes 21 de abril, con la cabeza apoyada dentro de la caja en el objeto absurdo y útil.
¡Cuál no será el espanto de Beaupierre en su primera visita al cementerio, al día siguiente del entierro, cuando ve dicho cojín, anaranjado y muy visible a la luz de las nueve de la mañana, en el camino que lleva a la tumba de su mujer!
Aquí también la fosa está abierta, la tapa apartada, la mortaja arrancada y desgarrada, la garganta de la joven agujereada y cercenada, los pechos cortados, comidos en parte. Esperma seco, huellas de saliva, parecida a una baba, como dirá más tarde Jacques Beaupierre, en el ombligo y en la ingle. Un tajo largo y limpio secciona el vientre, han extirpado el pubis y el sexo y se los han llevado. Encontrarán fragmentos, masticados y escupidos, pelos, carne viva y cartílago, en la maleza de boj que rodea el recinto. Igual que hallaron fragmentos de sexo y pelos en el seto negro del Crochet, en Ropraz, después del ataque de febrero.
—¿Color de ojos de Justine Beaupierre?
—Castaños, tirando a oscuros.
—¿Color del pelo?
—De un castaño oscuro.
—¿Color de piel de la antedicha?
—De un claro pálido.
—¿Estatura?
—Mediana y delgada. Pechos desarrollados. Caderas estrechas.
—¿Corpulencia de la antedicha?
—Fina y flexible. Cuarenta kilos a lo sumo.
Al parecer el vampiro de Ropraz tiene preferencia por un tipo de mujer, siempre el mismo, y elige con mucha anticipación a la víctima que sacrificará. ¿Cómo se informa? ¿Cómo sabe que una morena fina agoniza, y en qué lugar preciso? ¿Tiene la lista de las jóvenes enfermas en fase terminal, de todos los dispensarios, sanatorios, lazaretos u hospicios de la comarca? ¿Dispone de un cómplice en el hospital de Moudon? ¿Y el horario de entierros? ¿Cómo sabe el día concreto, la hora fijada en que van a inhumar a tal joven fallecida en tal pueblo convenido?
Empiezan a sospechar de los sacristanes y los enterradores, y la investigación hostiga al de Ferlens, el padre Cordey. El alcohol le salva, Dios es bueno. A la hora del crimen de la Beaupierre, Jérémie Cordey estaba borracho perdido gracias a las propinas de la víspera.
Vuelven a sepultar a Justine. Otra vez una túnica nueva para el cuerpo despedazado, otra vez el pastor Béranger que no teme comparar estos sucesos horribles con las diez plagas de Egipto, con el castigo esperado de Sodoma y Gomorra. «¿Qué crimen expiamos en nuestro lugar miserable? Tú lo sabes. Tú, Señor, y nosotros también lo sabemos si miramos nuestra conciencia. Nadie es irreprochable ante el Señor. Sólo cuando hayamos examinado todas nuestras faltas y hayamos decidido arrepentimos y cambiar el curso de nuestra vida, oh, Señor, Tú darás la paz a nuestras ciudades y pueblos. Como Tú has apaciguado en tu bondad nuestros corazones oscurecidos por tantos errores.»
Ya está, queda dicho, Dios aniquilará al vampiro cuando nos entreguemos a Él. Voto bíblico que entronca con la obsesión de la falta encerrada en el cuerpo de los calvinistas en sus desiertos. Su alma abrumada por la aspereza de un cielo inalcanzable. Béranger conoce bien su mundo. Sin embargo, sobre todo al caer la noche, todos piensan en los tres hermosos cuerpos ensangrentados y remendados en el fondo de su nueva capa de tierra, en sus tres pequeños cementerios perdidos, y saben que el monstruo dirá la última palabra, en este valle que Dios nos da, de lágrimas amargas y tinieblas merecidas.
Capítulo VIII
La agresión a Beaupierre en el cementerio de Ferlens, por la repetición del ritual, rebasaba la imaginación de lo peor. ¿Pondremos fin algún día a esta carnicería?
Una nueva historia en Ferlens, el asunto del Café du Nord, como lo llamaron al instante, pudo inducir a creer que tenían al culpable.
En el Café du Nord, el dueño, Georges Pasche, se quejaba desde el invierno de que en el establo contiguo a la granja y al café, que formaban un solo edificio bastante espacioso, sus vacas y sus terneras fueran agredidas con tratamientos contra natura. Aquel invierno, en efecto, y durante toda la primavera, la vulva, el ano y el recto de varios animales sufrieron daños causados por la introducción de un pene de gran tamaño, o de un bastón, un mango de pico o algún otro instrumento puntiagudo, porque la membrana y el recto de las jóvenes hembras estaban perforados o desgarrados y casi siempre ensangrentados a la hora del ordeño matinal, y el esperma ensuciaba todavía el orificio de varios ejemplares.
Al principio Georges Pasche monta guardia, sin atreverse a revelar las cosas por temor a que le atribuyan algún trato con el vampiro de Ropraz. Pero como los hechos persisten y hasta se agravan, acaba prometiendo dos escudos de cinco francos, una pingüe suma para la época en aquellos predios, una moneda federal en plata de peso, a quien denuncie al culpable o le ayude a confundirlo. Es lunes 11 de mayo de 1903.
No hace falta más para que, dos días después del anuncio de la recompensa, la pequeña sirvienta del café sorprenda a Favez, el mozo de la granja, de pie en plena noche encima de un taburete, con el pantalón bajado hasta los calcetines, trabajándose a una ternera atada. La sirvienta blande la linterna: «¡Esta vez te pillé, muchacho!» Pasche acude corriendo al ruido del alboroto, y la madre Pasche y por supuesto los hijos Pasche, todos ellos en camisón en el establo que remueve y despide olores intensos, a vaho y a lámparas de mecha agitadas. Visten al criado por la fuerza, lo amarran y lo encierran en la bodega, y al alba los gendarmes a caballo de Mézières le suben al furgón y le encierran en los calabozos de Oron, cabeza de distrito.
El nombre completo del desdichado es Charles-Augustin Favez. Tiene veintiún años, aunque aparenta el doble, un cuerpo singular, la cabeza huidiza y es alcohólico, vicioso, callado. ¡Y se divierte con nuestro ganado! ¿Merodeará por los cementerios? ¿Y si Favez fuera el culpable, Favez en la tumba de Rosa, y Favez de nuevo en Carrouge y también en Ferlens? Es Favez, por supuesto, el sádico. Es Favez el monstruo. Es él el vampiro de Ropraz. A falta de víctima humana, perfora a las vacas y a las terneras a la espera de que otras muchachas muertas vuelvan a ponerse a tiro. O vivas, ¿por qué no? Gacelitas muy dulces y cálidas, en su sueño inocente de colegialas, catecúmenas o jóvenes madres, sobre las que arrastrarse y frotar su hocico inmundo.
La mañana del jueves 14 de mayo, un grito único sube del Jorat, y más lejos en todo el país: «¡Tienen al vampiro! ¡El vampiro es él!» Sí, es él, peor que el lobo o el oso surgido de las leyendas, que ha manchado tres cuerpos de jóvenes muertas en Ropraz, en Carrouge, en Ferlens, que nos ha aterrorizado, ahora hay que juzgarle y restablecer la pena capital para él. Aquella mañana, por los campos y las aldeas, se habla por doquier de la pena de muerte, aunque haya sido abolida hace treinta y seis años . La pena de muerte, a ojos y oídos de toda una población, era la única adecuada para fechorías tan abominables.
Pero ¿quién es este amante de las muertas, este violador de vacas, el autor de tantos crímenes horribles?
Charles-Augustin Favez nació en Syens, un pueblo minúsculo entre Moudon y Mézières, el 2 de noviembre de 1882, en un medio desfavorecido donde el alcohol, el incesto y el analfabetismo son plagas atávicas. A los tres años, Charles-Augustin es separado de su miserable familia y confiado a una pareja que abusa de él, y por último la beneficencia lo entrega a una familia de negociantes de Mézières, los Chappuis, que tratan de educarle honradamente encomendándole pequeños trabajos en el almacén al mismo tiempo que acude a la escuela.
Charles-Augustin es muy vigoroso, está más desarrollado que los chicos de su escuela y sufre accesos de cólera que asustan. No trata mucho con sus compañeros, huye de las chicas y habla tan poco que podrían tomarle por mudo. En la visita sanitaria anual a las aulas de Mézières, en junio de 1892 —Charles-Augustin tiene diez años—, el doctor Delay anota en su informe que el niño Favez está excesivamente desarrollado para su edad, es de una palidez extrema y tiene los ojos inyectados de rojo, «como si le hiriese la luz del día». Esta nota se citará en el juicio.
Charles-Augustin Favez padece «ausencias» que eliminan de su memoria algunos hechos o actos que ha sufrido o que ha podido cometer. Parece que ha cultivado esas ausencias como protección contra las graves heridas sufridas en la infancia, y el hambre y los malos tratos que le infligieron antes de vivir con los Chappuis. Respecto a los asuntos que nos interesan, dice que no guarda recuerdo de que haya cometido o hubiera podido cometer ningún acto perverso reciente en ninguno de los cementerios mencionados.
Se constata, a la edad de quince años, una tendencia a la bebida que le impulsa a ingerir todo lo que contiene alcohol, sobre todo los sábados, en que frecuenta los cafés y los bailes, a pesar de su edad, las verbenas y otras festividades en las que se embriaga. En numerosas ocasiones le recogen al cierre de los establecimientos y le arrojan delante de la puerta del bazar Chappuis, en la Grand-Rue, donde este espectáculo infunde temor.
A los dieciséis años le expulsan de catequesis por haber robado cincuenta céntimos de la bata de un compañero en el vestuario de la residencia del cura. Coincidencia interesante: en la escuela y en la catequesis estuvo en la misma clase que Rosa Gilliéron, de la que se mantenía alejado, intimidado, pero el informe del maestro dice «que la miraba sin cesar y la seguía por la calle, a pesar de la presencia del padre de ella».
Charles-Augustin Favez y Rosa Gilliéron sólo se llevan un año: 1882 y 1883. Tienen la «misma» escolaridad en un país donde la instrucción pública es obligatoria para todos. Es curioso imaginar a la muchacha pura en la primera fila, inocentemente atenta a las lecciones del profesor, y en el fondo de la clase al vampiro Favez que la acecha y ya piensa en chuparle la sangre y tragar.
Capítulo IX
Así pues, encierran a Favez en los calabozos de Oron. La detención no dura mucho tiempo: cincuenta y siete días. ¿Cómo es posible que el criminal más célebre de toda Suiza escape así al castigo?
En Oron, contra todo pronóstico, Charles-Augustin Favez se beneficia de dos intervenciones. La primera, obligada, es la de un psiquiatra ya famoso en la época, el doctor Albert Mahaim, que ha estudiado las tesis de Charcot, asistido a sus clases en la Salpêtrière y realizado él mismo numerosos trabajos sobre la histeria, el sadismo, la neurastenia, y que presiente en Favez un tema de observación, quizá de demostración, útil para el desarrollo de sus propias teorías. Profesor en la facultad de medicina de Lausanne, Albert Mahaim es también uno de los fundadores del centro psiquiátrico de Cery, totalmente nuevo y situado al oeste de la ciudad, en los linderos arbolados de la aglomeración de Prilly-Chasseur. El establecimiento de Cery tiene la ambición de crecer hasta convertirse en uno de los primeros centros de estudios de los males del alma en Europa. Un ejemplo: desde su inauguración en 1873, treinta años antes de estos sucesos, Cery se dotó de varios pabellones de geriatría y de una granja modelo donde a los enfermos menos peligrosos, o en estado de «latencia», como se decía entonces, se les permite trabajar en la medida en que se muestren capaces de hacerlo. Vergeles, hortalizas, bosques, aves de corral, cultivo de la tierra, pero también cría de ganado mayor: la cabaña de Cery, con varios toros premiados cada año en los concursos agrícolas cantonales, pronto llegará a ser una de las mejor atendidas de la región. Ya en 1903, la granja emplea a una cuarentena de pensionistas al mando de varios médicos y capataces.
Albert Mahaim examina a Favez, le reconoce alcohólico, taciturno, atávicamente propenso a arrebatos de cólera que pueden desembocar en violencia. Pero puede que Favez no sea el monstruo que la gente cree que es. En ningún caso es desmembrador de cadáveres y antropófago.
El examen anatómico de Favez revela una gran fortaleza y una resistencia poco común a la indigencia. La caída de un árbol en un bosque, durante una desventurada estancia del interesado en casa de un leñador, le produjo una lesión en un hombro lo bastante grave para causarle una ligera dislocación del hueso y de la clavícula. Pero Favez no sufre dolores, tiene un torso robusto, los brazos largos y muy musculosos, el sexo y los testículos muy desarrollados; cabe destacar que la masturbación precoz y reiterada ha tenido por efecto despejar el glande: las costumbres solitarias del sujeto le han circuncidado de una forma natural.
—¿El sujeto ha tenido relaciones sexuales con una mujer?
—A pesar de su reticencia y al cabo de muchas horas de conversación, el sujeto confiesa que nunca ha conocido mujer. Se topó con prostitutas en Lausanne e Yverdon, pero había bebido demasiado y ellas no insistieron.
—El sujeto tiene una constitución fuerte. ¿Por qué no ha hecho el servicio militar?
—El ejército le rechazó a causa del hombro dislocado. Es el hombro derecho, el de disparar. Los médicos militares que le examinaron dictaminaron una malformación genética que le hacía no apto para el servicio. «Lástima para el ejército federal», dice el doctor Mahaim, sonriendo. «Habría sido un buen soldado.»
Una particularidad, sin embargo, alerta al doctor. Favez tiene siempre los ojos rojos y presenta una ectropión de los párpados, que están como bordeados de carne viva, y pestañea continuamente, como si la luz le hiciera daño. Albert Mahaim anota este detalle a regañadientes, pues sabe que atribuye a Favez el ojo enrojecido del vampiro, que no soporta la luz.
Es cierto que el hombro lesionado y torcido prestará siempre a su porte un aire huidizo, que es también el del monstruo.
Otro detalle, pero que cobra todo su sentido si recordamos los dientes del roedor nocturno y sediento de sangre, especialmente grandes y afilados: el examen dental de Favez descubre una mandíbula de dientes anormalmente largos, los incisivos son más agudos de lo normal, lo cual dibuja en la boca un rictus difícilmente soportable.
Por otra parte, el registro de los objetos personales del detenido, de sus ropas y del cuchitril donde duerme, en Mézières, bajo el techo del bazar Chappuis, no aporta nada interesante: sólo una navaja pequeña, con mango de madera y hoja embotada y herrumbrosa. El doctor Mahaim demuestra y explica que este objeto irrisoriono puede cortar carne con la precisión rápida y terriblemente eficaz de las agresiones en los tres cementerios.
Examinan la navaja dos expertos en criminología llegados expresamente de Basilea y Zurich, el doctor Paulus Betschacht y el profesor Johannes Berg, dos sabios consultados en asesinatos y depravaciones por las policías de Alemania y Austria. Estos dos caballeros austeros no han encontrado rastro de sangre humana en la hoja mediocre, nada más que residuos grasos, a base de caseína y de azúcares de fruta procedente del queso y las manzanas robadas en los vergeles, con las que el sujeto se alimenta casi siempre.
—¿Tampoco había sangre, ni huellas de grasa humana, en la ropa del detenido? ¿Ni en sus zapatillas? ¿Ni en su cama?
—Ningún vestigio fisiológico. El sujeto mismo es limpio, orea y barre con regularidad el cuchitril donde duerme.
Cabe señalar aún que los expertos suizo-alemanes, especialistas reconocidos en toda Europa en materia de criminología, pusieron a Favez a prueba con varias piezas de carne animal y le ordenaron que trinchara y descuartizara una carcasa de buey, un vientre de puerco y un pecho de ternera. El detenido se mostró incapaz de hacerlo. Tanto con su «navaja» como con ayuda de instrumentos de carnicero especialmente afilados, Favez no pudo, o no supo, trinchar la carne de un animal abatido la víspera.
La conclusión del doctor Mahaim fue que le pusieran en libertad lo más pronto posible. Una excarcelación acompañada de una multa de treinta y cinco francos prescrita en el registro penal por actuaciones contra natura con animales, y de un seguimiento psicológico de como mínimo tres meses, con orden de presentarse en la consulta de Cery cada primer día de la semana. El doctor Mahaim añadía que en Cery él recibiría personalmente al mencionado Charles Favez, porque en el curso de su breve investigación se había encariñado con un personaje que tenía más de víctima de un ruralismo miserable que de verdugo de una sociedad poco inclinada a darle una oportunidad.
Capítulo X
¿Qué sueña un vampiro de noche, encerrado con tres candados en su mazmorra medieval? Se zambulle en escenas de la infancia, donde revienta de hambre, sufre, padece, se somete y tan a menudo desea la muerte. Encerrado en la celda de las cárceles negruzcas de Oron, Favez recobra escenas muy antiguas que creía haber expulsado de su memoria de vagabundo libre. ¿De cazador, de vengativo sediento de sangre? Tiene tres, cuatro años, es antes de que la beneficencia le coloque en casa de los Chappuis, en Mézières, en la de sus padres llueven los golpes, hay gritos, los aullidos del padre, sus crisis de embriaguez, y la madre abrumada de alcohol, de embarazos, y el hambre y el maltrato, siempre las palizas y el hambre. Están los parcos alimentos que roba a los pocos niños que se atreve a abordar. Están los restos de carne podrida y los huesos viejos sustraídos de los cuencos de los perros de la vecindad. Y más tarde, al cabo de un tiempo tan largo, tan lento, de una tristeza siempre similar, hay una nueva familia para él, tiene cuatro, quizá cinco años, gente a la que no conoce y que de inmediato le da miedo. Es una aldea perdida en las colinas, en cañadas, más allá de Vucherens, el hombre le sienta en sus rodillas y le obliga a bajarse el calzoncillo para hundirle su grueso chisme. Cállate, Favez, nadie te oye. Estamos solos aquí tú y yo, Charles Favez, pobrecillo, estamos tú y yo y vas a darme tu agujerito como anoche, como esta mañana. Date la vuelta, Favez. Venga, a cuatro patas, Charles Favez. Chupa, Favez. Llora, Favez. Y cállate. De todas formas lo que pasa aquí no se sabrá nunca, nunca, sólo estamos tú y yo, Favez, y mi mujer, la gran puerca, que va a participar en el baile.
El hombre grita, yo me limpio con los dedos la palma de la mano, el engrudo se me seca encima y me duele, he vuelto a sangrar. Después el látigo. O el cinturón, el palo de conducir a los cerdos. El hombre golpea, yo estoy de rodillas, tengo las nalgas desnudas, el hombre golpea y mete de nuevo su grueso chisme en mi agujero.
¿Y su mujer? Ella está en los campos. Su mujer está en el bosque para recoger leña. El hombre está enfermo. Enfermo de una pierna. No sale de casa. Se queda encerrado conmigo. Una vez en que yo estaba en el suelo, con el chisme bien hundido, su mujer apareció en el cuarto y al momento se desvistió y vino a frotarse su vientre peludo, su ranura mojada, contra mi cabeza y mi boca. Apesta, la ranura. Y resuda. La mujer gritaba, me había encajonado la cabeza entre los muslos, se frotaba, gritaba y yo tenía aún en mi agujero la cosa gorda que me hacía daño.
Después estuve en casa de los Chappuis y pude dormir tranquilo. Ya no más chisme que hacía daño. Pero la mujer de la cosa gorda, esa mujer, si la encuentro...
¿A cuál de sus verdugos encuentran? Hombres violentos y violadores, mujeres espectadoras, calladas, viciosas, que dejan indefenso al niño o lo utilizan para sus fines. Favez se despierta sudoroso en su celda, bebe del cubo de agua, vuelve a dormirse bajo el burdo paño. Un sueño atormentado por las caras, sobre todo de mujeres, que tendrán que pagar, niño por fin hecho hombre, el precio de su crueldad con una crueldad aún peor. Y sin testigos. Y sin límites. Ese día llegará, niño casi hombre, y tú lo sabes. ¿Te impacientas, Charles Favez? Es por esta noche. O por todas estas noches en el frío negro o el calor negro, en la nieve nocturna o en la primavera, para que pague la ranura sucia.
Canibalismo, agresiones a tres cadáveres, bestialismo, violación con agravantes, por mucho que el doctor Mahaim presienta el origen de la manía, como explica sobriamente, duda, pierde toda certeza, sabe únicamente que está lejos de imaginarse el martirio exacto del niño Favez antes de que lo confiaran a los Chappuis de Mézières. Todos aquellos años crucificados bajo la hosquedad, el esperma, la mucosidad de las bestias sin freno. «Le llaman el vampiro de Ropraz», anota Mahaim en el registro de sus observaciones: «es una simplificación popular y aterrorizada para el violador, el necrófago, el horripilante comedor de muertos. En estos páramos, el síntoma del vampiro durará mientras esta sociedad sea víctima de la miseria primitiva: suciedad de los cuerpos, promiscuidad, aislamiento, alcohol, incesto y supersticiones que infestan estas campiñas y crearán otros focos de sevicias sexuales y horror inmisericorde.»
Capítulo XI
La otra intervención aún constituye un enigma. En los primeros días de prisión de Favez, a las seis de la tarde del sábado 16 de mayo, una señora misteriosa, vestida de blanco, se apea de un carruaje en la puerta de la cárcel de Oron. En el pescante le aguarda un cochero de librea oscura. La verja se abre delante de la dama que entra sin decir palabra en el edificio; el sábado, el cuerpo de guardia se reduce a un solo hombre que conduce a la misteriosa visitante a la celda de Favez.
El guardián abre la puerta y se retira; la dama entra en la celda y cierra la puerta tras ella con la llave que le ha entregado el carcelero al entrar.
Favez no esperaba esta visita. Está de pie, tenso, en sus facciones se pinta el asombro receloso de los presos dispuestos a defenderse de un golpe, de un maltrato. La mujer se acerca, le mira de la cabeza a los pies y luego le mira de hito en hito. Así que éste es el devorador de féminas. Ella se acerca aún más. El bebedor de muchachas. Favez alcanza a percibir el olor de la visita. Ella respira el olor de hombre encerrado, el olor de amante de la muerte. Se aproxima más. Favez retrocede. De improviso la mujer alarga el brazo, coge a Favez por la cintura, se pega a él, lo ciñe con fuerza, el abrazo se asemeja a un espasmo. Favez cae, un largo estremecimiento recorre a la mujer y la postra contra el recluso. Lo que sucede a continuación es confuso, y al cabo de una media hora el guardián pega la oreja contra la puerta de la celda, más tarde hablará de gemidos o estertores o quejas, ya no sabe qué, era «como cuando estrangulan a un bicho».
¿Quién es la visitante misteriosa? Se hablará con decencia de una santa llegada para aportar el consuelo de Dios a un proscrito de la sociedad. A un nivel más terrenal, pero sin resolver el misterio de la extraña intrusión, se hablará de una visitante de prisiones, función que era nueva en la época, y más verosímil resultaba suponerla una aventurera amante de emociones fuertes o incluso una elegante histérica, hábil en hacerse pasar por abnegada para aproximarse a un hombre que encarna su fantasía erótica. De succión, de voracidad morbosa. Y de comercios contra natura. Una cosa es segura: ella pagó al carcelero para acercarse al vampiro. Varios meses después, en el momento en que condenan a Favez a la pena más rigurosa que existe a la sazón, es decir, la cadena perpetua, el guardián, conminado a explicarse y severamente interrogado por la policía, confesará haber aceptado varias sumas de dinero en escudos y billetes de cincuenta francos.
Porque la mujer volverá. En los dos meses que dura la reclusión de Favez le visitará como mínimo tres veces, según atestiguan las cuentas secretas del carcelero. La dama blanca, la misteriosa, se enclaustra cada vez durante más de una hora con el hombre de las tumbas y de las terneras perforadas, y el guardián se queda clavado a la puerta, tiembla él también, vacila al oír el gemido que asciende de la sombra, en varias ocasiones prolongadas, en la cárcel donde está solo con la pareja enajenada.
Hoy día se ignora todavía quién era la mujer de blanco y quién reveló sus manejos. Las mazmorras de Oron se encuentran desde hace dos siglos en un ala del castillo, encima del burgo, y su acceso dificulta la vigilancia desde el exterior. El castillo se alza sobre un cerro bastante elevado que desalienta a los mirones llegados de la ciudado del campo. La dama de blanco debía de conocer los lugares y las costumbres de la comarca. Corrió, sin embargo, el riesgo de infiltrarse en un edificio oficial y seducir en él a un preso acusado de delitos muy graves.
¿La dama blanca era médico, como se creyó en la época? En la institución de Cery habría podido tener conocimiento del caso Favez a través del propio doctor Mahaim, o haber encontrado sus papeles. ¿Era una estudiante de medicina o una oyente ociosa y afortunada de los cursos de Mahaim, a la que el personaje de Favez, y sus crímenes siempre sexuales, trastornaron hasta enajenarla? Es un hecho conocido que la histeria atrae a los locos, como los seminarios de análisis de poseídos extáticos.
El guardián fue suspendido de sus funciones. Pero, arrepentido, encargado de unos niños en el burgo de Oron, se las restablecieron con la condición de que entregara su estipendio a la sociedad antialcohólica recientemente fundada en el cantón y que posee un nombre celestial: la Cruz Azul.
Capítulo XII
Favez es liberado el jueves 9 de julio. Su excarcelación causó un escándalo. ¡El vampiro de Ropraz está libre! La autoridad judicial se defiende en vano, alegando el informe del psiquiatra, los dictámenes periciales de Basilea y Zurich, la ausencia absoluta de pruebas sobre los crímenes en los tres cementerios y, sobre todo, lo que es determinante a los ojos de la justicia, la incapacidad notoria de Favez para despedazar y cortar cualquier carne animal durante los ensayos a los que fue sometido, y con mayor motivo, en el peor de los casos, carne humana. Un enorme rumor de cólera retumba en todo el país, y cabe temer que el falso culpable, el vampiro, el auténtico vampiro para la opinión pública, sufra un linchamiento o un secuestro seguido de muy malos tratos. Por doquier en el país sobreexcitado las «juventudes campesinas» se organizan: banderolas, pancartas, reuniones ruidosas, gritan y escanden el nombre de Favez:
MUERA-FA-VEZ
MUERA-EL-VAM-PIRO
hasta el punto de que la gendarmería de Oron recibe del Consejo de Estado, Servicio de Justicia y Policía, la orden de proteger al proscrito y de reprimir estos desórdenes públicos. Pero Favez ha desaparecido. Ha huido, el vampiro. Se ha eclipsado. No ha dejado rastro. ¿Dónde se esconde esos días de julio en que el furor popular reclama su cabeza? Imaginarán más tarde que la misteriosa mujer de blanco le ha dado cobijo en una guarida donde puede vampirizar al vampiro a sus anchas. ¿O se oculta en las estribaciones de la Broye, quizá en las gargantas de la Mérine, detrás del sombrío Villars-Mendraz, subsistiendo a base de raíces, de agua del río y de rapiñas perpetradas en granjas aisladas? Denuncian en este periodo robos de gallinas en los corrales, de conejos, de queso puesto a secar al aire libre en cañizos de madera. ¿Gitanos? ¿Vagabundos? ¿O Favez solitario, acosado, hambriento, que aprovecha todo lo que ve a su alcance?
El desdichado Charles-Augustin va a cometer algo irreparable.
¿Es por haber probado la carne de la dama blanca en su celda del castillo de Oron? Se diría que la masturbación ya no le basta. En su retiro, rememora hasta el extravío las solicitaciones de la señora Dubois, una viuda coqueta de Mézières que le provocaba a menudo con diversos arrumacos. La viuda Dubois tiene cincuenta años, es redonda, morena, tiene el ojo reluciente, se pasa la lengua por los labios cuando se cruza con hombres jóvenes, les lanza miradas, se ríe muy fuerte. La ventana de su alcoba da sobre el bazar Chappuis; desde su cuchitril, en el último piso, Favez la ha localizado y escrutado con frecuencia. Se ha cruzado con ella en el burgo, en una ocasión incluso ella le atrajo hasta su escalera, riéndose, retorciéndose, pero a Favez le entró miedo y huyó. En el monte bajo, en los atajos que toma, piensa en la viuda Dubois, vuelve a ver su garganta expuesta, el cuello blanco, los muslos firmes debajo del blusón.
Favez se ha acercado a Mézières. El miércoles 15 de julio, vagando por la periferia, roba una caja de alcohol en la cochera de los tranvías, bebe todo el día, seis litros de abominable schnaps, mezcla de manzana, de pera, las heces de destilaciones más nobles y refinadas. Ha trasegado el aguardiente en la maleza de Carrouge, dormido un poco, errado el resto de la noche alrededor de la casa de la viuda. Al alba la ve abrir el postigo, empujar el cristal, acodarse en camisón en la ventana. Ella le ha visto. Favez está seguro. Vuelve a la cochera de los tranvías, rompe una caja de alcohol, roba otra botella y se la bebe de un trago.
Son las ocho y cuarenta y cinco del jueves 16 de julio de 1903. Ebrio, refrenado por el esfuerzo de no trastabillar y derrumbarse, Favez recorre la única calle de Mézières y entra en el corredor de la viuda Dubois. Un piso, dos pisos, llama a la puerta, la viuda abre. Se sabrá más adelante que él la lanzó violentamente sobre la cama, que le arrancó el camisón, la mordió hasta hacerle sangre en la boca y en el cuello, como demuestran las marcas rojas, verdaderos orificios, aún visibles al cabo de varios días, y que después la forzó y se introdujo vigorosamente en ella a pesar de los golpes que ella le asestaba. La mujer aulla, la ventana está abierta, dos clientes del bazar Chappuis corren hacia allí, seguidos del nieto de la viuda, el joven Justin Dubois, que tiene catorce años y que esta mañana ha venido a visitar a su abuela.
Despavorido, Favez, con el sexo todavía enhiesto, es reducido y obligado a vestirse.
Media hora más tarde está en manos de los gendarmes, que le encierran de nuevo en la cárcel.
Al mediodía, un gentío se congrega delante de la gendarmería de Oron; en el mismo edificio, arriba, se encuentran también el despacho del juez del tribunal de distrito, el de juez de paz y una delegación de la policía. Tumulto, amenazas, vociferaciones:
MUERA-EL-VAM-PIRO
MUERA-EL-VAM-PIRO
grita la multitud, que avanza en dirección al castillo donde el maldito está preso. Harán falta varios gendarmes a caballo para cerrar el paso a los más furiosos, sobre todo a los vecinos de Ropraz, que quieren el pellejo de Charles-Augustin Favez para vengar a Rose Gilliéron, primera víctima del vampiro ebrio de sangre y de carne, y librar al país de un monstruo que le emponzoña la existencia.
Capítulo XIII
Favez tiene miedo en su celda. En cualquier momento puede ceder la puerta con triple cerrojo bajo la presión de los alborotadores. Favez sabe que la gente de Ropraz es especialmente vengativa. Ya ha corrido bastante por todo el país para conocer su tenacidad. Sabe que él es su vampiro. Bastaría que uno de los cabecillas lo decida, Aloïs Rod, Pierre Gilliéron o el gran Desmeules, que ha machacado a tres forasteros él solo en la última feria de tiro, para que salte la barrera de gendarmes y que la puerta vuele hecha pedazos. Charles-Augustin Favez ha merodeado a menudo por los alrededores de Ropraz, se acuerda de la belleza de las chicas, sobre todo de Rosa, la miraba tanto en la escuela, más adelante en los bailes, las tardes de canto, que todavía le duelen los ojos. Las colinas de Ropraz. El castillo rosa. El otro castillo, el blanco, en la colina. El cementerio delante del bosque, aquel cementerio de Ropraz con su pasaje secreto que se adentra en el bosque y las gargantas.
Favez tiene miedo. Fuera debe de hacer templado y claro, ese atardecer del jueves 16 de julio, hombres y mozos de Ropraz han vuelto para gritar delante de la cárcel y Favez capta siempre el mismo grito, el grito escandido que le retuerce el vientre:
MUERA-EL-VAM-PIRO
MUERA-EL-VAM-PIRO
Favez tiene miedo en su celda. ¿Por qué el carcelero no le ha llevado todavía la sopa? ¿Por qué ya no se oyen a los caballos del escuadrón de la gendarmería delante de su calabozo? Es eso. Al llegar la noche los gendarmes se han retirado a su puesto y dejado el campo libre a la cólera de los hombres y los mozos de Ropraz. Esos tipos duros van a demoler la puerta, molerle a palos, romperle los huesos y los dientes, y después le arrastrarán al patio, le clavarán una estaca en el corazón y lo quemarán vivo. O le llevarán a Ropraz, harán una hoguera en la capilla y él, Favez, se quemará desnudo, aullando, delante de todo el pueblo vengado.
Vuelve a su catre, posa la mano en la sábana burda. Es de lino, la sábana. Tela sólida. Maquinalmente, el preso empieza a desgarrar el dobladillo, hace tanta fuerza que arranca una larga tira, la tela cede con un crujido. Ahora una lazada. Favez tiene miedo. Debe actuar deprisa. La turba de alborotadores gruñe, pide aún su muerte... Un lazo muy ancho. Favez se pone de pie, se pasa el lazo alrededor del cuello, ata el extremo del lazo al barrote de la puerta y se lanza hacia delante. Oye el crujido de su propio cuello y en ese momento suena un ruido de llave. Es el celador que le lleva la sopa.
—¿Qué haces, Favez, cielo santo?
El hombre ha saltado hacia el preso, le arranca el collar de la muerte. Favez se endereza, el ojo vidrioso se le aclara enseguida, se frota la nuca, no dice nada.
—¿Querías morir, Favez? Mejor harías guardando tus fuerzas para los interrogatorios y el juicio. Las necesitarás. He oído a tu famoso doctor, hace un momento, en mi garita, hablando con uno de los jueces, no te juzgarán antes del invierno.
Favez toma la sopa, el pan, nada turbará su quietud taciturna hasta la visita única de su abogado de oficio. Y hasta la que conseguirá una vez más la dama de blanco, a finales de julio, sobornando pingüemente al carcelero, como la investigación revelará también.
Visita del abogado de oficio de Favez, el martes 21 de julio, en la celda de Oron:
—Le acusan de tres violaciones de tumbas —dice tranquilamente el letrado Maillard, del bufete Maillard, Vinet y Veillard, rue de Bourg, 12, de Lausanne—. El cementerio de Ropraz, el de Carrouge y el de Ferlens. Actos sexuales y vampirización de tres jóvenes difuntas. Carnicería y descuartizamiento. En cualquier caso, atentado contra la paz de los muertos. ¡Delitos muy grandes, señor Favez! De los tres, el más grave es el de Ropraz, como usted sabe bien, señor Favez, Rosa era la hija querida del juez... y la imagen reconocida de la pureza. Pero nadie puede demostrar que sea el autor de esas tres violaciones de las que le acusan formalmente. Por tanto, cállese. En la audiencia no abra la boca. Si se hace justicia, la duda gravitará en su beneficio.
Maillard echa una ojeada a sus notas, hace una pausa y prosigue:
—Hay otros dos desmanes probados. En el Café du Nord, en Ferlens, una serie de actos contra natura con el ganado del señor Georges Pasche. En Mézières, la violación de la señora Dubois, viuda. En ambos casos la defensa será más difícil, porque a los ojos del tribunal y en el ánimo de los jurados estos hechos confirman sin ninguna duda las violaciones de los tres cementerios. Sexo, bestialismo, crueldad, le recuerdo que a varias terneras del señor Pasche les perforaron el recto con ayuda de un instrumento cortante, lo que no favorece a nuestro caso. ¿Me comprende, señor Favez? Y hay que añadir lo siguiente: en un país de rabia y de saña, usted es el culpable ideal. Ajuste de cuentas, odio del juez Gilliéron, cuya hija inmolaron..., y usted, señor Favez, es el chivo expiatorio providencial. Por desgracia, está ese asunto de los animales. Recto perforado, objeto cortante, membrana ensangrentada, malas secuelas, el eco evidente que cabía esperar del descuartizamiento de las tres muertas...
El abogado vuelve a guardar silencio, como abrumado por su tarea, y después mira a Favez a los ojos:
—Por todas estas razones, Favez, cállese. Déjeme diferenciar los asuntos del cementerio de los otros dos, de todos modos excepcionales en un país que no brilla por la limpieza de sus costumbres. Por un lado la viuda y las vacas. Por el otro, la carnicería y la cochinada sepulcral...
El abogado se pavonea de su juego de palabras. Sabe que lo repetirá en la ciudad: el bruto que tiene por cliente es incapaz de apreciarlo.
El letrado Maillard omite algo, porque no ha medido el salvaje sentimiento de culpabilidad que agobia a estos campos: lejos de trivializar el caso Favez, los escarceos con las terneras y la violación de la viuda Dubois agravan su historial, al recordar demasiados secretos vergonzosos en todos los pueblos a la redonda. Suciedades oscuramente silenciadas. Alcohol. Superstición. Incesto. Viejas y furtivas fornicaciones en los establos y cuadras. Crueldad reiterada con animales enloquecidos. Asesinatos latentes. Venganzas que se incuban.
El letrado Maillard, el espiritual abogado de ciudad, no conoce bastante los remordimientos que asfixian y paralizan bajo la lozanía de los paisajes y la robustez de los cuerpos. No conoce la locura opaca dentro de las cabezas y los cuerpos. La maldad debajo del idilio. El deseo de muerte. El miedo que se calla y acecha.
—Déjeme hablar en el juicio, señor Favez, yo cambiaré la opinión de esa gente en un periquete. Estoy de su lado, señor Favez. No pierda la confianza. No abra la boca. Y le sacaré de este apuro.
Dicho esto, el abogado vuelve a su brillante despacho de la rue de Bourg, dos socios, tres secretarias y un curso de profesor en la facultad de derecho de la Universidad de Lausanne.
Capítulo XIV
El doctor Mahaim ha vuelto.
La misteriosa dama de blanco ha vuelto.
Del doctor Mahaim, un respiro, una paz astuta y plácida.
De la dama de blanco, anudado, estupefacto, el espantoso pesar del amor. Toda una vida, veintiún años, la larga infancia sufrida, la edad viril demasiado temprana, la soledad del cuerpo, siempre el desierto del corazón. Como una confirmación, un mensaje secreto que ella le da: «Has fallado, Charles-Augustin. Ahora eres Favez, vampiro por toda la eternidad.» Existe el sacramento del monstruo, lo mismo que existe, desde hace dos mil años, el del sacerdote en el altar. Sacerdos eris in aeternum. Vampyrus eris in aeternum.
La mujer se acerca para tocarle, toma en su boca la boca del vampiro. «Jugabas cuando eras pequeño, Charles-Augustin? ¿Te destetaron demasiado pronto? Los animales no amamantados por su madre no saben jugar. Enseguida arañan para herir. Muerden para matar. Tú nunca has sido niño, Charles-Augustin. Eras un niño vampiro. Un niño asesino. Pero yo te quiero, Charles-Augustin.»
La mujer toma en su boca la lengua del vampiro y la mordisquea suavemente. La mujer tiembla.
¿Es la concentración del mal lo que la magnetiza? ¿La violencia tensada bajo esta piel? O el pavor del hombre solo. O este olor a muerte, a tierra llena de muerte, a piel frotada con la muerte, a sexo enrojecido por la sangre de la muerte. Y ahí están todas las víctimas, atadas, abiertas, ligadas, comidas, dentro de este hombre solo que tiembla de deseo y de miedo, de pie delante del catre de su celda.
La mujer toma en su boca el sexo enrojecido con la sangre de la muerte. Chupa y traga al vampiro a sorbitos bruscos.
El amor fúnebre dura una hora entera. Una hora por la que la mujer paga veinticinco francos al carcelero untado. Cinco escudos de plata relucientes con la marca federal. Con los cuales malvivirá menos tres meses.
¿Volverá ella? No se sabe. El guardián no dirá nada más. Hay un gusto ferviente por el sacrificio y el delito sexual en algunos seres. En muchas mujeres. La dama de blanco era una de ellas. Es interesante que ella reconstruya en la celda de Favez, pero al revés, la escena horrible de la violación de las tumbas. En el cementerio es el vampiro el que consume y despedaza a sus víctimas femeninas; en la celda es la mujer la que bebe al vampiro y lo reduce a su merced. ¡Ritual invertido, que espesa la historia de Favez en el extraño trastorno al mismo tiempo que te hace nuestro, vampiro de Ropraz, mi doble, mi hermano!
Capítulo XV
El juicio no favorece a Favez. Tras seis meses de prisión preventiva, el hombre se ha ensombrecido aún más y crece sin cesar la cólera que reclama su cabeza o la cadena perpetua. En el intervalo se han descubierto varios dramas, reabierto expedientes olvidados, encontrado la pista de crímenes que creían haber podido archivar. Muchachas con la ropa arrancada después de ponerse el sol, agresiones nocturnas, mujeres solas arrojadas al suelo en la encrucijada por un individuo irreconocible, o más rápido que un animal, imposible una vez más reconocerle, ahora se sabe que es Favez. El vampiro Favez, Favez, Favez, otra vez Favez. En Ropraz, como no había ningún acceso a la niña Jaunin, a pesar de numerosas tentativas de escalo y derribo de puertas, han sangrado una vaca en el prado Jaunin y se han comido sus tripas allí mismo. Favez ya. Otra vez Favez. En Corcelles, a la hija de los Porchet la han seguido a lo largo de un seto, ella ha corrido, escapado, de lejos ha reconocido a Favez.
El presidente la hace volver.
—¿Cómo, reconocido? ¿Está segura? Estaba demasiado lejos para verle.
—Se reía como los vampiros. ¿Cree que no le vi los dientes?
El proceso comienza el 21 de diciembre de 1903, en el tribunal de Oron-la-Ville, bajo la autoridad del presidente Charles Pasche.
Defiende a Favez el letrado Maillard.
La sala está llena. Todo el mundo escruta la tez muy pálida, los ojos rojos y los dientes largos del detenido.
«Da escalofríos en la espalda», repiten y exclaman las primeras filas.
La lectura de la acusación del fiscal suscita tal furor que el presidente amenaza con interrumpir esta primera audiencia. Después, con desalojar la sala.
Desde el principio, Favez causa una impresión triste, se ríe burlonamente, se calla o, apremiado a responder por el presidente, se expresa a retazos o con borborigmos. «No se puede parecer más animal», denuncia la Revue de Lausanne, cuya crónica es severa. He aquí lo que publica en su edición del 22 de diciembre:
Se espera que los debates sean conducidos con bastante decisión para apresurar la sentencia. Como la culpabilidad de Favez no deja la menor duda, todo induce a creer que el juicio terminará antes de fin de año.
Líneas que marcan la tónica. Cuatro sesiones. Fechas y frecuencia de las audiencias:
— Lunes 21 de diciembre: dos sesiones, mañana y tarde. Lectura de la acusación del fiscal, primeros testimonios (declaración de seis testigos).
— Martes 22 de diciembre: dos sesiones, mañana y tarde. Continúan los testimonios (once testigos); a partir de las catorce horas, declaración del doctor Mahaim.
— Miércoles 23 de diciembre: petición del fiscal. Alegato del letrado Maillard. Concertación con el jurado.
— Jueves 24 de diciembre: sentencia.
El 24 de diciembre, a las once y media de la mañana, Charles-Augustin Favez, natural de Palézieux, nacido en Syens el 2 de noviembre de 1882, es condenado a cadena perpetua por el tribunal de Oron-la-Ville, por todos los hechos de que se le acusa, sin excluir ninguno de ellos y sin circunstancia atenuante alguna. En vista del extremo horror de los actos principales de que declaran culpable al susodicho Favez, vampirismo y violación de tumbas, la pena va acompañada de veinte años irreducibles de reclusión penitenciaria.
El público patalea.
El doctor Mahaim se precipita al despacho del presidente Pasche, a resguardo de las miradas de la multitud, y obtiene del juez y del jurado que la condena de Favez, habida cuenta del carácter eminentemente psicótico de los delitos, y por ello científicamente interesante para los médicos y estudiantes del recién creado establecimiento de Cery, le sea conmutada por una reclusión perpetua en dicho centro psiquiátrico. Así lo ordena el tribunal, que el condenado sea conducido con una buena escolta a una celda del hospital de Cery, comuna, de Prilly, al oeste de Lausanne, con el fin de servir para el estudio de las enfermedades mentales por parte de los doctores y estudiantes de medicina del cantón.
El 24 de diciembre por la noche nieva, hace mucho frío, Favez pasa su primera noche en Cery, en su celda de paredes rigurosamente acolchadas.
El 25 de diciembre, dos enfermeras de cofia azul van a buscarle a su celda para que participe en la fiesta de Navidad de los enfermos y del personal. Encienden las velas del abeto grande y Favez, los locos, las enfermeras, los médicos, cantan el nacimiento de Cristo, beben vino caliente y comen pastelillos preparados en las cocinas por los voluntarios.
Capítulo XVI
Favez pasará doce años en Cery. Tres años de celda y después su conducta y su estatura atlética le valdrán para ser destinado a la granja modelo del hospital. Allí trabaja como porquerizo y luego como vaquero, otros nueve años de su historia.
En febrero de 1915 Favez se evade, cruza la frontera por los bosques de Vallorbe, llega a una Francia en guerra y se alista como voluntario extranjero en el ejército francés. Al cabo de tres semanas le trasladan a la Legión. La investigación de las autoridades federales permitió establecer que el voluntario de primera clase Charles-Augustin Favez se incorporó al batallón de la Legión Extranjera como soldado de infantería en el grupo de combate al mando del cabo suizo Frederic Sauser, que escribió algunos poemas bajo el nombre de Blaise Cendrars. Este Cendrars le dispensa un buen recibimiento y le arranca algunas confidencias, a pesar de la desconfianza de Favez, para un libro que quiere escribir algún día sobre un loco destripador de muchachas. Incluso sabe ya el título: Moravagine. ¿Violación de cuerpos jóvenes, Favez, profanación de tumbas? Ningún juicio. La legión y la guerra lo borran todo. Cendrars, Favez y sus camaradas son enviados rápidamente a la brecha del frente norte, del Marne al Somme, combaten en el barro en Notre-Dame-de-Lorette, en Vimy, en el Bois de la Vache, y avanzan siempre hacia el norte, en dirección a Champagne-Pouilleuse. El 28 de septiembre de 1915, a las siete y media de la tarde, a lo largo de la carretera de Souain, a doscientos metros de la granja Navarin, tras varios ataques violentamente repelidos, el grupo de combate del cabo Sauser-Cendrars y de Favez se lanza al ataque de la trinchera alemana llamada la Kultur. Llueve, el suelo está embarrado, la sección Cendrars-Favez cae bajo el fuego enemigo. Cendrars tiene el antebrazo derecho hecho trizas y, evacuado a retaguardia, se lo amputan. En el mismo combate muere Favez y se pierde definitivamente el rastro de su cuerpo abandonado en el campo de batalla.
Hasta el día del sorteo del soldado desconocido, el 21 de noviembre de 1920, entre ocho ataúdes llegados al fuerte de Douaumont de todas las regiones combatientes. Los restos de un único héroe anónimo sobre el cual arderá la llama que no se extingue, bajo el glorioso Arco de Triunfo.
Ahora bien, y aquí es donde nos incorporamos nosotros, estudios recientes sugieren que los despojos del soldado desconocido, identificados por el análisis de su ADN, pertenecerían al ciudadano valdense Charles-Augustin Favez, alistado voluntario en el ejército francés en guerra en febrero de 1915. Muerto delante de la granja Navarin el 28 de septiembre del mismo año. Y que el soldado desconocido, heroicamente honrado por el jefe del Estado, el toque de trompeta a los muertos y el saludo a la bandera de cada 14 de Julio, no sería otro que un loco y un delincuente pavoroso de origen suizo y de grave memoria en la gesta alucinada de los muertos vivientes. Naturalmente, los ministros interesados sustrajeron el resultado de estos análisis y sofocaron el escándalo. De este modo somos pocos los que lo sospechamos: en el glorioso Arco de Triunfo, bajo la llama del soldado desconocido, reposa Favez, el vampiro de Ropraz, que duerme con un ojo abierto a la espera de nuevas correrías nocturnas.
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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
JACQUES CHESSEX
Jacques Chessex (Vajd, Suiza, 1934) es novelista, ensayista y poeta. Durante varias décadas, sus poemas, sus novelas y cuentos, también su «crónica» tuvo un gran impacto en la literatura francesa.
Estudió en el Colegio St-Michel de Friburgo y Literatura en Lausanne. En 1956 se suicida su padre, un hecho que nunca ha dejado de atormentarle. Co-fundador de revistas literarias Pays du lac y la Écriture (Lausanne) con Bertil Galland. En 1969 trabajó de Profesor de francés en Lausanne.
Único autor suizo ganador del Premio Goncourt, con El ogro en 1973, es autor de una estensa obra. El vampiro de Ropraz, su última novela publicada, tuvo en Francia una extraordinaria repercusión y está en vías de traducción a numerosos idiomas.
Su estilo brillante, sirve para explicar su éxito. Hay también una inquietante fascinación con los temas que evoca, una audaz alianza entre la sensualidad y la metafísica, su propia forma de llegar a amar a la muerte y que, a veces crudamente, trasciende al erotismo.
EL VAMPIRO DE ROPRAZ
En 1903, en Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, la hija del juez de paz muere a los veinte años de una meningitis. Una mañana encuentran levantada la tapa del ataúd, profanado el cuerpo de la virginal Rosa y sus miembros parcialmente devorados. Horror. Resurgen las supersticiones, la obsesión por el vampirismo, cada quien espía a los demás en lo más crudo del invierno. Más tarde se cometen otras dos violaciones en Carrouge y en Ferlens. Después de eso hay que encontrar un culpable. Lo será el tal Favez, un mozo de labranza. Condenado, encarcelado, sometido a estudio psiquiátrico, en 1915 se pierde su rastro.
A partir de un hecho real, Jacques Chessex escribe el estremecedor relato de la fascinación asesina. ¿Quién mejor que él para narrar la «mugre primitiva», la soledad, los fantasmas de los notables, la mala conciencia de una época?
«Un pequeño gran libro» (Jérôme Garcin, Le Nouvel Observateur);
«Una gran danza salvaje, animada por la sangre, el sexo y la brutalidad en estado puro» (Jacques Sterchi, La Liberté);
«Chessex sorprende una vez más con este terrible retrato de una región, una época y un hombre con un extraño destino» (Alexandre Fillon, Livres Hebdo).
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Título: Le vampire de Ropraz
© Editions Grasset & Fasquelle París, 2007
Publicado con la ayuda del Ministerio francés de Cultura
Centro Nacional del Libro