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junio 06, 2010
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El alto y hosco suboficial vestía uniforme Imperial y llevaba su lista de comunicaciones como la vara de un mariscal de campo. La golpeaba distraídamente contra el muslo y rastreaba al grupo de jóvenes de pie frente a él, clavándoles una mirada de seco desdén. Desafiante.
Todo es parte del juego, se dijo a sí mismo Miles. Estaba de pie en la fresca brisa otoñal con pantaloncillos cortos y zapatillas, tratando de no tiritar. Nada mejor para desequilibrarle a uno que estar casi desnudo cuando todo alrededor parece listo para una de las inspecciones del emperador Gregor; aunque, para ser justos, casi todos allí vestían como él. El suboficial que supervisaba las pruebas parecía sencillamente una multitud de un solo hombre.
Miles le midió, preguntándose qué ardides, conscientes o inconscientes, empleaba con su lenguaje corporal para lograr ese aire de fría competencia. Había algo que aprender ahí...
– Correrán de dos en dos – ordenó el suboficial.
No parecía alzar la voz, de algún modo, ésta estaba graduada para llegar hasta el extremo de las filas. Otra treta eficaz, pensó Miles; le recordaba esa costumbre de su padre de declinar la voz hasta un susurro cuando estaba enfurecido. Fijaba la atención.
– El cronometraje de los cinco kilómetros empieza inmediatamente al terminar la última fase de la carrera de obstáculos, recuérdenlo. – El suboficial comenzó a designar las parejas.
Las eliminatorias, para los aspirantes a oficiales del Servicio Imperial de Barrayar, duraban una agotadora semana. Miles ya había dejado atrás cinco días de exámenes escritos y orales. La peor parte había pasado, decían todos. Había casi un aire de distensión entre los jóvenes que le rodeaban. Había más charlas y bromas en el grupo, quejas exageradas sobre la dificultad de los exámenes, el ingenio marchito de los oficiales examinadores, la mala comida, el sueño interrumpido y las sorpresivas distracciones durante las pruebas. Éstas eran quejas de autofelicitación entre los supervivientes. Esperaban con placer los exámenes físicos, como un juego. Un recreo, tal vez. La peor parte había pasado; para todos, excepto para Miles.
Estaba erguido tan alto como era y se estiraba, como si pudiera enderezar su encorvada columna con la fuerza de la voluntad. Dio un ligero tirón a su barbilla, como equilibrando su cabeza – una cabeza adecuada para un hombre de más de un metro ochenta de estatura – sobre el esqueleto de menos de metro y medio, y limitó su mirada a la carrera de obstáculos. Empezaba con una pared de hormigón de cinco metros de alto, rematada con clavos de hierro. Trepar no sería problema, no ningún inconveniente con sus músculos; era el descenso lo que le preocupaba. Los huesos, siempre los malditos huesos...
– Kosigan, Kotolitz – gritó el suboficial, pasando frente a él.
El ceño de Miles se tensó y dirigió al suboficial una punzante mirada; enseguida se controló y fijó la vista al frente, en un punto vacío. La omisión del tratamiento honorífico antes de su nombre era una política, no un insulto: todas las clases significaban ahora lo mismo en el servicio del emperador. Una buena política; su propio padre la respaldaba.
El abuelo se quejaría, seguro, pero ese viejo irreconciliable había iniciado su servicio Imperial cuando el arma principal era la caballería y cada oficial entrenaba a sus propios aprendices militares. Haberse dirigido a él en esos días como Kosigan, sin el Vor, podría haber terminado en un duelo. Ahora su nieto solicitaba ingresar en una academia militar, de tipo fuera del planeta, y entrenar con tácticas de armas energéticas, refugios subterráneos y defensa planetaria; y estaba hombro con hombro junto a jóvenes a quienes, en los viejos tiempos, no hubiera permitido que lustraran su espalda.
No muy hombro con hombro, pensó fríamente Miles, echando un vistazo furtivo a los aspirantes que estaban a su lado. El que haría pareja con él en la carrera de obstáculos, ¿cuál era su nombre?, Kostolitz, notó la mirada y se la devolvió con mal disimulada curiosidad. El nivel de la vista de Miles le dio una buena oportunidad para examinar los excelentes bíceps del camarada. El suboficial ordenó romper filas a los que no iban a correr todavía la carrera de obstáculos. Miles y su compañero se sentaron en el suelo.
– Te he estado observando toda esta semana – dijo Kostolitz –. ¿Qué demonios es esa cosa en tu pierna?
Miles controló su irritación con la facilidad que le daba la práctica. Dios sabía que resaltaba en la multitud, particularmente en esta multitud. Al menos, Kostolitz no hacía signos de brujería al verle, como una cierta campesina decrépita allá en Vorkosigan Surleau. En algunas de las regiones más remotas y atrasadas de Barrayar, como en lo más profundo de las montañas Dendarii, en el propio distrito de los Vorkosigan, el infanticidio aún se practicaba por defectos tan poco graves como el labio leporino, a pesar de los esporádicos esfuerzos de los centros de autoridad más ilustres por extirparlo. Miró al par de varillas metálicas que sujetaban su pierna izquierda desde la rodilla hasta el tobillo, y que habían permanecido ocultas bajo el pantalón hasta ese día.
– Es un refuerzo – respondió, cortés pero esquivo.
Kostolitz seguía mirando curiosamente.
– ¿Para qué?
– Es provisional. Tengo un par de huesos frágiles ahí. Así evitan que se rompan hasta que el cirujano esté completamente seguro que he dejado de crecer. Luego los reemplazarán por unos sintéticos.
– Qué extraño – comentó Kostolitz –. ¿Es una enfermedad, o qué? – Pretendiendo reacomodarse un poco, se movió alejándose ligeramente de Miles.
Cerdo, cerdo, pensó Miles con furia; quizá debiera alarmarle. Tengo que decirle que es contagioso, que yo medía más de uno ochenta el año pasado por estas fechas... Desechó la tentación.
– Mi madre estuvo expuesta a un gas venenoso cuando se encontraba embarazada de mí. Se recuperó; todo salió bien, pero aquello arruinó mi crecimiento óseo.
– ¡Ah! ¿No te dieron ningún tratamiento médico?
– Oh, sí, digno de la Inquisición; por eso ahora puedo caminar, en vez de que me lleven en un cubo.
Kostolitz parecía ligeramente repugnado, pero dejó de dar rodeos sutiles.
– ¿Cómo pudiste pasar los exámenes médicos? Creí que había una altura mínima exigida.
– Eso ha quedado en suspenso, pendiente del resultado que obtenga en las pruebas.
– Ah.
Kostolitz dirigió aquello. Miles volvió otra vez su atención a la prueba que tenía por delante. Tenía que ganar algo de tiempo en la marcha cuerpo a tierra bajo el fuego láser; vaya, lo necesitaría en la carrera de los cinco kilómetros. La falta de altura y la permanente cojera de su pierna izquierda, unos buenos cuatro centímetros más corta que la derecha, le retardarían. No había remedio para eso. Mañana sería mejor; mañana era la fase de resistencia. El grupo de jóvenes zancudos y largos que le rodeaba le vencería incuestionablemente en la carrera de velocidad. Esperaba ser sin dudas el último hombre en el primer trecho de 25 kilómetros mañana y, probablemente, también en el segundo, pero, después de 75 kilómetros, la mayoría estaría flaqueando, a medida que el verdadero dolor aumentara. Soy un profesional del dolor, Kostolitz, pensó dirigiéndose a su rival. Mañana, después del kilómetro 100, te pediré que me repitas esas preguntas tuyas, se es que te queda aliento...
Maldita sea, prestemos atención al asunto, no a esta minucia. Una caída de cinco metros; tal vez fuera dejarlo pasar, sacar un cero en esa parte. Pero su puntuación general sería relativamente mala. Odiaba perder un solo punto innecesariamente y, encima, en el mismísimo comienzo. Iba a necesitar cada uno de ellos. Saltar la pared recortaría su estrecho margen de seguridad.
– ¿Esperas realmente pasar el examen físico? – preguntó Kostolitz, mirando hacia otra parte –. Quiero decir, por encima del cincuenta por ciento...
– No.
Kostolitz pareció desconcertado.
– ¡Demonios! ¿Cuál es el motivo entonces?
– No tengo que pasarlos, sólo lograr algo parecido a una calificación decente.
Las cejas de Kostolitz se alzaron.
– ¿El culo de quién tienes que besar para llegar a un trato como ése?, ¿el de Gregor Vorbarra?
Había un fondo de incipiente envidia en su tono, una consciente sospecha de clase. La mandíbula de Miles se apretó. No saquemos a relucir el tema de los padres...
– ¿Cómo piensas ingresar sin aprobarlos? – persistió Kostolitz, entrecerrando los ojos. Su nariz olfateaba el aroma del privilegio, como un animal se alerta por la sangre.
Sé diplomático, se dijo a sí mismo Miles, también eso debería estar en tu sangre, como la guerra.
– Hice una petición para que me promediaran mis calificaciones, en lugar de tomarlas por separado. Espero que mis exámenes escritos compensen los exámenes físicos – explicó pacientemente Miles.
– ¿Hasta ese punto? ¡Necesitarías unas calificaciones casi perfectas!
– Exacto – gruñó Miles.
– Kosigan, Kostolitz – gritó otro supervisor uniformado.
Entraron en la zona de salida.
– Es un poco duro para mí, ya sabes – se quejó Kostolitz.
– ¿Por qué? No tiene nada que ver contigo, no es asunto tuyo en absoluto – señaló Miles intencionadamente.
– Nos ponen en parejas para compararnos. ¿Cómo sabré si lo estoy haciendo bien?
– Oh, no te preocupes en ir a mi ritmo – murmuró Miles.
Fueron llamados a su puesto. Miles miró, a través del campo de maniobras, a un grupo de hombres esperando y observando: unos pocos parientes militares y los sirvientes de librea del puñado de hijos del conde presentes hoy. Había un par de hombres de recia apariencia que vestían el dorado y azul de los Vorpatril; el primo Ivan debía estar por ahí en alguna parte.
Y allí estaba Bothari, alto como una montaña y flaco como un cuchillo, con el marrón y el plateado de los Vorkosigan. Miles levantó su mentón en un saludo apenas perceptible. Bothari, a cien metros de distancia, recogió el gesto y cambió su postura suelta por una inmóvil posición de descanso, como reconocimiento.
Un par de oficiales examinadores, el suboficial y dos supervisores de la carrera estaban agrupados a cierta distancia. Algunas gesticulaciones, una mirada en diercción a Miles: una discusión, al parecer. Finalizó. Los supervisores volvieron a sus puestos, uno de los oficiales se dirigió al siguiente par de aspirantes que correrían y el suboficial se acercó a Miles y a su compañero. Parecía incómodo. Miles estudió sus rasgos de fría cortesía.
– Kosigan – comenzó a decir el suboficial con una voz cuidadamente neutral –, va a tener que quitarse el refuerzo de la pierna. No se permiten auxilios artificiales para la prueba.
Una docena de contraargumentos surgieron en la mente de Miles. Apretó los labios conta ellos. Este suboficial era, en cierto sentido, su jefe; Miles sabía con toda seguridad que hoy se evaluaba algo más que el rendimiento físico.
– Sí, señor.
Es suboficial pareció imperceptiblemente aliviado.
– ¿Puedo entregárselo a mi siriviente? – preguntó Miles. Amenazó al suboficial con la mirada; si no, voy a encajártelo a ti y tendrás que acarrearlo durante el resto del día, ya verás qué ilustre te sientes.
– Desde luego, señor – dijo el suboficial.
El "señor" fue un desliz; el suboficial sabía quién era él, por supuesto. Una leve sonrisa cruzó la boca de Miles y desapareció. Miles le hizo a Bothari una seña orgullosa y el guardaespaldas de librea trotó obedientemente hasta allí.
– No debe conversar con él – advirtió el suboficial.
– Sí, señor – aceptó Miles. Se sentó en el suelo y desabrochó el pesado aparato. Bien, un kilo menos que cargar. Se lo arrojó a Bothari, quien lo atrapó con una mano y se mantuvo erguido. Bothari, correctamente, no le ofreció una mano para levantarse.
Al ver juntos a su guardaespaldas y al suboficial, súbitamente el suboficial le pareció a Miles menos molesto. De alguna manera, el supervisor le pareció más bajo, y más joven; incluso un poco más blando. Bothari era más alto, más delgado, mucho más viejo, bastante más feo y notablemente peor de aspecto; pero Bothari había sido suboficial cuando este supervisor apenas era una criatura.
Mandíbula estrecha, nariz aguileña, ojos muy juntos y de un color impreciso; Miles miró el rostro de su sirviente con un afectuoso y posesivo orgullo. Miró entonces la pista de obstáculos y dejó que sus ojos se cruzaran con los de Bothari. Éste observó la pista también, frunció los labios, apretó firmemente el aparato aquel bajo su brazo y dio una leve sacudida a su cabeza dirigida, aparentemente, al medio fondo. La boca de Miles se contrajo. Bothari suspiró y trotó de vuelta al área de espera.
De este modo, Bothari aconsejó precaución. Pero el trabajo de Bothari era mantenerle a salvo, no ayudarle en la carrera; no, no está bien, se reprochó Miles. Nadie había sido más útil que Bothari en su preparación para esta frenética semana. Se pasó interminables horas entrenando, empujando el cuerpo de Miles hasta sus demasiado estrechos límites, dedicado sin flaquezas a la apasionada obsesión de custodiarle. Mi primer comando, pensó Miles. Mi ejército privado.
Kostolitz miró fijamente a Bothari. Identifcó la librea al fin, al parecer, porque volvió la vista a Miles con un repentino esclarecimiento.
– Entonces eso es lo que eres – dijo, con un pasmo de envidia –. No es sorprendente que consiguieras llegar a un acuerdo en lo de las pruebas.
Miles sonrió apretadamente ante el insulto implícito. La tensión subió por su espalda. Estaba buscando alguna réplica convenientemente dañina, pero fueron llamados a la marca de la salida.
La facultad deductiva de Kostolitz seguía mascullando al parecer, pues agregó sarcásticamente.
– ¡Y por eso es por lo que el Lord Regente nunca se esforzó por el Imperio!
– Preparados – dijo el supervisor –. ¡Ya!
Y salieron. Kostolitz aventajó a Miles inmediatamente. Será mejor que corras, bastardo estúpido, porque si llego a agarrarte te voy a matar. Miles galopaba tras él, sintiéndose como una vaca en una carrera de caballos.
La pared, la maldita pared; Kostolitz estaba jadeando a mitad de la misma cuando Miles llegó a ella. Al menos podría demostrarle a este héroe proletario cómo trepar. La trepó como si los diminutos asideros para los pies y las manos fueran grandes escalones, los músculos potenciados – sobrepotenciados – por la furia. Para satisfacción suya, llegó a la cumbre antes que Kostolitz. Miró hacia abajo y se detuvo de repente, encaramado prudentemente entre los clavos de hierro.
El supervisor estaba observando atentamente. Kostolitz alcanzó a Miles, con la cara enrojecida por el esfuerzo.
– ¿Un Vor asustado por las alturas? – jadeó Kostolitz, sonriendo maliciosamente por encima de su hombro. Luego, se arrojó, golpeó la arena con un impacto imperioso, recuperó el equilibrio y echó a correr.
Bajando a gatas como una vieja artrítica, se perderían preciosos segundos... Tal vez si se dejara rodar hasta el suelo... El supervisor estaba mirando... Kostolitz ya había alcanzado el siguiente obstáculo... Miles saltó. El tiempo parecía estirarse, a medida que él iba cayendo hacia la arena, para permitirle saborear especialmente todo el mal sabor de su error. Golpeó la arena con el crujido familiar del astillazo.
Y se sentó, pestañeando estúpidamente por el dolor. No gritaría. Al menos, comentó sarcásticamente el observador independiente oculto en su cerebro, no puedes echarle la culpa a la ortopedia; esta vez te las has arreglado para romperte las dos.
Sus piernas comenzaron a hincharse y a cambiar de color, moteadas de blanco y enrojecidas. Tiró él mismo de ellas hasta estirarlas y se inclinó un momento, ocultando el rostro entre las rodillas. Con la cara escondida, se permitió un único gesto callado de dolor. No maldijo. Los términos más viles que conocía parecían totalmente insuficientes para la ocasión.
El supervisor, advirtiendo el hecho de que no iba a levantarse, comenzó a dirigirse hacia él.
Miles se arrastró por la arena, fuera del recorrido de los siguientes aspirantes, y esperó pacientemente a Bothari.
Ahora tenía todo el tiempo del mundo.
Miles decidió que, definitivamente, las nuevas muletas antigravitatorias no le gustaban, aun cuando no fueran visibles debajo de la ropa. Le daban a su andar una resbalosa inseguridad que le hacía sentirse de plástico. Hubiera preferido un buen bastón antiguo o, mejor aún, una espada como la del capitán Koudelka, que uno podía clavar en el suelo a cada paso con satisfacción como si estuviese atravesando a algún enemigo adecuado; Kostolitz, por ejemplo. Hizo una pausa para equilibrarse antes de encaminarse a la Casa Vorkosigan.
Bajo la luz matinal del otoño, partículas diminutas centelleaban cálidamente en el granito gastado, a pesar de la niebla industrial que pendía sobre la capital de Vorbarr Sultana. Un lejano estrépito, calle abajo, indicaba el lugar donde una mansión similar estaba siendo demolida para dar paso a un edificio moderno. Miles observó la gran mansión frente a él, del otro lado de la calle; una figura se movió contra la línea de la azotea. Las almenas habían cambiado, pero los soldados vigías aún acechaban entre ellas.
Bothari, apareciendo silenciosamente por detrás suyo, se inclinó de pronto para recoger una moneda de la acera. La guardó con cuidado en su bolsillo izquierdo. El bolsillo especial.
La boca de Miles se arqueó y su mirada se hizo afectuosa y alegre.
– ¿Todavía la dote?
– Por supuesto – respondió serenamente Bothari. Su voz era de un registro sumamente bajo y de cadencia monótona. Uno tenía que conocerlo muy bien para interpretar esa falta de expresividad. Miles conocía cada ínfima variación de su timbre, como una persona conoce su propio cuarto en la oscuridad.
– Has estado ahorrando centavos de marco para Elena desde que tengo memoria. ¡Las dotes se terminaron junto con la caballería, por el amor de Dios! Ahora incluso los Vor se casan sin ellas. Ésta no es la Época del Aislamiento – bromeó Miles en un tono amable y cuidadosamente respetuoso por la obsesión de Bothari. Bothari, después de todo, había tratado siempre seriamente la ridícula locura de Miles.
– Me propongo que ella tenga todo lo justo y apropiado.
– A estas alturas, ya debes de tener ahorrado lo suficiente como para comprar a Gregor Vorbarra – dijo Miles, pensando en los cientos de pequeños ahorros que su guardaespaldas había practicado ante él, a lo largo de los años, para asegurar la dote de su hija.
– No deberías hacer bromas sobre el emperador. – Bothari desalentó firmemente, como correspondía, este fortuito intento de humor.
Miles suspiró y comenzó a tentar prudentemente su ascenso por los escalones, las piernas rígidas en sus inmovilizadores de plástico.
Los calmantes que había tomado antes de dejar la enfermería estaban empezando a perder su efecto. Se sentía indeciblemente cansado. No había dormido en toda la noche, mantenido a base de anestesia local, conversando y bromeando con el cirujano mientras éste perdía en vano el tiempo, interminablemente, juntando los minúsculos fragmentos rotos de hueso como un rompecabezas inusualmente complicado. Monté un espectáculo bastante bueno, se decía Miles queriendo tranquilizarse; pero anhelaba salir del escenario y hundirse. Sólo un par de actos más que representar.
– ¿Qué clase de hombre estás planeando comprar? – sondeó delicadamente Miles en una pausa de su subida.
– Un oficial – respondió firmemente Bothari.
La sonrisa de Miles se retorció. ¿Con que ése es también el pináculo de tu ambición, sargento?, se preguntó para sí.
– No demasiado pronto, confío.
Bothari resopló.
– Por supuesto que no. Ella es sólo... – Hizo una pausa; las arrugas se ahondaban entre sus ojos –. El tiempo ha pasado... – se le escapó en un murmullo.
Miles venció con éxito los peldaños y entró en la Casa Vorkosigan, preparándose para hacer frente a la familia. La primera iba a ser su madre, al parecer; no era problema. Apareció al frente de la gran escalera frente al salón, al tiempo que un sirviente abrió la puerta a Miles. Lady Vorkosigan era una mujer madura, con el fogoso rojo de su cabello apagado por el gris natural y su altura disimulando hábilmente unos pocos kilos de más. Respiraba un poco agitada; probablemente habría bajado corriendo las escaleras cuando le vieron acercarse a la casa. Intercambiaron un breve abrazo. Su mirada era seria y no condenatoria.
– ¿Está padre en casa? – preguntó Miles.
– No. Él y el ministro Quintillian están esta mañana en el cuartel general, peleando con el Estado Mayor por el presupuesto. Me pidió que te enviara su cariño y que te dijera que tratará de estar aquí para el almuerzo.
– ¿Él... todavía no le ha dicho al abuelo lo de ayer?
– No, aunque creo en verdad que deberías haberlo dejado. Esta mañana ha sido bastante embarazosa.
– Apuesto a que sí. – Miró hacia la escalera. Era algo más que sus piernas en mal estado lo que las hacía parecer una montaña. Bien, terminemos primero con lo peor –. ¿Está arriba?
– En sus aposentos. Aunque me alegra decir que, hoy por la mañana, ha estado paseando por el jardín.
– Mm. – Miles comenzó a dirigirse hacia el piso superior.
– El ascensor – dijo Bothari.
– Oh, diablos, es sólo un tramo.
– El cirujano ha dicho que debías mantenerte lejos de las escaleras tanto como sea posible.
La madre de Miles confirió a Bothari una sonrisa de aprobación que éste reconoció suavemente con un susurrado "Milady". Miles se encogió de hombros gruñendo y se encaminó hacia la parte trasera de la casa.
– Miles – dijo su madre cuando él pasaba –, no... Es muy anciano, no está demasiado bien y no ha debido ser cortés con nadie durante años; tómalo en sus propios términos, ¿de acuerdo?
– Sabes que lo hago. – Sonrió irónicamente para demostrar lo sincero que se proponía ser. Los labios de ella se curvaron en respuesta, pero su mirada seguía siendo seria.
Se encontró con Elena Bothari, quien salía del despacho del abuelo. El guardaespaldas saludó a su hija con una callada inclinación de cabeza y recibió a cambio una de las tímidas sonrisas de Elena.
Por milésima vez, Miles se preguntó cómo un hombre tan feo pudo engendrar a una hija tan hermosa. Cada uno de los rasgos de él tenía su eco en el rostro de la joven, pero ricamente transmutado. A los dieciocho años, era casi tan alta como su padre, aunque, mientras éste era delgado y tenso como la cuerda de un látigo, ella era esbelta y vibrante. La nariz de él era un pico y la de ella, un elegante perfil aquilino; demasiado angosta la cara de Bothari, la de Elena tenía el aire de un aristocrático sabueso perfectamente criado, un galgo o un borzoi. Tal vez fueran los ojos los que establecían la diferencia; los de Elena eran oscuros y brillantes, alertas, pero sin la siempre cambiante y jamás risueña vigilancia de los de su padre. O el cabello: entrecano el de él, recortado toscamente a la manera militar; largo, lacio y oscuro el de ella. Una gárgola y una santa, hechas por el mismo escultor, frente a frente en el portal de alguna catedral antigua.
Miles se sacudió de su arrobamiento. Los ojos de Elena se encontraron brevemente con los suyos y su sonrisa se desvaneció. Miles recompuso su postura alicaída y fatigada y esbozó para ella una falsa sonrisa, esperando atraer una auténtica de Elena. No demasiado pronto, sargento...
– Oh, estoy tan contenta de que hayas vuelto – le saludó Elena –. Esta mañana ha sido terrible.
– ¿Estuvo caprichoso?
– No, alegre; jugando a Strat–O conmigo y sin prestar atención. Casi le gano, ¿sabes? Ha contado sus historias de guerra y ha preguntado por ti; si hubiera tenido un mapa de la pista en la que corrías, habría estado clavando alfileres en el mapa para indicar tu imaginario progreso... No tengo que quedarme, ¿no?
– No, por supuesto que no.
Elena le dirigió una sonrisa de alivio y se alejó por el corredor, echando una mirada inquieta hacia atrás por encima del hombro.
Miles tomó aliento y atravesó el umbral del despacho del general conde Piotr Vorkosigan.
2
El viejo estaba levantado, afeitado y sobriamente vestido para la ocasión. Sentado en una silla, miraba pensativamente a través de la ventana, contemplando el jardín situado detrás de la casa. Levantó la vista con desaprobación al ser interrumpido en sus meditaciones, vio que era Miles y una ancha sonrisa se le dibujó en el rostro.
– Ah, pasa, muchacho... – Hizo un gesto hacia la silla que Miles supuso que acababa de abandonar Elena. La sonrisa de viejo se tiñó de perplejidad –. Por Dios, ¿he perdido un día en algún lado? Creí que éste era el día en que estabas marchando esos cien kilómetros de acá para allá en monte Sencele.
– No señor, no ha perdido ningún día.
Miles se acomodó en la silla. Bothari puso otra delante y señaló los pie del joven. Miles comenzó a levantarlos, pero el esfuerzo fue saboteado por una punzada de dolor particularmente feroz.
– Sí... ponlo tú, sargento – consintió Miles cansadamente.
Bothari le ayudó a colocar los pies en el ángulo médicamente correcto y se retiró – estratégicamente, pensó Miles – a hacer guardia junto a la puerta. El viejo conde observó este acto; la comprensión asomó dolorosamente en su rostro.
– ¿Qué has hecho, muchacho? – suspiró.
Hagámoslo rápido y sin dolor, como una decapitación...
– Salté de una pared ayer en la carrera de obstáculos y me rompí ambas piernas. Arruiné completamente, yo solo, los exámenes físicos. Los otros..., bueno, no importan ahora.
– Así que volviste a casa.
– Así que volví a casa.
– Ah. – El viejo hizo tamborilear una sola vez sus largos dedos nudosos sobre el brazo de la silla –. Ah.
Se giró incómodamente en el asiento y apretó los labios contemplando por la ventana, sin mirar a Miles. Sus dedos tamborilearon nuevamente.
– Todo es culpa de ese maldito democratismo rastrero – estalló quejosamente –. Un montón de disparates importados de otro planeta. Tu padre no le hizo ningún favor a Barrayar al alentarlo. Tuvo una excelente oportunidad de extirparlo cuando fue regente, y la malgastó totalmente, según puedo ver... – prosiguió –. Enamorado de ideas de otro planeta, de mujeres de otro planeta – agregó para sí más lánguidamente –. Culpé a tu madre, ya lo sabes, siempre fomentando esa basura igualitaria.
– Oh, vamos – se sintió empujado a objetar Miles –. Madre es tan apolítica como se puede ser, estando cerca y siendo consciente.
– Gracias a Dios, o estaría dirigiendo Barrayar hoy en día. Jamás he visto a tu padre contrariarla todavía. Biem, bien, podría haber sido peor. – El viejo volvió a girarse, retorciéndose en el dolor de su espíritu como Miles lo hacía en el dolor de su cuerpo.
Miles descansaba en su silla, sin hacer ningún esfuerzo por defender el tema ni por defenderse a sí mismo. El conde podría discutir consigo mismo en poco tiempo, asumiendo ambas partes.
– Debemos someternos a los tiempos, supongo. Todos debemos someternos a los tiempos. Hijos de tenderos son ahora grandes soldados. Dios sabe que, en mis tiempos, no comandé a muchos. ¿Te he contado alguna vez lo de aquel camarada, cuando estábamos peleando contra los cetagandanos allá en las montañas Dendarii, detrás de Vorkosigan Surleau? El mejor teniente de guerrilla que nunca he tenido. Yo no era mucho mayot que tú, en ese entonces. Mató a más cetagandanos ese año... Su padre había sido sastre. Un sastre, en la época en que todo se cortaba y se cosía a mano, encorvándose sobre cada pequeño detalle. – Soltó un suspiro por el irrecuperable pasado –. ¿Cuál eral el nombre del sujeto...?
– Tesslev – señaló Miles. Miró burlonamente sus propios pies: quizá me haga sastre, entonces, estoy preparado para ello; aunque ahora están tan obsoletos como los condes.
– Tesslev, sí, ése era. Murió horriblemente cuando atraparon a su patrulla. Un hombre valiente, un hombre valiente... – El silencio cayó entre ellos por un momento.
El viejo conde eligió una panita de la silla y la apretó.
– ¿El examen lo dirigieron con justicia? Uno nunca se sabe, en esta época; un plebeyo con un hacha que afilar en su poder...
Miles sacudió la cabeza y se apresuró a derribar esa fantasía antes de que pudiera florecer.
– Fue muy justo. Fui yo. Me confundí yo solo, no presté atención a lo que estaba haciendo. Fracasé porque no fui lo suficientemente bueno. Punto final.
El viejo retorció los labios con una malhumorada negativa. Sus manos se apretaron coléricamente y se abrieron sin esperanza.
– En otros tiempos nadie hubiera cuestionado tu derecho...
– En otros tiempos el precio de mi incompetencia hubiera sido pagado con la vida de otros hombres. Esto es más productivo, creo yo. – La voz de Miles era apagada.
– Bien... – El viejo miraba sin ver a través de la ventana –. Bien, los tiempos cambian. Barrayar ha cambiado. Soportó todo un mundo de cambios entre la época en que yo tenía diez años y la época en que tuve veinte. Y otro entre el momento en que tuve veinte y cuarenta años. Nada era lo mismo... Y un nuevo mundo de cambios entre los cuarenta y los ochenta que tengo ahora. Esta generación débil, degenerada..., incluso sus pecados están agudos. Los viejos piratas del tiempo del tiempo de mi padre podrían habérselos comido a todos en el desayuno y digiriendo sus huesos antes del almuerzo. ¿Sabes?, seré el primer conde Vorkosigan en nueve generaciones que morirá en el lecho. – Hizo una pausa, aún fija la mirada, y susurró un poco para sí –. Dios, me he cansado de los nuevos cambios. La sola idea de aguantar otro mundo nuevo me desanima. Me desanima.
– Señor – dijo Miles con ternura.
El viejo levantó la vista rápidamente.
– No es culpa tuya, muchacho, no es culpa tuya. Fuiste atrapado por las ruedas del cambio y de la fortuna, igual que todos nosotros. Fue un puro azar que el asesino eligiera ese veneno en particular para tratar de matar a tu padre, ni siquiera apuntaba a tu madre. Te has desenvuelto bien a pesar de ello. Nosotros..., nosotros esperábamos demasiado de ti, eso e todo; que nadie diga que no lo has hecho bien.
– Gracias, señor.
El silencio se extendió de un modo insoportable. El cuarto estaba poniéndose caluroso.
A Miles le dolía la cabeza por la falta de sueño y sentía náuseas debido a la combinación del hambre y de los medicamentos. Se encaramó torpemente sobre sus pies.
– Si usted me excusa, señor...
El viejo movió una mano a manera de despedida.
– Sí, debes de tener cosas que hacer... – Hizo una pausa nuevamente y miró a Miles con curiosidad –. ¿Qué vas a hacer ahora? Es muy extraño para mí; siempre hemos sido los Vor, los guerreros, aun cuando la guerra cambió el resto de las cosas...
Parecía muy disminuido, ahí en su silla. Miles se recompuso para dar una apariencia de jovialidad.
– Bueno, ya se sabe, siempre está la otra línea aristocrática a la que recurrir; si no puedo ser un militar gruñón seré un bufón popular. Tengo pensado ser un famoso epicúreo y amante de mujeres, siempre es más divertido que ser soldado.
El abuelo se unió a la broma.
– Sí, yo siempre he endiviado la casta; adelante con ello, muchacho. – Sonrió, pero Miles sintió que era algo tan forzado como lo suyo. De todas maneras, era mentira: "holgazán" significaba un insulto en el vocabulario del viejo. Miles recogió a Bothari y realizó su propia fuga.
Miles estaba sentado, encorvado en una desmantelada silla de brazos, en un pequeño salón que daba a la calle lateral de la vieja mansión, con los pies levantados y los ojos entrecerrados. Era un cuarto privado que rara vez se usaba; una buena oportunidad para estar solo y cavilar en paz. Jamás había llegado a una interrupción tan completa, un entumecimiento absoluto y vacío, parecido al dolor. Tanta pasión gastada para nada; una vida de nada, alargándose interminablemente hacia el futuro, por culpa de una fracción de segundo de estúpida y colérica vergüenza...
Oyó el ruido de una garganta que se aclaraba detrás de él y luego una voz tímida.
– Hola Miles.
Sus ojos se abrieron parpadeando y, de pronto, se sintió poco menos que un animal herido ocultándose en su cueva.
– ¡Elena! Deduje que habías vuelto con madre anoche desde Vorkosigan Surleau. Pasa.
Ella se apoyó sobre el brazo de otra silla, cerca de él.
– Sí, ella sabe lo que me gusta ir a la capital. A veces, siento que es casi mi madre.
– Díselo. Le agradará.
– ¿Lo crees de verdad? – preguntó ella con timidez.
– Absolutamente. – Se sacudió, espabilándose. Quizás un futuro no del todo vacío...
Ella se mordió suavemente el labio inferior, sus grandes ojos absorbían el rostro de él.
– Pareces totalmente abatido.
No se desangraría delante de Elena. Desterró su negrura, mofándose de sí mismo, reclinándose efusivamente hacia atrás y sonriendo.
– Literalmente. Demasiado cierto. Me recuperaré. Tú... ya has oído todo el asunto, supongo.
– Sí. ¿Fue... todo bien con mi señor conde?
– Oh, seguro. Después de todo, soy el único nieto que tiene. Eso me da una excelente ventaja, puedo sacarle cualquier cosa.
– ¿Habló de que te cambiaras de nombre?
Miles clavó la vista.
– ¿Qué?
– Al patronímico corriente. Estuvo hablando de eso, cuando tú..., oh – Se detuvo, pero Miles comprendió el significado completo de aquella revelación a medias.
– Ah, claro, cuando me convirtiera en un oficial; ¿tenía pensado ceder finalmente y concederme mis nombres de heredero? Muy gentil por su parte, diecisiete años después del hecho. – Ahogó una profunda rabia bajo una sonrisa irónica.
– Nunca entendí qué era todo eso.
– ¿Qué? ¿Lo de mi nombre, Miles Naismith, por mi abuelo materno, en lugar de Piotr Miles por ambos? Todo se remonta al lío de mi nacimiento. Aparentemente, después de que mis padres se recuperaron del gas soltoxin y descubrieron cuál iba a ser el daño en el feto (de paso, se supone que yo no sé nada de esto), el abuelo era partidario de un aborto. Tuvo una gran pelea con mis padres (bueno, con mi madre, supongo, y padre, atrapado en medio) y, cuando mi padre la respaldó a ella y le hizo frente a él, el abuelo se enojó y pidió que no se me diera su nombre. Más tarde, se serenó, cuando descubrió que yo no era und desastre total. – Sonrió afectadamente e hizo tamborilear los dedos sobre el brazo de la silla –. ¿Así que estaba pensando tragarse sus palabras? Sólo que, posiblemente, yo hubiera fracasado igual. Pudo haberse atragantado. – Apretó los dientes con más amargura y deseó revocar su último parlamento. No tenía sentido mostrarse ante Elena más enfadado de lo que ya estaba.
– Sé lo mucho que lo preparaste, lo siento.
Fingió estar de humor.
– Ni la mitad de lo que lo siento yo. Me gustaría que hubieras pasado tú mis exámenes físicos, ¡entre ambos haríamos un oficial del demonio!
Algo de la antigua franqueza que compartían de niños escapó de pronto de los labios de ella.
– Sí, pero, por las normas de Barrayar, estoy en mayor desventaja que tú; soy mujer. Ni siquiera se me permitiría presentar la petición para hacer los exámenes.
Las cejas de él se alzaron con una mueca de acuerdo.
– Lo sé, y es absurdo. Con lo que te ha enseñado tu padre, todo lo que necesitarías es un curso de armamento pesado y podrías así arrollar a nueve de cada diez de los tipos de vi allí. Piénsalo, sargento Elena Bothari.
– Me estás tomando el pelo.
– Sólo estoy hablando como un civil a otro civil – se excusó a medias.
Ella asintió con una inclinación y de repente recordó el motivo que la había llevado allí.
– Ah, tu madre me ha enviado para que vayas a almorzar.
– Vaya. – Se incorporó con un gruñido sibilante –. He ahí un oficial al que nadie desobedece. El capitán del almirante.
Elena sonrió ante la imagen.
– Sí. Ahora, ella fue oficial de los betanos y nadie piensa que sea extraña ni la critica por querer romper las reglas.
– Al contrario, es tan extraña que nadie siquiera piensa en tratar de incluirla en las reglas. Simplemente, ella va haciendo las cosas a su antojo.
– Desearía ser betana – dijo hoscamente Elena.
– Oh, no te equivoques; ella también es extraña para las normas betanas. Aunque creo que te agradaría la Colonia Beta, algunas de sus partes – musitó.
– Nunca dejaré el planeta.
La miró suspicazmente.
– ¿Qué es lo que te deprime?
Elena se encogió de hombros.
– Oh, bien, tú conoces a mi padre. Es tan conservador... Debería haber nacido hace doscientos años. Eres la única persona que conozco que no piensa que es raro. Es un paranoico.
– Lo sé, pero es una cualidad muy útil en un guardaespaldas. Su suspicacia patológica me salvó dos veces la vida.
– Tú también deberías haber nacido hace doscientos años.
– No gracias. Me habrían matado al nacer.
– Bueno, está bien – admitió –. De todas maneras, esta mañana comenzó pronto a hablar de preparar mi matrimonio.
Miles se detuvo abruptamente y la miró con fijeza.
– ¿De veras? ¿Qué dijo?
– No mucho, sólo lo mencionó. Quisiera... no sé, quisiera que mi madre viviese.
– Ah. Bueno... siempre está la mía, si quieres hablar con alguien. O yo. Puedes hablar conmigo, ¿no?
Elena sonrió agradecida.
– Gracias.
Llegaron a la escalera. Ella se detuvo, él esperó.
– Nunca ha vuelto a hablarme de mi madre, ¿saes?, no lo ha hecho desde que yo tenía doce años. Solía contarme largas historias (bueno, largas para él) sobre mi madre. Me pregunto si estará empezando a olvidarla.
– Yo no pensaría eso. Le veo más que tú. Nunca ha pasado de mirar a otra mujer – dijo Miles para tranquilizarla.
Comenzaron a bajar la escalera. Sus piernas dolidas no se movían correctamente, tenía que hacer una especie de arrastre de pingüino para dar los pasos. Miró a Elena con cierto embarazo y aferró firmemente la barandilla.
– ¿No deberías usar el ascensor? – preguntó ella de pronto, viendo el inseguro desplazamiento de sus pies.
No empieces tú también a tratarme como un tullido... Miró hacia abajo la brillante espiral de la barandilla.
Me dijeron que me cuidara las piernas, no especificaron cómo... – Se encaramó en la barandilla y le dirigió a Elena una sonrisa perversa por encima de su hombro.
La cara de ella reflejó una mezcla de diversión y horror.
– ¡Miles, estás loco! Si caes de ahí te romperás todos los huesos del cuerpo...
Miles se deslizó alejándose de ella y tomando rápidamente velocidad. Ella bajó trotando tras él, mientras reía. En la curva, se distanció. Su sonrisa murió al ver lo que le esperaba al final.
– Oh, diablos...
Iba demasiado rápido para frenar...
– Qué...
– ¡Cuidado!
Se desplomó sobre el desesperado abrazo de un hombre macizo y canoso, quien vestía uniforme de oficial. Cuando Elena llegó, ambos se revolcaban a sus pies, sin aliento, en el mosaico de la entrada. Miles podía sentir el angustiado calor en su rostro, y sabía que estaba colorado. El hombre macizo parecía estupefacto. Un segundo oficial, un hombre alto con marcas de capitán en el cuello de su uniforme, ofreció su bastón de paseo y soltó una breve y sorprendida carcajada.
Miles se recobró, poniéndose más o menos serio.
– Buenas tardes, padre – dijo fríamente. Dio un pequeño respingo agresivo con su mentón, desafiando a cualquiera a comentar su entrada poco ortodoxa.
El almirante lord Ararl Vorkosigan, primer ministro de Barrayar al servicio del emperador Gregor Vorbarra, antiguo lord regente del mismo, alisó la chaqueta de su uniforme y aclaró su garganta.
– Buenas tardes, hijo. – Sólo sus ojos reían –. Yo... estoy feliz de ver que tus heridas no fueron demasiado graves.
Miles se encogió de hombros, secretamente aliviado de no tener que hacer más comentarios sarcásticos en público.
– Lo normal.
– Excúsame un momento. Ah, buenas tardes, Elena. Koudelka, ¿qué pensó usted de esos cálculos de costo de buques del almirante Hessman?
– Creo que pasaron terriblemente rápido – contestó el capitán.
– ¿También usted pensó eso, eh?
– ¿Cree que está ocultando algo en ellos?
– Tal vez, pero ¿qué? ¿El presupuesto de su partido? ¿El contratista es su cuñado? ¿O está enfangado en una desviación? ¿Malversación o mera ineficiencia? Pondré a Illyan tras la primera posibilidad; quiero que usted se encargue de la segunda. Presione con esos números.
– Van a chillar, ya estuvieron chillado hoy.
– No lo crea. Yo solía hacer esas propuestas cuando estaba en el Estado Mayor. Sé cuánta basura cabe ahí. Ellos no hacen daño realmente hasta que sus voces suben por lo menos dos octavas.
Es capitán Koudelka sonrió e hizo una ligera reverencia con la cabeza a Miles y a Elena, un saludo muy superficial, antes de irse.
Miles y su padre se miraron el uno al otro y ninguno quería ser el primero en abordar el tema que había entre ellos. Como por un mutuo acuerdo, lord Vorkosigan dijo solamente:
– Bueno, ¿llego tarde al almuerzo?
– Acaban de avisar, señor.
– Vamos, entonces... – Hizo un pequeño gesto abortado de ofrecer el brazo para ayudar a su hijo, pero unió las manos por detrás de la espalda, con mucho tacto. Caminaron jntos, lentamente.
Miles yacía rígido en la cama, vestido aún con la ropa del día, sus piernas correctamente estiradas frente a él. Las miró disgustado. Provincias rebeldes, tropas amotinadas, saboteadores traidores... Debería levantarse una vez más y lavarse y ponerse la ropa de noche, pero el esfuerzo requerido parecía heroico. Él no era un héroe. Se acordó de aquel sujeto, de quien le había hablado su abuelo que, en la carga de caballería, disparó accidentalmente a su propio caballo en el que montaba; pidió otro, y volvió a hacerlo.
Así que sus propias palabras, al parecer, habían puesto al sargento Bothari a pensar justo en el sentido que Miles menos deseaba.
La imagen de Elena apareció en su imaginación: el delicado perfil aquilino, los grandes ojos oscuro, la fría longitud de la pierna, la cálida llama de la cadera; parecía, pensó, una condesa en un drama. Si sólo pudiera escogerla para ese papel en la realidad... ¡Pero semejante conde!
Un aristócrata en una obra de teatro, seguramente. Los deformes eran escogidos invariablemente como villanos en el teatro de Barrayar. Si él no podía ser un soldado, quizá tuviera futuro como villano.
– Raptaré a la muchacha – susurró, bajando experimentalmente la voz en una octava – y la encerraré en mi mazmorra.
Su voz volvió a su tono normal con un suspiro de pesar.
– Sólo que no tengo mazmorra. Tendría que ser en el armario. El abuelo tiene razón, somos una generación disminuida. De todas maneras, acaban de alquilar a un héroe para rescatarla, una especie de gran trozo de carne; Kostolitz, quizás. Y ya se sabe cómo resultan siempre esos duelos...
Se levantó y comenzó a representar una pantomima por el cuarto: las espadas de Kostolitz contra, digamos, el lucero del alba de Miles. Un lucero parecía un arma apropiada para un villano, daba un aire de auténtica autoridad al concepto de espacio personal propio. Apuñalado, moría en brazos de Elena, mientras ella se desmayaba de dolor; no, estaría en brazos de Kostolitz, celebrándolo.
La mirada de Miles recayó en un antiguo espejo, enmarcado en madera labrada.
– Enano saltarín – gruñó.
Tuvo un súbito deseo de destrozarlo con los puños desnudos, hacer añicos el vidrio y desangrarse, pero el ruido atraería al guardia del pasillo y a montones de parientes, y peticiones de explicación. Quitó de un tirón el espejo para ver en su lugar la pared y se tumbó en la cama.
Nuevamente recostado, consideró más seriamente el problema. Trató de imaginarse a sí mismo, correcta y adecuadamente, pidiendo a su padre que fuera su mediador ante el sargento Bothari. Aterrador. Suspiró y se retorció en vano buscando una posición más cómoda. Sólo diecisiete años, demasiado joven para casarse incluso para las normas de Barrayar, y totalmente desempleado ahora. Probablemente, le llevaría años alcanzar una posición lo suficientemente independiente para ofertar por Elena sin el respaldo de sus padres. Y, seguramente, a ella se la llevarían mucho antes de eso.
Y Elena misma... ¿Qué habría para ella en todo eso? ¿Qué placer? ¿Ser totalmente escalada por un hombrecillo retorcido, desagradable? ¿Ser mirada en público, en un mundo donde la costumbre nativa y la medicina importada se combinaban cruelmente para eliminar incluso la más leve deformidad física? ¿Mirada doblemente, además, por el ridículo contraste? ¿Podían compensar todo esto los dudosos privilegios de un orden obsoleto, más vacío de significado con cada año que pasaba? Un orden, él lo sabía, carente por completo de sentido fuera de Barrayar; en dieciocho años de residencia aquí, su propia madre jamás había llegado a considerar el sistema Vor como otra cosa que una inmensa alucinación de las masas.
Hubo un doble golpear en su puerta. Autoritariamente firme, cortésmente breve. Miles sonrió con ironía, suspiró y se sentó.
– Entra, padre.
Lord Vorkosigan asomó la cabeza por el marco labrado de la puerta.
– ¿Todavía vestido? Es tarde, deberías estar descansando un poco.
En cierto modo incoherentemente, entró y se acomodó a horcajadas en la silla del escritorio, apoyando confortablemente sus brazos en el respaldo. También él estaba vestido todavía con el uniforme que usaba todos los días en su trabajo, observó Miles. Ahora que era sólo el primer ministro y no el regente – y ya no era, por lo tanto, el comandante titular de las fuerzas armadas –, Miles se preguntaba si el viejo uniforme de almirante era aún adecuado. ¿O simplemente se le había adherido?
– Yo, esto... – comenzó su padre, e hizo una pausa. Se aclaró con delicadeza la garganta –. Me estaba preguntando cuál era tu idea ahora, sobre tus próximos pasos. Tus planes alternativos.
Los labios de Miles se contrajeron y el joven hizo un gesto con los hombros.
– Nunca hubo un plan alternativo, yo esperaba lograrlo, iluso de mí.
Lord Vorkosigan ladeó la cabeza como negando las cosas.
– Si es algún consuelo, estuviste muy cerca. Hoy hablé con el comandante de la oficina de selección. ¿Quieres saber tu calificación en los escritos?
– Creí que nunca entregaban eso, sólo una lista alfabética: dentro o fuera.
Lord Vorkosigan extendió su mano, ofreciendo las calificaciones. Miles sacudió la cabeza.
– Déjalo, no importa. Estaba perdido desde el principio, sólo que fui demasiado terco para admitirlo.
– No es así. Todos sabíamos que sería difícil, pero yo jamás hubiera permitido que pusieras tanto esfuerzo en algo que creyera imposible.
– Debo de haber heredado la tozudez de ti.
Intercambiaron una breve e irónica reverencia.
– Bueno, sí, no podrías haberla heredado de tu madre – admitió lord Vorkosigan.
– ¿No está... desilusionada?
– Difícilmente, ya conoces su falta de entusiasmo por lo militar. Asesinos a sueldo, nos llamó una vez; casi lo primero que me dijo. – Parecía recordar con cariño.
Miles sonrió a pesar de sí mismo.
– ¿Te dijo eso realmente?
Lord Vorkosigan sonrió a su vez.
– Oh, sí, pero se casó conmigo de todas formas, así que quizás no lo decía de verdad. – Se puso más serio –. Es verdad, sin embargo. Si yo tenía alguna duda sobre tus posibilidades como oficial – Miles se puso rígido en su interior –, era quizás en esa área. Matar a un hombre ayuda si primero puedes apartar su rostro. Un hábil truco mental, fácil para un soldado. No estoy seguro de que tengas la estrechez de visión requerida, no puedes evitar ver a tu alrededor; eres como tu madre, siempre tienes esa claridad de visión en tu cabeza.
– Nunca le tuve por estrecho, señor.
– Ah, es que perdí la maña, por eso entré en la política. – Lord Vorkosigan sonrió, pero la sonrisa se desvaneció –. A tus expensas, me temo.
La observación activó un doloroso recuerdo.
– Señor – preguntó Miles dubitativamente –, ¿es por eso que jamás se esforzó por alcanzar el Imperio como todo el mundo esperaba? Porque el heredero era... – Un gesto vago referido a su cuerpo implicaba tácitamente el término prohibido, "deforme".
Las cejas de lord Vorkosigan se juntaron. Su voz cayó repentinamente hasta casi ser un susurro, lo que sobresaltó a Miles.
– ¿Quién ha dicho eso?
– Nadie – respondió nerviosamente Miles.
Su padre se levantó de golpe de la silla y se paseó enojado por todo el cuarto.
– Nunca permitas a nadie decir eso – susurró –, es un insulto para el honor de ambos. Le di mi juramento a Ezar Vorbarra en su lecho de muerte de servir a su nieto, y eso es lo que he hecho. Punto. Fin de la discusión.
Miles sonrió apaciguadoramente.
– No estaba discutiendo.
Lord Vorkosigan miró alrededor y dejó escapar una breve risa.
– Perdona, pusiste el dedo en la llaga. No es culpa tuya. – Volvió a sentarse, nuevamente controlado –. Tú sabes lo que pienso del Imperio. El regalo de bautismo de la bruja, maldito. Trata de decírselo a ellos, sin embargo... – Sacudió la cabeza.
– Gregor seguramente no puede sospechar que alientes ambición. Has hecho más que nadie por él: durante la pretensión de Vordarian, la Tercera Guerra Cetagandana, la rebelión de Komarr... Hoy ni siquiera estaría aquí.
Lord Vorkosigan hizo una mueca.
– Gregor está en un estado mental más bien sensible en este momento. Acaba de llegar al poder pleno, y puedo jurar que es un verdadero poder, y está ansioso por probar sus límites, después de dieciséis años de ser gobernado por lo que él en privado llama "los viejos excéntricos". No tengo deseos de erigirme en blanco suyo.
– Oh, vamos, Gregor no es tan desleal.
– Ciertamente que no, pero está bajo muchas presiones nuevas, de las que ya no puedo protegerle. – Se interrumpió con un ademán de cerrar el puño –. Precisamente, planes alternativos. Lo que nos lleva, espero, nuevamente a la pregunta original.
Miles se restregó el rostro cansadamente, presionando sus ojos con los dedos.
– No sé, señor.
– Podrías pedirle a Gregor una orden imperial – dijo lord Vorkosigan con un tono neutro.
– ¿Qué? ¿Empujarme a la fuerza al servicio? ¿Por el tipo de favoritismo político con el que has estado en desacuerdo toda tu vida? – Miles suspiró –. Si debía ingresar de esa manera, tendría que haberlo hecho de entrada, antes de fallar en los exámenes. Ahora, no. No.
– Pero tienes demasiado talento y energía para malgastarlos en el ocio – insistió encarecidamente lord Vorkosigan –. Hay otras formas de servicio. Quería darte una o dos ideas, sólo para que lo pienses.
– Adelante.
– Oficial o no, algún día serás conde Vorkosigan. – Alzó una mano al tiempo que Miles abría su boca para objetar –. Algún día. Inevitablemente ocuparás un lugar en el gobierno, siempre que no haya una revolución u otra catástrofe social. Representarás nuestro ancestral distrito; un distrito que, francamente, ha sido vergonzosamente descuidado. La reciente enfermedad de tu abuelo no es la única razón. He estado ocupado por los apremios de otro trabajo y, antes de eso, ambos nos dedicamos a la carrera militar.
Cuéntamelo a mí, pensó Miles penosamente.
– El resultado final es que hay mucho trabajo que hacer aquí. Ahora bien, con un poco de entrenamiento legal...
– ¿Abogado? – dijo Miles, espantado –. ¿Quieres que sea abogado? Eso es tan malo como ser sastre...
– ¿Cómo? – preguntó lord Vorkosigan, sin entender la relación.
– No importa. Algo que dijo el abuelo.
– En realidad, no había pensado mencionarle la idea a tu abuelo. – Lord Vorkosigan se aclaró la garganta –. Pero con un poco de conocimiento de las leyes del gobierno, pensé que podrías representar a tu abuelo en el distrito. El gobierno jamás fue todo guerra, ni siquiera en la Época del Aislamiento, ya lo sabes.
Suena como si lo hubieras estado pensando durante mucho tiempo, pensó Miles resentido. ¿Creíste realmente alguna vez que podría alcanzar la calificación, padre? Miró a lord Vorkosigan más dudosamente aún.
– ¿Hay algo que no esté diciéndome, señor. Sobre su... salud, o algo?
– Oh, no – le aseguró lord Vorkosigan –. Aunque en mi clase de trabajo uno nunca sabe qué pasa de un día para otro.
Me pregunto, pensó cautamente Miles, que más está pasando entre mi padre y Gregor. Tengo la incómoda sensación de estar enterándome del diez por ciento de la verdadera historia...
Lord Vorkosigan resopló y sonrió.
– Bien. Estoy impidiendo tu descanso, que a estas alturas necesitas. – Se levantó.
– No tengo sueño, señor.
– ¿Quieres que te consiga algo que te ayude...? – Lord Vorkosigan ofreció con cautelosa ternura.
– No, tengo algunos calmantes que me dieron en la enfermería. Dos de ellos y estaré nadando a cámara lenta. – Miles hizo con las manos una imitación de patas de rana y puso los ojos en blanco.
Lord Vorkosigan saludó y se retiró.
Miles se recostó y trató de recapturar a Elena en su imaginación, pero el frío soplo de realidad política que entró con su padre marchitó sus fantasías, como la escarcha fuera de estación. Se incorporó y fue hasta el cuarto de baño arrastrando los pies para buscar una dosis de la medicina de cámara lenta.
Dos píldoras y un trago de agua. Todas ellas – susurraba algo en el fondo de su mente – y podrías llegar a la pausa total... Colocó nuevamente el frasco casi lleno en el estante, con un golpe.
Desde el espejo del baño, sus ojos le devolvieron un mudo centelleo.
– El abuelo tiene razón; el único modo de hundirse es peleando.
Volvió a la cama para revivir su momento de error en la pared, en un circuito interminable, hasta que el sueño le libró de sí mismo.
3
Miles fue despertado en una luz gris opaca por un sirviente que, con temor, le llamaba tocándole el hombro.
– ¿Lord Vorkosigan? ¿Lord Vorkosigan? – murmuraba el hombre.
Miles espió entreabriendo los ojos; sintiéndose pesado por el sueño, como si se moviera bajo el agua. ¿Qué hora era, y por qué estaba ese idiota llamándole erróneamente por el título de su padre? ¿Era nuevo el sirviente? No...
Una fría consciencia le bañó y se le hizo un nudo en el estómago, a medida que el significado completo de las palabras del hombre le penetraba. Se sentó; su cabeza nadaba, su corazón se hundía.
– ¿Qué?
– El... v... vuestro padre pide que se vista y le vea abajo inmediatamente. – El hablar trastabillado del hombre confirmó su temor.
Faltaba una hora para el alba. Las lámparas amarillas formaban pequeños charcos cálidos en la biblioteca cuando Miles entró. Las ventanas eran rectángulos transparentes de un frío gris azulado, balanceadas en la cúspide de la noche, sin transmitir la luz del exterior ni reflejar la luz de la sala. Su padre estaba de pie, semivestido con los pantalones de su uniforme, camisa y pantuflas, hablando en tono grave con dos hombres; su médico personal y un asistente vestido con el uniforme de la Residencia Imperial. Su padre, ¿el conde Vorkosigan?, le miró a los ojos.
– ¿El abuelo, señor? – preguntó quedamente Miles.
El nuevo conde asintió con la cabeza.
– Muy tranquilamente, mientras dormía, hace unas dos horas. No sufrió, creo.
La voz de su padre era clara y baja, sin temblor, pero su cara parecía más marcada que de costumbre, casi arrugada. Endurecido, sin expresión: el comandante resuelto. Situación bajo control. Únicamente sus ojos, y sólo de vez en cuando, en un desliz aal pasar, conservaban la mirada de un niño herido y desorientado. Los ojos asustaban a Miles mucho más que la boca austera.
La propia visión de Miles se empañó, y se secó con la mano las necias lágrimas de sus ojos, en un arrebato brusco y furioso.
– Maldita sea – dijo, ahogándose en un sollozo. Nunca se había sentido tan pequeño.
Su padre se dirigió a él, indeciso.
– Yo... – empezó a decir –. Estuvo pendiendo de un hilo durante tres meses, tú lo sabes...
Y yo corté ese hilo ayer, pensó Miles con tristeza. Lo siento... Pero dijo solamente:
– Sí, señor.
El funeral del viejo héroe fue casi un acontecimiento nacional. Tres días de panoplia y pantomima, pensó cansado Miles: ¿para qué todo eso? La ropa apropiada se confeccionó apresuradamente en un adecuado negro sombrío. La Casa Vorkosigan se convirtió en una caótica plataforma de espera para incursiones en representaciones teatrales públicas preestablecidas. La ceremonia, en el Castillo Vorhartung, donde se reunió el Consejo de Condes. Los elogios. La procesión, que fue casi un desfile, gracias al préstamo, hecho por Gregor Vorbarra, de una banda militar de uniforme y de un contingente de la puramente dcorativa caballería. El entierro.
Miles había pensado que su abuelo era el último de su generación. No tanto, parecía, viendo el atroz grupo de ancianos rechinando martinetes y sus mujeres marchitas, de negro, como cuervos aleteando, que venían arrastrándose desde las maderas labradas entre las que habían estado ocultos. Miles, austeramente cortés, soportaba sus miradas emocionadas y compasivas cuando era presentado como el nieto de Piotr Vorkosigan, así como sus recuerdos interminables de personas de las que nunca había oído hablar, que habían muerto antes de que él naciera, y de quienes, esperaba sinceramente, no volvería a oír jamás.
Incluso después de haber sido aplastada la última palada de tierra, la cosa no había terminado. Esa tarde y esa noche, la Casa Vorkosigan fue invadida por una horda de amigos, conocidos, militares, hombres públicos, sus esposas, los corteses, los curiosos y más parientes de los que le importaban. Uno no podría llamarlos personas que le desearan buenos augurios, reflexionó.
El conde y la condesa Vorkosigan estaban atrapados escaleras abajo. El deber social fue siempre, para su padre, un yugo asociado al deber político, por lo que era doblemente irremediable. Pero cuando su primo Ivan Vorpatril llegó a remolque de su madre, lady Vorpatril, Miles resolvió escapar al único reducto no ocupado por fuerzas enemigas. Ivan había aprobado sus exámenes como aspirante, según había oído Miles; no creyó poder tolerar los detalles. Arrancó un par de vistosos retoños al pasar frente a una ofrenda floral y subió en el ascensor hasta el útimo piso, a refugiarse.
Miles golpeó la puerta labrada.
– ¿Quién es? – sonó débilmente la voz de Elena. Probó el picaporte esmaltado, vio que la puerta estaba sin llave y asomó una mano ondeando las flores por la puerta. La voz de ella agregó –: Oh, pasa, Miles.
Entró, delgado y de negro, y sonrió indeciso. Elena estaba sentada en una silla antigua, junto a la ventana.
– ¿Cómo sabías que era yo? – preguntó Miles.
– Bueno, o eras tú o... nadie me trae flores de rodillas. – Miró un momento al picaporte, revelando inconscientemente la escala de altura que había empleado para su deducción.
Miles cayó rápidamente de rodillas y marchó así por la alfombra para presentarle su obsequio con un ademán teatral.
– Voilà! – gritó, provocándole una risa inesperada. Sus piernas protestaron por este abuso, produciéndole un calambre doloroso –. Ah... – Se aclaró la voz y agregó en un tono mucho más bajo –: ¿Crees que podrás ayudarme? Estas malditas muletas...
– Oh, querido. – Elena le ayudó a llegar hasta la cama, le hizo estirar las piernas y volvió a su silla.
Miles miró el pequeño dormitorio.
– ¿Este cuchitril es lo mejor que podemos ofrecerte?
– A mí me agrada. Me gusta la ventana a la calle, es más grande que el cuarto de mi padre – le aseguró ella. Luego olió las flores, un tanto rancias. Miles se lamentó de inmediato por no haber escogido otras más perfumadas. Elena le miró de repente con suspicacia –. Miles, ¿dónde las conseguiste?
Se sonrojó un poco, sintiéndose culpable.
– Las tomé prestadas del abuelo. Créeme, nunca lo notarán. Ahí abajo hay una selva.
Elena sacudió la cabeza como sin esperanza.
– Eres incorregible. – Pero sonrió.
– ¿No te importa? – preguntó ansioso Miles –. Pensé que te darían más placer a ti que a él, a estas alturas.
– ¡Con tal que nadie piense que yo misma las robé!
– Mándamelos a mí – dijo Miles con cierta pompa. Ella miraba ahora la delicada estructura de las flores de un modo más sombrío –. ¿Qué estás pensando? ¿Cosas tristes?
– Sinceramente, mi cara bien podría ser una ventana.
– En absoluto. Tu cara es más como..., como el agua. Toda reflejos y luces cambiantes; nunca sé qué se oculta en lo más profundo. – Al final de la frase bajó la voz, para indicar el misterio de las profundidades.
Elena sonrió burlonamente y luego se puso más seria.
– Sólo pensaba que... nunca puse flores en la tumba de mi madre.
Él se iluminó ante la perspectiva de un proyecto.
– ¿Quieres hacerlo? Podríamos ir y cargar una o dos carretillas, nadie lo notaría.
– ¡Por cierto que no! – respondió indignada –. Eso está bastante mal por tu parte. – Miró las flores a la luz de la ventana, una luz plateada por lass nubes heladas de otoño –. De todas maneras, no sé dónde está.
– Qué extraño. Con la fijación que el sargento tiene con tun madre, hubiera pensado que es de los que hacen peregrinajes; aunque quizá no le guste recordar su muerte.
– Tienes razón en eso. Una vez le pedí que me llevara a ver dónde estaba enterrada y demás, y fue como hablarle a un muro. Sabes cómo puede llegar a ser.
– Sí, muy como un muro; particularmente cuando se trata de una persona. – Un destello de maquinación le iluminó la mirada –. Tal vez sea un sentimiento de culpa. Tal vez tu madre fue una de esas mujeres que muere en el parto... Murió en la época en que tú naciste, ¿no?
– Me dijo que fue un accidente de aviación.
– Ah.
– Pero, en otra ocasión dijo que se había ahogado.
– ¿Eh? – El destello se convirtió en una intensa llama –. Si el vehículo se hubiera caído en un río o algo parecido, ambas cosas podrían ser ciertas. O si él lo hundió...
Elena se estremeció. Miles se dio cuenta y se censuró a sí mismo en su interior por ser necio e insensible.
– Lo lamento, no quise decir eso... estoy de un humoer terrible hoy, me temo – se disculpó –. Es este maldito luto. – Aleteó con los codos imitando un ave de carroña.
Se quedó un momento callado, ensimismado, meditando sobre las ceremonias fúnebres. Elena le acompañó en silencio, mirando melancólicamente el gentío sombríamente reluciente de la clase alta de Barrayar, entrando y saliendo de la mansión, cuatro pisos debajo de su ventana.
– ¡Podríamos resolverlo! – dijo Miles de repente, sacándola de su ensoñación.
– ¿Qué?
– Averiguar el lugar donde está enterrada tu madre. Y ni siquiera tendríamos que preguntárselo a nadie.
– ¿Cómo?
Miles sonrió, incorporándose de golpe.
– No voy a decírtelo. Estarías temblando como aquella vez que fuimos a explorar cavernas allá en Vorkosigan Surleau y descubrimos aquel viejo arsenal guerrillero. No volverás a tener la oportunidad de manejar uno de esos tanques nuevamente.
Elena se mostró desconfiada. Aparentemente, su recuerdo del incidente era vívido y tremendo, aun cuando había evitado quedar atrapada en el derrumbre. Pero le siguió.
Entraron cautelosamente en la oscura biblioteca. Miles se detuvo y tomó del brazo al guardia de servicio, alejándole un poco. Con una afectada sonrisa, bajó confidencialmente la voz para decirle:
– Supongo que podría golpear la puerta si viene alguien, ¿no cabo? No quisiéramos ninguna... interrupción por sorpresa.
El guardia de servicio devolvió una sonrisa de entendimiento.
– Por supuesto, lord, mi... lord Vorkosigan. – Miró a Elena con fría especulación, enarcando una ceja.
– ¡Miles! – susurró furiosa Elena cuando la puerta se cerró, sofocando el continuo murmullo de voces, el tintineo de vasos y cubiertos, las suaves pisadas que llegaban de los cuartos vecinos por el velatorio de Piotr Vorkosigan –, ¿te das cuenta realmente de lo que va a pensar?
– El mal a quien piensa mal – contestó alegremente Miles –. Con tal que no piense en esto... – Palmeó la cubierta del ordenador de comunicaciones, con sus enlaces de doble cable a la Residencia Imperial y a los cuarteles generales de los distintos ejércitos, que estaba incongruentemente delante de la chimenea de mármol labrado. Elena abrió la boca asombrada al ver descorrerse la cubierta. Unas cuantas pasadas de manos de Miles dieron vida a la pantalla holográfica.
– ¡Creí que era máxima seguridad! – dijo Elena.
– Lo es. Pero el capitán Koudelka estuvo dándome un poco de instrucción al respecto, antes, cuando yo estaba... – una sonrisa amarga, el puño crispado – estudiando. Solía intervenir los ordenadores de guerra, los reales, en el cuartel general, y me ejercitaba con programas de simulación. Tal vez no se acordó de desprogramarme... – Estaba semiabsorto, introduciendo un desfile de complejas órdenes.
– ¿Qué estás haciendo? – preguntó nerviosamente Elena.
– Introduzco el código de acceso del capitán Koudelka, para obtener informes militares.
– ¡Por Dios, Miles!
– No te preocupes. Estamos aquí besuqueándonos, ¿recuerdas? Probablemente no venga nadie aquí esta noche, salvo el capitán Koudelka, y eso a él no le importará. No podemos fallar. Creo que empezaré por el registro del Servicio de tu padre. Ah, ahí... – La pantalla holográfica formó una proyección plana y comenzó a exhibir resgistros escritos –. Seguro que habrá algo sobre tu madre, que podremos usar para desvelar – hizo una pausa y se reclinó hacia atrás enigmático – el misterio... – Hizo desfilar varias pantallas.
– ¿Qué? – preguntó inquieta Elena.
– Creo que voy a espiar por la época en que naciste; me parece que tu padre abandonó el Servicio justo antes, ¿no?
– Es verdad.
– ¿Alguna vez te dijo que le dieron la baja médica contra su voluntad?
– No... – dijo ella, mirando por encima del hombro de Miles –. Es extraño, no dice por qué.
– Te diré qué es más extraño. Casi todo su registro del año anterior está sellado. Tu época. Y el código es muy reciente. No puedo descifrarlo sin realizar una doble verificación, lo que terminaría... Sí, es la marca personal del capitán Illyan. Decididamente, no quiero hablar con él. – Se estremeció ante la idea de llamar accidentalmente la atención del Jefe de Seguridad Imperial de Barrayar.
– Decididamente – repitió Elena, mirándole fascinada.
– Bien, pues, viajaremos un poco por el tiempo – dijo Miles –. Atrás, atrás... Tu padre no parece haberse llevado muy bien con este comodoro Vorrutyer.
Elena preguntó con interés:
– ¿Es el mismo almirante Vorrutyer al que mataron en Escobar?
– Hmm... Sí, Ges Vorrutyer, hmm...
Bothari había estado al servicio del comodoro durante varios años, al parecer. Miles estaba soprendido. Había tenido la vaga impresión de que Bothari había servido a su padre como combatiente de infantería desde el comienzo de los tiempos. El servicio de Bothari con Vorrutyer terminaba en una constelación de reprimendas, malas calificaciones, llamadas disciplinarias e informes médicos sellados. Miles, consciente de que Elena espiaba por encime de su hombro, pasó rápidamente esto último. Extrañamente incoherente. Algunas faltas, llamativamente menores, estaban marcadas con castigos feroces. Otras, asombrosamente serias – ¿realmente Bothari había mantenido dieciséis horas en un lavabo a un ingeniero técnico y, por Dios, por qué? – se perdían entre informes médicos y no resultaban en sanción alguna.
Yendo más atrás en el pasado, el registro se afianzaba. Un montón de combates en su juventud. Recomendaciones, menciones por heridas honrosas, más recomendaciones. Notas excelentes en el entrenamiebto básico. Informes del reclutamiento.
– El reclutamiento era mucho más sencillo en esos días – dijo Miles con envidia.
– Oh, ¿están ahí mis abuelos? – preguntó ansiosa Elena –. Tampoco me habla nunca de ellos. Deduzco que su madre murió cuando él era niño, jamás me dijo siquiera su nombre.
– Marusia – respondió Miles mirando la pantalla. Una borrosa fotocopia.
– Es bonito – opinó Elena complacida –. ¿Y el de su padre?
Diablos, pensó Miles. La fotocopia no estaba tan borrosa como para no ver el grosero "desconocido", escrito en cursiva por la mano de algún olvidado oficinista. Miles se dio cuenta al fin de por qué un determinado insulto parecía metérsele a Bothari debajo de la piel, mientra dejaba resbalar cualquier otro, pacientemente desdeñoso.
– Quizás yo pueda distinguirlo – dijo Elena, malinterpretando la demora.
La pantalla se blanqueó de inmediato, a una maniobra de Miles.
– Konstantine – declaró sin vacilar –, igual que él. Pero sus padres estaban muertos para cuando entró en el Servicio.
– Konstantine Bothari, junior, hmm.
Miles miró la pantalla y reprimió un grito de frustración. Otra maldita cuña social artificial metida entre Elena y él. Un padre bastardo estaba tan lejos de ser lo "justo y apropiado" para una joven virgen barrayana como cualquier otra cosa que pudiera ocurrírsele.
Y, obviamente, no era un secreto, su padre debía de saberlo, y quién sabe cuántas personas más también. Era igualmente obvio que Elena no lo sabía. Estaba legítimamente orgullosa de su padre, de su servicio de elite, de su puesto de alta confianza. Miles sabía cuán dolorosamente se esforzaba a ella a veces para obtener una expresión aprobadora por parte de aquella vieja piedra labrada. Qué extraño darse cuenta de que ese dolor podía quizás unir sus caminos; ¿temía entonces Bothari la pérdida de esa admiración apenas confesada? Bien, pues, el secreto a medias del sargento estaba a salvo con él.
En rápido avance, pasó por la vida de Bothari.
– Aún no hay signos de tu madre – le dijo a Elena –. Debe de estar bajo ese sello. Maldita sea, y yo que pensé que iba a ser fácil. – Miró pensativamente al vacío –. Quizás en los registros de hospitales. Muertes, nacimientos; ¿estás segura de que naciste en Vorbarr Sultana?
– Hasta donde yo sé...
Varios minutos de tediosa búsqueda produjeron informes de un buen número de Botharis, ninguno relacionado en absoluto con el sargento o con Elena.
– ¡Ajá! – estalló de repente Miles –. Ya sé lo que no he intentado, ¡el Hospital Imperial!
– Ahí no tienen departamento de obstetricia – dijo Elena, poniendo en duda la idea.
– Pero si un accidente, la esposa de un soldado y todo eso, fue lo que pasó, tal vez fue llevada de urgencia adonde quedara más cerca, y puede que fuera el Hospita Militar Imperial... – Canturreó sobre la máquina –. Buscando, buscando... ¿Eh?
– ¿Me encontraste? – preguntó ella, emocionada.
– No, me encontré a mí. – Una tras otra, hizo pasar pantallas de documentación –. Qué ardua tarea debió de ser sanear la investigación militar después de lo que ellos mismos produjeron. Por suerte para mí, importaron esos reproductores uterinos..., sí, ahí están... Nunca podrían haber realizado algunos de aquellos tratamientos a lo vivo, hubieran matado a mi madre. Ahí está el buen doctor Vaagen... ¡Ajá!, así que antes estaba en investigación militar. Tiene sentido, supongo que era su experto en venenos. Me hubiera gustado saber más de esto cuando era niño, podría haber armado alboroto para festejar dos cumpleaños; uno, cuando mi madre tuvo la cesárea y otro, cuando por fin me sacaron del reproductor.
– ¿Cuál eligieron?
– El día de la cesárea. Me alegra. Me hace sólo seis meses más joven que tú. De otro modo, serías casi un año mayor, y me han advertido acerca de las mujeres mayores...
Esta broma provocó al fin una sonrisa y Miles se tranquilizó un poco. Hizo una pausa, mirando la pantalla con un ojo semicerrado, y, luego, introdujo otra pregunta.
– Es raro – murmuró.
– ¿Qué?
– Un proyecto médico militar secreto, con mi padre como director, nada menos.
– Nunca oí que él también anduviera en investigación – dijo Elena, enormemente impresionada –. Seguro que era un experto.
– Eso es lo curioso, él era estratega de Estado Mayor. Jamás tuvo nada que ver con investigación, que yo sepa. – Un código, ya para entonces familiar, apareció tras la siguiente pregunta –. ¡Maldita sea, otro sello! Haces una simple pregunta y obtienes una simple pared de ladrillos... Ahí está el doctor Vaagen con guantes de goma en las manos, junto a mi padre. Vaagen debió de hacer el trabajo verdadero, entonces. Eso explica lo otro. Quiero ver debajo de ese sello, maldición... – Miles silbó una melodía muda, mirando al vacío y haciendo tamborilear los dedos.
Elena empezaba a parecer desalentada.
– Estás adquiriendo ese aire de mula terca – observó con nerviosismo –. Quizá deberíamos dejar todo esto. Realmente, ahora ya no importa.
– La marca de Illyan no está en ésta. Podría ser suficiente...
Elena se mordió el labio.
– Mira, Miles, realmente no es... – Pero Miles ya estaba lanzado –. ¿Qué estás haciendo?
– Probando uno de los viejos códigos de acceso de mi padre. Estoy bastante seguro de él, excepto por unos pocos dígitos.
Elena tragó saliva.
– ¡Bingo! – gritó Miles bajando la voz, al ver la pantalla que comenzaba a vomitar datos. Leyó ávidamente –. ¡Así que de ahí es de donde provenían esos reproductores uterinos! Los trajeron al volver de Escobar, después de que fracasara la invasión. Por Dios, los despojos de guerra. Diecisiete de ellos, cargados y funcionando. Debieron de parecer realmente alta tecnología en su momento. Me pregunto si los habremos saqueado.
Elena empalideció.
– Miles, ¿no estarían haciendo experimentos humanos o... algo como eso, no? Seguramente tu padre no lo hubiera aprobado, ¿no?
– No lo sé. El doctor Vaagen puede ser muy, hmm, obsesivo con su investigación... – El alivio aflojó su voz –. Oh, estoy viendo lo que pasó. Mira aquí... – La pantalla holográfica comenzó a desplegar otra lista en el aire –. Todos fueron enviados al Orfanato del Servicio Imperial. Deben de haber sido niños de nuestros hombres muertos en Escobar.
La voz de Elena se puso tensa.
– ¿Niños de hombres muertos en Escobar? Pero ¿dónde están sus madres?
Se miraron el uno al otro.
Pero, si nunca hubo mujeres en el Servicio, salvo unas pocas médicas y técnicas civiles – dijo Miles.
Los largos dedos de Elena se cerraron fuertemente sobre el hombro de Miles.
– Mira los datos.
Volvió a proyectar la lista.
– ¡Miles!
– Sí, lo veo. – Detuvo la pantalla –. Criatura femenina entregada a la custodia del almirante Aral Vorkosigan. No enviada al orfanato con el resto.
– ¡La fecha, Miles, es mi cumpleaños!
Miles se libró de los dedos de Elena.
– Sí, lo sé. Por favor, no me rompas el cuello.
– ¿Podría ser yo? ¿Soy yo? – Su rostro se puso tenso de esperanza y de temor.
– Yo... Son todo números, ¿ves? – dijo prudentemente Miles –. Pero hay mucha identificación médica: huellas de los pies, retina, grupo sanguíneo... Pon tu pie aquí encima.
Elena saltó a la pata coja, quitándose los zapatos y las medias. Miles la ayudó a colocar el pie derecho sobre la placa holográfica. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimirse y no dejar correr una mano por ese increíble muslo sedoso que asomaba por la falda arremangada. Piel como un pétalo de orquídea. Se mordió el labio; dolor, el dolor le ayudaría a concentrarse en el pie. De todas maneras, malditos pantalones ajustados. Esperaba que ella no lo hubiera notado...
Fijó la óptica láser. Una titilante luz roja apareció unos segundos bajo el pie de Elena. Miles indicó a la máquina que comparase contornos y huellas.
– Teniendo en cuenta los cambios desde la infancia hasta la edad adulta... ¡Dios mío, Elena, eres tú! – Se felicitó a sí mismo. Si no podía ser soldado, tal vez tuviera futuro como detective...
La sombría mirada de Elena le atravesó.
– Pero ¿qué significa? – Su cara se congeló de repente –. ¿No tengo... era... soy algún tipo de clon o de invento? – Se puso a llorar entonces y su voz temblaba –. ¿No tengo una madre? No tengo madre, y eso era todo...
El éxito de su identificación positiva se le escurrió al ver la angustia de Elena. ¡Idiota! Ahora, él convertiría a la madre soñada de Elena en una pesadilla... No, era la propia imaginación de Elena la que estaba haciendo esto.
– ¡Eh, no, por cierto que no! ¡Tengo otra idea! Obviamente, eres la hija de tu padre, y no te estoy insultando; todo esto sólo significa que a tu madre la mataron en Escobar, no aquí. Y, más aún – se incorporó para expresarlo dramáticamente –, ¡esto te convierte en la hermana que perdí hace mucho!
– ¿Eh? – dijo Elena, perpleja.
– ¡Seguro! O... de todas maneras, hay un diecisieteavo de probabilidades de que provengamos del mismo reproductor – Dio vueltas alrededor de ella, conjurando la farsa contra los terrores de la joven –. ¡Mi diecisieteava hermana gemela! ¡Debe de ser el Quinto Acto! ¡Ánimo, esto significa que en la próxima escena te casarás con el príncipe!
Elena rió por entre las lágrimas. De pronto, en la puerta sonaron golpes amenazantes. Fuera, el cabo gritó con voz innecesariamente alta:
– ¡Buenas noches, señor!
– ¡Los zapatos! ¡Mis zapatos! ¡Devuélveme las medias! – siseó Elena.
Miles le arrojó las cosas, apagó el ordenador y cerró la tapa, todo en un solo frenético y fluido movimiento. Se catapultó al sofá, tomó a Elena por la cintura y la arrastró con él. Ella rió nerviosamente y maldijo, peleando con su segundo zapato. Una lágrima marcaba todavía una huella reluciente en su mejilla.
Miles deslizó una mano por el cabello de Elena y atrajo su rostro hacia el suyo.
– Será mejor que esto parezca bien. No quiero que el capitán Koudelka sospeche nada. – Dudó un instante, y su sonrisa trocó en seriedad. Los labios de Elena se fundieron con los suyos.
Las luces se encendieron; ellos se separaron de un salto. Miles espió por encima del hombro de ella y, por un momento, se olvidó de cómo exhalar.
El capitán Koudelka. El sargento Bothari. Y el conde Vorkosigan.
El capitán Koudelka parecía sonrojado, con un ligero pliegue en un costado de la boca, como si se le fugara una enorme presión interna. Miró de lado a sus acompañantes y se contuvo. Es rostro pétreo del sargento era glacial. El conde estaba enfurenciendo rápidamente.
Miles descubrió por fin qué hacer con todo el aire que había retenido.
– Está bien – dijo en un tono seguro y didáctico –, ahora, después de Concédeme esa gracia, en la siguiente línea dices: Con todo mi corazón; y mucho me alegra también ver que ahora estás tan arrepentido. – Miró de lo más impertinentemente a su padre –. Buenas noches, señor. ¿Estamos ocupando su espacio? Podemos ir a ensayar a otro lado...
– Sí, vamos – dijo Elena con voz aguda, recogiendo con celeridad el pie que Miles le había proporcionado.
Dirigió una sonrisa tonta a los tres adultos, ahora que Miles había resguardado su honor. El capitán Koudelka retribuyó la sonrisa de todo corazón. El conde, de algún modo, se las arregló para sonreír a Elena y fruncir amenazadoramente el ceño a Miles al mismo tiempo. El ceño del sargento era democráticamente universal. El guardia de servicio pasó de sonreír a sofocar una carcajada cuando Miles y Elena huyeron por el corredor.
– Conque no puede fallar, ¿eh? – gruñó Elena cuando tomaron el ascensor.
Él ejecutó un pirueta en el aire, desvergonzadamente.
– Una retirada estratégica, en orden; ¿qué más puedes pedir siendo una desconocida, sin número ni clasificación? Sólo estábamos ensayando esa vieja obra. Muy cultural. ¿Quién podría objetar? Creo que soy un genio.
– Creo que eres un idiota – dijo ella furiosamente –. Mi otra media está colgando de tu hombro.
– Oh. – Giró el cuello y se quitó la prenda adherida. Se la devolvió a Elena con una débil sonrisa de disculpa –. Supongo que eso no habrá quedado muy bien.
Elena le miró.
– Y ahora me van a echar un sermón. Considera a cada hombre que se acerca a mí como un potencial violador; probablemente ahora también me prohíba hablarte. O me envíe otra vez al campo, para siempre... – Llegaron a la puerta –. Y, además de eso, me... me mintió acerca de mi madre.
Se refugió en su dormitorio, golpeando tan fuerte la puerta que estuvo cerca de pillar unos dedos de la mano de Miles que se estaba levantando en protesta. Éste se inclinó contra la puerta y dijo ansiosamente a través de la madera labrada:
– ¡Eso no lo sabes! Sin duda, habrá una explicación absolutamente lógica, y yo voy a encontrarla...
– ¡VETE! – fue el aullido amortiguado que recibió como respuesta.
Vagó indeciso por el pasillo unos minuto más, esperando una segunda oportunidad, pero la puerta permanecía intransigentemente cerrada y silenciosa. Después de un rato, tomó conciencia de la rígida figura del guardia de servicio del piso, al final del corredor. El hombre, cortésmente, no le miraba. El destacamento de seguridad del primer ministro estaba, después de todo, entre los más discretos, así como entre los más eficaces que había a disposición. Miles maldijo por lo bajo y, arrastrando los pies, volvió al ascensor.
4
Miles se cruzó con su madre en un pasillo de la planta baja.
– ¿Has visto últimamente a tu padre, querido? – preguntó la condesa Vorkosigan.
– Sí (desafortunadamente), fue a la biblioteca con el capiptán koudelka y el sargento.
– A hurtadillas por un trago – dedujo ella con una mueca – con sus viejos camaradas de tropa. Bueno, no puedo culparle; está tan cansado... Ha sido un día tétrico. Y sé que no ha estado descansando lo suficiente. – Le miró de modo penetrante –. ¿Cómo has dormido tú?
Miles se encogió de hombros.
– Bien.
– Mm. Mejor voy a buscarle antes de que tome más de un trago; el alcohol tiene la inoportuna tendencia a ponerle grosero, y acaba de llegar ese intrigante conde Vorfrozda, acompañado por el almirante Hessman. Va a tener algún problema por delante si esos dos andan juntos.
– No creo que la extrema derecha reúna mucho apoyo, con todos los viejos soldados alineados solidamente detrás de mi padre.
– Oh, Vordrozda no es derechista en el fondo; es sólo personalmente ambicioso, y montará cualquier potro que vaya en su dirección. Ha estado sudando alrededor de Gregor durante meses... – Una chispa de cólera apareció en sus ojos grises –. Lisonjas e insinuaciones, críticas indirectas y esas púas sucias que mete entre las propias dudas del muchacho; le he visto trabajar. No me gusta – dijo enfáticamente la condesa.
Miles sonrió.
– Nunca lo hubiera supuesto. Pero seguramente, no debes preocuparte por Gregor.
Siempre le había causado gracia la costumbre de su madre de referirse al emperador como si más bien fuera su niño retardado adoptado. En cierto sentido era verdad, ya que el antiguo regente había sido el tutor personal y político de Gregor mientras éste era menor.
La condesa hizo un gesto.
– Vordrozda no es el único que no dudaría en corromper al muchacho en cualquier área en la que pueda hundir sus garras: moral, política, lo que quieras; si pensara que eso va a hacerle avanzar un centímetro, y al diablo con el bienestar general de Barrayar... o de Gregor si es necesario para ello. – Miles reconoció al instante lo último como una cita del único oráculo político de su madre, su padre –. No sé por qué esta gente no puede escribir una constitución. Ley oral... ¡qué manera de procurar y manejar un poder interestelar! – Ésta era una opinión vernácula, puramente betana.
– Papá ha estado mucho tiempo en el poder – dijo Miles con tono tranquilo –; creo que habría que arrojarle un torpedo para alejarle de su función.
– Ya lo han intentado – observó la condesa Vorkosigan, volviéndose abstraída –. Me gustaría que pensara seriamente en retirarse. Hemos tenido tanta suerte – su mirada recayó melancólicamente en él – casi siempre...
También ella está cansada, pensó Miles.
– La política nunca se detiene – agregó, mirando al suelo –. Ni siquiera durante el funeral de su padre. – Se iluminó con cierta malicia –. Ni sus parientes. Si lo ves antes que yo, dile que lady Vorpatril le está buscando, eso le completará el día... No, mejor no, porque entonces no le encontraríamos más.
Miles alzó las cejas.
– ¿Qué quiere tía Vorpatril que haga por ella ahora?
– Bien, desde que lord Vorpatril murió, ella ha estado tratando de que ocupe el lugar dl padre con respecto al idiota de Ivan; lo cual está bien, hasta cierto punto. Pero hace un rato me atrapó, cuando no podía encontrar a Aral; parece que quiere que Aral lleve al muchacho a un rincón y le dé una reprimenda por, eh..., rondar a las muchachas de la servidumbre, lo cual debe resultar completamente violento para ambos. Nunca entendí por qué esta gente no corta el cordón de sus chicos y los deja que descubran su propia condenación, como las personas sensatas. También podrían, por ejemplo, tratar de detener una tormenta de arena con un pañuelo... – Sealejó hacia la biblioteca, murmurando en voz baja su epíteto favorito –. ¡Barrayanos!
Fuera había caído una húmeda oscuridad, convirtiendo las ventanas en opacos espejos del tenue y amanerado jaleo de la Casa Vorkosigan. Miles miró al pasar su propia imagen: cabello oscuro, ojos grises, rostro pálido, facciones demasiado marcadas para satisfacer la estética. Y encima, un idiota.
La hora le recordó la cena, cancelada probablemente a causa de los hechos. Resolvió hacer acopio de canapés, los suficientes para soportar un estratégico retiro en su cuarto durante el resto de la velada. Se asomó por un arco del vestíbulo para asegurarse de que ninguno de los temidos miembros del equipo geriátrico anduviera por allí. El salón parecía contener sólo a gente de mediana edad, a quienes no conocía. Se acercó a una mesa y comenzó a atiborrar con comida una servilleta de fina tela.
– Evita esas cosas púrpuras – advirtió en su oído una voz afable, familiar –, creo que son una especie de algas marinas. ¿Tu madre tiene otra vez un ataque nutritivo?
Miles miró la franca, molestamente hermosa cara de su primo segundo, Ivan Vorpatril. Ivan también tenía una servilleta atiborrada. Su mirada parecía ligeramente alerta. Un bulto peculiar interrumpía las suaves líneas de la chaqueta de su nuevo y reluciente uniforme de cadete.
Miles hizo un gesto indicando el bulto y dijo en tono de asombro:
– ¿Ya te dejan llevar un arma?
– ¡Diablos, no! – Ivan abrió un poco la chaqueta, tras una mirada conspiradora a su alrededor; probablemente, por temor a lady Vorpatril –. Es una botella del vino de tu padre. La obtuve de uno de los sirvientes, antes de que la vaciara en una de esas jarras. Dime, ¿hay alguna posibilidad de que me sirvas de guía nativo hasta algún rincón apartado de este mausoleo? Los guardias de servicio no te dejan vagar solo por ahí arriba. El vino es bueno, la comida es buena, salvo esas cosas púrpuras, pero, ¡Dios mío!, la compañía de esta fiesta...
Miles asintió, de acuerdo en principio, aun cuando estaba tentado de incluir al mismo Ivan en la categoría de "¡Dios mío, qué compañía!".
Está bien – contestó –, tú busca otra botella de vino – eso bastaría para anestesiarle y volverle tolerante – y dejaré que te ocultes en mi cuarto. Ahí es donde iba a ir, de todas maneras. Te veo junto al ascensor.
Miles estiró sus piernas sobre la cama con un suspiro mientras Ivan preparaba el picnic y abría la primera botella de vino. Ivan vació un generoso tercio de la botella en cada uno de los dos vasos del baño y le alcanzó uno a su lisiado primo.
– Vi al viejo Bothari cargándote el otro día. – Ivan señaló con un gesto las piernas de Miles y tomó un refrescante trago. El abuelo hubiera tenido un ataque al ver esa cosecha tratada tan desdeñosamente, pensó Miles. Él dio un sorbo más respetuoso, a manera de libación en honor al espectro del viejo, aun cuando la mordaz afirmación del abuelo el martes anterior, al respecto de que Miles no podría distinguir una buena cosecha del agua de lavar, no estaba lejos de la verdad –. Una desgracia, aunque realmente eres el afortunado – prosiguió Ivan en tono alegre.
– ¿Eh? – masculló Miles, hincando los dientes en un canapé.
– ¡Diablos, sí! El adiestramiento empieza mañana, ¿sabes?
– Eso he oído.
– Tengo que presentarme en mi dormitorio a medianoche, a más tardar. Pensé que iba a pasar mi última noche de libertad festejándolo, pero me quedé aquí, en cambio. Mi madre, ya sabes. Pero mañana prestamos juramento preliminar al emperador y ¡por Dios si le voy a dejar que me trate como a un niño después de eso! – Hizo una pausa para engullir un pequeño bocadillo relleno –. Piensa en mí, mientras tú estás aquí todo arropado...
– Lo haré. – Miles dio otro sorbo, y otro.
– Sólo dos períodos de permiso en tres años – divagaba Ivan entre mordiscos –, bien podría ser un maldito prisionero. No asombra que lo llamen servicio. La servidumbre es muy parecida a esto. – Otro trago, para bajar un pastel relleno de carne –. Pero tu tiempo es todo tuyo, tú puedes hacer lo que quieras con él...
– Cada minuto – dijo Miles lentamente. Ni el emperador ni nadie requería su servicio. No podía venderlo... no podía regalarlo...
Ivan, afortunadamente, se calló unos minutos, reponiendo combustible. Después de un rato, dijo vacilante:
– No hay posibilidades de que tu padre venga aquí, ¿no?
Miles alzó la barbilla.
– ¿Qué? No tendrás miedo de él, ¿no?
Ivan refunfuñó.
– El hombre maneja a voluntad todo el Estado Mayor, por el amor de Dios. Yo sólo soy el recluta más novato del emperador. ¿No te aterra a ti?
Miles consideró seriamente la pregunta.
– No exactamente, no. No en los términos a los que te refieres.
Ivan hizo girar los ojos incrédulo.
– Realmente – agregó Miles, pensando en la recietne escena de la biblioteca –, si estás tratando de esquivarle, éste no podría ser el mejor sitio esta noche.
– ¿Eh? – Ivan jugueteó con el vino del fondo de su vaso –. Siempre tuve la sensación de que no le agrado – añadió hoscamente.
– Oh, no le importas – dijo Miles con algo de compasión –. Al menos, no apareces en absoluto en su horizonte. Aunque creo que fue a los catorce años cuando descubrí que Ivan no era tu segundo nombre. – Miles se interrumpió. Ese idiota–de–Ivan iba a empezar mañana una vida al servicio del Imperio. El afortunado–Miles, no. Tomó otro trago de vino y suspiró por poder dormir. Terminaron los canapés e Ivan vació la primera botella y abrió la segunda.
Hubo un autoritario golpeteo doble en la puerta. Ivan pegó un salto.
– ¡Oh, diablos!, no es él, ¿no?
– Se requiere que un oficial inferior se cuadre y salude cuando entra un oficial superior, no que se esconda debajo de la cama – dijo Miles.
– ¡No estaba pensando en esconderme debajo de la cama! – contestó Ivan, aguijoneado –. Sólo en el cuarto de baño.
– No jodas. Te garantizo que habrá tanto fuego para cubrirte que podrás retirarte totalmente inadvertido. – Miles alzó la voz –. ¡Entra!
En efecto, era el conde Vorkosigan. Clavó en su hijo una mirada fría y gris como un glaciar en un día sin sol, y comenzó sin preámbulos.
– Miles, qué hiciste para hacer llorar a esa jov... – Se interrumpió al advertir a Ivan, parado en posición de firme como un muñeco relleno. La voz del conde Vorkosigan volvió – Se interrumpió al advertir a Ivan, parado en posición de firme como un muñeco relleno. La voz del conde Vorkosigan volvió a su tono de gruñido más normal –. Oh, demonios, esperaba evitar tropezarme contigo esta noche. Imaginé que estarías emborrachándote a salvo con mi vino en algún rincón...
Ivan saludó nerviosamente.
– Señor. Tío Aral. Eh... Mi, ¿mi madre habló con usted, señor?
–Si – respondió suspirando el conde Vorkosigan.
Ivan empalideció Miles notó que Ivan no advertía la diversión encubierta en los ojos de su padre; pasó pensativamente un dedo por el borde de la botella vacía.
– Ivan estuvo consolándome por mis heridas, señor.
Ivan asintió con la cabeza.
– Ya veo – respondió fríamente el conde Vorkosigan, y Miles sintió que realmente lo había hecho. La frialdad desapareció de golpe. El conde volvió a suspirar y se dirigió a Ivan en un tono de amable y retórica queja –. Llevo cincuenta anos de servicio militar y político y ¿qué soy?: un duro, utilizado para asustar muchachos y hacer que se porten bien... como Baba Yaga, que sólo se come a los niños malos. – Abrió los brazos y agregó sarcásticamente –: iBuh!, considérate castigado y vete. Anda, muchacho.
– Sí, señor. – Ivan saludó otra vez, con aspecto decididamente aliviado.
– Y deja de saludarme – dijo más cortante el conde Vorkosigan –, todavía no eres un oficial. – Pareció notar por primera vez el uniforme de Ivan –. De hecho...
– Sí, señor. No, señor. – Ivan comenzó a saludar nuevamente, se detuvo, pareció confundirse y se marchó. Los labios del conde se retorcieron.
Y yo que nunca pensé que le estaría agradecido a mi primo, pensó Miles.
– ¿Estaba diciendo, señor? – sugirió.
Le llevó un instante al conde Vorkosigan retomar el hilo, tras la diversión provista por este joven pariente. Recomenzó, más tranquilo.
–¿Por qué estaba llorando Elena, hijo? No estarías acosándola, ¿no?
– No, señor. Sé que pudo parecerlo, pero no fue eso. Le daré mi palabra, si quiere.
– No es necesario. – El conde Vorkosigan acercó una silla –. Confío en que estarías emulando a ese idiota–de–Ivan. Pero... la filosofía sexual de tu madre tiene su sitio allá, en la Colonia Beta. Quizá también aquí, algún día; aunque me gustaría enfatizar que Elena Bothari no es un caso adecuado para experimentar.
– ¿Por qué no! – dijo Miles de repente. El conde Vorkosigan alzó las cejas –. Quiero decir – explicó rápidamente Miles –, ¿por qué debe estar tan... tan confinada? Está demasiado controlada. Ella podría ser cualquier cosa. Es inteligente y es... bonita, y podría partirme por la mitad, ¿por qué no puede tener una educación mejor, por ejemplo! El sargento no planea para ella ninguna educación superior, todo lo que ha ahorrado es para la dote. Y jamás la deja ir a ninguna parte. Debería salir de viaje más a menudo, demonios, lo apreciaría mil veces más que cualquier otra joven que yo conozca. – Se detuvo, casi sin aliento.
El conde Vorkosigan frunció los labios y pasó su mano pensativamente por el respaldo de la silla.
– Todo esto es muy cierto, pero Elena... significa para el sargento enormemente más de lo que tienes conciencia. Ella es un símbolo para él, un símbolo de todo lo que imagina... No sé muy bien cómo expresarlo. Es una importante fuente de orden en su vida. Y yo le debo el proteger ese orden.
– Sí, sí, justo y apropiado, lo sé – dijo Miles impacientemente –. ¡Pero no puedes deberle todo a él y nada a ella!
El conde Vorkosigan pareció confundido y recomenzó.
– Le debo mi vida a él, Miles. Y la de tu madre. En un sentido muy real, todo lo que he sido y lo que he hecho por Barrayar en los últimos dieciocho años se lo debo a él. Y le debo tu vida; por lo menos dos veces desde entonces y, por lo tanto, mi cordura... lo que quede de ella, como diría tu madre. Si él elige cobrar esa deuda, no hay fondos para pagarla. – Se mordió los labios introspectivamente –. Además, y de todos modos no será perjudicial remarcar esto, preferiría mucho evitar todo tipo de escándalo en mi familia en este momento. Mis adversarios están siempre buscando algo, una palanca para moverme. Ruego que no te conviertas tú mismo en una.
¿Pero qué diablos está pasando en el gobierno esta semana?, volvió a preguntarse Miles. Nada que alguien vaya a decirme. Lord Miles Naismith Vorkosigan. Ocupación: arriesgar la seguridad. Aficiones: caerse de las paredes, desilusionar gravemente a los ancianos, hacer llorar a las muchachas... Esperaba arreglar las cosas con Elena, al menos. Pero la única cosa que podía imaginarse capaz de aliviar los terrores que Elena concebía, sería encontrar realmente esa maldita tumba y, hasta donde podía figurarse, la misma tenia que estar en Escobar, mezclada entre los seis o siete mil muertos de guerra que allí quedaron mucho tiempo atrás.
Entre el abrir la boca y el hablar, el plan le poseyó. El resultado fue que olvidó lo que iba a decir y se quedó con la boca abierta un instante. El conde Vorkosigan levantó las cejas inquiriendo cortésmente. En su lugar, lo que Miles finalmente dijo fue:
– ¿Alguien ha oído algo de la abuela Naismith últimamente?
Los ojos del conde Vorkosigan se entornaron.
– Es curioso que la menciones. Tu madre ha estado hablando de ella con frecuencia en los últimos días.
– Tiene sentido, en estas circunstancias. Aunque la abuela es un espécimen tan saludable; todos los betanos esperan vivir hasta los 120, supongo. Creen que es uno de sus derechos civiles.
La abuela betana de Miles, a siete saltos por agujeros de gusano en el espacio y tres semanas adicionales de viaje por la ruta más directa, vía Escobar. Una línea espacial de pasajeros, convenientemente escogida, bien podría incluir una parada en Escobar. Tiempo para un poco de turismo, tiempo para un poco de investigación. Podría hacerse con la suficiente sutileza, incluso con Bothari colgado de su hombro. ¿Qué podría ser más natural, para un muchacho interesado en la historia militar, que hacer un peregrinaje a los cementerios de los soldados del emperador, tal vez haciendo una ofrenda inclusive?
– Señor – comenzó a decir –, ¿cree usted que yo podría...
Y, al mismo tiempo, el conde Vorkosigan comenzó a decir:
– Hijo, ¿te gustaría ir en representación de tu madre...?
– Perdón, señor, ¿decía usted...?
– Estaba por decir – continuó el conde – que éste podría ser un momento muy oportuno para que visites a tu abuela Naismith otra vez. Ya hace casi dos años que no vas a la Colonia Beta, ¿no? Y, si bien los betanos esperan vivir hasta los 120... bueno, uno nunca sabe.
Miles se destrabó la lengua y trató de no tambalear.
– ¡Qué gran idea! Eh..., ¿podría llevar a Elena?
Otra vez las cejas.
– ¿Qué?
Miles pegó un salto y se puso a caminar por el cuarto de aquí para allá, incapaz de mantener en silencio sus desbordantes planes. ¿Obsequiarle a Elena un viaje fuera del planeta? Por Dios, quedaría como un héroe ante sus ojos, uno de dos metros de alto, como Vorthalia el Audaz.
– Sí, seguro, ¿por qué no? Bothari vendrá conmigo de todas formas. ¿Quién podría ser un acompañante más justo y apropiado para ella que su propio padre? ¿Quién podría presentar objeción alguna?
– Bothari – dijo el conde Vorkosigan gruñendo –. No puedo imaginármelo entusiasmado ante la idea de exponer a Elena a la Colonia Beta. Después de todo, él ya conoce el lugar. Y, viniendo de ti, justo en este momento, no estoy del todo seguro que lo tome como una invitación adecuada.
– Hm. – Pasos, media vuelta, pasos. ¡Idea! – Entonces no la invitaré.
– Ah. – El conde Vorkosigan se tranquilizó –. Es prudente, estoy seguro...
– Haré que madre la invite. ¡Veamos cómo se opone a eso!
El conde soltó una risa de asombro.
– ¡Astuto muchacho! – Su tono era de aprobación.
El corazón de Miles se animó.
– Este viaje fue idea de ella realmente, ¿no, señor? – preguntó Miles.
– Bueno... sí – admitió el conde –. Pero, de hecho, estoy contento de que lo sugiriera. Me... tranquilizaría que estuvieses a salvo en la Colonia Beta los próximos meses. – Se levantó –. Debes disculparme, el deber me llama. Tengo que ver a ese trepador rampante de Vordrozda, para mayor gloria del Imperio. – Su expresión de disgusto estaba cargada de sentido –. Francamente, preferiría emborracharme en un rincón con ese idiota–de–Ivan, o hablar contigo. – Su padre le miró cálidamente.
– Su trabajo está primero, por supuesto, señor. Lo comprendo.
El conde Vorkosigan se detuvo y le miró otra vez, de un modo peculiar.
– Entonces no entiendes nada. Mi trabajo ha sido la ruina para ti, desde el principio. Lamento que significara tal lío para ti... – Lío el tuyo, pensó Miles. Maldita sea, dime lo qu realmente quieres decir –. Jamás me propuse que fuera así. – Inclinó la cabeza y se retiró.
Disculpándose conmigo otra vez, pensó desdichado Miles. Por mí. Sigue diciéndome que estoy bien y luego se disculpa. Incoherente, padre.
Volvió a caminar arrastrando los pies por el cuarto y su dolor estalló en palabras. Arrojó su discurso contra la sorda puerta:
– ¡Haré que te retractes de esa disculpa, maldita sea! ¡Yo estoy bien! ¡Haré que lo veas! ¡Haré que te sientas tan lleno de orgullo por mí que no habrá espacio para tu querida culpa! Lo juro por mi honor de Vorkosigan. Lo juro, padre. – Su voz se hizo un susurro –. Abuelo. De algún modo, no sé cómo...
Dio otra vuelta por el cuarto, hundiéndose en sí mismo, frío y desesperadamente somnoliento. Un desorden de migajas, una botella de vino vacía, otra llena. Silencio.
– Hablando otra vez contigo mismo en el cuarto – susurró –. Una muy mala señal, ya sabes.
Las piernas le dolían. Agarró la segunda botella y se la llevó a la cama.
5
– Bueno, bueno, bueno – dijo el artero agente de aduana betano, simulando sarcásticamente alegría –, pero si es el sargento Bothari de Barrayar. ¿Y qué me trae esta vez, sargento? ¿Algunas minas nucleares antipersonales, olvidadas en el bolsillo trasero? ¿Uno o dos cañones maser, mezclados por accidente en sus enseres de afeitarse? ¿Un implosivo gravitatorio, metido por error en una bota?
El sargento respondió a la broma con algo que estaba entre un gruñido y un bufido.
Miles sonrió, al tiempo que escarbaba en su memoria para recordar el nombre del agente.
– Buenas tardes, agente Timmons. ¿Todavía en el frente? Estaba seguro de que, a estas alturas, estaría en la administración.
El agente saludó a Miles un poco más cortésmente.
– Buenas tardes, lord Vorkosigan. Bueno, el servicio civil, usted sabe... – Revisó los documentos y conectó un disco de datos en el visor –. Los permisos de sus inmovilizadores están en orden. Ahora, si son tan amables de pasar por el detector...
El sargento Bothari frunció el ceño a la máquina y resopló con desdén. Miles trató de seguirl la mirada, pero Bothari trataba estudiadamente de hallar algo de interés en el ambiente. Ante la vacilación, Miles dijo:
– Elena y yo primero, me parece.
Elena pasó tiesa, con una sonrisa insegura, como alguien que espera demasiado de una fotografía y, después, siguió mirando ansiosamente a su alrededor. Aun cuando fuera solamente un yermo puerto subterráneo de entrada, era otro planeta. Miles esperaba que Colonia Beta pudiera compensar el decepcionante fracaso de la parada en Escobar.
Dos días de buscar registros y de caminar bajo la lluvia por olvidados cementerios militares, simulando ante Bothari una pasión por los detalles históricos, no habían revelado ninguna tumba o monumento materno. Elena parecía más aliviada que decepcionada por el fracaso de aquella investigación encubierta.
– ¿Ves? – le había susurrado a Miles –. Mi padre no me mintió. Tú tienes una superimaginación.
La misma reacción desganada del sargento ante la visita reforzaba aquel argumento. Miles lo reconoció. Y, sin embargo...
Era su superimaginación, quizá. Cuanto menos escontraban, más fastidioso se ponía Miles. ¿Estarían buscando en el cementerio equivocado? La propia madre de Miles había intercambiado alianzas al volver a Barrayar con su padre; quizás el romanca de Bothari no había tenido un resultado tan próspero. Pero, si fuera así, ¿acaso deberían estar investigando en los cementerios? Tal vez debiera buscar a la madre de Elena en la guía telefónica... Ni siquiera se animó a sugerirlo.
Deseó no haber estado tan intimidado por la conspiración en torno al nacimiento de Elena, lo cual le abstuvo de sonsacarle información a la condesa Vorkosigan. Bien, cuando volvieran a casa, juntaría coraje y le preguntaría a ella la verdad y dejaría que su prudencia le guiase en lo referente a qué cosas contarle a la hija de Bothari.
De momento, Miles pasaba por el dispositivo detrás de Elena, disfrutando de verla maravillada y esperando, como un mago, sacar a Colonia Beta de un sombrero para deletite de ella.
El sargento pasó por la máquina. Sonó una brusca alarma.
El agente Timmons sacudió la cabeza y suspiró.
– Nunca se rinde, ¿no, sargento?
– Eh... ¿puedo interrumpir? – dijo Miles –. La señorita y yo estamos libres, ¿no? – Recibió un gesto afirmativo y recuperó la documentación –. Le mostraré a Elena los alrededores del puerto de lanzamiento, entonces, mientras ustedes dos discuten sus... diferencias. Puede traer el equipaje cuando lo hayan revisado, sargento. Le veré en el vestíbulo principal.
– Tú no vas a... – comenzó a decir Bothari.
– Estaremos perfectamente bien – le aseguró Miles con aire ligero. Tomó a Elena del brazo y se la llevó, antes de que su guardaespaldas pudiera hacer más objeciones.
Elena miró atrás por encima de su hombro.
– ¿Realmente mi padre está tratando de pasar de contrabando un arma ilegal?
– Armas. Supongo que sí – dijo Miles en tono de excusa –. Yo no autorizo eso, y nunca funciona, pero imagino que se siente desnudo sin armamento mortal. Si los betanos son tan buenos para revisar los enseres de los demás como los son para revisar los nuestros, no tenemos nada de qué preocuparnos, realmente.
La miró, de costado, cuando entraron en el vestíbulo principal, y tuvo la satisfacción de verla contener el aliento. Una luz dorada, brillante y confortable al mismo tiempo, bajaba de una enorme bóveda sobre un gran jardín tropical, sombreado de follaje, rico en pájaros y flores, y ornamentado con el murmullo de fuentes.
– Es como entrar en un terrario gigante – dijo ella –. Me siento como un pequeño saltamontes.
– Exactamente – respondió Miles –. El Zoo de Sílica lo mantiene. Uno de sus hábitats ampliados.
Caminaron hasta un área concedida a pequeños negocios. Guiaba a Elena con sumo cuidado, tratando de escoger las cosas que podrían gustarle y evitando choques culturales catastróficos. El sex–shop, por ejemplo; probablemente fuera demasiado para su primera hora en el planeta, no importa lo atractivo que le quedaba el rosa cuando se sonrojaba. En cambio, pasaron unos minutos muy agradables en una tienda de animales de lo más extraordinaria. Su buen sentido por poco no alcanzó para evitar regalarle un incómodo obsequio: un enorme lagarto Tau Cetano, moteado y de cuello plegado, brillante como una joya, que le llamó la atención. Tenía requerimientos alimenticios bastante estrictos y, además, Miles no estaba muy seguro de que la bestia de cincuenta kilos pudiera ser educada para vivir en una casa. Pasearon por un balcón con vistas al inmenso jardín y, en su lugar, Miles compró helados para ambos. Se sentaron a tomarlos en un banco junto a la baranda.
– Todo parece tan libre aquí – dijo Elena, mientras se chupaba los dedos y miraba alrededor con ojos brillantes –. No se ven soldados ni guardias por todas partes. Una mujer... una mujer podría ser cualquier cosa aquí.
– Depende de lo que se entienda por libre – respondió Miles –. Ellos soportan reglas que nosotros jamás toleraríamos en casa. Deberías ver a todo el mundo en fila durante un ejercicio de adiestramiento forzoso o en una alarma de tormenta de arena. No tienen margen para... no sé cómo decirlo, ¿fracasos sociales?
Elena le devolvió una sonrisa desconcertada, sin comprender.
– Pero todo el mundo decide su propio matrimonio.
– Pero, ¿sabías que tienes que pedir un permiso para tener un hijo aquí? El primero es a voluntad, pero después...
– Eso es absurdo – observó ella con aire absorto –. ¿Cómo harían para imponer eso? – Evidentemente sintió que su pregunta era bastante audaz, porque miró rápidamente a su alrededor para asegurarse de que el sargento no estuviera cerca.
Miles imitó su gesto.
– Injertos anticonceptivos permanentes, para las mujeres y los hermafroditas. Necesitas el permiso para que te lo quiten. Es la costumbre; en la pubertad... a una chica le hacen su injerto y le perforan las orejas y su... – Miles descubrió que tampoco él era inmune al rubor; cotinuó apresurado –, su himen, también su himen, todo en una misma visita al doctor. Generalmente hay una fiesta familiar, una especie de rito de iniciación. Así es como se puede saber si una chica está disponible, las orejas...
Tenía ahora toda la atención de Elena. La joven llevó furtivamente las manos hasta sus aros y no sólo se puso rosa, sino colorada.
– ¡Miles!, ¿van a pensar que yo estoy...?
– Bueno, es sólo que..., si alguien te molesta, quiero decir, si ni tu padre ni yo estamos cerca, no temas decirle que se vaya; lo hará, no lo toman como un insulto aquí. Pero me pareció mejor avisarte. – Se mordió un nudillo y entornó los ojos –. Ya sabes, si intentas ir las próximas seir semanas con las manos en las orejas...
Elena se puso rápidamente las manos en su regazo otra vez y le miró enardecida.
– Puede parecer terriblemente peculiar, lo sé – dijo Miles en tono de disculpa. Un abrasador recuerdo de cuán peculiar le turbó un momento.
Tenía quince años cuando hizo su visita escolar de un año a la Colonia Beta, y se encontraba por primera vez en su vida ante lo que parecían ilimitadas posibilidades para la intimidad sexual. Esta ilusión se cortó y se extinguió pronto, al ver que las jóvenes más fascinantes ya estaban comprometidas. El resto parecía dividirse, a partes iguales, entre buenas samaritanas, caprichosas/curiosas, hermafroditas y muchachos.
No le importaba ser objeto de caridad, y encontraba que era demasiado barrayano para las dos últimas categorías, aunque suficientemente betano para no incomodarse por las otras. Una breve aventura con una chica de la categoría caprichosas/curiosas resultó ser suficiente. La fascinación de la chica por las peculiaridades de su cuerpo le hizo, finalemente, avergonzarse más que ante la más abierta repulsión que hubiera experimentado en Barrayar, donde había un feroz prejuicio contra la deformidad. De todas maneras, después de descubrir que sus órganos sexuales eran decepcionantemente normales, la chica se había largado.
La aventura había terminado, para Miles, en una terrible depresión que se ahondó durante semanas, culminando al fin en una noche en la tercera y sumamente secreta vez que el sargento Bothari le había salvado la vida. Había cortados dos veces a Bothari en su muda lucha por el cuchillo, ejerciendo una histérica fuerza contra la asustada preocupación del sargento por no romperle los huesos. El hombre logró finalmente sujetarle, y le sujetó hasta que Miles se rindió por fin, llorando su odio hacia sí mismo contra el pecho ensangrentado del sargento hasta que el agotamiento le calmó. El hombre que le había llevado en brazos de pequeño, antes de que él caminara a los cuatro años por primera vez, le alzó entonces como a un niño y le llevó a la cama. Bothari se curó sus propias heridas y jamás volvió a mencionar el incidente.
Los quince no fueron un buen año, Miles estaba decidido a no repetirlo. Sus manos se aferraron a la baranda del balcón, en un estado de resolución sin objeto. Sin objeto, como él mismo; por lo tanto, inútil. Se enfrascó en el pozo en el pozo ciego de sus pensamientos y, por un momento, incluso el resplandor de la Colonia Beta le pareció gris y opaco.
Cerca de ellos, cuatro betanos discutían acaloradamente en voz baja. Miles se volvió para ver mejor a los hombres. Elena empezó a decir algo sobre lo abstraído que estaba Miles, quien alzó una mano pidiéndole silencio. Ella obedeció, mirándole con curiosidad.
– Maldita sea – estaba diciendo un hombre corpulento, vestido con un sarong verde –, no me importa cómo lo haga, pero quiero que saquen a ese lunático de mi nave. ¿No pueden atacar y sacarle a la fuerza?
La mujer con uniforme de Seguridad de Beta movió la cabeza.
– Mire, Calhoun, ¿por qué debería arriesgar la vida de mi gente por una nave que ya, de todas maneras, es prácticamente chatarra? No es como si él tuviera rehenes o algo así.
– Tengo reunido un equipo de recuperación esperando, que cobra jornada y media por el tiempo extra. El hombre ha estado ahí tres días; tiene que dormir alguna vez, o mear, o hacer algo – dijo el civil.
– Si está tan loco como usted afirma, probablemente no haya nada mejor que atacarle para que vuele la nave. Espere a que salga. – La mujer de Seguridad se dirigió a un hombre con el uniforme gris y negro de una de las principales líneas espaciales comerciales. El pelo plateado en los laterales hacía juego con los triples círculos plateados de la frente y de las sienes, por los injertos neurológicos de piloto –. O háblele usted para que salga. Usted le conoce, es miembro de su sindicato, ¿no puede hacer algo con él?
– Oh, no – objetó el oficial piloto –, no me va a encajar esto a mí. Además, no quiere hablar conmigo, lo dejó bien claro.
– Está usted en la Junta este año, debe de tener alguna autoridad sobre él... Amenácele con revocarle la licencia de piloto, o algo así.
– Arde Mayhew todavía puede estar en la Hermandad, pero está atrasado dos años con sus cuotas, su licencia está en un terreno inestable ya y, francamente, creo que este episodio va a terminar de cocinarle. Todo el tema de este lío es que, en primer lugar, una vez que la última nave RG vaya para la chatarra – el oficial miró al voluminoso civil –, él no volverá a pilotar. Fue rechazado médicamente para otro injerto..., no le haría ningún bien aunque tuviese el dinero, y sé muy bien que no lo tiene. Trató de pedirme prestado el importe del alquiler la semana pasada. Al menos, dijo que era para el alquiler; más probable es que fuera para esa basura que bebe.
– ¿Se lo dio? – preguntó la mujer con uniforme azul de la administración del aeropuerto.
– Bueno... sí – contestó de mal humor el oficial –. Pero le dije que era la última vez, definitivamente. De todos modos... – miró sus botas como enojado y entonces estalló –, ¡preferiría verle morir en un resplandor de gloria que verle morir por estar encallado. Sé lo que yo sentiría si supiera que no voy a pilotar un viaje otra vez... – Apretó los labios, a la defensiva y agresivo, mirando a la administradora.
– Todos los pilotos están locos – murmuró la mujer de Seguridad –, porque les perforan el cerebro.
Miles escuchó todo con disimulo, desvergonzadamente fascinado. El hombre del que hablaban era un tipo raro, al parecer, un perdedor con problemas. Un piloto de saltos por túneles de agujeros de gusano, con un sistema de conexiones obsoleto en su cerebro, muy cercano a estar tecnológicamente desempleado, atrincherado en su vieja nave, resistiéndose al naufragio... ¿Cómo?, se preguntaba Miles.
– Un resplandor de obstáculos para el tráfico, querrá decir – se quejó la administradora –. Si cumple sus amenazas, habrá basura por todas las órbitas internas durante días, tendríamos que cerrar para limpiarlo todo... – Se volvió hacia el civil, completando el círculo –. ¡Y mejor no crea usted que le cargarán eso a mi departamento! Veré que su compañía reciba la factura si tengo que llevar las cosas al Departamento de Justicia.
El operario de recuperación y propietario de la nave se puso pálido y luego enrojeció.
– En primer lugar, fue su departamento el que le permitió a ese loco de mierda entrar en mi nave – gruñó.
– Dijo que se había dejado algunos efectos personales – se defendió la mujer –. No sabíamos que planeara algo como esto.
Miles imaginó al hombre, metido en su opaco nicho, sin aliados, como el último superviviente de un asedio sin esperanza. Apretó el puño inconscientemente. Su antepasado, el general conde Selig Vorkosigan, había levantado el famoso sitio de Vorkosigan Surleau con no más de un puñado de sirvientes escogidos, y estrategia, se decía.
– Elena – le susurró furiosamente, calmando su inquietud –, sigue mis indicaciones y no digas nada.
– ¿Hm? – murmuró ella, sobresaltada.
– Ah, buenas, señorita Bothari, está usted aquí – dijo en voz alta, como si acabara de llegar. La tomó del brazo y caminó hacia el grupo.
Sabía que confundía a los desconocidos en cuanto a su edad; a primera vista, su altura los llevaba a subestimarla; a una segunda, la cara, ligeramente oscurecida por una tendencia a tener una espesa barba, a pesar de haberse afeitado, y prematuramente endurecida por una larga intimidad con el dolor, los llevaba a sobrestimarla. Había descubierto que podía volcar el equilibrio en cualquier dirección, a voluntad, por medio de un simple cambio de maneras. Convocó a diez generaciones de guerreros a sus espaldas y produjo su más austera sonrisa.
– Buenas tardes, caballeros – saludó. Cuatro miradas le saludaron, distintamente perplejas. Su cortesía casi se desplomó ante la hostilidad, pero mantuvo el tono –. Se me ha dicho que uno de ustedes podría indicarme dónde encontrar al oficial piloto Arde Mayhew.
– ¿Quién diablos es usted? – gruñó el operario de recuperación haciéndose aparentemente eco del pensamiento de todos.
Miles se inclinó suavemente, reprimiéndose apenas de desenvolver una capa imaginaria.
– Lord Miles Vorkosigan, de Barrayar, a su servicio. Ésta es mi asociada, la señorita Bothari. No he podido evitar oír... Creo que podría ser de utilidad para todos ustedes, sin me permitieran... – A su lado, Elena alzó las cejas perpleja, ante su nuevo, si bien vago, status oficial.
– Mira, chico – empezó a decir la administradora del puerto. Miles la miró bajando las cejas, disparándole su mejor imitación de la mirada militar del general conde Piotr Vorkosigan –, señor – se corrigió la mujer –, ehm..., ¿qué quiere exactamente del oficial piloto Arde Mayhew?
Miles alzó el mentón con un ligero movimiento.
– He sido comisionado para saldar una deuda con él. – Autocomisionado, unos diez segundos atrás...
– ¿Alguien le debe dinero a Arde? – preguntó asombrado el operario de recuperación.
Miles se irguió, aparentando una ofensa.
– No es diner – gruñó, como si él jamás tocara la sórdida materia –, es una deuda de honor.
La administradora pareció cautamente impresionada; el oficial piloto, complacido. La mujer de Seguridad parecía dudar. El propietario parecía dudar mucho.
– ¿Cómo me ayuda a mí eso? – preguntó hoscamente.
– Puedo hablar con el oficial piloto Mayhew para que abandone la nave – contestó Miles, viendo que se le abría camino – si me proporcionan los medios para encontrarme con él cara a cara. – Elena tragó saliva; él la tranquilizó con una imperceptible mirada.
Los cuatro betanos se miraban unos a otros, como si la responsabilidd pudiera barajarse y repartirse por contacto visual. Finalmente, el oficial piloto dijo:
– Bueno, qué demonios, ¿alguien tiene una idea mejor?
En la silla de control del transbordador personal, el oficial piloto superior de pelo cano habló – una vez más – por la consola de comunicación.
– ¿Arde? Arde, soy Van. Respóndeme, por favor. He traído a alguien para que solucione las cosas contigo. Va a subir a bordo. ¿Todo bien, Arde? No vas a hacer ninguna locura ahora, ¿no?
El silencio fue la única respuesta.
– ¿Lo está recibiendo? – preguntó Miles.
– Su consola de comunicación, sí. Si ha bajado el volumen, si está ahí, si está despierto, si... está vivo, nadie lo sabe.
– Estoy vivo – gruñó una voz confusa de repente por el altavoz, sobresaltándolos. No había vídeo –. Pero tú no lo estarás, Van, si intentas abordar mi nave, traidor hijo de puta.
– No lo intentaré – prometió el oficial piloto superior –, sino el señor... lord Vorkosigan; está aquí.
Hubo un silencio ruidoso, si es que el silbido de la estática puede describirse como tal.
– ¿No trabaja para ese chupasangre de Calhoun? – preguntó suspicazmente Mayhew.
– No trabaja para nadie – respondió Van.
– ¿Ni para el Consejo de Salud Mental? Nadie va a acercarse a mí con una maldita pistola de dardos; volaremos todos antes...
– Ni siquiera es betano, es de Barrayar. Dice que ha estado buscándote.
Otro silencio. Luego, una voz insegura, dudosa.
– No le debo nada a ningún barrayano, no creo... Ni siquiera conozcon a ningún barrayano.
Hubo una rara sensación de presión y un leve golpecito del exterior del casco, al entrar en contacto con el viejo carguero. El piloto movió un dedo a manera de señal para Miles, y éste aseguró la conexión de la escotilla.
– Listo – dijo.
– ¿Está seguro de que quiere hacer esto? – preguntó el oficial.
Miles asintió con un gesto. Escapar de la protección de Bothari ya había sido un milagro menor. Humedeció los labios y sonrió, disfrutando la excitación de la ingravidez y el temor. Confiaba en que Elena podría prevenir cualquier alarma innecesaria en tierra.
Miles abrió la escotilla. Hubo una ráfaga de aire al igualarse la presión dentro de las dos naves. Miró por un túnel oscuro como el alquitrán.
– ¿Tiene una linerna?
– Ahí en la percha – señaló el oficial.
Abastecido, Miles flotó cautelosamente en el tubo. La oscuridad marchaba delante de él, escondiéndose en los rincones y pasillos transversales y agolpándose tras él a medida que avanzaba. Hilvanó su paso al Cuarto de Navegación y Comunicaciones, donde presumiblemente estaría oculta su presa. La distancia era corta en realidad – los cuartos de la tripulación eran pequeños, la mayor parte de la nave estaba destinada a la carga –, pero el silencio absoluto daba al viaje una extensión subjetiva. La gravedad cero estaba produciendo ahora su efecto habitual, haciendo que Miles se lamentara de la última cosa que había comido. Vainilla, pensó. Debería haber tomado helado de vainilla.
Había una luz tenue por delante, que entraba en el corredor desde una escotilla abierta. Miles se aclaró ruidosamente la voz al aproximarse. Tal vez fuera mejor no sobresaltar al hombre, considerando las cosas.
– ¿Oficial Mayhew? – llamó con suavidad, y empujó la puerta –. Mi nombre es Miles Vorkosigan y estoy buscando... buscando... – ¿Qué diablos estaba buscando? Oh, bueno, dilo pronto –. Estoy buscando hombres temerarios – concluyó con estilo.
El oficial piloto Mayhew estaba sentado, amarrado con correas a su silla de mando, en medio de un lamentable revoltijo. En el regazo tenía su receptor, una botella de litro llena por la mitad de un líquido borboteante, de un verde brillante y ponzoñoso, y una caja, conectada apresuradamente por una masa de cables a un panel de control medio destripado y coronada con una palanca de contacto. Tan fascinante como la caja detonante era una oscura, delgada y pequeña pistola de agujas, muy ilegal además para la ley betana. Mayhew miró con ojos parpadeantes y enrojecidos a la aparición en su puerta y se frotó con una mano, sosteniendo todavía el arma letal, la barba de tres días.
– ¿Ah, sí? – replicó vagamente.
Por el momento, Miles estaba distraído con la pistola de agujas.
– ¿Cómo pasó eso por la aduana de Beta? – preguntó con tono de genuina admiración –. Yo nunca he podido pasar más que un tirachinas.
Mayhew miró el arma en su mano como si ahora la descubriera, como una verruga inadvertida.
– La compré hace tiempo en Jackson´s. Jamás traté de sacarle de la nave. Supongo que me la hubieran quitado de haberlo intentado. Le quitan a uno todo ahí abajo.
Miles se acomodó, cruzando las piernas en el aire, en lo que esperaba fuera una suerte de simpática y no amenazante postura para escuchar.
– ¿Cómo se metió en este aprieto? – preguntó, haciendo con la cabeza un gesto que incluía la nave, la situación y el regazo de Mayhew, lleno de objetos.
Mayhew se encogió de hombros.
– Suerte podrida. Siempre tuve una suerte podrida. Ese accidente con la RG 88... Fue la humedad de esos tubos rotos que mojó los sacos, que se hincharon y rajaron el tabique y desataron todo el asunto. El perito en cargas del puerto ni siquiera echó una mirada. ¡Maldita sea, lo que yo llevara o no llevara para beber no hubiera hecho la más mínima diferencia!
Aspiró por la nariz y se pasó la manga por la cara enrojecida; parecía alarmantemente a punto de llorar. Era algo muy perturbador de ver en un hombre que andaba, estimó Miles, por los cuarenta años. En vez de eso, Mayhew tomó un gran trago de su botella y, luego, con un resto de cortesía, se la ofreció a Miles.
Miles sonrió amablemente y la aceptó. ¿Debería aprovechar esa oportunidad para vaciarla, a fin de que Mayhew no siguiera emborrachándose? En gravedad cero, había inconvenientes para tal idea. Tendría que vaciarla en algun otro lado, si no quería pasarse toda la entrevista esquivando burbujas voladoras o lo que quiera que fuese. Era difícil hacerlo parecer un accidente. Mientras meditaba, probó el contenido, en interés de la investigación científica.
Apenas pudo evitar arrojarlo en caída libre, pulverizado. Espeso, con aroma a hierbas, dulce como jarabe – casi vomitó por la dulzura – y tal vez un 60 % etanol puro. ¿Pero qué era el resto? Le quemó el esófago, haciéndolo parecer como una representación animada del sistema digestivo, con todas sus partes destacadas en colores luminosos. Respetuosamente, secó el borde con la manga y devolvió la botella a su dueño, quien la apretó otra vez bajo su brazo.
– Gracias – jadeó Miles. Mayhew contestó con una inclinación –. Entonces, ¿cómo...? – aspiró y aclaró la voz hasta un tono más normal –. ¿Qué planea hacer a continuación? ¿Cuáles son sus exigencias?
– ¿Exigencias? – dijo Mayhew –. ¿A continuación? Yo no... Es sólo que no voy a dejar que ese caníbal de Calhoun asesine mi nave. No hay... no hay ningún texto. – Meció la caja detonante en su regazo, una madonna desdichada –. ¿Alguna vez fue rojo?, – preguntó de golpe.
Miles tuvo una confusa visión de antiguos partidos políticos terráqueos.
– No, soy un Vor – respondió, no muy seguro de que fuera la contestación adecuada. Pero no pareció importar, Mayhew hablaba consigo mismo.
– Rojo. El color rojo. Pura luz fui yo una vez, en un viaje a un pequeño agujero de un sitio llamado Hespari II. No hay en la vida experiencia como un viaje. Si uno nunca ha llevado las luces en su cerebro, colores a los que nadie jamás puso nombre , no hay palabras para describirlo. Mejor que los sueños o las pesadillas... mejor que una mujer... mejor que la comida o la bebida, o que dormir o respirar... ¡y nos pagan por ello! Pobres tontos engañados, con nada bajo sus cráneos, salvo protoplasma... – Miró confuso a Miles –. Oh, perdón. Nada personal, usted no es piloto. Nunca más llevé un cargamento a Hespari –. Enfocó un poco más nítidamente a Miles –. Diga, usted es un desastre, ¿no?
– No tanto como usted – replicó Miles abiertamente irritado.
– Mmm – asintió el piloto. Le pasó otra vez la botella.
Curioso mejunje, pensó Miles. Lo que fuera que contuviese, parecía estar contrarrestando el efecto habitual que el alcohol le producía: hacerle dormir. Se sentía acalorado y con energía, como si ésta fluyera hasta sus manos y pies. Probablemente era así como Mayhew se había mantenido despierto tres días en esta lata desierta.
– Así, pues – continuó desdeñosamente Miles –, no tienes un plan de lucha. No has pedido un millón de dólares betanos en billetes pequeños, ni has amenazado con estrellar la nave contra el puerto de transbordadores, ni has tomado rehenes, ni... ni nada constructivo en absoluto. Sólo te sientas aquí, matando el tiempo y tu botella, y desperdiciando tus oportunidades, por falta de un poco de resolución o imaginación o alguna otra cosa.
Mayhew parpadeó ante este inesperado punto de vista.
– Por Dios, por una vez Van ha dicho la verdad, no eres del Consejo de Salud Mental... Podría tomarte de rehén – dijo con placidez, apuntando la pistola hacia Miles.
– No, no hagas eso – se apresuró Miles –. No puedo explicarte, pero... reaccionarían con todo allá abajo. Es una mala idea.
– Oh. – La pistola dejó de apuntar a Miles –. Pero, de todas maneras, ¿no ves que no pueden darme lo que quiero? – Palmeó su receptor de cabeza, tratando de explicar –. Quiero hacer saltos. Y no puedo, ya no puedo.
– Solamente en esta nave, deduzco.
– Esta nave va para la chatarra – su desesperanza era completa, inesperadamente racional –, tan pronto como yo ya no pueda mantenerme despierto.
– Ésa es una actitud inútil – dijo críticamente Miles –. Aplica un poco de lógica al problema, por lo menos. Quiero decir esto: tú quieres ser piloto de saltos, sólo puedes serlo de saltos para una nave RG y ésta es la última nave RG; ergo, lo que necesitas es esta nave. Así que adquiérela. Sé un piloto–propietario. Haz tus propias cargas. Simple, ¿ves? ¿Me das un poco más de ese mejunje, por favor? – Miles comprobó que uno se acostumbraba muy rápido al gusto horrible.
Mayhew sacudió la cabeza, aferrando sus desesperanza y su caja como un niño abraza un juguete familiar y consolador.
– Lo intenté, lo he intentado todo. Pensé que obtendría un préstamo. Fracasó y, de todas maneras, Calhoun ofreció más que yo.
– Oh. – Miles le devolvió la botella, sintiéndose mareado. Miró al piloto, respecto del cual él flotaba ahora en ángulos rectos –. Bueno, todo loque sé es que uno no puede rendirse. La rran..., la rendición mancha el honor de los Vor. – Comenzó a canturrear un trozo de una balada infantil que recordaba a medias: El sitio de Silver Moon: Había un Vor en ella, y una hermosa mujer hechicera que montaba un mágico mortero volador; machacaban en él los huesos de los enemigos al final –. Dame otro trago, quiero pensar. "Si juramento quisieras prestar ante mí, tu legítimo dueño seré para ti..."
– ¿Eh?
Miles se dio cuenta de que había cantado en voz audible, a pesar de lo baja.
– Nada, perdón. – Flotó en silencio unos minutos más –. Ése es el problema con el sistema betano – dijo tras un momento –, nadie asume responsabilidad personal por nadie. Todo son entidades corporativas ficticias y sin rostro... un gobierno de fantasmas. Lo que necesitas es un señor, un dueño legítimo que espada en mano destroce todas las ataduras oficiales. Como Vorthalia el Audaz y el Matorral de Espinos.
– Lo que necesito es un trago – dijo hoscamente Mayhew.
– ¿Hm? Oh, discúlpame. – Miles le devolvió la botella. En el fondo de su mente estaba formándose una idea, como una nebulosa que empezaba a condersarse. Un poco más de masa y comenzaría a incandescer, una protoestrella... –. ¡Lo tengo! – gritó, enderezándose de golpe y dando accidentalmente una voltereta involuntaria.
Mayhew se reclinó, casi disparando la pistola contra el suelo. Miró indeciso el lico bajo su brazo.
– No, lo tengo yo – corrigió.
Miles se recompuso de la voltereta.
– Mejor hagamos esto desde aquí. Primer principio de la estrategia, nunca conceder una ventaja. ¿Puedo usar la consola de comunicación?
– ¿Para qué?
– Yo – dijo Miles con grandilocuencia – voy a comprar esta nave. Y luego te emplearé a ti para pilotarla.
Mayhew le miró perplejo, desviando la vista de Miles a la botella, alternativamente.
– ¿Tienes tanto dinero?
– Mmm..., bueno, tengo bienes...
Tras unos minutos de operar en la consola, la cara de Calhoun apareció en la pantalla. Miles le transmitió sucintamente su proposición. La expresión de Clahoun pasó de la incredulidad al ultraje.
– ¿Llama a eso un arreglo? – gritó –. ¡A precio de coste! – y añadió –: ¡Yo no soy un maldito agente de bienes raíces!
– Señor Calhoun – dijo con suavidad Miles –, me permito señalarle que la elección no es entre mi pagaré y esta nave, la elección es entre mi pagaré y una lluvia de escombros ardientes.
–Si descubro que está usted confabulando con ese...
– Jamás le había visto hasta hoy – se descargó Miles.
– ¿Qué inconveniente hay con ese terrano? – preguntó suspicazmente Calhoun –, aparte de estar en Barrayar, quiero decir.
– Es tierra parecida a una hacienda fértil – respondió Miles, no muy directamente –. Arbolado, cien centímetros de lluvia al año – eso tenía que atraer a un betano –, a escasos trescientos kilómetros de la capital – en la dirección del viento, afortunadamente para la capital – y me pertenece absolutamente. Acabo de heredarla recientemente de mi abuelo. Vaya y compruébelo con la Embajada de Barrayar. Constate las cartas climáticas.
– Esa lluvia... no cae toda en el mismo día o algo así, ¿no?
– Por supuesto que no – replicó Miles, irguiéndose indignadamente. No era fácil con gravedad cero –. Es tierra ancestral, ha pertenecido a mi familia durante diez generaciones. Puede estar seguro de que haré cuanto sea necesario para cubrir ese pagaré antes de permitir que mi tierra se me escape de las manos...
Calhoun se frotó la barbilla.
– El coste más el veinticinco por ciento.
– Diez por ciento.
– Veinte
– Diez, o le dejo que trate directamente con el oficial Mayhew.
–Está bien – gruñó Calhoun –, el diez por ciento.
–¡Hecho!
No era tan sencillo, por supuesto. Pero, gracias a la eficiencia de la red betana de información planetaria, una transacción, que en Barrayar hubiera llevado días, pudo cerrarse en menos de una hora desde la cabina de control de Mayhew. Astutamente, Miles se negó a abandonar la ventaja táctica, útil para negociar, que les daba la posesión de la caja explosiva. Mayhew, tras su asombro inicial, se quedó en silencio, rehusando salir.
– Mira, chico – dijo de pronto, en medio de la complicada transacción –, aprecio lo que estás tratando de hacer, pero... es demasiado tarde. Comprende, cuando baje no van a estar riéndose precisamente. Seguridad va a estar esperando ahí con una patrulla del Consejo de Salud Mental detrás. Me echarán una red de inmediato... En uno o dos meses, me verás pasear sonriendo; uno siempre está sonriendo después que el C.S.M. hace su trabajo... – Sacudió la cabeza con un gesto de desesperanza –. Es demasiado tarde.
– Nunca es demasiado tarde mientras uno respira – sentenció Miles. Hizo el equivalente en gravedad cero de caminar por el cuarto, empujándose desde una pared, girando en el aire y empujándose desde la pared opuesta una docena de veces, pensando –. Tengo una idea – dijo al fin –. Apuesto a que nos dará tiempo, al menos tiempo suficiente, para encontrar algo mejor... El problema es que, como no eres barrayano, no vas a entender lo que haces, y es un asunto serio.
Mayhew le miró completamente desconcertado.
– ¿Eh?
– Es así. – Un porrazo, un giro, enderezarse, otro porrazo –. Si estuvieras dispuesto a jurarme fidelidad como vasallo, en calidad de simple hombre de armas, tomándome por tu señor, que es la más seria de nuestras fórmulas de juramento, yo podría quizás incluirte bajo mi inmunidad diplomática Clase III. Sé que lo haría si fueras un súbdito barrayano. Por supuesto, eres ciudadano de Beta. Pero, en todo caso, estoy bastante seguro de que podríamos armar un lío de abogados y ganar varios días mientras se resuelve qué leyes tienen procedencia. Legalmente, yo estaría obligado a darte cama, comida, ropa, armamento, y supongo que esta nave podría considerarse como tu armamento, protección, en caso de desafío de algún otro vasallo de otro señor, lo que difícilmente tendrá aplicacion aquí en Colonia Beta, y... oh, hay algo con respecto a tu familia. De paso, ¿tienes familia?
Mayhew sacudió negativamente la cabeza.
– Eso simplifica las cosas. – Porrazo, giro, vuelta, enderezamiento, porrazo –. Mientras tanto, ni Seguridad ni el C.S.M. podrían tocarte, pues serías legalmente una parte de mi cuerpo.
Mayhew parpadeó.
– Eso suena retorcido como el demonio. ¿Dónde firmo? ¿Cómo lo registras?
– Todo lo que tienes que hacer es arrodillarte, poner tus manos entre las mías y repetir unas dos frases. Ni siquiera se necesitan testigos, aunque la costumbre es que haya dos.
Mayhew encogió los hombros.
– Está bien. Seguro, chico.
Porrazo, giro, vuelta, enderezamiento, porrazo.
– Está–bien–seguro–chico. Sabía que no lo comprenderías. Lo que he descrito es sólo una minúscula parte de mi mitad del convenio, tus privilegios. El vínculo incluye también tus obligaciones y un montón de derechos que tengo sobre ti. Por ejemplo, sólo por ejemplo, si rehusaras cumplir una orden mía en el fragor de la batalla, yo tendría el derecho de cortarte la cabeza, ahí mismo.
Mayhew abrió la boca.
– ¿Te das cuenta – dijo después – de que el Consejo de Salud Mental también va a echarte una red a ti...?
Miles sonrió sarcásticamente.
– no pueden, porque si lo intentaran, yo podría pegarle un grito a mi señor para que me proteja. Y lo conseguiría, además. Es muy quisquilloso en lo referente a quién le hace qué a sus súbditos. Ah, ésa es otra, si te conviertes en mi vasallo, automáticamente te pones en relación con mi señor; es algo complicado.
– Y con el de él y el de ése y el otro, supongo. Conozco todo sobre las cadenas de mandos – dijo Mayhew.
– Bueno, no, sólo llega hasta mi señor. Yo presté juramento directamente a Gregor Vorbarra, como vasallo secundus. – Miles se dio cuenta de que lo mismo podría haber dicho cualquier otra cosa, por lo que habían significado sus palabras para Mayhew.
– ¿Quién es ese Greg? – preguntó el piloto.
– El emperador de Barrayar – agregó Miles, para asegurarse de que lo entendiera.
– Oh.
Típicamente betano, pensó Miles. No estudian la historia de nadie excepto la propia y la de la Tierra.
– De todas maneras, piénsalo; no es algo en lo que deberías precipitarte.
Cuando la última impresión de voz quedó registrada, Mayhew desconectó cuidadosamente la caja; Miles contuvo el aliento y el oficial piloto senior volvió para llevarlos de vuelta a la base.
El piloto senior se dirigió a él ahora con un tono más respetuoso.
– No tenía ni idea de que perteneciera a una familia tan rica, lord Vorkosigan. Fue una solución al problema que, por cierto, no había previsto, aunque seguramente una nave no es más que una bagatela para para un noble de Barrayar.
– No del todo – contestó Miles –. Voy a tener que hacer algunos chanchullos para cubrir ese pagaré. Mi familia fue muy adinerada, debo admitirlo, pero eso fue en la Época del Aislamiento. Entre los trastornos económicos al final de ese período y la Primera Guerra Cetagandana, quedamos bastante aniquilados, en términos económicos. – Sonrió un poco –. Ustedes los galácticos nos tuvieron de acá para allá. Mi tatarabuelo, por el lado Vorkosigan, cuando los primeros mercaderes galácticos dieron con nosotros, pensó que iba a hacer un gran negocio con las joyas, ya sabe, diamantes, rubíes, esmeraldas, que los galácticos parecían estar vendiendo tan baratas. Invirtió todos sus bienes y valores líquidos y la mitad de sus bienes muebles en ellas. Bueno, por supuesto, eran sintéticas, mejor que las naturales y baratas como el lodo, o la arena; y los fondos pronto se agotaron, y él con ellos. Me contaron que mi tatarabuela jamás le perdonó.
Hizo un vago ademán a Mayhew, quien le pasó la botella con un gesto condicionado. Miles se la ofreció añ piloto, el cual la rechazó con aire de disgusto. Miles se encogió de hombros y tomó un largo trago. Sorprendentemente, un mejunje agradable. Su sistema circulatorio, al igual que el digestivo, parecía ahora estar reluciendo con tintes del arco iris. Sintió que podría estar días sin dormir.
– Desgraciadamente, la mayor parte del terreno que vendió estaba en Vorkosigan Surleau, que es bastante seco, aunque no para los cánones betanos, por supuesto, y el que conservó estaba en Vorkosigan Vashnoi, que era mejor.
– ¿Qué tiene eso de desafortunado? – preguntó Mayhew.
– Bueno, porque era el asiento principal del gobierno de los Vorkosigan, y porque éramos dueños más o menos de cada vara y de cada piedra que había allí (era un centro comercial muy importante) y como los Vorkosigan fueron... prominentes en la Resistencia, los cetagandanos tomaron la ciudad. Es una larga historia, pero, finalmente, destruyeron el lugar. Ahora, es un gran agujero en la tierra. Se puede ver una débil fosforescencia en el cielo, en una noche oscura, a veinte kilómetros de distancia.
El piloto llevó suavemente la pequeña nave hasta su desembarcadero.
– Oye – dijo Mayhew de repente –, ese terreno qe teníais en Vorkosigan no–sé–cuánto...
– Vashnoi. Tenemos. Cientos de kilómetros cuadrador, y la mayor parte en la dirección del viento. ¿Sí?
– ¿Es la misma...? – Su cara se estaba iluminando como si el sol asomara tras una larga y oscura noche –. ¿Es la misma que hipotecaste para...? – Empezó a reír, encantado, sin aliento; ambos desembarcaron –. ¿Es lo que le prometiste a ese arrastrado de Calhoun a cambio de mi nave?
– Caveat emptor – sentenció Miles –. Que el comprador se cuide. Él indagó las cartas climáticas; nunca se le ocurrió indagar las cartas de radiactividad. Probablemente, no estudia tampoco la historia de nadie más.
Mayhew se sentó en la bahía de la dársena, riendo tan fuertemente que inclinaba su frente casi hasta el suelo. Su risa tenía más de un extremo histérico; varios días sin dormir, después de todo...
– Chico – gritó –, ¡dame un trago!
– Me propongo pagarle, como comprenderás – explicó Miles –. Las hectáreas que eligió harían un agujero poco estético en el mapa para algún descendiente mío, dentro de unos siglos, cuando la radiactividad haya pasado. Pero si se pone codicioso o pesado para cobrar, obtendrá lo que se merece.
Tres grupos de personas se aproximaban a ellos. Al parecer, Bothari había escapado finalmente de la aduana, porque lideraba el primer grupo. Traía abierto el cuello de la camisa y parecía estar decididamente molesto. Ay, ay, ay, pensó Miles, parece que le desnudaron para revisarle, lo cual garantiza que está de un humor feroz. Le seguía un nuevo agente betano de Seguridad y un civil betano que cojeaba, a quien Miles no había visto nunca antes y que gesticulaba y se quejaba amargamente. El hombre tenía una contusión en la cara y un ojo hinchado y semicerrado. Elena venía detrás, al borde de las lágrimas.
El segundo grupo estaba conducido por la administradora del puerto de transbordadores e incluía ahora a gunos ofciales. El tercer grupo lo encabezaba la mujer de Seguridad. Con ella venían dos corpulentos agentes y cuatro componentes del personal médico. Mayhew miró de derecha a izquierda y se desembriagó de inmediato. Los hombres de Seguridad tenían sus inmovilizadores desenfundados.
– Oh, chico – murmuró. Los de Seguridad movían los inmovilizadores como abanicos. Mayhew se dejó caer de rodillas –. Oh chico...
– Tienes que decidirlo tú, Arde – dijo en voz baja Miles.
– ¡Hazlo!
Los Bothari llegaron. El sargento abrió la boca. Miles, bajando la voz, salió al paso de su incipiente rugido; ¡por cierto que era un truco efectivo!
– Atención, por favor, sargento. Requiero su testimonio. El oficial piloto Mayhew está a punto de prestar juramento.
La boca del sargento quedó como atornillada, pero se dispuso a atender.
– Pon tus manos entre las mías, Arde, así, y repite conmigo: "Yo, Arde Mayhew", ¿es éste tu nombre legal completo?, úsalo, entonces, "declaro bajo juramento que soy un hombre libre, no comprometido con nadie, y que serviré a lord Miles Vorkosigan como simple Hombre de Armas", adelante, di esa parte. – Mayhew lo hizo, moviendo los ojos de un lado a otro –. "Y que será mi señor y comandante hasta que mi muerte o la suya me libere."
Repetido esto, Miles dijo, más bien rápido, ya que la gente se acercaba:
– "Yo, Miles Naismith Vorkosigan, vasallo secundus del emperador Gregor Vorbarra, acpeto tu juramento y prometo protegerte como tu señor y comandante, por mi palabra como Vorkosigan." Ya está, ahora puedes levantarte.
Una buena cosa, pensó Miles, es haber distraído completamente al sargento de lo que estaba a punto de decir. Bothari recuperó la voz finalmente.
– Mi señor – susurró –, ¡no puede recibir el juramento de un betano!
– Es lo que he hecho – señaló alegremente Miles.
Pegó un saltito, sintiéndose inusualmente complacido consigo mismo. La mirada del sargento pasó por la botella de Mayhew y volvió a concentrarse en Miles.
– ¿Por qué no estáis dormidos? – preguntó.
El agente de Seguridad indicó a Miles con un gesto.
– ¿Es éste el tipo?
La oficial de Seguridad del grupo original del puerto se acercó. Mayhew había permanecido de rodillas, como tramando escaparse bajo el fuego que pasaba por encima de su cabeza.
– Oficial piloto Mayhew – gritó la mujer –, está usted bajo arresto. Éstos son sus derechos; tiene derecho a...
El civil magullado interrumpió, señalando a Elena.
– ¡Al carajo con él! ¡Esta mujer me atacó! Hay una docena de testigos. Maldita sea, quiero que sea procesada. Es malvada.
Elena tenía las manos en las orejas otra vez; su labio inferior, que sobresalía, temblaba ligeramente. Miles se imaginó la escena.
– ¿Le golpeaste?
Ella asintió.
– Pero es que me dijo cosas horribles...
– Mi señor – dijo Bothari en tono de reproche –, fue un gran error por su parte dejarla sola en este lugar.
La mujer de Seguridad recomenzó:
– Oficial piloto Mayhew, tiene derecho a...
– Creo que me ha sacado el ojo de la órbita – se quejó el hombre golpeado –. Voy a demandar...
Miles le dirigió a Elena una sonrisa especial tranquilizándola.
– No te preocupes, me encargaré de ello.
– Tiene derecho a... – gritó la mujer de Seguridad.
– Perdón, agente Brownell – la interrumpió delicadamente Miles –. El oficial piloto Mayhew es ahora mi vasallo. Como su señor y comandante, todo cargo contra él debe ser dirigido a mí. Será entonces mi deber determinar su validez y dar las órdenes para su adecuado castigo. Él no tiene ningún derecho sino el de aceptar desafío en combate singular ante cierta categoría de calumnias que son un poco complicadas de explicar en este momento... – Obsoleto, esto también, ya que el duelo fue declarado fuera de la ley por edicto Imperial, pero estos betanos no notarían la diferencia –. Así que, a menos que tenga encima dos pares de espadas y esté dispuesta a, digamos, insultar a la madre del oficial piloto Mayhew, deberá simplemente... contenerse.
Oportuna advertencia; la mujer de Seguridad parecía a punto de explotar. Mayhew asentía esperanzadamente con un movimiento de su cabeza, sonriendo débilmente. Bothari se movía incómodo, inventariando con la mirada los hombres y armas del gentío. Calma, pensó Miles; tomemos esto con tranquilidad.
– Levántate, Arde...
Hizo falta un poco de persuasión, pero la agente de Seguridad consultó finalmente con sus superiores sobre la estrafalaria defensa que Miles esgrimía del oficial Mayhew. A esas alturas, como Miles había esperado y previsto, los procedimientos cayeron en una maraña de hipótesis legales interplanetarias no comprobadas, que amenazaban absorber un número cada vez mayor de personal de la Embajada de Barrayar y del Departamento de Estado betano.
El caso de Elena era más simple. El betano ultrajado fue a llevar su caso directamente a la Embajada, en persona. Allí, sabía Miles, el caso sería tragado por una infinita cinta de Moebius de archivos, formularios e informes, especialmente atendidos en esas ocasiones por un equipo altamente competente. Los formularios incluían algunos particularmente creativos, que tenían que hacer el viaje de seis semanas a Barrayar y que, con toda seguridad, serían enviados de vuelta varias veces por mínimos errores de ejecución.
– Tranquilízate – le susurró Miles a Elena en un aparte –. Enterrarán a ese tipo en archivos tan profundos que jamás volverás a verle. Funciona de maravillas con los betanos, se ponen contentos porque todo el tiempo piensan que te están haciendo algo. Lo único, no mates a nadie. Mi inmunidad diplomática no llega tan lejos.
El agotado Mayhew se balanceaba sobre sus pies para cuando los betanos cedieron. Miles, sintiéndose como un viejo pirata de mar después de un saqueo triunfal, se lo llevó a rastras.
– Dos horas – masculló Bothari –, sólo hemos estado en este maldito lugar dos malditas horas...
6
– Miles, querido – le saludó su abuela, pellizcándole la mejilla como una norma de bienvenida –, llegas bastante tarde, ¿problemas en la aduana otra vez? ¿Estás cansado por el viaje?
– Ni un poquito.
Rebotó sobre sus talones, echando de menos la gravedad cero y el movimiento libre. Se sentía como para correr cincuenta kilómetros o como para ir a bailar o algo por el estilo. Los Bothari, en cambio, parecían cansados y el oficial piloto Mayhew estaba casi verde. El oficial, tras la breve presentación, fue enviado al cuarto de servicio a lavarse, elegir entre un par de pijamas demasiado pequeños o demasiado grandes y caer inconsciente a lo largo de la cama como si le hubieran aporreado con una maceta.
La abuela de Miles sirvió la cena para los supervivientes y, como esperaba Miles, parecía encantada con Elena. Elena estaba teniendo un ataque de timidez ante la presencia de la madre de la admirada condesa Vorkosigan, pero Miles estaba completamente seguro de que la anciana mujer pronto la aliviaría del mismo. Elena podría incluso adquirir un poco de la indiferencia betana de la abuela para con las distinciones de clase de Barrayar. ¿Podría eso itigar la opresiva represión que parecía haber crecido entre él y Elena desde que dejaron de ser niños? Era el maldito traje de Vor que usaba, pensó Miles. Había días en que lo sentía como una armadura; arcaico, ruidoso, incrustado y atornillado. Incómodo de usar, imposible para abrazar. Que den a Elena un abrelatas y la dejen ver qué blanda y miserable babosa encierra esta vaina vistosa – no, eso, no, cualquier cosa no tan repelente –; sus pensamientos se enterraban en la oscura cascada del cabello de Elena. Suspiró. Notó entonces que su abuela le hablaba.
– Perdóname, ¿decías...?
– Yo decía – repitió la abuela pacientemente entre mordiscos – que uno de mis vecinos... tú lo recuerdas, el señor Hathaway, el que trabaja en el centro de reciclaje; sé que le conociste cuando estuviste aquí por la escuela...
– Oh, sí, desde luego.
– Tiene un pequeño problema que nosotros pensamos que tú, quizá, podrías ayudarle a resolver, siendo barrayano. Se lo ha estado reservando, desde que supimos que venías. Él ha pensado, si es que no estáis demasiado cansados, que tal vez podríais ir a verle esta noche, ya que el problema está empezando a ser bastante molesto...
– Realmente, no puedo decirle gran cosa de él – dijo Hathaway, contemplando el vastgo solar que estaba especialmente a su cargo. Miles se preguntaba cuánto llevaría acostumbrarse al olor –, excepto que dice que es de Barrayar. Desaparece de tanto en tanto, pero siempre vuelve. Traté de persuadirle para que fuera a un Refugio, al final, pero la idea no pareció gustarle. Últimamente no he podido acercarme a él. Jamás trató de dañar a nadie ni nada, pero uno nunca sabe, siendo barryano y... Oh, perdón.
Hathaway, Miles y Bothari se abrieron paso por entre el accidentado y traicionero camino, cuidando dónde pisar. Los raros objetos apilados tendían a girar inesperadamente, haciendo tropezar a los incautos. Todo el detrito de la alta tecnología, esperando la apoteosis como el siguiente paso de la ingenuidad betana, brillaba en medio de la más banal y universal basura humana.
– Oh, maldita sea – gritó de repente Hathaway –, ha vuelto a encender fuego otra vez. – Una pequeña voluta de humo gris se alzaba a un centenar de metros –. Espero que no haya estado quemando madera en esta ocasión. Me resulta imposible convencerle de lo valiosa... Bueno, servirá al menos para guiarnos hasta él.
Entre las pilas, una especie de pozo hacía la ilusión de un refugio. Un hombre delgado, de pelo oscuro, poco menos de treinta años, se agazapaba hoscamente sobre un diminuto fuego, cuidadosamente encendido en el fondo del plato de una antena parabólica poco profunda. Un sustituto de mesa que había visto la luz como consola de un ordenador era ahora evidentemente la cocina del hombre, donde guardaba algunas piezas planas de plástico y de metal que hacían las veces de platos y enseres. Una enorme carpa, con sus escamas brillando rojas y doradas, esperaba destripada, lista para ser cocinada.
Unos ojos oscuros, con negras ojeras de cansancio, se alzaron de pronto ante el ruido que provocaron Miles y los otros al aproximarse. El hombre se agachó, aferrando lo que parecía ser un cuchillo de fabricación casera; Miles no podría decir de qué estaba hecho, pero, ciertamente, era un buen cuchillo, a juzgar por el trabajo hecho en la carpa. La mano de Bothari comprobó automáticamente su inmovilizador.
– Creo que es un barrayano – le señaló Miles a Bothari –. Mira la manera en que se mueve.
Bothari asintió con la cabeza. El hombre sostenía el cuchillo con propiedad, como un soldado, con la mano izquierda protegiendo la derecha, listo para bloquear un ataque o para abrirle camino al arma. No parecía consciente de su postura.
Hathaway alzó la voz.
– ¡Eh, Baz! Traigo unas visitas, ¿de acuerdo?
– No.
– Eh, oye – dijo Hathaway, deslizándose un poco por una pila de escombros; acercándose, pero no demasiado –. No te he molestado, ¿no? Te he dejado vagar por aquí durante días, no hay problema en tanto no te lleves nada... Eso no es madera, ¿no? Oh, está bien..., lo dejaré pasar por esta vez, pero quiero que hables con esta gente. Creo que me lo debes. ¿De acuerdo? De todas maneras, son de Barrayar.
Baz los miró fijamente; en su expresión, había una extraña mezcla de hambre y desaliento. Sus labios formaban una muda palabra. Miles la leyó: hogar. Estoy medio oculto, pensó Miles, bajemos donde pueda verme mejor. Caminó cuidadosamente hasta alcanzar a Hathaway.
Baz le miró detenidamente.
– Tú no eres barrayano – dijo de plano.
– Soy la mitad betano – replicó Miles, sin ganas de entrar en su historia médica justo ahora –, pero fui criado en Barrayar. Es mi hogar.
– Hogar – susurró el hombre, apenas audiblemente.
– Estás bastante lejos de casa. – Miles acomodó una caja de plástico de la que colgaban algunos cables, dándole el triste aspecto de algo destripado, y se sentó encima. Bothari tomó posición más arriba, entre los escombros, a la distancia de un salto cómodo –. ¿Te has quedado varado aquí, o algo así? ¿Necesitas alguna ayuda para volver a casa?
– No.
El hombre desvió la mirada, molesto. El fuego casi se había apagado. Puso una parrilla metálica de un acondicionador de aire sobre las brasas y colocó el pescado en ella.
Hathaway miraba fascinado el procedimiento.
– ¿Qué vas a hacer con ese pescado?
– Comérmelo.
Hathaway pareció repugnado.
– Mira, oye, todo lo que tienes que hacer es presentarte en un Refugio y conseguirte una tarjeta; y podrás tener todas las tajadas de proteínas que quieras, de cualquier sabor, limpias y frescas, de los depósitos. Nadie necesita realmente comer un animal muerto en este planeta. ¿De dónde lo has sacado, ya que estamos?
Baz contestó esquivamente.
– De un estanque.
Hathaway quedó boquiabierto por el horror.
– ¡Esas muestras pertenecen al Zoo de Silica! ¡No puede comerse un animal exhibido!
– Había un montón, pensé que nadie echaría en falta uno. No lo robé, lo pesqué.
Miles se frotó la barbilla pensativo, sacudió ligeramente la cabeza y extrajo la botella verde del piloto Mayhew, que había guardado en su chaqueta en un impulso de último momento. Baz observó el movimiento y luego se tranquilizó al ver que no era un arma. Según la etiqueta de Barrayar, Miles tomó un trago primero – dio un sorbo pequeño esta vez –, secó el borde de la botella con la manga y le ofreció la bebida al hombre delgado.
– ¿Un trago con la cena? Es bueno, te hace tener menos hambre y seca los mocos además. Sabe a pis de caballo y miel.
Baz frunció el ceño, pero tomó la botella.
– Gracias. – Dio un trago y agregó con un suspiro estrangulado –: ¡Gracias! – Se sirvió la cena en algo parecido a un plato y se sentó con las piernas cruzadas en medio de la basura –. ¿Alguien quiere...?
– No, gracias, acabo de cenar.
– ¡Dios santo, ni pensarlo! – gritó Hathaway.
– Ah – dijo Miles –. He cambiado de opinión, lo probaré.
Baz le ofreció un bocado con la punta de su cuchillo; las manos de Bothari se crisparon. Miles lo sujetó con la boca, a la manera de campaña, y lo masticó, sonriéndole sarcásticamente a Hathaway. Baz alargó el brazo con la botella, señalando a Bothari.
– Tal vez su amigo...
– No puede – le excusó Miles –. Está de servicio.
– Guardaespaldas – susurró Baz. Volvió a mirar a Miles con esa extraña expresión de temor y algo más –. ¿Qué diablos eres?
– Nada a lo que debas temer. De lo que sea que te estás ocultando, no soy yo. Tienes mi palabra al respecto, si quieres.
– Vor – dijo Baz, soplando suavemente –. Tú eres Vor.
– Bueno, sí. ¿Y qué diablos eres tú?
– Nadie. – Limpió su pescado en un minuto. Miles se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde su última comida.
– Es duro ser nadie en un sitio como éste – observó Miles –. Todo el mundo tiene un número, todo el mundo tiene un lugar asignado; no hay muchos intersicios para ser nadie. Debe de requerir mucho esfuerzo e ingenio.
– Tú lo has dicho – contestó Baz con la boca llena de carpa –. Éste es el peor lugar que jamás he visto, uno tiene que estar mudándose todo el tiempo.
– Ciertamente sabrás – dijo Miles con indecisión – que la Embajada de Barrayar te ayudará a volver a casa, si así lo quieres. Por supuesto, tendrás que pagar el viaje después, y son sumamente estrictos en cuanto al cobro, no están en el negocio de brindarles paseos gratis a los autoestopistas; pero si realmente estás en problemas...
– ¡No! – Fue casi un grito que provocó un débil eco por todo el enorme solar. Baz bajó la voz, avergonzado –. No, no quiero volver a casa. Tarde o temprano conseguiré algún trabajo en el puerto de transbordadores y me embarcaré a un sitio mejor. Tiene que aparecer algo pronto.
– Si quieres trabajo – dijo Hathaway ansiosamente –, todo lo que tienes que hacer es registrarte en...
– Conseguiré algo por mis propios medios – le interrumpió ásperamente Baz.
Las piezas estaban poniéndose en su lugar.
– Baz no desea registrarse en ningún lado – le explicó Miles a Hathaway con un tono fríamente didáctico –. Hasta el momento, Baz es algo que creí imposible en Colonia Beta. Es un hombre que no está aquí. Pasó los radares cruzó la red de información sin una sola señal de presencia. Nunca llegó, nunca pasó por la aduana y apuesto a que utilizó un truco endiabladamente hábil; en lo que concierne a los ordenadores, no ha comido, dormido o comprado nada ni está registrado ni tiene crédito... y preferiría morirse de hambre antes que arreglar su situación.
– Por el amor de Dios, ¿por qué? – preguntó Hathaway.
– Desertor – dijo lacónicamente Bothari desde lo alto –. He visto antes esa pinta.
Miles asintió.
– Creo que ha dado en el clavo, sargento.
Baz se levantó de un salto.
– ¡Eres del Servicio de Seguridad! ¡Bastardo retordico...!
– Siéntate – le invalidó Miles, sin perturbarse –. Yo no soy nadie, ni siquiera soy tan bueno en eso como tú.
Baz vaciló. Miles le estudió con gesto serio; todo el placer de la excursión se diluyó en un baño de fría ambigüedad, de golpe.
– No me imagino... ¿Asistente?, no. ¿Teniente?
– Sí – contestó hoscamente el hombre.
– Un oficial. Sí. – Miles se mordió el labio, turbado ahora –. ¿Fue en plena batalla?
Baz hizo una mueca y contestó esquivo:
– Técnicamente.
– Hm.
Un desertor. Extraño, más allá de toda comprensión, el que un hombre cambiase el envidiado esplendor del Servicio por el gusano del miedo, instalado en su vientre como un parásito. ¿Escapaba de un acto de cobardía?, ¿de algún otro delito?, ¿o de un error, de alguna horrible, fatal equivocación? Técnicamente, Miles tenía el deber de ayudar al Servicio de Seguridad en la captura del sujeto; pero no había venido aquí esta noche para ayudar al hombre, no para destruirle...
– No entiendo – dijo Hathaway –. ¿Cometió algún delito?
– Sí, uno muy grave: deserción en el fragor de la batalla – contestó Miles –. Si le extraditan, la pena será de confinamiento.
– No parece tan terrible – comentó Hathaway, encogiendo los hombros –. Ha estado en mi centro de reciclaje durante dos meses. Difícilmente sería peor...
– No sería para encerrarle – continuó Miles –, sino para descuartizarle. Cortarle en cuatro.
Hathaway le miró azorado.
– ¡Pero eso le mataría! – Miró a su alrededor y languideció ante la exasperada y unificada mirada de los tres barrayanos.
– Betanos – dijo Baz con disgusto –. No aguanto a los betanos.
Hathaway murmuró algo en voz baja; Miles alcanzó a oír "bárbaros sedientos de sangre".
– Entonces, si no sois del Servicio de Seguridad – concluyó Baz, sentándose nuevamente –, bien podéis marcharos. No hay nada que podáis hacer por mí.
– Voy a tener que hacer algo – dijo Miles.
– ¿Por qué?
– Me... me temo que, sin darme cuenta, te he hecho un flaco favor, señor..., señor... Podrías decirme tu nombre, de paso.
– Jesek.
– Señor Jesek. Mira, yo mismo estoy bajo vigilancia de Seguridad; al venir, he puesto tu situación en peligro. Lo siento.
Jesek palideció.
– ¿Por qué te vigila a ti el Servicio de Seguridad?
– No es el Servicio de Seguridad Imperial, me temo.
El desertor perdió el aliento; su rostro se agotó completamente. Se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza en las rodillas, como para contrarrestar el desvanecimiento. Un sordo susurro:
– Por Dios... – Miró a Miles –. ¿Qué has hecho tú, muchacho?
Miles dijo ásperamente:
– ¡No le he hecho a usted esa pregunta, señor Jesek!
El desertor masculló una disculpa. No puedo dejar que sepa quién soy, pensó Miles, o se irá disparado y correrá directo a mi supuesta red de Seguridad; incluso, tal como es, el teniente Croye o sus serviles del equipo de Seguridad de la Embajada van a empezar a investigar a este hombre. Se pondrán locos cuando descubran que es el hombre invisible. A más tardar mañana, si le practican el control de rutina. Habré matado a este hombre; ¡no!
– ¿Qué hacías antes en el Servicio? – tanteó Miles para ganar tiempo y pensar.
– Era asistente de un ingeniero.
– ¿Construcciones? ¿Sistemas de armamento?
La voz del hombre se afianzó.
– No, motores de naves de salto. Algunos sistemas de armamentos. Intento conseguir un trabajo técnico en cargueros privados, pero la mayor parte del equipamiento en el que estoy entrenado es obsoleto en este sector. Motores de impulso armónico, por color Necklin; difícil de obtener. Tengo que alejarme de los principales centros económicos.
Un sonoro "¡Hm!" escapó de los labios de Miles.
– ¿Entiendes algo de cargueros RG?
– Seguro. Trabajé en un par de ellos, pero ahora ya no quedan.
– No exactamente. – Una disonante agitación estremeció a Miles –. Conozco uno. Estará realizando un vuelo pronto, si puedo conseguir cargamento y tripulación.
Jesek le miró suspicazmente.
– ¿Vas a algún lugar que no tenga tratado de extradición con Barrayar?
– Tal vez.
– Mi Señor – la voz de Bothari temblaba de agitación –, no estará considerando asilar a este desertor, ¿no?
– Bueno... – La voz de Miles era suave –. Técnicamente, yo no sé que él es un desertor; sólo he oído algunos argumentos.
– Él lo ha admitido.
– Una bravata, quizás. Esnobismo a la inversa.
– ¿Quiere convertirse en otro lord Vorloupulous? – preguntó fríamente Bothari.
Miles se rió y suspiró; Baz torció la boca. Hathaway pidió que le aclarasen la broma.
– Es otra vez la ley barrayana – explicó Miles –. Nuestra justicia no tiene muy buena disposición con quienes respetan la letra de la ley y violan su espíritu. El clásico precedente fue el caso de lord Vorloupulous y sus dos mil cocineros.
– ¿Dirigía una cadena de restaurantes? – preguntó Hathaway, trastabillado –. No me digan que eso también es ilegal en Barrayar...
– Oh, no. Fue al final de la Época del Aislamiento, hace casi un siglo. El Emperador Dorca Vorbarra estaba centralizando el gobierno y desmantelando el poder de los condes como entidades de gobierno separadas; hubo una guerra civil a causa de ello. Una de las principales medidas que tomó fue eliminar los ejércitos privados, lo que en la antigua Tierra solían llamar librea y mantenimiento. A cada conde se le permitió un máximo de veinte partidarios armados; apenas una escolta.
" Pues bien, lord Vorloupulous tenía una vieja contienda con algunos vecinos, por lo que encontró esta asignación bastante inadecuada; así que empleó a dos mil “cocineros”, según los llamó, y los mandó a cortar en rebanadas a sus enemigos. Fue muy ingenioso para armarlos, con cuchillos de carnicero en vez de espadas cortas y demás. Había montones de veteranos recientemente desempleados buscando trabajo en ese momento; los cuales no eran tan orgullosos como para no emplearse de cocineros...
Los ojos de Miles destellaron divertidos.
– El emperador, naturalmente, no lo vio de ese modo. Dorca marchó con su ejército regular, para entonces el único de Barrayar, sobre Vorloupulous y le arrestó bajo el cargo de traición, cuya sentencia era, y sigue siendo, exposición pública y muerte por inanición. Así el hombre con dos mil cocineros fue condenado a consumirse en la Gran Plaza de Vorbarr Sultana. Y pensar que siempre decían que Dorca no tenía sentido del humor...
Bothari sonrió siniestramente y Baz rió entre dientes; la risa de Hathaway fue más falsa.
– Encantador – murmuró.
– Pero tuvo un final feliz – continuó Miles. Hathaway se animó –. En ese momento, nos invadieron los cetagandanos y lord Vorloupulous fue liberado.
– ¿Por los cetagandanos? Qué suerte – comentó Hathaway.
– No, por el emperador Dorca, para pelear contra los cetagandanos. No sé si me explico, no fue perdonado; la sentencia fue solamente demorada. Cuando acabara la Primera Guerra Cetagandana, se esperaba que se presentara a completar la sentencia, así que tuvo una muerte honorable, después de todo.
– ¿Eso es un final feliz? – preguntó Hathaway –. Ah, bueno.
Miles notó que Baz se había puesto silencioso y esquivo otra vez. Le sonrió, tentando una respuesta; Baz le devolvió incómodamente la sonrisa, pareciendo más joven al hacerlo. Miles tomó su decisión.
– Señor Jesek, voy a hacerte una proposición, que puedes aceptar o rechazar. Esa nave que mencioné es la RG 132. El piloto se llama Arde Mayhew. Si puedes desaparecer, y quiero decir desaparecer realmente, durante un par de días y, luego, aparecer en el puerto de lanzaderas de Silica, él procurará que tengas una litera en su nave.
– ¿Por qué tendría que ayudarme, señor... lord...?
– Señor Naismith, a fin de cuentas. – Miles se encogió de hombros –. Llámalo una fantasía por ver que la gente tenga una segunda oportunidad; es algo a lo cual no son muy afectos en casa.
Casa. Los ojos de Baz miraron al vacío en silencio otra vez.
– Bueno, fue agradable escuchar el acento nuevamente, durante un rato. Tal vez tenga en cuenta su oferta – se acordó de ser prudente – o tal vez no.
Miles saludó con un gesto, recuperó su botella, caminó hacia Bothari y se alejó. Hilvanaron en silencio el camino de regreso por el centro de reciclaje; sólo algún ocasional ruido metálico lo interrumpía. Cuando Miles miró hacia atrás, Jesek era una sombra, desvaneciéndose en dirección a otra salida.
Miles advirtió entonces el profundo ceño del sargento Bothari. Sonrió con una mueca y pateó una caja de control de un robot industrial desechado, atravesado como un esqueleto sobre un montículo de otros desperdicios.
– ¿Hubieras querido que le entregase? – preguntó suavemente – Eres del Servicio hasta los huesos, supongo que lo harías. También mi padre lo haría, me parece; está tan enérgicamente apegado a la ley, no importa lo horrible que sean las consecuencias...
Bothari permaneció callado.
– No... siempre, mi señor – dijo de pronto. Luego se refugió en un silencio inesperadamente neutral.
– Miles – susurró Elena, desviándose de un viaje nocturno al cuart de baño desde el dormitorio que compartía con la señora Naismith –, ¿no vas a acostarte nunca? Es casi de día.
– No tengo sueño. – Introdujo una pregunta más en la consola de comunicación de su abuela. Era verdad; se sentía fresco todavía y sobrenaturalmente alerta. Y lo que pasaba también era que se había conectado a una red de información comercial enormemente compleja. El noventa por ciento del éxito radicaba en hacer las preguntas adecuadas. Engañoso, pero tras varias horas de trabajo parecía estar cogiéndole el tranquillo –. Por otra parte, con Mayhew en el dormitorio del servicio, estoy condenado al diván.
– Creí que mi padre ocupaba el diván.
– Me lo cedió con una sonrisa de regocijo. Odia el diván. Estuvo durmiendo en él todo el tiempo que pasé estudiando aquí. Le ha echado la culpa de cada dolor, cada punzada y molestia de cintura que ha tenido desde entonces, incluso después de dos años. Seguramente, no podría ser que la vejez estuviera avanzando, no, claro...
Elena sofocó una carcajada. Se inclinó sobre el hombro de Miles para mirar la pantalla. La luz de la misma, que plateaba su perfil y el aroma de su cabello, caído hacia adelante, le aturdió.
– ¿Averiguando algo? – preguntó Elena.
Miles introdujo tres órdenes equivocadas, una tras otra, maldijo y reconcentró su atención.
– Sí; había muchos más factores para tener en cuenta de los que había pensado. Pero creo que encontré algo... – Buscó otra vez los datos defectuosamente obtenidos y señaló la pantalla con el dedo –. Ése es mi primer cargamento.
La pantalla exhibía un largo manifiesto.
– Equipamiento agrícola – leyó Elena –. Con destino a... ¿Qué es Felice?
– Es un país en Tau Verde IV, dondequiera que eso esté. Es un viaje de cuatro semanas; estuve calculando el costo del combustible, suministros y la logística general del recorrido; todo, desde los repuestos hasta el papel higiénico. Aunque no es eso lo interesante. Lo interesante es que, con ese cargamento, puedo pagar el viaje y, además, cancelar mi deuda con Calhoun, totalmente dentro del límite de tiempo de mi pagaré. – Su voz bajó de tono notablemente –. Me temo que... subestimé el tiempo que necesitaría para que la RG 132 realizara suficientes fletes para cubrir mi pagaré. Lo subestimé un poco. Un montón. Bueno, una enormidad. Muy mal. Cuando finalmente empecé a sumar los números reales, advertí que poner la nave en movimiento cuesta más de lo que había calculado. – Señaló una cifra –. Pero eso es lo que ofrecen para transportar, C.O.D. Felice. Y el cargamento está listo para ir de inmediato.
Las cejas de Elena se arquearon con temerosa perplejidad.
– ¿Pagar toda la nave con un solo viaje? ¡Eso es maravilloso! Pero...
Miles sonrió.
– ¿Pero?
– Pero ¿por qué nadie aprovechó la oportunidad de llevar esa carga? Parece haber estado mucho tiempo en el depósito.
– Una chica muy lista – canturreó Miles alentadoramente –. Continúa.
– Veo que sólo pagan contra entrega. Aunque tal vez eso sea lo normal...
– Sí... – esparció la palabra como manteca –. ¿Algo más?
Elena frunció los labios.
– Hay algo raro.
– Ciertamente. – Hizo girar los ojos –. Hay algo, como tú has dicho, raro.
– ¿Tengo que adivinarlo? Porque, si es así, me vuelvo a la cama... – Ahogó un bostezo.
– Oh, bueno, Tau Verde IV está en una zona de guerra en este momento. Parece que hay una guerra planetaria avanzando. Una de las partes tiene bloqueada la salida local del agujero de gusano, pero no por su gente, ya que parece ser un lugr industrialmente atrasado, sino que han contratado a una flota mercenaria. ¿Y por qué este cargamento ha estado pudriéndose en un depósito tanto tiempo? Porque ninguna de las grandes compañías navieras lo va a llevar a una zona de guerra; los seguros no cubren tales casos. Lo que vale también para la mayor parte de los pequeños independientes; pero como yo no estoy asegurado, eso no va conmigo. – Sonrió afectadamente.
Elena parecía indecisa.
– ¿Es peligroso cruzar el bloqueo? Si cooperas cuando te paran y registran...
– En este caso, creo que sí. Sucede que el cargamento está dirigido a la otra parte en pugna.
– ¿Podrían apoderarse de él los mercenarios? Quiero decir, unidades robóticas o lo que sean no podrían ser clasificadas como contrabando; ¿no tienen que atenerse a convenciones interestelares? – Sus dudas se convirtieron en desconfianza.
Miles se estiró, todavía sonriendo.
– Casi lo tienes. ¿Cuál es la exportación más famosa de Colonia Beta?
– Bueno, tecnología de vanguardia, por supuesto. Armas y sistemas de armamentos... – Su desconfianza se convirtió en desaliento –. Oh, Miles...
– "Equipamiento agrícola" – sonrió despectivamente –, ¡apuesto a que sí! De todas formas, está este feliciano que afirma ser el agente de la compañía compradora del equipo; ésa es otra insinuación, que deberían tener un hombre vigilando personalmente el cargamento. Lo primero que haré mañana será ir a verle, tan pronto como el sargento se levante. Y Mayhew; será mejor que lleve a Mayhew también...
7
En el hotel, Miles pasó revista a sus tropas antes de golpear la puerta de la habitación. Aun en traje de civil, no podía confundirse al sargento con nada que no fuera un soldado. Mayhew – aseado, afeitado, descansado, comido y vestido con ropa limpia y nueva – parecía infinitamente mejor que ayer, pero todavía...
– Enderézate, Arde – aconsejó Miles – y trata de parecer profesional. Necesitamos conseguir este encargo. Creía que la medicina betana era lo suficientemente avanzada para curar cualquier resaca. Le vas a causar una mala impresión a este sujeto si te paseas agarrándote el estómago.
– Grm – masculló Mayhew. Pero volvió a poner las manos a los lados y, más o menos, compuso la postura –. Lo conseguirás, chico – dijo en tono de amarga clarividencia.
– Y vas a tener que dejar de Ilamarme "chico" – agregó Miles. Tú eres mi hombre de armas ahora, se supone que has de dirigirte a mi como «mi señor».
– ¿Tomas realmente en serio ese asunto?
Paso a paso.
– Es como un saludo – explicó Miles –. Saludas al uniforme, no al hombre. Ser Vor es... como usar un uniforme invisible que uno jamás puede quitarse. Mira al sargento Bothari, él me ha llamado «mi señor» desde que nací. Si él puede, tú puedes; eres su hermano–de–armas ahora.
Mayhew miró al sargento. Bothari le devolvió la mirada, con su rostro seno en extremo. Miles tuvo la impresibn de que si Bothari hubiera sido una persona más expresiva, habría hecho un ruido grosero ante la idea de que Mayhew fuera su hermano–de–armas. Mayhew, evidentemente, recibió la misma impresión, porque se enderezó un poco mas y respondió:
–Sí, mi señor.
Miles hizo un gesto de aprobación y llamó a la puerta.
El hombre que los recibió tenia ojos almendra oscuro, pómulos altos, piel color café con crema y cabello cobre brillante, ensortijado como alambre y muy recortado. Sus ojos examinaron al trío ansiosamente, deteniéndose un poco en Miles; sólo había visto el rostro de Miles esa mañana, en la pantalla.
– ¿Señor Naismith? Soy Carle Daum. Pasen.
Daum cerró la puerta tras ellos, rápidamente, y miro inquieto la cerradura. Miles dedujo que acababan de pasar por un detector de armas y que el feliciano estaba espiando los resultados. El hombre se volvió hacia ellos con un aire de nerviosa suspicacia, tocándose automáticamente el bolsillo derecho. Su mirada no reparaba en ninguna otra parte del pequeño cuarto de hotel, y los labios de Bothari se fruncieron con satisfacción ante la inconsciente revelación de Daum del arma que debía vigilar. Un inmovilizador legal, muy probablemente, pensó Miles, pero uno nunca sabe.
– ¿No desean sentarse? – los invitó el feliciano.
Su habla le resultaba a Miles de una suave y curiosa resonancia; ni la llana nasalidad de los betanos, fuerte en las erres, ni la cortante y fría guturalidad de Barrayar. Bothari indicó que prefería quedarse de pie y tomó posición a la diestra de Daum, convenientemente alejado de la visión periférica del feliciano. Miles y Mayhew se sentaron delante de una mesa baja. Daum se sentó frente a ellos, con la espalda hacia una «ventana»; en realidad, una pantalla iluminada con un panorama de lago y montañas de algún otro mundo. El viento, que estaba realmente aullando en la superficie, habría reducido esos árboles a palillos en un solo día. La ventana eclipsaba a Daum, mientras revelaba a toda luz la expresión de sus visitantes. Miles admitió la buena elección de la perspectiva.
– Bien, señor Naismith – comenzó Daum – cuénteme algo sobre su nave. ¿Cuál es su capacidad de carga?
– Es un carguero RG. Puede cargar fácilmente el doble del volumen declarado en su manifiesto, suponiendo que las cifras que dio en el sistema de comunicaciones sean las correctas...
Daum no reaccionó ante la indirecta. En su lugar, respondió:
– No estoy muy familiarizado con las naves de saltos. ¿Es rápida?
– ¿Oficial piloto Mayhew? – dijo Miles, invitándole a contestar.
– ¿Eh? Oh... ¿Usted quiere decir aceleración? Constante, sólo constante. Presionamos un poco más y al final llegamos aproximadamente igual de rápido.
– ¿Es muy maniobrable?
Mayhew le miró fijamente.
– Señor Daum, es un carguero.
Daum apretó los labios con cierto fastidio. – Ya sé eso. La pregunta es...
– La pregunta es – le interrumpió Miles –, ¿podemos acelerar y dejar atrás el bloqueo o evadirlo maniobrando? No. Como ve, ya he hecho mis deberes. La frustración ensombreció el rostro de Daum.
– Entonces, me parece que ambos estamos haciéndonos perder el tiempo. Demasiado tiempo perdido... – Empezó a levantarse.
– La siguiente pregunta es, ¿hay otra manera de hacer que el cargamento llegue a destino? Sí, lo creo – dijo Miles firmemente.
Daum volvió a sentarse, tenso, desconfiado, esperanzado.
– Continúe.
– Usted ya ha hecho bastante en el sistema de comunicaciones de Beta. Camuflaje; creo que su cargamento puede camuflarse suficientemente bien para pasar la inspección del bloqueo. Pero tendremos que trabajar juntos en eso, y con un poco más de franqueza... – Miles hizo un cálculo, basándose en el porte y en la edad del feliciano –. ¿Mayor Daum?
El hombre se tensó. ¡Ajá!, pensó Miles, le atrapé al primer intento. Reprimió esa jactancia interna y mostró una suave sonrisa.
– Si es usted un espía peliano o un mercenario oserano, juro que le mataré... – empezó a decir Daum. Bothari tenía los párpados caídos, en una pose de ficticia tranquilidad.
– No lo soy – dijo Miles –, aunque sería una buena estratagema si lo fuera. Le llevo a usted y a sus armas, le llevo hasta mitad del viaje y le hago salir y que camine. Aprecio su necesidad de cautela.
– ¿Qué armas? – dijo Daum, tratando tardíamente de recobrar su máscara.
– ¿Qué armas? – repitió Mayhew, en un nervioso y casi mudo susurro al oído de Miles.
– Sus rejas de arado y segadoras, entonces – dijo Miles condescendiente –. Pero sugiero que terminemos el juego y nos pongamos a trabajar. Soy un profesional (y si compras eso, tengo también a la venta esa bonita granja en Barrayar) y también lo es usted, obviamente, o no hubiera llegado tan lejos.
Los ojos de Mayhew se abrieron desmesuradamente. Aparentando acomodarse en su asiento, Miles le pateó preventivamente en el tobillo. Toma nota, se dijo; la próxima vez, despiértale antes y prepárale mejor. Aunque lograr que el piloto estuviera funcional esa mañana había sido más bien como tratar de despertar a los muertos. Miles no estaba seguro de que hubiera podido hacerlo mejor más temprano.
– ¿Es usted un soldado mercenario? – preguntó Daum.
– Ah... – dijo Miles. Había querido decir un capitán mercante profesional, pero quizás esta interpretación que hizo Daum le resultara más atractiva al feliciano –. ¿Qué cree usted, mayor?
Bothari contuvo el aliento un instante. Mayhew, en cambio, pareció repentinamente desalentado.
Entonces, era eso lo que quisiste decir ayer – murmuró –, reclutar...
Miles, que no había querido decir nada de eso con su humorística salida acerca de estar buscando hombres desesperados o temerarios, le contestó en voz baja:
– Por supuesto – dijo en un tono de máxima naturalidad –. Seguramente, se dio usted cuenta...
Daum miró dubitativamente a Mayhew, pero su vista cayó luego en Bothari. Éste se mantenía en posición de descanso, con una expresión de notable frialdad. La convicción endureció la mirada de Daum.
– Por Dios – murmuró –, si los pelianos pueden contratar galácticos, ¿por qué no podemos nosotros? – Subió un poco la voz –. ¿Cuántas tropas componen su equipo? ¿Qué naves tiene?
Oh, Diablos, y ahora ¿qué? Miles improvisó como loco:
Mayor Daum, no quisiera engañarle... – Bothari respiró agradecido, según pudo ver Miles de soslayo –. Estoy... separado de mi equipo en este momento. Están cumpliendo otro contrato. Yo sólo estaba de visita en Colonia Beta por... razones médicas, así que sólo cuento conmigo mismo y... el personal indispensable y una nave que mi flota me reservó. Sólo eso puedo ofrecerle. Pero se espera habitualmente que operemos de forma independiente, en nuestro grupo (¡exhale, sargento, por favor, exhale!), así que, como tengo algo de tiempo antes de reunirme con ellos y encuentro su problema tácticamente interesante, mis servicios están a su disposición.
Daum movió la cabeza lentamente varias veces.
– Ya veo. ¿Y por qué rango debo dirigirme a usted?
Miles casi se autonombró allí mismo almirante. ¿Capitán? ¿Asistente?, se preguntaba febrilmente.
– Dejémoslo simplemente en señor Naismith, por ahora – sugirió con frialdad –. Un centurión sin sus cien hombres es, después de todo, un centurión solamente de nombre. Por el momento, necesitamos enfrentarnos a la realidad. – ¿Alguna vez...?
– ¿Cómo se llama su unidad?
Miles asoció libremente con frenesí.
– Los Mercenarios Dendarii.
Al menos lo dijo con fluidez.
Daum le estudió ansiosamente.
– He estado anclado en este maldito lugar dos meses, buscando un transportador que pudiera ocuparse y en quien se pueda confiar. Si espero más tiempo, podría ser la demora lo que destruyese el propósito de mi misión, tanto como cualquier traición. Señor Naismith, he esperado bastante, demasiado. Me arriesgaré con usted.
Miles asintió con satisfacción, como si hubieran estado concluyendo transacciones semejantes durante muchos más años de los que en realidad tenia.
– Entonces, mayor Daum, me comprometo a llevarle a Tau Verde IV. En ello va mi palabra. Lo primero que necesito es más información. Dígame todo lo que sabe sobre los mercenarios oseranos y sus procedimientos de bloqueo...
– Tenía entendido, mi señor – dijo severamente Bothari mientras se alejaban del hotel por la acera mecánica –, que el oficial Mayhew iba a transportar el cargamento; no me dijo nada acerca de acompañarle usted mismo.
Miles encogió los hombros, con un aire elaboradamente natural.
– Hay tantas variables, hay tanto en juego... SenciIlamente, debo estar allí. Es injusto cargarlo todo en los hombros de Arde. Quiero decir, ¿tú lo harías?
Bothari, aparentemente atrapado entre su desaprobación del plan–de–rápido–enriquecimiento de su señor y su baja opinión sobre el piloto, respondió con un gruñido no comprometido que el oficial Mayhew prefirió no advertir.
Los ojos de Miles brillaban.
– Por otra parte, esto pondrá un poco de emoción en tu vida, sargento. Debe de ser tan gris como el polvo el seguirme a todas partes todo el día. Yo me aburriría enormemente.
– Me gusta aburrirme – dijo malhumorado Bothari.
Miles sonrió, secretamente aliviado por no haber sido regañado más severamente por su ocurrencia de los «Mercenarios Dendarii». Bueno, el breve momento de fantasía probablemente fuera bastante inofensivo.
El trío encontró a Elena caminando de un lado a otro en el recibidor de la señora Naismith. Dos manchas brillantes de color le encendían las mejillas y estaba murmurando algo en voz baja. Atravesó a Miles con una colérica mirada.
– ¡Betanos! – dijo con repugnancia.
– ¿Qué ocurre? – preguntó Miles cautelosamente.
Elena dio otra vuelta por el salón, con las piernas rígidas, como si estuviera pisando cuerpos.
– Ese horrible holovideo – se enardeció –. ¿Cómo pueden...? Oh, no puedo describirlo siquiera.
¡Ajá!, encontró uno de los canales pornográficos, pensó Miles. Bueno, tenía que pasar a la larga.
– ¿Holovideo? – preguntó animadamente.
– ¿Cómo pueden permitir esas horribles calumnias sobre el almirante Vorkosigan y el príncipe Serg y nuestras fuerzas? ¡Creo que deberían sacar a los productores y fusilarlos! Y a los actores... y al guionista... En casa lo haríamos, por Dios...
No era un canal pornográfico, evidentemente.
– Eh, Elena, ¿qué era exactamente lo que estabas mirando?
Su abuela estaba sentada en la mecedora flotante, con una rígida sonrisa nerviosa.
– Traté de explicarle que todo es ficción, ya sabes..., para hacer la historia más dramática...
Elena dio rienda suelta a un ruidoso siseo; Miles dirigió a su abuela una mirada suplicante.
– La Delgada Línea Azul – explicó crípticamente la señora Naismith.
– Oh, yo lo he visto. Es una reposición – dijo Mayhew.
Miles recordaba vívidamente el docudrama. Lo habían exhibido por primera vez dos anos antes, y su bajeza había contribuido a hacer de su visita escolar a Colonia Beta la experiencia surrealista que, por momentos, había sido. El padre de Miles, por entonces el comodoro Vorkosigan, había iniciado la abortada invasión barrayarana de Escobar, aliado de Colonia Beta, diecinueve anos atrás, como oficial del Estado Mayor. Había terminado, tras las catastróficas muertes de los co–comandantes, el almirante Vorrutyer y el príncipe de la corona, Serg Vorbarra, como comandante de la armada. Su brillante retirada todavía era citada como ejemplar en los anales militares de Barrayar. Los betanos, naturalmente, tenían otra visión del asunto. El «azul» del título del docudrama se refería al color del uniforme usado por la Fuerza Expedicionaria Betana, de la cual había formado parte el capitán Cordelia Naismith.
– Es... es... – Elena se volvió hacia Miles –. No hay nada de cierto ahí, ¿no?
– Bueno – dijo Miles, apaciguadoramente, con años de práctica en aceptar la versión betana de la historia –, algo. Pero mi madre dice que nunca usaron el uniforme azul hasta que la guerra estaba prácticamente terminada. Y jura y perjura, en privado, que ella no asesinó al almirante Vorrutyer; pero no dice quién lo hizo. Todo lo que mi padre cuenta sobre Vorrutyer es que fue un brillante estratega defensivo. Nunca he sabido bien cómo interpretarlo, ya que Vorrutyer estaba a cargo de la ofensiva. Y todo lo que mi madre dice de él es que era un poco extraño, lo cual no suena tan malo, hasta que reflexiono que ella es betana. Nunca dijeron una palabra contra el príncipe Serg, y mi padre estaba en el mando con él y le conocía, por lo que imagino que la versión betana del príncipe es un montón de propaganda de guerra.
– Nuestro mayor héroe – gritó Elena –. El padre del emperador... Cómo se atreven...
– Bueno, incluso en nuestro lado parece haber consenso al respecto de que nos sobrepasamos al asediar y tomar Escobar, además de Komarr y Sergyar.
Elena se volvió ahora hacia su padre, como el único experto entre los presentes.
– ¡Usted sirvió con mi señor el conde en Escobar, señor! ¡Dígale a ella – con un gesto de su cabeza señaló a la señora Naismith – que no es así!
– No me acuerdo de Escobar – replicó pétreo el sargento, en un tono que, aun en él, era inusualmente insípido y desalentador –. No le prestes atención a eso... – señaló el visor del holovideo –. Fue un error que lo vieras.
La tensión en los hombros de Bothari perturbó a Miles. Y su mirada fija. ¿Enojo? ¿Por un holovídeo efímero que ya había visto antes y que había ignorado tan rápidamente como lo hizo Miles?
Elena se detuvo, confusa.
– ¿No lo recuerda? Pero...
Algo sonó en la memoria de Miles... ¿Por fin se explicaba la baja médica?
– No me di cuenta. ¿Fue herido en Escobar, sargento? – No era extraño que se estremeciera, entonces.
Los labios de Bothari se crisparon al escuchar la palabra "herido".
– Sí – musitó. Desvió la mirada de Miles y Elena.
Tras una súbita conjetura, Miles preguntó.
– ¿Una herida en la cabeza?
Bothari volvió a mirar a Miles, tratando de detenerle.
– Mm.
Miles consintió que le detuviera, abrazando para sí este nuevo trofeo de información. Una herida en la cabeza explicaba muchas cosas de su sirviente que le habían desconcertado durante mucho tiempo.
Aceptando la indirecta, cambió de tema con firmeza.
– Como quiera que sea – le dedicó a Elena una pomposa reverencia (¿qué pasó con los sombreros de pluma que usaban antes los hombres?) –, conseguí el cargamento.
Un alegre interés reemplazó al instante la irritación de Elena.
– ¡Oh, magnífico! ¿Y ya has resuelto cómo hacer para pasar el bloqueo?
– Trabajando en eso. ¿Te importaría hacer algunas compras para mí? Suministros para la nave. Envía los pedidos a los proveedores navieros. Puedes hacerlo desde aquí, con la consola; la abuela te indicará cómo. Arde tiene una lista estándar. Necesitamos de todo: comida, células combustibles, oxígeno de emergencia, materiales de primeros auxilios... y al mejor precio que puedas conseguir. Esto va a aniquilar mi asignación para viajes, así que cualquier cosa que puedas ahorrar... ¿eh?
Dedicó a la recluta su mejor sonrisa, como si la oferta de encerrarse dos días lidiando con el laberinto electrónico de las prácticas comerciales betanas fuera un gran obsequio.
Elena pareció dudar.
– Nunca antes he equipado una nave.
– Será fácil – le aseguró alentadoramente –. Sólo zambúllete y lo resolverás enseguida. Si yo puedo hacerlo, tú puedes hacerlo. – Dejó rápidamente atrás este argumento, sin darle tiempo a reflexionar que él tampoco había equipado jamás una nave –. Calcula por el piloto, el ingeniero, el sargento, por mí y por el mayor Daum además, pero no demasiado... Recuerda el presupuesto. Zarpamos pasado mañana.
– ¿Está bien, ¿cuándo?... – De golpe sonó la alerta total, tronando con la mirada –. ¿Y qué hay respecto de mí? No vas a dejarme aquí mientras vosotros...
Metafóricamente, Miles se escabulló detrás de Bothari y mostró una bandera blanca.
– Eso depende de tu padre. Y de la abuela, por supuesto.
– Ella será bienvenida si quiere quedarse conmigo – dijo la señora Naismith tímidamente –. Pero, Miles, acabas de llegar...
– Oh, todavía me propongo hacer mi visita – le aseguró Miles –. Simplemente cambiaremos la fecha de regreso a Barrayar. No tengo que volver a tiempo para la escuela ni nada.
Elena miró a su padre, suplicante, con los labios apretados. Bothari soltó el aliento; su mirada alternaba calcuradoramente de su hija a la señora Naismith; luego al holovídeo y después a su propio interior, a pensamientos o recuerdos que Miles no podía adivinar. Elena apenas podía contenerse de saltar por la agitación.
– Miles... mi señor... usted puede ordenarle...
Miles levantó la mano, mostrando la palma, y sacudió ligeramente la cabeza, indicando que esperase.
La señora Naismith vio la ansiedad de Elena y sonrió pensativamente para sí.
– Realmente, querida, me encantaría tenerte aquí conmigo durante un tiempo. Sería como tener otra vez una hija. Podrías conocer gente joven, ir a fiestas; tengo algunos amigos en Quartz, que podrían llevarte a hacer un largo viaje por el desierto. Yo ya estoy demasiado vieja para el deporte, pero estoy segura de que me encantaría...
Bothari se estremeció. Quartz, por ejemplo, era la principal comunidad hermafrodita de Colonia Beta y, si bien la misma señora Naismith tipificaba a los hermafroditas como "gente que es patológicamente incapaz de tomar una decisión", se erizaba en patriótica defensa de ellos ante la abierta repulsión barrayarana de Bothari en cuanto al sexo. Y Bothari había llevado personalmente a Miles, inconsciente, de vuelta a casa, de más de una fiesta betana. En lo que se refería al casi desastroso viaje de Miles por el desierto...
Miles le dio las gracias con los ojos a su abuela. Ella respondió con un leve gesto y sonrió ligeramente a Bothari.
Bothari estaba descontento. No irónicamente descontento, según su papel habitual en la guerrilla que mantenía con la señora Naismith a propósito de las costumbres culturales de Miles, sino genuinamente rabioso. A Miles se le hizo un nudo raro en el estómago. Se irguió en algo parecido a una posición de firme e inquirió a su guardaespaldas con la mirada.
– Ella viene con nosotros – gruñó Bothari.
Elena por poco aplaudió triunfante, aunque la lista de planes, propuesta por la serñora Naismith, había ayudado mucho para que no la dejaran atrás cuando la tropa partiera. Los ojos de Bothari no respondieron a la alegría de su hija, se demoraron en una última mirada despectiva al holovídeo. Y se fijaron en Miles... en la hebilla de su cinto.
– Excúseme, mi señor, voy a patrullar el pasillo, hasta que usted esté listo para volver a marcharnos. – Salió rígidamente, con las grandes manos, todas hueso y tendón, venas y músculo, medio cerradas a los costados.
Sí, vete, pensó Miles, y mira a ver si puedes patrullar tu autocontrol. Reaccionando porque te retuercen la cola, ¿no? Bueno, admitamos que a nadie le gusta que le retuerzan la cola.
– ¡Vaya!, ¿qué le ha picado? – dijo Mayhew cuando la puerta se hubo cerrado.
– Oh, querido – contestó la señora Naismith –, espero no haberle ofendido. – Aunque agregó en voz baja –: Ese viejo hipócrita...
– Se calmara – dijo Miles –, sólo hay que dejarle tranquilo un rato. Mientras, hay trabajo que hacer. Ya has oído, Elena: provisiones y suministros para seis.
Las siguientes 48 horas fueron un torbellino de acción. Preparar un viaje de ocho semanas para esa nave, en ese tiempo, ya habría sido asombroso para una carga normal; pero, encima, había necesidades añadidas para el plan de camuflaje. Esto incluía una carga parcial de artículos comprados a toda prisa para poder contar con un manifiesto real, en donde disimular los artículos falsos, y suministros necesarios para remodelar los compartimentos de carga, una vez que estuvieran en ruta. Los más vitales, y los más caros, resultaron ser los extremadamente avanzados bloqueadores betanos de detectores de masa; con los cuales, esperaba Miles, podrían frustrar la inspección de los mercenarios oseranos. Le había hecho falta reunir todo el peso político posible, apoyándose en el nombre de su padre, para convencer a la compañía representante betana de que él era un comprador calificado del nuevo equipo todavía parcialmente clasificado.
Los bloqueadores de masa venían con un manual de instrucciones asombrosamente largo. Miles, estudiándolo con perplejidad, comenzó a sentir escrúpulos sobre la designación de Jesek como ingeniero. Éstos cedieron, a medida que pasaron las horas, hasta convertirse en dudas más frenéticas acerca de si el tipo ni tan siquiera aparecería. El nivel de líquido en la botella de Mayhew, ahora completamente expropiada por Miles, bajó drásticamente, y Miles transpiraba absolutamente insomne.
Las autoridades del puerto de lanzaderas, desubrió Miles, no eran amigas de que sus elevados honorarios por uso se pagaran a crédito. Se vio forzado a desprenderse totalmente de su asignación para viajes. En Barrayar, esa asignación le había parecido sumamente generosa, pero con la succión de estas nuevas exigencias, se esfumó literalmente de la noche a la mañana. Poniéndose creativo, Miles cambió su billete de regreso en primera clase por uno de tercera clase en una de las líneas espaciales más conocidas; luego el de Bothari; luego el de Elena; luego los tres fueron cambiados por billetes de una línea de la que Miles jamás había oído hablar; después, murmuró en voz baja y culpable un "le compraré a todo el mundo un billete nuevo cuando regresemos... o llevaré un cargamento a Barryar en la RG 132", y cambió los pasajes por efectivo. Al término de dos días, se encontró tambaleando sobre una confusa estructura financiera compuesta de verdades, mentiras, créditos, compras en efectivo, adelantos, recortes, una pizca de soborno, anuncios falsos e, incluso, otra hipoteca por otra porción de su tierra de labranza reluciente–en–la–oscuridad.
Los suministros fueron cargados. El envío de Daum, un fascinante conjunto de embalajes de plástico, anónimos y de formas extrañas, fue embarcado. Jesek apareció. Fueron comprobados los sistemas y a Jesekk le pusieron a trabajar de inmediato en algunas reparaciones vitales. El equipaje, revisado ligeramente, fue vuelto a empaquetar y cargado por fin. Hubo algunas despedidas, y se evitaron otras cuidadosamente. Miles había informado debidamente a Bothari de su conversación con el teniente Croye; no era culpa de Miles si Bothari descuidó preguntarle de qué le había hablado. Por último, ahí estaban, en la dársena 27 del puerto de lanzaderas de Silica, listos para partir.
– Los honorarios del cargador – declaró el jefe de cargamento del puerto –. Trescientos diez dólares betanos; no se acepta moneda extranjera. – Sonrió amablemente, como un tiburón sumamente cortés.
Miles se aclaró nerviosamente la garganta; su estómago hacía ruidos. Mentalmente revisó sus finanzas. Los recursos de Daum habían sido agotados en los dos últimos días; de hecho, si algo que Miles había oído era cierto, el tipo planeaba dejar impagada su cuenta en el hotal. Mayhew ya había puesto todo su dinero para las reparaciones de emergencia que requirió la nave. Y él se había gastado incluso un préstamo de su abuela. Cortésmente, ella lo había llamado su "inversión". Igual que El Ciervo de Oro, había dicho. Algún tipo de asno, en todo caso. Miles había reflexionado en un momento de duda; luego aceptó, avergonzado, pero demasiado acosado para resistirse a la oferta.
Miles tragó saliva – quizás era el orgullo bajando lo que producía esa hinchazón –, sujetó al sargento de la manga, lo llevó a un lado y bajó la voz.
– Sargento... sé que mi padre le dio una asignación de viaje...
Bothari retorció los labios pensativamente y miró a Miles de manera penetrante. Él sabe que puede acabar con el plan aquí mismo, pensó Miles, y volver a su vida de aburrimiento; sabe Dios que mi padre le respaldaría. Le repugnaba engatusar a Bothari, pero agregó:
– Podría pagarte en dos semanas, dos por uno... ¿para tu bolsillo izquierdo? Te doy mi palabra.
Bothari frunció el ceño.
– No es necesario que empeñe su palabra conmigo, mi señor. Eso ya fue arreglado hace mucho. – Miró a su señor, vaciló un momento y suspiró y, luego, vació lastimosamente sus bolsillos en las manos de Miles.
– Gracias. – Miles sonrió torpemente, se dio la vuelta y volvió a darse la vuelta, dirigiéndose nuevamente a Bothari –. Yo..., ¿podríamos dejar esto entre nosotros? Quiero decir, no hay necesidad de mencionárselo a mi padre, ¿no?
En un costado de la boca, el sargento mostró una sonrisa involuntaria.
– No, si me lo devuelve – murmuró suavemente.
Y todo estuvo dispuesto entonces. Qué felicidad debían sentir los capitanes militares de una nave, pensó Miles, cargar todo en la cuenta del emperador, sencillamente. Deben de sentirse como una cortesana con una tarjeta de crédito; no como nosotras, pobres chicas trabajadoras.
Estaba de pie en la sala de navegación y comunicaciones de su propia nave y miraba a Arde Mayhew, de lejos más alerta y concentrado de lo que Miles jamás le hubiera visto antes, completando la lista de chequeo del control de tráfico. En la batalla apareció el ocre creciente de Colonia Beta.
– Tienen paso para salir de la órbita – llegó la voz del control de tráfico.
Una ola de vertiginosa excitación invadió a Miles. Realmente iban a lograrlo...
– Un minuto RG 132 – agregó la voz –, tiene una comunicación.
– Pásela – dijo Mayhew, ajustando el receptor.
Esta vez apareció en la pantalla un rostro frenético, y no uno que Miles quisiera ver. Se cruzó los brazos, reprimiéndose la culpa.
El teniente Croye habló tenso, urgente.
– ¡Mi señor! ¿Está el sargento Bothari con usted?
– No en este momento, ¿por qué?
El sargento estaba abajo, con Daum, empezando ya a desmontar las mamparas.
– ¿Quién está con usted?
– Sólo el oficial piloto Mayhew y yo. – Miles contuvo el aliento. Estaban tan cerca...
Croye se calmó apenas un poco.
– Mi señor, no podía usted saberlo, pero ese ingeniero que contrató es un desertor del Servicio Imperial. Debe traer la nave de vuelta de inmediato, y encontrar algún pretexto para que él le acompañe. Asegúrese de que el sargento Bothari esté con usted. El tipo es considerado como peligroso. Tendremos una patrulla betana de seguridad esperando en la dársena. Además – Croye miró algo a su lado –, ¿qué diablos le hizo ese tipo a Tav Calhoun? Está aquí en la embajada pidiendo a gritos ver al embajador...
Los ojos de Mayhew se abrieron alarmados.
– Uh... – dijo Miles. Taquicardia, así se llamaba. ¿Podían tenerse ataques cardíacos a los 17 años? –. Teniente Croye, su transmisión llega muy distrosionada, ¿podría repetirla?
Miró a Mayhew implorante, éste indicó el panel con un gesto. Croye recomenzó su menaje; empezaba a parecer preocupado. Miles abrió el panel y miró la compleja masa de cables. Su cabeza parecía nadar aturdida en el pánico. Estaban tan cerca...
– Hay distorsión aún, señor – dijo Miles vivazmente –. Espere, aquí, lo arreglaré. Oh, maldita sea... – Arrancó seis cables al azar: la imagen se disolvió en nieve reluciente. Croye quedó interrumpido en mitad de una frase.
– ¡Vámonos, Arde! – gritó Miles.
Mayhee no necesitó que le insistieran. Colonia Beta quedó rápidamente tras ellos.
Muy mareado. Y con náuseas. Maldita sea, esto no es la gravedad cero. Se sentó abruptamente en la cubierta, debilitado por el inminente desastre. No, era algo más. Tuvo un pantallazo paranoico sobre plagas alienígenas, entonces se dio cuenta de lo que le estaba pasando.
Mayhew observó, alarmado al principio, y sarcásticamente consciente después.
– Era hora de que el mejunje te hiciera efecto – observó, y llamó por el intercomunicador – ¿Sargento Bothari? ¿Podría pasarse por la sala de navegación, por favor? Su, eh..., señor le necesita.
Sonrió ácidamente a Miles, quien estaba empezando a arrepentirse seriamente de algunas de las cosas severas que le había dicho a Mayhew tres días antes.
El sargento y Elena aparecieron. Elena estaba diciendo:
– ... está todo tan sucio. Las puertas del botiquín se me quedaron en la mano y... – Bothari se alertó de golpe ante la postura encorvada y confusa de Miles e interrogó a Mayhew con una furiosa mirada.
– Su crema de metilo se acabó – explicó Mayhew –. Te he metido en un apuro, ¿no chico?
Miles balbuceó un gemido inarticulado. Bothari gruñó algo exasperadamente en voz baja, acerca de "lo merece"; lo alzó y se lo cargó sin ninguna ceremonia sobre los hombros.
– Bueno, al menos dejará de saltar por las paredes y nos dará un respiro – dijo alegremente Mayhew –. Jamás he visto a nadie acelerarse con ese mejunje como lo ha hecho él.
– Oh, ¿ese licor era un estimulante? – inquirió Elena –. Me preguntaba por qué no dormía.
– ¿No lo adivinó? – se rió entre dientes Mayhew.
– No, en realidad.
Miles giró la cabeza, mirando del revés el rostro preocupado de Elena, y sonrió débilmente como para tranquilizarla. Remolinos brillantes, negros y púrpuras, le nublaban la visión.
La risa de Mayhew se evaporó.
– Dios mío – dijo consternado –, ¿quiere decir que es así todo el tiempo?
8
Miles apagó el soldador y se quitó las gafas de protección. Hecho. Miró otra vez con orgullo la prolija soldadura que sellaba el último falso tabique. Si no puedo ser soldado, pensó, puedo tener futuro como asistente de ingeniero. Por el momento, ser enano tiene su utilidad... Gritó por detrás de su hombro:
– Ya puedes sacarme.
Unas manos aferraron sus botas por los tobillos y le sacaron fuera del incómodo espacio.
– Prueba tu caja negra ahora, Baz – sugirió, sentándose y estirando sus músculos acalambrados.
Daum miró ansiosamente por encima del hombro del ingeniero cuando éste empezó, una vez más, a imitar los procedimientos de inspección. Jesek caminaba de una punta a otra junto al compartimiento, controlando. Al fin, por primera vez en siete ensayos, todas las luces del instrumento permanecieron verdes.
Una sonrisa iluminó su rostro fatigado.
– Creo que lo hemos logrado. Según esto, detrás de esta pared no hay nada, salvo otra pared.
Miles sonrió a Daum.
– Le di mi palabra de que juntos lo haríamos a tiempo, ¿no?
Daum devolvió otra sonrisa, aliviado.
– Tiene suerte de no ser dueño de una nave más veloz.
Sonó el intercomunicador de la bodega.
– E, mi señor – llamó Mayhew. Tenía un matiz que sobresaltó instantáneamente a Miles.
– ¿Problemas, Arde?
– Estaremos llegando al salto de Tau Verde en unas dos horas. Aquí fuera hay algo que creo que el mayor y usted deberían ver.
– ¿Mercenarios? ¿De este lado de la salida? No tienen autoridad legal...
– No, es una baliza, de algún tipo. – Mayhew parecía claramente descontento –. Si esperaban esto, creo que podían habérmelo dicho...
– Vuelvo en unos minutos, Baz – prometió Miles –, y te ayudaremos a reordenar la carga más artísticamente. Tal vez podríamos apilar algo contra la primera soldadura que hice.
– No está tan mal – le aseguró Jesek –. He visto trabajos profesionales menos prolijos.
En la sala de navegación, Miles y Daum encontraron a Mayhew mirando, aflligido, un mensaje en la pantalla.
– ¿Qué es, Arde? – preguntó Miles.
– Una baliza oserana de advertencia. Tienen que ponerla para las rutas mercantes regulares, se supone que para prevenir accidentes y malentendidos en caso de que alguien no sepa lo que está pasando al otro lado..., pero esta vez hay un impreviso. Escuchen esto.
Conectó el audio.
– Atención. Atención. A todas las naves comerciales, militares o diplomáticas que proyectan entrar al espacio local de Tau Verde, advertencia. Están entrando a un área milita restringida. Todo el tráfico que entre, sin excepción, está sujeto a registro y embargo por contrabando. La no cooperación será interpretada como hostil; y la nave, sujeta a confiscación o destrucción sin más aviso. Proceden a su propio riesgo.
"Al llegar al espacio local de Tau Verde, todas las naves serán abordadas para inspección. Los pilotos de salto quedarán detenidos, desde ese momento, hasta que la nave finalice su contacto con Tau Verde IV y retorne al punto de salto. Los pilotos obtendrán el permiso de volver a su nave al finalizar la inspección de salida...
– Rehenes, maldita sea – gruñó Daum –. Ahora están haciéndose con rehenes.
– Y una elección muy astuta de rehenes – agregó Miles entre dientes –. Especialmente, para un cul–de–sac como Tau Verde, al retener a los pilotos de salto le deja a uno atrapado como un bicho en una botella. Si no eres un buen turista, podrían no permitirte volver a casa. ¿Es esto nuevo, dice usted?
– Cinco meses atrás no lo hacían – respondió Daum –. No he oído una palabra de casa desde que salí, pero esto significa que la lucha aún continúa, al menos. – Miró intensamente la pantalla, como si a través de la entrada invisible pudiera ver su país.
El mensaje continuaba con especificaciones técnicas y terminaba:
– Por orden del almirante Yuan Oser, comandante, Flota de Mercenarios Libres Oseranos, bajo contrato con el gobierno legal de pelias, Tau Verde IV.
– ¡Gobierno legal! – señaló coléricamente Daum –. ¡Pelianoa! Malditos criminales autoengrandecidos...
Miles silbó sin sonido y miró hacia la pared. Si yo fuera realmente un empresario nervioso tratando de descargar allí ese extraño lote, ¿qué haría?, se preguntó. No me haría feliz el dejar a mi piloto, pero... estando amordazado, ciertamente no discutiría. Dóciles.
– Vamos a ser dóciles – dijo Miles enérgicamente.
Se demoraron medio día en las cercanías de la salida para dar los últimos toques a los arreglos del cargamento y ensayar sus papeles. Miles llevó aparte a Mayhew para un debate íntimo, presenciado únicamente por Bothari. Empezó con franqueza, estudiando el rostro contrariado del piloto.
– Bien, Arde, ¿quieres desistir?
– ¿Puedo? – preguntó el piloto, esperanzado.
– No voy a ordenarte que seas un rehén. Si eliges ofrecerte voluntariamente, juro no abandonarte en esa situación. Bueno, ya lo he jurado, como tu señor, pero no espero que conozcas...
– ¿Qué pasa si no me ofrezco voluntariamente?
– Una vez que saltemos al espacio local de Tau Verde, no tendríamos manera efectiva de resistirnos a una petición de que te entregases; así que, si no quieres hacerlo, supongo que nos disculparemos con Daum por haber gastado su tiempo y su dinero, y volveremos a casa. – Miles suspiró –. Si Calhoun estaba en la embajada cuando partimos por la razón que yo creo, probablemente a estas alturas habrá iniciado un proceso legal para recuperar la nave. – Trató de alegrar algo la voz –. Espero que terminemos de vuelta donde empezamos cuando nos conocimos, sólo que más pobres. Quizás encuentre alguna forma de compensarle a Daum por sus pérdidas... – Miles fue arrastrando por pensamientos de arrepentimiento.
– ¿Qué hay si...? – empezó decir Mayhew. Miró a Miles con curiosidad –. ¿Qué hay si ellos quisieran, digamos, al sargento Bothari en vez de a mí? ¿Qué hubieras hecho entonces?
– Oh, entraría – contestó Miles automáticamente; luego se detuvo. El aire parecía vacío, en espera de una explicación –. Eso es diferente. El sargento es... mi vasallo.
– ¿Y yo no? – preguntó irónicamente Mayhew –. El Departamento de Estado se sentirá aliviado.
Hubo un silencio.
– Yo soy tu señor – replicó Miles al fin, sobriamente –. Lo que tú eres es una cuestión que sólo tú puedes responder.
Mayhew miró su regazo y se frotó la frente con aire cansado; un dedo acariciaba inconscientemente un círculo plateado de su injerto. Miró a Miles después, con un deseo extraño en su mirada que le recordó a Miles, por un inquietante momento, la nostalgia de Baz Jesek.
– Yo ya no sé quién soy – dij Mayhew finalmente –. Pero haré esto por ti. Y el resto de la comedia.
Un vértigo, un mareo con náuseas, unos segundos de estática en la mente, y el salto a Tau Verde estuvo hecho. Miles rondaba impaciente en la sala de navegación y comunicaciones esperando que Mayhew, cuyos segundos habían sido bioquímicamente estirados a horas subjetivas, resurgiera de entre sus auriculares. Una vez más se preguntó qué era exactamente lo que experimentaban los pilotos en un salto que no experimentasen también los pasajeros. Y adónde fueron los de la única nave de entre diez mil que realizó un salto y jamás volvió a ser vista. «Salta al infierno» era una vieja maldición que casi nunca se oía en boca de un piloto.
Mayhew se quitó los auriculares, se estiró y exhaló profundamente. Su cara parecía gris y ajada, agotada por la concentración del salto.
– Éste ha sido fuerte – murmuró. Luego, se enderezó y encontró la mirada de Miles –. Nunca será un recorrido popular, te lo aseguro, chico. Interesante, sin embargo.
Miles no se molestó en corregir el honorífico. Dejando descansar a Mayhew, se acercó él mismo a la consola y ordenó una vista del mundo exterior.
– Bueno... – murmuró tras un momento –, ¿dónde están ellos? No me vais a decir que tenemos la fiesta preparada y el invitado de honor no viene... ¿Estamos en el sitio correcto? – le preguntó ansiosamente a Mayhew.
Mayhew alzó las cejas.
– Chico, al final de un salto por un agujero de gusano, o estás en el sitio correcto o estás desparramado entre Antares y Oz. – Lo comprobó, de todas maneras –. Parece que si...
Cuatro horas enteras pasaron hasta que al fin se aproximó una nave mercenaria. Miles estaba tenso. El lento acercamiento parecía cargado de una deliberada amenaza. Entonces la voz hizo contacto. El tono cansado del oficial mercenario aclaró las cosas: estaban paseando. Un tanto irregularmente, fue botada una lanzadera de abordaje. Miles iba y venia por el pasillo al que llegaría la lanzadera. Escenarios de posibles de sastres centelleaban en su mente. Daum había sido traicionado por un colaboracionista. La guerra había terminado y el bando que tenia que pagarles había perdido. Los mercenarios se habían vuelto piratas e iban a robarle la nave. Su detector de masa se había roto accidentalmente y por lo tanto, harían la inspección físicamente y... Una vez que se le ocurrió, esta última idea le pareció tan probable que contuvo el aliento hasta ver entre los abordados al técnico mercenario a cargo del instrumento.
Había nueve de ellos, todos hombres, todos más corpulentos que Miles y todos letalmente armados. Bothari, desarmado y descontento por tal motivo, se mantenía detrás de Miles y los examinaba fríamente.
Tenían algo de abigarrado. ¿Los uniformes blanco y gris? No eran particularmente viejos, pero algunos estaban sin remendar, y otros sucios. ¿Estaban tan ocupados que no podían perder tiempo en cosas no esenciales o, simplemente, eran demasiado holgazanes para mantener el porte? Al menos uno parecía desconcentrado, recostado contra la pared. ¿Borracho en horas de servicio? ¿Estaría recuperándose de alguna herida? Traían consigo una rara variedad de armas: inmovilizadores, arcos de plasma, pistolas de agujas. Miles trató de contabilizarlas y evaluarlas como lo haría Bothari. Era difícil decir su estado de funcionamiento desde allí
– Está bien. – Un hombre corpulento se abrió paso por el grupo –. ¿Quién está a cargo de este casco viejo?
Miles dio un paso al frente.
– Soy Naismith, el propietario, señor – declaró, tratando de sonar muy cortés. El grandullón obviamente comandaba el grupo de abordadores y, tal vez, el crucero, a juzgar por las insignias de rango.
El capitán de los mercenarios miró a Miles; un gesto de las cejas y un ademán desdeñoso de destitución categorizaron claramente a Miles como «No Amenaza». Es precisamente lo que yo quería, se recordó a sí mismo enérgicamente Miles. Bien.
El mercenario exhaló un suspiro de aburrimiento.
– Está bien, bajito, terminemos rápido con esto. ¿Ésta es toda tu tripulación? – Señaló a Mayhew y a Daum, poniéndose al lado de Bothari.
Miles parpadeó y sofocó un destello de cólera.
– Mi maquinista está en su puesto, señor – dijo, esperando haber logrado el tono de un hombre tímido ansioso por complacer.
– Registradlos – ordenó el grandullón por encima de su hombro.
Bothari se puso rígido; Miles respondió al fastidio del sargento con un gesto disimulado, indicándole aceptar. Bothari se sometió a ser registrado con un desagrado evidente, que no se le escapó al capitán mercenario. Una amarga sonrisa se deslizó por el rostro del hombre.
El capitán mercenario separó a sus hombres en tres grupos de inspección, indicándole a Miles y a su gente que caminaran delante hacia la sala de navegación. Sus dos soldados comenzaron a revisar aquí y allí todo lo que aparecía separado, desmontando incluso el acolchado de las sillas giratorias. Dejaron todo desarreglado y fueron hacia los camarotes, donde el registro adquirió la naturaleza de un acto de saqueo. Miles apretó los dientes y sonrió dócilmente cuando sus efectos personales fueron arrojados desordenadamente al piso y desparramados con los pies.
– Estos tipos no tienen nada de valor, capitán Auson – dijo un soldado, salvajemente decepcionado –. Espere, aquí hay algo...
Miles quedó congelado, aterrado ante su propia indiferencia. Al reunir y esconder sus armas personales, había omitido la daga de su abuelo. La había traído más como un recuerdo que como arma, semiolvidada en el fondo de una valija. Se suponía que perteneció al conde Selig Vorkosigan en persona; el viejo la había apreciado como la reliquia de un santo. Si bien no era, evidentemente, un arma apta para inclinar la balanza de la guerra en Tau Verde IV, tenía en la empuñadura el escudo Vorkosigan, incrustado en esmalte, oro y joyas.
Miles rogaba que el diseño careciera de significado para un nobarrayarano.
El soldado se la arrojó a su capitán, quien la sacó de la vaina de piel de lagarto. La llevó a la luz, para ver el extraño diseño de la marca de agua en la hoja reluciente; una hoja que había valido diez veces el precio de la empuñadura – incluso en la Epoca del Aislamiento – y que ahora era considerada invaluable por su calidad y mano de obra entre los conocedores.
El capitán Auson no era un conocedor, indudablemente, porque dijo simplemente:
– Uh. Bonita.
La envainó otra vez y se la guardó en la cintura.
– ¡Eh! – Miles se controló a mitad de camino, cuando sentía una hirviente oleada hacia adelante. Dócil. Dócil. Falsificó su arranque haciéndolo pasar por una reacción que encajara con su supuesta personalidad betana –. ¡No estoy asegurado para esa clase de objetos!
El capitán resopló.
– Mala suerte, bajito. – Pero evidenció un momento de duda y curiosidad.
Retrocede, pensó Miles.
– ¿Al menos me darán un recibo?– preguntó lastimeramente.
Auson se mofó.
– ¡Un recibo! ¡Ésa si que es buena! – Los soldados sonrieron groseramente.
Miles controló con esfuerzo su rabia.
– Bueno... al menos no deje que se humedezca; se oxidará si no la seca adecuadamente después de usarla cada vez.
Metal de olla barata – gruñó el capitán mercenario. Lo golpeó con una uña; sonó como una campana –. Quizá pueda hacer poner un buen filo en esa empuñadura de fantasía. – Miles se puso verde. Auson le hizo un gesto a Bothari.
– Abre esa caja, allí
Bothari, como de costumbre, miró a Miles esperando confirmación. Auson frunció el ceño, irritado.
– Deja de mirar al bajito, yo te doy las órdenes ahora.
Bothari se enderezó y alzó una ceja.
– ¿Señor? – inquirió melodiosamente a Miles.
Dócil, sargento, maldita sea, pensó Miles, y le envió el mensaje con una leve compresión de sus labios.
– Obedezca a este hombre, señor Bothari – respondió, demasiado fríamente.
Bothari sonrió ligeramente.
– Sí, señor.
Habiéndose dado la orden de un modo cortante, más a su gusto, el sargento abrió finalmente la caja con una precisa e insultante deliberación. Auson maldijo en voz baja.
El capitán mercenario los condujo a una reunión final en lo que los betanos llamaban la sala de recreación y los barrayaranos, el área de oficiales.
– Ahora – dijo –, van a sacar todo el dinero extranjero. Contrabando.
– ¿Qué? – gritó en un arranque Mayhew –. ¿Cómo puede ser contrabando el dinero?
– Calla, Arde – le susurró Miles –, hazlo.
Auson bien podría estar diciendo la verdad, penso Miles. La moneda extranjera era precisamente lo que la gente de Daum necesitaba para comprar cosas tales como armamento importado y asesores militares. 0, bien, aquello podría ser simplemente el atraco que parecía ser. No importaba. A juzgar por la falta de animación de los presentes, el cargamento de Daum estaba a salvo, y eso era todo lo que contaba. Miles festejó secretamente el triunfo y vació sus bolsillos.
– ¿Eso es todo? – dijo incrédulo Auson cuando pusieron su obsequio final sobre una mesa, delante de él.
– Estamos un poco baj... pobres en este momento – explicó Miles –, hasta que lleguemos a Tau Verde y realicemos algunas ventas.
– Mierda – refunfuñó Auson. Su mirada apuntó exasperadamente a Miles, quien se encogió de hombros desvalido y produjo su más tonta sonrisa.
Entraron tres mercenarios, empujando a Baz y a Elena delante de ellos.
– ¿Encontraron al maquinista? – preguntó cansinamente el capitán, sentado ante la mesa –. Supongo que él tampoco tiene nada. Alzó la vista y vio a Elena. Su aire de aburrimiento se evaporó al instante. Se levantó lentamente –. Bueno, esto está mejor. Estaba empezando a creer que aquí eran todos raros y máscaras de terror. Pero el negocio antes que el placer... ¿Tienes algún dinero que no sea de Tau Verde, cariño?
Elena miró indecisa a Miles.
– Tengo algo – admitió, sorprendida –. ¿Por qué?
– Afuera con él, entonces.
– ¿Miles? – pregunto, esperando una indicación.
Miles aflojó su mandíbula, dolorida ya por la presión.
– Dale tu dinero, Elena – ordenó con voz grave.
Auson se enardeció cuando miró a Miles.
– Tú no eres mi secretaria, bajito, no necesito que transmitas mis órdenes. No quiero volver a oírte repetir nada, ¿entiendes?
Miles sonrió y asintió dócilmente, y se frotó una palma transpirada contra la costura del pantalón, donde faltaba una pistolera.
Elena, confundida, puso quinientos dólares betanos sobre la mesa. Los ojos de Bothari se cerraron por el asombro.
– ¿Dónde conseguiste todo eso? – le susurró Miles cuando Elena volvió de desprenderse del dinero.
– La condesa... tu madre me lo dio – respondió susurrando a su vez –. Me dijo que debería tener algún dinero para gastar por mi propia cuenta en Colonia Beta. No quise aceptar tanto, pero insistió.
Auson contó el dinero y se animó.
– Así que tú eres el banquero, ¿eh, querida? Esto ya es más razonable. Estaba empezando a creer que os estabais resistiendo. – Ladeó la cabeza, examinando a Elena y sonriendo sarcásticamente –. La gente que se me resiste siempre lo lamenta luego.
El dinero desapareció, junto con un magro botín de otros artículos, pequeños y de valor.
El capitán controló el manifiesto de carga.
– ¿Todo bien? – le preguntó al jefe del grupo que había vuelto con Elena y Baz.
– Todas las cajas que rompimos están revisadas contestó el soldado.
– Hicieron un horrible desastre ahí abajo – le comunicó Elena a Miles, hablando entre dientes.
– Shh. No importa.
El capitán mercenario suspiró y empezó a controlar las distintas listas de identificación En un momento, sonrió y miró a Bothari y luego a Elena. Miles transpiraba.
Auson finalizó la comprobación y se reclinó cómodamente en su asiento, delante de la consola del ordenador y mirando hoscamente a Mayhew.
– Tú eres el piloto, ¿no? – preguntó sin entusiasmo.
– Si, señor – respondió Mayhew, bien entrenado por Miles en la docilidad.
– ¿Betano?
– Sí, señor.
– ¿Tú eres?... No importa, eres betano y eso responde a la pregunta: más raritos per cápita que en cualquier otro... ¿Estás listo para ir? Mayhew miró indeciso a Miles.
– ¡Maldita sea! – gritó Auson –.¡Te he preguntado a ti, no al bajito! Ya es bastante terrible que tenga que mirarte la cara en la mesa del desayuno durante las próximas semanas. Se me va a indigestar. Sí, sonríe, tú, pequeño mutante... – Esto último iba dirigido a Miles –. Apuesto a que te gustaría arrancarme el hígado.
Miles suavizó su expresión, preocupado. Estaba convencido de haber permanecido dócil. Tal vez fue Bothari quien sonrió.
– No, señor – dijo vivazmente y pestañeando para parecer dócil.
El capitán mercenario le miró un instante y, luego, refunfuñó:
– Bah, ¡al diablo con eso! – Y se levantó.
Su vista cayó sobre Elena otra vez, sonriendo pensativamente. Elena bajó los ojos. Auson caminó a su alrededor examinándola.
– ¿Sabes qué, bajito? – preguntó Auson en tono benevolente –. Puedes quedarte con tu piloto. He tenido todos los betanos que pueden tenerse, últimamente.
Mayhew suspiró aliviado. Miles se relajó, secretamente alegre.
Auson hizo un ademán hacia Elena.
– Me la llevaré a ella, en cambio. Vete a recoger tus cosas, querida.
Silencio helado.
Auson sonrió a la joven, seductoramente.
– No te perderás nada por no ver Tau Verde, créeme. Sé una buena chica e incluso podrías recuperar tu dinero.
Elena volvió sus ojos dilatados hacia Miles.
– Mi señor... – dijo con voz empequeñecida, indecisa.
No fue un desliz; tenía el derecho de pedir protección a su señor. Él lamentó que en lugar de ello no le hubiera llamado «Miles». La quietud de Bothari era toral, su rostro estaba blanco y endurecido.
Miles avanzó hacia el capitán mercenario; su docilidad se le escapaba inevitablemente.
– El acuerdo dice que usted debe llevarse a nuestro piloto – manifestó con voz contenida.
Auson sonrió perversamente.
– Yo hago mis propias reglas. Se viene ella.
– Ella no quiere ir. Si no quiere al piloto, elija a otro.
– No te preocupes por eso, bajito, lo va a pasar bien. Incluso la tendrás de vuelta cuando regreses... si es que todavía se quiere ir contigo.
– ¡He dicho que elija a otro!
El capitán mercenario se rió entre dientes y le dio la espalda. La mano de Miles se cerró apretándole el brazo. Los otros mercenarios, mirando el espectáculo, ni siquiera se molestaron en sacar las armas. La cara de Auson se iluminó de felicidad, y comenzó a acercarse. Ha estado esperando esto, se dijo Miles; bien, también yo...
La contienda fue breve y desigual. Un apretón, una contorsión, un golpe resonante y Miles cayó boca abajo sobre la cubierta. El sabor metálico de la sangre le llenó la boca. Como un segundo pensamiento del capitán, un puntapié deliberadamente dirigido al vientre le dobló donde estaba y aseguró que Miles no pudiera levantarse en el futuro inmediato.
Miles se retorció de dolor, la mejilla contra el suelo. Gracias a Dios, no ha sido en el tórax, pensó incoherentemente, en una niebla de rabia, náusea y agonía. Miró furtivamente las botas, separadas agresivamente delante de su nariz. La puntera debe de estar forrada de acero...
El capitán Auson giró sobre sus talones, con las manos en las caderas.
– ¿Bien? – preguntó desafiante, dirigiéndose a la tripulación de Miles. Silencio y quietud; todos miraron a Bothari, quien podría haber sido de piedra.
Auson, decepcionado, escupió con desagrado – o no estaba apuntando a Miles, o falló– y murmuró:
– Ah, al diablo con esto. De todas maneras no vale la pena confiscar esta bañera. Un piojoso rendimiento de combustible... – Alzó la voz, dirigiéndose a sus hombres –. Está bien, cargad las cosas, nos vamos. Ven, querida – le dijo a Elena, tomándola rudamente del brazo. Los cinco mercenarios se sacudieron de sus lánguidas posturas y se dispusieron a seguir a su capitán hacia la puerta.
Elena espió por encima de su hombro y advirtió los ojos en llamas de Miles, abrió los labios en un breve «ah» de entendimiento y miró a Auson con fría deliberación.
– ¡Ahora, sargento! – gritó Miles, y se arrojó sobre el mercenario que había elegido. Conmocionado todavía por su encuentro con el capitán, en un rapto de rara prudencia, escogió al que antes había visto apuntalando la pared. El lugar pareció explotar.
Una silla, a la que el sargento había quitado la sujeción sin que nadie lo hubiera notado, voló por la sala para aplastar al mercenario armado con el inhibidor nervioso, antes de que empezara siquiera a desenfundarlo. Miles, ocupado en su propio ataque, oyó pero no vio caer a la segunda víctima del sargento, que cayó profiriendo un carnoso y resonante «¡ugh!». También Daum reaccionó instantáneamente; desarmó limpiamente a su hombre y le arrojó el inmovilizador a un Mayhew azorado. Mayhew miró el arma un segundo, se espabiló, apuntó a tientas y disparó. Lamentablemente, no estaba cargado.
Una de las armas explosionó salvajemente contra una pared alejada. Miles metió con toda su fuerza el codo en el estómago de su hombre y confirmó su temprana hipótesis cuando el sujeto se dobló, vomitando y con arcadas. Incuestionablemente borracho. Miles esquivó el vómito y, finalmente, logró una llave de estrangulamiento. Hizo presión con el máximo de sus Fuerzas por primera vez en la vida. Para asombro suyo, el hombre se sacudió apenas unas veces y se quedó quieto. ¿Se estará rindiendo?, se preguntó confundido. Le giró la cabeza agarrándole por el cabello para mirarle el rostro; el sujeto estaba inconsciente.
Un mercenario, rebotado por Bothari, tropezó con Mayhew, quien, al fin, halló uso para el inmovilizador. Usando el arma como un bastón, golpeó al hombre en las rodillas; le golpeó luego un par de veces más, más bien experimentalmente. Bothari, que pasaba raudo, se detuvo y dijo con tono disgustado:
– ¡Así no! – Tomó el inmovilizador y le metió al hombre desinflado un único y certero impacto.
El sargento procedió luego a asistir a Daum con su segundo mercenario, y todo terminó, salvo por unos alaridos junto a la puerta que acompañaban a un sordo crujido. El capitán mercenario, con la nariz sangrando, yacía en el suelo debajo de Elena.
– Es suficiente – dijo Bothari, y apoyó el cañón de un inhibidor nervioso contra la sien del hombre.
– ¡No, sargento! – gritó Miles. El alarido cesó abruptamente y Auson miró aterrorizado el arma reluciente.
– ¡Quiero romperle las piernas también! – gritó Elena, enfurecida –. ¡Quiero romperle todos los huesos del cuerpo! ¡Le voy a dejar «bajito» a él! ¡Cuando termine va a medir un metro de alto!
– Luego – prometió Bothari. Daum encontró un inmovilizador que funcionaba y el sargento puso al capitán mercenario a su cuidado, librándole provisionalmente de su desgracia. Revisó sistemáticamente la sala después, para asegurarse del estado de los otros –. Tenemos otros tres ahí fuera, mi señor – le recordó a Miles.
– Es cierto – reconoció Miles, mientras se ponía de pie. Y los once o doce en la otra nave, pensó –. ¿Crees que Daum y tú podéis emboscarlos e inmovilizarlos?
– Si, pero... – Bothari sopesó el inhibidor nervioso en su mano –. ¿Puedo sugerir, mi señor, que quizá sea preferible matar soldados en la batalla que matar prisioneros más tarde?
– Tal vez no lleguemos a eso, sargento – dijo Miles ásperamente. Estaba tomando conciencia de todas las caóticas implicaciones de la situación –. Inmovilícelos. Luego..., decidiremos alguna otra cosa.
– Piense rápido, mi señor – sugirió Bothari; y desapareció por la puerta, alejándose misteriosamente silencioso. Daum se mordió el labio con preocupación Y le siguió.
Miles ya estaba empezando a pensar.
– ¡Sargento! – le gritó quedamente –. ¡Deje uno consciente para mí!
– Muy bien, mi señor – llegó por el pasillo la respuesta.
Miles se volvió, resbalando un poco por una mancha de sangre de la nariz de Auson, y contempló el inesperado matadero.
– Dios – murmuró –, ¿qué hago con ellos ahora?
9
Elena y Mayhew aguardaban de pie, mirándole expectantes. Miles se dio cuenta de pronto de que no había visto a Baz Jesek durante la pelea... espera, ahí estaba, clavado en la pared más lejana. Los ojos oscuros parecían agujeros en la cara lechosa, la respiración era entrecortada.
– ¿Estás herido, Baz? – gritó Miles, preocupado. EI maquinista sacudió la cabeza, pero no dijo palabra. Sus miradas se cruzaron, y Jesek desvió los ojos. Miles supo entonces por qué no le había visto.
Estamos en desventaja de dos o tres a uno, penso Miles. No puedo permitirme el lujo de que un combatiente entrenado se ande con miedo. Tengo que hacer algo ahora mismo...
– Elena, Arde, id al pasillo y cerrad la puerta hasta que os llame. – Obedecieron, confundidos.
Miles se acercó a Jesek. ¿Cómo hago un trasplante de corazón en la oscuridad, al tacto, sin anestesia?, se preguntó. Se humedeció los labios y habló con calma.
– No tenemos opción, debemos capturar su nave ahora. La mejor jugada es llevárnosla y hacerles creer que es su propia gente que regresa. Eso sólo puede hacerse en los próximos minutos. La única posibilidad de escapar, para cualquiera de nosotros, es atraparlos antes de que puedan dar la alarma. Voy a asignar al sargento y a Daum para que tomen la sala de navegación y comunicaciones y, de este modo, lo impidan.
La siguiente sección vital es el cuarto de máquinas, con las supresiones que hagan falta.
Jesek volvió la cara a un lado, como un hombre dolorido o afligido. Miles continuó implacablemente:
– Tú eres el hombre para eso, claramente. Así que te asigno a ti y a... – Miles tomó aliento – Elena.
El maquinista miró entonces a Miles, más consumido que antes, si es que eso era posible.
– Oh, no...
– Mayhew y yo rondaremos, inmovilizando todo lo que se mueva. De aquí a treinta minutos, todo habrá terminado, a favor o en contra.
Jesek sacudió la cabeza.
– No puedo – murmuró.
– Mira, no eres el único que está aterrado; yo estoy loco de miedo.
Jesek hizo un gesto con la boca.
– Tú no pareces asustado. Ni siquiera re asustaste cuando ese mercenario cerdo te desafió.
– Eso es porque tengo un impulso natural hacia delante. No hay ninguna virtud en ello, es sólo un acto de equilibrio. No me atrevo a detenerme.
El maquinista volvió a sacudir la cabeza, desesperanzado, y habló en voz baja:
– No puedo. Lo he intentado.
Miles apenas logró evitar un gesto de frustración. Feroces amenazas le pasaron por la mente... No, eso no era conveniente. Seguramente, la cura para el miedo no sería provocar más miedo.
– Te recluto – anunció de repente Miles.
– ¿Qué?
– Te reclamo. Te... te confisco. Me apodero de tu propiedad, de tu adiestramiento, eso es, por exigencias de la guerra. Esto es absolutamente ilegal, pero ya que, de todas maneras, estás bajo sentencia de muerte, ¿qué importa? Arrodíllate y pon tus manos entre las mías.
Jesek se quedó boquiabierto.
– No puedes... yo no soy... Nadie, sino un oficial designado por el emperador puede tomar juramento a un vasallo y yo ya le presté juramento a él cuando obtuve mi nombramiento... y lo rompí cuando... – se interrumpió.
– O un conde o el heredero de un conde – observó Miles –. Admito tanto el hecho de que estés bajo juramento previo con Gregor, como el que un oficial introduzca en él una innovación. Sólo tendremos que cambiar un poco la fórmula.
– Tú no eres... –Jesek le miró –. ¿Qué diablos eres tú? ¿Quién eres?
– De eso no quiero hablar siquiera. Pero soy realmente vasallo secundus de Gregor Vorbarra y puedo tomarte como vasallo y voy a hacerlo ahora mismo, porque estoy endiabladamente apurado y podemos arreglar los detalles luego.
– ¡Tú eres un lunático! ¿Qué carajo crees que va a conseguir eso?
Distraerte, pensó Miles... y ya está funcionando.
– Puede ser, pero soy un Vor lunático. ¡Abajo!
El maquinista se arrodilló, mirando incrédulamente. Miles le agarró las manos y comenzó.
– Repite esto: «Yo, Bazil Jesek, declaro bajo juramento que soy, soy, soy un vasallo militar renegado de Gregor Vorbarra; pero de todas formas tomo servicio bajo... bajo... (Bothari va a enardecerse como el demonio si quebranto la seguridad), bajo este lunático que está frente a mi», mejor dicho, «este Vor lunático como simple hombre de armas, y le respetaré como mi señor y comandante hasta que mi muerte o la suya me libere».
Jesek, como hipnotizado, repitió el juramento palabra por palabra.
Miles prosiguió.
– «Yo... » (mejor me salto esa parte), «yo, vasallo secundus del emperador Gregor Vorbarra, acepto tu juramento y prometo protegerte como tu señor y comandante; por mi palabra de... bueno, por mi palabra». Ya está. Ahora tienes el dudoso privilegio de seguir mis órdenes al pie de la letra y de dirigirte a mi como «mi señor», sólo que mejor no lo hagas delante de Bothari hasta que tenga oportunidad de darle despacio la noticia. Ah, y algo más...
El maquinista le miraba perplejo.
– Estás en casa. Por lo que pueda valer.
– ¿Eso fue de verdad?
– Bueno... es un poco irregular; pero, por lo que he leído de nuestra historia, no puedo evitar pensar que se acerca más al original que la versión oficial.
Llamaron a la puerta. Daum y Bothari tenían un prisionero, las manos atadas por detrás de la espalda. Era el piloto, a juzgar por los círculos plateados en la frente y en las sienes. Miles supuso que por eso le había escogido Bothari; tenía que conocer todos los códigos de reconocimiento. La pose desafiante del mercenario le causó a Miles una fastidiosa premomción de problemas.
– Baz, que Elena y el mayor te ayuden a llevar a estos tipos a la bodega 4, la que está vacía. Podrían despertarse y ponerse ingeniosos, así que suelda la cerradura cuando estén encerrados. Luego abre nuestro arsenal, trae los inmovilizadores y los arcos de plasma, y revisa la lanzadera de los mercenarios. Nos encontraremos allí contigo en unos minutos.
Cuando Elena arrastró el último cuerpo inconsciente sujetándole por los tobillos – era el capitán mercenario, y ella no se preocupó mucho de contra qué golpeaba su cabeza por el camino –, Miles cerró la puerta y se volvió hacia el prisionero, al que sostenían Mayhew y Bothari.
– Ya sabes – se dirigió al hombre, en tono de disculpa –, apreciaría mucho que pudiéramos evitar los preliminares e ir directamente a tus códigos. Ahorraría un montón de molestias.
– Seguro que lo haría... para ti. ¿No tienes la droga de la verdad, no? Qué mal, enano, estás de mala suerte.
Bothari se tensó, los ojos extrañamente iluminados; Miles le detuvo con un leve ademán.
– Todavía no, sargento.
Miles suspiró.
– Es cierto, no tenemos ninguna droga, lo siento. Pero, no obstante, debemos obtener tu cooperación – le dijo al piloto mercenario, apuntándole con el dedo.
El hombre sonrió despectivamente.
– Métete el dedo en el culo, enano.
– No tenemos intención de matar a tus amigos – agregó esperanzado Miles –, sólo inmovilizarlos.
El mercenario alzó orgullosamente la cabeza.
– El tiempo está de mi lado. Lo que podáis hacerme, puedo aguantarlo. Si me matáis, tampoco puedo hablar.
Miles llevó a Bothari aparte.
– Ésta es tu área, sargento – le dijo en voz baja –. Me parece que él tiene razón. ¿Qué piensas al respecto de abordarlos a ciegas, sin códigos? ¿Acaso podría ser peor que si nos diera uno falso? Podríamos omitir esto... – Un nervioso ademán de su mano indicó al piloto mercenario.
– Sería mejor con los códigos – declaró el sargento, inflexible –. Más seguro.
– No veo cómo podemos obtenerlos.
– Yo puedo obtenerlos. Siempre se puede destrozar a un piloto. Si me diera vía libre, mi señor...
La expresión del rostro de Bothari perturbó a Miles. La seguridad estaba bien, era el aire de placer anticipado lo que le provocó un nudo en las entrañas.
– Debe decidirse ahora, mi señor.
Pensó en Elena, Mayhew, Daum y Jesek, que le habían seguido hasta este lugar; y quienes no estarían allí de no ser por él...
– Adelante, sargento.
– Tal vez prefiera esperar en el pasillo.
Miles negó con la cabeza, sintiéndose descompuesto.
– No. Yo lo he ordenado, y estaré presente.
Bothari hizo un gesto de asentimiento.
– Como quiera. Necesito el cuchillo. – Señaló la daga que Miles había recuperado del capitán mercenario y que colgaba de su cinturón. Miles, de mala gana, la sacó y se la entregó al sargento. La cara de Bothari se iluminó ante la belleza de la hoja, su templada flexibilidad y el increíble filo –. Ya no las hacen como ésta – murmuró.
¿Qué planea hacer con ella, sargento?, se preguntó Miles; pero no se animó a preguntarlo. Si le dices que se baje los pantalones, detendré la sesión ahora mismo, con códigos o sin códigos...
El prisionero estaba tranquilo, incluso un poco desafiante. Miles probó una vez más.
– Será mejor que cooperes. – El hombre sonrió.
– No puedes comprarme, enano, no le temo a un poco de dolor.
Yo si lo temo, pensó Miles. Se hizo a un lado.
– Es suyo, sargento.
– Sujétenlo firme – dijo Bothari. Miles aferró el brazo derecho del prisionero; Mayhew, perplejo, sujetó el izquierdo.
El mercenario se dio cuenta de la cara de Bothari y su sonrisa desapareció. Un lado de la boca del sargento se alzó en una sonrisa que Miles jamás había visto antes y que, inmediatamente, esperó no volver a ver otra vez. El mercenario tragó saliva.
Bothari puso la punta de la daga contra el borde del glóbulo de metal plateado en la sien derecha del hombre y movió un poco la hoja para encajar la punta haciendo palanca. El mercenario miró con los ojos desorbitados hacia su propia sien.
– No te atreverás... – susurró. Una gota de sangre formó un aro en torno al circulo.
El mercenario inhaló ásperamente y dijo:
– ¡Espere...!
Bothari retorció un poco más la daga, sujetó el botón entre el índice y el pulgar de su mano libre y pegó un tirón. Un chillido ululante salió de la garganta del mercenario. Se libró convulsivamente de la sujeción de Miles y de Mayhew y cayó de rodillas, con la boca abierta y los ojos agigantados por la conmoción.
Bothari bamboleó el injerto delante de los ojos del prisionero. Alambres delgados como cabellos colgaban del botón como patas de arañas. Lo giró. Un destello brillante y una mancha de sangre: miles de dólares betanos en circuitos y microcirugía convertidos instantáneamente en basura.
Mayhew se puso del color de la avena ante ese increíble vandalismo. El aliento se le escapó del cuerpo en un apagado gemido. Se dio la vuelta y fue a apoyarse contra la pared del rincón; poco después se inclinó, ahogado por el vómito.
Hubiera deseado que no presenciase esto, penso Miles. Hubiera deseado que estuviese Daum en su lugar. Hubiera...
Bothari se agachó hasta poner su cara al nivel de la cara de la víctima. Alzó nuevamente la daga. El piloto mercenario retrocedió hasta golpearse contra la pared y se quedó encogido, sentado, incapaz de alejarse más. Bothari se le acercó y puso la punta del arma contra el botón de la frente.
– El dolor no es lo importante – susurró con voz ronca. Hizo una pausa; luego, agregó, en voz más baja todavía –: Habla.
El hombre soltó la lengua de repente, vertiendo traición en su terror. Miles consideró que no había ningún indicio de subterfugio en la información que manaba frenéticamente de la boca del hombre. Se sobrepuso a su propio malestar para escuchar atentamente, de modo que nada se le pasara; seria insoportable que este sacrificio fuera malgastado.
Cuando el hombre empezó a repetirse, Bothari le arrastró hasta el pasillo de la lanzadera; el prisionero iba encogido, marchando a salto de rana. Elena y los otros miraron al mercenario con incertidumbre – un hilo de sangre bajaba de su sien –, pero no hicieron ninguna pregunta. A la más leve insinuación de Bothari, el piloto capturado explicó el plano interno del crucero. Bothari le empujó a bordo de la lanzadera y le amarró a un asiento, donde se desplomó y entró en convulsiones. Los demás, incómodos, desviaron la mirada del prisionero y eligieron sentarse lo más lejos posible.
Mayhew se sentó cautamente frente a los controles manuales de la nave y flexionó los dedos.
Miles fue a su lado.
– ¿Serás capaz de manejar esta cosa?
– Sí, mi señor.
Miles advirtió el perfil vacilante de Mayhew.
– ¿Estarás bien?
– Sí, mi señor. – Los motores de la lanzadera cobraron vida y la nave se separó de la RG 132 –. ¿Sabías que iba a hacer eso? – preguntó súbitamente Mayhew en voz baja. Miró por encima del hombro a Bothari y su prisionero.
– No exactamente.
Mayhew apretó los labios.
– Loco bastardo.
– Mira, Arde, mejor mantén esto en rumbo – murmuró Miles –. Lo que Bothari hace bajo mis órdenes es responsabilidad mía, no suya.
– Al diablo con eso. Yo vi la mirada en su rostro. Él lo disfrutó; tú, no.
Miles vaciló. Luego, se repitió, con un énfasis diferente, esperando que Mayhew comprendiera.
– Lo que Bothari hace es responsabilidad mía; hace tiempo que sé eso, así que no me excuso.
– Entonces, él es un psicópata – susurró Mayhew.
– Se controla bien. Pero entiéndeme, si tienes un problema con él, dirígete a mí.
Mayhew maldijo en voz baja.
– Está bien, sois una buena pareja.
Miles estudió la embarcación mercenaria a medida que se iban aproximando. Por lo que se veía en la pantalla, era una veloz y potente nave de guerra, bien armada y de tamaño menor. Sus líneas tenían un aire desafiante que sugería fabricación illyriana; llevaba escrito convenientemente el nombre de Ariel. No había duda de que la pesada RG 132 no hubiera tenido posibilidad alguna de escapársele. Miles sintió una punzada de envidia ante su mortal belleza; entonces cayó en la cuenta de que, si las cosas marchaban como planeaba, iba a adueñarse de esa nave o, al menos, iba a poseerla. Pero la ambigüedad de los métodos emponzoñó su alegría, dejándole sólo un seco y frío nerviosismo.
Llegaron sin problemas ni incidentes a la escotilla de lanzaderas de la Ariel, y Miles fue hasta la popa para ayudar a Jesek en el acoplamiento. Bothari ciñó al prisionero más firmemente a su asiento y apareció junto a Miles; éste decidió no perder tiempo discutiendo con él acerca de la prioridad.
– Está bien – concedió Miles ante la muda demanda de Bothari –, tú primero; pero yo soy el siguiente.
– Mi tiempo de reacción será más rápido si mi atención no está dividida, mi señor.
Miles resopló con exasperación.
– Oh, muy bien. Tú; luego, D..., no; luego, Baz – la mirada del maquinista se topó con la suya –; luego, Daum, yo, Elena y Mayhew.
Bothari aprobó este orden con un leve movimiento de cabeza. La escotilla de lanzaderas rechinó al abrirse y Bothari se deslizó en su interior. Jesek tomó aliento v le siguió.
Miles se detuvo sólo para susurrarle a Elena:
– Mantén a Baz avanzando tan rápido como puedas. No dejes que se detenga.
Escuchó una exclamación que provenía de más adelante – «¿ quién diablos...?» – y el sordo zumbido del inmovilizador de Bothari. Entonces, se deslizó él también por el pasillo.
– ¿Sólo uno? – le preguntó a Bothari, mirando la figura gris y blanca desvanecida en el suelo.
– Hasta ahora – contestó el sargento –. Parece que todavía contamos con el factor sorpresa.
– Bien, mantengámoslo. Dividámonos y actuemos.
Bothari y Daum desaparecieron por el primer corredor. Jesek y Elena se encaminaron en dirección opuesta. Elena lanzó una mirada hacia atrás; Jesek, no. Excelente, pensó Miles. Mayhew y él tomaron la tercera dirección y se detuvieron ante la primera puerta que encontraron cerrada. Mayhew dio un paso adelante, con una especie de indecisa agresividad.
– Yo primero, mi señor.
Dios, es contagioso, se dijo Miles.
– Adelante.
Mayhew tragó saliva, y preparó el arco de plasma.
– Eh, espera un segundo, Arde. – Miles presionó el picaporte. La puerta se abrió suavemente. Le comentó a Mayhew –: Si no está cerrada y empleas el arco, corres el riesgo de soldarla...
– Ah – dijo Mayhew. Cobro ánimos y se lanzó por la apertura con una especie de grito de guerra, apuntando su inmovilizador en todas direcciones. Se detuvo. Era un área de almacenamiento, vacía, excepto por unas cestas de plástico apiladas por ahí.
Ningún signo del enemigo.
Miles echó una mirada por el sitio y volvió hacia la puerta.
– ¿Sabes? – le dijo a Mayhew mientras continuaban avanzando por el pasillo –, sería mejor si no gritamos al entrar; asusta. Va a ser mucho más fácil derribar gente si no salta y se esconde detrás de las cosas.
– En los vídeos lo hacen así – se excusó Mayhew.
Miles, quien originalmente había planeado su primera acometida de un modo muy similar a la que acababa de presenciar, y por la misma razón, se aclaró la voz.
– Supongo que no parece muy heroico andar a escondidas detrás de alguien y dispararle por la espalda; aunque no puedo evitar pensar que sería lo más eficaz.
Subieron por un ascensor y llegaron a otra puerta. Miles volvió a probar el picaporte y nuevamente la puerta se abrió, revelando una cámara en penumbras. Un dormitorio con cuatro literas, tres de ellas ocupadas. Miles y Mayhew entraron sigilosamente Y tomaron posiciones desde donde no podrían fallar. Miles hizo una señal y ambos dispararon a la vez. Volvió a disparar cuando la tercera figura comenzaba a sacudirse entre las mantas buscando un arma colgada junto a su litera.
– ¡Uf! – exclamó Mayhew –. ¡Mujeres! Ese capitán era un cerdo.
– No creo que fueran prisioneras – dijo Miles, encendiendo la luz para una rápida confirmación –. Mira los uniformes. Son parte de la tripulación.
Se fueron del cuarto; Miles iba muy serio. Quizás Elena no hubiera corrido tanto peligro como el capitán mercenario los había llevado a pensar. Demasiado tarde, ahora...
Una voz grave llegó de un recodo:
– Maldita sea, le advertí a ese estúpido hijo de puta...
A la voz siguió el ruido de pisadas rápidas, un ligero galope; venía con el semblante enojado, abrochándose una pistolera, y se topó con ellos.
El oficial mercenario reaccionó instantáneamente, transformando la colisión accidental en una acometida. Mayhew recibió una patada en el vientre. Miles fue empujado contra la pared y se encontró en una confusa y reñida pelea por la posesión de su propia arma.
– ¡Inmovilízalo, Arde! – gritó, sofocado por un codo que le apretaba los dientes.
Mayhew se arrastró hasta el inmovilizador, giró y disparó. El mercenario se desplomó, y el resplandor del rayo hizo caer a Miles de rodillas, aturdido.
– Definitivamente, es mejor pillarlos dormidos – balbuceó Miles –. Me pregunto si hay más como él... ella...
– Ello – resolvió Mayhew resueltamente, volteando al hermafrodita para revelar los rasgos engañosos de lo que podría ser un joven apuesto o una mujer de rostro firme. El cabello oscuro le enmarcaba la cara y le cubría la frente –. Betano, por el acento.
– Tiene sentido – opinó Miles, mientras se incorporaba con esfuerzo –. Creo... – Se aferró a la pared, se golpeó la cabeza contra la misma sin poder evitarlo y luces de extraños colores le nublaron la visión: ser inmovilizado no era tan indoloro como parecía –. Mejor sigamos andando... – Se apoyó agradecido en el brazo que Mayhew le ofreció como sostén.
Revisaron una docena mas de cámaras sin más inconvenientes. Finalmente, llegaron a la sala de navegación, donde se toparon con dos cuerpos apilados junto a la puerta; Bothari y Daum parecían tranquilos.
– Ingeniería informa: misión cumplida – dijo Bothari nada más los vio entrar –. Cuatro inmovilizados, lo que hace un total de siete.
– Nosotros tenemos cuatro – dijo Miles –. ¿Podéis ver si el ordenador tiene algún registro, para controlar si ya tenemos el total?
– Ya está hecho, mi señor – respondió Bothari, relajándose un poco –. Están todos, al parecer
– Bien.
Miles se tambaleó un poco hasta una silla, frotándose la boca dos veces golpeada. El sargento entrecerró los ojos.
– ¿Está usted bien, mi señor?
– Me alcanzó el destello del inmovilizador. Estaré bien. – Hizo un esfuerzo para concentrarse. ¿Qué seguía ahora? –. Supongo que será mejor que encerremos a estos tipos antes de que despierten.
La cara de Bothari se convirtió en una mascara.
– Nos sobrepasan tres a uno y están técnicamente adiestrados. Tratar de mantenerlos a todos prisioneros es sumamente peligroso.
Miles le miró con dureza y le aguantó la mirada.
– Ya pensaré algo – dijo, pronunciando enfáticamente cada palabra.
Mayhew resopló.
– ¿Qué otra cosa se puede hacer? ¿Empujarlos afuera por la cámara de compresión? – El silencio que recibió la broma le hizo cambiar la expresión hasta asustarle.
Miles se incorporó de golpe.
– Tan pronto como los hayamos asegurado, será mejor que pongamos ambas naves en marcha para la reunión. Los oseranos muy pronto empezarán a buscar la nave que falta, aun si no reciben una señal de emergencia. Quizá la gente del mayor Daum pueda encargarse, por nosotros, de estos sujetos, ¿no?
Hizo un gesto hacia Daum, quien se encogió de hombros y respondió:
– ¿Cómo puedo saberlo?
Miles salió hacia la sala de máquinas, con el andar todavía inseguro.
Lo primero que Miles advirtió al entrar en la sala de máquinas fue que el botiquín de primeros auxilios no estaba en su lugar. Tuvo una oleada de aprehensión y comenzó a buscar a Elena. Seguramente, Bothari hubiera informado acerca de heridos... Espera, ahí estaba; poniendo vendas, no siendo vendada.
Jesek estaba desplomado en una silla y Elena le estaba aplicando algo a una quemadura en el brazo. El maquinista le sonreía con una expresión (muy tonta, pensó Miles) de gratitud.
La sonrisa se acentuó al ver a Miles. Se levantó – para sorpresa de Elena, que estaba tratando de ajustar el vendaje en ese momento – y presentó a Miles el vivo saludo del Servicio barrayarano.
– Sala de máquinas asegurada, mi señor – entonó, y luego tragó una risita.
Histeria sofocada, se dijo Miles. Elena volvió a sentarle, exasperadamente, en la silla, donde otra risita ahogada se le escapó. Miles miró a Elena.
– ¿Cómo te fue en tu primera experiencia de combate, eh? – indicó con la cabeza el brazo de Jesek.
– No nos cruzamos con nadie en el camino. Suerte, supongo – explicó la joven –. Los pillamos por sorpresa; entramos de golpe y allí mismo inmovilizamos a dos. Un tercero, que tenia un arco de plasma, se escondió detrás de aquellas tuberías. Entonces esta mujer me saltó encima... – un ademán indicó una figura inconsciente, de blanco y gris, que yacía en la cubierta –; lo cual, probablemente, me salvó la vida, porque el del arco de plasma no podía disparar mientras estábamos peleando por mi inmovilizador. – Miró a Jesek, sonriendo con admiración –. Baz cargó contra él y le puso fuera de combate. Yo estaba medio sofocada por mi rival ya, pero Baz la inmovilizó y todo terminó. Hay que ser audaz para cargar contra un arco de plasma con un inmovilizador. El mercenario sólo llegó a disparar una vez; eso es lo que le pasó a Baz en el brazo. Yo no me hubiera animado a hacer eso, ¿tú lo habrías hecho?
Durante el relato, Miles estuvo caminando por el cuarto, reconstruyendo mentalmente la acción. Empujándolo con la bota, giró el cuerpo inerte del que había usado el arco, y pensó en su propio recuento del día: un borracho tambaleante y dos mujeres dormidas. Los celos le punzaban. Aclaró, pensativo, su garganta y alzó la vista.
– No, yo probablemente hubiera echado mano de mi propio arco de plasma y hubiese intentado fundir los sostenes de esa barra que está ahí para que le cayera encima. Luego, le habría atrapado, tras recibir el golpe, o le habría inmovilizado cuando tratara de salir de ahí abajo.
– Oh – dijo Elena.
La sonrisa de Jesek se evaporó ligeramente.
– No pensé en eso.
Miles se pateó a sí mismo mentalmente. Burro..., ¿qué clase de jefe trata de sacarle puntos de ventaja a un hombre que necesita confianza? Un cretino de miras cortas, obviamente. Este lío estaba sólo empezando. Se enmendó inmediatamente.
– Aunque, quizá, tampoco habría hecho eso, bajo el fuego. Es engañosamente fácil hacer una segunda suposición sobre algo o alguien cuando uno no está en el fragor de la lucha. Lo hiciste extremadamente bien, Jesek.
El rostro de Jesek se puso serio. La sonrisa histérica desapareció, pero dejó un residuo de rigidez en su postura.
– Gracias, mi señor.
Elena salió para examinar a uno de los mercenarios inconscientes, y Baz aprovechó para preguntarle en voz baja a Miles:
– ¿Cómo lo supo? ¿Cómo supo que yo podría...? Diablos, yo mismo no lo sabía. Pensé que jamás podría enfrentarme otra vez al fuego. – Miró vorazmente a Miles, como si fuera una especie de oráculo místico, o un talismán.
– Siempre lo he sabido – mintió alegremente Miles –, desde el momento en que te conocí. Está en la sangre, ya sabes. Hay algo más en ser Vor que el mero derecho de usar una sílaba graciosa delante del nombre.
– Siempre creí que era un cargamento de estiércol – dijo Jesek con toda franqueza –. Ahora... – Sacudió la cabeza con asombro.
Miles se encogió de hombros, ocultando que, secretamente, compartía esa opinión.
– Bien, ahora llevas mi pala, tenlo por seguro. Y, hablando de trabajo..., vamos a amontonar a estos hombres en su propio calabozo, hasta que decidamos cómo disponer de ellos. ¿Esa herida te incapacita, o podrás pronto hacer andar esta nave?
Jesek miró a su alrededor.
– Tienen algunos sistemas bastante avanzados... – dijo con vacilación. Su mirada se encontró con la de Miles, que se mantenía frente a él tan erguido como sus limitaciones le permitían, y su voz se afianzó –. Sí, mi señor, puedo.
Miles, sintiéndose maniáticamente hipócrita, le dirigió al maquinista un firme gesto de jefe, copiado de observar a su padre en los discursos ante el Estado Mayor y en la mesa de su casa a la hora de cenar. Pareció funcionar bastante bien, porque Jesek se tranquilizó y empezó a examinar los sistemas de la sala.
Miles se detuvo al salir, para repetirle a Elena las instrucciones de confinar a los prisioneros. Cuando terminó de hablar, Elena le miró y le preguntó, con suave crueldad:
– ¿Y cómo fue tu primera experiencia de combate?
Miles sonrió involuntariamente.
– Educativa, muy educativa. Ah... ¿por casualidad gritasteis cuando irrumpisteis por la puerta?
Elena parpadeó.
– Claro, ¿por qué?
– Es sólo una teoría que estoy elaborando... – Le dedicó una graciosa reverencia y salió.
El corredor de la lanzadera estaba desierto y silencioso, salvo por el suave susurro de la circulación de aire y de algunos otros sistemas de mantenimiento. Miles se zambulló por el oscuro tubo de lanzamiento y, libre del campo artificial de gravedad que había en la cubierta, flotó hacia adelante. El piloto mercenario seguía amarrado donde le habían dejado, con la cabeza y las piernas colgando por el extraño efecto que la gravedad cero provocaba. Miles se estremeció ante la idea de tener que explicar la herida de aquel hombre.
Los cálculos sobre cómo mantener al hombre bajo control, al llevarle a la celda, se pulverizaron al verle de cerca la cara: los ojos del piloto estaban en blanco; la mandíbula, floja; la frente y el rostro, moteados y sonrojados, y abrasadoramente calientes cuando Miles le tocó de forma vacilante; las manos, como de cera y heladas; las uñas, enrojecidas; el pulso, bajo y errático.
Horrorizado, Miles trató de desatar los nudos que le amarraban y los cortó después con su daga. Le palmeó el rostro, en la mejilla opuesta a la de la seca huella de sangre, pero no pudo despertarle. El cuerpo del mercenario se puso rígido de repente y comenzó a sacudirse y a temblar. Miles se inclinó hacia el hombre y maldijo, pero su voz se volvió sólo un chillido y no pudo articular su mandíbula. Enfermería, entonces, hay que llevarle a la enfermería, traer a la asistente médica y tratar de revivirle; o, si eso fallaba, llamar a Bothari, que estaba más experimentado en primeros auxilios...
Miles cargó al piloto mercenario por el corredor de lanzamiento. Cuando llegó desde la gravedad cero hasta el campo de gravedad, descubrió de golpe lo pesado que era el hombre. Trató primero de acomodarle para llevarlo a la espalda, con el inminente riesgo para su propia estructura ósea. Dio unos pocos pasos con mucho esfuerzo e intentó después arrastrarle por los hombros. El mercenario comenzó a convulsionarse nuevamente. Miles desistió y corrió a buscar la enfermería y una camilla antigravitatoria, maldiciendo durante todo el camino, con voz asustada y lágrimas de frustración en sus ojos.
Llevó tiempo llegar a la enfermería, y llevó tiempo encontrar la camilla. Llevó tiempo localizar a Bothari por el intercomunicador de la nave y ordenarle, con voz furiosa y entrecortada, que se presentara en la enfermería con la asistente médica. Llevó tiempo correr otra vez por la nave vacía con la camilla hasta el pasillo de la lanzadera.
Cuando llegó, el piloto había dejado de respirar. Su rostro era tan de cera como sus manos, los labios estaban violáceos como las uñas y la sangre reseca de la sien parecía un trazo de tiza de color, oscuro y opaco.
La frenética precipitación hizo que los dedos de Miles parecieran gruesos y torpes mientras colocaba la camilla junto al mercenario; se negaba a pensar en aquello como «el cuerpo del mercenario». Y lo transportó nuevamente por el corredor. Bothari llegó a la enfermería en el momento en que Miles ponía al mercenario sobre una mesa de observación.
– ¿Qué le pasa a este hombre, sargento? – preguntó Miles con urgencia.
Bothari miró la figura tiesa del piloto.
– Está muerto – respondió llanamente, dándose la vuelta.
– ¡Todavía no, maldita sea! – gritó Miles –. ¡Tenemos que poder hacer algo para revivirle! ¡Estimulantes, o masaje cardíaco..., congelamiento... ¿Ha encontrado a la asistente?
– Sí, pero estaba demasiado fuertemente inmovilizada para despertarla.
Miles volvió a maldecir y empezó a revolver cajones, buscando medicamentos reconocibles y equipo.
Estaban desordenados; las etiquetas externas, aparentemente, no tenían relación con el contenido de los frascos.
– No servirá de nada, mi señor – dijo Bothari, mirándole impasible – Necesitaría un cirujano. Apoplejía.
Miles se tambaleó sobre sus talones, comprendiendo al fin lo que estaba presenciando. Imaginó los alambres del injerto, arrancados del cerebro, rozando contra una arteria importante y abriendo en ella un surco delgado. Entonces, la debilidad era mayor con cada pulso, hasta que el catastrófico decaimiento llenara los tejidos finalmente con la hemorragia fatal.
¿Tendría esta pequeña enfermería una cámara de congelamiento criógena? Miles se lanzó por la sala, y por la sala contigua, buscando. El proceso de congelación debería comenzarse inmediatamente o la muerte cerebral habría avanzado demasiado para ser reversible... No importaba que apenas tuviera una vaga idea de cómo se preparaba a los pacientes para el tratamiento o de cómo operar el equipo o...
¡Ahí estaba! Una reluciente cámara portátil de metal sobre una camilla flotante. Miles tenia el corazón en la boca. La batería de energía estaba vacía; los tubos de combustible, completamente descargados, y los controles de computación, abiertos como un espécimen biológico cruelmente disecado. Inservible. Bothari seguía de pie, esperando órdenes.
– ¿Necesita alguna otra cosa, mi señor? Me sentiría mejor si pudiera supervisar la búsqueda del armamento mercenario personalmente. – Miró el cadáver con indiferencia.
– Sí... no... – Miles caminó en torno a la mesa de observación a cierta distancia. Su mirada era atraída hacia el oscuro coágulo en la sien derecha del hombre –. ¿Qué hiciste con el injerto?
Bothari pareció un poco sorprendido y revisó sus bolsillos.
– Aún lo tengo, mi señor.
Miles alargó la mano hacia el plateado y comprimido injerto. No pesaba más que el botón que parecía ser; su suave superficie ocultaba su complejidad de kilómetros de circuitería viral encerrados ahí dentro. Bothari frunció un poco el ceño, mirando a Miles.
– En una operación de esta naturaleza, una baja no está tan mal, mi señor. Su vida ha salvado muchas otras, y no sólo en nuestro lado.
– Ah – dijo Miles fríamente –, tendré eso en cuenta cuando deba explicarle a mi padre cómo es que torturamos a un prisionero hasta matarle.
El sargento se quedó callado. Tras un silencio, reiteró su interés en la búsqueda de armas que estaban llevando a cabo, y Miles le liberó con un ademán cansado:
– Iré enseguida.
Miles caminó nerviosamente por la enfermería unos minutos más, evitando mirar a la mesa. Por último, movido por un oscuro impulso, buscó una jofaina, agua y un paño, y lavó la sangre reseca de la sien del piloto.
Así que esto es el terror, se dijo, que causa esas insensatas masacres de testigos de las que uno lee. Ahora lo entiendo; me gustaba más cuando no lo entendía.
Extrajo su daga, recortó los alambres que pendían del botón plateado y volvió a poner cuidadosamente el implante en la sien del oficial. Después, hasta que Daum vino a solicitar nuevas órdenes, estuvo meditando sobre los rasgos mudos y cerosos de lo que habían hecho. Pero la razón parecía retroceder, las conclusiones se hundían en premisas y las premisas en el silencio; hasta que, al final, sólo el silencio y el objeto inexplicable permanecieron.
10
Con el inhibidor nervioso, Miles le hizo un gesto al capitán mercenario para que entrase delante de él a la enfermería. En su mano, el arma letal le parecía desproporcionadamente cómoda y liviana. Algo tan devastador debería pesar más, como una espada. Falso, pues, potencialmente, se podía matar sin esfuerzo.
Se hubiera sentido más contento con un inmovilizador, pero Bothari insistió en que Miles presentara un frente de máxima autoridad cuando debiera trasladar prisioneros. «Ahorra altercados», había dicho.
El desdichado capitán Auson, con dos brazos rotos y la nariz hinchada, no parecía muy propenso a discutir; pero la tensión felina, la mirada calculadora y los pestañeos del primer oficial de Auson, el hermafrodita betano, teniente Thorne, reconciliaron a Miles con el razonamiento de Bothari.
Encontró al sargento apoyado con engañosa naturalidad contra una pared y a la agotada asistente médica mercenaria esperando a los siguientes pacientes. Miles había dejado deliberadamente a Auson para el final y jugueteaba, con fantasía gozosamente hostil, con la posibilidad de ordenar que los brazos del capitán fueran inmovilizados en alguna posición anatómicamente inverosímil.
Hicieron sentar a Thorne para que le fuera cerrado un corte que tenia sobre un ojo y le pusieran una inyección contra la jaqueca provocada por el inmovilizador. El teniente suspiró cuando el medicamento hizo su efecto y miró a Miles con curiosidad menos disimulada.
– ¿Quién diablos sois vosotros?
Miles dispuso su boca en lo que esperaba fuese tomado como una sonrisa de elegante misterio, y no dijo nada.
– ¿Qué vais a hacer con nosotros? – insistió Thorne.
Buena pregunta, pensó Miles. Había vuelto a la bodega 4 de la RG 132 para descubrir que el primer grupo de prisioneros estaba lo suficientemente bien como para casi haber logrado escapar, desmontando uno de los tabiques. Miles no opuso objeción alguna cuando Bothari, prudentemente, los volvió a inmovilizar para transportarlos a los calabozos de la Ariel. Allí Miles comprobó que el jefe de máquinas u su asistente por poco se las arreglan para sabotear la cerradura magnética de la celda. Más bien desesperado, Miles los inmovilizó otra vez.
Bothari tenia razón; era una situación intrínsecamente inestable. Difícilmente podría tener a todos los tripulantes inmovilizados durante una semana o más, amontonados en las celdas, sin causarles un serio daño fisiológico. La gente de Miles, además, perdía poder al estar diseminada manejando ambas naves y manteniendo a la vez el control sobre los prisioneros... y la fatiga multiplicaría pronto los errores. La solución homicida y final del sargento tenia una cierra lógica, supuso Miles. Pero su mirada cayó sobre la figura del piloto, cubierta por una sábana en un rincón de la enfermería, y sintió un estremecimiento en su interior. No; otra vez, no. Reprimió el pánico nervioso que le provocaban los problemas repentinamente acrecentados. Debía ganar tiempo.
– Le haría un favor al almirante Oser si os pusiera fuera y os dejara volver a casa caminando – le respondió a Thorne–. ¿Son así todos los demás?
Thorne dijo fríamente:
– Los oseranos son una coalición libre de mercenarios. La mayoría de los capitanes son capitanes–propietarios.
Miles maldijo, sinceramente sorprendido.
– Eso no es una cadena de mandos, es una maldita comisión.
Miró a Auson con curiosidad. El analgésico había permitido por fin al hombre desviar la atención de su propio cuerpo, y devolvió la mirada.
– ¿Tu tripulación te prestó juramento a ti, entonces, o al almirante Oser? – le preguntó Miles.
– ¿Juramento? Tengo los contratos de todos en mi nave, si es a eso a lo que te refieres – gruñó Auson –. De todos. – Y miró con enfado a Thorne.
– Mi nave – le corrigió Miles.
La boca de Auson murmuró un apagado gruñido; fijó la vista en el inhibidor nervioso, pero, como había vaticinado Bothari, no discutió. La asistente médica colocó el brazo del capitán depuesto en un soporte y empezó a trabajar con un aparato quirúrgico manual. Auson palideció, y resistió impávido. Miles sintió una ligera punzada de empatía.
– Sin duda, contigo los soldados tienen la excusa más lamentable que he visto en mi vida – declamó Miles, a la caza de reacciones. Bothari frunció un costado de la boca, pero Miles ignoró precisamente ésa –. Es un milagro que estéis todavía vivos. Debes de elegir con mucho cuidado tus adversarios. – Se frotó el estómago, aún dolorido, y encogió los hombros –. Vaya, sé que lo haces.
Auson adquirió un rubor opaco y desvió la vista.
– Sólo tratábamos de suscitar un poco de acción; hemos estado de servicio en este maldito bloqueo todo un año.
– Suscitar acción – murmuró disgustado el teniente Thorne –, y lo hiciste.
Ya te tengo. La certidumbre reverberó como una campana en la mente de Miles. Sus vagos sueños de revancha al respecto del capitán mercenario se vaporizaron al calor de una nueva y más alentadora inspiración. Clavó la mirada en Auson y le espetó fríamente: – ¿Cuándo tuvisteis la última inspección general de flotas?
Auson tenía el aspecto de que se le hubiera ocurrido tardíamente que debía limitar sus respuestas a nombre, rango y número de serie; pero Thorne contestó:
– Hace un año y medio.
Miles maldijo, con sentimiento, y levantó su mentón agresivamente.
– No creo poder soportar más esto. Tendréis una inspección ahora mismo.
Bothari mantenía una admirable calma, apoyado en la pared, pero Miles podía sentir su mirada taladrándole la espalda, con su aire de qué–demonios–estás–haciendo–ahora. Miles no quiso darse la vuelta.
– ¿Qué demonios – dijo Auson, haciéndose eco del silencio de Bothari – estás diciendo? ¿Quiénes sois vosotros2 Estaba seguro de que erais contrabandistas, cuando nos dejasteis que os extorsionáramos sin siquiera chistar, pero... Juraría que no nos equivocamos... – Se incorporó de golpe, provocando que el inhibidor de Bothari le apuntara inmediatamente. Su voz subió de tono con frustración –. ¡Eres un contrabandista, maldita sea! No puedo equivocarme tanto. ¿Era la nave en sí? ¿Quién la querría? ¿Qué diablos estáis pasando de contrabando? – gritó lastimeramente.
Miles sonrió con frialdad.
– Consejeros militares.
Fantaseó que veía el anzuelo de sus palabras arrojado entre el capitán mercenario y su teniente. Ahora, a seguir con el plan.
Miles comenzó la inspección, con cierto deleite, en la misma enfermería, ya que allí se sentía bastante conocedor del terreno. A punta de inhibidor, la asistente médica hizo su inventario oficial, abriendo primero las gavetas bajo la atenta mirada de Miles. Con seguro instinto, Miles reparó antes que nada en las drogas susceptibles de abuso e, inmediatamente, aparecieron algunas discrepancias delicadamente embarazosas.
Lo siguiente fue el equipo médico. Miles ansiaba llegar a la cámara criogénica pero su sentido del espectáculo le aconsejó dejar eso para el final. Había con holgura otras carencias. Algunos de los más ásperos cambios de expresión de su abuelo, convenientemente adaptados, habían vuelto la cara de la asistente del color de la tiza para cuando llegaron a la pièce de résistance.
– ¿Y cuánto hace exactamente que esta cámara está fuera de servicio, asistente?
– Seis meses – murmuró la mujer –. El técnico en reparaciones siempre decía que iba a arreglarla – agregó, defensiva ante el ceño fruncido y las cejas levantadas de Miles.
– ¿Y usted no pensó nunca en incitarle a que lo hiciera o, más propiamente, en pedirle a sus superiores que le instaran a repararla?
– Parecía que había tiempo de sobra. No la usamos...
– ¿Y en esos seis meses su capitán jamás llevó a cabo siquiera una inspección interna?
– No, señor.
Miles recorrió a Auson y a Thorne con una mirada igual a un baño de agua helada; luego demoró deliberadamente su vista en la figura cubierta del hombre fallecido.
– El tiempo se agotó para su oficial piloto.
– ¿Cómo murió? – preguntó Thorne, cortante como una estocada.
Miles le detuvo con una deliberada ambigüedad.
– Bravamente, como un soldado. – Horriblemente, como un animal sacrificado, le corrigió su propio pensamiento. Es indispensable que no lo descubran –. Lo lamento – agregó en un impulso –, merecía algo mejor.
La asistente médica miraba a Thorne, afligida. Thorne dijo con suavidad:
– Cela, la cámara de congelamiento no hubiera servido de mucho ante una carga de inhibidor en la cabeza, de todas maneras.
– Pero la próxima pérdida – intervino Miles – podría deberse a otra herida. – Excelente, el que aquel teniente sumamente observador hubiera desarrollado una teoría personal sobre la muerte del piloto sin haberle echado un vistazo. Miles se sentía enormemente aliviado, incluso por haberse librado de cargar deshonrosamente a la asistente con una culpa que no era precisamente de ella –. Le enviaré más tarde, hoy, al técnico en reparaciones – siguió diciendo Miles –; quiero que cada pieza del equipamiento esté funcionando adecuadamente mañana mismo. Mientras tanto, puede empezar por poner en orden este sitio, para que parezca más una enfermería militar y menos un armario de escobas, ¿entendido, asistente? – bajó la voz hasta casi un susurro, como el silbido de un látigo.
La asistente asintió irguiéndose firme.
– Sí, señor. – Auson estaba ruborizado; Thorne separó los labios en una expresión de admiración. La dejaron allí abriendo cajones con manos temblorosas.
Miles hizo que los dos mercenarios caminaran delante de él por el pasillo y se quedó detrás para tener una urgente consulta susurrada con Bothari:
– ¿Va a dejarla sin vigilancia? – murmuró el sargento con tono desaprobador –. Es una locura.
– Está demasiado ocupada para escapar. Con suerte, quizá pueda mantenerla demasiado ocupada incluso para que no le haga la autopsia al piloto. ¡Rápido, sargento!, si quiero fingir una inspección general, ¿cuál es el mejor lugar para desenterrar mugre?
– ¿En esta nave? En cualquier parte.
– ¡No, en serio! En la próxima parada tiene que estar todo muy mal. No puedo fingir la cuestión técnica, he de esperar hasta que Baz tenga un momento para hacer una pausa.
– En ese caso, pruebe con los cuartos de la tripulación – sugirió Bothari –. Pero ¿por qué?
– Quiero que esos dos se piensen que somos una especie de superequipo mercenario. Tengo una idea para evitar que se unan con el fin de recuperar su nave.
– Nunca se tragarán eso.
– Van a tragárselo, les encanta. Se lo comerán todo. ¿No lo ves?, les gana el orgullo. Los hemos derrotado... por ahora. ¿Qué crees que van a pensar ellos más bien, que somos grandiosos, o que son una panda de idiotas?
– ¿Así de simple?
– ¡Sólo mira! – Ensayó un silencioso paso de baile, puso cara de austeridad y caminó a zancadas detrás de sus prisioneros, haciendo sonar las botas como metal por el corredor.
Los cuartos de la tripulación eran, desde el punto de vista de Miles, una delicia. Bothari pasó revista. Su instinto para hacer aparecer la evidencia de hábitos desaseados y vicios ocultos era un misterio. Miles supuso que el sargento debería haberlo visto todo en su época. Cuando Bothari descubrió las esperadas botellas del adicto al etanol, Auson y Thorne se lo tomaron como una cuestión de rutina; evidentemente, el hombre era un conocido y tolerado marginal que cumplía las funciones que le asignaban. Las semillas de narcóticos, en cambio, parecieron sorprenderlos. Miles confiscó prontamente el lote. Dejó in situ la notable colección de adminículos sexuales de otro soldado, no obstante, preguntándole únicamente a Auson – y guiñándole un ojo – si lo que mandaba era un crucero o un yate de recreo. Auson suspiró, pero no dijo nada. Miles esperaba cordialmente que el capitán se pasara el resto del día imaginando severas réplicas, demasiado tardías.
Miles examinó a fondo las habitaciones de Auson y de Thorne, registrando indicios de la personalidad de ambos. La de Thorne, interesantemente, estaba muy cerca de pasar la inspección; Auson pareció prepararse para un alboroto cuando llegaron por fin a su cabina. Miles sonrió suavemente e hizo que Bothari reordenara las cosas mejor de como las habían encontrado, después de la inspección.
De la evidencia, o de la falta de ella, Auson emergió como alguien que no tenía vicios graves, más allá de una indolencia natural, exacerbada por el aburrimiento hasta la holgazanería.
La colección de exóticas armas personales recogida durante el recorrido conformaba una pila impresionante. Miles hizo que Bothari examinase y probara cada una de ellas. Realizó una elaborada muestra de observación de cada articulo y los contrastó con una lista de propietarios. Animado y entusiasmado, se puso asombrosamente sarcástico; los mercenarios se retorcían de angustia.
Inspeccionaron el arsenal. Miles tomó un arco de plasma de un polvoriento armero.
– ¿Se guardan las armas cargadas o descargadas?
– Descargadas – murmuró Auson, estirando ligeramente el cuello.
Miles alzó las cejas y levantó el arma, apuntando al capitán mercenario, y presionó el dedo contra el gatillo. Auson se puso blanco. En el último momento, Miles desvió apenas su muñeca hacia la izquierda y disparó un rayo de energía que pasó silbando junto a la oreja de Auson. El corpulento hombre retrocedió cuando una salpicadura de metal y plástico de la pared, fundidos, saltó detrás de él.
– ¿Descargadas? – canturreó Miles –. Ya veo. Una sabia política, estoy seguro.
Ambos oficiales se estremecieron. Cuando salían, Miles pudo oír a Thorne murmurar.
– Te lo dije.
Auson gruñó sin decir nada.
Miles llevó a Baz a un lado para hablarle en privado antes de empezar con la sala de máquinas.
– Ahora eres el comandante Bazil Jesek, de los Mercenarios Dendarii, jefe de máquinas. Eres áspero y rudo y te comes en el desayuno a los técnicos de máquinas descuidados; y estás horrorizado por lo que han hecho con esta hermosa nave.
– No está tan mal en realidad, hasta donde yo puedo ver – dijo Baz –; es más de lo que yo haría con estos sistemas avanzados. Pero ¿cómo voy a hacer una inspección cuando ellos saben más que yo? ¡Se darán cuenta al instante!
– No, no lo harán. Recuerda que tú estarás haciendo las preguntas y ellos, respondiéndolas. Di «hmm», y frunce con frecuencia el ceño. Mira... ¿nunca has tenido un comandante de máquinas que fuera un verdadero hijo de puta, al que todo el mundo odiaba..., pero que tenía siempre la razón?
Baz parecía confusamente reminiscente.
– Estaba el capitán de corbeta Tarski. Solíamos sentarnos a pensar maneras de envenenarle; la mayoría de ellas no eran muy prácticas.
– Está bien, imítale.
– Jamás me creerán. No puedo... Nunca fui... ¡Ni siquiera rengo un puro!
Miles pensó un segundo, salió volando y volvió corriendo, un momento después, con un paquete de cigarros que sacó de uno de los cuartos de los mercenarios.
– Pero yo no fumo – dijo Baz, preocupado.
– Mastícalo, entonces. Probablemente es mejor que no lo enciendas; sólo Dios sabe qué tiene eso dentro...
– Ahora se me ocurre una idea para envenenar al viejo Tarski que podría haber funcionado...
Miles se lo llevó a empujones.
– Bien, eres un hijo de puta contaminador de aire y no aceptas un «no sé» como respuesta. Si yo puedo hacerlo – destapó nuevamente su argumento desesperado –, tú puedes hacerlo.
Baz se detuvo; se irguió, mordió una punta del cigarro y la escupió osadamente en la cubierta. La miró un momento.
– Una vez me resbalé con una de esas desagradables colillas y casi me rompo el cuello. Tarski. Está bien.
Apretó el cigarro entre los dientes, en plan agresivo, y entró en la sala principal de máquinas.
Miles reunió a toda la tripulación de la nave en la sala de reuniones y ocupó el centro de la escena. Bothari, Elena, Jesek y Daum se colocaron por parejas en cada salida, fuertemente armados.
– Mi nombre es Miles Naismith. Represento a la Flota Mercenaria Dendarii.
– Nunca la he oído – respondió algún osado de entre la nube de rostros que rodeaba a Miles.
Miles sonrió cáusticamente.
– Si la hubieras oído, habrían rodado cabezas en mi departamento de seguridad. No hacemos publicidad. El reclutamiento se efectúa únicamente por invitación. Francamente – miró entonces uno por uno los rostros, relacionando las caras con sus nombres y pertenencias personales –, si lo que he visto hasta ahora representa el nivel general, ninguno de vosotros hubiera oído nunca nada de nosotros, a no ser por nuestra tarea aquí.
Auson, Thorne y el jefe de máquinas, sumisos y agotados tras catorce horas de haber sido arrastrados y rastreados acerca de cada herramienta, arma, soldadura, banco de datos y cuarto de suministros, de una punta a otra de la nave, apenas podían reaccionar. Pero Auson parecía nostálgico ante la idea.
Miles se paseó delante de su audiencia, irradiando energía como una comadreja enjaulada.
– Normalmente, no hacemos conscripción de reclutas, y menos de entre materia prima tan tétrica como ésta. Después del rendimiento que mostrasteis ayer, personalmente yo no tendría ningún remordimiento en disponer de todos vosotros de la manera más rápida, tan sólo para mejorar el tono militar de esta nave. – Miró a todos con fiereza. Parecían nerviosos, inseguros; ¿acaso había por allí el más leve rumor? Adelante –. Pero un soldado, mucho mejor de lo que la mayoría de vosotros podéis aspirar a ser, ha suplicado por vuestras vidas, en un gesto que la honra... – Señaló entonces con la mirada a Elena quien, ya sobre aviso, alzó el mentón y adoptó una especie de pose militar, y les presentó a todos la fuente de esa inusual misericordia.
En realidad, Miles se preguntaba si ella no hubiera preferido empujar personalmente a Auson por la esclusa de aire más cercana. Pero al asignarle el rol de «Comandante Elena Bothari, mi oficial ejecutiva e instructora de combate sin armas», se le ocurrió que tenía el montaje perfecto para un rápido asalto de buen tipo–mal tipo.
– Por eso es por lo que acepto el experimento. Para ponerlo en términos que os sean más familiares, el ex capitán Auson me ha cedido a mí sus contratos.
Esto suscitó un murmullo de indignación. Un par de hombres se levantaron de sus asientos; un precedente peligroso. Afortunadamente, vacilaron, como si no supiesen si acogotar primero a Miles o a Auson. Antes de que la agitación pudiera convertirse en una marea irrefrenable, Bothari alzó apuntando su inhibidor con un sonoro movimiento. Tenia los labios retraídos en un gesto canino y sus ojos descoloridos resplandecían.
Los mercenarios perdieron su momento. La agitación cesó. Los que se habían levantado volvieron a sentarse cuidadosamente, con las manos apoyadas discreta y torpemente en las rodillas.
Maldito, pensaba Miles, desearía provocar yo también ese temor... El truco de eso era, ay, que no había ningún truco en absoluto: la ferocidad de Bothari era palpablemente sincera.
Elena apuntó su inhibidor aferrándolo nerviosamente, los ojos engrandecidos; pero una persona obviamente nerviosa con un arma letal también tiene su sello de amenaza, y más de un mercenario desvió la mirada hacia la otra posible fuente de fuego cruzado. Uno de ellos ensayó una prudente sonrisa de apaciguamiento, mostrando las palmas de las manos. Elena gruñó en voz baja, y la sonrisa del hombre se evaporó rápidamente. Miles alzó la voz tapando los persistentes murmullos de confusión.
– De acuerdo con el reglamento Dendarii, empezaréis todos con el mismo rango: el más bajo, el de recluta en adiestramiento. Esto no es un insulto; todo Dendarii, y me incluyo, ha empezado así. Los ascensos y promociones serán por capacidad demostrada... demostrada ante mí. Por la experiencia previa que tenéis y por las necesidades del momento, las promociones serán probablemente mucho más rápidas que lo usual. Esto quiere decir, de hecho, que cualquiera de vosotros podría acceder en semanas al cargo de capitán de esta nave.
De repente, el murmullo se trocó en atención. Esto quería decir, de hecho, pensó Miles, que acababa de tener éxito al separar a los mercenarios de bajo rango de sus antiguos superiores. Casi sonrió al ver la ambición que iluminaba visiblemente los rostros diseminados. E incluso había encendido una pequeña mecha entre los superiores; Auson y Thorne se miraban el uno al otro con nerviosa especulación.
– El nuevo adiestramiento comenzará de inmediato. Aquellos que no sean asignados a los grupos de entrenamiento en esta tanda, retomarán provisionalmente sus anteriores funciones. ¿Alguna pregunta? – Contuvo el aliento; su plan se balanceaba en la punta de un alfiler. En un minuto más, sabría...
– ¿Cuál es su rango? – preguntó un mercenario.
Miles decidió mantenerse flexible.
– Podéis dirigiros a mi como señor Naismith. – Eso es, déjalos que saquen sus teorías sobre el asunto.
– Entonces, ¿cómo sabremos a quién obedecer? – preguntó el tipo de mirada penetrante que había hecho la primera interrupción.
Miles dejó ver sus dientes, en una sonrisa que parecía una cimitarra.
– Bueno, si desobedeces una de mis órdenes, te disparo en el acto. Decide tú mismo a quién obedecer. – Hizo tamborilear los dedos ligeramente sobre su inhibidor enfundado. Algo del aura de Bothari debió de haberse asentado en él, porque el hombre languideció.
Un mercenario levantó la mano, serio como un niño en la escuela.
– ¿Sí, recluta Quinn?
– ¿Cuándo tendremos copias del reglamento Dendarii?
El corazón de Miles pareció detenerse; no había pensado en eso. Era una pregunta tan razonable... Sonrió, con la boca seca, y graznó audazmente:
– Mañana. Distribuiré copias para todo el mundo. – ¿Copias de qué? Algo se me ocurrirá...
Hubo un silencio. Luego otra voz preguntó desde atrás:
– ¿Qué clase de seguro tienen los..., los Dendarii? ¿Tenemos vacaciones pagadas?
Y otra:
– ¿Tenemos algún tipo de gratificación? ¿Cuál es el sueldo establecido?
Y otra más:
– ¿Nuestros contratos anteriores cuentan para la pensión? ¿Hay algún plan de jubilación?
Miles casi echa a correr de la sala, confundido por este torrente de preguntas prácticas. Se había estado preparando para los desafíos, para la incredulidad, para una acometida sin armas... Tuvo una súbita visión enajenada de Vorthalia el Audaz exigiendo un seguro de vida a todo riesgo a su emperador, a punta de espada.
Tragó en seco, absolutamente aturdido, y aventuró con esfuerzo:
– Distribuiré un folleto – prometió; tenia una vaga idea de la clase de información que traían los folletos – más tarde. En cuanto a los beneficios suplementarios... – apenas se las arregló para devolverle una mirada glacial a un gélido mercenario –, os estoy permitiendo vivir; cualquier otro privilegio hay que ganárselo.
Examinó sus rostros. Confusión, sí; era eso lo que él quería. Desaliento, división y, más que nada, distracción. Perfecto. Déjalos, arremolinados patas arriba en este chorro de incoherencias y engaños, que se olviden de que su primer deber era recuperar la propia nave. Que lo olviden durante una semana, mantenerlos muy ocupados sólo durante una semana; una semana es todo lo que hacia falta. Después, sería un problema de Daum. Había algo más en sus rostros, sin embargo; Miles no podía decir a ciencia cierta qué era. No importa... La siguiente tarea era abandonar la escena con gallardía y dejarlos a todos en movimiento. Y hablar un minuto a solas con Bothari...
– La comandante Elena Bothari tiene una lista de las funciones de cada uno de vosotros, consultadla antes de salir. ¡Atención! – Pronunció la orden con un chasquido en la voz. Se irguieron con descuido, como si la posición la recordaran sólo vagamente –. ¡Disuélvanse!
Sí, antes de que vinieran con más preguntas extrañas y su inventiva empezara a fallarle.
Escuchó parte de una conversación sotto voce mientras salía de allí:
– ... enano homicida lunático...
– Sí, pero con un jefe como éste, tengo probabilidades de sobrevivir a mi próxima batalla...
De repente, se dio cuenta de ese algo más de sus rostros: era la misma expresión de anhelo descorazonado que había visto en Mayhew y en Jesek. Le generaba una inexplicable frialdad en la boca del estómago.
Llevó a un lado al sargento Bothari.
– ¿Tienes aún esa vieja copia del reglamento del Servicio Imperial Barrayarano que solías llevar encima?
Era la biblia de Bothari; Miles se había preguntado en ocasiones si el sargento habría leído alguna vez otro libro que no fuera ése.
– Sí, mi señor. – Bothari le miró como diciendo, ¿y ahora qué?
Miles suspiró aliviado.
– Bien, la quiero.
– ¿Para qué?
– El reglamento de la flota Dendarii.
Bothari pareció desmoronarse.
– No irá a...
– La pasaré al ordenador; haré una copia, cambiaré los nombres y quitaré todas las referencias culturales; no llevará mucho tiempo.
– Mi señor..., ¡es el reglamento antiguo! – La grave voz monótona del sargento estaba casi agitada –. Cuando esos gusanos sin agallas le echen un vistazo a la vieja disciplina de ceremonias...
Miles sonrió.
– Sí..., si vieran las especificaciones de los trajes antiguos, probablemente se desmayarían. No te preocupes, lo pondré al día según lo vaya copiando.
– Su padre y el Estado Mayor ya lo intentaron hace quince años; les llevó dos años poner los reglamentos al día.
– Bueno, eso es lo que pasa con los comités.
Bothari sacudió la cabeza, pero le dijo dónde podía encontrar el viejo disco de datos entre sus cosas.
Elena se incorporó a la reunión; parecía nerviosa. Pero imponente, pensó Miles; como un pura sangre.
– Los he dividido en dos grupos, según tu lista – informó –. Y, ahora, ¿qué?
– Llévate a tu grupo al gimnasio y comienza con las clases de entrenamiento físico. Primero, las cosas básicas y luego les enseñas lo que te enseñó tu padre.
– Nunca le he enseñado a nadie antes...
Miles le sonrió, infundiéndole confianza a su rostro, a sus ojos, a su cuerpo.
– Mira, probablemente puedas pasarte los dos primeros días haciendo que demuestren ellos lo que saben, mientras te paras al lado y dices cosas como «mm», «ajá» o «que Dios nos ayude». Lo importante no es enseñarles algo, sino mantenerlos ocupados, cansarlos, no darles tiempo para que piensen ni para que planeen nada ni para que coordinen sus fuerzas. Es sólo una semana. Si yo puedo hacerlo – dijo virilmente –, tú puedes hacerlo.
– Ya he oído eso antes en alguna parte – murmuró Elena.
– Y tú, sargento, toma a tu grupo y empieza con ejercicios de armas. Si se te acaban los ejercicios barrayaranos, los procedimientos corrientes oseranos están en los ordenadores; cópiales alguno. Paséalos. Baz tendrá a su gente tirada en el suelo allá en máquinas..., los obligará a hacer una limpieza como jamás la han hecho antes. Y después que yo tenga dispuesto ese reglamento, podremos empezar a hacerles preguntas sobre él, además. Extenuadlos.
– Mi señor – dijo sombrío el sargento –, ellos son veinte y nosotros, cuatro. Al terminar la semana, ¿quiénes cree usted que estarán más cansados? – Se puso vehemente –. ¡Mi primera responsabilidad es cuidar de su pellejo, maldita sea!
– ¡Estoy pensando en mi pellejo, créeme! Y puedes proteger mejor mi pellejo yendo allí y haciéndoles creer que soy un jefe mercenario.
– Más que un jefe, un director de holovídeos – murmuró Bothari.
El trabajo de corrección del Reglamento Imperial demostró ser más largo y engorroso de lo que Miles había previsto. Incluso el sacrificio salvaje de capítulos tales como los que detallaban instrucciones para ceremonias puramente barrayaranas, como la Revista del Cumpleaños del Emperador, dejaba en pie una enorme cantidad de material. Miles cortaba grandes trozos, haciendo limpieza tan rápido como podía.
Era el contacto más cercano que había tenido en su vida con normas militares, y pensaba en ellas a altas horas del ciclo nocturno. La organización parecía ser la clave. Tener enormes masas de hombres adecuadamente armonizadas, junto con el material, en el lugar apropiado, en el momento apropiado, en el orden apropiado, con la rapidez requerida para lograr incluso la supervivencia; luchar a brazo partido para encerrar una realidad infinitamente compleja y confusa en el contorno abstracto de la victoria... La organización, al parecer, podía además superar al coraje como virtud militar.
Recordó una observación de su abuelo: «Se han ganado o perdido más batallas por la acción de los oficiales encargados de suministros que por la de cualquier Estado Mayor.» Había, a propósito, una anécdota clásica acerca de un oficial de suministros que había remitido a las tropas del entonces joven general guerrillero la munición equivocada. «Le tuve colgado de los pulgares durante un día», solía recordar su abuelo, «pero el príncipe Xav me hizo bajarle». Miles palpó su daga en la cintura y eliminó cinco pantallas de normas sobre armamento de plasma montado en la nave, por obsoleto desde hacía ya una generación.
Sus ojos estaban enrojecidos y sus mejillas pálidas y demacradas con la barba crecida, hacia el final del ciclo nocturno. Pero había abreviado su plagio en un claro y feroz manual para lograr que todas las armas apuntasen en la misma dirección. Se lo entregó a Elena para que fuera copiado y distribuido, antes de irse tambaleando a lavarse y cambiarse de ropa, lo mejor para presentarse delante de sus «nuevas tropas» como un jefe con ojos de águila, y no con ojos de urraca.
– Hecho – le dijo en un murmullo –. ¿Me convierte esto en un pirata espacial?
Elena contestó con un suspiro.
Miles hizo lo más que pudo para ser visto por todas partes durante el siguiente ciclo diurno. Volvió a inspeccionar la enfermería, dando su aprobación con un gruñido. Observó las «clases» de Elena y del sargento, tratando de parecer como si estuviera tomando nota del rendimiento de cada mercenario con una severa evaluación, sin que se notara que estaba a punto de quedarse dormido de pie, como en verdad ocurría. Sacó tiempo para mantener una conversación privada con Mayhew, quien estaba ahora solo al mando de la RG 132, para ponerle al corriente y reforzar su confianza en el nuevo plan para mantener la custodia de los prisioneros. Redactó unos exámenes superficiales por escrito sobre su nuevo «Reglamento Dendarii» para que Elena y Bothari los repartieran.
El funeral del oficial piloto fue por la tarde, hora de la nave. Miles hizo de ello un pretexto para una rigurosa inspección del equipo personal y de los uniformes de los mercenarios; una revista apropiada. Por consideración al ejemplo y a la cortesía, los Bothari y él mismo se vistieron con las mejores ropas que tenían del funeral de su abuelo. Su brillo sombrío cumplimentaba artísticamente el vivo gris y blanco de los mercenarios.
Thorne, pálido y silencioso, observaba el acto con una extraña gratitud. Miles estaba también más bien pálido y callado, y respiró aliviado en su interior cuando el cuerpo del piloto fue incinerado al fin y sus cenizas esparcidas por el espacio. Miles le permitió a Auson dirigir sin impedimentos la breve ceremonia; sintió que su más encumbrada hipocresía dramática no le alcanzaba para asumir esa función.
Se retiró luego a la cabina que había elegido para sí, diciéndole a Bothari que quería estudiar el verdadero reglamento y los procedimientos oseranos. Pero su concentración le estaba fallando. Raros destellos de movimientos sin formas se sucedían en su visión periférica. Se tumbó, pero no pudo dormir. Volvió a caminar por la cabina con su paso desigual; rodaban por su cerebro ideas para perfeccionar el plan de los prisioneros, pero luego se le escapaban. Se sintió agradecido cuando Elena le interrumpió para informarle de la situación.
Le confió a ella, más bien al azar, una media docena de sus nuevas ideas; luego le preguntó ansiosamente:
– ¿Te parece que se están tragando todo este asunto? No estoy muy seguro de cómo me están tomando, ¿van a aceptar órdenes de un muchacho?
Elena sonrió.
– El mayor Daum parece haberse encargado de ese aspecto. Aparentemente, él se tragó lo que le dijiste.
– ¿Daum? ¿Qué le dije?
– Lo de tu tratamiento de rejuvenecimiento.
– ¿Mi qué?
– Parece creer que conseguiste permiso de los dendarii para ir a Colonia Beta para un tratamiento de rejuvenecimiento. ¿No es eso lo que le dijiste?
– ¡Diablos, no! – Miles se paseó –. Le dije que estaba allí por un tratamiento médico, si... pensé que eso explicaría esto... – un vago gesto de su mano indicó las peculiaridades de su cuerpo –, heridas de combate o algo así. Pero... ¡no existe nada semejante a un tratamiento betano de rejuvenecimiento! Eso es sólo un rumor; es su sistema de salud pública y la manera en que viven, y sus genes...
– Tú puedes saber eso, pero muchos nobetanos no lo saben. Daum parece creer no sólo que tú eres mayor, sino que eres mucho mayor.
– Bien, naturalmente que lo cree, entonces, si pudo inventar todo eso. – Hizo una pausa –. Pero Bel Thorne tiene que saberlo.
– Bel no le contradice. – Elena sonrió –. Creo que está loco por ti.
Miles se pasó la mano por el cabello y por su rostro entumecido.
– Baz también debe de saber que este rumor del rejuvenecimiento carece de sentido. Mejor adviértele que no corrija a nadie, no obstante, porque eso funciona a favor mío. Me pregunto qué piensa él que soy yo; creía que a estas alturas ya lo habría adivinado.
– Oh, Baz tiene su propia teoría. Yo... Es culpa mía, realmente. Mi padre está siempre tan preocupado por los secuestradores políticos que pensé que sería mejor desviar de la pista a Baz.
– Bueno, ¿qué clase de cuento de hadas te inventaste?
– Me parece que tienes razón acerca de que la gente cree las cosas que ella misma fabrica. Juro que no sugerí nada de esto, me limité a no contradecirle. Sabe que eres el hijo de un conde, ya que le tomaste juramento como hombre de armas... ¿No vas a tener problemas por eso?
Miles sacudió la cabeza.
– Me preocuparé de ello si salimos vivos de esto. Así que no se imagina de qué conde soy hijo...
– Bueno, yo creo que hiciste lo apropiado. Parece significar mucho para él. De todas maneras, piensa que eres, más o menos, de su edad. Tu padre, quienquiera que sea, te desheredó y te desterró de Barrayar para... – titubeó –, para quitarte de su vista – concluyó, levantando bravamente el mentón.
– Ah – dijo Miles –, una teoría razonable. – Llegó al final de un circuito, en su caminar por la cabina, y se detuvo absorbido, aparentemente, por la pared desnuda delante de él.
– No debes culparle por eso...
– No lo hago – sonrió, tranquilizándola, y volvió a caminar.
– Tienes un hermano menor que ha usurpado tu legítimo lugar como heredero...
Sonrió a pesar de sí mismo.
– Baz es un romántico.
– Él también es un exiliado, ¿no? – preguntó Elena apaciblemente –. A mi padre no le gusta, pero no dice por qué... – Miró a Miles con expectativa.
– Tampoco lo haré yo, entonces. No es... no es asunto mío.
– Pero ahora es tu vasallo.
– Está bien; entonces, es asunto mío. Desearía que no lo fuera. Pero Baz tendrá que decírtelo él mismo.
Elena le sonrió.
– Sabía que dirías eso. – Extrañamente, la no respuesta pareció contentarla.
– ¿Cómo ha sido tu última clase de combate? Espero que todos se arrastrarán sobre las manos y las rodillas.
Elena sonrió tranquilamente.
– Estuvo muy cerca de eso. Algunos de los del equipo técnico actúan como si nunca esperaran tener que hacer esa clase de lucha. Los otros son terriblemente buenos; los tuve ocupados con los más torpes.
– Eso es, exactamente – aprobó con vehemencia –. Conserva tu energía, gasta la de ellos. Has comprendido el principio.
Elena dijo en su elogio:
– Me has obligado a hacer muchas cosas que jamás había hecho, gente nueva, cosas que nunca había
sonado...
– Sí... – se tropezó –. Lamento haberte metido en esta pesadilla. He estado exigiendo tanto de ti... Pero te sacaré, va mi palabra en ello. No temas.
Su boca expresó indignación.
– ¡No tengo miedo! Bueno... un poco. Pero me siento más viva de lo que nunca he estado. Tú haces que todo parezca posible.
La ansiada admiración en sus ojos le perturbó. Se parecía mucho al deseo.
– Elena... todo este asunto se balancea sobre un fraude. Si esos tipos de ahí fuera se despiertan y se dan cuenta de lo mucho que nos sobrepasan en número, estallaremos como... – se interrumpió. Eso no era lo que ella necesitaba escuchar. Se restregó los ojos presionándolos firmemente con los dedos, y se puso a caminar.
– No se balancea en un fraude – dijo Elena ardientemente –, tú lo balanceas.
– ¿No es eso lo que he dicho? – sonrió, estremeciéndose.
Elena le estudió, entrecerrando los ojos.
– ¿Cuándo dormiste por última vez?
– Oh, no lo sé. He perdido la noción del tiempo, con los diferentes horarios de las dos naves. Eso me recuerda que tengo que ponerlas en el mismo horario. Cambiaré la RG 132, será más fácil. Tendremos todos la hora oserana. Fue antes del salto, de todos modos. Un día antes del salto.
– ¿Has cenado?
– ¿Cenado?
– ¿Almorzado?
– ¿Almorzado? ¿Había almuerzo? Estaba preparando las cosas para el funeral, supongo.
Elena parecía exasperada.
– ¿Desayunaste?
– Comí un poco de sus provisiones cuando estaba trabajando en el reglamento anoche... Mira, yo soy bajo y no necesito tanto como vosotros, gente corpulenta...
Miles caminaba. La expresión de Elena se volvió seria.
– Miles... – vaciló –, ¿cómo murió el oficial piloto? Parecía, bueno, no muy bien, pero estaba vivo en la lanzadera. ¿Te atacó?
El estómago le dio un vuelco.
– Dios mío, ¿crees que yo maté...?
Pero lo había hecho, seguramente; tan seguramente como si hubiera puesto un inhibidor en la cabeza del hombre y hubiese disparado. No tenía deseos de detallarle los hechos ocurridos en la sala de recreo de la RG 132. Saltaban en su memoria imágenes violentas, destellando una y otra vez. El crimen de Bothari, su crimen, un todo sin cicatrizar...
– Miles, ¿estás bien? – La voz de Elena era alarmada.
Se dio cuenta que estaba de pie en silencio y con los ojos cerrados. Le caían lágrimas de entre los párpados.
– ¡Miles, siéntate! Estás sobreexcitado.
– No puedo sentarme. Si me detengo, voy a... – Recomenzó su circuito, cojeando maquinalmente.
Elena le observó con los labios entreabiertos; luego cerró la boca abruptamente y cerró de un golpe la puerta al salir.
Ahora la había asustado, ofendido, quizás incluso había saboteado su confianza, cuidadosamente alimentada...
Se insultó a sí mismo con furia. Se estaba hundiendo en un pantano negro y absorbente, y un terror viscoso minaba su inercia vital hacia adelante. Chapoteaba, ciegamente.
Otra vez la voz de Elena.
– ... rebotando contra las paredes. Me parece que tendrá que sentársele encima. Nunca le había visto tan mal...
Miles observó el preciado, desagradable rostro de su asesino personal. Bothari comprimió sus labios y suspiró.
– Está bien, yo me encargaré.
Elena, los ojos agrandados por la preocupación pero la boca serena por la confianza en Bothari, se retiró. El sargento agarró a Miles por la espalda, del cuello y de la cintura, le llevó a saltos hasta la cama y le sentó con firmeza.
– Beba.
– Oh, diablos, sargento... sabes que no puedo soportar el whisky. Sabe a diluyente de pintura.
– Voy a – dijo pacientemente Bothari – apretarle la nariz y a vaciarlo por su garganta si es necesario.
Miles miró la cara de pedernal y tragó prudentemente un sorbo del frasco, al que reconoció vagamente como confiscado del depósito mercenario. Bothari, con eficiencia, le desvistió y le metió en la cama. Beba otra vez.
– Ahg. – Le quemó horriblemente al tragar.
– Ahora, duerma.
– No puedo dormir. Tengo demasiado que hacer. He de mantenerlos ocupados. Me pregunto si se puede falsificar un folleto. Supongo que la hermandad de la muerte no es otra cosa que una forma primitiva de seguro de vida. Probablemente Elena no tenga razón sobre lo de Thorne. Espero, por Dios, que mi padre nunca se entere de esto. Sargento, ¿no vas a...? Se me ocurrió un ejercicio de desembarco con la RG 132...
Sus protestas se fueron haciendo un murmullo, se dio la vuelta y durmió sin soñar durante dieciséis horas.
11
Una semana después, Miles seguía al mando.
Tomó como guarida la cabina de control de la nave mercenaria cuando comenzaron a acercarse a su destino. La cita de Daum era en una refinería de metales raros, en el cinturón de asteroides del sistema. La factoría era un móvil de estructuras caóticas, unidas mediante vigas, brazos metálicos y satélites de fuerza, flanqueado por vastos colectores solares; arte con desechos. Unas pocas luces titilaban, iluminando algunas partes y dejando el resto en piadosa oscuridad.
Muy pocas luces, comprobó Miles cuando se aproximaron. El sitio parecía cerrado. ¿Un turno libre? No era muy probable; aquello representaba una inversión demasiado grande para permanecer parada por la biología de sus encargados. Propiamente, las fundiciones deberían operar todo el tiempo para alimentar esfuerzo de la guerra. Debería haber remolcadores con minerales maniobrando para atracar, los cargueros salientes deberían estar alejándose con sus escoltas militares en un minué de tráfico espacial...
– ¿Siguen respondiendo correctamente a nuestros códigos de reconocimiento? – le preguntó Miles a Daum. Apenas lograba mantenerse quieto.
– Sí –. Pero Daum parecía nervioso.
Tampoco le gusta la apariencia de esto, pensó Miles.
– ¿Una instalación estratégica tan importante como ésta no debería estar más activamente resguardada? Seguramente, los pelianos y los oseranos habrán intentado ponerla fuera de combate alguna vez. ¿Dónde están las naves de vigilancia?
– No lo sé. – Daum se humedeció los labios y miró la pantalla.
– Tenemos una transmisión en directo en este momento, señor – informó el oficial de comunicaciones mercenario.
Un coronel feliciano apareció en la pantalla.
– ¡Fehun! ¡Gracias a Dios! – gritó Daum. La tensión de su rostro se evaporó.
Miles soltó el aliento. Por un horrible momento, había estado aterrado por una visión: no poder descargar sus prisioneros junto con el cargamento de Daum, ¿qué haría entonces? Estaba tan agotado al cabo de una semana como lo había vaticinado Bothari, y vislumbró ansiosamente, con un estremecimiento de alivio, el fin de aquello.
El teniente Thorne, al entrar, sonrió y le dirigió a Miles un pulcro saludo. Miles imaginó la cara de Thorne cuando la mascarada fuera revelada al fin. Se le revolvió el estómago. Contestó al saludo y ocultó su malestar prestando atención a la conversación de Daum. Tal vez pudiera arreglárselas para estar en otra parte cuando la trampa saltara.
– ... lo hicimos – decía Daum –. ¿Dónde están todos? Este lugar parece desierto.
Hubo un destello de estática, y la figura militar se encogió en la pantalla.
– Hace unas pocas semanas rechazamos un ataque de los pelianos. Los colectores solares fueron dañados. Estamos esperando a las cuadrillas de reparación en este momento.
– ¿Cómo están las cosas en casa? ¿Ya hemos liberado a Barinth?
Otro destello de estática El coronel, sentado tras su escritorio, asintió con un gesto y dijo:
– La guerra está yendo bien.
El coronel tenía una diminuta escultura en su escritorio, observó Miles. Un caballo hábilmente formado por una variedad de fragmentos de componentes electrónicos soldados in duda por algún técnico de la refinería en sus horas de descanso. Miles pensó en su abuelo, y se preguntó qué tipo de caballos tenían en Felice. ¿Habían retrocedido tecnológicamente lo suficiente alguna vez como para haber usado un cuerpo de caballería?
– ¡Excelente! – dijo Daum, mirando con avidez el rostro de su camarada feliciano –. He estado mucho tiempo en Beta, temía que... ¡Así que aún estamos en carrera! Te invitaré a un trago cuando llegue ahí, vieja víbora, y brindaremos juntos por el primer ministro. ¿Cómo está Miram?
Estática.
– La familia está bien – dijo gravemente el coronel. Estática –. Aguarda instrucciones para desembarcar.
Miles dejó de respirar. El caballito, que había estado junto a la mano derecha del coronel, estaba ahora junto a su mano izquierda.
– Sí – acordó Daum con alegría –, y podremos continuar sin toda esta basura en el canal. ¿Eres tú quien hace ese ruido?
Hubo otra ráfaga de estática.
– Nuestro equipo de comunicaciones resultó dañado en un ataque de los pelianos hace algunas semanas. – El caballo estaba ahora otra vez a la derecha. Zumbido en la pantalla –. Aguarda instrucciones para desembarcar. – Ahora, a la izquierda. Miles tuvo ganas de gritar.
En vez de eso, le indicó al oficial de comunicaciones que cerrara el canal.
– Es una trampa – dijo Miles en el mismo instante en que se cortó la transmisión.
– ¿Qué? – Daum le miró –. ¡Fehun Benar es uno de mis más viejos amigos! Él no traicionaría...
– Usted no ha estado hablando con el coronel Benar, ha tenido una conversación sintetizada con un ordenador.
– Pero su voz...
– Oh, es que realmente era Benar... pregrabado. En su escritorio había algo que se movía entre cada ráfaga de estática. Esas ráfagas fueron transmitidas deliberadamente para disimular la discontinuidad... casi. Negligencia de alguien. Probablemente las respuestas fueron grabadas en más de una sesión.
– Pelianos – gruñó Thorne –. No pueden hacer nada bien...
La oscura piel de Daum palideció.
– Él no traicionaría...
– Probablemente, tuvieron bastante tiempo para preparar esto. Hay... – Miles tomó aliento –, hay muchas maneras de quebrantar a un hombre. Apuesto a que hubo un ataque peliano hace unas semanas, sólo que no fue rechazado.
Entonces, todo estaba acabado, la rendición era inevitable. La RG 132 y su cargamento serían confiscados; Daum hecho prisionero de guerra; y Miles y sus vasallos internados, si no ejecutados en el acto. La seguridad de Barrayar le rescataría eventualmente, suponía Miles, con todo el escándalo debido. Además, el betano, Calhoun, con sus Dios–sabe–qué cargos civiles y, luego, el hogar para explicarlo todo delante del último tribunal: su padre. Miles se preguntó si podía renunciar a su inmunidad diplomática Clase III en Colonia Beta, tal vez podría ser encerrado allí; pero no, los betanos no encarcelaban a sus delincuentes, los curaban.
Los ojos de Daum estaban agigantados; su boca, tensa.
– Sí – susurró, convencido –. ¿Qué haremos, señor?
¿Me preguntas a mí?, pensó Miles, furioso. Socorro, socorro, socorro... Observó las caras a su alrededor: Daum, Elena, Baz, los técnicos mercenarios, Thorne y Auson. Le miraban a su vez con interesada confianza, como si fuera una gallina a punto de poner un huevo de oro. Bothari se apoyaba contra la pared; por una vez, su mirada estaba desprovista de sugerencias.
– Están preguntando por qué se interrumpió nuestra transmisión – informó el oficial de comunicaciones.
Miles tragó saliva y produjo su primer basilisco.
– Ponles alguna música pegadiza – ordenó – y mándales una señal de dificultades técnicas; por favor manténgase en línea por el vídeo.
El oficial de comunicaciones sonrió y se apresuró a obedecer.
Bueno, eso cubría los siguientes noventa segundos...
Auson, con los brazos inmovilizados, parecía tan enfermo como Miles se sentía. Sin duda no le agradaba la perspectiva de tener que explicarle a su almirante la humillante captura que había sufrido. Thorne contenía la excitación. El teniente está a punto de conseguir vengarse por esta semana, se dijo Miles miserablemente, y lo sabe.
Thorne preguntó, en posición de firmes:
– ¿Órdenes, señor?
Dios mío, ¿no se dan cuenta de que están libres?, pensó Miles. Y entonces consideró, con nueva y más desatinada esperanza: me siguieron a casa, papá; ¿puedo quedarme con ellos?
Thorne, experimentado, conocía la nave, los soldados y el equipo muy íntimamente, no superficialmente, sino en profundidad; más importante aún, Thorne tenía también una inercia hacia adelante, dispuesto siempre a avanzar. Miles se irguió cuanto pudo y ladró:
– Así que crees que estás preparado para comandar una nave de guerra, ¿no, recluta Thorne?
Thorne se enderezó más todavía, con la barbilla ansiosamente pronunciada.
– ¿Señor?
– Nos encontramos con un problema táctico de lo más interesante. – Ésa era l frase que su padre había empleado al describir la conquista de Komarr –. Voy a darle una oportunidad al respecto. Podemos hacer esperar a los pelianos un minuto más, aproximadamente. Como comandante, ¿cómo manejaría esto?
Miles cruzó los brazos y ladeó la cabeza, a la manera de un supervisor particularmente intimidatorio que había tenido en sus exámenes de aspirante.
– Caballo de Troya . dijo Thorne inmediatamente –. Emboscar su emboscada, y tomar la estación desde dentro... Usted desea capturarla intacta, ¿no?
– Ah – respondió Miles vagamente –, eso estaría bien. – Recorrió rápidamente su memoria en busca de algunos tonos que sonaran a consejero militar –. Pero deben de tener algunas naves ocultas por alguna parte, aquí alrededor. ¿Qué propones hacer a ese respecto, una vez que te has propuesto defender una base inmóvil? ¿Acaso la refinería está armada?
– Puede estarlo en pocas horas – señaló Daum – con los interceptores máser que tenemos en la bodega de la RG 132. Aprovechar partes de los satélites de fuerza, e, incluso, reparar los colectores solares, si hay tiempo, para cargarlos...
– ¿Interceptores máser? – murmuró Auson –. Creí que habían dicho que el contrabando era de consejeros militares...
Miles alzó rápidamente su voz para invalidar esto.
– Recuerda que estamos escasos de personal y que, decididamente, no podemos despilfarrarlo justo ahora. – Particularmente, a los oficiales dendarii... Thorne puso una mirada de abatimiento; Miles estaba momentáneamente aterrado por haberse excedido en las objeciones, provocando que Thorne le devolviera la iniciativa ante el problema –. Convénceme, entonces, recluta Thorne, de que tomar la base no es tácticamente prematuro. – Miles se apresuró a hacer la invitación.
– Sí, señor. Bien, las naves de defensa por las que debemos preocuparnos son, casi seguro, oseranas. La capacidad de la ingeniería peliana está muy por debajo del promedio; no tienen en absoluto la biotecnología para fabricar naves de saltos. Y nosotros tenemos todos los códigos y procedimientos oseranos, pero ellos no conocen nada de nuestros códigos y procedimentos dendarii. Creo que yo... nosotros podemos tomarlos.
¿Nuestros códigos dendarii?, se repitió Miles para sí.
– Muy bien, recluta Thorne. Adelante – le ordenó en voz alta y resuelta –. No intervendré a menos que sea necesario. – Se metió las manos en los bolsillos a manera de símbolo de énfasis, y también para evitar morderse las uñas.
– Llévennos al desembarcadero, entonces, sin levantar sospechas – dijo Thorne –. Yo prepararé la partida de asalto... ¿Puedo llevar al comandante Jesek y a la comandante Bohari?
Miles asintió con un gesto; el sargento Bothari contuvo el aliento, pero no dijo nada, cubriéndole la espalda a Miles, como siempre. Thorne resplandecía con visiones de capitanazgo; salió, seguido por los consejeros reclutados. La cara de Elena brillaba de excitación. Baz hizo girar entre sus labios un cigarro, más bien empapado, y salió detrás de ella, su mirada brillaba indescifrablemente. Había color en su rostro, observó Miles.
Auson permaneció de pie, cabizbajo, con el rostro surcado por la ira, la vergüenza y la sospecha. Hay un motín en ciernes, pensó Miles. Bajó la voz para que sólo el ex capitán lo oyera.
– Debo señalarte que todavía sigues en la lista de heridos, recluta Auson.
Auson meneó los brazos.
– Hace dos días que me podrían haber quitado esto, maldita sea.
– Debo señalarte también que, si bien le he prometido la recluta Thorne un mando, no le he dicho de qué nave. Un oficial debe ser capaz de obedecer tanto como de mandar. A cada uno, su propia prueba; a cada uno, su propia recompensa. Estaré observándote a ti también.
– Hay sólo una nave.
– Estás lleno de suposiciones. Un mal hábito.
– Usted está lleno de... – Auson cerró la boca con un chasquido, y le dirigió a Miles una larga, pensativa mirada.
– Dígales que estamos listos para las instrucciones de desembarco – le ordenó Miles a Daum.
Miles ansiaba ser parte de la pelea, pero descubrió, para desánimo suyo, que los mercenarios no tenían armaduras espaciales tan pequeñas como para su tamaño.
Bothari gruñó aliviado. Miles pensó entonces en acompañarlos con un simple traje de presión; si no al frente de la acometida, en la retaguardia al menos.
Bothari casi se atragantó con la sugerencia.
– Juro que le golpearé y me sentaré encima suyo si se acerca a esos trajes – gruñó.
– Insubordinación, sargento – le susurró Miles como respuesta.
Bothari miró de reojo primero a los mercenarios reunidos en el depósito de armaduras para asegurarse de no ser escuchado.
– Yo no voy a acarrear su cuerpo sin vida de vuelta a Barrayar para descargarlo a los pies de mi señor conde como algo que atrapó el gato, maldita sea. – El sargento devolvió una fuerte mirada a cambio del aire irritado con que Miles le miraba.
Miles, en pobre reconocimiento de un hombre empujado al límite, insistió hoscamente.
– ¿Qué harías si yo hubiera pasado mis exámenes de entrenamiento de oficiales? – preguntó –. No podrías haberme detenido en esta clase de asunto, entonces.
– Me hubiera retirado – murmuró Bothari –, aunque seguiría manteniendo mi palabra.
Miles sonrió involuntariamente y se consoló a sí mismo comprobando el equipo y las armas de los que iban a ir. La semana de vigorosas reparaciones y retoques había pagado evidentemente dividendos inesperados; el grupo de combate parecía brillar con perversa eficiencia. Ahora, pensó Miles, veremos si toda esta belleza es algo más que la mera piel.
Controló con especial cuidado la armadura de Elena. Bothari revisó personalmente las correas del traje de su hija antes de colocarle el yelmo, un asunto innecesario que ocultó las más necesarias instrucciones, susurradas rápidamente, para indicarle cómo manejarse con ese equipo que le era sólo a medias familiar.
– Por el amor de Dios, manténte atrás – la reconvino Miles –. Se supone que estás observando la eficacia de cada uno y que me mantienes informado, lo cual no podrás hacer si estás... – se tragó el resto de la frase: horrorosas visiones de todas las maneras en que una hermosa mujer podía ser mutilada en combate le atravesaron el cerebro –, si estás al frente – sustituyó. Seguramente debía de estar fuera de sí mismo cuando permitió que Thorne la reclamara.
Sus rasgos quedaron enmarcados por el yelmo; el cabello, echado hacia atrás y escondido, de tal modo que la fuerte estructura de su rostro resaltaba, mitad caballero, mitad una monja. Sus pómulos estaban acentuados por las aletas del yelmo y la piel de marfil brillaba con las minúsculas luces coloreadas del mismo. Sus labios estaban entreabiertos por el entusiasmo.
– Sí, mi señor. – Su mirada era brillante y sin temor –. Gracias. – Y más quedamente, apretándole el brazo con su mano enguantada para remarcarlo –: Gracias, Miles... por el honor.
Ella no dominaba aún muy bien el toque de los servos, y le trituró la carne hasta el hueso. Miles, quien no se hubiera movido, por no estropear el momento, aunque le hubiese desgarrado el brazo, sonrió con apenas un destello de dolor. Dios, ¿qué he hecho?, pensó. Parece una valquiria...
Se alejó para hablar rápidamente con Baz.
– Hazme un favor, comandante Jesek, pégate a Elena y asegúrate de que mantenga la cabeza baja. Ella está, hm... un poco excitada.
– Entendido, mi señor – Jesek asintió enfáticamente –. La seguiré a todas partes.
– Hm – dijo Miles. No era exactamente eso lo que había querido expresar.
– Mi Señor – agregó Baz; vaciló luego y bajó la voz –, este asunto, eh..., de que mande él... No hablas de un ascenso verdadero, ¿no? Era para impresionar, ¿verdad? – Señalo con la cabeza a los mercenarios, dispuestos ahora por Thorne en grupos de asalto.
– Es tan real como los mercenarios Dendarii – respondió Miles, incapaz de mentirle descaradamente a su vasallo.
Baz alzó las cejas.
– ¿Y eso qué significa?
– Bueno... mi pa... una persona que conocí una vez decía que el significado es lo que uno le pone a las cosas, no lo que uno toma de ellas. Hablaba del Vor, de paso. – Miles hizo una pausa y, luego, añadió –: Adelante, comandante Jesek.
La mirada de Baz reflejaba contento. Se puso firme y devolvió a Miles un irónico, deliberado saludo.
– Sí, almirante Naismith.
Miles, acosado por Bothari, retornó a la sala de tácticas de los mercenarios para ver por el monitor los canales de batalla junto a Auson y el oficial de comunicaciones. Daum permaneció apostado en el cuarto de control, con el técnico maquinista que sustituía al piloto muerto, para guiarlos a la estación de desembarco. Ahora realmente Miles se mordía las uñas. Auson golpeteaba los inmovilizadores plásticos de sus brazos en un nervioso redoble, al límite de su movilidad. Se encontraron el uno al otro mirando a los lados simultáneamente.
– ¿Qué darías por estar ahí fuera, bajito?
Miles no se había dado cuenta de que su angustia fuera tan transparente. Ni siquiera se molestó en ofenderse por el sobrenombre.
– Unos quince centímetros más de altura, capitán Auson – le respondió, melancólicamente sincero.
El hálito de una genuina risa escapó de labios del oficial mercenario, como contra su voluntad.
– Sí... – Su boca se retorció en un gesto de afirmación –. Oh, sí...
Miles observaba, fascinado, a medida que el oficial de comunicaciones comenzó a componer la visión telemétrica desde las corazas del grupo de asalto. La pantalla de holovídeo, preparada para exhibir dieciséis lecturas individuales al mismo tiempo, era una colorida confusión. Miles esbozó una prudente observación, esperando obtener mayor información sin revelar su propia ignorancia.
– Muy bonito. Se puede ver y oír lo que está viendo y oyendo cada uno de los hombres. – Miles se preguntaba cuáles serían los bits de información clave. Una persona entrenada podría decirlo con sólo un vistazo, estaba seguro –. ¿Dónde han fabricado este equipo? No había visto antes, eh... este modelo en particular.
– Illyrica – contestó Miles orgullosamente Auson –. El sistema viene con la nave, uno de los mejores que hay.
– Ah... ¿Cuál corresponde a la comandante Bothari?
– ¿Cuál era el número de su traje?
– El seis.
– Está en la parte superior derecha de la pantalla. Allí está el número de traje, claves para vídeo, audio, canales de batalla traje–atraje, canales de batalla nave–a–traje... Podemos incluso controlar desde aquó los servos de cualquier traje.
Miles y Bothari estudiaron atentamente la pantalla.
– ¿No sería eso un poco desconcertante para el individuo, ser súbitamente invalidado? – preguntó Miles.
– Bueno, no se hace eso muy a menudo. Se supone que es para casos como manejar el botiquín, transportar heridos... A decir verdad, no estoy muy convencido de esa función. La única vez que la empleé y traté de retirar a un herido, su armadura estaba tan dañada por la explosión que le afectó, que apenas funcionaba. Perdí casi toda la telemetría... Descubrí por qué cuando al final vencimos. Le habían volado la cabeza. Perdí veinte condenados minutos acarreando un cadáver de vuelta por las cámaras de presión.
– ¿Con qué frecuencia se ha empleado el sistema? – preguntó Miles.
Auson se aclaró la voz.
– Bueno, dos veces en realidad – Bothari gruñó; Miles alzó una ceja –. Estuvimos en ese maldito bloqueo tanto tiempo... – se apresuró a decir Auson a modo de explicación –. A todo el mundo le gusta un poco de trabajo fácil, seguro, pero... quizás en eso se nos fue un poco la mano.
– Ésa fue también mi impresión – convino delicadamente Miles.
Auson desvió la mirada, incómodo, y volvió su atención a la pantalla.
Estaban a punto de atracar. Los grupos de asalto estaban listos. La RG 132 se encontraba maniobrando en una dársena paralela, rezagada atrás; los pelianos, astutamente, habían hecho que la nave de guerra entrara primero en el muelle, planeando sin duda dejar para después al carguero, que no estaba armado. Miles deseó desesperadamente haber establecido algún código preconvenido con el cual poder advertir a Mayhew lo que estaba ocurriendo. Pero, sin canales especiales o códigos en clave, corría el riesgo de alertar a los pelianos, que seguramente estarían escuchando. Cons suerte, el ataque sorpresa de Thorne atraería a las tropas que pudieran estar esperando a la RG 132.
El silencio del momento pareció estirarse insoportablemente. Miles logró finalmente poner en pantalla las lecturas médicas de su gente. El pulso de Elena era de unos moderados 80 latidos por minuto. Junto a ella, Jesek tenía un pulso de 110 latidos. Miles se preguntó cuál sería el suyo propio. Algo astronómico, por lo que podía sentir.
– ¿La oposición tiene algo parecido a esto? – preguntó repentinamente Miles señalando el equipo, con una idea empezando a hervir en su mente. Quizá pudiera ser más que un simple observador impotente...
– Los pelianos, no. Algunas de las naves más avanzadas de nues... de la flota oserana lo tienen. Ese acorazado de bolsillo del capitán Tung, por ejemplo. Fabricación betana. – Auson emitió un suspiro de envidia –. Él tiene de todo.
Miles se volvió hacia el oficial de comunicaciones.
– ¿Estás recibiendo algo com esto del otro lado? ¿Alguien esperando en el muelle en armadura de combate?
– Está mezclado – respondió el oficial –, pero calculo que el comité de recepción llega a unos treinta individuos. – El mentón de Bothari se tensó ante la noticia.
– ¿Thorne está al tanto? – preguntó Miles.
– Por supuesto.
– ¿Ellos están recibiendo imágenes nuestras?
– Sólo si se esperan algo y hacen lo que estamos haciendo nosotros – dijo el oficial de comunicaciones –. No deberían tener por qué.
– Dos a uno – murmuró Auson preocupado –. Fea desventaja.
– Tratemos de emparejarla – dijo Miles. Se dirigió al oficial de comunicaciones –. ¿Puedes entrar en sus códigos y obtener su telemetría? Tienes los códigos oseranos, ¿no?
El oficial pareció de pronto pensativo.
– No funciona exactamente de ese modo, pero... – Su frase se desvaneció mientras se abocó absorto a operar con su equipo.
La mirada de Auson se iluminó.
– ¿Está pensando en manipular sus trajes, hacer que se choquen contra las paredes, que se disparen entre ellos...? – La luz se apagó –. Ah, diablos... todos tienen anuladores manuales. En cuanto se imaginen lo que está pasando, nos cortarán el control. Fue una bonita idea, sin embargo.
Miles sonrió.
– No dejaremos que se lo imaginen, entonces. Seremos sutiles. Piensas mucho en términos de fuerza bruta, recluta Auson. Ahora bien, la fuerza bruta jamás fue mi fuerte...
– ¡Lo tengo! – gritó el oficial de comunicaciones. El holovídeo arrojó una segunda pantalla junto a la primera –. Hay diez de ellos con armaduras de retroalimentación completa; el resto parecen ser pelianos, sus armaduras sólo tienen enlaces de comunicación. Pero ahí están esos diez.
– Ah, ¡hermoso! Aquí, sargento, controle nuestros monitores. – Miles se trasladó a su nuevo puesto y estiró los dedos, como un concertista de piano a punto de tocar –. Ahora os mostraré lo que quiero decir. Lo que deseamos hacer es simular algunas leves, minúsculas disfunciones de los trajes... – Ajustó la mira sobre un soldado. Telemetría médica... apoyo fisiológico... ahí –. Mirad.
Comprobó el depósito del tubo de orina del hombre, ya lleno hasta la mitad.
– Debe de ser un tipo nervioso... – Invirtió el curso del flujo a máxima potencia y le puso volumen al monitor. Un insulto salvaje llenó el aire, anulado por un gruñido pidiendo silencio –. Ahora hay un soldado distraído, y no va a poder hacer nada hasta que llegue a algún sitio donde pueda quitarse el traje.
Auson, a su lado, se atragantó de risa.
– ¡Pequeño bastardo de mente retorcida! ¡Sí, sí!
Aplaudió con los pies, en lugar de con las manos, y giró hacia su propio tablero. Obtuvo la lectura de otro soldado, manejando lentamente los mandos con la punta de los dedos.
– Recuerda – le advirtió Miles –, sutil.
Auson, riendo todavía, murmuró:
– Está bien. – Se inclinó sobre el panel de controles –. Ahí. Ahí... – Se incorporó, sonriendo –. Un tercio de sus comandos de servo funcionan ahora con medio segundo de retraso y sus armas dispararán diez grados a la derecha de donde apunten.
– Muy bien – le felicitó Miles –. Mejor dejamos el resto hasta que estén en posiciones críticas, no vayamos a levantar sospechas en demasía y excesivamente pronto.
La nave se acercaba cada vez más a la dársena. Las tropas enemigas se preparaban para abordar por los tubos flexibles normales.
De repente, los grupos de asalto de Thorne se lanzaron por las cámaras de presión laterales que daban al muelle. Rápidamente arrojaron minas magnéticas sobre el casco de la estación, donde explotaron como las chispas que queman y agujerean una alfombra. Los mercenarios de Thorne saltaron por las brechas y se diseminaron por el interior. El silencio de la radio enemiga estalló en un caos escandaloso.
Miles se puso a activar las lecturas de su tablero. Una oficial enemiga volvió la cabeza para dar órdenes a su pelotón; inmediatamente, Miles trabó su casco en la posición máxima de torsión, inmovilizando por ende el cuello de la oserana. Escogió luego a otro soldado en un pasillo y accionó a toda potencia el arco de plasma incorporado a su traje; el fuego surgió salvajemente de la mano del hombre, quien retorció por reflejo, sorprendido, y rociando el suelo, el techo y a sus camaradas.
Hizo una pausa para observar la lectura de Elena. Un pasillo pasaba a toda velocidad por la pantalla. La imagen giró locamente cuando la joven usó los reactores del traje para frenar. Evidentemente, la gravedad artificial de la estación de desembarco había sido anulada. Un sello automático de aire bloqueó entonces el corredor. Elena cesó de dar vueltas, apuntó con su arco de plasma y abrió un boquete en el sello. Se impulsó por el mismo, al tiempo que un soldado enemigo hacía lo propio desde el otro lado. Se toparon en una confusa pelea, los servos chirriando por la necesidad de sobrecarga.
Miles buscó frenéticamente la lectura del enemigo entre las diez que había, pero era un peliano. No tenía acceso a su traje. El corazón le martilleaba en los oídos. Hubo otra vista de la lucha entre Elena y el peliano en la pantalla; Miles tuvo la confusa sensación de estar en dos lugares al mismo tiempo, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo; entonces se dio cuenta de que estaba mirando la escena desde el traje de otro oserano. El oserano estaba levantando el arma para disparar... No podía errar...
Miles accionó entonces el equipo médico del hombre y le inyectó en las venas – de una sola vez – todas las drogas que contenía. El audio transmitió un grito ahogado, tembloroso; la lectura del ritmo cardíaco saltó enloquecida y luego registró fibrilación. Otra figura – ¿Baz? – con la armadura de la Ariel entró por la brecha del sello, disparando mientras volaba. El plasma cubrió al oserano, interrumpiendo la transmisión.
– ¡Hijo de puta! – gritó de repente Auson, dando un codazo a Miles –. ¿De dónde salió?
Miles pensó primero que Auson se refería al soldado de la armadura; entonces acompañó la mirada del ex capitán hasta otra pantalla que enfocaba el espacio opuesto a la estación.
Asomando tras ellos había una gran nave de guerra oserana.
12
Miles soltó una blasfemia, frustrado. ¡Por supuesto! Armaduras oseranas de retroalimentación completa implicaban lógicamente un monitor oserano cercano. Debía haberse dado cuenta al instante. Había sido un tonto al haber supuesto sencillamente que el enemigo estaba siendo dirigido desde el interior de la estación. Apretó los dientes, mortificado. En la abrumadora excitación del ataque, en su particular terror por Elena, había olvidado el primer principio de los grandes comandantes: no enredarse en los pequeños detalles. No era un consuelo que también Auson parecía haberse olvidado de eso.
El oficial de comunicaciones abandonó rápidamente el juego del sabotaje de trajes y retornó a su puesto.
– Están exigiendo la rendición, señor – informó.
Miles se mojó los labios resecos y aclaró su garganta.
– Ah... ¿Sugerencias, recluta Auson?
Auson le dirigió una turbia mirada.
– Es ese esnob de Tung. Es de la Tierra y jamás deja que uno lo olvide. Tiene cuatro veces nuestra aceleración, tres veces nuestra tripulación y treinta años de experiencia. Supongo que no te interesa considerar la rendición, ¿no?
– Tienes razón, Auson – dijo tras un momento Miles –. No me interesa.
El asalto de la estación de desembarco estaba prácticamente terminado. Thorne y compañía ya se estaban movilizando por las estructuras adyacentes para completar la limpieza. ¿La victoria convertida tan velozmente en derrota? Insoportable. Miles buscó vanamente una idea mejor en el fondo de su inspiración.
– No es muy elegante – dijo por fin – pero, a una distancia tan increíblemente corta, al menos es posible... Podríamos intentar chocar contra ellos.
Auson articuló sin sonidos las palabras: mi nave... Y recuperó la voz:
– ¡Mi nave! ¿La más fina tecnología de Illyrica, y quieres usarla para una jodida batida medieval? ¿Hervimos un poco de aceite y se lo arrojamos mientras tanto? ¿Tiramos algunas rocas? – Su voz subió una octava y se quebró.
– Apuesto a que no se lo esperan – dijo Miles, un poco reprimido.
– Te estrangularé con mis propias manos... – Auson, tratando de levantarlas, redescubrió los límites de su movimiento.
– Eh, sargento – llamó Miles, retrocediendo ante el capitán mercenario, quien respiraba agitadamente.
Bothari se levantó de su silla. Sus ojos entrecerrados midieron fríamente a Auson, como un cardiocirujano al planificar su primer corte.
– Al menos debe intentarse – razonó Miles.
– No con mi nave, tú no, tú, pequeño... – El lenguaje de Auson al refunfuñar se convirtió en corporal. Su equilibrio cambió, liberando un pie para asestar un golpe de karate.
– ¡Dios mío! ¡Mire! – gritó el oficial de comunicaciones.
La RG 132, torpe, voluminosa, estaba alejándose del muelle. Sus motores sonaban a máxima potencia, otorgándole la aceleración propia de un elefante nadando en melaza.
Auson, al instante, quedó fuera de la atención de Miles.
– La RG, cargada, tiene cuatro veces la masa de ese acorazado de bolsillo – suspiró.
– ¡Por eso vuela como un cerdo y cuesta una fortuna moverla! – gritó Auson –. Ese oficial piloto suyo está loco si piensa que puede alcanzar a Tung...
– ¡Vamos, Arde! – gritó Miles, saltando enardecido –. ¡Perfecto! Le acorralarás directamente contra esa unidad de fundición...
– No puede... – empezó a decir Auson –. ¡Hijo de puta! ¡Sí puede!
Tung, como Auson, aparentemente tardó en adivinar la verdadera intención del voluminoso carguero. Los impulsores laterales comenzaron a echar chispas para rotar la nave de guerra en posición de lanzarse al espacio abierto. El acorazado recibió una embestida, absorbida con poco efecto visible en el área de carga de la RG 132.
Entonces, casi a cámara lenta, con una especie de loca majestad, el carguero volvió a encarar al acorazado... y avanzó. La nave de guerra fue empujada contra la enorme fundición. El equipamiento que sobresalía y las cubiertas superficiales estallaron y saltaron en todas direcciones.
La acción exige reacción; después de un momento de dolor, la fundición devolvió la gentileza. Una onda de movimiento surgió de la tensión de las estructuras adyacentes, como el gigantesco chasquido de un látigo. Aristas quebradas del acorazado quedaron atrapadas, enredadas por completo. Vistosos fuegos químicos saltaron al vacío por todas partes.
La RG 132 se alejó. Miles, de pie frente a la pantalla, contemplaba con aturdida fascinación, mientras medio casco exterior del carguero comenzó a delaminarse y a dejar su corteza por el espacio.
La RG 132 fue el detalle final para quedar libres para la captura de la refinería de metales. Los comandos de Thorne sacaron al último de los oseranos de la nave inutilizada y limpiaron las estructuras circundantes de resistentes y refugiados; los heridos fueron separados de los muertos; los prisioneros, mantenidos bajo custodia; las minas cazabobos, detectadas y desactivadas; y la atmósfera, restablecida en las áreas clave. Entonces, por fin, pudieron destinarse hombres y enviar lanzaderas para remolcar el viejo carguero hasta la estación.
Una figura tiznada, dentro de un traje de presión, salió bamboleando por el tubo flexible en la dársena de carga.
– ¡Cedieron! ¡Cedieron! – le gritó Mayhew a Miles, mientras se quitaba el casco. El cabello apuntaba en todas direcciones, emplastado por el sudor reseco.
Baz y Elena corrieron hacia él, apareciendo – sin sus cascos – como un par de caballeros después de la justa. El abrazo de Elena levantó del suelo al piloto; por la sufrida mirada de Mayhew, Miles dedujo que Elena tenía todavía algunos problemas con sus servos.
– ¡Fue genial, Arde! – le dijo la joven.
– ¡Enhorabuena! – añadió Baz –. Ha sido la maniobra táctica más notable que jamás he visto. Una trayectoria hermosamente calculada... Tu punto de impacto fue perfecto. Le colgaste a lo rey, pero sin causarle daño estructural, acabo de verlo. Con algunas reparaciones, ¡habremos capturado para nosotros un acorazado!
– ¿Hermosa? – dijo Mayhew –. ¿Calculada? Tú estás tan loco como lo está él... – Señaló a Miles –. En cuanto al daño... mira eso. – Hizo un gesto por encima de su hombro en dirección a la RG 132.
– Baz dice que tienen equipo con el que poder hacer algún tipo de reparaciones de casco en esta estación – intervino Miles en tono conciliador –. Nos demorará aquí algunas semanas más, lo que me gusta tan poco como a ti, pero puede hacerse. Que Dios nos ayude si alguien nos pide que paguemos por ello, por supuesto, pero, con algo de suerte, yo podría reclutar a la fuerza...
– ¡No lo entiendes! – Mayhew agitó sus brazos en el aire –. Cedieron. Las varas Necklin cedieron.
Así como en el piloto los circuitos implantados eran su sistema nervioso, el cuerpo que impulsaba los saltos era el par de varas generadoras de campo Necklin que atravesaban la nave de un extremo al otro. Estaban fabricadas, recordó Miles, con una tolerancia de menos de una parte en un millón.
– ¿Estás seguro? – dijo Baz –. Las fundas...
– Puedes pararte en las fundas y ver las varas y la deformación. ¡Realmente verlas! ¡Parecen esquís! – se lamentó Mayhew.
Baz dejó escapar su aliento en un susurro entre dientes.
Miles, aunque creía saber ya la respuesta, se dirigió al maquinista.
– ¿Alguna posibilidad de arreglo...?
Baz y Mayhew le echaron a Miles la misma mirada.
– Por Dios, usted lo intentaría, ¿no? – dijo Mayhew –: ya le veo ahí abajo con una maza...
Jesek sacudió con pesar la cabeza.
– No, mi señor. Hasta donde yo sé, los felicianos no alcanzan la producción de naves para saltos ni por el lado de la biotecnología ni por el de la ingeniería. Las varas de repuesto deberían importarse, y Colonia Beta sería lo más cercano, pero ya no se fabrica este modelo. Tendrían que construirlas especialmente y enviarlas y... Bueno, creo que llevaría un año y que costaría varias veces el valor de la RG 132.
– Ah – dijo Miles. Contempló con los ojos casi en blanco su nave destrozada a través de las compuertas.
– ¿No podríamos llevar la Ariel? – dijo Elena –. Atravesar el bloqueo y... – se detuvo, y se sonrojó levemente –. Oh, lo siento.
El fantasma del piloto asesinado soltó una fría risa en los oídos de Miles.
– Un piloto sin nave – murmuró en voz baja –, una nave sin piloto, cargamento no entregado, sin dinero, sin modo de volver a casa... – Se volvió hacia Mayhew con curiosidad –. ¿Por qué lo hiciste, Arde? Podías haberte rendido pacíficamente. Eres betano, te habrían tratado bien...
Mayhew miró hacia la dársena, evitando los ojos de Miles.
– Me pareció que el acorazado estaba a punto de enviaros a todos a la quinta dimensión.
– Cierto. ¿Y?
– Y... bueno... no me pareció que un hombre de armas honesto y correcto deba quedarse con el culo sentado cuando eso pasa. La nave era la única arma que tenía; así que apunté y... – Imitó un gatillo con el dedo y disparó.
Tomó aliento y agregó con más calor:
– Pero no me avisaste, no me lo advertiste... Juro que si alguna vez me juegas otra de ésas..., voy a voy a...
Una sonrisa fantasmal tiñó los labios de Bothari.
– Bienvenido al servicio de mi señor... hombre de armas.
Auson y Thorne aparecieron por la otra punta de la estación.
– Ah, ahí está, con su círculo íntimo al completo – dijo Auson.
Se acercaron a Miles. Thorne saludó.
– Tengo los totales definitivos, señor.
– Mm... sí, adelante, recluta Thorne. – Miles se esforzó por atender.
– De nuestro lado, dos muertos, cinco heridos. Heridas no muy serias, salvo una quemadura de plasma en una recluta... Necesitará una regeneración facial más bien completa cuando lleguemos a algún sitio con instalaciones médicas adecuadas...
El estómgao de Miles se contrajo.
– ¿Nombres?
– Muertos, Deveraux y Kim. La herida fue Elli... la recluta Quinn.
– Continúa.
– El personal total enemigo constaba de sesenta individuos de la Triumph, la nave del capitán Tung, veinte comandos y el resto como apoyo técnico, y ochenta y seis pelianos, de los que cuarenta eran personal militar y el resto, técnicos enviados a reinstalar la refinería. Doce muertos, veintiséis heridos de consideración o graves, y una docena aproximadamente de heridos leves. Pérdidas en equipo: dos armaduras espaciales irreparables, cinco reparables. Y los daños de la RG 132, supongo... – Thorne miró a través de los ventanales; Mayhew suspiró con tristeza –. Capturamos, además de la refinería en sí y la Triumph, dos transportadores pelianos de personal, diez lanzaderas de la estación, ocho vehículos voladores para dos personas y esos dos remolcadores de mineral que están más allá de los cuarteles de las cuadrillas. Esto..., un correo peliano armado parece haber escapado.
La letanía de Thorne finalizó. El teniente se quedó mirando ansiosamente la cara de Miles para ver la reacción a esta última información.
– Ya veo. – Miles se preguntó cuánto más podría asimilar. Estaba quedándose entumecido –. Continúa.
– Por el lado positivo – ¿hay un lado positivo?, pensó Miles –, hemos conseguido un poco de ayuda para nuestro problema de escasez de personal. Hemos liberado a veintitrés prisioneros felicianos, unos pocos de ellos militares, pero la mayoría eran técnicos de la refinería, mantenidos trabajando a punta de pistola hasta que llegaran sus sustitutos pelianos. Un par de ellos están un poco echados a perder...
– ¿Cómo es eso? – empezó a decir Miles, pero luego alzó una mano impidiendo explicaciones –. Después. Luego haré... haré una inspección completa.
– Sí, señor. El resto pueden colaborar. El mayor Daum está muy contento.
– ¿No ha podido establecer contacto con su mando aún?
– No, señor.
Miles acarició el puente de su nariz entre el índice y el pulgar y cerró fuertemente los ojos, con el fin de contener el latir de su cabeza.
Una patrulla de los agotados comandos de Thorne pasó llevando a un grupo de prisioneros a un lugar más seguro. La mirada de Miles fue atraída por un regordete euroasiático de unos cincuenta años, con un rasgado uniforme oserano. A pesar de su abatido y descolorido rostro y de su dolorosa cojera, conservaba una atenta vigilancia. Parece que pudiera atravesar paredes sin armadura espacial, se dijo Miles para sí.
El euroasiático se detuvo de repente.
– ¡Auson! – gritó –. ¡Creía que estabas muerto! – Remolcó a sus captores hacia el grupo de Miles; éste hizo un gesto de aprobación al inquieto guardia. Auson se aclaró la voz.
– Hola, Tung.
– ¿Cómo tomaron tu nave sin...? – El prisionero se detuvo al caer en la cuenta de la armadura de Thorne, del arma de Auson, aunque decorativa, en vista de sus brazos inmovilizados, y de la falta de guardias que los custodiasen. Su expresión de asombro cambió a una de sumo disgusto. Se esforzó para encontrar las palabras –. Debí haberlo sabido. – Se sofocó –. Debí haberlo sabido. Oser tenía razón al manteneros a vosotros dos, payasos, tan lejos del combate real como fuera posible. Únicamente el equipo de comediantes de Auson y Thorne podría haberse capturado a sí mismo.
Auson curvó sus labios en un gruñido. Thorne emitió una leve, filosa sonrisa.
– Cierra la boca, Tung – y agregó en un aparte, dirigiéndose a Miles –. Si supiera cuántos años he estado esperando poder decir esto...
La cara de Tung adquirió un tono púrpura oscuro y gritó en respuesta:
– ¡Siéntate en esto, Thorne! – El gesto fue obvio –. Estás equipado para ello...
Ambos resoplaron avanzando simultáneamente. Los guardias de Tung le golpearon en las rodillas; Auson y Miles le sujetaron a Thorne de los brazos. Miles fue levantado del suelo, pero, entre ambos, se las arreglaron para controlar al hermafrodita betano.
Miles intervino.
– ¿Puedo señalar, capitán Tung, que el... equipo de payasos acaba de capturarle a usted?
– Si tan sólo la mitad de mis comandos no hubiera quedado atrapada por ese tabique que saltó... – dijo Tung acaloradamente.
Auson se enderezó y sonrió. Thorne dejó de rebotar sobre sus pies. Unidos al final, pensó Miles, por el enemigo común... Dejó escapar un breve ¡ja! cuando vislumbró la posibilidad de ponerse al descreído y suspicaz Auson en la palma de la mano.
– ¿Quién diablos es ese pequeño mutante? – le murmuró Tung a su guardia.
Miles avanzó un paso.
– De hecho, lo has hecho tan bien, recluta Thorne, que no dudo en confirmarte como comandante comisionado. Enhorabuena, capitán Thorne.
Thorne se hinchó. Auson languideció, con toda la vergüenza y la ira agolpada en sus ojos. Miles se dirigió a él.
– También usted ha servido, recluta Auson – dijo Miles, pensando, omitiendo ese comprensible motín insignificante en la sala de tácticas –. Incluso estando en la lista de enfermos. Y para los que también sirven, también hay recompensa. – Hizo un gesto grandilocuente, señalando más allá de los ventanales, donde una cuadrilla, en el ingrávido espacio, acababa de empezar a desenmarañar a la Triumph de su trampa con sopletes –. Ahí está su nueva nave. Lamento las abolladuras – bajó la voz –. Y quizá la próxima vez no estará tan lleno de suposiciones, ¿no?
Auson se giró, olas de asombro, perplejidad y deleite bañaban su rostro. Bothari frunció los labios, apreciando la estrategia y el manejo feudal de Miles. Auson, al mando de su propia nave, debería a la larga espabilarse ante el hecho de que era su propia nave; Auson, subordinado de Thorne, sería siempre un potencial foco de deslealtad..., pero Auson al mando de una nave recibida de manos de Miles se convertía, ipso facto, en hombre de Miles. No importaba que la nave de Tung en manos de cualquiera de ellos fuera técnicamente un robo de lo más grandioso... Tung necesitó apenas un poco más que Auson para comprender el rumbo de la conversación. Empezó a maldecir; Miles no reconoció el idioma pero eran inequívocamente insultos. Miles no había visto nunca antes a un hombre echar realmente espuma por la boca.
– Procuren que este prisionero reciba un tranquilizante – ordenó amablemente Miles cuando se llevaban a Tung. Un comandante agresivo, pensó codiciosamente Miles. Treinta años de experiencia..., me pregunto si puedo hacer algo con él...
Miró a su alrededor y agregó:
– Vaya a ver a la asistente médica y haga que le quiten esas cosas de sus brazos, capitán Auson.
– ¡Sí, señor! – Auson intentó un saludo y se marchó con la cabeza en alto. Thorne se fue también, a dirigir otras tareas de inteligencia con respecto a los prisioneros y a los felicianos liberados.
Un técnico de máquinas que necesitaba supervisión vino al instante para llevarse a Jesek. Sonrió orgullosamente mirando a Miles.
– ¿Díria que nos hemos ganado nuestra bonificación por combate hoy, señor?
¿Bonificación por combate?, se preguntó desconcertado Miles. Miró la estación a su alrededor. Sus ojos encontraron actividades de consolidación escasamente diseminadas pero muy energéticas, dondequiera que se asentaran.
– Debería decir que sí, recluta Mynova.
– Señor – la recluta hizo una pausa, tímida –, algunos de nosotros estábamos preguntándonos cómo va a ser nuestro plan de sueldos, ¿quincenal o mensual?
Plan de sueldos. Por supuesto, la charada debía continuar... ¿cuánto tiempo? Miró hacia la RG 132. Averiada. Averiada. Y llena de carga no entregada, no pagada. Tenía que seguir delante de alguna manera, hasta que hicieran contacto con las fuerzas felicianas.
– Mensual – dijo con firmeza.
– Oh – contestó la mujer, desilusionada –. Pasaré el mensaje, señor.
– ¿Qué pasa si aún estamos aquí dentro de un mes, señor? – le preguntó Bothari cuando la recluta se fue con Jesek –. Podría ponerse feo... se supone que los mercenarios cobran.
Miles se pasó las manos por el cabello y tembló con desesperada seguridad.
– ¡Ya encontraré algo!
– ¿Podemos conseguir algo que comer por aquí? – preguntó lastimeramente Mayhew.
Parecía agotado.
Thorne entró de golpe por detrás y agarró a Miles por el codo.
– En cuanto al contraataque, señor...
Miles giró sobre sus talones.
– ¿Dónde? – preguntó, mirando salvajemente en todas direcciones.
Thorne pareció ligeramente desconcertdo.
– Oh, todavía no, señor.
Miles se desplomó, aliviado.
– Por favor, no me haga eso, capitán Thorne. ¿Contraataque?
– Estoy pensando, señor, que tiene que haber uno; aunque no sea más que por el correo que se escapó. ¿No deberíamos empezar a hacer planes al respecto?
– Oh, sí, absolutamente. Planes. Sí. Usted... ¿tiene alguna idea que presentar? – le aguijoneó esperanzadamente Miles.
– Varias, señor.
Thorne comenzó a detallarlas, con elocuencia; Miles se dio cuenta de que estaba asimilando, más o menos, una frase de cada tres.
– Muy bien, capitán – le interrumpió –. Tendremos... una reunión de oficiales después... de la inspección, y podrá presentárselas a todos.
Thorne asintió con un gesto de contento y salió a la carrera, diciendo algo sobre asentar un puesto de escucha de telecomunicaciones.
La cabeza de Miles daba vueltas. La confusa geometría de la refinería, sus altos y bajos bosquejados, aparentemente, al azar no hacían nada por disminuir su sentido de desorientación. Y todo era suyo; cada tornillo oxidado, cada dudosa soldadura y cada lavabo atascado en aquel lugar era suyo...
Elena le observaba inquieta.
– ¿Qué pasa, Miles?, no pareces contento. ¡Vencimos!
Un verdadero Vor, se dijo severamente a sí mismo Miles, no hunde la cara y llora en los pechos de una súbdita suya; ni siquiera si tiene la altura justa para ello.
13
El primer recorrido que hizo Miles de su nuevo dominio fue rápido y agotador. La Triumph fue casi lo único estimulante de él. Bothari se quedó controlando las disposiciones para mantener a la nueva horda de prisioneros a buen resguardo con la atareada patrulla asignada para tal fin. Miles jamás había visto a un hombre desear tan apasionadamente ser dos; casi esperaba que el sargento produjera mitosis en cualquier momento. A regañadientes, había dejado a Elena en calidad de guardaespaldas sustituta de Miles. Una vez fuera de su alcance, Miles puso a Elena a trabajar como una verdadera oficial ejecutiva, tomando notas. Con el montón de nuevos detalles que aparecían, no confiaba siquiera en su aguda memoria.
Se había establecido una sala de enfermos combinada en la enfermería de la refinería, por ser la instalación de mayor tamaño. El aire era seco, frío y rancio, como todo aire reciclado, endulzado con antisépticos aromatizados, lo que componía un olor en el que se mezclaban dulzura, excrementos, carne quemada y miedo. Todo el personal médico fue reclutado de entre los nuevos prisioneros, para que tratasen a sus propios heridos, y se requirió además un par más ed guardias, restados a las ya insuficientes tropas de Miles. Éstos, a su vez, eran empleados como enfermeros asistentes de acuerdo a las necesidades del momento. Miles observó la eficiencia del cirujano y del equipo médico de Tung en el trabajo y dejó pasar el hecho, limitándose a recordarles en voz baja a los guardias su deber principal. En tanto los médicos de Tung estuviesen ocupados, probablemente no habría riesgos.
Miles quedó absolutamente impresionado ante el estado catatónico del coronel Benar y de los otros dos oficiales militares felicianos que yacían abstraídos, casi sin reaccionar ante el rescate. Apenas esas pequeñas heridas, pensó al observar la ligera irritación en las muñecas y en los tobillos y la leve decoloración bajo la piel, que denotaba los puntos donde habían sido inyectados. Con estas pequeñas heridas matamos hombres... El espectro del oficial piloto asesinado, posado en su hombro como un cuervo, aleteó y se agitó en mudo testimonio.
El técnico médico de Auson solicitó al cirujano de Tung para el delicado emplazamiento de piel plástica que iba a servirle de rostro a Elli Quinn hasta que pudiera ser enviada – ¿cómo?, ¿cuándo? – a alguna instalación médica con biotecnología regenerativa apropiada.
– No tienes que ver esto – le murmuró Miles a Elena, cuando ella se colocó discretamente para observar el procedimiento.
Elena sacudió la cabeza.
– Quiero hacerlo.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué lo haces tú?
– Nunca lo he visto. Además, fue mi factura lo que ella pagó. Es mi deber, como su comandante.
– Bueno, entonces también es el mío. He trabajado con ella toda la semana.
El técnico médico desenrolló las vendas provisionales. Piel, nariz, orejas y labios habían desaparecido. La grasa subcutánea estaba consumida; los ojos, vidriosos, blancos y estallados; el cuero cabelludo coagulado. Miles se recordó a sí mismo que los nervios transmisores del dolor habían sido bloqueados. Se dio la vuelta de golpe, cubriéndose la boca con una mano, y tragó saliva con esfuerzo.
– Creo que no debemos quedarnos; realmente no contribuimos en nada. – Miró el perfil de Elena, quien estaba pálida pero serena –. ¿Cuánto tiempo más vas a mirar? – le susurró. Y, en silencio, para sí, se dijo: por el amor de Dios, podrías haber sido tú, Elena...
– Hasta que hayan terminado – respondió ella –, hasta que ya no sienta más su dolor cuando miro, hasta que me haya endurecido, como un verdadero soldado como mi padre. Si puedo bloquearlo ante un amigo, seguramente podré bloquearlo ante un enemigo...
Miles sacudió la cabeza negando instintivamente.
– Mira, ¿podemos seguir esto en el pasillo?
Elena arrugó la frente, pero vio entonces la cara de Miles, frunció los labios y le siguió sin más discusión. En el pasillo, él se apoyó contra la pared, tragando saliva y respirando hondamente.
– ¿Busco una palangana?
– No, estaré bien en un minuto. – Eso espero... El minuto pasó sin que sufriera una ignominia –. Las mujeres no deberían estar en el combate – dijo al fin.
– ¿Por qué no? ¿Acaso eso – señaló con un gesto la enfermería – es más horrible para una mujer que para un hombre?
– No lo sé. Tu padre dijo una vez que si una mujer se pone un uniforme, se lo busca, y que no debe dudar en dispararle... una rara veta de igualitarismo, viniendo de él. Pero todos mis instintos son arrojar mi capa para que cruce un charco o cosas así, no volarle la cabeza. Eso me repugna.
– El honor va con el riesgo – argumentó Elena –. Niega el riesgo y negarás el honor. Siempre creí que eras el único barrayarano varón que yo conocía que le permitiría a una mujer poder tener un honor que no estuviese depositado entre sus piernas.
Miles refunfuñó.
– El honor de un soldado es cumplir su deber patriótico, seguro...
– ¡O de una soldado!
– O de una soldado, de acuerdo; ¡pero nada de todo esto es servir al emperador! Estamos aquí por el diez por ciento del margen de beneficio de Tav Calhoun. O en todo caso, estábamos...
Se contuvo, para continuar con su recorrido, y, luego, hizo una pausa.
– Lo que dijiste allí... sobre endurecerte...
Elena alzó la barbilla.
– ¿Sí?
– Mi madre fue una soldado verdadera también, y no creo que jamás dejara de sentir el dolor de los demás; ni siquiera el de sus enemigos.
Quedaron ambos en un largo silencio.
La reunión de oficiales para el plan de defensa ante el probable contraataque no fue tan difícil como Miles había temido. Ocuparon una sala de reuniones que había pertenecido a la gerencia de la refinería; el impresionante panorama exterior invadía la instalación por los ventanales. Miles gruñó y se sentó de espaldas al mismo.
Rápidamente asumió el rol de árbitro, controlando el flujo de ideas al tiempo que ocultaba su carencia de información sobre el tema. Se cruzó de brazos, y soltó algunos hum y mm, pero sólo muy ocasionalmente dijo: Dios nos ayude, porque esto hacía que Elena se sofocara. Thorne y Auson, Daum y Jesek, y los tres oficiales felicianos jóvenes liberados, a los que no les habían secado el cerebro, hicieron el resto; si bien, Miles se encontró con que tenía que alejarlos de ideas muy parecidas a las que acababan de resultarles inapropiadas a los pelianos.
– Sería de un gran ayuda, mayor Daum, si pudiera contactar con su comando – dijo Miles al concluir la sesión, y pensó; ¿por el amor de Dios, cómo puede haber extraviado un país entero? –. Como último recurso, tal vez un voluntario en una de esas lanzaderas de la estación podría escurrirse hasta el planeta y decirles que estamos aquí, ¿no?
– Lo seguiremos intentando, señor – prometió Daum.
Algún alma entusiasta había encontrado cuartos para Miles en la sección más lujosa de la refinería, previamente reservada, como la elegante sala de reuniones de la gerencia. Desafortunadamente, el servicio de mantenimiento había quedado más bien interrumpido en las últimas semanas. Miles se abrió paso entre artefactos personales del último peliano que había acampado en la suite ejecutiva, los cuales cubrían a su vez otro estrato anterior que correspondía al feliciano que había sido expulsado en su momento. Ropas desparramadas, envolturas vacías de raciones, discos de ordenador, botellas semivacías, todo bien agitado por el bamboleo en gravedad artificial durante el ataque. Los discos de datos, al examinarlos, resultaron ser todos de entretenimientos ligeros. Ningún documento secreto, ningún brillante golpe maestro de inteligencia.
Miles podría haber jurado que las abigarradas manchas velludas que crecían en las paredes del baño se movían cuando no estaba mirándolas directamente. Quizá fuer un efecto de la fatiga. Tuvo cuidado de no tocarlas al ducharse. Puso las luces al máximo de intensidad cuando finalizó, y cerró la puerta con llave, recordándose a sí mismo severamente que no había pedido la compañía nocturna del sargento sobre la base de que había Cosas en su baño desde que tenía cuatro años. Dolorido de sueño, se vistió con ropa interior limpia que trajo consigo.
La cama era una burbuja ingrávida, entibiada como un útero por rayos infrarrojos. El sexo en gravedad cero, había escuchado Miles, era uno de los punto álgidos de los viajes espaciales. Personalmente, jamás había tenido oportunidad de probarlo. Diez minutos, tratando de relajarse en la burbuja le convencieron de que nunca lo haría, tampoco, aunque los olores y las manchas que saturaron el aposento al calentarse el ambiente sugerían que en un mínimo de tres personas lo habían probado ahí mismo, recientemente. Se levantó rápido y se sentó en el suelo hasta que su estómago dejó de revolverse en su interior. Suficiente botín por la victoria.
A través de los ventanales había una espléndida vista del casco abierto, arrugado, de la RG 132. Por momentos, la tensión se liberaba en alguna tortuosa escama de metal y saltaba espontáneamente para agitarse un poco, superficialmente, en otra zona afectada de la nave, adhiriéndose como caspa. Miles observó durante un rato y luego decidió ir a ver si el sargento tenía aún el botellín de whisky.
El corredor correspondiente a la suite terminaba en una cubierta de observación, una campana de cromo y cristal enmarcada por el polvo de millones de estrellas. Atraído, Miles se encaminó hacia allí.
La voz de Elena, en un grito inarticulado, le sacó de su somnolencia, causándole un brusco flujo de adrenalina. Venía de la cubierta de observación; Miles echó a correr con su marcha desigual.
Trepó velozmente la pasarela y dobló, agarrándose con una mano de un poste luminoso. La oscura cubierta de observación estaba tapizada en terciopelo azul real, que brillaba a la luz de las estrellas. Asientos rellenos de líquido y bancos de extrañas curvas y diseños parecían a invitar a reclinarse indolentemente. Baz Jesek estaba con la espalda en uno de ellos, los brazos separados y el sargento Bothari encima de él.
Las rodillas del sargento aplastaban la ingle y el estómago del maquinista, y las manos se cerraban sobre el cuello de Baz, retorciéndolo. La cara de Baz estaba marrón, sus palabras estranguladas no conseguían la coherencia. Elena, con la guerrera desabrochada, galopaba alrededor de ambos, apretando y aflojando sus manos ante la desesperación de no poder oponerse físicamente a Bothari.
– ¡No, padre! ¡No! – gritaba.
¿Había atrapado Bothari al maquinista tratando de acosarla? Una celosa y caliente cólera sacudió a Miles, frustrada inmediatamente por el frío razonamiento. Elena, entre todas las mujeres, era capaz de defenderse a sí misma; las paranoias del sargento habían garantizado eso. Sus celos se tornaron hielo. Podía dejar que Bothari matase a Baz...
Elena le vio.
– ¡Miles... mi señor!, ¡deténle!
Miles se acercó.
– Suéltalo, sargento – ordenó. Bothari, el rostro amarillo de ira, miró a los lados y luego a su víctima. Sus manos no aflojaron.
Miles se arrodilló y apoyó levemente su mano en los acordonados músculos del brazo de Bothari. Tuvo la incómoda sensación de que aquello era la cosa más peligrosa que había hecho en su vida. Bajó la voz hasta murmurar:
– ¿Debo repetir mis órdenes dos veces, hombre de armas?
Bothari le ignoró.
Miles cerró apretadamente sus manos alrededor de la muñeca del sargento.
– No tiene fuerza para romper mi presa – gruñó Bothari por un rincón de su boca.
– Tengo fuerza para romperme los dedos intentándolo – contestó Miles, y cargó todo su peso para ayudarse. Sus uñas se pusieron blancas. En un instante, sus articulaciones empezarían a estallar...
Los ojos del sargento se entrecerraron, el aliento le pasaba siseando por sus manchados dientes. Entonces, con un insulto, soltó a Baz de un empujón y se libró de Miles con una sacudida. Les dio la espalda, jadeando, los ojos ciegos perdidos en el infinito.
Baz se retorció en el banco y cayó al suelo con un fuerte golpe. Tragó en un ronco ahogo líquido y escupió sangre. Elena corrió hacia él y le acunó la cabeza en su regazo, sin hacer caso de la incómoda situación.
Miles se levantó tambaleándose y se quedó de pie, recobrando el aliento.
– Está bien – dijo finalmente –, ¿qué pasa aquí?
Baz trató de hablar, pero emitió un ladrido gangoso. Elena estaba llorando, así que por ese lado era inútil.
– Maldita sea, sargento...
– La encontré arrullándose con ese cobarde – gruñó Bothari, todavía de espaldas.
– ¡No es un cobarde! – gritó Elena –. Es tan buen soldado como tú. Hoy me salvó la vida... – Se volvió hacia Miles –. Seguramente lo has visto en los monitores, mi señor. Había un oserano apuntándome con su arma..., creí que todo se acababa... Baz le disparó con su arco de plasma. ¡Díselo!
Elena hablaba del oserano que él había matado con las drogas. Baz, sin saberlo, había cocinado un cadáver– Yo te salvé, gritó en su interior Miles. Fui yo, fui yo...
– Es cierto, sargento – se escuchó decir a sí mismo –; le debes la vida de tu hija a tu hermano de armas.
– Ése no es hermano mío.
– ¡Yo digo que sí lo es, según mi palabra!
– No es correcto... no es justo... tengo que hacerlo bien. Tiene que ser perfecto... – Bothari daba vueltas, mascullando.
Miles no había visto nunca tan agitado al sargento. Últimamente, le he cargado demasiada tensión sobre las espaldas, pensó con remordimiento. Demasiada, demasiado pronto, demasiado fuera de control...
Baz graznó algunas palabras.
– ¡No... deshonra!
Elena le hizo callar y se incorporó de golpe, enfrentando a Bothari con furia.
– ¡Tú y tu honor militar! Bien, me he enfrentado al fuego y he matado a un hombre, y no fue nada sino una carnicería. Cualquier robot podría haberlo hecho. No había nada de honor. Es todo una farsa, un fraude, una mentira, un gran circo. Tu uniforme ya no me asusta más, ¿me oyes?
La cara de Bothari estaba rígida y sombría. Miles avanzó como para calmar a Elena. No tenía objeciones contra el hecho de que cultivara la independencia de espíritu, pero, ¡Dios santo!, su sentido de la oportunidad era terrible. ¿No se daba cuenta? No, estaba demasiado enmarañada en su propia vergüenza y dolor y le pesaba el espectro que ahora cargaba en su hombro. No mencionó que había matado a otro hombre, anteriormente; pero Miles lo sabía, había razones que uno no elige.
Necesitaba a Baz, necesitaba a Bothari, necesitaba a Elena; y necesitaba que todos trabajaran juntos para devolverlos a casa vivos. Así que no debía gritar la cólera y angustia que le quemaban por dentro, sino lo que ellos necesitaban oír.
Lo primero que Elena y Bothari necesitaban era ser separados hasta que se enfriaran los temperamentos, o se corría el riesgo de que se desgarrasen mutuamente el corazón. En cuanto a Baz...
– Elena – dijo Miles –, ayúdale a ir a la enfermería. Hax que le revisen por si hay lesiones internas.
– Sí, mi señor – contestó ella, acentuando la naturaleza oficial de la orden con el uso del título; presumiblemente, para irritar a Bothari.
Alzó a Baz y cargó sobre sus hombros el brazo del maquinista, echándole a su padre una incómoda y envenenada mirada. Bothari estrujó las manos, pero no dijo nada ni hizo ningún movimiento.
Miles los escoltó por la pasarela. La respiración de Baz se iba haciendo, poco a poco, más regular, según comprobó Miles con alivio.
– Creo que es mejor que me quede con el sargento – le murmuró a Elena –. ¿Vosotros estaréis bien?
– Gracias a ti – dijo Elena –. Traté de detenerle, pero tenía miedo. No pude hacerlo. – Se enjugó unas últimas lágrimas.
– Es mejor así. Todo el mundo está nervioso, demasiado cansado. Él también, lo sabes. – Estuvo a punto de pedirle una definición de arrullándose pero se contuvo. Elena se llevó a Baz entre tiernos murmullos que volvieron loco a Miles.
Masticó su frustración y volvió a la cubierta de observación. Bothari seguía de pie, gravemente ensimismado. Miles suspiró.
– ¿Todavía tienes ese whisky, sargento?
Bothari salió de su ensueño y se palpó el bolsillo. Le acercó en silencio la petaca a Miles, quien señaló los asientos con un gesto. Se sentaron. Las manos del sargento colgaban entre sus rodillas, la cabeza gacha.
Miles echó un trago y le ofreció la petaca.
– Bebe.
Bothari sacudió la cabeza, pero luego tomó la botella y bebió. Tras un momento, dijo en un murmullo:
– Nunca antes me ha llamado hombre de armas.
– Estaba tratando de llamar su atención. Mis disculpas.
Silencio, y otro trago.
– Es el título correcto.
– ¿Por qué tratabas de matarle? Sabes cuánto necesitamos ahora a los técnicos.
Una larga pausa.
– Él no es adecuado, no para ella. Desertor...
– No estaba intentando violarla. – Fue una afirmación.
– No – dijo lentamente –, supongo que no. Nunca se sabe.
Miles miró la cámara de cristal a su alrededor, hermosa en su brillante oscuridad. Un sitio excelente para arrullarse, y para más. Pero esas largas manos blancos estaban abajo en la enfermería, probablemente aplicando compresas frías o algo así en la frente de Baz; mientras él estaba sentado allí, emborrachándose con el hombre más feo de todo el sistema. Qué desperdicio.
La petaca fue y vino otra vez.
– Nunca se sabe – reiteró Bothari –. Y ella debe tenerlo todo correcto y apropiado. Usted lo entiende, mi señor, ¿no? ¿Lo entiende?
– Por supuesto. Pero, por favor, no mates a mi maquinista. Le necesito. ¿De acuerdo?
– Malditos técnicos. Siempre consentidos.
Miles dejó pasar esto, como la queja reflejada de un viejo servidor. Bothari siempre le había parecido de la generación de su abuelo, en cierto modo; si bien, de hecho, era un par de años más joven que su padre. Miles se relajó un poco entonces, ante ese signo de retorno al estado mental normal – bueno, usual – de Bothari. El sargento se deslizó hasta sentarse sobre la alfombra, los hombros apoyados contra el banco.
– Mi señor – añadió después de un rato –, si me mataran..., ¿procuraría que cuidasen bien de ella? La dote. Y un oficial, un oficial conveniente. Y un auténtico mediador que hiciera los arreglos...
Un antiguo sueño, pensó Miles en medio de una bruma.
– Soy su señor, por derecho de tu servicio – señaló gentilmente –. Sería mi deber. – Si tan sólo pudiera convertir mi deber en mis propios sueños.
– Algunos ya no prestan mucha más atención a sus deberes – murmuró Bothari –, pero un Vorkosigan... Los Vorkosigan jamás faltan a su palabra.
– Maldita sea, que es cierto – balbuceó Miles.
– Mm – dijo Bothari, y se deslizó un poco más.
Tras un largo silencio, el sargento habló otra vez:
– Mi señor, si me mataran, no me dejaría ahí fuera, ¿no?
– ¿Eh? – Miles abandonó su intento de inventar nuevas constelaciones. Acababa de conectar los puntos de una figura a la que nombró, mentalmente, Caballero.
– A veces dejan cuerpos en el espacio. Frío como el demonio... Dios no puede encontrarlos ahí fuera... Nadie podría.
Miles pestañeó. Nunca había sabido que el sargento ocultara una vena teológica.
– Mira, ¿qué es todo esto ahora de que te maten? Tú no vas a...
– Su padre el conde me prometió – Bothari alzó ligeramente su voz por encima de la de Miles – que sería enterrado a los pies de su madre, mi señora, en Vorkosigan Surleau. Lo prometió. ¿No se lo dijo?
– Eh... jamás surgió el tema.
– Su palabra de Vorkosigan. Su palabra.
– Eh, bueno, entonces. – Miles miró a través de los cristales. Algunos veían las estrellas, al parecer, y otros veían el espacio entre ellas. Frío... –. ¿Estás planeando ir al cielo, sargento?
– Como el perro de mi señora. La sangre lava el pecado. Ella me lo juró...
Se quedó callado, la mirada siempre en las profundidades. Luego, la petaca se le deslizó entre los dedos, y comenzó a roncar. Miles se sentó con las piernas cruzadas, velándole el sueño; una pequeña figura en ropa interior contra la negra inmensidad, y muy lejos de casa.
Afortunadamente, Baz se recuperó muy rápido y pudo trabajar al día siguiente, con la ayuda de un refuerzo en el cuello para aliviar sus cervicales dañadas. Su comportamiento hacia Elena era penosamente circunspecto cuando Miles estaba presente, sin darle a éste motivos para insistir en sus celos; pero, por supuesto, donde Miles estaba, estaba también Bothari, lo cual quizás lo explicara.
Miles empezó por acumular todos sus magros recursos en conseguir que la Triumph fuera operable, supuestamente para hacer frente a los pelianos. Secretamente, pensaba que aquélla era la única cosa lo suficientemente grande y lo suficientemente veloz donde caber todos y escapar rápido y con éxito. Tung tenía dos pilotos; al menos uno de ellos podía ser persuadido para que pilotara el salto afuera del espacio local de Tau Verde. No obstante, contempló las consecuencias de regresar a Colonia Beta en un acorazado robado, con un oficial piloto raptado, unos veinte mercenarios desempleados, un rebaño de técnicos refugiados perplejos y sin dinero para Tav Calhoun... o ni siquiera para los derechos del puerto betano. El cobertor de su inmunidad diplomática Clase III parecía encogerse hasta el tamaño de una hoja de higuera.
El intento de Miles de hacerse presente en el lugar y colaborar con los técnicos en la selección de armas en la bodega de la RG 132 fue interrumpido constantemente por gente que pedía instrucciones, órdenes, detalles o, más frecuentemente, autorización para aprovechar alguna pieza del equipamiento de la refinería o algún repuesto o algún suministro militar no utilizado, para el trabajo que estaban realizando. Miles autorizaba alegremente todo cuanto le ponían delante, ganándose reputación por su brillante capacidad de decisión. Su firma se estaba convirtiendo en una floritura finalmente ilegible.
La falta de personal, desafortunadamente, no era factible de tal tratamiento. Dobles turnos que se convertían en turnos triples tendían a terminar en una pérdida de eficacia, producto del agotamiento. Miles se sintió acuciado por la necesidad de intentar otro abordaje.
Dos botellas de vino feliciano, calidad desconocida. Una botella de licor tau cetano, naranja pálido, no verde, afortunadamente. Dos banquetas plegables de nilón y plástico, una pequeña y endeble mesa de campaña de plástico. Una media docena de golosinas felicianas envueltas en papel plateado – Miles esperaba que fueran golosinas –, cuya composición exacta era misteriosa. Debía ser suficiente. Miles cargó los brazos de Bothari con el picnic robado, recogió lo que desbordaba y se encaminó hacia el sector de la prisión.
Mayhew alzó una ceja al cruzarse con ellos en un pasillo.
– ¿Adónde van con todo eso?
– A cortejar, Arde – dijo sonriendo Miles –, a cortejar.
Los pelianos habían dejado un área provisional de confinamiento, un sector de almacenaje despejado a toda prisa, lleno de cañerías y seccionado en una serie de pequeñas y frías celdas metálicas. Miles se hubiera sentido más culpable por encerrar seres humanos en ella si n hubiera sido un caso de fuerza mayor.
Sorprendieron al capitán Tung colgado con una mano de la instalación eléctrica y tratando de hacer palanca en la cubierta con un broche de presión arrancado de su uniforme; hasta ahora en vano.
– Buenas tardes, capitán – dijo Miles, dirigiéndose a los tobillos colgantes, con risueño buen humor.
Tung le miró desde arriba, con el ceño fruncido, calculando; midió a Bothari, encontró la suma no muy a su favor y se dejó caer al suelo con un gruñido. El guardia cerró otra vez la puerta tras ellos.
– ¿Qué pensaba hacer con eso si quitaba la cubierta? – preguntó Miles con curiosidad.
Tung le miró despreciativamente, como un hombre a punto de escupir, y se encerró luego en un recalcitrante silencio. Bothari acomodó la mesa y las banquetas, descargó las cosas y se apoyó contra la pared al lado de la puerta, escéptico. Miles se sentó y abrió una botella de vino. Tung permaneció de pie.
– ¿Me acompaña, capitán? – invitó cordialmente Miles –. Sé que no ha cenado todavía. Estaba esperando que pudiéramos tener una breve charla.
– Soy Ky Tung, capitán, Flota Mercenaria Libre Oserana. Soy ciudadano de la Democracia Popular de Gran Sudamérica, la Tierra; mi número de deber social es T275–389–45–1535–1724. Esta charla ha terminado. – Los labios de Tung parecieron sellarse en una línea de granito.
– Esto no es un interrogatorio – explicó Miles –, lo cual sería mucho más eficientemente conducido por el equipo médico, de todas maneras. Vea, incluso le daré alguna información. – Se levantó y le dedicó una reverencia formal –. Permítame presentarme. Mi nombre es Miles Naismith. – Indicó la otra banqueta con un gesto –. Por favor, siéntese. Paso bastante tiempo con calambres en el cuello.
Tung vaciló, pero finalmente se sentó, aceptando hacerlo sólo en el borde de la silla.
Miles sirvió y tomó un sorbo. Buscaba recordar alguna de las frases de conocedor de vinos que solía emplear su abuelo, para abrir la conversación, pero la única que le venía a la mente era aguado como pis, lo que no parecía precisamente adecuado. Secó el borde de la taza de plástico en su manga y se la ofreció a Tung.
– Observe. No hay veneno, no hay drogas.
Tung se cruzó de brazos.
– El truco más viejo del libro; se toma el antídoto antes de venir.
– Oh. Sí, supongo que podía haber hecho eso. – Sacudió un paquete de unos cubos más bien gomosos que había entre ellos y los miró tan dubitativamente como lo hizo Tung –. Ah, carne. – Se metió uno en la boca y masticó diligentemente –. Adelante, pregúnteme cualquier cosa – agregó con la boca llena.
Tung luchó con su resolución; luego preguntó ansiosamente:
– Mis tropas, ¿cómo están mis tropas?
Miles le detalló de inmediato una lista con el nombre completo de los muertos, los heridos y su estado médico actual.
– El resto están bajo llave, como usted; excúseme por no brindarle información exacta de su ubicación... por si acaso puede hacer más con esa luz de lo que yo creo que puede hacer.
Tung suspiró con tristeza y alivio y eligió con aire ausente un cubo de proteína para sí.
– Lamento que las cosas fueran tan caóticas – se disculpó Miles –. Me doy cuenta de cuánto debe irritarle que su oponente le venza con una maniobra tan disparatada. También yo hubiera deseado algo más limpio y más táctico, como Komarr, pero tuve que tomar la situación como la encontré.
Tung resopló.
– ¿Quién no? ¿Quién se cree que es? ¿Lord Vorkosigan?
Miles inhaló vino hasta los pulmones. Bothari abandonó la pared para golpearle la espalda, sin ayudarle mucho, y mirar suspicazmente a Tung. Pero al mismo tiempo que Miles logró recuperar el aliento, recobró el equilibrio. Humedeció sus labios.
– Ya veo. Se refiere al almirante Aral Vorkosigan de Barrayar. Usted, eh, me... confundió un poco... Ahora es el conde Vorkosigan.
– ¿Ah, sí? ¿Está vivo todavía? – observó Tung, interesado.
– Bastante.
– ¿Ha leído su libro sobre Komarr?
– ¿Libro? Oh, el informe Komarr. Sí, oí que lo han escogido en un par de escuelas militares extranjeras... no barrayaranas, quiero decir, eso es.
– Yo lo he leído once veces – dijo Tung con orgullo –. La memoria militar más sucinta y concisa que jamás he visto. La más compleja estrategia trazada lógicamente, como un diagrama de cables: política, economía y todo lo demás. Juraría que la mente de ese hombre opera en cinco dimensiones. Y sin embargo encuentro que la mayoría de la gente no ha oído acerca de ello. Debería ser de lectura obligatoria... Yo les hago el examen a mis oficiales jóvenes basándome en ese libro.
– Bueno, le he oído decir que la guerra es el fracaso de la política... Creo que la política ha sido siempre parte de su pensamiento estratégico.
– Seguro, cuando uno llega a ese nivel... – A Tung le picaron las orejas –. ¿Lo ha oído? No sabía que hubiera concedido ninguna entrevista... ¿Por casualidad recuerda dónde y cuándo vio eso? ¿Se pueden conseguir copias?
– Ah... – Miles echó un cable fino –. Fue una conversación personal.
– ¿Usted le ha conocido?
Miles tuvo la frustrante sensación de medir de repente apenas medio metro de altura a los ojos de Tung.
– Bueno, sí – admitió cautamente.
– ¿Sabe si... escribió algo como el Informe Komarr acerca de la invasión de Escobar? – preguntó ansiosamente Tung –. Siempre he pensado que debería haber un volumen más, estrategia defensiva a continuación de la ofensiva, digamos, para tener la otra mitad de su pensamiento. Como los volúmenes de Sri Simka sobre Walshea y Skya IV.
Miles clasificó finalmente a Tung: un loco por la historia militar. Conocía a la especie muy, muy bien. Reprimió una sonrisa.
– No creo. Escobar fue una derrota, después de todo. Nunca habla mucho de ello... y lo entiendo. Quizá por un toque de vanidad al respecto.
– Mm – admitió Tung –. No obstante, es un libro maravilloso. Todo lo que parecía totalmente caótico en su momento reveló ese esqueleto interno, completo... Por supuesto, siempre parece caótico cuando uno está perdiendo.
Era el turno de que a Miles le picaran las orejas.
– ¿En su momento? ¿Estuvo usted en Komarr?
– Sí, era teniente en la Flota Selby, que empleó Komarr... Qué experiencia. Hace ya veintitrés años. Parecía que cada punto débil natural en las relaciones empleador–mercenario estallaba en nuestra cara... y eso antes de que hubiera habido siquiera un primer disparo. Infiltración de la inteligencia de Vorkosigan, supimos más tarde.
Miles se mostró entusiasmado y procedió a explotar esta inesperada fuente de reminiscencias por lo que pudiera ser útil. Trozos de frutas se convirtieron en planetas y satélites, migajas de proteínas de diferente forma pasaron a ser cruceros, correos, bombas y transportes de tropas. Las naves vencidas eran comidas. La segunda botella de vino introdujo otras famosas batallas mercenarias.
Miles estaba pendiente, sinceramente, de las palabras de Tung, ignorando la incomodidad de la situación.
Tung se reclinó hacia atrás al fin, con un suspiro de satisfacción, lleno de vino y comida y vacío de historias. Miles, consciente de su propia capacidad, se había cuidado – hasta donde la cortesía lo permitía – de no beber demasiado. Hizo girar el resto de vino en el fondo de su vaso y probó un cauto sondeo.
– Parece un gran desperdicio que un oficial de su experiencia se pierda una buena guerra como ésta, encerrado en una celda.
Tung sonrió.
– No tengo intenciones de permanecer en esta caja.
– Ah... sí. Pero quizás haya otras maneras de salir de ella, ¿no cree? En este momento, los Mercenarios Dendarii son una organización en plena expansión. Hay mucho espacio en la cima para el talento.
Tung sonrió amargamente.
– Usted tomó mi nave.
– Y también la del capitán Auson. Pregúntele si está descontento al respecto.
– Buen intento... señor Naismith, pero tengo un contrato. Un hecho que, a diferencia de otros, yo sí recuerdo. Un mercenario que no hace honor a su contrato, tanto en las buenas como en las malas, es un ladrón, no un soldado.
Miles casi se desvaneció de amor no correspondido.
– No puedo censurarle por eso, señor.
Tung le miró con entretenida tolerancia.
– Ahora bien, a despecho de lo que ese asno de Auson parece creer, le tengo a usted por un brillante oficial joven que no valora bien el carácter de sus cualidades... y se está hundiendo rápidamente. Me parece a mí que es usted, y no yo, quien pronto estará buscando un nuevo empleo. Usted parece tener una comprensión promedio de la táctica y ha leído a Vorkosigan, lo cual está bien pero no es nada extraordinario. Sin embargo, cualquier oficial que pueda hacer congeniar a Auson y a Thorne para que aren juntos un surco recto demuestra un genio en el manejo de personal. Si sale vivo de ésta, venga a verme... Tal vez pueda encontrar algo para usted en el área ejecutiva.
Miles miró a su prisionero con la boca abierta, estimando la descarada apreciación a que se había hecho merecedor. En realidad, sonaba bien. Suspiró.
– Usted me honra, capitán Tung. Pero me temo que yo también tengo un contrato.
– Basura.
– ¿Perdón?
– Si su contrato es con Felice, me hace reír, dudo que Daum estuviera autorizado para firmar ningún acuerdo. Los felicianos son tan tacaños como su contraparte, los pelianos. Podríamos haber terminado esta guerra hace seis meses si los pelianos hubieran aceptado de buen grado pagar al gaitero. Pero no..., eligieron economizar y sólo compraron un bloqueo y algunas instalaciones como ésta... y, por eso, actúan como si estuvieran haciéndonos un favor. ¡Pe...!
La frustración segó con disgusto su voz.
– Yo no he dicho que mi contrato fuera con los felicianos – dijo Miles suavemente.
Los ojos de Tung se entrecerraron con perplejidad; bien. Las evaluaciones del hombre estaban tan cerca de la verdad como para alegrarse.
– Bueno, mantén tu cola baja, hijo – le aconsejó Tung –. A la larga, a la mayoría de los mercenarios les han disparado en el culo más quienes les empleaban que sus enemigos.
Miles se despidió cortésmente. Tung le escoltó con aire de genial anfitrión hasta la puerta.
– ¿Hay algo más que necesite? – le preguntó Miles.
– Un destornillador – respondió rápidamente Tung.
Miles sacudió la cabeza y sonrió con pesar cuando la puerta se cerró en la cara del euroasiático.
– Maldita sea, si no me siento tentado de mandarle uno – le dijo a Bothari –. Me muero por ver qué es lo que podrá hacer con esa instalación de luz.
– ¿Para qué ha servido todo esto exactamente? – preguntí Bothari –. Consumió tu tiempo con historias antiguas y no reveló nada.
Miles sonrió.
– Nada que no sea importante.
14
Los pelianos atacaron por la eclíptica, en dirección opuesta al sol, aprovechando la protección que brindaba el cinturón de asteroides. Llegaron desacelerando, telegrafiando su intención de capturar sin destruir; y llegaron solos, sin sus empleados oseranos.
Miles sonreía encantado mientras cojeaba entre el revuelo de hombres y equipos en los pasillos de la estación de desembarco. Los pelianos difícilmente hubieran seguido más cerca de su guión favorito de haber dado las órdenes él mismo. Había habido algunas discusiones cuando inisitió en instalar los piquetes de guardia y las armas principales, desplegándolos sobre el lado de la refinería que daba al cinturón y no sobre el que daba al planeta. Pero fue inevitable. Impedir la evasión, una táctica actualmente agotada, era la única esperanza de los pelianos de poder sorprenderlos. Una semana antes podría haberles dado resultado.
Miles esquivó a algunas de sus tropas que corrían a sus puestos. Rogó a Dios no tener que hallarse nunca en un refugio; antes prefería ser voluntario en la retaguardia, a salvo de quedar atrapado entre sus propias fuerza y las del enemigo.
Se arrojó por el tubo flexible adentro del Triumph. El soldado que estaba esperando cerró la compuerta de inmediato y soltó rápidamente las conexiones del tubo. Como había imaginado, era el último en abordar la nave. Mientras el acorazado maniobraba para alejarse de la refinería se encaminó hacia la sala de tácticas.
La sala de tácticas del Triumph era notablemente más grande que la del Ariel. Miles se acobardó ante el número de sillas giratorias vacías. Una mitad de la tripulación de Auson, incluso aumentada por algunos voluntarios – técnicos de la refinería –, apenas alcanzaban a conformar un esqueleto de tripulación para la nueva nave.
Exhibidores holográficos operaban en toda su brillante confusión. Auson estaba tratando de coordinar el control de deos estaciones al mismo tiempo. Miró con alivio a Miles.
– Me alegra ver que lo lograra, mi señor.
Miles se sentó en una silla de comando.
– Yo también. Pero, por favor..., sólo señor Naismith, no mi señor.
Auson pareció confundido.
– Los otros le llaman así.
– Sí, pero... no es por cortesía nada más. Denota una relación legal específica. Usted no me llamaría esposo mío aunque escuchara a mi mujer hacerlo, ¿no? Bueno, ¿qué tenemos ahí fuera?
– Parecen quizás unas diez naves pequeñas... todas basura local peliana. – Auson estudió las lecturas de su pantalla; la preocupación le marcaba arrugas en su ancho rostro –. No sé dónde están nuestros muchachos. Este tipo de cosas sería justo su estilo.
Miles interpretó, correctamente, que nuestros muchachos significaba para Auson sus antiguos camaradas, los oseranos. El desliz no le molestó; ahora Auson estaba comisionado. Miles le miró de soslayo y creyó saber exactamente por qué los pelianos no habían traído a sus pistoleros alquilados. Hasta donde los pelianos sabían, por el contrario, una nave oserana se les había vuelto en contra. Los ojos de Miles brillaban ante la idea del desmayo y la desconfianza que debería estar reverberando en este momento entre el alto mando peliano.
El Triumph describió un gran arco hacia la posición de los atacantes. Miles se comunicó con la sala de navegación.
– ¿Estás bien, Arde?
– Para volar ciego, sordo, mudo y paralítico, no está mal – respondió Mayhew –. El piloto manual es un castigo, es como si la máquina me operara a mí. Es terrible.
– Sigue haciendo bien tu trabajo – dijo Miles animadamente –. Recuerda, nos interesa más conducirlos hasta que estén al alcance de nuestras armas que golpearlos nosotros mismos para derribarlos.
Miles se reclinó y miró las pantallas.
– No creo que se imaginen realmente cuánta artillería ha traído Daum. Están repitiendo la misma táctica que usaron la última vez, según informaron los oficiales felicianos. Por supuesto, funcionó una vez...
Las naves de la vanguardia peliana acababan de entrar en el alcance de la refinería. Miles contuvo el aliento como si con ello pudiese forzar a sus hombres a contener el fuego. Estaban ahí fuera, solitarios, escasos y nerviosos. Había más armas desplegadas que personal para manejarlas, aun con fuego controlado por ordenador; en particular, porque los sistemas de control habían presentado problemas durante la instalación, y algunos aún no estaban del todo resueltos. Baz había trabajado hasta el último momento – seguía trabajando, por lo que Miles sabía –, y junto a él estaba Elena. Miles deseó haber tenido alguna excusa para mantenerla, en cambio, a su lado.
La nave líder de los pelianos vomitó un centelleante rosario de bombas de diente de león, que formaron un arco en dirección a los colectores solares. Otra vez no, gruñó para sí Miles, contemplando las repareciones de dos semanas a punto de ser arruinadas. Las bombas se abrieron en sus cientos de agujas. El espacio fue de repente bordado por hilos de fuego a medida que el armamento defensivo tejió sus disparos para interceptarlas. La propia nave peliana estalló en pedazos, como una erupción de piedras, cuando alguien junto a Miles anotó un tiro directo; quizá de suerte. Una porción de los restos continuó con su antigua dirección y velocidad, casi tan peligrosa en su inercia como un arma inteligentemente guiada.
Las naves que venían detrás comenzaron a virar y a desviarse, sacudidas de su complaciente línea en V. Auson y Thorne, en sus naves respectivas, las acosaban ahora cada una desde un lado, como un par de perrosm ovejeros enloquecidos que atacan a su rebaño. Miles golpeó el puño contra el panel que tenía delante, en un paroxismo de gozo ante la belleza de la formación. Si tuviera tan sólo una tercera nave de guera para encerrar completamente sus flancos, ninguno de los pelianos tendría escapatoria posible. Como estaban las cosas, los mantenían comprimidos en na franja cuidadosamente calculada, para que ofrecieran el máximo blanco a las defensas de la refinería.
A su laso, Auson compartía su entusiasmo.
– ¡Míralos! ¡Míralos! Derechito a las fauces, como aseguraste que harían... Y Gamad juraba que estabas loco al desproteger el flanco solar... ¡Bajito, eres un tío genial!
La emoción de Miles fue mitigada por la sobria reflexión de qué nombres se hubiera ganado de haberse equivocado. El alivio le hizo casi desvanecerse. Se recostó en la silla de mando y dejó escapar un largo, largo suspiro.
Una segunda nave peliana estalló en el olvido, y una tercera. Un guarismo, en un atestado rincón de la pantalla de Miles, subió velozmente de una cifra menor a una mayor.
– ¡Ajá! – señaló Miles –. ¡Ya los tenemos! Están empezando a acelerar otra vez. Están desistiendo del ataque.
El impulso que traían los pelianos no les daba más alternativa que atravesar el área de la refinería, pero toda su atención estaba puesta ahora en hacerlo tan rápido como fuera posible. Thorne y Auson los acosaron desde atrás para apresurarlos en su camino.
Una nave peliana hizo un tirabuzón al pasar por la instalación y disparó..., ¿qué? Los ordenadores de Miles no presentaron interpretación del... ¿rayo? No era plasma, ni láser, ni masa impulsada, para los cuales la factoría podía generar algún escudo, dejando necesariamente que los colectores solares se valieran solos. No resultó de inmediato evidente el daño que aquello había causado, ni siquiera si había hecho impacto. Extraño...
Miles cerró su mano suavemente alrededor de la representación holográfica de la nave peliana, como si así pudiera operar magia simpatética.
– Capitán Auson, intentemos atrapar esa nave.
– ¿Por qué molestarse? Se está yendo a casa con sus camaradas, a todo trapo...
Miles bajó el tono de su voz hasta el susurro.
– Es una orden.
Auson asintió vigorosamente.
– ¡Sí, señor!
Bien, a veces funciona, reflexionó Miles.
El oficial de comunicaciones obtuvo un ruidosa y confusa línea con el Ariel, y el nuevo objetivo fue transmitido. Auson, gruñendo entusiasmado, reía ante la posibilidad de probar los límites de su nueva nave. El emisor de parásitos, confundiendo al enemigo con múltiples blancos falsos, resultó particularmente útil; mediante el mismo averiguaron el alcance del misterioso rayo y la extraña demora entre los disparos. ¿Recarga, tal vez? Cargaron entonces rápidamente hacia la nave fugitiva.
– ¿Cuál es el texto, señor Naismith? – preguntó Auson –. ¿Deténgase–o–los–haremos–pedazos?
Miles se mordió el labio pensativamente.
– No creo que eso resulte. Me parece que nuestro problema, más probablemente, será evitar que se autodestruyan cuando nos acerquemos. Las amenazas no surtirían efecto, me temo; no son mercenarios.
– Hm. – Auson se aclaró la garganta y se ocupó de observar sus pantallas.
Miles reprimió una sonrisa sardónica, con cierto tacto, y se dedicó a leer la información de sus propios paneles. Los ordenadores le adelantaron con clarividentes cálculos su acercamietno y el alcance a la nave peliana; luego se detuvieron, esperando respetuosamente más inspiración meramente humana. Miles trató de pensar lo que haría si estuviera en la piel del capitán peliano. Sopesó la demora, el trayecto y la velocidad con la cual podrían cercar a los pelianos si emplearan al límite la máxima aceleración.
– Está cerca – dio mientras miraba el holograma del resultado. La máquina suministró un vívido y escalofriante cuadro de lo que podría pasar si se equivocara al coordinar los elementos.
Auson espió los fuegos artificiales en miniatura y murmuró algo sobre un ... condenado suicidio... que Miles prefirió ignorar.
– Quiero a toda nuestra gente de máquinas preparada y lista para el abordaje – dijo Miles al fin –. Ellos saben que no tienen velocidad para escaparse de nosotros; mi suposición es que dejarán preparada alguna clase de bomba de tiempo, subirán a su lanzadera salvavidas y tratarán de volar su nave en nuestras narices. Pero si no perdemos tiempo con la lanzadera y somos suficientemente rápidos para entrar por la puerta trasera mientras ellos salen por el costado, podríamos desactivar la bomba y tomar intacta esa arma, lo que quiera que sea.
Auson frunció los labios desaprobando el plan.
– ¿Llevar a todos mis ingenieros? Podríamos destruir la lanzadera en sus abrazaderas si nos acercáramos lo suficiente... y atraparlos a todos a bordo...
– ¿Y luego tratar de abordar una nave tripulada los cuatro maquinistas y yo? – le interrumpió Miles –. No, gracias. Por otra parte, arrinconarlos podría activar la clase de suicidio espectacular que quiero evitar.
– ¿Y yo qué haré si usted no es suficientemente rápido al desactivar su caza–bobos?
Una siniestra sonrisa cruzó el rostro de Miles.
– Improvisar.
Los pelianos, al parecer, no eran de un escuadrón tan suicida como para despreciar la leve posibilidad de vida que les brindaba su lanzadera. Miles y sus técnicos se deslizaron, con el estrecho margen de tiempo con el que contaban, abriéndose camino, ruda pero rápidamente, a través de la esclusa de aire controlada por código.
Miles maldijo la incomodidad de su traje de presión, demasiado grande para él. Su piel rozaba y patinaba en lugares vacíos. Descubrió que sudor frío era una expresión con significado literal. Miró los pasillos de la oscura y desconocida nave. Los técnicos se separaron, cada uno hacia su cuadrante asignado.
Miles tomó una quinta y menos definida dirección, para realizar una rápida comprobación de la sala de tácticas, del puente y de los camarotes de la tripulación en busca de artefactos destructivos y de cualquier material de inteligencia que fuera de utilidad, abandonado en la huida. Se encontró por todas partes con paneles de control destruidos y con almacenes de datos fundidos. Controló el tiempo; en cinco minutos escasos, los pelianos en la lanzadera estarían a salvo lejos del alcance de, por ejemplo, la radiación de los motores explosionados.
Un graznido triunfante le perforó los oídos por el auricular del traje.
– ¡Lo hice! ¡Lo hice! – gritó un técnico de máquinas –. ¡Tenían preparada una explosión! Reacción en cadena interrumpida... Estoy desactivándola ahora.
Los vítores se hicieron eco en el auricular. Miles se desplomó en una silla de mando del puente, con el corazón en la boca, palpitando; luego, pareció detenerse. Transmitió un mensaje general a todo volumen, por encima de las demás voces.
– No creo que podamos dar por sentado que sólo dejaron una caza–bobos, ¿no? Sigan buscando por lo menos diez minutos más.
Preocupados gruñidos reconocieron la orden. En los siguientes tres minutos se oyó únicamente el respirar rabioso de los hombres por los auriculares de comunicación. Miles, al pasar por la cocina en busca de la cabina del capitán, aspiró con fuerza. Un horno de microondas, con su panel de control destrozado apresuradamente y el contador del tiempo funcionando aún, tenía dentro un envase de oxígeno de alta presión. La contribución del personal técnico de nutrición al esfuerzo de la guerra, aparentemente. En dos minutos más eso habría hecho volar la cocina y la mayoría de las cámaras adyacentes. Miles retiró el oxígeno y continuó el recorrido.
Una voz al borde del llanto siseó por el auricular.
– ¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda!
– ¿Dónde está usted, Kat?
– En la armería. ¡Son demasiadas! ¡No puedo con todas! ¡Oh, mierda!
– ¡Siga trabajando! Vamos para allí.
Miles ordenó al resto de la partida dirigirse a la armería y echó a correr. Una verdadera luz, que hacía innecesario el dispositivo infrarrojo de su casco, le guió al llegar. Se lanzó hacia una cámara de depósito y encontró a la técnica frente a una silla de relucientes pertrechos.
– ¡Cada una de estas bombas diente de león está a punto de explotar! – gritó la mujer, echándole una mirada.
Su voz estaba conmocionada, pero sus manos no dejaron en ningún momento de trabajar desactivando los códigos. Miles, con los labios separados por la concentración, miró cómo operaba la técnica y comenzó a imitar los movimientos en la fila siguiente. La gran desventaja de llorar de miedo en un traje espacial, descubrió Miles, era que uno no podía secarse la cara ni la nariz; si bien los limpiadores sónicos del interior, en la placa frontal del casco, preservaban de posibles estornudos esa valiosa superficie informativa. Aspiró subrepticiamente por la nariz. Su estómago liberó un eructo ácido que le quemó la garganta. Sentía sus dedos como salchichas. Podría estar en Colonia Beta en este momento... podría estar en casa, en mi cama... podría estar en casa, debajo de mi cama...
Otro técnico se les unió, según pudo ver Miles, desviando apenas un ojo. Nadie perdió en tiempo en charlas sociales; trabajaban juntos en un silencio, quebrado sólo por el desigual ritmo de la hiperventilación. El traje de Miles redujo su flujo de oxígeno en avara desaprobación de su estado mental. Bothari jamás le hubiera permitido unirse a la partida de abordaje... quizás no debió haberle ordenado quedarse a cargo de la refinería. A por la siguiente bomba... y la siguiente y la... No había una siguiente. Habían terminado. Kat se irguió y señaló una de las bombas
– ¡Tres segundos! Tres segundos y... – Estalló en un llanto descontrolado y se echó sobre Miles, quien le palmeó torpemente el hombro.
– Eso es, eso es... llore cuanto quiera. Se lo ha ganado...
Cortó momentáneamente la línea de su intercomunicador y aspiró fuertemente por la nariz.
Miles salió tambaleándose de la nueva nave capturada hacia el desembarcadero de la refinería, aferrando una inesperada adquisición: una armadura de combate peliana casi tan pequeña como para él. La armadura era, por supuesto, de mujer, pero Baz seguramente podría transformarla. Distinguió a Elena entre su comité de recepción y alzó su botín orgullosamente.
– ¡Mira lo que he encontrado!
Elena torció la nariz con asombro.
– ¿Has capturado una nave entera para conseguir una armadura espacial?
– ¡No, no! Lo otro. El... el arma, sea lo que sea. Ésta es la nave cuyo disparo penetró vuestro escudo. ¿Hizo algún daño? ¿Qué ha hecho?
Uno de los oficiales felianos miró con furia... a Elena.
– Abrió un agujero. Bueno, no un agujero, en el sector de la prisión. Estaba perdiendo aire y ella los dejó salir a todos.
Su gente, advirtió Miles, se movilizaba en grupos de tres o más.
– No hemos podido reunirlos del todo todavía – se lamentó el feliciano –, se ocultan por toda la estación.
Elena parecía angustiada.
– Lo siento, mi señor.
Miles se frotó las sienes.
– Uh, me parece que será mejor que el sargento me guarde las espaldas un tiempo, entonces.
– Cuando despierte.
– ¿Qué?
Elena bajó la vista a sus botas.
– Estaba custodiando él solo el sector de la prisión, durante el ataque... intentó detenerme y evitar que los liberara.
– ¿Lo intentó? ¿Y no tuvo éxito?
– Le disparé con mi inmovilizador. Me temo que va a estar bastante enojado... ¿No hay problema si me quedo contigo un rato?
Miles frunció los labios en un mudo e involuntario silbido.
– Por supuesto. ¿Algún prisionero...? No, espera. – Alzó la voz –. Comandante Bothari, alabo su iniciativa. Hizo lo que era correcto. Estamos aquí para lograr un objetivo táctico específico, no para perpretar una insensata matanza. – Miles clavó la vista en el joven oficial feliciano, ¿cuál era su nombre?, Gamad, quien se encogió ante la mirada. Continuó en voz baja, dirigiéndose a Elena –. ¿Algún prisionero resultó muerto?
– Dos, cuyas celdas fueron literalmente penetradas por el confusor orbital de electrones...
– ¿Por el qué?
– Baz lo llamó confusor orbital de electrones. Y... once asfixiados para los que no pude llegar a tiempo. – El dolor en su rostro fue para Miles como una cuchillada.
– ¿Cuántos hubieran muerto si no los hubieras liberado?
– Perdimos aire en todo el sector–
– ¿El capitán Tung...?
– Elena extendió las manos.
– Está por ahí, en algún lado, supongo. No estaba entre los trece. Ah... uno de sus pilotos sí estaba, sin embargo; y aún no hemos encontrado al otro. ¿Eso es importante?
El corazón se le hundió a Miles en el estómago revuelto. Le indicó al mercenario que estaba más cerca:
– Pase esta orden inmediatamente: los prisioneros deben ser capturados vivos, con el menor daño posible. – El hombre salió presto a obedecer –. Si Tung anda suelto, será mejor que te quedes conmigo – le dijo Miles a Elena –. Dios mío. Bien, creo que mejor será que le eche una mirada a ese agujero que no es un agujero, entonces. ¿De dónde sacó Baz ese nombre impronunciable?
– Dice que es un descubrimiento betano de hace unos pocos años. Parece que no convenció mucho porque, para defenderse de eso, basta con cambiar la fase del escudo de masa. Me indicó que te dijera que está trabajando en ello y que tendría loa escudos reprogramados para esta noche.
– Ah.
Miles quedó en silencio, anonadado. Lo suficiente para fantasear su regreso a Barrayar llevando el misterioso rayo, tenderlo a los pies del emperador, y el capitán Illyan, que observaría con viva curiosidad, y su padre, que estaría asombrado... Se lo imaginó como un espléndido ofrecimiento, prueba de su valor y de su proeza militar. Aunque, más probablemente – de acuerdo a la simple realidad –, le correrían a escobazos, como al gato que mortifica a un saltamontes. Suspiró. Ahora, al menos, tenía una armadura espacial.
Miles, Elena, Gamad y un técnico se dirigieron al sector afectado, varias estructuras más abajo en la cadena eslabonada de la refinería. Elena se puso a su lado.
– Pareces cansado. ¿Por qué no mejor, uh..., tomas una ducha y descansas un poco?
– Ah, sí, el hedor reseco del terror, bien entibiado en el traje de presión. – Le dirigió una sonrisa y apretó con firmeza su casco bajo el brazo, como un espectro decapitado –. Espera a oír mi jornada. ¿Qué dice el mayor Daum de nuestras defensas? Será mejor que le pida un informe completo... al menos él parece ser directo al hablar... – Miró fascinado la espalda del teniente que iba delante.
El teniente Gamad, cuyo oído evidentemente era más agudo de lo que Miles había supuesto, volvió la cabeza.
– El mayor Daum está muerto, señor. Él y un técnico estaban conectando un puesto de armas y fueron alcanzados por escombros a alta velocidad... No quedó nada. ¿No se lo dijeron?
Miles se detuvo en seco.
– Ahora soy el oficial de mayor grado – agregó el feliciano.
Llevó tres días capturar de nuevo a los prisioneros que se habían escapado y diseminado por todos los rincones de la refinería. Los comandos de Tung fueron los peores. Miles recurrió finalmente a clausurar los sectores y a soltar gas adormecedor. Ignoró la irritada sugerencia de Bothari respecto a que el vacío resultaría más eficaz y menos costoso. La carga de la tarea recayó naturalmente, si no injustamente, en el sargento; quien estaba tenso como una cuerda de arco con el deber asignado.
Cuando fue hecho el recuento final, resultó que faltaban Tung y siete de sus hombres, incluido su otro oficial piloto. También faltaba una lanzadera de la estación.
Miles gimió en su interior. Ahora no había alternativa, sino la de esperar que los perezosos felicianos viniesen a reclamar su cargamento. Comenzó a dudar que la lanzadera, despachada para intentar contacto con Tau Verde antes del contraataque, hubiera logrado atravesar el espacio controlado por los oseranos. Quizá debería enviar otra. Esta vez con un recluta, no un voluntario; Miles ya tenía elegido el candidato.
El teniente Gamad, engreído con la reciente jerarquía heredada, se sentía inclinado a desafiar la autoridad de Miles en la refinería; técnicamente – era cierto – de propiedad feliciana. A Miles no le caía demasiado simpático, en contraste con la calma y solícita actitud de Daum. Gamad debió reprimirse al oír a un mercenario dirigirse a Miles como "almirante Naismith". Y Miles quedó tan complacido por el efecto que semejante título causó en el teniente, que no corrigió el nombramiento. Desafortunadamente, el hecho se extendió; se encontró incapaz de conservar la cautelosa neutralidad de "señor Naismith" de allí en adelante.
Gamad se salvó cuando, al octavo día después del contraataque, un crucero local feliciano apareció finalmente en los monitores. Los mercenarios de Miles, sensibles y suspicaces tras repetidas emboscadas, estaban tentados de destruirlo primero y examinar luego los restos para una identificación positiva, pero Miles logró al fin establecer un margen de confianza y los felicianos arribaron mansamente a la dársena.
Dos grandes maletines de plástico en una carretilla flotante llamaron la atención de Miles cuando los oficiales felicianos entraron en la sala de reuniones de la refinería. Los maletines tenían un agradable parecido, al menos en tamaño, con los viejos arcones de tesoros de los piratas. Miles se perdió en una breve fantasía de brillantes diademas, monedas de oro y bolsas de perlas. ¡Ay, esas vistosas fruslerías ya no eran tesoros codiciados! Microcircuitos virales cristalizados, discos de datos, empalmes de DNA, descoloridos bosquejos de importantes proyectos de agricultura y minería planetaria: ésa era la tibia riqueza que los hombres tramaban en estas épocas degradadas. Por supuesto, todavía había artesanía. Miles palpó la daga en su cinto y se sintió reconfortado.
El demacrado y atormantado pagador feliciano estaba hablando:
– ... debo tener primero el manifiesto del mayor Daum y controlar cada uno de los artículos para verificar si ha habido daño durante el transporte.
El capitán del crucero feliciano asintió cansinamente.
– Vea a mi jefe de máquinas y que le consiga todos los hombres que necesite para la inspección, pero hágalo rápido. – El capitán dirigió su irritada y rojiza mirada a Gamad, preguntando obsequiosamente –: ¿No ha encontrado todavía ese manifiesto? ¿O los papeles personales de Daum?
– Me temo que tal vez los tuviera consigo cuando fue alcanzado, señor.
El capitán gruñó y se dirigió entonces a Miles.
– ¿Así que usted es ese galáctico mutante loco del que he oído hablar?
Miles se irguió.
– ¡Yo no soy un mutante!, capitán. – Arrastró la última palabra al más sarcástico estilo de su padrey luego recuperó la apostura. Evidentemente, el feliciano no había dormido mucho en los últimos días –. Creo que usted tiene algunos asuntos que tratar.
– Sí, hay que pagar a los mercenarios, supongo – suspiró el capitán.
– Y comprobar físicamente cada artículo por posibles daños en el transporte – le aguijoneó Miles sugiriendo con un gesto las cajas.
– Encárguese de él, cajero – ordenó el capitán, incorporándose para salir –. Está bien, Gamad, veamos esa gran estrategia suya...
Baz echaba humo por los ojos.
– Excúseme, mi señor, pero creo que es mejor que vaya con ellos.
– Iré contigo – dijo Arde. Hizo sonar sus dientes como si fuera a morder una yugular.
– Adelante – invitó entonces Miles al pagador, quien suspiró, al tiempo que espiaba el nombre de Miles en la pantalla a la cabecera de la mesa.
– Ahora... ¿Señor Naismith?, ¿es correcto así? ¿Puedo ver su copia del contrato, por favor?
Miles frunció el ceño en un gesto de disgusto.
– El mayor Daum y yo teníamos un acuerdo verbal. Cuarenta mil dólares betanos contra la entrega a salvo de esta carga a Felice. Esta refinería es ahora territorio feliciano.
El contador le miró, atónito.
– ¿Un acuerdo verbal? ¡Un acuerdo verbal no es un contrato!
Miles se levantó.
– ¡Un acuerdo verbal es el más fuerte de los contratos! El alma de uno está en el aliento y, por lo tanto, en la palabra. Una vez empeñada debe ser cumplida.
– El misticismono tiene lugar...
– ¡Esto no es misticismo! ¡Es una teoría legal reconocida! – En Barrayar, pensó Miles.
– Es la primera vez que la oigo.
– El mayor Daum la conocía perfectamente bien.
– El mayor Daum estaba en Inteligencia; él se especializaba en galácticos. Yo sólo soy de la Oficina de Contabilidad...
– ¿Se niega a cumplir la palabra de su camarada muerto? Pero usted es un funcionario, no un mercenario...
El cajero sacudió la cabeza.
– No tengo ni idea de lo que me está hablando, pero si el cargamento está en orden, se le pagará. Esto no es Jackson´s.
Miles se tranquilizó un poco.
– Muy bien. – El cajero no era un Vor, ni nada parecido; contar su paga delante de él, probablemente, no sería tomado como un insulto mortal –. Veamos.
El cajero hizo un gesto a su asistente, quien descodificó las cerraduras de los maletines. Miles contuvo el aliento, imaginando con felicidad el dinero que vería en un instante, más del que jamás había visto junto en su vida. Las tapas se alzaron para revelar montones y montones de muy apretados y coloridos fajos de papel. Hubo una larga pausa.
Miles deslizó su puntero por la mesa de reuniones y atrajo un fajo hacia sí. Contenía quizás un centenar de idénticas y brillantemente grabadas composiciones de dibujos, números y letras en un extraño alfabeto cursivo. El papel era resbaladizo, casi de mala calidad. Sostuvo uno a la luz.
– ¿Qué es esto? – preguntó por fin.
El cajero alzó las cejas.
– Papel moneda. Se usa comúnmente como moneda en la mayoría de los planetas...
– ¡Ya sé eso! ¿Qué moneda es?
– Mili–pfennings felicianos.
– Mili pfennings. – Sonaba un poco como una palabrota –. ¿Cuál es su valor en moneda real? Dólares betanos o, digamos, marcos barrayaranos.
– ¿Quién usa marcos barrayaranos? – preguntó, murmurando perplejo, el asistente del cajero.
Éste se aclaró la garganta.
– Según el último listado anual, los mili pfennings se pagaban a 150 por dólar betano en la Bolsa de Colonia Beta – recitó rápidamente.
– ¿Eso no fue hace casi un año? ¿Cuál es su precio ahora?
En cajero encontró algo que mirar a través de los ventanales.
– El bloqueo oserano nos ha impedido saber el actual índice de cambio.
– ¿Sí? Bien, ¿cuál fue la última cifra que tuvieron, entonces?
El cajero volvió a aclararse la voz; el tono se volvió notoriamente bajo.
– A causa del bloqueo, usted comprende, casi toda la información acerca de la guerra ha sido enviada por los pelianos.
– El índice, por favor.
– No lo sabemos.
– El último índice – susurró Miles.
El cajero se sobresaltó.
– Realmente no lo sabemos, señor. Lo último que hemos oído es que la moneda había sido, eh... – su voz se hizo casi inaudible –, retirada de la Bolsa.
Miles tamborileó sobre su daga.
– Y exactamente, ¿cuál es...? – Resolvió que debía experimentar para encontrar el grado justo de malignidad al pronunciar lo que seguía –. ¿Cuál es el respaldo de estos... mili–pfenings?
El cajero alzó con orgullo la frente.
– ¡El gobierno de Felice!
– El que está perdiendo esta guerra, ¿cierto?
El cajero murmuró algo.
– Están perdiendo esta guerra, ¿no?
– Perder las órbitas superiores fue sólo un revés – explicó desesperadamente el cajero –, todavía controlamos nuestro propio espacio aéreo.
– Mili–pfennings– resopló Miles –. Mili–pfennings... Bien, ¡yo quiero dólares betanos! – Clavó la vista en el hombre.
El cajero replicó como alguien aguijoneado, con orgullo y casi ladrando:
– ¡No hay dólares betanos! Cada céntimo de ellos, sí, cada pizca de otras monedas galácticas que pudimos juntar fueron enviados con el mayor Daum para comprar este cargamento...
– Por el cual he arriesgado mi vida para entregárselo a ustedes...
– ¡Por el cual él murió para entregárnoslo!
Miles suspiró, reconociendo un argumento al que no podía ganar. Ni su más frenética reclamación le aportaría dólares betanos de un gobierno que no tenía ni uno.
– Mili–pfennings – murmuró.
– Tengo que irme – dijo el cajero –, he de firmar el inventario...
Miles asintió con un gesto de su mano.
– Sí, vaya.
El cajero y su asistente se fueron, dejándole solo en la hermosa sala de reuniones con dos maletines llenos de dinero; que el contador ni siquiera se molestara en dejar un guardia, reclamar un recibo o, simplemente, ver que se contara el dinero le confirmó la falta de valor del mismo.
Miles apiló una pirámide de aquellos fajos delante de él, encima de la mesa, y descansó junto a ella su cabeza, apoyada en los brazos. Mili–pfennings. Por un momento se distrajo calculando la superficie cuadrada que cubrían los billetes, uno junto a otro. Ciertamente, podría empapelar no sólo las paredes, sino también el techo de su cuarto en su casa e, incluso, casi todo el resto de la casa Vorkosigan. Su madre probablemente no estaría de acuerdo.
Ociosamente, puso a prueba cuán inflamables eran prendiéndole fuego a un billete y pensando sostenerlo hasta que le quemara el dedo, para ver si algo podía dolerle más que su estómago. Pero, ante la presencia de humo, las puertas se cerraron de golpe, una ronca alarma sonó y un extintor químico de incendios salió de una pared como una roja y burlona lengua. El fuego era un verdadero terror en las instalaciones espaciales; el paso siguiente, recordó, sería la evacuación del aire de la cámara para sofocar las llamas.Agitó entonces el papel. Mili–pfennings. Se levantó y cruzó el salon para acallar la alarma.
Su pirámide financiera pasó a ser un fuerte con torres en las esquinas y un alcázar interior. El dintel del portón tenía tendencia a desmoronarse ante el menor slopido. Tal vez podría seguir viaje en una línea comercial peliana, pasando por un mutante mentalmente retardado, con Elena como su enfermera y Bothari como guardián. Alguien a quien parientes ricos enviaban a algún hospital – o a algún zoológico – de otro planeta. Podía quitarse las botas y los calcetines y morderse las uñas de los pies durante el control de aduanas... ¿Pero qué papeles les asignaría a Mayhew y a Jesek? ¿Y a Elli Quinn? Juramentada o no, le debía un rostro. Y lo peor: no tenía crédito aquí y, en buena medida, dudaba que el índice de cambio entre la moneda feliciana y la peliana le favoreciera.
La puerta se abrió. Miles derribó rápidamente su fuerte, amontonando los fajos en una pila más al azar, y se sentó erguido en consideración al mercenario que saludó y entró.
Una sonrisa tímida se dibujaba en la expresión ávida del hombre.
– Perdón, señor, he oído el rumor de que ha llegado nuestra paga.
Los labios de Miles se tensaron en una sonrisa incontrolable; se esforzó por mantenerlos sobrios.
– Ya lo ve.
¿Quién, después de todo, podía saber cuál era la cotización del mili–pfennings...? ¿Quién podía contradecir cualquier cifra que él quisiera asignarle? En la medida en que sus mercenarios estuvieran en el espacio, aislados de los mercados, nadie. Por supuesto, cuando lo averiguaran, no habría sufcientes piezas de él para todos, como en el descuartizamiento de Yuri, el Emperador Loco.
La boca del mercenario formó una o al ver el tamaño de la pila.
– ¿No debería poner un guardia, señor?
– Exactamente, recluta Nout. Buena idea. Ah... ¿por qué no busca una carretilla flotante y pone a buen resguardo este dinero en... el lugar habitual? Elija dos camaradas de confianza para que le releven por turnos.
– ¿Yo señor? – Los ojos del mercenario se abrieron enormemente –. ¿Confía usted en mí...?
¿Qué podría hacer, acaso? ¿Robarlo e ir a comprar una rebanada de pan?, pensó Miles. En voz alta, contestó:
– Sí, confío. ¿Usted cree que no he estado evaluando su rendimiento en las últimas semanas? – Esperaba no haberse equivocado en el nombre del mercenario.
– ¡Sí, señor! ¡Ahora mismo, señor!
El mercenario le dirigió un saludo perfectamente innecesario y salió, saltando como si tuviera bolillas de goma en las botas.
Miles hundió la cara en la pila de mili–pfennings y se rió desesperadamente, casi al borde de las lágrimas.
Vio cómo se llevaban aquellos papeles aun frío depósito y permaneció en la sala de reuniones. Bothari pronto le estaría buscando, cuando terminara de poner bajo control feliciano al último de los prisioneros.
Al fin le prestaban un poco de atención a la RG 132, flotando fuera, más allá de los ventanales. El casco estaba tomando la apariencia de una colcha a medio remendar. Miles se preguntó si alguna vez se animaría a subirse a ella sin el traje a presión puesto y con el yelmo bajo el brazo.
Jesek y Mayhew le encontraron mirando pensativamente.
– Los pusimos en su sitio – manifestó Baz, plantándose a lado de Miles. Una salvaje alegría había reemplazado la ardiente indignación de su mirada.
– ¿Eh? – Miles se liberó de su melancólico ensueño –. Han puesto en su lugar a quién y respecto de qué.
– A los felicianos y a ese grasiento trepador de Gamad.
– Con el tiempo, alguien tenía que ahcerlo – asintió Miles ausente. Se preguntaba cuánto le pagarían por la RG 132 como carguero de cabotaje. Preferentemente, no en mili–pfennings. O como chatarra... No, no podía hacerle eso a Arde.
– Ahí vienen ahora.
– ¿Eh?
Los felicianos estaban de vuelta: el capitán, el cajero y lo que parecía ser la mayoría de los oficiales de la nave, más alguna clase de comandante de la marina espacial, a quien Miles no había visto antes. De la deferencia que el capitán le dispensó al atravesar la puerta, Miles dedujo que debía ser el oficial de mayor jerarquía. Un coronel, quizás, o un general joven. Gamad estaba notablemente ausente. Thorne y Auson entraron en último término.
Esta vez el capitán se puso en posición de firme y saludó.
– Creo que le debo una disculpa, almirante Naismith. No comprendí cabalmente la situación aquí.
Mile apretó el brazo de Baz y se puso de puntillas para susurrarle al oído urgentemente:
– Baz, ¿qué le estuviste diciendo a esta gente?
– Sólo la verdad – empezó a decir Baz, pero no había tiempo para mayores explicaciones; el oficial superior estaba adelantándose, con la mano extendida.
– ¿Cómo está usted, almirante Naismith? Soy el general Halify. Tengo órdenes de mi alto mando de mantener esta instalación por los medios que sean necesarios.
Se estrecharon las manos y se sentaron. Miles ocupó la cabecera de la mesa, a manera de experimento. El general feliciano se sentó formalmente y sin objeciones a la derecha. Hubo ciertos forcejeos interesantes por el resto de los asientos.
– Dado que nuestra segunda nave se perdió combatiendo con los pelianos cuando veníamos hacia aquí, la mía es la poco envidiable tarea de defender este sitio con doscientos hombres; la mitad de mi dotación – prosiguió Halify.
– Yo lo hice con cuarenta – observó automáticamente Miles. ¿Adónde quería llegar el feliciano?
– También tengo la tarea de retirar el armamento betano que encuentre para enviarlo con el capitán Sahlin, aquí presente, a fin de continuar la guerra en nuestro país, que, desgraciadamente, se ha convertido en el frente.
– Eso lo hará más complicado para usted – convino Miles.
– Hasta que los pelianos trajeron a los galácticos, nuestras respectivas fuerzas estaban bastante equilibradas. Creíamos que estábamos a punto de negociar un acuerdo. Los oseranos volcaron ese equilibrio.
– Eso tengo entendido.
– Lo que los galácticos pueden hacer, los galácticos seguramente pueden deshacer. Queremos contratar a los Mercenarios Dendarii para romper el bloqueo oserano y limpiar el espacio local de toda fuerza extraplanetaria. De los pelianos – el general olisqueó, como con desprecio – podemos encargarnos nosotros.
Voy a dejar que Bothari termine de estrangular a Baz...
– Una valiente declaración, general. Me gustaría poder ayudarle. Pero, como usted debe de saber, la mayor parte de mis fuerzas no están aquí.
El general cruzó sus manos fuertemente sobre la mesa.
– Creo que podemos resistir el tiempo necesario para que usted envíe a por ellas.
Miles miró a Thorne y Auson, reflejados en el plástico sombríamente reluciente de la mesa. Quizá no fuera el mejor momento para explicar lo larga que podría resultar la espera...
– Para hacer eso tendríamos que atravesar el bloqueo y, por otra parte, mis naves de salto no están en condiciones en este momento.
– Felice tiene tres naves comerciales de salto todavía, además de las que quedaron aisladas fuera del bloqueo cuando éste comenzó. Una de ellas es muy veloz. Seguramente, en combinación con sus naves de guerra, podría usted lograrlo.
Miles estaba a punto de replicar bruscamente cuando, de golpe, se iluminó: ahí estaba el escape, en bandeja. Pondría a sus vasallos en la nave de salto, usaría a Thorne y a Auson para atravesar el bloqueo y le volvería la cara a Tau Verde IV y a todos sus habitantes para siempre. Era arriesgado, pero podía hacerse... de hecho, era la mejor idea que había tenido en todo el día... Se levantó, sonriendo suavemente.
– Una interesante propuesta, general. – No debía parecer demasiado ansioso –. Y exactamente, ¿cómo se propone pagar mis servicios? Los dendarii no resultan baratos.
– Estoy autorizado a aceptar los términos que usted imponga. Si son razonables, por supuesto – agregó prudentemente el general.
– Para decirlo lisa y llanamente, general, eso es un montón de... mili–pfennings. Si el mayor Daum no tenía autoridad para contratar fuerzas ajenas, tampoco la tiene usted.
– Ellos dijeron: por los medios que sean necesarios. – El mentón de Halify se puso tieso –. Me respaldarán.
– Quiero un contrato por escrito, firmado por alguien que pueda ser convenientemente exprimido... esto es, hacerse responsable después. Los ingresos de los generales retirados no son famosos por lo abultados.
Un destello de contento brilló brevemente en la mirada de Halify y asintió.
– Lo tendrá.
– Se nos debe pagar en dólares betanos. Tengo entendido que no los tienen.
– Si el bloqueo se rompe, podemos conseguir moneda extranjera nuevamente. Tendrá sus dólares.
Miles apretó fuertemente los labios. No debía estallar en carcajadas. Ahí estaba él, un hombre con una flota imaginaria, negociando sus servicios con un hombre con un presupuesto imaginario. Bien, el precio era ciertamente justo.
El general extendió la mano.
– Almirante Naismith, tiene usted mi palabra al respecto. ¿Puedo tener la suya?
Su humor estalló en millares de fragmentos, que tragó en el frío y vasto vacío que solía ser su vientre.
– ¿Mi palabra?
– Tengo entendido que eso tiene un significado para usted.
Entiende usted demasiado...
– Mi palabra. Ya veo.
Jamás había roto su palabra. Casi dieciocho años, y aún preservaba esa virginidad. Bien, había una primera vez para todo. Aceptó la mano que extendía el general.
– General Halify, haré cuanto esté de mi parte. Tiene mi palabra al respecto.
15
Las tres naves tejieron y desplegaron un intrincado modelo de evasión. Otras veinte, a su alrededor, se lanzaron como un montón de halcones a la caza. Las tres naves destellaron, azul, rojo, amarillo, y luego se disolvieron en un brillante resplandor arco iris.
Miles se reclinó en su silla de mando en la sala de tacticas del Triumph y se frotó los ojos fatigados. Al diablo con la idea. Soltó un largo suspiro. Si no podía ser un soldado, quizá tuviese futuro como diseñador de fuegos artificiales.
Elena entró mascando una barra de alimento.
– Eso parecía bonito, ¿qué era?
Miles levantó un dedo didáctico.
– Acabo de descubrir la vigésima tercera forma de hacer que me maten. – Señaló la pantalla –. Eso era.
Elena miró a su padre, aparentemente dormido sobre una rugosa esterilla.
– ¿Dónde están todos?
– Durmiendo. Me alegro de no tener auditorio mientras trato de enseñarme a mí mismo tácticas de primer año. Podrían empezar a dudar de mi genio.
Elena le miró fijamente.
– Miles... ¿cómo de serio eres con lo de romper el bloqueo?
Miles miró por las ventanas exteriores, que mostraban la misma aburrida vista de lo que podría llamarse la parte trasera de la refinería, donde la nave se había estacionado después del contraataque. El Triumph era apodado ahora la nave capitana de Miles. Con la llegada de tropas felicianas, que ocuparon todos los cuartos disponibles de la refinería, Miles había huido – secretamente aliviado – del sórdido lujo de la suite ejecutiva, a la más tranquila austeridad de los antiguos aposentos de Tung.
– No sé. Hace dos semanas que los felicianos nos prometieron ese expreso veloz para marcharnos de aquí y todavía no hay nada. Vamos a tener que abrirnos paso por ese bloqueo... – Se apresuró a borrar la preocupación en el rostro de Elena –. Al menos, esto me da algo que hacer mientras esperamos; en cualquier caso, esta máquina es más entretenida que el ajedrez...
Se incorporó y con una cortés reverencia la invitó a sentarse en la silla de mando de al lado.
– Mira, te enseñaré cómo se opera. Te mostraré uno o dos juegos, resultará fácil.
– Bueno...
Le explicó un par de modelos tácticos elementales, desmitificándolos al llamarlos "juegos".
– El capitán Koudelka y yo solíamos jugar a algo parecido a esto.
Elena enseguida lo comprendió. Debía de ser alguna clase de criminal injusticia el que Ivan Vorpatril estuviese, en ese mismo momento, profundamente ocupado en el adiestramiento de oficiales, para el que ella no sería ni tan siquiera considerada.
Continuó automáticamente con la mitad de los modelos que conocía, mientras su mente daba vueltas en torno a su dilema militar de la vida real. Ésta era exactamente la clase de cosas que hubiera aprendido en la Academia del Servicio Imperial, pensó con un suspiro. Probablemente hubiera un libro acerca de esto. Deseó poder tener un ejemplar; estaba ya mortalmente cansado de tener que reinventar la rueda cada quince minutos. Aunque también era posible que no hubiese ninguna manera de que tres pequeñas naves de guerra y un carguero estropeado burlaran a toda una flota mercenaria. Los felicianos no podían ofrecer mucha ayuda, más allá del uso de la refinería como base.
Miró a Elena, y borró entonces de su mente aquellas inoportunas preocupaciones estratégicas. En esos días, la fuerza y la inteligencia de la joven florecían frente a nuevos desafíos. Al parecer, todo lo que ella había necesitado era una oportunidad. Baz no debería salirse con la suya. Miró para ver si Bothari estaba realmente dormido, y se dio ánimos. La sala de tácticas, con sus sillas giratorias, no era el mejor sitio para zalamerías, pero lo iba a intentar. Se levantó y se inclinó sobre el hombro de Elena, pretextando alguna instrucción de utilidad.
– ¿Señor Miles? – sonó el intercomunicador. Era el capitán Auson, llamando desde la sala de navegación –. Conecte los canales exteriores, voy para allí.
Miles emergió de su bruma, maldiciendo en silencio.
– ¿Qué pasa?
– Ha vuelto Tung.
– Uh, oh. Mejor alerte a todo el mundo.
– Eso hago.
– ¿Qué trae? ¿Lo sabe usted?
– Sí, es extraño. Está ahí parado, justo fuera de alcance, en lo que parece una nave peliana del sistema interior, tal vez un pequeño transporte de tropas o algo así, diciendo que quiere hablar con usted. Probablemente es una trampa.
Miles arrugó la frente, desconcertado.
– Bien, pásemelo, entonces. Pero siga alerta.
En instantes, el familiar rostro del euroasiático apareció en la pantalla, más grande que en la realidad. Bothari estaba ahora levantado, en su habitual puesto junto a la puerta, silencioso como siempre; Elena y él no habían hablado mucho desde el incidente en el sector de la prisión. No habían vuelto a hablar, en realidad.
– ¿Cómo está usted, capitán Tung? Nos volvemos a encontrar, según veo.
– Ciertamente que sí. – Tung sonrió, rudo y feroz –. ¿Todavía sigue en pie esa oferta de trabajo, hijo?
Las dos lanzaderas se juntaron como un sándwich en el espacio intermedio entre ambas naves madres. Allí los dos hombres se reunieron cara a cara y en privado, con la excepción de Bothari, tenso y discreto, fuera del alcance del oído, y del piloto de Tung, quien permaneció igualmente discreto a bordo de su lanzadera.
– Mi gente me es leal – dijo Tung –. Puedo ponerla toda a sus servicio.
– Se dará usted cuenta – observó delicadamente Miles – de que, si su intención fuera recapturar su nave, ésa sería una estratagema ideal; mezclar sus fuerzas con las mías y luego atacar a voluntad. ¿Puede probar que lo suyo no es un caballo de Troya?
Tung suspiró como aceptando.
– Sólo como usted probó que ese memorable almuerzo no estaba drogado: comiendo.
– Mm. – Miles se apoltronó en su asiento de la ingrávida lanzadera, como si así pudiera imponer orientación al cuerpo y a la mente. Ofreció una botella de jugo de fruta a Tung, quien aceptó sin dudar. Ambos bebieron, aunque Miles con reticencia; su estómago ya empezaba a protestar por la falta de gravedad –. También se dará cuenta de que no puedo devolverle su nave. Todo lo que puedo ofrecerle, por el momento, es una pequeña nave peliana capturada y, quizás, el título de oficial de Estado Mayor.
– Sí, lo comprendo.
– Tendrá que trabajar con Auson y Thorne, sin incurrir en... fricciones del pasado.
Tung pareció muy poco entusiasmado, pero respondió.
– Si tengo que hacerlo, incluso eso haré. – Atrapó un chorro de la bebida en el aire. Práctica, pensó con envidia Miles.
– La paga, por el momento, es íntegramente en mili–pfennigs felicianos. ¿Conoce los... mili–pfennigs?
– No, pero a juzgar por la situación estratégica de los felicianos, me imagino que serán papel higiénico vistoso.
– Eso es bastante acertado. – Miles arrugó la frente –. Capitán Tung, después de pasar por un montón de problemas para escapar hace dos semanas, ha pasado por lo que parece ser una cantidad similar de problemas para unirse a lo que sólo se puede describir como el lado perdedor. Sabe que no puede recuperar su nave, sabe que su paga es, en el mejor de los casos, problemática... No puedo creer que todo esto sea por mi encanto natural. ¿Por qué lo hace?
– No hubo tanto problema. Esa deliciosa joven, recuérdeme que le bese la mano, me dejó salir – observó Tung.
– Para usted, señor, esa "deliciosa joven" es la comandante Bothari y, considerando lo que le debe, bien puede limitarse a saludarla – saltó Miles, sorprendido él mismo ante su reacción. Tragó un sorbo del jugo de fruta para disimular su confusión.
Tung alzó las cejas y sonrió.
– Ya veo.
Miles volvió al presente.
– Insisto, ¿por qué?
El rostro de Tung se endureció.
– Porque usted es la única fuerza del espacio local con alguna posibilidad de meterle a Oser un palo por el culo.
– Y ¿cuándo adquirió esta motivación?
Endurecido, sí, y ensimismado.
– Violó nuestro contrato. En caso de perder mi nave en combate, tenía el deber de darme otro comando.
Miles adelantó la barbilla, invitando a Tung a continuar. La voz de Tung se hizo más baja.
– Tenía derecho a reprenderme, sí, por mis errores... pero no tenía derecho a humillarme delante de mis hombres... – Sus manos estaban apretadas contra los antebrazos de su asiento; la botella de bebida flotaba lejos, olvidada.
La imaginación de Miles completó el cuadro. El almirante Oser, colérico y conmocionado ante esta súbita derrota después de un año entero de fáciles victorias, había perdido el temple y manejó mal el ardiente y herido orgullo de Tung. Una tontería, cuando habría sido tan fácil hacer que ese orgullo se redoblara sirviendo en su beneficio. Sí, podía ser verdad.
– Y entonces viene usted a mí. Ah... ¿con todos sus oficiales, dice? ¿Su oficial piloto?
Huir, ¿otra vez era posible la huida en la nave de Tung? Huir de los pelianos y de los oseranos, pensó seriamente Miles; era huir de los dendarii lo que empezaba a parecer difícil.
– Todos. Todos excepto mi oficial de comunicaciones, por supuesto.
– ¿Por qué por supuesto?
– Oh, es cierto, usted no sabe lo de su doble vida.Es un agente militar, asignado por su gobierno para mantener bajo vigilancia a la flota oserana. Creo que quería venir, pues hemos llegado a conocernos bastante bien en los últimos seis años, pero tenía que cumplir con sus órdenes primitivas. Se disculpó.
Miles pestañeó.
– ¿Ese tipo de cosas es algo usual?
– Oh, siempre hay algunos diseminados en todas las organizaciones mercenarias. – Tung miró agudamente a Miles –. ¿Nunca ha tenido ninguno? La mayoría de los capitanes los echan tan pronto como los reconocen, pero a mí me gustan. Generalmente están muy bien entrenados, y son más dignos de confianza que la mayoría, siempre que uno no esté combatiendo con nadie a quien ellos conozcan. Si yo hubiera tenido que pelear con los barrayaranos, Dios no me lo permita, o con cualquiera de sus aliados, aunque lo cierto es que los barrayaranos no se preocupan particularmente por sus alianzas, me hubiera asegurado de deshacerme de él primero.
– B... – se atragantó Miles, y se guardó el resto.
Por Dios, ¿había sido reconocido? Si el tipo era uno de los agentes del capitán Illyan, casi con toda seguridad. ¿Y qué diablos habría informado de los últimos acontecimientos, enfocados desde el punto de vista oserano? En ese caso, Miles podía ir diciéndole adiós a cualquier esperanza de mantener sus últimas aventuras en secreto ante su padre.
El jugo de fruta parecía pegársele, viscoso y desagradable, en el techo de su estómago. Maldita ingravidez. Lo mejor sería terminar con aquello; un almirante mercenario no debía sumar el mareo espacial a sus más obvias incapacidades, en beneficio de su reputación. Miles se preguntó de pasada cuántas decisiones clave en la historia habrían sido resueltas con la apremiante urgencia de alguna necesidad biológica.
Alargó la mano.
– Capitán Tung, acepto sus servicios.
– Almirante Naismith... Ahora es almirante Naismith, tengo entendido. – Tung estrechó la mano tendida.
– Eso parece – sonrió Miles.
Una semirreprimida sonrisa se dibujó en la boca de Tung.
– Ya veo. Estaré encantado de servirte, hijo.
Cuando se marchó, Miles se quedó sentado un momento, mirando la botella de jugo. La estrujó y un chorro de líquido rojo le salpicó las cejas, el mentón y la pechera de la guerrera. Maldijo en voz baja y flotó en busca de una toalla.
El Ariel se estaba retrasando. Thorne, junto con Arde y Baz, supuestamente debían haber escoltado las armas betanas a través del espacio controlado por Felice, y tenían que estar trayendo de regreso ese expreso veloz capacitado para dar saltos. Y se estaban retrasando. Le llevó dos días a Miles persuadir al general Halify para que dejara salir de sus celdas a la antigua tripulación de Tung; después de aquello, no había nada que hacer sino vigilar, esperar y preocuparse.
Cinco días después de lo estipulado, ambas naves aparecieron en los monitores. Miles se comunicó de inmediato con Thorne y le preguntó, con voz nerviosa, la razón de la demora.
– Es una sorpresa. Le gustará. ¿Puede esperarnos en el desembarcadero? – sonrió Thorne.
Una sorpresa. Dios, ¿cuál? Miles empezaba finalmente a simpatizar con el declarado gusto de Bothari por estar aburrido. Se encaminó al desembarcadero; en su mente flotaban nebulosos planes de acogotar a sus subordinados tardones.
Arde se topó con él, sonriente y rebotando sobre sus talones.
– Quédese ahí, mi señor. – Alzó la voz –. ¡Adelante, Baz!
– ¡Hop, hop, hop!
Llegó un gran ruido de pasos por el tubo flexible. Apareció marchando una harapienta cadena de hombres y mujeres. Algunos vestían uniformes de tipo militar o civil en una salvaje mezcolanza que denotaba las diferentes modas de diversos planetas. Mayhew los iba formando en pelotón, manteniendo más o menos algo parecido a una posición de firmes.
Había un grupo de alrededor de una docena, vestidos con el uniforme negro de los mercenarios del Imperio Kshatryan, que formaron su propia y cerrada isla en aquel mar de color; viéndolos más de cerca, sus uniformes, aunque limpios y remendados, no estaban todos en regla. Botones sueltos, talones de botas gastados, traseros y codos lustrosos por el uso... estaban lejos, lejos de su distante hogar, al parecer. La momentánea fascinación que le produjeron a Miles se vio interrumpida ante la aparición de dos docenas de cetagandanos, diversamente vestidos, pero todos con la pintura facial de ceremonia recientemetne aplicada; parecían un escuadrón de los demonios que adornan los templos chinos. Bothari maldijo, y aferró su arco de plasma al verlos. Miles le hizo un gesto de que mantener la calma.
Uniformes de personal de líneas de carga y de pasajeros, un hombre de piel y cabello blanco con un arco emplumado – Miles, advirtiendo la brillante bandolera y el rifle de plasma que llevaba, no se sintió inclinado a reír –; una mujer de cabello oscuro, de unos treinta y tantos años y sobrenaturalmente hermosa, ocupada en dirigir un equipo de cuatro técnicos, le miró y le contempló abiertamente luego, con una expresión muy extraña en su rostro. Miles se irguió un poco. No soy un mutante, señora, pensó irritado. Cuando el tubo se vació finalmente, delante de él había un centenar de personas esperando órdenes en el desembarcadero. A Miles la cabeza le daba vueltas.
Thorne, Baz y Arde se pusieron a su lado, inmensamente complacidos consigo mismos.
– Baz... – Miles abrió sus manos en desamparada súplica –, ¿qué es esto?
– ¡Reclutas Dendarii, mi señor! – Jesek se irguió.
– ¿Te pedí que reclutaras gente? – No había estado nunca tan borracho, le pareció...
– Usted dijo que ni teníamos personal suficiente para manejar nuestro equipo, así que apliqué un poco de lógica al problema y... ahí lo tiene.
– ¿Dónde diablos los encontraste?
– En Felice. Debe de haber unos dos mil galácticos atrapados allí por el bloqueo. Personal de naves mercantes, de pasajeros, gente de negocios, técnicos, un poco de todo. Incluso soldados. Éstos no son soldados, por supuesto. No todavía.
– Ah. – Miles se aclaró la garganta –. ¿Seleccionados?
– Bueno... – Baz se miró las botas, como si buscara señales de desgaste –. Les he dado algunas armas para desmontar y rearmar. Si no trataban de encajar el cartucho del arco de plasma en el mando del inhibidor nervioso, los contrataba.
Miles paseó la vista por las filas, confundido.
– Ya veo. Muy ingenioso. Dudo que hubiera podido hacerlo mejor yo mismo. – Señaló con un gesto a los kshastryanos –. ¿Adónde iban?
– Es una historia muy interesante – dijo Mayhew –. No fueron exactamente atrapados por el bloqueo. Parece que algún magnate feliciano de la... economía negra, los había contratado hace unos años como guardaespaldas. Hace unos seis meses fallaron en su trabajo, con lo que se quedaron ellos mismos desempleados. Harán cualquier cosa con tal de salir de aquí. Los encontré yo – agregó con orgullo.
– Comprendo. Ah, Baz... ¿cetagandanos? – Bothari no había quitado los ojos de sus vistosos y feroces rostros desde que habían salido por el tubo.
Jesek separó las manos abriendo las palmas hacia arriba.
– Están... entrenados.
– ¿Te das cuenta de que algunos Dendarii son barrataranos?
– Ellos saben que yo lo soy, y con un nombre como Dendarii, cualquier cetagandano hubiera establecido la conexión. Esa cadena de montañas dejó una impresión en ellos durante la Gran Guerra. Pero también quieren irse de aquí. Fue parte del contrato, ya lo ve, mantener el precio bajo... casi todo el mundo quiere que le despachen fuera del espacio local feliciano.
– También yo – murmuró Miles. La nave rápida feliciana flotaba fuera de la estación de desembarco. Miles quería echarle una mirada más de cerca –. Bien... vete a ver al capitán Tung y disponed cuarteles para todos ellos. Y... horarios de adiestramiento...
Mantenerlos ocupados mientras él... ¿desaparecía?
– ¿El capitán Tung? – preguntó Thorne.
– Sí, él es Dendarii ahora. Yo también he estado haciendo algunos reclutamientos. Debería ser como una reconciliación familiar para usted... Bel – miró al betano con severidad –, ustedes son ahora camaradas de armas. Como Dendarii, espero que lo recuerde.
– Tung... – Thorne parecía más asombrado que celoso –. Oser estará echando espuma.
Miles se pasó la tarde examinando los expedientes de sus nuevos reclutas en los ordenadores del Triumph, uno por uno, él mismo y por propia decisión; la mejor forma de familiarizarse con el contenido de aquel robo humano. De hecho, estaban bien elegidos; la mayoría tenía experiencia militar previa, y el resto, invariablemente, poseía alguna especialidad técnica valiosa y misteriosa.
Algunas, ciertamente misteriosas. Detuvo el monitor para estudiar el rostro de la mujer extraordinariamente hermosa que le había estado mirando en el desembarcadero. ¿Qué demonios tuvo en cuenta Baz al contratar a una especialista en sistemas de comunicación bancarios de seguridad como mercenario? Seguramente, ella había querido a toda costa dejar el planeta... No importaba. Su expediente explicaba el misterio; alguna vez había tenido el rango de subteniente en las fuerzas espaciales de Escobar. Le habían dado una honorable baja médica tras la guerra con Barrayar, diecinueve años atrás. Las bajas médicas debían de estar de moda por entonces, pensó Miles, relacionando el hecho con lo que le ocurrió a Bothari. Su humor se congeló, y sintió que se le ponía la carne de gallina. Grandes ojos oscuros, la línea del mentón nítidamente encuadrada... su apellido era Visconti, típico de Escobar. Su primer nombre, Elena.
– No – se susurró a sí mismo Miles, con firmeza –, no es posible. – Languideció –. En cualquier caso, no es verosímil...
Leyó el expediente una vez más, cuidadosamente. La mujer había venido a Tau Verde IV un año atrás, a instalar un sistema de comunicaciones que su compañía había vendido a un banco feliciano. Debía de haber llegado sólo unos días antes de que la guerra empezara. Se registró en Felice como soltera, sin personas a su cargo. Miles giró su silla dándole la espalda a la pantalla; luego se encontró espiando otra vez aquel rostro. Hubiera sido inusualmente joven para ser una oficial durante la guerra Escobar–Barrayar... alguna especie de talento precoz, quizá. Miles se juzgó a sí mismo con ironía, preguntándose cuándo había empezado a sentirse tan maduro en edad.
Pero si fuera, sólo por conjeturar, la madre de su Elena, ¿cómo se había mezclado con el sargento Bothari? Bothari rondaba los cuarenta en ese entonces, y era mucho más parecido a como ahora se le veía, a juzgar por los vídeos que Miles conocía de los primeros años de matrimonio de sus padres. El gusto no era la explicación, quizá.
En su imaginación afloró un reencuentro fantástico, espontáneo, galopando antes de cualquier evidencia. Llevar a Elena no ante una tumba, sino ante su tan ansiada madre en persona, para saciar por fin aquel hambre secreta, más acuciante que una espina, que la había acompañado toda su vida; un hambre gemela a la que él mismo sentía de complacer a su padre... Eso sería una hazaña por la que valía la pena esforzarse. Mejor que cubrirla con los más fabulosos regalos materiales... Miles se deshacía, imaginando la alegría de Elena.
Y sin embargo, sin embargo... era sólo una hipótesis. Comprobarla podía resultar difícil. Se había dado cuenta de que el sargento no había sido del todo veraz cuando dijo no recordar nada de Escobar, pero pudo haber sido en parte. Y esta mujer podía ser alguna otra persona totalmente ajena. Lo comprobaría de forma confidencial, entonces, reservadamente. Si estaba equivocado, no haría ningún daño.
Miles tuvo su primera reuión completa de oficiales al día siguiente; en parte para conocer a sus nuevos secuaces, pero, más que nada, para dar lugar a ideas al respecto de cómo romper el bloqueo. Con tanto talento militar y ex militar a su alrededor, tenía que haber alguien que supiera qué hacer. Se distribuyeron más copias del "Reglamento Dendarii", y finalmente Miles se retiró a la cabina, que se había apropiado en su nave capitana, para examinar en el ordenador una vez más los parámetros de la nave correo feliciana.
Había aumentado la capacidad de pasajeros estimada en esa nave para un viaje de dos semanas a Colonia Beta, de cuatro personas apiñadas, a cinco estrujadas, eliminando casi todo el equipaje y falsificando tanto como se atrevió las cifras de los sistemas de seguridad; seguramente, debía de haber una forma de elevar la tripulación a siete. También trató con esfuerzo de no pensar en los mercenarios, que esperarían ansiosamente su regreso con los refuerzos. Y esperarían. Y esperarían.
No debían demorarse más tiempo allí. El simulador de tácticas del Triumph había demostrado que, pensar que se podía vencer a los oseranos con sólo doscientos hombres era pura megalomanía. Sin embargo... No. Se obligó a sí mismo a pensar razonablemente.
La persona lógica a quien dejar allí era Elli Quinn, la de la cara deshecha. No era sirviente suya, en realidad. Luego, un cara o cruz entre Baz y Arde. Llevar a Baz de vuelta a Colonia Beta sería exponerle al arresto y la extradición; dejarle aquí, en cambio, sería por su propio bien, sí señor. No importaba que Jesek hubiera estado semanas consintiendodesinteresadamente cada capricho militar de Miles. No importaba lo que los oseranos habrían de hacer con los desertores y con cada uno de sus colaboradores cuando finalmente los atrapasen, como inevitablemente sucedería. No importaba que eso, además, fuera a desunir muy convenientemente el romance de Baz con Elena... Y ¿no era eso, con toda seguridad, la verdadera razón?
La lógica, resolvió Miles, le daba dolor de estómago.
De todas maneras, no era fácil mantener la mente en el trabajo justo ahora. Miró el cronómetro de su muñeca. Sólo unos minutos más. Se preguntaba si habría sido tonto proveerse de esa botella de pésimo vino feliciano, oculta por el momento con cuatro vasos en su armario. Sólo debía sacarla si, si, si...
Suspiró, se reclinó y sonrió cuando llegó Elena, quien se sentó en silencio sobre la cama, hojeando un manual de ejercicios de armamento. El sargento Bothari se sentó en una pequeña mesa plegable, a limpiar y recargar su armamento personal. Elena sonrió.
– ¿Ya tienes resuelto el programa de entrenamiento físico para nuestros... nuevos reclutas? – le preguntó Miles –. Algunos de ellos parece que hace mucho que no realizan ejercicio regularmente.
– Todo listo – le aseguró ella –. Lo primero que haré el próximo ciclo diurno será comenzar con un grupo bastante numeroso. El general Halify va a prestarme el gimnasio de la refinería. – Hizo una pausa y luego agregó –: Hablando de falta de entrenamiento... ¿no crees que sería mejor que tú también vinieras?
– Uh...
– Buena idea – opinó el sargento, sin levantar la vista de su trabajo.
– Mi estómago...
– Sería un buen ejemplo para tus tropas – añadió Elena, parpadeando con sus ojos castaños en fingida, Miles estaba seguro, inocencia.
– ¿Quién va a advertirles de que no me partan por la mitad?
– Te dejaré simular que los estás instruyendo. – Los ojos de Elena brillaron.
– La ropa de gimnasia – dijo el sargento, mientras soplaba una pizca de polvo del inhibidor nervioso y hacía un gesto hacia la izquierda con su cabeza – está en el último cajón de aquel compartimento.
– Oh, está bien – suspiró Miles derrotado. Miró nuevamente su cronómetro. En cualquier momento a partir de ahora.
La puerta de la cabina se abrió; era la mujer de Escobar, puntual.
– Buenos días, técnica Visconti – comenzó a decir alegremente Miles, pero sus palabras murieron en sus labios cuando la mujer levantó una pistola de agujas y la sostuvo con ambas manos, apuntando.
– ¡Que nadie se mueva! – gritó.
– Una orden innecesaria; Miles, al menos, estaba helado por la impresión, con la boca abierta.
– Así que – dijo por fin la mujer; odio, dolor y fatiga le hacían temblar la voz – eras tú. No estaba segura al principio. Tú...
Se dirigía a Bothari, supuso Miles al ver el arma apuntando contra el pecho del sargento. Las manos de la mujer temblaban, pero el punto de mira del arma no vaciló en ningún momento.
El sargento había agarrado su arco de plasma al abrirse la puerta. Ahora, increíblemente, su mano colgaba a su lado, sosteniendo el arma. Se enderezó ligeramente, junto a la pared, lejos de su habitual postura semiagazapada que empleaba para disparar.
Elena estaba sentada con las piernas cruzadas, una posición incómoda para saltar.
La mujer desvió un instante la vista hacia Miles y la volvió luego a su blanco.
– Creo que será mejor que sepa, almirante Naismith, lo que ha contratado como guardaespaldas.
– Esto... ¿Por qué no me da su arma, se sienta y hablamos de ello...?
Alargó una mano abierta, a modo de invitación. Los estremecimientos calientes que habían comenzado en la boca de su estómago irradiaban ahora hacia fuera; la mano le temblaba enloquecidamente. No era ésta la forma en la que se había imaginado el encuentro. La mujer siseó y apuntó el arma a Miles, quien retrocedió El arma volvió de inmediato a Bothari.
– Ése – dijo la mujer señalando al sargento con un gesto – es un ex soldado barrayarano. No es ninguna sorpresa, supongo, que terminara en alguna oscura flota mercenaria; pero era el torturador jefe del almirante Vorrutyer cuando los barrayaranos trataron de invadir Escobar. Aunque, quizás usted ya sepa eso... – Sus ojos parecieron despellejar a Miles, como cuchillos, por un instante. Un instante era un tiempo bastante largo, a la relativa velocidad con que Miles se sintió caer en ese momento.
– Yo... Yo... – balbuceó.
Miró a Elena; tenía los ojos muy abiertos y el cuerpo tenso para saltar.
– El almirante nunca violaba él mismo a sus víctimas, prefería mirar. Vorrutyer era el sodomita del príncipe Serg. Quizás el príncipe fuera celoso, aunque, por su parte, aplicaba torturas más inventivas. El príncipe esperaba, ya que su particular obsesión eran las mujeres embarazadas; que el grupo de Vorrutyer tenía la obligación de suministrar, supongo...
La mente de Miles gritaba en medio de un centenar de conexiones indeseadas, no, no, no... Entoncs, existía aquello del conocimiento latente. ¿Cuánto tiempo habá sabido que no debía hacer preguntas cuya respuesta no querría conocer? El rostro de Elena reflejaba un total ultraje y descreimiento. Que Dios le ayudara a mantener de ese modo la conciencia de la joven.
Su inmovilizador estaba en la mesa de Bothari, a través de la línea de fuego; ¿tenía alguna posibilidad de alcanzarlo?
– Tenía dieciocho años cuando caí en sus manos. Recién graduada, no amaba la guerra, pero deseaba servir y defender mi hogar... Aquello no era guerra, ahí fuera, lo que había era un infierno particular, que se hacía vil entre las autoridades no controladas del alto mando barrayarano...
Estaba próxima a la histeria, como si viejos y fríos terrores estuvieran haciendo erupción en un enjambre más abrumador que el que ella misma pudiera haber previsto. Tenía que callarla de alguna manera.
– Y áquel – su dedo estaba tenso sobre el gatillo del arma –, áquel era su instrumento, su mejor creador de espectáculos, su favorito. Los barrayaranos se negaron a entregar a sus criminales de guerra, y mi propio gobierno vendió barata la justicia que me correspondía, en consideración a los convenios de paz. Y es así que ha gozado de libertad para convertirse en mi pesadilla durante las dos últimas décadas. Pero las flotas mercenarias dispensan su propia justicia. Almirante Naismith, ¡exijo el arresto de este hombre!
– Yo no... No es... – vaciló Miles. Se volvió hacia Bothari, sus ojos imploraban un desmentido... Di que no es verdad... –. ¿Sargento?
La explosión de palabras había regado a Bothari como ácido. Su rostro estaba surcado de dolor, la frente arrugada por un esfuerzo de... ¿memoria? Su mirada fue de su hija a Miles y luego a la mujer, y dejó escapar un suspiro. Un hombre que descendiese al infierno y a quien le concedieran entrever el paraíso, tendría quizás esa expresión en el rostro.
– Señora... – susurró – sigue siendo usted hermosa.
¡No la incites, sargento!, gritó en su interior Miles.
El rostro de la mujer de Escobar se retorció de rabia y temor. Se dio a sí misma coraje. Una corriente, como de minúsculas gotas de lluvia plateadas, zumbó del arma temblorosa. Las agujas estallaron contra la pared, alrededor de Bothari, en un chubasco de fragmentos que saltaron filosos como navajas. El arma se atascó. La mujer maldijo y la sacudió. Bothari, apoyado contra la pared, murmuró:
– Descansar ya. – Miles no estaba seguro de a quién estaban dirigidas aquellas palabras.
Se abalanzó en busca de su inmovilizador, al tiempo que Elena saltaba sobre la mujer. Elena ya había desarmado y sujetado por detrás a la mujer, retorciéndole los brazos a la espalda con la fuerza del terror y la rabia, para cuando Miles apuntó con el inmovilizador. Pero la mujer no ofrecía resistencia, como agotada. Miles advirtió por qué cuando se volvió hacia el sargento.
Bothari cayó como una pared que se derrumba, como si fuera por partes. Su camisa mostraba solamente cuatro o cinco minúsculas gotas de sangre; pero, de pronto, fueron borradas por un súbito diluvio rojo salido de su boca, mientras se convulsionaba, sofocado. Se retorció una vez en el suelo, vomitando una segunda marea escarlata sobre las manos, el regazo y la camisa de Miles, quien había corrido a postrarse junto a su guardaespaldas.
– ¿Sargento?
Bothari yacía quieto; los ojos vigilantes, paralizados y abiertos; la cabeza, caída a un lado; la sangre, fluyendo por su boca. Parecía un animal muerto, atropellado por un vehículo. Miles pasó la mano frenéticamente por el pecho de Bothari, pero no pudo siquiera encontrar los pinchazos de entrada de las heridas. Cinco impactos... La cavidad torácica de Bothari, el abdomen, los órganos, debían de estar destrozados y revueltos...
– ¿Por qué no disparó? – preguntó en un gemido Elena. Sacudió a la mujer de Escobar –. ¿No estaba cargado?
Miles miró el arco de plasma en la mano rígida de sargento. Estaba recién cargado, Bothari acababa de hacerlo.
Elena echó una mirada desesperada al cuerpo de su padre y pasó una mano alrededor del cuello de la mujer, aferrando su guerrera El brazo apretaba la tráquea de la agresora.
Miles giró sobre sus rodillas, con la camisa, los pantalones y las manos bañados en sangre.
– ¡No, Elena! ¡No la mates!
– ¿Por qué no? ¿Por qué no? – Las lágrimas corrían por su cara desencajada.
– Creo que es tu madre.
Oh, Dios, no debía haber dicho eso...
– ¿Tú crees esas horribles cosas...? – le preguntó con furia –, ¿esas mentiras increíbles...? – Pero aflojó su presa –. Miles... ni siquiera sé qué significan algunas de esas palabras...
La mujer de Escobar tosió, y giró la cabeza para mirar por encima de su hombro, con asombro y consternación.
– ¿Esto es fruto de él? – le preguntó a Miles.
– Su hija.
Los ojos de la mujer estudiaron atentamente los rasgos de Elena. Miles lo hizo también; a él le pareció que la fuente secreta del cabello, los ojos y la elegante estructura del rostro de Elena estaban ante él.
– Te pareces a él. – Los grandes ojos castaños de la mujer conservaban una fina capa de desagrado sobre un pantano de horror –. Oí que los barrayaranos usaron los fetos para investigación militar. – Miró a Miles en confundida especulación –. ¿Es usted otro? Pero no, no podrías ser...
Elena la soltó y permaneció atrás, de pie. Un vez, veraneando en Vorkosigan Surleau, Miles había presenciado cómo un caballo quedó atrapado en el incendio de un establo hasta morir, y nadie pudo acercarse a liberarle por el calor. Había pensado que ningún sonido podía ser más acongojante que los relinchos agónicos de aquel caballo. El silencio de Elena lo era. Ella no estaba llorando ahora.
Miles se incorporó con dignidad.
– No señora. El almirante Vorkosigan cuidó de que todos fueran entregados a salvo a un orfanato, creo. Todos excepto...
Los labios de Elena formaron la palabra "mentiras", pero ya no había convicción en ella. Sus ojos sorbían a la mujer de Escobar con un hambre que aterrorizó a Miles.
La puerta de la estancia volvió a abrirse. Arde Mayhew entró.
– Mi señor, ¿quiere que esas asignaciones...? ¡Dios mío! – Estuvo a punto de tropezarse –. ¡Traeré a la técnica médica, esperen! – Y salió a la carrera.
Elena Visconti se acercó al cuerpo de Bothari con la precaución que uno emplearía al acercarse a un reptil venenoso recién muerto. Su mirada se encontró con la de Miles, desde el lado opuesto del obstáculo.
– Almirante Naismith, me disculpo por los inconvenientes que le he causado; pero esto no fue un asesinato, fue la justa ejecución de un criminal de guerra. Fue justo – insistió, con la voz nerviosa de pasión –. Lo fue. – La voz se apagó.
No fue un asesinato, fue un suicidio, pensó Miles. Podía haberte disparado ahí donde estabas, en cualquier momento, así de rápido era.
– No...
– ¿Usted también me llama mentirosa? ¿O va a decirme que lo disfruté? – Los labios de la mujer se tensaron con desesperación.
– No... – La miró a través de un vasto abisom de un metro de anchi –. No me burlo de usted. Pero... hasta que tuve cuatro, casi cinco años de edad, yo no podía andar, sólo gateaba. Me pasé mucho tiempo mirando las rodillas de la gente. Pero si en alguna ocasión había un desfile, o algo que ver, tenía la mejor situación de todos, porque miraba desde los hombros del sargento.
Por toda respuesta, la mujer escupió al cuerpo de Bothari. Un espasmo de furia oscureció la visión de Miles. Se vio salvado de una posibla acción desastrosa por el regreso de Mayhew con la técnica médica.
La técnica corrió hacia él.
– ¡Almirante! ¿Dónde le hirieron?
La miró un instante, estúpidamente, se miró luego a sí mismo y advirtió entonces la roja razón de su preocupación.
– No soy yo, es el sargento. – Se sacudió ineficazmente la fría viscosidad.
La técnica se arrollidó junto a Bothari.
– ¿Qué ocurrió? ¿Fue un accidente?
Miles miró hacia donde estaba Elena, parada, con los brazos envolviéndose el cuerpo como si tuviera frío. Sólo sus ojos se movían, mirando alternativamente al sargento y a la mujer de Escobar. Una y otra vez, sin desanso.
La boca de Miles estaba endurecida, hizo un esfuerzo para hablar.
– Un accidente, estaba limpiando las armas. El revólver de agujas estaba puesto en automático. – Dos afirmaciones verdaderas de tres.
La mujer de Escobar tuvo un gesto silencioso de triunfo y alivio. Ella cree que respaldo su justicia, pensó Miles. Perdóname...
La técnica médica sacudió la cabeza, al pasar un examinador de mano por el pecho de Bothari.
– ¡Uf! Está destrozado.
Una súbita esperanza se le ocurrió a Miles.
– Las cámara de congelamiento... ¿cómo están?
– Todas llenas, señor, después del contraataque.
– Cuando se asignan, ¿qué... qué criterio se utiliza?
– Los menos destrozados tienen mayor probabilidad de revivir. Son los primeros que se seleccionan. Los enemigos, los últimos, a menos que Inteligencia pida otra cosa.
– ¿Cómo evaluaría a este herido?
– Pero que todos los otros que tengo congelados ahora, excepto dos.
– ¿Quiénes son esos dos?
– Un par de hombres del capitán Tung. ¿Quiere que desaloje a uno?
Miles se detuvo, buscando el rostro de Elena. Ella miraba el cuerpo de Bothari como si fuera el de un extraño, con la cara de su padre, súbitamente desenmascarado. Los ojos oscuros de Elena eran como profundas cavernas; como tumbas; una para Bothari; otra para ella misma.
– Él odiaba el frío – murmuró Miles –, sólo consiga un envoltorio del depósito de cadáveres.
– Sí, señor. – La técnica salió, sin prisas.
Mayhew balbuceó, contemplando aturdido y perplejo el rostro de la muerte:
– Lo siento, mi señor, estaba empezando a agradarme, de un modo misterioso.
– Sí. Gracias. Vete. – Mile alzó la vista hacia la mujer de Escobar –. Váyase – susurró.
Elena daba vueltas y vueltas entre el cadáver y los vivos, como una criatura recién enjaulada que descubre que el frío acero quema la carne.
– ¿Madre? – dijo al fin, con una voz empequeñecida, en absoluto como la suya.
– Tú eléjate de mí – gruñó la mujer, en voz baja, pálida –. Muy lejos. – Le echó una mirada de aversión, desdeñosa como una bofetada, y se marchó.
– Esto... – dijo Arde –. Tal vez deberías salir y sentarte un rato en alguna otra parte, Elena. Te traeré un vaso de agua o algo. – La tomó del brazo, inquieto –. Vamos, sé buena chica.
Aceptó con dolor ser llevada y miró por última vez por encima del hombro al salir. Su rostro le recordó a Miles una ciudad bombardeada.
Miles esperó a la técnica médica, velando a su primer servidor, su vasallo, con miedo, con miedo creciente, además, desacostumbrado. Siempre había tenido al sargento para que se preocupara por él. Tocó el rostro de Bothari: el mentón afeitado era áspero al tacto.
– ¿Qué hago ahora, sargento?
16
Pasaron tres días antes de que llorara, preocupado porque no podía llorar. Entonces, solo en la cama, de noche, llegó una violenta tormenta incontrolable que duró horas. Miles la consideró meramente una catarsis, pero siguió repitiéndose en noches sucesivas y entonces se preocupó porque no podía parar. Ahora su estómago le dolía todo el tiempo, pero especialmente después de las comidas, por lo que en consecuencia apenas las probaba. Sus rasgos finos se afinaron más aún, moldeándose a los huesos.
Los días eran una niebla gris. Rostros, familiares y no familiares, le fastidiaban pidiéndole instrucciones, a las que su respuesta era un lacónico e invariable: "Arréglese usted mismo." Elena no le hablaba en absoluto. Se estremecía temiendo que ella encontrara consuelo en brazos de Baz. La vigilaba secretamente, ansioso. Pero ella no parecía estar buscando consuelo en ninguna parte.
Después de una reunión de la plana mayor Dendarii, particularmente informal e inconcluyente, Arde Mayhew le llevó aparte. Miles se había sentado, silencioso, a la cabecera de la mesa, estudiándose las manos aparentemente, mientras sus oficiales croaban como sapos sobre cosas sin sentido.
– Dios sabe – le susurró Arde – que yo no sé mucho acerca de ser un oficial militar – aspiró profundamente –, pero sí sé que no se puede arrastrar consigo a doscientas personas, o más, hasta el limbo, así como así, y luego ponerse catatónico.
– Tienes razon – gruñó Miles –. No sabes mucho.
Se marchó pisando firme, con la espalda erguida, pero sacudido por dentro ante la injusticia de la queja de Mayhew. Pegó un portazo al cerrar su cabina justo a tiempo para vomitar en secreto por cuarta vez en esa semana, la segunda desde la muerte de Bothari; tercamente resuelto a hacerse cargo ahora mismo del trabajo y a dejarse de tonterías, y cayó en la cama para quedar inmóvil las seis horas siguientes.
Se estaba vistiendo. Los hombres que desempeñan deberes solitarios estaban todos de acuerdo: uno tenía que mantener alto el nivel o las cosas se iban al diablo. Miles llevaba ya tres horas despierto y se había puesto los pantalones. En la hora siguiente intentaría afeitarse, o ponerse los calcetines, lo que pareciera más fácil. Meditó sobre el obstinado y masoquista hábito barrayarano de afeitarse todos los días contra, digamos, la civilizada costumbre betana de aplastar permanentemente los brotes de pelo. Tal vez se decidiera por los calcetines.
Sonó el timbre de la cabina. Lo ignoró. Luego el intercomunicador, con la voz de Elena.
– Miles, déjame entrar.
Se sentó de una sacudida, casi mareándose, y contestó rápidamente:
– ¡Pasa! – lo que accionó la cerradura codificada.
Elena se abrió paso con cuidado por enter ropa tirada por el suelo, armas, equipamiento, cargadores vacíos, envases de raciones. Miró a su alrededor, arrugando la nariz con consternación.
– ¿Sabes? Si no ordenas este revoltijo tú mismo, deberías al menos elegir un nuevo guardaespaldas.
Miles también miró a su alrededor.
– Nunca se me había ocurrido – dijo humildemente –. Solía creer que yo era una persona muy ordenada, siempre todo en su lugar, o así lo pensaba. ¿No te importaría?
– No me importaría ¿qué?
– Que me consiguiera un nuevo guardaespaldas.
– ¿Por qué debería importarme?
Miles consideró el asunto.
– Tal vez Arde. Tengo que encontrarle algo, tarde o temprano, ahora que ya no puede pilotar naves.
– ¿Arde? – repitió ella con tono de duda.
– Ya no es ni remotamente tan desaliñado como solía ser.
– Mm. – Recogió un visor de mano que estaba tirado en el suelo y buscó un lugar donde ponerlo, pero había sólo una superficie alta en la cabina desprovista de polvo y de desorden –. Miles, ¿cuánto tiempo vas a tener aquí este ataúd?
– Aquí podría estar tan bien como en cualquier otro lado. El depósito es frío. A él no le gustaba el frío.
– La gente está empezando a pensar que eres extraño.
– Déjalos que pienses lo que les guste. Le di mi palabra una vez de que le llevaría de vuelta a Barrayar para que le enterraran, si... si algo le pasaba aquí.
Ella se encogió de hombros, airada.
– Y ¿por qué molestarte manteniéndole tu palabra a un cadáver? Jamás sabrá la diferencia.
– Yo estoy vivo – respondió tranquilamente Miles –, y yo lo sabría.
Elena se paseó por la cabina, con los labios tensos. La cara tensa, todo el cuerpo tenso...
– Llevo diez días dando tus clases de combate sin armas, no has venido ni a una sola sesión.
Miles se preguntó si debía contarle lo de los vómitos de sangre. No, seguro que ella le arrastraría hasta la enfermería. No quería ver a la médica. Su edad, la secreta debilidad de sus huesos... demasiadas cosas se harían evidentes en un examen médico minucioso.
Elena prosiguió:
– Baz está haciendo dos turnos, reacondicionando equipos. Tung, Thorne y Auson andan de acá para allá organizando a los nuevos reclutas... pero todo está empezando a despedazarse. Todos pierde el tiempo discutiendo con los demás. Miles, si permaneces una semana más encerrado aquí, los Mercenarios Dendarii van a empezar a parecer lo mismo que esta cabina.
– Lo sé, estuve en las reuniones de la plana mayor. Sólo porque no haya dicho nada no significa que no esté escuchando.
– Entonces escúchales cuando dicen que necesitan tu liderazgo.
– Juro por Dios, Elena, que no sé para qué. – Se pasó la mano por el cabello y alzó la barbilla –. Baz arregla cosas, Arde las maneja, Tung, Thorne, Auson y su gente pelean, tú los mantienes a todos en buen estado físico... Yo soy la única persona que no hace nada fundamental en absoluto. – Hizo una pausa –. ¿Lo que ellos dicen?, y ¿qué es lo que dices tú?
– ¿Qué importa lo que yo diga?
– Has venido.
– Me pidieron que viniera. No has dejado entrar a nadie más, ¿recuerdas? Me han estado molestando durante días. Actúan como un puñado de cristianos pidiéndole a la Virgen María que intercerda ante Dios.
– No, sólo ante Jesús; Dios está Barrayar. – Una sombra de su vieja sonrisa le atravesó el rostro.
Elena se reprimió, pero luego ocultó la cara entre las manos.
– ¡Maldito seas por hacerme reír! – dijo, tratando de controlarse.
Miles se levantó, le asió las manos y la hizo sentar a su lado.
– ¿Por qué no deberías reír? Te mereces la risa, y todas las cosas buenas.
Ella no respondió, sino que miró hacia la caja rectangular plateada que estaba en el rincón de la cabina.
– Tú nunca dudaste de las acusaciones de esa mujer – dijo al fin –, ni siquiera en el primer instante.
– He visto mucho más de él de lo que tú nunca has visto. Prácticamente vivió en mi bolsillo trasero durante diecisiete años.
– Sí... – Bajó la vista a sus manos, que ahora retorcía en su regazo –. Supongo que nunca vi más que visñumbres fugaces. Venía a la villa en Vorkosigan Surleau y le daba a la señora Hysop el dinero una vez al mes... difícilmente se quedaba más de una hora. Parecía de tres metros de alto, con esa librea marrón y plateada vuestra. Solía estar muy excitada, no podía dormir durante una o dos noches antes de que viniera. Los veranos eran el paraíso, porque cuando tu madre me invitaba al lago para ir a jugar contigo, le veía todo el día. – Cerró con fuerza los puños y la voz se le quebrantó –. Y todo eran mentiras. Gloria falsa, mientras que todo el tiempo lo que estaba debajo era ese... pozo ciego.
Miles moduló su voz de un modo más delicado del que nunca se hubiera imaginado.
– No creo que él estuviera mintiendo, Elena. Creo que estaba tratando de forjar una nueva verdad.
Eñana tenía los dentes apretados y una expresión de fiereza.
– La verdad es: soy una bastarda engendrada por la violación de un loco y mi madre es una asesina que odia la sola figura de mi sombra... No puedo creer que no haya heredado de ellos sólo mi nariz y mis ojos...
Ahí estaba, el oscuro temor, el más secreto. Miles reaccionó al reconocerlo y se lanzó tras él como un caballero en persecución de un dragón bajo tierra.
– ¡No! ¡Tú no eres ellos! Eres tú mismo... totalmente distinta... inocente.
– Viniendo de ti, creo que es la cosa más hipócrita que jamás he escuchado.
– ¿Eh?
– ¿Qué eres tú sino la culminación de tus generaciones? La flor de los Vor...
– ¿Yo? – La miró, perplejo –. La culminación de la degenación, tal vez. Maleza mal desarrollada... – Hizo una pausa; el rostro de ella parecía un espejo de su propia perplejidad –. Ellos tienen sentido, es cierto. Mi abuelo llevaba nueve generaciones sobre sus espaldas. Mi padre llevó diez. Yo llevo once... y juro que la última me pasa más que todas las otras juntas. Es un milagro que no esté aplastado hasta ser más bajo aún. En este momento me siento como si midiera más o menos medio metro. Pronto desapareceré del todo.
Estaba locuaz, sabía que estaba locuaz. Algún dique se había roto en él. Se arrojó a la corriente y se dejó escurrir por la compuerta.
– Elena, te quiero, siempre te he querido... – Ella brincó como un ciervo asustado, él jadeó y la rodeó con sus brazos –. ¡No, escucha! Te quiero, no sé qué era el sargento pero también a él le quería y, a lo que sea que haya en ti de él, lo honro con todo mi corazón; no sé qué es verdad y me importa un bledo de todas maneras, haremos lo que nos parezca como él hizo, y creo que hizo un maldito buen trabajo. ¡No puedo vivir sin mi Bothari, cásate conmigo!
– ¡No puedo casarme contigo! Los riesgos genéticos...
– ¡Yo no soy un mutante! Mira, no tengo branquias... – Metió los dedos en la comisura de los labios y se abrió la boca exageradamente –. No tengo cuernos... – Y le enseñó ambos lados de la cabeza.
– Yo no estaba pensando en tus riesgos genéticos, sino en los míos. Los suyos. Tu padre debe saber lo que él era; jamás aceptará...
– Mira, cualquiera que pueda exhibir un vínculo de sangre con el emperador Yuri el Loco, por dos líneas de descendencia, no tiene derecho a criticar los genes de ninguna otra persona.
– Tu padre es leal a su clase, Miles, como tu abuelo, como lady Vorpatril... Jamás podrían aceptarme como lady Vorkosigan.
– Entonces los enfrentaré ante una alternativa; les diré que me voy a casar con Bel Thorne. Asentirán tan rápdido que se tropezarán entre ellos.
Elena volvió a sentarse, impotente, y ocultó su rostro en la almohada, sacudiendo los hombros. Miles tuvo un momento de terror, pensando que la había abatido hasta hacerla llorar. Abatirla, no; animarla, animarla, animarla... Pero ella repitió:
– ¡Maldito seas por hacerme reír! ¡Maldito seas...!
Miles arremetió, animado.
– Y yo no estaría tan seguro sobre las lealtades de clase de mi padre. Desposó a una plebeya extranjera, después de todo. – Se puso más serio –. Y tú no puedes dudar de mi madre. Ella siempre anheló tener una hija secretamente; jamás lo hizo notorio para no heriri al viejo, por supuesto... Permítele ser tu madre de verdad.
– Oh – dijo Elena, como si él la hubiera herido con un puñal –. Oh...
– Verás cuando volvamos a Barrayar...
– Ruego a Dios – le interrumpió Elena con voz intensa – que jamás vuelva a poner un pie en Barrayar.
– Oh – dijo él a su vez. Tras una larga pausa agregó –: Podríamos vivir en algún otro sitio. Colonia Beta. Tendría que ser de un modo bastante moderado, una vez que el índice de cambio acabe con mis rentas... Podría conseguir un trabajo de... de... algo.
– Y el día que el emperador te llame a tomar tu lugar en el Consejo de Condes, para hablar por tu distrito y todos los pobres terruños que hay en él, ¿dónde irás entonces?
Tragó saliva, silencioso.
– Ivan Vorpatril es mi heredero – dijo al fin –. Deja que se quede con el Condado.
Elena se levantó.
– ¿Vienes a la reunión de la plana mayor?
– ¿Para qué molestarse? No hay esperanza.
Ella le miró fijamente, con los labios apretados, y desvió un instante los ojos al féretro en el rincón de la cabina.
– ¿No es hora de que aprendas a caminar solo... tullido?
Se escapó por la puerta justo a tiempo para esquivar la almohada que él le arrojó, curvando apenas los labios ante esta espasmódica eshibición de energía.
– Me conoces sumamante bien – susurró Miles –, debería conservarte sólo por razones de seguridad. – Se tamboleó sobre sus pies y fue a afeitarse.
Acudió a la reunión con desgana y se apoltronó en su asiento habitual, a la cabecera de la mesa. Era una reunión completa, por lo que se llevaba a cabo en la espaciosa sala de reuniones de la refinería. El general Halify y un asistente se sentaron. Tung, Thorne, Auson, Arde, Baz y los cinco hombres y mujeres escogidos para mandar a los nuevos reclutas ocuparon sus sitios. El capitán cetagandano se sentó opuesto al teniente kshatryano; su mutua animosidad amenazaba equiparar la triple rivalidad que había entre Tung, Auson y Thorne. Los dos sólo se unían lo suficiente para desdeñar a los felicianos, al asesino profesional de Jackson´s Whole, o al mayor de comandos retirado tau cetano, quien a su vez atacaba solapadamente a los ex oseranos, cerrando el círculo.
La agenda alegada para este circo era la preparación del plan final de batalla contra el bloqueo oserano, de ahí el profundo interés del general Halify. Esa profundidad se había visto bastante mellada por un creciente desaliento durante la última semana. La duda en los ojos de Halify era un aguijón en el espíritu de Miles; trataba de evitar cruzar su mirada. Precio de ganga, general, pensó malhumorado Miles, tiene lo que ha pagado.
La primera media hora consistió en desmoronar, nuevamente, tres planes favoritos inoperables que ya habían sido propuestos por sus dueños en reuniones anteriores. Rarezas, inconveniencias, requerimientos de equipo y personal más allá de los recursos que existían, e imposibilidades de oportunidad fueron señaladas con fruición por una mitad del grupo a la otra, lo que rápidamente degeneró en un clásico enfrentamiento de vulgarismos. Tung, quien normalmente reprimía esto, era uno de los principales esta vez, así que la cosa amenazaba con escalar indefinidamente.
– Mire, maldita sea – gritó el teniente kshatryano, golpeando con énfasis su puño contra la mesa –, no podemos asaltar el agujero directamente y todos sabemos eso. Concentrémonos en algo que podamos hacer. Naves mercantiles... Podríamos atacar eso, un contrabloqueo...
– ¿Atacar naves galácticas neutrales? – gritó Auson –. ¿Quiere que nos colguen a todos?
– Cuelguen – corrigió Thorne, ganándose una mirada desagradecida.
– No, vean – continuó Auson –, los pelianos tienen pequeñas bases en este sistema, a las que podríamos ir. Como guerra de guerrillas, atacar y esfumarse en la arena...
– ¿Qué arena? – estalló Tung –. No hay ningún lugar donde esconder el culo ahí fuera... Los pelianos tienen nuestra dirección apuntada en su agenda. Es un milagro que no hayn abandonado toda esperanza de capturar esta refinería y no nos hayan arrojado una lluvia de meteoritos todavía. Cualquier plan que no funcione rápido no funciona en absoluto...
– ¿Qué tal un ataque relámpago a la capital peliana? – sugirió el capitán cetagandano –. Un escuadrón suicida que suelte ahí una nuclear...
– ¿Se ofrece de voluntario? – se mofó con desdén el kshatryano –. Eso casi podría valer la pena.
– Los pelianos tienen una estación de transbordo en órbita alrededor del sexto planeta – dijo el tau cetano –. Un ataque a la misma podría...
– ... llevar el confusor orbital de electrones y...
– ... usted es un idiota...
– ... emboscar naves desviadas...
Los intestinos de Miles se retorcían como serpientes copulando. Se pasó, cansado, las manos por el rostro y habló por primera vez; lo inesperado de ello atrapó de inmediato la atención de todos.
– He conocido gente que juega así al ajedrez. No pueden pensar el camino al jaque mate y entonces se pasan el tiempo tratando de limpiar el tablero de piezas pequeñas. Esto, finalmente, reduce el juegoa una simplicidad que pueden comprrender, y están felices. La guerra perfecta es un mate ilusorio.
Se calló; con los codos apoyados en la mesa, la cara entre sus manos. Tras un breve silencio, la expectativa derivó en decepción, el kshatryano renovó su ataque al cetagandano, y ahí estaban todos, otra vez. Sus voces empañaron a Miles. El general Halify empezó a retirarse de la mesa, desalentado.
Nadia había notado la mandíbula abierta de Miles, detrás de sus manos, ni sus ojos muy abiertos primero y entrecerrados luego.
– Hijo de puta – susurró – No es irremediable.
Se incorporó.
– ¿No se le ha ocurrido a nadie que estamos atacando el problema desde el ángulo equivocado?
Sus palabras se perdieron en la penumbra. Únicamente Elena, sentada en un rincón de la sala, advirtió su rostro. Su propia cara se volvió hacia la de él como un girasol, sus labios se movieron en silencio: ¿Miles?
No una vergonzosa huida en la oscuridad, sino un monumento; eso es lo que iba a hacer de esta guerra. Sí...
Sacó de la vaina la daga de su abuelo y la arrojó al aire. Cayó y se clavó de punta en el centro de la mesa, con una sonora vibración. Trepó a la mesa y fue a recuperarla.
El silencio fue súbito y total, salvo por el refunfuño de Auson, frente a quien había caído la daga.
– No pensé que ese plástico pudiera cortar...
Miles retiró el arma de un tirón, la envainó y caminó a trancas de un lado a otro por la mesa. El refuezo de su pierna había adquirido un molesto golpeteo últimamente, que se había propuesto que arreglse Baz; ahora sonaba fuerte en medio del silencio. Acaparar la atención, como un susurro. Bien. Un golpeteo, un garrotazo en a cabeza, cualquier cosa que funcionara estaba bien para él. Era hora de acaparar la atención.
– Parece habérseles escapado, señores, señoras y demás, que la mision asignada a los Dendarii no es destruir físicamente a los oseranos, sino simplemente eliminarlos como fuerza beligerante en el espacio local. No necesitamos entorpecernos nosotros mismos atacando sus fuerzas.
Las caras alzadas le seguían como filamentos de hierro atraídos por un imán. El general Halify se hundió nuevamente en su asiento. El rostro de Baz y el de Arde estaban jubilosos de esperanza.
– Dirijo vuestra atención al débil eslabón de la cadena que nos enlaza: la conexión entre los oseranos y quienes lo contratan, los pelianos. Ahí es donde debemos aplicar nuestra palanca. Hijos míos – se detuvo mirando más allá de la refinería, hacia las profundidades del espacio, como un profeta enfrentado a una visión –, vamos a golpearles en la nómina de pagos.
La ropa interior venía primero, suave, cómoda, absorbente. Luego las conexiones de las sondas. Luego las botas, las plantillas piezoeléctricas cuidadosamente diseñadas con puntos de máximo impacto en los dedos, en los talones y en el metatarso. Baz había hecho un hermoso trabajo con el ajuste y adaptación de la armadura espacial. Las canilleras calzaban como piel en las desiguales piernas de Miles. Mejor que la piel; un esqueleto externo, los huesos quebradizos tecnológicamente igualados al fin con los de cualquiera.
Miles deseó que Baz estuviera con él en ese momento, para ufanarse de su obra; si bien Arde estaba haciendo lo mejor que podía para ayudar a Miles a entrar en el aparato. Más apasionadamente, incluso, deseó estar en el lugar de Baz.
La inteligencia feliciana informó calma absoluta en el frente del suelo patrio peliano. Baz y su partida seleccionada de técnicos, en la que destacaba Elena Visconti, debía de haber traspasado con éxito la frontera lateral del planeta y estaría moviéndose hacia el lugar del golpe. El golpe mortal de la estrategia de Miles. La clave de sus nuevas ambiciones. Casi se le había roto el corazón, al enviarlos solos, pero se impuso la razón. Un ataque comando, si así podía llamarse, delicado, técnico, invisible, no se beneficiaría con una carga tan conspicua y técnicamente innecesaria como era él. Estaba mejor empleado aquí, con los demás.
Observó la dimensión de la armería de su nave capitana. La atmósfera parecía una combinación de vestuario, embarcadero y quirófano... Trató de no pensar en qurófanos. Su estómago le produjo una punzada de dolor. Ahora no, le dijo. Más tarde. Sé bueno y te prometo que te llevaré a la técnica médica luego.
El resto de su grupo de ataque estaba, como él, poniéndose las armas y armaduras. Los técnicos comprobaban los sistemas en una silenciosa revisión de luces coloreadas y pequeñas señales de audio, mientras probaban aquí y allá; la serena corriente de voces era seria, atenta, concentrada, casi meditativa, como una antigua iglesia antes de que comenzara el oficio. Estaba bien. Captó la mirada de Elena, dos filas de soldads detrás de la suya, y le sonrió tranquilizadoramente, como si él y no ella fuera el veterano. Elena no devolvió sonrisa alguna.
Comprobó su estrategia igual que los técnicos comprobaban sus sistemas. La nómina de pagos oserana estaba dividida en dos partes. La primera era una transferencia electrónica de fondos pelianos a una cuenta oserana en la capital peliana, con la cual la flota oserana compraba suministros y provisiones locales. El plan especial de Miles era para eso. La segunda parte era en otras monedas galácticas, fundamentalmente dólares betanos. Esto era ganancia en efectivo, para ser dividida entre los capitanes–propetarios de Oser, quienes la llevarían a sus diferentes destinos, fuera del espacio local de Tau Verde, cuando expiraran finalmente sus contratos. Se entregaba mensualmente a la nave capitana de Oser, en su base del bloqueo. Miles corrigió su recomposición con una pequeña sonrisa: se habían entregado mensualmente.
Se habían apropiado de la primera nómina en efectivo, en medio del espacio, con devastadora facilidad. La mitad de las tropas de Miles eran oseranos, después de todo; muchos incluso habían realizado antes esa tarea. Presentarse al correo peliano como los cobradores oseranos sólo había requerido ajustes mínimos en códigos y procedimientos. Habían terminado y estaban ya lejos de alcance para cuando los verdaderos oseranos llegaron. La transcripción de los despachos subsiguientes entre el correo peliano y la nave recaudadora oserana era un tesoro para Miles. Lo tenía guardado en su cabina, sobre el féretro de Bothari, junto a la daga de su abuelo. Hay más aún, sargento, pensó. Lo juro.
La segunda operación, dos semanas más tarde, había sido burda en comparación: una pesada contienda entre el nuevo y mejor armado correo peliano y las tres naves de guerra de Miles. Miles se había hecho a un lado prudentemente, permitiendo que Tung dirigiera la maniobra y limitando sus comentarios a algún ocasional "ah" de aprobación. Desistieron del abordaje al ver aparecer cuatro naves oseranas. Los oseranos no querían correr riesgos con esa entrega.
Los Dendarii hicieron volar a los pelianos y su precioso cargamento en componentes atómicos, y escaparon. Los pelianos habían peleado bravamente. Miles les había dedicado esa noche una ofrenda mortuoria en su cabina, muy privadamente.
Arde conectó la junta del hombro izquierdo de Miles y comenzó a comprobar todos los movimientos de rotación, del hombro a los dedos, según la lista de control. El dedo anular funcionaba un veinte por ciento por debajo de su capacidad. Arde abrió la plaqueta a presión del antebrazo correspondiente y reajustó el diminuto potenciómetro.
Su estrategia... Para el tercer intento de saqueo, se hizo evidente que el enemigo había aprendido de la experiencia. Oser envió prácticamente un convoy para efectuar la recaudación. Las naves de Miles, a resguardo fuera de alcance, no pudieron siquiera acercarse. Miles se vio forzado a usar el as que guardaba en la manga.
Tung había alzado las cejas cuando Miles le pidió que enviara un sencillo mensaje escrito a su antiguo oficial de comunicaciones. "Por favor, cooperad con cualquier requerimiento Dendarii", rezaba la nota, firmada – incomprensiblemente para el euroasiático – con el sello Vorkosigan disimulado en la empuñadura de la daga. El oficial de comunicaciones era desde siempre una de las fuentes de Inteligencia. Era malo comprometer así a uno de los hombres del capitán Illyan, y peor aún hacer peligrar la excelente reputación de que gozaba entre la flota oserana. Si los oseranos alguna vez imaginaran quién les había cocinado el dinero, la vida del tipo estaría seguramente perdida. Hasta el momento, no obstante, los oseranos sólo tenían cuatro paquetes de cenizas y un misterio.
Miles sintió un ligero cambio en la gravedad y en la vibración; debían de estar moviéndose para una formación de ataque. Era hora de ponerse el casco y entrar en contacto con Tung y Auson en la sala de tácticas. El técnico que asistía a Elena le puso el casco a la joven. Ella abrió la placa facial para hablar con el perito; colaboraban en algunos ajustes menores.
Si Baz se atenía a su programa, ésta era seguramente la última oportunidad que Miles tenía con Elena. Con el maquinista lejos, nadie le usurparía su papel de héroe. El siguiente rescate lo haría él. Se imaginó a sí mismo acabando con amenazadores pelianos a diestra y siniestra y salvándola de algún pozo táctico... los detalles eran vagos. Ella tendría que creer que él la amaba, acto seguido. La lengua de Miles se destrabaría mágicamente y encontraría al fin las palabras adecuadas, después de tantas otras desacertadas; la nívea piel de ella se entibiaría al calor de su ardor y volvería a florecer...
La cara de Elena, enmarcada por el yelmo, era fría y austera, el mismo paisaje invernal y descolorido que habia mostrado al mundo desde la muerte del sargento. Su falta de reacción preocupaba a Miles. Aunque en verdad, ella tenía sus obligaciones Dendarii para distraerse, mantenerse ocupada... no como el lujo autoindulgente de su propio retiro. Al menos, con Elena Visconti lejos, se había ahorrado aquellos incómodos encuentros por los pasillos y salas de reuniones, donde ambas mujere simulaban un feroz y frío profesionalismo.
Elena se acomodó en su armadura y miró pensativa el negro agujero de la boca del arco de plasma incorporado al brazo derecho de su traje. Se calzó el guante, cubriendo las venas azules de su muñeca, como pálidos ríos de hielo. Sus ojos le hicieron pensar a Miles en navajas. Caminó hasta su lado y apartó al técnico con un ademán. Las palabras que fijo no fueron ninguna de las tantas que había ensayado para la ocasión. Bajó la voz para susurrar:
– Lo sé todo sobre el suicidio. No creas que puedes sorprenderme.
Elena se sobresaltó y se puso roja. Le miró con fiero desdén. Cerró la placa facial de su casco.
Perdona, dijo él en su angustiado pensamiento. Es necesario.
Arde le colocó el casco a Miles, conectó los mandos y comprobó las conexiones. Un encaje de fuego se anudó y se enmarañó en las entrañas de Miles. ¡Maldición!, pero iba a ser difícil ignorarlo.
Comprobó su comunicación con la sala de tácticas.
– ¿Comodoro Tung? Aquí Naismith. Los vídeos, por favor.
El interior de su placa facial se inundó de color y de lecturas duplicadas de la telemetría de la sala de tácticas para el combate de campo. Únicamente comunicaciones, ningún enlace de servo esta vez. La armadura peliana no tenía ninguno.
– Última oportunidad para cambiar de parecer – dijo Tung por el comunicador, continuando la vieja argumentación –. ¿Seguro que no prefiere atacar a los oseranos después de la transferencia, más lejos de las bases pelianas? Nuestra información respecto de ellos es mucho más detallada...
– ¡No! Tenemos que destruir o capturar la nómina antes de la entrega; hacerlo después es estratégicamente inútil.
– No del todo, seguramente podríamos usar el dinero.
Y cómo, pensó hoscamente Miles. Pronto requeriría numeración científica registrar su deuda con los Dendarii. Difícilmente una flota mercenaria podría quemar más rápido el dinero aunque sus naves corrieran a todo vapor y los fondos fueran arrojados directamente a los hornos. Nunca antes alguien tan pequeño había debido tanto a tantos, y aquello empeoraba a cada hora. Su estómago se le escurría por la cavidad abdominal como una ameba torturada, arrojando seudópodos de dolor y la vacuola de un eructo ácido. Eres una ilusión psicosomática, le aseguró Miles.
El grupo de asalto formó y se encaminó a las lanzaderas que aguardaban. Miles caminó entre ellos, tratando de tocas a cada persona , llamarla por su nombre, darle algún consejo individual; eso parecía gustarle. Ordenó sus rangos en su mente, y se preguntó cuántas bajas habría cuando hubiera terminado el trabajo del día. Perdón... Estaba agotado de soluciones astutas. Esto debía hacerse a la vieja usanza, de frente, duramente.
Marcharon por los corredores hasta entrar en las lanzaderas. Seguramente, ésta era la peor parte: esperar impotentemente hasta que Tung los entregara como cajas de huevos, tan frágiles, tan revueltos cuando se rompen. Tomó aliento profusamente y se preparó para afrontar los efectos habituales de la gravedad cero. No estaba en absoluto preparado para el calambre que le dobló, le arrebató el aliento y le drenó la cara hasta dejársela blanca como un papel. Nunca había tenido antes uno así, no como ese... Se dobló sobre sí mismo jadeando, perdió el apoyo de la banda de sujeción y flotó con la ingravidez. Dios, finalmente ocurría... la última humillación: iba a vomita en una armadura espacial. En unos instantes, todo el mundo se enteraría de su cómica debilidad. Absurdo, un pretendiente a oficial del Imperio con mareos por el vacío. Absurdo, absurdo, él siempre había sido absurdo. La presencia de ánimo le alcanzó apenas para poner a toda potencia el sistema de ventilación de su traje, con una sacudida del mentón, y para acallar la emisión de su intercomunicador. No había ninguna necesidad de convidar a los mercenarios con el sonido poco edificante de las arcadas de su comandante.
– Almirante Naismith – requirieron de la sala de tácticas –. Su lecturas médicas parecen extrañas. Se solicita chequeo telemétrico.
El universo pareció reducirse a su vientre. Un torrente repentino, arcadas, tos, y otro, y otro. El ventilador no podía seguir el ritmo. No había comido nada aquel día, ¿De dónde salía todo eso?
Un mercenario tiró de él en el aire y trató de ayudarle, estirándole las piernas agarrotadas.
– Almirante Naismith, ¿está usted bien?
Le abrió la placa facial; ante el "¡No! ¡No aquí...! ¡Hijo de puta!" que jadeó Miles, el hombre saltó hacia atrás y alzó la voz en un grito penetrante:
– ¡Médica!
Está exagerando la reacción, trató de decir Miles; lo limpiaré yo mismo... Coágulos oscuros, gotas escarlata, glóbulos de resplandor carmesí flotaron delante de su aturdida mirada, divulgando su secreto. Parecía ser sangre pura. "No", se quejó, o trató de hacerlo, "no ahora...".
le aferraron unas manos, que le devolvieron por el corredor por el que momentos antes había entrado. La gravedad le comprimía contra la cubierta del pasillo; ¿quién diablos había aumentado la gravedad? Otras manos le quitaron el casco. Se sentía como una langosta para la cena. El estómago volvió a esprimírsele.
La cara de Elena, casi tan blanca como la suya, se le acercó. La joven se arrodilló, se quitó el guante de servo y le asió la mano, carne a carne al fin.
– ¡Miles!
La verdad es lo que uno se cree...
– ¡Comandante Bothari! – graznó Miles, tan alto como podía. Un anillo de rostros atemorizados se amontonó a su alrededor. Sus dendarii. Su gente. Por ellos, entonces. Todo por ellos –. Hágase cargo.
– ¡No puedo!
Su cara estaba pálida y aterrada por la conmoción. Dios, pensó Miles, debo parecerme a Bothari vertiendo sus tripas. No es tan grave, trató de decirle a Elena. Espirales negras y plateadas destellearon en su vista, enturbiándole el rostro de la joven. ¡No! ¡Todavía no...!
– Mi súbdita. Tú puedes. Tú debes. Estaré contigo. – Se retordió, aferrado por algún gigante sádico –. Tú eres un verdadero Vor, no yo... Debió de haber algún cambio en aquellos reproductores. – Le dispensó una tétrica sonrisa – Impuslo, adelante...
Elena se levantó entonces; la determinación desalojó el terror de su cara, el hielo que había corrido como agua se trasmutó en mármol.
– Bien, mi señor – susurró. Y en voz más alta –: ¡Bien! Hagan sitio aquí, dejen hacer su trabajo a los médicos... – Y despejó a los admiradores.
Miles fue puesto en una camilla flotante. Miro sus pies en las botas, distantes y oscuras lomas, balanceándose delante de él como si le llevaran volando. Primero, los pies; tenían que ser primero los pies. Apenas sintió el pinchazo de la primera endovenosa en el brazo. Escuchó tras él la voz de Elena, alzándose tronante.
– ¡Está bien, payasos! No más juegos. ¡Vamos a ganar este asalto para el almirante Naismith!
Héroes. Brotaban alrededor suyo como semillas. Un portador; aparentemente él er incapaz de contraer la enfermedad que él mismo diseminaba.
– Maldita sea – se lamentó –. Maldita sea, maldita sea, maldita sea...
Repitió esta letanía como una mantra, hasta que la segunda inyección sedante le separó del dolor, de la frustración y de la conciencia.
17
Anduvo errando dentro y fuera de la realidad, como cuando de niño, perdido en la Residencia Imperial, trataba de abrir diferentes puertas: algunas conducían a tesoros; otras, a desvanes; pero inguna a lo conocido. Una vez se despertó viendo a Tung, sentado a su lado, y se preocupó; ¿no debería estar el capitán en la sala de tácticas?
Tung le miró con afectuosa inquietud.
– ¿Sabes, hijo? Si quieres durar en este negocio, debes aprender a medir tu propio paso. Casi te perdemos.
Sonaba como un buen aforismo; tal vez debería caligrafiarlo y pegarlo en la pared de su dormitorio.
En otra ocasión, se despertó mirando a Elena. ¿Cómo había llegado a la enfermería? La había dejado en la lanzadera. Nada permanecía donde uno lo ponía...
– Maldita sea – murmuró Miles disculpándose –. Cosas así nunca le pasaban a Vorthalia el Audaz.
Elena alzó una ceja.
– ¿Cómo lo sabes? Las historias de esas épocas fueron escritas por bardos y poetas. Tú intenta pensar alguna palabra que rime con "úlcera sangrante".
Lo estaba intentando trabajosamente cuando la oscuridad se lo tragó de nuevo.
En otro momento, se despertó solo y llamó una y otra vez al sargento Bothari, pero el sargento no vino. Es como el hombre que está todo el tiempo a disposición, ocioso – pensó petulantemente –, y de pronto se toma un largo permiso justo cuando uno le necesita. El sedante de la médica terminó ese combate de Miles contra la conciencia, y no a su favor.
Fue una reacción alérgica al sedante, le explicó más tarde el cirujano. Entró su abuelo, le ahogó con una almohada y trató de esconderle debajo de la cama. Bothari – con el pecho ensangrentado – y el oficial piloto mercenario – con los cables de su injerto colgando como un extraño coral con brazos – le miraban. Entonces apareció su madre, espantando a los espectros como una granjera apartando a sus gallinas. "Rápido – le dijo –, calcula el valor hasta el último decimal y se romperá el embrujo. Si eres suficientemente betano, podrás hacerlo mentalmente."
Miles esperó ansioso durante todo el día la llegada de su padre, en ese desfile de figuras alucinatorias. Había hecho algo sumamente sagaz, pero no alcanzaba a recordar bien qué, y anhelaba poder impresionar al fin al conde. Pero su padre no apareció en ningún momento. Miles lloró de desilusión.
Otras sombras fueron y vinieron, la médica, el cirujano, Elena y Tung, Auson y Thorne, Arde Mayhew; pero estaban distantes, figuras reflejadas en vidrio plomizo. Después de llorar un largo rato, se durmió.
Cuando volvió a despertar, fuera de la enfermería, el pequeño cuarto privado en el que se hallaba estaba nítido y claro, pero Ivan Vorpatril estaba sentado junto a la cama.
– Otras personas – se quejó Miles – alucinan con orgías, cigarras gigantes y otras cosas. ¿Y yo con qué? Parientes. Puedo ver parientes cuando estoy consciente. No es justo...
Ivan, preocupado, se dio la vuelta hacia Elena, quien estaba apostada al extremo de la cama.
– Creía que el cirujano había dicho que el antídoto se había disipado a estas alturas.
Elena se levantó y se inclinó hacia Miles, preocupada también.
– Miles, ¿puedes oírme?
– Por supuesto que puedo oírte.
De ponto, notó la ausencia de otra sensación.
– ¡Eh! ¡Mi estómago no me duele!
– Sí, el cirujano bloqueó algunos nevios durante la operación. Deberías estar completamente curado por dentro en un par de semanas.
– ¿Operación? – Echó una subrepticia mirada a la ropa sin forma que parecía estar ocupando, en busca de no sabía qué. Su torso lucía tan plano, o abultado, como siempre; ninguna parte importante había sido accidentalmente tijereteada... – . No veo ninguna línea de puntos.
– No hizo ningún corte. Fue todo metiendo cosas por el esófago y usando un tractor manual, salvo para instalar el biochip en tu nervio neumogástrico. Un poco grotesco, pero muy ingenioso.
– ¿Cuánto tiempo he estado fuera?
– Tres días. Estuviste...
– ¡Tres días! El ataque a la nómina... Baz... – Se abalanzó convulsivamente hacia delante.
Elena le empujó con firmeza. Haciéndole recostarse otra vez.
– Hemos capturado la nómina. Baz regresó, con todo su grupo íntegro. Todo está bien, excepto tú, que casi te desangras hasta morir.
– Nadie muere de úlcera. ¿Baz volvió? ¿Dónde estamos, de paso?
– Atracados junto a la refinería. Yo tampoco creía que uno pudiera morirse de úlcera, pero el cirujano dice que los agujeros en el cuerpo, cuando derraman sangre, son lo mismo si están fuera como si están dentro, así que creo que se puede. Tendrás un informe completo... – Volvió a empujarle hacia atrás, exasperada –. Pero pensé que sería mejor que vieras primero a Ivan, sin todos los Dendarii a tu alrededor.
– Uh, está bien.
Miró, confundido, a su corpulento primo. Ivan estaba con ropa de civil, pantalones estilo barrayarano, camisa betana, aunque con botas reglamentarias del Servicio.
– ¿Quieres tocarme, a ver si soy real? – preguntó jocosamente Ivan.
– No serviría de nada, también pueden tocarse las alucinaciones. Tocarlas, olerlas, oírlas... – Miles se estremeció –. Aceptaré tu palabra. Pero..., ¿qué estás haciendo aquí?
– Buscándote.
– ¿Te envió mi padre?
– No lo sé.
– ¿Cómo puedes no saberlo?
– Bueno, él no me habló personalmente... Mira, ¿estás seguro de que el capitán Dimir no ha llegado todavía o que no te envió algún mensaje o algo? Tenía todos los despachos y órdenes secretas además.
– ¿Quién?
– El capitán Dimir. Es mi comandante.
– Nunca oí nada de él.
– Creo que trabaja fuera del departamento del capitán Illyan – agregó Ivan servicialmente –. Elena pensó que quizás hubieras oído algo que no tuviste tiempo de mencionar...
– No...
– No lo entiendo – suspiró Ivan –. Dejaron Colonia Beta un día antes que yo en un expreso Imperial. Deberían estar aquí desde hace una semana.
– ¿Cómo fue que viajaste por separado?
Ivan se aclaró la voz
– Bueno, estaba esa chica, ya sabes, en Colonia Beta. Me invitó a la casa... Quiero decir, Miles, ¡una betana! La conocí justo al llegar al puerto de lanzaderas, prácticamente la primera cosa que hice. Llevaba uno de esos pequeños sarongs deportivos, y nada más...
Las manos de Ivan estaban comenzando a ondular en ensoñadoras curvas descriptivas; Miles se apresuró a interrumpir lo que sabía que podría ser una larga digresión.
– Probablemente pescaba galácticos; algunas betanas los coleccionan, como un barrayarano adquiere banderines de todas las provincias – Ivan tenía una colección así en su casa, recordó Miles –. ¿Qué pasó entonces con ese capitán Dimir?
– Se fueron sin mí – Ivan parecía afligido –. ¡Y ni siquiera era tarde!
– ¿Cómo llegaste aquí?
– El teniente Croye me informó de que te habías ido a Tau Verde IV, así que me enganché en un viaje con una nave mercante rumbo a uno de esos países neutrales de por ahí. El capitán me soltó aquí en la refinería.
A Miles se le abrió la mandíbula.
– Te enganchaste... te soltó... ¿te das cuenta de los riesgos?
Ivan guiñó un ojo
– Ella era muy buena para eso. Eh... maternal, ya sabes.
Elena estudió el techo, fríamente desdeñosa.
– Esa palmada en el culo que te dio en el tubo de la lanzadera no me pareció a mí precisamente maternal.
Ivan se sonrojó.
– De cualquier modo, aquí estoy. – Se envalentonó –. ¡Y antes que el viejo Dimir! Tal vez no me vea en tantos problemas como pensé.
Miles se pasó la mano por el cabello.
– Ivan... ¿sería demasiado complicado comenzar por el principio? Suponiendo que haya uno.
– Oh, sí, supongo que no sabrás nada del gran follón.
– ¿Follón? Ivan, eres la primera noticia que tenemos de casa desde que abandonamos Colonia Beta. El bloqueo, ya sabes... aunque tú pareces haberlo atravesado como humo...
– La pájara era hábil, eso hay que reconocerlo. No sabía que las mujeres mayores pudieran...
– El follón – le reorientó Mles, apremiante.
– Sí, bien. El primer informe de Colonia Beta que llegó a a casa decía que habías sido raptado por un tipo que era desertor del Servicio...
– ¡Oh, Dios! Y mi madre... ¿Qué hizo mi padre?
– Estaban bastante preocupados, supongo, aunque tu madre seguía diciendo que Bothari estaba contigo y, de todos modos, a alguien de la embajada se le ocurrió hablar con tu abuela Naismith, quien no pensaba en absoluto que hubieses sido raptado. Eso calmó mucho a tu madre, y ella, hm, calmó a tu padre... Como sea, decidieron esperar nuevos informes.
– Gracias a Dios.
– Bien, los siguientes informes fueron de un agente militar aquí, en el espacio local de Tau Verde. Nadie me dijo qué contenían... bueno, nadie se lo dijo a mi madre, lo cual suele ser sensato si uno lo piensa un poco. Pero el capitán Illyan anduvo corriendo un tiempo en círculos, veintiséis horas al día, entre la Casa Vorkosigan, el Cuartel general, la Residencia Imperial y el Castillo Vorhartung. Tampoco ayudó mucho el que los informes que obtuvieron estuviesen fechados tres semanas antes.
– ¿El Castillo Vorhartung? – murmuró sorprendido Miles –. ¿Qué tiene que ver con esto el Consejo de Condes?
– No podía imaginármelo tampoco. Pero el conde Henri Vorvolk fue sacado tres veces de la clase en la Academia para asistir a sesiones del comité de los condes, así que lo arrinconé... Parece que existía el fantástico rumor de que estabas en el espacio local de Tau Verde reuniendo tu propia flota mercenaria, nadie sabía por qué... al menos, yo pensé que era un rumor fantástico... Como sea, tu padre y el capitán Illyan decidieron finalmente enviar un correo expreso para investigar.
– Vía Colonia Beta, me imagino. Eh... ¿por casualidad te cruzaste con un tipo llamado Tav Calhoun mientras estabas allí?
– Oh, sí, el betano loco. Anda dando vueltas por la embajada... Tiene una orden de detención en tu contra, y se la muestra a todo el que pesca entrando o saliendo del edificio. Los guardias no le dejan entrar ya.
– ¿Hablaste con él personalmente?
– Brevemente. Le dije que existía el rumor de que habías ido a Kshatryia.
– ¿De veras?
– Por supuesto que no. Pero era el lugar más lejano en que pude pensar. El clan – dijo afectadamente Ivan – debe permanecer unido.
– Gracias... – Miles se lo pensó un momento –. Espero. – Suspiró –. Supongo que lo mejor será esperar a tu capitán Dimir, entonces. Al menos podría llevarnos de vuelta a casa, lo cual solucionaría un problema. – Miró a su primo –. Te explicaré todo más tarde, pero ahora tengo que averiguar tantas cosas... ¿puedes mantener la boca cerrada un rato? Se supone que nadie aquí sabe realmente quién soy. – Un horrible pensamiento sacudió a Miles –. ¿No habrás estado preguntando por mí usando mi nombre, no?
– No, no, sólo por Miles Naismith – le tranquilizó Ivan –. Sabíamos que estabas viajando con tu pasaporte betano. De todas formas, acabo de llegar aquí ayer por la noche y prácticamente la primera persona con quien me encontré fue con Elena.
Miles suspiró aliviado y se volvió hacia Elena.
– ¿Has dicho que Baz está ahí fuera? Tengo que verle.
Ella se retiró, dando un amplio rodeo en torno a Ivan.
– Lamento lo del viejo Bothari – dijo Ivan cuando la joven hubo salido –. ¿Quién hubiera pensado que podía pasarle eso limpiando armas, después de tantos años? Sin embargo, hay un aspecto positivo; finalmente tienes oportunidad con Elena sin que él esté echándote el aliento en la nuca, así que no es una pérdida inútil.
Miles exhaló lentamente, abatido por la ira y el dolor recordado. Él no sabe, se dijo a sí mismo. No puede saber...
– Ivan, uno de estos días alguien va a sacar un arma y va a dispararte, y tú vas a morir en medio del asombro, preguntando: «¿Qué he dicho? ¿Qué he dicho?»
– ¿Qué he dicho? – preguntó indignado Ivan.
Antes de que Miles pudiera entrar en detalles, vino Baz, flanqueado por Tung y Auson; Elena les seguía. La habitación estaba repleta. Todos parecían estar sonriendo como tontos. Baz agitó en el aire, triunfalmente, unas finas hojas de plástico. Estaba tan radiante como un faro, orgulloso, apenas reconocible como el hombre que, cinco meses atrás, Miles había encontrado escondido entre la basura.
– El cirujano dice que no podemos quedarnos mucho, mi señor – le dijo a Miles –, pero pensé que esto podría darle ánimos.
Ivan se sobresaltó ligeramente ante el honorífico y le llamó la atención solapadamente al maquinista.
Miles tomó las hojas.
– Tu misión... ¿pudiste completarla?
– Como un reloj... Bueno, no exactamente, hubo algunos momentos malos en una estación de trenes... debería ver el sistema ferroviario que tienen en Tau Verde IV. La maquinaria... magnífica. Barrayar se perdió algo al pasar directamente del caballo al transporte aéreo...
– ¡La misión, Baz!
El maquinista rebosó alegría.
– Échele una mirada. Son las transcripciones de los últimos despachos entre el almirante Oser y el alto mando peliano.
Miles empezó a leer. Después de un rato, comenzó a sonreír.
– Sí..., ya había oído que el almirante Oser tiene un famoso repertorio de invectivas cuando... se excita... – La mirada de Miles se cruzó ligeramente con la de Tung. Los ojos de éste brillaban de satisfacción.
Ivan estiró el cuello.
– ¿Qué pasa? Elena me contó lo de los saqueos a las nóminas, también tengo entendido que os las arreglasteis para alterar las transferencias electrónicas. Pero no comprendo... ¿los pelianos no van a pagar otra vz, cuando vean que la flota oserana no ha sido pagada?
La sonrisa de Miles se se volvió maligna.
– Ah, pero es que sí fue pagada: ocho veces de más. Y ahora, como creo que dijo un general de la Tierra, Dios los ha puesto en mi mano. Después de no poder entregar, durante cuatro veces seguidas el pago en efectivo, los pelianos han exigido que se les devuelva el sobrepago electrónico. Y Oser – Miles miró las hojas – se niega. Categóricamente. Ésa fue la parte más delicada, calcular exactamente la cantidad adecuada de sobrepago; demasiado poco, y los pelianos podrían haberlo dejado pasar; excesivo, y Oser se hubiera sentido incluso inclinado a devolverlo. Pero justo la cantidad adecuada...
Suspiró, y se recostó feliz contra la almohada. Tenía que aprenderse de memoria algunas de las frases selectas de Oser, decidió. Eran únicas...
– Esto le gustará, entonces, almirante Naismith – prorrumpió al fin Auson, exaltado con las novedades –. Cuatro de los capitanes–propietarios independientes que estaban con Oser tomaron sus naves y se largaron del espacio local de Tau Verde en los dos últimos días. Por las transmisiones que hemos interceptado, no me parece que piensen volver, tampoco.
– Glorioso – susurró Miles –. Oh, bien hecho...
Miró a Elena. Orgullo. También para ella hacía falta, lo suficientemente fuerte para desalojar algo del dolor en su mirada.
– Como había pensado, interceptar esa cuarta nómina de pagos fue vital para el éxito de la estrategia. Bien hecho, comandante Bothari.
Ella le devolvió la mirada, vacilante.
– Te echamos de menos. Nosotros... tuvimos muchas bajas.
– Anticipé que las tendríamos. Los pelianos debían de estar esperándonos para entonces. – Miró a Tung, quien estaba haciéndole a Elena un gesto de silencio –. ¿Fue mucho peor de lo que habíamos calculado?
Tung sacudió la cabeza.
– Hubo momentos en que hubiera jurado que ella no sabía que estaba vencida. Hay ciertas situaciones en las que uno no pide a los mercenarios que le sigan...
– No le pedí a nadie que me siguiera – dijo Elena –, vinieron por su propia voluntad. – Agregó en un susurro a Miles –: Creí que era como en las batallas de abordaje. No sabía que resultaría tan terrible.
Tung habló al ver el aire alarmado de Miles.
– Hubiéramos pagad un precio más alto si no hubiera insistido en que el almirante Naismith la había puesto en el cargo, rehusando retirarse cuando lo ordené. Entonces, hubiésemos pagado mucho por nada... esa proporción determina infinito. – Tung le hizo a Elena un gesto de aprobación, que ella devolvió con gravedad. Ivan parecía más bien aturdido.
Se escuchó una discusión en boz baja proveniente del pasillo. Thorne y el cirujano.Thorne estaba diciendo: «Tiene que dejarme. Esto es vital...»
Thone arrastró al cirujano, que protestaba, al interior del cuarto.
– ¡Almirante Naismith! ¡Comodoro Tung! ¡Oser está aquí!
– ¿Qué?
– Con toda su flota... lo que queda de ella... están justo fuera de alcance. Pide permiso para atracar su nave capitana.
– ¡No puede ser! – dijo Tung –. ¿Quién está vigilando el agujero?
– ¡Sí, exacto! – dijo Thone –. ¿Quién? – Se miraron con una alborozada, fantástica suposición.
Miles se incorporó de un salto, rechazó una oleada de vértigo y echó mano a su bata.
– Traigan mi ropa.
Halcón era la palabra apropiada para Oser, determinó Miles. Pelo entrecano, un pico por nariz y una mirada inteligente, penetrante, fija ahora sobre él. Era dueño del aspecto que hace que los oficiales jóvenes indaguen en su conciencia, pensó Miles. Se quedó de pie ante semejante apariencia y le dirigió al verdadero almirante mercenario una lenta sonrisa, allí en el desembarcadero. El penetrante y frío aire reciclado le parecía más amargo, como un estimulante. Se podría drogar uno con él, seguramente.
Oser estaba flanqueado por tres de sus capitanes–empleados y dos de sus capitanes–propietarios, cono sus segundos. Miles traía a todo su cuerpo Dendarii, Elena a la derecha y Baz a la izquierda.
Oser le examinó de arriba abajo.
– Maldita sea – murmuró –. Maldita sea...
No ofreció su mano, sino que se detuvo y habló con deliberada, ensayada cadencia.
– Desde el día en que entró usted en el espacio local de Tau Verde, sentí su presencia. En los felicianos, en la situación táctica a mi cargo, en el rostro de mi propios hombres... – su mirada pasó por Tung, quien sonreía dulcemente –, incluso en los pelianos. Hemos estado peleando en la oscuridad, nosotros dos, a distancia, mucho tiempo.
Miles abrió al máximo los ojos. Dios mío, ¿está a punto de desafiarme a un combate individual? ¡Sargento Bothari, ayuda! Levantó la barbilla y no dijo nada.
– No creo en prolongar las agonías – siguió Oser –. En lugar de mirar cómo embruja al resto de mi flota, hombre por hombre, mientras aún me quede flota que ofrecer, tengo entendido que los Mercenarios Dendarii buscan nuevos reclutas.
Le llevó un momento a Miles darse cuenta de que acababa de escuchar uno de los discursos de rendición más tercos de la historia. Benignos, vamos a ser benignos como el demonio, oh, sí... Alargó su mano; Oser la aceptó.
– Almirante Oser, su inteligencia es aguda. Hay una sala privada donde podremos resolver los detalles...
El general Halify y algunos oficiales felicianos oteaban desde un balcón, a cierta distancia. La mirada de Miles se cruzó con la de Halify: y, así, la palabra que te di a ti, al menos, queda redimida.
Miles marchó por la ancha explanada con el rebaño íntegro, todos los Dendarii ahora, extendido a sus espaldas. Veamos, pensó Miles, el Flautista de Hamelin llevó a todas las ratas al río – miró hacia atrás – y a todos los niños a una montaña de oro. ¿Qué hubiera hecho si las ratas y los niños hubieran estado inextricablemente mezclados?
18
Miles se reclinó en un sofá relleno de líquido, en la sala de observación de la refinería, y contempló las profundidades de un espacio ya no vacío. La flota dendarii brillaba y fulguraba, suspendida en el vacío junto a la estación, como una constelación de hombres y naves.
De niño, en su dormitorio de Vorkosigan Surleau – donde pasaba los veranos –, había tenido un móvil de naves de guerra espaciales, clásica artesanía militar barrayarana, mantenidas en un orden cuidadosamente equilibrado por hilos casi invisibles, de gran resistencia. Hilos invisibles. Lanzó un soplido hacia los ventanales de cristal, como si pudiera hacer que las naves Dendarii girasen y bailaran.
Diecinueve naves de guerra y más de 3.000 hombres entre tropas y técnicos. «Mío», probó a decir, como experimento, «todo mío», pero la frase no le produjo una conveniente sensación ed triunfo; se sentía más como un blanco.
En primer lugar,no era verdad. La propiedad real de aquel capital de millones de dólares betanos en equipo era una cuestión de asombrosa complejidad. Había llevado cuatro días íntegros de negociaciones resolver los «detalles» que había mencionado, como de paso, en el muelle de desembarco. Había ocho capitanes–propietarios independientes, además de Oser, quien tenía la posesión personal de ocho naves. Casi todos tenían acreedores. Por lo menos el diez por ciento de «su» flota resultó ser propiedad del First Bank de Jackson´s Whole, famoso por sus cuentas numeradas y sus discretos servicios; hasta donde pudo saber, Miles contrinuía ahora al mantenimiento del juego clandestino, el espionaje industrial y el comercio de esclavas blancas de un extremo a otro del nexo del agujero de gusano. Parecía que era no tanto el dueño de los Mercenarios Dendarii sino, más bien, su principal empleado.
La propiedad del Ariel y del Triumph se tornó particularmente compleja por haberlos capturado Miles en batalla. Tung tenía hasta entonces la pertenencia completa de su nave, pero Auson estaba profundamente endeudado, por el Ariel, con otra institución de préstamos, también de Jackson´s Whole. Oser, cuando todavía trabajaba para los pelianos, había dejado de pagarle cuando le capturaron, dejando que, ¿cómo se llamaba...? Luigi Bharaputra e Hijos, Compañía Tenedora y Financiera, de Jackson´s Whole Sociedad Anónima Limitada, cobrara su seguro, si tenía alguno. El capitán Auson se había puesto pálido al enterarse de que un agente de dicha compañía llegaría muy pronto para investigar.
Tan sólo el inventario era suficiente para empantanar la mente de Miles, y cuando llegara el momento de clasificar y ordenar los contratos del personal... su estómago le dolería, si todavía podía. Antes de que llegara Oser, los Dendarii tenían derecho a una considerable ganancia, a partir del contrato feliciano. Ahora, la ganancia de 200 debía ser repartida para mantener a 3.000.
O más de 3.000. Los Dendarii seguían creciendo. Otra nave libre había llegado el día anterior, atravesando el agujero, al haber oído de ellos Dios sabe en qué fábrica de rumores. Y ansiosos pretnedientes a reclutas provenientes de Felice se las arreglaban para aparecer con cada nueva nave que venía del planeta. La refinería de metales estaba operando como refinería otra vez y el control del espacio local cayó nuevamente en manos de los felicianos; sus fuerzas en aquel mismo momento estaban devorando instalaciones pelianas por todo el sistema.
Se hablaba de un nuevo contrato por parte de Felice, para que bloqueasen ellos ahora el agujero de gusano. La frase «retírate mientras estás ganando» se le aparecía espontáneamente a Miles cada vez que surgía el tema; la propuesta le aterraba en su interior. Ansiaba irse de allí antes de que todo el castillo de naipes se desmoronara. Debía mantener la realidad y la fantasía separadas, en su mente al menos, aun cuando tenía que mezclarlas tanto como le fuera posible en la de los demás. Le llegaron voces desde el pasillo de acceso, rebotando hasta su oído por algún accidente de acústica. El tono alto de Elena le llamó la atención.
– No tienes que pedírselo. No estamos en Barrayar, no vamos a volver nunca a Barrayar...
– Pero será como tener un pequeño fragmento de Barrayar para llevar con nosotros – contestó la voz de Baz, amable y alegre como Miles jamás la había escuchado –. Un atisbo del hogar en sitios sin aire. Dios sabe que no puedo ofrecerte mucho de eso «conveniente y adecuado» que tu padre quería para ti, pero toda la miseria de que pueda disponer será tuya.
– Mm.
La respuesta de ella no fue entusiasta, casi hostil más bien. Toda referencia a Bothari parecía en esos días caer en ella como martillazos en carne muerta, un sonido sordo que a Miles le enfermaba, pero que en ella no provocaba respuesta.
Surgieron desde el corredor. Baz iba detrás de Elena. Sonrió a su señor con una tímida actitud de triunfo. Elena también le sonrió, pero no con los ojos.
– ¿Meditación profunda? – le preguntó jovialmente Elena –. A mí me parece más bien que estás mirando por la ventana y comiéndote las uñas.
Se incorporó con esfuerzo y respondió en el mismo tono:
– Oh, le dije al guardia que no dejase entrar a los turistas. En realidad he venido aquí para echar una siesta.
Baz le sonrió nuevamente.
– Mi señor, entiendo, en ausencia de otros parientes, que la tutela legal de Elena ha recaído en usted.
– Vaya..., así es. No he tenido mucho tiempo para pensar en ello, a decir verdad.
Miles se sintió incómodo ante este giro de la conversación, no muy seguro de qué iba a venir.
– Bien. Entonces, como su señor y guardián, formalmente le pido la mano de Elena en matrimonio. Por no mencionar el resto de ella. – Su estúpida sonrisa le hizo desear a Miles patearle los dientes –. Oh, y como mi señor y comandante, le pido permiso para casarme y... "y que mis hijos puedan servirle, señor". – La versión abreviada que Baz pronunció de la fórmula era apenas un poco diferente de la real.
Tú no vas a tener ningún hijo, porque te voy a cortar los huevos, ladrón de corderos, pérfido, traidor... Alcanzó a controlarse antes de que su emoción mostrara no más que una forzada, cerrada sonrisa.
– Ya veo. Existen... existe algunas dificultades.
Ordenó su argumentación lógica como un escudo, para proteger su cobarde y desnuda rabia del aguijón de esos dos honestos pares de ojos marrones.
– Elena es muy joven, por supuesto... – Abandonó la frase ante la ira que destelló en la mirada d ela joven al mismo tiempo que sus labios formaban la muda palabra ¡Tú...! –. Yendo más al punto, le di mi palabra al sargento Bothari de realizar por él tres servicios en caso de que muriera, como ha sucedido. Enterrarle en Barrayar, procurar que Elena se case con toda la debida ceremonia y... ocuparme de que lo haga con un adecuado oficial del Servicio Imperial de Barrayar. ¿Os gustaría verme faltar a mi palabra?
Baz parecía tan aturdido como si Miles le hubiese pateado. Abrió la boca, la cerró, la abrió otra vez.
– Pero... ¿no soy su hombre de armas juramentado? Eso es seguramente lo mismo que ser un oficial imperial... ¡demonios, el propio sargento era un hombre de armas! ¿No ha... no ha sido satisafactorio mi servicio? ¡Dígame en qué he fallado, mi señor, para que ya mismo pueda corregirlo! – Su perplejidad se convirtió en genuina angustia.
– No me has fallado. – La conciencia de Miles soltó las palabras de su boca –. No, pero, por supuesto, sóolo me has servido cuatro meses. Un tiempo realmente corto, si bien sé que parece mucho más largo con todo lo que ha pasado... – Miles se tropezó, se sentía más que tullido; lisiado. La furiosa mirada de Elena le había cortado por las rodillas. ¿Cuánto más corto podría permitirse aparecer ante sus ojos? Prosiguió sin vigor –. Todo esto es tan repentino...
La voz de Elena bajó hasta un grave registro de ira.
– ¿Cómo te atreves...? – La voz irrumpió en la respiración, como una ola, y las palabras se formaron otra vez –. ¿Qué es lo que debes... qué puede alguien deberle a eso? – preguntó, despectiva, refiriéndose al sargento, comprendió Miles –. No fui su objeto personal y no soy el tuyo tampoco. El perro en el comedero...
La mano de Baz le apretó ansiosamente el brazo, conteniendo la avalancha que se abatía sobre Miles.
– Elena, quizá no es el mejor momento para tratar esto. Tal vez sería mejor más tarde.
Baz miró el pétreo rostro de Miles y retrocedió, con la mirada confundida.
– Baz, no irás a tomar esto en serio...
– Vamos. Hablaremos de ello.
Elena hizo un esfuerzo y recuperó su timbre normal de voz.
– Espérame al final del pasillo. Es sólo un minuto.
Miles saludó a Baz con un gesto, reforzando las palabras de Elena.
– Bien... – El maquinista se retiró caminando lentamente y mirando por encima del hombro, preocupado.
Esperaron, por tácito acuerdo, hasta que el sordo sonido de los pasos se desvaneció. Cuando Elena retomó la palabra, la ira en sus ojos se había convertido en súplica.
– ¿No lo ves, Miles? Es mi oportunidad para alejarme de todo, para comenzar de nuevo, limpia y fresaca, en otro lugar. Tan lejos como sea posible.
Miles sacudió la cabeza. Hubiera caído de rodillas si hubiese pensado que serviría para algo.
– ¿Cómo puedo renunciar a ti? Tú eres las montañas y el lago, los recuerdos... lo encierras todo. Cuando estás conmigo, estoy en casa, dondequiera que me encuentra.
– Si Barrayar fuera mi brazo derecho, haría uso de mi arco de plasma y me lo quemaría. Tu padre y tu madre siempre supieron quién era él y, no obstante, le albergaron. ¿Qué son ellos, entonces?
– El sargento estaba haciendo las cosas correctamente... haciéndolo bien, hasta... Tú ibas a ser su expiación, ¿no puedes verlo?
– ¿Qué, un sacrificio por sus pecados? ¿Debo formarme a mí misma en el molde de una doncella barrayarana perfecta, como tratando de conseguir un encanto mágico para la absolución?¡Podría pasarme toda la vida efectuando ese ritual y no llegar al final de él, maldita sea!
– No el sacrificio – probó a decir –, el altar, quizás.
– ¡Bah!
Elena empezó a pasarse, como un leopardo encadenado. Sus heridas emocionales parecían abrirse solas y sangrar delante de Miles. Él trató de restañarlas.
– ¿No ves? – acometió otra vez, con apasionada convicción –, estarías mejor conmigo. Actuando o reaccionando, le llevamos a él en nosotros. No puedes alejarte de él más de lo que yo puedo. Sea que vayas hacia adelante o lejos, él será la brújula. Será la lente, llena de colores sutiles y astigmáticos, a través de la cual serán vistas todas las cosas nuevas. Yo también tengo un padre que me acecha y sé lo que es.
Quedó estremecida, temblando.
– Me haces sentir muy mal.
Cuando Elena se estaba yendo, Ivan Vorpatril surgió por el pasillo.
– Ah, aquí estás, Miles.
Ivan eludió cautamente a Elena al cruzarse con ella, llevando sus manos a la entrepierna, en un gesto inconsciente de protección. Elena frució de forma venenosa un rincón de su boca e inclinó la cabeza en un saludo cortés. Ivan agradeció el gesto con una rígida y nerviosa sonrisa. Eso bastaba, pensó Miles, a sus caballerescos planes de las indeseables atenciones de su primo.
Ivan se paró junto a Miles con un suspiro.
– ¿No has sabido nada todavía del capitán Dimir?
– Ni una palabra. ¿Estás seguro de que venían a Tau Verde y de que no le ordenaron repentinamente ir a otra parte? No veo cómo un expreso rápido puede demorarse dos semanas.
– Oh, Dios, ¿crees que es eso posible? Voy a tener un gran problema...
– No lo sé. – Miles trató de mitigar su alarma –. Vuestras órdenes eran encontrarme, y hasta ahora eres el único que parece haber tenido éxito en cumplirlas. Menciona eso, cuando le pidas a mi padre que te saque del entuerto.
– ¡Ja! – murmuró su primo –. ¿Cuál es la ventaja de vivir en un sistema de poder heredado si uno no puede tener un poco de nepotismo de vez en cuando? Miles, tu padre no le hace favores a nadie. – Miró afuera, a la flota Dendarii, y agregó elípticamente –: Eso es impresionante, ¿sabes?
Miles estaba imperceptiblemente animado.
– ¿Realmente lo crees? – Y añadió jocosamente –: ¿Quieres alistarte? Parece ser la última moda por aquí.
– No, gracias. No quiero servir de alimento al emperador. La ley Vorloupulous, ya sabes... – dijo Ivan ahogando la risa.
La sonrisa de Miles se borró de sus labios. La risa de Ivan se escurrió como algo yéndose a pique. Se miraron el uno al otro en un aturdido silencio.
– Oh, mierda... – dijo Miles finalmente –. Me olvidé de la ley Vorloupulous. En ningún momento se me cruzó por la mente.
– Seguro que nadie podría interpretar eso como organizar un ejército privado – le tranquilizó débilmente Ivan –. No hay propiamente entrega ni mantenimiento. Quiero decir, ellos no son vasallos que te han prestado juramento ni nada, ¿o sí?
– Sólo Baz y Arde – respondió Miles –. No sé cómo podría interpretarse un contrato mercenario de acuerdo a la ley barrayarana. No es un contrato de por vida, después de todo... a menor que uno resulte muerto...
– ¿Quién es ese tipo Baz, de todas formas? Parece ser tu mano derecha.
– No podría haber hecho esto sin él. Era un ingeniero de máquinas del Servicio Imperial, antes de... – Miles se interrumpió – retirarse.
Trataba de imaginarse cuáles podrían ser las leyes con respecto a encubrir desertores. Después de todo, originalmente se había propuesto no ser atrapado por ello. Cuanto más lo pensaba, su nebuloso plan de volver a casa con Baz y pedirle a su padre que dispusiera alguna suerte de perdón empezaba a parecerse cada vez más a un hombre que cae de un avión y piensa en aterrizar en esa blanda y mullida nube que está debajo de él. Lo que a cierta distancia parecía sólido, bien podría resultar niebla visto de cerca.
Miles miró a Ivan. Luego, le observó. Luego, le examinó. Ivan pestañeó con un gesto de inocente interrogación. Había algo en ese alegre y franco rostro que a Miles le hacía sentirse terriblemente incómodo.
– ¿Sabes? – dijo Miles finalmente –. Cuanto más pienso en tu presencia aquí, más rara me parece.
– No lo creas – contestó Ivan –. Tuve que trabajar para ganarme el pasaje. Esa vieja pájara era casi insaciable...
– No me refiero al hecho concreto de que estés aquí... me refiero, en primer lugar, a que te hayan enviado. ¿Desde cuándo sacan a cadetes de primer año y los mandan en misiones de Seguridad?
– No lo sé. Supuse que querían a alguien que pudiera indentificar el cadáver o algo por el estilo.
– Sí, pero tienen casi tantos datos médicos míos como para hacerme de nuevo. Esa idea sólo tiene sentido si no la piensas demasiado.
– Mira, cuando un almirante del Estado Mayor llama a un cadete en mitad de la noche y le dice que vaya, uno va. No te paras a debatir con él. No lo apreciaría.
– Bueno... ¿qué decían las órdenes en el registro?
– Piénsalo un poco, nunca he visto el registro de las órdenes. Supuse que el almirante Hessman debió de dárselas personalmente al capitán Dimir.
Miles pensó que su incomodidad provenía de las veces que la palabra "supuse" estaba apareciendo en esa conversación. Había algo más... casi lo tenía...
– ¿Hessman? ¿Hessman te dio las órdenes?
– En persona – respondió con orgullo Ivan.
– Hessman no tiene nada que ver ni con Inteligencia ni con Seguridad. Está a cargo de la Gestión. Ivan, esto se está poniendo cada vez más jodido.
– Un almirante es un almirante.
– Este almirante está en la lista de mierda de mi padre, sin embargo. Por una cosa, es el conducto del conde Vordrozda al Cuartel General del Servicio Imperial, y mi padre odia que sus oficiales se involcren con los partidos políticos. Mi padre también sospecha de él por malversación de fondos del Servicio, algún tipo de prestidigitación en los contratos con los armadores de naves. En la época en que me fui de casa, mi padre estaba lo suficientemente impaciente para poner al capitán Illyan a investigar personalmente a Hessman; y sabes que no malgastaría los talentos de Illyan en nada de poca monta.
– Eso está fuera de mi capacidad. Ya tengo bastantes problemas con las matemática de navegación.
– No debería estar fuera de tu capacidad; sí, como cadete, seguro... pero también eres lord Vorpatril. Si algo me ocurriera, heredarías de mi padre el Condado de nuestro distrito.
– Dios no lo permita. Quiero ser un oficial y viajar y ligar con chicas, no salir de cacería por esas montañas tratando de cobrar impuestos a homicidas analfabetos o de evitar que casos de robos de gallinas se conviertan en guerras de guerrillas menores. No intento insultar, pero tu distrito es el más huraño de Barrayar. Miles, hay gente detrás de la garganta Dendarii que vive en cuevas. – Ivan se estremeció –. Y encima les gusta.
– Hay cuevas grandiosas allí – Miles se mostró de acuerdo –. Colores magníficos cuando les da la luz adecuada a las formaciones rocosas. – Recuerdos nostálgicos le punzaron.
– Bueno, si alguna vez heredo un Condado, ruego que sea en una ciudad – concluyó Ivan.
– No estás en la descendencia de ninguno que se me ocurra – sonrió Miles.
Trató de recobrar el hilo de su conversación, pero las observaciones de Ivan le hacían representar en su cabeza mapas de líneas hereditarias. Trazó su propio origen; desde su abuela Vorkosigan al príncipe Vax y de éste al emperador Dorca Vorbarra en persona. ¿Había previsto alguna vez el Gran Emperador el giro que su tataranieto daría a su ley, que proscribía por fin para siempre los ejércitos privados y las guerras privadas de los condes?
– ¿Quién es tu heredero, Ivan? – preguntó Miles, como ausente, mirando las naves Dendarii pero pensando en las montañas Dendarii –. Lord Vortaine, ¿no?
– Sí, pero espero sobrevivirle en cualquier momento. Su salud no andaba muy bien, según lo último que he oído. Lástima que esta cosa de la herencia no funcione para atrás, tendría parte de la pasta.
– ¿Quién se llevará el dinero?
– Su hija, supongo. Lo títulos irán... déjame pensar... al conde Vordrozda, quien ni siquiera los necesita. Por lo que he oído de Vordrozda, él preferiría llevarse el dinero. No sé si llegaría tan lejos como para casarse con la hija para conseguirlo, sin embargo; la chica tendrá unos quince años.
Ambos contemplaron el espacio.
– Dios – dijo Ivan después de un rato –. Espero que esas órdenes que recibió Dimir cuando yo desaparecí no hayan sido volver a casa o algo así. Pensarán que he estado "ausente si permiso" durante tres semanas... no habrá sitio suficiente en mi expediente para todos los deméritos. Gracias a Dios que han eliminado los alardes disciplinarios de antaño.
– ¿Estabas cuando Dimir recibió las órdenes? ¿Y no te quedaste a ver cuáles eran? – preguntó Miles asombrado.
– Conseguir que me diera el permiso fue como sacarle un diente. No quería arriesgarlo. Estaba esa chica, ya sabes... Ahora desearía haberme llevado mi transmisor.
– ¿Dejaste tu transmisor?
– Estaba esa chica... casi me lo olvido de verdad, pero en ese momento el capitán Dimir estaba abriendo el asunto y no quise volver adentro y que me agarraran.
Miles sacudió la cabeza con un gesto de impotencia.
– ¿Puedes recordar alguna cosa fuera de lo común en relación con esas órdenes? ¿Algo inusual?
– Oh, seguro. Era un paquete de lo más extraordinario. En primer lugar, fue entregado por un correo de la Casa Imperial, todo librea. Déjame ver, cuatro discos de datos, uno verde para Inteligencia, dos rojos para Seguridad, uno azul para Operaciones. Y el pergamino, por supuesto.
Ivan tenía la memoria de la familia, al menos. ¿Cómo sería tener una mente que lo retiene casi todo, pero que nunca se molesta en ponerlo en ninguna clase de orden?
Exactamente como vivir en el cuarto de Ivan, determinó Miles.
– ¿Pergamino? – preguntó –. ¿Un pergamino?
– Sí, me pareció que era algo inusual.
– ¿Tienes idea de hasta qué punto lo es?
Se levantó, volvió a sentarse y presionó sus sienes con la palma de las manos, como esforzándose por poner su cerebro en movimiento. Ivan no sólo era un idiota, sino que generaba un campo telepático amortiguador que volvía idiotas a las personas que estaban cerca. Informaría de eso a la Inteligencia de Barrayar, lo cual convertía a su primo en el arma más moderna del arsenal barrayarano...
– Ivan, hay sólo tres tipos de cosas que siguen escribiéndose en pergaminos: los Edictos Imperiales, los originales de los edictos oficiales del Consejo de Condes, y ciertas órdenes del Consejo de Condes a sus propios miembros.
– Ya sé eso.
– Como heredero de mi padre, yo soy miembro cadete de ese Consejo.
– Mis condolencias – dijo Ivan, con la mirada vagando hacia el exterior –. ¿Cuál de esas naves crees que será más rápida, el crucero Illyrica o...?
– Ivan, soy adivino – anunció repentinamente Miles –. Soy tan adivino que puedo decir de qué color era la cinta que tenía el pergamino sin haberla visto nunca.
– Yo sé de qué color era – dijo irritado Ivan –. Era...
– Negra – se anticipó Miles –. ¡Negra, idiota! ¡Y nunca se te ha ocurrido mencionarlo!
– Mira, tengo que aguantar ese trato de mi madre y de tu padre, no tengo por qué aguantarlo también de ti... – Hizo una pausa –. ¿Cómo lo supiste?
– Conozco el color porque conozco el contenido. – Miles se levantó y empezó a pasearse nerviosamente de un lado a otro –. Tú también lo sabes, o lo sabrías si te hubieras detenido alguna vez a pensar. Tengo una adivinanza para ti: ¿Qué es blanco, sacado del lomo de la oveja, atado con lazos negros, despachado a miles de años luz, y perdido?
– Si esa es tu idea de una broma, eres más raro que...
– La muerte. – La voz de Miles se hizo un susurro, sobresaltando a Ivan –. Traición. Guerra civil. Engaño, sabotaje, casi seguramente asesinato. Maldad...
– No has tomado más de ese sedante que te produce alergia, ¿no? – preguntó Ivan con inquietud.
El ir y venir de Miles se volvió frenético. El impulso de espabilar y sacudir a Ivan, en la esperanza de que toda la información que flotaba caóticamente en su cerebro comenzara a cristalizar en alguna sucesión razonable, era casi abrumador.
– Si las varas Necklin del correo de Dimir hubieran sido sabotedadas durante la parada en Colonia Beta, pasarían semanas antes de que se supiese que la nave se había perdido. Todo lo que podía saber la embajada barrayarana es que la nave salió para su misión, e hizo el salto... No habría manera de saber en Colonia Beta si apareció o no al otro lado. Qué manera tan perfecta de deshacerse de la evidencia.
Miles imaginó el desaliento y el terror de los hombres a bordo a medida que el salto empezara a ir mal, a medida que sus cuerpos comenzaran a diluirse y a borrarse como acuarela en la lluvia... Hizo un esfuerzo para volver otra vez su mente al pensamiento abstracto.
– No comprendo. ¿Dónde crees que está Dimir? – preguntó Ivan.
– Muerto. Completamente muerto. Se suponía que tú también lo estarías, pero perdiste la nave. – Una aguda y sonora risa se escapó de la boca de Miles. Se reprimió, literalmente, abrazándose el pecho con fuerza –. Creo que ellos pensaron que, ya que iban a tomarse todo ese trabajo para deshacerse del pergamino, se desharían de ti al mismo tiempo. Hay una cierta economía en el complot... podría esperarse eso de una mente que ha ido a parar a Gestión.
– Aguarda un poco – le pidió Ivan –. ¿Qué crees qu era el pergamino, por un lado... y quién demonios son ellos? Estás empezando a parecer tan paranoico como el viejo Bothari.
– La cinta negra. Tiene que haber sido un cargo capital. Una orden imperial para mi arresto presentada en el Consejo de Condes. ¿El cargo? Tú mismo lo dijiste: Violación de la ley de Vorloupulous. ¡Traición, Ivan! Ahora, pregúntate, ¿quién se beneficiaría con mi condena por traición?
– Nadie – respondió rápidamente Ivan.
– Está bien – dijo Miles poniendo los ojos en blanco –. Míralo de este modo. ¿Quién sufriría con mi condena por traición?
– Oh, eso destruiría a tu padre, por supuesto. Quiero decir, su despacho da a la Plaza Mayor. Se pasaría todo el día viéndote morir de inanición. – Una embarazosa sonrisa se escapó de sus labios –. Eso le volvería loco.
Miles se paseaba.
– Quítale a su heredero, por exilio o ejecución, quebrántale la moral, humíllale, y a su coalición centrista con él... o... fuérzale a hacer real la acusación falsa, intentando mi rescate. Entonces, te lo cargas a él también por traición. ¡Qué maniobra tan estupenda, tan demoníaca!
Su intelecto admiró la abstracta perfección del complot, si bien la ira ante tal crueldad le dejó casi sin aliento.
Ivan sacudió la cabeza.
– ¿Cómo podría una cosa así llegar tan lejos y no ser invalidada por tu padre? Quiero decir, él puede ser famoso por su imparcialidad, pero incluso para él hay límites.
– Tú viste el pergamino. Si Gregor mismo fue inducido a sospechar... – Miles hablaba lentamente –. Un juicio absuelve y limpia tanto como condena. Si yo me presentara voluntariamente, llevaría bastante tiempo probar que no tuve intención de traicionar. Esto, por supuesto, tiene doble filo: si no me presento, existe la fuerte presunción de culpabilidad. Pero difícilmente podría presentarme si no me informaran que el mismo está teniendo lugar, ¿no?
– El Consejo de Condes es un organismo de viejos carcamales muy malhumorados – arguyó Ivan –. Tus conspiradores tendrían una enorme oportunidad de volcar el voto a su favor. Nadie querría exponerse votando por la parte perdedora en algo como eso. En ese caso, al final terminaría en sangre.
– Quizá se vieron forzados. Quizá mi padre e Illyan cercaron finalmente a Hessman y éste imaginó que la mejor defensa sería un contraataque.
– ¿Pero qué gana Vordrozda con esto? ¿Por qué no arroja a Hessman a los lobos, simplemente?
– Ah, ahí entro yo... Realmente me pregunto si no estoy un poco paranoico, pero... Sigue esta cadena. El conde Vordrozda, lord Vortaine, tú, yo, mi padre... ¿A quién hereda mi padre?
– A tu abuelo. Estña muerto, ¿recuerdas? Miles, no puedes convencerme de que el conde Vordrozda haría desaparecer a cinco personas para heredar la Provincia Dendarii. ¡Es el conde de Lorimel, por el amor de Dios! Es un hombre rico. Dendarii le vaciaría la bolsa en vez de llenársela.
– No a mi abuelo. Estamos hablando absolutamente de otro título. Ivan, en Barrayar hay una importante facción de personas de mentalidad histórica que sostienen, vindicativamente, que la barrera sálica a la herencia imperial no tiene fundamento en la ley ni en la tradición barrayarana. El mismo Dorca heredó por vía materna, después de todo.
– Sí, y tu padre gozaría enviando a cada uno de ellos a campamentos de verano.
– ¿Quién es el hereder de Gregor?
– En este momento, nadie, por lo que todo el mundo anda tras él para casarle y...
– Si la sucesión sálica estuviese permitida, ¿quién sería su heredero?
Ivan evitó huir despavorido.
– Tu padre. Todo el mundo sabe eso. Todo el mundo sabe también que no tocaría el Imperio ni con un palo, ¿y qué? Esto es bastante descabellado, Miles.
– ¿Puedes pensar alguna otra teoría que explique mejor los hechos?
– Seguro – dijo Ivan, continuando alegremente el papel de abogado del diablo –. Fácil. Quizás el pergamino iba dirigido a otra persona. Dimir se lo llevó, razón por la cual no ha aparecido aquí. ¿Alguna vez has oído hablar de la Navaja de Occam, Miles?
– Eso suena más simple, hasta que empiezas a pensar en ello. Ivan, escucha. Recuerda las circunstancias exactas de tu partida a medianoche de la Academia Imperial y de ese despegue al amanecer. ¿Quién firmó tu salida? ¿Quién vio que te ibas? ¿De quién sabes, con seguridad, que sepa dónde estás ahora exactamente? ¿Por qué no te dio mi padre ningún mensaje personal para mí... o mi madre o el capitán Illyan? – Su voz se hizo insistente –. Si el almirante Hessman te llevara a algún sitio alejado, aislado, en este mismo momento, y te ofreciera un vaso de vino con sus propias manos, ¿te lo beberías?
Ivan se quedó en silencio un momento, pensativo, mirando afuera, hacia la Flota Dendarii de Mercenarios Libres.
Cuando se volvió hacia Miles, su rostro estaba penosamente sombrío.
– No.
19
Los encontró finalmente en el comedor de la tripulación del Triumph,estacionado ahora en el muelle nueve. Hacía rato ya que había terminado el horario de comidas y el local estaba casi vacío, salvo por algunos testarudos adictos a la cafeína que estaban atiborrándose de un surtido de brebajes.
Sentados, las cabezas cerca, uno frente a otro. La mano de Baz se apoyaba en la mesa pequeña, con la palma hacia arriba. Los hombros de Elena estaban encogidos y sus manos estrujaban una servilleta en su regazo. Ninguno de los dos parecía feliz.
Miles aspiró profundamente, ajustó con cuidado su expresión para lograr un aire de buen humor benevolente y se acercó a ellos lentamente. Ya no sangraba en su interior, le había asegurado el cirujano. No podría demostrarlo ahora.
– Hola.
Ambos alzaron la vista. Elena, todavía encorvada, le disparó una mirada de resentimiento. Baz respondió con un vacilante y desanimado "¿mi señor?" que, de hecho, hizo sentirse a Miles muy pequeño. Reprimió el impulso de dar media vuelta y deslizarse por debajo de la puerta.
– He estado pensando en lo que me dijisteis – empezó Miles, apoyándose en una mesa vecina con una pose de indiferencia –. Los argumentos me parecieron de mucho sentido, cuando finalmente me puse a examinarlos con detenimiento. He cambiado de opinión. Por si sirve de algo, tenéis mi bendición.
La cara de Baz se iluminó de sincero júbilo. La postura de Elena se abrió como una azucena en un mediodía repentino, y tan repentinamente se cerró otra vez. Las cejas arqueadas reflejaron su perplejidad. Le miró directamente, se dijo Miles, por primera vez en dos semanas.
– ¿De verdad?
Contestó con una sonrisa entrecortada.
– De verdad. Y también vamos a satisfacer todas las formalidades de etiqueta. Lo único que se requiere es un poco de ingenuidad.
Sacó del bolsillo una chalina de color, que había llevado en secreto para la ocasión, y caminó hasta quedar junto a Baz.
– Empezaremos con el pie derecho esta vez. Imagina, si quieres, que esta banal mesa de plástico, sujeta al suelo delante de ti, es un balcón iluminado por las estrellas, con un ventanal enrejado del que cuelgan esas florecitas con largas espinas puntiagudas que pican como el fuego: detrás de la cual se oculta, adecuada y convenientemente, el anhelo de tu corazón. ¿Ya está? Ahora... hombre de armas Jesek, hablando como tu señor, tengo entendido que tienes una petición.
Los gestos de pantomima de Miles le dieron pie al ingeniero de máquinas. Baz se reclinó con una sonrisa y desempeñó su papel.
– Mi señor, solicito su permiso y su amparo para desposar a la primogénita del hombre de armas Kosntantine Bothari, con el fin de que mis hijos puedan también serviros.
Miles levantó la cabeza y sonrió.
– Ah, bien, ambos hemos estado viendo los mismos vídeos dramáticos, al parecer. Sí, ciertamente, hombre de armas; que tus hijos me sirvan tan bien como tú. Enviaré a la Baba.
Dobló en triángulo la chalina y se la puso en la cabeza. Inclinado como si se apoyara en un bastón imaginario, cojeó artríticamente hasta ponerse junto a Elena, murmurando en un cascado falsete. Una vez allí, se quitó la chalina y retomó el papel de señor y guardián de Elena, interrogando sin tregua a la vieja Baba, la casamentera, en cuanto a la conveniencia del pretendiente al que representaba. La vieja fue enviada de vuelta dos veces ante el señor y comandante de Baz, para controlar personalmente y garantizar: a)sus perspectivas de continuidad en el trabajo, y b) su higiene personal y ausencia de piojos.
Mascullando obscenas imprecaciones como una viejecita, la Baba volvió finalmente al lado de la mesa en el que estaba Elena para concluir el trámite. Para entonces, Baz estaba desencajado de risa ante los chistes barrayaranos que Miles incluía en el discurso y Elena, por fin, sonreía también con los ojos. Cuando su payasada terminó y la última fórmula quedó más o menos cumplida, Miles enganchó una tercera silla a las sujeciones del suelo y se dejó caer en ella.
– ¡Uf! No es raro que esta costumbre se esté extinguiendo. Es agotadora.
Elena sonrió.
– Siempre tuve la impresión de que tratabas de ser tres personas. Tal vez hayas encontrado tu vocación.
– ¿Qué? ¿Espectáculos unipersonales? Ya he tenido bastantes últimamente para el resto de mi vida. – Miles suspiró, y se puso serio –. Podéis consideraros correcta y oficialmente comprometidos, en todo caso. ¿Cuándo tenéis pensado formalizar la boda?
– Pronto – contestó Baz.
– No estoy segura – dijo Elena.
– ¿Puedo sugerir que esta noche?
– ¿Por qué, por qué...? – balbuceó Baz. Buscó a su dama con la mirada –. Elena, ¿podríamos?
– Yo... – Ella buscó el rostro de Miles –. ¿Por qué, mi señor?
– Porque quiero bailar en vuestra boda y llenaros la cama de trigo y arroz, si puedo encontrar algo en este puesto espacial rodeado de tinieblas. Vosotros podríais conseguir grava, de eso hay mucho por aquí. Me voy mañana.
Tras palabras no deberían ser tan difíciles de entender...
– ¿Qué? – gritó Baz.
– ¿Por qué? – repitió Elena en un susurro de conmoción.
– Tengo algunas obligaciones que cumplir – respondió Miles, encogiéndose de hombros –. Está Tav Calhoun, a quien hay que pagar, y... el entierro del sargento. Y, muy probablemente, el mío...
– No tienes que ir en persona, ¿no? – protestó Elena –. ¿No puedes mandar un giro a Calhoun, y enviar el cadáver? ¿Por qué volver? ¿Qué hay allí para ti?
– Los Mercenarios Dendarii – dijo Baz –, ¿cómo van a funcionar sin usted?
– Espero que funcionen bien, porque te he nombrado a ti, Baz, como su comandante, y a ti, Elena, como segundo comandante... y aprendiz. El comodoro Tung será el jefe del estado mayor. ¿Comprendes eso, Baz? Os encaargo a ti y a Tung, juntos, la preparación de Elena; y espero que sea la mejor.
– Yo... yo... – tartamudeó el maquinista –. Mi señor, el honor... Yo no podría...
– Descubrirás que puedes, porque debes. Y por otra parte, una dama debería tener una dote digna de ella. Para eso es para lo que sirve una dote, a fin de cuentas, para mantener a la novia. Está mal que el novio la despilfarre, tenlo presente. Y seguirás trabajando para mí, después de todo.
Baz pareció aliviado.
– Oh... Usted volverá, entonces. Creí... No importa. ¿Cuándo estará de vuelta, mi señor?
– Te volveré a ver en cualquier momento – dijo Miles vagamente. En cualquier momento, nunca... –. Ésa es otra cosa. Quiero que abandones el espacio local de Tau Verde. Elige cualquier dirección lejos de Barrayar y ve allí. Busca trabajo al llegar, pero vete pronto. Los Mercenarios Dendarii ya han tenido bastante de esta guerra tan confusa. Es malo para la moral cuando se hace difícil recordar para qué lado se está trabajando esta semana. Tu próximo contrato debería tener objetivos claramente definidos, que transformen a ese manojo heterogéneo en una fuerza única, bajo tu mando. No más comités de guerra. Confío en que sus puntos flacos hayan quedado ampliamente demostrados.
Miles continuó con las intrucciones y los consejos hasta que empezó a sonar como un Polonio enano a sus propios oídos. No había manera de que pudiera preveer todas las contingencias. Cuando llega el momento de saltar a ciegas, que uno tenga los ojos abiertos o cerrados, o que grite o no durante la caída, no supone ninguna diferencia práctica.
El corazón se le encogía ante la próxima entrevista, más aún de lo que se le había encogido con la que acababa de tener, pero se obligó a llevarla a cabo, de todas maneras. Encontró a la técnica trabajando en el microscopio electrónico, en la sección de reparaciones del Triumph. Elena Visconti frunció el ceño cuando Miles le hizo un gesto de invitación, pero le pasó el trabajo a su asistente y se acercó lentamente adonde Miles se encontraba.
– ¿Señor?
– Recluta Visconti. Señora, ¿podemos dar un paseo?
– ¿Para qué?
– Sólo para hablar.
– Si es lo que creo, mejor ahórrese el aliento. No puedo dirigirme a ella.
– No me siento más cómodo que usted al querer hablar de todo esto, pero es una obligación que no puedo eludir honorablemente.
– Me he pasado dieciocho años tratando de enterrar lo que ocurrió en Escobar. ¿Debo rastrear en ello otra vez?
– Es la última vez, se lo prometo. Me voy mañana. La Flota Dendarii se irá luego, muy pronto. Todas las personas que tienen contratos breves serán desembarcadas en la estación Dalton, donde podrá tomar una nave a Tau Ceti o adonde quiera. Supongo que irá a casa, ¿no?
La mujer se alineó de mala gana junto a él y caminaron por el pasillo.
– Sí, mis empleadores se quedarán sin duda sorprendidos al ver todo el dinero que me adeudan.
– Yo le debo algo por mi parte. Baz dice que usted estuvo sobresaliente en la misión.
Se encogió de hombros.
– No fue nada complicado.
– No se refería sólo a su talento técnico. Como sea, no quiero dejar a Elena, mi Elena, así, en el aire, ¿comprende? Debe tener al menos algo con que reemplazar lo que se le ha quitado. Una pequeña migaja de consuelo.
– Lo único que ella perdió fue un poco de ilusión. Y créame, almirante Naismith, o lo que sea usted, todo lo que yo podría darle es otra ilusión. Tal vez si no se pareciera tanto a él... De todas formas, no quiero que me ande rondando no asomándose por mi puerta.
– De lo que sea que el sargento Bothari haya sido culpable, con toda seguridad ella es inocente.
Elena Vsiconti se frotó la frente con el dorso de la mano, cansadamente.
– No estoy diciendo que usted no tenga razón. Sólo estoy diciendo que no puedo. Para mí, ella irradia pesadillas.
Miles se mordió suavemente el labio. Salieron del Triumph por el tubo flexible y caminaron por la dársena silenciosa. Apenas unos pocos técnicos estaban ocupados allí en algunas tareas menores.
– Una ilusión... – musitó Miles –. Se podría vivir un largo tiempo con una ilusión. Quizás, toda una vida, si se es afortunado. ¿Sería tan difícil intentar sólo unos días, unos pocos minutos, en realidad, de actuación? Yo voy a tener que usar parte de los fondos Dendarii para pagar una nave destruida y para comprarle un rostro nuevo a una mujer, de todos modos. Podría pagarle a usted muy bien por su tiempo.
Al ver la repulsión que asomó en la cara de la mujer, lamentó de inmediato haber dicho esas palabras; aunque la mirada que Elena Visconti le dirigió fue finalmente irónica, pensativa.
– Esa chica realmente le interesa, ¿no?
– Sí.
– Pensaba que ella se entendía con su jefe de máquinas.
– Me conviene.
– Perdón por mi lentitud, pero no alcanzo a computar eso.
– Asociarse conmigo podría resultarle fatal, adonde voy a dirigirme ahora. Prefiero que vaya en la dirección opuesta.
La dársena siguiente estaba activa y bulliciosa debido a la carga de una nave feliciana con lingotes de raros metales vitales para la industria bélica del país. La eludieron y buscaron otro pasillo tranquilo. Miles se descubrió jugueteando con la chalina en su bolsillo.
– ¿Sabe? El sargento soñó con usted durante dieciocho años – dijo de pronto. No era eso lo que quería decir –. Tenía esa fantasía, que usted era su esposa con todos los honores. Sostuvo eso con tanto ahínco que creo que fue real para él, al menos parte del tiempo. Así es como logró que fuera tan real para Elena. Uno puede tocar las alucinaciones. Las alucinaciones pueden tocarlo a uno, incluso.
La mujer de Escobar, pálida, se detuvo para apoyarse contra la pared. Miles sacó la chalina de su bolsillo y la estrujó ansiosamente entre sus manos; tuvo el absurdo impulso de ofrecérsela a ella, Dios sabría para qué... ¿a modo de palangana?
– Lo siento – dijo Elena entonces –. Pero sólo pensar que me haya estado manoseando en su retorcida imaginación todos estos años me descompone.
– Él no fue nunca una persona fácil... – empezó a decir Miles tontamentey se interrumpió. Se paseó, frustrado. Dos pasos, media vuelta, dos pasos. Entonces, tragó una bocanada de aire y se arrodilló de golpe frente a la mujer –. Señora, Konstantine Bothari me envía para pedir su perdón por los males que le hizo. Resérvese su venganza, si lo desea, está en su derecho, pero dése por satisfecha – le imploró –. Déme al menos una ofrenda mortuoria para incinerar por él, una prenda. En esto, le ayudo a él como mediador por mi derecho como su señor, como su amigo y porque fue para mí la mano de un padre, protegiéndome toda mi vida como a un hijo.
Elena Visconti se respaldó contra la pared como si estuviese arrinconada. Miles, todavía hincado sobre una rodilla, retrocedió un paso y se encogió sobre sí mismo, como si quisera aplatar toda huella de orgullo y coacción contra la cubierta.
– Maldita sea si no estoy empezando a creer que usted es tan raro como... Usted no es betano – murmuró ella –. Oh, levántese. ¿Se imagina si alguien viniera por aquí?
– No, hasta que me dé una ofrenda mortuoria – respondió Miles con firmeza.
– ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es una ofrenda mortuoria?
– Algo de uno, algo que uno incinera para la paz del alma del muerto. A veces, uno lo quema por amigos o familiares y, a veces, por las almas de los enemigos muertos, para que no vuelvan a acosarte. Un mechón de cabello serviría. – Se pasó la mano por un pequeño claro en su propia coronilla –. Esto representa a veintidós pelianos muertos el mes pasado.
– ¿Es alguna superstición local?
Encogió los hombros con un gesto desvalido.
– Superstición, costumbre... Siempre me había considerado un agnóstico, es sólo que últimamente he... sentido la necesidad de que los hombres tengan almas. Por favor, no la molestaré nunca más.
Ella resopló con exasperación.
– Está bien, está bien; déme ese cuchillo que lleva en el cinturón, entonces. Pero levántese.
Se levantó y le entregó la daga de su abuelo. La mujer se cortó un pequeño mechón.
– ¿Es suficiente?
– Sí, está bien. – Lo cortó en su palma, frío y sedoso como agua, y lo apretó entre los dedos –. Gracias.
Elena sacudió la cabeza.
– Loco... – El anhelo asomó en su rostro –. ¿Eso apacigua los espectros?
– Eso dicen – respondió amablemente Miles –. Haré una ofrenda apropiada, le doy mi palabra. – Inhaló profundamente –. Y, como le ha dado mi palabra, no la molestaré más. Excúseme, señora. Ambos tenemos nuestros deberes.
– Señor.
Atravesaron el tubo flexible hacia el Triumph y cada uno siguió su camino. Pero la mujer de Escobar miró atrás, por encima del hombro.
– Estás equivocado, hombrecito – dijo lentamente –, creo que vas a molestarme por mucho tiempo todavía.
A continuación buscó a Arde Mayhew.
– Me temo que nunca pude hacerte el bien que me propuse – se disculpó Miles –. Me las he arreglado para encontrar a un capitán feliciano que va a comprar la RG 132 como carguero de cabotaje. Ofrece diez centavos por dólar, pero es dinero en efectivo. He pensado que podríamos liquidarla.
– Al menos es un retiro honorable – suspiró Mayhew –. Mejor que dejar que Calhoun la rompa en pedazos.
– Salgo mañana para casa, vía Colonia Beta. Podría dejarte allí, si quieres.
Mayhew se encogió de hombros.
– No hay nada para mí en Colonia Beta. – Miró a Miles con más agudeza –. ¿Y qué hay con todo ese asunto del juramento? Creí que estaba trabajando para ti.
– Yo... no creo realmente que te adaptes en Barrayar – dijo prudentemente Miles. El oficial piloto no debía seguirle a casa. Betano o no, el pantano mortal de la política barrayarana podría tragárselo sin una sola burbuja, en el remolino del hundimiento de su señor –. Pero, desde luego, tendrías uun sitio con los Mercenarios Dendarii. ¿Qué rango te gustaría?
– No soy soldado.
– Podrías volver a entrenarte. Algo en la parte técnica. Y seguramente necesitarán pilotos para viajes por debajo de la velocidad de la luz y para las lanzaderas.
Mayhew frunció el ceño.
– No sé... Conducir una lanzadera y todo eso fue siempre el trabajo menor, algo que uno hacía para llegar a saltar. No creo que quiera estar tan cerca de las naves; sería como estar hambriento, parado fuera de la panadería sin dinero para entrar a comprar. – Parecía bastante deprimido.
– Hay otra posibilidad.
Mayhew alzó las cejas en atenta interrogación.
– Los Mercenarios Dendarii saldrán a buscar trabajo por los límites del sistema. Las RG 132 nunca fueron contabilizadas en su totalidad; es posible que aún haya una o dos oxidadas opr ahí; en alguna parte. El capitán feliciano estaría dispuesto a alquilar la RG 132, aunque fuera por muy poco dinero. Si pudieras encontrar y salvar un para de varas Necklin...
La espalda de Mayhew emergió de un hundimiento que parecía definitivo.
– Yo no tengo tiempo de ir a buscar repuestos por toda la galaxia – continuó diciendo Miles –. Pero si aceptas ser mi agente, autorizaré a Baz a suministrar fondos para comprarlas, si encuentras alguna, y para que las envíe aquí en una nave. Como una pesquisa, digamos. Igual que Vorthalia el Audaz a la búsqueda del cetro perdido del emperador Xian Vorbarra. – Por supuesto, en la leyenda, Vorthalia jamás encontró el cetro...
– ¿De veras? – El rostro de Mayhew resplandeció de esperanza –. Es una apuesta arriesgada, pero supongo que remotamente posible...
– ¡Eso es espíritu! Impulso hacia delante.
Mayhew resopló.
– Tu impulso hacia delante algún día va a llevar a todos tus seguidores a un precipicio. – Se detuvo y comenzó a sonreir –. Cuando estén cayendo, los vas a convencer a todos de que pueden volar. – Se puso los pulgares en las axilas y meneó ligeramente los codos –. Guíeme, mi señor, estoy aleteando tan fuerte como puedo.
La dársena, con todas sus luces secundarias apagadas, producía la ilusión de una noche en el inalterable tiempo del espacio. Las únicas luces que seguían encendidas arrojaban una iluminación opaca, como trémulos charcos de mercurio, que permitía sólo una visión sin color. Los ruidos de la carga, leves golpeteos y rechinamientos se amoldaban al silencio, y las voces se amortiguaban a sí mismas.
El piloto correo feliciano sonrió cuando el ataúd de Bothari pasó a sus espaldas y se perdió en el tubo flexible.
– Cuando se ha reducido e equipaje hasta prácticamente una sola muda interior, parece excesivamente llamativo cargar eso.
– Todo desfile necesita un estandarte – observó Miles con aire ausente, indiferente a la opinión del piloto.
El piloto, como la nave, era meramente un préstamo cortés del general Halify. El general se había mostrado reticente a autorizar el gasto, pero Miles había sugerido que si su partida perentoria a Colonia Beta no le llevaba a tiempo para asistir a una misteriosa cita, los Mercenarios Dendarii podrían verse forzados a buscar su próximo contrato con el mejor postor que apareciera allí en el espacio local de Tau Verde. Halify lo había meditado sólo muy brevemente antes de apresurarse a acelerar la partida.
Miles estaba ansioso por irse antes de que empezaran las actividades que denotaban el inicio de un nuevo ciclo diurno. Ivan Vorpatril apareció portando cuidadosamente una maleta cuyo volumen, nuy seguramente, no se había malgastado en ropas. Las rayas en la explanada de la dársena, puestas para ayudar en las complejas maniobras de carga y descarga, formaban pálidas paralelas. Ivan pestañeó y caminó en línea hacia ellas con dignificada precisión, sólo ligeramente estropeada por una inclinación que lo antecedía como un equinoccio. Se puso al pairo junto a Miles.
– Qué boda... – suspiró alegremente –. Para haber sido improvisado en medio de la nada, tus Dendarii propusieron todo un banquete. El capitán Auson es un tipo espléndido.
Miles sonrió con frialdad.
– Ya supuse que vosotros dos os llevaríais bien.
– Desapareciste en medio de la fiesta, tuvimos que empezar a brindar sin ti.
– Quería estar con vosotros – dijo sinceramente Miles –, pero tenía muchas cosas de última hora que resolver con el comodoro Tung.
– Es una lástima. – Ivan sofocó un eructo, miró entonces a la dársena y murmuró –: Ahora bien, puedo entender que quieras llevar a una mujer, dos semanas encerrado y todo eso, pero ¿tenías que elegir a una que me produjera pesadillas?
Miles siguió la dirección de los ojos de Ivan. Elli Quinn, escoltada por el cirujano de Tung, encaminaba hacia ellos su lento y ciego andar. El gris y blanco de su ropa delineaba el cuerpo de la joven atlética, pero, del cuello para arriba, la muchacha era un mal sueño de alguna raza extraña. La calva uniformidad del bulbo rosado de la cabeza estaba interrumpida por el negro agujero de la boca, dos hendiduras encima del mismo donde debiera estar la nariz y un punto a cada lado marcando las entradas a los canales auditivos; sólo el derecho seguía edjando pasar el sonido a su oscuridad. Ivan se estremeció incómodo y desvió la mirada.
El cirujanos de Tung llevó aparte a Miles para darle instrucciones de última hora, referentes al cuidado de Elli durante el viaje, así como algunos estrictos consejos para que él mismo se ocupase de su estómago aún convaleciente. Miles dio unas palmaditas en la petaca que llevaba en la cintura, ahora llena de un medicamento, y juró fielmente beber 30 centímetros cúbicos cada dos horas. Puso la mano de la marcenaria sobre su propio brazo y se puso de puntillas para decirle al oído:
– Ya está todo listo. Próxima parada, Colonia Beta.
La otra mano de la joven se movió en el aire y encontró luego el rostro de Miles. Su dañada lengua trató de formar palabras en la rígida boca; al segundo intento, Miles las interpretó correctamente como "Gracias, almirante Naismith". De haber estado un poco más cansado, hubiera llorado.
– Está bien – dijo Miles –, salgamos de aquí antes de que el comité de despedida despierte y nos demore otras dos horas.
Pero era demasiado tarde. Por el rabillo de un ojo vio una esbelta figura corriendo por el muelle. Baz venía detrás, a un paso más sensato.
Elena llegó sin aliento casi.
– ¡Miles! – le acusó –. ¡Ibas a irte sin decir adiós!
Miles suspiró y le dirigió una sonrisa.
– Atrapado otra vez.
Las mejillas de Elena estaban coloradas y sus ojos chispeaban por el ejercicio. Absolutamente deseable... Si había endurecido su corazón para esta separación, ¿por qué le dolía más entonces?
Baz llegó. Miles les hizo a ambos una reverencia.
– Comandante Jesek, comodoro Jesek. ¿Sabes Baz?, quizá debería haberte nombrado almirante. Estos cargos podrían llegara a confundirse en un mal transmisor...
Baz movió la cabeza, sonriendo.
– Ha amontonado suficientes cargos en mí, mi señor. Cargos y honor y mucho más... – Sus ojos buscaron a Elena –. Una vez creí que haría falta un milagro para hacer que un don nadie fuera alguien nuevamente. – Su sonrisa se hizo más amplia –. Tenía razón, y debo agradecérselo.
– Y yo te doy las gracias – dijo Elena con voz sosegada – por un obsequio que jamás había esperado poseer.
Miles irguió la cabeza con un gesto interrogativo. ¿Se refería a Baz? ¿Al rango que ahora tenía? ¿A su marcha de Barrayar?
– Mi propia persona; a mí misma – explicó.
Le pareció que en ese razonamiento había una falacia en algún lado, pero no tuvo tiempo para desentrañarla. Los Dendarii estaban invadiendo la dársena desde distintos accesos, de dos en dos y de tres en tres, y en un flujo constante luego. Las luces aumentaron a la máxima intensidadd, como en el ciclo diurno. Sus planes de partir inadvertido se estaban desintegrando rápidamente.
– Bueno – dijo, apremiante –, adiós, entonces.
Estrechó precipitadamente la mano de Baz. Elena, con los ojos anegados de lágrimas, le apretó en un abrazo cercano a la trituración de huesos. La punta de los pies de Miles buscaban indignamente el suelo. Absolutamente tarde...
Para cuando ella le bajó, la multitud se reunía en torno suyo; las manos se alargaban para estrechar la suya, para tocarle o sólo para acercarse a él, como si estuvieran buscando su calor. Bothari había tenido un arrebato; en su mente, Miles le dedicó al sargento un saludo apologético.
La dársena era ahora un mar agitado de gente que coreaba balbuceos, vítores, hurras y pataleos. Pronto todo aquello adquirió ritmo; se hizo un canto: "¡Naismith! ¡Naismith! ¡Naismith!"
Miles alzó sus manos en resignado consentimiento, maldiciendo en su interior. Siempre había algún idiota en la multitud que empezaba esas cosas. Elena y Baz le cargaron sobre los hombros y entonces quedó acorralado. Ahora tendría que improvisar un maldito discurso de despedida. Bajó las manos; para su sorpresa, se apaciguaron... Volvió a levantarlas; rugieron. Las bajó lentamente, como un director de orquesta. El silencio se hizo absoluto. Era terrorífico.
– Como podéis ver, soy alto porque todos vosotros me habéis subido – comenzó a decir, ajustando la voz para llegar hasta la última fila. Una risa complacida corrió entre ellos –. Vosotros me habéis encumbrado con vuestro coraje, tenacidad, obediencia y demás virtudes militares. – Eso era, había que lisonjearlos; se lo estaban tragando, aunque seguramente se debiera en la misma medida a su confusión, a sus irascibles rivalidades, su voracidad, ambición, indolencia, y credulidad; sigue, sigue –. No puedo subiros a mi vez; por lo tanto, revoco la situación provisional de vuestros contratos y os declaro cuerpo permanente de los Mercenarios Dendarii.
Los vítores, silbidos y pataleos sacudieron la dársena. Muchos eran recién venidos, curiosos, pertenencientes al grupo de Oser, pero prácticamente toda la tripulación original de Auson estaba allí. Vio entre ellos al mismo Auson, radiante, y a Thorne, con lágrimas en las mejillas.
Alzó las manos pidiendo silencio otra vez y lo obtuvo.
– Me reclaman asuntos urgentes, por un período indefinido. Os pido y exijo que obedezcáis al comodoro Jesek como lo haríais conmigo. – Buscó la mirada de Baz –. No os defraudará.
Pudo sentir el hombro del maquinista temblando debajo de él. Era absurdo que baz pareciera tan exaltado: Jesek, de entre todos ellos, sabía que Miles era una farsa.
– Os doy las gracias a todos y os digo adiós.
Sus pies golpearon el suelo con un ruido sordo cuando se dejó caer. Y que Dios se apiade de mí, amén; murmuró para sí. Se encaminó hacia el tubo flexible, escapando, sonriendo, saludando con la mano.
Jesek, bloqueando los apretujones, le habló al oído.
– Mi señor, para mi curiosidad... antes de su partida, ¿me permitirá saber a qué casa sirvo?
– ¿Cómo, no lo sabes todavía? – Miles miró con asombro a Elena.
La hija de Bothari encogió los hombros.
– Seguridad.
– Bueno, no voy a andar gritándolo en este gentío, pero si alguna vez te compras una librea, lo cual no parece muy posible, elígela marrón y plateada.
– Pero... – Baz se detuvo de golpe, allí entre la multitud, con un pequeño nudo en la garganta –. Pero eso es... – Se puso pálido.
Miles sonrió, maliciosamente complacido.
– Adiéstrale poco a poco, Elena.
El silencio del tubo flexible le succionó, le asiló; el ruido del exterior sacudía sus sentidos, porque los Dendarii habían recomenzado su canto, Naismith, Naismith, Naismith. El piloto feliciano escoltó a bordo a Elli Quinn; detrás entró Ivan. Al saludar por última vez antes de adentrarse por el tubo, la última persona a quien vio Miles fue a Elena. Abriéndose paso hacia ella entre la multitud, con rostro serio, dolorido y pensativo, estaba Elena Visconti.
El piloto feliciano ajustó la escotilla, desconectó el tubo y comenzó a caminar delante de ellos hacia la sala de navegación y comunicaciones.
– ¡Dios mío! – observó respetuosamente Ivan –. Los tienes verdaderamente impresionados. En este momento debes de estar muy por encima de mí en ondas psíquicas o algo así.
– No realmente – respondió Miles, sonriendo.
– ¿Por qué no? Yo lo estaría, seguramente. – Había una corriente oculta de envidia en la voz de Ivan.
– Mi nombre no es Naismith.
Ivan abrió la boca, la cerró, le estudió de soslayo. Las pantallas de la sala de navegación mostraban la refinería y el espacio que los rodeaba. La nave se alejaba de la dársena. Miles trató de mantener esa imagen particular entre la fila de muelles, pero pronto se hizo confusa. ¿Cuarta o quinta desde la izquierda?
– Maldita sea. – Ivan se metió los pulgares en el cinturón y se meció sobre los talones –. Todavía me tiene atontado. Quiero decir, llegas a este sitio sin nada y, en cuatro meses, vuelcas por completo la jugada y terminas con todas las piezas sobre el tablero.
– No quiero las piezas – replicó Miles con impaciencia –, no quiero ninguna de las piezas. Para mí significa la muerte si me pillan con piezas en mi poder, ¿recuerdas?
– No te entiendo – se quejó Ivan –. Creía que siempre habías querido ser un soldado. Aquí has peleado batallas reales, has comandado una flota entera de naves, has cambiado el mapa táctico con un número fantásticamente bajo de pérdidas...
– ¿Es eso lo que crees? ¿Qué he estado jugando al soldado? ¡Bah! – Comenzó a pasearse de un modo inquieto, se detuvo y bajó avergonzado la cabeza –. Tal vez es lo que he hecho, tal vez ése ha sido el problema. Malgastar un día tras otro, alimentando mi ego, mientras todo el tiempo, allá en casa, los perros de Vordrozda perseguían a mi padre. Y tener que pasarme estos cinco días mirando por la ventana mientras ellos le están matando...
– Ah. Así que era eso lo que te espantaba... No temas – le tranquilizó Ivan –, regresaremos a tiempo. – Parpadeó y agregó en un tono mucho menos definido –: Miles, suponiendo que tengas razón acerca de todo esto... ¿qué es lo que vamos a hacer, una vez hayamos vuelto?
Los labios de Miles dibujaron una sonrisa carente de alegría.
– Algo se me ocurrirá.
Se dio la vuelta para mirar las pantallas, pensando en silencio: Pero estás equivocado en cuanto a lo de las pérdidas, Ivan; fueron enormes.
La refinería y las naves alrededor de ella se fueron haciendo pequeñas hasta convertirse en una débil constelación de manchas, destellos, lágrimas en los ojos; y, de pronto, desaparecieron.
20
La noche betana era calurosa, incluso bajo la cúpula energética que protegía en suburbia de Silica. Miles se tocó los círculos plateados de su frente y de sus sienes, rogando que la transpiración no estuviera aflojando el pegamento. Había pasado la aduana betana con el documento falsificado del piloto feliciano; temía que sus supuestoss injertos se deslizaran por su cara.
Acacias y mezquites hechos bonsai, destacados con luces de colores, cercaban la cúpula baja que cubría el acceso peatonal al complejo de apartamentos en que vivíia su abuela. La vieja construcción era anterior al blindaje energético del vecindario y estaba por lo tanto íntegramente bajo la superficie. Miles dio una palmadita en la mano que Elli Quinn apoyaba en su brazo.
– Ya casi hemos llegado. Dos escalones para abajo, aquí. Te gustará mi abuela. Supervisa el mantenimiento del equipo sustentador de vida en el Hospital de la Universidad de Silica. Ella sabrá a quién hay que ver exactamente para que haga el mejor trabajo. Ahora, aquí hay una puerta...
Ivam, todavía llevando la maleta, pasó primero. El aire más fresco del interior acarició el rostro de Miles y le alivió al menos de su preocupación por los falsos injertos. Había sido devastador para los nervios cruzar la aduana con un documento falsificado, pero usar su identificación real hubiera garantizado enredarse instantáneamente en procedimientos legales betanos, asegurándole Dios sabía qué demoras. El tiempo machacaba en su cabeza.
– Hay un ascensor aquí – le dijo a Elli; de pronto sofocó un insulto y retrocedió: surgido de repente del ascensor apareció precisamente el hombre a quien menos quería ver en su rápida escala en el planeta.
Los ojos de Tav Calhoun se salieron de sus órbitas al ver a Miles, la cara se le puso del color de un ladrillo.
– ¡Tú! – gritó –. Tú... tú... tú... – Se infló, tartamudeando, y avanzó hacia Miles.
Miles intentó una sonrisa amistosa.
– Buenas tardes, señor Calhoun. Usted es justamente la persona a quien quería ver...
Las manos de Calhoun se cerraron sobre la chaqueta de Miles.
– ¿Dónde está mi nave?
Miles, empujado hasta dar con la espalda en la pared, se sintió de repente solo, sin el sargento Bothari.
– Bueno, hubo un pequeño problema con la nave – empezó a decir tratando de aplacarle.
Calhoun le sacudió.
– ¿Dónde está? ¿Qué habéis hecho con ella, terroristas?
– Está varada en Tau Verde, me temo. Se dañaron las varas Neckllin. Pero tengo su dinero. – Intentó un gesto jovial.
La presión de Calhoun no aflojó.
– ¡No tocaría tu dinero ni con un tractor manual! – gruñó –. Me han paseado de un lado a otro, me han mentido, me han estado siguiendo, han interceptado mis comunicaciones, agentes barrayaranos han interrogado a mis empleados, a mi novia, a su esposa... A propósito, he averiguado lo de ese maldito terreno radioactivo sin valor, enano mutante... Quiero sangre. ¡Vas a ir a terapia, porque ahora mismo llamaré a Seguridad!
Un quejumbroso balbuceo surgió de Elli Quinn, que el oído ejercitado de Miles tradujo como: "¿Qué está pasando?"
Calhoun advirtió por primera vez a la mujer en la penumbra, se sobresaltó, se estremeció y giró sobre sus talones.
– ¡No te muevas! ¡Esto es un arresto civil! – le dijo a Miles, al tiempo que empezaba a encaminarse al comunicador público.
– ¡Sujétale, Ivan! – gritó Miles.
Calhoun eludió el intento de Ivan. Sus reflejos eran más rápidos de lo que Miles hubiese esperado de un cuerpo tan musculoso. Elli Quinn, con la cabeza erguida en actitud atenta, se le cruzó en el camino con dos ágiles pasos laterales, los tobillos y las rodillas flexionados. Sus manos se encontraron con la camisa de Calhoun. Giraron ambos un instante como un par de bailarinas y de repente Calhoun se halló dando espectaculares saltos mortales. Aterrizó de lleno sobre su espalda en el pasillo. El aire se le escapó en un resonante bufido. Elli se sentó encima, le trabó el cuello con una pierna y le aplicó una palanca al mismo tiempo.
Ivan, ahora que su blanco ya no se movía, logró sujetarle con una encomiable presa.
– ¿Cómo lo hiciste? – le preguntó a Elli, con asombro y admiración en la voz.
Ella se encogió de hombros.
– Solía practicar con los ojos vendados – balbuceó – para agudizar el equilibrio. Funciona.
– ¿Qué hacemos con él, Miles? – preguntó Ivan –. ¿Puede detenerte realmente, aun cuando le ofrezcas pagarle?
– ¡Asalto! – graznó Calhoun –. ¡Agresión!
Miles alisó su chaqueta.
– Eso me temo, había algunas claúsulas en letra pequeña en ese contrato... Mira, hay un armario de limpieza en el segundo piso, mejor será que le llevemos allí antes de que aparezca alguien.
– Secuestro – gorgoteó Calhoun mientras Ivan le arrastraba hasta el ascensor.
Encontraron un rollo de alambre en el amplio armario de la limpieza.
– ¡Asesinato! – chilló Calhoun cuando vio que se aproximaban con aquello.
Miles le amordazó; los ojos de Calhoun giraron en blanco. Para cuando terminaron todos los nudos y vueltas adicionales, por si acaso, el operador de recuperaciones empezaba a parecer una brillante momia anaranjada.
– La maleta, Ivan – ordenó Miles.
Su primo la abrió, y ambos comenzaron a rellenar la camisa y el sarong de Calhoun con fajos de dólares betanos.
– ... treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta mil – contó Miles –. Ivan se rascó la cabeza.
– ¿Sabes? Hay algo al revés en todo esto...
Calhoun hacía girar los ojos y se quejaba frenéticamente. Miles le quitó la mordaza un instante.
– ¡... más el diez por ciento! – dijo jadeando Calhoun.
Miles le amordazó otra vez y contó otros cuatro mil dólares. La maleta estaba mucho más ligera ahora. Cerraron la puerta tras ellos.
– ¡Miles! – Su abuela se quedó paralizada al verle –. Gracias a Dios, el capitán Dimir te encontró, entonces. La gente de la embajada ha estado terriblemente preocupada. Cordelia dice que tu padre no creía poder posponer por tercera vez la fecha de apelación ante del Consejo de Condes... – se interrumpió al ver a Elli Quinn –. Oh, Dios mío...
Miles le presentó a Ivan y a Elli, mencionando apresuradamente a esta última como una amiga de otro planeta, sin parientes allí y sin lugar donde estar. Rápidamente expresó su esperanza de poder dejar a la joven damnificada en manos de su abuela. La señora Naismith asimiló todo esto de golpe, observando únicamente: "Oh, sí, otro de tus descarriados." Miles la bendijo
Su abuela los llevó hasta la sala de estar. Miles se sentó en el sofá, y sintió una punzada al recordar a Bothari. Se preguntó si la muerte del sargento se convertiría en una especie de cicatriz de guerra, haciéndose eco del antiguo dolor a cada cambio de clima.
Como si reflejara su pensamiento, la señora Naismith preguntó:
– ¿Dónde están el sargento y Elena? ¿Informando en la embajada? Me sorprende que te dejaran venir, aunque fuera sólo a visitarme. Me dio la impresión de que el teniente Croye te iba a poner en un expreso a Barrayar en cuanto te pusieran las manos encima.
– No hemos ido a la embajada todavía – confesó incómodo Miles –. Vinimos directamente aquí.
– Te dije que deberíamos comunicárselo a ellos primeri – dijo Ivan. Miles negó con un gesto.
Su abuela le miró con renovada perspicacia.
– ¿Qué es lo que ocurre, Miles? ¿Dónde está Elena?
– Ella está a salvo – respondió Miles –, pero no aquí. El sargento resultó muerto hace dos, casi tres meses. Un accidente.
– Oh. – La señora Naismith se sentó un momento en silencio, sombría –. Confieso que nunca entendí qué vio tu madre en ese hombre, pero sé que su muerte será muy sentida. ¿Quieres que llamemos desde aquí al teniente Croye? – Alzó la vista hacia Miles y agregó –: ¿Eso es lo que has hecho en los últimos cinco meses?, ¿entrenarte para ser piloto de saltos? No creo que tuvieras que hacerlo en secreto, seguramente Cordelia te hubiera ayudado...
Miles se tocó embarazosamente un círculo plateado.
– Esto es falso. Falsifiqué el documento de un piloto para pasar por la aduana.
– Miles... – La impaciencia afinó los labios de la abuela, y la preocupación le hizo fruncir el entrecejo –. ¿Qué está pasando? ¿Tiene que ver con toda esa horrible politica barrayarana?
– Me temo que es así. Rápido, ¿qué has oído de casa desde que Dimir se fue de aquí?
– De acuerdo con tu madre, estás citado a declarar en el Consejo de Condes por una especie de falsa acusación de traición; y muy pronto.
Miles le dirigió a Ivan un breve gesto de te–lo–di–je; Ivan empezó a morderse una uña.
– Evidentemente ha habido muchas maniobras entre bastidores... La mitad de su mensaje no lo entendí. Estoy convencida de que sólo un barrayarano podría descifrar el modo en que funciona su gobierno. De acuerdo con la más elemental sensatez, el sistema debería haberse desmoronado hace tiempo. Como sea, la mayor parte del mensaje giraba en torno al cambio de la esencia de la acusación: de traición por la violación de algo llamado ley de Vorloupulous, a traición por intento de usurpación del trono imperial.
– ¿Qué? – Miles pegó un salto. El ardor del terror le corrió por todo el cuerpo –. ¡Eso es demencia pura! ¡Yo no quiero el puesto de Gregor! ¿Se creen que estoy loco? En primer lugar, debería conseguir la lealtad de todo el Servicio Imperial completo, no sólo la de una minúscula flota mercenaria...
– ¿Quieres decir que había realmente una flota mercenaria? – preguntó su abuela abriendo los ojos –. Creía que sólo era un rumor descabellado. Lo que Cordelia dijo de los cargos tiene más sentido, entonces.
– ¿Qué dijo mi madre?
– Que tu padre tuvo muchos inconvenientes para hacer que ese conde Vor..., ¿cómo se llama? Nunca recuerdo los nombres de esos Vor...
– ¿Vordrozda?
– Sí, ése era.
Miles e Ivan intercambiaron salvajes miradas.
– Para hacer que ese conde te acusara de un cargo mayor, mientras públicamente aparentaba desear todo lo contrario. No entiendo la diferencia, ya que la pena es la misma.
– ¿Mi padre tuvo éxito?
– Aparentemente. Al menos así era hace dos semanas, cuando el expreso que llegó ayer salió de Barrayar.
– Ah. – Miles comenzó a pasearse por la sala –. Ah. Astuto, astuto... Tal vez...
– Yo tampoco lo entiendo – se quejó Ivan –. ¡Usurpación es un cargo mucho peor!
– Pero sucede que es un cargo del que soy inocente. Y más aún, es un cargo de intento. Todo lo que tendría que hacer es presentarme para refutarlo. Violar la ley de Vorloupulous es un cargo de hecho; y de hecho, si bien no de intención, soy culpable de ello. En caso de que me presentara para ser juzgado y dijera la verdad, como por juramento debería hacerlo, sería mucho más difícil escapar a la condena.
Ivan terminó de comerse su segunda uña.
– ¿Qué te hace pensar que tu inocencia o tu culpabilidad van a tener algo que ver con el resultado?
– ¿Cómo? – dijo la señora Naismith.
– Por eso es por lo que he dicho que tal vez – explicó Miles –. Esta asunto es hasta tal punto político... ¿Cuántos votos supones que Vordrozda habrá volcado de antemano a favor de sus planes, antes de que se presente si quiera alguna prueba o testimonio? Tiene que haberse asegurado algunos o nunca se hubiera atrevido a montar todo esto, en primer lugar.
– ¿Me estás preguntando a mí? – dijo Ivan quejumbrosamente.
– Tú... – La mirada de Miles recayó en su primo –. Tú... Estoy absolutamente convencido de que tú eres la llave, la clave de esto; con sólo encontrar el modo de hacerte encajar en la cerradura...
Ivan dio la impresión de estar tratando de imaginarse a sí mismo como la clave de algo y fracasar en el intento.
– ¿Por qué?
– Por una cosa: hasta tanto no nos presentemos en algún sitio, Hessman y Vordrozda pensarán que estás muerto.
– ¿Qué? – dijo la señora Naismith.
Miles le explicó lo de la desaparición del capitán Dimir. Se tocó la frente y agregó, mirando a Ivan.
– Y esa es la verdadera razón de todo esto; aparte de Calhoun, por supuesto.
– Hablando de Calhoun – dijo su abuela –, ha estado viniendo aquí regularmente, buscándote. Será mejor que estés alerta, si realmente quieres eludirle.
– Uh – dijo Miles –, gracias. Pues bien, Ivan, si la nave de Dimir fue saboteada, tiene que haber habido alguien involucrado aquí para hacerlo. ¿Para qué evitar que, quien sea que no quiere mi presencia en el juicio, pueda planear otro atentado si después, cómodamente, nos ponemos en sus manos apareciendo por la embajada?
– Miles, tu mente es más retorcida que tu espalda; quiero decir, ¿estás seguro de que no te estás contagiando de la enfermedad de Bothari? – le dijo Ivan –. Me haces sentir como si tuviera un blanco pintado en la espalda.
Miles sonrió, sintiéndose extrañamente alegre.
– Te desvela, ¿no?
Le pareció que podía escuchar las compuertas de la razón abriéndose en su cerebro, dando paso a una cascada más rápida cada vez. Su voz adquirió un tono distante.
– ¿Sabes? Si uno quiere atacar por sorpresa una habitación llena de gente, es mucho más fácil acertar todos los blancos si no se entra pegando gritos.
El resto de la visita fue tan breve como Miles esperaba. Vaciaron la maleta en el suelo de la sala, y Miles amontonó distintas pilas de dólares betanos para saldar sus deudas varias, incluida la "inversión" original de su abuela. Confundida, la abuela aceptó ser su agente para la tarea de distribuir los pagos.
La pila mñas abultada fue para la nueva cara de Elli Quinn. Miles tragó saliva cuando su abuela le comentó el precio aproximado del mejor trabajo. Una vez que terminó, en su mano le quedaba un magro fajo de billetes.
Ivan aspiró por la nariz, jocosamente.
– Por Dios, Miles, has hecho ganancias. Creo que eres el primer Vorkosigan que lo logra en cinco generaciones. Debe de ser esa nociva sangre betana.
Miles sopesó los dólares, torciendo la boca.
– Está empezando a ser una especie de tradición familiar, ¿no? Mi padre se deshizo de 275.000 marcos un día antes de abandonar la Regencia, sólo para que le diera exactamente el mismo balance financiero que hasta el día en que la asumió, dieciséis años antes.
Ivan alzó las cejas.
– No sabía eso.
– ¿Por qué crees que la residencia Vorkosigan no puso un tejado nuevo el año pasado? Creo que eso es lo único que mi madre lamentó, el tejado. Por lo demás, decidir dónde enterrar el dinero fue una especie de divertimento; el Orfanato del Servicio Imperial se encontró el paquete.
Por pura curiosidad, Miles sacó un momento para ver las cotizaciones financieras en las pantallas del tele–comunicador. El mili–pfennig feliciano figuraba en la lista nuevamente. El índice de cambio era de 1.206 mili–pfennigs por dólar betano, pero al menos aparecía. El índice de la semana anterior había sido de 1.459 por dólar.
La creciente sensación de urgencia que Miles tenía los impulsó hacia la puerta.
– Si logramos partir en el expreso feliciano con un día de ventaja, será suficiente – le dijo a su abuela –. Luego, prodrás llamar a la embajada y librarlos de su sufrimiento.
– Sí – respondió su abuela sonriendo –. El pobre teniente Croye estaba convencido de que iba a pasarse el resto de su carrera como retirado, cmpliendo tareas de vigilancia en algún sitio desagradable.
Miles se detuvo junto a la puerta, antes de salir.
– Ah... en cuanto a Tav Calhoun...
– ¿Sí?
– ¿Conoces el armario de limpieza que está en el segundo piso?
– Vagamente – respondió la señora Naismith, mirándole con cierta incomodidad.
– Por favor, asegúrate de que alguien lo registre mañana por la mañana, pero no subas tú antes de entonces.
– Ni siquiera lo soñaría – aseguró ella.
– Vamos, Miles – terció Ivan.
– Sólo un segundo.
Miles se precipitó otra vez adentro del apartamento, hacia la sala de estar, donde Elli Quinn seguía obedientemente sentada. Le puso en la palma de la mano los billetes que le quedaban y le hizo cerrar el puño sobre el dinero, ejerciendo una suave presión.
– Bonificación por combate – le susurró al oído –, te la has ganado. Ahora debo irme.
Besó la mano de la joven y salió rápidamente para alcanzar a Ivan.
21
Miles realizó un lento y recatado sobrevuelo en torno del Castillo Vorhartung, resistiéndose al vigoroso impulso de aterrizar la aeronave directamente en el patio del edificio. El hielo, en el río que serpenteaba por la ciudad capital de Vorbarr Sultana, se habí resquebrajado y el cauce mostraba ahora el agua que enviaban las niveves al derretirse allá en el sur, en las montañas Dendarii.
La moderna ciudad que se levantaba varios kilómetros alrededor del viejo castillo se mostraba ruidosa y actva con el tráfico matinal. Las áreas de estacionamiento próximas al lugar estaban atestadas de vehículos de todo tipo, así como de corrillos de hombres en medio centenar de diferentes libreas. Al lado de Miles, Ivan contaba las banderas que ondeaban en las murallas almenadas, agitadas por la fría brisa primaveral.
– Es una sesión del Consejo al completo – comentó –. No creo que falte ningún estandarte; está incluso el del conde Vortala, que durante años no ha asistido a una sola reunión. Deben de haberle traído a la fuerza. ¡Dios mío, Miles!, ahí está el estandarte del emperador... Gregor debe de estar dentro.
– Podrías haberlo deducido por todos los hombres que hay en la azotea con la librea imperial y armas de plasma antiaéreas – observó Miles.
En su interior se sintió acobardado. Una de aquellas armas se movía en ese preciso momento, siguiendo el vuelo de la aeronave como un ojo suspicaz.
Lenta y cuidadosamente, hizo descender el vehículo en un círculo pintado fuera de los muros del castillo.
– ¿Sabes? – dijo Ivan pensativo –, vamos a parecer un par de tontos si llega a resultar que están debatiendo sobre derechos marítimos o algo por el estilo.
– Sí, se me cruzó por la mente – admitió Miles –. Lo de llegar en secreto era un riesgo calculado. Bueno, ambos hemos sido tontos ya antes, no habrá nada novedoso ni sorprendente en ello.
Consultó la hora y aguardó un momento en el asiento de mando, respirando cautelosamente y con la cabeza gacha.
– ¿Te sientes mal? – preguntó Ivan, alarmado –. No tienes buen aspecto.
Miles movió la cabeza negativamente, mintiendo, y pidió perdón en su corazón por todas las cosas desagradables que alguna vez había pensado de Baz Jesek. Conque ésa era la cosa, así, el miedo paralizante. Él no era más valiente que Baz, después de todo. Nunca había estado tan asustado.
Deseaba haberse quedado con los Dendarii, haciendo algo sencillo, como desactivar bombas diente de león.
– Ruego a Dios que esto funcione – murmuró.
Ivan parecía más alarmado aún.
– Has estado incitándome a este plan–sorpresa durante las últimas dos semanas. De acuerdo, finalmente me convenciste. ¡Es demasiado tarde para cambiar de opinión!
– Yo no he cambiado de opinión. – Miles se quitó los círculos plateados de la frente y de las sienes, y fijó la vista en el gran muro gris del castillo.
– Los guardias van a fijarse en nosotros si nos quedamos sentados aquí – agregó Ivan después de un momento –. Por no mencionar el infierno que probablemente se esté desatando en el puerto de lanzaderas en este preciso momento.
– Tienes razón – convino Miles.
Se columpió entonces en el extremo de una larga cadena de razonamientos que se balanceaban a los vientos de la duda. Era tiempo de pisar tierra firme.
– Después de ti – dijo Ivan cortésmente.
– Está bien.
– Cuando gustes – añadió Ivan.
El vértigo de la caída libre... Abrió las puertas y descendió hasta el pavimento.
Avanzaron hacia un cuarteto de guardias armados, vestidos con la librea imperial, que custodiaban la puerta del castillo. Al verlos acercarse, uno de ellos, pegando la mano al cuerpo, formó cuernos con los dedos; tenía el rostro de campesino. Miles suspiró para sí. Bienvenido a casa. Inclinó incisivamente la cabeza, a manera de saludo.
– Buenos días, señores. Soy lord Vorkosigan. Tengo entendido que el emperador me ha ordenado presentarme aquí.
– Maldito bromista – dijo uno de los guardias, desatando su porra.
Un segundo guardia le aferró el brazo, mirando impresionado a Miles.
– ¡No, Dub... realmente lo es!
Soportaron un nuevo registro en el vestíbulo de la gran cámara. Ivan seguía tratando de espiar por la puerta, ante el fastidio del guardia encargado de realizar el control final para impedir cualquier arma ante la presencia del emperador. Algunas voces llegaban de la cámara a los oídos de Miles, quien se esforzaba por distinguirlas. Reconoció la del conde Vordrozda, de sostenida nasalidad, rítmica en las cadencias del debate.
– ¿Cuánto hace que vienen reuniéndose? – le preguntó Miles a un guardia.
– Hace una semana. Hoy debía ser el último día. En este momento están presentando los alegatos. Llega justo a tiempo, mi señor. – El guardia le dirigió a Miles un gesto de aliento.
– ¿Estás seguro de que no preferirías estar en terapia en Colonia Beta? – murmuró Ivan.
Miles sonrió sombríamente.
– Ahora es demasiado tarde. ¿No sería divertido que llegáramos justo para la sentencia?
– Histérico. Morirás riendo, sin duda – gruñó Ivan.
Ivan, con el visto bueno del guardia, se encaminó hacia la puerta. Miles le detuvo.
– ¡Shh, espera! Escucha.
Otra voz identificable: el almirante Hessman.
– ¿Qué está haciendo él aquí? – preguntó Ivan en voz baja –. Creí que este sitio era reservado para los condes solamente.
– Testigo, te apuesto; exactamente igual que tú. ¡Shh!
– ... Si nuestro ilustre primer ministro no sabía nada de esta conjura, entonces permítasele presentarnos a ese sobrino "perdido" – la voz de Vordrozda estaba cargada de sarcasmo –. Dice que no puede. ¿Y por qué no? Yo me permito opinar que no puede porque lord Vorpatril fue avisado con algún mensaje secreto. ¿Qué mensaje? Obviamente, alguna variante de "¡sálvese quien pueda, se descubrió todo!". Y yo les pregunto, ¿es razonable que un complot de esta magnitud pueda haber sido llevado tan lejos por un hijo sin que su padre lo supiera? ¿Adónde fueron esos 275.000 marcos desaparecidos, cuyo destino tan firmemente se niega a revelar, sino a financiar secretamente la operación? Esas repetidas demandas de postergación son sencillamente una pantalla de humo. Si lord Vorkosigan es tan inocente, ¿por qué no está aquí? – Vordrozda se interrumpió con estudiado dramatismo.
Ivan tiró de la manga de Miles.
– Vamos. Nunca tendrás mejor línea de entrada que ésta, aunque esperes todo el día.
– Tienes razón. Vamos.
Ventanas de vidrios coloreados en la pared que daba al este salpicaban el piso de roble de la cámara con manchas de luz. Vordrozda estaba de pie en el círculo de los oradores. Detrás de él, en el banco de testigos, estaba sentado el almirante Hessman. La galería superior, con sus barandas finamente labradas, estaba, por cierto, vacía; pero las filas de simples bancos de madera y los pupitres que rodeaban la sala estaban atestados de hombres.
Libreas de etiqueta en una estrafalaria variedad de matices se dejaban ver bajo sus togas de oficio, rojas y plata, con la excepción de algunos hombres diseminados, sin toga, que llevaban el uniforme de gala rojo y azul de servicio imperial activo. El emperador Gregor, en su estrado elevado a la izquierda del salón, vestía también el uniforme del servicio imperial. Miles sofocó un espasmo agudo de miedo a entrar en escena. Deseó haber pasado por la residencia Vorkosigan para cambiarse; todavía llevaba la camisa lisa oscura, los pantalones y las botas que tenía puestos al dejar Tau Verde. Estimó la distancia al centro de la cámara en, aproximadamente, un año luz.
Su padre estaba sentado detrás de su escritorio en la primera fila, no lejos de Vordrozda, y con la misma apariencia que en casa, con sus colores rojo y azul. El conde Vorkosigan estaba reclinado hacia atrás, con las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos, los brazos plegados en el respaldo, pero tan indiferente como un tigre acechando a su presa. Su rostro estaba irritado, con aire asesino, concentrado en Vordrozda; Miles se preguntó si el antiguo apodo infamante de "El Carnicero de Komarr", que alguna vez se le asignó a su padre, no tendría cierta base real, después de todo.
Vordrozda, en el círculo de oradores, era el único que enfrentaba directamente el oscurecido arco de la entrada. Fue el primero en ver a Miles y a Ivan. Acababa de abrir la boca para continuar; se quedó así, con la mandíbula floja.
– Ésa es exactamente la pregunta que propongo que usted responda, conde Vordrozda..., y usted, almirante Hessman – gritó Miles.
Dos años luz, pensó, y cojeó hacia adelante.
La cámara se agitó con murmullos y gritos de perplejidad. De todas las reacciones, Miles quería ver una sola en especial.
El conde Vorkosigan giró de golpe la cabeza y vio a Miles. Tomó aire y recogió los brazos y las piernas. Se sentó por un instante con los codos sobre el pupitre, ocultando la cara entre las manos. Se frotó el rostro, con fuerza; cuando volvió a levantarlo, estaba enrojecido y arrugado, pestañeaba.
¿Cuándo comenzó a parecer tan viejo?, se preguntó Miles con dolor. ¿Era así de gris su cabello? ¿Ha cambiado tanto, o soy yo? ¿O ambos?
La mirada del conde Vorkosigan recayó sobre Ivan, y su rostro se aclaró hasta la exasperación.
– ¡Ivan, idiota!, ¿dónde has estado?
Ivan miró a Miles y aprovechó la ocasión, haciendo una reverencia hacia el banco de teestigos.
– El almirante Hessman me envió para que encontrara a Miles, señor. Lo hice. Aunque, por ciertos motivos, no creo que fuera eso lo que el almirante tenía planeado, en realidad.
Vordrozda giró en círculo para echarle una furiosa mirada a Hessman, quien había abierto enormemente los ojos al ver a Ivan.
– Tú... – le susurró Vordrozda, con la voz envenenada por la ira. Casi instantáneamente refrenó el impulso de saltarle encima y relajó sus manos haciendo que, de rastrillos con garras, volvieran a parecer elegantemente combadas otra vez.
Miles hizo una reverencia a los presentes, inclinándose sobre una rodilla en dirección al emperador.
– Mi señor, mis lores. Habría llegado antes aquí, pero mi invitación se perdió en el correo. Para dar fe de ello, quisiera llamar a lord Vorpatril como mi testigo.
El joven rostro de Gregor le observó, rígido, los ojos oscuros afligidos y distantes. La mirada del emperador se volvió con perplejidad hacia su nuevo consejero, de pie en el círculo de los oradores. Su antiguo consejero, el conde Vorkosigan, parecía milagrosamente renacido; sus labios se estiraban hacia atrás en una sonrisa felina.
También Miles miró a Vordrozda por el rabillo del ojo. Ahora, pensó, es el momento de atropellar, en este instante. Para cuando el Lord Guardián del Círculo admita a Ivan con toda la ceremonia debida, se habrán recuperado. Dales sesenta segundos para conferenciar en el banco y habrán fraguado nuevas mentiras de lo más razonable, poniendo su palabra contra la nuestra en el espantoso juego de un voto que ya ha sido condicionado. Hessman, sí, era a Hessman a quien debía atacar; Vordrozda era demasiado ágil para huir asustado. Golpea ahora, y parte por la mitad la conspiración. Tragó saliva, se aclaró la garganta y declaró de golpe.
– Acuso al almirante Hessman, aquí delante vuestro, lores, con los cargos de sabotaje, asesinato e intento de asesinato. Puedo probar que él ordenó el sabotaje del correo imperial del capitán Dimir, que resultó con la horrible muerte de todos sus tripulantes; puedo probar su intento de que mi primo Ivan estuviera entre ellos.
– Usted está fuera de orden – gritó el conde Vordrozda –. Esos cargos descabellados no incumben al Consejo de Condes. Debe llevarlos a una corte militar si quiere formularlos, traidor.
– Donde el almirante Hessman, más convenientemente, debe afrontarlos solo, dado que usted, conde Vordrozda, no puede ser sometido a juicio allí – dijo Miles de inmediato.
El conde Vorkosigan golpeaba suavemente el puño contra su pupitre, inclinándose impulsivamente hacia Miles; sus labios formaban una silenciosa letanía: sí, sigue, sigue...
Miles, alentado, alzó la voz.
– Los afrontará solo y morirá solo, ya que él tiene únicamente su propia palabra, sin testigos, para acreditar que los crímenes se cometieron por orden suya, conde Vordrozda. No hubo testigos, ¿verdad que no, almirante Hessman? ¿Cree usted realmente que el conde Vordrozda se sentirá tan afectado por sentimientos de lealtad como para respaldar sus palabras?
Hessman estaba pálido como un muerto, respiraba con esfuerzo y miraba alternativamente a Miles y a Ivan. Miles podía ver el pánico asomando en sus ojos.
Vordrozda, inquieto en el círculo, hizo un gesto espasmódico hacia Miles.
– Mis lores, ésta no es una defensa. Solamente espera camuflar su culpabilidad mediante esas descabelladas acusaciones, ¡y totalmente fuera de orden al respecto! ¡Mi Lord Guardián, le exhorto a restablecer el orden!
El Lord Guardián del Círculo comenzó a incorporarse; se detuvo, traspasado por una penetrante mirada del conde Vorkosigan. Se hundió débilmente en su banco.
– Esto, ciertamente, es muy irregular... – dijo, y se calló. El conde Vorkosigan sonrió aprobadoramente.
– No ha contestado a mi pregunta, almirante. – Miles continuó –: Vordrozda, ¿hablará usted en favor del almirante Hessman?
– Los subordinados han cometido excesos no autorizados a lo largo de toda la historia... – comenzó a decir Vordrozda.
Da vueltas, rodeos, va a escabullirse... ¡No!, también yo puedo dar giros.
– Oh, ¿admite usted que él es su subordinado?
– No es nada de eso – estalló Vordrozda –. No tenemos ninguna conexión salvo nuestro interés común en el bien del Imperio.
– Ninguna conexión, almirante Hessman, ¿lo ha oído? ¿Cómo se siente uno al ser apuñalado por la espalda con tanta suavidad, eximia suavidad? Apuesto a que apenas puede sentir el puñal atravesándole. Será exactamente igual hasta el final, ¿sabe?
Los ojos de Hessman se inflamaron. Se incorporó de un salto.
– ¡No, no lo será! – refunfuñó –. Usted empezó esto, Vordrozda. ¡Si yo voy a hundirme, le arrastraré conmigo! – Señaló a Vordrozda –. Vino a mí en la Feria Invernal, pidiéndome que le pasara los últimos datos de Seguridad Imperial acerca del hijo de Vorkosigan...
– ¡Cállese! – gritó desesperadamente Vordrozda, con la furia quemándole la vista al ser tan innecesariamente atacado por la espalda –. ¡Cállese!
Su mano se escurrió bajo su toga escarlata y emergió con un destello. Apuntó la pistola de agujas hacia el balbuceante almirante. Se detuvo. Vordrozda miró entonces el arma en su mano como si ésta fuera un escorpión.
– ¿Quién está fuera de orden ahora? – se burló entonces Miles.
La aristocracia de Barrayar todavía conservaba su carácter militar. Ver extraer un arma letal en presencia del emperador provocó un fuerte reflejo. Veinte o treinta hombres saltaron de sus bancos.
Sólo en Barrayar, pensó Miles, un arma cargada podía provocar una estampida hacia alguien que la esgrimiera. Otros corrieron a interponerse entre Vordrozda y el estrado del emperador. Vordrozda se olvidó de Hessman y giró para apuntar a su verdadero tormento, mientras alzaba el arma. Miles se quedó completamente rígido, traspasado por el oscuro ojo de la pistola. Era fascinante que el pozo del infierno tuviera una entrada tan estrecha...
Vordrozda quedó enterrado en una avalancha de cuerpos que le derribaron, sus rojas togas flameando. Ivan tuvo el honor de ser el primero, al sujetarle las rodillas.
Miles estaba de pie delante de su emperador. La cámara se había calmado, sus anteriores acusadores habían sido llevados detenidos. Ahora se enfrentaba a su verdadero tribunal.
Gregor suspiró incómodo y llamó a su lado al Lord Guardián del Círculo. Consultaron un instante.
– Le emperador solicita y demanda una hora de receso, para examinar el nuevo testimonio. Como testigos, conde Vorvolk, conde Vorhalas.
Entraron en la cámara privada que estaba detrás del estrado; Gregor, el conde Vorkosigan, Miles, Ivan y los testigos curiosamente elegidos por Gregor.
Henri Vorvolk era uno de los pocos condes de edad similar a la de Gregor, y amigo personal del mismo. El núcleo de una nueva generación de compinches. No sorprendía que Gregor deseara su apoyo. El conde Vorhalas...
Vorhalas era el más antiguo y el más implacable enemigo del conde Vorkosigan, desde la muerte de sus dos hijos en el bando equivocado, dieciocho años atrás, con ocasión de la Pretensión de Vordarian. Miles le miró y sintió náuseas. El hijo y heredero del conde había sido quien arrojó una noche la granada de gas soltoxin por la ventana de la Casa Vorkosigan, en un confuso intento de vengar la muerte de su hermano menor, ejecutado a su vez por traición. ¿Veía el conde Vorhalas en la conspiración de Vordrozda una oportunidad de completar el trabajo, una venganza en perfecta simetría, un hijo por un hijo?
Sin embargo, Vorhalas era conocido como un hombre justo y honesto... Miles muy fácilmente podía imaginárselo unido a su padre en el desprecio por el complot arribista urdido por Vordrozda. Los dos habían sido enemigos tanto tiempo y sobrevivido a tantos amigos y adversarios, que su enemistad había alcanzado casi una especie de armonía. Con todo, nadie osaría acusar a Vorhalas de favoritismo por el antiguo regente. Los dos hombres intercambiaron un seco saludo, como un par de esgrimistas en guardia, y tomaron asientos enfrentados.
– Bien – dijo e conde Vorkosigan, poniéndose serio – ¿Qué es lo que pasó realmente allí, Miles? He recibido informes de Illyan hasta no hace mucho; pero en cierta medida parecían generar más interrogantes de los que ayudaban a responder.
Miles pareció divertido un instante.
– ¿No sigue enviando informes su agente? Lo juro, no he interferido en sus deberes...
– El capitán Illyan está en prisión.
– ¿Qué?
– Esperando juicio. Fue incluido en tus cargos de conspiración.
– ¡Eso es absurdo!
– En absoluto, es de lo más lógico. ¿Quién, al actuar en contra mía, no tomaría primero la precaución de quitarme los ojos y los oídos si pudiera?
– El conde Vorhalas hizo un gesto de acuerdo y aprobación tácita; como si dijera: Exactamente como yo lo hubiera hecho.
Los ojos del padre de Miles se achicaron con incisivo humor.
– Es una instructiva experiencia para él estar un tiempo en el otro extremo del proceso de la justicia. No hace daño. Aunque admito que está un poquito molesto conmigo en este momento.
– La cuestión – dijo Gregor con tono distante – era si el capitán me servía a mí o a mi primer ministro. – Una amarga incertidumbre aún se notaba en sus ojos.
– Todo el que me sirve, te sirve, por medio de mí – declaró el conde Vorkosigan –. Es el sistema Vor en pleno funcionamiento: afluentes de experiencia, todos fluyendo juntos, combinados por fin en un río de enorme fuerza; tuya es la confluencia final. – Era lo más próximo a una adulación que jamás había escuchado en boca de su padre, una medida que le disgustaba –. Cometes una injusticia contra Simon Illyan al sospechar de él. Te ha servido toda tu vida, y a tu abuelo antes que a ti.
Miles se preguntó qué clase de afluente constituía ál ahora; los Dendarii eran unas fuentes muy extrañas, ciertamente.
– ¿Qué pasó? Bien, señor...
Se detuvo, buscó a tientas en la cadena de eventos algún punto inicial. En verdad, todo comenzó en un muro a menos de 100 kilómetros de Vorbarr Sultana. Pero comenzó su relato narrando el encuentro con Arde Mayhew en Colonia Beta. Se trabó, vacilando temerosamente, tomó aliento, y continuó con una honesta y exacta descripción de su encuentro con Baz Jesek. Su padre pegó un respingo al oír el nombre. El bloqueo, el abordaje, las batallas... Se olvidó de sí mismo durante su entusiasta descripción de las mismas; hubo un momento en que alzó la vista para darse cuenta de que tenía al emperador haciendo la parte de la flota oserana, a Henri Vorvolk como el capitán Tung y a su padre como el alto mando peliano. La muerte de Bothari. El rostro de su padre se contrajo y pareció ensimismado ante la noticia.
– Bueno – dijo después de un momento –, se ha librado de un gran peso. Que pueda hallar la paz al fin.
Miles miró al emperador y evitó mencionar las acusaciones de Elena Visconti con respecto al príncipe Serg. Por la aguda y agradecida mirada que le dirigió el conde Vorkosigan, dedujo que había hecho lo correcto. Ciertas verdades resultan un torrente demasiado violento para que algunas estructuras lo resistan, y Miles no tenía la deseos de presenciar otra devastación como la de Elena Bothari.
Para cuando le llegó el momento de relatar cómo había roto al fin el bloqueo, los labios de Gregor estaban abiertos por la fascinación y los ojos del conde Vorkosigan brillaban apreciando la estrategia de su hijo. La llegada de Ivan y las deducciones que Miles hizo de la misma... Se acordó la hora que se cumplía y echó mano a la petaca que tenía en su cintura.
– ¿Qué es eso? – preguntó su padre alarmado.
– Antiácido. ¿Quieres un poco? – le ofreció cortesmente.
– Gracias – dijo el conde Vorkosigan – ¿No te importa si lo pruebo?
Dio un trago solemne, con la cara tan tiesa que incluso Miles no estaba seguro de si su padre se estaba riendo.
Miles brindó un breve y escueto relato de los motivos que le habían llevado a decidir volver en secreto para intentar sorprender a Vordrozda y a Hessman. Ivan respaldó todo lo que había podido testimoniar personalmente, desmintiendo a Hessman. Gregor parecía perturbado al haberse revertido tan bruscamente las suposiciones que tenía acerca de sus nuevos amigos. Despierta, Gregor, pensó Miles. Tú, entre todos los hombres, no puedes darte el lujo de cómodas ilusiones. No, por cierto, no tengo ningún deseo de cambiar mi sitio por el tuyo.
Para cuando Miles hubo terminado, Gregor estaba abatido. El conde Vorkosigan se sentó a la diestra de Gregor, reclinado, como de costumbre, en una silla, y miró a su hijo con pensativo anhelo.
– ¿Por qué, entonces? – preguntó Gregor –. ¿Qué querías hacer de ti, cuando erigiste semejante fuerza, sino un emperador; si no de Barrayar, quizá de algún otro lugar?
– Mi señor. – Miles bajó la voz –. Cuando jugábamos juntos aquellos inviernos en la Residencia Imperial, ¿cuándo pedí alguna vez otro papel que no fuera el de Vorthalia, el leal? Tú me conoces, ¿cómo podías dudar? Los Mercenarios Dendarii fueron un accidente. Yo no los planeé, sucedieron, en el transcurso de querer salir de un lío para meterme en otro. Sólo quería servir a Barrayar, como mi padre antes que yo. Cuando no pude servir a Barrayar, quise... quise servir para algo. Para... – alzó los ojos hacia su padre, impelido a una honesta y dolorosa confesión –, para hacer de mi vida una ofrenda digna que poner a sus pies. – Se encogió de hombros –. Volví a fallar.
– Arcilla, muchacho. – La voz del conde Vorkosigan era ronca pero clara –. Sólo arcilla. Indigno de recibir un sacrificio tan precioso. – Su voz se quebró.
Por un momento, Miles se olvidó de preocuparse por el inminente juicio. Parpadeó, y almacenó tranquilidad en los huecos más recónditos de su corazón, para que le reconfortara y le deleitara en alguna hora oscura y desesperada de su futuro. Gregor, huérfano, tragó saliva y miró hacia otro lado, como avergonzado. El conde Vorhalas miraba desconcertado al suelo, como un hombre presenciando accidentalmente alguna escena privada y delicada.
La diestra de Gregor se movió vacilante para tocar el hombro de su primer y más leal protector.
– Yo sirvo a Barrayar – dijo –. Mi deber es la justicia. Nunca me propuse dispensar injusticia.
– Te viste cercado, muchacho – le murmuró al oído el conde Vorkosigan –. Te enredaron. No importa. Pero aprende de ello.
Gregor suspiró.
– Cuando jugábamos juntos, Miles, siempre me derrotabas en los juegos de estrategia. Fue porque te conocía por lo que tuve dudas.
Miles se arrodilló, inclinó la cabeza y abrió los brazos.
– Tu voluntad, mi señor.
Gregor sacudió la cabeza.
– Ojalá siempre soporte traiciones como ésta. – Alzó la voz para los testigos –. ¿Bien, mis lores? ¿Estáis de acuerdo en que la esencia de la acusación de Vordrozda, el intento de usurpación del Imperio, es falsa y maliciosa? ¿Y querréis testificarlo ante vuestros pares?
– Por completo – dijo Henri Vorvolk con entusiasmo.
Miles estimó que el cadete de segundo año se había enamorado de él aproximadamente hacia la mitad de su relato sobre las aventuras con los Mercenarios Dendarii.
El conde Vorhalas permanacía frío y pensativo.
– El cargo de usurpación ciertamente aparece como falso – convino – y, por mi honor, así lo testificaré. Pero hay otra traición aquí. Por su propia admisión, lord Vorkosigan estuvo, y de hecho sigue estando, en violación de la ley de Vorloupulous, traición por su propio derecho.
– Ningún cargo semejante ha sido presentado en el Consejo de Condes – dijo fríamente el conde Vorkosigan.
Henri Vorvolk sonrió.
– ¿Quién se atrevería, después de esto?
– Un hombre de probada lealtad al Imperio, con un interés teórico en la justicia perfecta, podría atreverse – respondió desapasionadamente el conde Vorkosigan –. Un hombre sin nada que perder podría atreverse ... mucho. ¿No?
– Suplica por ello, Vorkosigan – susurró Vorhalas perdiendo su frialdad –. Implora clemencia, como yo hice. – Cerró los ojos y se estremeció.
El conde Vorkosigan le miró en silencio durante un momento; luego, dijo:
– Como quieras. – Se levantó y se hincó sobre una rodilla delante de su enemigo –. Déjalo pasar, y veré que el muchacho no agite esas aguas nunca más.
– Demasiado terco, todavía.
– Por favor, entonces.
– Di: "Te lo suplico."
– Te lo suplico – repitió obedientemente el conde Vorkosigan.
Miles buscó signos de ira en su padre. No encontró nada: esto era algo viejo, más viejo que él mismo, entre los dos hombres, algo laberíntico, él apenas podía penetrar en los sitios recónditos de ese laberinto. Gregor parecía enfermo; Henri Vorvolk, perplejo; Ivan, aterrado.
La firme calma de Vorhalas parecía orlada con una especie de éxtasis. Se inclinó, acercándose al oído del padre de Miles.
– Más fuerte, Vorkosigan – susurró. El conde Vorkosigan bajó la cabeza y apretó las manos.
Me ve, si es que acaso me ve, como un instrumento para manejar a mi padre... Es hora de llamarle la atención.
– Conde Vorhalas – dijo Miles, rompiendo el silencio –. Considérese satisfecho. Porque si sigue adelante con esto, en algún momento tendrá usted que mirarle a mi madre a los ojos y repetírselo todo a ella. ¿Se atreve?
Vorhalas pareció ligeramente acobardado. Se dirigió a Miles, frunciendo el ceño.
– ¿Puede mirarte tu madre y no comprender el deseo de venganza? – Hizo un ademán por el atrofiado y enclenque aspecto de Miles.
– Mi madre llama a esto mi gran don. Las pruebas son un don, dice, y las grandes pruebas son grandes dones. Por supuesto – agregó precavidamente –, es muy sabido que mi madre es un poco extraña... – Miró fijamente a Vorhalas –. ¿Qué se propone hacer usted con su don, conde Vorhalas?
– Diablos – murmuró Vorhalas tras un breve e interminable silencio, y dirigiéndose no a Miles, sino al conde Vorkosigan –. Tiene los ojos de su madre.
– Lo he notado – murmuró a su vez en respuesta el conde Vorkosigan.
Vorhalas lo miró con exasperación.
– No soy un maldito santo – declaró entonces Vorhalas al aire en general.
– Nadie le está pidiendo que lo sea – dijo Gregor, consolándolo ansiosamente –. Pero usted es mi siervo, y no me vale para nada que mis nervios se estén destrozando entre sí en vez de hacerlo con mis enemigos.
Vorhalas resopló y se encogió de hombros gruñosamente.
– Es verdad, mi señor. – Sus manos se fueron abriendo, dedo por dedo, como librándose de alguna invisible posesión –. Oh, levántate – agregó impaciente, mirando al conde Vorkosigan.
El antiguo regente se levantó, relajado otra vez. Vorhalas miró a Miles.
– Y exactamente, ¿cómo te propones, Aral, mantener a este dotado joven maníaco y a su accidental ejército bajo control?
El conde Vorkosigan midió sus palabras lentamente, gota a gota, como si buscara una delicada dosificación.
– Los Mercenarios Dendarii son un verdadero acertijo. – Desvió la mirada hacia Gregor –. ¿Cuál es tu voluntad, mi señor?
Gregor dio un respingo al ser sacado de su calidad de espectador. Miró, más bien implorante, a Miles.
– Las organizaciones crecen y mueren. ¿Hay alguna posibilidad de que ellos sencillamente se desvanezcan?
Miles se mordió el labio.
– Esa esperanza se me cruzó por la mente, pero... parecían terriblemente saludables cuando los dejé. Seguían creciendo.
Gregor sonrió.
– Difícilmente podré hacer marchar mi ejército contra ellos y disolverlos, como lo hizo el viejo Dorca; definitivamente es un paseo demasiado largo.
– Ellos son personalmente inocentes de toda maldad y equivocación – se apresuró a señalar Miles –, nunca supieron quién era yo... la mayoría de ellos ni siquiera son barrayaranos.
Gregor miró con idecisión al conde Vorkosigan, quien se estudiaba las botas como diciendo: "Tú eres quien deseaba ardientemente tomar sus propias decisiones, muchacho." Aunque lo que dijo en voz alta fue:
– Tú eres tan emperador como lo fue Dorca, Gregor. Haz tu voluntad.
La mirada de Gregor volvió a recaer en Miles durante un largo rato.
– No podías romper el bloqueo dentro de ese contexto militar, así que cambiaste el contexto.
– Sí, señor.
– Yo no puedo cambiar la ley de Dorca... – dijo Gregor lentamente. El conde Vorkosigan, que había empezado a sentirse inquieto, se tranquilizó otra vez –. Salvó a Barrayar.
El emperador hizo una pausa durante un largo rato, con la frustración a flor de piel. Miles sabía exactamente cómo se sentía. Le dejó achicharrarse un momento más, hasta que el silencio se puso tenso por la expectación y Gregor empezó a adquirir ese aire desesperado que Miles reconocía de sus exámenes orales, un hombre atrapado sin la respuesta. Ahora.
– Los Mercenarios Particulares del Emperador – dijo Miles a modo de sugerencia.
– ¿Qué?
– ¿Por qué no? – Miles se irguió y abrió las palmas hacia el cielo –. Estaría encantado de ofrecértelos. Declaradlos "Escuadrón de la Corona". Se ha hecho antes.
– ¡Con tropas de caballería! – dijo el conde Vorkosigan. Pero su rostro estaba de repente mucho más vivo.
– Cualquier cosa que haga con ellos será una ficción legal, de todas maneras, dado que están más allá de su alcance – indicó Miles, y se volvió hacia Gregor para hacerle una reverencia a modo de disculpa –. Puede arreglarlo perfectamente según su máxima conveniencia.
– ¿La máxima conveniencia de quién? – preguntó fríamente el conde Vorhalas.
– Estabas pensando en esto en el sentido de que fuese una declaración privada, espero – añadió el conde Vorkosigan.
– Bueno, sí. Me temo que la mayoría de los mercenarios se sentirían... perturbados al escuchar que han sido reclutados para el Servicio Imperial de Barrayar. Pero, ¿por qué no ponerlos en el departamento del capitán Illyan? – le preguntó a Gregor –. La situación de los mercenarios tendría que permanecer en secreto, entonces. Permítele imaginar algo útil que hacer con ellos. Una flota mercenaria libre que pase a pertenecer en secreto a la Seguridad Imperial Barrayarana.
Gregor pareció de pronto más dispuesto; de hecho, intrigado.
– Eso podría ser práctico...
El conde Vorkosigan reprimió de inmediato una sonrisa que se le asomó entre los dientes.
– Simon se pondrá loco de alegría – murmuró.
– ¿De veras? – preguntó Gregor con tono dubitativo.
– Tienes mi garantía. – El conde Vorkosigan esbozó una reverencia mientras se sentaba.
Vorhalas resopló y miró agudamente a Miles.
– Eres malditamente astuto para tu propio bien, ¿sabes, muchacho?
– Exactamente, señor – dijo Miles complaciente, con un moderado ataque de histeria por el alivio, y sintiéndose más ligero en unos tres mil soldados y Dios sabe cuántas toneladas de equipo. Lo había hecho; la última pieza encajada en su lugar...
– ... osas tomarme por tonto – murmuraba Vorhalas. Alzó la voz al conde Vorkosigan –. Eso sólo contesta la mitad de mi pregunta, Aral.
El conde Vorkosigan se estudió las uñas, con los ojos iluminados.
– Es verdad, no podemos dejarle andar suelto por ahí. También yo me estremezco al pensar en los accidentes que podría cometer a continuación. Sin duda, debería ser confinado en alguna institución, donde pudieran obligarle a trabajar todo el día bajo atenta vigilancia. – Hizo una pausa, pensativo –. ¿Puedo sugerir la Academia del Servicio Imperial?
Miles alzó la vista, con la boca abierta en un idiotismo de súbita esperanza. Todos sus cálculos se habían concentrado en ver el modo de escabullirse al peso de la ley de Vorloupulous. Apenas se hubiera atrevido siquiera a soñar en su vida futura, y mucho menos aún a imaginar semejante recompensa...
Su padre bajó la voz dirigiéndose a él.
– Asumiendo que eso no sea indigno de ti... almirante Naismith. No he tenido todavía la ocasión de felicitarte por tu ascenso.
Miles se sonrojó.
– Era todo únicamente una farsa, señor. Usted lo sabe.
– ¿Todo?
– Bueno... en su mayor parte.
– Ah, te has vuelto sutil, incluso conmigo... Pero has saboreado el mando. ¿Puedes volver a ser un subordinado? Las degradaciones son un bocado amargo de digerir. – Una antigua ironía jugueteaba en su boca.
– Usted fue degradado, después de lo de Komarr, señor...
– Descendido a capitán, sí.
Miles torció en una mueca un rincón de su boca.
– Tengo un estómago biónico ahora, que puede digerir cualquier cosa. Puedo aguantarlo.
El conde Vorhalas alzó las cejas, escéptico.
– ¿Qué tipo de galones cree usted que logrará, almirante Vorkosigan?
– Creo que logrará unos galones espantosos – dijo con franqueza el conde Vorkosigan –. Aunque, si puede evitar ser estrangulado por sus superiores por... exceso de iniciativa, me parece que podrá ser un buen oficial del Estado Mayor algún día.
Vorhalas se avino con un gesto renuente. Los ojos de Miles resplandecían como hogueras, reflejando los ojos de su padre.
Tras dos días de testimonios y maniobras entre bastidores, el Consejo votó unánimemente la absolución. Entre otras cosas, Gregor ocupó su lugar por el derecho que le correspondía como conde Vorbarra y emitió un resonante "inocente" cuando se requirió el cuarto voto, en vez de la habitual abstención acostumbrada por el emperador. El resto se alineó mansamente.
Algunos de los más antiguos oponentes políticos del conde Vorkosigan parecieron más bien escupir, pero únicamente el conde Vorhalas votó abstención. El conde Vorhalas jamás había sido del partido de Vordrozda y no tenía manhas de asociación que lavar.
– Cojonudo bastardo – comentó el conde Vorkosigan e intercambió un saludo familiar con su más estrecho enemigo a través del salón –. Ya me gustaría que todos tuvieran su firmeza, si no sus opiniones.
Miles permaneció sentado en silencio, absorbiendo este triunfo tan mitigado. Elena habría estado prudente, después de todo.
Pero no feliz. Los halcones de caza no viven en jaulas, no importa cuánto ambicione un hombre su gracia, no importa cuán doradas sean las barras. Son mucho más hermosos remontándose libres. Desgarradoramente hermosos.
Suspiró, y se levantó para ir a luchar con su destino.
Los viñedos que coronaban las faldas escalonadas del lago, en Vorkosigan Surleau, estaban empañados de un nuevo verdor. La superficie del agua brillaba con un cálido soplo de aire, salpicada de monedas de plata. Alguna vez había sido costumbre poner monedas en los ojos de los muertos, había leído Miles, para su viaje; parecía apropiado. Imaginó las monedas hundidas en el lago, apilándose hasta emerger un formar una nueva isla.
Los terrones estaban fríos y húmedos todavía: el invierno se demoraba aún bajo la superficie del suelo. Pesado. Arrojó por encima del hombro una palada desde el pozo que estaba cavando.
– Tus manos están sangrando – observó su madre –, podías hacer esto en cinco segundos con un arco de plama.
– La sangre – dijo Miles – lava el pecado. El sargento decía eso.
– Ya veo.
No puso más objeciones, sino que se sentó en silencio, acompañándole, con la espalda recostada contra un árbol, mirando al lago. Era su educación betana, suponía Miles; su madre jamás parecía cansarse de contemplar deleitada el agua contra el cielo abierto.
Terminó al fin. La condesa Vorkosigan le ofreció una mano para que saliera del pozo. Miles tomó el control de la camilla flotante y enterró la caja oblonga, que había esperado pacientemente todo ese tiempo por su descanso. Bothari siempre le había esperado pacientemente.
Recubrirla de tierra fue un trabajo más rápido. La piedra que su padre había ordenado no estaba terminada todavía; labrada a mano, como las del resto de la familia. El abuelo de Miles descansaba no lejos de allí, junto a su abuela, a la que Miles no llegó a conocer, muerta décadas atrás durante la guerra civil barrayarana. Su mirada se demoró un momento, de un modo incómodo, en el doble espacio reservdo al lado de su abuelo, sobre la falda, y perpendicular a la tumba del sargento. Pero esa carga todavía estaba por venir.
Puso un plato de cobre sobre un trípode, al pie de la tumba. En él apiló ramitas de enebro de las montañas y un mechón de su propio pelo. Sacó entonces de su bolsillo una chalina de color, la abrió cuidadosamente y puso un bucle de cabello oscuro más fino entre las ramas. Su madre agregó una mecha de corto pelo gris y una gruesa, generosa trenza de su propio cabello rojizo, y se retiró a cierta distancia.
Miles, tras una pausa, puso la chalina junto al cabello.
– Me temo que fui una Baba de lo más inadecuada – susurró disculpándose –. Jamás me propuse mofarme de ti. Pero Baz la ama, cuidará bien de ella... Mi palabra fue muy fácil de dar, muy difícil de mantener. Pero... ¡Vaya, vaya! – Agregó pedacitos de cortezas aromáticas –. Vas a descansar cálido aquí, mirando cómo el lago cambia su rostro, de invierno a primavera, de verano a otoño. Ningún ejército marcha aquí, e incluso las noches más cerradas no son completamente oscuras. Seguramente Dios no te pasará por alto, en un sitio como éste. Habrá gracia y perdón suficientes, viejo lobo, aun para ti. – Encendió la ofrenda –. Te ruego que me guardes un trago de esa copa cuando te hayas saciado.
EPÍLOGO
El ejercicio de acoplamiento de emergencia al muelle fue convocado en medio del ciclo nocturno, naturalmente. Proablemente él lo habría dispuesto del mismo modo, pensó Miles mientras se apresuraba con sus camaradas cadetes por los pasillos de la plataforma de armas orbitales. Para su grupo, las cuatro semanas de dentrenamiento orbital debían terminar mañana.
Llegó al pasillo de la lanzadera que tenía asignada al mismo tiempo que su correcluta y que el instructor. La cara del instructor era una máscara de neutralidad. El cadete Kostolitz examinó a Miles con acritud.
– ¿Todavía llevas ese venablo para cerdor, eh? – dijo Kostolitz, con un irritado gesto dirigido a la daga que Miles llevaba en la cintura.
– Tengo permiso – respondió Miles tranquilamente.
– ¿Duermes con eso?
Una breve, suave sonrisa.
– Sí.
Miles consideró el problema de Kostolitz. Los accidentes de la historia barrayarana garantizaban que tendría que habérselas con la conciencia de clase de sus oficiales a todo lo largo de su carrera en el Servicio Imperial, agresiva como la de Kostolitz o en formas más sutiles. Debía aprender a soportar el asunto no solamente bien, sino de un modo constructivo si quería que sus oficiales le brindaran lo mejor de sí mismos.
Tuvo la misteriosa sensación de ser capaz de ver a través de Kostolitz, del mismo modo en que un médico ve a través de un cuerpo con sus instrumentos de diagnóstico. Cada giro y desgarro y desgaste emocional, cada incipiente cáncer de resentimiento generado por estos hechos, le parecía subrayado en rojo en el ojo de su mente. Paciencia. El problema se mostraba a sí mismo con creciente claridad. La solución llegaría a su tiempo, oportunamente. Kostolitz podía enseñarle mucho. Este ejercicio de entrada en el muelle podía resultar interesante, después de todo.
Kostolitz había adquirido un delgado brazalete verde desde la última vez que los habían puesto juntos, advirtió Miles. Se preguntó a qué talento, de entre los instructores, se le había ocurrido esa idea. Los brazaletes eran, más bien, como obtener una estrella dorada en un escrito, pero al revés: el verde representaba herida en los ejercicios de instrucción; el amarillo, muerte, a juicio de cualquier instructor que estuviese arbitrando la catástrofe simulada. Muy pocos cadetes se las arreglaban para escapar de estos ciclos de entrenamiento sin una colección de brazaletes. Miles se había encontrado el día anterior con Ivan Vorpatril, quien exhibía dos verdes y uno amarillo, no tan mal como el desafortunado camarada que había visto la noche pasada en el comedor, quien lucía cinco amarillos.
La manga no condecorada de Miles estaba llamando la atención de los instructores, últimamente, un poco más de lo que él deseaba realmente. La notoriedad tenía un lado agradable; algunos de los más vivos entre sus colegas cadetes rivalizaban silenciosamente por tener a Miles en su grupo, como repelente contra brazaletes. Por supuesto, los verdaderamente vivos le evitaban ahora como la plaga, al darse cuenta de que estaba empezando a atraer el fuego. Miles se sonreía a sí mismo, en alegre presentimiento de algo realmente solapado y bajo cuerda próximo a suceder. Cada célula de su cuerpo parecía estar alerta y cantando.
Kostolitz, con un sofocado bostezo y un último gruñido a la aristocrática daga decorativa de Miles, comenzó a comprobar la banda de estribor de la lanzadera. Miles hizo lo propio con la banda de babor. El instructor flotaba entre ellos, mirando atentamente por encima de sus hombros. Había sacado algo bueno de sus aventuras con los Mercenarios Dendarii, reflexionó Miles; su náusea por el vacío había desaparecido, un inesperado beneficio colateral del trabajo que el cirujano de Tung había hecho con su estómago. Pequeños privilegios.
Kostolitz estaba trabajando rápidamente, según vio Miles por el rabillo del ojo. Les estaban controlando el tiempo. Kostolitz contó las máscaras de aire de emergencia por el plexiglás de su estuche y continuó deprisa. Miles estuvo a punto de hacerle una sugerencia, pero apretó la mandíbula; no sería apreciada. Paciencia. Artículo. Artículo..., equipo de primeros auxilios, correctamente, en su sitio. Automáticamente sospechoso, Miles lo abrió y lo comprobó para ver que todo su contenido estuviera ciertamente intacto. Cinta adhesiva, torniquetes, venda de plástico, medicinas, oxígeno de emergencia... no había sorpresas ocultas allí. Deslizó una mano hasta el fondo de la caja y contuvo el aliento... ¿Explosivo plástico? No, solamente una pelota de goma de mascar.
Kostolitz había terminado y esperaba impacientemente cuando Miles llegó a la parte de delante.
– Eres lento, Vorkosigan.
Kostolitz apretó su tablilla de informes en la ranura de lectura y se deslizó en el asiento del piloto.
Miles advirtió un interesante bulto en el bolsillo del pecho del instructor. Se palpó sus propios bolsillos y ensayó una sonrisa de contrariedad.
– Oh, señor – le dijo amablemente al instructor –. Me parece que he perdido mi lápiz óptico. ¿Puedo pedirle prestado el suyo?
El instructor se lo arrojó de mala gana. Miles parpadeó. Además del lápiz óptico, el bolsillo del instructor contenía tres máscaras de respiración de emergencia, plegadas. Un número interesante, tres. Cualquiera en una estación espacial podría llevar una máscara en el bolsillo como cosa habitual, pero ¿tres? Sin embargo, había una docena de máscaras de respiración listas, al alcance de la mano. Kostolitz acababa de comprobarlas... No, Kostolitz acababa de contarlas tan sólo.
– Los lápices ópticos son un problema habitual – dijo el instructor con frialdad –, se supone que debéis llevarlo encima. Vosotros los negligentes vais a hacer que la Oficina de Contabilidad nos caiga encima a nosotros uno de estos días.
– Sí, señor. Gracias, señor. – Miles firmó su nombre con una rúbrica, se llevó el lápiz al bolsillo y sacó dos entonces –. Oh, aquí está el mío. Lo siento, señor.
Entró su tablilla de informes y se acomodó en el asiento del copiloto. Con el asiento al límite de su ajuste hacia adelante, alcanzaba justo a los pedales de control. El equipamiento imperial no era tan flexible como lo había sido el de los mercenarios. No importaba. Se aleccionó a sí mismo para prestar estricta atención. Aún era torpe en el manejo de los controles de lanzadera, pero un poco más de práctica y nunca más volvería a estar a merced de un piloto de lanzaderas para transportarse.
No obstante, ahora era el turno de Kostolitz. Miles quedó comprimido en su asiento acolchado por la aceleración, cuando la lanzadera se libró de su ajuste y empezó a impulsarse hacia la estación asignada. Máscaras de aire. Listas de control. Suposiciones. Kostolitz el pendenciero. Suposiciones... Los nervios de Miles se extendieron solos, con paciencia de araña, investigando. Los minutos se arrastraban.
Un agudo estallido y un silbido llegaron desde el fondo de la cabina. El corazón de Miles daba bandazos y comenzó a latir violentamente, a pesar de su previsión. Se dio la vuelta y lo comprendió de un vistazo, como cuando el resplandor de un relámpago revela los secretos de la oscuridad. Kostolitz maldijo violentamente. Miles susurró.
– ¡Ja!
Un agujero dentado en el panel de estribor de la lanzadera estaba dejando salir un espeso gas verde; una tubería de refrigeración había estallado, como por el impacto de un meteoro. El "meteoro" había sido indudablemente explosivo plástico, ya que emanaba hacia dentro y no hacia afuera de la cabina. Por otra parte, el instructor estaba sentado todavía, observándolos. Kostolitz pegó un salto en busca del estuche de las máscaras respiratorias de emergencia.
Miles, en cambio, se lanzó a por los controles. Invirtió de golpe el circuito de ventilación, de reciclaje a salida exterior, y, en un movimiento sin pausa, accionó los impulsores laterales de posición a máxima aceleración. Tras un instante de gemidos, la lanzadera empezó a virar y luego a girar alrededor de un eje que pasaba por el centro de la cabina. Miles, el instructor y Kostolitz fueron arrojados hacia adelante. El gas refrigerante, más pesado que la mezcla atmosférica de la nave, comenzó a juntarse contra la pared posterior de la cabina en oleadas nocivas, por la influencia de esa gravedad artificial de lo más simple.
– ¡Bastardo loco! – grtó Kostolitz, embrollado con una máscara respiratoria –. ¿Qué estás haciendo?
La expresión del instructor fue primero un eco de la de Kostolitz; luego, súbitamente, se iluminó. Se acomodó nuevamente en el asiento, del que había empezado a salir disparado, aferrándose con firmeza y observando, los ojos fruncidos con interés.
Miles estaba demasiado ocupado para responder. Kostolitz se daría cuenta de ello en breve, estaba seguro. Kostolitz se puso la máscara y trató de inhalar. Se la arrancó de la cara y la arrojó a un lado, al tiempo que echaba mano de la segunda de las tres que se había traído. Miles trepó por la pared en busca de la caja de primeros auxilios.
La segunda máscara respiratoria pasó a su lado. Depósitos vacíos, sin duda. Kostolitz había contado las máscaras sin comprobar su estado de funcionamiento. Miles logró abrir la caja y sacó un entubado IV y dos conectores Y. Kostolitz arrojó a un lado la tercera máscara y comenzó a trepar por la pared de estribor para alcanzar más máscaras respiratorias. El gas refrigerante provocaba una acre y ardiente hediondez en la nariz de Miles, pero la nociva concentración del mismo permanecía en el otro extremo de la cabina, por ahora.
Un aullido de rabia y miedo, interumpido por la tos, provino de Kostolitz, mientras manoseaba las máscaras comprobando finalmente su estado de uso. Los labios de Miles se estiraron hacia atrás en una perversa sonrisa. Sacó la daga de su abuelo de la vaina, cortó el entubado IV en cuatro piezas, insertó los conectores Y, los selló con vendaje plástico, conectó el aparato – parecido a una pipa narguile – a la salida del tubo de oxígeno reservado para emergencias médicas y se deslizó hacia el instructor.
– ¿Aire, señor? – Le ofreció al oficial un sibilante extremo del entubado IV –. Le sugiero que aspire por la boca y exhale por la nariz.
– Gracias, cadete Vorkosigan – dijo el instructor con tono fascinado, aceptando el ofrecimiento.
Kostolitz, tosiendo, con los ojos desorbitados por la desesperación, se volvió hacia ellos, apañándoselas apenas para no pisotear el panel de control. Miles le pasó un tubo. Kostolitz pegó su boca al mismo, con los ojos abiertos y lagrimeantes; no sólo – pensó Miles – por los efectos del gas refrigerantes.
Apretando su tubo de aire con los dientes, Miles comenzó a trepar por la pared de estribor. Kostolitz empezó a seguirle y descubrió entonces que tanto él como el instructor habían recibio tubos cortos. Miles desenrolló el tubo detrás de sí; sí, alcanzaría, aunque muy ajustadamente. Kostolitz y el instructor sólo podían mirar, respirando con una cadencia parecida a la del yoga.
Miles invirtió su sujeción cuando pasó el punto medio de la cabina y la fuerza centrífuga empezaba a empujarle hacia el gas verde que lentamente llenaba la lanzadera desde la pared posterior. Calculó los paneles de la pared 4a, 4b, 4c... debía de ser ése. Lo abrió por la fuerza y halló las válvulas interruptoras manuales. ¿Ésa? No, aquella. La quiso girar, resbalaba en su mano sudorosa.
El panel de la puerta sobre el que descansaba su peso cedió con un repentino crujido y Miles rodó hasta el gas verde que se desplazaba malignamente. El tubo de oxígeno se le soltó de la boca y aleteó bruscamente quedando fuera de su alcance. Se vio librado de aullar sólo por el hecho de estar reteniendo el aliento. El instructor, delante, se bamboleaba inútilmente, restringido como estaba por su suministro de aire. Para cuando se acordó de buscar a tientas en su bolsillo abierto, Miles ya había tragado, conseguido una sujeción más segura a la pared y recuperado su tubo en una maniobra escalofriante. Lo intentó otra vez. Hizo girar la válvula, firmemente, y el silbido del agujero, a un metro de él, se fue desvaneciendo hasta parecer el gemido de un elfo; y, después, se paró.
La marea de gas verde comenzó a disminuir y a retroceder al fin, a medida que trabajaban los ventiladores de la cabina. Miles, temblando sólo levemente, volvió al extremo frontal de la lanzadera y se aseguró en su asiento de copiloto, sin comentarios. Los comentarios habrían sido torpes, de todas maneras.
El cadete Kostolitz, en su rol de piloto, volvió a los controles. La atmósfera se limpió finalmente. Detuvo el paseo y apuntó la averiada nave de vuelta al muelle, lentamente, prestando estricta y sumisa atención a la lectura indicadora de la temperatura del motor. El instructor parecía extremadamente pensativo, y sólo un poco pálido.
Cuando atracaron, el jefe de instructores en persona los estaba esperando en el corredor de lanzaderas, acompañado por un técnico mecánico. Sonreía alegre, girando distrídamente dos brazaletes amarillos entre sus manos.
El instructor que había ido con ellos suspiró y movió la cabeza con tristeza al ver los brazaletes.
– No.
– ¿No? – inquirió el jefe de instructores. Miles no estaba seguro de si era con sorpresa o desilusión.
– No.
– Eso tengo que verlo.
Los dos instructores entraron en la lanzadera, dejando a Miles y a Kostolitz solos un momento. Kostolitz se aclaró la garganta.
– Esa... daga tuya resultó muy útil, después de todo.
– Sí, hay ocasiones en que el rayo de un arco de plasma no es ni mucho menos tan adecuado para cortar – convino Miles –. Como, por ejemplo, cuando estás en una cámara llena de gas inflamable.
– Oh, diablos. – Kostolitz pareció de repente conmocionado –. Esa sustancia hubiera explotado al mezclarse con el oxígeno. Yo casi... – Se interrumpió y volvió a aclararse la voz –. Tú no te equivocas mucho, ¿no? – Una súbita sospecha asomó en su rostro –. ¿Sabías de antemano lo de ese montaje?
– No exactamente. Pero me imaginé que algo había cuando conté tres máscaras respiratorias en el bolsillo del instructor.
– Tú... – Kostolitz se detuvo, y continuó –: ¿Realmente habías perdido tu lápiz óptico?
– No.
– Diablos – murmuró nuevamente Kostolitz.
Caminó un poco por el corredor, arrastrando los pies, encorvado, rojo, lúgubremente recalcitrante.
Ahora, se dijo Miles.
– Conozco un lugar donde puedes comprar buenas dagas, en Vorbarr Sultana – le dijo con timidez finamente calculada –. Mejores que las que se hacen de material común. Puedes conseguir una verdadera ganga allí, a veces, si sabes lo que buscas.
Kostolitz se detuvo.
– ¿Oh, de veras? – Empezó a enderezarse, como si se viera aliviado de una carga –. Tú, eh... Supongo que no...
– Es una especie de agujero–en–la–pared. Podría llevarte allí alguna vez, durante el permiso, si tienes interés.
– ¿De veras? Tú... tú... Sí, me interesaría. – Kostolitz simuló un aire indiferente –. Seguro. – Pareció de repente mucho más contento.
Miles sonrió.
FIN DEL LIBRO 1