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junio 06, 2010
1
Despertó del sueño vegetal.
El sueño era verde obscuridad y sombra pálida, hebras de luz atrapadas en la trama de partículas invisibles, un nervioso fluir a través de membranas palpitantes. Ahora la trama se deshacía en jirones.
Los sentidos se desperezaron, cabalgaron en busca de nuevas sensaciones. Una glándula vertió sus jugos en los torrentes interiores. Hubo movimiento debajo de los párpados. Un temblor le recorrió las extremidades. Dentro del pecho, algo latió con más fuerza. La criatura formada con substancias arrancadas a la tierra se estremeció. Una miríada de destellos implosionó en un punto y la conciencia despertó.
El dolor fue un relámpago incoloro que la sacudió eléctricamente. Una blanda resistencia se opuso a sus movimientos. Abrió la boca y se le llenó de un líquido amargo. Ahora el dolor era ondas concéntricas que estallaban a flor de piel. Un latigazo muscular le flageló los brazos, se los apartó del cuerpo. Hundió las uñas en el tejido tierno que la rodeaba. Con los codos y las rodillas se abrió paso dolorosamente. Adelantó la barbilla, hincó los dientes en las membranas pegajosas. Luego cayó, liberada.
Entonces la cosa que era el exterior penetró en ella, le abrasó la garganta, la cegó en el acto. Le mordisqueó el cerebro, empujándola a la nada.
El ser era pequeño y azulado. Tenía cuatro alas translúcidas y dos largas antenas segmentadas que se movían sin cesar. Lo vio apenas despertó. El ser estaba posado en su brazo. Lo observó frotarse entre sí las patas delanteras, mientras las otras seis sostenían el cuerpo. Sin hacer ningún otro movimiento, lo capturó con la lengua. Cuando terminó de comerlo sintió una agradable sensación de bienestar.
Se puso boca arriba, aspiró el aire fresco de la mañana. En las copas de los árboles, los rayos del Sol se enredaban con las ramas más altas que temblaban en manos de la brisa. Las cortezas arrugadas estaban tapizadas de ocre.
Un crujido repentino la sobresaltó. Se sentó, alerta. Una sombra no más grande que un puño pasó corriendo entre los manojos de hierba que crecían aquí y allá. Después sólo quedaron el murmullo del bosque y una inmovilidad de piedra. Estiró la mano para rozar la plantita verdigrís que crecía sobre la raíz de un árbol añoso. La encontró suave y húmeda al tacto. Se la llevó a la boca y le supo áspera. Se acercó las yemas de los dedos a la nariz y le agradó la tenue fragancia.
Una ráfaga que suspiró a su alrededor le produjo un escalofrío. Al frotarse los brazos para darse calor, descubrió que los filamentos obscuros que le cubrían el cuerpo se desprendían con facilidad. Se pasó la mano por el vientre y el pecho planos, arrancando puñados de filamentos, dejando al descubierto la piel tersa y casi blanca. Los únicos filamentos que no se desprendieron fueron los que tenía adheridos a la parte superior de la cabeza. Eran más largos y obscuros. Al tirar de ellos sentía dolor.
Se quedó tendida un largo rato. Tuvo la extraña sensación de que, de algún modo, ella y el bosque eran una sola cosa. Tuvo conciencia de las innumerables formas que la vida adoptaba en el bosque, tan diferentes entre sí y sin embargo tan parecidas. Junto a ella yacía la planta de la cual había nacido. Las hojas enormes surgían del suelo fláccidas, macilentas, cubiertas por los restos de las membranas que le habían brindado protección y alimento.
Le costó ponerse de pie. No lo logró al primer intento ni al segundo. Cuando finalmente lo consiguió, tanteó la tierra mojada con la palma de los pies hasta encontrar la mejor manera de sostenerse. Más tarde aprendió a saltar y a correr.
Durante el resto del día anduvo por el bosque corriendo tras pequeños seres voladores, saboreando los frutos tímidos que tomaba de las plantas. Se acercó a los arroyos sin asustar a los seres que bebían en ellos. Le gustaron el susurro de las aguas y la frescura que le regalaban a su garganta. La asombró contemplar el fantástico ser que la espiaba desde la superficie espejada cada vez que se inclinaba sobre ella.
Cuando el cielo empezó a ponerse obscuro, se metió en un tronco hueco y se acurrucó en la madera tibia. Las sombras se condensaron, poco a poco absorbieron todos los ruidos. Dentro del tronco, hecha un ovillo, se quedó dormida.
La despertaron los trinos que revoloteaban de rama en rama. Tiritando, salió al sumiso resplandor del bosque. Una niebla blanca y helada se movía por el suelo, dejando a su paso gotitas que brillaban cuando las tocaba el Sol.
Estiró los brazos, abrió la boca, se desperezó. Tenía las piernas entumecidas. Vio unos frutos amarillos en una rama y sintió hambre. Más tarde, mientras comía los frutos recién arrancados, sentada sobre la tierra salpicada de rocío, oyó las voces. Prestó atención. Eran distintas a todos los sonidos que había escuchado antes. No parecían pertenecer al bosque.
Se dirigió hacia las voces, que se fueron haciendo más y más estentóreas hasta que finalmente se materializaron. Descubrió a los seres en la orilla del arroyo.
El ser más grande andaba en seis patas. Su cabeza era alargada; sus orejas, cortas. Tenía una larga cola que se movía todo el tiempo y le golpeaba los flancos. De vez en cuando lanzaba un bufido o movía las patas traseras escarbando el suelo.
Los otros seres andaban en dos patas. De sus cabezas salían largos filamentos que se enmarañaban a los costados de sus rostros. La piel les caía a lo largo del cuerpo, formando pliegues holgados de distintos colores. Olfateando el aire, agitando las colas cortas, réplicas más pequeñas del primer ser se movían inquietas entre las piernas de los demás.
Uno de los seres que andaba en dos patas clavó los ojos en ella, la señaló con la mano, emitió un sonido gutural. Los seres más pequeños mostraron los dientes y gruñeron. El ser más grande se mantuvo indiferente.
El ser que había gritado se adelantó, se llevó las manos al vientre y extrajo de entre los pliegues de su piel una protuberancia carnosa que parecía brotarle de las entrañas. Lanzando sonidos agudos y entrecortados, agitó la protuberancia repetidas veces. Los otros como él profirieron sonidos similares.
Ella avanzó hacia el ser, empujada por un impulso irresistible. Entonces los seres de rabo corto se lanzaron sobre ella.
2
El hombre alto y fornido se detuvo en medio del sendero y contuvo la respiración. El viento jadeó entre sus ropas, le revolvió la melena. Lejos, algo se quejó de nuevo. El hombre se relajó. Por un momento había creído que se trataba de una bestia de caza. Solía recoger a los animales heridos que encontraba en el bosque. Los llevaba a su cabaña y los cuidaba hasta que sanaban. Con las bestias de caza era diferente, porque se enfurecían apenas alguien se les acercaba. Una marca rosada y zigzagueante en el tobillo, que los días de tormenta le ardía como una brasa, se encargaba de recordarle que era imprudente acercarse a esas bestias. Por eso las evitaba, del mismo modo que evitaba a los otros hombres. Cuando necesitaba ropa o comida y se veía obligado a trabajar para los campesinos, los veía enloquecer tras beber los jugos fermentados de ciertos frutos. En esas ocasiones, insultaban y maltrataban a las personas y a los animales que los ayudaban a trabajar la tierra. Eran los campesinos quienes les enseñaban a matar a las bestias de caza. Lo hacían por pura maldad, pues no podían probar la carne de las criaturas del bosque. Así lo establecía una antigua ley. Aunque todos ignoraban por qué razón había que respetar las antiguas leyes, nadie las infringía. En una sola ocasión había visto como unos hombres devoraban las lonjas sanguinolentas de un animal destrozado por las bestias de caza. Cada vez que recordaba la escena, se le revolvía el estómago.
Los gemidos se repitieron lastimeramente. No pertenecían a ningún animal que conociera. Apartó unos arbustos y se desvió del sendero. Más adelante, detrás de una mata, encontró el origen de los lamentos.
Una infinidad de imágenes se le agolparon en la mente. No supo de dónde venían, ni dónde se metieron al instante siguiente, cuando se esfumaron como un sueño tras un brusco despertar. Se encontró mirando fijamente a... ¿cómo nombrar lo que nunca se ha visto? Parecía hecha de leche pura, una rara floración nocturna marchitándose a la luz del día.
La miró un tiempo incierto antes de notar las magulladuras que le moteaban el cuerpo, las huellas inconfundibles de los colmillos de las bestias de caza. El líquido opalino que manaba de las heridas manchaba las hojas de los helechos. Recordó las fauces abiertas chorreando baba y se le erizaron los pelos de los brazos. Se le ocurrió que quizás los perros merodeaban el lugar y se abalanzarían sobre él en el momento menos pensado. Creyó ver siluetas sigilosas, escuchar ruidos amenazadores. Ahuyentó estos pensamientos e hizo lo que tenía que hacer.
Recorrió la distancia que lo separaba de la cabaña tratando de no apurarse. Le urgía llegar, pero temía dañar aún más a la frágil criatura que llevaba en los brazos. Una vez en la cabaña, la depositó en la cama y corrió al pozo en busca de agua. Hirvió el agua y la dejó enfriar, tal como había aprendido hacía mucho tiempo. Con una toalla empezó a lavar despacio las heridas, pero la criatura se retorcía apenas la rozaba, así que interrumpió la tarea.
Revolvió las bolsitas de especias, los guijarros de colores brillantes, las semillas de plantas que crecían únicamente en climas lejanos, las chucherías acumuladas en docenas de viajes por los rincones deshabitados del bosque interminable. Cada objeto encerraba un recuerdo, paisajes somnolientos y remotos. Finalmente encontró lo que buscaba.
Alineó los frascos sobre la mesa. Podía individualizarlos por los colores de sus contenidos. Separó tres y los destapó. En un cucharón lleno de agua puso unas cuantas gotas del líquido escarlata del primer frasco, que calmaba el dolor y provocaba sueños bienhechores. Se arrodilló al lado de la cama, pasó un brazo por debajo de la nuca de la criatura y la alzó con suavidad. Le vació muy lentamente el cucharón en la boca. Después tomó un trozo de tela limpia y lo cortó en pedazos del tamaño de una mano abierta. Vertió en una taza de madera un chorrito de lo que había en el segundo frasco, un líquido ambarino de olor penetrante que impedía la formación de veneno en las lastimaduras. El agua adquirió un aspecto nuboso. Mojó los trapos y se puso a lavar las heridas de la criatura dormida. Humedeció pacientemente las costras endurecidas hasta que se ablandaron. Algunas mordeduras eran muy profundas y tardarían en curar.
Una vez que todas las heridas estuvieron limpias, embebió unos pedazos de tela en el líquido verdoso del tercer frasco, que tenía la propiedad de fortalecer el crecimiento de la carne. Puso un trapo empapado sobre cada herida y los envolvió con tiras de la misma tela. Cubrió a la criatura con una manta y se sentó a descansar. La observó dormir. Su rostro ya no estaba desfigurado por el dolor. Había belleza en sus delicados rasgos.
Anocheció. El hombre sintió el molesto roer de la impaciencia. Le molestaba quedarse de brazos cruzados. ¿Bastaba con lo que había hecho? Ojalá pudiera hacer algo más. Siempre cabía la posibilidad de que las heridas empeoraran, en vez de mejorar. Quizás en ese mismo momento la criatura estaba... No. No debía pensar de esa manera. Tuvo ganas de salir corriendo a buscar ayuda. Pero dejarla sola no era una buena idea. Además, no sabía muy bien a quién acudir.
Encendió la chimenea haciendo saltar una chispa sobre la paja. Las llamas crepitaron; la madera enrojeció, disipando el frío. Volvió a sentarse cerca de la cama. El aire templado y el siseo del fuego lo adormecieron. Cabeceó. Los párpados le pesaban. Imágenes confusas acudieron a su mente. Moviéndose en sueños, la criatura se quejó. Medio dormido, vio la punta de la manta deslizarse fuera de la cama. La criatura quedó al descubierto. Parecía un muchachito, a no ser por lo que le faltaba entre las piernas. Definitivamente no era un hombre, a pesar de su apariencia humana. Entonces, ¿qué era? Había escuchado a los viejos hablar de criaturas como ésta. Las llamaban mujeres. Eso era ella. Una mujer. Había encontrado una mujer. Pero no sabía muy bien de qué se trataba. Algo muy tierno y delicado, en todo caso. Y poseía... algo. Algo que él había observado en las criaturas del bosque y nunca en los hombres. Algo que no podía describir con palabras. Era algo que estaba en ella y que la ponía mucho más cerca de los seres del bosque que de los hombres. Los viejos contaban que las mujeres salían del bosque de tanto en tanto. Reían al recordar las cosas que habían hecho con ellas, aunque nadie sabía muy bien a qué se referían.
Era la primera vez que tenía una mujer delante. En verdad, nunca había creído seriamente en su existencia. ¿Qué debía hacer con ella? ¿Debía hacer algo? Se preguntó de dónde saldrían las mujeres y por qué aparecían sólo en ciertas épocas. Esto lo condujo nuevamente al terreno de las preguntas que ni los viejos eran capaces de responder. Por ejemplo, ¿de dónde salían los hombres? Él no recordaba haber venido de parte alguna. Ningún hombre lo recordaba. Simplemente estaban ¿para qué? Nadie lo sabía. ¿Hasta cuándo?
Se sobresaltó. Abrió los ojos de golpe, convencido de que alguien se ocultaba en el cuarto. Miró a su alrededor. Los rescoldos arrojaban sombras siniestras contra la pared. Una de ellas le recordó a los hombres que usaban vestidos negros y salían del bosque para exhortar a los campesinos a salvar algo que llamaban alma y a no andar por un camino que llamaban pecado. Y ahora que lo pensaba, también decían que las criaturas que surgían del bosque eran malvadas, que alguien las enviaba para tentar a los hombres y causarles daño. Eso era difícil de creer. Ningún mal podía provenir del bosque. Era viejo y acogedor, la manifestación más bella de la vida.
Puso unos troncos en la chimenea y los sopló. Las llamitas azules crecieron con rapidez. La criatura descansaba mansamente. Al tocarle la frente descubrió que dentro de ella se consumía otra hoguera. Le refrescó el rostro con un trapo húmedo. Volvió a la silla y se sumergió en un sueño inquieto.
Los rayos del Sol que se filtraban por las rendijas salpicaban el piso de dibujos sin sentido. Partículas de polvo iluminadas se movían en el aire. Se desperezó y bostezó en silencio. Le dolía todo el cuerpo.
Abrió las ventanas y la mañana irrumpió como un manantial: un soplo fresco, el aroma del pasto mojado y la savia de los pinos. Un pequeño ser trazó en el aire una espiral imaginaria. Momentáneamente, el pasado se disolvió en el paisaje matutino. La noche se había ido, impregnada con los acontecimientos del día anterior. El amanecer modelaba de nuevo el mundo.
Se dio vuelta y miró a la criatura. Ella también lo miraba. Dos ojos claros y luminosos. Se alegró al verla despierta, y más se alegró al ver la sonrisa que ella le ofrecía.
La criatura vio los vendajes que le cubrían los brazos, los tocó tímidamente, tironeó de ellos. Cuando él llegó a su lado, algunos trapos ya estaban en el suelo. Deseó que ella no mirara las heridas y enseguida descubrió que no había heridas que mirar. Le quitó todas las vendas y encontró sólo piel tersa e intacta. Estaba tan contento que no llegó a sorprenderse. La incertidumbre dejó de acecharlo. Por una vez, fue como si la noche realmente se hubiera llevado el sufrimiento y la pena del día previo. Salió de la cabaña y regresó al poco tiempo con un montón de frutos frescos. Hambrientos y gozosos, comieron sentados en la cama.
Luego de comer estuvieron un rato mirándose. Ella estiró la mano y le rozó la mejilla. La caricia duró menos de un segundo, pero él siguió sintiendo el toque de la mano después de que ella la hubo retirado. Cuando ella lo tocó, una corriente impetuosa fluyó en una sola dirección. Dentro del hombre, la corriente viboreó, llenó el vacío, trituró las astillas de soledad incrustadas en su interior. Tanto hacía que llevaba esas astillas, que había terminado por acostumbrarse a ellas. Una vez que la corriente lo llenó todo, pugnó por salir. El hombre sintió la imperiosa necesidad de retribuir a la criatura lo que ella le acababa de dar. Quería protegerla, acompañarla siempre, abrirse a ella. La miró a los ojos y comprendió que ella estaba dispuesta a recibir.
Se tendieron juntos y se acariciaron. Compartieron sus cuerpos y a través de los cuerpos, todo lo que ellos eran. Para él, cada persona era un bosque misterioso. Los demás podían internarse en esos bosques, pero nunca lograban recorrerlos por completo. Se llegaba a un punto en que la espesura impedía continuar. En algunos hombres, la espesura crecía en forma desbocada, se nutría de su propio desencanto y terminaba abarcándolo todo. Cualquier cosa que sucediera a continuación sólo provocaba indiferencia.
Él llevaba esa espesura dentro. Hacía rato que la sentía crecer, devorándolo. Él lo había permitido. Después de todo, la soledad era la esencia de la condición humana. Contra ella, nada se podía hacer, excepto entablar una lucha inútil, perdida de antemano, ya que de un modo u otro, la soledad siempre se las arreglaba para vencer. Y sin embargo, la compulsión de luchar también formaba parte de la condición humana. Ahora sabía que la lucha podía acercar a uno a la victoria, por más que no se la alcanzara. Hasta dónde se llegaba, dependía de cada uno.
Convivieron varios días. A él le resultaba hermoso despertar junto a la criatura, explorar su cuerpo, entrar en ella y depositar en su interior el jugo lechoso que despedía la protuberancia en forma de hongo que él tenía entre las piernas. Recién ahora, por primera vez, al ver la exquisita manera en que su protuberancia encajaba en la cavidad de la criatura, le encontraba un verdadero sentido a esa parte de su cuerpo.
Una mañana no la encontró a su lado. Buscó por toda la cabaña y luego por los alrededores, pero ella no estaba.
3
El servomecanismo aguardaba en lo profundo del bosque. Las extremidades metálicas recogidas, el vientre ovalado apoyado sobre un lecho de hojas descompuestas. Esperaba en la obscuridad, oculto dentro de un tronco podrido, inmóvil como un predador que aguarda a su presa.
A cada instante recibía una cantidad enorme de información proveniente del sector del bosque abarcado por sus sensores. Cada unidad de información era interpretada instantáneamente por el diminuto cerebro electrónico y luego almacenada. Presenciaba pasivamente la intensa actividad del bosque. Percibía cómo la vida se esforzaba en la construcción de estructuras complejas. Esperaba.
Al fin, un eco lejano lo arrancó del letargo. Un llamado silencioso y perentorio que puso término a la larga espera. El cerebro interpretó el mensaje y comenzó a trabajar. Del sinfín de señales que emitían los tejidos nerviosos de los habitantes del bosque, sólo una le interesaba al cerebro del servomecanismo. A esa podía reconocerla entre miles de señales.
Hubo un chasquido y las extremidades se extendieron. El servo hundió sus patas de metal en la capa de hojas enmohecidas hasta encontrar un punto de apoyo. Depósito todo su peso sobre ellas y se irguió, destrozando la madera podrida que lo rodeaba. Una claridad azulverdosa desplazó la ausencia de luz, los ruidos lejanos dejaron de ser una reverberación algodonosa. Olores espesos flotaban en el ambiente. Sin prestar atención a estos cambios, inició la marcha.
A medida que el servo avanzaba, sus sensores fueron captando la señal, sucesivamente, como un murmullo, un aullido, un rugido casi tangible. Cuando la intensidad fue máxima, los ojos electrónicos percibieron lo que buscaban.
La criatura yacía en el suelo, se contorsionaba como si un fuego interno la estuviera devorando. Ni siquiera notó que el servo se le acercaba.
Del cuerpo ovalado del servo surgieron tres brazos mecánicos. Dos de ellos alzaron a la criatura, en el extremo del restante surgió una aguja que se hundió en el brazo de ella. A partir de ese momento, ella dejó de moverse y comenzó a respirar pausadamente.
Sin detenerse ni un momento, el servo la transportó durante el resto de ese día y toda la noche. Al amanecer, la vegetación se fue haciendo cada vez más espesa y se vio obligado a disminuir la velocidad de su marcha. Al mediodía llegó a una zona inextricable. Un grueso estrato de hojas ennegrecidas cubría el suelo, y aquí y allá emergían raíces gordas que convergían en grandes troncos sobre los que crecían enredaderas frondosas. Unas plantas bajas, suculentas y espinosas, se fueron haciendo cada vez más frecuentes hasta que formaron un sotobosque compacto, cuya altura aumentaba a cada paso. Las cortezas de los árboles eran purpúreas o violáceas y las ramas se entrelazaban, curvándose como garras. Las raíces se bifurcaban muy por encima del suelo, formando intrincadas galerías delimitadas por retorcidas columnas vegetales. Marañas de plantas trepadoras colgaban de lo alto como cascadas estáticas. El débil resplandor que lograba atravesar el follaje teñía el lugar de colores borrosos. La luz misma parecía diluirse en el aire enrarecido. Sombras esporádicas se deslizaban entre la vegetación, delatando la presencia de los habitantes de esa parte del bosque.
El servo avanzaba metódicamente, una alimaña articulada que corría a su guarida cargando un codiciado tesoro. Ahora salían de su cuerpo numerosos brazos mecánicos que se abrían paso con eficiencia en el muro vegetal. Inconsciente entre las manos de metal que la sostenían, la criatura parecía haberse encogido durante el trayecto. Mustia, la piel desprendida en los incontables lugares donde el ramaje la había rasguñado, apenas respiraba.
La negra caverna se abrió de repente delante del servo. Los pasos metálicos arrancaron ecos apagados de la roca resbaladiza. Un declive suave y sinuoso se perdía en las entrañas de la tierra, ramificándose como las ramas de un arbusto.
El descenso terminó ante una plancha maciza de metal que se deslizó dentro del muro de piedra sin hacer ruido. Una fuerte luz iluminó el recinto que había del otro lado. Un hálito helado salió del recinto. De la boca de la criatura escapó una fugaz nubecilla de vapor. El servo ingresó al recinto. La plancha de metal volvió a su posición inicial.
El recinto era funcional: un cubo excavado en la piedra del subsuelo, tapizado con metal y plástico, equipado con una compleja maquinaria electrónica. El resistente material que cubría gran parte de las paredes era transparente y permitía ver la roca viva. Delante de una de las paredes laterales había una consola cubierta de botones y perillas. Empotrada sobre ella, una pantalla se extendía de pared a pared. La pared de enfrente estaba cubierta por compartimientos de distintos tamaños con puertas transparentes. En la misma pared, en el rincón superior más alejado de la entrada, una corriente de aire frío ingresaba al recinto a través de una rejilla de plástico. La pared del fondo, recubierta por un material de color indefinido, se curvaba en forma de cono hacia el centro del recinto. La punta del cono, suspendida a media distancia entre el piso y el techo, se abría como los pétalos de una flor.
El servo se dirigió a los compartimientos de la pared lateral. Con un dedo mecánico presionó una placa cuadrada del tamaño de una uña humana, ubicada en la base del compartimiento central. El interior del compartimiento se iluminó, el tabique se deslizó hacia arriba. Depositó a la criatura en el piso del compartimiento. Nada en ella indicaba si aún estaba viva.
El servo se volvió y caminó hacia la salida. La abertura se abrió ante él. De vuelta en la caverna, desanduvo el camino al exterior. Una vez en la superficie, se internó en la espesura sin rumbo fijo.
Poco antes del anochecer detectó la señal clara e inequívoca de un ser humano que se aproximaba. Se paró, elevó las extremidades de metal, se aferró a una rama y se izó verticalmente. Al principio, la rama osciló; luego se quedó quieta. Escondido entre las hojas, el servo colgaba como un ser nocturno que aguarda la llegada de la noche.
El hombre apareció un largo rato después. El cabello castaño se le arremolinaba alrededor de los hombros. Tenía la ropa rota, arañazos en la cara y el pecho. Por momentos se agachaba y examinaba los matorrales, como si estuviera buscando algo. No tardó en salir del campo visual del servo, que entonces se descolgó y prosiguió su camino.
Ya era de noche cuando el servo encontró un lago de aguas calmas. Se metió en él y vadeó en la obscuridad. De pronto se sumergió totalmente. Mientras se hundía en el fondo barroso, sus extremidades metálicas se plegaron y se retrajeron al interior del cuerpo. El barro lo cubrió por completo. Inmerso en la acuosa profundidad, se puso a esperar.
El hombre se asomó a la obscuridad que se abría ante sus ojos. Respiraba con dificultad. Los harapos de su blusa pendían de su cintura. Se quedó en la entrada de la caverna hasta que su respiración se normalizó. Entonces entró. Avanzó palpando la pared rocosa con las manos y el suelo con los pies.
Un artefacto disimulado en una concreción mineral detectó la presencia del hombre y lanzó una señal que fue detectada por una caja que, unos metros más adelante, pendía del techo de la cueva. De la parte inferior de la caja salía un cilindro. El extremo del cilindro que apuntaba hacia la salida de la cueva era ahusado.
Ni bien recibió la señal emitida por el artefacto, la caja emitió una onda subsónica que hendió el espacio entre los muros de piedra. El hombre se llevó las manos a la cabeza, cayó de rodillas y se desplomó sin conocimiento.
Tardó en despertar. Se movió levemente. Se puso de pie y dio unos pasos inseguros. La caja volvió a emitir la onda y el hombre volvió a caer. Un saliente afilado le abrió un tajo en la sien.
Esta vez pasó mucho más tiempo antes de que el hombre se despertara. Se incorporó. Su corazón latía desordenadamente. Se pasó la mano por la herida que aún sangraba. Agitó los brazos. Desde el techo de la caverna, la caja captaba el calor menguante del hombre y apuntaba hacia su cabeza el extremo ahusado del cilindro.
Finalmente, el hombre volvió sobre sus pasos. Salió de la caverna y vagabundeó muchos días por los alrededores. Andaba semidesnudo. Comía bayas, raíces, brotes dulzones. Un amanecer se encaminó al linde del bosque. Nunca regresó a la caverna.
Al mismo tiempo que el servo abandonaba el recinto, dentro del compartimiento empotrado en la pared varios brazos mecánicos rodearon el cuerpo sin vida de la criatura. Los brazos terminaban en bisturís, pinzas, dedos o tijeras que enseguida se pusieron a trabajar. En cuestión de segundos practicaron una incisión en la base del vientre de la criatura, separaron los bordes del corte y dejaron al descubierto uno de sus órganos internos. El órgano era esférico y rosado, de su parte inferior salía un conducto que desembocaba en la entrepierna de la criatura. Los ligamentos que lo sostenían en su lugar fueron cortados y el órgano fue extraído.
Las paredes laterales del compartimiento se abrieron, formando aberturas que comunicaban con los compartimientos adyacentes. El cuerpo fue llevado al compartimiento de la derecha, donde recibió un tratamiento de microondas que lo redujo a cenizas. El órgano esférico fue llevado al compartimiento de la izquierda, donde fue empapado por una substancia vaporizada que surgió del techo. Los brazos lo abrieron y extrajeron de su interior un líquido viscoso y blancuzco. Aproximadamente la sexta parte del líquido fue volcado dentro de una cápsula de plástico que contenía una substancia espesa e incolora. Un brazo agitó todo con una varilla de metal. El procedimiento fue repetido hasta que la totalidad del líquido viscoso quedó repartido en seis cápsulas.
Las cápsulas fueron selladas con calor y conducidas a otro compartimiento en el que había un cilindro de metal. Una mano mecánica giró el manubrio ubicado en la parte superior del cilindro y levantó la tapa. Un vapor espeso salió del cilindro. Las cápsulas fueron depositadas dentro; la tapa, cerrada; el manubrio, girado en sentido inverso. Las luces de los compartimientos se apagaron. Las del recinto también.
Fuera de la cueva, el frío aumentó a medida que pasaron los días. Los vientos soplaron y arreciaron las lluvias. Algunas plantas perdieron las hojas, otras no. Hombres y animales continuaron realizando las actividades que los mantenían con vida. Más tarde, el frío cedió y el aire se volvió templado y luego cálido. Entonces los servomecanismos dispersaron una vez más las esporas por el bosque. La mayoría germinó, algunas completaron su ciclo de vida. Cuando la temporada de calor llegaba a su fin, unas pocas criaturas despertaron del sueño vegetal. Algunas anduvieron por el bosque hasta marchitarse; otras fueron atacadas por animales herbívoros que las devoraron; unas pocas tuvieron fugaces encuentros con los hombres. Una vez que sus órganos esféricos y rosados estuvieron rebosantes del líquido lechoso que emanaba de las protuberancias de los hombres, una compulsión irresistible arrastró a las criaturas a lo profundo del bosque. Allí, los servos las estaban esperando.
En el recinto excavado en la roca subterránea, las luces se encendieron. Las máquinas comenzaron a zumbar. En el centro del recinto, el extremo en forma de pétalos del cono que surgía de la pared del fondo adquirió una tonalidad rojiza. El aire parpadeó. Delante de los pétalos apareció un diminuto círculo opalescente que empezó a crecer hasta que su diámetro abarcó la altura del recinto.
Un objeto vagamente rectangular, de aspecto plomizo, brotó del círculo cerca del piso. Tenía un lado plano (el inferior), un lado curvo (el superior), un lado semicircular (el anterior) y un lado inobservable que estaba en contacto con el círculo opalescente. El objeto creció, primero en profundidad, luego en altura, avanzando hacia la entrada del recinto. Resultó ser una bota que se apoyó en el piso del recinto. Del círculo emergieron la pierna, la rodilla y el muslo que eran la continuación de la bota. Junto al muslo apareció una mano enguantada, seguida por el resto de una figura humana. Una segunda mano, que transportaba un cilindro de metal, salió del círculo. A la altura del rostro, el traje presentaba un visor ahumado.
La figura humana caminó resueltamente hacia la consola. Apretó un botón y de inmediato se abrió uno de los compartimientos empotrados en la pared. Sacó el cilindro que había dentro del compartimiento y dejó en su lugar el cilindro que traía consigo. Apretó de nuevo el botón y el compartimiento se cerró. Luego giró una perilla y se abrió otro compartimiento. Adentro había placas de circuitos alineadas en posición vertical. Sacó de uno de los bolsillos del traje varias placas semejantes a las que había dentro del compartimiento. Reemplazó una a una éstas por aquellas. Guardó las reemplazadas en el mismo bolsillo. Movió la perilla y el compartimiento se cerró de inmediato.
Se paró ante el círculo opalescente. Adelantó la mano derecha hasta atravesar el círculo. La mano no salió por el otro lado. El resto de la figura humana fue desapareciendo en el círculo. Después de un momento, las luces y las máquinas se apagaron. Todo quedó en silencio.
FIN